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Autor:
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Oscar Minkévich
MSc. en Metodología de la Investigación
Universidad Nacional de Lanús
Desde algún tiempo antes, pero con especial énfasis desde fines del siglo XIX y principios del XX, el
mundo occidental va a modificar significativamente su mirada con relación a cuestiones muy estre-
chamente ligadas al campo disciplinar de la Educación Física. Así, el papel cada vez más destacado
de la realización de actividad física en la vida cotidiana del sujeto inmerso en las grandes ciudades,
la creciente apología del cuerpo llevada a cabo por incipientes disciplinas que señalan las insuficien-
tes respuestas dadas desde el enfoque exclusivamente biológico, el deporte con su expansión y
repercusión en los distintos contextos sociales, las actividades para el redescubrimiento de la natura-
leza así como el conocimiento y respeto por los distintos ecosistemas, entre muchas otras, van a ir
colocando a esta disciplina frente a un mundo demandante de su participación en la construcción y
socialización de los sujetos.
Muchas corrientes de la Educación Física de la mano de sus respectivos paradigmas —algunas con más
justeza en sus apreciaciones que otras— pretenderán dar cuenta de esta demanda así como la de ir
intentando establecer su propia identidad disciplinar, no sólo dentro del contexto de las disciplinas
ligadas a la tradicional educación formal, sino también dentro de la extensa y variada educación
no-formal e informal.
Esa identidad comienza primeramente con el establecimiento tardío del propio término Educación
Física, que no aparecerá hasta el siglo XVIII en que el médico suizo Ballesxerd lo introducirá hacia
1762. Con posterioridad hacia comienzos del siglo XX se establecerá una disputa de poder entre los
defensores de la gimnasia y los defensores del deporte para ver quiénes debían tener o llevar la
verdadera tutoría dentro de la Educación Física. Conflicto éste que hizo peligrar dicho término, pero
que será rescatado definitivamente por obra de Hébert y Demeny (Vázquez Gómez B. 1989).
En cuanto a la conducta motriz como problemática dentro del campo disciplinar de la Educación
Física, tema que nos ocuparemos brevemente aquí, comenzará a establecerse como tal recién hacia
fines de la década de los ’60 del siglo XX. Se incorpora gradualmente a nuestro campo la oportuna
distinción que otrora hiciera Tolman allá por 1930/40 entre la denominada conducta molecular y la
conducta molar. La primera tiene lugar sobre la base de detalles subyacentes estrictamente físicos y
fisiológicos, esto es, que es considerada en términos de proceso receptor, proceso conductor y
proceso efector per se. En tanto que en la segunda, los «actos de conducta» —sin que ello implique
negar la completa correspondencia existente con los hechos moleculares subyacentes tanto de la
física como de la fisiología— tienen como totalidades «molares» ciertas propiedades emergentes
propias. Por lo que la conducta como tal no puede deducirse a partir de una mera enumeración de
las contracciones musculares, los meros movimientos qua movimientos, que la componen. La
conducta como fenómeno molar se manifiesta así en contraste con los fenómenos moleculares que
constituyen su fisiología subyacente. Dicha distinción permitió comenzar a ver que el sujeto no se
reduce sólo a ser un ser biológico.
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Minkévich, Oscar. 2005. UNLa (Universidad Nacional de Lanús). Lanús. Este artículo posee algunas modificacio-
nes al texto original escrito por Calvi, Jorge – Minkévich, Oscar. 1995. Para un glosario y una epistemología de la
Educación Física. Bs. As. Eurisko.
Y nuestro interés en la conducta motriz intencional responde a que la Educación Física es una prác-
tica social que participa en la formación del sujeto estudiando e interviniendo pedagógicamente
sobre dicha conducta. Por otra parte, se nos vuelve necesario abordar la cuestión referida no sólo a
este tipo de conducta sino también a efectuar algunas breves consideraciones sobre la motricidad en
tanto cualidad de la que dicha conducta es parte.
Para empezar, si rastreamos el origen del término ‘motrices’, veremos que proviene del latín motor,
que significa que produce u origina movimiento. Por su parte movimiento deriva de mover y éste del
latín movere¸ mover, trasladar. Pero a pesar del parentesco terminológico, el alcance y significado
de ambos son diferentes. Esta diferencia no sólo establece sino que posibilita encarar un tratamiento
disciplinar cualitativamente más preciso. De aquí que nos detendremos a considerar a qué hacen
referencia o qué ámbitos delimitan cada uno de ellos.
Por su parte, el término motricidad abordado desde una perspectiva biológica alude a la propiedad
que tienen las células nerviosas que determinan la contracción muscular. O para decirlo desde la
semiología del sistema nervioso: es «la contracción muscular regida por el sistema nervioso». Esta
definición estaría contemplando tanto a lo que genera la acción (esto es, el sistema nervioso) como
al resultado que éste produce sobre el denominado aparato locomotor (huesos, músculos, tendones,
ligamentos, articulaciones), y que lo vemos traducido en un tipo particular de movimiento.
La precedente distinción tiene su implicancia en el ámbito de nuestra profesión. Puesto que si sólo
consideramos lo visible, lo observable, podríamos llegar a parcelar la visión al quedarnos sólo con la
ejecución o, si se prefiere, los efectos de la acción que lleva adelante el sujeto. Por lo que entonces
sí tendría cabida el empleo del término movimiento. Pero si también nos proponemos considerar a la
causa o lo que genera al mismo, no podremos rehuir el empleo o la utilización del término conducta
motriz intencional, en consideración a lo que éste connota. El término conducta abarca tanto el
aspecto objetivo, evidente o manifiesto, observable, exterior (movimiento), como el subjetivo, no
manifiesto, interior, como son los pensamientos, las ideas, las emociones, los afectos, las intencio-
nes, los sentimientos, los deseos, etc.
Así —entre otras— considerarlo como la contracción permanente que posee un músculo; constituir el
telón de fondo de las actividades motrices y posturales, fijando la actitud, preparando el mov-
imiento, subtendiendo el gesto, manteniendo la estática y el equilibrio (Mamo H. – Laget P. 1964, en
Le Boulch J. 1978); concebirlo no como algo estático, ya que desde esta óptica la inmovilidad apar-
ente de un cuerpo no es más que la ausencia aparente de reacción de una vigilancia tónica que está
siempre dispuesta, partiendo de la existencia de un fondo tónico que depende de las organizaciones
neurológicas progresivamente maduradas y de las formas de reacción variables de acuerdo al nivel de
maduración, dando en consecuencia un fondo tónico dinámico que al igual que la capacidad de
reacción se modifican con la relación (Coste J. C. 1979); por último, aquella que ve en la función
tónica no sólo un fondo ligado en mayor o en menor medida a la estructura neurofisiológica, sino, por
el contrario, un fondo que constituye el campo de la oscilante fluctuación entre los estados de
tensión y los de relajación (Wallon H. 1979).
En la motricidad involuntaria observamos movimientos que no han sido producidos por un deseo o
una decisión voluntaria. Comprende a los movimientos reflejos, los movimientos automáticos y los
automáticos asociados.
Si justificamos la diferencia existente entre ellas, podemos decir que se entiende por motricidad
refleja a las conductas que ocurren independientemente de la voluntad. Son de nivel de resolución
bajo (nivel medular para tronco y miembros; nivel de tronco encefálico para cuello y cabeza), y sus
características son las de ser universales, predecibles, estereotipadas, fatigables, no entrenables y
limitadas —en el espacio y en el tiempo—.
La motricidad involuntaria automática pertenece a una categoría más elevada, ya que se realiza
sobre la base de un mecanismo neurológico más complejo —en el que participan los núcleos de la
base del cerebro—. Es producida por estados afectivos particulares o por los instintos. Por ejemplo,
la transfiguración de la mímica de la cara cuando se llora, o cuando se observa la preocupación de un
sujeto en su rostro, o el sobresalto que puede ocasionar un ruido estruendoso, y tantos otros actos
que se realizan sin que participe el deseo o la voluntad.
La misma, para su estudio, puede ser abordada desde un punto de vista filogenético y ontogenético.
El componente filogenético implica lo relativo o perteneciente a la filogenia. Esta es la historia del
desarrollo de un tipo orgánico o de una especie. El desarrollo de una especie (de sus órganos y
funciones) está íntimamente relacionado con la información genética que ésta posea. La motricidad
de cada especie animal se desarrollará de la misma forma que las estructuras somáticas. Esto es,
gracias a la información genética específica que se posea. Su aparición estará directamente relacio-
nada con el nivel evolutivo de la especie y con la maduración neurológica.
En el caso del sujeto, la maduración neurológica es extrauterina. Por lo tanto, las conductas motrices
voluntarias irán apareciendo progresivamente como conductas intencionadas a partir aproximada-
mente del 3º o 4º mes de vida extrauterina, y son predecibles, ya que en todos aparecerá en períodos
cronológicos similares. A las conductas motrices más evolucionadas, y que son el signo específico de
la especie, se las conoce como conductas motrices filo¬genéticas (que más adelante ampliaremos).
Ellas son: correr, caminar, trepar, saltar, balancearse, etc. Su ejercitación determinará su consoli-
dación, para llegar a manifestarse como conducta motriz hábil.
Las conductas motrices voluntarias que lleva a cabo el sujeto se caracterizan porque para su mani-
festación interviene la corteza del cerebro — origen del sistema motor piramidal [SMP] —, filogené-
ticamente más reciente, y relacionado con la motricidad distal o fina. Estas conductas al estar
embebidas por la intencionalidad que le imprime el sujeto, son las que no sólo definen el porqué de
la acción, sino que —como expresáramos más arriba— dotan de significado a las distintas acciones
que le permiten orientar su vida.
La motricidad voluntaria filogenética aparece en el sujeto luego del nacimiento en forma tardía,
porque su maduración es extrauterina, a diferencia de otras especies animales menos evolucionadas,
cuya aparición está muy próxima a su nacimiento.
La motricidad filogenética responde a las leyes del desarrollo motor: céfalo-caudal para el tronco, y
próximo distal en miembros; de lo general a lo específico; de la motricidad gruesa a la motricidad
fina; de lo involuntario a lo voluntario; de lo anárquico al control.
Las conductas filogenéticas intencionales son las que están enraizadas o relacionadas con la infor-
mación genética que corresponde a cada especie. Su manifestación es observable en el sujeto a
partir del tercer o cuarto mes del nacimiento con el control cefálico, sucediéndose luego toda una
serie de hitos de aparición de nuevas conductas que son estudiadas, entre otras, por la Psicología
Evolutiva, la Neurofisiología en particular, y que culminan con la consolidación de las conductas
filogenéticas más evolucionadas que conocemos en la Educación Física, como caminar, correr, trepar,
traccionar, etc.
Esas conductas no son «formas básicas de movimiento», como inadecuadamente se las ha denomi-
nado y en muchos casos se las sigue llamando. Ahora justificaremos esta posición.
a) El término ‘forma’ indica el aspecto externo o exterior de los cuerpos o de las cosas o del mov-
imiento en nuestro caso. No contempla la intención del sujeto en el aspecto decisorio y de control de
la conducta en cuestión (aspecto subjetivo de ésta).
Ahora bien, ¿cómo es que lo filogenético sirve de base para el desarrollo de lo ontogenético?
Las conductas motrices filogenéticas sirven de patrones cinéticos para la adquisición de conductas
motrices ontogenéticas. Este patrón no es una conducta que se transfiere cuando se aprenden gestos
o conductas ontogenéticas. La función de los patrones es la de servir como modelos cinéticos básicos
o elementales sobre los cuales se estructuraran las conductas motrices ontogenéticas afines con
dicho patrón.
Marcamos esta diferencia porque el término ‘transferir’ implica la utilización de un modelo para ser
aplicado él mismo en distintas circunstancias, y en el ejemplo anteriormente citado utilizamos el
patrón filogenético para el desarrollo de una conducta ontogenética y no realizamos la aplicación del
mismo modelo.
Si observamos el gráfico, vemos que hay flechas de doble dirección que nos indican una retroaliment-
ación entre modelos y patrón.
El patrón «filo» sirve de base para la estructuración del modelo «onto» que, debidamente automa-
tizado, le da mayor fluidez y solvencia en la ejecución al patrón «filo». Por ejemplo, un sujeto con
acervo motor limitado o sumamente escaso, cuando corre al cruzar una calle, al tomar un colectivo,
etc., lo hace de una manera rudimentaria y poco económica. En cambio, al que tuvo variada experi-
encia motriz en el campo ontogenético se lo puede ver correr con un patrón filogenético más pulido,
económico y que hasta podríamos calificar de «elegante».
Por ello la conveniencia de que se entienda la necesidad de que todas las conductas motrices
filogenéticas que conocemos deban desarrollarse y consolidarse oportuna y convenientemente para
que puedan servir de patrones adecuados a partir de los cuales podrá desarrollarse toda esa rica
gama de conductas que caracteriza a la motricidad humana.
La conducta motriz filogenética puede estar consolidada, poco consolidada o no consolidada, según
las vivencias motrices que cada sujeto pudo haber experimentado en el transcurso de su vida. El
medio social puede comportarse como favorecedor o inhibidor (familia, escuela, costumbres, etc.).
La conducta motriz ontogenética puede estar o no aprendida, y, en caso de estarlo, debemos valorar
si se encuentra poco automatizada o si está debidamente automatizada, siendo este estadio el
objetivo último de todo aprendizaje de conductas motrices, dado que quedará incorporada como
memoria terciaria o permanente o a largo plazo (praxis gesto).
Resumiendo lo referido a las cualidades físicas motrices, quedaría graficado de la siguiente manera:
Bibliografía Consultada
Le Boulch, J. (1985). Hacia una ciencia del movimiento humano. Bs. As.: Paidós.