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POESÍA ESPAÑOLA DE POSGUERRA

La Guerra Civil acabó con el espléndido panorama de la poesía española en el primer tercio del siglo;
unos mueren (García Lorca o Miguel Hernández); otros parten al el exilio (Juan Ramón Jiménez, Salinas,
Guillén o Cernuda), desde donde seguirán escribiendo; y luego están los que se quedan, entre ellos
Aleixandre y Dámaso Alonso, que con Sombra del paraíso e Hijos de la ira, respectivamente, se
convertirán en estandartes de una poesía desarraigada que, con un estilo directo y despreocupado por los
primores estéticos, se enfrenta a un mundo caótico, invadido por el sufrimiento y la angustia. Una visión
del mundo que choca con la de otros poetas “arraigados” como Luis Rosales, Leopoldo Panero o Dionisio
Ridruejo, más proclives a una visión ordenada y serena del mundo, con una poesía de corte neoclásico,
tradicional y formalista. Surgen además en estos años autores difícilmente encasillables en la dicotomía
arraigo/desarraigo como José Hierro (con sus dos estilos, el de “reportaje” para una poesía narrativa y
racional y el de “alucinación”, para una más irracional), o el grupo Cántico de Córdoba (en el que se
integran nombres como Ricardo Molina, Juan Bernier, Julio Aumente y Pablo García Baena), que cultivó
una poesía intimista y de gran rigor estético.
En la década de los 50 domina, como en el teatro y en la narrativa, el “realismo social”. El poeta
denuncia las injusticias sociales y abandona las metas estéticas por un lenguaje coloquial (rayano en lo
prosaico) que favorezca la comunicación con la inmensa mayoría. Se inscriben en esta tendencia poetas
como Gabriel Celaya (autor del famoso poema La poesía es un arma cargada de futuro) y, sobre todo,
Blas de Otero (con obras como Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia, publicadas en 1950 y
reeditadas en 1958 conjuntamente bajo el título de Ancia).
Ya en la misma década de los 50 comienzan a aparecer nuevos poetas que pretenden superar la
poética realista y social mediante el tratamiento artístico del lenguaje ordinario y la defensa de la poesía
como instrumento de conocimiento. Su temática se caracteriza, en buena parte, por un retorno a lo íntimo:
el paso del tiempo, la nostalgia de una infancia feliz, la familia, el amor y el erotismo, la amistad, el
marco cotidiano, etc. A estos nuevos poetas se les conoce como “grupo poético de los años 50”, aunque
es en los 60 cuando alcanzan su madurez. Entre los miembros de esta generación, Ángel González, Jaime
Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente, Agustín Goytisolo, Francisco Brines o Caballero
Bonald.
En 1970 una antología titulada Nueve novísimos poetas españoles supondrá una ruptura total con la
poesía de carácter realista. Los novísimos (entre otros, Manuel Vázquez Montalbán, Félix de Azúa,
Vicente Molina-Foix o Pere Gimferrer), educados tradicionalmente, vivieron el aperturismo cultural de
España que, en la década de los sesenta, fomentó el interés por la cultura popular: el cine, los medios de
comunicación de masas, la música, las novelas policíacas, etc. Elementos que volcaron en sus poemas,
mezclados con elementos personales y una experimentación lingüística en el que se dan la mano las
imágenes irracionales, las enumeraciones caóticas o la metapoesía.
Hacia 1975, la estética novísima entra en decadencia, dejando paso a los poetas de su misma
generación (la del 70) “ignorados” hasta ese momento (Juan Luis Panero o Miguel D’Ors) y que llevarán
la poesía hacia una nueva rehumanización. Nuevas tendencias y autores irán apareciendo a lo largo de la
década de los ochenta, como el Neosurrealismo (destaca aquí Blanca Andreu, que recupera la línea
surrealista iniciada por el 27) o la poesía esteticista (aquí mencionamos a Ana Rossetti, cuya poesía exalta
la sensualidad y el goce vital). Una corriente poética se elevará por encima de todas: la poesía de la
experiencia definida por la recuperación de los poetas de los años cincuenta (en especial Gil de Biedma y
Ángel González), una vuelta a la métrica tradicional, una temática urbana (vida nocturna, bohemia y
sexo), un lenguaje coloquial y directo y una narratividad que sirve para contar las vivencias, reales o
ficticias, del autor (infancia, amistades y amores, familia), con un humor e ironía que evitan caer en el
sentimentalismo. En esta línea se encuadran la mayoría de los últimos grandes nombres de la poesía
española: Andrés Trapiello, Felipe Benítez Reyes. Carlos Marzal, Jon Juaristi y, sobre todo, Luis García
Montero. Completa el panorama de la poesía del XX y principios del XXI otras tendencias no tan
publicitadas ni homogéneas como la poesía de la diferencia (con autores que, liderados por Antonio
Rodríguez Jiménez, rechazan la poesía de la experiencia, a la que acusan de repetitiva, a favor de otra más
creativa, personal y comprometida con la sociedad) y la poesía urbana o del realismo sucio, nihilista,
hastiada sentimentalmente y con un lenguaje corrosivo y provocador. Destacan aquí autores como Roger
Wolfe o Pablo García Casado.

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