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Bagaces-Guanacaste
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Memorias del negro Thomas
En una sabrosa hamaca, que se mecía con la complicidad del suave viento
caribeño, una tarde de marzo el negro Thomas les contaba una historia a dos de
sus nietos. Los jovencitos, también negros como su abuelo y sus ancestros,
escuchaban fijamente, sentados en la arena aún húmeda por los besos de las olas
caribeñas.
La playa se extendía ufana entre el bello color del Mar Caribe y los cocoteros que
años- repetía esa misma historia a sus nietos, a ellos les encantaba disfrutar del
relato en la ronqueta voz que salía del abuelo. Era una preciosa tarde de 1953.
también su abuelo le contaron la misma historia a él, historia que quizás fue
trabajar allá por Guanacaste, a unas haciendas de ganado. Y como decía él, que el
negro no arribó primero a Limón para hacer la línea férrea, ¡no que va!, nos trajeron
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abuela de mi abuelito, la pusieron de cocinera entre tantos sabaneros. ¡Si supieran
los guanacastecos el gran aporte cultural que les hemos dado nosotros los negros!
Contaba abuelito, que su abuela llegó desde el reino del Congo en África, y ahí entre
llanuras y ganado sufrió el maltrato y desprecio de los hacendados. Según decía él,
como abuelo le decía al diablo-, son palabras que los negros trajeron desde África
y los bailes típicos, tienen influencia de los alegres bailongos que hacían los negros
en las noches de luna llena! Ah... es que nosotros armamos un bailongo de la nada.
En medio del relato que contaba el negro Thomas, uno de sus nietos, más abajo
El hombre de noventa años, con sus ojos cansados, dejó salir una sonrisa de ironía,
y le contestó:
Mijito, yo no llegué aquí, yo nací en Costa Rica por donde llaman Puntarenas. Ahí
línea del ferrocarril, yo tenía -recuerdo muy bién- veinte años. Fue aquí, que conocí
a la mujer que amé, a la negra de mis amores que llegó desde Jamaica en un vapor
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repleto de hombres, mujeres y niños. Yo los veía llegar, y también fui testigo del
maltrato que les daban los de la Rail Company y de la Yunai. Ella me enseñó un
toda su vida… siempre la cuidé del maltrato de aquellos empresarios. Recuerdo las
entre tanta culebra que había en el monte. Yo mismo vi morir al negro Sherman
cuando lo picó una bocaracá, pero también vi cuando morían mis amigos de malaria
podíamos comprar, y a veces las filas eran tan largas que cuando uno llegaba….
jamaiquina?
negro jamaiquino que vino a la construcción del ferrocarril y a la siembra del banano.
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Cuando terminó el negro Thomas de contar sus memorias, una sonrisa de inocencia
se trazó en los rostros de esos nietos. Al incorporarse sobre sus pies, uno de ellos,
- ¡Abuelito!... es negra nuestra piel del orgullo, del trabajo, del sacrificio y de traer
progreso a este país, como roja es nuestra sangre y blanca nuestra alma, como el
Más atrás en el rancho, la madre de los muchachitos, una preciosa negra de cuerpo
esbelto, le llevaba a su padre -al negro Thomas-… ¡una perolita con sabroso rondon
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¿Quién mató al peletero Cristóbal Viales?
En una cureña jalada por bueyes, esa noche llegó el cadáver de Cristóbal Viales a
su pueblo natal, allá, en algún lugar de la bajura santacruceña. El hombre era el
peletero de esa localidad, nadie sabía trabajar el cuero de los animales mejor que
él.
ganado, le dispusieron para que llegasen a verle. El ataúd recién fabricado, olía a
cedro fresco, a víscera y a misterio criminal. Poco a poco fueron llegando los vecinos
alrededor del ataúd. Al lado del galerón, en el humilde rancho, una madre
Dos noches atrás, Cristóbal Viales salió de cacería como era su costumbre, lo hizo
en solitario. Siempre tomaba el trillo hacia el río y desde ahí bajaba hasta las caletas
en donde encontraba a los venados bebiendo agua fresca. Esa noche hizo el mismo
recorrido. Salió de su rancho por el solar, tomó el trillo hacia el río, la florecilla
Precisamente ahí -en esa poza- se encontró la carbura que llevaba el hombre,
guindada en una horqueta de un aceituno. Luego siguió su camino por la orilla del
río, el hombre cruzó a la otra orilla -por donde llamaban Guapotalillo-, ahí,
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encontraron su viejo rifle guindando en una horqueta de un árbol de espavel.
Cristóbal Viales siguió su camino hacia las caletas, bajó agarrándose de algunas
ramas y bejucos -así lo mostraban las pesquisas- hasta que llegó al sitio en donde
escena se iba gestando a la orilla del río. Al llegar a las caletas, donde tomaba agua
En ese sitio, en donde tantas veces cazó a los venados de un certero tiro, al hombre
octubre de 1925, tirado boca abajo en el suelo, metido hasta las rodillas en el río,
con sus manos atadas hacia atrás con una coyunda de su mismo cuero. El suelo
estaba aún húmedo por la mezcla de sangre y lluvia. A un lado del cadáver, en una
pequeña caleta oscura, el olor de las vísceras esparcidas y a materia fecal era
insoportable. Sus entrañas fueron tiradas en esa caleta como alimento para los
coyotes.
podían creer, era el mismo peletero del pueblo, Cristóbal Viales. Hacia abajo de su
pecho, un enorme agujero había dejado salir todas las vísceras, sus mismas
quebracho a orilla del río, como evocando un trofeo mortuorio. El resto de su cuerpo
estaba intacto, sin rastro de forcejeo. A un lado del cadáver, había una fina piedra
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cuadrada, con rastros de haber pasado por ahí el filo de un cuchillo, como alistando
el arma para destazar a su presa. El sigilo con que se hizo aquella barbarie, no tenía
parangón.
¿Quién pudo haber cometido tan horrible crimen?, ¿por qué la carbura, el viejo rifle
Fueron tantas las preguntas que se hicieron en esa mañana los miembros del
resguardo y los mirones que llegaron a la dantesca escena. La noticia corrió por
Cuando Cristóbal Viales llegó a la poza llamada los Nancites, desde ahí comenzó a
sentir que lo seguían, pudo captar una extraña presencia en el llano, como un viento
sigiloso que había llegado del llano. La escena era un completo misterio.
Regresando al viejo galerón donde velaban los restos del peletero, una anciana
hacía una plegaria en forma de rezo con un enorme crucifijo de madera de cocobolo
en sus manos. Al fondo, afuera del galerón, en la oscuridad donde Cristóbal Viales
cortaba y curaba el cuero, estaba de pie la enigmática Salvadora Duarte, una mujer
de setenta años, curandera y supersticiosa del pueblo -decían que era media bruja-
, solamente miraba desde ahí la escena, precisamente sus ojos estaban fijos en
cuatro personas que podrían haberle dado muerte a Cristóbal Viales. Quizás los
matado.
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¿Quién pudo haber cometido aquel crimen?, ¿acaso el peletero tenía problemas
Cuatro personas llegaron esa noche al velorio, cuatro extraños en ese pueblo,
llegaron vestidos de negro luto, nadie los conocía y era precisamente a ellos a
Veamos quiénes eran, las cuatro personas extrañas en el velorio del peletero.
Ángel Carrillo, era un hombre cincuentón, bien entero y macizo. Era herrero en una
de dieciséis años y unos meses atrás la encontró en los brazos de Cristóbal Viales
pesquisas le iban dando la razón al rumor que se paseaba por esa hacienda.
Vicente Briceño pensó en tomar venganza, pero seguía callado, sigiloso y analizaba
cómo consumarla. Él, le juró a su conciencia tomar venganza. El sigilo era su arte.
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Edelmira Recio, una mujer morena de esbelto cuerpo de cincuenta años,
peletero. Tenía una hija de veinte años a la cual Cristóbal Viales enamoró y dejó en
un venado entre la caleta. La mujer gritó enfurecida, -en esa misma puerta de la
ermita- tomar venganza para el peletero por no casarse con su hija. Era mujer
hacendado ganadero por la región de Filadelfia, sabía como ninguna otra mujer el
cual le hizo caer Cristóbal Viales. El peletero le hirió su corazón, lo había lazado y
vaqueteado como joven novillo inocente. Por eso mismo, ella gritó a los cuatro
vientos vengarse algún día. Disponía del dinero y el valor para hacerlo. Los celos la
cegaban.
Sabía muy bien Salvadora Duarte -esa noche del velorio-, quiénes pudieron haberle
dado muerte al peletero. Desde afuera, miraba a las las personas que pudieron
haber cometido tan espeluznante crimen. Para el resto de los pueblerinos, aquellas
cuatro visitas eran unos extraños más. Eran cuatro asistentes en aquella triste
incluso que rezaban con el resto de los presentes. Hasta osaron llorar con el gentío.
Salvadora Duarte veía muy bien los gestos de tres -de aquellos extraños-; risas
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pequeñas gotas de sudor bajando de sus frentes. Solo una persona, de aquellas
Las cuatro personas distantes unas de otras, como queriendo pasar desapercibidas.
Eran cuatro potenciales victimarios en aquella dantesca noche del crimen, parecía
Al ser las diez de la mañana del día siguiente, el cortejo fúnebre se enrumbó al
pequeño panteón por el mismo camino que minutos atrás había pisado el ganado.
monturas y albardas que el ahora muerto había fabricado. Dos mujeres llevaban
rastro (lugar del destace de ganado para la carne del pueblo), un corpulento hombre
camino. A su lado, varios perros disputaban las tripas de un torete recién sacrificado.
siguió afilando su cuchillo en el molejón… ¡al fin y al cabo nunca le simpatizó aquel
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En aquel cotejo fúnebre, tres de los cuatro extraños caminantes en algún momento
cruzaron miradas con Ubaldo Sandoval, el hombre del rastro que afilaba su cuchillo
Alguien lo sabía.
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Osadía, en el cafetal
La ventana de esa casa de hospedaje siempre quedaba abierta por las noches
sabatinas. Afuera, estaba Teodoro Valerio con su guitarra dispuesta para la
serenata, había llegado -en el último año- cada sábado por la noche por entre el
en la pared iba matando a los días inocentes de ese mes de febrero de 1954.
Un mes antes, en una soleada tarde, salió de la locomotora una esbelta mujer y
cafetalera a la negra colombiana. Solitaria, tan solo con una maleta en su mano
más allá!
La negra caminó rumbo a la Margot, lo hizo sin prisa, iba buscando un canasto más
entre los casi doscientos que se disponían cada mañana en la recolección del grano
maduro por esos cafetales. Al llegar a la hacienda, jamás pasó desapercibida, pues
la silueta que dibujaba el vestido, provocó las miradas más extravagantes entre la
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Esa misma tarde, la hermosa negra de veinticinco años conoció la hacienda en
sacos del grano listo para ser procesado. Teodoro Valerio, hombre muy joven de
tan sólo diecinueve años, apuesto y galán, quedó atado a los encantos libidinosos
de la negra. Esa misma noche, saliendo por entre el cafetal, llevó la primera
serenata a la casa de hospedaje. El hombre sabía cantar, entonaba bien con su voz
y hacía perfecta dualidad musical con su amiga de cuerdas metálicas. Cada sábado,
salía por entre el cafetal y se disponía en la misma ventana abierta, lanzando notas
apoderaba del lugar, siendo tal la calma sonora, que se podía escuchar la savia
allá en su remoto pueblo del Caribe colombiano… “hija, no retrases a los que viajan
noches.
El día que arribó a puerto Limón le vieron de la mano de un elegante hombre vestido
de lino fino, blanco y pulcro. El hombre le ayudaba a bajar del barco. También el
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La negra, nunca mencionó su nombre estando en la Margot, solamente le decían…
que llevaba por dentro. Estuvo un año completo en tierras turrialbeñas, escuchó
siquiera salía a recibirle. Parecía inmune a los encantos musicales del peón
cafetalero.
¿Por qué extraño designio llegó esa mujer colombiana a Turrialba?, nunca se supo.
Nadie la conocía, era mujer de poco hablar, muy reservada y parecía que cada
noche extrañaba a un amor fatídico, un amor como el del joven Teodoro Valerio, un
cuando el alba desvestía con sus manos a la noche, la negra esbelta salió con su
maleta rumbo a la estación del ferrocarril. El mismo hombre vestido de lino fino
recibió a la mujer en puerto Limón y fue ese mismo quien le ayudó a subir al barco
Teodoro Valerio le llevó serenata esa noche -como era su costumbre desde un año
Esa noche, la ventana estaba cerrada. Al disponerse a tocar su repertorio, una mujer
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- La negra se jué… ¡se jué pá siempre!, anoche me lo contó todo.
El hombre asombrado, le hizo señas a la mujer para que saliera y así pudieran
- ¡De un dijunto!... pero me dijo que él nunca lo supo, murió sin saber que la negra
lo amaba.
hermanos… ¡me contó que le sacaron toiticas las tripas! Ella me dijo que lo mataron
por error, por una mentira descomunal. También me dijo llorando, que esa mañana
- Nunca me lo reveló, era extraña, lo último que me dijo anoche entre lágrimas y
sollozos fue… “todo por una virginidad, mi amado muerto por una virginidad que no
era de él”. Recuerdo que se durmió diciendo en voz baja… “maldita virginidad, cargó
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Nunca más se volvió a ver el esbelto cuerpo de la negra colombiana por aquellos
cafetales turrialbeños.
Ella, fue testigo -como tantos en el pueblo-, de un horrible crimen a un hombre joven,
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Guitarra y llano
Él tenía guitarra, polvo y fango, ella la ternura que destilaba como miel. Ambos,
tenían amor para compartir.
prole!
hombre labraba esa tierra bajureña, en época seca el polvo le cansaba y enrojecía
sus ojos, en época lluviosa el fango lubricaba y hacía lento su paso. En las noches
El tiempo fue transcurriendo, la prole creciendo y los designios, uno tras otro, fueron
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el dinero, la vida ostentosa. Quizás la guitarra, el polvo y el fango cansaron sus
mentes.
Un lapso de tiempo, un instante llanero que gritó la realidad de ese matrimonio que
ahora se quedó solitario. El grito les advirtió su nueva soledad, les tocó campanas
La sequía repentina llegó a vivir por esas tierras, como una inquilina embravecida y
caprichosa. Llegó, quizás para calcinar también el amor que había en el rancho,
Día tras día, el arado quedaba insatisfecho, el machete dialogaba con las piedras...
¡quejumbroso!, la sequedad hacía ver hasta los huesos de la tierra. Para el hombre,
partida de dolor. Aquí unas cuantas tristes mazorcas, por allá algunos pipianes sin
en el rancho!
abrazos. Lloraban los dos, después sonreían. Al dormir, leves suspiros eran
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Sequía en la tierra y también sequía en su prole que nunca más regresó de la
meseta central.
matrimonio. Los esposos aprendieron a ser pasto verde, poza cristalina, bebedero
Entonces llegó la vejez para ambos, llegó en medio del quejumbroso llano.
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Los olores del recuerdo
Al otro lado de la calle, sentado en el borde del caño, Isidro Ulate veía con un
profundo sentimiento de nostalgia aquel lugar que fuera su sitio favorito los fines de
su abuela meciéndose con la jarra de café recién chorreado. Solo veía extraña
vivieron ahí como dos inquilinas del tiempo que fueron desarraigadas por el
desarrollo citadino. El hombre veía el trajín en ese nuevo local comercial, pero su
Todo fue borrado, todo había cambiado, no quedó nada de ese pasado, ni siquiera
aquellos árboles de níspero y naranja a los que tantas veces subió siendo niño. El
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De repente, en medio de la penumbra que va enlazando la moribunda tarde con la
La sonrisa fue dibujada en su faz, porque la suave brisa hizo el trazo perfecto con
En ese instante, el hombre cerró sus ojos y dejó que el aire entrara por sus fosas
nasales hasta llenar sus entrañas, los olores del recuerdo divagaron libremente en
su ser.
banquetas y mecedoras, olor a las majestuosas flores del jardín, olor al bahareque
de la casona, olor a pan casero que se horneaba lentamente. Le olía a café fuerte
leña.
Olía a ruda, borraja, juanilama, orégano y menta de algún remedio casero que
preparaba su abuela, olía a tela bordada en tardes lluviosas, olía a miel de chiverre
De todos los olores desplegados en esa tarde, solamente uno fue llevado en el
corazón del hombre de regreso a su casa. Ese olor fue el de su querida abuela, la
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Ese olor era de piel anciana cansada de faenas laboriosas, olor a polvera y crema
Esa noche, Isidro Ulate durmió impregnado de ese olor amoroso, durmió plácido y
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La última carta a Elena
Ella se hincó y con sus frías manos tocó los rieles para sentir el palpitar de su
El joven liceísta llevaba el rumbo trazado hacia Inglaterra en donde estudiaría por
Cada mes, como ritual religioso, llegaba la carta al buzón de la bella vivienda en
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mujer. Leía detenidamente, pausaba la lectura, cerraba sus ojos, imaginaba a su
amado por las calles británicas, pisando las hojas otoñales, quizás tiritando del frío
en esa noche.
Mes a mes, el remitente enviaba las cartas a su amada, quien luego de leerlas las
guardaba en un neceser.
Los tres años transcurrieron, las cartas mantuvieron incólume el amor de los
jóvenes. Se acercaba el retorno del joven enamorado, ella ansiaba ese regreso en
escribió la última carta a Elena. En un mes regresaría a su natal San José a pactar
antes de emprender el viaje de regreso. El joven escribió esa carta con dificultad,
Una carta llegó a manos de Elena con carácter de prioridad, en una fría tarde de
de lamentos inusuales.
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El joven falleció de un infarto fulminante la noche que escribió esa última carta. Su
decidió su familia.
Un mes después, el padre del joven enamorado entregó un sobre en las manos de
Elena. Una carta venía en su interior. Fue el último escrito que su amado hizo para
ella en aquel escritorio. La declaración matrimonial dormía escondida entre las letras
Aun siendo anciana, la mujer sacaba aquellas cartas amarillas de su viejo nececer
y leía los muchos te quiero, te amo, los cientos de besos y las mil caricias que jamás
le fueron dadas. El amor quedó plasmado con tinta indeleble en esas cartas. Sus
Entre las cartas amarillas del neceser faltaba una, la última carta a Elena.
Hasta su muerte, la mujer jamás dejó de leer esa declaración en... ¡la última carta a
Elena!
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Desarraigo
No tenía a donde ir, estaba solitario en esa noche... ¡tan oscura y burlesca!
Sentado debajo de un matapalo, estaba Ananías Uriarte, con sus pies arraigados
oscuridad. A su lado, un saco con algunas pertenencias era la maleta para un viaje
cigarros y un papel membretado que le sacó de su tierra. Eso era todo lo que ahora
tenía.
Horas atrás, llegó un personero del banco con dos policías del resguardo, el
desalojo era una cuestión esperada por el hombre cincuentón. Cinco años de
continua sequía -en esa llanura guanacasteca-, terminaron por arrebatarle su único
sustento, la tierra que le vio nacer y que sus padres le heredaron. Su mujer y su
güilita le habían abandonado buscando el verde de la zona sur, dos años atrás.
Cinco hectáreas de llanura, diez vaquillas flacas, una bestia aún ensillada, un
banco.
Cada sonido de esa noche, le parecía al hombre como risas de burla, quizás era la
corazón, eran como estacas punzantes que le dolían, entonces el hombre lloró, lo
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hizo por dentro, porque sus ojos estaban secos como ese llano quejumbroso... ¡por
El primer destello matutino encendió un cigarro en la boca del hombre. Por fin había
levantarse. Sus pies tuvieron desarraigo, las raíces pesaban pues eran viejas y
Por el llano y entre las lomas secas hacia el levante, el sol le sonrió.
A lo lejos de frente hacia sol, por el camino polvoriento y entre los bramidos del
ganado mañanero, se veía la silueta del hombre que caminaba, alejándose hacia lo
desconocido.
quedó botado... ¡aquel infame y maldito papel!, esa carga ya no le pertenecía, por
Dicen, que al guanacasteco de Ananías Uriarte le vieron allá por 1957 en la región
vacas rebosantes de leche, dos bestias sin ensillar, un rancho con su hermosa
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Le veían al guanacasteco afuera en la oscuridad, en una sabrosa hamaca.
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Las viejas tablas de nazareno
nicoyano, con rumbo trazado hacia las bananeras en el Caribe. La sequía de ese
año había terminado con el aliento de sus vaquillas, con el maizal y con la misma
tierra que jadeaba moribunda desde sus profundas grietas. Esa madrugada una
único hijo. El niño de diez años estaba sentado en una banqueta rústica afuera del
Afuera, el niño aún somnoliento, ojeroso, flaco, amarillo como el seco maizal. Su
El caballo se perdió a lo lejos esa madrugada con sus dos jinetes por el polvoriento
camino.
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El impío padre llevaba a su único hijo para -según él- hacerlo hombre en las
del infante aún iban las marcas de la coyunda que su vil progenitor usaba para
La tristeza infantil llegó a puerto Limón dos días después de haber salido de Nicoya.
El niño creció ente líneas de acero y durmientes de madera. Se hizo hábil en las
El niño se hizo hombre, seco, frío, indolente. Su corazón era un sitio inaccesible,
defendió de ese borracho iracundo y altanero. Al día siguiente, en los talleres del
Una noche serena y estrellada de agosto, por un camino maltrecho que llevaba
hermoso jicaral.
El callado muchacho de ojos tristes, se sentó en la misma banqueta rústica que diez
años atrás lo vio partir hacia Limón. Debajo del buque de la puerta, una mujer se
había regresado.
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Esa noche guanacasteca, una sonrisa tierna y amorosa se dibujó en el rostro del
humedad!
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Ruinas de amor
Esta, es una historia como muchas que quizás siguen sucediendo en algún lugar
de Costa Rica.
Ella le esperaba por las tardes sentada en esas gradas, a veces tiritando por el frío
brumoso de la vieja metrópoli. Vestida con ese bello uniforme colegial, esperaba a
para una asignación del Colegio San Luis Gonzaga. Ahí estaba sentada la
Allá, en frente de las Ruinas de Santiago Apóstol, ella le veía venir por la antigua
fuente del parque cartaginés. Ahí venía el estudiante de mecánica automotriz del
con la mirada puesta hacia su amor adolescente. Los encuentros de cada tarde en
espesa bruma que bajaba desde el volcán Irazú. El frío cartaginés desaparecía en
Esas ruinas del templo, estilo románico, fueron testigo del fiel amor profesado cada
tarde de época estudiantil, en donde las diferencias sociales de los dos estudiantes,
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no sabían distinguir quién era quién a la hora de esos besos tan dulces. Él, era de
un barrio de escasos recursos, ella, hija de una acaudalada familia cartaginesa. Ella
Esas gradas de las ruinas se habían convertido, cada tarde, en el lecho de amor
emparedado de la famosa soda Malued del centro de Cartago. La joven ponía con
tanto amor en las manos de su amado, el café de cada tarde, para él, quizás ese
Ella le tomaba sus manos con ternura, las cuales aún tenían indicios de grasa y
aceite, sin embargo, eso no era excusa para ella para no acariciarlo. Él olía a grasa,
aceite y combustible, ella a fragancia costosa y crema europea... ¡su largo cabello
a deliciosa manzanilla!
Al despedirse los jóvenes -al ser las seis de cada tarde-, esas lúgubres gradas
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Una tarde muy fría, de brumosa blancura cartaginesa, el joven no encontró más,
El joven mecánico, nunca volvió a saber nada de su amada de largo cabello lacio.
Ella fue arrancada de su corazón de un solo tirón. Solo quedó el recuerdo, frío,
En Cartago el parque cambió, la vieja fuente desapareció, pero las ruinas y las
Hoy, el mecánico de sesenta y cinco años aún llega a las mismas gradas de las
ruinas. Al sentarse, puede sentir el dulce olor al perfume que siempre llevaba su
amada colegial. A veces, cierra sus ojos y puede oler el delicioso aroma del café
Desde los ojos grises del viejo mecánico... ¡sendas lágrimas caen dejando el
rastro amoroso en esas mismas ruinas de amor!, en las mismas gradas de las
ruinas de Cartago.
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Crecida angustiante
de un enorme guácimo Eulalio Contreras, un colombiano que por cosas del destino
llegó a Costa Rica siendo niño. Conocía ese río mejor que nadie ahí en la zona de
Coto Brus, eran muchos años cruzándolo a caballo, pero esa tarde el hombre de
Nunca había visto ese río tan crecido, era un torrente iracundo que arrastraba todo
a su paso. Eulalio nunca fue haragán para cruzar ese río con su bestia, pero esa
tarde le tenía perecilla a esa crecida. El viejo guácimo distaba a unas cincuenta
varas de la orilla del río y ahí mismo estaba el hombre de pie, esperando que
mermara el desfile de troncos y enormes piedras. El viejo guácimo con sus ramas
El temporal arreciaba sobre esa zona sur del país, en la montaña la lluvia castigaba
¿Por qué ese hombre estaba tan impaciente debajo del viejo guácimo?
Tenía que pasar ese río, no podía esperar mucho tiempo porque al otro lado -en su
acompañada solamente de su hija menor de tres años. Eulalio debía darse prisa
con las hierbas que llevaba para el alumbramiento de su amada esposa. Se estaba
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desesperando por pasar a la otra orilla del río, se mostraba impaciente volviendo a
ver a su caballo, tenía que estar en su rancho para recibir a su segundo retoño.
Estaba impaciente.
De repente dejó de llover y una leve calma se hizo notoria entre el río. Sabía muy
bien ese hombre cuál era la parte menos profunda y por dónde debía pasar,
mucha perecilla a esa crecida... pero así se metió con su bestia. La lluvia regresó.
Media hora después, el llanto del recién nacido se escuchó a lo lejos en el humilde
rancho que estaba en medio del cafetal. Fue un hermoso varón que nació. Seguía
Eulalio Contreras nunca más llegó a su rancho y tampoco su caballo. ¡Ese día le
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Desnuda y blanquecina
esbelto muchacho llegaba puntual a la orilla del río. Sentado en una piedra,
Esa noche, el muchacho estaba sentado contemplando la calma del río que sereno
se mostraba ante él. Detrás, el cafetal dormía vacío de grano maduro por las manos
ella venía sin prisa con su vestido blanco, su silueta deslumbraba en esa región de
La calma en esa noche se tornó blanca, como la piel de la esbelta dama desnuda
nombre grabado de Eulalio Contreras apenas se distinguía. El joven aún dentro del
río -con la silueta desnuda y blanquecina de su amada-, fijó su mirada hacia el viejo
En el sitio de la cruz, veinte años atrás murió su padre cruzando ese río con su
caballo. Llevaba unas hierbas para su mujer que estaba en labores de parto.
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Esa noche, el joven celebraba sus veinte años de natalicio y la dama a su lado lo
La dama lunera le había amado cada mes que el clima era complaciente. Le amaba
esa luna, completa, llena, ufana y esbelta. El joven se dejaba amar. Ellos, bañaban
los amores.
A lo lejos, el árbol de guácimo lo observaba todo, callaba, pues el decano del bosque
conoció al padre del joven y también le vio morir en esa tarde de crecida angustiante.
La luna todo lo sabía, por eso amaba al joven, lo hizo también en esa noche, erótica
en el río.
Cada mes, mientras el clima cotobruseño complacía... ¡el río teñía de blanco! por el
destello de la dama. Ella amaba a ese joven que también se llamaba Eulalio
Contreras.
Era la luna quien le amaba esa noche, porque cada mes llegaba al río... ¡desnuda
y blanquecina!
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La barranca
conoció su voz.
Eliécer Alvarado sintió tantos deseos en esa tarde, de salir y pararse frente al
precipicio del río Reventazón. Estaba triste, sin ánimo ni deseos de seguir viviendo.
Esa tarde no pudo más. Un año atrás su mujer y sus dos hijos lo abandonaron,
Esa tarde frente al precipicio, sintió el pecho estrujado, le quería reventar, el dolor
campesino. ¿Le conocía?... ¡claro que sí!, cada tarde llegaba al mismo sitio, lo había
hecho desde que era niño, pero nunca le oyó hablar... hasta esa fría tarde.
paredón como acústica perfecta para entablar la más seria discusión o por lo menos
intentar respuestas a sus dudas existenciales. La barranca conoció la ronca voz del
escuchó:
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-¿Por qué se jueron?, decíme, si yo era un güen hombre, trabajador, empuncháo,
tomaba mis tragos de ese guaro e' charral con ñor Eulalio, pero decíme, ¿por qué
La voz se devolvía tal cual salía de Eliécer Alvarado, como un martirio en su mente
el hombre recibía del paredón las mismas palabras quejumbrosas que salían de él.
-¿Por qué llevase a mis chiquillos, acaso no lo tenían toititico aquí... ¡naida les
Preguntaba, pero sólo escuchaba del paredón las mismas palabras. Entonces se
cansó de lanzar sus quejas a la lejanía. Se quedó ahí inmóvil mirando el río crecido,
calló, enmudeció como era su costumbre... y una voz repentina hizo eco en la
-Mirá Eliécer Alvarado... ¿Juiste amoroso con ellos?, ¿les tenías paiciencia?,
recordá que eras seco con ellos como hoja de marzo en el suelo, agrio como raíz
entonces contestándole a la voz que traía el eco, dijo con aire de tristeza:
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-Pues la verdá... pocas veces les traté con amor, es cierto... ¡era seco, amargo y
por toititico me quejaba!, por eso mesmitico me dejaron aquí abandonáo. Quizás me
-Ahh cholláo este de Eliécer Alvarado, si los querés... ¡andá buscalos y pediles
perdón!
campesino.
Un día después, en una lluviosa mañana, iba con su bestia por el camino hacia
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Relato de aguardiente
Allá en la lejanía venía subiendo Ulises Castañeda, venía tan solo con un saco en
sus espaldas, eso era todo lo que tenía. Caminaba lento, ya sus sesenta y dos años
le pesaban y el frío de esa tarde entumió aún más sus huesos desgastados. Al llegar
a la parte más alta de esa loma, pudo divisar el ganado lechero dispuesto en el
galerón, entre horcones y tablones de un verde musgo que el clima de esa región
cartaginesa había pintado con paciencia. Abrió una maltrecha tranquera, caminó
hasta llegar a la puerta de madera que estaba casi por cerrar. Entonces tocó la
Tenía la esperanza, de que ahí, le dieran chamba -como él mismo decía-, iba
dispuesto a terminar su ajetreada vida ahí, en esas tierras lecheras. Había llegado
al pueblo, un día antes le dijeron que en la finca de don Tachito encontraría empleo,
y sin pensarlo dos veces caminó esa tarde casi dos horas subiendo la loma.
Después de los golpes dados a la vieja puerta, se escucharon los pasos que
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La esbelta figura de Anastasio Castro con su habano en la boca, sorprendió al
delgado y bajito hombre de Ulises Castañeda. Aquella cicatriz en la frente del fornido
- ¡Por tatica que no lo puedo creer!, ¿no me digás que sos Tacho Castro, mi amigo
- ¡Mirá onde vino la gallina a poner este guevo!, el mismitico confisgao de Ulises…
Los hombres se sentaron al calor de una candela que estaba en la mesa hecha de
un tronco de laurel. Dos botellas de aguardiente estaban quietas ahí, sin comenzar.
como deseando conocer los pormenores de esos dos hombres que se dejaron de
ver treinta y cinco años atrás cuando eran muy jóvenes por las planicies
dispuestos dos platos hondos con sopa negra -hirviendo- que recién se había
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- He andao de pueblo en pueblo, chambeando en lo que salga, y me dijeron que
- Vos siempre juiste medio chollao, sin jundamento, ¡hace rato que no te veía
calentándose hasta los tuétanos con los tragos de aguardiente. Así, terminaron la
- Hombré Ulises yo también me juí de esa llanura como un año después que vos te
juventud, mi único amor Martha Duarte. Venía rara la confisgaa, ya no quería naida
conmigo, estaba briosa como el ganao de la hacienda… ¡hasta que una tarde no la
encontré en el rancho!, se me jué pa siempre, ella me lo dijo que se iba a juntar con
un condenillo que jupuestamente la amaba más que yo, quería irse largo la chola…
dos años, ¡a mi hija que nunca más volví a ver!, a mi único retoño.
Anastasio Castro contó el relato al calor de varios tragos, entonces algunas lágrimas
con sabor a aguardiente destilaron de sus tristes ojos. En frente, Ulises Castañeda
ya se había vaciado la otra botella, así, el anfitrión sacó de un enorme baúl de cedro
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dos botellas más para seguir celebrando el encuentro de viejos amigos. Siguieron
y fisgón, los tragos hicieron que los sentidos de esos dos amigos fueran dejando las
Tacho Castro lloró, lloró como un niño recordando a su mujer y a su hijita de dos
años, sus dos amores que jamás volvió a ver ni amar. Lloró en esa mesa, los tragos
últimos destellos tiritantes y el vientecillo continuaba chismeando todo entre los dos
su amigo, entrando un helado chiflón por las hendijas del bahareque, el delgado y
alcoholizado Ulises Castañeda, con una risita media temerosa, dijo con marcada
tartamudez:
- Hombré Tachito quiero dicirte algo… ¡yo sé muy bién con quién se jué tu mujer
esa tarde!, lo sé toititico… pero nunca quise dicirte naida, me dada lastimilla.
- Ya pa qué quiero saber naida Ulises, llegas tarde a decímelo, !ah confisgado este
- Pues de todos modos te lo diré, sos mi amigo Tachito… Mirá, esa tarde tu muje, !
se jué con el confisgáo y condenillo de Ulises Castañeda!, sí con este hombre que
tenés en frente, con este hombre que no las pudo amar ni valorar, y miráme horitica,
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en frente tuyo pidiéndote chamba, ¡que vida más rara es esta confisgá!, es más, si
no me creés tomá esta cadenita de oro que vos mismo le regalaste a tu chola con
el nombre de ella grabáo… ¡mirá ahí están las iniciales de la que fue tu mujer! ...
violencia las viejas tejas del techo. Entonces el fornido Anastasio Castro llevó su
cabeza a la mesa y lloró aún más. Un enorme fusil de grueso calibre y cargado,
Castro, sí ahí, en la pared de bahareque que estaba llena de hendijas estaba el viejo
como de ultratumba. Los cuerpos estaban tirados en el suelo, la sangre -ya morada-
Aquella lluviosa noche, la mitad del ganado se salió del galerón, y un fulminante
rayo la mató al instante. Algunas vaquillas aún dejaban brotar la sangre en esa
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madrugada. Adentro, en la casa arrugada por el frío, estaban los dos hombres que
parecían como muertos, noqueados por el violento efecto del aguardiente. Solitarios
fuertemente la cadena de oro que otrora le había dado a su amada chola. Un balde
de agua fría sirvió para despertar al par de borrachos en esa mañana brumosa.
Al despertar los borrachos, el viejo rifle aún seguía cargado, seguía dormido y
quieto, colgado del viejo clavo herrumbrado… ¡y así siguió por mucho tiempo!
Desde ese día, Ulises Castañeda comenzó a ordeñar las vacas entre la bruma
cartaginesa. Anastasio Castro iba cada dos meses en aquel tren hacia Chomes, ¡a
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Sueño en el matapalo
Y de pronto me quedé dormido, sí ahí debajo de ese gran matapalo, en esa sombra
sabrosa en medio de la extensión del sonsocuite. Estaba cansado de caminar por
la llanura seca y serena, traía calientes los caites del pisoteo andante bajureño. Ahí
entré en esa sombra, pero le tuve un poco de miedo pues venía sudado y recordé
Pero aún con ese miedo y recordando las palabras de mi abuelo, me metí en ese
a un lado dejé los cinco guapotes que traía metidos en una orqueta de quebracho.
En el bolso que usaba para ir al colegio estaba la cuerda de pescar, una cuchilla,
unos confites, una botella vacía solo con el aroma del café, unas cuantas rosquillas
trituradas y uno que otro tapachiche que no tuvo la dicha de ser carnada en ese río
Piedras
Entonces soñé.
Soñé que era río, torrente ligero que bajaba a la poza de los Sandovales, soñé que
era cedro amargo, pochote, caoba, cenízaro, nazareno, cocobolo y guayacán real.
Estaba cansado.
Soñé que era nancite y aceituno dormido en el suelo polvoriento, soñé que dormía
al lado del río como bello espabel. Estaba cansado, la llanura y el río me asolearon
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ese día, y por eso caí como caen las hojas secas de esos macizos guanacastecos.
Soñé que era hormiga hurgando el cornizuelo, que era chicharra concertista en el
teatro llanero, que era garrobo inmóvil con el sol de testigo y que era garzón cual
Seguía ahí, debajo del matapalo, inadvertido en esa tarde polvorienta, quizás un
cuzuco o tejón quiso saludarme, o un venado me observó a lo lejos, y... ¿por qué
Soñé que era brisa caliente, aromal de llanura agitada por el bramadero, trote de
Estaba cansado, tenía tan solo catorce años, era un güila, pero ahí estaba dormido,
Entonces desperté.
extraño, como extraña era la voz enigmática de esa región. Y pensé... ¿soñé?
Sí, esa tarde soñé, estaba cansado y asoleado por eso soñé, pero no fue cualquier
sueño, ahh no... olvídese se eso, porque debajo de aquel matapalo, en esa tarde...
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Los gritos de la ira
Los jornaleros recibieron el pago, fueron recibiendo los reales en sus manos
manchadas del café, las carretas rebozaban del fruto maduro y hacia el oeste el sol
a su rancho. Llegando al bajo por donde se unían las dos quebradas del cafetal, dos
regresaba por ese camino hacia su rancho, sin embargo, esa tarde quiso
Su prometida, la bella María del Carmen, se fundía en un beso en los brazos del
hijo del cafetalero debajo de un viejo roble. Bernardo Acosta, sacó su afilado
un gemido desesperado. El corte fue perfecto, no hubo falla, una enorme flor de
- Acá te dejo esta flor d´itabo, hacéla con güevo y dácela a éste condenáo, ¡pero no
le quités lo amargo!
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Por el camino pedregoso el hombre desapareció, las piedras del camino se
poco a poco cada hoja de ese amor caía al suelo y se convertía en hojarasca
marchita de ilusión.
prometida, asombrada, ¡no lo podía creer! Su infidelidad fue hallada en ese cafetal,
Bernardo Acosta amaba a la jovencita desde que eran adolescentes, pero esa tarde
el silencio:
-Hombré Bernardo Acosta, ¿qué le podés dar a esa mujer, sos solo un peón de
cafetal?
-Pues sí tenés razón, solo soy un peón más del cafetal y ese condenillo el hijo del
No hubo respuesta.
Bernardo Acosta llegó a su rancho con el corazón entre sus manos y esa noche el
hombre no durmió.
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Nunca más volvieron a ver al peón de Bernardo Acosta por ese pueblo al sur de
Aserrí, se fue en una fría madrugada con un bolso de tela en su espalda, su machete
Dicen que lo vieron en la zona caribeña cargando verdes racimos hacia el tren, por
diario al manglar, por Juan Viñas cortando los dulces vástagos del cañaveral. Le
vieron por la capital jalando carretas hacia el mercado, en Cartago entre la bruma
mañanera con sus manos terrosas entre las papas y hasta le vieron botando
tacotales en el bajo de los Rodríguez allá por San Ramón. Le vieron negro entre la
queriendo dejar escapar al cielo esos gritos de la ira que llevaba presos en su pecho,
ira lo amargaron, lo hicieron jornalero errante del terruño, hasta que una tarde
En un tacotal allá en Puriscal, el hombre de mil faenas errantes lanzó al viento los
viejos gritos de su ira cautivante, los expulsó y los hizo volar sin rumbo. Los gritos
el cielo lloró junto a Bernardo Acosta, cielo y jornalero lloraron esa tarde como niños
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A Bernardo Acosta, al hombre maduro, le veían sentado en su mecedora favorita
Ahí estaba tranquilo, arraigado en una parcela en Puriscal, con su mujer. Esa
puriscaleña, humilde cocinera de una fonda, logró sacar lo gritos de la ira del pecho
de ese hombre. Logró sacar aquellos cautivantes de las entrañas del jornalero.
pequeña quebrada refrescaba la mente de aquella pareja, quienes, con una jarra de
El amor de esa mujer lo había cambiado todo en el pecho del hombre, y los gritos
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Grande gozo
Las mismas palabras, cada tarde que regresaba el anciano Mr. Williams. El clima
de mosquitos, venía fumando. Le faltaba poco para llegar a su rancho tan maltrecho,
sobre unas bases de madera. Atrás, había quedado el pueblo de Siquirres, adelante
estaban dos bocas infantes para alimentar, sus dos nietos tan negritos y parecidos
a él. ¿Los padres de los niños?... emigraron de esa región tan lluviosa, cansados
de del perenne verde, una mañana de temporal tomaron el tren hacia la capital… ¡y
ahí se quedaron!
Los niños querían comer pescado, pero al igual que las otras noches, comerían
plátano sancochado, yuca frita y arroz blanco. Cada noche, después de la humilde
cena, Mr. Williams sentaba a los dos negritos tan flaquitos, en un camastro, y
tomando un viejo libro, lo abría siempre en la misma página tan desgastada. Ahí, a
que se titulaba “Grande gozo hay en mi alma”. Los niños también cantaban.
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El agradecimiento -en esas noches-, era mayor que las ganas de comer pescado.
paso, llamaron al anciano desde un vagón. Había llegado carta desde San José
Ese día, al llegar Mr. Williams en su caballo, los dos nietos -como era costumbre- le
preguntaron:
frita y arroz blanco. También buen pescado. Después de haber cenado, volvieron a
cantar el himno bautista, mr. Williams cantaba con su ronqueta voz y los niños lo
Esa lluviosa noche siquirreña, en la vieja mesa, una carta y unos reales, estaban
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Romance en la sequedad
con trote lento y pausado, el bagaceño Ángel Sequeira. Sin mujer ni prole, en
aquellas tardes de regreso a su rancho, cabalgaba sin prisa, lento y tranquilo, hacia
todo en aquella región ganadera que hoy es el Parque Nacional Palo Verde; pero
trecho entre los otros caducifolios guanacastecos. Ángel Sequeira al llegar por las
extenderse para abarcarle completamente. Ese sabanero, era macizo como ese
enorme pochote, sin embargo, el centenario del bosque era más rejego que el viejo
corazón rojizo de su amado, y cerrando sus ojos, escuchaba traquetear las viejas y
enormes ramas movidas por aquel leve viento tempisqueño. Ese sonido, era las
palabras del romance en esa tarde calurosa, entre el cansado jinete y el imponente
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En una tarde de marzo seca y caliente, de 1945, enterraron al viejo sabanero en las
raíces de su árbol, para fundirse con él, junto al viejo pochote en donde hoy está el
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El viejo rifle de Tirofijo
Sentado en un lujoso vagón, iba el hombre de origen árabe, conversando con sus
fieles amigos de cacería. Era un hombre muy hábil con el rifle, tenía una precisa
puntería y una perfecta sincronía entre su ojo izquierdo y el dedo índice derecho, no
había un pulso tiritante que lo traicionara a la hora de apretar aquel gatillo. De barba
prominente y piel trigueña, destacaba el hombre entre los que tertuliaban esa tarde
en el lujoso vagón del ferrocarril que se enrumbaba hacia la perla del Pacífico. Todo
había sido planeado como de costumbre. Atrás, en otro vagón, iban bien
que tendría lugar, en las espléndidas llanuras de Guanacaste. Esa noche dormirían
en Puntarenas, estaba todo acordado para salir muy de mañana; tres boteros de
cabotaje llevarían a los cinco hombres hacia Guanacaste. Entrarían por el Golfo de
Nicoya, navegarían contra corriente por el río Tempisque hasta llegar a puerto
Chamorro. Desde ahí, estarían dispuestos los caballos para llevarlos hasta la
Esa noche en Puntarenas, el hombre de origen árabe -al que llamaban Abdel-, se
dispuso frente al mar. El ambiente estaba calmo, muy caluroso, y un suave oleaje
refrescaba los pies descalzos del implacable hombre. En el extremo del muelle,
asidos a las amarras, se movían los tres largos botes que llevarían a los cinco
hombre de negra y profunda mirada, y allá en alguna parte de Tres Ríos, se quedó
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una triste y solitaria mujer en su inmensa casona del cafetal. Ahí estaba triste y
Dos veces al año, el esposo de Eduvina Sibaja emprendía la aventura junto a sus
central. Dos veces al año ¡la triste mujer sentía paz en su alma!, el temor, la angustia
y el maltrato, se alejaban por casi una semana, y se perdían entre los cornizuelos y
aquella mujer.
Pero... ¿por qué esa soledad era tan esperada dos veces al año por la callada y
Corría el año de 1916 por la bella región de Tres Ríos. No había mujer más tierna,
dulce y agraciada que la hija menor de los Sibaja, quien con su hermosa
evocaban el más dulce jicote silvestre. Era bajita de estatura y al contrario que sus
padres, tenía ella la piel morena. Era de cuerpo fornido y anchas caderas, su rostro
fue el lienzo perfecto donde el Creador dispuso sendas mágicas pinceladas, ahí
simétricos, dos lunares que enamoraban a propios y extraños. Sin embargo, como
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Comenzó a enamorar a la joven quinceañera, un apuesto muchacho mucho mayor
que ella, hijo menor de un gran cafetalero de Tres Ríos. Él era un artista de las
vestía los mejores trajes de la época y cada semana escogía el mejor caballo de su
padre para llegar a la humilde casa de ñor Sibaja que estaba al pie del cerro La
Carpintera.
Ñor Sibaja aceptó con gusto aquel noviazgo, no hubo duda un solo instante. Era el
hijo del hacendado cafetalero, una excelente oportunidad para su familia de unir los
lazos con la oligarquía cafetalera. Ella se enamoró ciegamente del apuesto hombre
y de sus palabras embusteras que eran dulces y suaves. Esas palabras habían
cafetal, el apuesto Abdel tomó por la fuerza a la dulce Eduvina. Ella deseaba amor,
ternura y cariño, pero él solamente buscó saciar sus ansias desenfrenadas de placer
arrebatada.
Cuatro meses después la evidencia era notable. Ella lo había ocultado, sin embargo,
ahora era imposible. El vientre había crecido, un nuevo ser se gestaba en el cuerpo
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Una mañana de diciembre, la pareja se unió en santo sacramento delante del cura.
Las miradas en el templo fueron como saetas encendidas, las más religiosas veían
aquello como el más grande sacrilegio. Eduvina con su rostro agachado, enviaba
estaba el fruto creciendo pues un mes atrás en una lluviosa noche de noviembre,
una fuerte hemorragia hizo que el ser gestante desapareciera, el ser ya no crecía.
elegante traje gris, estaba Abdel. Entonces ahí en esa iglesia, comenzaba el calvario
más antigua de las tres y las más alejada del pueblo fue dada al recién matrimonio.
Año tras año, perdía las gestaciones en su vientre durante los primeros meses. Su
alma se estaba secando, su ilusión de ser madre se perdía sollozante entre las
ofensa hacia el frágil vientre era el pan de cada día. Ella lloraba, se lamentaba, se
bordados!
esposa. Noche a noche las salidas en sus hermosos caballos y carruajes de estilo
europeo eran más comunes. Eran noches de juergas al calor del fino licor y
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los gustos desenfrenados del hombre de origen árabe. De regreso en la madrugada,
horror durante tantos años. Todo era lujo, ostentoso, fineza europea en la
habitación, pero el mismo infierno se abría a los ojos de la indefensa mujer cada
vez que ese demonio llegaba por la madrugada, desatando su furia alcoholizada.
esposa, la doliente mujer envuelta en unas finas prendas francesas, salía en busca
del refugio de sus padres. Caminaba herida, con los moretones tan recientes en su
espalda, pechos, vientre y piernas. El cinismo del hombre era tal, que evitaba tocarle
el rostro a la mujer pues no quería dejar evidencia alguna ante los que frecuentaban
Caminaba Eduvina hacia la humilde vivienda de sus padres con el alma desecha,
el dolor le brotaba por cada rincón de su cuerpo. Sus padres -como era la norma
“aguante mijita, él... ¡es tu esposo!, debes ser sumisa, ¿quién sabe que diantres le
Mientras sus padres le herían aún más con ese patético discurso, la mujer se cubría
su espalda marcada con el filo de una enorme hebilla de la faja de cuero del
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Bajando por el camino a veces le saludaba el viejo Anselmo, un moreno
peón de la finca cafetalera caminaban de regreso a sus casas. Uno tenía sus mozos
le preguntó:
- Hombré Anselmo, ¿cómo estuvo hoy la vaina con el secáo del café?
- Hoy me tocó podar toiticos los siembros de la casona de los patrones y la verdá
mejor ni hubiera estáo ahí. El bruto del patrón le dio una juetiaá a la patrona… ¡lo
escuché toititico!, casi la mata ese infeliz. Después tuve que dentrar en la casona
pá alistar los rifles y las vainas del patrón porque va pá Guanacaste de cacería en
dos días.
- Francisco mirá, ese hombre la llegará a matar, no es la primera vez que esto me
lo cuenta alguien. ¿Vos sabés que yo jui que le enseñé a ese condenillo de Abdel a
la invitación. Yo jui el que lo llevó por primera vez a esas llanuras guanacastecas y
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- Hombré Alselmo no sabía eso… ¡con razón ese condenáo tiene tan fina puntería!
¡por Tatica que ojalá no le pase naida malo a la patrona!, ella es tan dulce y bella,
del patrón.
acompañando.
llegado al cafetal en Tres Ríos cuarenta años atrás. El hombre de setenta años
conocía como la palma de su mano el cerro de la Carpintera, vivía al pie del monte
- Vieja, alistáme en un saco mis cosas de cacería, en dos días voy con el patrón pá
Guanacaste.
- ¡Vos sos jodido pué!, tenés añales de no ir por esos rumbos, ya no sos un güila…
¡ahí te quedará una pata ensartada en el abierto sonsocuite!... ¡vos sos jodido pué!
Al día siguiente, el viejo de setenta años habló con Abdel quien gustoso aceptó
Guanacaste.
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A los dos días Anselmo salió de su humilde vivienda, con un saco, un machete a la
Regresemos a Puntarenas.
En esa noche costera, Abdel estaba fumando un habano frente al calmo mar. Los
botes seguían meciéndose asidos a las amarras y adentro en el hotel, entre los
amigos cazadores, dormía profundamente uno de trotes tan lejanos y cansados. Ahí
en un rincón, dormía plácidamente Anselmo Rivas, con su viejo rifle de una munición
Muy de mañana salieron en los tres botes rumbo al golfo de Nicoya. En la última
embarcación iba con los pertrechos el viejo de setenta años. Adelante en las otras
Casi tres horas después entraron por el río Tempisque, ayudados por la marea que
De repente dos jabirú volaron sobre los botes y entonces se escuchó decir al viejo
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“ahí van tres Galán sin Ventura”.
Fueron dos Galán sin Ventura, pero el viejo Anselmo observó tres.
comenzó talante sobre la llanura agreste y seca. Adelante, los sabaneros con los
pertrechos, en medio iban orgullosos los ricos cafetaleros y atrás iba con trote
pausado, evocando pasadas faenas por ese mismo llano, observando, escuchando
los sonidos del monte -como él decía-, el viejo tirofijo. A lo lejos sin que nadie lo
notara observó pasar una enorme venada en una loma llena de cornizuelos. Su rifle
Barbudal.
con sus lujosos pertrechos, botas de cuero hasta las rodillas, chalecos especiales,
Los oligarcas cafetaleros debían volver a la meseta central con los más insignes
trofeos. Debían colgar ufanas en las enormes salas de sus casonas cafetaleras, las
enormes cachamentas.
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Anselmo Rivas, esa mañana entró al llano con un lullido pantalón, unos zapatos
desgastados y su viejo sombrero. En su espalda su viejo rifle, un bolso con una tapa
de dulce, una botella con café frío, una bolsa con pan añejo, sus cigarros… ¡No
llevaba ni una sola gota de agua! En la bolsa derecha de su pantalón iba tan solo
un tiro, ¡sí así es, solo un tiro! y en su cintura amarrada con un mecate la cubierta
con su afilado machete. Solamente un tiro para esa larga faena de cacería.
viejo Anselmo subió a la loma que tanto conocía, desde ahí esperó a su presa.
Colocó en su viejo rifle la única bala que llevaba, se posó en el suelo sobre unas
había caído en la exquisita mira de Abdel. Anselmo sólo observaba paciente desde
la loma. De repente sintió sed, no llevaba una sola gota de agua, pero buscando
entre el seco matorral vio un grueso bejuco que colgaba de un árbol y dejándole ir
Dos horas llevaba ahí paciente el viejo Alselmo, esperando la mejor presa, el mejor
animal para quemar su única munición. Esperaba la mejor cachamenta de ese llano,
hasta que, en frente de sus hundidos ojos, la presa estaba localizada y fijada, el
tirador en la loma, la presa abajo en el llano se erigía ufana pero tan vulnerable.
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De repente un pensamiento brotó en su mente, una imagen borró por un instante la
doliente y sufrida hija brotó en su mente antes de apretar aquel oxidado gatillo.
sonsocuite agrietado. El trofeo estaba listo para ser llevado a la meseta central. Una
vez más tirofijo no había fallado. Nadie vio de dónde había salido ese único tiro.
Nunca más se volvió a ver por el cerro La Carpintera al viejo Anselmo, el verdadero
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Amor liceísta
Todo comenzó en San José de 1900, en una fría tarde lluviosa, en una capital de
casas de bahareque y edificios ostentosos.
Ella de pie ahí en el andén. En frente, la enorme locomotora con su arrogante vapor
un lullido abrigo que dejaba entrar en su piel el frío de aquella tarde. A lo lejos, el
Ahí quedó inmóvil, suspirando, con sus manos puestas en su vientre. En el último
vagón, iba su verdadero y único amor, tan pasajero pero verdadero, un amor que
había dejado un brote repentino en su vientre. Esa tarde fría, en el andén, el brote
de ese amor se movió dentro del vientre, al sentir alejarse la humeante locomotora.
De vuelta a la maltrecha pensión iba caminando Josefina, con frío, hambre y tan
vagón del tren, iba un estadounidense de origen irlandés quien había estado por un
mirada de Josefina.
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El regreso a la pocilga en donde vivía se hizo eterno, el llanto en los grandes y
negros ojos se confundía con las frías gotas de lluvia de esa tarde. Ella caminaba
lento, como llevando el conteo de los pasos hacia su realidad, aquel verdadero y
único amor jamás regresaría, sabía ella que no volvería al frío andén.
una pensión de mala muerte, vino al mundo una preciosa niña a la que bautizaron
cabello dorado, del mismo color de su progenitor. Era el brillo y la belleza de esa
niña la que contrastaba con las penas, las miserias y lo deprimente de la pensión al
sur de San José. Tenía Soledad un cabello como hilado en los telares celestiales,
sus ojos eran la perfecta mezcla entre el color del verde de su padre y el negro
Su madre Josefina, continuaba ejerciendo la misma actividad que desde joven fue
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esas mismas esquinas iba con frío o con hambre, ofreciéndose a la oferta del mejor
viendo la belleza y avidez de la niña, no dudó en llevarla día a día a una escuela en
otra. La necesidad latente en medio de tanta miseria, la hizo tomar otro rumbo.
Con sus bellos trece años, la encantadora Soledad fue contratada en una bella casa
restaurada de estilo colonial muy cerca del templo josefino que llevaba su mismo
nombre. Ahí, llegaba todas las mañanas a realizar labores domésticas, muy cerca
mandados al mercado central y de cuidar a los tres niños de esa adinerada familia
josefina. Corría el año de 1913, y el desfile de estudiantes del Liceo de Costa Rica
comenzó a detenerse todas las tardes frente al hermoso jardín de la casa colonial.
que había llegado al jardín. Era una flor tierna, esplendorosa y enigmática, la
parada, se hizo obligatoria para los liceístas que regresaban a sus casas por las
tardes.
Había entre los jóvenes liceístas, un muchacho de la misma edad de Soledad, era
algo tímido, sigiloso, de muy poco hablar, tenía la mirada profunda y dulce y eso le
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precioso jardín, era ese joven de cabello castaño, zapatillas lustrosas y elegante
cada mañana llegaba a las labores en esa hermosa vivienda. El desfile de liceístas
prostituta, llevaba la marca de los años en su piel y en su alma, como evidente era
derecha, una tarde de 1885 cuando con sus quince años, se negó a prostituirse por
El joven liceísta de dulce mirada, comenzó a quedarse por las tardes a la espera de
la radiante mujer que robaba las miradas y suspiros de los marchantes discentes.
Fue aflorando una tierna y dulce amistad. Cada tarde, estaba tan puntual en la
el trigal en sus manos, terso y con un olor a heno primaveral. Había en el cabello de
Cada semana, al regreso del Liceo de Costa Rica, el joven Ezequiel llevaba algún
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Poemas de Rubén Darío, Antonio Machado o las más exquisitas rimas de Gustavo
ansiosa cada semana una nueva lectura de su enamorado liceísta. Era común,
verles juntos leyendo versos, sentados en las gradas de la hermosa casa colonial.
El amor fue creciendo en esos jóvenes, ella guardaba en un cofre de madera, todos
los escritos que cada semana le llevaba Ezequiel. Era su tesoro sagrado.
Una tarde dominical, los dos enamorados caminaron rumbo a la paupérrima pensión
donde vivía Soledad. Ezequiel había insistido desde mucho tiempo atrás, Soledad
nunca quiso mostrarle el miserable lugar. Esa tarde fría de noviembre, los jóvenes
con su amada, y susurrándole al oído le dijo: “serás mi esposa, ¡y quizás aún viejos,
Soledad posó su cabeza sobre el pecho de su joven amado y un suspiró les abrazó.
En noviembre del año 1918, el joven Ezequiel recibió su diploma del Bachillerato en
Humanidades del prestigioso Liceo de Costa Rica. Se graduó con honores, siempre
nombre grabado como premio al esfuerzo de aquellos años de colegio. Por la tarde,
Ezequiel llegó en frente del jardín. Al salir su amada con el cabello suelto, un abrazo
y un dulce beso de los tiernos labios rosados, fueron el mejor obsequio en ese día
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de celebración. Tenían ahora los jóvenes dieciocho años, y pidiéndole Ezequiel a
su amada Soledad que cerrara sus ojos, entregó en sus blancas y laboriosas manos
en unos de sus dedos y un libro que se titulaba “Rimas y Leyendas”, una edición
El compromiso quedó sellado en esa tarde, en los preciosos ojos de Soledad brillaba
una escuela recién abierta por la región de Puriscal. Todo estaba planificado,
él en su escuela rural dando sus primeros pasos en la docencia y ella en sus faenas
La espera era eterna para los enamorados, cada dos semanas el encuentro era
apasionados.
En una tarde de agosto del año 1919, los padres de Ezequiel, -vestidos de negro-
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Después de treinta minutos en el corredor frente al jardín, la joven Soledad, con su
de una extraña fiebre que le había aquejado por varios días. Toda la ilusión se
Desde ese día, la joven fue llevada a vivir en esa casa colonial cerca de la Iglesia
de la Soledad. Y desde ese día, el traje de luto, fue la seña evidente de la tristeza
en su corazón.
blanco cabello, sentada en una mecedora, con su vestido negro. Los niños, nietos
de aquellos tres infantes que cuidó por tanto tiempo, jugaban alrededor de ella y le
Afuera, el desfile de los liceístas seguía siendo tan común. Alguno que otro
estudiante volvía a ver hacia el jardín con mirada indiferente... ya nadie se detenía
Meciéndose lentamente, con sus inseparables lentes y sus manos maltrechas por
Todas las tardes, sentada en el corredor junto al jardín y escuchando las bocinas y
el ajetreo de los automotores que llenaban la ciudad capital, Soledad, -la hija de
madera, un libro con sus páginas tan amarillentas. En su portada estaba escrito el
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título de Rimas y Leyendas, abajo con letras más pequeñas, apenas se podía
oro colgaba con un anillo inseparable y en el interior del libro, aún se podía leer
Al igual que en el viejo anillo, también en el libro se podía leer el nombre grabado
De vez en cuando, por esas tardes, un saludo repentino salía desde aquel hermoso
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La chola Josefina
La niña estaba afuera llevando frío. Adentro, en la casa de madera que servía de
lupanar, estaba su madre, sorteando los reales entre esos hombres ebrios, entre
estómago vacío, la niña Josefina pasaba esas horas nocturnas esperando que su
llegaba o salía de la casa, mostraba compasión por la niña y ponía entre sus frías
manos alguna moneda. La niña, siempre guardaba aquellos reales para -como
de la niña.
madre e hija en medio del frío o una leve llovizna. La madre con paso campante y
apresurada, la niña… atrás tratando de alcanzar a la seca y agria mujer. Ahí venía
la niña de ojos negros, cabello lacio tan negro, a la que conocían como la cholita
Era Josefina la hija menor de la madre prostituta. Tenía además tres hermanos, los
dos varones que se habían ido para Limón a trabajar en la construcción del
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su madre -quien ya había pasado los cuarenta años-, pero aún tenía su clientela
Una tarde de 1885, cuando ya la niña se había transformado en mujer con sus
- Mirá Josefina, hoy te alistaré pá que te vayás con ñor Eladio, me dijo que me
pagará buenos reales por vos. No podemos quedarle mal… ahí tenemos buenos
reales.
por favor.
- ¡Te me alistás y ya condenilla!, ya quedé con ñor Eladio de llevarte hoy en la noche
al hotel del chino, ¡ese cholláo me pagará bien por una hora contigo…!
Josefina, en medio del llanto y de un dolor que se clavaba como agujas en su piel,
corrió hacia la puerta tratando de escapar del triste destino, pero la cruel madre
derecha. Una herida quedó desde ese día marcada en esa pierna, pero fue mayor
la herida que brotó esa noche en ese burdel, cuando el maloliente y sucio ñor Eladio,
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la tomó brutalmente abusando de la muchachita quinceañera durante una hora. El
marcaba ahora a la cholita Josefina, en medio de una ciudad capital que comenzaba
a transformarse con las ideas del liberalismo político. San José se estaba
La chola Josefina se hizo mujer de espuela, y fue tan conocida en esos burdeles de
fama. La mujer ahora en su veintena de años, era hermosa, de grandes ojos negros,
cabello negro lacio, bajita de estatura, pero de silueta envidiable. Escogía a sus
clientes, ya que era tan común verle frecuentar importantes sitios de nuestra capital,
Norte Americana, de Italia y México. Ahí estaban sus clientes predilectos, entre los
extranjeros que llegaban por las oficinas para realizar algún trámite migratorio.
Americana fue amor a primera vista para la chola Josefina. Ella recostada en el
enorme muro de hormigón, con su cabello suelto y su vestido que dejaba ver parte
entonces la figura imponente del hombre -quien portaba un sombrero color gris-
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quedó impregnada en los bellos ojos negros de la chola prostituta. De repente, el
cabello dorado-, entonces, ella le pidió un cigarrillo y al ver los encantadores ojos
verdes del norteamericano, quedó flechada por ellos y por el encanto y el estilo con
Ella comenzó a frecuentar al mozo de ojos verdes por el fino hotel josefino donde
se hospedaba. Él, le llenaba de ternura y cariño. Ella dejó de frecuentar sus pocilgas
Fueron dos años donde ella sintió por primera vez el sentimiento más puro y noble
con afecto. Los domingos por la tarde, alquilaba un hermoso carruaje y se perdían
por las polvorientas calles josefinas hacia La Sabana -en donde como dos
meses, hasta que una noche lluviosa de setiembre, en el lujoso hotel capitalino, ella
se lo dijo. Él también tenía que decirle algo esa noche. Con sus ojos verdes
sollozantes y mirando fijamente los enormes negros ojos de Josefina, le dijo que
Railway Company. Esa noche el llanto de la chola fue eterno, como dos fuentes
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abiertas saladas. Él, solamente besaba su vientre, lo acariciaba y lo volvía a besar.
Al día siguiente, en una tarde muy fría y lluviosa de setiembre de 1900, en el andén,
estaba la chola Josefina de pie tiritando de frío, un viejo abrigo de ralita tela le
estación, lentamente también brotaban las lágrimas de los negros ojos de la chola.
se gestaba ya con los cuatro meses. Se había ido el amor para siempre. El regreso
a su pocilga -al sur de San José- fue eterno, lloraba, se estremecía entre el frío de
de la suave llovizna.
Esa tarde le vieron regresar por esos chinchorros. En su vientre un fruto del amor
unos verdes billetes norteamericanos para pasar los meses. No quedaba más
remedio, había que regresar a su antiguo oficio, luego de dar a luz a la hermosa
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Y así fue, luego del nacimiento de la preciosa niña -que llamó con el nombre de
Soledad- la chola Josefina retornó a sus quehaceres entre burdeles y los finos
sus ojos negros mostraban la tristeza que guardaba en su corazón. Su bella hija
Soledad, -la joven cuyo padre se alejó una fría tarde rumbo al olvido-, fue contratada
en una hermosa vivienda por la Iglesia de la Soledad cuando tenía trece años, y al
tiempo formó parte de la adinerada familia. Se fue a vivir ahí, desde el día que su
Cada domingo su hija Soledad le visitaba y salían juntas a caminar y comer al centro
de la capital, cuanto les gustaba a esas dos mujeres comer en aquel restaurante
exquisita carne.
Cierto día de 1925, cuando la chola Josefina cargaba sobre sus hombros sus
años, entregó una carta y un sobre especial en las manos de la mujer. Josefina,
sacar el contenido, tuvo en sus manos, una cuantiosa suma de dólares americanos.
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Además, venía también una carta escrita en pésimo español. Eran las letras de su
amado de ojos verdes, quien días antes de morir de malaria en un país caribeño,
escribió esa carta y preparó los billetes para ser enviados a la chola Josefina y a la
hija que nunca conoció. El encomendado para llevar la mensajería, fue el hermano
invertir en algún negocio junto a su hija Soledad con los dólares enviados. Y así fue,
Desde ese día, la chola prostituta dejó en el olvido los burdeles y los chinchorros de
mala muerte que había en San José. Con ayuda de su hija Soledad, -quien vestía
de negro luto desde que murió su novio Ezequiel-, compraron una pequeña pero
acogedora vivienda en Tibás, donde ahí mismo, abrieron una pequeña venta de
libros estudiantiles, entre los que destacaban algunas obras de Rubén Darío, de los
Una tarde de 1945, en el hospital San Juan de Dios, a sus setenta y cinco años,
mujeres, las mismas que otrora fueron sus compañeras de ajetreos nocturnos por
estaba la carta del norteamericano de ojos verdes. Al final de la carta -ya amarilla
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por el tiempo-, un te amo escrito en inglés con tinta negra, había sacado la más
tierna sonrisa que jamás pudo tener la mujer… ¡la chola Josefina!
Cada tarde, sentada en la preciosa casa, y viendo pasar a los jóvenes liceístas, la
que atesoraba, entre las cuales estaban: los escritos, el libro Rimas y Leyendas y el
estaba la carta que su padre -al cual nunca conoció- le enviara a su madre.
¡Esto fue de la vida de la chola Josefina, quien fue enterrada en algún lugar del
cementerio de Tibás!
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Una baranda para Sebastián
El vapor había llegado al puerto de Limón en esa cálida y húmeda tarde de mayo,
las maletas estaban ordenadas en la entrada de la estación del ferrocarril. En la
banca metálica estaban sentados los miembros de esa familia europea, fue una
huyendo de la Primera Guerra Mundial que había iniciado un año atrás en el Imperio
Austro-Húngaro. Ahí estaba sentada la madre con sus seis meses de gestación,
una española nacida en Alcalá de Henares de bellos cabellos castaños que caían
estaba pensativo y tan serio aquel mozo nacido en Viena, de bigote prominente,
evidente calvicie y de porte impecable tan evidente desde su camisa fina, color
blanca, hasta sus botas de cuero con broches metálicos. Al otro extremo de la banca
color verde, juguetones e inocentes, estaban tres niños rubios y tan parecidos a su
padre. Junto a la madre estaba la única niña de aquel matrimonio, tocando con gran
suavidad y ternura el fecundo vientre de la bella mujer. Tenía esa niña algo tan
El tío de los niños, un hombre amoroso, delgado, alto y nacido en Budapest, llegó
con los boletos en su mano. Todo estaba preparado, partirían en la locomotora que
yacía frente a ellos. Al ser las tres de esa tarde caribeña, el rumbo estaría trazado
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Mientras esos europeos esperaban sentados en la banca metálica, un desfile de
algarabía mercante era contrastaba con el silencio de los europeos, “¡Patí, patí,
cocadas, cocadas, pan bon, pan bon, bófe, bófe, pescado, pescado… lleve, lleve el
patí…!” Era una caliente y húmeda tarde de 1915 en puerto Limón, la escena
bienvenida para esas pieles blancas y cabellos rubios. Al ser las tres de esa tarde,
Ahí en San José, nació un Habsburgo y el niño fue creciendo en la preciosa casa
de estilo clásico.
sarraceno. Las paredes eran anchas, altas y pintadas de un lúgubre color terracota,
las puertas eran de fina madera de cocobolo labrada con exquisitas incrustaciones
ornamentales. Tenía esa casa de Barrio Aranjuez un bello patio en la parte trasera,
en donde relucía una hermosa floresta con colores cautivantes y bellos cantos de
pájaros mañaneros. Desde los dormitorios hasta la floresta, había un ancho zaguán
y después de abrir un alto portón de dos hojas con bellas figuras de hierro forjado,
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claveles, begonias, hortensias, helechos y hermosas pastoras que enamoraban con
Aquel niño menor, poco a poco fue haciendo notoria su condición física. Fue
con una extraña condición en sus huesos que no le permitía caminar con
normalidad. Aun así, el niño siempre disfrutaba de las tardes solitarias en su amada
floresta. ¡Cuánta indiferencia había en esa familia adinerada, cuánta falta de ternura,
de empatía... y de amor! Sus padres pensaron que aquello había sido un castigo de
la divinidad, sus hermanos varones le veían con miradas extrañas y con aires de
mofa. Pero su hermana, la dulce Sisí, le veía con ternura, con afecto, con verdadero
amor. Ella le tenía paciencia, le ayudaba, era empática, nunca sintió lástima por él
refugio en el patio trasero de la enorme vivienda. Tantas veces caminó por aquel
aquel frío y reluciente mosaico hasta que al llegar al portón lograba incorporarse y
abrir la tranca. Una vez ahí, se abría el majestuoso escenario de su amada floresta,
y evocando una sonrisa maravillosa se arrastraba por los adoquines del enorme
patio hasta llegar a la banqueta de hierro forjado en donde tenía un hermoso y suave
cojín.
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Ahí pasaba -debajo del enorme alero de madera- entre horas de tardes con sol o
Aquel hermoso zaguán le había visto caer al piso muchas veces, también le sintió
arrastrándose sobre él. Sisí, le había pedido tantas veces a su padre que mandara
Una fría tarde de diciembre, llegó el tío Maximiliano a visitar a sus sobrinos. Al entrar
hacerse notar- a su sobrino Sebastián haciendo un enorme esfuerzo por llegar hasta
sobrino, sin embargo, le dejó que llegase triunfante hasta la banqueta en la floresta.
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diferentes aposentos. Se despidió esa fría tarde de sus sobrinos, y tomando su
Sebastián, el niño menor de aquella familia europea tenía un rostro angelical, sus
cabellos rubios formaban colochos como cepillo entre la madera y tenía una mirada
casi ocho horas, se afinaron muchos detalles para entonar con la belleza escénica
El domingo al ser las cuatro de la tarde, Sebastián, parado debajo del ancho buque
había en las paredes color terracota. Una bella y lujosa baranda en cada pared,
la misma baranda llegaba hasta la banqueta que tenía aquel cojín color azul. Al abrir
tendía tranquila -como esperándole- en las lúgubres paredes. Entonces el niño, ahí,
un suspiro salía desde su inocente corazón. En el zaguán, tomando con sus dos
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manos la nueva baranda se iba riendo, miraba hacia el techo de la alta vivienda -
como desafiando a su lento caminar-. Seguía paso a paso, en sus manos sentía el
bello acabado de charol que tenía el cedro amargo, el olor le fascinaba pues le
llegaba hasta el alma. Continuaba caminando lento pero seguro y al ver el precioso
mosaico, una risa burlesca salía de él, como evocando un desafío notorio hacia su
duro rival. Abrió el negro portón de dos hojas con tanta facilidad, y continuó su
recorrido tomando con fuerzas la bella baranda hasta llegar a su banqueta preferida.
Justo antes de sentarse sobre el bello cojín azul, Sebastián volvió a mirar hacia
atrás, y vio a su amoroso tío Maximiliano, al lado del húngaro estaba su hermana
Sisí de quince años que le miraba con ojos vidriosos y llenos de ternura, con una
sonrisa que formaba una tierna parábola en su rostro. Justo antes de sentarse a
mirar su bella floresta, Sebastián explotó en llanto. Ese niño flaco, pecoso, de
cabello rubio y bellos ojos celestes no pudo contener el raudal de emoción en sus
ojos, entonces se sentó y pudo contemplar que, desde arriba en el cielo, una leve
también quiso llorar con Sebastián, y las fuentes celestiales fueron abiertas en
aquella hora.
Ese sábado, Sebastián quedó sentado debajo del alero, contemplando su floresta
Y cada día hasta su muerte, ¡Sebastián acariciaba con ternura a su amada baranda
de cedro!
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Penurias de bahareque
San José, era una capital que mostraba muy bien las diferencias socioeconómicas
a principios del siglo XX. La oligarquía cafetalera y los ricos comerciantes
El hombre estaba ahí con ese porte impresionante, zapatillas negras lustrosas,
esa tarde fría de 1910, en San José. Tan puntual como siempre, su reloj suizo de
Cada fin de mes estaba ahí, con su hermoso caballo y ese carruaje que robaba las
nerviosas. La escena estaba sucediendo allá hacia el sur de nuestra capital llegando
a San Sebastián. Cada fin de mes llegaba el hombre de treinta y cinco años de
paupérrimas viviendas de bahareque. Paredes agrietadas, las tejas cada vez más
desboronadas por el pasar del tiempo, el piso de tierra, la cañería del agua a medio
en el inmenso solar que era abierto, se disponía cinco piezas en dónde debían
bañarse y cinco letrinas de hueco para todos, malolientes, oscuras, en donde las
cucarachas, ranas, ratones y hasta pequeñas culebras eran el pan de cada día.
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Cinco duchas y letrinas para casi noventa personas las cuales vivían en el
Franz era implacable, esa tarde de cobro no permitía que nadie le hiciera
puntarenense llamada Carmen Miranda, quien con tono firme y manteniendo gran
- Buenas tardes ñor Fran, vea usté… ¿hasta cuándo nos va a tener en estas
condiciones?, esas paredes se están caiyendo, vea el pasáo tirrimoto e' Cartago
casi se las trae abajo, el agua sale toititica herrumbrá porque la cañería es muy
los reales puntual mes a mes… y vea como vivimos, ¡acuantá le cayó una teja en la
jupa a ñor Ismael!, usté sólo quiere ganar y no soltar naida… ¡no sea tan confisgáo
nor Fran!
- ¿Quién los manda a tener tantos hijos?... y si no le sirve la pieza, vaya a ver dónde
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Los ojos de los fisgones estaban atónitos al ver a la valiente mujer le decirle esas
palabras al mal encarado hombre. Franz cobraba los reales, ni siquiera entregaba
un papel de comprobante del pago de la renta, ¿para qué? al cabo como decía él…
¡ni saben leer ni escribir esas pobres almas! y con una risa algo burlesca se montaba
a Desamparados.
grandes oligarcas, otros hacían de remendones zapateros, y las mujeres... iban por
las calles capitalinas tocando las puertas de esas bellas casas de arquitectura
las enormes canastas con esas prendas que iban a lavar en las entonces cristalinas
aguas del río María Aguilar al sur de San José. Esas mujeres que vivían en esas
maltrechas viviendas, en su mayoría eran lavanderas que muy de mañana iban con
sus motetes de ropa sobre sus cabezas, para luego regresar y planchar con las
planchas de carbón. Había que dejar las prendas sin una sola arruga,
ilusión... pero también de penas. Realmente era difícil hacer los reales mes a mes
Meses atrás había llegado a la región de Tres Ríos, desde París, la hermosa hija de
un importante oligarca cafetalero. La mujer estuvo varios años por tierras galas,
conociendo la cultura europea y recibiendo instrucción del más alto nivel. En una
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época en la cual San José dejaba notar la completa división de clases sociales, el
Teatro Nacional era sitio exclusivo en donde se reunía las familias más adineradas
de Costa Rica.
Cierto día, el corazón de Franz quedó flechado por la tierna mirada de la joven de
veintisiete años llamada Julia. En medio de una obra del dramaturgo inglés William
Shakespeare, las miradas del duro hombre y de la bella mujer se cruzaron mientras
perfecto francés.
Desde ese día, comenzó el duro hombre de origen alemán a visitar en su hermoso
Cierto día, el fin de mes de enero de 1911 en medio de una preciosa tarde en donde
también puntualmente y atemorizados los inquilinos con sus reales en sus sucias
cuarenta y cinco años Carmen Miranda, la cual nuevamente le dijo las verdades y
las peticiones sobre las deplorables condiciones de esas verdaderas pocilgas donde
vivían. En medio del monólogo que estaba dando la firme lavandera, del carruaje
vieron bajar a una dama de porte impresionante, con un traje francés estilo trotteur,
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formado por una bella chaqueta y falda que dejaba ver el tobillo de la fémina. En su
cabeza se disponía un magnífico sombrero estilo europeo que era decorado con
unas hermosas plumas tornasoles y el olor del dulce perfume invadió cada rincón
-Disculpe señora, ¿a qué se refiere con todas esas cosas que está diciéndole a mi
prometido Franz?
-Señorita, disculpe usté, es que ya estamos cansáos de vivir en estas ruinas, todos
los meses pagamos los reales de la renta y este cholláo no quiere reparar un poco
estas piezas pá vivir con jundamento como tatica manda. Si quiere le enseño como
La elegante mujer, de porte esbelto, tan seria pero dada a escuchar a las personas,
ella, como dándole un tour por las deplorables instalaciones iba la puntarenense
Carmen Miranda, afuera con una risa burlesca y fumando un enorme habano estaba
Paredes agrietadas, el piso de tierra con enormes zanjas por la lluvia que entraba,
los techos sin sus tejas que dejaban entrar el goteo de la lluvia. Al llegar al solar y
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ver las insalubres condiciones de los baños y las letrinas malolientes, solamente dio
la media vuelta y abandonó el triste lugar, atrás le seguían muchos niños descalzos
Julia no dijo una sola palabra, quizás era del mismo temple de su prometido... o
Cada fin de mes, tan puntualmente seguía llegando Julia con Franz a cobrar los
reales de las paupérrimas piezas, y cada mes seguía escuchando las mismas
Julia era amante del lujo y de la buena vida, también tenía un espíritu serio y callado
superación y de forjar un patrimonio material. Era mujer hábil para los negocios, eso
lo había heredado de su padre. Tenía un olfato muy agudo para comerciar, veía las
oportunidades a flor de piel. Era calculadora y fría para comerciar, quizás mucho
Una noche lluviosa, el hombre enamorado llegó con sus padres a la finca cafetalera
que mañana mismo vaya a escogerla con nosotros para hacer la escritura.
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La joven quien era calculadora y buena para el negocio, enmudeció casi por un
- Realmente no deseo parte de esa finca, pero sí me gustaría como regalo de bodas
la porción de tierra donde tienen las quince piezas rentadas en San Sebastián. Me
gustaría que reparen esas piezas como Dios manda, que a hagan más baños y
modernos retretes para cada pieza habitacional. Una vez que hagan eso, hacen la
escritura a mi nombre, yo como legítima dueña cobraría más reales y así podríamos
quitarnos de encima a esas personas tan mal educadas y sencillas. Con mejores
condiciones, más reales se cobraría, y gente más culta podría pagar… ¿no creen
ducha y se instaló un moderno retrete para cada vivienda. Las aguas pluviales se
encausaron, las tejas fueron cambiadas y el piso cambió a madera. Las paredes de
San Sebastián.
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La última tarde que Franz llegó a cobrar la renta, las gracias y los gestos de favor
eran evidentes hacia el elegante hombre, quien con una risa burlesca dijo en voz
muy baja:
quien vendrá o mandará a cobrar la renta en un mes exacto. Sepan que el precio
Con una risa burlesca, el hombre de origen alemán desapareció hacia el sur, camino
Al ser las cuatro de la tarde del treinta de diciembre de 1911, vieron llegar frente a
interior salió la bella mujer Julia acompañada de un maduro hombre que portaba
Afuera, las gentes tenían en sus sucias manos los reales del pago de la renta, sus
miradas estaban temerosas, cautivas por la duda, por ver qué les diría la nueva
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- Como ustedes bien saben se ha hecho grandes reparaciones en estas viviendas,
y eso ha generado gastos inmensos. He recibido esta tierra y las quince piezas
como regalo de bodas y ahora soy la legal y única dueña. Por lo tanto, habrá nuevas
entrecruzaban.
En las mujeres lavanderas se vio humedecer sus ojos, la tristeza era evidente.
El maduro hombre que acompañaba a Julia, sacó de su valija quince hojas, quince
repartió esos papeles entre los casi analfabetos inquilinos. Entonces, sabiendo Julia
- Pasará un representante por familia, uno por uno, le dirán el nombre al abogado y
Uno por uno, cada representante de las familias, fueron pasando, lo temido había
llegado.
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Ese día al ser las seis de la tarde, el carruaje color verde musgo desapareció rumbo
Al día siguiente, en esa fría mañana de año nuevo, las lavanderas se enrumbaron
hacia el río María Aguilar con sus motetes de ropa, aún estaban atónitas y
asombradas.
En sus viviendas, estaban guardadas las escrituras que las hacían las legítimas
dueñas de las piezas donde vivían, sí, de las quince viviendas de bahareque que la
Atrás de las lavanderas, con paso lento y con el enorme motete de ropa en su
Miranda.
En el hermoso cafetal de Tres Ríos, esa mañana, la bella Julia dibujaba una
En San Sebastián, hubo llanto y gozo en esa mañana de año nuevo, hubo alegría
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Fiebre en el maizal
árboles, el ganado dejaba ver sus líneas esqueléticas y el río suspiraba al recordar
amarillo lo envolvía todo, el sol lo había calcinado todo. En el suelo dormían miles
canto del viento en esos árboles guanacastecos. El pozo que estaba detrás del
rancho se había secado, desde hace tres semanas no daba más el refrescante
líquido.
entraba una leve brisa quemante. Adentro en ese viejo catre oxidado, estaba desde
hace cuatro días Bernarda Recio, la hija menor de Leopoldo Recio. Una fuerte fiebre
le había postrado, su morena piel estaba caliente, su sangre casi hervía, sus labios
amarillento y moribundo maizal que se veía afuera por el buque de la vieja puerta.
En la frente de la joven, un trapo mojado con la escasa agua dell río, en el piso de
tierra estaba un enorme cántaro ya casi vacío, dispuesto a volver a ser llenado con
Esa noche, la luna llena transformó el llano al pasar del triste amarillo al blanco
celestial. Por las rendijas de las tablas de cedro, entraban finos rayos lunares al
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interior del rancho, afuera en el maizal se respiraba un extraño olor, una leve brisa
traía un olor a mojado, entonces afuera en medio de las tristes matas de maíz, se
- Vieja loca, no ves que el cielo está despejáo, así mismitico ha pasáo desde que
tuvieron que llegar las primeras lluvias, y mirá, ya vamos por setiembre y nada que
llueve.
- Vení, salí pué, vení y olé, ¡a pura tierra mojada!, esto es puro sur, pué.
llegar frente al maizal, sintió verdaderamente ese olor a lluvia, una extraña brisa
sureña soplaba en su rostro. Arriba el cielo estaba despejado, ni una sola nube se
El padre tomó el cántaro rumbo al río, al caminar se escuchaban crujir, las miles de
hojas regadas en aquel suelo abierto, a lo lejos el ganado no tenía fuerzas para
bramar, se les veía tristes y cansados. Al llegar al río, a ese Bebedero, dos parejas
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de flacos venados saciaban su sed y volviendo a ver asustados al viejo sabanero,
se perdieron entre los cornizuelos y los secos arbustos en la vereda del río.
El nuevo amanecer, trajo la misma triste escena en el llano guanacasteco. Ese año
un triste lamento natural, afuera todo iba lento, marchito y pálido, adentro del rancho
Habían sido cuatro días de fiebre intensa, a veces mermaba un poco, pero de
repente volvía como una fiera del monte. Cuatro días probando remedios caseros,
hojas de esto y aquello, fresco de chan, hasta por allá alguien había conseguido
algo llamado borraja para intentar bajar la extraña fiebre. Nada daba resultado.
Ese día, preocupado e impotente por la maltrecha salud de su hija, Leopoldo Recio
salió en medio del maizal y lo anduvo cabizbajo. Respiraba un aire caliente, y sobre
mirada al salir del maltrecho maizal, y a lo lejos en la loma pelada, divisó algo verde,
un verde que contrastaba perfectamente en medio del triste paraje seco. Era un alto
cáctus, el cual había guardado muy bien las reservas de agua, y se mantenía en lo
alto de esa loma, como asemejando un faro de esperanza en medio del desolado
llano. Entonces, ensillando dos bestias que exhalaban también el ardiente aire, se
tapa. Le acompañaba también su viejo rifle, sus polainas de cuero, sus viejas botas
sabaneras. Y partió, cabalgó en medio del llano, el trote de los dos equinos era en
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medio del sonsocuite resquebrajado, se alejó del maizal, bestias y jinete se
Ese padre guanacasteco, salió decidido rumbo al pueblo de Las Cañas, serían casi
quince kilómetros cabalgando en medio del árido paisaje. Iba en busca de algún
médico, de algún galeno que quisiera salvar la vida de su hija que lentamente se
meridiana lanzaba sus más crueles destellos sobre la llanura. El trote era pausado,
a ambos lados del camino todo era aridez, no cantaban los pájaros, las chicharras
quizás también se habían cansado. Iba cabalgando, atrás jalada por la soga venía
la prieta yegua color café, la preferida de su hija. Cabalgaba con cuidado, pues las
grietas de aquel sonsocuite eran tan anchas y profundas y no quería que una pata
Llegó al ser las tres de la tarde al pueblo de Las Cañas. Buscó rápidamente al
- Buenas tardes doctor, me urge que vaya a mi rancho pá que vea a mi hija que se
muere de fiebre. De una vez le digo, no tengo reales, pero le puedo pagar con una
bestia o con unas tablas de madera de cenízaro o nazareno que tengo bien
sequitas. Ayúdeme, salve a mi hija, acá traigo la bestia ensillada pá llevarlo al llano
en Bebedero.
- Mirá yo te puedo ayudar, pero tenés que esperar, debo atender a tres personas
ahoritica. Apenas termine podemos salir, y mirá no te preocupés por los reales, ahí
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algo hacemos. Pero te pediré un favor, venime a dejar eso sí, porque yo soy malo
enterito.
Al ser las seis y treinta de esa tarde, en medio del seco y polvoriento pueblo
guanacasteco, salieron los dos hombres rumbo a Bebedero. Antes, habían tomado
una refrescante horchata que la esposa del galeno le había preparado. La noche
completamente despejada, la luna tardó un poco más en salir, el ambiente era muy
calmo, solamente se escuchaban los golpes de las metálicas pisadas de las dos
bestias. Ahí iban los dos guanacastecos, uno sabanero y el otro un médico de origen
chino. Conversaban sobre la enorme sequía de ese año, de repente como a una
hora de cabalgar, un extraño olor a tierra mojada invadió el nocturno paraje. Ambos
hombres se volvieron a ver, con extrañeza, con misterio, pero con esperanza de
En el rancho, cerca del río Bebedero, era la quinta noche de fiebre en la hija
oxidados resortes del catre y caliente el agua que estaba en el cántaro. Por las
rendijas, volvían a entrar los blancos destellos lunares, y comenzó a entrar también
un olor a tierra mojada, un extraño olor que venía desde el sur, desde una lejanía
insospechada.
Al ser las nueve de aquella noche, se escuchó un grito desde el moribundo maizal:
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- ¡Recio… Recio, ahora sí va a llover!, salí hombré, salí mirá el sur, mirálo viene
- ¡negra más necia, jodida negra pué, no ve que esta guila se nos muere…!
Al ser las diez de la noche, llegaron frente al maizal, el viejo sabanero y el galeno
entraron al rancho por en medio del maizal, el cual rebozaba de alegría. Adentro, la
joven hija se reía sentada en el viejo catre, junto a su madre. Abrieron las ventanas
de madera del rancho dejando entrar el viento húmedo de esa noche, la joven
Tres horas después, a la una de la mañana del siguiente día, se perdieron a lo lejos
las dos bestias, el viejo sabanero y el médico cañero. Atrás de ellos, iba jalada una
Ahí iban los dos jinetes, de regreso a Las Cañas, en medio de un enorme aguacero.
Alrededor del llano, en medio de la gloriosa lluvia, todo lo que respiraba daba
alabanzas sublimes al cielo porque una vez más habían brotado ¡ríos de agua viva!
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Amaneció y el olor en el maizal ¡era delicioso!, y las grietas del sonsocuite
comenzaron a cerrarse.
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Juan, el carbonero
de 1940.
Juan, un hombre guanacasteco, tenía en ese pueblo una pequeña carbonera. Había
casado con Celia Carranza oriunda de la zona costera de Cuajiniquil, una noble y
trabajadora mujer de anchas caderas, gruesas piernas y piel muy blanca. Juan
Zúñiga y su mujer, tenían siete hijos, todos varones, seis de ellos tan morenos como
el padre, y el hijo menor… tan blanco, tan blanco que contrastaba perfectamente
Ahí estaba la casa de los Zúñiga, en las afueras del pueblo y a un lado de la
en el centro donde se quemaba la leña que los hijos iban a recoger al monte, leña
de encino, ya que solamente esa madera quemaba Juan carbón, como era llamado
el carbonero por esos sitios guanacastecos. De los siete hijos de aquel matrimonio,
había uno tan diferente a los demás, tan diferente no sólo por su físico, sino por su
Era Juan carbón un hombre agreste, infranqueable y recio con su familia. Realmente
era áspero el trato que le daba a sus hijos y su esposa. Enviaba a los niños por las
tardes, a recoger la leña de encino, no aceptaba otra que no fuera esa. Si alguno
de aquellos niños traía algún palo de quebracho, nancite, madero negro o madroño,
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era tan normal la esperada chilillada con una delgada y larga rama de tamarindo en
los delgados cuerpecitos de los morenos y sucios niños. Sin embargo, al menor de
todos, al blanco niño llamado Abundio Zúñiga le correspondía la peor parte, pues
era torpe en su caminar, no era tan ávido en el monte como los otros seis hermanos,
era niño de pasar más tiempo con su madre en la cocina y ayudarle en las labores
Era tan común, ver a los hijos de Juan carbón, ir por el pueblo vendiendo en una
encino. Iban de casa en casa, y en donde había un anafre que necesitara carbón,
en la única panadería del pueblo-, iban recorriendo debajo del sofocante sol
y chollones en los dedos de esos pies. Tan morenas sus pieles, tan negras sus
vestimentas, vendiendo carbón iban los seis hijos de Juan Zúñiga. El hijo menor, el
Cierto día, teniendo el niño Abundio once años de edad, llegó por la vivienda un
lejano amigo de Juan carbón, un hombre upaleño llamado Justo Chévez. Fue
palmeando unas tortillas de maíz, por cierto, de un maíz que el mismo niño sabía
nisquezar de buena manera. Esa escena, le pareció muy extraña al visitante. Luego
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de compartir el delicioso picadillo de papaya con las tortillas recién hechas, el amigo
upaleño salió hacia la carbonera con Juan. Ahí, frente a los seis hijos morenos que
- Mirá Juancito, yo no sé qué decirte, pero ese hijo tuyo… el blanquito que estaba
y el hombre en el campo trabajando duro, ¡ponéle cuidáo a ese güila tuyo, hacélo
hombre!
- Ese güevilas me salió raro, sólo con la mama quiere estar, le huye a la carbonera,
Celia. Yo he tratáo de ser lo más duro con él, pero esa mama es una alcahueta y
siempre lo defiende.
- Pues yo te digo Zúñiga que tratés de enderezarlo, hacélo hombre por la fuerza,
mirá a éstos otros güilas bien traqueteados como debe ser. ¡Ponéte vivo con ese
güila!
Después de ese día, Juan carbón se ensañó con su blanco hijo Abundio, y no
De aquellos siete hijos, sólo Abundio estaba estudiando, haciendo su cuarto grado
en la escuelita del pueblo, los otros hermanos abandonaron los estudios con la
complicidad del padre que no creía en la educación. Cada día que Abundio llegaba
111
de la escuela, era enviado a veces en solitario a traer las ramas de encino, otras
veces, a revolver el carbón con sus hermanos y otras tantas a jalar la carreta por el
pueblo. Cuantas veces Juan carbón, pasó aquella rama de tamarindo por el
cuerpecito del flacucho niño, por las piernas y por su cabeza dejando heridas
sangrantes. Cuantas tardes al llegar Abundio con ramas de otra madera -que no
su marcha y mirara con desprecio al patán de Juan. Otras veces, encerraba al niño
en una jaula grande junto a un gallo de pelea, el cual lo picoteaba y clavaba las
para la ermita del pueblo, a buscar una voz de aliento que refrescara aquella triste
y cruda realidad de vivir con un hombre tan tirano, tan vil y violento con su amado
hijo menor. Tantas veces, llegó el sacerdote a sacar de aquella jaula, al niño que
Cierto día, la madre de Abundio enfermó de una fuerte tos y una fiebre extrema,
mañana, debía revolver el carbón con sus hermanos afuera en la carbonera, sin
preparar los alimentos para sus hermanos y padre. En la cama estaba la blanca
madre, ojos de miel, tan pálida, tan enferma, sin fuerzas, pero, tan preocupada y
112
violentamente afuera a la carbonera. En el suelo de tierra de la cocina, quedaron
las tortillas recién palmeadas, afuera, estaba un padre furibundo y llamando a los
- Güilas… vengan pa cá, hoy voy a hacer hombre a su inútil hermano menor, dejen
angustiada…
¡Juan no hagás esa salvajada, por tatíca que no lo hagás!, hacémelo a mí, pero al
güila no se lo hagás.
La madre se incorporó con su fiebre extrema y se asomó con la fuerte tos a la puerta
la carbonera para que revolviera las brasas con sus pies descalzos. En frente,
algunos hermanos se reían, pues a algunos de ellos el padre les había hecho lo
padre salvaje y déspota. Dentro del agujero, el niño se quemaba sus pies descalzos,
113
logró meterse con los pies descalzos para sacar a su hijo amado, a su niño Abundio,
La madre, también quemada de sus pies, salió corriendo con el niño en brazos hacia
la ermita donde vivía el cura español que veinte años atrás había llegado como
sacar una savia refrescante y ponerla en el lugar de las quemaduras del niño y de
su madre, luego de eso, buscó en el pueblo algunas telas limpias para realizar los
vendajes al doliente niño, y le mantuvo ahí con él, el tiempo necesario, hasta que
penurias que pasaba la nerviosa madre y los niños, con el descorazonado padre
que era tan duro como la misma madera de níspero. Por eso decidió dejarse al niño
por un tiempo, para sanarle físicamente y también tratar de restaurar sus heridas
clérigo.
hijo menor, tocó fuertemente a la puerta del salón donde vivía el cura, entonces por
las rendijas de las tablas de laurel negro, se asomaron dos ojitos brillantes pero
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- No te preocupés Abundio, dejad a ese Juan carbón, ¡dejadme a ese diablo!
El clérigo español, que, detrás de la ermita, trabaja con amplia destreza el cuero del
puerta:
- Mirá curita, sólo vengo por mi hijo pa llevármelo a la carbonera, yo sé que la mama
se lo trajo pa cá, vengo por él, debo hacerlo hombre como tatíca manda.
Luego de escuchar las palabras del clérigo, Juan carbón levantó su cutachona y le
gritó al español:
- ¡Mirá gran jodido, si no me das éste guila, se me olvidará que sos el curita y te rajo
la jupa!
- Se me olvidarán mis santos votos a mí también si intentáreis eso, pero sois dueño
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Juan carbón, al ver tan decidido al cura, desistió de hacer la afrenta y dando la
vuelta retornó a la carbonera. El niño siguió viviendo con el clérigo español, siguió
y mantener tan limpio y ordenado el pequeño salón que les servía de morada. Su
madre, la blanca Celia Carranza, llegaba todos los días a visitar a su amado hijo,
acariciaba y otras veces lloraba desconsolada, por las grandes chililladas que le
busca de las ramas de encino, a veces debía bajar por las caletas del río, cruzarlo
y cortar una que otra rama, entonces ahí, se acordaba de sus hijos, ahí pensaba,
boca.
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siempre le hablaba al noble muchachito sobre la importancia del perdón en el ser
encontró a Juan carbón tirado a orillas del río, a su lado, tirada también, una carga
de leña de encino. Daba gritos del dolor, se había caído en una de las caletas y al
llegar al suelo, fue recibido por una estaca de quebracho, la cual le entró por un
costado perforándole órganos vitales. Esa noche, fue encontrado por el cazador
al llegar a la trágica escena, sólo atinó a cortar con su machete la estaca y cargar
burbujeante sangre. Su mujer, Celia Carranza salió corriendo en busca del cura
Una hora después, casi al ser las diez de la noche, en aquella tijereta rojiza por la
Entonces saliendo una suave y amorosa voz de su interior y tomando la mano del
- Mi tata, yo te perdono todo, todito, si tenés que morirte hacélo en paz, mi amá y
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Teniendo su mano aún estrechada por el amoroso jovencito y volviendo a ver los
ojos del clérigo español, Juan carbón solamente pudo decirle con su voz moribunda:
- Padrecito, acá te dejo a esta mujer y éste muchachito, cuidálo como si fuera tu
propio hijo.
Era tan normal durante la puesta del sol, ver sentados en las raíces de un viejo y
rojo malinche, a tres cristianos leyendo las sagradas escrituras. Donde estaba la
carbonera, ahora estaba la talabartería del pueblo, por cierto, llamada Talabartería
Alcalá. Allá, debajo del malinche, estaba el apuesto y cariñoso joven Abundio, su
El español que dejó su santo oficio, por otro oficio igual de santo y noble, ¡amar a
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Nunca más se hizo carbón en ese pueblo guanacasteco y poco a poco los viejos
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El mandadero de San José
Él, ese niño de doce años, conocía cada edificio de esa pujante ciudad, conocía
cada tramo del concurrido mercado central, cada calle, cada avenida. Realmente
conocía San José, la cual era una capital que contrastaba entre la bella arquitectura
Allá, después de pasar por la Penitenciaría Central rumbo a San Juan del
Murciélago (la cual fue alguna vez capital de Costa Rica), era tan común ver salir a
Saúl Barquero, el niño mandadero de San José. Tan temprano, tan diligente rumbo
con pantalón corto de ruedos maltrechos, con una camisa de tela tan ralita, con un
Ahí en la entrada de Tibás, siempre iba temprano, a veces con mucho frío, otras
veces sin probar bocado alguno. En su casa quedaba su enferma madre y sus
trabajando de liniero contrajo paludismo, la fiebre lo aquejó por tres noches hasta
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Temprano, iba el niño conocido como Chalú, iba descalzo, ilusionado, ávido,
diligente y al pasar por la casa de doña Vicenta Rodríguez, la noble mujer se dirigía
- Buenos días Chalú, tomá, aquí está tu cafecito y tu tortillita con este rico queso
amarillo.
- Buenos días doña Vicenta, ¡um que rico con lo que me gusta ese queso amarillo!
- Mirá, aquí están los apuntes para que los llevés al tramo de don Enrique y el de
don Aniceto, apenas los tengás te me venís derechito a dejarme eso. Tomá estas
- No papito ahí va todito, vea y esculque bien entre las papas y los tomates porque
- ¡Horitica vengo!
Saliendo, aun masticando el desayuno que le daba doña Vicenta, iba saludando a
todas las personas conocidas que iba encontrándose en los recién abiertos
comercios capitalinos. Al llegar al mercado central, era evidente el gran cariño que
mostraban por el niño, el cual se dirigía al tramo de don Enrique y don Aniceto y
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mandadero, y siempre echando los papeles con los apuntes en la bolsa de la lullida
camisa pues todo debían apuntárselo, pues Chalú nunca fue a la escuela, no sabía
era don Julio Acosta García, ahí por las calles y avenidas y esquivando carretas,
caballos, bueyes, autos y el tranvía; iba de acá para allá el mandadero de Tibás
conocido como Chalú. Iba buscando el sustento diario para su enferma madre y sus
hermanos, un niño de once años tirado a la calle y sorteando la vida, al amparo del
Era común verle en el mercado central de San José, salir de ahí con bolsas de
También era muy común verle en boticas como la Oriental, la Francesa o la Nueva,
Trejos.
había otros niños mandaderos que igualmente buscaban el sustento diario, ese niño
Chalú era diferente, era especial, tenía carisma, una avidez, un brillo en sus ojos
122
que era diferente. Nunca decía no, en ocasiones había ido hasta la Uruca, hasta
A veces, los domingos, se lo llevaba don Carlos Peralta para el parque La Merced
con tal que le ayudara a llevar las jaulas con jilgueros, setilleros, chorchas o rualdos
del Ferrocarril al Atlántico esperando la llegada del tren proveniente desde Limón,
para jalar en una vieja carreta, algún equipaje o pequeña carga que pudiera
aguantar y llevar. Al ser las tres de la tarde, bajo una llovizna fría y tenue, y al no
haber ningún carruaje que brindara el transporte, un hombre muy elegante, con
sombrero negro y zapatillas de charol, precisó de los servicios de Chalú para que
llevara las dos maletas hacia su casa allá en Paseo Colón. Se fueron caminando, el
y se perdieron a lo lejos allá por el Parque Morazán. Al llegar a la bella casa del
hombre en Paseo Colón, el niño bajó las maletas y las colocó en el bello corredor
de mosaico amarillo, esperó el pago del viaje, sin embargo, el hombre del sombrero
papel con unos apuntes, le indicó que fuese a la dirección anotada para traer unas
cosas que necesitaba de algunos comercios. Cuando Chalú tomó el papel, con
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- Es que… ¡yo no sé leer ni iscribir!
sólo me dice ónde hay qu’ir y yo entrego ahí el papel con el recáo.
al niño descalzo:
- Diay, nunca juí a la iscuela, que va, mi mita me mandó como de siete años al
mercáo pá hacer reales y poder comer, porque a papito lo mató una fiebre allá por
hacia Tibás, en una tarde fría de viento alisio, llegó a la maltrecha vivienda de
bahareque en donde vivía el niño Saúl, tocó a la puerta y saliendo la madre del niño,
le dijo:
124
- No señora, deseo hablar con usted sobre su hijo, yo soy profesor de literatura y
medio del humarascal que salía del improvisado fogón, divisó cuatro rostros
de oportunidades.
Al salir ese viernes de la triste escena familiar, el noble profesor, su esposa y sus
tres hijos, se dispusieron a enseñar a leer y escribir no solo a Saúl, sino también a
sus hermanos.
Era normal, dos veces por semana, ver llegar a Saúl con algunos de sus hermanos
a la casa del profesor en Paseo Colón. Ahí entraban como a las seis de la tarde, en
esa casa aprendían, cenaban, se vestían con ropas que quizás nunca tendrían. Al
por un hermoso caballo de origen andaluz, iban a dejar a los niños a su humilde
Años después, no se volvió a ver a Chalú haciendo mandados por San José, el niño
descalzo de Tibás no volvió por ese mercado central ni por los almacenes josefinos.
Dicen, que le vieron en 1951, siendo ya un hombre de cuarenta años en algún lugar
de Costa Rica; le vieron con su anciana madre. También, dicen que tenía Saúl un
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grandes letras -que el mismo Saúl había escrito- Almacén CHALÚ, verduras, granos
y abarrotes.
¡Ah y olvidaba contarles!, que también decían, que de los cuatro hermanos de Saúl,
dos son maestros y las otras dos hermanas están estudiando en la Escuela Normal.
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Aquel camino hacia el colegio
Había llegado al pueblo con su padre. Ese día, fueron como de costumbre, cada
dos semanas, a vender al comisariato el fruto del trabajo familiar, en la carreta iban
los sacos de frijoles y maíz, plátanos verdes, malangas y unos racimos de enormes
adentro del comisariato el padre cobraba los reales y compraba algunas cosas
Ahí estaba hipnotizado, perplejo ante lo que escuchaba, inmóvil. El niño Ramón
López dentro de la carreta y frente a él, en medio de una reunión político electoral,
estaba el orador, un hombre con mucho tacto para hablarle al pueblo, con palabras
que probablemente el niño no entendía, pero ante el estilo y la oratoria del político,
Luego de comerse unas empanadas de frijol con el tan ansiado refresco de cola,
padre e hijo regresaron hacia la parcela que estaba al pie de enormes montañas,
Era un trayecto con la carreta casi vacía, casi dos horas sorteando el camino,
otras veces, el sol era inclemente por lo abierto del paisaje. Ahí iban, padre e hijo,
paso pausado de los bueyes, las cinchas de las ruedas sacaban sonidos estridentes
127
de las piedras que iban majando. El padre, adelante, guiando la enorme yunta,
- Oiga pá, ¿quién era ese señor que estaba hablando ahí con todo ese gentío?
- Ramoncito, creo que ese señor es un mentáo Otilio Ulate, uno de esos políticos
- Sí pá, y vieras que cosas decía, hablaba de que hay qu´ istudiar pá salir de pobres
y pá mejorar la calidá de vida. Decía que los niños después de la escuela deben ir
- No mijito, es periodista, de esos que escriben las noticias en los periódicos, pero
pá eso hay que ser muy inteligente y nojotros que va, sólo pá el campo servimos,
Seguía el camino, Ramoncito iba pensativo, procesando las palabras del político,
dándole vueltas en su mente como un rumiante cuando come del verde pasto.
Al día siguiente de haber obtenido su título de sexto grado, en medio de las eras
rebosantes de tomate, Ramoncito con una voz algo temblorosa le dijo a su padre:
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- Pá mirá, yo quiero ir al colegio a istudiar, ¿usté me deja pá?
- Ay mijito, esas vainas son pá gente inteligente y culta, nojotros sólo sabemos de
- Pá, dejáme ir al colegio del pueblo, yo te prometo que voy a istudiar juerte, pá ser
- Mijito, pero vos estás loco, ¿cómo vas a caminar hasta el pueblo todos los días?,
- Vea pá, yo ya hablé con don Clemente Rodríguez, dice que él, cuando no ocupe
estos meses a sembrar chile y pepino, así consigo los reales pá comprarme las
hijo menor, al fin había sido el único de sus ocho hijos que le había propuesto
pequeño corredor de la vieja casa de madera y en medio de una leve pero constante
cilampa que bajaba desde la montaña, el padre llamó a Ramoncito para conversar:
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el camino muy bién, no sos miedoso y casi todos te conocen en el pueblo. Andá
- Pá, muchas gracias, yo quiero istudiar, quiero ser como aquel señor, el mentáo
Otilio Ulate.
dirigiéndose a don Emiliano Abarca, quien era el dueño del comercio, le dijo:
- Es que vengo a hablar con usté, vine a apuntar a mi hijo Ramoncito al colegio, él
quiere estudiar y la verdá yo lo voy a dejar venir. Pero quiero pedirle un favor, que
que la guarde aquí, allá atrás en el galerón donde guardan las bestias. También le
pido que si mijito ocupa algo pal colegio que se lo consigás, luego nos arreglamos
Ramoncito!
130
Ramoncito inició su curso lectivo en el colegio. Se levantaba a las cuatro de la
una perolita con arroz y frijoles, plátanos maduros, alguna cuajada, una tajada de
En un bolso hecho de tela, llevaba los cuadernos y un lápiz, en su corazón las ganas
Fueron cinco años de viaje por ese camino, desde marzo a noviembre, salía a las
hizo ese recorrido en la yegua de Clemente Rodríguez, y las otras veces hizo el
recorrido a pie.
Dos horas de ida y dos de venida, bajo el sol de la tarde, bajo la llovizna fría
inclemente, muchas veces se metía en alguna vivienda que estaba a orillas del
camino para esperar que pasara el torrencial aguacero. Fueron tantas vivencias,
camino con culebras, cuzucos, cherengas, tepezcuintles y algún que otro felino
Fueron cinco años de madrugar, de sentir frío, calor, hambre, cansancio; años de
fresco del bosque y de ser el mejor estudiante en ese colegio rural. En ese camino,
había gastado las suelas de los maltrechos zapatos o algunas botas de hule que
131
cuando regresaba-, a tomar el delicioso cafecito recién chorreado, que la anciana
Antonia Castillo le invitaba con un pan casero recién horneado en la cocina de hierro
fundido.
neblina, llegó a caballo, a la humilde casa de los López, el director de aquel colegio,
le dijo:
- Buenos días señor López, usted ya me conoce soy el director del colegio y quiero
sentados, con dos jarras de café, en unos bancos rústicos inició la conversación:
- Como director del colegio, quiero felicitarlo porque Ramoncito se va a graduar con
honores, desde que entró en la institución se ha destacado como uno de los mejores
estudiantes. Admiro su tenacidad y su gran admiración por las letras, se dirige muy
- Le agradezco sus palabras señor director, pero la verdá, ¿de qué le servirá todo
132
- Precisamente a eso es lo que he venido, yo este año me pensiono como docente,
me iré a vivir de nuevo a la capital de donde soy oriundo. He hablado mucho con su
hijo, él quiere estudiar leyes, me parece que tiene las condiciones para ser un buen
Tres Ríos.
Ese mismo noviembre, en una tarde esplendorosa, bajo el humilde salón de actos
del colegio, el joven Ramón Gerardo López Corrales recibió su título de bachiller en
Pasaron los años, el tiempo transcurrió, el mismo trajín de trabajo en aquella parcela
al pie de las montañas, la misma rutina de llevar los productos al comisariato del
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Cada cierto tiempo, por aquel pueblo alajuelense, entraba un lindo auto americano,
elegante hombre, el cual entraba al colegio y de aula en aula iba saludando a los
abogáo en la capital!
Al salir del colegio, el abogado cruzaba la calle para entrar al comisariato y alquilaba
una bestia. Evocando tiempos pasados, hacía el mismo trayecto por el camino que
daba hasta la casa de sus padres. Ahora no importaba el sol, la lluvia o lo agreste
del camino.
y a cada paso por las humildes casas que estaban en el camino, sólo se escuchaba
el saludo a lo lejos, ¡adiós licenciado que la vaya bién!, ante lo cual, el hombre se
quitaba el sombrero y respondía con una noble sonrisa. Al pasar por la vieja casa
de Antonia Castillo, sólo el recuerdo quedaba, pues la anciana había fallecido años
atrás, ¡cuántas jarras de café se había tomado junto al fogón con aquella noble
anciana!
las botas, se disponía a llenarse las manos de aquella misma tierra que otrora fue
el sustento que le dio alas para ser el gran abogado que era, el gran orgullo de esos
padres.
134
Por aquel camino al colegio, nunca olvidó Ramoncito de dónde había salido.
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135
Alma indomable
brincaba brioso, como el ganado del corral que estaba reunido en ese atardecer de
Un mes después, la mujer dio a luz su último hijo, un varón, el menor de ocho
retoños. En una noche de luna llena, en un marzo caliente, en una pequeña finca
Afuera, los bramidos del ganado anunciaban la llegada del niño, ¡como si fuera un
Fue creciendo Narciso, en medio del ganado, de los corrales, de los fieros trotes de
los caballos y las nubes de polvo bajureño. No le faltaba nada, era feliz y el más
Había crecido en una finca llamada La Chacana, que su padre Efraín Villegas -un
nicaraguense llegado a Liberia muchos años atrás- heredó de su abuelo. Esa finca
lo formó, le vio crecer, le dio el alma indómita que él tenía, le hizo libre, indomable
como ganado cimarrón que se pierde en el llano. El niño creció y se hizo un joven,
sin rienda, sin mecate que lo dejara quieto y entonces aprendió las artes equinas y
Cierto día siendo Narciso Villegas un joven de veinte años, le dijo su madre sentada
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- Hijo, ¿por qué no agarrás jundamento pué?, mirá todos tus hermanos están
casados y con sus familias y viven tranquilos acá en la finca, además, mirá que la
amorosa, le contestó:
La madre, le abrazó y le besó, era su hijo más amado, el cumiche como le decía
ella.
Cada dos veces al año, llegaba por esa región guanacasteca, un chino proveniente
desde Limón, vendiendo cuantos tiliches podía cargar en una carreta jalada por ese
caballo que alquilaba en Bebedero de Cañas. Narciso Villegas hizo gran amistad
con aquel oriental y de vez en cuando le acompañaba hasta Liberia en sus ventas
bananera, del ferrocarril y quería volar, conocer más allá de esas llanuras
polvorientas, irse como ganado cimarrón de su Guanacaste y... ¡ser aún más libre!
con aquel chino que sería su guía, su compañero de viaje. Le comunicó la partida a
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Solamente le dijo:
-Amá, pasáo mañana me voy con el chino, pá Limón, ya todo está planiáo.
Doña Plácida no dijo nada, sabía que nada lo detendría, lo conocía muy bien, sabía
que nadie le pondría rienda al novillo alegre. Solo un suspiro salió de su alma.
caballo bien ensillado, con sus aperos y su ropa en una maleta de cuero curtido.
ir a buscar al animal días después. Partió esa madrugada, en la casona una madre
Su mirada se perdió entre los trotes de los caballos y en el corral el ganado bramaba
¡Ay Dios mío, cuidálo porque sabés que no tiene jundamento, no se está quieto, ¡te
lo encomiendo Santísimo!
La faena del viaje fue fascinante para el joven Narciso. ¡Cuán impresionante le
pareció el ferrocarril desde Puntarenas a San José! Al llegar a la capital y ver las
calles josefinas, con sus autos y el bullicio de la gente, su alma solo brincaba de
Cuando los dos viajeros arribaron a la estación del ferrocarril al Caribe, entraron en
un vagón repleto del tumulto de la gente, tan solo quedaban tres asientos vacantes.
El chino se sentó más adelante y Narciso tomó un asiento hacia el pasillo, junto a
un hombre que llevaba varios libros y unas libretas entre sus piernas.
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Iniciado el viaje, Narciso Villegas no despegaba su mirada de la ventana de ese tren
- ¿Tenés frió?, ya estamos llegando a Cartago y aquí siempre se pone el clima así,
- Que vá… soy muy haragán pal frío, no estoy acostumbráo a ésto, es que soy
guanacasteco.
- Voy al puerto de Limón, con ese chino que va ahí adelante, ¿y oiga señor qué va
- Trato de escribir un libro, de mi vida ¡de mis experiencias de vida!... ¿querés leer
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- ¡Chóó!…, yo solo sé de ganáo y caballos! ni siquiera sé leer ni escribir, esas vainas
La conversación continuó, le pareció al hombre escritor, que debería hacer algo por
paisaje, la montaña y de repente todo se hizo verde, verde natural, musgo húmedo,
- Ha sido un placer joven, estoy para servirte, mi nombre es Carlos, quizás podamos
vernos por aquí de nuevo, me quedaré un tiempo, ando en unos asuntos y debo ir
Por fin el puerto de Limón, una nueva aventura, con ese paraje tan distinto a su
El chino llevó al joven Narciso, a vivir en una pensión que alquilaba desde muchos
años en el centro de Limón, muy cerca del parque Vargas, un hospedaje, de una
familia de apellido Patterson. A su llegada, fue recibido por la hija de los dueños, la
joven Rosa Patterson, una negra esbelta que tenía una figura admirable y con una
140
ternerón brioso, sin rienda, del cimarrón Narciso Villegas y desde ese encuentro, la
¡y le agarró la medida!
gustaba pescar en el mar con un tío de Rosa, el negro William, con quien hizo yunta
inseparable.
Poco a poco, se fue conociendo en esa zona caribeña, la fama del liberiano en las
artes equinas y taurinas, y le buscaban para realizar trabajos con el ganado de esa
con el apodo de caballón en esa región, porque era agreste, brioso como caballo
desbocado, pero su corazón era noble, sincero, humilde y parecía que comenzaba
a tener dueño, sí, su corazón - poco a poco- comenzó a tener lecho, remanso,
tranquilidad y descanso.
Aprendió a leer y escribir con la complicidad de la bella Rosa Patterson. Por las
tardes, la mujer quien era estudiada, carismática, inteligente y servicial, sacaba sus
Rosa, se placía por las noches en el parque Vargas de Puerto Limón, escuchando
las historias de Narciso de los llanos, llenos de ganado, de los trotes de caballos,
cenízaros, los malinches. Una noche de tantas, con la suave brisa del Mar Caribe
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- Narciso, lleváme a Guanacaste, quiero conocer a tus padres, las llanuras, las
pozas cristalinas de esos ríos, ¡pero quiero que me llevés como tu señora!, volvé
Narciso tan solo escuchaba, la miraba, no expresó nada, sólo la miraba y un suspiro
a la brisa caribeña.
ufano, en la lejanía del llano se veía un polvazal, eran dos bestias con lento trote.
misma banca de laurel negro y a lo lejos pudo ver la silueta de su hijo amado, su
Patterson y con ellos sus dos hijos, tan negritos como su madre, de cinco y siete
años. Venían cansados del viaje, polvorientos, con hambre y sed, pero venían con
¡Esa negra preciosa, la limonense de Rosa Patterson, pudo domar el espíritu brioso
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Y se arraigaron ahí, en ese Guanacaste.
En las tardes de época seca, junto a sus dos negritos y su negra amada, en la
misma banca de laurel negro, Narciso Villegas leía un libro que su amigo -aquel que
Ahí, debajo de un frondoso malinche, Narciso leía en voz alta ese libro, entonces,
YUNAI.
Esa tarde de su regreso, fue una tarde guanacasteca, preciosa y calma, de1948.
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Retazos por avenida diez
la ciudad capital. La menor de las tres hijas, tenía una condición especial, pues
caminar le era muy difícil, presentaba una enfermedad en sus huesos que hacía
cada vez más difícil su movimiento. Ahí quedó la madre de treinta y cinco años con
sus tres hijas, su humilde vivienda, unos maltrechos muebles y una vieja máquina
de coser -de pedal mecánico- que su abuela le heredó cuando tan solo era una
Un empresario cercano al barrio Bolívar, le regaló una silla de ruedas para su hija,
¡que alegría trajo ese obsequio! Esa silla -dos veces por semana- era también el
medio de transporte para llevar las colchas, tapetes, delantales, cobertores, fundas,
y cuanta costura pudiera vender por aquella larga avenida diez en San José. De
casa en casa y entre los comercios, iba ofreciendo sus costuras para lograr el
sustento diario de sus tres amadas hijas. A veces, no le quedaba otra opción que
también llevar a su hija menor en esa silla de ruedas cargada de mercadería. Cuán
parte de sus trabajos entre los pacientes choferes que esperaban el combustible.
Luego, caminando más hacia el este por esa avenida, una deliciosa ensalada de
frutas de la soda Castro, era casi siempre, el regalo perfecto de algún samaritano
para la dulce niña que iba sentada sin moverse en la silla de ruedas. Muchas veces,
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estuvo esa madre tan temprano en la industria Mil Colores, para recibir de un
incandescente. Día y noche, sacando el mejor corte en esos retazos regalados, para
luego ir por aquella avenida diez, a veces con el sol extenuante y otras veces con
la lluvia y el frío tiritante. La vieja casa del barrio Bolívar estaba llena de retazos de
amor, había unión, trabajo, sencillez y calidez. Así, las dos hermanas mayores
En alguna parte de San José, casi treinta años después, se veía sentada a la mujer
ya anciana, dentro del negocio familiar. Sus hijas mayores lograron el sueño de la
aquella larga avenida diez. Adentro, los retazos, las máquinas modernas y las
negocio, hacia la derecha, se podía admirar una reliquia, la máquina de coser que
en una pequeña placa metálica decía 1911. Más adentro, una enorme fotografía
Ese retrato, era de la dulce hija menor, la misma de la silla de ruedas, que murió en
la vivienda del barrio Bolívar en una soleada mañana mientras su madre iba
sudorosa, vendiendo las costuras, ¡aquellos retazos de amor, por avenida diez!
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Siempre mirando al mar
Él, un pescador artesanal, dejaba sus horas amando al mar, para ella él era como
un barco que algún día vería partir, sólo esperaba el momento en que las olas lo
océano. En su vieja panga de cabotaje existía un extraño romance que a él... ¡lo
Ella solamente le miraba desde la playa, sabía que jamás lo tendría arraigado en
tierra firme porque su alma nació en sincronía con el vaivén del mar. Y es que así
penumbra, -en aquella misma panga- la madre dio a luz a Porfirio Guadamuz. Ahí
nació de noche, creció de noche y como él decía, ahí mismo se uniría a su mar...
¡de noche!
- Porfirio, venite conmigo pá' Esparta a la finca de papá, yo te quiero... ¡vos lo sabés!
Era el suplicio de su amada, que cada tarde se escuchaba en esa playa mientras el
- Porfirio venite pá' Esparta... ¡ahí te queremos!, hagamos una vida juntos.
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Desde la playa, los gritos de la joven enamorada se disolvian como la espuma
marina que moría en sus pies. A lo lejos, casi imperceptible, se alejaba el hombre,
el hijo del mar. Dos gaviotas sobre su cabeza... ¡eran sus centinelas! En la más
oleaje.
Tres días después, una pequeña embarcación pesquera divisó la panga maltrecha
Esa misma panga, vio nacer al hombre de noche, le vio crecer de noche y se lo
entregó al mar también de noche. Solamente, ¡se lo devolvió al mar que lo reclamó!
En la playa, su amada aún le esperaba para llevarlo a Esparta, para amarlo en tierra
Cada tarde, en alguna playa del golfo de Nicoya, la mujer espartana -ya de
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Angustias cafetaleras
El valor monetario del grano estaba por el suelo, los mercados europeos habían
fijado un nuevo precio para la cosecha costarricense. Los grandes oligarcas,
Esas palabras, salieron como un lamento evocado hacia la nada, por el camino
bajando la montaña. Ahí venía con su yunta de bueyes, su carreta llena de sacos
sacos de maíz y algunos de frijoles, para dejarlos en el comisariato del pueblo. Ahí
venía bajando, lento, con cuidado, en medio de los cantos de pájaros mañaneros y
de una brisa norteña que corría moviendo las enormes copas de los árboles de poró,
dispuestos en el camino.
Lamento, paso pausado, carreta llena de cosecha, la larga vara guiando a la yunta,
con su color rojo opaco. Eran casi cuatro kilómetros bajando la pendiente desde su
rancho, en medio de un camino de barro colorado. Había que saber guiar muy bien
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a la yunta bajando hacia el pueblo. A la izquierda eran unos paredones como
cortados a noventa grados, a la derecha, eran unos guindos que daban hasta el río.
Atrás en la montaña, estaba su pedazo de cielo, su rancho, las cuatro vaquillas, sus
dos caballos, las matas de café que llegaban hasta la quebrada y la milpa hacia la
loma. Adentro del rancho, estaban sus amores, su esposa la puriscaleña Flora
Ya casi no tenía insumos para labrar la tierra. En el comisariato todo había subido
tan mal. Su única esperanza estaba puesta en unos reales que le debía desde hace
seis meses don Misael Urbina, a quien le había vendido un maíz para que vendiera
A las nueve de esa hermosa mañana, Feliciano Rodríguez llegó al recibidor del
beneficio, como de costumbre cada vez que entregaba su café llamó al encargado,
- Es que ha estáo dura esa repela y necesitaba llenar toiticos los sacos.
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- Mirá d´una vez, pá que sepás, se está pagando el saco más bajo que el último
- Diay Feliciano, supuestamente al patrón le están pagando menos reales por cada
saco de café, eso escuché decir al mandador, que en Europa por la guerra, bajaron
- Diay ñor Ulate, ¿qué me queda?... ¡no los voy a llevar de vuelta pá trás!
maíz que le había vendido tiempo atrás. Preguntó por él, pero no le halló. Le buscó
más hacia adentro del beneficio, hasta que encontrándose al joven Ricardo
Ballestero, le preguntó:
- Diay ñor Feliciano, ¿usté no sabe?... ñor Misael se jué pá la capital, a vivir con su
familia. Dicen que ese confisgáo se compró una casa allá por onde llaman Currirabá
o algo así.
- ¡Cochino ese!
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Luego de recibir la paga del café entregado en el beneficio, Feliciano se enrumbó al
del comisariato, empezó la negociación de los sacos para tratar de obtener el mejor
precio posible. El regateo fue intenso, el dueño del comisariato era hábil
comerciante. Los productos importados habían subido aún más su precio, las palas,
A las tres de la tarde, con siete tragos de aguardiente en su sangre, iba subiendo
hacia la montaña, Feliciano Rodríguez. Con la carreta vacía, tan solo llevaba unas
candelas, una docena de fósforos, cinco libras de arroz, tres libras de avena, y dos
amarrada en su faja de cuero, iba una bolsa con treinta confites, unos confites
por sus tres hijas, cada vez que llegaba su padre, de regreso del pueblo.
Ahí, iba subiendo hacia su rancho, paso lento, la yunta sentía liviana la carga, iban
-aunque de subida- más ligera. La tarde era fría, el viento traía una cilampa desde
insensible la piel, y como hablando con el viento, iba diciendo por el camino:
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En la lejanía se veía el rancho de madera, la humeante chimenea anunciaba que
estaría listo aquel café chorreado de su propia molienda casera. Él, amaba su
pedazo de cielo, sus vaquillas, sus dos caballos, a su inseparable yunta de bueyes,
su milpa, sus matas de café y a sus cuatro hermosas mujeres. Entró en su rancho,
iba a ser las cinco de esa tarde tan fría y el humo del café que lo llenaba todo por
aquel lugar, le hizo suspirar al mejor estilo del campesino costarricense. En ese
momento, entregando la mágica bolsa a sus niñas de ojos brillantes, las penas y los
Las angustias se agravaron, los precios de las importaciones subieron y el valor del
economía costarricense.
Un año después, llegó por el rancho de Feliciano, un mandadero del dueño del
- Dígale que Misael Urbina está en el pueblo, llegó anoche, trajo de San José dos
- Tá bien le diré, pero papito, entre a tomáse un cafecito con un pancito de elote que
tengo en el fogón.
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Esa tarde, al regresar Feliciano, del bajo por la quebrada, su esposa le entregó el
mensaje. El hombre salió frente al rancho, miró fijo hacia la lejanía llena de neblina
Flora:
- Mirá mujer, mañana por la mañana iré al pueblo, voy a cobrále esos reales a ese
- Aprovechá y lleváte el rifle, ese condenillo ya no sirve pa´ naida, hoy mientras
hizo naida.
cambiarlos por algunas cosas que trajera de la capital. Un extraño silencio invadió
en los lomos del equino, y el maltrecho rifle a un lado de la rústica montura. Sentía
Ese día, al ser las doce del meridiano, encontraron muerto a Misael Urbina. Con un
de un chiquero que estaba en las afueras del pueblo. Todas las sospechas cayeron
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en Feliciano Rodríguez, el rifle lo había dejado en el comisariato y luego huyó a la
montaña. El resguardo, llegó al rancho de Feliciano al ser las cuatro de esa fría
tarde, nada se pudo hacer, no había justificación. Todas las sospechas recaían en
el hombre, que meses atrás había dicho en el comisariato que se cobraría la deuda,
a como diera lugar. Flora Ureña y sus tres hijas lloraban desconsoladas, la esposa
jamás lo podía creer, jamás pensaría que su hombre, ese campesino sencillo y de
buen corazón, tuviera el valor de hacer esa afrenta terrible, y menos con el
maltrecho rifle.
Feliciano Rodríguez estuvo en una prisión de la capital por casi un año, esperando
atónitos, habían quedado los lugareños ante el hecho punible. ¿Fue tanta la
Misael Urbina, por la deuda de aquellos sacos de maíz? ¿Acaso ese día en la
mañana, discutieron por esa deuda, y no le quedó otro remedio a Feliciano que
disparar su maltrecho rifle?, ¿no estaba el rifle con algún daño y por eso lo había
judiciales.
Rodríguez fuera apresado, en una muy fría tarde, frente a su rancho le vieron llegar.
Sucio, lleno de barro colorado en sus zapatos y pantalón. Estaba mojado, haraposo,
cansado de subir caminando por la montaña. Llegó solamente con su viejo rifle que
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había recogido en el comisariato, y debajo de su mugrienta camisa, bien amarrada
en su faja de cuero, iba una bolsa con treinta confites, redondos, policromáticos y
Diez días atrás, un hombre de San José lo había confesado todo. Confesó el crimen
de Misael Urbina. Fue él, quien le había propinado aquel disparo en el pecho, con
como decían por el pueblo- en un negocio capitalino con el ahora confeso homicida,
el cual siguiéndole desde la capital, le dio muerte ese día en una disputa detrás de
aquel chiquero. Todo estaba ahora claro. ¡El confisgado del Misael Urbina, era un
Esa noche, sentado en la humilde mesa de su rancho, un olor delicioso a café recién
puriscaleña.
tierra, a las tres hermosas niñas, saboreando los mágicos sabores que habían
Esa noche en el pueblo, durmieron felices los lugareños, de saber que el querido
hermosas mujeres.
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