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LETRAS DE TIQUICIA

30 CAUTIVANTES CUENTOS COSTARRICENSES

Bagaces-Guanacaste

Escritos por el profesor Christian Mauricio Pérez Vargas


MAURICIO PERVA

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Memorias del negro Thomas

En una sabrosa hamaca, que se mecía con la complicidad del suave viento

caribeño, una tarde de marzo el negro Thomas les contaba una historia a dos de

sus nietos. Los jovencitos, también negros como su abuelo y sus ancestros,

escuchaban fijamente, sentados en la arena aún húmeda por los besos de las olas

caribeñas.

La playa se extendía ufana entre el bello color del Mar Caribe y los cocoteros que

parecían inclinarse evocando un saludo. El negro Thomas, -hombre de noventa

años- repetía esa misma historia a sus nietos, a ellos les encantaba disfrutar del

relato en la ronqueta voz que salía del abuelo. Era una preciosa tarde de 1953.

Desde la sabrosura de aquella hamaca, contaba ese hombre cómo su padre y

también su abuelo le contaron la misma historia a él, historia que quizás fue

cambiando con el paso del tiempo.

Así les contó:

Ah tiempos sin memoria, cuando decía mi abuelo, que a su abuela la trajeron a

trabajar allá por Guanacaste, a unas haciendas de ganado. Y como decía él, que el

negro no arribó primero a Limón para hacer la línea férrea, ¡no que va!, nos trajeron

primero a doblar duro el lomo en esas polvorientas llanuras. Precisamente a la

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abuela de mi abuelito, la pusieron de cocinera entre tantos sabaneros. ¡Si supieran

los guanacastecos el gran aporte cultural que les hemos dado nosotros los negros!

Contaba abuelito, que su abuela llegó desde el reino del Congo en África, y ahí entre

llanuras y ganado sufrió el maltrato y desprecio de los hacendados. Según decía él,

que, mondongo, timba, malanga, ñame, mandinga, panga, matamba y candanga -

como abuelo le decía al diablo-, son palabras que los negros trajeron desde África

en esa época colonial, y vea que cosas, se quedaron en el lenguaje costarricense.

También contaba abuelito, que la marimba y el quijongo fueron instrumentos

musicales de rasgos africanos… ¡hasta decía que aquella parrandera guanacasteca

y los bailes típicos, tienen influencia de los alegres bailongos que hacían los negros

en las noches de luna llena! Ah... es que nosotros armamos un bailongo de la nada.

En medio del relato que contaba el negro Thomas, uno de sus nietos, más abajo

sentado en la arena, le preguntó:

- Abuelito, ¿cómo llegaste aquí a Costa Rica?

El hombre de noventa años, con sus ojos cansados, dejó salir una sonrisa de ironía,

y le contestó:

Mijito, yo no llegué aquí, yo nací en Costa Rica por donde llaman Puntarenas. Ahí

nací en 1863 y papá me trajo a mí y a mis hermanos a Limón para trabajar en la

línea del ferrocarril, yo tenía -recuerdo muy bién- veinte años. Fue aquí, que conocí

a la mujer que amé, a la negra de mis amores que llegó desde Jamaica en un vapor

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repleto de hombres, mujeres y niños. Yo los veía llegar, y también fui testigo del

maltrato que les daban los de la Rail Company y de la Yunai. Ella me enseñó un

poco de inglés y de nuestra fe bautista; yo le enseñé un poco de español y la cuidé

toda su vida… siempre la cuidé del maltrato de aquellos empresarios. Recuerdo las

cocinadas que se daba su abuelita en aquel comisariato cuando vivimos en

Siquirres y de tantas veces que llevando aquellos pesados rieles, yo me enredaba

entre tanta culebra que había en el monte. Yo mismo vi morir al negro Sherman

cuando lo picó una bocaracá, pero también vi cuando morían mis amigos de malaria

o paludismo, todo porque los empresarios no tenían un dispensario con suero

antiofídico y la necesaria quinina. ¡Que tiempos aquellos!, eran duros, recuerdo

cuando trabajé en la bananera y el sábado nos pagaban con cupones para

cambiarlos por cosas y comida en el comisarito de la Yunai, solamente ahí

podíamos comprar, y a veces las filas eran tan largas que cuando uno llegaba….

¡todo se había terminado! Esa semana se pasaba a puro banano y yuca.

- Abuelito, entonces ¿nosotros tenemos sangre costarricense y también

jamaiquina?

- Así es mijito, eres negro africano llegado a Guanacaste en la época colonial y

negro jamaiquino que vino a la construcción del ferrocarril y a la siembra del banano.

Eso mismo eres.

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Cuando terminó el negro Thomas de contar sus memorias, una sonrisa de inocencia

se trazó en los rostros de esos nietos. Al incorporarse sobre sus pies, uno de ellos,

el mayor -tan ávido de conocimiento- dijo con voz de alegría:

- ¡Abuelito!... es negra nuestra piel del orgullo, del trabajo, del sacrificio y de traer

progreso a este país, como roja es nuestra sangre y blanca nuestra alma, como el

mismo espíritu humano que nos ha visto nacer.

El abuelo, sentado en su hamaca, se reía con aquellas palabras de su nieto.

A lo lejos, los dos muchachitos corrían de orgullo, ufanos de su cultura afrocaribeña,

corrían a jugar con las olas.

Más atrás en el rancho, la madre de los muchachitos, una preciosa negra de cuerpo

esbelto, le llevaba a su padre -al negro Thomas-… ¡una perolita con sabroso rondon

y un poco de rice and beans!

Es este cuento, un pequeño homenaje a la cultura afrocaribeña costarricense, que

ha forjado patria desde la época colonial y que hoy enarbola el estandarte de su

espíritu, en el territorio nacional.

¡Honor a quienes honor merecen!

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5
¿Quién mató al peletero Cristóbal Viales?

En una cureña jalada por bueyes, esa noche llegó el cadáver de Cristóbal Viales a
su pueblo natal, allá, en algún lugar de la bajura santacruceña. El hombre era el

peletero de esa localidad, nadie sabía trabajar el cuero de los animales mejor que

él.

En el mismo galerón en donde el hombre de treinta años trabajaba la piel del

ganado, le dispusieron para que llegasen a verle. El ataúd recién fabricado, olía a

cedro fresco, a víscera y a misterio criminal. Poco a poco fueron llegando los vecinos

de ese pequeño pueblo, entre sabaneros y cocineras de la hacienda ganadera.

Unas banquetas de madera de pochote sirvieron para alojar a propios y extraños

alrededor del ataúd. Al lado del galerón, en el humilde rancho, una madre

desconsolada lloraba a su hijo.

¿Qué había sucedido?

Dos noches atrás, Cristóbal Viales salió de cacería como era su costumbre, lo hizo

en solitario. Siempre tomaba el trillo hacia el río y desde ahí bajaba hasta las caletas

en donde encontraba a los venados bebiendo agua fresca. Esa noche hizo el mismo

recorrido. Salió de su rancho por el solar, tomó el trillo hacia el río, la florecilla

amarilla lo ocultó en la lejanía hasta llegar a la poza llamada Los Nancites.

Precisamente ahí -en esa poza- se encontró la carbura que llevaba el hombre,

guindada en una horqueta de un aceituno. Luego siguió su camino por la orilla del

río, el hombre cruzó a la otra orilla -por donde llamaban Guapotalillo-, ahí,

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encontraron su viejo rifle guindando en una horqueta de un árbol de espavel.

Cristóbal Viales siguió su camino hacia las caletas, bajó agarrándose de algunas

ramas y bejucos -así lo mostraban las pesquisas- hasta que llegó al sitio en donde

tomaba agua el venado. En ese lugar, se encontró su afilado machete guindando

en una horqueta de un madroño, machete limpio, sin un rastro de sangre. Toda la

escena se iba gestando a la orilla del río. Al llegar a las caletas, donde tomaba agua

el venado, comenzaba la escena del crimen que causaba náuseas y estupor.

En ese sitio, en donde tantas veces cazó a los venados de un certero tiro, al hombre

peletero lo destazaron como ganado bajureño. Lo encontraron en esa mañana de

octubre de 1925, tirado boca abajo en el suelo, metido hasta las rodillas en el río,

con sus manos atadas hacia atrás con una coyunda de su mismo cuero. El suelo

estaba aún húmedo por la mezcla de sangre y lluvia. A un lado del cadáver, en una

pequeña caleta oscura, el olor de las vísceras esparcidas y a materia fecal era

insoportable. Sus entrañas fueron tiradas en esa caleta como alimento para los

coyotes.

Dos sabaneros lo encontraron en esa mañana cuando iban para la hacienda,

apenas el alba le daba el saludo de despedida a la noche. Al darle vuelta al cuerpo,

sus rostros se pusieron pálidos, amarillos como aquella florecilla bajureña; no lo

podían creer, era el mismo peletero del pueblo, Cristóbal Viales. Hacia abajo de su

pecho, un enorme agujero había dejado salir todas las vísceras, sus mismas

entrañas. Su miembro y sus testículos colgaban de una horqueta de un árbol de

quebracho a orilla del río, como evocando un trofeo mortuorio. El resto de su cuerpo

estaba intacto, sin rastro de forcejeo. A un lado del cadáver, había una fina piedra

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cuadrada, con rastros de haber pasado por ahí el filo de un cuchillo, como alistando

el arma para destazar a su presa. El sigilo con que se hizo aquella barbarie, no tenía

parangón.

¿Quién pudo haber cometido tan horrible crimen?, ¿por qué la carbura, el viejo rifle

y el machete envainado fueron encontrados tan bien puestos en las horquetas?,

¿quién odiaba tanto al peletero para darle tal tipo de muerte?

Fueron tantas las preguntas que se hicieron en esa mañana los miembros del

resguardo y los mirones que llegaron a la dantesca escena. La noticia corrió por

aquellos sitios como corre el ganado cimarrón por la bajura... ¡velozmente!

Cuando Cristóbal Viales llegó a la poza llamada los Nancites, desde ahí comenzó a

sentir que lo seguían, pudo captar una extraña presencia en el llano, como un viento

sigiloso que había llegado del llano. La escena era un completo misterio.

Regresando al viejo galerón donde velaban los restos del peletero, una anciana

hacía una plegaria en forma de rezo con un enorme crucifijo de madera de cocobolo

en sus manos. Al fondo, afuera del galerón, en la oscuridad donde Cristóbal Viales

cortaba y curaba el cuero, estaba de pie la enigmática Salvadora Duarte, una mujer

de setenta años, curandera y supersticiosa del pueblo -decían que era media bruja-

, solamente miraba desde ahí la escena, precisamente sus ojos estaban fijos en

cuatro personas que podrían haberle dado muerte a Cristóbal Viales. Quizás los

augurios se lo habían mostrado. Desde esa oscuridad, analizaba quién lo habría

matado.

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¿Quién pudo haber cometido aquel crimen?, ¿acaso el peletero tenía problemas

con alguien del pueblo?

Cuatro personas llegaron esa noche al velorio, cuatro extraños en ese pueblo,

llegaron vestidos de negro luto, nadie los conocía y era precisamente a ellos a

quienes tenía en la mira, en esa noche, la supersticiosa mujer de Salvadora Duarte.

Veamos quiénes eran, las cuatro personas extrañas en el velorio del peletero.

Ángel Carrillo, era un hombre cincuentón, bien entero y macizo. Era herrero en una

hacienda ganadera en La Cruz y un católico ferviente. Tenía una hija encantadora

de dieciséis años y unos meses atrás la encontró en los brazos de Cristóbal Viales

debajo de un matapalo, en acto consumado. La deshonra se dio a conocer en su

pueblo y el padre -enfurecido- le dejó ir un machetazo que aquel lo capeó

hábilmente. Había dicho a Cristóbal Viales que se vengaría de aquella afrenta a su

familia. Era muy explosivo y no controlaba su carácter.

Vicente Briceño, un terrateniente nicaragüense de sesenta años. Era aún un hábil

cazador, delgado, bajo de estatura, callado y muy sigiloso. Tenía en la casona de

su hacienda una colección de rifles y cruces en maderas finas. De joven, fue el

capador de ganado en una enorme hacienda nicaragüense en Rivas. Un año atrás,

llegó un rumor a su hacienda en Nicoya. Decían que un peletero santacruceño

llamado Cristóbal Viales, andaba enamorando a su esposa, a la bella liberiana de

cuarenta años. El hombre nicaragüense notaba algo extraño en la mujer y las

pesquisas le iban dando la razón al rumor que se paseaba por esa hacienda.

Vicente Briceño pensó en tomar venganza, pero seguía callado, sigiloso y analizaba

cómo consumarla. Él, le juró a su conciencia tomar venganza. El sigilo era su arte.

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Edelmira Recio, una mujer morena de esbelto cuerpo de cincuenta años,

comadrona de un pueblo que distaba a tres horas a caballo de donde velaban al

peletero. Tenía una hija de veinte años a la cual Cristóbal Viales enamoró y dejó en

la puerta de la ermita vestida de novia. Nunca llegó el hombre, se escabulló como

un venado entre la caleta. La mujer gritó enfurecida, -en esa misma puerta de la

ermita- tomar venganza para el peletero por no casarse con su hija. Era mujer

caprichosa, valiente y vengativa.

Francisca Quirós, bella mujer, morena, cargaba ya su treintena de años. Estaba

enamorada perdidamente del peletero Cristóbal Viales. Era hija de un rico

hacendado ganadero por la región de Filadelfia, sabía como ninguna otra mujer el

arte ganadero y equino. Ella sintió la indiferencia y el dolor en el juego amoroso al

cual le hizo caer Cristóbal Viales. El peletero le hirió su corazón, lo había lazado y

vaqueteado como joven novillo inocente. Por eso mismo, ella gritó a los cuatro

vientos vengarse algún día. Disponía del dinero y el valor para hacerlo. Los celos la

cegaban.

Sabía muy bien Salvadora Duarte -esa noche del velorio-, quiénes pudieron haberle

dado muerte al peletero. Desde afuera, miraba a las las personas que pudieron

haber cometido tan espeluznante crimen. Para el resto de los pueblerinos, aquellas

cuatro visitas eran unos extraños más. Eran cuatro asistentes en aquella triste

jornada mortuoria, cuatro individuos que tomaban café, que se santiguaban e

incluso que rezaban con el resto de los presentes. Hasta osaron llorar con el gentío.

Salvadora Duarte veía muy bien los gestos de tres -de aquellos extraños-; risas

sarcásticas entre dientes, miradas burlescas, temblor en sus manos y unas

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pequeñas gotas de sudor bajando de sus frentes. Solo una persona, de aquellas

cuatro, se mantenía infranqueable frente al cadáver del peletero.

Las cuatro personas distantes unas de otras, como queriendo pasar desapercibidas.

Eran cuatro potenciales victimarios en aquella dantesca noche del crimen, parecía

como si disfrutaran de ver al peletero en ese ataúd.

Al ser las diez de la mañana del día siguiente, el cortejo fúnebre se enrumbó al

pequeño panteón por el mismo camino que minutos atrás había pisado el ganado.

Un desfile de sabaneros, iniciaron el recorrido, iban sentados en las mismas

monturas y albardas que el ahora muerto había fabricado. Dos mujeres llevaban

cada una, una cruz de púrpura resplandeciente de madera de nazareno.

El sol guanacasteco de esa mañana, hacía insoportable el olor cadavérico, los

pañuelos fueron necesarios para despistar el hedor putrefacto. Al pasar frente al

rastro (lugar del destace de ganado para la carne del pueblo), un corpulento hombre

llamado Ubaldo Sandoval, afilaba un enorme cuchillo en un molejón a la orilla del

camino. A su lado, varios perros disputaban las tripas de un torete recién sacrificado.

El miembro y los testículos del torete, guindaban en la horqueta de un horcón de

níspero, a vista de todo el cortejo fúnebre.

El hombre destazador, Ubaldo Sandoval, no se inmutó ante el paso del féretro y

siguió afilando su cuchillo en el molejón… ¡al fin y al cabo nunca le simpatizó aquel

peletero jactancioso de Cristóbal Viales!

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En aquel cotejo fúnebre, tres de los cuatro extraños caminantes en algún momento

cruzaron miradas con Ubaldo Sandoval, el hombre del rastro que afilaba su cuchillo

en el molejón. Solo uno de ellos se mantuvo infranqueable.

Mientras el cortejo fúnebre seguía su camino, todos se preguntaban… ¿quién mató

al peletero Cristóbal Viales?

Alguien lo sabía.

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Osadía, en el cafetal

La ventana de esa casa de hospedaje siempre quedaba abierta por las noches
sabatinas. Afuera, estaba Teodoro Valerio con su guitarra dispuesta para la

serenata, había llegado -en el último año- cada sábado por la noche por entre el

cafetal. Adentro de la casa de hospedaje nadie salía, mientras, las notas de la

guitarra enamoraban el aire nocturno de aquella hacienda cafetalera llamada La

Margot, en Turrialba. En la entrada de la casa de madera, un almanaque dispuesto

en la pared iba matando a los días inocentes de ese mes de febrero de 1954.

Un mes antes, en una soleada tarde, salió de la locomotora una esbelta mujer y

caminando desde el centro de la ciudad de Turrialba se le vio llegar por la hacienda

cafetalera a la negra colombiana. Solitaria, tan solo con una maleta en su mano

derecha, un sombrero rojo y el bello vestido color blanco que contrastaba

perfectamente con su negra y exquisita piel. Un vientecillo imprudente le venía

levantando la prenda para mirar de reojo la hermosura de sus esbeltas piernas… ¡y

más allá!

La negra caminó rumbo a la Margot, lo hizo sin prisa, iba buscando un canasto más

entre los casi doscientos que se disponían cada mañana en la recolección del grano

maduro por esos cafetales. Al llegar a la hacienda, jamás pasó desapercibida, pues

la silueta que dibujaba el vestido, provocó las miradas más extravagantes entre la

peonada cafetalera. Entonces Teodoro Valerio… ¡no perdió tiempo!

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Esa misma tarde, la hermosa negra de veinticinco años conoció la hacienda en

compañía de Valerio. A la mujer le impresionó el espléndido beneficio repleto de

sacos del grano listo para ser procesado. Teodoro Valerio, hombre muy joven de

tan sólo diecinueve años, apuesto y galán, quedó atado a los encantos libidinosos

de la negra. Esa misma noche, saliendo por entre el cafetal, llevó la primera

serenata a la casa de hospedaje. El hombre sabía cantar, entonaba bien con su voz

y hacía perfecta dualidad musical con su amiga de cuerdas metálicas. Cada sábado,

cuando el cansancio y el sueño llegaban a la casa de hospedaje, Teodoro Valerio

salía por entre el cafetal y se disponía en la misma ventana abierta, lanzando notas

y acordes para enamorar a la hermosa colombiana. Luego de la jornada musical, al

terminar la serenata del joven enamorado, un silencio con aroma a café se

apoderaba del lugar, siendo tal la calma sonora, que se podía escuchar la savia

vegetal penetrando los cafetos maduros.

La negra nunca se asomaba a la ventana, solamente, sentada en su camastro

escuchaba el cortejo musical. Su rizado y largo cabello estaba alborotado cada

noche, mas no lo peinaba, ¡jamás lo hacía!, recordaba las palabras de su abuela

allá en su remoto pueblo del Caribe colombiano… “hija, no retrases a los que viajan

peinándote en tu cama”. Pero en la hacienda La Margot, nadie viajaba por esas

noches.

Es extraño el designio de la llegada de la colombiana a Turrialba.

El día que arribó a puerto Limón le vieron de la mano de un elegante hombre vestido

de lino fino, blanco y pulcro. El hombre le ayudaba a bajar del barco. También el

mismo hombre le ayudó a abordar la locomotora.

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La negra, nunca mencionó su nombre estando en la Margot, solamente le decían…

¡la colombiana! Había en ella un misterio solapado, algo insondable, indescifrable

que llevaba por dentro. Estuvo un año completo en tierras turrialbeñas, escuchó

tantas serenatas de Teodoro Valerio, pero nunca se enamoró del hombre, ni

siquiera salía a recibirle. Parecía inmune a los encantos musicales del peón

cafetalero.

¿Por qué extraño designio llegó esa mujer colombiana a Turrialba?, nunca se supo.

Nadie la conocía, era mujer de poco hablar, muy reservada y parecía que cada

noche extrañaba a un amor fatídico, un amor como el del joven Teodoro Valerio, un

amor fatal, el cual nunca supo que la negra lo amaba.

Un sábado, cuando el almanaque en la entrada de la casona de hospedaje marcaba

el mes de febrero de 1955, se marchó la colombiana. Ese día, muy de mañana,

cuando el alba desvestía con sus manos a la noche, la negra esbelta salió con su

maleta rumbo a la estación del ferrocarril. El mismo hombre vestido de lino fino

recibió a la mujer en puerto Limón y fue ese mismo quien le ayudó a subir al barco

rumbo al remoto pueblo del Caribe colombiano.

Teodoro Valerio le llevó serenata esa noche -como era su costumbre desde un año

atrás-, era sábado y por entre el cafetal se le vio salir.

Esa noche, la ventana estaba cerrada. Al disponerse a tocar su repertorio, una mujer

ya entrada en años abrió y se asomó por la ventana. Sorprendido, Teodoro Valerio

escuchó hablar a la mujer con una voz muy baja:

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- La negra se jué… ¡se jué pá siempre!, anoche me lo contó todo.

El hombre asombrado, le hizo señas a la mujer para que saliera y así pudieran

hablar más retirados hacia el cafetal. La mujer salió.

- ¿Y pá ónde se jué la colombiana?

- No lo dijo, pero se jué pá siempre. Está enamorada la

condenilla… ¡eso sí me lo dijo!

- ¿Y de quién está enamorada esa ingrata?

- ¡De un dijunto!... pero me dijo que él nunca lo supo, murió sin saber que la negra

lo amaba.

- ¿Cómo así, que de un dijunto?

- Así es, de un dijunto. Hace cuatro años le mataron a su amor en su pueblo

colombiano, su pueblo natal. El hombre fue asesinado a cuchilladas por dos

hermanos… ¡me contó que le sacaron toiticas las tripas! Ella me dijo que lo mataron

por error, por una mentira descomunal. También me dijo llorando, que esa mañana

en el pueblo ¡naide impidió el horroroso asesinato!, que toitico el pueblo lo había

anunciáo… ¡pero naide hizo naida!

- ¿Y cómo se llama esa negra, te dijo su nombre?

- Nunca me lo reveló, era extraña, lo último que me dijo anoche entre lágrimas y

sollozos fue… “todo por una virginidad, mi amado muerto por una virginidad que no

era de él”. Recuerdo que se durmió diciendo en voz baja… “maldita virginidad, cargó

una virginidad que no era de él"

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Nunca más se volvió a ver el esbelto cuerpo de la negra colombiana por aquellos

cafetales turrialbeños.

Ella, fue testigo -como tantos en el pueblo-, de un horrible crimen a un hombre joven,

al cual amaba en el silencio de su alma.

Al buen lector… ¡esta osadía, en el cafetal!

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Guitarra y llano

Él tenía guitarra, polvo y fango, ella la ternura que destilaba como miel. Ambos,
tenían amor para compartir.

Una mañana dominguera, en la pequeña ermita hecha de tablas de laurel negro, se

unieron en matrimonio. Ambos muy jóvenes, guanacastecos, criados entre el

ganado brioso, espaveles, cornizuelos y noches de luna llena en el llano indómito.

Y ahí mismo, en el llano, en aquellas noches apacibles guanacastecas… ¡hicieron

prole!

Lograron adquirir -en su juventud- un terreno de siete hectáreas de llanura. Ahí,

aprendieron a compartirlo todo, la alegría, la tristeza, la abundancia y la escasez. El

hombre labraba esa tierra bajureña, en época seca el polvo le cansaba y enrojecía

sus ojos, en época lluviosa el fango lubricaba y hacía lento su paso. En las noches

de descanso, afuera en el sencillo corredor del humilde rancho, el hombre se

sentaba siempre con su inseparable compañera, su esposa. Cada noche, él tenía

siempre guitarra, a veces polvo o fango. La güilada se reunía alrededor de sus

padres para escuchar las maltrechas notas de esas cuerdas.

El tiempo fue transcurriendo, la prole creciendo y los designios, uno tras otro, fueron

llegando como ganado cimarrón que aparece de la nada. ¡Y asusta!

La meseta central logró embrujar extrañamente a los siete retoños de ese

matrimonio guanacasteco, uno a uno, fueron emigrando, buscando la modernidad,

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el dinero, la vida ostentosa. Quizás la guitarra, el polvo y el fango cansaron sus

mentes.

Un lapso de tiempo, un instante llanero que gritó la realidad de ese matrimonio que

ahora se quedó solitario. El grito les advirtió su nueva soledad, les tocó campanas

como pregonero de los tiempos que vendrían… ¡nada halagüeños!

La sequía repentina llegó a vivir por esas tierras, como una inquilina embravecida y

caprichosa. Llegó, quizás para calcinar también el amor que había en el rancho,

entonces los años de penas iniciaron inclementes.

Día tras día, el arado quedaba insatisfecho, el machete dialogaba con las piedras...

¡quejumbroso!, la sequedad hacía ver hasta los huesos de la tierra. Para el hombre,

el labrado se convirtió en su guerra, en martirio, el sol bajureño de esos años

inundaba de dolor su frente.

Fueron tiempos en donde solamente gemidos fueron cosechados en esa tierra

partida de dolor. Aquí unas cuantas tristes mazorcas, por allá algunos pipianes sin

crecer, a lo lejos unos cuadrados arrepentidos. ¡Apenas lo necesario para subsistir

en el rancho!

Sin embargo, cada noche, afuera en el pequeño corredor, la guitarra trataba de

ocultar el lamento de la tierra. El matrimonio lo seguía compartiendo todo.

En medio de la abrupta sequedad, compartían el pan, la tristeza, unos besos y

abrazos. Lloraban los dos, después sonreían. Al dormir, leves suspiros eran

ahogados en la suavidad de las almohadas. Aún había amor para compartir.

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Sequía en la tierra y también sequía en su prole que nunca más regresó de la

meseta central.

La sequedad lo habitaba todo, mas nunca pudo habitar en el corazón de aquel

matrimonio. Los esposos aprendieron a ser pasto verde, poza cristalina, bebedero

ganadero, cilampa refrescante, florecilla amarilla bajureña. Aprendieron a dar brote

constante aún en medio de la arrogante sequía y soledad.

Entonces llegó la vejez para ambos, llegó en medio del quejumbroso llano.

Allá en 1975, se veía al anciano hombre por la noche con su inseparable

compañera. Su esposa había fallecido un año atrás.

Solamente se escuchaba una triste guitarra… ¡que se lamentaba por la noche!

Él, dejó de compartirlo todo. Afuera, ¡llovía colosalmente!

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Los olores del recuerdo

Se ha preguntado, ¿a qué huele el recuerdo?


Arquitectura de vanguardia, olor a cemento y pintura fresca, luces de neón algo

psicodélicas, música estridente que llamaba a la juventud a entrar en ese nuevo

establecimiento comercial. Corría el mes de diciembre de 1977.

Al otro lado de la calle, sentado en el borde del caño, Isidro Ulate veía con un

profundo sentimiento de nostalgia aquel lugar que fuera su sitio favorito los fines de

semana. Ya no estaba la vieja casona de bahareque rodeada de la hermosa cerca

de amapola. En esa tarde no veía el ancho corredor repleto de helechos colgantes,

tampoco el portón de madera que rechinaba al abrir. Faltaba también la imagen de

su abuela meciéndose con la jarra de café recién chorreado. Solo veía extraña

modernidad frente a él.

Al otro lado de la calle, el hombre de cincuenta y cuatro años lo recordaba todo

como una película que se desplegaba nítida en su mente. Su niñez y adolescencia

vivieron ahí como dos inquilinas del tiempo que fueron desarraigadas por el

desarrollo citadino. El hombre veía el trajín en ese nuevo local comercial, pero su

alma contemplaba nítida la imagen de otrora.

Aquella casona fue vendida con todo y recuerdos.

Todo fue borrado, todo había cambiado, no quedó nada de ese pasado, ni siquiera

aquellos árboles de níspero y naranja a los que tantas veces subió siendo niño. El

cemento se erigió como amo y señor de aquel lugar.

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De repente, en medio de la penumbra que va enlazando la moribunda tarde con la

naciente noche, un vientecillo norteño decembrino, refrescó el triste rostro de Isidro.

Entonces el hombre cincuentón sonrió.

La sonrisa fue dibujada en su faz, porque la suave brisa hizo el trazo perfecto con

los olores del recuerdo.

En ese instante, el hombre cerró sus ojos y dejó que el aire entrara por sus fosas

nasales hasta llenar sus entrañas, los olores del recuerdo divagaron libremente en

su ser.

De repente, a Isidro le llegó el olor a madera de los marcos de puertas y ventanas,

banquetas y mecedoras, olor a las majestuosas flores del jardín, olor al bahareque

de la casona, olor a pan casero que se horneaba lentamente. Le olía a café fuerte

recién chorreado, a picadillo de chicasquil y de papa humeantes en la cocina de

leña.

Los olores que ese vientecillo traía en esa tarde lo estremecieron.

Olía a ruda, borraja, juanilama, orégano y menta de algún remedio casero que

preparaba su abuela, olía a tela bordada en tardes lluviosas, olía a miel de chiverre

y sopa de bacalao de lejanas semanas santas.

¡Cuantos olores desplegados en un solo instante!, cuanta nostalgia derramada en

esas lágrimas que lentamente iban humedeciendo sus mejillas coloradas.

De todos los olores desplegados en esa tarde, solamente uno fue llevado en el

corazón del hombre de regreso a su casa. Ese olor fue el de su querida abuela, la

cual falleció en el mismo lugar donde el bullicio de la gente inauguraba el nuevo

comercio en San Pedro de Montes de Oca.

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Ese olor era de piel anciana cansada de faenas laboriosas, olor a polvera y crema

dominguera en misa mañanera. Olor a trenzas canosas y manos varicosas que

acariciaban sinceramente. ¡Olor a su abuela!

Esa noche, Isidro Ulate durmió impregnado de ese olor amoroso, durmió plácido y

tierno como un infante en su cuna.

A su abuela... ¡le olió el recuerdo!

¿Y a usted, a qué le huele el recuerdo?

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La última carta a Elena

Hacía frío en el andén.


Los jóvenes enamorados estaban de pie frente a la locomotora, dos corazones

latiendo de dolor y el alma fundida en el abrazo.

Las manos se soltaron sintiendo el flagelo de la partida, las miradas se ahogaron en

el llanto de esa mañana.

El pitillo de vapor lo anunció de repente, entonces el amor se marchó.

A lo lejos, se podía distinguir el humo de la caldera rodante rumbo al puerto de

Limón, en la estación quedó entristecido el amor, ella pronunciaba el nombre de su

amado, él sentado en el último vagón, pensaba su nombre... ¡Elena!

Ella se hincó y con sus frías manos tocó los rieles para sentir el palpitar de su

corazón viajero. Los durmientes le miraban con aire de tristeza y melancolía. La

línea férrea trazaba el camino de la separación.

El andén quedó solitario.

El joven liceísta llevaba el rumbo trazado hacia Inglaterra en donde estudiaría por

tres años en una prestigiosa universidad londinense. En su maleta guardaba bríos

de grandeza y sueños de juventud, en su corazón viajaba la nostalgia y el amor

sincero por su amada Elena.

Cada mes, como ritual religioso, llegaba la carta al buzón de la bella vivienda en

barrio Amón, traía sellos ingleses. La mesa estaba preparada en el patio de la

vivienda, debajo de frondosos árboles, la joven Elena desplegaba el ritual de la

lectura. El remitente alegraba y hacía suspirar el corazón enamorado de la hermosa

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mujer. Leía detenidamente, pausaba la lectura, cerraba sus ojos, imaginaba a su

amado por las calles británicas, pisando las hojas otoñales, quizás tiritando del frío

o lleno del dulzor primaveral. Continuaba leyendo la correspondencia, la habitación

se llenaba entonces de suspiros colosales. Su corazón se embriagaba de amores

en esa noche.

Mes a mes, el remitente enviaba las cartas a su amada, quien luego de leerlas las

guardaba en un neceser.

Los tres años transcurrieron, las cartas mantuvieron incólume el amor de los

jóvenes. Se acercaba el retorno del joven enamorado, ella ansiaba ese regreso en

cada carta leída.

Sentado en un hermoso escritorio de la universidad británica, el joven enamorado

escribió la última carta a Elena. En un mes regresaría a su natal San José a pactar

la unión matrimonial con su amada. Era la última correspondencia que enviaría

antes de emprender el viaje de regreso. El joven escribió esa carta con dificultad,

un dolor extraño y repentino subía desde su pecho hacia el hombro.

Una carta llegó a manos de Elena con carácter de prioridad, en una fría tarde de

noviembre de 1911. Era la última correspondencia que llegaría desde Londres, al

buzón de la vivienda en barrio Amón.

Al ver el sobre con carácter de envío prioritario y el remitente desconocido, a la joven

le embargó un frío insospechado. Al leer aquellas líneas, la habitación quedó llena

de lamentos inusuales.

Elena consumó su llanto en esa tarde.

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El joven falleció de un infarto fulminante la noche que escribió esa última carta. Su

cuerpo tuvo cristiana sepultura en un camposanto en las afueras de Londres, así lo

decidió su familia.

Un mes después, el padre del joven enamorado entregó un sobre en las manos de

Elena. Una carta venía en su interior. Fue el último escrito que su amado hizo para

ella en aquel escritorio. La declaración matrimonial dormía escondida entre las letras

amorosas y una lágrima selló el papel en sus manos.

Aun siendo anciana, la mujer sacaba aquellas cartas amarillas de su viejo nececer

y leía los muchos te quiero, te amo, los cientos de besos y las mil caricias que jamás

le fueron dadas. El amor quedó plasmado con tinta indeleble en esas cartas. Sus

ojos hundidos todavía seguían nublándose al leer las líneas entintadas.

Entre las cartas amarillas del neceser faltaba una, la última carta a Elena.

Esa carta, en un marco de madera, ¡adornaba una pared en su habitación! La

declaración matrimonial seguía durmiendo en las letras amorosas.

Hasta su muerte, la mujer jamás dejó de leer esa declaración en... ¡la última carta a

Elena!

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Desarraigo

No tenía a donde ir, estaba solitario en esa noche... ¡tan oscura y burlesca!
Sentado debajo de un matapalo, estaba Ananías Uriarte, con sus pies arraigados

como sembrados a su tierra, estaba cabizbajo y soportando el peso de esa

oscuridad. A su lado, un saco con algunas pertenencias era la maleta para un viaje

a lo desconocido. En medio de sus piernas un rústico baúl de cenízaro guardaba

una fotografía de sus padres, un crucifijo hecho de cocobolo, una cajetilla de

cigarros y un papel membretado que le sacó de su tierra. Eso era todo lo que ahora

tenía.

Horas atrás, llegó un personero del banco con dos policías del resguardo, el

desalojo era una cuestión esperada por el hombre cincuentón. Cinco años de

continua sequía -en esa llanura guanacasteca-, terminaron por arrebatarle su único

sustento, la tierra que le vio nacer y que sus padres le heredaron. Su mujer y su

güilita le habían abandonado buscando el verde de la zona sur, dos años atrás.

Cinco hectáreas de llanura, diez vaquillas flacas, una bestia aún ensillada, un

rancho solitario y el viejo pozo moribundo de sequedad. Ahora todo le pertenecía al

banco.

¡Maldito papel!, susurraba cabizbajo en esa oscuridad Ananías Uriarte.

Cada sonido de esa noche, le parecía al hombre como risas de burla, quizás era la

misma sequía que se reía de la fortuna del guanacasteco.

Mientras escuchaba el martirio de un necio cuyeo, los suspiros le iban hiriendo su

corazón, eran como estacas punzantes que le dolían, entonces el hombre lloró, lo

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hizo por dentro, porque sus ojos estaban secos como ese llano quejumbroso... ¡por

dentro Ananías Uriarte lloraba!

Abrazando al viejo matapalo le preguntó:

"¿pa ónde me voy?"

¡La noche se lo tragaba, le angustiaba, le estrujaba, le punzaba y a carcajadas se

reía de él! Seguía cabizbajo sintiendo el peso de del nocturno escenario.

El primer destello matutino encendió un cigarro en la boca del hombre. Por fin había

terminado el martirio nocturno, ya no estaba cabizbajo, el nuevo amanecer le hizo

levantarse. Sus pies tuvieron desarraigo, las raíces pesaban pues eran viejas y

profundas, aun así, decidió levantarse.

Por el llano y entre las lomas secas hacia el levante, el sol le sonrió.

A lo lejos de frente hacia sol, por el camino polvoriento y entre los bramidos del

ganado mañanero, se veía la silueta del hombre que caminaba, alejándose hacia lo

desconocido.

La noche se había burlado de él a placer, pero el sol de justicia le bañó de repente

con destellos de esperanza.

El nuevo amanecer le invitó a recomenzar. Por el camino entre la seca hojarasca,

quedó botado... ¡aquel infame y maldito papel!, esa carga ya no le pertenecía, por

eso la soltó en el camino.

Dicen, que al guanacasteco de Ananías Uriarte le vieron allá por 1957 en la región

de San Carlos. Ahora le acompañaban diez hectáreas de fértil llanura, cuarenta

vacas rebosantes de leche, dos bestias sin ensillar, un rancho con su hermosa

compañera y un pozo... ¡que no existía!, porque una refrescante quebrada que

bajaba desde el cerro Platanar bañaba la hermosa tierra sancarleña.

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Le veían al guanacasteco afuera en la oscuridad, en una sabrosa hamaca.

¡Ahora él se burlaba de la noche!

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29
Las viejas tablas de nazareno

Tan sufrida la mujer y tan sufrido aquel niño.


Esa madrugada, el implacable hombre estaba decidido a marcharse de ese pueblo

nicoyano, con rumbo trazado hacia las bananeras en el Caribe. La sequía de ese

año había terminado con el aliento de sus vaquillas, con el maizal y con la misma

tierra que jadeaba moribunda desde sus profundas grietas. Esa madrugada una

mujer lloraba desconsolada, pues con el amargado y altanero hombre se iría su

único hijo. El niño de diez años estaba sentado en una banqueta rústica afuera del

rancho, mientras su madre entre el llanto desesperado, le decía al recio padre:

- Natividad te lo suplico, ¡dejáme al güila!, no te lo llevés... mirá cuan enfermo y

desnutrido que está, no seas cruel... ¡dejáme al güila!, Natividad no me lo quités.

El hombre no pronunció palabra alguna, la maleta de cuero curtido estaba lista.

Afuera, el niño aún somnoliento, ojeroso, flaco, amarillo como el seco maizal. Su

carita de tristeza reflejaba el dolor que embargaba su corazón.

El caballo se perdió a lo lejos esa madrugada con sus dos jinetes por el polvoriento

camino.

Adentro, en el rústico rancho, unos gritos de desesperación maternal,

estremecieron... ¡las viejas tablas de nazareno!

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El impío padre llevaba a su único hijo para -según él- hacerlo hombre en las

bananeras, el niño no se imaginaba el martirio al cual era llevado. En el cuerpecito

del infante aún iban las marcas de la coyunda que su vil progenitor usaba para

castigarlo cuando llegaba borracho. A la madre también la agredía.

La tristeza infantil llegó a puerto Limón dos días después de haber salido de Nicoya.

La madre gemía de amargura y de tristeza.

El niño creció ente líneas de acero y durmientes de madera. Se hizo hábil en las

labores ferrocarrileras, no le gustó nunca el trabajo de las bananeras, quizás para

no seguir bajo el déspota yugo de su padre.

El niño se hizo hombre, seco, frío, indolente. Su corazón era un sitio inaccesible,

con profundas cicatrices forjadas en su infancia y su rostro desconocía la dulce

figura de su propia sonrisa.

Una noche lluviosa de agosto, en medio de una riña frente a un comisariato de la

United Fruit, mataron a un nicoyano llamado Natividad. Su verdugo solamente se

defendió de ese borracho iracundo y altanero. Al día siguiente, en los talleres del

ferrocarril, le dieron la noticia a su hijo. Él ni siquiera se inmutó.

Una noche serena y estrellada de agosto, por un camino maltrecho que llevaba

hacia Sámara, un jinete y su caballo llegaron al viejo rancho de madera frente al

hermoso jicaral.

El callado muchacho de ojos tristes, se sentó en la misma banqueta rústica que diez

años atrás lo vio partir hacia Limón. Debajo del buque de la puerta, una mujer se

quedó observando entre el temor y la curiosidad.

El lunar en la mejilla derecha, delató al muchacho, no había duda alguna. El hijo

había regresado.

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Esa noche guanacasteca, una sonrisa tierna y amorosa se dibujó en el rostro del

joven. De los ojos tristes de esos cuerpos abrazados, ¡brotó complaciente la

humedad!

Adentro, en el rústico rancho, unos gritos de felicidad maternal... ¡estremecieron las

viejas tablas de nazareno.

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Ruinas de amor

Esta, es una historia como muchas que quizás siguen sucediendo en algún lugar
de Costa Rica.

Ella le esperaba por las tardes sentada en esas gradas, a veces tiritando por el frío

brumoso de la vieja metrópoli. Vestida con ese bello uniforme colegial, esperaba a

su amor adolescente leyendo un libro del dramaturgo inglés William Shakespeare

para una asignación del Colegio San Luis Gonzaga. Ahí estaba sentada la

hermosa estudiante de diecisiete años, esperando a su amor estudiantil.

Allá, en frente de las Ruinas de Santiago Apóstol, ella le veía venir por la antigua

fuente del parque cartaginés. Ahí venía el estudiante de mecánica automotriz del

Colegio Vocacional de Artes y Oficios de Cartago, se acercaba con paso diligente,

con la mirada puesta hacia su amor adolescente. Los encuentros de cada tarde en

esas gradas, eran momentos de ensueño para los dos estudiantes.

El amor se sentía prisionero en cada corazón de los muchachos, el romance vivía

cautivo, en cada abrazo en que se fundían -como oro derretido- en medio de la

espesa bruma que bajaba desde el volcán Irazú. El frío cartaginés desaparecía en

aquellos cuerpos adolescentes y daba lugar al calor de la pasión juvenil.

Esas ruinas del templo, estilo románico, fueron testigo del fiel amor profesado cada

tarde de época estudiantil, en donde las diferencias sociales de los dos estudiantes,

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no sabían distinguir quién era quién a la hora de esos besos tan dulces. Él, era de

un barrio de escasos recursos, ella, hija de una acaudalada familia cartaginesa. Ella

quiso llevarlo a su hogar y presentarlo a su familia, pero el desplante de sus padres

la convencieron de que su amor no sería nunca aceptado.

Esas gradas de las ruinas se habían convertido, cada tarde, en el lecho de amor

para los estudiantes. Ella, siempre le tenía a su enamorado, un café y un

emparedado de la famosa soda Malued del centro de Cartago. La joven ponía con

tanto amor en las manos de su amado, el café de cada tarde, para él, quizás ese

café y emparedado era el único alimento que probaba en esa tarde.

Ella le tomaba sus manos con ternura, las cuales aún tenían indicios de grasa y

aceite, sin embargo, eso no era excusa para ella para no acariciarlo. Él olía a grasa,

aceite y combustible, ella a fragancia costosa y crema europea... ¡su largo cabello

a deliciosa manzanilla!

Ellos se contaban todo en esa tarde, hablaban de su jornada colegial. Él le

entretenía con explicaciones de motores, bielas y cigüeñales, ella, de sus clases de

francés y de ese libro llamado El Mercader de Venecia, que estaba leyendo. Se

miraban directo a sus pupilas dilatadas por el romance, se quedaban quietos

contemplándose y luego la dulzura de esos besos eternizaba cada tarde en las

gradas de esas ruinas.

Al despedirse los jóvenes -al ser las seis de cada tarde-, esas lúgubres gradas

quedaban con el olor al más puro amor adolescente, sincero, anhelado e

ilusionado. Era amor del bueno en esas ruinas de Cartago.

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Una tarde muy fría, de brumosa blancura cartaginesa, el joven no encontró más,

en las gradas, a su amor estudiantil. Le buscó angustiado mas no le halló.

Ella fue llevada a un colegio capitalino para apartarla de su amor colegial.

El joven mecánico, nunca volvió a saber nada de su amada de largo cabello lacio.

Ella fue arrancada de su corazón de un solo tirón. Solo quedó el recuerdo, frío,

como la bruma cartaginesa.

En Cartago el parque cambió, la vieja fuente desapareció, pero las ruinas y las

gradas siguieron ahí como testigo fiel del romance estudiantil.

Hoy, el mecánico de sesenta y cinco años aún llega a las mismas gradas de las

ruinas. Al sentarse, puede sentir el dulce olor al perfume que siempre llevaba su

amada colegial. A veces, cierra sus ojos y puede oler el delicioso aroma del café

que la bella joven ponía en sus manos.

Él, aún lleva grasa y aceite entre sus manos.

Desde los ojos grises del viejo mecánico... ¡sendas lágrimas caen dejando el

rastro amoroso en esas mismas ruinas de amor!, en las mismas gradas de las

ruinas de Cartago.

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Crecida angustiante

Llovía como nunca... ¡en la región de Coto Brus!


Esperando que el río bajara su bravura en esa tarde, llevaba casi una hora debajo

de un enorme guácimo Eulalio Contreras, un colombiano que por cosas del destino

llegó a Costa Rica siendo niño. Conocía ese río mejor que nadie ahí en la zona de

Coto Brus, eran muchos años cruzándolo a caballo, pero esa tarde el hombre de

cuarenta y cinco años le tenía mucha perecilla.

Nunca había visto ese río tan crecido, era un torrente iracundo que arrastraba todo

a su paso. Eulalio nunca fue haragán para cruzar ese río con su bestia, pero esa

tarde le tenía perecilla a esa crecida. El viejo guácimo distaba a unas cincuenta

varas de la orilla del río y ahí mismo estaba el hombre de pie, esperando que

mermara el desfile de troncos y enormes piedras. El viejo guácimo con sus ramas

abrazaba a Eulalio, como no queriendo que se marchara.

El temporal arreciaba sobre esa zona sur del país, en la montaña la lluvia castigaba

inclemente arrebatándole al bosque unos palencones centenarios. Ese río sonaba

como estruendo de dioses enojados y hasta la tierra cimbraba donde estaba

sentado el impaciente y preocupado de Eulalio Contreras.

¿Por qué ese hombre estaba tan impaciente debajo del viejo guácimo?

Tenía que pasar ese río, no podía esperar mucho tiempo porque al otro lado -en su

humilde rancho- estaba su mujer con dolores de parto, acostaba en un camastro y

acompañada solamente de su hija menor de tres años. Eulalio debía darse prisa

con las hierbas que llevaba para el alumbramiento de su amada esposa. Se estaba

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desesperando por pasar a la otra orilla del río, se mostraba impaciente volviendo a

ver a su caballo, tenía que estar en su rancho para recibir a su segundo retoño.

Estaba impaciente.

De repente dejó de llover y una leve calma se hizo notoria entre el río. Sabía muy

bien ese hombre cuál era la parte menos profunda y por dónde debía pasar,

aprovechando esa repentina calma, tomó su bestia y se dispuso a cruzar. Le tenía

mucha perecilla a esa crecida... pero así se metió con su bestia. La lluvia regresó.

Media hora después, el llanto del recién nacido se escuchó a lo lejos en el humilde

rancho que estaba en medio del cafetal. Fue un hermoso varón que nació. Seguía

lloviendo fuerte en esa región de Coto Brus.

Eulalio Contreras nunca más llegó a su rancho y tampoco su caballo. ¡Ese día le

tuvo mucha perecilla a esa crecida!

Al otro lado... ¡el viejo guácimo lloraba de tristeza!

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Desnuda y blanquecina

Veinte años transcurrieron desde aquella crecida angustiante en Coto Brus.


Cada mes por la noche, cuando el clima cotobruseño daba su consentimiento, el

esbelto muchacho llegaba puntual a la orilla del río. Sentado en una piedra,

esperaba a su amada, a su amor celestial como él mismo le llamaba.

Esa noche, el muchacho estaba sentado contemplando la calma del río que sereno

se mostraba ante él. Detrás, el cafetal dormía vacío de grano maduro por las manos

recolectoras, a lo lejos, una dama se acercaba lentamente. Él la observaba venir,

ella venía sin prisa con su vestido blanco, su silueta deslumbraba en esa región de

Coto Brus, traía lumbre de pasión, amor, recuerdo y melancolía.

La dama al llegar, le invitó con la desnudez de su esbelta figura a bañarse en el río,

su joven amado deseoso le complacía. Ellos, invocaban los amores.

La calma en esa noche se tornó blanca, como la piel de la esbelta dama desnuda

que se reflejaba en las apacibles aguas. A lo lejos, un árbol de guácimo

contemplaba aquel amorío.

A un lado de la piedra, una cruz de hierro reflejaba destellos blanquecinos y el

nombre grabado de Eulalio Contreras apenas se distinguía. El joven aún dentro del

río -con la silueta desnuda y blanquecina de su amada-, fijó su mirada hacia el viejo

altar. Un suspiro de melancolía le hizo sollozar.

En el sitio de la cruz, veinte años atrás murió su padre cruzando ese río con su

caballo. Llevaba unas hierbas para su mujer que estaba en labores de parto.

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Esa noche, el joven celebraba sus veinte años de natalicio y la dama a su lado lo

sabía, por eso decidió amarle entre la calma de la noche.

La dama lunera le había amado cada mes que el clima era complaciente. Le amaba

esa luna, completa, llena, ufana y esbelta. El joven se dejaba amar. Ellos, bañaban

los amores.

A lo lejos, el árbol de guácimo lo observaba todo, callaba, pues el decano del bosque

conoció al padre del joven y también le vio morir en esa tarde de crecida angustiante.

La luna todo lo sabía, por eso amaba al joven, lo hizo también en esa noche, erótica

en el río.

Cada mes, mientras el clima cotobruseño complacía... ¡el río teñía de blanco! por el

destello de la dama. Ella amaba a ese joven que también se llamaba Eulalio

Contreras.

Era la luna quien le amaba esa noche, porque cada mes llegaba al río... ¡desnuda

y blanquecina!

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La barranca

La barranca escuchó el lamento de su amigo el campesino. Hasta esa tarde

conoció su voz.

Eliécer Alvarado sintió tantos deseos en esa tarde, de salir y pararse frente al

precipicio del río Reventazón. Estaba triste, sin ánimo ni deseos de seguir viviendo.

Esa tarde no pudo más. Un año atrás su mujer y sus dos hijos lo abandonaron,

cansados de la sequedad del hombre.

El precipicio se tornaba desafiante.

Era un hombre extremadamente callado, de guardarse las palabras, las atesoraba

en el baúl de su conciencia. Las prefería ahí antes que sacarlas.

Esa tarde frente al precipicio, sintió el pecho estrujado, le quería reventar, el dolor

era agudo, punzante y decidió contárselo todo al viejo paredón de la barranca.

Ese día, aquella barranca quedó asombrada al conocer la voz de su amigo el

campesino. ¿Le conocía?... ¡claro que sí!, cada tarde llegaba al mismo sitio, lo había

hecho desde que era niño, pero nunca le oyó hablar... hasta esa fría tarde.

Desde donde estaba el campesino, el sonido se devolvía al chocar con el enorme

paredón como acústica perfecta para entablar la más seria discusión o por lo menos

intentar respuestas a sus dudas existenciales. La barranca conoció la ronca voz del

hombre de treinta y cinco años, conoció el lamento del campesino. El paredón

escuchó:

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-¿Por qué se jueron?, decíme, si yo era un güen hombre, trabajador, empuncháo,

nadita mujeriego ni pleitero y muy casero... pues sí reconozco que a veces me

tomaba mis tragos de ese guaro e' charral con ñor Eulalio, pero decíme, ¿por qué

diantres lleváse a los chiquillos?

La voz se devolvía tal cual salía de Eliécer Alvarado, como un martirio en su mente

el hombre recibía del paredón las mismas palabras quejumbrosas que salían de él.

-¿Por qué llevase a mis chiquillos, acaso no lo tenían toititico aquí... ¡naida les

faltaba! yo me doblaba el lomo pa verlos felices a todos, ¿por qué se me jueron?

Preguntaba, pero sólo escuchaba del paredón las mismas palabras. Entonces se

cansó de lanzar sus quejas a la lejanía. Se quedó ahí inmóvil mirando el río crecido,

calló, enmudeció como era su costumbre... y una voz repentina hizo eco en la

barranca. Eliécer escuchó:

-Mirá Eliécer Alvarado... ¿Juiste amoroso con ellos?, ¿les tenías paiciencia?,

recordá que eras seco con ellos como hoja de marzo en el suelo, agrio como raíz

amarga y te quejabas siempre como pajarillo pidiendo agua.

El silencio se volvió a apoderar de aquella barranca, el campesino quedó pensativo,

entonces contestándole a la voz que traía el eco, dijo con aire de tristeza:

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-Pues la verdá... pocas veces les traté con amor, es cierto... ¡era seco, amargo y

por toititico me quejaba!, por eso mesmitico me dejaron aquí abandonáo. Quizás me

lo busqué, tenés razón condenillo paredón... ¡yo mesmo me lo busqué!

-Ahh cholláo este de Eliécer Alvarado, si los querés... ¡andá buscalos y pediles

perdón!

Las dudas fueron despejadas en esa tarde, el paredón de la barranca le ayudó al

campesino a seguir viviendo. La conversación le había gustado al confisgado

campesino.

Un día después, en una lluviosa mañana, iba con su bestia por el camino hacia

Tucurrique Eliécer Alvarado... ¡a pedirle perdón a su familia!

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Relato de aguardiente

Allá en la lejanía se veía la casa de bahareque y techo de teja, estaba arrugada de


tanto llevar agua y frío, adentro estaba Anastasio Castro fumando un habano que le

calentaba sus entrañas.

Allá en la lejanía venía subiendo Ulises Castañeda, venía tan solo con un saco en

sus espaldas, eso era todo lo que tenía. Caminaba lento, ya sus sesenta y dos años

le pesaban y el frío de esa tarde entumió aún más sus huesos desgastados. Al llegar

a la parte más alta de esa loma, pudo divisar el ganado lechero dispuesto en el

galerón, entre horcones y tablones de un verde musgo que el clima de esa región

cartaginesa había pintado con paciencia. Abrió una maltrecha tranquera, caminó

hasta llegar a la puerta de madera que estaba casi por cerrar. Entonces tocó la

madera llena de lana verde, tocó fuerte y esperó.

Tenía la esperanza, de que ahí, le dieran chamba -como él mismo decía-, iba

dispuesto a terminar su ajetreada vida ahí, en esas tierras lecheras. Había llegado

al pueblo, un día antes le dijeron que en la finca de don Tachito encontraría empleo,

y sin pensarlo dos veces caminó esa tarde casi dos horas subiendo la loma.

Después de los golpes dados a la vieja puerta, se escucharon los pasos que

retumbaron en el piso de madera de la casa, como golpeteo de martillo venían esos

pasos, entonces la puerta se abrió rechinando, crujiendo, lanzando un quejido

metálico como un mal presagio de algo que pasaría en esa noche.

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La esbelta figura de Anastasio Castro con su habano en la boca, sorprendió al

delgado y bajito hombre de Ulises Castañeda. Aquella cicatriz en la frente del fornido

hombre jamás se había borrado en la mente del raquítico guanacasteco, y

rompiendo con el frío que lo envolvía todo en el ambiente, Ulises dijo:

- ¡Por tatica que no lo puedo creer!, ¿no me digás que sos Tacho Castro, mi amigo

de tantas faenas allá en Santa Cruz?, ¿no me reconocés Tacho…?

- ¡Mirá onde vino la gallina a poner este guevo!, el mismitico confisgao de Ulises…

pero pasá hombre que aquí de vas entumir.

Los hombres se sentaron al calor de una candela que estaba en la mesa hecha de

un tronco de laurel. Dos botellas de aguardiente estaban quietas ahí, sin comenzar.

Algunas grietas de aquella casa dejaban entrar un vientecillo necio y chismoso,

como deseando conocer los pormenores de esos dos hombres que se dejaron de

ver treinta y cinco años atrás cuando eran muy jóvenes por las planicies

guanacastecas. En el centro de la mesa, la candela escupía lentamente sus restos

moribundos, la llamita tiritaba con un vientecillo tan fisgón, y en la mesa fueron

dispuestos dos platos hondos con sopa negra -hirviendo- que recién se había

calentado en el fogón que estaba atrás de la casa arrugada por el tiempo.

- Hombré Ulises y… ¿qué diantres andás haciendo por estos rumbos?

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- He andao de pueblo en pueblo, chambeando en lo que salga, y me dijeron que

aquí ocupás un ordeñador, y pues pá eso he venío.

- Vos siempre juiste medio chollao, sin jundamento, ¡hace rato que no te veía

confisgado Ulises!, vos te desapareciste un día de aquella hacienda de los Carrillo,

nunca más te vimos en aquellos polvazales.

Mientras los hombres hablaban y disfrutaban de la deliciosa sopa negra, iban

calentándose hasta los tuétanos con los tragos de aguardiente. Así, terminaron la

primera botella y seguían hablando y recordando los años mozos en Guanacaste.

- Hombré Ulises yo también me juí de esa llanura como un año después que vos te

juiste, ¡ahhh recuerdos más amargos me dejó mi chola!, la bella nicoyana de mi

juventud, mi único amor Martha Duarte. Venía rara la confisgaa, ya no quería naida

conmigo, estaba briosa como el ganao de la hacienda… ¡hasta que una tarde no la

encontré en el rancho!, se me jué pa siempre, ella me lo dijo que se iba a juntar con

un condenillo que jupuestamente la amaba más que yo, quería irse largo la chola…

¡y lo hizo la condenaa!... se me fue mi mujer que tanto amaba y se llevó a mi hija de

dos años, ¡a mi hija que nunca más volví a ver!, a mi único retoño.

Anastasio Castro contó el relato al calor de varios tragos, entonces algunas lágrimas

con sabor a aguardiente destilaron de sus tristes ojos. En frente, Ulises Castañeda

ya se había vaciado la otra botella, así, el anfitrión sacó de un enorme baúl de cedro

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dos botellas más para seguir celebrando el encuentro de viejos amigos. Siguieron

bebiendo aguardiente en esa fría noche brumosa.

Los hombres, en la mesa, siguieron hablando de la vida, el vientecillo seguía necio

y fisgón, los tragos hicieron que los sentidos de esos dos amigos fueran dejando las

virtudes razonables para dar paso a extrañas sensaciones alcoholizadas. De pronto,

Tacho Castro lloró, lloró como un niño recordando a su mujer y a su hijita de dos

años, sus dos amores que jamás volvió a ver ni amar. Lloró en esa mesa, los tragos

doblegaron al recio hombre, la noche empezaba a envejecer, la candela daba sus

últimos destellos tiritantes y el vientecillo continuaba chismeando todo entre los dos

hombres. Afuera llovía torrencialmente, era una noche de temporal y el ganado

estaba asustado, bramaba y se movía extrañamente. De pronto al ver el llanto de

su amigo, entrando un helado chiflón por las hendijas del bahareque, el delgado y

alcoholizado Ulises Castañeda, con una risita media temerosa, dijo con marcada

tartamudez:

- Hombré Tachito quiero dicirte algo… ¡yo sé muy bién con quién se jué tu mujer

esa tarde!, lo sé toititico… pero nunca quise dicirte naida, me dada lastimilla.

- Ya pa qué quiero saber naida Ulises, llegas tarde a decímelo, !ah confisgado este

de Ulises! ¿ya pa qué?, ya naida importa.

- Pues de todos modos te lo diré, sos mi amigo Tachito… Mirá, esa tarde tu muje, !

se jué con el confisgáo y condenillo de Ulises Castañeda!, sí con este hombre que

tenés en frente, con este hombre que no las pudo amar ni valorar, y miráme horitica,

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en frente tuyo pidiéndote chamba, ¡que vida más rara es esta confisgá!, es más, si

no me creés tomá esta cadenita de oro que vos mismo le regalaste a tu chola con

el nombre de ella grabáo… ¡mirá ahí están las iniciales de la que fue tu mujer! ...

ellas están bién, viven en Chomes entre el ganáo y el manglar.

Ambos hombres estaban muy borrachos en esa mesa, el aguardiente había

triunfado. La confesión fue declarada, entonces el vientecillo fisgón sintió miedo.

Los ojos de Anastasio Castro se dilataron al escuchar el testimonio, apenas pudo

escuchar el impactante relato de su viejo amigo porque la lluvia golpeaba con

violencia las viejas tejas del techo. Entonces el fornido Anastasio Castro llevó su

cabeza a la mesa y lloró aún más. Un enorme fusil de grueso calibre y cargado,

colgaba de un herrumbrado clavo detrás de donde estaba sentado Anastasio

Castro, sí ahí, en la pared de bahareque que estaba llena de hendijas estaba el viejo

rifle, entonces el vientecillo chismoso salió apresurado entre las hendijas,

augurando el peor presagio.

De repente un estruendo ensordecedor y un fogonazo deslumbrante llenaron la

maltrecha vivienda en esa noche, el impacto fue certero.

A las cuatro de la mañana llegó el ordeñador. La escena era dantesca, pavorosa,

como de ultratumba. Los cuerpos estaban tirados en el suelo, la sangre -ya morada-

aun brotaba por los diferentes orificios.

Aquella lluviosa noche, la mitad del ganado se salió del galerón, y un fulminante

rayo la mató al instante. Algunas vaquillas aún dejaban brotar la sangre en esa

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madrugada. Adentro, en la casa arrugada por el frío, estaban los dos hombres que

parecían como muertos, noqueados por el violento efecto del aguardiente. Solitarios

en la mesa, con cuatro botellas vacías de aguardiente, ahí dormían alcoholizados

esos viejos amigos.

Cuando el joven ordeñador entró en la casa, aún Anastasio Castro empuñaba

fuertemente la cadena de oro que otrora le había dado a su amada chola. Un balde

de agua fría sirvió para despertar al par de borrachos en esa mañana brumosa.

Al despertar los borrachos, el viejo rifle aún seguía cargado, seguía dormido y

quieto, colgado del viejo clavo herrumbrado… ¡y así siguió por mucho tiempo!

Desde ese día, Ulises Castañeda comenzó a ordeñar las vacas entre la bruma

cartaginesa. Anastasio Castro iba cada dos meses en aquel tren hacia Chomes, ¡a

visitar a su unigénito retoño!

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Sueño en el matapalo

Y de pronto me quedé dormido, sí ahí debajo de ese gran matapalo, en esa sombra
sabrosa en medio de la extensión del sonsocuite. Estaba cansado de caminar por

la llanura seca y serena, traía calientes los caites del pisoteo andante bajureño. Ahí

entré en esa sombra, pero le tuve un poco de miedo pues venía sudado y recordé

las palabras de mi abuelo... "papito, cuando andés sudao en el monte no te metas

debajo de un matapalo, se te puede voltear la jupa"

Pero aún con ese miedo y recordando las palabras de mi abuelo, me metí en ese

campamento natural de hojas verdes y de bejucos que parecían como brazos

varicosos de sabios ancianos guanacastecos. Ahí me recosté en el enorme tronco,

a un lado dejé los cinco guapotes que traía metidos en una orqueta de quebracho.

En el bolso que usaba para ir al colegio estaba la cuerda de pescar, una cuchilla,

unos confites, una botella vacía solo con el aroma del café, unas cuantas rosquillas

trituradas y uno que otro tapachiche que no tuvo la dicha de ser carnada en ese río

Piedras

Ahí llegué cansado y me dormí.

Entonces soñé.

Soñé que era río, torrente ligero que bajaba a la poza de los Sandovales, soñé que

era cedro amargo, pochote, caoba, cenízaro, nazareno, cocobolo y guayacán real.

Estaba cansado.

Soñé que era nancite y aceituno dormido en el suelo polvoriento, soñé que dormía

al lado del río como bello espabel. Estaba cansado, la llanura y el río me asolearon

49
ese día, y por eso caí como caen las hojas secas de esos macizos guanacastecos.

Ahí, yo era también hojarasca amarilla, quebradiza y ruidosa.

Soñé que era hormiga hurgando el cornizuelo, que era chicharra concertista en el

teatro llanero, que era garrobo inmóvil con el sol de testigo y que era garzón cual

galán sin ventura buscando sabroso el humedal.

Seguía ahí, debajo del matapalo, inadvertido en esa tarde polvorienta, quizás un

cuzuco o tejón quiso saludarme, o un venado me observó a lo lejos, y... ¿por qué

no? quizás un hambriento coyote o un sigiloso manigordo intentara llevarse esos

pejes boquiabiertos en la vara, quizás.

Soñé que era brisa caliente, aromal de llanura agitada por el bramadero, trote de

algún rejego sabanero que dichoso regresaba al pecho de su morena.

Estaba cansado, tenía tan solo catorce años, era un güila, pero ahí estaba dormido,

solitario del llano, inquilino de la tarde.

Entonces desperté.

Desperté cuando ya la frescura tardía se apoderaba del ambiente. Desperté

extraño, como extraña era la voz enigmática de esa región. Y pensé... ¿soñé?

Sí, esa tarde soñé, estaba cansado y asoleado por eso soñé, pero no fue cualquier

sueño, ahh no... olvídese se eso, porque debajo de aquel matapalo, en esa tarde...

¡soñé que yo era Guanacaste!

Que lindo soñar... ¡esa tarde fui Guanacaste!

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50
Los gritos de la ira

La repela en el cafetal fue terminada en esa tarde.

Los jornaleros recibieron el pago, fueron recibiendo los reales en sus manos

manchadas del café, las carretas rebozaban del fruto maduro y hacia el oeste el sol

dibujaba moribundos destellos de un rojizo encantador.

Por el camino pedregoso y oscurecido, iba caminando Bernardo Acosta de regreso

a su rancho. Llegando al bajo por donde se unían las dos quebradas del cafetal, dos

siluetas apenas se dejaron distinguir entre la penumbra de esa tarde veraniega. En

ese instante a Bernardo Acosta se le clavó una estaca en su corazón. Nunca

regresaba por ese camino hacia su rancho, sin embargo, esa tarde quiso

refrescarse en las aguas de las quebradas.

Su prometida, la bella María del Carmen, se fundía en un beso en los brazos del

hijo del cafetalero debajo de un viejo roble. Bernardo Acosta, sacó su afilado

machete de la vaina, lo empuñó fuertemente y el sonido del filazo se escuchó como

un gemido desesperado. El corte fue perfecto, no hubo falla, una enorme flor de

itabo cayó hacia la quebrada, sacándola, el hombre le gritó a su prometida:

- Acá te dejo esta flor d´itabo, hacéla con güevo y dácela a éste condenáo, ¡pero no

le quités lo amargo!

-¡Bernardo, Bernardo, esperáte... Bernardo!

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Por el camino pedregoso el hombre desapareció, las piedras del camino se

humedecían con el llanto de Bernardo Acosta, la ilusión amorosa se iba deshojando,

poco a poco cada hoja de ese amor caía al suelo y se convertía en hojarasca

marchita de ilusión.

Los gritos de la ira se quedaron guardados en su pecho y a lo lejos la bella

prometida, asombrada, ¡no lo podía creer! Su infidelidad fue hallada en ese cafetal,

al llegar a las quebradas.

Bernardo Acosta amaba a la jovencita desde que eran adolescentes, pero esa tarde

se desengañó. Por el camino ya oscurecido, la conciencia del hombre, interrumpió

el silencio:

-Hombré Bernardo Acosta, ¿qué le podés dar a esa mujer, sos solo un peón de

cafetal?

-Pues sí tenés razón, solo soy un peón más del cafetal y ese condenillo el hijo del

cafetalero. ¡Ah! pero ese condenáo es bien jugáo, lo conozco bien.

-¿La vas a perdonar... Bernardo?

No hubo respuesta.

Bernardo Acosta llegó a su rancho con el corazón entre sus manos y esa noche el

hombre no durmió.

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Nunca más volvieron a ver al peón de Bernardo Acosta por ese pueblo al sur de

Aserrí, se fue en una fría madrugada con un bolso de tela en su espalda, su machete

envainado amarrado a su cintura y unos reales en su lullido pantalón. Iba de pueblo

en pueblo, sorteando la vida y sin deseo de arraigo.

Dicen que lo vieron en la zona caribeña cargando verdes racimos hacia el tren, por

Guanacaste en las llanuras indomables, por Puntarenas sorteándole el sustento

diario al manglar, por Juan Viñas cortando los dulces vástagos del cañaveral. Le

vieron por la capital jalando carretas hacia el mercado, en Cartago entre la bruma

mañanera con sus manos terrosas entre las papas y hasta le vieron botando

tacotales en el bajo de los Rodríguez allá por San Ramón. Le vieron negro entre la

carbonera, blanco entre la calera y triste por donde quiera.

A Bernardo Acosta le conocían en la costa, el llano, el valle, la montaña, en el bajo

y en la loma, en el claro y en el montazal, siempre le vieron melancólico, triste,

queriendo dejar escapar al cielo esos gritos de la ira que llevaba presos en su pecho,

que permanecían ahí encarcelados y sin pretensión de escapar. Esos gritos de la

ira lo amargaron, lo hicieron jornalero errante del terruño, hasta que una tarde

decembrina de 1954 todo cambió.

En un tacotal allá en Puriscal, el hombre de mil faenas errantes lanzó al viento los

viejos gritos de su ira cautivante, los expulsó y los hizo volar sin rumbo. Los gritos

estremecieron la montaña y reventaron las nubes oscuras en esa región. Entonces

el cielo lloró junto a Bernardo Acosta, cielo y jornalero lloraron esa tarde como niños

sin consuelo, y ese llorar le hizo bien al alma del hombre.

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A Bernardo Acosta, al hombre maduro, le veían sentado en su mecedora favorita

de madera de chirraca, ya con sus sesenta años.

Ahí estaba tranquilo, arraigado en una parcela en Puriscal, con su mujer. Esa

puriscaleña, humilde cocinera de una fonda, logró sacar lo gritos de la ira del pecho

de ese hombre. Logró sacar aquellos cautivantes de las entrañas del jornalero.

Afuera la milpa rebozaba, el pequeño cafetal esperaba las manos laboriosas en el

fruto maduro, el verolís anunciaba la dulce cosecha y las flores de itabo

emblanquecían la entrada de la parcela. A un lado del rancho, el sonido de una

pequeña quebrada refrescaba la mente de aquella pareja, quienes, con una jarra de

un café humeante, hablaban de la vida.

El amor de esa mujer lo había cambiado todo en el pecho del hombre, y los gritos

de la ira vagaron sin rumbo… ¡cansados del tiempo!

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54
Grande gozo

- Abuelito, ¿hoy comeremos pescado?

- Hoy tampoco tener pescaro, ¡mí no tener!

Las mismas palabras, cada tarde que regresaba el anciano Mr. Williams. El clima

no ayudaba, el sudor en su negro cuerpo le hacía brillar más. Venía en su caballo,

con su camisa blanca y su sombrero café, en medio de la plantación bananera llena

de mosquitos, venía fumando. Le faltaba poco para llegar a su rancho tan maltrecho,

sobre unas bases de madera. Atrás, había quedado el pueblo de Siquirres, adelante

estaban dos bocas infantes para alimentar, sus dos nietos tan negritos y parecidos

a él. ¿Los padres de los niños?... emigraron de esa región tan lluviosa, cansados

de del perenne verde, una mañana de temporal tomaron el tren hacia la capital… ¡y

ahí se quedaron!

Los niños querían comer pescado, pero al igual que las otras noches, comerían

plátano sancochado, yuca frita y arroz blanco. Cada noche, después de la humilde

cena, Mr. Williams sentaba a los dos negritos tan flaquitos, en un camastro, y

tomando un viejo libro, lo abría siempre en la misma página tan desgastada. Ahí, a

la luz tenue y amarilla de una candela, cantaba en su inglés limonense, un himno

que se titulaba “Grande gozo hay en mi alma”. Los niños también cantaban.

A lo lejos, se escuchaba el trajín de los rieles sobre los durmientes.

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El agradecimiento -en esas noches-, era mayor que las ganas de comer pescado.

Un día de tantos, donde el tropical ambiente siquirreño humedecía toda piel a su

paso, llamaron al anciano desde un vagón. Había llegado carta desde San José

para Mr. Williams.

Ese día, al llegar Mr. Williams en su caballo, los dos nietos -como era costumbre- le

preguntaron:

- Abuelito, ¿hoy comeremos pescado?

- Hoy tener pescaro… ¡Mí, sí tener?

Esa noche en un improvisado fogón, hubo nuevamente plátano sancochado, yuca

frita y arroz blanco. También buen pescado. Después de haber cenado, volvieron a

cantar el himno bautista, mr. Williams cantaba con su ronqueta voz y los niños lo

hacían con sus ojitos… ¡llenos de alegría!

Esa lluviosa noche siquirreña, en la vieja mesa, una carta y unos reales, estaban

inmóviles junto a los tres platos limpios.

Nuevamente, los tres hombres, ¡durmieron con grande gozo!

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56
Romance en la sequedad

Aquellos atardeceres de celaje ufano, dibujaban la negra silueta del sabanero, de


ese hombre de tantas faenas en la planicie indómita. Allá, en la lejanía, se perdía

con trote lento y pausado, el bagaceño Ángel Sequeira. Sin mujer ni prole, en

aquellas tardes de regreso a su rancho, cabalgaba sin prisa, lento y tranquilo, hacia

la loma pedregosa, con aquellos cedros amargos, laureles de bajura, cenízaros y

un montazal de cornizuelos. Aquel ambiente natural de época seca le fascinaba, la

sequedad enamoraba su alma llanera, era un romance desde su niñez. Lo amaba

todo en aquella región ganadera que hoy es el Parque Nacional Palo Verde; pero

su amor verdadero se erigía imponente, centenario, ufano e inamovible, abriéndose

trecho entre los otros caducifolios guanacastecos. Ángel Sequeira al llegar por las

tardes, abrazaba a ese enorme árbol de pochote, sus brazos no lograban

extenderse para abarcarle completamente. Ese sabanero, era macizo como ese

enorme pochote, sin embargo, el centenario del bosque era más rejego que el viejo

sabanero. Al abrazarle en esas tardes de descanso, Ángel Sequeira podía sentir el

corazón rojizo de su amado, y cerrando sus ojos, escuchaba traquetear las viejas y

enormes ramas movidas por aquel leve viento tempisqueño. Ese sonido, era las

palabras del romance en esa tarde calurosa, entre el cansado jinete y el imponente

pochote. El sabanero entonces le acariciaba, sus manos varicosas recorrían la

agreste y espinosa corteza de su amado pochote, le tocaba con ternura y suavidad.

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En una tarde de marzo seca y caliente, de 1945, enterraron al viejo sabanero en las

raíces de su árbol, para fundirse con él, junto al viejo pochote en donde hoy está el

Parque Nacional Palo Verde, en Bagaces.

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El viejo rifle de Tirofijo

Sentado en un lujoso vagón, iba el hombre de origen árabe, conversando con sus
fieles amigos de cacería. Era un hombre muy hábil con el rifle, tenía una precisa

puntería y una perfecta sincronía entre su ojo izquierdo y el dedo índice derecho, no

había un pulso tiritante que lo traicionara a la hora de apretar aquel gatillo. De barba

prominente y piel trigueña, destacaba el hombre entre los que tertuliaban esa tarde

en el lujoso vagón del ferrocarril que se enrumbaba hacia la perla del Pacífico. Todo

había sido planeado como de costumbre. Atrás, en otro vagón, iban bien

empacados en unas cajas de madera, los pertrechos necesarios para la aventura

que tendría lugar, en las espléndidas llanuras de Guanacaste. Esa noche dormirían

en Puntarenas, estaba todo acordado para salir muy de mañana; tres boteros de

cabotaje llevarían a los cinco hombres hacia Guanacaste. Entrarían por el Golfo de

Nicoya, navegarían contra corriente por el río Tempisque hasta llegar a puerto

Chamorro. Desde ahí, estarían dispuestos los caballos para llevarlos hasta la

hacienda Catalina. Era marzo de 1941.

Esa noche en Puntarenas, el hombre de origen árabe -al que llamaban Abdel-, se

dispuso frente al mar. El ambiente estaba calmo, muy caluroso, y un suave oleaje

refrescaba los pies descalzos del implacable hombre. En el extremo del muelle,

asidos a las amarras, se movían los tres largos botes que llevarían a los cinco

hombres a la mañana siguiente, rumbo a la cacería llanera. Frente al mar, estaba el

hombre de negra y profunda mirada, y allá en alguna parte de Tres Ríos, se quedó

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una triste y solitaria mujer en su inmensa casona del cafetal. Ahí estaba triste y

abatida, la bella Eduvina Sibaja.

Dos veces al año, el esposo de Eduvina Sibaja emprendía la aventura junto a sus

amigos. Eran hombres terratenientes cafetaleros, ricos adinerados de la meseta

central. Dos veces al año ¡la triste mujer sentía paz en su alma!, el temor, la angustia

y el maltrato, se alejaban por casi una semana, y se perdían entre los cornizuelos y

la florecilla guanacasteca. Eran verdaderamente tan esperados esos viajes por

aquella mujer.

Pero... ¿por qué esa soledad era tan esperada dos veces al año por la callada y

doliente mujer Eduvina Sibaja?

Veamos lo que ocurrió.

Corría el año de 1916 por la bella región de Tres Ríos. No había mujer más tierna,

dulce y agraciada que la hija menor de los Sibaja, quien con su hermosa

adolescencia deslumbraba a los jóvenes en medio de aquellos enormes cafetales.

La muchachita tenía un largo cabello dispuesto en hermosas trenzas, sus ojos

evocaban el más dulce jicote silvestre. Era bajita de estatura y al contrario que sus

padres, tenía ella la piel morena. Era de cuerpo fornido y anchas caderas, su rostro

fue el lienzo perfecto donde el Creador dispuso sendas mágicas pinceladas, ahí

debajo de sus dulces ojos el perfecto artista dispuso enigmáticos, tiernos y

simétricos, dos lunares que enamoraban a propios y extraños. Sin embargo, como

siempre sucede, en medio del tierno rebaño ¡hay fieras asechando…!

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Comenzó a enamorar a la joven quinceañera, un apuesto muchacho mucho mayor

que ella, hijo menor de un gran cafetalero de Tres Ríos. Él era un artista de las

palabras, un hábil encantador a los deseos femeninos; su porte era impecable,

vestía los mejores trajes de la época y cada semana escogía el mejor caballo de su

padre para llegar a la humilde casa de ñor Sibaja que estaba al pie del cerro La

Carpintera.

Ñor Sibaja aceptó con gusto aquel noviazgo, no hubo duda un solo instante. Era el

hijo del hacendado cafetalero, una excelente oportunidad para su familia de unir los

lazos con la oligarquía cafetalera. Ella se enamoró ciegamente del apuesto hombre

y de sus palabras embusteras que eran dulces y suaves. Esas palabras habían

calado perfectamente y llegado a su inocente corazón.

La trama perfecta había iniciado.

Una tarde al ocaso cuando ya la penumbra lo comenzaba a llenar todo en el enorme

cafetal, el apuesto Abdel tomó por la fuerza a la dulce Eduvina. Ella deseaba amor,

ternura y cariño, pero él solamente buscó saciar sus ansias desenfrenadas de placer

y debajo de un enorme árbol de poró la inocencia de Eduvina fue salvajemente

arrebatada.

Cuatro meses después la evidencia era notable. Ella lo había ocultado, sin embargo,

ahora era imposible. El vientre había crecido, un nuevo ser se gestaba en el cuerpo

de la bella Eduvina. La inocencia fue desterrada, el dolor fue invocado… ¡y el amor

mancillado en ese cafetal!

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Una mañana de diciembre, la pareja se unió en santo sacramento delante del cura.

Las miradas en el templo fueron como saetas encendidas, las más religiosas veían

aquello como el más grande sacrilegio. Eduvina con su rostro agachado, enviaba

su mirada sollozante hacia el piso del templo. En su vientre -esa mañana- ya no

estaba el fruto creciendo pues un mes atrás en una lluviosa noche de noviembre,

una fuerte hemorragia hizo que el ser gestante desapareciera, el ser ya no crecía.

Ahora estaba Eduvina frente al cura, a un lado impaciente e indiferente, con el

elegante traje gris, estaba Abdel. Entonces ahí en esa iglesia, comenzaba el calvario

para la humilde mujer.

La hermosa hacienda cafetalera tenía tres encantadoras y espaciosas casas. La

más antigua de las tres y las más alejada del pueblo fue dada al recién matrimonio.

El tiempo fue caminante doloroso para la bella Eduvina.

Año tras año, perdía las gestaciones en su vientre durante los primeros meses. Su

alma se estaba secando, su ilusión de ser madre se perdía sollozante entre las

paredes de bahareque. El hombre impaciente, implacable y recio, trataba con

absoluto desprecio a su esposa, sacando a relucir hirientes palabras, en donde la

ofensa hacia el frágil vientre era el pan de cada día. Ella lloraba, se lamentaba, se

recluía en su habitación y hacía lo único que le llenaba su alma… ¡unos hermosos

bordados!

El hombre de corazón infranqueable, veía en esos años con total desprecio a su

esposa. Noche a noche las salidas en sus hermosos caballos y carruajes de estilo

europeo eran más comunes. Eran noches de juergas al calor del fino licor y

exquisitos habanos, con adinerados contertulios y jóvenes señoritas que saciaban

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los gustos desenfrenados del hombre de origen árabe. De regreso en la madrugada,

en la preciosa casona del cafetal el drama se transformaba en suplicio, en mar

tempestuoso y en gemidos espectrales. El hombre alcoholizado y lleno de carmín

en su cuello, tomaba por la fuerza a la mujer, a su esposa, y volvía a mancillar -si

era que existía- el lecho sagrado en la fina cama de cocobolo. La violencia, el

deprecio, la humillación y los golpes eran infaltables en las escenas nocturnas de

horror durante tantos años. Todo era lujo, ostentoso, fineza europea en la

habitación, pero el mismo infierno se abría a los ojos de la indefensa mujer cada

vez que ese demonio llegaba por la madrugada, desatando su furia alcoholizada.

Como de costumbre, al día siguiente de las palizas que Abdel le propinaba a su

esposa, la doliente mujer envuelta en unas finas prendas francesas, salía en busca

del refugio de sus padres. Caminaba herida, con los moretones tan recientes en su

espalda, pechos, vientre y piernas. El cinismo del hombre era tal, que evitaba tocarle

el rostro a la mujer pues no quería dejar evidencia alguna ante los que frecuentaban

la casona del cafetal.

Caminaba Eduvina hacia la humilde vivienda de sus padres con el alma desecha,

el dolor le brotaba por cada rincón de su cuerpo. Sus padres -como era la norma

establecida- siempre le daban el mismo discurso:

“aguante mijita, él... ¡es tu esposo!, debes ser sumisa, ¿quién sabe que diantres le

hacés pá que se ponga así el pobre de Abdel?”

Mientras sus padres le herían aún más con ese patético discurso, la mujer se cubría

su espalda marcada con el filo de una enorme hebilla de la faja de cuero del

bastardo hombre; y regresaba a la casona del cafetal, ¡al mismísimo infierno!

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Bajando por el camino a veces le saludaba el viejo Anselmo, un moreno

guanacasteco que siempre le brindaba una sonrisa amorosa.

Cierta tarde, cuando ya el ocaso y la penumbra llenaban el cafetal, Anselmo y otro

peón de la finca cafetalera caminaban de regreso a sus casas. Uno tenía sus mozos

veintisiete años, el guanacasteco ya caminaba cansado, medio encorvado, con la

mirada hundida y su hablar paciente. Bajando por la quebrada, el joven muchacho

le preguntó:

- Hombré Anselmo, ¿cómo estuvo hoy la vaina con el secáo del café?

- Diay Francisco lo mismo ´e siempre, ¡volar pala!... ¿y qué tal tu día?

- Hoy me tocó podar toiticos los siembros de la casona de los patrones y la verdá

mejor ni hubiera estáo ahí. El bruto del patrón le dio una juetiaá a la patrona… ¡lo

escuché toititico!, casi la mata ese infeliz. Después tuve que dentrar en la casona

pá alistar los rifles y las vainas del patrón porque va pá Guanacaste de cacería en

dos días.

- Francisco mirá, ese hombre la llegará a matar, no es la primera vez que esto me

lo cuenta alguien. ¿Vos sabés que yo jui que le enseñé a ese condenillo de Abdel a

tirar? Me lo llevaba pá la Carpintera siendo bien güilita y ahí le afiné la puntería.

Vieras como me ha invitáo a esa cacería en Guanacaste, pero nunca le he aceptáo

la invitación. Yo jui el que lo llevó por primera vez a esas llanuras guanacastecas y

desde entonces no he regresáo por esas sequedades.

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- Hombré Alselmo no sabía eso… ¡con razón ese condenáo tiene tan fina puntería!

¡por Tatica que ojalá no le pase naida malo a la patrona!, ella es tan dulce y bella,

yo soy capaz de convertíme en el mismitico pisuicas y cobrásela a ese condenáo

del patrón.

Los hombres se perdieron en el bajo de la quebrada y un necio cuyeo les iba

acompañando.

Anselmo Rivas, era un hombre guanacasteco de origen nicaragüense que había

llegado al cafetal en Tres Ríos cuarenta años atrás. El hombre de setenta años

conocía como la palma de su mano el cerro de la Carpintera, vivía al pie del monte

en una humilde casa de madera, pero también conocía profundamente el llano

guanacasteco, pues ahí nació y creció.

Al llegar en esa noche a su casa, le dijo a su esposa:

- Vieja, alistáme en un saco mis cosas de cacería, en dos días voy con el patrón pá

Guanacaste.

- ¡Vos sos jodido pué!, tenés añales de no ir por esos rumbos, ya no sos un güila…

¡ahí te quedará una pata ensartada en el abierto sonsocuite!... ¡vos sos jodido pué!

Al día siguiente, el viejo de setenta años habló con Abdel quien gustoso aceptó

llevarle en la comitiva. Llevaría a su mentor, al viejo Anselmo a la cacería en

Guanacaste.

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A los dos días Anselmo salió de su humilde vivienda, con un saco, un machete a la

cintura, y su viejo rifle de un solo tiro.

Regresemos a Puntarenas.

En esa noche costera, Abdel estaba fumando un habano frente al calmo mar. Los

botes seguían meciéndose asidos a las amarras y adentro en el hotel, entre los

amigos cazadores, dormía profundamente uno de trotes tan lejanos y cansados. Ahí

en un rincón, dormía plácidamente Anselmo Rivas, con su viejo rifle de una munición

junto a él. Otrora, le habían conocido en Guanacaste como !tirofijo!

Muy de mañana salieron en los tres botes rumbo al golfo de Nicoya. En la última

embarcación iba con los pertrechos el viejo de setenta años. Adelante en las otras

embarcaciones iban los ricos terratenientes cafetaleros, hablando y tan

dicharacheros. El cuarentón de Abdel sobresalía con sus pedanterías ostentosas.

Atrás venía callada la experiencia, observando, analizando, y el rifle de un solo tiro

estaba siempre junto a él.

Casi tres horas después entraron por el río Tempisque, ayudados por la marea que

se adentraba en el ancho cauce. Los enormes lagartos se disponían en ambas

orillas, de repente apareció majestuosa la bulliciosa isla Pájaros y un concierto de

espátulas rosadas, garzas, chocuacos y otras aves acuáticas, dieron la bienvenida

a la comitiva de cazadores. El verde manglar contrastaba con la sequedad extrema

de ese marzo guanacasteco de 1941.

De repente dos jabirú volaron sobre los botes y entonces se escuchó decir al viejo

Anselmo más atrás:

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“ahí van tres Galán sin Ventura”.

Fueron dos Galán sin Ventura, pero el viejo Anselmo observó tres.

Desembarcaron cerca de las dos de la tarde en puerto Chamorro, Bagaces, sobre

el río Tempisque. Ahí estaban algunos sabaneros esperando la comitiva, y el trote

comenzó talante sobre la llanura agreste y seca. Adelante, los sabaneros con los

pertrechos, en medio iban orgullosos los ricos cafetaleros y atrás iba con trote

pausado, evocando pasadas faenas por ese mismo llano, observando, escuchando

los sonidos del monte -como él decía-, el viejo tirofijo. A lo lejos sin que nadie lo

notara observó pasar una enorme venada en una loma llena de cornizuelos. Su rifle

de una munición, seguía quieto en su lecho.

La noche cayó en aquella llanura y una estrella incandescente se perdió en la

mirada de Anselmo, hacía frío, el llano olía a perfecto misticismo y magia

guanacasteca. Unos coyotes se escuchaban en la lejanía hacia las Lomas de

Barbudal.

Amaneció, y la empresa se dispuso muy de mañana. Los cazadores estaban listos

con sus lujosos pertrechos, botas de cuero hasta las rodillas, chalecos especiales,

puñales de finas incrustaciones, sombreros de fino cuero, brújulas modernas y rifles

americanos de avanzada tecnología. Colgando de sus hombros, hermosas

cantimploras con agua fresca.

Los oligarcas cafetaleros debían volver a la meseta central con los más insignes

trofeos. Debían colgar ufanas en las enormes salas de sus casonas cafetaleras, las

enormes cachamentas.

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Anselmo Rivas, esa mañana entró al llano con un lullido pantalón, unos zapatos

desgastados y su viejo sombrero. En su espalda su viejo rifle, un bolso con una tapa

de dulce, una botella con café frío, una bolsa con pan añejo, sus cigarros… ¡No

llevaba ni una sola gota de agua! En la bolsa derecha de su pantalón iba tan solo

un tiro, ¡sí así es, solo un tiro! y en su cintura amarrada con un mecate la cubierta

con su afilado machete. Solamente un tiro para esa larga faena de cacería.

Los hombres se dispersaron en medio de la extensa llanura. Cientos de chicharras

estridulaban al unísono, la sequedad del llano era magistral, vasta e indomable. El

viejo Anselmo subió a la loma que tanto conocía, desde ahí esperó a su presa.

Colocó en su viejo rifle la única bala que llevaba, se posó en el suelo sobre unas

hojas secas debajo de un enorme árbol de pochote que se erguía centenario. De

repente, a lo lejos escuchó un disparo, un enorme venado de gran cachamenta

había caído en la exquisita mira de Abdel. Anselmo sólo observaba paciente desde

la loma. De repente sintió sed, no llevaba una sola gota de agua, pero buscando

entre el seco matorral vio un grueso bejuco que colgaba de un árbol y dejándole ir

un preciso machetazo, el agua brotó a raudales saciando su sed. El viejo Anselmo

era un zorro del llano.

Dos horas llevaba ahí paciente el viejo Alselmo, esperando la mejor presa, el mejor

animal para quemar su única munición. Esperaba la mejor cachamenta de ese llano,

hasta que, en frente de sus hundidos ojos, la presa estaba localizada y fijada, el

tirador en la loma, la presa abajo en el llano se erigía ufana pero tan vulnerable.

La única bala estaba dispuesta en la cavidad, el dedo índice derecho palpando el

oxidado gatillo. La respiración controlada y en su boca un trozo de dulce.

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De repente un pensamiento brotó en su mente, una imagen borró por un instante la

presa que se ofrecía perfecta a lo lejos. La imagen de su única hija, Eduvina, de la

doliente y sufrida hija brotó en su mente antes de apretar aquel oxidado gatillo.

Entonces su mirada se afinó.

Un disparo salió de la loma.

El tiro fue perfecto en la frente de la presa. La fiera cayó derrotada en aquel

sonsocuite agrietado. El trofeo estaba listo para ser llevado a la meseta central. Una

vez más tirofijo no había fallado. Nadie vio de dónde había salido ese único tiro.

Ahí estaba el tercer Galán sin Ventura.

Cuatro días después, en aquel pueblo de Tres Ríos, decenas de personas

enterraban a Abdel el cafetalero de origen árabe. No dejaron ver su rostro, pues un

enorme orificio de bala había agrietado su frente.

Nunca más se volvió a ver por el cerro La Carpintera al viejo Anselmo, el verdadero

padre de la sufrida Eduvina.

En alguna parte de la seca bajura guanacasteca, ¡encontraron el viejo rifle de tirofijo!

¿Y al viejo zorro?... ¡nunca más le volvieron a ver!

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Amor liceísta

Todo comenzó en San José de 1900, en una fría tarde lluviosa, en una capital de
casas de bahareque y edificios ostentosos.

Ella de pie ahí en el andén. En frente, la enorme locomotora con su arrogante vapor

y el estridente silbato, anunciaban la partida de un amor pasajero. Ella de pie, con

un lullido abrigo que dejaba entrar en su piel el frío de aquella tarde. A lo lejos, el

último vagón se perdía entre las líneas y los testigos durmientes.

Ahí quedó inmóvil, suspirando, con sus manos puestas en su vientre. En el último

vagón, iba su verdadero y único amor, tan pasajero pero verdadero, un amor que

había dejado un brote repentino en su vientre. Esa tarde fría, en el andén, el brote

de ese amor se movió dentro del vientre, al sentir alejarse la humeante locomotora.

De vuelta a la maltrecha pensión iba caminando Josefina, con frío, hambre y tan

pensativa. En sus entrañas, el dolor le quemaba como fuego abrazador, y en su

vientre, ¡ah en su vientre iba creciendo el fruto de su amor verdadero! En el último

vagón del tren, iba un estadounidense de origen irlandés quien había estado por un

año en San José realizando algunos trabajos en la Legación de Estados Unidos.

Joven mozo de porte esbelto, apuesto y elegante, su cabello evocaba destellos

deslumbrantes de celaje tornasol. Sus ojos verdes eran la perdición de la negra

mirada de Josefina.

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El regreso a la pocilga en donde vivía se hizo eterno, el llanto en los grandes y

negros ojos se confundía con las frías gotas de lluvia de esa tarde. Ella caminaba

lento, como llevando el conteo de los pasos hacia su realidad, aquel verdadero y

único amor jamás regresaría, sabía ella que no volvería al frío andén.

Cinco meses después, una comadrona -oriunda de Puntarenas-, asistió en el

alumbramiento a la bella chola Josefina. Ahí en las peores condiciones de vida, en

una pensión de mala muerte, vino al mundo una preciosa niña a la que bautizaron

con el nombre de Soledad. En un rincón del maltrecho camastro, cobijada y recién

nacida, dormía la esencia pura de la inocencia. A su lado, cansada de la labor,

sudorosa y aún quejumbrosa del alumbramiento, estaba la madre, Josefina,

conocida como la chola prostituta.

El tiempo transcurrió, la niña Soledad fue creciendo como también lo hacía su

cabello dorado, del mismo color de su progenitor. Era el brillo y la belleza de esa

niña la que contrastaba con las penas, las miserias y lo deprimente de la pensión al

sur de San José. Tenía Soledad un cabello como hilado en los telares celestiales,

sus ojos eran la perfecta mezcla entre el color del verde de su padre y el negro

intenso de Josefina. Eran de un color indescriptible, no había definición cromática

para mencionarlos, la dulzura y encanto de esos ojos traían un remanso de aguas

primaverales en medio de aquella ruina deprimente.

Su madre Josefina, continuaba ejerciendo la misma actividad que desde joven fue

exigida a realizar. Su alma estaba cansada, su espíritu triste, su piel se estaba

marchitando, antaño, era follaje de lujo y ahora se convertía en hojarasca

quebradiza. Cada noche, el maquillaje a granel estaba dispuesto en su rostro, por

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esas mismas esquinas iba con frío o con hambre, ofreciéndose a la oferta del mejor

postor de temporada. En la pensión quedaba siempre su hermosa hija Soledad, a

cargo de la madre sustituta, la noble y amorosa comadrona puntarenense, la cual,

viendo la belleza y avidez de la niña, no dudó en llevarla día a día a una escuela en

el centro de San José.

Soledad terminó la educación primaria y el mundo laboral le abrazó de repente,

aunque su deseo era estudiar en el Colegio Superior de Señoritas, la realidad fue

otra. La necesidad latente en medio de tanta miseria, la hizo tomar otro rumbo.

Con sus bellos trece años, la encantadora Soledad fue contratada en una bella casa

restaurada de estilo colonial muy cerca del templo josefino que llevaba su mismo

nombre. Ahí, llegaba todas las mañanas a realizar labores domésticas, muy cerca

de la Iglesia de la Soledad en San José. Eran días agotadores, de limpieza, de hacer

mandados al mercado central y de cuidar a los tres niños de esa adinerada familia

josefina. Corría el año de 1913, y el desfile de estudiantes del Liceo de Costa Rica

comenzó a detenerse todas las tardes frente al hermoso jardín de la casa colonial.

Aquellos muchachos inquietos y curiosos, no quitaban sus miradas de la nueva flor

que había llegado al jardín. Era una flor tierna, esplendorosa y enigmática, la

parada, se hizo obligatoria para los liceístas que regresaban a sus casas por las

tardes.

Había entre los jóvenes liceístas, un muchacho de la misma edad de Soledad, era

algo tímido, sigiloso, de muy poco hablar, tenía la mirada profunda y dulce y eso le

encantaba a Soledad. De todos aquellos liceístas que se paseaban frente al

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precioso jardín, era ese joven de cabello castaño, zapatillas lustrosas y elegante

corbata, el que había encendido la chispa del amor en el corazón de Soledad.

El tiempo transcurría en esa ciudad capital, la joven Soledad como de costumbre,

cada mañana llegaba a las labores en esa hermosa vivienda. El desfile de liceístas

cada tarde era tan notorio.

Su madre Josefina, seguía sorteándole a la vida algunos reales prostituidos en esas

noches, entre el asco, el repudio y la necesidad de sobrevivir. Josefina, la chola

prostituta, llevaba la marca de los años en su piel y en su alma, como evidente era

la marca de un filoso machete que su violenta madre le había dejado en su pierna

derecha, una tarde de 1885 cuando con sus quince años, se negó a prostituirse por

primera vez en esas mismas calles josefinas.

El joven liceísta de dulce mirada, comenzó a quedarse por las tardes a la espera de

la radiante mujer que robaba las miradas y suspiros de los marchantes discentes.

Fue aflorando una tierna y dulce amistad. Cada tarde, estaba tan puntual en la

entrada de la preciosa casa colonial, sentado en la ancha grada y recostado al negro

portón de hierro forjado. En ocasiones, se conformaba solamente con mirarla a lo

lejos en sus labores domésticas, y otras, -cuando la suerte le complacía- le

acompañaba al mercado central en alguna diligencia por la tarde. Eran caminatas

de ensueño para los jóvenes enamorados, él al acariciar el cabello dorado, sentía

el trigal en sus manos, terso y con un olor a heno primaveral. Había en el cabello de

Soledad, ¡trigo maduro! y eso le encantaba al joven liceísta.

Cada semana, al regreso del Liceo de Costa Rica, el joven Ezequiel llevaba algún

escrito en sus manos para entregar a su joven amada.

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Poemas de Rubén Darío, Antonio Machado o las más exquisitas rimas de Gustavo

Adolfo Bécquer, hacían el deleite literario de la joven Soledad, quien esperaba

ansiosa cada semana una nueva lectura de su enamorado liceísta. Era común,

verles juntos leyendo versos, sentados en las gradas de la hermosa casa colonial.

El amor fue creciendo en esos jóvenes, ella guardaba en un cofre de madera, todos

los escritos que cada semana le llevaba Ezequiel. Era su tesoro sagrado.

Una tarde dominical, los dos enamorados caminaron rumbo a la paupérrima pensión

donde vivía Soledad. Ezequiel había insistido desde mucho tiempo atrás, Soledad

nunca quiso mostrarle el miserable lugar. Esa tarde fría de noviembre, los jóvenes

de diecisiete años llegaron al lúgubre y triste cuartucho en donde vivían Soledad y

su madre. Ezequiel, mirando el derredor del cuartucho, solamente abrazó

fuertemente a su amada. No dijo palabra alguna, solo atinó en fundirse en un abrazo

con su amada, y susurrándole al oído le dijo: “serás mi esposa, ¡y quizás aún viejos,

volvamos a leer tus rimas por las tardes lluviosas!

Soledad posó su cabeza sobre el pecho de su joven amado y un suspiró les abrazó.

En noviembre del año 1918, el joven Ezequiel recibió su diploma del Bachillerato en

Humanidades del prestigioso Liceo de Costa Rica. Se graduó con honores, siempre

fue un estudiante destacado.

El día de su graduación, recibió de sus padres un hermoso anillo de oro con su

nombre grabado como premio al esfuerzo de aquellos años de colegio. Por la tarde,

Ezequiel llegó en frente del jardín. Al salir su amada con el cabello suelto, un abrazo

y un dulce beso de los tiernos labios rosados, fueron el mejor obsequio en ese día

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de celebración. Tenían ahora los jóvenes dieciocho años, y pidiéndole Ezequiel a

su amada Soledad que cerrara sus ojos, entregó en sus blancas y laboriosas manos

dos obsequios de compromiso de bodas: el anillo de oro el cual calzó perfectamente

en unos de sus dedos y un libro que se titulaba “Rimas y Leyendas”, una edición

que un profesor de Ezequiel le había traído desde España.

El compromiso quedó sellado en esa tarde, en los preciosos ojos de Soledad brillaba

la esperanza y la ilusión y en el joven recién graduado, -las ganas de forjar un futuro

prometedor para su amada-, saltaban a flor de piel.

El joven Ezequiel, -debido a su vocación y talento- fue nombrado como docente en

una escuela recién abierta por la región de Puriscal. Todo estaba planificado,

trabajaría un año, reuniría aquellos reales necesarios y llevaría al altar a su

enamorada Soledad. Los planes estaban pactados, las ilusiones se paseaban

alegres en la mente de los dos jóvenes prometidos. El tiempo comenzó a transcurrir,

él en su escuela rural dando sus primeros pasos en la docencia y ella en sus faenas

diarias en la elegante casa colonial.

La espera era eterna para los enamorados, cada dos semanas el encuentro era

como un desborde de aguas contenidas. El amor se desbordaba en raudales

apasionados.

En una tarde de agosto del año 1919, los padres de Ezequiel, -vestidos de negro-

llegaron frente a los hermosos jardines de la casa y hablando con el señor de la

casa, se sentaron en el anchuroso corredor. Había en el aire un silencio ceremonial,

entonces, la joven Soledad fue llamada en esa conversación.

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Después de treinta minutos en el corredor frente al jardín, la joven Soledad, con su

largo cabello de trenzas doradas, sentada debajo de una higuerilla, lloraba

desconsoladamente. Su amado prometido Ezequiel, falleció un día antes producto

de una extraña fiebre que le había aquejado por varios días. Toda la ilusión se

derrumbó en ese instante.

Desde ese día, la joven fue llevada a vivir en esa casa colonial cerca de la Iglesia

de la Soledad. Y desde ese día, el traje de luto, fue la seña evidente de la tristeza

en su corazón.

Los liceístas seguían pasando frente a la hermosa casa de estilo colonial.

De tarde en tarde, en el año de 1977, se veía a una hermosa anciana de largo

blanco cabello, sentada en una mecedora, con su vestido negro. Los niños, nietos

de aquellos tres infantes que cuidó por tanto tiempo, jugaban alrededor de ella y le

llamaban “tita Sol”.

Afuera, el desfile de los liceístas seguía siendo tan común. Alguno que otro

estudiante volvía a ver hacia el jardín con mirada indiferente... ya nadie se detenía

a admirar aquella vieja, pero aún bella flor del jardín.

Meciéndose lentamente, con sus inseparables lentes y sus manos maltrechas por

el tiempo, siempre leía la anciana en esas tardes, sus atesorados escritos.

Todas las tardes, sentada en el corredor junto al jardín y escuchando las bocinas y

el ajetreo de los automotores que llenaban la ciudad capital, Soledad, -la hija de

aquel estadounidense y de aquella chola prostituta., sacaba de su antiguo cofre de

madera, un libro con sus páginas tan amarillentas. En su portada estaba escrito el

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título de Rimas y Leyendas, abajo con letras más pequeñas, apenas se podía

distinguir el nombre de Gustavo Adolfo Bécquer. En su cuello, una fina cadena de

oro colgaba con un anillo inseparable y en el interior del libro, aún se podía leer

perfectamente: “Para mi amada con todo mi amor y devoción”.

Al igual que en el viejo anillo, también en el libro se podía leer el nombre grabado

que decía… Ezequiel.

De vez en cuando, por esas tardes, un saludo repentino salía desde aquel hermoso

corredor hacia los marchantes liceístas y un suspiro se perdía desde el alma

cansada de aquella anciana de origen irlandés.

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La chola Josefina

La niña estaba afuera llevando frío. Adentro, en la casa de madera que servía de
lupanar, estaba su madre, sorteando los reales entre esos hombres ebrios, entre

los cuales también frecuentaban algunas importantes figuras políticas, y de la

oligarquía cafetalera de la época. Sentada en las sucias gradas, tiritando, y con su

estómago vacío, la niña Josefina pasaba esas horas nocturnas esperando que su

madre terminara su turno en la oscura mancebía. En la entrada, algún mozo que

llegaba o salía de la casa, mostraba compasión por la niña y ponía entre sus frías

manos alguna moneda. La niña, siempre guardaba aquellos reales para -como

decía ella- ayudarle a mamita con el pago de la pensión. Adentro la lujuria

revolcándose... afuera la inocencia temblando de frío, en el cuerpecito enclenque

de la niña.

Luego de las faenas lujuriosas de su madre, en ese burdel clandestino, regresaban

madre e hija en medio del frío o una leve llovizna. La madre con paso campante y

apresurada, la niña… atrás tratando de alcanzar a la seca y agria mujer. Ahí venía

la niña de ojos negros, cabello lacio tan negro, a la que conocían como la cholita

Josefina, en esa barriada allá por el llamado Paso de la Vaca.

Era Josefina la hija menor de la madre prostituta. Tenía además tres hermanos, los

dos varones que se habían ido para Limón a trabajar en la construcción del

ferrocarril, y su hermana de dieciocho años quien también ejercía el mismo oficio de

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su madre -quien ya había pasado los cuarenta años-, pero aún tenía su clientela

fija. Ese era el ambiente y el diario transcurrir de la cholita Josefina.

Había cumplido sus quince primaveras, nunca recibió instrucción educativa ni

asistía a ninguna escuela de la época, sin embargo, una compañera prostituta de

su madre, a duras penas le había enseñado a leer y a escribir en la pocilga de

pensión donde dormían.

Una tarde de 1885, cuando ya la niña se había transformado en mujer con sus

hermosos quince años, su madre le dijo en el chinchorro de pensión:

- Mirá Josefina, hoy te alistaré pá que te vayás con ñor Eladio, me dijo que me

pagará buenos reales por vos. No podemos quedarle mal… ahí tenemos buenos

reales.

- ¡Mamita…! yo no quiero, por tatica que no quiero mamita, no me mandés a eso

por favor.

- ¡Te me alistás y ya condenilla!, ya quedé con ñor Eladio de llevarte hoy en la noche

al hotel del chino, ¡ese cholláo me pagará bien por una hora contigo…!

Josefina, en medio del llanto y de un dolor que se clavaba como agujas en su piel,

corrió hacia la puerta tratando de escapar del triste destino, pero la cruel madre

tomando un herrumbrado machete, lo dirigió como saeta directa hacia su pierna

derecha. Una herida quedó desde ese día marcada en esa pierna, pero fue mayor

la herida que brotó esa noche en ese burdel, cuando el maloliente y sucio ñor Eladio,

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la tomó brutalmente abusando de la muchachita quinceañera durante una hora. El

acto quedó consumado y los reales en la mano de su despiadada madre. El destino,

marcaba ahora a la cholita Josefina, en medio de una ciudad capital que comenzaba

a transformarse con las ideas del liberalismo político. San José se estaba

convirtiendo en una ciudad cosmopolita y también en centro nocturno de desenfreno

en esos lupanares cada más concurridos por propios y extraños.

La chola Josefina se hizo mujer de espuela, y fue tan conocida en esos burdeles de

fama. La mujer ahora en su veintena de años, era hermosa, de grandes ojos negros,

cabello negro lacio, bajita de estatura, pero de silueta envidiable. Escogía a sus

clientes, ya que era tan común verle frecuentar importantes sitios de nuestra capital,

como los consulados de Inglaterra, Francia, España y Alemania o las legaciones

Norte Americana, de Italia y México. Ahí estaban sus clientes predilectos, entre los

extranjeros que llegaban por las oficinas para realizar algún trámite migratorio.

Como decía ella, “ahí hay buenos reales”.

En el año de 1898, en medio del negocio ferrocarrilero que un estadounidense de

apellidos Cooper Keith hizo con el Estado costarricense, llegó a la legación

norteamericana un apuesto hombre de padres irlandeses, de cuarenta años y de

apellido McCarty quien era un ingeniero que inspeccionaría la instalación de algunas

locomotoras. El encuentro, en las afueras del precioso edificio de la Legación Norte

Americana fue amor a primera vista para la chola Josefina. Ella recostada en el

enorme muro de hormigón, con su cabello suelto y su vestido que dejaba ver parte

de hermosa pierna, de repente vio abrirse el estilizado portón de hierro forjado,

entonces la figura imponente del hombre -quien portaba un sombrero color gris-

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quedó impregnada en los bellos ojos negros de la chola prostituta. De repente, el

hombre se quitó el sombrero en señal de saludo y respeto -dejando mostrar su

cabello dorado-, entonces, ella le pidió un cigarrillo y al ver los encantadores ojos

verdes del norteamericano, quedó flechada por ellos y por el encanto y el estilo con

que el apuesto mozo sacaba de su fina gabardina la cajetilla de cigarros.

Ella comenzó a frecuentar al mozo de ojos verdes por el fino hotel josefino donde

se hospedaba. Él, le llenaba de ternura y cariño. Ella dejó de frecuentar sus pocilgas

de prostitución, sentía el refugio y el cuidado en los brazos de ese hombre que

apenas lograba hilvanar algunas frases en español.

Fueron dos años donde ella sintió por primera vez el sentimiento más puro y noble

de la humanidad… ¡el amor! El hombre de apellido McCarty la trataba con ternura,

con afecto. Los domingos por la tarde, alquilaba un hermoso carruaje y se perdían

por las polvorientas calles josefinas hacia La Sabana -en donde como dos

enamorados- se entrelazaban amantes en medio del verde pasto en la orilla del

precioso lago. La vida le sonreía a la chola Josefina.

El amor floreció. La chola Josefina sentía en su pecho el amor verdadero, y en su

vientre el fruto consumado de ese sentimiento. Estaba embarazada de su amado

norteamericano de ojos verdes, mas no se lo quiso decir. Lo calló por algunos

meses, hasta que una noche lluviosa de setiembre, en el lujoso hotel capitalino, ella

se lo dijo. Él también tenía que decirle algo esa noche. Con sus ojos verdes

sollozantes y mirando fijamente los enormes negros ojos de Josefina, le dijo que

tenía que partir hacia México a supervisar un nuevo proyecto ferrocarrilero de la

Railway Company. Esa noche el llanto de la chola fue eterno, como dos fuentes

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abiertas saladas. Él, solamente besaba su vientre, lo acariciaba y lo volvía a besar.

De repente, de los encantadores ojos verdes, cayeron varias lágrimas que

humedecieron el vientre descubierto. Fue la última noche de amor consumado, para

los dos enamorados.

Al día siguiente, en una tarde muy fría y lluviosa de setiembre de 1900, en el andén,

estaba la chola Josefina de pie tiritando de frío, un viejo abrigo de ralita tela le

acompañaba. Frente a ella, la locomotora anunciaba con su silbato la partida hacia

el puerto de Limón. Mientras la enorme masa de hierro salía lentamente de la

estación, lentamente también brotaban las lágrimas de los negros ojos de la chola.

En el último vagón, unos ojos verdes empapados… se fueron alejando hasta

desaparecer. El norteamericano llevaba en sus labios el rojo carmesí de su amada

y el aroma del perfume francés en su camisa. Ahí, seguía de pie en el andén la

chola Josefina, mientras en su vientre sentía el movimiento de la hermosa niña que

se gestaba ya con los cuatro meses. Se había ido el amor para siempre. El regreso

a su pocilga -al sur de San José- fue eterno, lloraba, se estremecía entre el frío de

la tarde y el dolor de su corazón. El dolor de Josefina, enlutó a la capital en medio

de la suave llovizna.

Esa tarde le vieron regresar por esos chinchorros. En su vientre un fruto del amor

que se gestaba, en su piel un extraño frío… y en una escondida bolsa de su vestido

unos verdes billetes norteamericanos para pasar los meses. No quedaba más

remedio, había que regresar a su antiguo oficio, luego de dar a luz a la hermosa

niña, volvería a sus andanzas nocturnas.

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Y así fue, luego del nacimiento de la preciosa niña -que llamó con el nombre de

Soledad- la chola Josefina retornó a sus quehaceres entre burdeles y los finos

edificios de las delegaciones diplomáticas. El tiempo transcurrió, su piel se fue

marchitando, su corazón endureciendo, su cabello dejaba notar blancos destellos y

sus ojos negros mostraban la tristeza que guardaba en su corazón. Su bella hija

Soledad, -la joven cuyo padre se alejó una fría tarde rumbo al olvido-, fue contratada

en una hermosa vivienda por la Iglesia de la Soledad cuando tenía trece años, y al

tiempo formó parte de la adinerada familia. Se fue a vivir ahí, desde el día que su

joven amor, un destacado graduado liceísta llamado Ezequiel, muriera en Puriscal

de una extraña afección.

Ahí seguía la chola Josefina con su vida de prostitución.

Cada domingo su hija Soledad le visitaba y salían juntas a caminar y comer al centro

de la capital, cuanto les gustaba a esas dos mujeres comer en aquel restaurante

sobre la avenida central conocido como Chelles, en esas tardes dominicales.

Siempre pedían un espumoso café caliente y un delicioso emparedado de una

exquisita carne.

Cierto día de 1925, cuando la chola Josefina cargaba sobre sus hombros sus

cincuenta y cinco años cansados y ajetreados de faenas prostituidas; un apuesto

hombre de barba entrecana y que respondía por el nombre de William McCarty

localizó a la tan famosa prostituta capitalina, la chola Josefina. El mozo de cincuenta

años, entregó una carta y un sobre especial en las manos de la mujer. Josefina,

extrañada y algo nerviosa, abrió el elegante sobre con sellos norteamericanos, y al

sacar el contenido, tuvo en sus manos, una cuantiosa suma de dólares americanos.

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Además, venía también una carta escrita en pésimo español. Eran las letras de su

amado de ojos verdes, quien días antes de morir de malaria en un país caribeño,

escribió esa carta y preparó los billetes para ser enviados a la chola Josefina y a la

hija que nunca conoció. El encomendado para llevar la mensajería, fue el hermano

menor del norteamericano de ojos verdes, un tío de Soledad.

En la carta, solicitaba el moribundo hombre a la Chola Josefina que se retirara de

las faenas callejeras capitalinas. Le instaba a comprar una pequeña vivienda y a

invertir en algún negocio junto a su hija Soledad con los dólares enviados. Y así fue,

tal cual solicitó el hombre de origen irlandés hizo la chola Josefina.

Desde ese día, la chola prostituta dejó en el olvido los burdeles y los chinchorros de

mala muerte que había en San José. Con ayuda de su hija Soledad, -quien vestía

de negro luto desde que murió su novio Ezequiel-, compraron una pequeña pero

acogedora vivienda en Tibás, donde ahí mismo, abrieron una pequeña venta de

libros estudiantiles, entre los que destacaban algunas obras de Rubén Darío, de los

miembros españoles de la Generación del 98 y las exquisitas Rimas y Leyendas de

Gustavo Adolfo Bécquer, que tanto amaba su hija Soledad.

Una tarde de 1945, en el hospital San Juan de Dios, a sus setenta y cinco años,

murió la bella chola Josefina. En su funeral en Tibás, asistieron su hija y muchas

mujeres, las mismas que otrora fueron sus compañeras de ajetreos nocturnos por

los burdeles josefinos.

En la pequeña librería en Tibás, oculta entre los exquisitos versos de Bécquer,

estaba la carta del norteamericano de ojos verdes. Al final de la carta -ya amarilla

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por el tiempo-, un te amo escrito en inglés con tinta negra, había sacado la más

tierna sonrisa que jamás pudo tener la mujer… ¡la chola Josefina!

Cada tarde, sentada en la preciosa casa, y viendo pasar a los jóvenes liceístas, la

hija de la chola Josefina, Soledad, sacaba de un cofre de madera algunas cosas

que atesoraba, entre las cuales estaban: los escritos, el libro Rimas y Leyendas y el

viejo anillo de compromiso de su amado Ezequiel, el liceísta fallecido. También,

estaba la carta que su padre -al cual nunca conoció- le enviara a su madre.

¡Esto fue de la vida de la chola Josefina, quien fue enterrada en algún lugar del

cementerio de Tibás!

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Una baranda para Sebastián

El vapor había llegado al puerto de Limón en esa cálida y húmeda tarde de mayo,
las maletas estaban ordenadas en la entrada de la estación del ferrocarril. En la

banca metálica estaban sentados los miembros de esa familia europea, fue una

travesía larga y agotante atravesando el Atlántico. Habían salido desde España

huyendo de la Primera Guerra Mundial que había iniciado un año atrás en el Imperio

Austro-Húngaro. Ahí estaba sentada la madre con sus seis meses de gestación,

una española nacida en Alcalá de Henares de bellos cabellos castaños que caían

hasta su cintura. Al lado de esa mujer -que pasaba ya la treintena primaveral-,

estaba pensativo y tan serio aquel mozo nacido en Viena, de bigote prominente,

evidente calvicie y de porte impecable tan evidente desde su camisa fina, color

blanca, hasta sus botas de cuero con broches metálicos. Al otro extremo de la banca

color verde, juguetones e inocentes, estaban tres niños rubios y tan parecidos a su

padre. Junto a la madre estaba la única niña de aquel matrimonio, tocando con gran

suavidad y ternura el fecundo vientre de la bella mujer. Tenía esa niña algo tan

especial, había en su mirada ternura y amor, era la primogénita mayor de ese

matrimonio emparentado con la casa real de los Habsburgo austríacos.

El tío de los niños, un hombre amoroso, delgado, alto y nacido en Budapest, llegó

con los boletos en su mano. Todo estaba preparado, partirían en la locomotora que

yacía frente a ellos. Al ser las tres de esa tarde caribeña, el rumbo estaría trazado

hacia San José en donde comprarían una hermosa vivienda.

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Mientras esos europeos esperaban sentados en la banca metálica, un desfile de

hermosas y prominentes mujeres negras limonenses pasaba frente a ellos. La

algarabía mercante era contrastaba con el silencio de los europeos, “¡Patí, patí,

cocadas, cocadas, pan bon, pan bon, bófe, bófe, pescado, pescado… lleve, lleve el

patí…!” Era una caliente y húmeda tarde de 1915 en puerto Limón, la escena

caribeña, el clima bochornoso y el verde perenne de la región fueron el marco de

bienvenida para esas pieles blancas y cabellos rubios. Al ser las tres de esa tarde,

la locomotora partió hacia San José, a lo lejos el humo de la caldera se disipaba en

un romance solemne con la humedad caribeña.

Tres meses después, en la hermosa y elegante casa comprada en Barrio Aranjuez,

la bella española de Alcalá de Henares, daba a luz a su último retoño, un varón al

que bautizaron con el nombre de Sebastián.

Ahí en San José, nació un Habsburgo y el niño fue creciendo en la preciosa casa

de estilo clásico.

El piso de la vivienda tenía un detallado mosaico con decoraciones de estilo

sarraceno. Las paredes eran anchas, altas y pintadas de un lúgubre color terracota,

las puertas eran de fina madera de cocobolo labrada con exquisitas incrustaciones

ornamentales. Tenía esa casa de Barrio Aranjuez un bello patio en la parte trasera,

en donde relucía una hermosa floresta con colores cautivantes y bellos cantos de

pájaros mañaneros. Desde los dormitorios hasta la floresta, había un ancho zaguán

y después de abrir un alto portón de dos hojas con bellas figuras de hierro forjado,

se daba paso al esplendoroso escenario en medio de pequeños arbustos, rosas,

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claveles, begonias, hortensias, helechos y hermosas pastoras que enamoraban con

su rojo encendido. Esa floresta era el oasis de la lúgubre vivienda.

Aquel niño menor, poco a poco fue haciendo notoria su condición física. Fue

creciendo y también crecía su dificultad para caminar y moverse. Sebastián nació

con una extraña condición en sus huesos que no le permitía caminar con

normalidad. Aun así, el niño siempre disfrutaba de las tardes solitarias en su amada

floresta. ¡Cuánta indiferencia había en esa familia adinerada, cuánta falta de ternura,

de empatía... y de amor! Sus padres pensaron que aquello había sido un castigo de

la divinidad, sus hermanos varones le veían con miradas extrañas y con aires de

mofa. Pero su hermana, la dulce Sisí, le veía con ternura, con afecto, con verdadero

amor. Ella le tenía paciencia, le ayudaba, era empática, nunca sintió lástima por él

y siempre le colaboraba en mejorar su calidad de vida.

Cuando su hermana -a quien bautizaron con el nombre de Sisí en honor a Isabel de

Baviera- se iba al Colegio Superior de Señoritas, Sebastián en su soledad buscaba

refugio en el patio trasero de la enorme vivienda. Tantas veces caminó por aquel

ancho zaguán como romero en su martirio y tantas cayó en el hermoso piso de

mosaico. En algunas ocasiones lograba ponerse en pie y llegaba hasta el metálico

portón, otras, cuando las fuerzas no le respondían, se arrastraba lentamente por

aquel frío y reluciente mosaico hasta que al llegar al portón lograba incorporarse y

abrir la tranca. Una vez ahí, se abría el majestuoso escenario de su amada floresta,

y evocando una sonrisa maravillosa se arrastraba por los adoquines del enorme

patio hasta llegar a la banqueta de hierro forjado en donde tenía un hermoso y suave

cojín.

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Ahí pasaba -debajo del enorme alero de madera- entre horas de tardes con sol o

lluvia, sintiendo el olor de esas flores y escuchando el trino de bellos pájaros

multicolores que llegaban a acompañarle en medio de la hermosa floresta.

¿Cuántas caídas, cuántos moretones en sus brazos y rostro tratando de llegar a su

amada floresta? ¡Cuánta indiferencia!

Aquel hermoso zaguán le había visto caer al piso muchas veces, también le sintió

arrastrándose sobre él. Sisí, le había pedido tantas veces a su padre que mandara

a construir un pasamanos o una baranda en las enormes paredes de aquel zaguán

y también en el patio hasta llegar a la banqueta de hierro, sin embargo, al padre

nunca le interesó cumplir con la petición de su hija. La indiferencia reinaba. Un

sábado, la dulce Sisí visitó a su tío, al amoroso Maximiliano y hablaron tendido

debajo de un frondoso árbol de jocote.

Una fría tarde de diciembre, llegó el tío Maximiliano a visitar a sus sobrinos. Al entrar

en la hermosa vivienda, encontró a los tres muchachos mayores en sus dormitorios,

más al fondo en el ancho zaguán, tirado en el suelo y arrastrándose, observó -sin

hacerse notar- a su sobrino Sebastián haciendo un enorme esfuerzo por llegar hasta

la floresta. Maximiliano solamente observó la escena, pudo sentir el dolor de su

sobrino, sin embargo, le dejó que llegase triunfante hasta la banqueta en la floresta.

El hombre húngaro tomó un trapo empapado, le limpió la pequeña herida que al

caer se había hecho en la ceja derecha su sobrino Sebastián, el cual abrazándole

fuertemente sintió el amor verdadero, algo casi desconocido en esa vivienda.

En esa tarde, el tío Maximiliano recorrió la enorme vivienda, no encontró

condiciones que ayudaran a su sobrino a desplazarse con seguridad por los

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diferentes aposentos. Se despidió esa fría tarde de sus sobrinos, y tomando su

carruaje regresó a su bella finca en Escazú.

Sebastián, el niño menor de aquella familia europea tenía un rostro angelical, sus

cabellos rubios formaban colochos como cepillo entre la madera y tenía una mirada

celeste pero triste. En esa lujosa vivienda, Sebastián seguía cayendo y

arrastrándose sobre el piso de mosaico, mientras la indiferencia seguía reinando en

esa familia de sangre real.

Cuatro meses después, en una mañana sabatina esplendorosa, llegó al barrio

Aranjuez un hermoso juego de piezas en madera de cedro. Atrás venía el tío

Maximiliano, diligente y dispuesto a colaborar con los ebanistas. La instalación llevó

casi ocho horas, se afinaron muchos detalles para entonar con la belleza escénica

de la vivienda. Ese día la familia no estaba, la noche anterior salieron a vacacionar

hacia una pequeña finca en Alajuela.

El domingo al ser las cuatro de la tarde, Sebastián, parado debajo del ancho buque

de la puerta principal de la vivienda, observó con asombro e incredulidad lo que

había en las paredes color terracota. Una bella y lujosa baranda en cada pared,

recorría la vivienda hasta llegar al metálico portón. Afuera continuando el recorrido,

la misma baranda llegaba hasta la banqueta que tenía aquel cojín color azul. Al abrir

la enorme puerta de madera en su dormitorio, pudo ver la misma baranda que se

tendía tranquila -como esperándole- en las lúgubres paredes. Entonces el niño, ahí,

inició el recorrido, paso a paso, sus manos acariciaban lentamente la preciosa

baranda de cedro, se detenía, miraba el jaspe de la madera, seguía caminando y

un suspiro salía desde su inocente corazón. En el zaguán, tomando con sus dos

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manos la nueva baranda se iba riendo, miraba hacia el techo de la alta vivienda -

como desafiando a su lento caminar-. Seguía paso a paso, en sus manos sentía el

bello acabado de charol que tenía el cedro amargo, el olor le fascinaba pues le

llegaba hasta el alma. Continuaba caminando lento pero seguro y al ver el precioso

mosaico, una risa burlesca salía de él, como evocando un desafío notorio hacia su

duro rival. Abrió el negro portón de dos hojas con tanta facilidad, y continuó su

recorrido tomando con fuerzas la bella baranda hasta llegar a su banqueta preferida.

Justo antes de sentarse sobre el bello cojín azul, Sebastián volvió a mirar hacia

atrás, y vio a su amoroso tío Maximiliano, al lado del húngaro estaba su hermana

Sisí de quince años que le miraba con ojos vidriosos y llenos de ternura, con una

sonrisa que formaba una tierna parábola en su rostro. Justo antes de sentarse a

mirar su bella floresta, Sebastián explotó en llanto. Ese niño flaco, pecoso, de

cabello rubio y bellos ojos celestes no pudo contener el raudal de emoción en sus

ojos, entonces se sentó y pudo contemplar que, desde arriba en el cielo, una leve

llovizna comenzaba a caer mojando a su amada floresta. En ese instante, el cielo

también quiso llorar con Sebastián, y las fuentes celestiales fueron abiertas en

aquella hora.

Ese sábado, Sebastián quedó sentado debajo del alero, contemplando su floresta

en medio del aguacero… había regocijo en su alma, entonces su tío Maximiliano y

su hermana Sisí se fundieron en un amoroso abrazo con él.

Y cada día hasta su muerte, ¡Sebastián acariciaba con ternura a su amada baranda

de cedro!

91
Penurias de bahareque

San José, era una capital que mostraba muy bien las diferencias socioeconómicas
a principios del siglo XX. La oligarquía cafetalera y los ricos comerciantes

dominaban la política nacional. Luego estaba... ¡ese que llamaban pueblo!

El hombre estaba ahí con ese porte impresionante, zapatillas negras lustrosas,

pantalón de exquisito casimir, sombrero inglés y elegante gabardina color azul en

esa tarde fría de 1910, en San José. Tan puntual como siempre, su reloj suizo de

bolsillo marcaba las cuatro de la tarde.

Cada fin de mes estaba ahí, con su hermoso caballo y ese carruaje que robaba las

miradas de los rostros asustados. Siempre a la misma hora, su presencia jamás

podría pasar inadvertida, en frente de él estaban unas gentes sencillas, calladas y

nerviosas. La escena estaba sucediendo allá hacia el sur de nuestra capital llegando

a San Sebastián. Cada fin de mes llegaba el hombre de treinta y cinco años de

origen alemán que respondía al nombre Franz.

El elegante hombre disponía su mano para cobrar el arriendo mensual de unas

paupérrimas viviendas de bahareque. Paredes agrietadas, las tejas cada vez más

desboronadas por el pasar del tiempo, el piso de tierra, la cañería del agua a medio

funcionar. Eran quince piezas habitacionales viejas, lúgubres y deplorables. Atrás

en el inmenso solar que era abierto, se disponía cinco piezas en dónde debían

bañarse y cinco letrinas de hueco para todos, malolientes, oscuras, en donde las

cucarachas, ranas, ratones y hasta pequeñas culebras eran el pan de cada día.

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Cinco duchas y letrinas para casi noventa personas las cuales vivían en el

hacinamiento más inhumano.

Franz era implacable, esa tarde de cobro no permitía que nadie le hiciera

sugerencias o reclamos, con ese vocerrón, intimada a cualquiera de los allí

presentes… ¡menos a una persona¡, a la bajita y delgada mujer de origen

puntarenense llamada Carmen Miranda, quien con tono firme y manteniendo gran

entereza, le dijo al elegante hombre en frente del concurrido escenario:

- Buenas tardes ñor Fran, vea usté… ¿hasta cuándo nos va a tener en estas

condiciones?, esas paredes se están caiyendo, vea el pasáo tirrimoto e' Cartago

casi se las trae abajo, el agua sale toititica herrumbrá porque la cañería es muy

vieja, ya no alcanzamos tanta gente en esos baños y letrinas. Nojotros le pagamos

los reales puntual mes a mes… y vea como vivimos, ¡acuantá le cayó una teja en la

jupa a ñor Ismael!, usté sólo quiere ganar y no soltar naida… ¡no sea tan confisgáo

nor Fran!

Entonces el alto hombre de porte impresionante, con su habitual risa de burla, y el

habano en su boca le contestó:

- ¿Quién los manda a tener tantos hijos?... y si no le sirve la pieza, vaya a ver dónde

encuentra algo mejor.

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Los ojos de los fisgones estaban atónitos al ver a la valiente mujer le decirle esas

palabras al mal encarado hombre. Franz cobraba los reales, ni siquiera entregaba

un papel de comprobante del pago de la renta, ¿para qué? al cabo como decía él…

¡ni saben leer ni escribir esas pobres almas! y con una risa algo burlesca se montaba

al bello carruaje y regresaba a la finca cafetalera de su padre que estaba llegando

a Desamparados.

Ahí quedaban quince familias josefinas, hombres cogedores de café y jornaleros de

grandes oligarcas, otros hacían de remendones zapateros, y las mujeres... iban por

las calles capitalinas tocando las puertas de esas bellas casas de arquitectura

europea, entregando la ropa recién lavada y planchada, cargando en sus cabezas

las enormes canastas con esas prendas que iban a lavar en las entonces cristalinas

aguas del río María Aguilar al sur de San José. Esas mujeres que vivían en esas

maltrechas viviendas, en su mayoría eran lavanderas que muy de mañana iban con

sus motetes de ropa sobre sus cabezas, para luego regresar y planchar con las

planchas de carbón. Había que dejar las prendas sin una sola arruga,

completamente pulcras y plisadas con tal de sobrevivir y alimentar a los niños de

pies descalzos y caritas tan sucias.

Por las noches, las paupérrimas viviendas se llenaban de algarabía infantil, de

ilusión... pero también de penas. Realmente era difícil hacer los reales mes a mes

para pagar la renta de esas inhumanas viviendas.

Meses atrás había llegado a la región de Tres Ríos, desde París, la hermosa hija de

un importante oligarca cafetalero. La mujer estuvo varios años por tierras galas,

conociendo la cultura europea y recibiendo instrucción del más alto nivel. En una

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época en la cual San José dejaba notar la completa división de clases sociales, el

Teatro Nacional era sitio exclusivo en donde se reunía las familias más adineradas

de Costa Rica.

Cierto día, el corazón de Franz quedó flechado por la tierna mirada de la joven de

veintisiete años llamada Julia. En medio de una obra del dramaturgo inglés William

Shakespeare, las miradas del duro hombre y de la bella mujer se cruzaron mientras

el público inmóvil presenciaba la escena teatral. Al salir las destacadas familias

costarricenses, donde se saludaban y compartían impresiones, el elegante

caballero no escatimó de su tiempo para esperar a la bella dama, la cual se

acompañaba de una amiga de la infancia. Ambas amigas venían hablando un

perfecto francés.

Desde ese día, comenzó el duro hombre de origen alemán a visitar en su hermoso

carruaje a la bella e ilustre mujer. Había comenzado una relación de amor,

realmente la joven pudo penetrar en la dureza de aquel corazón de acero.

Cierto día, el fin de mes de enero de 1911 en medio de una preciosa tarde en donde

el celaje dibujaba magníficas siluetas en el cielo josefino, llegó el elegante hombre

a cobrar la renta de las maltrechas viviendas. Como de costumbre ahí estaban

también puntualmente y atemorizados los inquilinos con sus reales en sus sucias

manos. También como de costumbre estaba la pequeña y delgada mujer de

cuarenta y cinco años Carmen Miranda, la cual nuevamente le dijo las verdades y

las peticiones sobre las deplorables condiciones de esas verdaderas pocilgas donde

vivían. En medio del monólogo que estaba dando la firme lavandera, del carruaje

vieron bajar a una dama de porte impresionante, con un traje francés estilo trotteur,

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formado por una bella chaqueta y falda que dejaba ver el tobillo de la fémina. En su

cabeza se disponía un magnífico sombrero estilo europeo que era decorado con

unas hermosas plumas tornasoles y el olor del dulce perfume invadió cada rincón

de del triste escenario.

De pronto, cortando el monólogo de la quejumbrosa mujer de Carmen Miranda, le

dijo con su pausada pero firme voz:

-Disculpe señora, ¿a qué se refiere con todas esas cosas que está diciéndole a mi

prometido Franz?

-Señorita, disculpe usté, es que ya estamos cansáos de vivir en estas ruinas, todos

los meses pagamos los reales de la renta y este cholláo no quiere reparar un poco

estas piezas pá vivir con jundamento como tatica manda. Si quiere le enseño como

vivimos por acá… ¡aquí toititico da miedo!

La elegante mujer, de porte esbelto, tan seria pero dada a escuchar a las personas,

entró en medio de aquellos niños, mujeres y hombres que le seguían. Adelante de

ella, como dándole un tour por las deplorables instalaciones iba la puntarenense

Carmen Miranda, afuera con una risa burlesca y fumando un enorme habano estaba

el duro de Franz, contando los reales.

Solamente penuria observó la mujer recién llegada de Francia.

Paredes agrietadas, el piso de tierra con enormes zanjas por la lluvia que entraba,

los techos sin sus tejas que dejaban entrar el goteo de la lluvia. Al llegar al solar y

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ver las insalubres condiciones de los baños y las letrinas malolientes, solamente dio

la media vuelta y abandonó el triste lugar, atrás le seguían muchos niños descalzos

que inocentemente iban brincando con sus dulces sonrisas.

Julia no dijo una sola palabra, quizás era del mismo temple de su prometido... o

quizás hasta peor.

Cada fin de mes, tan puntualmente seguía llegando Julia con Franz a cobrar los

reales de las paupérrimas piezas, y cada mes seguía escuchando las mismas

palabras de la decidida puntarenense Carmen Miranda.

Julia era amante del lujo y de la buena vida, también tenía un espíritu serio y callado

y como hija del oligarca cafetalero, en su mente también estaba el deseo de

superación y de forjar un patrimonio material. Era mujer hábil para los negocios, eso

lo había heredado de su padre. Tenía un olfato muy agudo para comerciar, veía las

oportunidades a flor de piel. Era calculadora y fría para comerciar, quizás mucho

más fría y calculadora que su prometido Franz.

Una noche lluviosa, el hombre enamorado llegó con sus padres a la finca cafetalera

de Tres Ríos, entonces le dijo a su prometida:

- Julia, hemos pensado regalarte unas hectáreas de la finca cafetalera de

Desamparados como regalo de bodas, mis padres están de acuerdo y queremos

que mañana mismo vaya a escogerla con nosotros para hacer la escritura.

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La joven quien era calculadora y buena para el negocio, enmudeció casi por un

minuto, pensativa y enviando su mirada hacia el suelo estaba analizando la

propuesta y calculando su mejor jugada. Entonces contestó:

- Realmente no deseo parte de esa finca, pero sí me gustaría como regalo de bodas

la porción de tierra donde tienen las quince piezas rentadas en San Sebastián. Me

gustaría que reparen esas piezas como Dios manda, que a hagan más baños y

modernos retretes para cada pieza habitacional. Una vez que hagan eso, hacen la

escritura a mi nombre, yo como legítima dueña cobraría más reales y así podríamos

quitarnos de encima a esas personas tan mal educadas y sencillas. Con mejores

condiciones, más reales se cobraría, y gente más culta podría pagar… ¿no creen

que es mejor eso? Sería una mejor fuente de dinero.

El novio y sus padres estuvieron completamente de acuerdo.

Las quince piezas fueron reparadas y mejor acondicionadas, se construyó una

ducha y se instaló un moderno retrete para cada vivienda. Las aguas pluviales se

encausaron, las tejas fueron cambiadas y el piso cambió a madera. Las paredes de

bahareque que el terremoto de Cartago dejó maltrechas, fueron restauradas.

Una vez terminadas las reparaciones, la escritura estaba en manos de la inteligente

y calculadora de Julia. Ya era la dueña legítima y única de las quince viviendas en

San Sebastián.

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La última tarde que Franz llegó a cobrar la renta, las gracias y los gestos de favor

eran evidentes hacia el elegante hombre, quien con una risa burlesca dijo en voz

muy baja:

-¡Pobres diablos… no saben lo que les espera!

Al subir al bello carruaje, desde ahí les gritó con su vocerrón:

- Estas viviendas ya no son mías, ahora le pertenecen a mi prometida la niña Julia

quien vendrá o mandará a cobrar la renta en un mes exacto. Sepan que el precio

será mayor, así que vayan pensando si les sirve o no.

Con una risa burlesca, el hombre de origen alemán desapareció hacia el sur, camino

a Desamparados, en las viviendas ahora recién reparadas, las dudas eran

evidentes. Fue un mes de zozobra, duda y desencanto.

Transcurrió un mes exacto.

Al ser las cuatro de la tarde del treinta de diciembre de 1911, vieron llegar frente a

las quince viviendas, un hermoso carruaje de madera color verde musgo. De su

interior salió la bella mujer Julia acompañada de un maduro hombre que portaba

una valija negra de cuero.

Afuera, las gentes tenían en sus sucias manos los reales del pago de la renta, sus

miradas estaban temerosas, cautivas por la duda, por ver qué les diría la nueva

propietaria. Julia, con su firme voz se dirigió a ellos y les dijo:

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- Como ustedes bien saben se ha hecho grandes reparaciones en estas viviendas,

y eso ha generado gastos inmensos. He recibido esta tierra y las quince piezas

como regalo de bodas y ahora soy la legal y única dueña. Por lo tanto, habrá nuevas

condiciones de ahora en adelante para ustedes y al que no le agraden esas

condiciones puede salir y buscar algo mejor.

En ese momento un silencio sepulcral invadió el lugar, las miradas expectantes se

entrecruzaban.

Carmen Miranda debajo del buque de la puerta dijo en voz baja:

-¡Esta condenilla es pior que el cholláo de Franz!... condenillos oligarcas.

En las mujeres lavanderas se vio humedecer sus ojos, la tristeza era evidente.

El maduro hombre que acompañaba a Julia, sacó de su valija quince hojas, quince

documentos que estaban llenos de letras. Lo temido había llegado, el abogado

repartió esos papeles entre los casi analfabetos inquilinos. Entonces, sabiendo Julia

que la mayoría de las personas no sabían ni leer ni escribir, les dijo:

- Pasará un representante por familia, uno por uno, le dirán el nombre al abogado y

si no sabe escribir su nombre, el abogado le dirá entonces qué hacer. Se explicará

lo que dice el documento.

Uno por uno, cada representante de las familias, fueron pasando, lo temido había

llegado.

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Ese día al ser las seis de la tarde, el carruaje color verde musgo desapareció rumbo

a Tres Ríos. La dueña impuso las nuevas reglas.

En cada vivienda de bahareque el asombro era evidente, estaban perplejos,

absortos. Afuera en el solar, la delgada mujer puntarenense Carmen Miranda lloraba

debajo de un árbol de naranjo, no lo podía creer, mientras sus dos hijas

adolescentes le abrazaban. Parecía algo irreal, imaginario y utópico.

Al día siguiente, en esa fría mañana de año nuevo, las lavanderas se enrumbaron

hacia el río María Aguilar con sus motetes de ropa, aún estaban atónitas y

asombradas.

En sus viviendas, estaban guardadas las escrituras que las hacían las legítimas

dueñas de las piezas donde vivían, sí, de las quince viviendas de bahareque que la

bella Julia les obsequió la tarde anterior.

Atrás de las lavanderas, con paso lento y con el enorme motete de ropa en su

cabeza, aun venía llorando de felicidad la bajita mujer puntarenense Carmen

Miranda.

En el hermoso cafetal de Tres Ríos, esa mañana, la bella Julia dibujaba una

preciosa sonrisa en su rostro y un gozo insospechado inundó su alma mientras

contemplaba imponente al cerro La Carpintera. Su prometido Franz nunca entendió

el gesto de su bella amada.

En San Sebastián, hubo llanto y gozo en esa mañana de año nuevo, hubo alegría

desbordante entre las lavanderas y Carmen Miranda.

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Fiebre en el maizal

Los yigüirros se habían cansado de pedir la lluvia, el sonsocuite de esa llanura


estaba agrietado con heridas que bajaban hasta las profundas raíces de los tristes

árboles, el ganado dejaba ver sus líneas esqueléticas y el río suspiraba al recordar

su caudal de años pasados. Alrededor del pequeño rancho de madera, un pálido

amarillo lo envolvía todo, el sol lo había calcinado todo. En el suelo dormían miles

de hojas ya marchitas, arriba los varejones solitarios y secos enmudecían el otrora

canto del viento en esos árboles guanacastecos. El pozo que estaba detrás del

rancho se había secado, desde hace tres semanas no daba más el refrescante

líquido.

Una puerta de viejas tablas de cedro amargo, estaba entreabierta, en el rancho

entraba una leve brisa quemante. Adentro en ese viejo catre oxidado, estaba desde

hace cuatro días Bernarda Recio, la hija menor de Leopoldo Recio. Una fuerte fiebre

le había postrado, su morena piel estaba caliente, su sangre casi hervía, sus labios

resquebrajados de resequedad y su mente empezaba a perderse en medio del

amarillento y moribundo maizal que se veía afuera por el buque de la vieja puerta.

En la frente de la joven, un trapo mojado con la escasa agua dell río, en el piso de

tierra estaba un enorme cántaro ya casi vacío, dispuesto a volver a ser llenado con

el preciado líquido del Bebedero.

Esa noche, la luna llena transformó el llano al pasar del triste amarillo al blanco

celestial. Por las rendijas de las tablas de cedro, entraban finos rayos lunares al

102
interior del rancho, afuera en el maizal se respiraba un extraño olor, una leve brisa

traía un olor a mojado, entonces afuera en medio de las tristes matas de maíz, se

escuchó una ronca voz que decía:

- ¡Viene la lluvia … viene la lluvia!

Desde el rancho Leopoldo Recio, viendo a la negra nicaragüense de apellido

Jarquín, le gritó malhumorado:

- Vieja loca, no ves que el cielo está despejáo, así mismitico ha pasáo desde que

tuvieron que llegar las primeras lluvias, y mirá, ya vamos por setiembre y nada que

llueve.

- Vení, salí pué, vení y olé, ¡a pura tierra mojada!, esto es puro sur, pué.

El viejo sabanero salió, dejando a su enferma hija en el catre con su madre, y al

llegar frente al maizal, sintió verdaderamente ese olor a lluvia, una extraña brisa

sureña soplaba en su rostro. Arriba el cielo estaba despejado, ni una sola nube se

asomaba, todo seguía igual de seco y de quejumbroso.

El padre tomó el cántaro rumbo al río, al caminar se escuchaban crujir, las miles de

hojas regadas en aquel suelo abierto, a lo lejos el ganado no tenía fuerzas para

bramar, se les veía tristes y cansados. Al llegar al río, a ese Bebedero, dos parejas

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de flacos venados saciaban su sed y volviendo a ver asustados al viejo sabanero,

se perdieron entre los cornizuelos y los secos arbustos en la vereda del río.

El nuevo amanecer, trajo la misma triste escena en el llano guanacasteco. Ese año

de 1930, había traído una insospechada sequía y la parcela se había convertido en

un triste lamento natural, afuera todo iba lento, marchito y pálido, adentro del rancho

la fiebre se estaba llevando poco a poco el aliento de la joven morena. La madre

desesperada no se apartaba del viejo catre, remojaba los labios agrietados de su

hija, le daba de beber algún sorbo de agua o un poco de aguadulce.

Habían sido cuatro días de fiebre intensa, a veces mermaba un poco, pero de

repente volvía como una fiera del monte. Cuatro días probando remedios caseros,

hojas de esto y aquello, fresco de chan, hasta por allá alguien había conseguido

algo llamado borraja para intentar bajar la extraña fiebre. Nada daba resultado.

Ese día, preocupado e impotente por la maltrecha salud de su hija, Leopoldo Recio

salió en medio del maizal y lo anduvo cabizbajo. Respiraba un aire caliente, y sobre

su cuerpo caía un fogonazo como de madero ardiendo. Levantó de repente su

mirada al salir del maltrecho maizal, y a lo lejos en la loma pelada, divisó algo verde,

un verde que contrastaba perfectamente en medio del triste paraje seco. Era un alto

cáctus, el cual había guardado muy bien las reservas de agua, y se mantenía en lo

alto de esa loma, como asemejando un faro de esperanza en medio del desolado

llano. Entonces, ensillando dos bestias que exhalaban también el ardiente aire, se

preparó con su gran sombrero, un jícaro lleno de agua y un pedazo de dulce de

tapa. Le acompañaba también su viejo rifle, sus polainas de cuero, sus viejas botas

sabaneras. Y partió, cabalgó en medio del llano, el trote de los dos equinos era en

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medio del sonsocuite resquebrajado, se alejó del maizal, bestias y jinete se

perdieron en la seca lejanía.

Ese padre guanacasteco, salió decidido rumbo al pueblo de Las Cañas, serían casi

quince kilómetros cabalgando en medio del árido paisaje. Iba en busca de algún

médico, de algún galeno que quisiera salvar la vida de su hija que lentamente se

estaba secando en aquel catre oxidado. Salió al mediodía, cuando la hoguera

meridiana lanzaba sus más crueles destellos sobre la llanura. El trote era pausado,

a ambos lados del camino todo era aridez, no cantaban los pájaros, las chicharras

quizás también se habían cansado. Iba cabalgando, atrás jalada por la soga venía

la prieta yegua color café, la preferida de su hija. Cabalgaba con cuidado, pues las

grietas de aquel sonsocuite eran tan anchas y profundas y no quería que una pata

de los equinos se quedara empotrada en una de ellas.

Llegó al ser las tres de la tarde al pueblo de Las Cañas. Buscó rápidamente al

médico de apellido Acón, y al encontrarlo le dijo:

- Buenas tardes doctor, me urge que vaya a mi rancho pá que vea a mi hija que se

muere de fiebre. De una vez le digo, no tengo reales, pero le puedo pagar con una

bestia o con unas tablas de madera de cenízaro o nazareno que tengo bien

sequitas. Ayúdeme, salve a mi hija, acá traigo la bestia ensillada pá llevarlo al llano

en Bebedero.

- Mirá yo te puedo ayudar, pero tenés que esperar, debo atender a tres personas

ahoritica. Apenas termine podemos salir, y mirá no te preocupés por los reales, ahí

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algo hacemos. Pero te pediré un favor, venime a dejar eso sí, porque yo soy malo

para andar sólo en el monte.

- Yo lo espero doctorcito, y tranquilo que yo lo vengo a dejar y aquí mismo lo entrego

enterito.

Al ser las seis y treinta de esa tarde, en medio del seco y polvoriento pueblo

guanacasteco, salieron los dos hombres rumbo a Bebedero. Antes, habían tomado

una refrescante horchata que la esposa del galeno le había preparado. La noche

completamente despejada, la luna tardó un poco más en salir, el ambiente era muy

calmo, solamente se escuchaban los golpes de las metálicas pisadas de las dos

bestias. Ahí iban los dos guanacastecos, uno sabanero y el otro un médico de origen

chino. Conversaban sobre la enorme sequía de ese año, de repente como a una

hora de cabalgar, un extraño olor a tierra mojada invadió el nocturno paraje. Ambos

hombres se volvieron a ver, con extrañeza, con misterio, pero con esperanza de

que ocurriera algo tan anhelado.

En el rancho, cerca del río Bebedero, era la quinta noche de fiebre en la hija

guanacasteca. Estaba caliente la piel morena, caliente el respirar, calientes los

oxidados resortes del catre y caliente el agua que estaba en el cántaro. Por las

rendijas, volvían a entrar los blancos destellos lunares, y comenzó a entrar también

un olor a tierra mojada, un extraño olor que venía desde el sur, desde una lejanía

insospechada.

Al ser las nueve de aquella noche, se escuchó un grito desde el moribundo maizal:

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- ¡Recio… Recio, ahora sí va a llover!, salí hombré, salí mirá el sur, mirálo viene

cargáo… cargáo de agua, ¡jodido!

En el rancho, sólo se escuchó el murmullo de la madre preocupada:

- ¡negra más necia, jodida negra pué, no ve que esta guila se nos muere…!

Al ser las diez de la noche, llegaron frente al maizal, el viejo sabanero y el galeno

Acón. Llegaron empapados, bestias y jinetes completamente mojados, y así

entraron al rancho por en medio del maizal, el cual rebozaba de alegría. Adentro, la

joven hija se reía sentada en el viejo catre, junto a su madre. Abrieron las ventanas

de madera del rancho dejando entrar el viento húmedo de esa noche, la joven

respiraba, se refrescaba con la sorpresa sureña, la fiebre había desaparecido de

repente por acto de magia.

Tres horas después, a la una de la mañana del siguiente día, se perdieron a lo lejos

las dos bestias, el viejo sabanero y el médico cañero. Atrás de ellos, iba jalada una

pequeña carreta con cinco hermosas tablas de madera de nazareno.

Ahí iban los dos jinetes, de regreso a Las Cañas, en medio de un enorme aguacero.

Alrededor del llano, en medio de la gloriosa lluvia, todo lo que respiraba daba

alabanzas sublimes al cielo porque una vez más habían brotado ¡ríos de agua viva!

en esa llanura guanacasteca.

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Amaneció y el olor en el maizal ¡era delicioso!, y las grietas del sonsocuite

comenzaron a cerrarse.

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Juan, el carbonero

Hay historias que pasan desapercibidas y se pierden en el tiempo. Es ésta una de


ellas, en un pueblo de la lejana provincia de Guanacaste en la década de los años

de 1940.

Juan, un hombre guanacasteco, tenía en ese pueblo una pequeña carbonera. Había

casado con Celia Carranza oriunda de la zona costera de Cuajiniquil, una noble y

trabajadora mujer de anchas caderas, gruesas piernas y piel muy blanca. Juan

Zúñiga y su mujer, tenían siete hijos, todos varones, seis de ellos tan morenos como

el padre, y el hijo menor… tan blanco, tan blanco que contrastaba perfectamente

con el negro ambiente de la carbonera.

Ahí estaba la casa de los Zúñiga, en las afueras del pueblo y a un lado de la

vivienda, estaba la carbonera a cielo abierto, un montículo de tierra con un agujero

en el centro donde se quemaba la leña que los hijos iban a recoger al monte, leña

de encino, ya que solamente esa madera quemaba Juan carbón, como era llamado

el carbonero por esos sitios guanacastecos. De los siete hijos de aquel matrimonio,

había uno tan diferente a los demás, tan diferente no sólo por su físico, sino por su

forma de ser, su comportamiento y su corazón.

Era Juan carbón un hombre agreste, infranqueable y recio con su familia. Realmente

era áspero el trato que le daba a sus hijos y su esposa. Enviaba a los niños por las

tardes, a recoger la leña de encino, no aceptaba otra que no fuera esa. Si alguno

de aquellos niños traía algún palo de quebracho, nancite, madero negro o madroño,

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era tan normal la esperada chilillada con una delgada y larga rama de tamarindo en

los delgados cuerpecitos de los morenos y sucios niños. Sin embargo, al menor de

todos, al blanco niño llamado Abundio Zúñiga le correspondía la peor parte, pues

era torpe en su caminar, no era tan ávido en el monte como los otros seis hermanos,

era niño de pasar más tiempo con su madre en la cocina y ayudarle en las labores

domésticas, realmente odiaba ensuciarse en esa chispeante carbonera.

Era tan común, ver a los hijos de Juan carbón, ir por el pueblo vendiendo en una

carreta de madera y jalada por ellos mismos, un excelente carbón de madera de

encino. Iban de casa en casa, y en donde había un anafre que necesitara carbón,

ahí hacían la parada obligatoria y vendían lo que ocuparan. Descalzos, con

pantalones cortos y camisas hechas de sacos de manta que la -madre conseguía

en la única panadería del pueblo-, iban recorriendo debajo del sofocante sol

bajureño, pisando en las maltrechas y polvorientas calles, a veces dejando heridas

y chollones en los dedos de esos pies. Tan morenas sus pieles, tan negras sus

vestimentas, vendiendo carbón iban los seis hijos de Juan Zúñiga. El hijo menor, el

blanco Abundio, prefería quedarse con su amada madre en la cocina, colaborando

en las tareas domésticas… ¡eso enfurecía enormemente a su padre Juan!

Cierto día, teniendo el niño Abundio once años de edad, llegó por la vivienda un

lejano amigo de Juan carbón, un hombre upaleño llamado Justo Chévez. Fue

llevado al interior de la humilde vivienda para compartir un almuerzo que había

preparado Celia Carranza. Al entrar en la cocina, encontró al niño Abundio

palmeando unas tortillas de maíz, por cierto, de un maíz que el mismo niño sabía

nisquezar de buena manera. Esa escena, le pareció muy extraña al visitante. Luego

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de compartir el delicioso picadillo de papaya con las tortillas recién hechas, el amigo

upaleño salió hacia la carbonera con Juan. Ahí, frente a los seis hijos morenos que

revolvían los carbones encendidos, le dijo Justo Chévez a su amigo carbonero:

- Mirá Juancito, yo no sé qué decirte, pero ese hijo tuyo… el blanquito que estaba

palmeando tortillas, lo vi medio raro. Yo siempre he pensáo que la mujer en la cocina

y el hombre en el campo trabajando duro, ¡ponéle cuidáo a ese güila tuyo, hacélo

hombre!

- Ese güevilas me salió raro, sólo con la mama quiere estar, le huye a la carbonera,

es malo en el monte y sólo se pasa en la casa limpiando y haciendo la comida con

Celia. Yo he tratáo de ser lo más duro con él, pero esa mama es una alcahueta y

siempre lo defiende.

- Pues yo te digo Zúñiga que tratés de enderezarlo, hacélo hombre por la fuerza,

mirá a éstos otros güilas bien traqueteados como debe ser. ¡Ponéte vivo con ese

güila!

Después de ese día, Juan carbón se ensañó con su blanco hijo Abundio, y no

permitió que siguiera ayudando a su madre en la cocina, a pesar de las constantes

súplicas que Celia hacía.

De aquellos siete hijos, sólo Abundio estaba estudiando, haciendo su cuarto grado

en la escuelita del pueblo, los otros hermanos abandonaron los estudios con la

complicidad del padre que no creía en la educación. Cada día que Abundio llegaba

111
de la escuela, era enviado a veces en solitario a traer las ramas de encino, otras

veces, a revolver el carbón con sus hermanos y otras tantas a jalar la carreta por el

pueblo. Cuantas veces Juan carbón, pasó aquella rama de tamarindo por el

cuerpecito del flacucho niño, por las piernas y por su cabeza dejando heridas

sangrantes. Cuantas tardes al llegar Abundio con ramas de otra madera -que no

fuera encino-, le hizo devolverse ya anocheciendo y en solitario a buscar las ramas

correctas y su amada madre se iba detrás queriéndolo acompañar, sin embargo, un

fuerte chilillazo de tamarindo en la espalda de la mujer, hacía que ésta depusiera

su marcha y mirara con desprecio al patán de Juan. Otras veces, encerraba al niño

en una jaula grande junto a un gallo de pelea, el cual lo picoteaba y clavaba las

espuelas en el cuerpo del infante. Entonces la mujer llorando y desesperada, se iba

para la ermita del pueblo, a buscar una voz de aliento que refrescara aquella triste

y cruda realidad de vivir con un hombre tan tirano, tan vil y violento con su amado

hijo menor. Tantas veces, llegó el sacerdote a sacar de aquella jaula, al niño que

lloraba de la barbarie que su padre le hacía sufrir.

Cierto día, la madre de Abundio enfermó de una fuerte tos y una fiebre extrema,

realmente no pudo levantarse a preparar la comida para su familia. Abundio esa

mañana, debía revolver el carbón con sus hermanos afuera en la carbonera, sin

embargo, decidió quedarse en el fogón, hacer algunas tortillas, chorrear el café y

preparar los alimentos para sus hermanos y padre. En la cama estaba la blanca

madre, ojos de miel, tan pálida, tan enferma, sin fuerzas, pero, tan preocupada y

nerviosa. Juan carbón entró en la vivienda, llamó a su hijo Abundio y al encontrarlo

en la cocina palmeando las tortillas, le tomó de una oreja fuertemente y lo sacó

112
violentamente afuera a la carbonera. En el suelo de tierra de la cocina, quedaron

las tortillas recién palmeadas, afuera, estaba un padre furibundo y llamando a los

demás hijos -ya algunos adolescentes-, les dijo:

- Güilas… vengan pa cá, hoy voy a hacer hombre a su inútil hermano menor, dejen

de revolver el carbón, que a este pendejo, ¡lo haré revolver todo!

Desde el interior de la casa se escuchó un grito desesperado, de la madre

angustiada…

¡Juan no hagás esa salvajada, por tatíca que no lo hagás!, hacémelo a mí, pero al

güila no se lo hagás.

La madre se incorporó con su fiebre extrema y se asomó con la fuerte tos a la puerta

de la casa, afuera, el padre tomó y levantó a su hijo Abundio y lo metió descalzo en

la carbonera para que revolviera las brasas con sus pies descalzos. En frente,

algunos hermanos se reían, pues a algunos de ellos el padre les había hecho lo

mismo, otros, se pusieron a llorar, con un sentimiento de ira e impotencia ante un

padre salvaje y déspota. Dentro del agujero, el niño se quemaba sus pies descalzos,

brincaba y gritaba del dolor llamando a su madre. El padre, gritaba fuertemente:

¡hacéte hombre, hacéte hombre gran pendejo!

El niño no pudo resistir más y cayéndose, se quemó sus manos y rodillas. Al

instante, la madre salió corriendo desde la casa y evitando el chilillo de tamarindo,

113
logró meterse con los pies descalzos para sacar a su hijo amado, a su niño Abundio,

de aquel infierno carbonero.

El niño presentaba serias quemaduras en sus pies, manos y rodillas.

La madre, también quemada de sus pies, salió corriendo con el niño en brazos hacia

la ermita donde vivía el cura español que veinte años atrás había llegado como

clérigo al pueblo guanacasteco. Rápidamente, el religioso, buscó un cáctus para

sacar una savia refrescante y ponerla en el lugar de las quemaduras del niño y de

su madre, luego de eso, buscó en el pueblo algunas telas limpias para realizar los

vendajes al doliente niño, y le mantuvo ahí con él, el tiempo necesario, hasta que

sus heridas sanaran.

La madre le había contado todo al cura español, el religioso, ya sabía de las

penurias que pasaba la nerviosa madre y los niños, con el descorazonado padre

que era tan duro como la misma madera de níspero. Por eso decidió dejarse al niño

por un tiempo, para sanarle físicamente y también tratar de restaurar sus heridas

espirituales. El niño se fue quedando en la ermita, le gustaba el trato que le daba el

clérigo.

Al tiempo de aquel suceso, el carbonero Juan Zúñiga, llegó a la ermita en busca de

hijo menor, tocó fuertemente a la puerta del salón donde vivía el cura, entonces por

las rendijas de las tablas de laurel negro, se asomaron dos ojitos brillantes pero

asustados y se escuchó en voz baja:

-Padrecito, padrecito… ¡es mi tata, es mi tata y trae la cutachona!

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- No te preocupés Abundio, dejad a ese Juan carbón, ¡dejadme a ese diablo!

El clérigo español, que, detrás de la ermita, trabaja con amplia destreza el cuero del

ganado, fue en busca de una tajona, y tomándola en su mano en su mano, abrió la

puerta:

- ¿En qué os puedo servir mal cristiano?

- Mirá curita, sólo vengo por mi hijo pa llevármelo a la carbonera, yo sé que la mama

se lo trajo pa cá, vengo por él, debo hacerlo hombre como tatíca manda.

- No os voy a entregar al niño, sois un tirano, un mal padre de familia, el niño se

quedará aquí conmigo, yo lo mantendré.

Luego de escuchar las palabras del clérigo, Juan carbón levantó su cutachona y le

gritó al español:

- ¡Mirá gran jodido, si no me das éste guila, se me olvidará que sos el curita y te rajo

la jupa!

- Se me olvidarán mis santos votos a mí también si intentáreis eso, pero sois dueño

de vuestro albedrío y veréis si me probáis en justa lid.

115
Juan carbón, al ver tan decidido al cura, desistió de hacer la afrenta y dando la

vuelta retornó a la carbonera. El niño siguió viviendo con el clérigo español, siguió

asistiendo a la escuela, por las tardes, el infante se encargaba de hacer la comida

y mantener tan limpio y ordenado el pequeño salón que les servía de morada. Su

madre, la blanca Celia Carranza, llegaba todos los días a visitar a su amado hijo,

nunca fallaba. Llegaba y se sentaba en el camastro junto a su hijo, a veces lo

acariciaba y otras veces lloraba desconsolada, por las grandes chililladas que le

daba su marido Juan carbón, en aquella vivienda.

El tiempo transcurrió, los seis hermanos de Abundio se hicieron jóvenes, bebedores

de licor, mujeriegos y andariegos. En menos de lo que canta un gallo, abandonaron

aquella región, dejando abandonado a su padre con el trabajo de la carbonera.

Estaban hartos de su padre.

Ahora Juan carbón ya un hombre de sesenta años, debía ir solitario al monte en

busca de las ramas de encino, a veces debía bajar por las caletas del río, cruzarlo

y cortar una que otra rama, entonces ahí, se acordaba de sus hijos, ahí pensaba,

ahí devolvía su pensamiento en el tiempo y alguna que otra maldición salía de su

boca.

En la ermita, el séptimo hijo, tan blanco, servicial y amoroso, había terminado la

escuela y estaba siendo instruido por el apuesto clérigo español. El religioso de

cincuenta años, enseñaba al ya adolescente de Abundio, la lectura del latín, algunas

operaciones matemáticas y cultura en general. Al ponerse el sol frente a la humilde

ermita pueblerina, se sentaban ambos a leer las sagradas escrituras, el cura

116
siempre le hablaba al noble muchachito sobre la importancia del perdón en el ser

humano, perdón para sanar el alma.

Una noche lluviosa de octubre de 1948, en medio de una oscuridad insondable, se

encontró a Juan carbón tirado a orillas del río, a su lado, tirada también, una carga

de leña de encino. Daba gritos del dolor, se había caído en una de las caletas y al

llegar al suelo, fue recibido por una estaca de quebracho, la cual le entró por un

costado perforándole órganos vitales. Esa noche, fue encontrado por el cazador

Dagoberto Valdelomar quien se disponía a buscar un venado en las caletas; el cual,

al llegar a la trágica escena, sólo atinó a cortar con su machete la estaca y cargar

al moribundo de Juan carbón un kilómetro hacia el pueblo. Al llegar a la vivienda,

acostaron al carbonero en una tijereta, la cual quedó completamente roja de la

burbujeante sangre. Su mujer, Celia Carranza salió corriendo en busca del cura

español y de su hijo Abundio.

Una hora después, casi al ser las diez de la noche, en aquella tijereta rojiza por la

sangre, estaba hincado el muchachito de quince años junto al viejo carbonero.

Entonces saliendo una suave y amorosa voz de su interior y tomando la mano del

recio hombre, le dijo Abundio:

- Mi tata, yo te perdono todo, todito, si tenés que morirte hacélo en paz, mi amá y

yo te perdonamos todito, ¡te perdonamos todito!

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Teniendo su mano aún estrechada por el amoroso jovencito y volviendo a ver los

ojos del clérigo español, Juan carbón solamente pudo decirle con su voz moribunda:

- Padrecito, acá te dejo a esta mujer y éste muchachito, cuidálo como si fuera tu

propio hijo, ¡como a tu propio hijo!

- Podéis ir en paz, que yo cuidaré de ambos y al muchacho lo cuidaré como mi

propio hijo.

Después de la escena, en medio de dos candelas de sebo de ganado que

alumbraban tenuamente la habitación, Juan Zúñiga, el carbonero del pueblo, murió.

El cura español, le dio cristiana sepultura.

Pasaron algunos años, desapareció la carbonera, y en la ermita del pueblo

guanacasteco llegó un nuevo cura proveniente de Cartago.

Era tan normal durante la puesta del sol, ver sentados en las raíces de un viejo y

rojo malinche, a tres cristianos leyendo las sagradas escrituras. Donde estaba la

carbonera, ahora estaba la talabartería del pueblo, por cierto, llamada Talabartería

Alcalá. Allá, debajo del malinche, estaba el apuesto y cariñoso joven Abundio, su

madre Celia Carranza ya más tranquila y feliz, abrazaba al verdadero padre

biológico de su último hijo.

El español que dejó su santo oficio, por otro oficio igual de santo y noble, ¡amar a

su familia, a la sufrida Celia Carranza y a su verdadero y único hijo Abundio!

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Nunca más se hizo carbón en ese pueblo guanacasteco y poco a poco los viejos

anafres… ¡fueron cambiados por cocinas de canfín!

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El mandadero de San José

Él, ese niño de doce años, conocía cada edificio de esa pujante ciudad, conocía
cada tramo del concurrido mercado central, cada calle, cada avenida. Realmente

conocía San José, la cual era una capital que contrastaba entre la bella arquitectura

de estilo europeo y las construcciones aldeanas de bahareque en su periferia, entre

el ajetreo comercial y la calma pueblerina a sus alrededores.

Allá, después de pasar por la Penitenciaría Central rumbo a San Juan del

Murciélago (la cual fue alguna vez capital de Costa Rica), era tan común ver salir a

Saúl Barquero, el niño mandadero de San José. Tan temprano, tan diligente rumbo

al mercado central josefino a ofrecer sus servicios a propios y extraños, descalzo,

con pantalón corto de ruedos maltrechos, con una camisa de tela tan ralita, con un

mecate amarrado haciendo de faja en su cintura.

Siempre tan precisado, corriendo para ganarle tiempo al tiempo.

Ahí en la entrada de Tibás, siempre iba temprano, a veces con mucho frío, otras

veces sin probar bocado alguno. En su casa quedaba su enferma madre y sus

cuatro hermanos menores. Su padre murió años atrás en Siquirres, cuando

trabajando de liniero contrajo paludismo, la fiebre lo aquejó por tres noches hasta

que no resistió más.

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Temprano, iba el niño conocido como Chalú, iba descalzo, ilusionado, ávido,

diligente y al pasar por la casa de doña Vicenta Rodríguez, la noble mujer se dirigía

a él con un jarro de café y una tortilla con algo adentro, diciéndole:

- Buenos días Chalú, tomá, aquí está tu cafecito y tu tortillita con este rico queso

amarillo.

- Buenos días doña Vicenta, ¡um que rico con lo que me gusta ese queso amarillo!

- Mirá, aquí están los apuntes para que los llevés al tramo de don Enrique y el de

don Aniceto, apenas los tengás te me venís derechito a dejarme eso. Tomá estas

monedas para que pagués.

- Doña Vicenta, ¿iscribió bien todo, no se le olvida naida?

- No papito ahí va todito, vea y esculque bien entre las papas y los tomates porque

ese confisgado de don Enrique me manda a veces lo peor, ¡apuráte andáte!

- ¡Horitica vengo!

Saliendo, aun masticando el desayuno que le daba doña Vicenta, iba saludando a

todas las personas conocidas que iba encontrándose en los recién abiertos

comercios capitalinos. Al llegar al mercado central, era evidente el gran cariño que

mostraban por el niño, el cual se dirigía al tramo de don Enrique y don Aniceto y

entregando el papel con los apuntes, esperaba impaciente para devolverse

apresurado a entregar el mandado a doña Vicenta. Así seguía su ajetreada mañana,

iba de casa en casa de comercio en comercio, ofreciendo sus servicios de

121
mandadero, y siempre echando los papeles con los apuntes en la bolsa de la lullida

camisa pues todo debían apuntárselo, pues Chalú nunca fue a la escuela, no sabía

ni leer ni escribir, aunque tenía una excelente memoria auditiva.

En esa capital josefina de 1922, cuando el presidente de la República de Costa Rica

era don Julio Acosta García, ahí por las calles y avenidas y esquivando carretas,

caballos, bueyes, autos y el tranvía; iba de acá para allá el mandadero de Tibás

conocido como Chalú. Iba buscando el sustento diario para su enferma madre y sus

hermanos, un niño de once años tirado a la calle y sorteando la vida, al amparo del

buen corazón de los josefinos de inicios del siglo XX.

Era común verle en el mercado central de San José, salir de ahí con bolsas de

manigueta llenas de verduras, hortalizas, frutas, granos, y hasta animales como

gallinas, conejos o chompipes, rumbo a cualquier casa a dejar el pedido solicitado.

También era muy común verle en boticas como la Oriental, la Francesa o la Nueva,

en ferreterías como la Espriella o la Macaya, en almacenes importantes que traían

importaciones europeas como almacén La Alhambra, almacén Steinvorth y

hermanos, almacén Juan Knohr e hijos, almacén La Magnolia o a veces también

haciéndole algún mandado a un profesor o maestra en las librerías capitalinas como

la Librería e Imprenta Sauter, la Librería e Imprenta Alsina o en la Librería e Imprenta

Trejos.

No había quién no conociera a Saúl, el niño mandadero de San José, y aunque

había otros niños mandaderos que igualmente buscaban el sustento diario, ese niño

Chalú era diferente, era especial, tenía carisma, una avidez, un brillo en sus ojos

122
que era diferente. Nunca decía no, en ocasiones había ido hasta la Uruca, hasta

San Pedro con tal de ganarse unas monedas para su familia.

A veces, los domingos, se lo llevaba don Carlos Peralta para el parque La Merced

con tal que le ayudara a llevar las jaulas con jilgueros, setilleros, chorchas o rualdos

que vendería o intercambiaría con los pajareros que llegaban al lugar.

Un sábado por la tarde, como acostumbraba el descalzo niño, estaba en la estación

del Ferrocarril al Atlántico esperando la llegada del tren proveniente desde Limón,

para jalar en una vieja carreta, algún equipaje o pequeña carga que pudiera

aguantar y llevar. Al ser las tres de la tarde, bajo una llovizna fría y tenue, y al no

haber ningún carruaje que brindara el transporte, un hombre muy elegante, con

sombrero negro y zapatillas de charol, precisó de los servicios de Chalú para que

llevara las dos maletas hacia su casa allá en Paseo Colón. Se fueron caminando, el

niño descalzo y el elegante mozo de hermosas zapatillas; iban conversando,

bajaron por el Parque Nacional, pasaron en frente de la entonces Casa Presidencial

y se perdieron a lo lejos allá por el Parque Morazán. Al llegar a la bella casa del

hombre en Paseo Colón, el niño bajó las maletas y las colocó en el bello corredor

de mosaico amarillo, esperó el pago del viaje, sin embargo, el hombre del sombrero

negro se retrasó en el interior de la bella vivienda de jardines adorables. Diez

minutos después de la espera, el caballero salió con su esposa, la cual, dándole un

papel con unos apuntes, le indicó que fuese a la dirección anotada para traer unas

cosas que necesitaba de algunos comercios. Cuando Chalú tomó el papel, con

cierta vergüenza y timidez, le dijo a la bella mujer:

123
- Es que… ¡yo no sé leer ni iscribir!

- ¿Entonces cómo hacés los mandados?

- Es que yo me conozco casi todo aquí y a mí me conocen ya todos, entonces usté

sólo me dice ónde hay qu’ir y yo entrego ahí el papel con el recáo.

En ese momento, volviendo a ver el elegante caballero a su esposa, éste le preguntó

al niño descalzo:

- Y dime algo, ¿por qué no sabés leer ni escribir?

- Diay, nunca juí a la iscuela, que va, mi mita me mandó como de siete años al

mercáo pá hacer reales y poder comer, porque a papito lo mató una fiebre allá por

onde dicen se llama Siquirras o algo así.

- ¿Entonces nunca has ido a una escuela?

- Nunca y mis hermanos tampoco.

Una semana después, el noble profesor un viernes de diciembre de 1922, caminó

hacia Tibás, en una tarde fría de viento alisio, llegó a la maltrecha vivienda de

bahareque en donde vivía el niño Saúl, tocó a la puerta y saliendo la madre del niño,

le dijo:

- Buenas tardes, ¿es usted la madre de Saúl, el mandadero?

- Sí señor, pa servirle, ¿lo anda buscando pá un mandáo?

124
- No señora, deseo hablar con usted sobre su hijo, yo soy profesor de literatura y

deseo enseñar a su hijo Saúl a leer y a escribir.

- Pase usté maistro, ¡que pena, no se fije usté en estas pobrezas!

Entrando el distinguido profesor en la maltrecha vivienda de piso de tierra, y en

medio del humarascal que salía del improvisado fogón, divisó cuatro rostros

inocentes, sucios, con ojitos brillantes, sedientos de conocimiento, de esperanza,

de oportunidades.

Al salir ese viernes de la triste escena familiar, el noble profesor, su esposa y sus

tres hijos, se dispusieron a enseñar a leer y escribir no solo a Saúl, sino también a

sus hermanos.

Era normal, dos veces por semana, ver llegar a Saúl con algunos de sus hermanos

a la casa del profesor en Paseo Colón. Ahí entraban como a las seis de la tarde, en

esa casa aprendían, cenaban, se vestían con ropas que quizás nunca tendrían. Al

ser las nueve de la noche, siempre el profesor y su esposa, en un carruaje jalado

por un hermoso caballo de origen andaluz, iban a dejar a los niños a su humilde

morada camino a Tibás.

Años después, no se volvió a ver a Chalú haciendo mandados por San José, el niño

descalzo de Tibás no volvió por ese mercado central ni por los almacenes josefinos.

Dicen, que le vieron en 1951, siendo ya un hombre de cuarenta años en algún lugar

de Costa Rica; le vieron con su anciana madre. También, dicen que tenía Saúl un

pequeño almacén y que en la entrada en un lindo letrero de madera, decía con

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grandes letras -que el mismo Saúl había escrito- Almacén CHALÚ, verduras, granos

y abarrotes.

¡Ah y olvidaba contarles!, que también decían, que de los cuatro hermanos de Saúl,

dos son maestros y las otras dos hermanas están estudiando en la Escuela Normal.

San José fue cambiando, sus bellas construcciones se fueron demoliendo y el

carácter aldeano fue desapareciendo entre el bullicio capitalino.

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126
Aquel camino hacia el colegio

Había llegado al pueblo con su padre. Ese día, fueron como de costumbre, cada
dos semanas, a vender al comisariato el fruto del trabajo familiar, en la carreta iban

los sacos de frijoles y maíz, plátanos verdes, malangas y unos racimos de enormes

pejibayes. La carreta quedó vacía, los enormes bueyes tuvieron su descanso,

adentro del comisariato el padre cobraba los reales y compraba algunas cosas

necesarias para llevar a su familia, afuera el niño de once años escuchaba el

discurso de un elegante hombre que estaba tan elocuente en una improvisada y

maltrecha tarima de madera.

Ahí estaba hipnotizado, perplejo ante lo que escuchaba, inmóvil. El niño Ramón

López dentro de la carreta y frente a él, en medio de una reunión político electoral,

estaba el orador, un hombre con mucho tacto para hablarle al pueblo, con palabras

que probablemente el niño no entendía, pero ante el estilo y la oratoria del político,

Ramón quedó impactado y desde ese día no sería el mismo hombre.

Luego de comerse unas empanadas de frijol con el tan ansiado refresco de cola,

padre e hijo regresaron hacia la parcela que estaba al pie de enormes montañas,

por un maltrecho camino.

Era un trayecto con la carreta casi vacía, casi dos horas sorteando el camino,

pasando quebradas, a veces el bosque cerraba con un arco esplendoroso la vereda,

otras veces, el sol era inclemente por lo abierto del paisaje. Ahí iban, padre e hijo,

paso pausado de los bueyes, las cinchas de las ruedas sacaban sonidos estridentes

127
de las piedras que iban majando. El padre, adelante, guiando la enorme yunta,

dentro de la carreta Ramón -quien de pronto se dirigió a su padre-, rompiendo la

monotonía del viaje le dijo:

- Oiga pá, ¿quién era ese señor que estaba hablando ahí con todo ese gentío?

- Ramoncito, creo que ese señor es un mentáo Otilio Ulate, uno de esos políticos

que andan pidiendo el voto. ¿Lo escuchaste mijito?

- Sí pá, y vieras que cosas decía, hablaba de que hay qu´ istudiar pá salir de pobres

y pá mejorar la calidá de vida. Decía que los niños después de la escuela deben ir

al colegio y después a la universidá, dijo que él había estudiáo pa ser periocodista

o perodista… algo así pá dijo él.

- No mijito, es periodista, de esos que escriben las noticias en los periódicos, pero

pá eso hay que ser muy inteligente y nojotros que va, sólo pá el campo servimos,

en esta vaina siempre han trabajáo mi viejo y mi abuelo.

Seguía el camino, Ramoncito iba pensativo, procesando las palabras del político,

dándole vueltas en su mente como un rumiante cuando come del verde pasto.

Transcurrió un año y el niño culminó su sexto grado en la escuelita del caserío

parcelero, una construcción de madera, maltrecha y casi metida en la montaña.

Al día siguiente de haber obtenido su título de sexto grado, en medio de las eras

rebosantes de tomate, Ramoncito con una voz algo temblorosa le dijo a su padre:

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- Pá mirá, yo quiero ir al colegio a istudiar, ¿usté me deja pá?

- Ay mijito, esas vainas son pá gente inteligente y culta, nojotros sólo sabemos de

sembrar, siempre ha sido así.

- Pá, dejáme ir al colegio del pueblo, yo te prometo que voy a istudiar juerte, pá ser

como aquel señor... el mentáo Otilio Ulate.

- Mijito, pero vos estás loco, ¿cómo vas a caminar hasta el pueblo todos los días?,

y además yo no tengo los reales pá mandarte ahí.

- Vea pá, yo ya hablé con don Clemente Rodríguez, dice que él, cuando no ocupe

alguna de sus yeguas, me la presta pá ir al pueblo, que sólo se la deje bajo la

sombra en el comisariato con agua y zacate, también él me dijo que lo ayudara en

estos meses a sembrar chile y pepino, así consigo los reales pá comprarme las

vainas del colegio que las venden toiticas en el comisariato.

El padre de Ramoncito, siguió su faena en el tomatal, pensaba en las palabras que

le había dicho su hijo. De cierta forma quedó admirado por la determinación de su

hijo menor, al fin había sido el único de sus ocho hijos que le había propuesto

estudiar en el colegio. Esa noche, después de las faenas agrícolas, afuera en el

pequeño corredor de la vieja casa de madera y en medio de una leve pero constante

cilampa que bajaba desde la montaña, el padre llamó a Ramoncito para conversar:

- Mirá mijito, he pensáo en lo que me dijiste ahora en el tomatal y la verdá si querés

estudiar en el colegio, diay yo te voy a dar la oportunidá, ya sos un hombre, conocés

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el camino muy bién, no sos miedoso y casi todos te conocen en el pueblo. Andá

mijito, te doy mi bendición y permiso pá que vayás al colegio.

- Pá, muchas gracias, yo quiero istudiar, quiero ser como aquel señor, el mentáo

Otilio Ulate.

Un mes después, llegaron al pueblo Ramoncito y su padre. Fueron al colegio,

anotaron en la matrícula a Ramón Gerardo López Corrales, después de eso, el

padre se dirigió al comisariato que estaba en frente de la institución educativa y

dirigiéndose a don Emiliano Abarca, quien era el dueño del comercio, le dijo:

- Buenos días ñor Abarca.

- Diay López y eso ¿usté hoy por acá?

- Es que vengo a hablar con usté, vine a apuntar a mi hijo Ramoncito al colegio, él

quiere estudiar y la verdá yo lo voy a dejar venir. Pero quiero pedirle un favor, que

me lo cuidés, yo creo que el vendrá en una yegua de Clemente Rodríguez y es pá

que la guarde aquí, allá atrás en el galerón donde guardan las bestias. También le

pido que si mijito ocupa algo pal colegio que se lo consigás, luego nos arreglamos

cuando venga con las cosas en la carreta.

- No tenga cuidáo López, usté sabe que yo a tu Ramoncito lo quiero bastante, lo

tendré bien vigilao, aunque él es bastante espabiláo, ¡ya es todo un hombre

Ramoncito!

- Muchas gracias ñor Abarca, que tatica se lo pague.

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Ramoncito inició su curso lectivo en el colegio. Se levantaba a las cuatro de la

mañana, su madre, le prepara el desayuno y en una bolsa de manigueta le colocaba

una perolita con arroz y frijoles, plátanos maduros, alguna cuajada, una tajada de

queso o algún pedazo de carne de cuzuco que tanto le guastaba al muchachito,

además, no podía faltar la botella de vidrio con el refresco de naranja agria.

En un bolso hecho de tela, llevaba los cuadernos y un lápiz, en su corazón las ganas

de estudiar y en su mente las palabras de aquel político quien le sirvió de inspiración.

Así, inició Ramoncito su carrera colegial.

Fueron cinco años de viaje por ese camino, desde marzo a noviembre, salía a las

cinco de la mañana, a veces aún en medio de la oscuridad. En muchas ocasiones

hizo ese recorrido en la yegua de Clemente Rodríguez, y las otras veces hizo el

recorrido a pie.

Dos horas de ida y dos de venida, bajo el sol de la tarde, bajo la llovizna fría

inclemente, muchas veces se metía en alguna vivienda que estaba a orillas del

camino para esperar que pasara el torrencial aguacero. Fueron tantas vivencias,

pasando las quebradas bastante crecidas en setiembre y octubre, topándose de

camino con culebras, cuzucos, cherengas, tepezcuintles y algún que otro felino

montañés que sigiloso pasaba por el camino rápidamente.

Fueron cinco años de madrugar, de sentir frío, calor, hambre, cansancio; años de

escuchar los jilgueros y yigüirros acompañarlo en el camino, de respirar el aire

fresco del bosque y de ser el mejor estudiante en ese colegio rural. En ese camino,

había gastado las suelas de los maltrechos zapatos o algunas botas de hule que

usaba en la estación lluviosa, también, muchas veces había pasado en la tarde -

131
cuando regresaba-, a tomar el delicioso cafecito recién chorreado, que la anciana

Antonia Castillo le invitaba con un pan casero recién horneado en la cocina de hierro

fundido.

Aquel camino hacia el colegio, se lo sabía de memoria.

Pasaron los cinco años en el colegio, ya se acercaba el mes de noviembre y pronto

estaba por graduarse Ramoncito del bachillerato en ciencias y letras.

Una mañana sabatina, en medio de la siembra de pepino, bajo una profunda

neblina, llegó a caballo, a la humilde casa de los López, el director de aquel colegio,

un hombre de cincuenta y nueve años, el cual dirigiéndose al padre de Ramoncito

le dijo:

- Buenos días señor López, usted ya me conoce soy el director del colegio y quiero

hablar con usted sobre su hijo Ramoncito.

El padre del joven accedió y llevó al director al corredor de la humilde casa,

sentados, con dos jarras de café, en unos bancos rústicos inició la conversación:

- Como director del colegio, quiero felicitarlo porque Ramoncito se va a graduar con

honores, desde que entró en la institución se ha destacado como uno de los mejores

estudiantes. Admiro su tenacidad y su gran admiración por las letras, se dirige muy

bien ante el público y su redacción es incomparable.

- Le agradezco sus palabras señor director, pero la verdá, ¿de qué le servirá todo

eso a Ramoncito aquí, donde sólo sabemos sembrar la tierra?

132
- Precisamente a eso es lo que he venido, yo este año me pensiono como docente,

me iré a vivir de nuevo a la capital de donde soy oriundo. He hablado mucho con su

hijo, él quiere estudiar leyes, me parece que tiene las condiciones para ser un buen

abogado. Yo me lo quiero llevar a vivir con mi familia y ponerlo a estudiar en la

Universidad de Costa Rica, Ramoncito es muy diligente y ya hemos hablado que

puede pagarse la universidad ayudando en la finca de café que tiene mi suegro en

Tres Ríos.

- ¿Qué le puedo decir? ya él es todo un hombre, le gusta el estudio y pues si usté

se lo lleva, pues quién soy yo pá negarle ese futuro a mi muchacho.

- Gracias, jamás se arrepentirá usted de darle esa oportunidad a su hijo, yo vendré

por él a finales de febrero del próximo año, ya lo he hablado con el muchacho.

Ese mismo noviembre, en una tarde esplendorosa, bajo el humilde salón de actos

del colegio, el joven Ramón Gerardo López Corrales recibió su título de bachiller en

ciencias y letras, además, el certificado de ser el único estudiante con cuadro de

honor los cinco años consecutivos.

Pasaron los años, el tiempo transcurrió, el mismo trajín de trabajo en aquella parcela

al pie de las montañas, la misma rutina de llevar los productos al comisariato del

pueblo, pero ya no en la carreta jalada por bueyes, ahora, era en un camión

americano que alguien recientemente, había comprado. La vieja casa de madera

había sido restaurada, ampliada; la pequeña parcela se pudo ampliar al comprarse

unos terrenos al lado de los López.

133
Cada cierto tiempo, por aquel pueblo alajuelense, entraba un lindo auto americano,

color verde musgo, el cual se parqueaba frente al comisariato. Se veía bajar a un

elegante hombre, el cual entraba al colegio y de aula en aula iba saludando a los

estudiantes y profesores y dando algún que otro discurso de motivación.

Afuera en la calle, en las casas circundantes y en el comisariato, se escuchaba

murmurar, ¡ese es el licenciado Ramoncito el de los López, dicen que es un gran

abogáo en la capital!

Al salir del colegio, el abogado cruzaba la calle para entrar al comisariato y alquilaba

una bestia. Evocando tiempos pasados, hacía el mismo trayecto por el camino que

daba hasta la casa de sus padres. Ahora no importaba el sol, la lluvia o lo agreste

del camino.

En el trayecto, su mente se devolvía en el tiempo, los suspiros afloraban en su pecho

y a cada paso por las humildes casas que estaban en el camino, sólo se escuchaba

el saludo a lo lejos, ¡adiós licenciado que la vaya bién!, ante lo cual, el hombre se

quitaba el sombrero y respondía con una noble sonrisa. Al pasar por la vieja casa

de Antonia Castillo, sólo el recuerdo quedaba, pues la anciana había fallecido años

atrás, ¡cuántas jarras de café se había tomado junto al fogón con aquella noble

anciana!

Al llegar a la parcela, veía a lo lejos a su pá, ya mayor, ya cansado y poniéndose

las botas, se disponía a llenarse las manos de aquella misma tierra que otrora fue

el sustento que le dio alas para ser el gran abogado que era, el gran orgullo de esos

padres.

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Por aquel camino al colegio, nunca olvidó Ramoncito de dónde había salido.

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135
Alma indomable

Sentada debajo de un frondoso malinche, en una banca de madera de laurel negro,


estaba Plácida Chévez, con sus ocho meses de gestación del vientre que pateaba,

brincaba brioso, como el ganado del corral que estaba reunido en ese atardecer de

encanto. La mujer en la banca, una criatura en su vientre y frente a ella el ganado

brioso. Más allá en la lejanía, el rojo celaje… ¡alejándose!

Un mes después, la mujer dio a luz su último hijo, un varón, el menor de ocho

retoños. En una noche de luna llena, en un marzo caliente, en una pequeña finca

guanacasteca vino al mundo Narciso Villegas, brioso al salir.

Afuera, los bramidos del ganado anunciaban la llegada del niño, ¡como si fuera un

novillo más que llegaba al corral!

Fue creciendo Narciso, en medio del ganado, de los corrales, de los fieros trotes de

los caballos y las nubes de polvo bajureño. No le faltaba nada, era feliz y el más

amado de su madre, porque era su último retoño.

Había crecido en una finca llamada La Chacana, que su padre Efraín Villegas -un

nicaraguense llegado a Liberia muchos años atrás- heredó de su abuelo. Esa finca

lo formó, le vio crecer, le dio el alma indómita que él tenía, le hizo libre, indomable

como ganado cimarrón que se pierde en el llano. El niño creció y se hizo un joven,

sin rienda, sin mecate que lo dejara quieto y entonces aprendió las artes equinas y

taurinas, hasta convertirse en un maestro con la manila.

Cierto día siendo Narciso Villegas un joven de veinte años, le dijo su madre sentada

en aquella banca de madera:

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- Hijo, ¿por qué no agarrás jundamento pué?, mirá todos tus hermanos están

casados y con sus familias y viven tranquilos acá en la finca, además, mirá que la

hija de don Socorro Viales te quiere bastante, ella me lo ha dicho.

Mientras su madre le hablaba sentada frente al corral, el joven cambiaba las

herraduras a un caballo y parecía no ponerle atención. Entonces con una risa

amorosa, le contestó:

- Ay mi amá, ¿yo casáme?… no amá, eso no es pa mí, yo nací como el ganáo y

crecí como ternero… ¡alegre y brioso!

La madre, le abrazó y le besó, era su hijo más amado, el cumiche como le decía

ella.

Cada dos veces al año, llegaba por esa región guanacasteca, un chino proveniente

desde Limón, vendiendo cuantos tiliches podía cargar en una carreta jalada por ese

caballo que alquilaba en Bebedero de Cañas. Narciso Villegas hizo gran amistad

con aquel oriental y de vez en cuando le acompañaba hasta Liberia en sus ventas

ambulantes. Le encantaba escuchar las historias de ese puerto de Limón, de la zona

bananera, del ferrocarril y quería volar, conocer más allá de esas llanuras

polvorientas, irse como ganado cimarrón de su Guanacaste y... ¡ser aún más libre!

Estaba decidido, partiría de la finca, con rumbo a puerto Limón, a lo desconocido

con aquel chino que sería su guía, su compañero de viaje. Le comunicó la partida a

su madre, tan solo le dijo, secamente, sin pedir consejo de su madrecita ya de

sesenta y cinco años.

137
Solamente le dijo:

-Amá, pasáo mañana me voy con el chino, pá Limón, ya todo está planiáo.

Doña Plácida no dijo nada, sabía que nada lo detendría, lo conocía muy bien, sabía

que nadie le pondría rienda al novillo alegre. Solo un suspiro salió de su alma.

Dos días después, en la madrugada, salió Narciso Villegas de la finca, con su

caballo bien ensillado, con sus aperos y su ropa en una maleta de cuero curtido.

Dejaría su caballo en Bebedero y le había encomendado a un hermano de él, para

ir a buscar al animal días después. Partió esa madrugada, en la casona una madre

quedaba abatida, no expresó su pesar, no dijo nada, solo lo besó y lo bendijo.

Su mirada se perdió entre los trotes de los caballos y en el corral el ganado bramaba

como despidiendo al novillo que vieron crecer.

Por dentro, la madre sollozante decía:

¡Ay Dios mío, cuidálo porque sabés que no tiene jundamento, no se está quieto, ¡te

lo encomiendo Santísimo!

La faena del viaje fue fascinante para el joven Narciso. ¡Cuán impresionante le

pareció el ferrocarril desde Puntarenas a San José! Al llegar a la capital y ver las

calles josefinas, con sus autos y el bullicio de la gente, su alma solo brincaba de

emoción y sus ojos brillaban como un celaje guanacasteco.

Cuando los dos viajeros arribaron a la estación del ferrocarril al Caribe, entraron en

un vagón repleto del tumulto de la gente, tan solo quedaban tres asientos vacantes.

El chino se sentó más adelante y Narciso tomó un asiento hacia el pasillo, junto a

un hombre que llevaba varios libros y unas libretas entre sus piernas.

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Iniciado el viaje, Narciso Villegas no despegaba su mirada de la ventana de ese tren

-y de vez en cuando de reojo-, miraba hacia su acompañante que iba escribiendo

en la libreta, un rato miraba hacia la ventana y un instante a la mano de aquel

escritor. De repente, el joven guanacasteco comenzó a tiritar del frío y trataba de

abrazarse él mismo, como intentando darse calor. Volviéndolo a ver, su

acompañante rompió el silencio y le dijo:

- ¿Tenés frió?, ya estamos llegando a Cartago y aquí siempre se pone el clima así,

¿te sentís bien?, te noto…

No había terminado de hablar aquel hombre, cuando Narciso le respondió:

- Que vá… soy muy haragán pal frío, no estoy acostumbráo a ésto, es que soy

guanacasteco.

- Guanacaste, ¡bella tierra!, me han hablado muchas cosas de esos llanos, ¿y de

cuál pueblo sos?

- Soy de Liberia, de una finca llamada la Chacana, camino a Filadelfia.

- ¿Y para dónde vas muchacho?

- Voy al puerto de Limón, con ese chino que va ahí adelante, ¿y oiga señor qué va

haciendo en esa libreta?

- Trato de escribir un libro, de mi vida ¡de mis experiencias de vida!... ¿querés leer

un poco de lo que escribo?

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- ¡Chóó!…, yo solo sé de ganáo y caballos! ni siquiera sé leer ni escribir, esas vainas

no son pa mí, mi madre me mandó a la escuela, pero nunca tuve rienda, a mí me

gustaba estar con el ganado, libre por el llano.

La conversación continuó, le pareció al hombre escritor, que debería hacer algo por

el joven, hacer que aprendiera a leer y escribir.

Seguía escribiendo, Narciso continuaba mirando hacia la ventana, observando el

paisaje, la montaña y de repente todo se hizo verde, verde natural, musgo húmedo,

líquen ondulante, lluvia repentina y sol itinerante.

Había llegado al puerto de Limón.

Terminado el viaje, se despidieron los dos hombres pasajeros del tren:

- Ha sido un placer joven, estoy para servirte, mi nombre es Carlos, quizás podamos

vernos por aquí de nuevo, me quedaré un tiempo, ando en unos asuntos y debo ir

por el lado de Sixaola.

- Un placer don Carlos, yo me llamo Narciso Villegas, ¡que diosito lo acompañe!

Por fin el puerto de Limón, una nueva aventura, con ese paraje tan distinto a su

Guanacaste, tan verde todo y tan húmedo.

El chino llevó al joven Narciso, a vivir en una pensión que alquilaba desde muchos

años en el centro de Limón, muy cerca del parque Vargas, un hospedaje, de una

familia de apellido Patterson. A su llegada, fue recibido por la hija de los dueños, la

joven Rosa Patterson, una negra esbelta que tenía una figura admirable y con una

gracia inigualable, de un carisma único. Inmediatamente, captó la atención del

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ternerón brioso, sin rienda, del cimarrón Narciso Villegas y desde ese encuentro, la

mujer pudo captar la briosidad e ímpetu de ese guanacasteco, lo había analizado...

¡y le agarró la medida!

Comenzó a trabajar ese guanacasteco como liniero en Puerto Limón, además, le

gustaba pescar en el mar con un tío de Rosa, el negro William, con quien hizo yunta

inseparable.

Poco a poco, se fue conociendo en esa zona caribeña, la fama del liberiano en las

artes equinas y taurinas, y le buscaban para realizar trabajos con el ganado de esa

zona, además de preparar las bestias de la United Fruit Company. Le conocieron

con el apodo de caballón en esa región, porque era agreste, brioso como caballo

desbocado, pero su corazón era noble, sincero, humilde y parecía que comenzaba

a tener dueño, sí, su corazón - poco a poco- comenzó a tener lecho, remanso,

tranquilidad y descanso.

Aprendió a leer y escribir con la complicidad de la bella Rosa Patterson. Por las

tardes, la mujer quien era estudiada, carismática, inteligente y servicial, sacaba sus

dotes de maestra para enseñar a Narciso las letras y los números.

Paso a paso lo alfabetizó, sobre todo, le enseñó a controlar ese espíritu

guanacasteco, le dio calma y tranquilidad. La soga del amor lo había atrapado.

Rosa, se placía por las noches en el parque Vargas de Puerto Limón, escuchando

las historias de Narciso de los llanos, llenos de ganado, de los trotes de caballos,

de majestuosos atardeceres de encanto, bajo los cedros, los guanacastes, los

cenízaros, los malinches. Una noche de tantas, con la suave brisa del Mar Caribe

soplándoles en sus rostros, la negra le dijo:

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- Narciso, lleváme a Guanacaste, quiero conocer a tus padres, las llanuras, las

pozas cristalinas de esos ríos, ¡pero quiero que me llevés como tu señora!, volvé

con rienda, dále ese deseo a tu madre.

Narciso tan solo escuchaba, la miraba, no expresó nada, sólo la miraba y un suspiro

le salió del alma, ya no era el caballo desbocado, ni el ternero brioso. Había

madurado, se estaba convirtiendo en toro tranquilo de llano. En medio del parque

Vargas de Puerto Limón, un beso apasionante de los dos enamorados, estremeció

a la brisa caribeña.

Limón conoció al guanacasteco y Rosa Patterson supo encausar ese torrente de

juventud desbocada, en un hombre maduro y amoroso.

Diez años transcurrieron.

Una tarde de abril, en la finca La Chacana, de esas tardes imponentes de celaje

ufano, en la lejanía del llano se veía un polvazal, eran dos bestias con lento trote.

Plácida Chévez, ya una anciana, como era su costumbre estaba sentada en la

misma banca de laurel negro y a lo lejos pudo ver la silueta de su hijo amado, su

cumiche, su adorado Narciso. El hombre no venía solitario, traía a su mujer a Rosa

Patterson y con ellos sus dos hijos, tan negritos como su madre, de cinco y siete

años. Venían cansados del viaje, polvorientos, con hambre y sed, pero venían con

unas sonrisas inigualables.

La madre, se incorporó, y levantando sus manos al cielo, sacó un grito diciendo:

- ¡Gracias Santísimo, por fin agarró rienda este jodido!

¡Esa negra preciosa, la limonense de Rosa Patterson, pudo domar el espíritu brioso

del potrillo salvaje!

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Y se arraigaron ahí, en ese Guanacaste.

En las tardes de época seca, junto a sus dos negritos y su negra amada, en la

misma banca de laurel negro, Narciso Villegas leía un libro que su amigo -aquel que

conoció en el ferrocarril- le obsequiara un día de aquellos en puerto Limón.

Ahí, debajo de un frondoso malinche, Narciso leía en voz alta ese libro, entonces,

esas líneas literarias le recordaban su estancia en puerto Limón.

En su portada, el libro tenía escrito en mayúscula, estas mismas letras: MAMITA

YUNAI.

Esa tarde de su regreso, fue una tarde guanacasteca, preciosa y calma, de1948.

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Retazos por avenida diez

El hombre partió una tarde hacia Puntarenas. Sumido en el alcohol abandonó a su


esposa y a sus tres hijas allá en la humilde vivienda de madera del barrio Bolívar en

la ciudad capital. La menor de las tres hijas, tenía una condición especial, pues

caminar le era muy difícil, presentaba una enfermedad en sus huesos que hacía

cada vez más difícil su movimiento. Ahí quedó la madre de treinta y cinco años con

sus tres hijas, su humilde vivienda, unos maltrechos muebles y una vieja máquina

de coser -de pedal mecánico- que su abuela le heredó cuando tan solo era una

muchachita de quince años.

Un empresario cercano al barrio Bolívar, le regaló una silla de ruedas para su hija,

¡que alegría trajo ese obsequio! Esa silla -dos veces por semana- era también el

medio de transporte para llevar las colchas, tapetes, delantales, cobertores, fundas,

y cuanta costura pudiera vender por aquella larga avenida diez en San José. De

casa en casa y entre los comercios, iba ofreciendo sus costuras para lograr el

sustento diario de sus tres amadas hijas. A veces, no le quedaba otra opción que

también llevar a su hija menor en esa silla de ruedas cargada de mercadería. Cuán

alegre se ponía esa madre, cuando en la gasolinera La Castellana, lograba vender

parte de sus trabajos entre los pacientes choferes que esperaban el combustible.

Luego, caminando más hacia el este por esa avenida, una deliciosa ensalada de

frutas de la soda Castro, era casi siempre, el regalo perfecto de algún samaritano

para la dulce niña que iba sentada sin moverse en la silla de ruedas. Muchas veces,

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estuvo esa madre tan temprano en la industria Mil Colores, para recibir de un

bondadoso caballero, un saco lleno de retazos de tela sobrante, sin titubear,

regresaba a su casa donde las jornadas en la vieja máquina de coser eran

inagotables, siempre junto a su hija menor, madre e hija se quedaban en esas

noches de costura, debajo de una luz tenue y amarillenta de un bombillo

incandescente. Día y noche, sacando el mejor corte en esos retazos regalados, para

luego ir por aquella avenida diez, a veces con el sol extenuante y otras veces con

la lluvia y el frío tiritante. La vieja casa del barrio Bolívar estaba llena de retazos de

amor, había unión, trabajo, sencillez y calidez. Así, las dos hermanas mayores

pudieron terminar su secundaria y lograron el sueño de su abnegada madre.

El tiempo transcurrió en la ciudad capital.

En alguna parte de San José, casi treinta años después, se veía sentada a la mujer

ya anciana, dentro del negocio familiar. Sus hijas mayores lograron el sueño de la

madre, tener un local comercial, para que su madrecita no siguiera recorriendo

aquella larga avenida diez. Adentro, los retazos, las máquinas modernas y las

decenas de pedidos llenaban los estantes de producto terminado. Entrando al

negocio, hacia la derecha, se podía admirar una reliquia, la máquina de coser que

en una pequeña placa metálica decía 1911. Más adentro, una enorme fotografía

enmarcada colgaba de la blanca pared a vista de los clientes.

Ese retrato, era de la dulce hija menor, la misma de la silla de ruedas, que murió en

la vivienda del barrio Bolívar en una soleada mañana mientras su madre iba

sudorosa, vendiendo las costuras, ¡aquellos retazos de amor, por avenida diez!

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Siempre mirando al mar

Él, un pescador artesanal, dejaba sus horas amando al mar, para ella él era como
un barco que algún día vería partir, sólo esperaba el momento en que las olas lo

arrebatarían sabiendo que jamás habría de regresar. Ella nunca lo comprendió,

tampoco comprendía al mar.

Cada día, él quería embriagarse de la noche marina, deseaba fundirse con el

océano. En su vieja panga de cabotaje existía un extraño romance que a él... ¡lo

emborrachaba al caer la tarde!

Ella solamente le miraba desde la playa, sabía que jamás lo tendría arraigado en

tierra firme porque su alma nació en sincronía con el vaivén del mar. Y es que así

fue, un tres de octubre de 1935 cuando el golfo de Nicoya cambiaba su traje en la

penumbra, -en aquella misma panga- la madre dio a luz a Porfirio Guadamuz. Ahí

nació de noche, creció de noche y como él decía, ahí mismo se uniría a su mar...

¡de noche!

- Porfirio, venite conmigo pá' Esparta a la finca de papá, yo te quiero... ¡vos lo sabés!

Era el suplicio de su amada, que cada tarde se escuchaba en esa playa mientras el

hombre de treinta años se alejaba a su cita nocturna con el golfo.

- Porfirio venite pá' Esparta... ¡ahí te queremos!, hagamos una vida juntos.

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Desde la playa, los gritos de la joven enamorada se disolvian como la espuma

marina que moría en sus pies. A lo lejos, casi imperceptible, se alejaba el hombre,

el hijo del mar. Dos gaviotas sobre su cabeza... ¡eran sus centinelas! En la más

desconocida lejanía, inmensos nubarrones y destellos tormentosos inquietaban al

oleaje.

Tres días después, una pequeña embarcación pesquera divisó la panga maltrecha

completamente a la deriva en mar abierto. La soledad se había amotinado. Unos

cuantos jureles y pargos rojos yacían en el piso calafateado.

Esa misma panga, vio nacer al hombre de noche, le vio crecer de noche y se lo

entregó al mar también de noche. Solamente, ¡se lo devolvió al mar que lo reclamó!

El pescador escuchaba del inmenso océano un clamor de padre, sentía que le

llamaba y obediente... con pasión nocturna le conoció sus entrañas.

En la playa, su amada aún le esperaba para llevarlo a Esparta, para amarlo en tierra

firme, pero el mar le amó más.

Cada tarde, en alguna playa del golfo de Nicoya, la mujer espartana -ya de

avanzada edad- dejaba sus horas sollozantes... ¡siempre mirando al mar!

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Angustias cafetaleras

El valor monetario del grano estaba por el suelo, los mercados europeos habían
fijado un nuevo precio para la cosecha costarricense. Los grandes oligarcas,

intentaban reducir el impacto de la crisis, comprándole al pequeño productor a un

precio ridículo, inhumano, de penuria, el grano de oro.

“¡Condenilla guerra!, como si uno los mandara a pelia´se a esos… ¡confisgáos

alemanes, ingleses y esos otros los franceses!”

Esas palabras, salieron como un lamento evocado hacia la nada, por el camino

bajando la montaña. Ahí venía con su yunta de bueyes, su carreta llena de sacos

del grano cosechado en su pequeña tierra, en la empinada montaña. Traía además

sacos de maíz y algunos de frijoles, para dejarlos en el comisariato del pueblo. Ahí

venía bajando, lento, con cuidado, en medio de los cantos de pájaros mañaneros y

de una brisa norteña que corría moviendo las enormes copas de los árboles de poró,

dispuestos en el camino.

“¡Condenilla guerra!, como si uno los mandara a pelia´se a esos confisgáos!”

Lamento, paso pausado, carreta llena de cosecha, la larga vara guiando a la yunta,

que sintiendo el lamento de Feliciano Rodríguez, también venía triste. A lo lejos, al

llegar a un claro de la montaña, se veía en el bajo, el imponente beneficio de café,

con su color rojo opaco. Eran casi cuatro kilómetros bajando la pendiente desde su

rancho, en medio de un camino de barro colorado. Había que saber guiar muy bien

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a la yunta bajando hacia el pueblo. A la izquierda eran unos paredones como

cortados a noventa grados, a la derecha, eran unos guindos que daban hasta el río.

La carreta repleta de sacos, el suelo resbaladizo, y la tristeza y congoja, iban en la

mente del campesino cuarentón.

Atrás en la montaña, estaba su pedazo de cielo, su rancho, las cuatro vaquillas, sus

dos caballos, las matas de café que llegaban hasta la quebrada y la milpa hacia la

loma. Adentro del rancho, estaban sus amores, su esposa la puriscaleña Flora

Ureña y sus tres hijas, aun niñas.

Ya casi no tenía insumos para labrar la tierra. En el comisariato todo había subido

estrepitosamente de precio. Todo tan costoso, y el saco de café lo estaban pagando

tan mal. Su única esperanza estaba puesta en unos reales que le debía desde hace

seis meses don Misael Urbina, a quien le había vendido un maíz para que vendiera

en el mercado central de la capital. Ahí se veía el beneficio de café, ya le faltaba

poco para llegar. Era una fresca mañana de enero, de 1916.

A las nueve de esa hermosa mañana, Feliciano Rodríguez llegó al recibidor del

beneficio, como de costumbre cada vez que entregaba su café llamó al encargado,

un hombre de cincuenta años. Esa mañana le dijo:

- ¿Cómo le amanece ñor Ulate?

- Diay Feliciano, te habías tardáo en venir.

- Es que ha estáo dura esa repela y necesitaba llenar toiticos los sacos.

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- Mirá d´una vez, pá que sepás, se está pagando el saco más bajo que el último

precio, creo a dos reales menos.

- ¡Tatica!, qué… ¿nos quieren matonear?, y ¿hora… por qué?

- Diay Feliciano, supuestamente al patrón le están pagando menos reales por cada

saco de café, eso escuché decir al mandador, que en Europa por la guerra, bajaron

más el precio. ¿Te bajo… entonces los sacos?

- Diay ñor Ulate, ¿qué me queda?... ¡no los voy a llevar de vuelta pá trás!

Mientras descargaban los sacos de café de la carreta, Feliciano Rodríguez se fue a

buscar en el beneficio a Misael Urbina, quien le debía un dinero de unos sacos de

maíz que le había vendido tiempo atrás. Preguntó por él, pero no le halló. Le buscó

más hacia adentro del beneficio, hasta que encontrándose al joven Ricardo

Ballestero, le preguntó:

- Mirá Ricardito, ¿has visto por acá al condenillo de ñor Misael?

- Diay ñor Feliciano, ¿usté no sabe?... ñor Misael se jué pá la capital, a vivir con su

familia. Dicen que ese confisgáo se compró una casa allá por onde llaman Currirabá

o algo así.

- ¡Cochino ese!

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Luego de recibir la paga del café entregado en el beneficio, Feliciano se enrumbó al

comisariato del pueblo a entregar algunos sacos de maíz y de frijoles. Entró al

comisariato, cabizbajo, desmoralizado. Sentándose frente al enorme mostrador de

madera de cedro amargo, pidió un trago de aguardiente, y hablando con el dueño

del comisariato, empezó la negociación de los sacos para tratar de obtener el mejor

precio posible. El regateo fue intenso, el dueño del comisariato era hábil

comerciante. Los productos importados habían subido aún más su precio, las palas,

picos y machetes eran inaccesibles, los fertilizantes… ¡mejor ni pensar en ellos!

A las tres de la tarde, con siete tragos de aguardiente en su sangre, iba subiendo

hacia la montaña, Feliciano Rodríguez. Con la carreta vacía, tan solo llevaba unas

candelas, una docena de fósforos, cinco libras de arroz, tres libras de avena, y dos

bolsas de fertilizante que le habían costado un dineral. Debajo de su camisa, bien

amarrada en su faja de cuero, iba una bolsa con treinta confites, unos confites

redondos, policromáticos y de sabores inigualables. Esa bolsa, era lo más añorado

por sus tres hijas, cada vez que llegaba su padre, de regreso del pueblo.

Ahí, iba subiendo hacia su rancho, paso lento, la yunta sentía liviana la carga, iban

-aunque de subida- más ligera. La tarde era fría, el viento traía una cilampa desde

el norte, pero Feliciano no la sentía, los siete tragos de aguardiente, le hicieron

insensible la piel, y como hablando con el viento, iba diciendo por el camino:

“¡Condenilla guerra!, como si uno los mandara a peliáse a… ¡esos confisgáos!”

“Condenillo ñor Misael, ¡pero toititicas me las vas a pagar…!

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En la lejanía se veía el rancho de madera, la humeante chimenea anunciaba que

estaría listo aquel café chorreado de su propia molienda casera. Él, amaba su

pedazo de cielo, sus vaquillas, sus dos caballos, a su inseparable yunta de bueyes,

su milpa, sus matas de café y a sus cuatro hermosas mujeres. Entró en su rancho,

iba a ser las cinco de esa tarde tan fría y el humo del café que lo llenaba todo por

aquel lugar, le hizo suspirar al mejor estilo del campesino costarricense. En ese

momento, entregando la mágica bolsa a sus niñas de ojos brillantes, las penas y los

temores desaparecieron de la mente de Feliciano Rodríguez.

Las angustias se agravaron, los precios de las importaciones subieron y el valor del

café caía sin remedio. La Primera Guerra Mundial impactaba fuertemente a la

economía costarricense.

Un año después, llegó por el rancho de Feliciano, un mandadero del dueño del

comisariato. El jovencito de veintitrés años, llegó en su yegua. Al salir la esposa

Flora Ureña, le dio el joven:

- ¿Cómo está ña Ureña?, ¿se encuentra ñor Feliciano?

- No papito, anda en el bajo, desyerbando el café.

- Dígale que Misael Urbina está en el pueblo, llegó anoche, trajo de San José dos

carretas lleniticas de chunches pá vender, y como ese confisgáo le debe reales a

Feliciano, mi patrón me mandó a decile.

- Tá bien le diré, pero papito, entre a tomáse un cafecito con un pancito de elote que

tengo en el fogón.

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Esa tarde, al regresar Feliciano, del bajo por la quebrada, su esposa le entregó el

mensaje. El hombre salió frente al rancho, miró fijo hacia la lejanía llena de neblina

y se quedó pensativo, entonces regresando hacia su rancho, le dijo a su esposa

Flora:

- Mirá mujer, mañana por la mañana iré al pueblo, voy a cobrále esos reales a ese

confisgáo de ñor Misael.

- Aprovechá y lleváte el rifle, ese condenillo ya no sirve pa´ naida, hoy mientras

andabas en el bajo, llegó el leoncillo buscando las gallinas y al disparar al aire, no

hizo naida.

- Está bien mujer, lo llevaré al comisariato, ahí me lo pueden arreglar.

Al día siguiente, temprano, Feliciano Rodríguez, cabalgó montaña abajo rumbo al

pueblo en busca de Misael Urbina, estaba decidido a cobrarle los reales, o

cambiarlos por algunas cosas que trajera de la capital. Un extraño silencio invadió

el camino, un frío penetrante le caló hasta en los huesos al campesino, y llegando

al claro de la montaña, divisó a lo lejos el beneficio de café. Iba en su caballo, alforja

en los lomos del equino, y el maltrecho rifle a un lado de la rústica montura. Sentía

un frío extraño, que le calaba hasta los tuétanos.

Ese día, al ser las doce del meridiano, encontraron muerto a Misael Urbina. Con un

disparo de rifle en su pecho, desangrado boca abajo, le encontraron tirado detrás

de un chiquero que estaba en las afueras del pueblo. Todas las sospechas cayeron

153
en Feliciano Rodríguez, el rifle lo había dejado en el comisariato y luego huyó a la

montaña. El resguardo, llegó al rancho de Feliciano al ser las cuatro de esa fría

tarde, nada se pudo hacer, no había justificación. Todas las sospechas recaían en

el hombre, que meses atrás había dicho en el comisariato que se cobraría la deuda,

a como diera lugar. Flora Ureña y sus tres hijas lloraban desconsoladas, la esposa

jamás lo podía creer, jamás pensaría que su hombre, ese campesino sencillo y de

buen corazón, tuviera el valor de hacer esa afrenta terrible, y menos con el

maltrecho rifle.

Feliciano Rodríguez estuvo en una prisión de la capital por casi un año, esperando

el proceso de justicia. Las dudas procesales, invadieron el caso. En el rancho, las

cuatro mujeres sentían la soledad del esposo y padre esforzado. En el pueblo,

atónitos, habían quedado los lugareños ante el hecho punible. ¿Fue tanta la

desesperación que tuvo Feliciano Rodríguez, para matar de un tiro al conocido

Misael Urbina, por la deuda de aquellos sacos de maíz? ¿Acaso ese día en la

mañana, discutieron por esa deuda, y no le quedó otro remedio a Feliciano que

disparar su maltrecho rifle?, ¿no estaba el rifle con algún daño y por eso lo había

dejado en el comisariato?, ¿acaso el disparo de Feliciano, fue en completa defensa

propia? El caso, tenía en vilo a los habitantes de la región y a los funcionarios

judiciales.

Entonces lo inesperado sucedió. Un año y dos meses después de que Feliciano

Rodríguez fuera apresado, en una muy fría tarde, frente a su rancho le vieron llegar.

Sucio, lleno de barro colorado en sus zapatos y pantalón. Estaba mojado, haraposo,

cansado de subir caminando por la montaña. Llegó solamente con su viejo rifle que

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había recogido en el comisariato, y debajo de su mugrienta camisa, bien amarrada

en su faja de cuero, iba una bolsa con treinta confites, redondos, policromáticos y

de sabores inigualables. El recibimiento fue desbordante en llanto en esa tarde de

viento tan frío.

Diez días atrás, un hombre de San José lo había confesado todo. Confesó el crimen

de Misael Urbina. Fue él, quien le había propinado aquel disparo en el pecho, con

un rifle exactamente igual al de Feliciano. Misael Urbina, había hecho chanchullo -

como decían por el pueblo- en un negocio capitalino con el ahora confeso homicida,

el cual siguiéndole desde la capital, le dio muerte ese día en una disputa detrás de

aquel chiquero. Todo estaba ahora claro. ¡El confisgado del Misael Urbina, era un

tramador!, y el hombre enfurecido, tomó la justicia por su cuenta.

Esa noche, sentado en la humilde mesa de su rancho, un olor delicioso a café recién

chorreado en el fogón, invadió el espíritu de Feliciano. Mientras veía caer el agua al

chorreador desde el jarro, también añoraba abrazar la bella silueta de su esposa, la

puriscaleña.

Su mujer Flora Ureña, le abrazó tiernamente, mientras ambos veían en el piso de

tierra, a las tres hermosas niñas, saboreando los mágicos sabores que habían

llegado en la bolsa de papel, desde el mercado central de San José.

Esa noche en el pueblo, durmieron felices los lugareños, de saber que el querido

hombre, Feliciano Rodríguez, dormía plácidamente en la montaña junto a sus cuatro

hermosas mujeres.

En Europa, la Gran Guerra, ¡había terminado!

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