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II
III
En ese largo viaje a caballo, que duró siete días sin contar el
tiempo que pasamos en casa de amigos que mi padre tenía
en la región, me impresionaron sobre todo las altas monta-
ñas de los Andes, la puna enhiesta, llena de soledad y silen-
cio y una sobrecogedora dramaticidad que parece nacer de
sus inmensas rocas que se parten, formando abismos de
vértigo o trepan y trepan con un terco afán de altura que no
se cansa de herir el toldo encapotado del cielo. A veces, el
paisaje se dulcifica un poco, tiene bondad de árboles frutales
en los valles y ternura de sembríos ondulantes en las lade-
ras, pero todo ello no es sino una tregua, porque predomi-
nan las rijosas montañas que se desnudan subiendo a diez o
quince mil o más pies de altura. En el alma de quien cruce
los Andes o viva allí, persistirá siempre la impresión, que es
como una herida del paisaje abrupto, hecho de elevadas me-
setas, donde crecen pajonales amarillentos, y de roquedales
clamantes. Hay tristeza y, sobre todo, una angustia perma-
nente y callada. Los habitantes de ese vasto drama geológi-
co, casi todos ellos indios o mestizos de indio y español, son
silenciosos y duros y se parecen a los Andes. Aun los de pu-
ra ascendencia hispánica o los foráneos recién llegados,
acaban por mostrar el sello de las influencias telúricas. Azo-
tados por las inclemencias de la naturaleza y de la sociedad
—en exponer éstas ya he empleado varios centenares de
páginas— sufren un dolor que tiene una dimensión de siglos
y parece confundirse con la eternidad.
Y mi abuela: