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Ninguna expresión
sincrética –salvo el Tamunangue- se halla más demarcada que en la adoración, origen y relación
de la imagen de San Juan Congo, en cuya denominación priva de una vez el gentilicio africano.
Para el efecto, debemos remontarnos a fines del siglo diecisiete.
El señor Blanco, realizaba su compra, los reunió a otros esclavos de menor precio y los entregó
a su escolta bien armada, tomando el camino de la Villa de San José de Curiepe.
Meses después, cuando los esclavos machacaban un poco el español, supo que eran
hermanos, y lo que es más, príncipes africanos de un clan traicionado por tribu enemiga que
comerciaba con europeos saqueadores e incendiarios de los Kraals. Bautizados en la religión
católica, bien pronto revelaron no solamente su innata nobleza de sentimientos, sino también una
gran pericia y conocimiento en el cultivo del cacao, cuya mejora de producción y aumento de las
arboledas se hizo manifiesto. No obstante, el menor de los hermanos, no perdía aquella tristeza,
ese estar como ausente de cuanto le rodeaba, aunque el amo se preocupaba que tuviesen una
alimentación sana, dándoles asimismo alojamiento confortable y buen trato. Una mañana
amaneció muerto, seccionadas las carótidas con el filo del machete que aún empuñaba en medio
de una gran mancha de sangre. Recibió cristiana sepultura en el cementerio común de la
población. Al pie de su tumba, quedó su hermano en vela toda la noche. Desde entonces, una
inmensa melancolía rodeó su vida.
Vecinos a la casa del señor Blanco, vivían los Muñoz, pardos libres y también hacendados.
Todas las tardes, venía una niña de dicha familia a conversar y jugar con el esclavo, al cual su amo
dispensaba ahora de ir a las haciendas. Poco a poco le dejaba la administración de los trabajos,
obligado como se veía a menudo a marchar a la capital de la provincia.
La pequeña pasaba ratos inefables escuchando los cuentos de animales del esclavo. Había cierta
ternura filial hacia aquel hombre en cuyos ojos se adivinaba el infortunio. En ocasiones - según mis
informadores -, le halaba inclinado de codos a una trípode, perdida la mirada hacia un punto lejano
de paisaje. Entonces la pequeña pasaba suavemente su manecita sobre su calva, una y varias veces
haciéndole sonreír. Aquel espectáculo terminó de ablandar el corazón del señor Blanco, quien diole
espontáneamente carta de libertad, regalándole una pequeña arboleda con tierras adyacentes y un
solar vecino a su casa para que construyese su vivienda.
Fue notorio entonces el respeto, el comedimiento que negros esclavos y libres, zambos y
mulatos, tenían por el recién liberado. Poco tiempo luego murió el señor Blanco, a quien debía su
restitución al estado humano sociable y racional. Con ahorros de su trabajo, negoció aquellas
posesiones, hijas de los desvelos de él y su hermano difunto. Ahora se llamaba a su vez, el “señor
Blanco”.
Acostumbraban los hacendados del lugar, dar tres días de asueto a sus servidores el día de San
Juan Bautista, que celebraban al son de tambores y bailes después de la Misa. Los Africanos y sus
descendientes, rendían culto a un Santo de los blancos, en que no se les permitía acceso a la iglesia,
contentándose con oír misa desde afuera para luego concurrir a la danza de los tambores, y allí
trasegaban grandes cantidades de vino y aguardiente, con desesperación que les costaba en
ocasiones la vida, bien por mano ajena o por las suyas propias, reacios a regresar el tercer día a la
vida de esclavitud.
Como había amos buenos, los malos duplicaban el número. El látigo y el cepo funcionaban sin
cesar en tales ocasiones. Lacerados a golpes de rebenque, caían los hombres arrastrándose, posesos
más de la borrachera del dolor en el alma que de los efectos alcohólicos en lo físico.
El “señor Blanco” –negro, libre, casado y rico-, contemplaba con silenciosa consternación las
escenas. Una mañana montó en su mula y acompañado de su escolta, salió con rumbo desconocido.
Al cabo de varios días, regresó al pueblo. Faltando pocos meses para la celebración de San Juan en
el año próximo, comenzaron a llegar a su casa, hombres de diversas partes de la región. En la
noche, a puertas cerradas, celebraron una reunión, en que transcurrieron las conversaciones en
dialecto; seguramente alguno del bantú, pues cuéntase que este señor Blanco, venía de la parte
suroeste de África, o sea de la zona del Congo.
En esas celebraciones, los esclavos y libres, llegaron a un acuerdo: hacer fondo común cada año
para comprar la libertad de dos o tres de sus semejantes. El señor Blanco se asignó una fuerte suma,
suficiente para liberar a dos o tres del mejor precio. Y aun más, hizo encargar a un santero de color
una imagen costosa de San Juan, en cuyos materiales de modelación entró orden polvo. Por un valor
de dos mil pesos, vino el nuevo santo, pequeñín, gracioso, sin embargo con una dulce tristeza en los
ojos bajo sus rulos dorados. Tez de morenas amapolas y cabellos de oro. La pequeña imagen se
llamó “el San Juan Congo”.
El señor blanco se valió de influencias y dinero, hasta obtener licencias de la Iglesia, enseguida
la bendición, para los festejos en los días ya acostumbrados.
Entonces se cantó Malembe, tonada que es una invocación del día último a los dioses de África.
Quiere decir su fonética: “Dios Poderoso”. Pero esta invocación, llevaba en sí contornos trágicos y
terribles. Representaba en realidad un culto de la liberación por la muerte. Muerte por su propia
mano, antes que los esbirros esclavócratas se la dieran con el látigo asesino Podían ahora beber y
beber hasta hartarse, hasta perder la noción del ser. Disponían ahora del recurso de la muerte, como
liberación definitiva. La tradición directa, fidedigna y exacta cuenta sombríamente cómo los
esclavos se ahorcaban en los árboles, y cómo se entonaba el malembe –responsorio ritual en la
ceremonia del “encierro” del Santo-, después que en medio de un silencio impresionante,
exclamaba una voz (algún sacerdote de sus cultos): “¡Ya voló vuelto paloma!”
Alba paloma escapada de una servidumbre nefanda. ¡Vuela, vuela hacia las regiones donde los
hombres no tienen color ni hay odios raciales!
La imagen de Congo, se venera todos los años. A su cuidado quedaron los sucesivos
descendientes de aquel príncipe de África integradora de pueblos. Priva en la celebración de su
festividad, la adoración de sus devotos, especie de sociedad religiosa, religiosamente sincrética.
MALEMBE: Literalmente significa “tristeza”, “suavemente”, “pesar inevitable”. En este caso, tal
expresión es empleada como invocación a los dioses originarios: “¡Dios Todo Poderoso, apiádate de
tus siervos!”