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SEMEJANTE A SEMEJANTE A LA NOCHE

In Memoriam Alejo Carpentier


Y caminaba, semejante a la noche...
Ilíada, Canto I.

Con el aire tropical en sus cabellos


y el vaivén del río en sus caderas...

Roxana Sélum. Las Hijas de Dyango

I
…pobrecita Bolivia, tan lejos de dios y tan cerca de sus afrentas…

Verdecía el Mar Pacífico de Arica, la hora en que nuestros vigías anunciaban la llegada de las
ciento cincuenta naves negras que nos enviaba el Rey Agamenón. Al oír la señal, aquellos
mit´anis que aguardaban por varios días alojados en La Hostería, empezaron a bajar el trigo
hacia la playa donde ya preparaban otros necesarios rodillos para subir las embarcaciones
hasta las murallas del puerto natural de Los Andes bolivianos; ningún criado europeo
trabajaba en ello, no correspondía... Era el precio masculino de haber salido perdidosos del
tinku reciente, llevando la carga abnegadamente femenina del urinsaya por un año, hasta el
nuevo lance.

Cuando las quillas tocaron la arena, hubo muchas peleas con los timoneles, pues tanto
habían encargado a los micenianos que Bolivia carecía de hombres con aptitudes para tareas
marítimas, que trataron de alejarnos a golpes con sus pértigas... Pa´que... Encima, la playa se
había llenado de niños bolivianos venidos de todas partes, que se metían entre las piernas de
los soldados, entorpecían las maniobras y trepaban a las bordas para tomar jugos y bocadillos
pertenecientes a los recién llegados.

Las olas claras del amanecer quedaban destempladas por gritos, insultos, peleas a patadas y
puñetazos, dejando a los “notables” con las ganas de pronunciar sus discursos de bienvenida,
en medio de una batahola infernal: un desmadre gracioso. Como esperaba yo algo más
emotivo y épico para nuestro encuentro con los que venían a buscarnos para la guerra, me
retiré algo decepcionado y muerto de risa hacia la higuera en cuya rama gruesa me fascinaba
montarme, apretando un poco las rodillas porque tenía un no se qué o qué se yo de caderas
de mujer.

A medida que las naves fueren sacadas del agua, al pie de nuestra fortaleza hecha de
montañas que resplandecían de sol, se iba en mí atenuando la primera impresión de
zafarrancho, debida indudablemente al desvelo de la noche ansiosa y el chaqui de la fiesta
nocturna, con mujeres y jóvenes de tierra adentro, cambas, chaqueños, chapacos, vallunos,
amazónicos y andinos recién llegados a esta costa desde La Paz, para desembarcar con los
que aquí esperamos e ir todos juntos a la guerra.

Mientras observaba las filas de hombres venidos de toda Bolivia, cargando jarras
aguardentosas, odres de chicha y cerveza, cestas de coca, alimentos y vituallas para abastecer
las naves en que viajaríamos, creció en mí, con aire de orgullo, la conciencia de la
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superioridad del guerrero: todo aquel bastimento, licor y fruta serían alimento en los días y
noches que dormiríamos mojados de lluvia con el amparo de la luna, allende los mares, en
alguna playa desconocida, camino de la Magna Cita. Los granos de trigo, maní, arroz y papas
que hube secundado a cosechar, eran ahora juntados y embarcados para mí, sin que yo
tuviese que fatigarme ayudándoles en tareas hechas para los que sólo sabían oler a papel de
tierra, dirigentes políticos lóbregos y consultores oficinistas a destajo que vivían encorvados
sudando como sus máquinas y bestias, en el hábito de obedecer y aceptar: ellos nunca
conocerían las anchas calles de Troya, que ahora íbamos a cercar, atacar y asolar.

Durante muchos días, nos habían hablado los mensajeros del Rey de Micenas, de la
insolencia de Príamo, de la miseria que amenazaba a nuestra comunidad por la intolerable
arrogancia de sus súbditos, que se mofaban de las varoniles costumbres bolivianas;
indignados y trémulos de ira supimos de los retos lanzados por los de Ilios a nosotros,
bolivianos –andinos muchos- de largas y ensortijadas cabelleras, cuyo valor no es igualado
por pueblo alguno. Y fueron gritos de furia, letalmente finos esos puños alzados –
especialmente cambas-, juramentos de muerte y venganza, escudos y lanzas arrojados a los
árboles y paredes; cuando supimos del rapto de Elena de Esparta, emparentada por línea
materna con una casa muy conocida en La Paz, donde había nacido y crecido...

A gritos, contaban los emisarios de su maravillosa belleza, labios carnosos –promesa de


símiles grutas- y aterciopelados ojos; su porte y orgulloso andar, grandes pechos y finas
caderas con un par de nalgas jamás vistas; ahora ella se hallaba sometida a un cruel
cautiverio, plagado de vejámenes sexuales y sodomía; mientras bullían tutumas de chicha con
aguardiente y pólvora, elixir de los guerreros. Aquella misma tarde, cuando Arica entera se
indignaba, se nos dio aviso del envío de las ciento cincuenta naves negras. El fuego de las
fundiciones fue entonces encendido en toda Bolivia y las mujeres trajeron toneladas de leños
del monte.

Hoy, transcurridos los días, contemplo las embarcaciones alineadas a mis pies, tan potentes
como el miembro viril que bambolea la entrepierna, y me sentía dueño del mundo, frente a
esas maderas y metales portentosos cuya edificación y ensamblaje ignorábamos los nacidos
acá, pese a tener de sobra materiales para hacer mejores naves aún... naves que van a
llevarnos a otro continente, donde habrá de librarse el más grande acontecimiento de todos
los tiempos. Y me tocaría a mí, hijo de futbolista y secretaria, nieto de jueces, sastres,
guerrilleros, toreros y castradores de toros; la suerte de ir al sitio donde nacían las epopeyas
cuyo relato conocíamos por el narrar de muchos marinos k´ochalas y alcanzaría la
inmortalidad; tendría yo la honra de ver las murallas de Troya desvanecerse ante mis pies y
espada ensangrentada; de dar mi espíritu animal sediento de muerte al bautizo eterno de las
gestas épicas, con docenas de rivales ensartados por mi lanza y segados por el ímpetu de mi
sangre, que hierve al sonido del ataque prohijado siempre por el Corneta Mamani...
rescatando a Elena de Esparta, nacida en mi tierra de alturas, La Paz de Ayacucho,
Chuquiagu Marka... trayendo la victoria guerrera que nos daría por siempre gloria,
prosperidad, dicha, poesía, eros y abundancia... suma qamaña, allin kawsayta, ñande reko...
de la puta...

Aspiré hondamente la brisa de montaña que bajaba de las nieves eternas al mar de Arica y su
Valle de Azapa; pensé que sería digno perecer en tan justa guerra, por la causa misma del
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honor, gloria y comunidad. La idea de ser muerto por un arma enemiga me hizo pensar, sin
embargo, en el dolor de mamá y papá al saberlo; el reprimido llanto que desbordaría como
un manantial en mi viejo; la hondura del dolor altivo de quien tuviera que recibir la noticia
con los ojos secos –por su jefatura de la casa-, mi madre. Bajé lentamente del morro hacia la
playa, por la senda de los Comunarios Pacajakes y sus llamas; en la orilla, seguían
embarcando coca, lejía, bico, chamayro, muko, achuma, tabaco, ayahuasca y licores, en
abundancia inusual a otros pueblos con diferentes costumbres a las de mi comunidad...

II
…pobre diablo es el demonio, si no le ayudan las féminas…

Con bandas carnavaleras de Oruro, tamboritas y grupos folklóricos, de rock urbano y hip
hop boliviano, festejábamos todos –en todas partes-, la próxima partida de las naves. Los
marinos de “La Beniana” andaban de buri, alternando el baile con la bebida y el sobado de
nalgas tan hermosas como puede ofrecer un ramillete de hembras venidas de todas las
tierras, culturas, regiones y ciudades posibles e imaginables; féminas de toda Bolivia
regocijaban los ojos del cazador más exigente en lides de la carne y sangre con frenesí que
sólo puede ofrecer la visión de una hembra boliviana, hembra entre las hembras... Potrancas;
cunumis; cambas; yeguas y warmis; peladas, negras y mulatas; morenas y rubias, andinas y
chaqueñas; imillas, birlochas, cholas, chotas, chocas y barcinas; mochas, vallunas, chapacas y
sureñas; potolas, aymaras, keshwas, cinteñas, blancas y canela; huambras, amazonas, cuñas y
rockeras... Oñe meno meno Mborîviaguasu...

Coplas y payados en los guerreros y rabonas que combatirían pronto en otros mares y tierras
-hoy por mujeres de inocultable belleza y varones de probado vigor-; cuecas, huayños y sayas,
mientras la bebida corría sin reserva y a raudales. El trasteo de licores proseguía sin pausa,
con la ayuda de los criados europeos del Mburuvichaguasu/Capitán Grande, Teko
Ruvicha/Autoridad Nacional; impacientes por un pronto regreso a sus gélidas tierras.
Camino del puerto, los Yatiris, Ipaye, Kallawayas, Curanderos, Médicos; Psicoanalistas,
Hetairas y Capellanes; arreaban la recua que llevaba sus plantas y adminículos a los barcos.
Lo propio hacían los músicos y las rabonas. Parecían presentir largas ausencias.

Cuando me tropezaba con gente de la guerra, nuestros abrazos eran efusivos y ruidosos, de
muchas interjecciones; carajazos, mierdazos, pendejazos, et coetera; risotadas y alardes de
virilidad para sacar las mujeres a sus ventanas: éramos como hombres y damas de distinta
raza (un 70% de machos y 30% de hembras, sin contar las rabonas ni l@s gay lésbicas),
forjados para vencer cualquier batalla, que no conocerían jamás el oficinista, el político, el
tecnócrata, el intelectual, el economista, el apoltronado leguleyo pleitista, las feministas, el
comerciante que pregona camisas norteamericanas usadas, con bordado de monjas en ferias
y desfiles de modelos.

En medio de la plaza, junto al Gobernador de Arica, con el sol que iluminaba los colores tan
ricos y diversos de tropas bolivianas; las trompetas del Mburuvichaguasu habían dado paso a
un millar –por lo menos-; de melodías nativas que grupos de músicos tocaban para el desfile
de tropas, venidas todas desde los confines de Bolivia entera; fulgor de colores, cantos e
imágenes únicas y tan diversas que mostraban las fauces guerreras ante quien osare desafiar
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de la patria el alto nombre; aquella comunidad pródiga en valientes cuyo eros acompasa
tánatos hacia la femenina simiente de Pachamama que asocia siempre Bolivia con una
hermosa, fértil, voluptuosa y fecunda hembra de mil ensueños, cuya belleza jamás pudo ser
igualada en la inmensidad planetaria, digna del mayor heroísmo de sus hombres... Hembra,
un escalón superior de la mujer, como un macho lo es del hombre; poeta, irreverente y
varón, en las lides de la guerra, el poder y el amor... los hombres tienen razones, las mujeres,
propósitos, habría dicho Jaime Bombilla Taborga... Un resuello de voces exhibía su
masculinidad guerrera, esperando con impaciencia el momento de la arenga cuyos ecos
todavía resuenan: por la gloria, ¡morir antes que esclavos vivir! Vencer antes que morir...

Mi padre se hallaba en su tienda oliente a creso, estadio y fragancias de visitador médico.


Temprano se le vio jugando un partido de fútbol con los chicos de la cuadra; ahora tomaba
un tinto en la hamaca, con amigos, anisao y la baraja de naipes para distraer los ímpetus de la
espera. Cuando me vio, dejó de jugar (inusual para él) y se aproximó a darme un abrazo
fuerte y seco, como hombre, de alegre tristeza serena, recordándome la muerte inevitable de
mis hermanos, Pepe Oporto Terrazas y Juan José Peñaranda Undurraga, con quienes me
había criado en Santa Cruz y Oruro, ambos atravesados por las flechas de los bárbaros de
Madrid.

Pero el Viejo sabía que por aquellos días era locura de todos embarcarse para Iberia, aunque
ya dijeran varios inteligentes que todo aquello era un engaño común de muchos y remedio
de pocos, ya que los bárbaros yanqui europeos eran renuentes a negociar con justeza y
licitud, tratando siempre de sacar ventajas torticeras. Alabó los bienes del fútbol y la visita
médica, de las comisiones, salarios y primas tan cercanos a los que se logra en arriesgadas
empresas; del honor del comercio, el derecho y la política; de llevar el estandarte de los
profesionales en procesiones, marchas, cabildos y desfiles. Ponderó la comida segura, una
cuenta repleta de dinero, la vejez apacible, rodeado de nietos, buris, trapiches, peladas y
maravillas audiovisuales. Pero -viejo lobo de mar como también era-; se había ya dado cuenta
de que la fiesta crecía en la ciudad y me impacientaba por acudir al buri, además que mi
ánimo tampoco estaba para cuerdos razonamientos de rentista, así que me llevó con la vista
hacia la habitación suya, en cuyo lecho, compartía holganzas con mi madre, quien debía
saberlo todo por mis propios labios. Era el momento que más temía...

Contuve alguna lágrima frente a las que salían por ojos de mamá, la última en conocer de mi
viaje, cuando ya me había enlistado y todo estaba decidido. A tiempo frené cualquier
sentimentalismo, al enterarme que ella lo sabía todo, aún antes de que yo mismo ofreciera
mis esfuerzos a tal empresa, buscando la inmortalidad, en los registros de Ñemboatiguasu.
Agradecí las promesas hechas a la Mamita de Cotoca y los Maestros Ascendidos, para que
regresare sano, salvo, pronto y soltero; asegurando en todos los idiomas posibles el no tener
sexo promiscuo y deshonesto con las mujeres de aquellas tierras, tan inclinadas a la ligereza
de cascos. Aduje lo absurdo de copular con féminas un tanto desabridas y ahombradas,
amando las peladas de mi pueblo; que no iba yo a ligarme una gringa de inclinaciones
luciferinamente lascivas, cuando provengo de una tierra donde el Aña tiene hembras en
desnudez edénica y sensual que ha extraviado a miles de incautos cristianos, yanqui europeos
maleados ante la visión de tanta carne al desgaire; cuán hermosas son ellas, por quienes
valdría la pena morir, brindándoles la gloria y bienestar que inspiran inclusive a matar...
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Sabiendo que imposible resultaría charlármela, mi madre comenzó a preguntarme con voz
preocupada por la seguridad de las naves y la capacidad de los pilotos. Yo exageraba la
solidez y consistencia de “La Cruceña” -aparentemente la nave en que embarcaría-; “La
Paceña”, “La Beniana” o “La Valluna”; afirmando convencido que su capitán –cruceño
también-; era veterano de las Europas, amigo de Andrés Ibáñez. Y para disipar sus dudas, le
hablé de las posibilidades tecnológicas de aquel mundo viejo, donde existían oscuras
catedrales, inmensas bibliotecas y cientos de transgénicos; razón que hacía cualquier
comercio de alimentos beneficioso a nosotros, comidos y saciados con pura savia de natura;
que había una ciudad llamada Roma, llena de oro, gobernada por un Ipaye generoso con sus
visitantes; a la que llegaríamos si es que antes no topábamos con las minas de Hispania, el
alcázar de Sevilla o los manuscritos inéditos de Séfirad cordobeses... En síntesis; promisorias
tierras que habían sido asoladas por la violencia y avaricia; continente al que habríamos de
liberar de sus bárbaras costumbres: la idolatría por el dinero, el individualismo, la injusticia
bárbara y belicosidad intolerante con los otros y la Pachamama, que se llamaba Gaia... como
relató Gabriel René Moreno... ñee iya, amo de la palabra...

Moviendo denegativamente su cabeza, mi madre había replicado de las mentiras,


brutalidades y jactancias de los europeos; de sus banqueros, tecnócratas, militares y
feministas; de la hecatombe natural veneciana y de las afiladas lanzas y espadas de acero
español que los llamados hijosdalgos empuñaban por siglos, cuan salvajes eran,
concentrando la tierra en pocas manos, proclamándose dueños de ella... en fin; como a cada
ocurrencia luminosa de un vender el charque, mamá oponía verdades de yetera; tuve que
charlarle de altos propósitos humanitarios, haciéndole ver la miseria de tantos yanqui
europeos, pobres idólatras del capital, desconocedores de la justicia, libertad, Pachamama y
Ñanderu Tumpa. Eran millones de almas a las que enseñaríamos el ñande reko y la equidad,
acorde las palabras sabias de Apiaguaiqui Tumpa y Andrés Ibáñez: éramos kerembas de
Túpac Katari a la vez que Iyambae de Santos Pariamo y auxiliaríamos aquellos pobres
europeos que, interculturizados y encomendados, serían librados de sus bárbaras
supersticiones racionalistas por nuestro ejemplo; conocería nuestra comunidad el premio de
una grandeza inquebrantable, que nos daría Ñande Reko y gloria sobre todos los reinos de la
Europa, junto a los de Abya Yala. Seríamos poderosos y ellos dejarían de ser miserables...

Un tanto aplacada por las palabras del charle, mamá colgó un hilo de placenta con injerto de
colmillos de shushupe alrededor mi cabellera; me dio algunos ungüentos homeopáticos para
cualquier picadura de alimañas ponzoñosas; haciéndome prometer, además; que siempre
protegería el invertebrado con cierta pomada mágica traída de Mojos en caso de follar con
gringas y cubriría mis varoniles miembros del frío con una calceta diminuta que realzaba mis
dotes fálicos y había faccionado con bolacha de caucho. Como las campanas de la catedral
repicaban sin pausa, fue a buscar el tipoy bordado en hilo de oro y corteza que sólo usaba en
grandes acontecimientos y la fiesta de gala en carnaval o el arete guasu.

Camino a la plaza, noté que, a pesar de todo, mis padres habían acrecentado su orgullo por
tener un hijo keremba alistado en la armada del Mburuvichaguasu; saludaban mucho y con
más demostraciones que de costumbre... y es que siempre ha resultado grato el tener un
hombre valiente, hatangatu, que sale a combatir por una causa noble y justa... en el puerto
imborrable de Arica, el trigo y la coca seguían raudamente cargados entrando a las naves...
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III

Con el aire tropical en sus cabellos


y el vaivén del río en sus caderas...

Yo la llamaba Mocha, era mi chica y mi prometida, pese a que nadie supiera de nuestros
amores. Con acento chapaco, venía ella del Chaco, trayendo aires guaraníes ampliamente
sazonados con destellos andaluces de Tarija... Cuando vi a su padre rondando el puerto;
militar de galones y heroísmo a toda prueba; pensé que se hallaría sola en su casa, cerca al
muelle doméstico donde las algas enverdecían el agua del Pacífico perfumando con jazmines
un aroma de Tomatas peculiar a nuestros aires, en la insondable lejanía de la playa ariqueña
con sales de oro y plata en arenas tibias al remanso acuático. Apenas la piedra tronó cristales
de San Lorenzo, la puerta se abrió de prisa y, con ráfaga de viento que traía olor de aloja,
entré a la estancia donde se me ofreció un casco de vino cuya inmemorial cosecha hubo de
ser mejorada por la compresión que un corcho de San Roque imprimía sabiamente a la
botella inclinada para una hinchazón fructífera...

La Mocha se puso a mi lado, posando sus interminables nalgas en el cojín de Bagdad y la


cabeza recostada sobre mis hombros, triste como estaba, con resignación tal que me impedía
ver sus ojos de frente, como cuando más la amaba, en el aire ausente de su mirada... Los
marciales objetos que adornaban su elegante sala habían cobrado súbitamente importancia
nueva para mis ojos, algo repentino me ligaba a su tarka, violín y la Rosa de los Vientos; el
Pacú disecado que colgaba en las vigas del techo; las cartas de Pantaleón Dalence sobre
Bolivia, Tiwanaku, Arica y el Chaco; las de Javier Cice Seoane que asemejaban portolanos y
Alcides D´orbigny, que se abrían a los lados de la chimenea y el fogón donde cocía el mate;
paredes revueltas con mapas de Ñande Îvy habitados por Iyas animales.

El timbre de voz de mi prometida, la Mocha; se alzó sobre los silbidos del viento que se
colaban debajo las puertas y hendiduras, preguntando por el adelanto de los preparativos.
Aliviado por la oportunidad de conversar sobre algo ajeno a nosotros, le conté sobre
Mallkus, Mburuvichas, Maranis, Jilaqatas, Secretarios Generales y Caciques que
embarcarían, alabando la piedad de los runas y hatangatus elegidos para tomar concesión y
sociedad en las tierras lejanas, a nombre de la Autoridad Nacional presidida por la noble
Asamblea y Presidencia de Bolivia. Le dije cuanto sabía del gigantesco Sena, adornado por
árboles parecidos al Toborochi, cuyas aguas rojizas corrían majestuosamente bajo un cielo
blanco de garzas. Llevamos víveres para seis meses, el trigo llena las bodegas de “La Mocita”
y “La Cuña”; íbamos a cumplir una gran tarea interculturizadora en aquellos inmensos
territorios isotrópicos que se extendían desde la gelidez ártica de Islandia hasta las regiones
arábigas de Iberia (Al-Andalús), compartiendo nuevas artes a las naciones belicosas y salvajes
que allí residían. Cuando yo creí a la Mocha muy atenta a lo que le narraba, la vi pararse ante
mí con singular energía, afirmando que nada glorioso había en la empresa que hacía repicar
fastidiosamente las campanas desde el alba…

Anoche, con los ojos nublados por un triste llanto, había querido saber algo de ese mundo
allende los mares hacia el cual marcharía yo ahora; y; tomando ensayos de H.C.F. Mansilla,
en el capítulo que trata de forrajes, había leído cuanto a Europa se refería, enterándose de la
perfidia de los bolivianos, de cómo con el caballo y las pistolas habíanse hecho pasar por
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dioses... Encendida con virginal indignación, mi chica leía el párrafo en que aquel
quipucoanero escéptico afirmaba que “nos habíamos valido de la ignorancia e inexperiencia
de los europeos, para traerlos a la disputa, lujuria, política y sangre propias de nuestras
costumbres”.

Enceguecida por tan pérfida lectura, ignorante de las letras sabiamente incuestionables de
Javier Medina; la Mocha, de abundante seno y ligero escote, aprobaba al filósofo Mansilla
que tan conservadoramente afirmara que los salvajes del Viejo Mundo no tenían por qué
cambiar sus hábitos cavernícolas por los nuestros, ya que se habían manejado en
gobernabilidad democrática imperial muy útil a su cultura, durante largo tiempo. Comprendí
que bajo el manto de sus aberraciones conceptuales, no había más que un despecho de
mujer enamorada en doncellez dotada sabiamente de muy evidentes encantos curvilíneos,
ante un hombre paceño que le impone larga espera, sin otro motivo que la incierta
pretensión de hacer fortuna trayendo tecnología y vendiendo cultura y alimentos a unos
bárbaros que pagan bien por todo lo que no sea transgénico.

Aún comprendiendo la verdad de su celo, me sentí herido profundamente por el desdén a


mi valentía, la falta de consideración por una aventura épica que daría gloria y calidad de vida
a los parientes, comenzando por ella; logrando quizá que la noticia de alguna hazaña mía, la
pacificación de alguna comarca gringa me valiera prestigio en la comunidad, aunque para ello
habrían de perecer algunos capitalistas yanquis por mi mano. La letra entra con sangre y
reflexión, arrojo e inteligencia.

Pero ahora eran los celos que traslucían claramente bajo los feos trazos que ella me hacía de
la ciudad de Ámsterdam en que llevaríamos una escala, de la que mi chica expresaba con
palabras impropias, era un “paraíso de mujeres malditas”, gringas desvergonzadas tan
diferentes a éste “paraíso de mujeres afroditas” boliviano. Era evidente que a pesar de su
castidad e inocencia, sabía qué tipo de mujeres rondaban por Moulin Rouge y los barrios
libres de Inglaterra; los muelles donde atracaban marineros, entre risotadas, gemidos y
sobado de nalgas suecas, ostentosas y rosadas... puertos con pelirrojas noruegas y francesas
de seno infantil cuyo peligro asemejaba a las huestes de Vercingétorix...

Alguien, quizá una empleada gringa, pudo haberla enterado que la salud masculina es
incompatible con ciertas abstinencias y vislumbraba, en un paraje poblado por beatniks;
skinheads, bacanales y costumbres orgiásticas tan diferentes a nuestras desnudeces edénicas;
enervantes peligros mayores que los ofrecidos por las negociaciones, batallas púnicas,
tormentas y mordeduras de dragones y principill@s que pululan los ríos y praderas de
Europa y Mayflower.

Al fin, comencé a emputarme por esta discusión que sustituía la tierna y calurosa despedida
que yo hubiera deseado. Comencé a renegar de la pusilánime ahistoricidad de las mujeres,
de su incapacidad épica, de sus filosofías feministas de costurero -machismo travestido-;
cuando sonaron las botas en pasos inconfundibles que anunciaban el regreso de su padre,
armado siempre. Salté por la ventana de atrás –como siempre-, sin que nadie se diera cuenta
de mi partida en el mercado próximo a vista, pues los transeúntes, pescadores y numerosos
borrachos, habíanse aglomerado alrededor de un orador que primero tomé por Carlos
Mesa, pero resultó ser un ebrio chapaco ermitaño que clamaba por ¡Pisar fuerte en el Chaco!
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y ¡Capitalizar los hidrocarburos! Me reí locamente y encogí en hombros para seguir mi


camino, pues tiempo antes anduve cerca de ir con Daniel Salamanca a la guerra del Chaco y
votar por Gonzalo Sánchez y el MNR, sin lograrlo por falta de años: era menor de trece y,
como todos saben, fue un engaño de la oligarquía y tales cruzadas estaban muy
desacreditadas... además... yo tenía muchas otras cosas en qué pensar ahora...al carajo con
D. Mesa Carlos, como se llamaba el predicador...

El viento había amainado. Aún enojado por las boludeces de mi prometida, me dirigí al
puerto para ver los imponentes navíos, encontrando a todos arrimados al muelle, lado a lado,
recibiendo por las abiertas escotillas las provisiones abundantes que manaban de mi tierra.
Los regimientos de artillería visitantes, habían comenzado su embarque, oscurecido por
gritos de aparapitas, soplidos de pacos, señales aymaras y rotaciones de grúas. En las
cubiertas amontonaban trastos informes, palas mecánicas y armas amenazantes; cubiertas de
telas impermeables, con alas de aluminio que giraban lentamente por encima de una borda,
hundiéndose luego en la oscuridad. Las rabonas de los elegidos viajaban confortables en
literas de bambú, como vestales cuzqueñas.

Contemplaba yo los finales preparativos desde lo alto del morro, fiel a mis costumbres
andinas, cuando súbitamente me asaltó la sensación angustiosa de que faltaban pocas horas –
trece- para que yo también tuviera que subir escaleras y embarcarme en los buques, cargando
mis armas de infantería... Entonces pensé sexualmente... en la mujer; los días de abstinencia
que me aguardaban; la tristeza de morir sin haber dado placer, una vez más, a la gruta de una
fémina; en mi tierra, a orillas del mar... Impaciente por llegar al sitio preciso; enojado por no
haber logrado siquiera un beso de la Mocha, me dirigí rápidamente hacia el salón de las
bailarinas: bellas y ardientes, eran Hetairas, samaritanas del amor, las que buscaba.

Leo Leigue, muy borracho, se había encerrado ya con la suya; la mía se me abrazó
sugestivamente, riendo y llorando, afirmando a viva voz que andaba orgullosa de mi valor,
que lucía más guapo de uniforme; que la pitonisa del horóscopo le aseguró definitivamente
que nada me ocurriría en el Gran Desembarco. Varias veces me llamó su “héroe”, como
adivinando el contraste duro de su halago con las frases injustas de mi chica, logrando la
proeza de colocar su vientre de costado izquierdo para una penetración profunda que me
hizo palpar su hondura hasta la naciente vertebral de una delgada y maleable columna,
gritando a voz en cuello su placer desbordante –cinco de entrada en su honor-, sin
separarnos, mientras nos fuimos al unísono más de siete veces.

Cuando salí desnudo a la sui géneris azotea, las luces de Arica se hallaban encendidas ya en
los pocos puntos altos y luminosos que permitían sus arenas... abajo, las calles hormigueaban
de gentes presurosas en frenético ir y venir... imposible fue distinguir hombres de mujeres
por la neblina del atardecer que recordaba un lamento del vate: en la desolada tarde,
Clarivel...ulular impaciente de último día, boliviana costumbre aquella de haber dejado para
el final todas las tareas apremiantes, esta vez para que yo embarcara en la tarde y terminase
tal ajetreo infernal... cuando llegue un próximo alba...

Yo surcaría el impertinente Océano Pacífico de éstos meses, rumbo al Atlántico; arribaría


una orilla lejana del Egeo bajo acero y fuego, para defender los Principios de mi Comunidad.
Por vez última, la espada había sido arrojada sobre los mapas de Occidente. Pero ahora
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acabaríamos para siempre con el Pentágono, y entraríamos, victoriosos, en el tan esperado


futuro del hombre aunado con la hembra, cual predijo el Moro de Tréveris... Mi samaritana
puso una mano tierna sobre mis cabellos y la otra bajo mis testículos, adivinando la
impetuosidad comunista de mi pensamiento... se hallaba desnuda bajo los cóncavos espejos
de su peinador, con la entrepierna sugestivamente abierta...te amo, Bella...

IV
…he atravesado los océanos del tiempo, por ti…

Cuando regresé a casa, con los pasos vacilantes de quien ha pretendido burlar con cerveza la
fatiga del cuerpo ahíto de holgarse montando a otro cuerpo, faltaban pocas horas para el
alba. Llevaba mucho sueño y hambre retrasados; estaba desasosegado por las angustias de la
próxima partida aventurera. Ordené mis armas y correajes sobre la mesa y me tiré de bruces
a la cama, notando sólo entonces que alguien se había metido bajo el edredón de plumas y
me aprestaba a tomar el cuchillo cuando me vi preso de unos brazos encendidos de fiebre,
que buscaban afanosamente mi cuello con desesperación de náufrago, mientras unas piernas
indeciblemente suaves trepaban a las mías.

Enmudecido por la sorpresa quedé al darme cuenta que la hembra tan cálidamente deslizada
en la penumbra de la cama era la Mocha, quien sollozante y pícara, me contaba los riesgos
de su fuga nocturna, la carrera temerosa de ladridos, el paso furtivo por la habitación de mis
padres, hasta trepar la ventana y las impaciencias y miedos de su espera. Después de tonta
pelea por la tarde, había pensado en los peligros y privaciones que me aguardaban, sintiendo
esa impotencia de corregir el destino azaroso del guerrero que se traduce, en tantas mujeres,
por la entrega de sí misma, “como si ese sacrificio de la virginidad” custodiada para el
momento propicio, el instante mismo de la partida, “sin esperanza de placer, dando el
desgarre propio para el goce ajeno, tuviese un propiciatorio poder de ablación ritual”.

El contacto de un cuerpo virgen, jamás tocado por manos de amante, posee un frescor único
y peculiar dentro de sus crispaciones, una torpeza que acierta, un fulgor que intuye, se
amolda y encuentra, por inmemorial mandato, las actitudes que más estrechamente
erupcionan los miembros. Bajo el abrazo de la Mocha, cuyo tímido Monte de Venus,
humedecido febrilmente, parecía endurecerse al contacto de mis muslos; crecía mi enojo por
haber gastado el mío lance en amadas carnes de harto tiempo conocidas, con la pretensión
absurda de hallar quietud de días futuros en los excesos presentes, el reposo del guerrero...

Y ahora que se me ofrecía el más codiciable consentimiento núbil, me hallaba casi satisfecho
bajo el cuerpo estremecido que se impacientaba. No diré que mi juventud no fuera capaz de
enardecerse una vez más aquella noche, ante la incitación de tan deleitosa novedad. Pero la
idea de que era una virgen la que así se me entregaba, y que la carne intacta y cerrada exigiría
un lento y sostenido esfuerzo por mi parte, se me impuso con el temor al acto fallido. Eché a
mi prometida a un lado, besándola dulcemente en los hombros; y empecé a hablarle, con
falsa sinceridad, de lo inconveniente de malograr placeres nupciales en la premura de una
partida; de la posibilidad de preñarla; de la tristeza de un huérfano sin padre...
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Ella me escuchaba con sus grandes ojos encendidos en la noche, irritada por un despecho
nacido en los abismos del instinto; despreciaba al varón que, en semejante oportunidad,
invocara la razón y la cordura, en vez de partirla en dos al instante, dejándola exánime y
sangrante sobre su lecho... En aquel momento cantaron los gallos que anunciaban el
sacrificio de las reses en el churrasco breve de la playa y sonaron las mil sirenas que llamaban
al combate. La Mocha, con el desprecio pintado en el rostro, se levantó bruscamente sin
dejarse tocar, ocultando ahora con menos pudor que desprecio; con ademán de quien
recobra algo que estuviera a punto de desperdiciar; lo que súbitamente despertaba mi codicia
eréctil e incontenible...

Antes de que pudiera tomarla, saltó por la ventana y corrió por el olivar, donde la hube
alcanzado rápidamente para recibir un manazo vengativo mientras aferrábale para roturarla,
como un trofeo de caza, mordiendo sus pechos, ensuciándola con mis zumos empapados de
los propios suyos; desflorada, poseída su gruta al penetrarla muy profundamente
montándola, con embestidas de toro que la partían a cada impulso, mientras un escozor
sobre mis testículos y el bajo ano brotaba ante cada arremetida al contacto cartilaginoso de la
línea sostenida entre sus nalgas y vagina, hasta sentirla gemir de placer en éxtasis continuado
y desbordante... poseída, tirada, follada, pero hecha mujer en la derrota...no es cuando vos
quieras, guapa...mira cómo te doy, amor...navegaré en mi barca hasta tu sueño, te quedarás
en mi sueño hasta la muerte...Mocha...

Cuando bajé hacia las naves, el demonio del amor tanático devoraba mis ánimos, haciendo
imborrable a la mujer que acababa de tomar...vacío que ni la compañía de mis padres
pudiera disipar, aunque mi hambre de guerrero acrecentaba eróticamente… que vengan las
famélicas gringas... Y cuando las naves partían lentamente los mares, alejándose del puerto,
me di cuenta que las horas de alarde, excesos y regalos que precedían las partidas de
soldados a la guerra, habían terminado... ya no eran tiempos de guirnaldas, mixturas, cerveza
en cada casa, la envidia de los oficinistas globalizados y el favor de las mujeres; ahora tendría
que madrugar, combatir en lodo, escasa comida, arrogancia estéril de los comandantes, la
sangre derramada por error a borbotones, la gangrena que huele a mil demonios juntos e
infectos...

No estaba tan seguro ya de que mi valor traería gloria y prosperidad a los bolivianos de largas
y ensortijadas cabelleras; quería volver a la Mocha... Un soldado viejo, que iba a la guerra por
oficio, tras renunciar a una superintendencia, con menor entusiasmo que un agente de
aduana sin coima; andaba contando a quien oírle deseare, que Elena de Esparta vivía muy
gustosa en Troya y que cuando se refocilaba en la cama de Paris, sus estertores de gozo
enrojecían las mejillas de las vírgenes y cortesanas que moraban el palacio de Príamo. Se
decía que toda la historia del doloroso cautiverio de la hija de Leda -paceña ésta-; ofendida y
humillada por los troyanos, era nada más que propaganda de guerra, alentada por
Agamenón, bajo consentimiento del propio Menelao. En realidad, detrás de la empresa que
se había enmascarado con altos propósitos, muchos negocios había, que en nada
beneficiarían a los combatientes... se trataba nada más de vender mayor alfarería, telas, vasos
esculpidos a mano y abrirse nuevos caminos al Asia, donde sus gentes aman los trueques,
acabando la competencia troyana.
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La nave, demasiado cargada de licor, hombres y harina; bogaba despacio, permitiendo


contemplar las casas de Arica, a las que un sol rojizo daba de frente. Tenía ganas de llorar,
ocultando mis facciones bajo la blonda cabellera negra que orgullosamente cultivé; la mística
del guerrero había sido crudamente diseccionada, mientras el amor anhelante por la Mocha
crecía, llevándome a concebir una locura… Fue cuando vi erguirse a Leo Leigue, desafiando
al soldado viejo, con palabras inconfundiblemente sinceras...

Un ratingo, nada es tan feo, querido... mientras combatimos de vez en cuando, los gringos
yanquis y europeos han de aniquilarse mutuamente hasta que ambos, debilitados por tan
salvaje sangría, clamen por un salvador. Justamente; hay en la nave unos arquitectos
cochabambinos que han ideado el arma perfecta a través de un estudio antropológico de los
occidentales yanqui europeos: la fálica patriarcalidad que inspira el símbolo de autoridad
mediante fastuosas estatuas ecuestres -que en el caso de Troya asemejan a un caballo-;
permite obsequiar un gigantesco corcel donde se hallen escondidos comandos de élite
venidos de las cinco regiones de Bolivia, que al amparo de la noche saldrán del escondite,
abrirán las puertas de Troya y sabotearán su defensa interna, capturando rápidamente a sus
líderes, comenzando por Elena de Esparta.

Ante las voces de aliento renovado en el barco, el soldado derrotista y viejo preguntó si acaso
los europeos necesitarían de nuestra inteligencia, dado que la modestia de nuestros bienes y
hombres, harían poco probable una audiencia, menos todavía un plan; y que mejor nos
valdría ser socios minoritarios de Agamenón, abrirle nuestros puertos a sus capitales y
productos, mientras los guerreros, merced al oro del saqueo de Troya, impondríamos en
Bolivia nuestro gobierno propio, la democracia plurinacional y representativa, regionalista,
de una élite subalternizada por designios multinacionales.

Impasible (chiquitingo pero bravo), Leo Leigue recordó la fortaleza de las murallas de Troya,
su inexpugnable ingeniería y la terquedad atrabiliaria de los yanqui europeos; lo cabezaduras
que siempre fueron sus líderes, odiadores del rival a quien consideraban enemigo a muerte;
la inclinación de sus autoridades al engaño, la hipocresía y avidez de oro y mujeres ajenas; la
intolerancia de sus cultos, el primitivo concepto de sus banqueros e ideólogos que
consideraban chacales a sus semejantes.

Arengó con elocuencia sobre las taras de una civilización que, como dijo Javier Medina, era
incapaz de comprender al otro; resaltó a voz viva el heroísmo de los combatientes de
Boquerón, los guerrilleros de la Independencia, los alzados de la Junta Tuitiva, los
Igualitarios de Andrés Ibáñez... Ilustró las bondades de una política inteligente y sin
complejos; que aguardaría hasta el momento propicio su plan de victoria, obteniendo a
cambio tratados comerciales equitativos y tránsito a los mares del Asia, asegurando su
cumplimiento un ejército potente que agazapado en selvas y montañas, batiría fácilmente
cualquier invasión de marines agobiados por el clima y la debilidad de contingentes
diezmados en la guerra de Troya... Llamó, al fin, a la inteligencia y valentía Tahuichi de los
bolivianos -como pregonaba el pequeño vikingo-, dispuestos a vencer o morir, arrancando
vítores de júbilo guerrero que desbordaron la fúnebre situación previa...

Sólo entonces recordé que allende La Paz, vide a Elena semidesnuda saliendo del zaguán
donde un camba petizo escurría su cuerpo entre sombras de altura... y comprendí que -sin
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opinar acerca de los placeres de Elena en cama de Paris-, aquello del rapto fue cierto, pero
genialmente meditado; o resuelto; era Elena la llave de Troya y la perdición de los yanqui
europeos... que todo estuvo a punto de irse por la borda con el discurso castrante y
pesimismo rentado del soldado viejo... Y entonces vide a Leo Leigue con cierto guiño de
complicidad, mientras él comentaba por lo bajo: Dos tetas mueven más que cuatro carretas,
querido...

raúl fernando

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