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En 2009 Lloyd Blankfein, consejero delegado de Goldman Sachs afirmó que «la gente de
Goldman Sachs está entre la más productiva del mundo», Goldman había sido uno de los
mayores causantes de la peor crisis financiera y económica desde la década de 1930. Los
contribuyentes estadounidenses tuvieron que desembolsar 125.000 millones de dólares para
rescatarlo.
Aunque se habló mucho de castigar a los bancos que habían contribuido a la crisis, ningún
banquero fue encarcelado. Alrededor de 1970 las cosas empezaron a cambiar se incluyó en
el sector financiero en sus cálculos del PIB, el valor total de los bienes y servicios producidos
por la economía en cuestión. Este cambio coincidió con la desregulación del sector
financiero, que, entre otras cosas, relajó los controles sobre las cantidades que podían prestar
los bancos, los tipos de interés que podían cobrar y los productos que podían vender.
Hoy en día la cuestión no es solo el tamaño del sector financiero o cómo ha superado el
crecimiento de la economía no financiera (por ejemplo, la industria), sino su efecto sobre el
comportamiento del resto de la economía, gran parte de la cual ha sido «financiarizada». Las
operaciones financieras y la mentalidad que generan permean la industria, como puede verse
cuando los directivos deciden gastar una mayor proporción de los beneficios en recompras de
acciones. Lo llaman «creación de valor», aunque, al igual que en el caso del sector financiero
mismo, a menudo la realidad es la contraria: extracción de valor.
Las empresas de la industria de la tecnología de la información (TI) por ejemplo, han
presionado en favor de una regulación menor y de tratamientos fiscales con ventajas. Con la
«innovación» a modo de eje de la nueva fuerza del capitalismo moderno, se ha proyectado
con éxito como la fuerza emprendedora que se encuentra detrás de la creación de riqueza,
capaz de desatar la «destrucción creativa» de la que proceden los trabajos del futuro.
Esta seductora historia de la creación de valor ha derivado en unos tipos más bajos del
impuesto sobre las ganancias de capital para los inversores que financian las empresas
tecnológicas, así como en cuestionables políticas impositivas que reduce los impuestos sobre
los beneficios procedentes de la venta de productos cuyos componentes están patentados,
supuestamente para incentivar la innovación, recompensando la generación de propiedad
intelectual.
La empresa de Steve Jobs ha dicho públicamente que su contribución a la sociedad no
debería procurarse a través de impuestos, sino mediante el reconocimiento de sus magníficos
artilugios (Mazzucato, M. 2019) Si hay tantos creadores de riqueza en la industria, la
conclusión inevitable es que en el lado opuesto del espectro, donde se sitúan los banqueros
veloces, las farmacéuticas que se basan en la ciencia y los emprendedores empollones, están
los funcionarios y los burócratas del Gobierno, inermes y extractores de valor. En esta
lógica, la empresa privada pasa a ser lo veloz que trae la innovación al mundo, y el Gobierno
se identifica como lo lento que impide el progreso. El Gobierno es representado como una
sangría para la sociedad, que se financia mediante impuestos obligatorios que son pagados
por los ciudadanos
Entonces, si el valor es definido por el precio, siempre que una actividad tenga un precio se
debería considerar que crea valor. La forma en que abordamos el valor afecta al modo en que
todos nosotros, desde las gigantes corporaciones hasta el más modesto consumidor, nos
comportamos como actores en la economía y, a su vez, repercute en esta y en cómo medimos
su rendimiento.