Está en la página 1de 10

Sánchez Ramírez Eric Alberto

15-04-0076
Seminario de problema: Antropología y humanismo

HUMANISMO Y HERMETISMO

Introducción: los orígenes del humanismo


El renacimiento, como la etapa artística de la modernidad, representó un giro
fundamental para la autoconcepción del ser humano. Según Salvattore Puledda
(1996), en Italia, como una suerte de parcela particular que reflejaba la vida europea
en general, experimentó una extraordinaria aceleración histórica, entre los siglos
XIV y XVI, que consistió en una serie de transformaciones políticas y espirituales.
Para el mundo medieval, influenciado por una visión jerárquica y cerrada del
cristianismo, la vida humana no representaba más que un camino lineal de
expiación, cuyo punto de partida era el pecado original y su final, la redención. Esto
implicaba la poca o nula trascendencia de toda actividad humana frente a la
revelación divina y la fe, por lo que la memoria no era un tema de importancia para
el hombre medieval. Contrario a esto, el renacentista abogaba por volver la mirada
estudiosa hacia los orígenes lingüísticos de la cultura civilizada, es decir el mundo
grecolatino. Ello implicaría un rechazo total al concepto de historia que tenían los
medievales, repleto de culpas y sufrimiento. Sobre este paso del ámbito teocéntrico
a uno antropocéntrico, Luis Íñigo Fernández comenta: “Sin abjurar de Dios, el
hombre lo desplaza del centro del cosmos para ocupar su lugar” (2010: 121).

Para Puledda (1996), la cultura humanista, cuyo objetivo fundamental era el arribo
hacia una humanidad renovada por el modelo de pensamiento grecorromano,
comenzó como un fenómeno literario dirigido a un genuino redescubrimiento de la
cultura clásica. Un claro ejemplo de esto fue la búsqueda realizada por Petrarca
para hallar los textos clásicos latinos en bibliotecas de los conventos de su tiempo.
Pero el contacto entre los doctores del mundo bizantino oriental y los intelectuales
del mundo latino occidental, por el concilio de Florencia para la reunificación de las
iglesias romana occidental y griega ortodoxa, propició un gran interés por parte de
la élite política e intelectual de Occidente en el conocimiento que se tenía sobre los
griegos. Esto vio su auge con la caída de Constantinopla, en 1453, que provocó una
amplia migración hacia Italia de figuras doctas representativas de la cultura griega.
1
Ahora bien, según Puledda (1996), en el mundo medieval europeo era hegemónica
la presencia de literatura cristiana, o divinae litterae, conformada por los libros
sagrados, textos escritos por los padres y los doctores de la Iglesia, cuyo eje
fundamental era Dios mismo. Por lo contrario, la literatura grecolatina, o humanae
litterae, colocaba como eje central la vida terrena, lo cual difícilmente congeniaba
con el cristianismo en general. Además, para Puledda (1996), esta literatura
humana se leía desde una nueva actitud humanista que profesaba un gran amor al
texto, que debía ser reconstruido a partir de su redescubrimiento. Mientras la
literatura divina enaltecía la huida de los hombres religiosos de la sociedad, fugata
mundi, la literatura humana ponía como modelos de alta dignidad a los personajes
capaces de llevar a cabo su propio destino dentro de la sociedad misma. Se trataba
de un modelo de vida compatible con las exigencias y aspiraciones presentes en un
proyecto de desarrollo social con una organización civil determinada y un mayor
control del hombre sobre la naturaleza. Del mismo modo, el hermetismo irrumpiría
en este contexto histórico y habría de proponer su idea de centralidad humana frente
a los procesos manipulables de la naturaleza, atendidos por la alquimia y otras
ciencias ocultas.

Interés occidental por el hermetismo


En medio de esta serie de transformaciones espirituales y políticas, se empezaba a
gestar un mayor interés social por hallar nuevas maneras de entender la vida
humana, lo cual la Iglesia ya no era capaz de satisfacer. Íñigo Fernández dice al
respecto: “Pobres y ricos, ilustrados o ignorantes sentían una intensa necesidad de
respuestas y exploraban nuevos caminos espirituales con la esperanza de
encontrarlas” (2010: 122). Con este hallazgo refrescante de los clásicos, según
Puledda (1996), se llevó a cabo una gran gama de procesos de traducción
patrocinados por los grandes banqueros y políticos de la época, como fuera el caso
del trabajo de Marsilio Ficino y su mecenas Cósimo de Médicis. A Ficino se le había
encargado traducir las obras de Platón y Plotino del griego al latín; pero Cósimo se
había enterado de un texto antiguo atribuido a un tal Hermes Trismegisto, quien era
considerado por los alquimistas de toda época el patriarca de la mística de la
naturaleza y de la mismísima alquimia (Roob, 2006). Por tal motivo, Cósimo pidió a

2
Ficino que se dedicara exclusivamente al Cuerpo Hermético y dejara de lado los
textos platónicos. Sin embargo, según Puledda (1996), el redescubrimiento tanto de
la filosofía platónica como de la doctrina hermética fincó en la imagen del hombre
una dimensión más religiosa y un valor cósmico.

Según Alexander Roob (2006), Hermes Trismegisto, tan antiguo como el profeta de
la ley mosaica, propio del mundo hebreo en general, había establecido los
mandamientos del arte alquímico en su “Tabla Esmeralda”. Esto parecía derivar del
encuentro entre colonizadores griegos y colonizados egipcios, el cual propició una
curiosa impresión espiritual en los primeros. Los griegos veían en Thot, dios egipcio
de la escritura y de la magia, al mensajero griego de los dioses, Hermes (o
Mercurio). Para Puledda (1996), los textos herméticos, traducidos por Ficino,
contenían enseñanzas filosóficas y prácticas mágicas y alquímicas que formaban
un sincretismo entre religión griega y espiritualidad egipcia. Para el propio Ficino,
según Puledda (1996), la espiritualidad egipcia podría ser incluso una forma de
religión natural, o al menos una manifestación de ésta, origen de toda expresión
religiosa en la gran diversidad espacio-temporal de culturas. Esto incluiría a Moisés,
Zarathustra, Orfeo, Pitágoras, Platón, Agustín, entre otros personajes importantes.
De este modo, la religión originaria, con aspectos distintos en la diversidad de
culturas de toda época, representaría para Ficino una resolución al problema, no
afrontado en los inicios del Renacimiento, de la conciliación entre distintas religiones
y, sobre todo, a la cuestión de la Divina Providencia presente en los pueblos que no
pasaron por ningún proceso de evangelización.

¿Hermetismo en el humanismo?
Para Ficino, según Puledda (1996), era fundamental la conciliación entre el
complejo problema religioso y la exaltación de la dignidad y la libertad humana.
Como estudioso difusor de la doctrina platónica, abordó el tema neoplatónico del
Uno, concepto presente en la “Tabla Esmeralda” de Trismegisto (“tres veces
grande”). En esta comprensión plotiniana de la divinidad, todo emanaba de Dios y
así se formaban dos realidades, la del tiempo y la de la eternidad. En el tiempo
existen los minerales, que son lo más inferior de esta escala; viven y existen las
plantas; existen, viven y sienten los animales; y existen, viven, sienten y, además,

3
razonan los seres humanos, figuras centrales en esta concepción del Todo. En la
eternidad, existen los ángeles y el mismo Dios, fuentes de razón para la humanidad.
Para Ficino, el espejo de todas las cosas en el tiempo y la eternidad es el alma
humana, la cual conecta ambas realidades y puede contener a todo el Universo.
Giovanni Pico della Mirandola, por su parte, presentaba al ser humano como un ser
caracterizado por una no-esencialidad que, paradójicamente, lo ataba a su propia
libertad. En su oración sobre la Dignidad del hombre, considerado por Salvattore
Puledda como el primer manifiesto humanista, se puede leer este fragmento: “La
naturaleza encierra a otras especies en leyes por mí [Dios] establecidas. Pero tú,
que no estás sometido a ningún límite, con tu propio arbitrio, al que te he confiado,
te defines a ti mismo” (1996:32).

Según Roob (2006), la “Tabla Esmeralda” o Tabula smaragdina traducida por Ficino
data de entre los siglos VI-VII d.C., y había arribado al Occidente cristiano latino,
desde el siglo XIV, en forma de traducciones árabes. El texto presentaba su
contenido más profundo en forma de alegorías y expresiones oscuras que se
asimilaban de forma clara sólo en personas que estuvieran versadas sobre el
estudio de los jeroglíficos. Para el hermetismo, según Roob (1996), esto no es de
extrañarse, pues sus enseñanzas debían ocultarse de la mirada del común de la
gente mediante un código secreto y simbólico, lo cual los renacentistas, como
Bellini, Tiziano, El Bosco y Giorgione, adentrados al tratado de los 200 signos
llamado Hieroglyphica, del egipcio Horapolo (Siglo V), comprendieron a su propio
modo. El jeroglífico, en este contexto, tenía la tarea de preservar una prisca
sapientia, o un saber primordial, cuya lengua fuera originaria del Paraíso y sólo
pudiera revelarse a los grandes profetas de la humanidad. En este sentido, la
alquimia abogaba por un método de aprendizaje que complementara el ámbito de
la espiritualidad, cuyas facultades son discursivas, con el de la sensualidad, cuya
facultad es intuitiva. Esto se veía representado por Hermafrodita (Hermes-Afrodita)
y Michael Maier lo entendía como un “llegar al intelecto por los sentidos” (2006:11).
Roob cita a Paracelso en este sentido: “Lo que vive según la razón vive contra el
espíritu” (2006:11).

4
Alquimia: contexto político renacentista y reivindicación espiritual
La alquimia, como un arte espiritual y filosófico (Roob, 2006), difícilmente podía
presentarse a sí misma divorciada del pensamiento mágico, según Íñigo Fernández
(2010). Ficino, en su texto Libri de Vita (o “Libros de la vida”), defendía la existencia
de una magia natural. Pico della Mirandola, en su Oratio de hominis dignitate
(“Discurso sobre la dignidad del hombre”), validaba el uso de la magia cabalística,
como forma de interpretación de la Torá judaica que buscaba un sentido oculto.
Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim, médico y mago que proporcionaba en
sus textos recetas espagíricas (alquimia de los medicamentos) con mezclas de
esencias de plantas y filtros, sostenía en su De occulta philosophia (“La filosofía
oculta” de 1533) que el mundo, sometido a la posibilidad de ser manipulado por la
humanidad, se encontraba dividido en tres niveles: intelectual, celeste y elemental.
Por la casi irremediable presencia de la magia en las obras alquímicas (Paracelso
estaba más obsesionado con la aplicación concreta de sus descubrimientos, por lo
que no tenía tantas preocupaciones místicas), la alquimia y el hermetismo pasaron
por el enorme interés de figuras políticas de gran poder. Los Medici fundaron la
Fonderia, un laboratorio para medicamentos donde trabajaban muchos alquimistas.
Por sus supuestas propiedades, Felipe III estaba más que dispuesto a pagar lo
necesario por la Piedra Filosofal. Por otro lado, Rodolfo II se había convertido en
promotor y mecenas de alquimistas y cabalistas, por lo cual convirtió a Praga en la
capital de las ciencias ocultas. El poder político en general buscaba la manera de
obtener un oro físico mediante procesos alquímicos-metalúrgicos, siendo que la
alquimia se preocupaba más por conseguir el oro espiritual de los teólogos (Roob,
2006), aprehender a Dios mismo.

Los alquimistas se consideraban filósofos, expertos en el arte filosófico (Roob, 2006)


con el que se pretendía más hallar una aprehensión de la realidad, idea cercana al
arte moderno conceptual, que una destreza teórica y práctica del arte tradicional. Si
bien hubo una época en la que la alquimia clásica aún “estaba en condiciones de
fundir la destreza tecnológica y la experiencia práctica con elementos espirituales”
(2006: 14), llegó el declive hermético con el enfrentamiento arduo entre los
alquimistas teosóficos, como los rosacruz, y los alquimistas operativos, como

5
Andreas Libavius. Justamente estas posturas encontradas polemizaban con
respecto al tema del oro: los teosóficos no veían problema alguno en intentar
convertir físicamente los metales burdos, como el plomo, en el oro “execrable” e
“impío”, mientras que los operativos optaban siempre por hacer de la alquimia un
proceso que llegara al “oro espiritual de los teólogos”, mencionado con anterioridad.
En cierto modo, Carl Gustav Jung estaba más del lado del alquimista operativo, al
percibir y describir a la alquimia como un conjunto de aspectos internos, cuya
actividad química exterior no fuera más que una proyección de procesos psíquicos
manifiestos, propios del mundo interno.

¿Humanismo en el hermetismo?
Según Titus Burckhardt (1994), en la ciencia hermética se concibe al ser humano
como un microcosmos que refleja al macrocosmos, el cual es el Universo mismo.
En esta relación, también en el macrocosmos se refleja el microcosmos
mencionado. Algo similar llega a comentar el francés Charles Boullé, según
Puledda, en su De sapiente (“El sabio”) con respecto a esta dialéctica. Similar a lo
ideado por Ficino y Pico della Mirandola, para Boullé el ser humano existe como la
materia inanimada, vive como las plantas, siente como los animales, y por si fuera
poco, razona y reflexiona. Esta condición humana, junto a la carencia determinada
de una esencialidad, hacía del humano un ser semejante a la naturaleza creadora.
Sin embargo, para Boullé, no cualquiera podía llegar a ese estado creativo humano,
pues se trataba de uno exclusivo del sabio, cuya paciente obra de autoconstrucción
se forjaba como un arte y desde la acción virtuosa. De este modo, la equivalencia
hermética microcosmos-macrocosmos dignificaba la vida y la actividad intelectual
humana, pues aunque el ser humano es casi nada, es capaz de saberlo todo;
mientras tanto, aunque el Cosmos lo es Todo, no es consciente de sí mismo. Sobre
esto, dice Salvattore Puledda: “Esta concepción, por el valor supremo que atribuye
al hombre, bien puede ser considerada como ‘digno epígrafe de la filosofía del
humanismo’” (1996: 33). Mientras tanto, Burckhardt habla desde su postura
hermética del ser humano como “sujeto trascendente”: “De todos los seres vivos de
este mundo, el hombre es el más perfecto portador del espíritu universal y

6
originalmente divino, y en este sentido puede ser considerado como el reflejo o el
compendio de todo el Universo” (1994:14).

En este punto primordial del hermetismo es evidente la importancia del ser humano
frente a un universo de procesos, los cuales es capaz de conocer en su totalidad si
se educa por medio del pensamiento grecorromano y reconoce, a su vez, su actuar
indeterminado y libre. Según Puledda (1996), el filósofo, matemático y arquitecto
León Battista Alberti, en Della famiglia (“Sobre la familia”), defendía la acción
humana como virtuosa y de alta dignidad, puesto que era considerada superior al
destino. Para Alberti, si el destino llega a ser capaz de alcanzar al hombre y superar
su virtud, dando como resultado un fracaso avasallador, debe tenerse en cuenta
que no es más que una experiencia temporal que, lejos de disolver la dignidad, se
vuelve educacional y creativa. Por su parte, Lorenzo de Valla, en su De voluptate
(“El placer”), tenía una concepción más epicúrea que daba prioridad al cuerpo
humano, cuya acción se ve impulsada por motivaciones hedonistas, frente al
ascetismo cristiano o estoico. Contrario a Lotario di Segni (Papa Inocencio III), y su
De miseria humanae vitae (“La miseria de la vida humana”), Gianozzo Manetti en
su De dignitati et excellentia hominis (“La dignidad y la excelencia humana”)
sostenía la exaltación del ser humano como ser de realidad física y espiritual. Para
los humanistas, según Puledda (1996), llegar a ser verdaderamente humano,
rescatado tanto de su condición natural como de la barbarie, implicaba pasar por la
humanitas, palabra latina que se translitera del griego paideia y se traduce como
educación. La personalidad humana renovada, en lo individual y lo social, debía
conformarse por estudios gramáticos, retóricos, poéticos, históricos y de filosofía
moral. De este modo, la transformación desde una actitud de iuvat vivere (“vivir es
hermoso”) sería en lo moral, lo cultural y lo político.

Siguiendo esta lógica de proceso educativo, el hermetismo, desde luego una de las
doctrinas más influyentes en el propio humanismo, también tendría sus propuestas
educacionales, aunque con tintes más alegóricos y pretensiones más místicas.
Según Roob (2006), para el historiador de arte Aby Warbog, en la Alejandría del fin
de la Antigüedad se hallaba el centro de la cultura griega universal. En este sitio se

7
daba un colosal encuentro intercultural, en el que participaban griegos, romanos,
egipcios y judíos, entre otros. De este modo, se fueron mezclando las distintas
sabidurías y escuelas antiguas y se fueron formando las disciplinas que engrosaban
la filosofía hermética, como la alquimia, la magia astral y la cábala. En este punto
es fundamental mencionar la gestación de sistemas sincréticos (envueltos de
características de la filosofía helénica), entre religiones orientales y cultos
mistéricos, como lo eran la escuela de la gnosis y el neoplatonismo.

Gnosis, según Roob (2006), viene del griego y significa ‘conocimiento’. Esta
escuela, con alta influencia mazdeísta (Zarathustra) y de filosofía platónica, anuncia
dos noticias o nuevas, una buena y otra mala. La buena nueva nos viene a decir
que la naturaleza del ser humano es divina, pues el alma resulta ser un rayo de luz
divina. Sin embargo, la mala nueva nos advierte que ese rayo de luz, nuestra alma,
se encuentra prisionero del cuerpo, materia limitante. Este dualismo ya se veía en
la obra aristotélica, donde el mundo tenía un cielo, eterno y etéreo, y una región
sublunar y transitoria; posteriormente Ptolomeo tomaría esta idea para la
formulación de su modelo del Universo. Aunque en el Timeo de Platón se menciona
a un Demiurgo o artesano creador de dicho Universo, cuyo obrar se presenta
armonioso ante la razón, el demiurgo gnóstico ha hecho del universo un total caos,
pues ha formado un “mundo desnaturalizado e incompleto” (2006: 18). En este
punto se vuelve perceptible el conflicto entre pleroma, o plenitud espiritual, y
keroma, o vida material. Aquí es donde interviene, necesariamente para el
hermético y la alquimia, la actividad humana renovadora que ha de traer orden al
mundo, o de menos modificar y corregir el que ya existe.

El mito gnóstico adjudica al ser humano una responsabilidad creadora, a partir de


la cual deberá curar el organismo enfermo del mundo, y para esto habrá de
“devolver el rayo de luz divino, el oro espiritual, a su patria celestial” (2006: 18). Para
esto, el viaje místico se ve representado por procesos alquímicos-metalúrgicos,
metáforas de enfermedad y madurez, y por esferas planetarias del sistema cósmico
ptolemaico. El punto de partida se encuentra en Saturno, vestidura inmunda del
alma cuyo metal equivalente es el plomo, metal grosero que tiene que morir como

8
muere y se pudre el cuerpo, o la materia, para la liberación del alma, luz divina.
Entonces ésta pasa por Júpiter, cuyo metal equivalente es el cinc; después pasa
por la esfera roja, como la sangre, que es Marte, cuyo equivalente es el hierro;
posteriormente pasa por Venus y el cobre, por Mercurio y su metal homónimo, y por
la Luna y la plata. Finalmente el alma arriba al Sol, cuya perfección espiritual
representativa equivale al oro, patria del alma por fin procesada.

Mientras tanto, según Roob (2006), los neoplatónicos contemplan al Uno (o Bien),
del cual emana el Universo en su totalidad por intervalos, tomados de la teoría
pitagórica de la armonía de las esferas. Esta realidad emanada del Uno presenta
un conflicto interno entre dos mundos contrarios, a saber: el mundo de las ideas
inmutables y los arquetipos celestes, y el mundo mundano, perecedero, de las
imágenes terrenas. En esta concepción del Todo, que ya se ha explicado
anteriormente, el ser humano es un microcosmos, cuyo reflejo vive en el
macrocosmos. La humanidad como microcosmos, en el sentido neoplatónico, se
divide en cuerpo, alma y espíritu. Estas tres características humanas se reflejan en
el macrocosmos: cuerpo y las cosas de abajo, materiales y mortales; alma y el alma
del mundo, ubicada en la región astral; espíritu y las ideas del intelecto divino, cuya
región suprema es imposible de detectar con los sentidos. Para los neoplatónicos,
según Roob (2006), el ser humano, microcosmos, tiene el poder de actuar y
penetrar sobre las regiones superiores del intelecto (macrocosmos entendido como
cuerpo sutil o Proto-Adán Celeste) pasando por las regiones intermedias del alma
del mundo, al manipular las cosas de abajo, mediante diversas prácticas mágicas
(talismanes, exorcismos y otros). Al final de la antigüedad alejandrina, alma de la
alquimia, la Inquisición latina occidental arrasó con las “herejías” del gnosticismo y
el neoplatonismo, aunque éstas lograrían permanecer, para la posteridad, en los 14
tratados del Corpus Hermeticum, conservado por la tradición árabe y que llegaría a
manos de Ficino gracias a la espiritualidad griega.

Conclusión
Queda confirmada la influencia del hermetismo en el humanismo renacentista y su
retroalimentación con éste. Ciertamente el hecho de retomar la cultura clásica
grecorromana abrió la posibilidad de despertar el interés, por parte del mundo

9
cristiano latino-occidental, en otros modos espirituales de concebir al ser humano y
su relación con la naturaleza y la divinidad. Ello habría de hacer que poco a poco la
investigación humanista generara una inserción de ideas doctrinales del
hermetismo, junto con gran parte del compendio platónico, en el humanismo
medianamente posterior.

Sin embargo, también es cierto que esta serie de descubrimientos literarios


propiciaron un extraño interés por parte de gente muy poderosa que tan sólo quería
lograr la inmortalidad y convertir cualquier metal en oro, por lo que, tanto en términos
positivos como negativos, la influencia política dio oportunidad a grandes
intelectuales herméticos, espacio a grandes embaucadores y esperanzas a grandes
ilusos. No obstante, el estudio de la enigmática obra de Hermes Trismegisto
arrojaba la ancestral y mística centralidad que ocupaba la figura humana, lo cual
revitalizaba la actividad educativa y transformadora del humanista renacentista y
sus sucesores venideros.

BIBLIOGRAFÍA:
- PULEDDA, Salvatore (1996), Interpretaciones del humanismo. Distrito Federal: Plaza y Valdés
Editores.
- ROOB, Alexander (2006), Alquimia y mística. Madrid: Taschen.
- ÍÑIGO FERNÁNDEZ, Luis (2010), Breve historia de la alquimia. Madrid: Ediciones Nowlitus.
- BURCKHARDT, Titus (1994), Alquimia: significado e imagen del mundo. Barcelona: Paidós Ibérica.

10

También podría gustarte