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BLOQUE 1.

LA MONARQUÍA DE ESPAÑA EN LOS SIGLOS XVI Y


XVII: LOS REYES CATÓLICOS Y LOS AUSTRIAS.

I. INTRODUCCIÓN.

1.1.El proceso de transición bajomedieval hacia el Estado en el caso de los reinos


hispánicos.

En España, como en otros países europeos, Francia sobre todo, el Estado, lo que podemos
llamar, el Estado, no nació repentinamente, sino a lo largo de un proceso histórico iniciado
durante la segunda mitad del siglo XIII, y acentuado durante las dos centurias siguientes.
En las décadas centrales del siglo XIII, los Reinos Cristianos, extendieron sus fronteras
hacia el sur, terminaron, salvo el epílogo granadino, sus luchas contra los reinos
musulmanes, estabilizaron sus fronteras, y crecieron, en extensión, en población y en
riqueza.

A la vez, el reino se configuró como unidad política básica. Se era natural de un reino, y
este vínculo de naturaleza, de nación, ataba a los hombres a su reino con fuerza creciente,
al tiempo que los vinculaba como súbditos de su rey. Este vínculo de carácter político, de
dependencia con el rey, no hizo desaparecer ni las relaciones señoriales, ni las feudo-
vasalláticas, pero se superpuso a ellas. Las doctrinas y normas jurídicas, apoyadas en la
renacida tradición del derecho romano, proporcionaron a los reyes argumentos
económicos y mecanismos técnicos para fortalecer su poder.

La actividad económica creció, y se hizo cada vez más compleja, se intensificó la


actividad mercantil. En las ciudades comenzaron a abundar núcleos de burgueses,
relativamente independientes de la nobleza y el clero señoriales. Las relaciones sociales
y políticas, estaban exigiendo unos centros superiores de poder. De hecho la monarquía
intervino cada vez más en las ciudades, en la percepción de impuestos y fue imponiendo
una red de oficiales del rey cada vez más importante sobre el territorio. Esta tendencia de
la monarquía se vio frenada por la política de los estamentos privilegiados y de las
oligarquías urbanas. Hasta el reinado de los Reyes católicos se enfrentaron dos modos de
entender el poder político:

1. La concepción pactista del poder. El poder radicaba en el rey, pero también


parcialmente en el reino. El reino ejercía el poder a través de las Cortes.

2. La concepción autoritaria de la monarquía. Tendente a configurar el poder


político y supremo decisorio, como poder del rey.

A lo largo del siglo XV, estos elementos, provocaron la aparición de un verdadero Estado,
de una instancia superior de poder, concentrada en torno a la persona del monarca, como
titular de un poderío real absoluto, e independiente de la Iglesia y del Emperador. Este
foco de poder, actuaba, no solo a través de la persona del monarca, sino por medio de

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unas instituciones dependientes del monarca. El rey era el vértice de la construcción
estatal como titular de la soberanía.

La aparición de una monarquía única, y en torno a ella, de un estado español, no destruyó


los reinos. Se era súbdito de un mismo rey, pero se era natural de algún reino, y cada uno
de estos conservaba su constitución política propio, su propio derecho, sus instituciones
administrativas y judiciales. Ejemplo: el matrimonio entre Fernando e Isabel, convirtió al
heredero (Carlos de Gante), en el soberano único de los reinos peninsulares, pero estos
reinos conservaron sus instituciones propias y su derecho privado. Si Carlos deseaba
celebrar una conferencia con los representantes del país, no podía reunir de una sola vez
a las cortes españoles, sino que debía convocar a las cortes de Castilla y a las cortes de
Aragón. Incluso dentro de Aragón, lo normal es que tuviera que reunir por separado a las
cortes de Valencia, del reino de Aragón y de Cataluña, y estos deberían de hacerlo en
localidades diferentes.

La expresión “estado”, no es incorrecta en la medida en que con ella me estoy refiriendo


a un tipo determinado de organización política. Ese que cuaja en la Europa continental
desde las últimas décadas del siglo XV. El Estado, como nombre y como realidad, es algo
desde el punto de vista histórico, absolutamente peculiar, y en esta individualidad, no
puede ser trasladado a los tiempos pasados, y no puede ser denominado la palabra
“Estado”, en los siglos altomedievales. Lo propio de la sociedad medieval, debilidad del
poder real, inestabilidad de fronteras, dispersiones normativas, la no independencia frente
a la Iglesia y el emperador, es precisamente la antítesis del estado.

La monarquía de España, constituye una construcción política estatal compleja, que


transciende de la realidad de los reinos peninsulares que integraban las Coronas de
Castilla y Aragón, al iniciar 1500. Resultó de la agregación entre 1475 y 1600, esta
construcción de entidades políticas preexistentes en torno a un núcleo de poder,
particularmente dinámico, este núcleo no es otro que los territorios de Castilla.

1.2.Más allá de los reinos peninsulares: la Monarquía de España, una construcción


política estatal compleja. Un rey de muchos reinos.

En Europa, estas monarquías compuestas, constituyen una novedad, que superaba la


fragmentación feudal característica de la Edad Media. Las monarquías de la Edad
Moderna, y entre ellas la monarquía de España, se construyeron lentamente como uniones
dinásticas en torno a una casa real, y no existió un diseño previo de base étnica, lingüística
o cultural, sino que los reyes actuaron con pragmatismo a la hora de incrementar sus
Estados. La unificación y centralización gubernativa, resultaban inconcebibles, antes del
triunfo de la razón sobre la tradición en el siglo XVIII. La monarquía de España, se
compuso por acumulación de herencias legítimas, aunque resultaban imprescindibles el
ejercicio de una amplia intermediación sociopolítica y la elaboración de consensos
ideológicos y religiosos.

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La viabilidad política de esta unión se demuestra al conservar su equilibrio durante
bastante tiempo, y el relativo éxito con el que enfrentó las tensiones. El rey debía dirigir
la monarquía en su conjunto, y no solo como la suma de sus componentes, pese a la
diversidad de sus componentes. Por otro lado, la amplitud y las distancias, exigieron
desarrollar formas de delegación del poder real (representantes del rey en los territorios)
para obtener información y para hacer cumplir las órdenes. El rey creó una élite, que
creara los puestos de virreyes, gobernadores generales, embajadores, jueces,
visitadores… y por supuesto el reforzamiento también requirió la colaboración de al
menos una parte de las élites dirigentes de los diversos territorios.

1.3.Romper el paradigma “nacional” de las historiografías liberales.

No podemos olvidar que el estudio del conglomerado de la monarquía moderna se ha


visto envuelto en el análisis del pasado de los diversos sectores nacionales, algo que aún
sigue lastrando la práctica histórica reciente. Hay que superar los lugares comunes
establecidos por la historiografía fundacional en el siglo XIX. Esta historiografía del XIX,
cumplió con el deber histórico de justificar un modelo político radicalmente nuevo, que
se concretaba en el Estado-Nación, que necesitaba de un plus de legitimidad, una
historiografía que convertía la historia en generadora del presente. Pero no se atendía a lo
que la monarquía significaba como realidad compuesta.

TEMA 2. LA CONSTRUCCION Y LA COMPOSICION DE LA MONARQUIA: ¿MONARQUIA


COMPUESTA O MONARQUIA POLICENTRICA?

El calificativo católico, tiene que ver con lo universal, con un imperio extendido
por todo el orbe. El elemento nacional, está presente en la expresión monarquía hispánica.
En los siglos XVI, y XVII, se generalizó la denominación de rey de España. Una
denominación que los monarcas de esa monarquía, también emplearon pero en plural, en
sellos, monedas… No se denomina rey de España en singular, sino reyes de España, de
una serie de territorios. Esta denominación, con todos los títulos, nos habla de una
monarquía desbordaba ampliamente el marco peninsular.

Los Reyes de España se siguen proclamando hasta el siglo XVII, duques de


Austria. El mantenimiento de los títulos de duques de Bramante y de Borgoña, constituye
otra muestra de esta misma ficción, pues Bramante se perdió en 1609, mientras que el
Franco Condado lo hizo en 1679, sin embargo Carlos II, se nombra duque del Franco
Condado y Bramante. También los títulos de duque de Neopatria y de Atenas, en realidad
no estaba ya en manos de los catalanes en 1358.

Los Habsburgo españoles, demostraron que querían ser los arabices de la lucha
contra el islam. Aquí aparece el deseo de una monarquía con unas pretensiones de
universalidad, firmemente arraigadas. La monarquía está compuesta de distintas coronas,
de distintos reinos, de distintas naciones… La monarquía española, mucho más que la
francesa, era un conglomerado de diversas constituciones políticas, reunidas entre sí por

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un mismo rey, y esto era desde el punto de vista político, como del punto de vista de las
conciencias nacionales.

Este orden con el que aparecen los títulos, no es fortuito, sino que los reinos
preceden a los ducados, y estos a los condados y señoríos. Además el conjunto de los 32
territorios, tienen dos características complementarias:

1. Diecinueve de ellos, pertenecen a la Península Ibérica, y Dieciocho a la propia


España. En cabeza está Castilla, León y Aragón.
2. Existe un contraste sorprendente entre la precisión meticulosa, de los elementos
de la Península Ibérica, y la vaguedad con la que se presentan los dominios
americanos, designados invariablemente a lo largo de los siglos XVI y XVII, con
el término de Indias orientales y occidentales, y tierra firme de la mar oceánica.

Esta relación, no hace sino poner de patente, la importancia que los reinos
españoles y los castellanos en particular, tenían dentro de la monarquía. Una realidad que
era percibida también por el imaginario europeo. Desde fuera de la monarquía, al monarca
se le llamara rey de España.

II.1.- Factores que propiciaron la construcción de la Monarquía: sucesión,


matrimonio, conquista y negociación.

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Desde sus inicios, los derechos sucesorios, la fuerza y el ejercicio de la violencia,
y la negociación actuaron conjunta, aunque en diversas medidas en la construcción y
composición de la monarquía de España.

En el memorial remitido a Felipe IV, el conde duque de Olivares, recordaba que


casi todos sus estados los gobernaba por derechos sucesivo, y que esta era además, la
unión más segura para el rey y la más conveniente para los súbditos. No ignoraba el
valido, que los matrimonios entre casas reinantes, abocaban a la acumulación de títulos,
pero también sabía Olivares, de que tales uniones, a la vez que engrandecían la
monarquía, alejaban al monarca de sus súbditos, en cuanto no podía residir al mismo
tiempo en todos los territorios sobre los que titulaba.

Estas uniones matrimoniales se fueron produciendo en el siglo XV y XVI, y de


ellas derivaron derechos sucesorios. En 1469, la boda entre Isabel y Fernando, llevó a la
unión de Aragón y Castilla, en su heredera Juana. Esto no era nada nuevo, sino que siglos
antes, el reino de Aragón y Cataluña, se habían unido en el siglo XII.

Los Reyes Católicos, desplegaron una política matrimonial muy activa, por el
deseo de aislar a Francia. Hay que decir en que Isabel y Fernando no controlaban la
política europea, para poner en práctica unos designios semejantes. Estos matrimonios
hay que verla de la siguiente manera:

1. en primer lugar buscaba consolidar el statu quo, en la Península Ibérica, alejando


el fantasma de nuevas guerras civiles, con la casa de Avis de Portugal, y de aquí
el matrimonio de Isabel y María, con Manuel el Grande de Portugal.
2. Por otro lado estas alianzas buscaban reforzar las relaciones con la Europa
Atlántica, que se hacían más interesantes. El mundo atlántico era el escenario en

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el que tenía lugar el llamado comercio del norte, que partía de los puertos
cantábricos y cuyo motor eran las lanas castellanas, que iban a Flandes;
3. En tercer lugar, buscaba apuntalar la alianza con otros poderes emergentes, y
particularmente la Inglaterra de los Tudor, y con la casa de Borgoña, con
Maximiliano y María de Borgoña.

El matrimonio, como medio de garantizar las alianzas políticas, no siempre


resultaba concluyente, y tenía con frecuencia mucho de voluntarioso y poco efectivo,
sobre todo si la pretensión era que de esos matrimonios se derivaran derechos sucesorios.
El azar biológico, podía dar lugar luego de celebrarse estos matrimonios, a escenarios
imprevistos, como se demuestra con la herencia del joven Carlos, hijo de Juana y Felipe.

II.2.- Las formas de unión: uniones principales (aecque principialiter) y


uniones asesorías. Estatuto jurídico y político de los dominios integrantes de
la Monarquía de España
En 1497, murió Juan de Castilla, después su hermana Isabel en 1498. Los derechos
pasan a estar en el entorno de los Habsburgo, ya que Juana estaba casada con Felipe el
Hermoso. El hijo de Isabel, que muere en 1500, es al que ponen como heredero en las
Cortes de 1499, y va a unir a Portugal con Castilla.

Todas estas muertes hicieron que los Habsburgo entraran en el panorama de la


herencia, con el hijo de Juana y Felipe el Hermoso. Este matrimonio convertía a Felipe el
Hermoso, en cabeza de una coalición contra el rey de Francia, permitiéndole a Felipe
garantizar lo que él por sus propios medios era incapaz, con la independencia de sus
posesiones borgoñonas, amenazadas por el rey de Francia.

La respuesta que da Fernando el Católico, es que apenas muerta Isabel se casa con
Germana de Foix. Este matrimonio significa la amenaza para la continuidad de la débil
cohesión de estados. En los primeros años del siglo XVI, de nuevo el azar biológico, con
el encadenamiento de la muerte de Juan de Aragón, hijo que nace de Fernando y Germana,
donde en el Tratado de Blois, sería el heredero de Aragón. La muerte de Fernando el
Católico, en 1516, hizo aparecer el fantasma de la disgregación de la monarquía. Carlos
se convierte en heredero, a cambio de un golpe de Estado, según Joseph Pérez, pero solo
el reconocimiento de la enajenación de su madre, hicieron que el gobernara. Cuando
muere Maximiliano en 1519, hubiera recibido el legado de Borgoña, Carlos. La boda de
Felipe II, posteriormente, con su tía abuela, María Tudor.

Para la concepción política del Antiguo Régimen, había algo antinatural, con el
gobierno de territorios autónomos en la cabeza de un rey. Cada territorio tenía una
relación entre la población y su príncipe. El reconocimiento por los méritos y el ejercicio
de la justicia, ingredientes de la soberanía regia. Si el rey estaba ausente, los territorios
que no se beneficiaban de la compañía de un rey, podía haber problemas. La ausencia del
rey, podía también tener ciertas ventajas, en la medida que retardaba el despliegue del
poder regio, lo cual en el terreno fiscal, podía tener una menor gravante.

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En la Península Ibérica ya había antecedentes de gobiernos en ausentes, sobre todo
en los territorios de la Corona de Aragón, y Fernando el Católico, gobernó sus territorios
desde Castilla, lo cual disgustó mucho a catalanes, aragoneses y valencianos. También es
verdad que esta situación se veía corregida por la cercanía de estos territorios y la
celebración de cortes. La proyección mediterránea de Aragón, ofrece un ejemplo claro en
ausencia, con el reino de Sicilia. Pero particularmente es la postura adoptada en el reino
de Nápoles, por Alfonso V el Magnánimo, dejando el gobierno de estos territorios a su
hermano Juan II, y a su muerte separó Nápoles de los territorios aragonesa, asignando
como reino propio a su descendencia legítima.

La presencia real del monarca, fue requerida en los momentos en que se producía
crisis de autoridad. Por ejemplo en Aragón, en 1592, Felipe II va a Zaragoza, viajando a
Aragón y aprovecha para pasar por Navarra. El propio Felipe IV, a raíz de la revuelta
catalana, se quedará en Lérida. En 1546, tras la revuelta de los Países Bajos, se baraja la
posibilidad de que Felipe II vaya allí, y esté presente para eliminar los problemas que
surgen de la ausencia del rey. Esto lo hará también Felipe II, tras la anexión de Portugal
en las cortes de Tomar, y restaura los acuerdos que era algo establecido por Felipe II,
como hijo de una infanta portuguesa.

El concurso de las poblaciones, de los respectivos territorios desempeñe un papel


fundamental, en la medida que esas poblaciones, al menos las élites, participaron con
mayor o menor entusiasmo en el sostenimiento del sistema. Al final de las guerras
feudales, tanto la nobleza como las oligarquías urbanas de los territorios que pasaron a
formar parte de la monarquía requerían de una institución superior que diera legitimidad
a su posición dominante en dichos territorios. Necesitaban de una instancia política
superior que les reconocieran en los lugares donde residían, a cambio de reconocer a la
monarquía como entidad superior. La aceptación de un príncipe común, implicaba
algunas ventajas que no pasaron desapercibidas a estas oligarquías urbanas, a la hora de
valorar como una opción de positiva la nueva situación.

Las circunstancias de tipo geopolítico, tuvieron mucho que ver en la construcción


de la monarquía. Ante la existencia de amenazas externas, la monarquía de Carlos V, se
construyó, al menos en Europa, sobre cuatro espacios territoriales relativamente
autónomos y dependientes (Italia, Península Ibérica, los Países Bajos, y las tierras
patrimoniales de los Habsburgo). Los Estados que se vieron soldados por la pertenencia
a un mismo soberano, contaban con intereses defensivos comunes. El modelo de una
monarquía supranacional, que por su propia naturaleza, respetaba en esencia cada
particularidad de los distintos territorios, y ofrecía al mismo tiempo una seguridad
defensiva y militar, esta monarquía resultaba muy atractiva para unas élites que temían
ser barridas en caso de ser conquistadas (un ejemplo es el de la eliminación de la élite en
Bosnia tras la entrada de los Otomanos).

1. El primero de los cuatro espacios, sería Italia. Se consolidó allí la monarquía de


Carlos V. Allí, en este espacio, confluían los intereses aragoneses tradicionales,
con los intereses de la casa de Habsburgo, que intentaba hacer valer sus derechos

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imperiales sobre el milanesado. Casi cada uno de estos territorios, sobre todo
Milán y Nápoles, y en menos medida Sicilia, fueron reclamados por el rey de
Francia en uno u otro momento entre 1490 y 1510. Había una competencia con el
rey de Francia por los territorios italianos. La forma de las élites de estos territorios
para oponerse a la política agresiva de otros estados, sobre todo la representada
por el Imperio Turco, fue la de unirse e intentar implicar en su defensa a aliados
exteriores, y especialmente a la monarquía de España. Según avanzaba el siglo
XV, la posición de los Estados Italianos, estuvo gravemente comprometida ante
el avance de los turcos otomanos, por los Balcanes y por el Mediterráneo
occidental y oriental, el gran imperio otomano que ya se había asomado a las
puertas de Viena tras la derrota de Mohaes. En 1565, los turcos estaban ante las
murallas de Malta, y en 1598, la flota del sultán turco, se permitía desarrollar lo
que Brodel llamaba el Ballet Turco, en el centro del Mediterráneo.
No solo era la guerra lo que pendía en las costas del Mediterráneo, también
a lo largo del siglo XVI, se activa otra guerra, la “guerra de corso”, que se
convierte en un problema desde comienzos del siglo XVI, y que todavía seguían
siéndolo en el siglo XVII.
2. El segundo espacio es la Península Ibérica, que compartían también esta
preocupación por la seguridad del Mediterráneo occidental con el Islam. El Islam
también estaba dentro en las comunidades musulmanas y posteriormente
moriscas. En la práctica sin embargo, desde principios del siglo XVI, y tras la
conquista de Navarra en 1512, la Península Ibérica no sufriría ninguna amenaza
mayor. Los Reyes Católicos lograron controlar una posible guerra entre Castilla
y Aragón, y posteriormente con Portugal. Los temores a una ofensiva otomana
durante la guerra de las Alpujarras, los ataques franceses a Pamplona, después de
1512, y Fuenterrabía, en 1543, y los ataques ingleses a Cádiz en 1586 y 1596,
estos ataques por muy molestos que fueran, no amenazaron el orden político o la
integridad territorial de los territorios peninsulares españoles. La monarquía de
España tuvo éxito en su estrategia de exportar la guerra fuera de los reinos
ibéricos. Cuando en 1580, invocando sus derechos sucesorios, Felipe II mandó
invadir Portugal, las potencias europeas, se mostraran incapaces de apoyar al
pretendiente rival de Felipe, el prior don Antonio.
3. Esta hegemonía de las monarquías ibéricas, implicaba así mismo la coincidencia
de intereses con los Países Bajos. Las buenas relaciones entre los espacios ibéricos
y los Países Bajos solo podía existir si se evitaba la incorporación efectiva de
Artois, y del Flandes occidental al reino de Francia. Al mismo tiempo, se frenaba
la expansión territorial de la monarquía Tudor inglesa en el continente. Para que
esto fuera factible, se hacía preciso contar con los recursos y con el amparo
político que la monarquía podía ofrecer.
4. Las posesiones de los Habsburgo constituía el espacio menos espectacular. La
atracción hacia Italia, tradicional de los emperadores germánicos pronto pasó a
segundo término ante la urgencia de los asuntos balcánicos, y la presencia turco
otomana sobre el Danubio. La incorporación de la herencia Jagellón, y Fernando,
hermano de Carlos V, que estaba casado con una hermana de Luis de Hungría,

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incorpora este territorio de Hungría. De los cuatro conjuntos territoriales este era
el más lejano para la monarquía hispánica.

Las circunstancias geopolíticas desempeñaron un papel en la construcción de la


monarquía. A la hora de explicar la composición de la monarquía, vertiente privilegiada
por la historiografía, no podemos olvidar que esta construcción, fue también el resultado
del ejercicio de la guerra, y de la mera conquista, y de la victoria en guerras civiles, y en
resumidas cuentas fue resultado del ejercicio de la violencia. Dado que el sistema
hereditario, con el ejercicio de los derechos sucesorios, generaba a menudo conflictos
entre varios pretendientes, el último término era el uso de la fuerza, actuando como último
árbitro, como en la segunda conquista de Nápoles en 1504 y Portugal en 1580.

Era mucho más difícil justificar la guerra contra dominios cristianos, que contra
dominios musulmanes. En la Península, el gobierno personal de un rey que viene de los
Países Bajos, puso al descubierto las tensiones que se habían desarrollado desde
comienzos del siglo XVI, y fueron precisas dos guerras civiles (Comunidades y
Germanías), para restablecer el orden. La victoria del bando realista, del joven Carlos V,
en los dos casos, no fue solo la victoria del rey, sino también de la coalición de intereses
que se construyó en torno a la defensa de esos derechos regios. Hay que establecer una
distinción entre conquistas de territorios cristianos y conquistas de territorios no
cristianos. La conquista de Canarias, de las plazas Norte Africanas, de las Indias, y en
particular de Granada, fueron empresas llevadas a cabo sobre territorios no cristianos, y
en cierto modo también fueron empresas individuales, realizadas por el rey. En Canarias
y en América, el sistema de capitulaciones, fue lo habitual en la incorporación de estos
territorios a la monarquía. La misma guerra de Granada, aunque dirigida por los Reyes
Católicos, tuvo también un gran carácter territorial, ya que las huestes señoriales
participaron en la guerra. Pero lo que importa resaltar es que resultaron guerras
destructivos, que trajeron aparejadas cambios de todo tipo (culturales, sociales, jurídicos),
en particular sus formas de gobierno se adaptaron a esos territorios, acomodando esas
instituciones castellanas a las particulares condiciones de lejanía.

Todo esto, era lo que se esperaba que ocurriese de conquistas que pretendían ser,
a la vez cristianizadoras y civilizadoras de uno espacios políticos que no tenían nada que
ver con Castilla, habiendo que hacer tabla rasa. La sumisión señorial, e incluso la
esclavitud, fue el destino de aquellas sociedades más o menos a largo plazo. En Granada,
por ejemplo, las capitulaciones de rendición de 1492, no se pudieron respetar durante
mucho tiempo. La conversión forzosa a la que se fuerza a la población musulmana, que
se impone en 1502, y el exilio posterior de la población musulmana, que culminó con las
deportaciones tras la guerra de las Alpujarras, fue el destino de este territorio conquistado.

Cuando el territorio conquistado, era un territorio ya cristiano, era mucho más


difícil de justificar estas conquistas. La conquista de los reinos cristianos, señaladamente
la conquista de Nápoles en 1504, la de Navarra en 1512, y de Portugal en 1580, tuvieron
un desarrollo diferente al de otros territorios no cristianos. Fueron empresas decididas
directamente por el rey, aunque contaran con el entusiasmo de las ciudades. Fernando el

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Católico o Felipe II, aprovecharon el momento propicio para incorporar por las armas
estos territorios, a sus estados con la intención de estabilizar un flanco conflictivo, o
simplemente para incrementar su poder. En los tres reinos (Nápoles, Navarra y Portugal),
una profunda crisis interna,, en el contexto de las guerras europeas hizo posible su
conquista, que nunca se hubiera desencadenado sin tales circunstancias. La guerra de
bandos en Navarra (agramonteses, beamonteses), que sobre todo desde los años 30 del
siglo XV, y el acercamiento de los reyes de Navarra, al rey de Francia, hizo que Fernando
el Católico ocupara Navarra con una gran facilidad. A su vez la debilidad de la casa real
de Nápoles, y las ambiciones de Carlos VIII y Luis XII de Francia que también
ambicionaban este territorio, decidieron la conquista de Nápoles. Fernando apoya a los
agramonteses y en Nápoles a la facción aragonesa. Al final, Fernando optó por el riesgo
de la conquista de estos territorios buscando una solución más estable.

La intervención de Felipe II en la corona portuguesa, tras el desastre de


Alcazarquivir, donde muere el rey don Sebastián, planteándose la cuestión sucesoria, y la
intervención de Felipe II en ésta. Esta intervención fue bien recibida por amplios sectores
de las élites de ese reino, cuyas relaciones familiares, económicas y culturales con
Castilla, eran tan antiguas como las de navarros o napolitanos.

Por ello estas conquistas, fueron conquistas fulgurantes, improvisadas sobre la


marcha, atendiendo a la situación interna del país. En Navarra no hubo grandes batallas,
y las que hubo en Nápoles se hicieron más con el ejército francés, que con el napolitano.
Las tensiones hicieron posibles, e incluso necesarias estas guerras. Tales conquistas no
vinieron acompañadas de cambios político-constitucionales profundos para estos
territorios, porque respondían a viejas luchas internas por el poder, y no a cambios
revolucionarios, por lo que lo prudente fue la continuidad y la negociación. Esto es
importante, ya que las conquistas de reinos cristianos no perduraron como regímenes de
ocupación militar, sino que apuntalaron un nuevo equilibrio basado en la negociación, en
el consenso. En el caso de Portugal se ve claro, y en 1581, ante las cortes de Tomar, Felipe
II, que ha acudido allí, negoció con los Estados, estamentos, élites portuguesas, una
patente de las mercedes, gracias y privilegios, que satisfaga a los hidalgos, el clero en
definitiva de las élites del país. Por esta razón, resulta apropiada la tradicional afirmación,
de que Felipe II ganó Portugal por Herencia, Conquista, y por Negociación.

En Nápoles y Navarra se capituló con una gran magnanimidad por parte de


Fernando, y sus sucesores cumplieron en lo esencial las promesas hechas por Fernando.
Asumir las deudas de los anteriores reyes, perdonar los daños ocasionados por la
conquista. En definitiva, el éxito de las incorporaciones por herencia, se entiende mejor
si se considera lo que en una monarquía más poderosa, sus miembros, las élites de los
territorios que se incorporan a esa monarquía, podían ganar en orden y seguridad.

En los años 20 del siglo XVII, tanto el conde duque de Olivares, como el jurista
Juan de Solórzano Pereira, autor de un derecho de las indias que se publica en 1629,
tenían claro que los distintos componentes de la monarquía, se habían unido según estos
dos grandes modelos. Las Indias, lo habrían hecho accesoriamente, porque se gobernaban

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en todo por las leyes, derechos y fueros de Castilla. Los dominios americanos, serían
entidades accesorias de la corona de Castilla, y en consecuencia una especie de partes de
la misma. Los reinos de Aragón, Nápoles, Sicilia, Portugal… aunque en algunos de estos
territorios intervino la violencia, se habrían agregado según el principio “aeque
principaliter”, quedándose según Solórzano, ”en el ser que tenían cada uno”, en el ser
que tenían antes de la conquista, conservando intactas sus leyes, instituciones anteriores,
como si el rey de esa monarquía fuese señor solo de cada uno de esos territorios. Este
segundo modelo identificaba a los reinos cristianos heredados, pero el primero o modelo
accesorio, distinguía a los países conquistados a paganos (americanos, africanos), o a
musulmanes, con los que no se tenía nada en común. La distinción no es solo teórica, sino
que constituía para el futuro un trazo definitorio para los vasallos que vivían en ese
territorio. La aeque principaliter, o la unión igualitario, los reinos que se unían
conservaban su estructura institucional, incluso si una de las partes se encontraba en una
posición más débil. Esta forma de vinculación se distinguía claramente de la conquista,
en cuyo ámbito, el líder victorioso podía retirar al pueblo vencido su ordenamiento, e
instaurar unilateralmente una dominación más impositiva. La conquista, solía envolver el
uso de la violencia, distinguiéndose también de la unión principal, en el hecho de que ésta
forma de unión (aeque principaliter), no dejaba de ser una incorporación pacífica. No es
menos cierto que la conquista, siempre que se realizase en el cuadro de una guerra justa,
podía ser vista así mismo como una forma de reponer el orden legítimo y acabar con una
situación de perturbación. En el caso de Granada, cuya incorporación no ofrece dudas, y
había sido derrotado por la fuerza de las armas, en una guerra que se consideraba justa,
pero era habitual entre los cristianos, considerar que los reyes cristianos gobernaban de
hecho, pero no de derecho, es decir que desde su punto de vista, la autoridad de los
musulmanes carecía de licitud, por lo que tenía mayor legitimidad su conquista. La
conquista fue entendida como una forma de reponer una autoridad legítima en aquel
territorio.

En cuanto a los territorios americanos, si bien Carlos V y Felipe II, acabaron


reconocieron a algunos de estos territorios el estatuto de reino, permanecieron adjuntos a
la Corona de Castilla, como conquistas ultramarinas. Es decir, continuaron sin ser dotados
de los principales atributos que tenían los reinos que se habían agregado a la monarquía,
y no poseían derechos forales, y tampoco podían llegar a constituirse en plataforma de
asambleas representativas de tipo de las cortes. A este respecto, hay que recordar, que la
palabra cortes, estaba reservada para designar exclusivamente a las asambleas
representativas de los territorios que gozaban del estatuto de reino. Durante toda la época
moderna jamás se celebraron cortes en tierras extra europeas, ni siquiera en las que
obtuvieron el título de reino. La realidad, era mucho más compleja de lo que la diferencia
entre conquista y aeque pricipaliter parecer tener.

Las incorporaciones por conquista producían resultados variados tanto en el


ámbito ultramarino como en Europa. Lo que sucedió en Nápoles a propósito de su
incorporación en 1504, fue muy ilustrativo. A pesar de que su entrada en el conjunto
territorial del rey católico, se produjo a través de una conquista, y tras una dura campaña

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militar, el reino de Nápoles logró mantener un conjunto de derechos políticos mucho más
amplio que el reino de Navarra, que también fue conquistado. El ejemplo napolitano, nos
demuestra que en la definición de la modalidad de unión, y de los derechos políticos que
eran concedidos a los sometidos por el vencedor, acababa factores como el estatuto previo
de cada territorio, su valor geoestratégico, como la capacidad negociadora del grupo
dirigente del territorio conquistado. Producida la incorporación de un territorio, el cuadro
que había sido establecido inicialmente, solía ser objeto de cambios o más bien de ajustes.
En Navarra, reino conquistado, Fernando el Católico comenzó siendo bastante riguroso
con las entes locales, pero posteriormente Carlos V, fue poco a poco observando y
considerando este reino como uno más entre sus herencias, y más tarde Felipe II, ofreció
una cierta autonomía política a Navarra, más propia de un territorio unido por aeque
principaliter.

En la experiencia extra europea, con el


paso del tiempo, algunos de los
territorios ultramarinos, lograron
reconfigurar el lazo que los unía a la
corona que los había incorporado,
matizando o borrando, el recuerdo
inicial de la conquista. En las Indias
occidentales, los grupos dirigentes de
los territorios conquistados, las élites
criollas, trataron de minimizar lo que
había sucedido, y presentar los hechos
como el resultado de pactos o herencias.
América habría sido entregada a los
monarcas españoles a través de una
herencia, lo cual daría un estatuto
político propio, que no se daría lugar
con la herencia. Esto lo empezó ya a
crear Hernán Cortés, y en las Cartas de
Relación, defiende que había obtenido
de Moctezuma, la donación de sus dominios, habiendo recibido directamente lo que luego
sería la Nueva España, y Cortés a su vez había hecho donación de eso que recibía a Carlos
V, siendo un intermediario. Lo mismo pasa en Perú, con la misma recreación, interesando
sobre todo a las élites criollas de esos territorios. Se presenta la conquista de Perú como
una donación que hace Atahualpa a Pizarro, y este a su vez a Carlos V. El gobernador
Lope García de Castro afirmó una capitulación con el inca Titu Cusi, cabeza del estado
12
de Vilcabamba, que fue enviada a Felipe II para que fuera ratificada. Había una
continuidad legítima entre el dominio hispánico y aquel otro dominio instalado por los
europeos. Y décadas después de la conquista, se llega a defender que estas tierras habían
sido incorporadas, no como conquistas, sino como pactos o incluso como herencias.

 Consenso religioso y el Tribunal de la Santa Inquisición

Todos los territorios que componían la monarquía eran territorios cristianos, bajo
disciplina de la Iglesia católica. Letrados de la época como Solórzano, o Juan de Palafox,
consideraron la observancia común de la religión católica en todos los dominios como un
elemento de unidad compatible con la diversidad jurídico política de la monarquía, y de
hecho el catolicismo alcanzó una situación de monopolio en todos los rincones de la
monarquía, con la única excepción de los Países Bajos del norte, donde el calvinismo
logró implantarse rápidamente. El Imperio de los Austrias, llegó así a cimentarse sobre la
unidad de la fe. Los juristas e historiadores del siglo XVI y XVII, veían en el título de los
Reyes Católicos, una especie de signo profético, y la verdad es que los reyes de esta
monarquía de España, cumplieron celosamente su misión de conservadores y defensores
de la verdadera fe, y a menudo supeditaron al cumplimiento de su objetivo su política y
sus recursos. La monarquía hispánica, era una monarquía católica, cuya preeminencia por
esta realidad católica, se imponía a todas las demás. No es fruto de casualidad con la
Institución más importante fuera la Inquisición, brazo armado de la monarquía contra la
herejía.

El Santo Oficio se introdujo en Castilla en 1478, y no tardaron en crearse 21


tribunales en toda la España peninsular, en las baleares, en Canarias, en Cerdeña, en
Sicilia y en las Indias. Los últimos tribunales en crearse vieron la luz en Santiago de
Compostela, en Lima y en México, durante la segunda mitad del siglo XVI, y en el siglo
XVII, se establecerían los tribunales de Madrid y Cartagena de Indias. El Papa y el rey,
tenían un sistema inquisitorial, resultó singularmente eficaz, a pesar de que surgiera
alguna crisis, durante todo el reinado de los Austrias, e incluso después. En Portugal se
desarrolló una inquisición parecida a la española partir de 1536, con tribunales en
Coímbra, Évora y Lisboa (este con jurisdicción en Brasil). El reino de Nápoles también
conocía la inquisición, pero era la inquisición romana la ejercía poder allí. El ducado de
Milán, el Franco Condado y los Países Bajos se mostraron refractarios a la iniciación del
tribunal, y de hecho en estos territorios no hubo Inquisición.

II.3.- La integración de las partes y los factores disgregadores. Los


movimientos de 1640
II.3.1.- Factores de integración de las partes

 Patronato general sobre sus territorios

Al margen del papel político, podemos decir que la autoridad directa de los
monarcas españoles sobre la Iglesia, era considerable. Los monarcas españoles ostentaban
el patronato general sobre sus señoríos, es decir el derecho a nombrar obispos y

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proponerlos a las personas que considerasen oportuno, pero además los monarcas
españoles consiguieron del pontífice el vicariato general castrense, en control progresivo
de las órdenes militares, y sobre todo el patronato de todas las iglesias del reino de
Granada, una vez conquistado y de las Indias.

 Consenso cultural

No se podían gobernar unos territorios de alcance planetario sin un mínimo de


consenso cultural. Cabría implicar a la monarquía hispánica el concepto de campo cultura,
como campo generado por la implicación de personas, ideas y artefactos culturales.
Existió un proyecto cultural común en todos los territorios de la monarquía, que se
extendía incluso más allá de las fronteras de la monarquía, precisamente por la influencia
que su cultura podía tener en otros territorios.

 Derecho romano y canónico

La vitalidad del derecho común (derecho romano y derecho canónico), con un


elemento de unión de todas las partes, y con consenso, mucho más amplio, en cuanto a la
cultura jurídica, compartida por todas las partes de la monarquía. Hoy sabemos que los
publicistas políticos, compartían muchos de los fundamentos teóricos aunque los hartasen
a los distintos reinos según las circunstancias en formulaciones más o menos pactistas o
realistas.

 Similitud de estructuras económicas y sociales

La similitud de las estructuras económicas y sociales de tipo estamental. En todos


los territorios de la monarquía imperaban unas estructuras similares que solemos llamar
de Antiguo Régimen. Esto facilitaba la compatibilidad.

 Mismos mitos originarios

Otros elementos de unión, sería que todos ellos compartían, aunque con variantes,
los mismos mitos originarios hispánicos, que los unían tanto como los diferenciaban.
Portugal, Castilla y León, Aragón y Cataluña habrían surgido como comunidades
políticas, en la resistencia de los nobles montañeses y en la reconquista contra los
musulmanes.

 Movilidad y circulación de personas, objetos…

La monarquía como un gran espacio de circulación, como un primer intento de


globalidad. Esto constituyó un importante factor de unidad, hecho que a su vez contribuye
para explicar la capacidad de supervivencia de esta monarquía, superior a la de los
Imperios francés e inglés de fechas posteriores. La monarquía de España, fue además la
experiencia hondamente vivida, de numerosas vidas de burócratas, soldados, misioneros
o simples emigrantes que se movían entre todas las partes que componían la monarquía.

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Diego de Bracamonte era un jesuita, natural de Granada, que ejerció en Marchena,
antes de embarcarse para Lima en 1568. De regreso a España pasó en 1571 por Italia.
Después volvería a Perú hasta su muerte en 1583.

Diego de Villalobos, es un criollo de Nueva España, nacido en 1570, que pasa a


España, donde sirve en las galeras del mediterráneo y luego va a los Países Bajos, donde
participa en el ejército, y creando, Comentarios de las cosas sucedidas en los Países Bajos
de Flandes. Ocuparía luego puestos en San Sebastián, Gibraltar y Málaga y falleció en
Madrid.

El mismo hecho de que el estatuto preservador de las leyes y privilegios de cada


reino, aún en territorios incorporados por conquista, denota entre otras cosas que todas
estas latitudes y territorios, participaban de una misma cultura política. El caso es que
todos los reinos de la monarquía tendieron a equipararse entre sí en cuanto a prerrogativas
e inmunidades, y todos lucharon por tener un estatuto que no fuera por derivarse mediante
conquista, sino por pactos. La idea que se recoge de Reino de Nueva España, es más que
engañosa, ya que en realidad no era un reino, la zona que gobernaba Moctezuma, sino
que eran más de 1500 pequeños estados que coexistían en un mismo lugar. Lo curioso es
que la tarea de unión del Reino de Nueva España, no lo consiguió Moctezuma, sino que
se consiguiera mucho después de la conquista, que lo hicieron sobre todo los borbones en
el siglo XVIII.

Navarra también es un territorio conquistado, pero se pretende presentar como una


herencia correspondiente al monarca español. El que Navarra fuera un reino cristiano,
quizá explique qué conservara sus fueros, aunque esto se produjo por el arbitrio y la
magnanimidad en esos momentos. La conquista generó controversias y los términos en
los que se fraguó la unión serían discutidos en fechas tempranas, mediante las
intervenciones de autores como Martín López de Reta o Martín de Azpilicueta.

II.3.2.- Factores disgregadores

La monarquía hispánica, es un rompecabezas repartido por los cuatro continentes,


donde permanecen unidos los dominios españoles y portugueses. La división del Imperio
entre Fernando, hermano de Carlos, con los dominios del Imperio, y los demás a Felipe
II, se vieron compensadas por la ampliación sobre todo de los dominios americanos.
Ningún Imperio de la época, estuvo nunca tan parcelado. Surge el problema de como
abarcar el mundo, haciendo llegar la información a los cuatro continentes. Esta situación
era sinónimo de dificultades de todo tipo: las comunicaciones eran lentas, y un correo
extraordinario, tardaba en el mejor de los casos, 15 días en ir de Bruselas a Granada, y
entre 20 y 80 días entre Madrid y Milán. La noche de San Bartolomé, en el contexto de
las guerras de religión francesa, el 24 de agosto de 1572, no fue hasta el 15 de septiembre.
La noticia de la victoria de Lepanto tardó más de 20 días en llegar a Madrid y la rapidez
en ese caso fue excepcional. Lo que tardaba un barco de ir de Sevilla a México, fue de 91
días, esa media podía ser de 150, y llegar hasta 180 días; y el viaje de vuelta era todavía
más largo, desde los 128 días por término medio, hasta los 290 en casos excepcionales.

15
El Imperio español tuvo que constituirse en una gigantesca empresa de transportes
por mar y tierra, además de los grandes gastos de tropas y dineros. Un conjunto territorial
como el de la monarquía hispánica libraba muchas batallas contra las distancias. El
Imperio Español consagró a ello sus mejores fuerzas. A pesar de todo ello, no cabe duda
de que en materia de transportes, este imperio español, ha igualado e incluso sobrepasado
a los mejores imperios.

Geoffrey Parker en El siglo maldito interpreta la crisis general del siglo


XVIII introduciendo la variable climática, ya que en el XVIII se viven los episodios más
acusados de la Pequeña Edad del Hielo. En este libro se habla de la maldición del estado
compuesto, y obviamente podemos pensar que la monarquía de España experimentó la
maldición del estado compuesto. La monarquía era políticamente inestable por dos
motivos: en primer lugar, debían su origen a la recurrente endogamia entre monarcas, a
esos casamientos entre miembros de una misma familiar, lo cual reducía el mapa genético,
y por tanto la viabilidad de la descendencia: por ejemplo, el matrimonio endogámico de
varias generaciones de sus progenitores, hizo que Felipe IV, de España tuviera solo ocho
bisabuelos en lugar de dieciséis. Felipe IV, tras casarse en segundas nupcias con su
sobrina, los hijos habidos con ellas son a la vez sus hijos y a la vez sus sobrinos abuelos.
Esto dio lugar a la misma herencia genética que en el caso que hubieran tenido hijos entre
hermanos. Solo dos de sus seis hijos, sobrevivieron al periodo de la infancia, y aunque
uno de sus hijos, Carlos II, que vivió hasta los 39 años era discapacitado y estéril. Su
muerte desencadenó una larga guerra de sucesión entre Felipe de Anjou, y el archiduque
Carlos.

El segundo punto débil de todas las monarquías compuestas, radicaba en que


muchos de los territorios que componía la monarquía, conservaba sus propias
instituciones, su propia identidad colectivas, en algunos casos reforzaba por un idioma,
por una cultura propia, e incluso por una religión distinta. La variedad de derechos de
instituciones políticas y fiscales, dificultaba el gobierno desde las alturas del Estado.
Olivares plantea a Felipe IV, en un memorial, es que la unión de las partes que componen
la monarquía, es el medio para lograr “la seguridad, establecimiento, perpetuidad y
aumento de la misma. La diversidad por el contrario dificulta y enflaquece el poder del
monarca”. Olivares no ignora la plural estructura interna de la monarquía, pero la combate
porque la estima inconveniente.

Pero podía Felipe IV, llevar a cabo el programa de unidad que le plantea Olivares.
Para Olivares, el monarca está por encima de las leyes y por encima del derecho, puede
si quiere cambiarlo y sustituir el derecho de los otros territorios por el de Castilla. Esto es
propuesto por Olivares en la navidad de 1624, pero que no será realizada hasta Felipe V,
en los Decretos de Nueva Planta, de 1707. Olivares no respeta el pactismo medieval, y
quiere una unidad, para hacer que el monarca sea el más poderoso. Olivares plantea tres
vías para conseguir su objetivo:

1. El primero es considerado como lento y dificultoso. Consiste en introducir gentes


de otros reinos de Castilla, y castellanos en otros reinos, mezclando vasallos.

16
2. La segunda vía podría ser suprimir los fueros, las constituciones de los reinos, por
vía de negociación, y yendo con argumento pero también con las armas.
3. La tercera vía, aunque no es tan justo como los otros, pero el más eficaz sería
“hallándose con la fuerza que rige, ir en persona como a visitar aquel reino donde
se fuere hacer el efecto, y hacer que se ocasione algún tumulto popular grande, y
con este pretexto, meter a gente de guerra, para buscar el sosiego, y prevención de
adelante, como por nueva conquista, asentar y disponer las leyes en la
conformidad de las de Castilla, y de esta manera irlo ejecutando con los otros
reinos”.

Durante el siglo XVI, el poderío español se había cimentado básicamente en el


poderío castellano, los reinos que componían la Corona de Castilla eran los más
dinámicos desde el punto de vista demográfico y económico. Además Castilla contaba
con la plata y el oro americanos, y las instituciones castellanas ofrecían una menor
resistencia a un poder fuerte, con tendencia al absolutismo. Pero esa hegemonía castellana
implicó también tanto en el siglo XVI como en el XVII, una desigualdad contributiva
desfavorable a Castilla y muy particular a los estratos populares. Los territorios de la
Corona de Aragón se mantuvieron pertrechados tras sus instituciones estamentales, y
supieron eludir una presión fiscal en un siglo XVI, en el que su demografía, su riqueza
fueron inferiores a las de Castilla. Desde finales del siglo XVI y en las primeras décadas
del siglo XVII, la relación prosperidad-depresión se invierte, perdiendo Castilla población
y sustancia económica.

En este contexto se sitúa Olivares. Un político que trata de servir, más que a
España y a los españoles, a la monarquía, y que trata de servirla en su dimensión más
universal. Es consciente de que para sostener la hegemonía católica, universal, la
monarquía necesita explotar nuevas fuentes de recursos militares y financieros, ya que
Castilla no va más de sí, ya que se la ha estrujado demasiado. Por ello lanza el programa
de la unión de armas, que todos los territorios colaboren como la ha hecho y lo está
haciendo Castilla. El memorial de 1624, encaja en este contexto político. Estos pretextos
se resumen muy bien en una carta que el 7 de octubre de 1639, dirige al virrey en Cataluña,
Santa Coloma. Ante la insistencia de la élite catalana de que debía respetar sus
constituciones, Olivares exclamó “yo que hablo de manera que no será mucho que digo
locuras, pero bien digo que en la hora de mi muerte diré y en la vida también que si en
las constituciones embarazan mis propósitos, que lleve el diablo las constituciones y
quien las guardare también”. A los pocos meses de esta carta, condujo a la revuelta
catalana, a la “revuelta del segadors”, pero también condujo a otros movimientos que
estallaron ese mismo año, 1640, en todo el conjunto de la monarquía, desde América a
otros territorios europeos. Estas revoluciones, revueltas, son movimientos dispares pero
con factores comunes. La independencia de Aragón y de Andalucía, no podía tener lugar,
pero el movimiento independentista portugués, sí que se llevará a cabo.

Estas revueltas o rebeliones ponían el acento en la pluralidad de naciones


comúnmente unidas en la monarquía de España. Las tremendas sacudidas de 1640,
produjeron una fuerte conmoción y una reflexión acerca de la necesidad de reconocer la

17
plural estructura de la monarquía y del Estado. Esta unidad política, llamada monarquía
hispánica, se resistía a la unidad. El fracaso de los planes centralizadores de Olivares, y
las consiguientes revueltas, apuntalaron la opción tradicional. La opción de que la
diversidad de leyes e instituciones respondía a la diversidad natural querida por Dios, y
por tanto esta diversidad no debía cambiarse.

El último elemento para la reflexión sería que los beneficiarios de la conservación,


hasta cierto punto autónomo, de cada reino, principado y señoría, ¿no serían los
estamentos privilegiados, élites de esos territorios, los beneficiados de mantener las cosas
como estaban? Las élites, estamentos nobiliarios y eclesiásticos, instrumentarían la
resistencia de cada reino, utilizando como trinchera la constitución política de cada reino.

II.4.- A modo de recapitulación. Agregaciones (1469-1580) y disgregaciones


(1566-1714). Principales episodios de un proceso doblemente secular
La articulación de la monarquía de España, se gestó en la boda de Fernando e
Isabel, celebrada en 1469, y se desarboló definitivamente, en virtud de los tratados de
Utrecht y Rastatt, de 1713-1714.

Fernando era rey de Aragón y señor de Cataluña. Sus antepasados habían


conquistado a los musulmanes los reinos de Mallorca 1229 y de Valencia 1238, y habían
ocupado los reinos de Cerdeña 1324, y Sicilia, 1282 y luego en 1409, aprovechando las
divisiones internas que había en estos dos últimos territorios. Desde el siglo XV, el
concepto de Corona de Aragón, empezó a dar cuenta de un renovado poder real, sobre un
conjunto confederal básicamente Mediterráneo.

Por su parte Isabel que se casa en 1479, acumulaba los títulos de unos cuantos
reinos, unos cristianos en origen, León, Castilla, Galicia, y otros reconquistados a los
musulmanes, Toledo, Sevilla, Córdova, Murcia, Jaén, pero todos ellos e gobernaban por
las mismas leyes y por unas únicas Cortes, lo que constituía una notable diferencia con
los reinos de Aragón.

Los Reyes Católicos desarrollaron una política expansiva por conquista y


esgrimiendo la autoridad pontificia, sobre territorios contiguos, y sobre otros territorios
que no lo eran. De modo que sus herederos recibieron, el reino de Granada, el archipiélago
de las Canarias, cuya conquista se hace entre 1478-1496; las islas y tierras de las Indias
que empiezan a conquistarse en 1492; una serie de plazas norteafricanas, de las que
algunas permanecieron hasta el siglo XVIII o incluso hasta hoy como melilla 1497, y
otras se perdieron ya con Carlos I (Bugía, Argel, Trípoli), y también la monarquía englobó
el reino de Nápoles, reconquistado en 1504 pues Alfonso V ya lo había ocupado, y
también el reino de Navarra, 1512.

Carlos V, como emperador del Sacro Imperio, título que obtiene tras la muerte de
su abuelo Maximiliano, utilizando su derecho feudal como emperador del sacro imperio,

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vinculó a la monarquía de España territorios aislados pero de gran riqueza humana y
material, y de vital importancia estratégica. En 1540, Carlos concedió a su heredero
Felipe, la investidura del ducado de Milán, y de una serie de ciudades dependientes de
este ducado (Lodi, Pavía, como, cremona…), sobre los que había tomado posesión como
duque de Milán en 1535, tras la muerte del duque Francesco II Sforza. A partir de 1556,
el rey de España, añadirá el ducado de Milán a la lista de sus títulos, no hay un único
reino de España.

Poco después la soberanía de 17 provincias de los Países Bajos, recientemente


unidas sucesoriamente, fueron cedidas a su hijo Felipe en 1555. Por esas fechas, los Países
Bajos formaban una muy compleja unidad al norte de Francia, con solo las excepciones
de los obispados de Lieja y de Cambrai, señoríos episcopales cuya soberanía estaba
ocupada por el obispo. En 1557, la ayuda suministrada por los españoles a la República
de Florencia para la conquista de Siena, les proporcionará a la monarquía a modo de
compensación, una serie de plazas y fortalezas en la costa toscana, además de la isla de
Elba, las cuales se constituyeron como estado de presidios, o los Presidios Toscanos,
aunque estos dependían del virreinato de Nápoles.

Hay que añadir que, desde 1527, y durante un siglo largo, Génova, se convirtió en
aliada de España, en estrecha alianza, con lo que buena parte de Italia, se encontraba bajo
la dependencia española. El reino de Portugal, engrandeció muy notablemente a la
monarquía, en 1580, y no tanto por el territorio peninsular, ni por el número de habitantes,
1.3 millones, sino por las colonias que Portugal había ido creando en África y en Asia.
La corona portuguesa, desde mediados del XV, había establecido factorías en las costas
de la India, en la Península de Malasia, y en las llamadas islas de las especias (Molucas,
Java), también en la costa de Brasil que le correspondía por el tratado de Tordesillas,
además de factorías en las costas africanas (Angola, costa oriental; Mozambique, en la
costa meridional).

La unión de las dos coronas ibéricas, engrandeció sobremanera la monarquía


hispánica. A finales del siglo XVI, algunos nobles e irlandeses católicos y chipriotas y
griegos ortodoxos, ofrecieron vasallaje a Felipe II, Pero esos nobles se ofrecieron como
vasallos al rey católico, para intentar ocupar estos territorios. No dudó en retener el
señorío de Cambrai, cuando la ciudad, rebelde contra su señor, se le entregó en 1595. Este
hecho tiene una gran connotación. Como es que un rey absoluto incorpora un territorio,
cuando los ciudadanos se ofrecen a él, pero antes han creado una rebelión contra él.

Hacia finales del siglo XVI, parecía que incluso que en los territorios asiáticos se
había perdido toda la capacidad expansiva. Tal cosa no solo era por la aparición de rivales
europeos (ingleses, franceses y holandeses), sino también por la incapacidad de la propia
monarquía para concentrar recursos suficientes en cada uno de los frentes abiertos para
continuar la expansión.

En la década de 1595-1605, se asiste a la culminación de la expansión a escala


planetaria de la monarquía, al menos en cuanto a acumulación territorial y capacidad de
influencia. En América, una gran revuelta araucana, hizo que la expansión más al sur del
19
río Biobío quedara cortada. La llegada de la dinastía Tokugawa hace que se pierdan las
esperanzas de mantener el Japón bajo la órbita hispánica, los combates con los
chichimecas impiden la expansión hacia zonas como la actual california. Los años finales
del XVI, y principios del XVII, marcan el cénit de la monarquía de expansionismo sobre
otros territorios. Los que vivían dentro de esa monarquía y también los habitantes de los
otros territorios, tenían esa visión de la globalidad del imperio español.

Siendo con sus virtudes el nombre española casi inmortal, desde las regiones
más antárticas de nuestro polo, pasando las calurosas regiones de la equinoccial,
siguiendo el presto camino del sol dando vueltas a la mar y la tierra, y quebrantando
las duras cervices de los flamencos…

Diego de Villalobos

Esta estructura global se mantuvo en pie en lo esencial hasta comienzos del siglo
XVIII 1713-1714, tratados de Utrecht y Rastatt, aunque no obstante ya en el siglo XVII,
hubo episodios que supusieron otras grandes disgregaciones de territorios de ese tronco.
Ya Felipe II, hubo de enfrentarse a un movimiento de consecuencias disgregadoras en el
trascurso de su reinado, con la rebelión de los Países Bajos, que comienza en 1566, y que
dio comienzo a una guerra de 80 años. En la paz de Münster, de 1648, finaliza, se admitió
definitivamente la independencia de la República de las Provincias Unidas, aunque en
realidad estas provincias eran independientes de facto desde tiempo antes, desde antes
incluso de la tregua de los 12 años en 1509-1525. Estas provincias se habían declarado
independientes en 1581, y tras no ser capaces de recuperarlas mediante la acción militar,
Felipe II cedió la soberanía de los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia, casada con
el archiduque Alberto de Austria, hijo de Maximiliano II, emperador. Esta cesión hubiera
podido favorecer la negociación de una parte sin pérdida de reputación para el monarca.
Pero esa cesión quedó condicionada a la existencia directa de herencia de la pareja, algo
que no se produjo. A la muerte del archiduque Alberto, las provincias leales se
reincorporaron a la monarquía de Felipe IV.

También las rebeliones de Portugal y de Cataluña, se saldaron con la secesión de


Portugal, que será reconocida en 1648. La paz de los Pirineos de 1659, sancionó la pérdida
del condado del Rosellón y la Cerdeña, y también con esta paz se pierde la provincia de
Artois en los Países Bajos.

La estructura imperial de la monarquía se mantuvo en pie hasta principios del siglo


XVIII a pesar de estas segregaciones se mantiene en lo esencial, incluso después de perder
la primacía política a mediados del siglo XVII, todavía tuvo gozar de un éxito en un
espacio prolongado de tiempo de relativo esplendor.

III. ¿CÓMO Y POR QUÉ LA MONARQUÍA DE ESPAÑA SE CONVIRTIÓ


EN LA PRIMERA POTENCIA A ESCALA GLOBAL? LAS FUERZAS Y LOS
MEDIOS DE ACCIÓN DE LA MONARQUÍA.

20
La hegemonía se tenía que consolidar sobre elementos más tangibles, que el rey
católico fuera poderoso, sino que hiciera que lo pareciera. La cultura renacentista, había
potenciado dos medios a través de los cuales se podía expresar la potencia de un príncipe.
Estos medios eran por un lado la diplomacia y por otro lado la capacidad de hacer la
guerra. Podemos referirnos pues en primer término a estos dos elementos.

III.1.- Embajadas y embajadores

La diplomacia resultaba especialmente interesante para recabar información


constante y continuada de otros países, como instrumento para conseguir apoyos en caso
de conflictos, y al mismo tiempo de buscar la neutralidad o contención de enemigos
potenciales.

El primer nivel diplomático lo constituía la propia familia real, y se concertaba


por los matrimonios de otras casas reinantes. Una boda real permitía tanto contar con un
aliado, en la corte de una potencia extraña, sino también que implicaba la continuación
de derechos, con la posibilidad de la herencia española fue siempre un importante
aliciente para otras dinastías. Los miembros de la familia real española, casados con los
de otras familiares reinantes, no dudaron en dirigir la guerra contra la propia monarquía
española, por lo que estas alianzas no siempre aseguraban la diplomacia.

La política matrimonial no bastaba pues para realzar lazos diplomáticos, y en


ocasiones resultó limitada e incluso contraproducente. Sabemos ya de la fragilidad
hereditaria que sucedió de forma crónica la casa real española, que careció de herederos
masculinos de reemplazo, en caso de desaparecer el soberano o su hijo mayor. Ni Felipe
III, ni Felipe IV, ni Carlos II, tuvieron hermanos menores que sostuvieran la herencia en
caso de la muerte de éstos. No es exagerado afirmar, que los reyes de España, casaron
más a su familia con quienes podían, que con quienes querían. La apuesta confesional de
la monarquía restringió notablemente el mercado matrimonial, invalidaba la posibilidad
de contraer matrimonios con los partidarios del protestantismo. Cabe afirmar que casaron
más a su familia con quienes podían que con quienes querían.

La especialización familiar en la casa de los Habsburgo, fue más resultado o


incluso imposición del azar y la coyuntura matrimonial, que de la existencia de un plan
preconcebido por mantener la dinastía. La restricción del mercado matrimonial comenzó
a ser angustiosa, a partir de la extinción de la casa de Avis de Portugal, tras la muerte de
don Sebastián en la batalla de Alcazarquivir. Tanto Carlos, como Felipe II, habían casado
con princesas portuguesas, pero tras la muerte del rey don Sebastián sin descendencia, la
posibilidad de casar con la casa de Avis desapareció tras 1580. Los Estuardo anglo-
escoceses y protestantes, no eran cónyuges aceptables por no ser católicos, para los
Habsburgo, y respecto a los Borbones y a los Braganza portugueses, no existían reservas
religiosas ya que eran católicos, pero eran dos dinastías relativamente advenedizas. Las
opciones efectivas en el XVII casi se redujeron a la rama austriaca de los Habsburgo y a
la casa real francesa, los borbones, para los matrimonios de los primogénitos añadiendo
dinastías de Baviera y Saboya para los matrimonios de los hijos menores.

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Al margen del despliegue de toda una política matrimonial, la monarquía de
España, desarrolló progresivamente una tupida red de embajadas que facilitaron su acción
diplomática. Quizá la más importante de estas embajadas, era la embajada de Roma. Para
empezar, hay que decir que el papado, no era del todo ajeno a la política de alianzas
matrimoniales, como muestra por ejemplo los matrimonios de Margarita de Austria, hija
de Carlos V, con Alejandro de Médicis, sobrino del papa Clemente VII, y una vez viuda
con Octavio Farnesio, duque de Parma y nieto del papa Paulo III, del que nacería
Alejandro Farnesio, general y gobernador de los Países Bajos. Además no hay que
olvidar, que todavía en la primera mitad del siglo XVI, los Papas intentaron jugar un papel
activo en la política territorial italiana, bien para expandir los territorios pontificios, o para
dotar a sus parientes de un señorío. Sin embargo al asentarse la hegemonía española en la
Península Italiana, tras la paz de Cateau-Cambresí 1559, con Francia que pone fin a las
rivalidades, finaliza la expansión vaticana. Las fuerzas papales quedaron tan solo para la
persecución del bandolerismo, y las cruzadas que se emprendieron contra los turcos y
herejes, quedando atrás el liderazgo del papado en las guerras que enfrentaron a Carlos
V, con los Valois.

La embajada en Roma un puesto de gran responsabilidad, ante la necesidad para


una monarquía que se proclamaba católica, de contar con un Papa que le fuera afín. El
representante del rey de España en Roma, debía, no solo ganarse la confianza del entorno
familiar de cada Papa, sino también alimentar la existencia de un partido español en el
seno de la curia pontificia. A través de ese partido español, se esperaba bien controlar las
acciones de un papado más o menos hostil, bien garantizar la elección de pontífices
próximos a las posiciones españolas. Importante era asegurarse la colaboración de los
papas en materia hacendística y fiscal, ya que debían renovar y consolidar las llamadas
gracias pontificias (derechos de origen eclesiástico de los que se beneficiaba el rey de
España: las tercias, el subsidio de galeras y el excusado), a las que se añadían las
indulgencias, la predicación de la bula suponía un ingreso importante, ingreso que se
percibia en plata en una época en la cual escaseaba y predominaba el vellón, las bulas de
cruzada, se necesitaba la colaboración de Roma. Para lograr estos fines, el rey de España
concedía importantes pensiones para los cardenales, y otorgaba recompensas para los
familiares de los cardenales, y los familiares del Papa reinante.

Hará un mes que volvió Jacobo Bancompaño, y trae más cuidado que solía de
satisfacer y obedecer a su santidad. Y aunque están en víspera de jubileo le ha sacado a
la capilla, porque le ha puesto después de todos los embajadores, que hasta el duque de
Urbino le precede. Yo procuro siempre de conservarle en la devoción y afición que a
mostrado al servicio de vuestra majestad, y de darle a entender que vuestra majestad le
haría merced. Creo que sería bien que vuestra majestad le mande escribir alguna vez, y
si pierdo su apoyo, convendrá hacer alguna merced a Jacobo, porque no podrá dejar
de ayudar mucho para los negocios que con su santidad se ofrecieren, y si acá se
tratare de comprar a hacienda fija allí en Italia, haré lo que pudiere por encaminar que
se compre en estados de vuestra majestad, porque sería éste, muy fuerte vínculo para
tenerle obligado.

22
Juan de Zúñiga a Felipe II, 16 de diciembre de 1574

Al mismo tiempo la monarquía reforzaba su presencia en Roma, celebrando


fiestas en nombre del rey de España, construía edificios (San Pietro in Montorio), y
además participaba en garantizar el abastecimiento frumentario de la ciudad. Si bien los
gastos eran importantes, los beneficios de diversa índole, eran claros. El papa, debía
autorizar el pago de servicios pecuniarios del clero. El Papa tenía que confirmar
privilegios reales decisivos, como el del patronato regio o derecho de presentación, y el
patronato universal en Granada y las Indias. El Pontífice tenía la superioridad feudal sobre
algunos territorios de la monarquía hispánica, como era el caso de Nápoles, todos los años
tenía lugar una ceremonia de sometimiento al pontífice y ejercía su fuerza en algunos
conflictos por eso había que tener al papa del lado de España para tener asegurados unos
recursos que provenían del pontificado. No es extraño que fuera el propio monarca el que
se dirigiera al pontífice para pedirle ayuda.

Muy Santo Padre. Aunque he escrito a vuestra santidad y por medio de Zúñiga,
la necesidad de ser socorrido, y las obligaciones de gastos crecen cada vez más, y si
vuestra santidad no me acude no me puedo pasar a delante, quiero hacer la última
diligencia que me queda, que es anteponer a vuestra santidad, el aprieto y peligro en
que todo se haya, y los grandes daños de no resistir al enemigo de ella. Para que
vuestra santidad tenga obligación por el lugar en que está, me ayude y socorra por los
medios y gracias que don Juan de Zúñiga dirá a vuestra santidad.

Felipe II, a Clemente VII

Roma, podía confirmar la legitimidad de las acciones de la monarquía


directamente, o incrementando su capital místico, mediante la concesión de títulos y
dignidades (el propio título de Católico), o mediante la beatificación y canonización de
personajes beneméritos que habían sido súbditos del rey de España, en un momento en
que la elevación a los altares, era un acontecimiento excepcional, un alto porcentaje de
los nuevos beatos o santos, provenían de los reinos peninsulares de la monarquía. Algunos
de esos Santos, como Santa Teresa de Ávila o Fernando III, el Santo, rey que conquista
cordova y Sevilla a los musulmanes, gozaban de una especial devoción por la familia
monárquica. Otros como Loyola, francisco de Borja, juan de dios, simbolizaban el
compromiso de la monarquía con la contrarreforma en Europa, mientras que Felipe de
Jesús mexicano, francisco Javier rosa de lima, simbolizaban la hegemonia global de la
monarquia, hace ver el expansionismo español.

También hubo conflictos continuos entre monarquia y pontificado, habida cuenta


del deseo del rey de intervenir en asuntos eclesiásticos que Roma defendía que eran
exclusivos de la Iglesia (tema del regalismo). Y también porque había choques de carácter
local. En el periodo de búsqueda de la hegemonía católica por parte de la monarquía, el
apoyo de Roma se relevó fundamental para dar la legitimidad necesaria a la política
española en Francia, en Inglaterra, en el Mediterráneo o incluso en el Próximo Oriente.

23
Además de la embajada en Roma, se fue constituyendo una red permanente de
embajadas. Fernando el Católico, fue uno de los primeros soberanos no italianos, en
instalar en Europa una red de embajadores permanentes. La calidad de este servicio
diplomáticos notablemente eficaz para la época, constituyó una de las grandes fuerzas de
la monarquía.

En primer lugar estaban las embajadas que se ubicaban en poderes satélites de la


monarquía. Era prioritario en términos diplomáticos, que los gobiernos locales de esos
territorios, fueran sensibles a las directrices del rey católico. De hecho, en estos casos,
más que de embajadores, habría que hablar de procónsules, enviados por la monarquía a
estos territorios en los que tenía evidentes intereses. Entre estas embajadas, podemos
destacar la embajada de Génova, que desde 1527 es un aliado de la monarquía, y además
los hombres de negocios genoveses se convierten en los principales prestamistas. La
embajada en los Países Bajos, durante el gobierno de los archiduques, es decir de la cesión
a la hija de Felipe II y su marido (1598-1621); o la embajada en el ducado de Saboya,
hasta la muerte de Catalina Micaela en 1597. Y dentro de este conjunto de embajadas
cabría incluir las decisivas misiones diplomáticas enviadas a los cantones suizos, donde
también la monarquía de España tenía unos intereses claros, ya que allí había tropas que
se enrolaban en los tercios de la monarquía.

En otros estados que no caían dentro de la monarquía, pero que se intentaba atraer
a la política española, cabe una distinción entre las embajadas permanentes, encargadas
de informar mediante relaciones regulares de la marcha de los acontecimientos, y las
embajadas extraordinarias, nombradas para misiones particulares o enviadas a aquellas
cortes que estaban en la red de embajadas permanentes. Por supuesto, las prioridades de
los embajadores cambiaban, haciéndolo según que embajadas y según qué tiempos,
aunque la misión del diplomático era convencer a los soberanos de los estados con los
que se mantenían relaciones para que protegieran los intereses de la monarquía, para lo
cual en ocasiones había que intentar modificar la política interior de dichos estados.

La expansión de la monarquía durante el reinado de Carlos V, redujo la


importancia de los servicios diplomáticos. La acción exterior pasó al ejército y a los
virreyes más que a los embajadores, incluso en la segunda mitad del siglo XVI, la
violencia de los enfrentamientos religiosos que desgarraron Europa, acabó casi con el
contacto entre católicos y protestantes, y sin embargo el final de la fase agresiva del
periodo hegemónico de la monarquía, hizo aún más visible la función de la diplomacia,
ahora destinada no tanto a derribar gobiernos, sino a reorientar políticas de antiguos
enemigos, como Jacobo I de Inglaterra o María de Médicis, regente en Francia. Durante
la primera mitad del siglo XVII, se asistió a un renacimiento de los servicios diplomáticos.
Algunos embajadores notables, como el marqués de Vermatz, el conde de Gondomar, o
Diego de Saavedra Fajardo, negociador en la paz de Westfalia, gozaron de un prestigio y
de una influencia sobre la política de los países en los que residían que no habían tenido
sus predecesores. Fue en la primera mitad del siglo XVII, cuando la monarquía recurrió
también a la circulación de grandes figuras culturales, utilizando como embajadores

24
volantes a figuras culturales de primera fila, como puedan ser pintores: Rubens o Van
Dick.

En la segunda mitad del siglo XVII, la función principal de las embajadas fue la
de complacer a los posibles aliados o enemigos de la monarquía, pasando a tener gran
relación en las Provincias Unidas, o la misma embajada ante Inglaterra.

En estos tres momentos, el modus operandi, por los embajadores fue básicamente
el mismo, y se apoyó en la concesión de pensiones y la construcción de partidos
filohispánicos, que en bastantes casos tuvieron una larga existencia, manteniéndose los
miembros de estos partidos, fieles durante generaciones. Se conoce bastante bien el
funcionamiento de algunas embajadas. Especialmente se conoce como funcionaban en
las guerras de religión (1560-1594). Hasta la muerte de Enrique VIII de Francia, el
objetivo de la embajada en Francia consistió en reforzar el partido católico, que luchaba
contra los hugonotes, y procuraba favorecer a los amigos de España dentro de Francia.

 Embajada en París

Pero después de 1589, la ambición de Felipe II aumentó, pues utilizó toda su


influencia para apoyar la candidatura de su hija, Isabel Clara Eugenia, al trono de Francia.
Entre agosto de 1559 y diciembre de 1590, la embajada de París fue ocupada por seis
diplomáticos de experiencia y talento (Antonio Perrenot de Granvela, Francés de Álava,
Diego de Zúñiga, Juan de Vargas Mejía, Juan Bautista de Tassis y Bernardino de
Mendoza). A excepción de Vargas Mejía que solo estuvo dos años y medio, tuvieron
grandes mandatos. De ahí que llegaran a poseer un excelente conocimiento de los medios
e intrigas de palacio en la época de Catalina de Medicis, es decir la mujer de Enrique II
de Francia.

Cada uno de estos embajadores disponía de un personal fijo, de entre ocho y diez
colaboradores, de entre los que había dos secretarios (lengua francesa y castellana), un
correo, dos redactores para los despachos y un especialista en clave encargado de
descifrar los documentos. Mantener esta red de embajadores era costoso, pero era menos
gravoso que las pensiones pagadas a los jefes católicos de la liga, que existía en Francia,
y sobre todo se pagaban pensiones a la gente más radical de la Liga Católica, y a los
dirigentes de esa Liga Católica que luchaban contra los hugonotes franceses.

También era preciso contar con la diplomacia secreta. Esta diplomacia secreta
estaría compuesta por espías.

No solo hay que tener presente la gran diplomacia las posibilidades de proyección
de la monarquía. Existía también a menor escala, múltiples redes de informantes, cuyo
efecto sobre la estabilidad política global fue tanto o más importante, que la de esa
diplomacia oficial o gran diplomacia. Estas redes de informantes las integraban quienes
podían tener una afinidad emotiva, religiosa, o ideológica con el rey de España, o
simplemente, que tenían un interés económico que los movía a ponerse en valor a los ojos
de los gobernantes hispánicos, ofreciendo sus servicios. Se trataba por lo general de

25
hombres, que tenían los medios de pasar las fronteras y que podían movilizar a su vez
informadores, en lugares a los que la monarquía no podía llegar de otra manera. Era
esencial, por ejemplo el papel de las comunidades de comerciantes extranjeros, que
podían poner a disposición de las autoridades locales españolas, la circulación que había
en los medios financieros.

Los integrantes de estas redes van desde buhoneros españoles en el norte de


Francia, hasta los mercaderes ingleses en Alicante, que informan de la revuelta de los
segadors. El monopolio por parte de los españoles, de los metales preciosos americanos,
funcionó como una especie de imán sobre los mercaderes, que en muchos casos tenían
ventajas comerciales, a cambio de ofrecerse como informadores, o incluso como
mediadores con el enemigo. Por su propia definición, las redes mercantiles,
especializaban a sus miembros, quienes podían formar parte de familias extensas y residir
a ambos lados de las fronteras, e incluso en los frentes de lucha. Así por ejemplo, los
integrantes de la comunidad judía de Orán, no solo podían servir al rey de España como
informantes, y a veces como intérpretes, sino que ponían además a disposición del capitán
general de la plaza los contactos políticos que con las autoridades marroquíes y argelinas
tenían otros hebreos asentados en el norte de África.

Gran parte de las fronteras de la monarquía, correspondían a frentes inestables de


guerra regular. En estas zonas, la participación de los mercaderes en la negociación de
treguas o el rescate de cautivos resultaba decisiva y les daba un valor enorme a los
gobernantes españoles. A toda esta circulación, habría que sumar la de los cautivos, que
volvían de sus cautiverios, en las zonas de América, Asia y en el norte de África, y que
una vez que su cautiverio había terminado, informaban también de lo que sabían de esas
tierras donde habían estado.1

La diplomacia es una actividad que se monta sobre el interés de lo que otro estado
hace y proyecta. Esto despierta un marcado y lógico grado de desconfianza en aquel país
o estado que recibe o acoge a los embajadores ajenos, pero como todos los países eran al
mismo tiempo emisores de embajadores propios y receptores de embajadores ajenos,
pronto surgieron unos usos cortesanos, unas normas jurídicas, que todos los estados
convinieron en aceptar como propias del derecho de gentes, tendentes a proteger la
personal inviolabilidad de los embajadores, de su cuerpo de oficiales, e incluso de sus
familiares y criados. La consolidación de la función diplomática se relación así, con el
nacimiento de un derecho entre estados, en parte construido por teólogos y juristas, pero
en parte también por los mismos diplomáticos, que abarcó diversos campos como el de
la guerra justa, relaciones comerciales, y que obviamente hubo de comenzar por amparar
a los propios diplomáticos. La base de ese amparo o protección, fue siempre las mismas,
considerados como representantes de un estado y de un príncipe independiente, y en
cuanto tales no sometidos al derecho de ese estado, y por lo tanto sometidos a una
inviolabilidad completa.

1
Bartolomé Benassar: Los cristianos de Alá. La fascinante aventuras de los renegados

26
III.2.- Hispanofilia
La hispanofilia hemos de verla como una fuerza más de la monarquía, quizá una
de las principales que nos puede ayudar a responder a esas preguntas que nos
formulábamos hace unos días ¿Por qué esta monarquía se mantuvo tanto tiempo?

La hispanofilia es el sentimiento de quien fuera de ella, consideraban a esta como


líder natural de la cristiandad, o al menos como el aliado necesario. Desde samuráis
japoneses cristianos, hasta curas parisinos, pasando por nobles irlandeses, conversos
norteafricanos, entre muchos otros veían en el rey católico el único medio de restaurar o
implantar el catolicismo en sus patrias. Diversos territorios de la monarquía se
transformaron en refugios de exiliados católicos de otros países, que eran acogidos dentro
de redes asistenciales, más o menos preparadas para ellos. Estas redes, instituciones de
acogida, comenzaron a formarse de manera casi compulsiva en la primera mitad del siglo
XVI, ante la expansión de la reforma protestante, y florecieron esas instituciones, en la
época de hegemonía española, segunda mitad del siglo XVI, y primera mitad del siglo
XVII. A partir de que la monarquía deja de ser hegemónica, los exiliados católicos
empezaron a ver en el rey cristianísimo de Francia, al aliado natural, que los podría ayudar
en su empeño por restaurar la religión en sus países.

Dos trayectorias vitales diferentes lo ilustran:

 William Stanley

Por ejemplo, el coronel William Stanley, era un noble católico que formaba parte
de las tropas que Isabel I de Inglaterra había enviado a las Provincias Unidas rebeldes
para oponerse a Felipe II. Pero este William Stanley, anteponiendo la causa de la
religión a la de su reina, rindió la plaza de Deventer a Alejandro Farnesio, entonces
capitán general de los Países Bajos y se incorporó a su ejército donde desarrolló una
notable carrera como oficial militar.

 Jacobo II de Estuardo

Jacobo II de Estuardo, rey de Inglaterra y de Escocia que fue destronado en 1688,


en la Revolución Gloriosa, entre otras cosas por su condición de católico, y buscó
naturalmente refugió en la corte de Luis XIV de Francia, no ya en la corte del rey de
España, ya no era el siglo español sino el de Francia. Se han cambiado las tornas ya
que en este momento es Francia la que acoge a los exiliados políticos.

Fueron varios a través de los cuales la monarquía realizó la recepción de estos


exiliados, que podían ser potenciales aliados.

 Seminarios, residencias, colegios

Destacan en primer lugar los diversos colegios, residencias y seminarios,


establecidos por determinadas órdenes religiosas (jesuitas, cartujos), para recibir a los
emigrados de origen británico, o neerlandés que llegaban a los Países Bajos o España.

27
Desde estos colegios, seminarios, se enviaban regularmente a su vez misiones para
mantener la fe, en los territorios perdidos militarmente por el catolicismo. En Frisia,
Holanda, Inglaterra…

Este envío de gentes que se habían formado aquí, venía a reforzar las redes de
espionaje de la monarquía, aunque debemos desterrar la idea de que dichas misiones
fueran unas meras marionetas en manos de un poder extranjero. Estos colegios que se
crearon en los Países Bajos o en España, un arma creada por Felipe II. El colegio de
los ingleses en Valladolid, a cargo de los jesuitas, cuya misión era formar sacerdotes
ingleses para re-catolizar ese reino creado al final del reinado de los reyes católicos,
también hubo uno de escoceses, donde se tradujo en el X1800 la primera edición de
la riqueza de las naciones de Adam Smith. Hay también en Sevilla, en Madrid y toda
su documentación de todos los colegios de los ingleses, en el de Valladolid.

 El servicio de las armas

El segundo sistema de recepción que la monarquía realizaba a los disidentes, era


el servicio de las armas. En un ejército como el del monarca español, que era
plurinacional, formado por soldados, oficiales de diferentes naciones, soldados
católicos británicos, holandeses o franceses, pudieron continuar la guerra contra la
herejía, que para ellos había llegado a sus países. A partir de la década de 1540, en el
ejército de Flandes, había unidades específicas formadas por ingleses e irlandeses,
sobre todo las de irlandeses, tuvieron una larga tradición, y no solo en España, sino
también en Francia, que incluso llega hasta el siglo XIX. Los irlandeses siguieron
llegando, bien directamente a España o a través de las unidades que servían en
Flandes.

A partir de la década de 1540, fue perdiendo poco a poco el carácter religioso, ya


que para muchos enrolarse en el ejército español era una forma de sobrevivir. Se
acentúa entonces el carácter profesional.

 Entramado de pensiones, gracias, beneficios y dignidades religiosas

La monarquía todas estos beneficios por haber servido a la monarquía. Fue en los
momentos de plena hegemonía de la monarquía, cuando más numerosas resultaron
estas comunidades de refugiados, sobre todo por motivos religiosos, en las que se
encontraban holandeses, franceses, ingleses, escoceses, irlandeses, que llegaban a los
Países Bajos, España, pero también en estas comunidades había norteafricanos que
venían a los territorios italianos de la monarquía española. Todo ello atraídos más por
la razón religiosa, más que por las pensiones, o beneficios, muchas veces mal pagados.

Por otro lado las comunidades de pensionados, como compensación a lo que


habían perdido por apoyar al rey católico, no eran corporaciones estables y mucho
menos eran corporaciones disciplinadas. Dentro de ellas se desarrollaron conflictos
por el poder y por la orientación política que se debía seguir respecto de los países
que se referían, llegando incluso a veces a la confrontación entre ellas, como sucedería

28
con los británicos, muy divididos entre los llamados “escoceses”, favorables a la
sucesión de Isabel I, por Jacobo VI de Escocia, que terminaría siendo Jacobo I de
Inglaterra, y los llamados “españoles”, partidarios intransigentes de una solución
militar respecto a Inglaterra, y también de la entronización de Isabel Clara Eugenia
en Inglaterra.

No todos los que podemos llamar hispanófilos, veían a la monarquía como el


aliado confesional natural, ya que estaban otros muchos que simplemente la consideraban
como un aliado político.

Ahora bien, no todos los que podemos llamar hispanófilos veían a la Monarquía
como el aliado confesional natural, estaban otros muchos que simplemente la
consideraban como un aliado político. Esto ofrecía a la Monarquía la posibilidad de
servirse de tales aliados para intentar debilitar o presionar diplomáticamente a sus rivales.

Sin duda, la capacidad financiera e militar del Rey Católico hizo que desde
distintas partes del mundo se reclamara su apoyo. En la Corte de Madrid se podían
contemplar con buenos ojos las propuestas de alianzas que desde el norte de África, Persia
o la Península Arábiga se presentaban para coordinar esfuerzos contra el poder turco.
También fue significativa la alianza con los diversos Principados de las actuales Túnez,
Argelia y Marruecos, así como la recepción de refugiados políticos de estos territorios,
muchas veces integrándose en la estructura de la Monarquía. Se veían con agrado estas
propuestas pero muchas de las empresas que se proponían eran inviables.

De la misma manera siempre resultaba interesante contar con la participación de


refugiados o aliados para minar la posición política de aquellos soberanos con los que se
estaba en conflicto. Estos es particularmente cierto en el caso de Francia, los reyes de la
Monarquía Hispánica apoyaron a los nobles que se alzaron contra sus reyes soberanos en
Francia tanto en el XVI como en la primera mitad del siglo XVII. En la primera mitad del
siglo XVI esos apoyos a determinados nobles franceses tenían un significado netamente
político, pero en la segunda mitad de esa centuria las afinidades confesionales se
superpusieron a la mera alianza política y España presto apoyo a la Liga Católica que
luchaba contra los hugonotes franceses. Pero a largo plazo primaron los motivos políticos
sobre los confesionales, apoyando los agentes de la Monarquía a la conspiración del
Duque de Birón, los exilios de María de Medicis y su hijo menor Gastón de Orleans en el
siglo XVII. A estos apoyos hay que sumar las numerosas conspiraciones organizadas
directamente por agentes españoles o propuestas a agentes españoles a conspirar contra
los monarcas franceses, como son el apoyo de las Rebeliones de Soissons en 1639 y 1641
y el complot de Cinq-Mars en 1642, que no dudo en traicionar a su protector Luis XIII
para a poner a Gastón en su lugar, conflictos en el marco de la Guerra de los 30 años. Es
significativo que a partir de la Paz de los Pirineos de 1659 estos apoyos políticos de la
corona a conspiraciones francesas descendieran o desaparecieran del todo. La ausencia
posterior de este tipo de acciones es una muestra de la pérdida de poder de la Monarquía
internacionalmente. A los ojos del mundo ya no es lo que había sido.

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La activación general de la hispanofilia, manifestación a fin de cuentas del
prestigio político del que gozó durante mucho tiempo el Rey Católico más allá de las
fronteras de la Monarquía, la hispanofilia, fue un fenómeno global y que encauzo y
definió la hegemonía de la Monarquía Hispánica a partir de un escenario político
novedoso para el continente. Es decir, la hegemonía política de la Monarquía Hispánica
de Felipe II, no se debió únicamente a los metales preciosos americanos o a la fiscalidad
galopante que tuvieron que sufrir los súbditos, especialmente los castellanos, no fue solo
el aparato militar a su servicio, la proyección de ese poder blando de la Monarquía, su
capacidad de influir llegaba a los rincones más apartados del mundo, donde había un
sentimiento de hispanofilia, en cierto modo militante, lo que permitió la intervención y
decisión en estos territorios. Cualquier poder hegemónico trata de generar en otros países
este sentimiento, como actualmente proyecta estados unidos el modelo americano, este
sentimiento.

III.3.- Las fuerzas militares. El ejército “español”


Como una fuerza rotunda e manifiesta debemos referirnos al poder militar, es
decir, a los ejércitos de la Monarquía Hispánica. Para afirmarse y sostenerse como
conjunto territorial, la Monarquía tuvo que enfrentarse, no solo a otras potencias que le
disputaban la hegemonía política, sino a la población de diversos territorios que se alzaron
en algún momento contra su dominación. Esta esencia violenta, que está en el origen de
su propia constitución, no era privativa de la Monarquía de España, sino que formaba
parte de la naturaleza misma de los diversos poderes territoriales de los siglos XVI y
XVII. Para garantizar la justicia y la paz, así al menos se pregonaba insistentemente, el
Rey debía de levantar una fuerza militar capaz de disuadir a sus adversarios, capaz de
derrotarlos llegado el caso o al menos capaz de contenerlos.

Diversas eran las razones por las que la Monarquía podía entrar en guerra. Ahora
bien, mientras que la lucha contra el Islam, contra el turco se legitimaba en si misma por
la tradición medieval y el espíritu de cruzada, las guerras contra Príncipes Cristianos
resultaban en principio más complejas y difíciles de justificar. Convendremos que la
acumulación de derechos feudales y de reclamaciones dinásticas sobre diversos
territorios, muy frecuentes en Europa, constituía un rico arsenal para buscar
justificaciones y desencadenar un conflicto.

Las guerras de los siglos XVI y XVII muestran algunas diferencias entre sí,
diferencias que son elocuentes en las administraciones que sostenían al ejército en liza.
Las guerras del Emperador fueron conflictos relativamente cortos y bastantes localizados
territorialmente, conflictos en los que los contendientes debían de llegar a medio plazo a
algún tipo de acuerdo por haber agotado sus posibilidades financieras. Estas guerras se
realizaron según el modelo de los ejércitos del Emperador Maximiliano I, con tropas
levantadas a hoc, para ese conflicto bélico concreto, con tropas suministradas por aliados
independientes, sumado a tropas que aportaban los nobles próximos y sobretodo, con la

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aportación que realizaban empresarios reclutadores, de mercenarios de diversa
procedencia, en su mayoría alemanes y en menor medida suizos.

A este modelo se superpuso la tradición ibérica, forjada en la Guerra de Granada


y sobre todo durante las primeras Guerras de Italia. La duración de la primera, al menos
10 años, y la relativa lejanía de estos escenarios en el segundo conflicto facilitaron la
constitución de un ejército de ocupación estable formado por veteranos que eran súbditos
del Rey Católico, y que asumían además, un fuerte espíritu de cuerpo. Por supuesto, estas
tropas eran minoritarias respecto al conjunto de fuerzas en campañas, pero tanto por su
experiencia militar de soldados profesionales luchando lejos de sus casas en un servicio
continuo como por su fiabilidad política, resultaban estas fuerzas atractivas para el
gobierno.

El periodo de hegemonía de la Monarquía, que se suele representar en la segunda


mitad del XVI durante el reinado de Felipe II, conoció el tránsito hacia guerras más largas.
En primer lugar, por el enfrentamiento de tres lustros o más con el Imperio Otomano por
el control del Mediterráneo Central, un conflicto que no acaba con Lepanto y que tiene
una continuación posterior. Segundo por el estallido de las revueltas en Flandes en 1568
y que se extendieron hasta 1648, la llamada Guerra de los 30 Años. Una guerra que no
surgió por la instauración de presidios sino por la constitución de un ejército permanente
cuyos efectivos podían oscilar hasta los 80.000 hombres. Mantener semejante maquinaria
militar solo se podía hacer, y no sin graves problemas y consecuencias, a partir de un
sistema financiero más estable que el de Carlos V. Y lo mismo paso con las armadas, con
las flotas, que pasaron de ser agrupaciones navales ocasionales, dependientes en gran
parte de los particulares, a entidades relativamente fijas que patrullaban el Mediterráneo
Occidental y defendían con variado éxito el monopolio Atlántico.

Uno de los grandes logros de este periodo de hegemonía de la Monarquía fue


alcanzar un grado relativamente aceptable de concentración de las amenazas mayores que
sufría la Monarquía en unos espacios fronterizos concretos. Por un lado, el Océano
Atlántico y por otro lado, las posesiones españolas en Flandes. Digamos que la estrategia
de la Monarquía, lo que Parker ha llamado la Gran Estrategia de Felipe II, desde la
perspectiva de los reinos españoles consistió en exportar la guerra, en convertir la guerra
en una mercancía de exportación reservada a Italia, a Francia, los Países Bajos, los
Estados Alemanes e incluso al Norte de África, sin mencionar a América Lo que
provocaría enormes gastos que están en el origen de las dificultades financieras de la
Monarquía, en el origen de esas bancarrotas a las que tuvo que acudir la Monarquía en
diversos momentos. Sin embargo tuvo un relativo éxito en concentrar las amenazas en
espacios concretos, y la razón de este éxito es clara, ni Francia, ni las potencias atlánticas,
ni los Príncipes Alemanes Protestantes podían permitirse atacar otros territorios españoles
ya que no tenían asegurada su propia defensa interna. Esta profesionalización de la
defensa, una defensa basada en buena medida de llevar la guerra fuera, afecto de forma
limitada a las fronteras secundarias, que siguieron dependiendo en extremo de las fuerzas
locales no profesionales.

31
El siguiente periodo que cabe distinguir, encuadrado a partir de 1618-1621 y
prolongándose hasta final de siglo, es el comienzo de la Guerra de los 30 años y la
reanudación de la guerra en Flandes tras la Tregua de los 12 años, conoció el desarrollo
de una guerra prácticamente ininterrumpida. Si echamos cuenta, la guerra fue algo
continuado en los siglos XVI pero sobretodo en el XVII, siendo apenas dos años de cien
de paz en la Monarquía, y esa movilización de recursos humanos e financieros recayeron
sobre Castilla y en estas fechas se rebelaron incapaces de suministra los bienes suficientes
para hacer frentes por si solos a los rivales de la Monarquía, unos rivales que por otro
lado se multiplicaban. De ahí que Olivares, consciente de que Castilla no daba más de sí,
ideara y tratara de ponerlo en ejecución su proyecto de Unión de Armas, un proyecto que
involucraba a todos los territorios de la Monarquía para la defensa común de la misma.
Pero ese proyecto fracasa y el proyecto de fronteras militares principales también, como
pronto se pondrían patentes en los ataques franceses a Cataluña e Italia.

Esta quiebra defensiva de la Monarquía fue contemporánea a una mayor


implicación de los territorios adheridos, lo que facilitó una mayor disponibilidad absoluta
de recursos, ponerlos al servicio de su propia defensa, y en conjunto, esa quiebra del
sistema defensivo trajo consigo paradójicamente una mayor disponibilidad de recursos
aunque el gobierno de Madrid ejerció un menor control sobre sus recursos.

III.3.1.- La frontera de la Monarquía Hispánica

Además de una guerra formal e declarada casi permanente, además de la Gran


Guerra, la Monarquía debió de hacer frente de forma estructural a amenazas de mayor o
menor calado en una serie de fronteras abiertas hacia poderes con los que la Monarquía
mantenía una permanente enemistad. Y esas fronteras también requerían del empleo de
medios defensivos.

32
 La primera de esas fronteras era la frontera del Mar Mediterráneo frente a las
incursiones corsarias y norteafricanas. Una vez que el Imperio Turco se repliega
sobre sí mismo, no por incapacidad sino por los problemas en su frontera oriental,
va a subsistir esa guerra sucia contra los corsarios, que operaban desde los puertos
de Argel, Tetuán o Salé (Atlántico), es decir, había un sistema defensivo frente a
esta guerra corsaria. Desde la década de 1510 estos ataques fueron en aumento en
conexión con núcleos moriscos en Valencia e Granada, y según su composición
variaban desde una pequeña embarcación corsaria de 13 a 15 marineros a las
grandes flotas corsarias con más de 30 o 40 galeras.
 La segunda frontera se constituía tanto en América como en Filipinas o en la India.
Allí la monarquía hubo de hacer frente a dos tipos de amenazas: resistencia de las
poblaciones indígenas que se resistían a la conquista; y por otro lado tuvo que
hacer frente a la llegada de otras potencias que empezaron a rivalizar en aquellos
dominios con España. Salvo para el centro del virreinato de Nueva España, que
continúa la progresión hacia el norte, la expansión ibérica se detiene hacia 1600,
por lo que fue preciso establecer líneas defensivas más o menos estables respecto
a los araucanos en la capitanía general de Chile, o en Filipinas hacia los
musulmanes y los piratas chinos que surcaban estas áreas.

Las fuerzas que garantizaron la defensa del territorio, se dividían entre las que
aportaban las poblaciones locales, a través de su organización institucional, y aquellas
otras que el rey podía movilizar de forma profesional. Estas últimas, las más gruesas en
número, evolucionaron según las necesidades bélicas que mantenía la monarquía, pero lo
hicieron con una tendencia claramente a aumentar en número al menos hasta la segunda
mitad del siglo XVII, en que fue imposible sostener este continuado esfuerzo militar.
Dentro del ejército profesional había una clara jerarquía entre las diversas unidades que
lo componían, determinada por el origen nacional de las tropas, los soldados que
constituían ese ejército. Este ejército está constituido por soldados de diferentes naciones.
Hasta que la guerra se volvió a desarrollar en suelo peninsular ibérico, y esto ocurre en el
segundo tercio del siglo XVII, particularmente a partir de 1640, España había sido un
territorio de paz, gracias a que consiguió llevar durante un gran tiempo la guerra hacia
otros países, algo parecido a lo que harán los Estados Unidos después de la guerra de
secesión. A estas tropas peninsulares se consideró como las más aptas, seguidas por las
italianas, las irlandesas, alemanas y valonas, lo que hizo que fuesen quienes más
cobraban.

Dependiendo de esta jerarquía se estipulaba la paga y sus condiciones de servicio


de estos soldados. Desde 1504 a 1560, como entre 1635 y 1700, las necesidades bélicas
de la monarquía provocaron una amplia apertura en cuanto a la procedencia de los
combatientes, reclutándose soldados mercenarios, independientemente de la religión o
procedencia de estos mercenarios. Desde 1648, las tropas de los Países Bajos españoles,
contaron con soldados calvinistas, reclutados en las Provincias Unidas de Holanda, con
las que se había mantenido la guerra de 80 años. La norma era buscar tropas católicas
para el ejército del rey católico, una norma que alcanzó su máximo desarrollo en el

33
periodo de hegemonía política, pero no siempre se pudo cumplir, ya que hasta con el
duque de Alba, sirvieron soldados protestantes alemanes.

En cualquier caso, la contribución ibérica, y particularmente castellana a estos


ejércitos era limitada, tanto en términos absolutos como relativos. La importancia de los
recursos financieros del rey de España, el disponer de ingresos que en principio podían
parecer inagotables, y la reunión de numerosos reinos no españoles, permitió a la
administración de la monarquía reclutar a mercenarios de otros países. A estos soldados
había que pagar a su debido tiempo porque si no se amotinaban, y en buena moneda (oro
o plata).

Hasta la entrada de Francia en la guerra de los Treinta Años, 1635, la contribución


española a los ejércitos del rey de España, consistió básicamente en tropas reclutadas en
los reinos peninsulares mediante la llamada a voluntarios, expidiendo una serie de
conductas a capitanes, quienes se encargaban de ir reclutando voluntarios por los reinos
de Castilla, y en menor medida en Aragón. Durante el siglo XVI, se vive una fase de
crecimiento demográfico, la bajada relativa de los salarios y la valoración social del
servicio de las armas, que procuraba un salario pagado en buena moneda, y permitía
ascender socialmente sirviendo al rey, y del que se podía esperar alguna merced, todo
esto permitió obtener un número aceptable de hombres de los reinos españoles. Una vez
formadas estas compañías por estos capitanes, estas eran enviadas a embarcar a Valencia,
Alicante, Cartagena o Barcelona, rumbo a los diferentes presidios o guarniciones que la
monarquía tenía en Italia o en el norte de África, y era allí donde se terminaba la
formación de los soldados, y donde se los enviaba a los frentes de batalla de Alemania o
los Países Bajos. Este modelo general, se completaba con otras formas de reclutamiento
extraordinario, como el de los bandoleros al que se los otorgaba el perdón real, a cambio
del servicio de las armas. A veces se acudía a los penados, la cual era condonada si servían
en el ejército, aunque en este caso era sobre todo si servían en la marina, y particularmente
como remeros de las galeras.

A pesar de la permanencia continuada de la guerra en tierra y en mar, se puede


afirmar que España no pagó un tributo más que moderado en hombres, al tiempo que
gozó de una seguridad excepcional para su época, sobre todo en las regiones del interior,
en las dos mesetas, en el valle del Guadalquivir, que representaban las zonas vitales de
España en el siglo XVII. Hacia finales del reinado de Felipe III, y el reinado de Felipe
IV, la demanda de hombres para el ejército difícilmente pudo satisfacerse a causa de la
crisis demográfica que afectó a España, tanto o más cuando el reclutamiento incluso en
los reinos de Castilla afectó de forma desigual y que la emigración hacia América,
absorbía un contingente importante de hombres jóvenes. Una de las razones por las que
se pierde Portugal, es porque muchos de los soldados reclutados en Castilla, van a desertar
de sus compañías, por el hecho de que esta es una guerra del vellón, pagándose a los
soldados en moneda mala.

Las compañías de soldados españoles, se agrupaban formando unidades mayores


que al menos desde 1536, año en que se promulgan las ordenanzas de Génova, recibieron

34
el nombre de Tercio, cada una de estas unidades mayores estaba mandada por un maestre
de campo, y tanto éste como los oficiales, eran nombrados por el rey. Los infantes
españoles, profesionales, cuyo enganche obedecía a diversas razones, fueron el principal
símbolo de la hegemonía de la monarquía, hasta la década de 1630, o incluso después,
hasta la batalla de Rocroi, en 1643, se consideró a estos infantes de los tercios, tanto por
la propia monarquía como por sus enemigos, como el más formidable activo bélico del
rey católico. Esto era más cierto aún para aquellas unidades que llevaban sirviendo varias
décadas y habían desarrollado un notable espíritu de cuerpo. Estos tercios eran los únicos
capaces de enfrentarse a los jenízaros turcos, que estaban sobre todo formados por hijos
de cautivos cristianos.2

Pese a su reducido número, estas tropas de élite, que era la infantería española,
dependían directamente de la monarquía, y como tales fueron las llamadas a formas las
puntas de lanza de los ejércitos del rey católico. Con cada campaña que emprendían, estas
pasaban de un escenario a otro, con una gran movilidad. Al principio estuvieron
restringidas a Italia, donde se ganaron su prestigio y las bases de su organización,
conseguidas gracias a los éxitos logrados gracias a Gonzalo Fernández de Córdoba (El
Gran Capitán). Cuando la hegemonía se desarrolló más allá de los Alpes, lo hizo gracias
a las picas de estos soldados, siendo la vanguardia del ejército del rey español, en la guerra
de la liga de Esmalcalda, y después en Flandes a partir de la rebelión de 1548, y también
en la batalla de Lepanto, también intervinieron en la conquista de Portugal, y tenían una
participación muy importante en la Armada Invencible, lo mismo que en las guerras
contra Francia durante mediados del siglo XVI. La movilidad de los tercios, muestra la
versatilidad y eficiencia de unos soldados que recorrían Europa de un lado a otro, pero
también demuestra los límites de los recursos de la monarquía que dependía de unos
veteranos cuyo número era limitado.

Cada tercio lo componían 2500 hombres, divididos en 10 compañías, compuesta


cada una por 250 hombres. Dentro de cada compañía había otra división, por 10
escuadrones cada uno de ellos compuesto por 25 hombres. Estos números podían variar,
convirtiéndose estos hombres en profesionales asalariados, con un sueldo fijo, que se
completaba con diversas primas, unos debido a la antigüedad, otros por la competencia
técnica, o a la prima que se otorgaba a cada unidad en función de su origen nacional. De
esta soldada y de estos suplementos, se le retenía a cada soldado unas cantidades en
concepto de atenciones recibidas, ya que cada tercio disponía de un médico, un cirujano,
un farmacéutico, y uno o varios barberos, que se ocupaban también de las mujeres
públicas, o prostitutas que acompañaban al tercio.

El armamento y el sistema de combate de los tercios, demuestran que los


españoles habían sacado provecho, mucho más que otros ejércitos, de la experiencia de
las guerras de Italia a comienzos del siglo XVI. Estas unidades militares habían efectuado
la síntesis de la dualidad fundamental de la infantería, al asociar en cada unidad el arma
blanca (pica o alabarda), y el arma de fuego (arcabuz y mosquete). La evolución del arte

2
“El miedo en Occidente” Jean Delumeau

35
militar, fue modificando las proporciones entre armas blancas y armas de fuego. En 1540,
había cinco piqueros por cada arcabucero; en 1571, la proporción de piqueros había
disminuido a tres piqueros por un arcabucero; en 1603, la mitad de los soldados iban
armados con arcabuces. Los tercios constituían grupos móviles, que según las
necesidades del momento podían descomponerse en compañías o escuadrones más o
menos numerosos, siendo el triunfo de la movilidad. Gracias a esta movilidad la
administración militar pudo instalar en Italia las guarniciones permanentes de los cuatro
tercios de los españoles: el tercio de Lombardía; Milanesado; Nápoles; y Sicilia. En
realidad las mejores compañías de los tercios de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, estaban
destacadas en el Milanesado. Los efectivos de los cuatro tercios, no eran más de 10.000,
de hecho ni siquiera se llegaba a esta cantidad, si se tiene en cuenta las heridas y
enfermedades, y aquellas bajas que no eran reemplazadas tan fácilmente, y aun así no se
llegaba a ese número teórico de efectivos.

Los soldados de los tercios, españoles en su mayoría no eran más que el cuerpo
de élite del ejército de la monarquía. En realidad cuando el duque de Alba entregó su
ejército a su sucesor, en la capitanía general de Flandes, Luis de Requesens, disponía de
57.000 hombres, repartidos en 239 compañías, de los que solamente, 7.900 pertenecían a
los tercios, es decir, un 13%. El 18,3%, en 1578, en las tropas de Alejando de Farnesio,
eran españoles. Pero estos tercios de españoles constituían la tropa de choque del ejército
de la monarquía, y en todos los actos militares, esa proporción se incrementaba
notablemente, porque quienes iban a esos lugares eran españoles. Tony Thomson,
discípulo de John Elliot, ha calculado que el Consejo de Guerra de la Monarquía, reclutó
por término medio entre 1580-1640, unos 9.000 soldados al año, de distintas
nacionalidades. Cómo las pérdidas de los tercios, porque eran fuerza de choque, eran más
elevadas, al menos la tercera parte de esos 9.000 nuevos soldados, y hasta 4.000, durante
el reinado de Felipe II, iban destinados a los tercios, cuyos efectivos había que procurar
mantener, con soldados españoles prácticamente.

La decadencia de los tercios, fue sin dudar a dudas menos tempranas de lo que
han creído algunos autores. G. Parker ha formulado una cuestión. Sí el llamado modelo
sueco era la nueva forma de guerra, cómo se explica que el 6 de septiembre de 1634, el
ejército sueco, comandado por ilustres caudillos, fuera aplastado en Nordlingen por las
tropas españolas. De los 25.000 soldados del ejército sueco, 15.000 murieron en el campo
de batalla, y 4.000 fueron capturados. G. Parker, ha destacado también que muchas de las
innovaciones otorgadas por M. Roberts, eran ya realizadas por la infantería y caballería
ligeras españolas. G. Parker ha destacado también la calidad de los reclutas españoles,
que a partir de 1530, no eran enviados directamente al campo de batalla sino a las
guarniciones de Italia y el norte de África, que aprendían las disciplinas de batalla durante
dos años. Estas plazas que dejaban, los que una vez aptos eran enviados al campo de
batalla, eran cubiertas por nuevos reclutas. En definitiva Parker, concluye que el sistema
militar basado en los tercios españoles, fue un sistema extraordinariamente eficaz, que
lleva a comprender la fama de los tercios, y fueron ellos los que vencieron al nuevo
modelo sueco. Sí acaso, el tercio fue víctima del fracaso de la unión de armas que quiso

36
poner en marcha el conde duque de Olivares, ya que el reino no podía seguir financiando
por sí solo el esfuerzo militar, y además la mayor parte del gasto militar, porque Castilla
pagaba a los otros soldados del ejército del rey Católico.

Cuando esto ocurre, es cuando se asiste a un crecimiento continuado de los


ejércitos, que para Castilla resultaba cada vez más difícil de hacer frente. En Rocroi, que
se pone como fecha simbólica del fin de los tercios, en 1643, las tropas del rey Católico,
eran más numerosas que las comandadas por el príncipe de Condé, 25.000 hombres,
frente a 23.000 hombres, pero los tercios de españoles solo contaban con 4.000
combatientes. A partir de 1640, España ya no pudo seguir esa carrera ascendente,
extenuada por el esfuerzo realizado durante los 150 años precedentes. Una de las claves
de la victoria de los holandeses frente a los españoles, fue su capacidad de inventar
técnicas financieras de guerra, para mantener un enorme ejército. De hecho, la República
de Holanda, fue el estado fiscal militar de más éxito en la época moderna, ya que como
sino con apenas 1 millón de habitantes, pudo derrotar a los Habsburgo españoles que
contaban con más de 30 millones de habitantes.

37
38
Número Compañía Número de hombres
s
Tercio Total Arcabucero Total Oficiale Mosquetero Arcabucero Coselete Otros
s s s s s piquero
s
Nápoles 19 3 2.67 171 281 456 962 806
6
Sicilia 11 3 1.64 99 165 543 430 405
2
Lombardí 10 2 1.58 90 150 345 563 440
a 8
Flandes 10 1 1.60 90 0 101 561 791
3

50 9 7.50 450 596 1.505 2.516 2.442


9

 Ejército naval

La monarquía hispánica aparecía para sus contemporáneos como una necesaria


talasocracia (dominio en los mares). Además esos territorios, agrupaban tres tradiciones
marineras significativas: por un lado la atlántico-castellana y por portuguesa; la tradición

39
marinera septentrional de los Países Bajos y del mar del Norte; y la tradición aragonesa
en el Mediterráneo. Durante la primera mitad del siglo XVI, se forjó un auténtico poder
naval, y ni tan siquiera el reino de Francia, fue incapaz de contraponer una oposición serie
naval a la flamenco-española. Durante el siglo XVI, solo hubo una potencia naval, que
fue el Imperio Turco, capaz de hacer frente a los españoles. El creciente poder naval del
Imperio Turco, con sus aliados berberiscos, forzó a la monarquía a destinar más y más
recursos para mantener una flota naval a lo que se estaba constituyendo como una fuerza
mayor. Las galeras fue un primer paso a la profesionalización del sistema naval español.
Las galeras, con su capacidad de tracción, los daba, pese a su limitación de artillería, una
notable ventaja sobre los grandes veleros. Eran plataformas navales en las que
embarcaban soldados, que buscaban más que el combate de cañones, el choque cuerpo a
cuerpo.

La carrera armamentística, entre hispano-italianos, y otomanos, dio lugar a un


crecimiento del número de embarcaciones implicadas en los combates y saqueos. El punto
culminante se lograría hacia la década de 1570, que disponía en el Mediterráneo, de 146
galeras, distribuidas en diferentes escuadrones españoles, genoveses, sicilianos, siendo
los italianos propiedad de importantes familias particulares. A partir de entonces, se
iniciaría una lenta decadencia, que se aprecia en el descenso de ese número de navíos.

Sí los efectivos navales en el Mediterráneo disminuyeron, a partir de las últimas


décadas del siglo XVI, algo parecido pasó en el Atlántico, y la necesidad de defender el
monopolio oceánico, había hecho que desde el establecimiento de la carrera de Indias,
hizo que se destinara recursos profesionales a esta defensa, con una flota que tuviera como
misión principal de proteger a las tropas y galeones que iban y regresaban a las Indias. Se
forma la flota del Mar Océano, o la flota de Dunquerque, que estaban formadas por
galeones, que era un tipo de velero que resultaban muy marineros, y estaban mucho más
artillados que las galeras del Mediterráneo. Estas fuerzas navales profesionales que
servían para el combate atlántico, se completaban con el auxilio de naves particulares que
eran confiscados para la ocasión y tenían mucho menor porte militar. El hundimiento
naval hispano en el Atlántico, comenzó con la rebelión de los Países Bajos, porque dio al
traste con el llamado comercio del norte, entre los puertos galaicos y cantábricos, y
Inglaterra, Países Bajos, incluso mar del Norte. Por ello disminuye el comercio, y naves
comerciales, van a ser requeridas para la flota profesional. Incluso con la incorporación
de la armada portuguesa, después de 1580, las cosas no se solucionarían, porque además
muchos propietarios de navíos dejaron de seguir construyendo navíos, puesto que éstos
eran requisados cada vez más por la monarquía para reforzar esas armadas del
Mediterráneo.

A finales de la década de 1580, y sobre todo después del fracaso de la Armada


Invencible, quedó claro que la monarquía no ostentaba ya la hegemonía atlántica. A partir
de los años 1610-20, esa hegemonía había pasado a los holandeses, y en la década de
1630-40, se puso de patente que España era incapaz de mantener abierta la ruta estratégica
de Flandes.

40
 Los corredores militares

Son un instrumento fundamental a la hora de llevar la guerra de la Monarquía


fuera de las fronteras ibéricas, necesarios para llevar las tropas hacia los principales focos
bélicos, especialmente los Países Bajos. Se plantea un problema logístico a la hora de
llevar soldados a esta frontera atlántica. El camino español se tiene que potenciar tras la
rebelón de los Países Bajos y por causa dela guerra de Inglaterra. Asegurar este camino
español es una de las preocupaciones más importantes, y cuando se viene abajo este
camino, será el inicio del fin de la hegemonía española.

III.4.- Las finanzas de la Monarquía. Los metales americanos, el fisco de


Castilla y el problema de la deuda
Esta imponente maquinaria militar que ayudó a mantener la hegemonía política
de la monarquía hispánica, costaba dinero. Hubo que realizar un enorme esfuerzo para
mantener en pie esos ejércitos. Las políticas desarrolladas para obtener los dineros
necesarios, incidieron negativamente sobre el proceso económico y social y
particularmente de aquellos territorios, particularmente Castilla, que más contribuyeron a
ese esfuerzo económico para sostener esa maquinaria militar. Los dineros son el nervio
de la guerra.

Felipe II, dice en una carta a su padre que el dinero es el medio fundamental para
todo, habla del crédito, la posibilidad de tenerlo al pedirlo prestado y el dinero en efectivo,
que era lo que permitía sostener la hegemonía global. Los diferentes territorios tenían que

41
contribuir, cada uno de una manera, para el mantenimiento del ejército. Los reyes de
Castilla, anteriores a los Reyes Católicos, tenían unas rentas bajas, equivalentes a las del
rey de Inglaterra. Al producirse la unión de los reinos de Castilla y de Aragón, Granada,
Nápoles, acrecentó los medios, tanto o incluso más que la aportación de Castilla, de los
que podían disponer los Reyes Católicos. Fernando e Isabel multiplicaron por más de dos
las imposiciones fiscales, aunque las necesidades crecieron todavía más. Carlos V,
acumuló además los recursos del Milanesado, Los Países Bajos, Alemania, y los estados
hereditarios de los Habsburgo, siendo con diferencia el soberano más rico del mundo. En
ese conjunto, Castilla desempeñó un papel central, por el hecho de que se trataba de una
de las raras partes de la monarquía que disponía de excedentes regulares.

Los asentistas son fundamentales en la estructura financiera de la Monarquía


Hispánica, convirtiendo una corriente irregular de ingresos en una corriente regular de
gasto a la hora de pagar el ejército de Flandes. Transfieren el dinero que el monarca
necesita allí donde lo necesita, transfiriendo letras de cambio a esos espacios, donde sus
contactos pagarán en moneda a los pagadores del ejército. Posteriormente serán pagados
en Castilla con los dineros de la Hacienda Real. Estos hombres de negocios que tienen
mala prensa, se van adueñando de las finanzas de Castilla.

En este conjunto, Castilla desempeñó un papel central, no tanto por el montante


de sus recursos brutos, como por el hecho de que se trataba de una de las raras partes de
la monarquía, que disponía de excedentes regulares. Es por eso que los demás territorios
necesitaban aportaciones de otros territorios, los recursos de Castilla servían para el
mantenimiento del ejército del rey católico. El Milanesado, amenazado por Francia,
Nápoles, sometido a la presión turca, los Países Bajos, teatro de incesantes guerras, o
Alemania, gastaban en su propia defensa sumas iguales o superiores a las que el soberano
obtenía allí, y con frecuencia debían recibir aportaciones solo para su defensa, que

42
llegaban fundamentalmente de Castilla. Ésta producía superávits que sirvieron para
financiar la defensa imperial, para el mantenimiento del ejército, constituido por tercios.

43
La financiación de la guerra en Flandes

Estas provisiones las van a hacer al principio los hombres de negocios genoveses,
pero a partir de 1627 hacen su entrada los portugueses, que son llamados por el Conde
Duque de Olivares. El Imperio portugués estaba en crisis y consagraba sus recursos para
su propia defensa aún con la anexión a la corona. Nápoles y Sicilia desde que se desvanece
la amenaza turca, pero sobretodo Castilla tiene que enviar a Flandes sumas colosales. El
tesoro americano, contribuyó también al mantenimiento del ejército. Además la guerra
moderna implicó gastos cada vez mayores, alimentar a Marte el dios de la guerra, costaba
cada vez más dinero. La monarquía hispánica consiguió aunque con dificultades hacer
frente a ese gasto. Razones económicas ligadas a la crisis que atraviesan los reinos
peninsulares en el XVII y por razones políticas, las provincias no castellanas reúsan a
colaborar con los gastos comunes, los ayuntamientos se niegan a seguir contribuyendo de
manera creciente a las arcas de la hacienda, rechazan el proyecto de olivares de unión de
armas de 1640. Antes de una derrota militar hay una derrota económica en la que la
carrera de gastos se lleva en otros países con algo más de éxito.

44
La generación de juros proviene por la venta directa de títulos, por la incautación
de los metales americanos de particulares o por la conversión de la deuda flotante en
deuda, consolidada por las suspensiones de pagos de consignaciones (bancarrotas),
durante los reinados de Felipe II, Felipe III; Felipe IV y Carlos II. Tras cada una de estas
suspensiones de consignaciones viene el medio general, la solución técnica que se da.
Están presididas estas por un hecho fundamental. El pago no se efectuará directamente
sino a través de paquetes de juros, títulos de deuda. En la tabla los intereses a pagar por
esa deuda, el tipo de interés a pagar por esa deuda, y el tipo de interés a pagar (que
desciende a lo largo del tiempo). Tanta deuda tiene efectos negativos desde muchos
puntos de vista. Se produce un desplazamiento del capital, que en lugar de ir a inversiones
creadoras de riqueza, se dirige a comprar títulos de deuda, intereses. Mucha gente, en
lugar de invertir arriesgándose compra títulos al rey, lo cual permite vivir conforme a los
cánones nobiliarios de la época, sin trabajar. Castilla pierde sustancia, año tras año, y
llegado un momento esto no se podrá seguir, y deja un auténtico desierto en cuanto a
posibilidad de crecimiento.

45
En este cuadro se ven reflejadas las rentas que enajenan los reyes de sus
patrimonios.

La separación del mundo germánico tras la abdicación de Carlos V, a su hermano


Fernando, también el título imperial, no cambió nada de lo fundamental, y las dos ramas
de los Habsburgo (españoles y austriacos), continuaron apoyándose la una a la otra,
cuando los intereses comunes estaban en juego. La anexión de Portugal en 1580, no
modificó radicalmente la situación, y el imperio portugués estaba en crisis y debía
consagrar todos los recursos a su propia defensa. A partir de los años 60, del siglo XVI,
lls Países Bajos se convirtieron casi durante un siglo en el primer foco de conflicto en
Europa, y a partir de entonces, el ejército de Flandes, drenó los recursos de la monarquía.
Nápoles y Sicilia, sobre todo desde que la amenaza turca se desvaneció a finales del XVI,
y sobre todo Castilla, enviaron sumas colosales a Flandes para sostener esa guerra, y la
organización de los circuitos financieros se convirtió en el gran negocio de los servicios
financieros de la monarquía. Los excedentes de América eran contabilizados en el
presupuesto de la Hacienda de Castilla y ya habían aliviado en parte la tesorería de los
Reyes Católicos, yendo aumentando a lo largo del siglo XVI, contribuyendo también a

46
financiar el esfuerzo militar, aunque no en la medida que a veces los historiadores han
dicho.

Es evidente que la guerra moderna implicó gastos cada vez más fuertes, pero unos
países salieron mejor parados que otros. Francia y las Provincias Unidas, consiguieron
hacer frente a los problemas planteados mal que bien, aunque con dificultades, pero la
monarquía hispánica no. Esto se vio cada vez más patente a lo largo del siglo XVII, por
razones económicas debidas a la crisis después de 1580, pero también por razones
estrictamente políticas. A partir de los años 40 del siglo XVII, las provincias no
castellanas se niegan a colaborar, y en Castilla incluso los concejos, que eran los
responsables de percibir los impuestos, se negaron a seguir contribuyendo en la misma
manera en que lo habían estado haciendo, y el gobierno fue incapaz de doblegarlos, como
poner de patente el rechazo al plan del Conde Duque de Olivares, A partir de los años 40
los recursos de la monarquía española se redujeron de forma dramática, y con ellos los
efectivos del ejército. Inevitablemente la pérdida de la hegemonía se hará patente a partir
de la segunda mitad del siglo XVII, pero hasta entonces los reinos de Castilla colaboraron
hasta la extenuación para mantener con recursos ese aparato militar, y Castilla sufrirá en
el porvenir las consecuencias de tanto esfuerzo, algo de lo que podían ser conscientes los
gobernantes, empezando por el monarca y el valido correspondiente.

IV. LA MONARQUÍA MÁS ALLÁ DE SUS FRONTERAS

Es una cuestión sugerida sobre la hispanofilia, como una fuerza más de la


monarquía. Los límites de la monarquía de España como potencia hegemónica iba más
allá de sus fronteras físicas. Los intereses de esa monarquía, la influencia de esa
monarquía, e incluso los centros de decisión, excedían sus simples fronteras. Deberíamos
incorporar en la definición de la monarquía de España, aquellos territorios sobre los que
ejerció de la manera que fuese, su poder e influencia. De este modo, superaríamos
interpretaciones clásicas, que por un lado entiende la monarquía como algo limitado a sus
propios dominios, y por otra parte que consideran su proyección meramente como un
asunto de relaciones internacionales.

Cabe hablar de la monarquía y sus vecindades, entendiendo por tales aquellos


territorios que se definieron por su yuxtaposición a o coexistencia con la monarquía.
Territorios en los que hubo consciencia de la presencia de un gran poder que podía resultar
amenazante o aliado, pero que influía en grados diversos sobre su propia existencia.
Desde esta concepción, podemos incluir en el análisis una gran gama de escalas, que van
desde el reino de Francia, que fue una vecindad de la monarquía, hasta los territorios que
españoles y portugueses definieron como insumisos en Chile, África, India, Brasil, o la
Nueva España y también espacios que sin contar con una frontera física con la monarquía,
se vieron afectados en la práctica por la influencia directa o indirecta de su política
imperial, la recepción del catolicismo o que se vieron afectados por la representación de
la política y la religión se hizo en su territorio.

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La presencia de un poder hegemónico, poder global, como el representado por la
monarquía hispánica, forzó a definirse de forma novedosa a los poderes y poblaciones
que coexistieron con ese poder en sus vecindades. La alianza con ese poder hegemónico,
la adhesión a su religión, o la identificación a él en cuando al modelo político a seguir o
a imitar, se convirtieron en elementos centrales de los debates internos en dichos
territorios. Las dinámicas que encontramos en los gobiernos de poderosos reinos como
Francia, Inglaterra o el mismo Japón tokugagua, a la hora de reforzar su discurso propio,
el catolicismo en Francia, anglicanismo o persecución del cristianismo en Japón se ve que
hay una gran influencia del modelo hispanizante. Ese potencial aliado exterior estaba
siendo requerido al mismo tiempo por líderes católicos autoridades de ortodoxas de los
Balcanes o líderes indígenas en África o América buscaban un aliado en la monarquía de
España para llevar ventaja.

En definitiva, parece claro que es preciso estudiar el devenir de estos diferentes


territorios, para una más completa comprensión de las posibilidades de expansión o
incluso de simple hegemonía de la monarquía hispánica, ya que el liderazgo del rey
católico, dependía en gran parte de su capacidad de encontrar aliados externos,
dependientes o socios que defendieran sus intereses fuera de la monarquía, o que
bloquearan posibles acciones contra ella. La necesidad de definirse respecto a la
monarquía alcanzo a importantes sectores de esas vecindades sobretodo en momentos de
crisis, en todos esos territorios la opción española, vertebró la decisión cortesana, la de
los gobiernos, la formación o proyección política de los habitantes de esos territorios.

El poder de su Imperio, no se limitaba a barcos, cañones, hombres movilizados


para la guerra, a banqueros… sino a su credibilidad, a su reputación, su prestigio y al
temor y la simpatía que infundiera. Se basa en la capacidad de influir, la reputación de
este país en otros que llega a través de muchos cauces como puede ser la cultura, la
necesidad de vincularse a ese país. Se imitaba de alguna u otra manera lo que hacia esa
monarquía y las costumbres calaban hondo en los demás países que aunque reaccionaran
contrariamente también los definían.

V.- GOBERNAR EL MUNDO. LAS INSTITUCIONES CENTRALES


DE GOBIERNO DE LA MONARQUÍA

Pensemos que la monarquía no era solo una unión política de diversos reinos y
territorios. La monarquía era también el aparato institucional dependiente del rey y
centralizado en torno a él. La Monarquía es el Estado, su eje y su cúspide es el rey, titular
de la soberanía. Por ello la Monarquía está compuesta en primer lugar, por el rey como
institución suprema del Estado. La naturaleza de su poder, el contenido del mismo, y las
normas concernientes a la sucesión de la Corona, son los aspectos institucionales más
destacados cuando hablamos del monarca. La monarquía, el Estado, no termina el en rey,
aunque sí tenga en él su principio y su foco emisor de poder, aunque se personifique en
el rey, el estado también es el aparato del Estado, Luis XIV no pudo decir “El Estado soy
yo” porque aunque fuera su vértice no sólo era él. Existen otras instituciones que
componen el cuerpo de la Monarquía, centralizadas, que le dan consistencia, que

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constituyen su organización, es lo que se llama “la planta de la monarquía”, el conjunto
de instituciones que con el rey son la Monarquía y el Estado. Estas instituciones en un
sentido estricto son aquellas centralizadas en torno a la persona del rey, situadas por ello
en el lugar de residencia del rey, en la Corte, incluso en el mismo palacio real,
caracterizadas por su carácter de órganos políticos y dotadas por lo general de unas
competencias comunes sobre todos los reinos que componen la monarquía.

En los siglos XVI y XVII, forman el aparato de la monarquía, en su esfera central


y superior, el rey en primer lugar, los virreyes y capitanes generales gobernadores,
delegados del rey en los territorios, debido al problema de la ausencia del rey, por eso se
envía al alter ego del rey, los validos, los secretarios del rey, los embajadores, el ejército
y por supuesto los consejos que constituyen el sistema polisinodial de la Monarquía, la
estancia consultiva superior del rey.

1.- El rey, o mejor dicho, el monarca como institución. An sit princeps


legibus solutus?
Lo que pertenece al rey y constituye lo inalienable, lo particular de su oficio es la
soberanía, la cual es entendida por los hombres de los siglos XVI y XVII, como una
situación: el rey está por encima de todos y por encima de toda norma de derecho positivo.
El poder del rey es un poder supremo, desligado de las normas jurídicas positivas, es un
poder absoluto, desligado de las leyes y no sujeto a ninguna instancia de poder temporal,
como el papa o el emperador, cuya superioridad reconocen. Este poder del rey no es un
poder exclusivo, pues en cuanto tal poder superior, más bien presupone la existencia de
otros poderes (los poderes señoriales, poderes de las ciudades, de las asambleas
representativas) de los cuales si se considera superior. El poder del rey no es despótico,
sino absoluto. Desatado su poder, absuelto de las leyes positivas.

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Los monarcas de España, son monarcas y señores absolutos. Ellos no tienen
superior en lo temporal, no están sometidos al emperador, ni lo han estado nunca, y por
consiguiente son titulares de la soberanía, que no procede de nadie, a la que también se
dan los nombres de: soberanidad, poder absoluto, señorío soberano, suprema autoridad o
suprema potestad, y desde luego la expresión que más se utiliza, poderío real absoluto.
La Monarquía como forma de gobierno, la forma más extensa de gobierno y la
superioridad eminente del monarca como titular de la soberanía, llevan, entrados ya en la
época moderna, a la exaltación de la persona real hasta límites casi divinos, el rey es
sagrado porque dios lo ha puesto en su lugar, el rey no es dios pero si un representante
del mismo. “Un cierto trasunto del hacedor de la naturaleza, la función del rey es igual
que el alma al cuerpo” frase del humanista español Juan Luis Vives. Se convive como
un ministerio de Dios para preparar al mundo para lo que viene.

Se asiste a una divinización del poder real, y de ahí que cualquier acto contra el monarca
sea considerado como un crimen de Lesa Majestad. Sí es grave el desacato personal contra
el rey, no puede olvidarse que el rey es como una metáfora del Estado, como una
figuración humana de la institución que como poder soberano que encarna, y todo agravio
contra él es un crimen de Estado, y está cargado de la más intensa y negativa valoración
política.

Como poder supremo, el poder del rey contiene en otros poderes singulares,
propios todos ellos de la soberanía, y por consiguiente, poderes indelegables e
inalienables. Esos poderes, en los que se concreta el poder del rey, son denominados cada
vez con mayor presencia, como regalías, largo proceso de elaboración de ideología,
preocupado por concretar el conjunto de derechos y poderes del rey. En este sentido hay
que referirse a la existencia de un largo proceso doctrinal, interesado en concretar el poder
soberano del rey e interesado en señalar en qué consistía ese poder del rey. Definir la
soberanía que comprende todos los poderes y derechos del rey. Problema ya planteado en
“La política” de Aristóteles.

Fue Juan Bodino, autor un libro de gran influencia doctrinal, “Los seis libros de
la República” (1576), quien reunió, ordenó y amplió la serie de lo que él denomina los
derechos reales propios a la majestad, es decir, las marcas y señales de la soberanía.

- Por encima del derecho.

Para Bodino, la primera señal de la soberanía, el primer atributo de la misma, consiste en


primer lugar que el rey está absolutus legibus, por encima del derecho, y puede dar leyes,
o bien generales, para todos los súbditos, o bien leyes que vinculan solo a algunos en
particular, o que les benefician también particularmente, puede crear ley, es fuente de ley
pero también derogarla o dispensar de su cumplimiento. Aunque en esta señal de la
soberanía, el monarca está por encima de la ley, se comprenden e incluyen todos los
demás derechos contenidos en la propia soberanía, este tratadista en su esfuerzo por
concretar el contenido del poder absoluto del monarca, se decide a especificar las
siguientes marcas de la soberanía.

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- Intervención en la guerra.

El segundo signo o marca de la soberanía, consiste en mover guerra o tratar paz. La


decisión de hacer la guerra o la paz es competencia exclusiva del monarca, es su regalía,
los demás aparatos en este caso son consultivos.

- Nombramiento.

El tercer signo o marca de la soberanía, consiste en instituir, nombrar o deponer a los


principales ministros u oficiales.

- Suprema jurisdicción.

El cuarto signo o marca de la soberanía, consiste en conocer de las últimas apelaciones


en vía judicial, es decir, el rey se reserva la suprema jurisdicción, es el juez supremo, al
se puede apelar desde cualquier instancia y es el último que decide.

- Derecho de gracia.

El quinto signo o marca consiste en ejercer el derecho de gracia, sobre todo en lo penal,
pues puede impedir que sea ejecutado si había sido sentenciado. El rey debe ser gracioso
sobre sus súbditos, sobre todo si la han prestado servicios, dar mayorazgos por ejemplo o
conceder privilegios.

- Juramento de Fidelidad:

El sexto signo o marca es el de poder exigir de los súbditos, juramento de fidelidad y el


deber de los súbditos de ser fieles, en 1640 y 1701 fieles al archiduque Carlos los
territorios de Aragón rompen el pacto con la corona.

- Acuñación y manipulación de la moneda.

La séptima marca es el de alzar o bajar el valor de la moneda, y la capacidad de acuñación


de moneda.

- Imposición de tributos: La octava señal es el derecho que tiene el rey a imponer


tributos a los súbditos.

Es verdad que Bodino omite otras regalías, pero sí que alude a las más importantes, y no
alude a algunas que son específicas del rey de España. Entre las primeras, las menores, a
las que no alude Bodino, pero que tienen una cierta importancia en la monarquía
hispánica, podemos señalar la regalía de la amortización, o la llamada regalía de aposento.

La regalía de amortización expuesta en el Tratado de Campomanes, en el que defiende


esta que corresponde al monarca. El derecho que el rey tenia a transmitir unos bienes en
razón de lo cual recibía unos derechos, amortizando unos bienes para que los pudiesen
poseer las manos muertas eclesiásticas y el percibía unos dineros por dicha amortización.

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La otra es la regalía de aposento, derecho que tiene el monarca para alojar en casas de la
corte a la misma gente de la corte como ministros o a gente que viene de otras cortes,
como los embajadores. Los propietarios de estas casas trataran de comprar este derecho
al rey, pagando por él un dinero para que en lo sucesivo esas casas no estén sujetas a esa
regalía y no tener que recibir a estas gentes. Las llamadas casas de malicia en Madrid son
las que tratan de dividirse para que no tengan las dimensiones determinadas necesarias
para este derecho y no entrar en esta regalía.

De sobresaliente interés hay que destacar el derecho de patronazgo, o simplemente


de patronato real, que alude a diferentes regalías que los reyes de España tenían en materia
eclesiástica. El Ius Patronatus, tuvo en España unos orígenes medievales que el rey tomó
como defensor del cristianismo y patrono de iglesias concretas en el proceso de
reconquista de norte a sur, y contra el infiel, y como fundador o patrono de Iglesias
concretas. Ese derecho alcanzó una superior amplitud con motivo de las conquistas de
Canarias, de Granada, y después con la incorporación de las Indias. Se concede el derecho
de patronato de todas las iglesias de estos territorios, el monarca español tendrá el
patronato universal. En la bula de 6 de noviembre de 1523, se otorgaba a los reyes
españoles, en tanto que principales defensores de la ortodoxia católica, el derecho de
presentación sobre todas las iglesias, catedrales y beneficios consistoriales de España y
posteriormente de Flandes y las Indias, oficios consistoriales, que se proclamaban en el
consistorio de Roma, también de abadías y conventos de seculares. Esto supone que
dentro de la capacidad de promoción regia queda integrado todo el clero secular y una
gran parte del clero regular para su promoción, dependiendo estos del rey para sus
ascensos, las carreras eclesiásticas estaban mediatizadas por la decisión del rey y por tanto
le debía, en cuanto fautor de sus ascensos su promoción.

En el siglo XVI, y aún más en el siglo XVII, hay toda una literatura muy grande
que alienta y sustenta una política regia tendente a defender un número cada vez más
amplio de prerrogativas reales en materias colindantes o que pertenecen al gobierno
temporal de la Iglesia, cada vez es mayor el afán del monarca por entender en asuntos que
pertenecen al gobierno temporal de la iglesia. Esto quiere decir que hubo un regalismo de
los Austrias, la intromisión en asuntos eclesiásticos, mucho más fuerte de lo que se pensó
en un principio, precedente del posterior regalismo borbónico del siglo XVIII. La palabra
regalismo se utilizara después para entender la afirmación del rey sobre el campo
eclesiástico, condujo la defensa a ultranza del patronato real y del pase regio o execuator,
si no se le daba el paso no tenía validez el documento en los territorios españoles y la
oposición a extralimitaciones de la iglesia sobre todo de la nunciatura en Madrid. Esos
medios de defensa son los recursos de fuerza, contra la fuerza de los tribunales
eclesiásticos y la retención de bulas. Recursos de fuerza en conocer, de proceder o en
otorgar, cuando se denegaba la apelación al tribunal superior se resolvía en los propios
del rey. La retención de bulas, si afectaban a la soberanía del rey o iban en contra de sus
regalías se producía la retención de ese documento y por tanto no tenía validez. No alude
a estas regalías Bodino porque pensaba al escribirlo más en la monarquía francesa que en
la española.

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Otros derechos propios del monarca, a los que sí alude Joan Bodin, era los Iulia
Fiscalia o derechos fiscales. A este respecto conviene advertir, que mientras en los siglos
XVI y XVII se admite sin discusión todo lo concerniente al viejo derecho de batir, acuñar
o alterar la moneda, otras manifestaciones de los derechos fiscales del rey si levantaran
una dura oposición. Hubo ciertamente, teólogos y juristas que se opusieron al
reconocimiento de la facultad del rey de imponer tributos a sus súbditos por sí solos. Las
mismas Cortes de los diferentes reinos, defendieron con más o menos éxito, la necesidad
de intervenir en la aprobación de los servicios o impuestos que concedía al rey. En esto
el monarca no era tan absoluto, debían contar con el consentimiento del reino encarnado
en las cortes para imponer tributos, compartiendo el poder fiscal, aunque el papel de las
cortes está en debate, por tanto hay un menoscabo en cuanto al poder fiscal del rey.

Las regalías de hacer la guerra o concertar la paz, o de poner y nombrar oficiales,


y de reconocer la última instancia de los juicios, enumeradas también por Bodino, en los
lugares segundo, tercero y cuarto, constituyen las formas singulares, supremas y
respectivas de la decisión frente a otros estados del poder de gobierno, y de la justicia. Lo
que significan estas manifestaciones de la soberanía, no es todo el poder de gobierno o
todo acto de gestión, o decisión interestatal, o todo acto de jurisdicción, sino las formas y
grados superiores de cada uno de estos sectores del poder. Solo estos grados superiores,
por serlo, son inalienables. Esto puede explicarnos, por ejemplo, que el rey venda
jurisdicción, oficios de jurisdicción, que enajene la jurisdicción.

Por otra parte, hay que señalar que las atribuciones del rey eran diferentes en cada
uno de sus territorios. Sí en la Corona de Castilla, sumaba el señorío supremo y la
superioridad feudal, y en consecuencia tenía el dominio absoluto sobre el territorio, esta
situación de ser emperador en su reino, no era universal, no se daba en todos los territorios
de la monarquía. Hay que recordar que para los territorios situados al oeste del río Escalda
(norte de Francia, sur de los Países Bajos), el rey Católico era vasallo del rey de Francia.
En el resto de los Países Bajos, en el Franco Condado, en Milán, el rey de España era
vasallo del emperador, y en Nápoles, del Papa.

Por otro lado para la formulación de la ley, en algunos territorios, el monarca debía
contar con las instituciones representativas, con las Cortes, mientras que en Castilla el
acto de legislar residía solo en el soberano. Pese a estas diferencias, desde la Corte, se fue
consolidando una fuerte imagen del poder eminente del rey, que podía parecer
voluntariamente suspendido en ocasiones, pero que le pertenecía en último término. Esta
concepción, del rey como soberano, se difundió a través de una activa propaganda, que
se difundió también por el mismo ejercicio de la función regia, y fue otorgando cada vez
más legitimidad.

Todo lo relativo al patronato eclesiástico, todo lo concerniente al ejercicio de la


gracia en materia penal, y casi todo lo concerniente a otras manifestaciones de mercedes
reales y el nombramiento de casi todos los altos oficiales, corría en su tramitación y
consulta a cargo del más íntimo de los Consejos del rey, el Consejo de la Cámara o la

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Cámara de Castilla. A este Consejo le correspondía la ayuda y consejo al rey, y de modo
sobresaliente le correspondía todo lo relativo a la gracia real.

Todo lo relativo a justicia y gobierno en los reinos de Castilla, constituía el nudo


de competencias del Consejo de Castilla, y de los otros Consejos territoriales: Aragón,
Italia, Flandes, Portugal y de Indias.

Lo perteneciente al ejercicio de las regalías en materia fiscal, tenía su acomodo


institucional en el Consejo de Hacienda, aunque también en algunos aspectos en estos
consejos anteriores, y señaladamente en el Consejo de Castilla.

Una de las limitaciones del monarca, del poder del rey, consistía en la no
disponibilidad de la Corona. El rey no puede disponer libremente de la Corona, sino que
ésta es un bien indisponible, y no está sujeto al libre albedrío, a la voluntad del monarca.
La Corona se transmite, no a quien libremente disponga el monarca, sino a quien le
corresponda en virtud de un orden sucesoria, previa y legalmente determinado, que el rey
no puede saltarse. Lo que ocurre, sin embargo, es que este orden legal, ni es único, ni
prevé todos los supuestos de hecho posibles, y no era único porque no había un orden
legal de sucesión en la monarquía, sino ordenes sucesorios legales en las coronas que
componían la monarquía, y a falta de éstas existían normas consuetudinarias.

Hasta las normas de Felipe V, estuvo vigente un régimen jurídico medieval,


fundamentalmente contenido en las Partidas. Un régimen completado por los precedentes
de hecho. Los principios generales observados durante los siglos XVI y XVII, fueron la
pertenencia de un orden sucesorio forzoso, y la aceptación como herederos forzosos de
los parientes, incluidos hasta el segundo grado colateral. Más allá del segundo grado de
la línea colateral, según las normas que regían la sucesión a la Corona en Castilla, los
posibles herederos ya no tienen el carácter de forzosos, y el rey entonces, puede designar
libremente en su testamento o por acto de última voluntad, al que considere conveniente,
y es lo que se plantea con Carlos II (no hay herederos en primer grado porque no tiene
hijos, ni en segundo, porque no tiene hermanos, por lo que pueden ser nombrados por vía
testamentaria).

La diferencia entre Felipe II y sus sucesores, se traduce en una enorme diferencia


en el ejercicio del poder del rey, y en el papel efectivo del monarca dentro de la
Monarquía.

2.- Ausencia y representación del rey en los territorios: lugartenientes,


virreyes y gobernadores
La medida más explotada, fue la delegación del poder y de la autoridad, en
representantes personales, colocados en la cúspide institucional de cada territorio.
Aunque el monarca se reservaba ciertas prerrogativas, que los lugartenientes, virreyes y
gobernadores, recibían con sus nombramientos. Se trataba de mantener el control sobre
el ejercicio del patronazgo, y sobre la administración suprema de la gracia. La provisión
de altos cargos, de oficios en los distintos reinos, nunca salió de las manos del rey, lo

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mismo que la concesión de títulos. Dispensar liberalmente la gracia, para fomentar el
servicio y la fidelidad de los súbditos, y otorgar mercedes de cualquier tipo, para
remunerar en justicia los servicios prestados, continuó siendo un asunto personal del rey,
que no delegaba en sus representantes en los distintos territorios. Estas reservas, justifican
el afianzamiento de organismos de gobierno en la corte, como los Consejos, sobre todo
los territoriales. El Consejo de Indias, o de Aragón está en la corte, porque auxiliaban al
monarca en la tarea de entregar gracias reales, representaban a los territorios y esos
consejos se ocupaban de todo lo relativo a la gestión de lo reservado al rey, permitiéndole
al rey ejercer el gobierno en la distancia.

La designación de delegados reales no resultaba necesaria en Castilla, donde el


monarca residió habitualmente desde 1559, pero sí en los restantes territorios de la
monarquía. Aunque Castilla no siempre gozó de la presencia continua del rey. En tiempos
de Carlos V, su asistencia física fue intermitente. Carlos anduvo mucho más tiempo fuera
que en Castilla, y el gobierno de los reinos de Castilla y Aragón, se encomendó a
lugartenientes personales o regentes de manera temporal. Lo mismo que en Castilla y
Aragón, ocurrió en los Países Bajos, y en ambos casos, las lugartenencias o regencias
durante el reinado de Carlos V, presentan rasgos comunes. Sus titulares, casi siempre
fueron miembros de la familia real. Su mujer, la emperatriz Isabel de Portugal, en distintos
periodos, su hijo y heredero Felipe II, también en distintos periodos, y la hermana de éste,
la infanta Juana de Portugal, asumieron la lugartenencia general común en las coronas de
Castilla y Aragón a lo largo de varios periodos de esa primera mitad del siglo XVI.

El hermano de Carlos, Fernando, actuó como lugarteniente del emperador en el


Imperio en algunas ocasiones. En los Países Bajos, la tía de Carlos, Margarita de Austria,
aquella que casó con Juan de Castilla, el hijo de los Reyes Católicos que no sobrevive a
la adolescencia, que se convertirá en duquesa de Saboya, asumió la regencia de las
Provincias Unidas de los Países Bajos entre 1517-1530. La hermana de Carlos, María de
Hungría, fue regente de los Países bajos entre 1531-1555. Tras las abdicaciones del
emperador en Bruselas, primero en octubre de 1555, por la que cede los Países Bajos a
Felipe, y la de enero de 1556, por la que cede a Felipe el resto de la Corona, salvo el
Imperio. Felipe II, procedió de la misma manera que su padre, designando a su primo
Manuel Filiberto de Saboya como lugarteniente de Flandes y a Margarita de Parma, hija
natural del emperador, sustituyendo al duque de Saboya, poco antes de que el nuevo
monarca se trasladara definitivamente a la Península en 1559.

Este tipo de delegaciones personales, contaba con precedentes más o menos


inmediatos, tanto en la tradición Borgoña, como en la tradición aragonesa. Cuando la
Corte permanente, sustituyó a la Corte itinerante, resultó imposible la ficción de la
presencia intermitente del monarca en cada uno de los dominios. Para los súbditos de esos
diferentes dominios, un posible aunque improbable viaje del rey, resultó ser la única
esperanza de gozar temporalmente de la presencia de su soberano natural.

En 1561, cuando se fija la corte en Madrid, resulta ser una fecha clave en la
construcción de la monarquía, marcada por el obligado alejamiento físico del rey, de los

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demás territorios que componían esa monarquía, donde no estaba presente. el soberano,
intentó restaurar este alejamiento haciendo uso de recursos institucionales y simbólicos:
acudiendo a las lugartenencias y revistiéndolas de elementos simbólicos que
representaran el poder del rey. Lo esencial de la lugartenencia real era el desdoblamiento
de la persona del rey mediante delegación.

Esto tenía una vertiente institucional y otra simbólica, que se reforzaban


mutuamente. Los progresos realizados en ambas direcciones que maduraron en tiempos
de Felipe II, se materializaron en la clarificación creciente de las competencias asignadas
a los representantes del rey, a la vez que en los controles sobre su gestión. El contenido
de las instrucciones de gobierno, entregadas por el monarca a sus representantes
territoriales, proporciona las claves fundamentales para ver el progreso y la habilitación
de instrumentos de naturaleza simbólica, cada vez más sofisticados, orientados a revestir
la figura del lugarteniente, de los atributos, cualidades y virtudes de la majestad real,
prueba también la madurez institucional. Los lugartenientes regios, no necesitaban solo
recursos legales, institucionales que legitimaran su poder, sino también de los elementos
alegóricos que afirmaran y mostraran su autoridad.

2.1.- Virreyes y gobernadores. Atribuciones

Por regla general, el delegado del rey ejercía sus funciones bajo el título de
gobernador general o virrey. La denominación oficial variaba según el territorio. Se
empleó esta denominación ene los reinos de la Corona de Aragón y de Valencia, en el
principado de Cataluña, en el reino insular de Mallorca, y también se llamaban virrey a
los representantes de la Corona en Italia (Cerdeña, Sicilia y Nápoles), y esta
denominación fue exportada a las Indias, tras la creación del virreinato del Perú y de
Nueva España, y en reinos de temprana y tardía incorporación, como en Navarra, en 1512
y Portugal en 1580. En el ámbito europeo la denominación de gobernador o gobernador
general estuvo vigente en los Países Bajos y en el Estado de Milán. Dentro del ámbito
castellano también se utilizaba el término de gobernador, en Galicia, Canarias, Orán, y en
múltiples demarcaciones en América y Filipinas.

Las atribuciones de virreyes y gobernadores fueron similares, y podían variar en


cada territorio y coyuntura, aunque por razones distintas a la denominación del cargo. Es
decir, los poderes de los delegados regios diferían en función de las circunstancias, de la
lugartenencia, y de la calidad y condición de quien asumía la lugartenencia, porque el
monarca no siempre estuvo dispuesto a designar el mismo grado de poderes. Además
tales poderes variaban también según los territorios, pues no todos los territorios de la
monarquía reunían las mismas condiciones de estabilidad ni presentaban todos los
territorios siempre idénticos niveles de consenso político interior. Además los había
propietarios e interinos en el cargo, y los había que eran de sangre real y otros que no eran
de sangre real. El grado de autonomía de cada uno, consustancial a la mayor o menor
delegación, no siempre fue el mismo. Las instrucciones dadas a los virreyes y
gobernadores se elaboraban cada vez que se producía un relevo. En muchos casos esas
instrucciones no pasaban de ser meras reiteraciones de las instrucciones dadas a los

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predecesores, pero en otros casos fueron objeto de una reelaboración cuidadosa y
redefinieron las potestades del titular, delimitando sus funciones, restringiendo sus
competencias y subordinando cada vez más su actuación a las directrices marcadas desde
la corte regia de Madrid.

Cabe reconocer una evolución en este tipo de instrucciones. En un primer


momento esas instrucciones no pasaban de ser simples advertencias para orientar la labor
de los lugartenientes: la defensa de la fe católica, la defensa de la paz y de la seguridad
de los vasallos, pero su función era más indicativa que normativa. Por otro lado, en lo
relativo a las prerrogativas del cargo, presentaban notables imprecisiones que favorecían
que sus titulares se extralimitaran. Sin embargo, conforme avanzó el reinado de Felipe II,
esas instrucciones incorporaron clausulas cada vez más esclarecedoras y por lo tanto más
restrictivas, por lo que se asistió a una progresiva definición del cargo.

Las instrucciones de gobierno dadas a los virreyes y gobernadores son


consideradas herederas del cúmulo de advertencias y de reglas de actuación contenidas
en las llamadas ordenanzas de regencia que Carlos V entregó a sus lugartenientes y
regentes a partir de 1917. De hecho, estas regencias de Carlos V, parecen ser como un
antecedente claro de las gobernaciones y los virreinatos de sangre real, encomendados a
miembros de la dinastía durante los reinados de Felipe II y sus sucesores. La
consanguinidad hacia que el artificio simbólico luciera en todo su esplendor de forma
natural. La nostalgia de la presencia del rey se intentaba suplir con la designación de algún
miembro menor de la familia real y en algunos territorios de la Monarquía, sobre todo en
Portugal y en los Países Bajos, reclamaron que el representante del rey en esos territorios
fuera un miembro de la familia real y así se trató de asumir. Las circunstancias de la
incorporación de Portugal en 1580, indujeron a Felipe II a designar un virrey Habsburgo.
Ese primer virreinato, el del cardenal archiduque Alberto de Austria (83-93), no tuvo
continuidad hasta el de Isabel Clara Eugenia, que fue la última. Entre medias no hubo un
virrey tal como demandaban los portugueses de Felipe II. Este se comprometió en la paz
de Arrás, a encomendar en el cargo a príncipes de la casa real, sancionando el
reconocimiento de la soberanía del rey. El monarca para asegurar esa fidelidad de las
provincias meridionales respetó el pacto contraído con las élites de esas provincias de
nombrar un gobernador de sangre real, en la medida de ls posible. Felipe Ii gobernó a
partir de Arrás como gobernadores de las Provincias Unidas de Flandes a cuatro de sus
sobrino: Alejandro Farnesio, 79-92, y después los archiduques Ernesto, Alberto y Andrés
de Austria hasta 1599.

Aunque hubiera lugartenientes de sangre real, durante la segunda mitad del siglo
XVI, y durante el siglo XVII, los virreinatos y las gobernaciones, encomendadas a
miembros de la alta nobleza, no a familiares del rey, fueron lo habitual. Porque la
extensión de la monarquía, sus distintos territorios y la falta de príncipes y familiares
regios disponibles, impedía otra solución. Pese a su menor idoneidad, los miembros de la
aristocracia asumieron la representación del rey en la mayoría de reinos y provincias. En
este grupo selecto el campo de elección fue amplio. Por las funciones y la relevancia del
cargo, este resultaba muy atractivo para los más distinguidos linajes aristocráticos.

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Competían por ocupar una posición preeminente en el entorno real, y la obtención de un
virreinato o una gobernación representaba un hito en la carrera política de cualquier
aristócrata.

2.2.- Doble atribución. Político-administrativa y militar

Desde muy temprano, este supremo delegado territorial del monarca convino una
doble dimensión.

 Por un lado, la dimensión político-administrativa, ligada a la lugartenencia real, y


por otro lado la dimensión militar ligada a la capitanía general. Como vértice del
entramado administrativo de cada territorio, el lugarteniente del rey actuaba como
cabeza de la comunidad política cuyo gobierno le había sido encomendado. Esto
le convertía en nexo de unión entre el monarca y el territorio. En un vínculo de
doble dirección entre la corte regia de Madrid y un determinado reino, comunidad
política, territorio.
 Ese delegado regio era también el máximo responsable de la seguridad y la
defensa de ese espacio jurisdiccional de este territorio. El mando supremo sobre
las tropas desplegadas era otra de sus atribuciones y el monarca se lo confería bajo
el título de capitán general, título que era anejo al de virrey o gobernador. De este
modo, el mando supremo de los ejércitos más poderosos de la monarquía fue
asumido por alguno de estos lugartenientes, en especial los de Milán y los Países
Bajos, donde estaban los contingentes militares más sólidos y cuantiosos de la
Monarquía. Milán como puerta o llave de Italia, era un espacio clave para el
control de las rutas terrestres centroeuropeas, y por ello siempre alojó importantes
contingentes militares de residencia, y temporalmente muchas tropas en tránsito
a la espera de ser conducidas a otros escenarios. Esas armas, ese ejército, estaba
al mando del gobernador del territorio, del gobernador de Milán. Los Países Bajos
era una plaza de armas en la que operaron ininterrumpidamente decenas de miles
de soldados durante las tres últimas décadas del siglo XVI y buena parte del siglo
XVII, y esas fuerzas estaban también bajo el mando del gobernador de los Países
Bajos, que era al mismo tiempo capitán general del ejército de Flandes. En ambos
casos las fuerzas militares realizaron un aparato financiero y administrativo muy
importante, que era administrado por el capitán general.

2.3.- La simbología de la Corte, dentro de una monarquía policéntrica

Para el desempeño de su función representativa, representar al rey en los


territorios, virreyes y gobernadores se servían de elementos simbólicos que dotaban a su
entorno de la magnificencia, propias de la persona real. La reproducción de los códigos
de comportamiento cortesano y la asunción del esplendor y la solemnidad ceremonial,
vigentes en la corte regia de Madrid, funcionaban como mecanismos de legitimación y
contribuían a compensar la ausencia del soberano en cada territorio. El aparato ritual,
protocolario, escenográfico, representado en la persona del virrey o gobernador, se
orientaba a subrayar su condición de alter ego del monarca, pero también se orientaba a

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satisfacer las expectativas de los súbditos del territorio. Así, los grupos privilegiados de
los distintos territorios, contaban con un espacio propio y privativo, al corte virreinal, para
la exteriorización de su rango, la exaltación de su linaje y la sanción de su preeminencia
social y política en el seno de cada comunidad y territorio. Estas cortes virreinales eran
una transposición de la corte regia de Madrid, una corte que funcionaba como matriz de
todas las demás cortes. Conjugaban todas estas cortes de todos los territorios, el ámbito
íntimo y doméstico de la persona del gobernador, su casa, con el ámbito público de los
organismos y ministros que respaldaban su labor como gobernante. El mismo sistema de
relaciones sociales y políticas de la corte de Madrid, se reproducía a otra escala y de forma
subalterna en los diversos territorios de la monarquía. Desplegados alrededor del palacio
del virrey, esos escenarios cortesanos, actuaban como espacios centrales de poder, como
focos de atracción de las élites provinciales, que buscaban la cercanía del lugarteniente,
para obtener su favor y al mismo tiempo esos espacios eran escenarios lúdicos para la
sociabilidad nobiliaria. Los rituales cortesanos y las ceremonias palatinas, organizadas
para regocijo de los miembros de la corte provincial, afectaban al entorno más próximo
del lugarteniente del rey y se hallaban reguladas por la etiqueta y el protocolo. Todo este
ceremonial contribuía a exaltar y realzar la preeminencia dentro de la comunidad política
que gobernaba, al tiempo que establecían una rígida jerarquía entre los miembros de la
nobleza dentro de palacio, que se proyectaba fuera de sus muros.

En las lugartenencias de sangre real, lo cortesano cobraba si cabe mayor


relevancia. En primer lugar porque los príncipes de sangre, disponían de una casa
organizada a imagen y semejanza de la casa real de la corte de Madrid, una casa con los
cuatros servicios principales: comida o mesa, cámara o habitación, capilla y caballeriza.
Tres espacios dentro de la casa bajo la supervisión y gobierno de la mayordomía. El
séquito cortesano, por esta razón de los lugartenientes que eran de sangre real, era bastante
más numeroso que el de los virreyes y gobernadores ordinales. En estos casos también,
los rituales de corte se revitalizaban para impregnar todo de un sentido ceremonial y
jerárquico vital en los presupuestos dinásticos de los Habsburgo. Proliferaban además los
divertimentos cortesanos, bailes, mascaradas, representaciones teatrales y
manifestaciones festivas de variada índole, y se practicaba un mecenazgo artístico. Era la
representación todo esto, la visualización del poder del lugarteniente y por tanto del poder
del rey.

Hay que subrayar que casa y corte, constituía el marco social y político en el que
se desarrollaba la acción del gobierno del monarca y de sus delegados territoriales. La
política de corte, convertida en fundamento del llamado arte de gobernar nunca se dejó a
un lado. Esto no se entiende sin el reforzamiento consciente de espacios cortesanos
preexistentes (Nápoles, Palermo, Milán…) o sin la creación de cortes provinciales de
nuevo puño como Lima o México. En este sentido, la monarquía de los Austrias,
caracterizada muchas veces como monarquía de las cortes, puede ser definida o
caracterizada como un espacio cortesano policéntrico, coronado por el esplendor y la
magnificencia de una corte primordial que era la corte regia de Madrid.

3.- Los validos. Interpretación de la figura del valido


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Está presente sobre todo en el siglo XVII. Lo que hay que destacar es la
continuidad desde 1598-1661. Felipe III, elevó al duque de Lerma por encima de todos
los consejos y sus presidentes, desde los primeros días de su reinado, todavía en el otoño
de 1598. Hay que recordar que Lerma, fue durante 20 años el punto central del Estado
como le calificara el historiador alemán Leopoldo Von Ranke. La caída de Lerma y su
inmediata sustitución por el duque de Uceda, se produjo entre octubre y noviembre de
1618. Recordemos que a la muerte de su padre, Felipe IV, conservó en su mano las riendas
del Estado, durante los primeros meses de su reinado. Sí bien ya entonces, en estos
primeros meses, aparecía asistido por don Baltasar de Zúñiga, y por Olivares, sobrino de
don Baltasar. Recordemos que en octubre de 1622, la muerte de Zúñiga, propició que
Olivares entrara en el absoluto imperio de los papeles, como califica y anota en su historia
Matías de Novoa. Recordemos que, conde primero y conde duque de Olivares y Sanlúcar
después se mantuvo hasta enero de 1543 y que solo unos meses después, Luis Méndez de
Haro, sobrino de Olivares, se erigía en valido, privilegiada condición que mantuvo hasta
su muerte en 1661. Después, en los decenios siguientes, la institución del valido, como
amigo y primer ministro del rey, experimenta eclipses y altibajos aunque también alcanza
momentos de gran brillantez. Los últimos cuatro años de su reinado los pasó Felipe IV
sin valido, y a su muerte en 1665, instituyó en su testamento una junta de gobierno para
asistir a la reina madre Mariana de Austria e impedir la privanza unipersonal.
Impedimento que se reveló muy eficaz dada la predilección de la reina madre por el padre
Nithard, quien pese al apoyo regio, se movió con dificultades y resistencias en la corte,
sin lograr un pleno y seguro valimiento. Tras el nuevo paréntesis que va de 1669-1673,
la corte de Madrid presencia, entre sorprendida e indignada, la irresistible ascensión de
un arribista llamado don Fernando de Valenzuela, último gran valido del siglo, amigo del
rey, favorito de su madre, doña Mariana, hábil pero plebeyo maniobrero. Aunque
consiguió el título de primer ministro y la amistad real, en enero de 1677 fue derrotado
por don Juan de Austria (hijo ilegítimo de Carlos IV), y por la más alta nobleza castellana.
Tras Valenzuela, hubo en aquellos dos decenios finales del siglo XVII, y del reinado de
Carlos II, varios epígonos del valimiento, pero ni la breve dictadura de Juan de Austria,
n i las figuras proponentes de Medinaceli y Oropesa, se pueden comparar a los validos
que había habido anteriormente.

Se han dado muchas explicaciones sobre la figura del valido. Lo habitual hasta
hace no muchos años, era explicar la figura del valido como efecto de una sola causa, que
podía ser la falta de voluntad de los sucesores de Felipe II, o la sucesiva degradación de
la dinastía Austriaca. Se advierte en la figura del valido que no es sino un caso
sobresaliente, dentro de la figura muy generalizada en la corte de los privados. Los
puestos en la administración de palacio y en la administración de la Monarquía, se
repartían entre los que lograban destacar por la fuerza de sus talentos, o por la menos
noble fuerza de la adulación y el servilismo. Cuando un cortesano obtenía la protección
de un señor poderoso dentro de la corte, se decía que era su privado. Lo mismo sucede en
un escalón superior entre los nobles más destacados y el rey, nobles que se enfeudan al
rey. Por tanto, privados tiene el duque de Lerma, privados tiene Osuna, Olivares, y por
supuesto privados tiene el rey. De tal modo que se teje una red más espesa de los deseable

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entre los titulares de oficios cortesanos, porque cuando el rey elige entre los hombres de
su confianza, a uno, a su más íntimo amigo, a su mayor valido, se desencadena una
reacción en serio, y en la corte se instalan los privados del valido, y desplazan a otros
privados y a sus hechuras. Los más simplistas defensores del valimiento, justificaban su
existencia, alegando la licitud de que el rey eligiera sus propios privados entre sus amigos
y que eligiera más señaladamente a uno de ellos, a su predilecto y a su verdadero amigo,
como valido suyo y como primer ministro. De este modo, en la figura del valido confluyen
la tendencia por un lado a privatizar las relaciones entre quienes desempeñan las tareas
de gobierno del estado, y por otra parte, la tendencia por parte del rey, a utilizar como
criterio para elegir a su más alto colaborador, no tanto por razones de interés público, sino
los impulsos nacidos de la inclinación y confianza personal, hacia quienes componen su
más íntimo entorno.

Pero el valido, significa también un intento por parte de la alta nobleza, de la


aristocracia, de acaparar la dirección política de la Monarquía, asaltando en su beneficio
los más altos escalones político-administrativos del Estado. En los reinados de Carlos V
y Felipe II, los más inmediatos colaboradores reales habían sido desde el puesto de
secretarios del consejo de Estado, hombres destacados por su pericia burocrática y por ser
de mediana condición social y se caracterizaban también por haber tenido una experiencia
larga de gobierno adquirida en puestos menores de la administración. En el siglo XVII,
la aristocracia introduce al valido como una cuña entre los reyes y los antiguos secretarios.
Una cuña nobiliaria que amparaban y sostenían los nobles a cambio de obtener una
política conveniente para sus intereses, una coña que sustituye por otra cuando se
convence de que le sirve para proteger sus privilegios. El abierto temor acerca de que el
poder del monarca absoluto, no se oriente a favor de los estamentos privilegiados, impulsa
a la nobleza a vigilar de cerca al rey. Para ello se hace en parte también cortesana, estando
al lado del rey, y procura instalar peones suyos en las presidencias de los consejos y en
los más altos tribunales.

Hay otra faceta, y es la utilidad del valido desde el punto de vista de la eficacia
administrativa. El sistema de gobierno de la monarquía, centrado en el régimen
polisinodial, era cada vez más complejo y exigía cada día un mayor esfuerzo y trabajo al
rey, tanto trabajo y tan plural que no era absurdo pensar en la conveniencia de una cierta
división del trabajo entre el rey y su valido, entre el oficio real y el oficio de primer
ministro. El auge de los validos en la monarquía hispánica, refleja en parte el incesante
aumento de las cargas administrativas que pesaban sobre los monarcas. En cualquier caso,
de lo que no cabe duda es que los validos actuaron directamente en el gobierno, llegando
a tener un control absoluto sobre los asuntos del poder, tomaron decisiones por sí mismos
y las impusieron desde el centro del Estado, a través de los órganos de ese estado que de
alguna manera les estuvieron sometidos. A menudo los validos simplificaron el proceso
de toma de decisiones actuando al margen de los canales institucionales tradicionales. Sin
embargo el reconocimiento de la plenipotencia del valido, y su equiparación al rey. Si
alguien ejerce poderes comparables a los del monarca, lo que éste de ninguna manera
puede hacer, es admitir oficialmente esta actuación y menos tomar legitimidad a estas

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facultades. Desde el momento en que lo haga, con la cédula de 1612, el rey parece
compartir la soberanía con su valido y al compartirla la enajena, lo que será motivo de
fuertes críticas por parte de los más claros escritores políticos del siglo XVII.

La figura del valido adquirió con Lerma y Olivares su más alto grado de
privatización, por actuar el valido sin título ni oficio único, solo en virtud de una
delegación de firma que lo convertía en una especie de representante del rey. Por lo miso,
el también innegable que fue entonces cuando esa figura del valido alcanzó su mayor
grado de poder, su más descarada participación y aún sustitución en las tareas específicas
de la soberanía. Olivares quería sobre todo por encima del poder, es que le dejaran todo
el tiempo libre al gobierno y dirección de la política, y reservaba para el rey lo que el
propio Olivares estimara que era más propio del ejercicio de la soberanía (reparto de
mercedes, ejercicio de la gracia, actuación a instancia de particulares y estaba al margen
del derecho). Olivares prefería llamarse ministro, pero nunca se tituló primer ministro por
lo menos a modo oficial, y falto de un título oficial y supremo dentro del cual cupiesen
sus funciones, Olivares se dedicó a reunir distintos títulos de oficios para apoyarse en el
conjunto de ellos. Aparte de conformar el mismo un estado señorial en torno a Sevilla,
siendo procedente de una rama segunda de los Guzmanes. Además acaparó títulos de
palacio, de aquellas personas que rodeaban al rey, para estar metido junto con el rey en
palacio.

En cualquier caso la firme tendencia marcada por Olivares sobre el valimiento,


unida probablemente a las amonestaciones o condenas obtenidas en la literatura política
del momento, y condenas también de la opinión pública, más aceptada al valido como
ministro que como informal y todopoderoso privado, convergen en la consolidación del
título del primer ministro, a lo que no fue ajena la influencia de fuera, y en concreto la
influencia de Francia. A don Luis de Haro, sobrino de Olivares, se le domina sucesor en
el valimiento, y Primer y Principal Ministro de Felipe IV en el tratado de los Perineos de
1659. El nombre de valido ya tiene nombre, pero que ya antes se le daba este título, por
parte de cortesanos y de escritores políticos. Y el título de Primer Ministro cuajó y
pervivió en el tiempo al equivalente del valido. Cuando el valido, en cuanto amigo íntimo
y protegido del rey desaparece, y es sustituido bien por la dictadura personal de Juan de
Austria, bien por los clanes y grupos cortesanos que imponen a Carlos II las figuras de
Medinaceli y Oropesa, pervive sin embargo el título de primer ministro. De este modo la
institución del valido desemboca en el Primer Ministro.

4.- Los secretarios del rey: tipos y cometidos


Es una pieza importancia en la estructura orgánica de la Monarquía y en su
funcionamiento. Estos secretarios existieron en la corte desde la Baja Edad Media, como
colaboradores de los reyes y refractores de los documentos reales, y subsistieron largo
tiempo e incluso alcanzaron su máxima influencia durante los reinados del Emperador y
de Felipe II.

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Los secretarios del rey, eran varios, y además diversos. Durante el reinado de los
Reyes Católicos, las diferentes figuras de secretarios no aparecen todavía con contornos
definidos. Hay secretarios permanentes de los reyes, con funciones variables y
heterogéneas. También hay secretarios ocasionales de ejercicio intermitente o para
funciones pasajeras y hay entre los secretarios personales y permanentes algunos que se
especializan en el estudio, tramitación y consulta con el rey, de la correspondencia
internacional. Estos últimos secretarios, serán ya desde entonces, denominados
secretarios de Estado.

En el siglo XVI, los secretarios del rey cobraron nueva importancia y se dibujan
con más claridad sus diversos tipos. Para ello, será decisiva la creación y arraigo del
sistema polisinodial o de Consejos, y por eso podemos distinguir a partir de entonces por
una parte los secretarios personales, afectos al servicio y trato constante con el monarca;
y por otro lado los secretarios insertos en cada consejo, entre los cuales destacan el
secretario del consejo de Estado, que hasta 1567-1570 es un único secretario de Estado.
Por debajo de estos secretarios, o en el trasfondo, pues no es una organización vertical y
jerarquizada, existen otros secretarios del rey de ocupaciones ocasionales o de menor
rango, e incluso secretarios nombrados solo por carácter honorífico o por recompensa por
servicios anteriores prestados.

Entre los secretarios de Estado, destacan la figura de Francisco de los Cobos, que
tanto tuvo que ver en la creación del archivo de Simancas y de Gonzalo Pérez, en los
primeros años del reinado de Carlos V. Tras la muerte de Gonzalo Pérez 1577, la
secretaría de estado se divide en secretario de España y Norte, y por otro lado la secretaría
de Italia. Entre los secretarios personales del rey destacan Alonso de Idiáñez y Francisco
de Eraso, durante el reinado de Carlos V, y Martín de Gaztelu y a Mateo Vázquez de Leca
con Felipe II.

Durante todo el siglo XVII, el título de secretario del rey, continuó siendo un título
de funcionario genérico, de oficial real, configurándose después la adscripción a las
secretarías como un destino específico. La novedad en este punto, es que el número de
secretarios del rey no hizo más que aumentar en el siglo XVII: de 12 y 39 secretarios del
rey, durante el reinado de Carlos V y Felipe II, se pasó a 45, en tiempos de Felipe III, y a
187 en tiempos de Felipe IV, para luego disminuir ese número durante el reinado de
Carlos II y quedar en la cifra de 50. Este aumento durante el siglo XVII indica varias
cosas: por un lado el exceso de papeles, la hipertrofia de la burocracia cortesana durante
el siglo XVII; y otra segunda cosa que significa es una cierta degradación del título de
secretario del rey, el cual se concederá con más frecuencia que nunca en tiempos de Felipe
IV como premio adscrito a determinadas dinastías de oficiales y como instrumento formal
con el que revestir el ejercicio de funciones diversas insertas en la burocracia inferior de
consejos.

Muchos de estos secretarios ocuparon las abundantes secretarias de los consejos.


Reestructuradas además con relativa frecuencia y casi nunca para reducir su número.
Algunos de esos secretarios de consejos fueron secretarios de Estado. Finalmente hubo

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quienes compusieron la serie de secretarios iniciada en 1621 de los secretarios del
Despacho Universal. En la disminución de la influencia de los primeros (secretarios de
Estado) y en el nacimiento de los segundos (secretarios del Despacho Universal), incidió
la presencia junto al rey de los validos. Los validos no solo eclipsaron a los secretarios
personales del rey hasta hacerlos desaparecer, sino que postergaron a un segundo término
a los secretarios de Estado, de quienes ellos mismos se sirvieron.

En 1630, Felipe IV creó una nueva secretaria de Estado, la tercera., dividiendo la


secretaría de España y Norte en dos: la secretaría de Estado de España para los reinos
peninsulares, Indias e islas Adyacentes, costas de Berbería. La tercera secretaría se
suprimió en 1643, y se restablece en 1648 se suprime definitivamente en 1661, volviendo
a solo dos: la Secretaría del Norte y de Italia por otro. La creación de una Secretaría del
despacho Universal en 1621, está en relación con la supresión de los secretarios
personales, y el desplazamiento de los secretarios de Estado, a los que los validos tratan
de situar fuera del trato con el rey. Esta creación de la secretaría del Despacho Universal
obedece a la necesidad que el monarca contara con alguien que le ayudara materialmente
a las diferentes cuestiones que a él le llegaban de forma escrita y que eran necesarias
despachar. Este oficio, y la función de despachar, da lugar a un oficio cada vez de
contornos más precisos que llamamos Secretaría del Despacho, y puesto que despacha
cuestiones diversas, se le llama también Universal. Esta secretaría fue adquiriendo cada
vez mayor solidez y rango, especialmente durante el último tramo del siglo XVII, después
de la quiebra de la institución del valido. Cuando en el siglo XVIII, se produzca el
definitivo oscurecimiento de los consejos, y como consecuencia de ello el definitivo
oscurecimiento de las secretarías de Estado, será la secretaría del Despacho Universal, la
pieza que sirva de matriz para la nueva organización administrativa central borbónica,
para lo cual, dejó de ser Universal, para fraccionarse en varias secretarías, en principio 2
en 1705, 4 en 1714 y 5, 6 en el XVIII. Cada una de ellas tomó el nombre de guerra,
marina, hacienda, justicia… esto constituye el antecedente más claro del régimen de
ministerios vigente hoy.

No es fácil exponer las funciones de los secretarios y ello no porque estas


funciones sean muchas o heterogéneas entre sí, sino porque junto a algunas funciones
pertenecientes a todos los tipos de secretarios del rey, como refrendar los distintos tipos
de documentos reales (cartas, cédulas…), hay otras funciones comunes solo a algunos
tipos de secretarios, (acompañar al rey en sus viajes desempeñada por secretarios
personales cuando los hubo o los secretarios de estado), funciones que fueron empeñadas
por los secretarios del rey y de Estado. Y sobre todo porque hay otras funciones de un
solo tipo de secretarios como las pertenecientes a los secretarios de los consejos, grupo
en el cual todavía es posible destacar las funciones peculiares desempeñadas por los
secretarios del Consejo de Estado.

Los secretarios adscritos a los consejos, fueron los cauces de la documentación


dirigida al rey y de la enviada por este a los consejos. Fueron el lazo, el vínculo, la unión
entre el rey y los consejos. Fueron las piezas flexibles por medio de las cuales las
relaciones entre los secretarios de los diferentes consejos estos se relacionaban entre sí.

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Dentro de cada consejo sus secretarios aportaban a las sesiones, diarias, los memoriales
recibidos, redactaban las consultas y las elevaban en su caso al rey. Los consejos en el
ejercicio de su función consultiva, elaboran un documento que se llama “consulta”, que
puede ser breve o pueden contener 20 o 30 folios donde se recogen las decisiones del
consejos, y los votos particulares de algunos consejeros. Consultado el rey, el rey decide
y escribe en muchas ocasiones en la misma consulta lo que ha decidido.

Estas atribuciones se veían aumentadas en el caso de los secretarios del consejos


de Estado, porque carecía de un presidente propio del consejo de Estado, y lo era el rey,
y por tanto a veces la función de los secretarios de Estado, llegaban hasta el punto de que
los secretarios tenían la autoridad para convocar al consejo de Estado por la gravedad del
asunto. Por lo demás, existía el poder inconcreto, imposible de precisar, pero muy amplio,
que se derivaba del trato personal con el rey.

Los secretarios de Estado no fueron en la mayoría de los casos de ascendencia


noble, e incluso Francisco de los Cobos o Mateo Vázquez, ambos grandes secretarios del
siglo XVI, con Carlos V uno y Felipe II, otro, procedían de un nivel social plebeyo, pero
lo más frecuente era que los secretarios de Estado perteneciesen a estratos sociales
intermedios, vinculados a pequeña burguesía bien situada económicamente y con visos
de ilustrada, que enviaba a sus hijos a las universidades. Estos secretarios que proceden
de estos estratos sociales intermedios, solían sucederse unos a otros dentro de círculos
familiares bastante cerrados, creándose así una especie de escuelas ya que los padres
enseñaban a los hijos para que continuasen su carrera o también podríamos decir que son
auténticos linajes de secretarios.

5.- El sistema polisinodial: los Consejos de la Monarquía


Los consejos de la monarquía constituyen lo que se denomina el sistema polisinodial
(varios sínodos, varios consejos).

Tiene vuestra majestad diversos consejos en esta corte que son supremos. Unos
respecto de las provincias y reinos que gobiernan y otros respecto de algunas materias
que particularmente les están cometidas por vuestra majestad, en esta Corona de
Castilla. En ellos está representado vuestra majestad y es su cabeza, y de vuestra
majestad y de estos ministros se constituye un cuerpo.

Gran Memorial, que Olivares envía al Rey.

Con estas palabras definió Olivares lo que fueron los consejos en cuanto
instituciones de la monarquía, dos tipos territoriales y por materia conferida por el
monarca, hacienda por ejemplo, acudiendo a la metáfora organicista: el rey como cabeza
dirigiendo a un cuerpo de consejos, cabeza y cuerpo forman una sola cosa, la monarquía,
el rey y el aparato del estado. Unos pocos meses antes de la navidad de 1624, un erudito
cortesano, Gil González Dávila, en su libro, Teatro de las grandezas de Madrid…, puso
casi al final de su descripción de los consejos la siguiente consideración.

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De este discurso de tantos ministros se colige los muchos méritos, artes y
servicios grandes que han de tener los que hubieren de llegar a ocupar tan señales
lugares. De cuyos consejos pende la tranquilidad de tanto mundo y Coronas.

De los consejos depende el gobierno del mundo. Son frases que expresan que
significó este sistema polisinodial, y que significó ser miembro de tales mecanismos de
poder. Los consejos no nacen en la época moderna, cada rey de la Baja Edad Media, creó
y estructuró un órgano, inicialmente solo consultivo o asesor para servirse de él a la hora
de dirigir la política del reino. Los estamentos privilegiados (nobleza y clero), controlaron
en un principio ese consejo, pero pronto fue conveniente introducir en él, a técnicos
conocedores del derecho del reino, y del derecho romano canónico (derecho común),
porque estos letrados eran las personas más capacitadas por su pericia profesional, para
resolver los asuntos cada vez más complejos, cuya decisión se centralizaba en la Casa
Real. Paulatinamente el consejo fue, no solo el órgano donde se centralizaba la adopción
de decisiones políticas de carácter general y con el cual a estos efectos consultaba el rey,
sino que también fue siendo una institución encargada de resolver cuestiones singulares.
También de hacer justicia entre partes, de conocer algunos pleitos, negocios y organizar
jerárquicamente el gobierno del rey. En Castilla, el proceso de creciente centralización
del poder, es decir, la consolidación del Estado, tuvo como eje la creación y desarrollo
del Consejo Real, siendo sus fechas cruciales, la ordenación de Juan I, 1385, y otra fecha
la de los Reyes Católicos, en 1480, que reordenaron este consejo, ya hay un consejo
organizado por tanto, en la baja edad media. Replicar este Consejo, para los consejos de
la Corona de Aragón, fue el Consejo de Aragón en 1494.

Desde finales del siglo XV, coincidiendo con el proceso de institucionalización


de la monarquía, se advierte una proliferación de Consejos. Unos nacieron con una base
de competencias materiales diversas, pero con una delimitación territorial clara, y otros
consejos surgieron al atribuírseles unas competencias especializadas por razón de
materia. Los primeros, o Consejos Territoriales, aparecieron en unas ocasiones, por vía
de fraccionamiento respecto de otro Consejo, otro consejo territorial anterior, por ejemplo
el Consejo de Italia, que nace del Consejo de Aragón en 1556 que antes se ocupaba
también de asuntos italianos; o el propio Consejo de Indias es una derivación del Consejo
de Castilla, que surge en 1524. Otras veces, la creación de un consejo de base territorial,
fue la lógica consecuencia de la incorporación de un nuevo reino a la Corona en 1582,
cuando surge el Consejo de Portugal, por ejemplo, tras la incorporación de la corona
portuguesa.

Por lo que respecta a los consejos especializados, en una materia concreta, es de


destacar la muy diferente importancia y amplitud de sus cometidos respectivos. Dentro
de estos Consejos, que trataban de asuntos concretos, destacan los de la Inquisición,
ocupado de la administración de la fe en los territorios de la monarquía, aunque existieran
los tribunales de distrito inquisitorial en los territorios y de Hacienda, encargado de todo
el aparato administrativo, de gestionar la deuda pública. Frente a estos dos consejos,
existían otros consejos que eran menores, puesto que las materias eran también de calado

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menor (Consejo de Órdenes Militares, pues el rey era el gran maestre de las ordenes
militares o Consejo de la Cruzada, encargado de la gestión de la predicación y venta de
las bulas de cruzada, uno de los ingresos de más calidad de la corona, pagado en plata
cuando lo que circula es el vellón).

Como clave de todo el sistema polisinodial, aparece el Consejo de Estado,


organizado por Carlos V en 1526, al que también en ocasiones se denomina, Consejo de
la Monarquía, tanto por su superioridad como por su directa vinculación a la persona del
monarca que presidía este consejo. El asesoramiento a la política del Estado de la
monarquía, constituye la materia de la que trata este consejo supremo. Interviene en las
grandes cuestiones de Estado.

Los asuntos de guerra, que también son supremos y generales, se entregan al


Consejo de Guerra, órgano paralelo al consejo de estado. El Consejo de Guerra es un
órgano paralelo del Consejo de Estado, y tanto uno como otro están presididos por el
propio monarca. No se puede negar el carácter sistemático de los consejos. Aunque la
coherencia lógica del sistema polisinodial, tuvo más quiebras, lagunas, repeticiones
ociosas y fricciones disfuncionales, no se puede negar, al menos en cuanto a tendencia,
el carácter sistemático de los Consejos. En este sentido, conviene recordar que la
ordenación o planta de cada uno de ellos, obedeció a patrones comunes, cuyos principios
políticos y jurídicos eran los mismos. Mantuvieron los Consejos, vinculaciones entre sí,
en virtud de las cuales, los miembros de algunos de ellos, formaban parte de otros tenidos
como inferiores. Una dependencia que en el plano funcional se manifestó en cierta misión
supervisora ejercida por los principales consejos respecto a las principales decisiones de
otros. De ahí por tanto, que ningún consejo pueda ser entendido como una célula aislada,
sino como un elemento de ese complejos institucional que se ha dado en llamar,
polisinodial y sistema polisinodial. De este modo constituyeron los consejos, el armazón
fundamental del estado absolutista, al menos durante los siglos XVI y XVII.

El gobierno del mundo, dependía de los consejos. Ellos y los secretarios que los
comunicaban entre sí, y a cada uno de ellos con el Rey y con el Valido, formaban el
núcleo de la Monarquía. Toda actividad de gobierno, en el más amplio sentido, era
impulsada desde este corazón de la monarquía, del cual partían decisiones, consultas y
correspondencia, con los oficiales destacados en cualquier punto del tejido territorial de
la monarquía. Y a ese corazón llegaban los problemas, los memoriales, las quejas,
procedentes de cualquier punto y por cualquier razón. Este poder, les llega a partir del
único polo emisor de poder, que es el soberano, el monarca. Los consejos tienen el poder
que el monarca deposita o delega en ellos.

El principio de unidad de poder, significa en este tiempo, los siglos XVI y XVII,
no que el poder ejecutivo, legislativo o judicial, correspondieran a un titular, sino algo
más sencillo, que tales poderes no estaban todavía diferenciados, ni orgánica, ni
funcional, ni conceptualmente. Al ser uno el poder, y todo él pertenecer al monarca
soberano, es claro que, ese mismo poder es el que indiviso pero múltiple, es ejercido por
los consejos. Por ello, no puede sorprendernos que los consejos, hagan muchas cosas: que

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administren justicia entre partes por vía litigiosa; que tomen decisiones de gobierno, en
cuanto órganos jerárquicamente superiores del resto de la máquina administrativa del
estado; y no nos puede extrañar que promulguen normas legales; y tampoco nos ha de
extrañar que intervengan en aquel sector que contribuyó inicialmente su poder, que
ejerzan la función consultiva.

Puesto que ni todos en conjunto, ni ningún consejo en particular posee poder


propio ni ajeno al rey, es claro que su poder radicará sobre aquellas materias, en aquella
forma, y con aquellos límites, que el rey establezca. Todo poder de los Consejos, es un
poder delegado por el rey. No es jurídicamente correcto considerar a los consejos como
participes de la soberanía, que es algo indivisible, sino son titulares de un poder delegado
por la persona del rey.

Por último, hay otra cuestión que hay que destacar. La presencia en los consejos,
de miembros de la nobleza y del alto clero, sobre todo en sus presidencias. Como eran
centros del poder, los estamentos privilegiados, siempre oscilantes entre la alternativa de
resistir al Estado desde sus señoríos, o intervenir en el Estado ocupando sus cuerpos
claves dentro del mismo, procuraron acaparar los puestos de los consejos, sobre todo las
presidencias, pero también los puestos de simples consejeros.

5.1.- Consejo de Estado

Puede ser clasificado como el primero en rango, esto es, como el supremo consejo
de todos los consejos. Aunque habitualmente se cita el año de 1526 como el de su
creación, sabemos que bajo la forma de Consejo de Estado privado del Emperador, existía
ya desde 1523. Fray Prudencio de Sandoval, que escribe una historia del reinado de Carlos
V, indica que estando en Granada de luna de miel, en 1523, “ordenó el Consejo de Estado,
para comunicar las cosas de sustancia, más importantes que tocaban a la buena
gobernación de España, Alemania y Francia”. Lo que ocurre en 1526, es que Carlos V
procede a una organización de este consejo, y es la ocasión para desalojar de él a los
consejeros flamencos y da entrada en su lugar a consejeros españoles.

Desde este periodo inicial, tuvo el Consejo de Estado, el carácter que siempre
conservó, de órgano asesor a la persona del monarca, y por ello éste siempre fue su
presidente. Del hecho de que el monarca sea su presidente, deriva una de sus supremacías
de este sistema polisinodial. Otra de las causas de la supremacía de este órgano, hay que
dárselo en los asuntos políticos que ejercía y la universalidad de éste. Por la misma
importancia política de las materias que por él pasaban, el consejo carecía de facultades
resolutivas, y tampoco gozó de precisas y explícitas atribuciones administrativas ni
judiciales. El Consejo de Estado conservó siempre un carácter netamente consultivo.

Sobre la organización y procedimiento, la característica del Consejo de Estado fue


la flexibilidad. Nunca tuvo una normativa estricta. El número de sus consejeros no fue
determinado, y la mecánica de su funcionamiento se reguló por la vía consuetudinaria,
variando la forma de comportamiento y de votación, según estuviese o no en las reuniones
el monarca.

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“Los consejeros de Estado, son grandes y señores de los reinos de España, o
ilustrísimas y señaladas personas en nobleza, virtud, experiencia militar o política, que
han sido virreyes, gobernadores, capitanes generales, y embajadores en los distintos
reinos que son pláticos en mar y tierra, en paz y guerra, con noticia de la condición y
trato de otras naciones”

González Dávila

Durante el siglo XVII fue frecuente la presencia del confesor del rey en el Consejo,
y también era miembro del Consejo de Estado el presidente o gobernador del Consejo de
Hacienda. Por ser lo de guerra anejo a lo de Estado, los miembros del Consejo de Estado,
lo eran también del Consejo de Guerra, a cuyas deliberaciones tenían derecho a asistir,
tomando asiento en lugar preferente, como expresión de la superioridad del Consejo de
Estado.

En el Consejo de Estado se trataban paces, guerras, casamientos de reyes y


príncipes, y aunque el rey podía elegirlos libremente, lo más ordinario era que se
consultasen los nombramientos de virreyes, gobernadores y embajadores, amén de otros
altos cargos con el Consejo de Estado. Por él corría así mismo la correspondencia
ordinaria con todos los embajadores residentes en cortes extranjeras, y desde el consejo
se emitían las instrucciones reales dirigidas a los embajadores. Además era muy frecuente
que al consejo de Estado se llevasen otros negocios graves sobre cualquier materia de
Estado, aunque tocase a otro tribunal particular, e incluso aunque ya hubiese sido tratada
y cometida a previa consulta de otro Consejo. Por el contrario, lo que no se hacía era
someter las consultas del Consejo de Estado a otro consejo de la Monarquía. Por estilo
asentado, se entendía que de las consultas del Consejo de Estado, solo podía conocer el
Rey.

El Consejo de Estado, fue con frecuencia convocado durante los reinados de


Carlos I y Felipe II. Se dio preterido durante la privanza del duque de Lerma y también,
aunque en menor medida, durante la del Conde Duque de Olivares, Cobró todo el
prestigios durante la regencia de Mariana de Austria y quedó prácticamente anulado con
las reformas de la administración que introdujeron los borbones en el siglo XVIII, hasta
el punto de que con Alberoni, con Felipe V, el cargo de consejero de Estado devino
prácticamente honorífico.

5.2.- El Consejo de Guerra

Tuvo una posición subsidiaria respecto al Consejo de Estado. Con la llegada de


los Borbones el Consejo de Guerra tuvo una mayor independencia. Durante los siglos
XVI y XVII los consejeros de Estado lo eran también del de guerra. El número de
consejeros del Consejo de Guerra fue siempre indeterminado pero por ejemplo en 1623
los Consejeros de guerra eran 8, a los que se añadían los que venían del Consejo de
Estado. El presidente del Consejo de Guerra fue siempre el rey, y además de los

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consejeros formaban la planta del Consejo un fiscal, un alguacil mayor y dos secretarios,
titulares de las secretarias de mar y tierra.

En este consejo se trataba, no la política sobre la guerra o la paz, pues ello era
específico del consejo de Estado, sino la administración y gestión de la guerra. Este
Consejo se ocupaba también de todo lo relativo a las armadas y construcción de buques;
también se ocupaba a todo lo relativo de la fabricación de armas, fortificaciones,
presidios y guarniciones militares, y por supuesto se pasaban a consulta del Consejo de
Guerra los nombramientos de ministros y oficiales que hubieran de ocuparse o en la
guerra propiamente dicha, o en otras tareas complementarias anteriormente mencionadas.

Todos estos ministros, militares y oficiales, estaban sometidos al fuero militar, y


por consiguiente a la jurisdicción del Consejo de Guerra, que se erigía en tribunal para
entender en todas las causas de militares o personas que estuvieran bajo el fuero militar.
Por tener estas competencias judiciales y por su poder resolutivo en las materias de guerra,
el Consejo de Guerra aparece netamente diferenciado del Consejo de Estado, que era un
órgano eminentemente consultivo. Para dirigir las acciones judiciales del Consejo de
Guerra acudía a él un asesor jurídico, que solía ser miembro del Consejo de Castilla.

En el siglo XVII, y sobre todo en la segunda mitad de ésta, coexistieron distintas


juntas, como la junta de armadas, galeras y presidios, y la más importante era la primera,
de la que formaba parte el primer ministro o valido, y el presidente del Consejo de
Castilla.

5.3 El Consejo de Castilla, Consejo Real de Castilla o Consejo Real o Supremo de


Castilla

Fue siempre la columna vertebral del Estado, y unánimemente se le considera


como el primer consejo o el consejo por antonomasia. A él aluden los reyes sin más
especificación con palabras como, “Nuestro Consejo”. De ser el Consejo por
antonomasia, procede quizá la tentación de considerarse coparticipe de la plenitud del
poder absoluto.

Tanto el Consejo de Estado como el Consejo de Castilla, rivalizaron entre sí desde


la creación del Consejo de Estado por Carlos I. Sí por la universalidad de las materias que
se trataban en el Consejo de Estado, y por pertenecer su presidencia a dicho monarca,
gozó de primacía, pero el Consejo Real conservó mucho más poder en sus manos. Su
superioridad de hechos se cimentó no sólo en su mayor antigüedad, sino también en el
hecho de que otros consejos, integrantes de este sistema polisinodial podían ser
considerados como hijuelas suyas. No obstante la razón última de la superioridad del
Consejo Real de Castilla, hay que buscarla fuera del ámbito institucional. Castilla era la
Corona preponderante de la Monarquía hispánica, y aunque hacía 1640 esa condición le
va a ser discutida, porque la decadencia demográfica y económica se cebó en Castilla, la
inercia a reconocer a Castilla su prepotencia se mantuvo. Es más, en el siglo XVIII, al
desaparecer con los decretos de Nueva Planta el Consejo de Aragón, el de Castilla creció
más en competencia al tener las funciones ahora del Consejo de Aragón.

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Durante los siglos XVI y XVII, observamos que la superioridad del Consejo de
Castilla se advierte en varios hechos:

- Su presidente que lo era además también de Cortes, del Consejo de Castilla y de


órdenes, y con frecuencia miembro del Consejo de Estado. Esta figura estuvo
considerada como primer magistrado del estado después del monarca.
- Los consejeros formaban parte de los Consejos de Cámara, de Órdenes, de
Hacienda, de Cruzada, de la Inquisición, y de Guerra. Los consejeros
inspeccionaban por vía de visita a los consejeros y a otros consejos.
Inspeccionaban también las Chancillerías, las universidades, y con frecuencia
eran elegidos como embajadores extraordinarios y se les cometía el estudio de
casos extraordinarios que se ofrecían dentro o incluso fuera de Castilla
- En cuanto a la composición del Consejo de Castilla, es importante recordar que
los nobles pugnaron por controlarlo, y que también las ciudades pidieron estar
representadas en el consejo. A la larga preponderó la tendencia, muy clara ya en
la reorganización del Consejo de Castilla por los Reyes Católicos, en 1480, a
letrados y juristas, técnicamente preparados en cuestiones de leyes. En las
ordenanzas de Felipe II de 1598, se estableció que formaran el Consejo, su
presidente y 16 consejeros letrados. Esta composición se completaba con la
presencia de un fiscal, de 6 relatores y de 6 escribanos de Cámara y otros oficiales
de menor importancia, y se conservó esta composición durante todo el siglo XVII,
si bien Carlos II elevó el número de consejeros a 20 en 1691.

La medianía social, procedentes de sectores medios, y la pericia en el derecho, son


las dos características más sobresalientes de los consejeros. Respecto a sus conocimientos
técnicos, hay que admitir que eran por lo general buenos juristas, con una experiencia
profesional en muchos casos larga, puesto que habían pasado antes por alguna chancillería
o por alguna audiencia, o habían formado parte de otros consejos, por lo que su llegada
al consejo de Castilla solía ser la culminación de su Cursus Honorum.

Hay que señalar que las competencias del consejo, aparte de ser muchas, eran
vistas y entendía en ellas las diferentes salas en que se dividía el Consejo. Esas salas desde
1598, fueron cuatro: una para los asuntos de gobierno y tres para asuntos de justicia.

- La Sala de Gobierno

Estaba compuesta por el presidente y cinco consejeros. Se ocupaba de cuanto


afectaba al gobierno del reino, pero incluso se ocupaba de cuestiones que iban más
allá de los territorios de Castilla, y se resolvía lo concerniente a la protección que el
Rey debía prestar a la Iglesia (conservación de hospitales, monasterios), y también
todo lo relativo a las universidades, de las que salían principalmente los letrados. Todo
lo relativo al fomento de la economía se ocupaba esta sala de gobierno: tasas de
precios, carestías, velaba por la conservación de los pósitos, se trataba de fomentar el
trato y el comercio, la labranza, la agricultura, del cuidado de montes, de la provisión
de pan y otros bastimentos… Se ocupaba de la política general, aunque más que de
las líneas generales de esa política.
71
Además de esto la sala de gobierno tenía encomendadas dos misiones: velar por
el cumplimiento y la observancia de las leyes dentro del propio consejo, en los otros
consejos y en los demás tribunales y justicias de Castilla. En segundo término la
segunda misión era la de resolver las competencias entre los diversos consejos o entre
cualquiera de ellos y los órganos judiciales ordinarios (corregidores, audiencias o
chancillerías). Se producían con frecuencia choques, conflictos de jurisdicción, y el
competente en entender estos choques era la Sala de Gobierno del Consejo de Castilla.

- La Primera Sala de Justicia o de Mil y Quinientas

La formaban otros cinco consejeros. Encargada de juzgar en apelación negocios


importantes sometidos a pena civil y entendía también en las residencias de los
corregimientos. Los corregidores cuando dejaban el cargo estaban sometidos a un
juicio de residencia. En esta sala se trataba de las retenciones de bulas, y tuviera
aplicación en los reinos de Castilla. Entendía también en pesquisas y visitas a distintas
instituciones, pero sobre todo entendía en pleitos, también en grado de apelación, de
naturaleza

- Sala de Provincia

Los seis restantes consejeros, hasta 16, componían por mitad las otras dos salas
que no tenían denominación específica, aunque con la práctica recibirían el nombre
de sala de Justicia y sala de Provincia. Entendía en todo lo que llegaba en apelación
de instancias inferiores en materia civil, es decir, pleitos ya vistos por alcaldes.

1. Lo gubernativo y lo judicial, no bien delimitados, aunque eran materias atribuidas


a la sala de gobierno y a las salas de justicia, pasaban en ocasiones a ser
competencia de la Sala Cruzada.
2. La segunda razón que impedía que ese reparto interno en salas fuese rígido, era la
exigencia de lograr un funcionamiento rápido del consejo. De este modo, cuando
llegaba un asunto, si una determinada sala que en principio debía entender en él,
estaba muy ocupada, pasaba a otra sala, para dar celeridad.
3. En tercer lugar, la interrelación de las salas tenía otra razón. Cuando en
determinadas salas existía un desacuerdo entre los miembros de esa sala, se
formaba cuerpo común entre ellos y los de otra sala, para elaborar y votar la
decisión final.
4. La más clara demostración de que aunque formalmente dividido en salas, el
consejo Real consistía un órgano unitario, era la actuación del consejo en forma
plenaria.

El Consejo en pleno, Presidente y 16 Consejeros, se reunía con el Rey en la


llamada consulta de los viernes, día este que en siglos anteriores, los reyes bajaban a
su consejo a hacer justicia personalmente. Una función judicial esta, de la que se

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guardaba todavía memoria viva. En estas reuniones o sesiones plenarias se trataba con
el rey los negocios de mayor consideración que en aquella semana se habían ofrecido,
y muy particularmente aquellos cuya resolución implicase dispensa o derogación de
ley, o la promulgación de una nueva ley. Aunque es el rey el que legisla, es el Consejo
Real el que acuerda el contenido de la nueva norma. Los autos acordados del Consejo
son estas decisiones normativas, consultadas al Rey, correspondiendo al rey la
promulgación de esa nueva norma.

También en las reuniones de los viernes trataba el consejo con el rey, previo
estudio, las peticiones elevadas por las Cortes, o cuando se crea, por la Comisión de
Millones. En el Consejo se decidía todo, pero siempre con la consulta al soberano,
que era el foco de todo poder.

También en estas reuniones de los viernes se veían asuntos de otra naturaleza. Por
ejemplo ciertas razones de los juicios de visitas o de residencia u otros negocios de
gobierno y justicia siempre que fueran de especial relevancia. También eran
sometidos a la consulta de los viernes los grandes proyectos de reforma legislativa,
como la intentada por el Conde Duque de Olivares en 1623. También se trató del
diagnóstico de la situación por la que atravesaba Castilla de recesión.

- Sala Quinta del Consejo

Con este impreciso nombre de Sala Quinta del Consejo se le denomina a la Sala
de Alcaldes de Casa y Corte, que tenía competencias allí donde estaba la corte. Tales
alcaldes (en el antiguo régimen los alcaldes son jueces, generalmente de lo criminal)
tenían poder en la corte y en un radio de acción de cinco leguas en torno a ellas, lo
que se conocía con el nombre de “rastro”. Estos alcaldes estaban encargados de
cuestiones de gobierno en este espacio, cuestiones de abastecimiento, y de policía,
término este que no solamente es lo relativo al orden público, sino a la humana
necesidad. Estos alcaldes en estos espacios entendían en cuestiones civiles, pero la
más elevada función de estos alcaldes de casa y corte ere la jurisdicción penal,
criminal. Dentro de este ámbito territorial, poseían la suprema jurisdicción criminal,
sin que hubiera posibilidad de apelación sino por ellos mismos. Por esta atribución de
la jurisdicción penal, se les dio el título de Sala del Consejo Real, y esta razón explica
también que los alcaldes de Casa y Corte, acudiesen con los demás consejeros de
Castilla a los actos festivos, a las funciones públicas, donde los alcaldes aparecían
junto a los consejeros de Castilla.

Esta Sala de Alcaldes la componían seis jueces, y en algunos momentos hasta


ocho jueces o alcaldes de lo criminal, un fiscal, cuatro escribanos de la cámara del
crimen, dos relatores, dos porteros y los temidos alguaciles de corte.

5.4.- Consejo de Cámara o Cámara de Castilla

Nace como rama o hijuela del Consejo de Castilla. Se ocupaba de consultar al


monarca cuestiones de gracia y merced, se encargaba de materias en que el soberano

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actuaba sin sumisión, sin sujeción al derecho. No hay un acta de creación del Consejo de
la Cámara, y no sabemos cuándo nace. Lo que debió de ocurrir es que el Monarca
acostumbraba a nombrar de entre los de su consejo o Consejo Real, a algunos consejeros
de especial confianza para que le asesorasen en estas decisiones relacionadas con la
merced, con la gracia y la provisión de oficios eclesiásticos y de oficios públicos. De estos
consejeros reunidos con el Rey en su propia cámara, se originó el consejo de la Cámara.
Conocemos una instrucción de Felipe II en 1588, pero para entonces el consejo ya existía
y esta fecho nos habla de la consolidación del consejo.

El consejo de la Cámara lo componían el presidente del Consejo Real de Castilla,


y tres o cuatro consejeros del mismo, número este que fue elevado a seis por Carlos II en
1691, aunque en realidad tres de esos consejeros tenían un carácter de suplentes. Se trata
de un pequeño consejo que trata de cuestiones relacionadas con la gracia y la merced, que
son ingrediente fundamental de la soberanía regia.

Este Consejo tenía tres secretarías: una secretaría de gracia, otra de justicia y otra
de patronato real.

- Secretaría de Gracia

Se tramitaban y resolvían las peticiones de indultos, perdones, facultades para


fundar mayorazgos, para conceder naturalizaciones a extranjeros, para legitimar hijos
naturales, hijos de clérigos… También a través de esta secretaría de gracia, se resolvía
la provisión de oficios que no llevaran inherente poder jurisdiccional. También se
tramitaban las renuncias de oficios.

- Secretaría de Justicia

Se consultiva la provisión de los oficios que llevaban anejos poder jurisdiccional.


Desde los simples corregidores, hasta los consejeros de Castilla recibían su título
tras haber sido consultado y despachado por la secretaría de justicia de la Cámara
de Castilla. Es decir, estos oficios, desde un corregidor, hasta un consejero del
consejo Real o del consejo de Castilla.

- Secretaría de Patronato

Oficios eclesiásticos, para los cuales el rey, asesorado por la Cámara, nombraba a
personas, para los arzobispados, obispados, abadías y otros beneficios
eclesiásticos.

La importancia de este íntimo consejo es grande por su influencia sobre la


voluntad soberana del monarca y por la facilidad con que de hecho, el Consejo de Cámara,
substituía la voluntad del monarca. La importancia de la Cámara por todo esto es
imponderable. Pese a todo hay que subrayar que la Cámara tenía solo un carácter
consultivo, pues en realidad, quien decidía era siempre el rey. De hecho, el poder de la
Cámara era grande.

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5.5.- Consejo de Indias

Es una hijuela del Consejo de Castilla, se trataban todas las cuestiones de gobierno
y de justicia del mundo indiano. En el siglo XVII, vinculado a este consejo, surgirá una
junta de guerra de Indias, formada por consejeros del Consejo de Guerra y de este Consejo
de Indias. También funcionaba una especie de Cámara de Indias, que consultaba al rey
cuestiones de gracia y merced relacionada con las Indias

5.6.- Consejo de Aragón

Es una réplica al Consejo de Castilla, y es de posterior creación, creándose en


1494, y estaba compuesto por su presidente, que era conocido con el nombre del
vicecanciller, y seis consejeros, que en este caso se les denomina regentes: dos del reino
de Aragón, dos del reino de Valencia y dos del Principado de Cataluña. Completaban la
planta de este consejo, un tesorero general, un protonotario, un fiscal, un teniente de
protonotario, cuatro secretarios y otros oficios menores.

Este consejo se ocupaba de todo lo que es de aquella Corona de Aragón, es decir,


de todo lo relativo al gobierno y justicia de la Corona de Aragón, excepto de las cuestiones
relacionadas con la guerra. Se ocupaba de la hacienda, de la provisión de oficios y de
gracias, de la justicia. Su organización se mantuvo prácticamente durante los siglos XVI
y XVII, con un cambio. El Vicecanciller, que era un jurista destacado, fue hasta 1622
natural de uno de los reinos de la Corona de Aragón. De alguna manera, en el
Vicecanciller, se personificaban los derechos de cada reino de la Corona y su defensa
frente al afán centralizador y castellanizante. A partir de 1622, Olivares decide nombrar,
a un castellano, no a un natural de alguno de los reinos de la Corona de Aragón, y así se
hará hasta 1646, incluso después de la caída de Olivares, y los reinos de esta Corona
protestaron en gran medida por este nombramiento. A finales del reinado de Carlos II,
también se nombrará a algún castellano.

5.7.- Consejo de Italia

Consejo de Italia se crea en 1556, y es una hijuela del Consejo de Aragón. Estaba
compuesto por un presidente, y seis consejeros que reciben también el nombre de
regentes: dos por el reino de Nápoles, dos por el reino de Sicilia y dos por el ducado de
Milán. Territorios a los que extendía su competencia, y estaba en la corte

5.8.- Consejo de Flandes

Consejo de Flandes fue creado en 1555 y reorganizado por Felipe IV en 1628.


Entendía en cuestiones relacionadas con el gobierno y justicia en los territorios flamencos

5.9.- Consejo de Portugal

El Consejo de Portugal se crea en 1582. Lo crea Felipe II, estando el propio rey
allí en Portugal. Como otros consejos territoriales este consejo cumplía la función de
enlace entre la Corte y la Corona Portuguesa. Se componía de un presidente, cuatro

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consejeros y dos secretarios. En este consejo se trataban cuestiones de Estado relativas a
las cuestiones de Portugal y sus colonias, cuestiones de guerra y de merced. Al producirse
la separación de este consejo desaparece y se consuma en el Tratado de Lisboa en 1668.

5.10.- Consejo de Órdenes

El Consejo de Órdenes se erige en 1495, cuando el pontífice deja a los reyes la


administración de las órdenes militares. Después se concederá el maestrazgo de la misma
a Carlos V por parte del papa Adriano. Se hace para entender en el gobierno y la
administración de justicia en los territorios de las órdenes, que lo componían en 1523 dos
ciudades, 221 villas y 75 aldeas.

Con competencia en justicia como tribunal supremo en lo temporal, pero también


como tribunal eclesiástico, en pleitos en los que estuviesen involucrados religiosos,
religiosas y caballeros de hábito. En justicia ordinaria era lo que el obispo era en su
respectiva diócesis, entendiendo en causas eclesiásticas. Los caballeros de hábito no eran
eclesiásticos, eran laicos. En el nombramiento de las encomiendas entendía también el
Consejo, y también tenía una competencia que eran las pruebas para la entrada a un hábito
de la orden militar.

Este consejo lo componía un presidente y siete consejeros oidores, un fiscal y un


secretario. Y desde el punto de vista funcional, se dividía en dos salas: una de gobierno y
otra de justicia.

5.11.- Consejo de Cruzada

Fue creado para recaudar y administrar las llamadas tres gracias: las concesiones
pontificias al monarca español que suponían unos ingresos relativamente cuantiosas. Esas
Tres Gracias, amén de las Tercias que provenían en la época medieval, se dividían en
nueve partes. Aparte de las Tercias el monarca español recibe esas Tres Gracias, cuya
administración y gestión correspondía al consejo de cruzada: el subsidio de galeras, el
excusado y la bula de cruzada. El consejo de la cruzada administraba justicia con todo lo
que tenía que ver con él.

Estaba formada por un presidente, con título de Comisario general de la cruzada,


y cuatro consejeros, de los cuales: dos del Consejo de Castilla, uno del Consejo de Aragón
y otro del Consejo de Indias.

5.12.- Consejo de la Suprema Inquisición

Un Consejo que estuvo siempre presidido y dominado por el Inquisidor Real,


máxima autoridad inquisitorial, aunque el título venía a través de una bula que expedía el
pontífice, para ratificar el nombramiento. La Inquisición estaba presente en los reinos
ibéricos y en sus dependencias americanas y africanas, así como en Sicilia. En Milán no
había inquisición y en Flandes tampoco. El que estuviera presente la Inquisición en
muchos de los territorios de Castilla no dejaba de ser una proclamación de la realeza. Su
misión era la defensa de la fe y se extendía a todos os hábitos de la vida. Al principio fue

76
una herramienta contra los herejes y relapso, y los clientes de la Inquisición eran los
moriscos, los criptojudíos, y también en principio la Inquisición pondrá sus ojos en esos
núcleos de protestantes, que en torno a 1559 aparecen en algunos núcleos de población
como Sevilla o Valladolid (“el Hereje”).

La Inquisición después ampliará después sus competencias a otros delitos que no


tenían que ver con la fe sino la moral (sodomía, blasfemia…). Fue una institución de
naturaleza jurídica mixta. El Santo Oficio fue una institución que daba un poder de
excepción a la Corona, algo que percibieron los poderes urbanos ibéricos cuando se les
impuso el nuevo tribunal. Cuando Antonio Pérez huye a Aragón y quiere ampararse en
los fueron aragoneses, Felipe II trata de que sea devuelto. El rey acude entonces al a
Inquisición para prender a Antonio Pérez.

Este Consejo alcanzó en los siglos XVII un enorme poder sobre las tribunas
territoriales. El tribunal de mayor extensión dentro de la Península era el que tenía su sede
en Valladolid. El consejo de Inquisición fue ejerciendo cada vez más poder sobre las
tribunas territoriales, y se dice que curiosamente, porque hay cada vez menos causas que
atender, pero la Inquisición se impone a las tribunas territoriales, ordenando que la
ejecución de las sentencias se haga después del permiso del Consejo de la Suprema.

El Inquisidor general sin comunicarlo con los otros miembros del Consejo,
proveía todas las plazas de los tribunales de distrito y consultaba al rey, los
nombramientos de los miembros del Consejo, cuya actividad principal consistió en el
gobierno y dirección del aparato inquisitorial y también el consejo de la Suprema era
tribunal superior al que podía recurrirse en grado de apelación. Era un consejo pequeño,
el presidente, el inquisidor general, tres consejeros, y con Fernando Valdés, el número de
tres pasa a cuatro, y en el siglo XVII serán cinco los consejeros. Por debajo existía un sin
número de comisarios, calificadores, consultores, alguaciles, familiares… se reunían
todos los días por las mañanas de los días ordinarios y tres días encargados de los pleitos
públicos. A partir de 1632 estaban obligados los tribunales de distrito de enviar las
sentencias para que fueran ejecutadas que se revisaban en el tribunal de la suprema.
Desaparece en 1820 se restablece y desaparece definitivamente en 1834.

5.13.- Consejo de Hacienda

De allí salían buena parte de los ingresos. El consejo de Hacienda se creó en 1523,
y fue objeto de complejas y sucesivas reformas a lo largo del siglo XVI. De hecho, las
ordenanzas de este consejo no serían ordenadas a la categoría de ley hasta 1593.
Circunstancia esta que permite albergar ciertas dudas con la autoridad del consejo y los
consejeros. No fue, de hecho un consejo como los demás hasta 1593.

Hasta 1602, año en que se publicaron una nueva ordenanzas, el consejo de


Hacienda y la Contaduría Mayor de Hacienda, formaban dos tribunales separados,
encargados de la administración por mayor y por menor de la Hacienda Real.
Precisamente, en las ordenanzas de este año, de 16 de octubre de 1602, se manda que
estos dos organismos, se fundan y “sean solo un tribunal que se llame Consejo de

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Hacienda y Contaduría Mayor de ella, encargado de la administración, beneficio y
cobranza de al Real Hacienda, sin distinguir entre el por mayor y el por menor”.

Este Consejo de Hacienda, que incluye la Contaduría Mayor, estaba compuesto


por un presidente y ocho consejeros. En él, asistían a su vez como asociados, dos
consejeros miembros del Consejo de Castilla, interpenetración de consejos, y los asuntos
de este consejo se tramitaban a través de dos secretarías. Para ejecutar y llevar la cuenta
y razón de lo dispuesto en el Consejo y Contaduría Real de Hacienda, existían a su vez,
los contadores, que los había de diferentes clases según la función que cumplieran: había
contadores de libros, de relaciones, de mercedes, los del sueldo, y los de rentas y
quitaciones, denominaciones que hoy vemos en la estructura del archivo de Simancas.
Además existía un escribano mayor de rentas, ante quien pasaban las escrituras que el
consejo hacía con particulares, desde el arrendamiento de rentas. También existía un
tesorero general, un fiscal, y porteros y alguaciles, todos ellos completaban la planta del
consejo.

Pero además de este ya complejo organismo, vinculados al consejo y presididos


por su mismo presidente, existían otros tres organismos o tribunales: por un lado el
Tribunal de Oidores; en segundo lugar, la Contaduría Mayor de Cuentas; y desde su
incorporación el Tribunal de Millones.

- Tribunal de Oidores

Se encargaba de lo contencioso y estaba formado por cinco oidores y el fiscal del


consejo, y era su misión de los pleitos que resultaban sobre rentas, derechos fiscales
o impagos, y también de los fraudes contra la Hacienda. En segunda instancia se podía
apelar al propio tribunal pero estando asistido este, por dos consejeros de Castilla.

- Contaduría Mayor de Cuentas

Era un tribunal inspector e interventor, fiscalizaba las cuentas. Ante este tribunal,
rendían cuentas todos los tesoreros, receptores, arrendatarios y todos los ministros y
oficiales, desde virreyes hasta el más modesto oficial en cuyo poder hubiere entrado
hacienda del rey. En este tribunal, servían cuatro contadores y un fiscal, a cuyas
órdenes estaban los contadores de resultas y los llamados contadores entretenidos, en
un número que varío con el tiempo, y a comienzos del siglo XVII había 24 contadores
de resultas.

- Tribunal de Millones

Alude al servicio de Millones que a partir del siglo XVII, el reino junto con las
cortes concede con regularidad. Desde el momento de que la Comisión de
Millones, pasa al Consejo de Hacienda existe un Tribunal de Millones, compuesto
por cuatro consejeros del Consejo de Hacienda, y cuatro procuradores de las
Cortes, que tienen el nombre de comisarios.

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Por un decreto de 31 de enero de 1687, se creó el oficio de superintendente general
de la Real Hacienda, que viene a ser el antecedente del secretario de estado y del despacho
de Hacienda que se conocerá en el siglo XVIII, siendo el antecedente más remoto de los
ministros de hacienda actuales. En 1661, se puso al frente de cada provincia de Castilla,
un superintendente de provincia. A partir de esta fecha, el control de la Hacienda de
Castilla, pasó en gran parte, de manos del Consejo de Hacienda a las de estos nuevos
oficiales.

Todo organismo burocrático tiende a reproducirse y dar origen a instituciones


inferiores, de idéntica estructura y a ser posible, subordinadas a él. Esta especie de ley
general de la burocracia, se cumplió también en el caso de los Consejos. Ya en el siglo
XVI, pero en mucha mayor medida en el XVII, aparecen las Juntas, órganos colegiados
formados con algunos miembros de dos o más consejos, de composición numérica
reducida, de menor infraestructura oficinesca, y desde luego de escasa estabilidad,
duración. Lo que se pretendía con estas juntas era tratar por parte de los validos, de
quebrantar la estructura de poder de los Consejos, dando origen a una estructura más
fácilmente dominable por los propios validos, y con estas juntas se pretendía combatir y
superar los defectos de los consejos (lentitud, desunión entre los consejos, pretensiones
de poder…), de ahí que las juntas se hiciesen con consejeros de dos o más consejos.

Esta proliferación de órganos produjo más confusión y roces que coordinación. El


sistema de consejos ya entrado el siglo XVII no funcionaba bien, y se resentía de muchos
defectos, pero no funcionaba bien ni con juntas ni sin ellas. Se producían muchos choques
de competencias y jurisdicción, eran lentos en la resolución de problemas, el arbitrismo
había campado por sus anchas en los consejos, apareciendo como un muro burocrático
impenetrable. No obstante, este sistema de consejos, gobernaba todo el inmenso mundo
de la monarquía hispánica. El número de consejeros y de oficiales de los consejos, nunca
fue muy elevado. El número de consejeros en sentido estricto, era más bien pequeño, ya
que muchos de los consejeros estaban en tres o cuatro consejos. En 1623, según González
Dávila autor del “Tratado de las Grandezas”, eran menos de 100 los consejeros en todos
los Consejos de la corte. En 1708, el número de consejeros de los consejos de Castilla,
Aragón, Italia, Aragón, Hacienda, Indias y Órdenes, era un poco mayor, 108. Aunque hay
una inflación del número de consejeros con el reinado de Carlos II, pero en todo caso no
son mucho los consejeros. Los que sí eran muchos el número de consejos y juntas, sobre
añadidas. La hipertrofia del sistema, se produjo más por el número de órganos colegiados
y por su defectuosa coordinación, que por el número de consejeros, que nunca pasaron de
ser unos pocos, eso sí, muy poderosos, constituyendo una oligarquía de poder de facto.
Comparado con el enorme imperio que debía regir, la administración cortesana a partir
de consejos, era muy limitada, por lo que hoy día, la historiografía ha desterrado el mito
de que aquella fuera una monarquía burocrática. Sorprende que unos pocos, asistidos por
unos pocos oficiales, tuvieran sobre sus hombros el gobierno de la monarquía hispánica.

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TEMA 6.- LA ADMINISTRACIÓN VIRREINAL: LOS
CONSEJOS DE LOS REINOS

Este armazón institucional en la corte regia de Madrid, se reproducía en parte en


las cortes virreinales, que podemos considerar también como centros de la Monarquía. El
Virrey o gobernador general, según que territorios, asumía la representación de la figura
del rey, era el alter ego del rey. Asumía esta representación junto con las representaciones
de justicia propias de cada territorio que podían haber sido reformadas a principios de la
Edad Moderna. Los delegados regios, en otros reinos, estados, se veían asistidos por una
organización administrativa, más o menos desarrollada. lOs ejemplos más notables los
encontramos en el reino de Nápoles y en los Países Bajos, donde acompañaban al virrey
o al gobernador general, que reciben el nombre de consejos colaterales. Entre estos
consejos, había o de Estado, un Consejo de Finanzas o Hacienda, un Consejo Privado del
Rey, que entendía en cuestiones de gracia y merced, Un Consejo Supremo de Justicia,
para atender en cuestiones de apelación, Un Consejo de Guerra y otros consejos
particulares de las provincias integrantes.

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Se desarrolló una administración que traducía los elementos correspondientes a la
autoridad regia, pero en todos estos territorios encontramos al menos Un tribunal superior
de justicia, un consejo de justicia, una institución encargada del consejo de hacienda, un
organismo destinado al ejercicio de la gracia, y otros dedicados a la coordinación de la
defensa y administración. Por ello, cabe hablar de otros centros de la Monarquía, haciendo
referencia a la Monarquía policéntrica.

TEMA 7.- LA PROYECCIÓN SOBRE EL TERRITORIO. LOS TRIBUNALES DEL


REY

El rey se hacía presente en los miembros de su monarquía, también mediantes sus


tribunales. La administración de justicia, emanaba del rey como soberano y supremo juez,
aunque la delegase de forma ordinaria en sus tribunales. Más que la función de rey
legislador, la que se ejerció por parte de los soberanos fue sobre todo la función de rey
juez, antes que gobernante. El rey constituía el referente y el motor último, aunque no el
único, de la pirámide judicial. Por ello, dos grandes principios informaban a esa pirámide
judicial:

- El principio de control jurisdiccional jerárquico, según el cual, los tribunales


superiores, excedían su competencia sobre los inferiores.
- El otro principio es el de la justicia retenida por el rey, según el cual, de la misma
manera que el rey delegaba su jurisdicción en los tribunales reales, en cualquier
momento podía avocar para sí, una causa e inhibir al tribunal que le competía
juzgar esa causa. El rey tenía la suprema jurisdicción y podía traer así cualquier
pleito que se estuviera sustanciando en otro tribunal.

En los tribunales reales se impuso el principio de la colegialidad de los jueces. Los


jueces conformaban un colegio y las decisiones se tomaban por mayoría de votos. El
nombramiento de estos jueces dependía siempre del monarca, que los designaba previo
informe de la Cámara de Castilla o, en su caso, o previo informe de los consejos
territoriales correspondientes.

En la Monarquía de España, la administración de justicia fue suficientemente


potente y los reyes no tuvieron que recurrir, salvo en algunos momentos del reinado de
Carlos V y del de Felipe V, a otras formas de adquisición de carisma, como pudiera ser
la del ejercicio de la guerra. Precisamente la impartición de justicia, impartida por y en
nombre del rey, reforzaba la base social de su dominación, ya que quienes apelaban a las
múltiples instancias judiciales, reconocían explícitamente la autoridad arbitral del
soberano sobre sus demandas y consecuentemente sobre sus estatus. Junto con las
instituciones eclesiásticas, presentes por doquier, la dominación regia llegaba a la
población a través de una administración que reclamaba el monopolio de la legitimación,
y generalmente el monopolio del ejercicio de la justicia. Los monarcas utilizaron los
tribunales reales para afianzar su posición y hacer sentir su presencia en todas partes.

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1.- Tribunales de Apelación en Castilla
1.1.- Chancillerías de Valladolid y Sevilla

Una etapa intermedia entre los consejos y el rey, eran los tribunales de apelación,
desarrollados sobre el territorio, fuera el consejo de justicia de Malinas, las chancillerías
y audiencias en Castilla, el Senado en Milán, las Audiencias en las Indias… Estas
instituciones, estaban integradas por profesionales con una alta cualificación en derecho.
En la Corona de Castilla, por ejemplo, funcionaron dos grandes chancillerías,
competentes al norte y al sur del río Tajo.

- La Chancillería de Valladolid, reformada en 1489, y que en principio fue única,


pero enseguida.
- A fínales del siglo XV, se crea otra chancillería, con sede en principio en Ciudad
Real, aunque enseguida se traslada a Granada.

En cada una de ellas, trabajaban entre 25 y 35 letrados superiores, es decir,


oidores, jueces de lo civil, alcaldes del crimen, jueces de lo criminal y fiscales,
organizados en salas especializadas. Había cuatro salas de lo civil, una sala de lo criminal,
una sala de hijosdalgo, que entendía en todas las cuestiones a pleitos de hidalguía, y
además en Valladolid, la sala de Vizcaya que entendía en aquellos pleitos en los que
intervenía como parte, vizcaínos que residieran fuera del señorío de Vizcaya, o en
aquellos pleitos sustanciales en primera o en segunda instancia del señorío de Vizcaya.

Además, había en cada una de esas chancillerías, más de un centenar de infra


letrados, entre relatores, escribanos, procuradores… y por supuesto, después estaba el
personal subalterno constituido por porteros, alguaciles…

1.2.- Audiencias. Galicia, Sevilla, Canarias

Por debajo de las chancillerías, estaban las Audiencias: de Galicia (1480); de


Sevilla (1525); y la de Canarias (1526). Audiencias con 6, 12 alcaldes y oidores en cada
una, y que eran tribunales de menor categoría que las chancillerías, a las que se podía
apelar desde esas audiencias.

Chancillerías y Audiencias, salvo excepciones veían las causas en segunda


instancia, en grado de apelación desde las justicias ordinarias inferiores. De las
chancillerías, que eran tribunales supremos, solo cabía, la suplicación, al Consejo Real de
Castilla.

2.- Tribunales de Apelación. Aragón


2.1.- Audiencias. Aragón, Cataluña, Valencia, Cerdeña y Mallorca.

En la Corona de Aragón, las audiencias de Aragón y Cataluña, que se establecen


en 1493, se crearon a petición de las cortes. En cambio, las audiencias de Valencia (1507),
Cerdeña (1564) y Mallorca (1571), fueron creación del rey. El número de oidores y

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alcaldes (jueces de lo civil y lo criminal), se duplicó para estabilizarse entre 10 y 20. Al
igual que en Castilla, estas audiencias veían en grado de apelación, causas sustanciadas
en tribunales inferiores. Además, las audiencias de Aragón y Cataluña eran supremas y
ofrecieron una gran autoridad, oscureciendo el papel del justicia, y erigiéndose como
intérpretes de los fueros, en su labor de crear jurisprudencia en el caso de la Audiencia de
Cataluña.

3.- Tribunales Ordinarios


3.1.- Los Corregidores en Castilla

Por debajo de esta justicia de apelación, el gobierno cotidiano correspondía a una


administración territorial que asumía la práctica del poder real. Se encargaba en primer
lugar la de justicia, pero también la defensa, la fiscalidad y la guerra. Esta administración,
podía encarnarse en la figura del gobernador provincial, en los Países Bajos; en la figura
del castellano o gobernador en muchas ciudades flamencas; o en el bailío en la Corona de
Aragón. Todas estas figuras, eran jueces en primera o segunda instancia, designados por
el rey, o por el alter ego del rey. Aunque en ocasiones, dichos nombramientos se hacían
dentro de familias que casi patrimonializaban los cargos. A diferencia de los integrantes
de los altos tribunales, el reclutamiento de este tipo de delegados se realizaba a menudo
entre la nobleza local o los legados de carrera intermedia o simplemente los veteranos del
servicio de las armas.

En la Corona de Castilla hubo oficiales regios que actuaban como primera


instancia judicial o segunda si esta recaía en os alcaldes ordinarios de las ciudades y villas.
Estos corregidores, participaban en el gobierno de las grandes ciudades y de sus entornos
respectivos y también en el gobierno de algunas provincias enteras, como es el caso, de
Guipúzcoa, Álava. Hubo en Castilla entre 60 y 80 corregimientos, dependientes del
Consejo de Castilla, que era quien nombraba a estos corregidores. Esta institución, había
sido especialmente reforzada durante el reinado de los Reyes católicos, los corregidores
no eran necesariamente letrados, con una formación universitaria en leyes, sino que
muchos de ellos procedían de las filas de la nobleza o del ejército, eran los llamados
corregidores de capa y espada, en cuyo caso, se hacían acompañar de un lugarteniente o
teniente de corregidor, letrado.

El control ejecutivo sobre el territorio de estos corregidores, era en realidad


limitado. Contaban con apenas una veintena de dependientes, con lo cual el corregidor
necesitaba para poder ejercer su cargo, de los recursos y la colaboración de las
instituciones locales, que coordinaba y vigilaba. Las funciones de estos corregidores eran
muy amplias. El corregidor podía ser jefe de guerra, juez en primera o en segunda
instancia, era también supervisor del pago de impuestos y servicios y por supuesto era el
agente político sobre el territorio, ya que a él le correspondía desarrollar a escala local la
negociación sobre la contribución fiscal. Su función de control administrativo y político
sobre los concejos, sobre todo en las ciudades de voto en cortes, aumentó a medida que
fue avanzando el periodo moderno, en contrapartida, el corregidor también actuó como

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portavoz de su distrito jurisdiccional y portavoz de las demandas de los habitantes que
vivían en ese distrito ante la corte. Por debajo del corregidor, se encontraban los alcaldes
ordinarios, con atribuciones judiciales, y entonces estos constituirían la primera instancia
judicial, y también por debajo de ellos una serie de alguaciles.

El monarca que no administra directamente la justicia, son que lo delega en sus


tribunales, supervisaba al actuación de estos, de los tribunales y jueces ordinarios,
mediante otro tipo de jueces, investidos con poderes excepcionales, autorizados, mediante
comisiones extraordinarias, es decir, supervisaba, vigilaba, la actuación de los jueces
ordinarios, mediante otros jueces llamados jueces de comisión. Estos jueces, recibían
distintos nombres, que hacen referencia a su cometido: jueces pesquisidores, jueces
visitadores y jueces de residencia. Los dos últimos (visitadores y de residencia) fueron
los más habituales en los siglos XVI y XVII, y aunque sus atribuciones eran similares no
hay que confundirlos.

3.2.- Juicios de Visitas

El visitador era un agente del rey provisto de una comisión que le facultaba para
visitar los tribunales y ministros que ejercían su jurisdicción en un determinado lugar o
territorio. Si la comisión se extendía por todos los tribunales existentes en el territorio de
aplicación de la comisión, se trataba de una visita general y si la actuación de ese juez se
circunscribía a una institución a magistratura, se trataba entonces de una visita particular.
De hecho, los visitadores no juzgaban, dado que no sentenciaban los procesos que
iniciaban, únicamente establecían cargos y sustanciaban la causa dejándola lista para
sentencia, una sentencia que fallaba un juez superior, generalmente los consejos de la
corte y el propio monarca. Las visitas, servían sobre todo, para controlar y disciplinar a
los oficiales, para exigirles responsabilidades por las irregularidades cometidas. Por eso,
la ejecución de una visita, no implicaba necesariamente suspensión de los jueces y
ministros visitados en el ejercicio de sus oficios.

3.3.- Juicios de Residencia

La exigencia de responsabilidades y la reparación a los particulares derivados de


su actuación, eran más propias de los juicios de residencia. Los ministros del rey, y
especialmente aquellos que tenían funciones de justicia, estaban obligados a dar cuenta
de su administración a título particular, por lo que eran residenciados al término del
ejercicio de sus cargos, por esta razón se hallaban sus pendidos de sus oficios y
permanecían en el lugar mientras duraba el proceso judicial que examinaba su labor. Lo
normal es que este juicio se nombrar a instancia de parte. Los administrados eran
invitados a presentar sus denuncias ante el juez de residencia y el acusado, podía alegar
en contra, aportando documentos y testigos de descarga. También caía la actuación
inquisitiva, y en estos casos la identidad de los denunciantes no transcendía, lo mismo
que la identidad de los testigos que declaraban en estos juicios de residencia. La finalidad
de estos juicios, era sustanciar las responsabilidades civiles y penales en las que hubieran
podido incurrir los oficiales del rey durante el desempeño del cargo.

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4.- Tribunales Señoriales
Los límites del señorío no dejan de ampliarse a lo largo de toda la etapa moderna.
Sí el señor ejerce las funciones del rey en ese espacio, está de alguna manera, socavando
el poder del rey. Se deben de considerar los señoríos como un escalón fundamental de la
proyección de la monarquía sobre el territorio. Una vez que la gran nobleza abandonó,
salvo quizás en los Países Bajos, su intento de cuestionar la autoridad regia, su inserción
en la administración real les convirtió en agentes jurisdiccionales del rey. Son sustitutos
del rey, en sus señoríos, se subrogan en el lugar del rey en sus señoríos, en materia de
jurisdicción y en otras materias. Los señores pueden nombrar oficiales de justicia,
alcaldes ordinarios e incluso alcaldes mayores, que reciben el nombre de corregidores.
Estos oficiales de justicia nombrados por el señor, permanecían subordinados a los
tribunales de apelación real, puesto que al rey corresponde la suprema jurisdicción, y se
puede apelar, no solo desde los tribunales reales inferiores sino desde los tribunales reales.
En ese ejercicio jurisdiccional hay que ver a los señores como complemento en la
jurisdicción del monarca.

La jurisdicción señorial es, por tanto, subrogada. El señor sustituye al rey en esta
manera pero está sometido a su supremacía. En todo lo relativo a la organización militar,
la nobleza desde la década de 1520, tras los episodios de las Comunidades, sabía muy
bien que la única forma de seguir desempeñando un papel social destacable era desarrollar
esta forma de colaboración con el rey y participar como hombres del rey, no solo en la
gestión de la dominación de sus propios vasallos, sino también en la administración y la
milicia, buscando de esta manera, en el favor regio, el acceso a la gracia del rey, lo que
les permitía mantener y ampliar un patronato que el que podían generar con sus propios
recursos. Esto hacía que la base feudal se completara y ampliara mediante la creación de
fidelidades por la creación a puestos públicos de sus clientes, por lo que cada vez se hizo
más necesario invertir en servicio al rey, y de esta inversión se podrían obtener
importantes beneficios, para ellos mismos y para sus clientes. Lo mismo podemos decir
de los encomenderos de América, y de la propia nobleza de origen prehispánica, que vio
reconocida su posición de cacicazgo durante gran parte del periodo colonial y gozó de
una posición preeminente gracias a que asumió la nueva religión, la hegemonía de los
españoles, la lealtad de ese rey al otro lado del océano. Esta nobleza prehispánica a la que
se va a reconocer su posición sirvió como intermediaria en la dominación en el territorio
americano donde la presencia del rey nunca fue una realidad, hacen de intermediarios.

TEMA 8.- LOS PODERES TERRITORIALES: CORTES, REINOS Y CIUDADES.


¿ENFRENTAMIENTO O COLABORACIÓN, OPOSICIÓN O COMPROMISO?

Poder soberano supone poder superior, lo cual implica la existencia de otros


poderes (nobleza, oligarquías urbanas, de las asambleas representativas…). Privilegio y
autonomía corporativa, caracterizaban en los siglos XVI y XVII, el funcionamiento de la
sociedad política, de un modo, que hoy día nos puede resultar extraño. En la actualidad
estamos acostumbrados a pensar como hombres iguales ante la ley, como hombres que
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nos relacionamos directamente con el Estado, como individuos o como ciudadanos
individuales, pero esto no era así en el antiguo Régimen. Lo propio era la concurrencia
jurisdiccional y política de diversos factores políticos no individuales, y la concurrencia
de sus derechos particulares. Todos ellos interactuando bajo el arbitraje del rey como
soberano, cuya soberanía se reconoce.

Desde una perspectiva territorial y en un primer escalón, las familias, se agrupaban


en comunidades que adoptaban formas variadas: unas veces eran ciudades, otras veces
eran villas, pero también tierras, valles… Estas comunidades, también llamadas
universidades o repúblicas, existían por sí mismas desde antiguo y se regían por normas
particulares, no solo dependían de fueros y privilegios dados por los reyes, sino así mismo
de ordenanzas y concordias de elaboración propias y de la costumbre. Se regían por sus
propias constituciones que esas mismas repúblicas habían dado así mismas. El derecho
común reconocía a estas comunidades una amplia capacidad para organizarse y valerse
por sí mismas de tal manera que cada comunidad pudiera cumplir sus fines propios. El
rey como jueza soberano, debía velar exclusivamente por la justicia, evitando los abusos
de los poderosos, limitándose a ser árbitro en las disputas, salvaguardando siempre la paz
y el bien común.

A un nivel superior estaba el reino como comunidad de comunidades y bajo el


gobierno de un soberano. Este reino se encarnaba en las asambleas parlamentarias
(Cortes, Parlamentos o Estados Generales en los Países Bajos). Los teóricos políticos
coincidían en que los súbditos debían al rey: auxilium y consilium (auxiliar al rey de forma
militar o pecuniaria, a través de impuestos; y prestarle consejo), pero también a través del
reino que se encontraba en las Cortes. De manera que el rey tuviera los recursos materiales
e intelectuales precisos para mantener esa justicia y esa paz en sus reinos.

1.- Ciudades, villas y lugares


En una sociedad y en una economía muy fragmentada como eran las del Antiguo
Régimen, en el XVI y XVII, el gobierno local atendía por sí solo a casi todas las
necesidades inmediatas de sus habitantes. Los gobiernos locales, los ayuntamientos,
administraban los bienes de propios y valdíos, comunes de cada localidad. También
organizaban la producción y los intercambios. Los gobiernos locales aseguraban el
abastecimiento, de bienes esenciales y proveían a las necesidades educativas, sanitarias,
festivas, y a las necesidades también de beneficencia e incluso también de defensa y
fomentaban las obras públicas. Para organizar la vida en común los gobiernos locales
gozaban de amplia capacidad normativa, es decir, legislar, crear sus propias normas,
ordenanzas, para convivir a esa escala local, mediante acuerdos tomados en los
ayuntamientos, concejos y reflejados en las ordenanzas locales, una especie de
constitución de los pueblos a las que se remitían una y otra vez y podían modificarse a lo
largo del tiempo. Todo esto, constituía el gobierno económico, que se diferenciaba de la
administración de justicia en primera instancia, que también ostentaban los concejos pues
nombraban ellos los jueces de primera instancia.

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Las formas en que se organizaban los ayuntamientos eran variadísimas, sobre todo
si prestamos atención a los distintos territorios de la monarquía, pero aunque nos fijemos
en los reinos peninsulares, las variaciones de organización política local eran grandes y
los reyes en manera alguna pretendieron modificar esas formas de organización en aras
de una pretendida uniformización que no estuvo nunca en su cabeza, conformándose con
supervisar esas formas de organización, aprovechando los recursos de los que disponían
para intervenir a fondo solo en circunstancias excepcionales, dejaron hacer y respetaron
la organización administrativa de las ciudades.

- Castilla

En Castilla, al frente de las principales ciudades había corregidores designados


por el monarca, que tenían atribuciones judiciales, llamados también “justicias”, pero
también atribuciones gubernativas, fiscales, militares… ejerciendo un control sobre
sus regimientos, constituidos por regidores que llegado el XVI son oficios
patrimonializados, son cabeza de corregimiento.

- Navarra

En Navarra y la Corona de Aragón, los tribunales reales vigilaban las listas de


personas entre las que se sorteaban los cargos. En cualquier caso el rey directamente,
o a través de sus corregidores y virreyes otorgaba las varas de justicia a los alcaldes.
Pero las comunidades, sobre todo las más ricas, se gobernaban por sus élites naturales
y lo hacían además con una amplia autonomía.

Los gobiernos locales en la Península, resultaban más aristocráticos y más


influenciables por el rey en la corona de Castilla que en la Corona de Aragón, donde la
representación burguesa y artesana en los gobiernos locales y la autonomía municipal de
esos gobiernos se mantuvieron más vigorosas, pero en ambos casos, tuvo lugar una misma
tendencia a una oligarquización creciente, sobre todo en aquellas ciudades principales
donde se asentó la nobleza y una burguesía acomodada. Apoyándose en los principios de
lealtad, de estabilidad, de permanencia y orden, este grupo poderoso, patriciado urbano
que tiende al ennoblecimiento, pudieron comenzar a presentarse e imaginarse así mismas
como una élite que ocupaba el poder naturalmente, que le correspondía casi por derecho
natural.

1.1.- Formas de organización de gobierno municipal

- Castilla

Las villas conservaron formas abiertas de participación vecinal, o por lo menos


conservaron algunas formas de participación vecinal. En la Corona de Castilla desde
las reformas de Alfonso XI, se había extendido el sistema de regimiento cerrado, lo
que venía a ser la desembocadura de un proceso anterior. Frente a los antiguos
ayuntamientos abiertos, donde las decisiones se tomaban por las asambleas de
vecinos, el regimiento cerrado era una corporación con un número limitado de
regidores, entre 10 y 30 regidores según la localidad. Un regimiento integrado por

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unas pocas personas que ejercía todo el poder. En los concejos andaluces recibían el
nombre de Veinticuatros, porque ese era su número. Estas regidurías, en las ciudades
medianas y grandes eran vitalicias, pero que se podían renunciar si se cumplían una
serie de requisitos en otra persona, por ello permanecían vinculadas a unas familias,
que permanecían a la oligarquía urbana. Generalmente las renuncias se hacían cuando
la persona era mayor, aunque no siempre. El renunciante debía sobrevivir a menos 20
días desde el momento de la renuncia y el renunciatario debía acudir a la corte para
que ese oficio le fuera confirmado también en un plazo de días. El mecanismo de las
renuncias, hizo que en la práctica, regidurías vitalicias, se intercambió en regidurías
perpetuas, renunciando normalmente en un hijo o en un miembro de la misma familia,
creándose así una oligarquización.

A partir de 1543, se van a crear más oficios de regidores, pero vendiéndolos, y


además se van a obtener unos beneficios económicos. A partir de este año se ponen a
la venta los oficios de regidores, primero se venden con una limitación temporal, por
una vida, dos vidas o tres vidas, pero enseguida estos oficios van a venderse perpetuos.
Estos oficios los compran aquellos que tienen dinero, representantes de la mediana o
pequeña nobleza local, o también los burgueses, que ven en ello un ascenso social.
Los oficios se patrimonializan, propiedad de familias que los han comprado,
ocurriendo esto en Castilla.

En las ciudades al Sur del Tajo, sobre todo Andalucía, junto al cabildo o
ayuntamiento de regidores, existía también un cabildo o ayuntamiento de jurados, que
durante la baja edad media mantienen una conexión con sus representados, unos
oficios que ya en el siglo XVI, dejan de ser electivos, y se patrimonializan al igual
que las regidurías y fueron ocupados también por una oligarquía, restringiéndose la
defensa de los intereses del común por estos.

- Aragón

En la Corona de Aragón y también en Navarra el sistema habitual de gobierno


descansaba en la insaculación, renovándose anualmente mediante la extracción de
bolas por la mano inocente de un niño, de una bolsa que habían sido previamente
insaculados una serie de nombres. Lo decisivo era estar en el saco, estar en las listas
de sorteables, y había bolsas para cada uno de los oficios (conseiers o jurats, síndico,
el racional (mayordomo económico). Estar en una u otra bolsa dependía de muchas
cuestiones: si se sabía castellano, si s e estaba alfabetizado. El rey lo controlaba a
través de las audiencias y podía controlar los nombres que entraban en las bolsas. Los
procesos de oligarquización también se dan en este proceso electivo.

Estos dos sistemas de Castilla y Aragón, no agotan la rica variedad de sistemas


existentes. Había sistemas más comunitarios, pero estos sistemas habían quedado
reducidos a pueblos muy pequeños del norte peninsular tanto en Castilla como en Aragón.
Eran unos sistemas según los cuales los oficios se ejercían por turno por casas, y cada año
correspondía a tales casas el ejercicio de los cargos, de modo que todos los vecinos
participaban del gobierno municipal. Y más comunitario aún, eran elegidos los oficios,
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perviviendo este sistema, en los concejos abiertos, asambleas de vecinos que eligen a los
cargos municipales.

- Otros lugares

En otras localidades más oligárquicas, los puestos en el municipio, se elegían por


cooptación, es decir, los cargos salientes designaban a los cargos entrantes. Esto
ocurría en España y ocurría también en algunas partes de la Monarquía como los
Países Bajos, donde los echevines, eran elegidos por cooptación en los ayuntamientos.

El rey no podía ignorar el sentido político de las corporaciones urbanas, ya que en


las ciudades, y villas, reposaba verdaderamente el gobierno. Los entramados
institucionales, les permitía controlar y organizar a un población cuya primera identidad
era la de la patria natural. Eran los ayuntamientos, los encargados de movilizar a las
huestes municipales en caso de guerra. Eran los ayuntamientos los encargados de recaudar
los impuestos o buena parte de los impuestos estatales, también gestionaban los bienes
comunales y de organizar la producción y los intercambios, de dotar de reglamentos que
reconocieran los estatutos individuales o familiares, también garantizaban el socorro que
se debía prestar al príncipe, también se encargaban de la policía, del orden público…
Todas estas atribuciones estaban en manos de los ayuntamientos, y por tanto de unas
oligarquías que, en general, asumían y reconocían la superioridad y el control de la
administración regia. Tanto para protegerse de las injerencias de la nobleza
extramunicipal, y de la Iglesia, como de las pretensiones de acceso al poder del resto de
la población. Convenía por tanto reconocer esa superioridad del monarca que les permitía
obtener esa protección frente a sectores de nobleza o Iglesia.

La simbiosis de estos patriciados con la monarquía, se realizó en un marco de


problemas, e incluso de conflictos, en un marco de tensiones, pero difícilmente se podía
llegar a una ruptura, salvo que esas oligarquías consideraran que el rey ampliaba sus
atribuciones de manera arbitraria. Existía además la posibilidad legal de oponerse a las
medidas concretas que ordenaba el rey, siempre y cuando se proclamara que dicha
oposición era una forma de servicio al rey, ya que dichas medidas al proceder
seguramente de una mala información, iban contra la propia dignidad real de las que las
oligarquías municipales se consideraban custodios.

1.2.- Relaciones entre ciudades, villas y la Corona

Dos visiones han prevalecido:

- Tradición historiográfica liberal

La primera de esas visiones, hoy en día en retroceso es hija de la tradición del


siglo XIX, liberal, y responde a los tópicos forjados en ese momento, por los
historiadores que estaban construyendo una historia, la historia nacional, aquí y en
otros países. La injerencia de la autoridad real en la vida municipal, habría marcado

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el destino histórico de las ciudades y villas durante los siglos medievales y modernos,
de suerte que antes de concluir el siglo XVI, las ciudades y villas no solo habrían
perdido su autonomía política y financiera, sino que se habrían convertido en un
instrumento del poder absoluto de los reyes.

- Reacción frente a la posición liberal estatalista

La otra interpretación, bastante más reciente, y dominante hoy en día en el


panorama historiográfico, representa en buena medida una reacción frente a este
paradigma estatalista de la historiografía liberal, y pone énfasis en la personalidad
política de las ciudades, las cuales habrían conservado una buena dosis de autonomía,
y consecuentemente de poder. Esta visión insiste en la naturaleza ciertamente
compleja de las relaciones que esas ciudades mantenían con el soberano. Ha sido la
reflexión sobre el pensamiento político de esta época, sobre las obras de tratadística
política de la época, que afirmaba la autonomía del nivel municipal como lugar de
organización política independiente e igual en dignidad al Estado en cuanto a su raíz,
el hecho que más a contribuido a reforzar esta segunda visión. No obstante, la
responsabilidad de su consolidación, hay que achacársela sobre todo a la nueva
valoración que últimamente ha venido realizando de las atribuciones de los
ayuntamientos.

Ni una ni otra interpretación, parecen haberse sustraído del todo en su forma de


plantear la dinámica Corona-Ciudades, sino de enfrentamiento o de confrontación sí de
una cierta negatividad entre los dos términos que componen esta ecuación. En la
interpretación liberal, que viene del siglo XIX, es claro que el Estado lo inunda todo y
que prevalece absolutamente sobre las ciudades. En el otro caso, en cambio da la
sensación de que el Estado queda diluido, perdiendo presencia, como si el protagonismo
correspondiera ahora a las ciudades, o al reino contemplado como una comunidad de
comunidades urbanas, las cuales se encarnaban periódicamente en las Cortes en el caso
de Castilla.

- Visión de colaboración entre las dos partes: Ciudades y Monarquía

No se ha insistido tanto en la idea de colaboración, y menos aún en el hecho de


que no existieran en realidad unos intereses contrapuestos en esa relación Corona-
Repúblicas locales. Bien mirado, ni las ciudades se dejaron arrebatar la autonomía
que la constitución sociopolítica les reconocía, ni la Corona olvidó, ni pretendió hacer
tabla rasa de sus privilegios, como tampoco hizo tabla rasa la Corona, de los
privilegios de otros estados o poderes del reino, es decir, de la Alta Nobleza y de la
Iglesia. Más que una dialéctica de oposición frontal y permanente, lo que hubo en las
relaciones entre el rey y las ciudades, fue una dialéctica de compromiso, coincidencia
y coordinación de intereses, antes que enfrentamiento. Consenso tácito o expreso en
lugar de ruptura.

Este planteamiento último, no solo nos previene contra la tentación de equiparar


sin más consideraciones autoritarismo regio con despotismo centralizador, que no

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podía haberlo, sino que además este planteamiento pone el acento en el talante
excepcionalmente conservador en lo económico, lo social y también en lo político de
las élites urbanas políticas, y también en el papel que esas minorías desempeñaron en
la construcción y articulación del sistema político del antiguo régimen. Es que más
que la resolución en un sentido u otro, de uno hipotéticos conflictos determinados por
la existencia de uno intereses contrapuestos, lo que estaba en juego en la España de
aquellos siglos, era la gobernabilidad del territorio, la estabilidad política de los
distintos reinos, la paz pública. Para alcanzar estos objetivos, que colaboraban al
centralismo del estado moderno, la monarquía precisaba, con el fin de no inclinarse
solo por la opción que le brindaban la nobleza y la Iglesia, de la colaboración de las
oligarquías locales, unas oligarquías tan celosas por preservar su autonomía municipal
y territorial, como interesadas en impedir cualquier desorden que les quitase su
privilegiada posición.

Ambas partes, Corona y Ciudades compartían muchas preocupaciones,


necesitaban entenderse y se apoyaron mutuamente en aras de conseguir la sumisión
política de las ciudades y en aras de conseguir sobre todo la sumisión de los
gobernados, algo que no hubieran logrado cada una de por sí, y menos aun
protagonizando un conflicto institucional permanente. En este sentido, es operativo el
concepto de intermediarios o mediadores locales que algunos autores utilizan para
referirse a las oligarquías urbanas. Esta mediación, la ejercida por estas oligarquías
urbanas, en la medida en que ostentaban un poder efectivo en el territorio, que para la
Corona resultaba imprescindible debido a las carencias no solo políticas, sino también
sobre todo de aparato burocrático y coactivo. Esta mediación tenía un precio, y la
Corona tenía que pagar, y los sucesivos monarcas sustentaron a base de permitir que
las oligarquías urbanas consolidaran su poder en el plano local.

Uno de los terrenos donde más sólidamente se forjó esta articulación de intereses
entre la Corona y las oligarquías urbanas, fue sin lugar a dudas el de la fiscalidad,
pero no tanto por las atribuciones que a las Cortes correspondían en materia de
aprobación de impuestos, cuanto por una circunstancia más decisiva, cual la
capacidad recaudatoria de los impuestos estatales más importantes que las ciudades
conservaron. De hecho los esfuerzos de las ciudades a través de las Cortes se
orientaron en este terreno de la fiscalidad, más que a frenar la escalada de la presión
fiscal regia, a que ésta se adaptara en todo momento al modelo de fiscalidad que mejor
convenía a las propias oligarquías urbanas. Un sistema fiscal basado en la imposición
indirecta sobre los productos de primera necesidad, en cuya recaudación intervenía
las oligarquías urbanas, y un sistema basado en la expansión de una deuda pública
que había que proveer primero y seguir financiando después.

A la larga esta asociación interesada, Corona-Oligarquías, una asociación que


nunca excluyó las tensiones e incluso los enfrentamientos coyunturales, terminaría
por consagrar la dependencia y subordinación de los gobiernos ciudadanos respecto
de la Monarquía. Lo que se produjo en realidad, muy entrado el siglo XVII, fue la
renuncia consciente de dichas oligarquías, una vez reconocidas y satisfechas sus

91
ansias de promoción social y material, de un poder urbano autónomo capaz de
aglutinar los intereses de las ciudades y presentarse como alternativa viable al
proyecto de territorialización de la monarquía. Por ello en esta etapa tampoco acuden
los regidores en los ayuntamientos. La despreocupación de los regidores por asistir a
los cabildos, nos ha de prevenir contra la tentación de conferir una especial militancia
a un grupo, el de los regidores, que por otra parte era mucho más heterogéneo y
mantenía posiciones políticas menos unánimes de las que generalmente se piensa,
tanto en los municipios como en los reinos. El devenir y el declive que experimentaron
muchas de estas ciudades a lo largo del siglo XVII, es muy posible que tuvieran
mucho que ver con estas renuncias de sus minorías rectoras a constituirse como poder
político autónomo.

2.- Cortes, Parlamentos y Estados


Las asambleas representativas de los distintos reinos, eran conocidas por distintos
nombres:

- Cortes (Castilla, Portugal, Aragón, Cataluña, Valencia y Navarra).


- Recibían el nombre de Parlamentos (Cerdeña, Sicilia y Nápoles).
- En los Países Bajos se les conocía con el nombre de Estados.

Estas asambleas tenían en común que eran convocadas por el rey y eran presididas
por el mismo rey o por su delegado, y funcionaban en representación de las comunidades
políticas del país, y constituían un espacio de negociación, sobre los asuntos comunes del
rey y de las corporaciones de cada reino. Es importante que cuando se analizan estas
asambleas parlamentarias, no incurramos en anacronismos y establecer comparaciones
que no vienen a cuento con las asambleas y parlamentos del siglo XIX, XX, etc., es decir
los parlamentos liberales.

En lo primero que hay que insistir es en que rey y cortes, no eran en sentido estricto
rivales u opositores políticos. También hay que insistir en que el absolutismo monárquico
no consistía en someter o en prescindir de los parlamentos, al contrario, la
complementariedad y la colaboración, constituían el ideal para ambas partes, aunque
mantuvieran intereses y prioridades contradictorios, que les abocaran en ocasiones a la
confrontación. Las discrepancias, rey-parlamentos, eran el resultado de las
interpretaciones diferentes que se atribuían a la dominación monárquica, y nacían de
concepciones distintas del poder del rey. Hay que tener en cuenta que coexistían en el
periodo moderno, en los siglos XVI y XVII, diversas culturas políticas, en la monarquía,
entre los diversos grupos poderosos. Estas culturas políticas, se construyeron a partir de
la asunción como natural del statu quo resultante de la consolidación de la monarquía a
finales del siglo XV y comienzos del XVI. La imagen de este momento adquirió un
sentido fundacional de gobierno perfecto, un buen gobierno monárquico que implicaba
una administración que reconocía la existencia y parcelas de poder en manos de las
asambleas políticas.

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El respeto hacia el pasado era similar en la administración regia. El rey sentía
respeto hacia ese pasado pero variaba su interpretación del mismo. Las acciones de los
reyes eran consideradas como emanadas de su propia voluntad, con la eminencia de la
voluntad del soberano, que respetaba libertades, pero que se reservaba el derecho a
interpretarlos y a respetarlos o no, ante las contingencias y necesidades de la monarquía.

La soberanía radicaba en el rey, es decir, rey y parlamento, no eran poderes


equivalentes, quien decidía por sí mismo los grandes asuntos de Estado (guerra, asuntos
diplomáticos, alianzas matrimoniales…). Sí llamaba a las Cortes era fundamentalmente
en busca de auxilium financiera o militar, lo que no significa que precisaba
necesariamente de su consentimiento para obtener esa ayuda.

En tercer lugar, los particulares y las corporaciones que por tradición o por
privilegio configuraban el reino, es decir, se reunían en estas asambleas representativas,
pretendían resolver allí sus problemas locales y personales concretos, pero no aspiraban
a desarrollar proyectos ideológicos abstractos o generales, ni mucho menos a gobernar.
Las reuniones de las asambleas combinaban en distinta proporción tres cometidos
básicos:

- El primero, quizá el fundamental, era el restablecimiento de la justicia, es decir,


la reclamación de los contrafueros o agravios cometidos por el rey y sus ministros
y también por los otros miembros del reino. De este cometido derivaba el segundo.
- El segundo cometido era acordar solemnemente nuevas normas que corrigieran o
actualizaran las vigentes leyes, fueros… Esto no quiere decir que se legislara en
las asambleas, porque el rey, supremo legislador, sus consejos, sus ministros,
dictaban normas que con frecuencias entraban en contradicción con las emanadas
de las asambleas.
- Finalmente se discutía sobre el servicio o donativo con que los súbditos con sus
bienes debían socorrer al rey, es decir, se discutía el auxilium que debían prestar
al monarca.

Estas asambleas distaban de responder a criterios de representación democrática.


La soberanía no recae en los individuos, sino en el rey. No por ello debemos afirmar que
no fueron representativas en aquella sociedad, que es una sociedad corporativa, y de
desigualdades esenciales. Lo habitual en estas asambleas era una participación
estamental, estando partícipes la nobleza, el clero y en tercer lugar el estado llano, y
particularmente las repúblicas urbanas, las universidades como comunidad política local.
Había excepciones:

- En Castilla solo acudían a las Cortes procuradores de las ciudades, y a partir de


1538 la nobleza y el clero dejan de asistir a las Cortes y a ellas van solamente los
representantes de un número reducido de ciudades, y a principios del siglo XVI,
18 ciudades.
- En el reino de Nápoles, los eclesiásticos no tenían un estamento propio.
- En Aragón la nobleza se desdoblaba en dos brazos: uno la nobleza natural y el
otro la nobleza natural. Era el único foro de consenso político.
93
En cualquier caso en las Cortes se escuchaba más amplia o más seleccionada la
voz de los poderosos. La nobleza se hacía escuchar en los consejos de la monarquía y
sobre todo en la Corte desde el momento en que la nobleza se ha hecho cortesana y está
metida en muchos de los consejos. El contacto del rey con los poderosos se hizo muchas
veces negociando de forma indirecta con las ciudades, al margen de las reuniones
formales de las Cortes. En Castilla las Cortes desaparecen cuando el rey y las ciudades
ya no las necesitan, siendo víctimas de la acción conjunta de la Corona y las Ciudades, y
son las ciudades las que terminan con las Cortes.

Los reyes se sintieron más o menos cómodos en estas asambleas según se hubiesen
desarrollado su configuración Bajo Medieval, eso sí, hoy día, no podemos contraponer
sin muchos matices la imagen de un Rey todopoderoso en las Cortes de Castilla, por
ejemplo, y absolutamente maniatado y mediatizado por las Cortes de los reinos de la
Corona de Aragón. Es decir, no podemos contraponer sin hacer muchas matizaciones,
absolutismo con pactismo. Lo que ve la monarquía es que la resistencia antifiscal de las
ciudades castellanas resultó muy vigorosa en algunos momentos, y se está viendo que los
estamentos o asambleas representativas de los Reinos de la Corona de Aragón, fueron
bastante más influenciables por el rey de lo que se creía.

- Las Cortes Castellanas fueron convocadas 47 veces entre 1518 y 1660.


- En los Países Bajos, los Estados provinciales se convocaban casi todos años.
- Las Cortes de los otros reinos Peninsulares, fueron convocadas entre 1518 y 1660
muchas menos veces: 11 veces las de Cataluña y Valencia y 14 las de Aragón.
- En Portugal, las Cortes solo se reunieron 3 veces entre 1580 al 1640.
- Carlos II nunca llamó a las Cortes de Castilla, y tampoco llamó a las Cortes de
Valencia, ni de Cataluña ni de Nápoles, y solo llamó dos veces a las Cortes de
Aragón y cinco a las de Navarra.

Este declive del parlamentarismo no equivale sin más al triunfo del absolutismo,
que continúa haciendo progresos, sino equivale a un nuevo equilibrio de fuerzas. En los
reinos de la Corona de Aragón, prescindir de las Cortes en la segunda mitad del siglo
XVII, no significó que se interrumpiera el pacto político, simplemente que la negociación
empezó a circular por otras vías, que resultaban más interesantes para las propias élites
nacionales.

En Castilla no se sostiene la interpretación liberal, según la cual, tras la derrota de


los comuneros, las cortes de Castilla habrían quedado reducidas poco menos que a una
cámara votadora de impuestos. Pero tampoco hay que incurrir, como se viene haciendo
últimamente en la interpretación contraria, que las cortes ofrecieron una resistencia a la
soberanía del rey.

Es verdad que sí se echa un vistazo a la composición de impuestos en Castilla hay


un hecho incontestable. Sí hacia 1570, el 25% de los ingresos provenían de impuestos o
servicios votados o concedidos en las cortes, hacia 1660, el 60% de los ingresos de la
hacienda regia procedía de impuestos os servicios votados en las cortes. El sistema fiscal
castellano se parlamentarizó. Esto no quiere decir que las cortes tenían un poder fiscal y
94
que sin ellas el monarca no hubiera conseguido esos ingresos. En las condiciones de las
cortes a la hora de aprobar los millones se observa que las cortes desempeñaban un papel
político importante, constituyendo un menoscabo de la soberanía regia, sin poder el rey
obrar tan libremente y por tanto no era tan absolutista.

Bloque 2. La Monarquía de
Los Borbones. Siglo XVIII
1.- Introducción. El largo siglo XVIII. Quebrantos y desafíos
El largo siglo XVIII, que como tal hunde sus raíces en el reinado de Carlos II, y
se prolonga hasta la etapa vital de Carlos IV, de Fernando VII e incluso después, fue un
periodo de transformaciones y tuvo por tanto consecuencias sustanciales en la definición
de lo que habría de ser la España territorial, económica, social, política y cultural que se
habría al mundo contemporáneo. Si después de 1700, tras el testamento del último
Habsburgo una nueva dinastía reconstruyó un nuevo régimen, un siglo más tarde, al
principiar el siglo XIX, la crisis constitucional de ese orden trajo al primer plano un largo
debate que se había venido planteando en el terreno político en el transcurso del siglo
XVIII, y que en ese preciso contexto de quiebra del Antiguo Régimen se articulaba sobre
la cuestión central de la soberanía y su relación con la nación.

Esto ocurría en la España Peninsular pero también en la España ultramarina y


había adoptado concepciones diversas en otros países europeos caracterizando un periodo
de cambios estructurales que imprimieron una aceleración a la dinámica histórica a ambas
orillas del atlántico. En medio, entre estos dos extremos en el siglo XVIII, quedaban las
vertebraciones territoriales propiciadas por los primeros monarcas de la casa de Borbón
y en el medio quedaron las reformas que compusieron lo que se ha dado en llamar el
reformismo borbónico, las cuales se intensificaron en la segunda mitad del siglo en una
época de ilustración, que impregnó proyectos e iniciativas gubernativas. Las iniciativas
afectaron a la recomposición de cuanto significaba la monarquía de España como
complejo político y supuso reconsiderar cuestiones tan sensibles como la constitucional
y la organización administrativa y la de la propia milicia del propio ejército. Cuestiones
como la reforma agraria, las aduanas y aranceles, el comercio libre, la pobreza y la
beneficencia, el trabajo y la laboriosidad, la ociosidad y el vagabundeo, la educación del
pueblo, la policía, la amortización, la justicia, la forma de hacer historia, y por supuesto
la soberanía y la nación.

El siglo XVIII se abre por tanto con dos dilemas. Por un lado el dilema de España,
por otro la cuestión de la ilustración, es decir, por un lado la cuestión constitucional, la
soberanía, y por otro el modelo de aceleración del cambio institucional que dura más de
cien años y que en el occidente europeo se debió de abrir a partir de la revolución gloriosa

95
y en los del último Habsburgo en el trono español. Contemplado de esta forma el siglo
XVIII fue un siglo de desafíos.

El reinado de Carlos II, en que superadas las confrontaciones que culminaron en


el tratado de Westfalia 1645 y la Paz de los pirineos en 1669, fue en cierto modo una
época de estabilización y reequilibrio de una potencia internacional como la monarquía
de España que estaba experimentando una recolocación y redimensionamiento en sus
encuadres de Europa y América. Una época de búsqueda de un nuevo equilibrio. Los
quebrantos acumulados desde el desastre de la invencible y la pérdida de las provincias
unidas de facto, las sacudidas de los años 40 del siglo XVII con pérdidas como la de
Portugal o las condiciones que impusieron los tratados de Westfalia y la Paz de los
Pirineos, así como los desenlaces de las guerras con la Francia de Luis XIV, empezando
por la guerra de devolución y por las paces de Aquisgrán, Nimega 1679,l Ratisbona 1684
y Riswick 1698, había propiciado que se aunara en una conciencia de crisis, y quizá esto
no fuera más que una consecuencia de la imagen negativa que de España tenían algunos
de los soberanos europeos interesados por la política interior y exterior hispana. El propio
monarca francés Luis XIV, y el emperador Leopoldo de Austria habían concebido
repartirse los despojos del cuerpo enfermo (España), ya en 1668, apenas iniciado el
reinado de Carlos II.

Las diplomacias respectivas de Luis XIV de Francia y de Leopoldo de Austria se


prolongaron durante el reinado de Carlos II, tanto en la corte de Madrid, como en las
relaciones bilaterales de las dos potencias europeas, protagonizando Francia y el Imperio
una intensa actividad diplomática en la corte de Madrid y en otras cortes europeas. Los
dos matrimonios de Carlos II con María Luisa de Orleans y Mariana de Neoburgo, vienen
a ser una muestra del influjo en tensión de la casa de Borbón y la de Habsburgo, así como
de la necesidad de la diplomacia española de mantener una equidistancia razonable entre
ambas casas hasta el momento en que la decisión sucesoria se impusiera por la vía de los
hechos.

Los mismos factores alimentaron aspiraciones de las potencias rivales, de las


potencias emergentes, ambiciones y aspiraciones de estas potencias rivales de España,
sobre los ámbitos en que se proyectaba todavía el viejo Imperio español. Ya durante el
siglo XVII, los territorios coloniales hispánicos habían conocido una creciente injerencia
comercial extranjera, que puso a prueba los controles establecidos por las pretensiones
monopolísticas de la metrópoli de Madrid. En los últimos años del reinado de Felipe IV,
y sobre todo durante el reinado de Carlos II, la monarquía de España perdió varias islas
en el Caribe, y diversos enclaves en el continente Americano, que pronto serían
aprovechados por la piratería y el comercio de ingleses y holandeses. No obstante, cuando
fallece el último Habsburgo, la monarquía hispánica era aún aquel vasto imperio en que
no se ponía el sol. Extendía su influencia desde Italia hasta las Filipinas, incluido el
enorme imperio colonial en el continente americano, con sus problemas, con sus
dificultades y con sus limitaciones, la administración y gobierno de ese imperio era una
realidad. La monarquía seguía proyectando sus principios legales, sus instituciones, sobre
gentes y territorios de basto y variado ámbito, y aún lo haría durante bastante tiempo, por

96
más que los escenarios de tensión, de competencia y conflicto en Europa y América, entre
la monarquía hispánica y otras potencias rivales marcaran el pulso de la corona durante
el siglo XVIII, un siglo que se iniciaba con un conflicto dinástico, y la concreción, con
los acuerdos de Utrecht que encuadraron un nuevo cuadro de relaciones internaciones.

2.- El problema sucesorio, la guerra de sucesión y los tratados de Utrecht y


Rastadt
2.1.- La integridad territorial de la Monarquía en juego: el problema sucesorio

El problema sucesorio de Carlos II se planteó desde el mismo momento de su


acceso al trono, y ese problema estuvo muy vivo durante todo su reinado. Los
matrimonios del monarca con María Luisa de Orleans (francesa) y Mariana de Neoburgo
(austriaca), plantearon los problemas de sucesión. La paz firmada con Francia el 7 de
noviembre de 1659, la llamada Paz de los Pirineos, que puso fin a una guerra con Francia
que no había concluido en Westfalia, ya contemplaba el enlace de María Teresa, hija de
Felipe IV, y de su primera mujer, Isabel de Francia, con Luis XIV. La boda entre María
Teresa y Luis XIV, se celebraron en Bayona, el 9 de Junio del 1660, aunque con
condiciones: María Teresa tenía que renunciar y sus descendientes a los derechos
sucesorios al trono de la Monarquía de España; la otra condición era que se establecía el
pago de una dote y unos plazos en los cuales tenían que hacerse efectiva, la dote que lleva
María Teresa se elevaba a medio millón de coronas de oro, y el plazo se estimó en 18
meses.

No obstante la renuncia y la exclusión de esta rama de la sucesión al trono


español, cosa que recoge el testamento de Felipe IV, el rey sol de Francia no perdió la
perspectiva de una posible sucesión al trono de España de alguno de sus descendientes.
En los años que siguieron al enlace entre María Teresa y Luis XIV, se denunció que la
dote no había sido satisfecha. No obstante, el nacimiento del príncipe heredero del trono
español, futuro Carlos II, el 6 de noviembre de 1661, un nacimiento fruto del segundo
matrimonio de Felipe IV con Mariana de Austria, intensificó la tensión con Francia, de la
que el testamento de Felipe IV se hace eco, y además se excluye a María Teresa (hija de
Felipe IV), de la sucesión y además establece un orden de preferencia sobre ella, a favor
de la hermana de Carlos, Margarita, que casa con el emperador Leopoldo I de Austria en
1666. La descendencia de este matrimonio, de Margarita y Leopoldo de Austria, cuya
hija, María Antonia de Austria, casó con Maximiliano II de Baviera, podía haber señalado
como sucesor del trono español a José Fernando de Baviera, príncipe elector de ese
territorio alemán, nieto de la princesa Margarita, pero que murió en 1699, tres años
después de haber sido designado heredero al trono español.

El orden sucesorio cayó entonces en la línea de la infanta María, hermana pequeña


de Felipe IV, madre de Leopoldo de Austria, emperador de Austria. María fallece, y
Leopoldo vuelve a casar con Leonora de Neoburgo, hermana de la segunda mujer de
Carlos II, Mariana de Neoburgo, y este matrimonio tienen dos hijos: José, emperador, y
un segundo hijo, Carlos, que será el pretendiente austriaco frente al Borbón.

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Con este panorama no resulta extraño que ya en 1668, Luis XIV, hubiese tratado
de pactar con Leopoldo para repartirse la influencia sobre los territorios hispánicos, en
previsión de que Carlos II muriera sin descendencia. Luis XIV y Leopoldo en 1668
convienen en repartirse los territorios de la Monarquía hispánica. Ambas potencias
pactaron ya entonces la división de la herencia de Carlos II, pero realmente cada una de
ellas aspiraba por sí sola a la sucesión a la Corona Española. Por eso este llamado Pacto
de Partición, como los ulteriores tratados de reparto, no pusieron fin al problema sucesorio
ni a la mutua desconfianza entre los borbones y los Habsburgo, ni tampoco a las distintas
potencias europeas, que podían sacar ventaja de las turbulencias políticas. De hecho, los
soberanos de Inglaterra, de las Provincias Unidas, el soberano de Brandemburgo (Prusia),
y el soberano de Suecia, dejaron de lado sus escrúpulos de tipo religioso e iniciaron causa
común con los católicos monarcas de Austria y España, frente a las pretensiones de
predominio europeo de Francia y Luis XIV.

Además no estaba en juego solo la hegemonía en el viejo continente, sino que la


armada de Francia, disputaba a Inglaterra y Holanda, la supremacía marítima y servía de
apoyo a una creciente penetración en el Nuevo Mundo. Mientras tanto, Luis XIV
interpretaba que la renuncia de María Teresa a la sucesión española, estipulada en las
capitulaciones matrimoniales, era nula por entender que nunca había recibido la dote
prometida. A favor de la reivindicación francesa, estaba también la fuerza, su gran
potencia militar, ya que a lo largo del siglo XVII, Francia se había convertido en la gran
potencia militar de Europa.

En los años previos a la muerte de Carlos II, la actividad diplomática entre


borbones y austriacos se intensificó tanto en la corte de Madrid como en otras políticas
europeas. En 1698 Luis XIV, pactó con Inglaterra y Holanda un nuevo reparo de la
monarquía hispánica. Todo esto acabaría tomando una dimensión completamente nueva
con la inesperada muerte de José Fernando de Baviera. Las potencias marítimas
presionaron entonces por la opción de Carlos, el archiduque de Austria, y trataron de
evitar la herencia de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, que suponía una España
dominada por los franceses. Para evitar esto se realizó un nuevo tratado de reparto, a
comienzos de 1700, en el que Francia salía incluso mejor parada que en el reparto anterior,
pero a cambio de que reconociese la herencia austriaca.

En 1700, en la corte de Madrid todo se inclinaba a favor de las aspiraciones


francesas. Resultó clave en este sentido la actuación del cardenal Luis Fernández de
Portocarrero, inspirador del último testamento de Carlos II. También jugó a favor de las
aspiraciones francesas el consenso entre los que componían el círculo más cercano del
monarca. En la cláusula XIII, del testamento de Carlos II, el rey reconocía un mes antes
de su muerte, la sucesión de la corona de España en Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV,
e hijo segundo del gran delfín, Luis de Borbón, con la condición de que las dos coronas
permanecieran separadas (Francia por un lado, y España por otro). Esta cláusula XIII,
relegaba al archiduque Carlos de Austria varios puestos en el orden sucesorio, detrás de
los nietos menores del monarca francés.

98
Sin lugar a dudas, la preocupación del rey, y de la corte de Madrid por la
preservación territorial de la compleja estructura de la Monarquía, jugó sin duda a favor
de esta opción francesa, habida cuenta de que el centro de gravedad europeo se encontraba
ahora en la órbita del rey Sol, permitiendo asegurar la integridad de la Monarquía de
España.

Por otro lado estaban quienes se habían cansado de la dinastía austriaca, que se
pensaba que había llevado al país a la decadencia, y por tanto estos, deseaban cambios.
Además el reformismo de los últimos años de Carlos II, miraba mucho en los ejemplos
franceses, en buena parte aprendidos a través de los funcionarios españoles en el gobierno
de los Países Bajos, impregnándose de lo que se estaba haciendo en Francia. El prestigio
de Francia en todos los niveles había pasado a ser de enemigo a aliado.

El testamento de Carlos II, disponía el establecimiento de una Junta de Gobierno


presidida por Portocarrero, para organizar la transición. Se trataba de un artificio que se
había empleado tras la muerte de Felipe IV, para asegurar a Mariana de Austria en la
minoría de edad de Carlos II. Este último falleció el 1 de noviembre de 1700, y el 18 de
febrero de 1701, el joven heredero Felipe de Anjou llegaba a Madrid como rey de España.
Esto ponía fin a los repartos hechos desde 1668 entre las potencias europeas. Como era
previsible la designación de Felipe de Anjou, no solo desairó a los austriacos, sino que
inquietó profundamente a las potencias europeas, y particularmente a las potencias
marítimas, porque se había producido justo lo que durant décadas estaban tratando de
evitar. Cuando las noticias llegaron a Versalles, de que había muerto el rey, el propio Luis
XIV, dudó antes de aceptar el testamento de Carlos II, su cuñado, porque sabía que
suponía la guerra. Sin embargo, tras esas dudas iniciales, aceptó el testamento y él mismo
tomó la iniciativa de enviar tropas a los Países Bajos y al norte de Italia para tomar ventaja
en previsión de la contienda. Se habría así una brecha de confrontación europea que tuvo
en la Península Ibérica un escenario privilegiado, aunque no fue el único.

2.2.- La Guerra de Sucesión; bastante más que una guerra entre austracistas y
borbónicos

En mayo de 1702, las potencias aliadas (Inglaterra, Austria y las Provincias


Unidas), denominada Alianza de la Haya, declaró formalmente la guerra a Francia y
España. En el verano de 1703, se les agregó a esos aliados Portugal, a través del tratado
de Methuen que estableció vínculos diplomáticos de Portugal, con Inglaterra destinados
a perdurar a partir de entonces. Esta alianza se aglutinaba en torno a los intereses
dinásticos del archiduque Carlos, que incluso llegó a ser coronado en Viena rey de España
el 12 de septiembre de 1703.

La guerra de sucesión se trata de un conflicto europeo con su proyección colonial


y que tiene muchos escenarios. Las hostilidades comenzaron en territorios italianos, con
ocasión del despliegue de las tropas francesas allí, y también porque Felipe de Anjou
acude allí al mando de las tropas, con el sobrenombre de “el animoso”. Se prolongaron
estas hostilidades durante once años, proyectándose sobre la España costera e interior,
sobre la Europa central y occidental y sobre las colonias americanas.
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Este conflicto en 1704 en una fase crítica con la conquista de Gibraltar por los
Ingleses, abriéndoles una puerta hacia el Mediterráneo. El desembargo de ingleses,
portugueses, austriacos y holandeses ayudó en las costas valencianas y catalanas a las
opciones del archiduque Carlos. En 1705 y 1706 la rebelión se extendió por toda la
Corona de Aragón y las ciudades de Barcelona en octubre de 1705, Valencia en diciembre
de 1705, Zaragoza en julio de 1706 y Mallorca en septiembre de 1706, como cabeza de
los respectivos reinos, juraron lealtad al pretendiente austriaco y le reconocieron como
rey.

2.3.- Establecimiento de un nuevo equilibrio Europeo: los tratados de Utrecht y


Rastadt.

A partir de enero de 1712 se iniciaron las negociaciones de Utrecht, y en agosto


de ese año cesaron las hostilidades, al menos en Europa y América. El 11 de abril de
1713, se cerraban los tratados de paz. Pocos meses después, concretamente el 25 de julio
de 1713, se iniciaba el sitio de Barcelona, que no finalizaría hasta el 11 de septiembre de
1714, con la rendición de la ciudad por el duque de Berwick, cuando las negociaciones
de paz ya se habían cerrado en Europa. El que en esos momentos era ya emperador Carlos
VI, anteriormente archiduque Carlos, se había resistido a firmar las paces de Utrecht y no
lo hizo hasta las paces de Rastadt de 4 de marzo de 1714, y de Baden en septiembre de
1714, que fueron acuerdos bilaterales como desarrollo del tratado de Utrecht. Sin
embargo, Carlos VI se negó a firmar una paz con Felipe V, quien a su vez, no aceptó la
desmembración de la Monarquía que imponían los tratados. De hecho, la guerra seguirá
en Cataluña y Mallorca y el emperador no aceptaría a Felipe como rey de España hasta
1725.

A resulta de estas paces, se abrió un nuevo marco de negociaciones


internacionales sobre estas bases. Felipe V, renunció a sus derechos sucesorios en Francia.

Inglaterra salió beneficiada después de estos tratados. Recibió algunas


concesiones francesas y logró de España el lucrativo asiento de negros, es decir el
monopolio de importación de esclavos en América, que sería explotado por la compañía
de los Mares del Sur, desde marzo de 1713, y durante 30 años, en detrimento de la
Compañía de Guinea francesa que explotaba este monopolio desde mayo de 1702.
Inglaterra asentó también la posesión de Menorca y Gibraltar, pero la primera en 1802
fue devuelta a España, pero Gibraltar sigue permaneciendo en posesión inglesa. También
obtuvo el navío de permiso, y en virtud de ello, anualmente y durante 20 años, los
británicos podían enviar una nave con 500 toneladas de mercancías para distribuirlas
libremente por los puertos americanos de Veracruz, Cartagena de Indias y Portobello.
Pero esta concesión acabó siendo una puerta abierta, no solo para el comercio lícito
británico, sino también para favorecer el contrabando inglés en los puertos españoles.

Francia tampoco salió mal parada en estos tratados, salvo en los aspectos
comerciales que interesaban a Inglaterra. En Norteamérica, Francia cedió a Inglaterra, la
bahía de Hudson, Terranova y Acadia. También cedió San Cristóbal, en las Antillas, y La
Guayana que pasó al Brasil portugués. En el terreno político, Francia debió retirar su
100
apoyo al pretendiente Estuardo. También hubo de aceptar Francia, que ninguno de los
herederos en Francia podían serlo al trono español, complemento de la renuncia de Felipe
V al trono de Francia.

En 1714 la monarquía de España firmó la paz con los holandeses. En 1715 también
hay una paz con Portugal. Los tratados de paz cedieron a Carlos VI, que desde 1711 es
emperador, Nápoles, Cerdeña y buena parte del Milanesado. España cedió también los
Países Bajos a Austria, y a Saboya, Sicilia. Con posterioridad en 1720, Saboya a su vez
cedió Sicilia a Austria, a cambio de Cerdeña que también había pasado a manos
austriacas. La cesión por parte de Francia, de territorios en Terranova, también afectó
negativamente a los caladeros o derechos de pesca españoles, que España tenía en
Terranova.

Por otro lado, la colonia de Sacramento que había sido fundada por los
portugueses en 1680, al norte del Río de la Plata, como enclave de la protección
comercial, tanto legal como ilícita con Potosí, que fue tomada por los españoles durante
la guerra de sucesión, pasó de nuevo a manos portuguesas, aunque en el tratado de
Utrecht, se contemplaran que los españoles podían recuperar este enclave mediante un
rescate en metálico. Y así fue en 1750, con el tratado de Límites firmado en Madrid.

Utrecht y las paces subsiguientes establecieron un nuevo orden europeo, que tuvo
su proyección en el mundo colonial americano. El Imperio Español, quedó liquidada en
su parte europea. Francia, muy debilitada al final de la guerra, perdió una preponderancia
continental que había adquirido durante el reinado de Luis XIV, y vio muy mermado su
Imperio colonial en beneficio de Inglaterra. Holanda mantuvo su independencia pero en
un segundo plano frente a Inglaterra, aunque consiguió una serie de plazas de barrera
frente a posibles ataques de Francia. Saboya y Prusia salieron de estos tratados con rango
de reinos, y tanto uno como otro darían mucho que hablar a lo largo del siglo XVIII, y
con el tiempo conseguirían la unificación de Italia y de Alemania. La presencia de Austria
en los antiguos Países Bajos españoles y en Italia, consigue un poder continental e incluso
marítimo que no tenía hasta entonces. Aunque la gran vencedora fue Gran Bretaña, que
lo era desde 1707 con la unión de Escocia a Inglaterra, consiguiendo importantes enclaves
en el Mediterráneo y América. Desde entonces sus posibilidades mercantiles crecieron,
aumentando su poder naval sin tener rivales de entidad que pudieran poner freno a esa
expansión. De Utrecht nace la hegemonía inglesa, que pese a perder las colonias
americanas con la independencia de los EE.UU, va a constituirse el gran imperio mundial,
posición que mantendrá hasta la Segunda Guerra Mundial en el siglo XX.

3.- El Estado Borbónico


3.1.- Introducción

Aunque los borbones conservaron formalmente la múltiple titularidad, y aún


cuando todavía Carlos IV, se refería en sentido patrimonial a sus reinos y dominios, no
cabe duda que la dinastía borbónica dio un gran impulso a la unificación interna del
Estado español. Este proceso de unificación interna, se inició con los llamados decretos

101
de Nueva Planta, es decir, empezó a ser una realidad con la abolición de los fueros o leyes
de los reinos de Aragón y Valencia en 1707 y la declaración de que estos reinos debían
gobernarse en lo sucesivo como los de la Corona de Castilla sin la menor diferencia en
nada. Esto se va a extender posteriormente a Cataluña y Mallorca, con la entrada del
ejército real en 1714 y en Mallorca en 1715, cesando estos territorios en su sistema de
gobierno, y dándoles una nueva organización política.

3.2.- La política de Nueva Planta

La política de Nueva Planta modificó no solo un modo de gobierno, sino todo un


sistema judicial, un derecho fiscal y unas instituciones que venían de muchos siglos antes,
y habían dado forma propia a todos los territorios de la Corona de Aragón. Las novedades
de mayor transcendencia se registraron en el terreno político. Valencia y Aragón fueron
ocupadas por las tropas de Felipa V en 1707. El decreto de Nueva Planta promulgado
para dichos territorios en ese mismo año, invocó el dominio absoluto que le correspondía
al rey como en todos los demás reinos, al que se añadía en ambos casos (Valencia y
Aragón), “el justo derechos de conquista que de ellos han hecho últimamente mis armas
con el motivo de la rebelión”. De este modo la imposición y derogación de leyes se
convertía en uno de los principales atributos de la soberanía real, pero este derecho se
veía reforzada por un derecho de conquista, puesto que se habían revelado contra su señor
y habían sido nuevamente conquistados.

El decreto de Nueva Planta para Valencia y Aragón, dejaba constancia además


“de la voluntad de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas
leyes, usos y costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de
Castilla”. El decreto dejaba constancia de la voluntad regia, reforzada por el derecho de
conquista. Por el momento el propósito de dar mayor uniformidad a las leyes e
instituciones de los distintos reinos, solo sacaba provecho del éxito militar de Valencia y
Aragón. Cataluña y Mallorca todavía resistirían unos años.

- Cambios políticos

En Valencia y Aragón el decreto de Nueva Planta derogaba los fueros, privilegios,


prácticas y costumbres, de manera que se reduzcan a las leyes de Castilla. Más tarde, en
1715 y 1716, la Nueva Planta suprimió los antiguos derechos reconocidos por los reyes a
Mallorca y Cataluña. La Nueva Planta desde el punto de vista jurídico y de gobierno
modificó prontamente el estado de las cosas a la llegada de Felipe V a España.

En la Corona de Aragón a la que afectan estos decretos se suprimieron los antiguos


reinos con su institución estamental en cortes y la figura del virrey como alter ego del
monarca, y pasaron a convertirse en provincias. También el Consejo de Aragón fue
suprimido, y sus competencias pasaron al Consejo Real de Castilla. En consecuencia la
tradicional configuración de la Monarquía Hispánica de carácter compuesto por
agregación de ordenamientos jurídicos diversos, que ni siquiera la rebelión de loa
catalanes de 1640 había puesto en entredicho, se modificó sustancialmente como
consecuencia de los decretos de Nueva Planta. El régimen político de uno de sus cuerpos

102
se extendía ahora por los reinos de Valencia, Aragón, Cataluña y Mallorca, con el
correspondiente desmantelamiento del orden de cada uno de ellos. Esto fue un resultado
de la contienda sucesoria. De hecho, Carlos II en la cláusula 33 de su testamento
invocando el bien y defensa de sus vasallos, había advertido a la junta de regencia que
había de constituirse a su muerte, sobre la necesidad que se observase escrupulosamente
la organización de los tribunales y las instituciones, tal como estaba regulada hasta
entonces, que se conserven, ya que los monarcas tienen que conservar la monarquía tal y
como la han recibido, y además de la manera que la han recibido. Es decir, no solo quería
mantener la planta, sino que también se mantuviera la forma de gobierno, subrayando
especialmente “que se guardasen las leyes, fueron, instituciones y costumbres de los
súbditos”. A comienzos del siglo XVIII, tanto la convocatoria de Cortes en Navarra,
Cataluña y Aragón, como la edición de fueros y tratados, que cumplían una función
similar de formal reconocimiento, parecían indicar que el nuevo monarca iba a
desenvolverse con las líneas marcadas por quién le había nombrado sucesor.

Es necesario subrayar que nada parecido a lo ocurrido en la Corona de Aragón,


Valencia, Cataluña y Mallorca, ocurrió en el reino de Navarra y en las Provincias Vascas,
ya que la fidelidad de las élites de estos territorios fue recompensada. Sus ordenamientos
jurídicos quedaron como estaban a pesar de la proclamada voluntad unificadora del
monarca y de la nueva dinastía.

En Navarra continuó existiendo la figura del virrey y siguieron reuniéndose las


cortes que hacían llegar al virrey los pedimentos en nombre de los tres estados con vistas
a legislar, negociar cargas e impuestos, formular impagos e intervenir en el gobierno.

En Vizcaya, Guipúzcoa y Álava no se dieron grandes cambios. Cada uno de los


tres territorios conservó sus respectivas instituciones forales que desde la época medieval
regulaban la vida en común. En la base se encontraban una base de juntas municipales en
manos de los vecinos con privilegio de hidalguía y un determinado nivel de rentas. Estas
juntas municipales o ayuntamientos nombraban procuradores para las juntas generales,
las cuales a su vez elegían a los miembros de la diputación, verdadero órgano de poder
autóctono para atender el gobierno del señorío de Vizcaya o de la Provincia de Guipúzcoa
entre las reuniones de las Juntas Generales. También se mantuvo la figura del corregidor,
representante del rey en Álava, recibía el nombre de diputado general, no de corregidor.

- La nueva administración territorial y militar

En los reinos de la Corona de Aragón no ocurrió nada de esto, donde se extendió los
derechos y las instituciones de Castilla, lo que supuso privar a estos territorios de su
personalidad política. La palabra Reino, perdió su antiguo significado, para designar un
territorio que hasta los decretos de Nueva Planta había sido un reino, que pasaron a
designarse provincias. Cada reino era una provincia más en la que se introducían las leyes
y los órganos de gobierno de Castilla, con un tribunal al que finalmente se le confirió el
rango de Audiencia, y no el superior de Chancillería. Este tribunal, una vez suprimido el
Consejo de Aragón, dependía ahora del Consejo de Castilla, que se hacía cargo también
del nombramiento de corregidores y estos a su vez, nombraban a los alcaldes mayores.
103
La Nueva Planta trajo también un cambio en los municipios en la Corona de Aragón,
con la imposición del régimen castellano. Los corregidores aseguraban el poder del
monarca en la jurisdicción de ciudad cabeza de corregimiento, y en el resto del
corregimiento continuaban actuando como jueces en nombre del rey los llamados bayles,
aunque ahora nombrados por la audiencia y con una duración bianual. No obstante a los
corregidores se les reconocía una inspección y una superintendendencia general en tanto
a los pueblos comprendidos en su partido.

El nuevo sistema, puso fin también a la tradicional forma de gobierno municipal y a


la forma de elección de cargos municipales por insaculación, impidiéndose así cualquier
asomo de una posible elección de los regidores desde abajo. El monarca designaba a los
regidores de la ciudad cabeza de corregimiento, con carácter vitalicio, y la Audiencia
hacía lo mismo en los demás lugares. La condición nobiliaria y la fidelidad a la nueva
monarquía se convirtieron en los dos requisitos fundamentales para recibir el cargo de
corregidor, y solo a partir de los años 30 comenzaron a aparecer condiciones más aptas al
cargo de corregidor, que no la fidelidad.

Sin embargo, el gobierno de las ahora provincias, quedó en manos del Comandante o
Capitán General, con amplias atribuciones políticas, económicas, amén de las inherentes
a su condición de militar. El capitán general se convirtió en la máxima autoridad
provincial, y de él dependía el gobierno político, económico y gubernativo de la
provincia, y su preeminencia puso de relieve el hecho bélico de la conquista y la necesidad
de mantener un gobierno de militares incluso bastante tiempo después del final de la
guerra. La forma que tomó este tipo militar fue una novedad en España, creando un doble
poder: el de los militares y el de los% togados jueces, que de inmediato trajo conflictos
este doble poder.

El Capitán general a diferencia del virrey ejercía ahora la función de delegado


provincial del poder absoluto, bajo las órdenes del rey había también un gobernador
militar al frente de cada una de las circunscripciones en que quedaba dividido cada reino.

La Audiencia por su lado perdió su condición de consejo asesor del virrey, y se


convirtió en tribunal que justamente por su desvinculación de esa autoridad, pasó a
disfrutar de jurisdicción propia dependiendo del Consejo de Castilla. A sus facultades
judiciales, sumaban la Audiencia las facultades gubernativas, ejercidas por los mismos
jueces que nutrían sus dos salas de lo civil constituidos en acuerdo. Con la presencia del
Capitán General (presidentes de las audiencias) en el Acuerdo, que lo presidía, se formaba
el Real Acuerdo.

En las principales ciudades de las nuevas provincias conquistadas, Felipe V nombró


corregidores a quien eran así mismos gobernado, el resto militares de los partidos en que
se dividió cada comandancia general. Confluyendo en la misma persona los cargos de y
corregidor y gobernador. Militares fueron entre 1717 y 1808 el 96% de los corregidores
en Cataluña. Esta militarización de la justicia y a la administración territorial consagraría
una situación muy distinta de las de los municipios castellanos con el fin de asegurar el
control de esta zona.
104
El mayor reconocimiento que se confería a la dimensión militar del cargo de
corregidor, trastornaba aspectos bien relevantes de esta magistratura. Se perdía el carácter
trienal que tradicionalmente le distinguía, convirtiéndose en magistraturas perpetuas. Esta
realidad provincial impuso otras modificaciones. El establecimiento de los corregidores
en Cataluña obligó a la redacción de unas instrucciones secretas en 1716 destinadas a la
aplicación del programa político de Nueva Planta. La propia Cámara de Castilla no dejó
de manifestar sus reticencias hacia este tipo de instrucciones, no tanto por su contenido,
sino por los mayores márgenes de excepcionalidad en la labor del corregidor.

- Reforma de Hacienda

En los antiguos reinos de la Corona de Aragón, la tercera novedad fue la organización


de la Hacienda. En Valencia primero, y luego en Aragón, Cataluña y Mallorca se creó la
superintendencia general de rentas. En estas provincias los superintendentes tuvieron
mayor poder que en Castilla, donde se habían establecido a finales del siglo XVII,
íntimamente vinculados a los cambios de la administración de los servicios de millones.
Estas superintendencias de las provincias de Aragón, transformadas más tarde en
intendencias, venían unidas a los corregidores de las ciudades más importantes de cada
provincia. También se introdujo un nuevo sistema fiscal, basado en tributos y no en
bienes, derechos y regalías. Existía en estas provincias una Hacienda Regia, que se nutría
de la explotación del patrimonio real en los territorios y en la explotación de una serie de
regalías. Se establece un sistema fiscal equivalente al de Castilla, con la imposición de
impuestos, que van a aparecer refundidos en un impuesto nuevo, que es el equivalente a
las rentas provinciales de Castilla, Catastro en Cataluña, Única Contribución en Aragón,
o Talla en Mallorca. Se hacía un cálculo de lo que se habría de pagar las rentas
provinciales de Castilla, y eso que se estimaba había que pagarlo en una única
contribución, lo cual va a exigir la confección de registros de propiedad, listas de
contribuyentes de las rentas de los contribuyentes, fijándose la base y la cuota. Ensenada
después lo buscará realizar en Castilla, con la creación del Catastro.

De resultas de este cambio pudo configurarse una Hacienda Real en las nuevas
provincias, cimentada, no solo sobre imposiciones reales, sino también cimentada sobre
verdaderos tributos. Los tributos o impuestos, implican una relación entre dos partes,
quién extrae renta y quién aporta renta, o entre el Rey y el Súbdito. El alcance y la
oportunidad de este cambio fue empatizado por Melchor de Macanaz, que advirtió el
alcance de la oportunidad de este cambio, pues para él, gracias al catastro o tributo de
vasallaje se conseguiría que todos reconozcan un superior en la tierra, pues no es otra
cosa que un signo de vasallaje y reconocimiento a la majestad.

3.3.- Consejos, Juntas y Tribunales: cambios y permanencias.

Los Borbones también conservaron la institución de los Consejos, procedentes


del período anterior. Suprimieron los Consejos de los territorios que dejaron de formar
parte de la Monarquía (Italia, Flandes) o que perdieron su autonomía (Consejo de
Aragón). Felipe V dejó de reunir el Consejo de Estado, formado por grandes aristócratas
y durante los primeros años del reinado tomó las decisiones más importantes con un
105
pequeño grupo de personajes, que formaban el llamado Consejo de despacho o de
gabinete. Se concedían títulos de consejero de Estado a altos servidores de la Corona,
pero el organismo no se volvió a reunir hasta que fue restablecido en 1792, con algunas
modificaciones en relación con el modelo anterior.

A mediados de siglo se suprimió el Consejo de Cruzada, que administraba éste y


otros impuestos de origen eclesiástico (las llamadas «tres gracias››). Las funciones del
Consejo fueron asumidas por el Comisario general de Cruzada. Los Consejos de Indias,
de Guerra y de Hacienda fueron objeto de numerosas reformas y remodelaciones a lo
largo del siglo, y en general vieron limitadas sus atribuciones en distinto grado por la
aparición de los secretarios o ministros del mismo ramo, que oscurecieron a los
presidentes de los Consejos.

Los Consejos ejercían funciones de justicia y de gobierno, en un régimen de no


división de poderes. Los Consejos eran a la vez «tribunales››. Por esta razón estaban
formados mayoritariamente por letrados, jueces que procedían de los tribunales
territoriales de las provincias. La misma procedencia tenían los consejeros que integraban
el Consejo de las Órdenes Militares. Éstos solían recibir conjuntamente con el
nombramiento de consejero el hábito de caballeros de una orden, lo que suponía que
pertenecían ya a una nobleza de fácil comprobación. En los Consejos de Indias y de
Hacienda, junto a los consejeros letrados o togados, había los denominados «de capa y
espada», es decir, que no eran juristas. En el Consejo de guerra predominaban,
lógicamente, los militares, y el de la Inquisición estaba integrado fundamentalmente por
eclesiásticos, graduados en Derecho canónico, pero en uno y otro había también, de
manera normativa, miembros del Consejo de Castilla para asegurar el cumplimiento de
sus funciones judiciales. El Consejo de Castilla era el principal organismo para la
administración interior de España, el Consejo real por antonomasia. Desde 1707 había
extendido su jurisdicción sobre los reinos de la Corona de Aragón. Todos sus integrantes
eran juristas, aunque muchos, o más bien casi todos, eran a la vez nobles, pero no había
consejeros que sólo fueran de capa y espada. El Consejo se dividía en salas, cuya
denominación indicaba la mezcla de funciones gubernativas y judiciales, características
de la institución: salas de gobierno, de provincia y de justicia, entre las cuales se repartían
anualmente la veintena de consejeros. La Sala de Mil y Quinientas indicaba la cantidad
exigida para plantear la apelación de una sentencia.

A la cabeza del Consejo se encontraba el presidente o gobernador, que era en


teoría el segundo personaje de la Monarquía, sobre todo a efectos de ceremonial. La
mayor parte de los gobernadores del Consejo de Castilla fueron prelados, hasta el
nombramiento del conde de Aranda como presidente en 1766. También era importante la
plaza de fiscal de los distintos Consejos. El de Castilla contaba con dos fiscales, número
que en 1769 se aumentó a tres. El papel de fiscal se reveló clave en dos momentos
determinados: con Melchor de Macanaz, el cual ostentó el título de fiscal general e
impuso al Consejo de Castilla una «planta›› de breve duración (1713-1715), y con Pedro
Rodríguez de Campomanes, el cual ocupó la fiscalía durante 21 años (1762-1783), antes
de convertirse en gobernador del Consejo (1783-1791).

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El conjunto de los diversos Consejos, cada uno de los cuales contaba con una
burocracia propia, con sus secretarías, etc., formaba un sistema complejo, que se ampliaba
además con la existencia de otros organismos colectivos de diversa categoría, como las
llamadas Juntas. Las Juntas solían estar formadas por miembros de los diversos Consejos.
Algunas tuvieron un carácter esporádico o intermitente. Las dificultades financieras de la
Monarquía daban lugar, por ejemplo, a la formación de las Juntas de Medios. Las Juntas
se ocupaban de ámbitos determinados de la acción del Estado, por ejemplo, a temas de
naturaleza eclesiástica o religiosa. Otras se referían a nuevas esferas de competencias,
como la Junta de Sanidad. La de comercio, creada en 1679, amplió sus atribuciones con
la inclusión de los asuntos de moneda (1730) y de minas (1747). Desde 1730 estaba
presidida por el propio ministro de Hacienda, que era a la vez el presidente del Consejo
del mismo ramo.

El sistema de juntas permitía escoger libremente a individuos determinados pro-


cedentes de los distintos Consejos. La misma fórmula se aplicó también dentro de un
organismo. Para deliberar sobre la expulsión de los jesuitas, se reunió en 1767 un
«Consejo extraordinario», formado por algunos consejeros de Castilla más bien
adversarios de la Compañía de Jesús, a los cuales se unieron cinco obispos, caracterizados
por su fidelidad a la política real. En teoría todos los obispos, como también diversos
funcionarios públicos, ostentaban el título genérico de consejeros del rey. Precisamente
hasta el reinado de Carlos III predominaban en los Consejos los antiguos becarios de los
llamados seis colegios mayores de las universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá;
todos ellos prácticamente nobles. La preeminencia de los «colegiales» en la cima de los
Consejos procedía de los siglos anteriores y era la culminación de las etapas previas de
la vida de un consejero: el ejercicio de cátedras universitarias y su presencia en los
tribunales territoriales de justicia. El predominio colegial fue objeto de crítica. Macanaz
intentó limitar su poder y fomentar la incorporación de consejeros que hubieran sido
abogados (como él mismo), pero no lo logró. Fue a partir de 1771, en el reinado de Carlos
III, cuando los colegios mayores se vieron privados de sus anteriores privilegios y dejaron
de ser el grupo hegemónico en los Consejos. Carlos III nombró, de manera sistemática y
preferente para ocupar plazas de «consejos y tribunales», a antiguos abogados, como
había sido Campomanes, uno de los autores de la reforma, y su colega de fiscalía José
Moñino, futuro conde de Floridabanca.

3.4.- La vía reservada. Las Secretarías de Estado y del Despacho.

La principal y más trascendental innovación de la dinastía borbónica, en el ámbito


de la administración central del Estado, consistió en la aparición y desarrollo de las
secretarías de despacho o ministerios individuales, especializados por materias. Estas
secretarías constituyen el origen de los actuales ministerios, aunque el proceso que llevó
de una a otra institución no fue lineal, ni tampoco representó la desaparición de los
Consejos. Los dos tipos de administración, una de tipo colegiado y judicial, la segunda
de índole individual y ejecutiva, coexistieron en un equilibrio inestable, orientado hacia
el triunfo de los secretarios de despacho. Éstos terminaron por ser los únicos «ministros»,
pero este triunfo no se consolidó hasta el siglo XIX. Durante el siglo XVIII todavía se

107
utilizaba la palabra ministro en sentido genérico para designar a diversos grupos de
funcionarios reales, entre ellos los integrantes de Consejos y Juntas.

Felipe V encontró a su llegada un secretario del despacho universal, un cargo


creado por el conde-duque de Olivares, además de los secretarios del Consejo de Estado.
En 1705 se procedió a la división de la secretaría del despacho entre dos secretarios, uno
delos cuales se ocupaba de las materias de Hacienda y Guerra. En l7l4 el francés Jean.
Orry llevó a cabo el establecimiento de diversas secretarías de Estado y del despacho,
especializadas por materias, según el modelo existente en Francia. Estas materias
indicaban bien a las claras cuáles eran las áreas primordiales de actuación de aquel
sistema político. La primera secretaría de despacho era la de «Estado», propia- mente
dicha. Se ocupaba de la política exterior dinástica, pero también de cuestiones de política
interior (correos, comunicaciones) y de política cultural (por ejemplo, las Reales
Academias). Seguían las secretarias de Guerra, de «Gracia y Justicia>› (que se ocupaba
de asuntos eclesiásticos y de las universidades), y de Marina e Indias (esta última dividida
en dos a partir de 1754). Orry estableció aparte (y para él mismo) una superintendencia
de Hacienda, que terminó siendo una quinta secretaría.

Poco a poco, los secretarios del despacho se fueron convirtiendo en los


principales ministros de la Monarquía. Durante bastantes años los políticos más
influyentes ocuparon la secretaría de Hacienda (a la que unieron las de Guerra, Marina e
Indias). Esta acumulación de secretarías fue la base del poder de los ministros Patiño
(1726-1736), Campillo (1741-1743) y Ensenada (1743-1754). El marqués de Esquilache
fue el último que acumuló las secretarías de Hacienda y de Guerra. Después de su caída
(1766), el eje del gobierno se fue desplazando hacia la primera secretaría de Estado, sobre
todo en las personas del conde de Floridablanca y de Manuel Godoy.

Las secretarías de despacho tenían una estructura distinta de la de los Consejos.


A las órdenes del secretario había una jerarquía escalafonada de escribientes, desde el
oficial mayor, hasta los oficiales «entretenidos», que trabajaban sin sueldo, con la
esperanza de conseguir una vacante para poder cobrar. Mientras los consejeros se reunían
en el «palacio de los Consejos», los oficiales de secretaría trabajaban en habitaciones más
bien incómodas, las «covachuelas» del palacio real; de ahí el nombre de covachuelista
que se les daba, con intención peyorativa. Alguno de los ministros había llegado a su
puesto por un ascenso burocrático de escalafón. Así sucedió con el Vizcaíno Sebastián
de la Cuadra, marqués de Villarias, que ocupó la primera secretaría de Estado en la última
etapa del reinado de Felipe V (1736-1746), a partir del cargo previo de oficial mayor.
Otros ministros procedían de la administración del ejército y de la marina, como había
sido el caso de Patiño, Campillo y Ensenada. Después de la caída de este ministro las
secretarías de Guerra y de Marina comenzaron a ser desempeñadas por generales y por
altos cargos de la Armada, en vez de funcionarios.

Durante el reinado de Carlos III se celebraban reuniones informales de los


secretarios de despacho. En 1787 Floridablanca logró transformar estas reuniones en un
organismo permanente y regular, la Junta Suprema de Estado, presidido por el mismo

108
como primer secretario. Este organismo se ha considerado el precedente del actual
Consejo de ministros, pero no sobrevivió a la caída de su creador (1792). De todas formas,
los secretarios de despacho fueron considerados miembros natos del Consejo de Estado
que logró restablecer el conde de Aranda, en un esfuerzo por limitar el poder que habían
conseguido los ministros. El poder de éstos queda manifiesto en el hecho de que muchos
de ellos, procedentes de la pequeña nobleza, obtuvieron un título en premio de sus
servicios. Tenemos los ejemplos ya citados de Villarias, de Ensenada (Zenón de
Somodevilla), de Floridablanca (José Moñino), o del secretario de Indias, José de Gálvez
(1777-1787), que llevó el título de marqués de Sonora, alusivo a las tierras mejicanas que
él había administrado como «visitador›› o inspector, antes de ocupar el ministerio. Patiño
incluso había recibido la dignidad de Grande de España poco antes de su fallecimiento
(1736).

3.5.- La organización territorial del Estado: Reinos y provincias.

La organización territorial del Estado de los Borbones era compleja. En primer


lugar, la Monarquía no se limitaba a la Península e Islas Adyacentes (una denominación
que comenzó a usarse a fines de siglo). Comprendía también los Reinos de Indias. La
titulación más abreviada de los reyes se refería a España y las Indias. La misma
Constitución de Cádiz fue pensada para los «españoles de ambos hemisferios», europeos
y americanos.

La base de la administración territorial estaba constituida todavía por los distintos


reinos. En cada uno de los reinos de la Corona de Aragón la «jurisdicción ordinaria» era
ejercida conjuntamente por el capitán general y el tribunal de la Real Audiencia, en el
régimen que se llamaba de Real Acuerdo. En Navarra se conservaba el cargo de virrey,
el cual estaba asesorado por el Consejo Real de Navarra. En la Corona de Castilla la
realidad institucional de los reinos estaba menos acentuada y su paralelismo con el mando
militar era menor. En Galicia sí encontramos un capitán general y una Real Audiencia
con atribuciones de gobierno. Lo mismo podemos decir de las Canarias. En Asturias no
había autoridad militar, pero en 1717 se estableció una Audiencia, presidida por un
regente letrado, El resto de la Corona de Castilla correspondía a la jurisdicción de dos
grandes tribunales, las Chancillerías de Valladolid y de Granada, cuyo límite se hallaba
establecido en el río Tajo, mientras la Villa y Corte de Madrid se encontraba bajo la
autoridad de un organismo especial, la Sala de Alcaldes de Casa y Corte. En la segunda
mitad de siglo se tendió a formar distritos judiciales de extensión similar. En 1790 se creó
la nueva Audiencia de Extremadura, con sede en Cáceres, y se amplió el territorio de la
Audiencia de Sevilla, que hasta entonces estaba muy ligada a la misma ciudad.

La principal red de justicia y gobierno heredada de los Austrias era la constituida


por los corregidores, una institución castellana de origen medieval, que se había extendido
a la Corona de Aragón tras la victoria borbónica en la guerra de Sucesión. El corregidor
era un funcionario real que gobernaba las principales ciudades y a través de éstas el
territorio de su corregimiento. Los corregidores dependían del Consejo de Castilla y la
duración de su mandato era de tres años, renovables por otros tres. En los corregidores

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confluían funciones de gobierno, justicia, guerra y también hacienda (corno
superintendentes de rentas reales). Muchos de los corregidores eran caballeros
(corregidores de capa y espada), y en este caso delegaban la dirección del tribunal real en
un teniente de corregidor jurista, llamado con mayor frecuencia alcalde mayor. Junto a
los corregidores de capa y espada los había también letrados. Desde fines del siglo XVII
también se confería el corregimiento de las principales plazas fuertes, como Cádiz, a los
comandantes militares. Ésa fue también la práctica que se siguió, de manera mayoritaria,
en Valencia y Cataluña bajo el régimen de la Nueva Planta, lo que implicaba una
militarización de la administración civil. Estos corregidores militares solían recibir la
denominación de gobernadores militares y políticos. De ordinario, el territorio de un
corregimiento se subdividía en dos alcaldías mayores, pero también, en ciudades
importantes, un corregidor contaba con dos alcaldes mayores, uno para juzgar las causas
criminales y otro para las civiles.

Las ordenanzas de corregidores de Castilla procedían del siglo XVII y hasta 1783
hubo ordenanzas distintas para los corregidores de Castilla y de Aragón. El cargo de
corregidor se vio alterado por la introducción de un nuevo funcionario, inspirado en la
administración francesa, aunque también recogía parte de las anteriores atribuciones
corregimentales castellanas. Se trataba de los intendentes de provincia, cuyo
establecimiento en la Península se inició en 1711. Sus funciones eran básicamente la de
coordinar el cobro de los distintos impuestos en cada territorio y asegurar con ellos el
mantenimiento del ejército y toda la infraestructura militar (fortificaciones, cuarteles, su-
ministros, etc.). Por esta razón se le consideraba un «ministro de Hacienda y Guerra».
También se le encomendaban funciones de «policía», palabra que en el lenguaje de la
época se refería a cuestiones de urbanismo, sanidad, comunicaciones y protección a la
economía («fomento›> en la terminología de fines de siglo).

El establecimiento de los intendentes puso de relieve la distinta entidad de la


división en provincias. En principio, los intendentes se establecieron en territorios con
una importante guarnición militar, como eran los reinos conquistados de la Corona de
Aragón, Extremadura y Castilla la Vieja, estos últimos en función de posibles hostilidades
con Portugal. Pero en muchas de las provincias de Castilla, pongamos por caso Segovia,
el ámbito de actuación de un intendente chocaba con el del corregidor de la capital. Por
esta razón, a partir de 1724, sólo se conservaron los intendentes llamados de ejército y se
suprimieron los que sólo lo eran «de provincia». Los corregidores vieron confinadas sus
atribuciones de superintendentes de rentas reales, es decir, de los impuestos.

El marqués de la Ensenada extendió de nuevo los intendentes a la Corona de Cas-


tilla, con la finalidad, añadida a sus otras funciones, de que organizaran la realización de
un catastro de la riqueza, con vistas a establecer una contribución única (1749). En
consecuencia el cargo de intendente fue unido al de corregidor dela capital de provincias.
Pero como los intendentes fueron muy criticados y atacados en los motines populares de
la primavera de 1766, se volvió a separar las intendencias de los corregimientos. Durante
el reinado de Carlos III los intendentes se establecieron progresivamente en los Reinos
de Indias. Entre otras funciones se les encomendó la subdelegación de la Junta General

110
de Comercio y Moneda y la presidencia de los Consulados o tribunales de comercio que
se formaron, 0 se reformaron, en los puertos autorizados a comerciar con América (1778).
No hubo intendencias en Navarra y las provincias vascas, las cuales, a efectos fiscales se
consideraban provincias exentas.

También en 1749 se modificó el nombramiento de los alcaldes mayores o


tenientes de corregidor. Hasta entonces los designaba o proponía el propio corregidor. A
partir de la citada fecha, su nombramiento correspondía a la Cámara de Castilla, el mismo
grupo selecto de consejeros que realizaba las propuestas de magistrados de las
Audiencias y de otros consejos. Sin embargo, corregidores y alcaldes mayores seguían
siendo cargos temporales, que podían no ser renovados, aunque con frecuencia lo fueran,
trienio tras trienio, o sexenio tras sexenio, por supuesto en plazas distintas. Formaban la
llamada carrera de «varas» (por la vara que llevaba el alcalde), distinta e inferior a la
carrera de toga de los magistrados de las Audiencias.

La situación tendió a cambiar en los años 1780. La instrucción de corregidores


reorganizó la carrera de varas en diversos escalones, primero para los alcaldes mayores
y luego para los corregidores. La idea era que los corregidores más destacados pudieran
continuar su carrera en las Audiencias, lo que sucedió en algunos casos, y que los
magistrados hubieran tenido una experiencia previa del gobierno de las poblaciones.

La desigualdad de la división provincial se puso de manifiesto en el censo de


población ordenado en 1787 por el primer secretario de Estado, el conde de Floridablanca.
Como complemento del mismo se publicó la obra conocida como el Nomenclator de
Floridablanca, cuyo título oficial era España dividida en provincias e intendencias. A
fines del siglo XVIII menudearon las críticas de la división provincial existente y las
propuestas en favor de otra división más homogénea, aunque rompiera la organización
de los reinos tradicionales. De hecho empezaron a formarse nuevas provincias, con
entidad fiscal, a partir de puertos activos y populosos como Alicante, Santander, Málaga
y Cádiz.

3.6.- El régimen municipal: las reformas de Carlos III

La base de la organización del Estado eran los municipios. Una parte de ellos se
encontraban bajo la jurisdicción directa de un señor, que podía ser un noble o también
una institución eclesiástica (obispos, monasterios, cabildos, etc.). Aparte de percibir
determinados ingresos económicos, los señores tenían el derecho de nombramiento o de
confirmación de las autoridades municipales (según las particularidades de cada caso),
mientras que en los municipios que dependían directamente del rey la designación de los
cargos la llevaban a cabo el Consejo de Castilla (para las poblaciones más importantes)
o las Audiencias.

En principio, los Borbones intentaron limitar la jurisdicción señorial. Durante la


guerra de Sucesión actuó a este efecto una Junta llamada de Incorporaciones. Más
adelante el proceso quedó limitado. Se produjo la incorporación a la jurisdicción real de
algunos grandes municipios señoriales, como Puerto Real y Lucena, que pertenecían al

111
duque de Medinaceli, o el Ferrol, en este caso para construir la base naval, pero el proceso
legal de reversión de señoríos a la Corona fue lento y no alcanzó grandes resultados.

El gobierno de los municipios se hallaba en general en manos de los principales


propietarios, bajo un conjunto de fórmulas institucionales muy diverso. En el siglo XVIII
el régimen municipal se hallaba muy controlado por el poder real. Los municipios más
oligárquicos se encontraban en las grandes ciudades de Castilla con regidores vitalicios,
incluso hereditarios, y en su mayor parte nobles. Durante la primera mitad del siglo
XVIII, ciudades como Cádiz y Salamanca obtuvieron el estatuto de que todos sus
regidores debían probar su condición nobiliaria (eran las llamadas ciudades de estatuto).
Durante el siglo XVII buena parte de los cargos municipales en Castilla se habían
privatizado en manos de particulares, en concepto de «juro de heredad» y las regidurías
se transmitían de padres a hijos, como el resto de una propiedad particular. El mismo
proceso de privatización o enajenación afectaba a parte de la burocracia municipal y
también estatal.

El Ayuntamiento de regidores existente en Castilla se extendió con la Nueva


Planta a los reinos de la Corona de Aragón. En las ciudades que eran cabezas de
corregimiento, los regidores eran vitalicios. En las capitales de los reinos todos los
regidores eran nobles (aristócratas, caballeros o ciudadanos honrados). En cambio en las
restantes cabezas de corregimiento una parte de los regidores no eran nobles y mucho
más en el resto de los municipios, donde los regidores no eran vitalicios. De todas formas,
los gobiernos municipales se encontraban en manos de los grandes propietarios, rentistas
o comerciantes.

Los municipios eran oligárquicos también en las provincias vascas, aunque las
formas institucionales fueran diversas. En Vitoria, en 1738, los comerciantes lograron
acceder al «regimiento›› o gobierno municipal, después de fuertes tensiones. En Cataluña,
a partir de 1740, se registró una conflictividad social creciente contra las oligarquías
municipales, hostilidad que se canalizaba a través de los gremios. Una parte de los
conflictos tenían su origen en la escasa transparencia de las finanzas municipales y de
los impuestos sobre el consumo. Otro motivo de desconfianza consistía en la gestión de
una deuda municipal creciente, que nunca terminaba de pagarse. Los ingresos de los
municipios procedían de dos grandes sectores: los «propios», o bienes de propiedad
municipal, y los «arbitrios», o impuestos sobre el consumo. En 1740 la Corona decidió
apropiarse temporalmente de una parte de los ingresos municipales para sus propias
necesidades financieras durante un conflicto armado («valimiento de propios››). En l760
las haciendas municipales pasaron a ser controladas por el Consejo de Castilla, por medio
de una Contaduría General de Propios y Arbitrios. Se consideraba que la autonomía
municipal en cuestiones fiscales daba origen a corrupción administrativa, en detrimento
del pueblo. Siguiendo parámetros europeos, el gobierno central comenzaba interesarse
por la reforma de los municipios, y por dar entrada en los mismos a representantes de los
distintos grupos sociales.

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Los motines de la primavera de 1766 se dirigieron contra las oligarquías locales,
a las que se culpaba de mala administración de la Hacienda municipal, y en especial del
abasto de comestibles. El 5 de mayo el Consejo de Castilla ordenó la creación -en las
poblaciones de más de 2.000 habitantes- de dos clases de cargos electivos y temporales:
los diputados del común y el síndico personero. Los diputados, dos o cuatro, según el
número de habitantes, tenían atribuciones en cuestiones de abastos, y progresivamente las
extendieron a la Hacienda del municipio. Su mandato era de dos años. El síndico
personero del común, de nombramiento anual, podía actuar contra decisiones del
Ayuntamiento, si consideraba que eran nocivas para el pueblo (el «público», se decía
entonces). La creación de este cargo se explicaba porque el síndico procurador general
existente en muchos municipios había sido asimilado, de hecho, a la oligarquía
gobernante. La reforma municipal significó una cierta ampliación de la base social de los
Ayuntamientos, con una mayor presencia de comerciantes y artesanos, aunque fueron
frecuentes los choques con los regidores vitalicios, sobre todo en cuestiones de
ceremonial, pero también en la defensa de las atribuciones específicas de cada cargo. Las
elecciones se llevaban a cabo mediante sufragio indirecto y los diputados se renovaban
por mitad cada año.

La creación de los diputados del común estuvo acompañada por una política de
control y conocimiento de las poblaciones urbanas. Las principales ciudades fueron
divididas en «cuarteles», bajo la dirección de un magistrado de las Audiencias, y los
cuarteles fueron a su vez subdivididos en barrios, a cuyo frente se nombraba un «alcalde
de barrio», residente en el mismo. En Madrid, donde no había Audiencia, hacía sus veces
la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, que fue reorganizada y ampliada (1769). También
se procedió a la numeración de las casas, a fin de facilitar un mejor control de la
población. En Valencia se creó (parece que por iniciativa de un importante artesano,
Joaquín Manuel Fos) un cuerpo de «serenos» para la vigilancia nocturna. Esta reforma se
extendió a Barcelona en los años ochenta. La iluminación de las calles (a cargo y costas
de propietarios e inquilinos) fue uno de los motivos del motín que costó el cargo al
ministro Esquilache en 1766.

3.7.- Las transformaciones militares: de los tercios a los regimientos.

Las fuerzas armadas fueron renovadas siguiendo el modelo del ejército francés.
Las transformaciones militares se iniciaron durante los primeros años del siglo, en
Bélgica, en la última etapa de la presencia española, bajo la dirección del duque de
Bedmar. Fueron las llamadas ordenanzas de Flandes (1701-1702). El tercio, que había
sido la unidad básica del ejército de los Austrias, fue sustituido por el regimiento,
subdividido a su vez en batallones y compañías. También fueron suprimidos los grados
de mando del ejército de los Austrias y se introdujo la denominación francesa. En el caso
de los llamados «oficiales generales», estos grados eran los de brigadier, mariscal de
campo, teniente general y capitán general. Este último grado era escaso. De hecho,
muchos de los cargos de capitán general de los distintos territorios eran desempeñados
por militares con la graduación de teniente general. Todos los nombramientos eran
controlados por el rey.

113
También durante la guerra de Sucesión se desarrolló el arma de artillería de la
cual se separó la de ingenieros, a partir de 1711. Estas dos armas, junto a las de infantería
y caballería, y algunos cuerpos especiales, como el de dragones, se encontraban bajo la
autoridad de un inspector general o un director general, militares por supuesto, del cual
dependían las propuestas de nombramientos y ascensos de oficiales.

Los oficiales eran en su inmensa mayoría nobles. Se formaban como cadetes en


los mismos regimientos. Sólo a partir del reinado de Carlos III aparecieron las academias
especializadas por armas. Sobresalió la de artillería de Segovia (1764), que impartía
enseñanzas de matemáticas y de química. Se crearon también academias de caballería en
Ocaña y de infantería en Ávila.

Diversas ordenanzas establecieron reformas y modificaciones en el ejército. Las


más famosas, por su continuidad, fueron las promulgadas por Carlos III en 1768. Después
de su promulgación se llevó a cabo un cambio sustancial en el reclutamiento de las tropas.
Las reclutas o levas voluntarias realizadas por las propias unidades solían ser incapaces
de obtener un número suficiente de soldados. En consecuencia se procedía al
reclutamiento forzoso de individuos considerados marginales: en expresión de la época,
«vagos y mal entretenidos», que solían ser destinados a la infantería, especialmente en
guarniciones lejanas. Las campañas de Felipe V en Italia se basaron en previas levas de
«vagos». Además se recurría al reclutamiento forzoso de individuos procedentes de la
sociedad no privilegiada, por medio del sorteo de uno de cada cinco mozos solteros (de
aquí el nombre de «quinto» con que se designaba al futuro soldado). Durante la primera
mitad del siglo los sorteos eran irregulares y esporádicos.

La novedad de la disposición tomada en 1770 fue precisamente convertir en anual


el sorteo por quintas. La medida estaba orientada por los criterios ilustrados de lograr un
reparto equilibrado entre las distintas provincias, de carácter regular y permanente. Sin
embargo la realidad fue algo distinta. Por supuesto, estaban exentos del sorteo los
privilegiados de todo tipo, incluyendo a los estudiantes, las gentes del comercio y ciertos
artesanos especializados (en la industria textil, las artes gráficas, etc.). Además el sistema
de quintas no se aplicaba a las provincias exentas. La aplicación del sorteo dio lugar en
todas partes a una serie de fraudes y resistencias y en Barcelona se produjo un serio tu-
multo cuando se intentó implantar el nuevo sistema (1773). El sorteo afectaba a los sol-
teros entre l8 y 60 años y la duración del servicio era de cinco o incluso de siete años.

El ejército regular se completaba con los regimientos de las llamadas milicias


provinciales, una especie de ejército de reserva existente en la Corona de Castilla. Las
milicias habían sido creadas en el reinado de Felipe IV y fueron confirmadas por Felipe
V en 1704, con el intento de formar hasta 100 regimientos. Se les dio nuevo orden en
1734, con un total efectivo de 33 regimientos y se aumentó su número a 42 en 1766, a
raíz del Motín de Esquilache. No prosperaron los intentos de establecerlas en algún
momento en los reinos de la Corona de Aragón (Cataluña, Valencia) o en Vizcaya (1804),
por la fuerte resistencia encontrada entre las poblaciones.

114
También después de la guerra de Sucesión, las diferentes escuadras fueron unifica-
das en la Armada Real. En 1717 se creó la Intendencia General de la Marina, confiada a
José Patiño y se fundó la Academia de Guardiamarinas en Cádiz. Ésta fue el centro de
formación de los oficiales que constituían el «cuerpo general de la marina», mientras la
administración corría a cuenta del «cuerpo del ministerio», al que pertenecían los
intendentes de Marina. En 1726, el mismo Patiño, como ministro de Marina, organizó los
tres departamentos marítimos de Cartagena, Cádiz y Ferrol.

Otro ministro, el marqués de la Ensenada, firmó en 1748 unas ordenanzas


generales de la Armada. El desarrollo de ésta suponía diversos impactos sobre la sociedad,
que fueron sucesivamente reglamentados. La marinería civil fue declarada movilizable
en caso de guerra, por medio del establecimiento de una Matrícula de mar. Se intentaba
compensar esta obligatoriedad mediante la concesión a la gente del mar del fuero
privilegiado de marina, que le confería cierta distinción frente a los «terrestres›› (1751).
El acceso a materiales para la construcción naval, en primer lugar la madera, fue
reglamentado por las ordenanzas de montes (1748). Posteriormente se promulgaron las
ordenanzas de pertrechos (1772) y de arsenales (1776), y se creó el Cuerpo de Ingenieros
de Marina (1770). En 1776 la Marina tuvo por primera vez un ministro propio, distinto
del de Indias, y por primera vez el ministro fue un antiguo guardiamarina, Pedro González
de Castejón, marqués de Castejón. En 1793, bajo el ministerio de don Antonio Valdés, se
promulgaron unas nuevas ordenanzas generales de la Armada, que rigieron hasta el final
de la etapa.

En dos ocasiones, y en función de intereses personales, en 1737 y en 1807 se creó


un Consejo del Almirantazgo, que en ninguno de los dos casos tuvo continuidad. En 1737
el Consejo se había formado para fortalecer la posición del infante don Felipe, que recibió
el título de almirante general, y cuando éste consiguió el ducado de Parma, en 1748, la
institución se disolvió. Sin embargo, su secretario había sido el marqués de la Ensenada,
quien desde 1743 ocupaba el ministerio de Marina. En 1807 el Almirantazgo se creó para
Manuel Godoy y en teoría debía ocuparse de la marina mercante, tanto como de la de
guerra.

La monarquía de España en el contexto internacional del siglo XVIII: relevos


en la hegemonía mundial.

Como hemos señalado a nivel general, Utrecht (1713) y los que siguieron, trataron
de mantener los principios básicos de la organización de las relaciones internacionales,
implantados en Westfalia en 1648.

En particular el principio de equilibrio entre las distintas potencias, aunque


Utrecht hubo de incorporar otros datos. La pérdida definitiva de peso de la monarquía de
España en Europa, el retroceso de las pretensiones hegemónicas de Francia, la

115
consolidación en Alemania de la dualidad y rivalidad entre Austria de un lado, y de otro
el nuevo reino de Prusia, que incluía el electorado de Brandeburgo, el ascenso en Italia
del ducado en Saboya cuyo titular va a asumir el título de rey de Cerdeña a partir de 1720,
luego de que esta isla fueses cedida por Austria a cambio de Sicilia y sobre todo, Utrecht
asumió la preponderancia de Inglaterra como gran potencia marítima.

La paz de Utrecht dejo definidas de forma muy estable, las fronteras de la Europa
Occidental, poniendo fin a una larga época de constantes transferencias de territorios.
Este cuadro de generalizada estabilidad solo se vería alterado en el escenario italiano, que
sufriría algunas notables transformaciones en razón del deseo de desquite español, en
razón también de la irremediable decadencia de Toscana y de Parma y en razón de los
errores geopolíticos cometidos en el área por los negociadores de Utrecht, entre esos
errores estuvieron la ruptura de la unidad entre Mantua y Monferrato, la ruptura de
Nápoles y Sicilia, la inclusión de las dos mayores islas italianas en estados continentales
(Sicilia a Saboya, Cerdeña a Austria), la concesión a Austria de territorios muy alejados
de sus centros geográficos y políticos. EL resultado fue el enarbolamiento por España de
la bandera del irredentismo, en el Mediterráneo, que contrarrestado por la acción de la
Triple Alianza, acabaría con una solución de compromiso en 1748, la instauración en el
reino de Nápoles y Sicilia y en los ducados de Parma, Piacenza y Guastalla, de sendas
dinastías borbónicas, que habrían asentarse en el Reino de las Dos Sicilias, otras rama en
Parma, Piacenza y Guastalla, que habrían de asentarse hasta el momento de la unidad
italiana en el siglo XIX.

En cualquier caso los estados europeos bajo el mandato de los monarcas ilustrados
no dejaron de dedicarse a esa ocupación favorita que era la guerra, y motivos hubo. Una
guerra que aparece bajo los signos contradictorios de una época de transición. La guerra
territorial persiste y aunque las fronteras apenas sufren variación en Europa Occidental y
Septentrional si se producen enormes transferencias de dominios en la Europa Oriental y
en las colonias, tanto americanas como asiáticas, mientras que las motivaciones
comerciales, que habían generado importantes conflictos en el siglo XVII, se convierten
ahora en una argumento recurrente en el desencadenamiento de al contiendas y en las
posteriores negociaciones de paz. Por contrario la controversia religiosa, desaparecen del
horizonte bélico incluso en la confrontación con los otomanos, aunque a veces el
argumento religioso sí aparece en la retórica militar, lo cual denota una coincidencia en
los planteamientos iniciales, todo esto a hasta el triunfo de la Revolución Francesa que va

116
a provocar la rápida reconciliación de los enemigos anteriores y al alianza contra la
subversión de todos los estados europeos, monárquicos y republicanos para la defensa del
antiguo régimen que se presenta más cohesionado de lo que sugerían las apariencias. La
Revolución Francesa va a inaugurar una nueva era en la historia de las relaciones
internacionales.

Tras la paz de Utrecht, los conflictos europeos no supondrían ya grandes


alteraciones en el mapa ni en la correlación de fuerzas de la Europa Occidental, no
podemos decir los mismo de la Europa Oriental, pues se desarrollan allí acontecimientos
de tremenda importancia, la división de Polonia y el repliegue hacia Asia Menor del
Imperio Turco, merced a las acometidas de Austria y Rusia de Catalina la Grande.

Por el contrario, las potencias europeas, se enfrentarían constantemente en el


mundo colonial para alcanzar la hegemonía en los territorios extraeuropeos, una
hegemonía que parecía decantarse claramente a favor de Inglaterra ya desde el propio
tratado de Utrecht, un tratado que había cedido a la Gran Bretaña (desde 1714), los
territorios de la Bahía de Hudson, Terranova y Acadia, en el norte del continente
americano. Posesiones que le otorgan a Gran Bretaña la oportunidad de desarrollar la
industria y comercio de pieles y asegurarse el monopolio de la pesca del bacalao en
detrimento de españoles y franceses. Obtiene además de Utrecht de España el asiento de
esclavos negros y el navío de permiso.

El sistema de Utrecht no impidió que hubiese guerras, que estas se produjeran en


distintos escenarios europeos aunque al final acabaran prevaleciendo siempre los criterios
del equilibrio continental. La paz de Utrecht no dejo resueltos los graves conflictos que
agitaban la región septentrional de Europa, la política expansionista de Carlos XII de
Suecia encontró un dramático final con su derrota sin paliativos en la batalla de Poltava
en 1709, derrota que permitió a la potencias vecinas apoderarse de parte de su patrimonio
continental, Rusia se adueñó de Riga, Reval (Tallin) y Viborg en Carelia, mientras que
Prusia se apodero de la Pomerania Occidental, y Stettin y Stralsund.

LA reacción de Carlos XII le conducirá a un nuevo enfrentamiento que le llevara a


la muerte ante los muero de Frederikshall, y al triunfo nobiliario de Ulrika Leonora y su
esposo Federico que van a ocupar el trono sueco.

117
La liquidación territorial y el reconocimiento de la pérdida de su hegemonía en el
Báltico se certifican en los tratados de Copenhague y Nystadt, que viene a ser un Utrecht
para esta zona septentrional de Europa. Suecia entrega gran parte de su imperio Báltico a
sus vecinos, el ducado de Schleswig pasa a Dinamarca, al elector de Hannover, convertido
en rey de Inglaterra, los obispados de Bremen y Werden. A Rusia pasan las regiones de
Ingria, Estonia, Livonia y parte de Carelia. Nystadt reconfigura la parte septentrional de
Europa.

El siguiente enfrentamiento fue desencadenado en el aérea del Mediterráneo por


una España que no renunciaba a sus posesiones italianas, Utrecht supuso la pérdida de
dichos territorios, Nápoles, Sicilia, el estado de Milán y algunas ciudades en la Toscana
y los llamados presidios en la Toscana. Se produce lo que se conoce como el revisionismo
hispánico, un intento por revisar lo acordado en Utrecht. EN ello estarían en juego los
intereses de Felipe V que quería recuperar la integridad de su herencia, y también de su
segunda mujer Isabel de Farnesio, quien pretendería no solo fortalecer a su familia en
Italia, sino también conseguir territorios que heredaran sus hijos, pues sabía
perfectamente que en el trono de España tenían preferencia los hijos de Felipe V con su
primera mujer María Luisa, Luis (I) y Fernando (VI).

Sea como fuere, lo cierto es que el éxito inicial de sendos ataques a Cerdeña
(agosto de 1717) y Sevilla (julio de 1718), perpetrados por una armada organizada en
Barcelona para este efecto, fue muy pírrico. De manera inmediata todas las potencias se
opusieron a España, incluida Francia que desde la muerte de Luis XIV había iniciado un
acercamiento a Inglaterra. Antes de que se formara la Cuádruple Alianza y de que se
declarara formalmente la guerra a España, la escuadra inglesa al mando del Almirante
John Byng, atacó y destrozó la escuadra española en la batalla del cabo Passaro (agosto
de 1719).

En 1719, los franceses entran en Guipúzcoa y en Cataluña y poco después los


barcos ingleses lanzan sendos ataques contra Santoña y Vigo. Los años siguientes se
dedican a una dificultosa actividad diplomática, una actividad orientada a reestablecer al
situación de equilibrio consagrada en Utrecht e inspirada desde el tratado de Westfalia.

Las reuniones más importantes dieron lugar al tratado de la Haya y al congreso de


Cambrai, reuniones y congreso que se celebraron entre 1720 y 1721. Se acordó la cesión

118
definitiva de Cerdeña a Saboya, la renuncia de Carlos IV al trono de España y la renuncia
de nuevo de Felipe V a Francia.

También salió de este congreso al promesa del futuro acceso de los hijos de Felipe
e Isabel de Farnesio a los ducados de Parma y Toscana y también un acuerdo matrimonial
entre Francia y España que dio como fruto el matrimonio de Luis I y Luisa Isabel de
Orleans hija del regente de Francia en esos momentos.

En Cambrai no se soluciona el problema de Gibraltar, se plantea la devolución de


Gibraltar, nos e habla tanto de Menorca, ni se produce una postura del todo clara del
Emperador con respecto a lo pactado. Sí que concluye sin embargo esa política de
revisionismo hispánico, que será sustituido por una política tendente a satisfacer, el
“secreto de los Farnesio” asegurar las pretensiones de Isabel de Farnesio a tronos en Italia
para los hijos habidos con Felipe V.

El relevo en la hegemonía mundial.

Habíamos visto después de Utrecht se asiste, en los años inmediatamente


posteriores, por un lado a la liquidación territorial y la perdida de hegemonía en el báltico
del reino de Suecia, una liquidación territorial del llamado imperio báltico a favor de las
potencias vecinas, fundamentalmente Rusia, la emergente Prusia y Dinamarca. Y por otro
lado tiene lugar ese proceso histórico llamado revisionismo hispánico, un proceso
resultante del descontento del reparto de Utrecht, que les lleva a recuperar al menos las
posiciones italianas. Esto se manifestara a través de las ocupaciones de Sicilia y Cerdeña.
Es más Francia se aliara a la Triple Alianza para evitar que esos intentos de España
prosperase y volver al equilibrio establecido por Utrecht. Se llega asi al tratado de la Haya
y al Congreso de Cambre al que se llegan a una serie de cosas:

Una nueva renuncia al trono de España del emperador, ahora Carlos VI.

Una nueva renuncia de Felipe V al trono de Francia.

Promesa de que los hijos de ese Felipe con Isabel de Farnesio, de que esto podrían
ser los sucesores de los Ducados de Parma y Toscana.

Hubo efectivamente un acercamiento de Ensaña a Austria, que se tradujo en el


Tratado de Viena, de 1725, por el cual Carlos VI y Felipe V se reconocían mutuamente
sus territorios y herencias y se prometían apoyo. Esto provocó una reacción internacional

119
contraria a esa alianza, que unía a Inglaterra y Francia, a las que en seguida se unieron
Prusia y Holanda, es decir, unas potencias que se oponían a esa alianza entre Austria y
España.

Tuvo lugar, a su vez, un intento, que fracaso, de recuperar Gibraltar en 1727. Un


intento que no era sino una respuesta a las agresiones inglesas en América, por la
Convención de El Pardo de 1728, España capitulaba una vez más ante Inglaterra y volvía
así a los límites y condiciones de Utrecht. Por el tratado de Sevilla de 1729 se limaron las
difer3etncias que había surgido entre Francia y España, bajo la mediación de Inglaterra
que salvo una vez más el equilibrio continental y mantuvo el orden de Utrecht, del cual
sacaba gran beneficio.

Todas estas maniobras diplomáticas y militares condijeron finalmente a la firma


del II Tratado de Viena de 1731, que reconocía al infante Carlos, es decir, el primogénito
de ese matrimonio Felipe - Isabel de Farnesio, como Duque de Parma, de Plasencia y
heredero de Toscana. En realidad fueron varios los tratado de 1731, por uno de os cuales
Austria cedía sobre sus pretensiones sobre la Compañía de Ostende, una compañía que
no querían no Inglaterra ni España, a cambio de que las potencias europeas aprobaran la
Pragmática Sanción, una pragmática que aseguraba la sucesión austriaca. Además por
estos tratados Inglete exigía que no se produjeran matrimonios entre España y Austria.

Sin embargo será la guerra de sucesión a la corona de Polonia la que va a despejar


el camino del infante Carlos, a su proclamación como rey de un territorio italiano. En
febrero de 1733 murió Augusto II de Polinia, una monarquía que era electiva
planteándose el problema sucesorio, de modo que los diferentes candidatos se dispusieron
a plantear sus candidaturas y Luis XV apoyo la candidatura de Estanislao Leszinski.
Inmediatamente se le opuso a Francia una alianza entre Austria, Prusia y Rusia, en fondo
Francia busco el apoyo de España que se avino a un acuerdo con Francia, conocido como
el Primer Pacto de Familia, firmado a finales de 1733. Según este pacto España apoyaría
la postura francesa a cambio de recibir apoyo para garantizar la presencia del infante
Carlos en PARMA, toscana y Plasencia, e incluso intentar recuperar Nápoles. En mayo
de 1734 Carlos era proclamado rey de Nápoles, pese a la reacción por parte d Austria
cuyo ejercito fue frenado en la Batalla de Bitonto.

120
Estas victorias españolas no se correspondieron con la derrota de Francia, pues
esta perdió Polonia, sus opciones a que Estanislao ocupara el trono polaco, y hubo de
admitir al candidato imperial que proponía Austria, Prusia y Rusia.

Por tanto la situación para España fue de éxito parcial, pues la victoria en Nápoles
se compensaría con la perdida tras numerosas tensiones diplomáticas de Parma, Plasencia
y de Toscana. Además el nuevo reino que ahora surgía de las Dos Sicilias, no pasaría
tampoco a la monarquía de española. Habría un infante Borbón como rey pero ese reino
no se integraría de nuevo en la monarquía de España.

Este conflicto demostró que ese Primer Pacto de Familia no funcionaba bien. En
los preliminares de Viena de 1735, Lezsinski, renuncio a Polonia y es compensado con el
ducado de Lorena, que a su muerte pasaría a Francia. El duque de Lorena quedaba
desposeído de su territorio y se le prometía a cambio la herencia de Toscana. El
emperador, Carlos VI de Austria, recibía Parma y Plasencia, y conservan el Milanesado.
España no participo en estos preliminares pero no tuvo más remedio que aceptar sus
condiciones, toda vez que Francia decidió no pelear por os ducados italianos.

El tratado definitivo se firmaría en Viena también en 1738, pero la posición de


España secundaria. Este Tratado de Viena de 1738 supuso la recuperación de Francia,
que además de incorporar la Lorena en el futuro, y además mantendría las relaciones.
Poco después sobrevino la guerra de la Pragmática Sanción o la guerra de la sucesión de
Austria, un enfrenamiento que transcurre entre 1740 y 1748, en octubre de 1740 moría
Carlos VI.

Por la pragmática sanción había modificado el orden sucesorio a favor de su hija


Maria Teresa, en contra de las hijas de su hermano mayor, es decir, en contra de este Jose
I que había fallecido en 1711, pero que haba dejado descendencia femenina. Pero cuando
Carlos VI, emperador, fallece, en virtud de una pragmática sanción que había promulgado
en la que se alteraba el orden sucesorio, cuando fallece es Maria Teresa la que accede a
la posesiones austriacas. Pero este cambio no fue aceptado por todos, y desde luego daba
escasos supuestos derechos y en definitiva daba escusas para una nueva guerra.

Para impedir el engrandecimiento de Austria, Francia defendió la candidatura al


imperio del elector de Baviera, y firmo con él una alianza. Es la Alianza de
Nynphemburgo, precisamente para colocar en el trono austriaco a este elector de Baviera.

121
A esta alianza se sumó España, que estaba interesada en combatir a los austriacos en
Italia. Poco después las fuerzas quedaron definitivamente alineadas, Inglaterra ante esta
alianza apoya a Austria. La Guerra de Sucesión de Austria fue por tanto la ocasión de un
nuevo enfrentamiento de Inglaterra con España y Francia, una España y una Francia que
en 1743 firmaron el Segundo Pacto de Familia. Una guerra que a su vez tendrá una
proyección colonial muy importante.

Llegamos así, sin entrar en los detalles, a la Paz de Aquisgrán de 1748, por la cual
se restituyeron las conquistas de guerra en todos los casos.

Austria gano el reconocimiento de la Pragmática Sanción, quizás lo que más le


interesaba, asegurando el trono en Maria Teresa. Pero perdió los territorios que ya había
entregado en algunos tratados parciales: Silesia que había entregado a Prusia; Austria
perdió también una zona del milanesado, una parte que pasaba a Cerdeña para
compensarle de la perdida de Plasencia; También pierde Parma, Guastalla y una zona
llamada El Placentino en Italia, que pasaban al infante Felipe, es decir, el cuarto hijo de
Felipe V.

Inglaterra consiguió mantener el equilibrio europeo. Las pérdidas de Austria, estas


que acabamos de comentar, eran pequeñas aunque ponían de patente por un lado el avance
de Prusia (hasta entonces una potencia menor), y ponían también de patente que Francia
mantenía un dominio continental que no se veía ampliado.

Holanda salvara la situación en la que se encontraba, sin ninguna contrapartida


especial.

España, Carlos, el tercer hijo de Felipe V, se mantenía en Nápoles y el infante Don


Felipe se establecía definitivamente en los ducados Toscanos. Esta ventaja era mínima si
se entiende que incluía una cláusula de recesión, los descendientes de Felipe no
heredarían esos territorios toscanos, por otro lado ninguna de las pretensiones en la que
Francia se había comprometido a ayudar se vio satisfecha. Francia nuevamente hizo gala
de su infidelidad a los compromisos adquiridos en ese Pacto de Familia.

Aquisgrán, 1748, supone una tregua de los contendientes, pero en realidad dejo a
estos velando a estos para un posible nuevo enfrentamiento. En realidad da partir de esta
fecha de 1748, podríamos decir que empieza una especia de guerra fría, en la que las
potencias se preparan para un nuevo enfrentamiento. A pesar de todo, en 1748 se llegaba

122
en lo que respecto a la situación de la monarquía de España, a una situación impensable
si tenemos en cuenta la situación al que se enfrentaba en torno a 1714/1715, con los
tratados de Utrecht y Rasttatd. Después de estos encuentros diplomáticos que España se
había propuesto mejorar la situación en los dos ámbitos más claros de su influencia. En
1748, y con más claridad en 1750, con la firma del Tratado de Madrid, tratado que ordena
la cuestión en América en el estuario de la Plata.

España había conseguido restaurar algo de su influjo en Italia y a la vez logró


prevenir los riesgos de los ataques ingleses en América y logró recuperar privilegios
comerciales concedidos a Inglaterra en Utrecht, el asiento de negros y el navío de
permiso. Era todo esto ciertamente más de lo que había quedado tras la Guerra de
Sucesión.

Dicho de otra manera, una de las líneas de fuerza que impulsaron la política del
primer Borbón fue la conservación de las estructuras imperial de la monarquía y a pesar
de que Utrecht no estableció puntos de equilibrio favorables para los intereses de la
monarquía, el desenlace al final del reinado de Felipe V e incluso de Fernando VI,
considerado en términos generales da la impresión de haber sido relativamente positivo.
El saldo final después de los reinados de ambos podemos considerarlo positivo siempre
y cuando tengamos en cuenta lo acontecido tras la Guerra de Sucesión. Es más si en
Europa las perdidas territoriales constituían una realidad y las posiciones seguían siendo
disputadas, en el plano colonial y a pesar de las condiciones de Utrecht, la corona dio
pasos importantes para asentar nuevos pactos y asegurar sus fronteras, tanto en el Cono
Sur como en la zona del Caribe y en la cada vez más complicada frontera norte, donde se
fijaron posiciones con relativos resultados positivos, posiciones en la Alta California y
Nuevo México, al tiempo que se hizo más frecuente el trasiego por el cabo de Hornos
ofreciendo alternativas en la ruta hacia Panamá y en la ruta trazada por el galeón de
Malinas.

También y no obstante el hostigamientos de otras potencias coloniales se


afianzaron las posiciones en el Pacífico, pues conservaron las Filipinas y lo asentamientos
en Micronesia, Marianas y Carolinas, algo no exento de dificultades pues todavía eran un
mundo apenas sin explorar. Las fronteras por tanto siguieron redefiniéndose a lo largo del
siglo XVIII especialmente en los espacios coloniales antes de que se iniciaran los
movimientos de emancipación de la América Española.

123
Articular esta compleja maquinaria de vasos comunicantes que era el Imperio para
optimizar la conexión entre cada miembro que componía la monarquía fue uno de los
retos de los gobiernos ilustrados en la segunda mitad del siglo XVIII, especialmente a
partir de la llegada a la Secretaria de Indias de José de Gálvez 1785 hasta 1787, que
acomete la reforma administrativa de las colonias de América.

Hacia 1750 las cosas no iban tan mal para la monarquía de España y había
conseguido reforzar su posición colonial pese a los ataques de América y conservaría
estas colonias hasta la independencia en el siglo XIX.

Un hito importante en este momento, será es esa Guerra de los Siete Años, una
guerra que tiene como escenario a Europa, pero que sobre todo tiene su desarrollo en los
ámbitos ultramarinos de los territorios coloniales. Mientras esto ocurre en Europa, la
guerra sobre todo se libra en los espacios ultramarinos, y es sobre todo un conflicto entre
Inglaterra y Francia. Una Francia que a partir de 1761 contara con la ayuda de España,
merced a la conclusión del Tercer Pacto de Familia. Supondría el triunfo definitivo de
Inglaterra en los ámbitos extra-europeos, la Paz de Paris de 1763, no altera el mapa
europeo, ese mapa que había surgido de Utrecht y que por esas guerras se quiso poner en
cuestión. De nuevo tras la conclusión de la Guerra de los Siete Años se vuelve al existente
ya en Utrecht, pasando Silesia definitivamente a Prusia.

Supondría, repetimos, un triunfo de la Gran Bretaña en los ámbitos extra-


europeos, revalidando en América esas adquisiciones conseguidos en Utrecht a costa de
Francia: Acadia, la Bahía de Hudson, llevando además su frontera hasta el Mississippi
francés, consiguiendo la Florida, etc. Al mismo tiempo en Asia Inglaterra va a poner las
bases de lo que va a ser la India Británica, expulsando a los franceses de este continente,
además en Afr4ica se apodera del Senegal y también de algunas factorías, claves para la
penetración de Inglaterra en el continente africano en el siglo XIX. La Paz de Paris es por
tanto el hito de mayor trascendencia dentro de la rivalidad colonial mantenida entre las
diversas potencias, quedando en 1763 bien consolidado esa hegemonía inglesa.

Las consecuencias de esta Paz de Paris apenas serian matizada por el último gran
conflicn5to del siglo XVIII, originado a partir de la proclamación de la independencia por
parte de las 13 colonias de América del Norte: La Guerra de Independencia de las
Colonias de Norteamérica. Una guerra que finaliza con el tratado de Versalles de 1783,
un tratado que no cuestión ni el Canadá ni la India Británica. In embargo Gran Bretaña si

124
devuelve algunos territorios ocupados a lo largo de la Guerra de los Siete Años, como la
Florida para España o Tobago para Francia. Además se dará el restablecimiento inmediato
de las relaciones comerciales entre la vieja metrópoli de Inglaterra y la nueva Republica
de los Estados Unidos.

¿Por qué Inglaterra se hace con la hégira de la hegemonía mundial? La


contestaremos un poco más adelante. Pero diremos para finalizar este somerísimo repaso
de las coyunturas bélicas del siglo XVIII, y sus efectos en el mapa europeo, que si bien
como hemos podido ver a lo largo de este siglos del 17000, en Europa las cosas no
cambian demasiado en cuanto a las fronteras de los diversos países, en la Europa oriental
las cosas son bien diferentes, en donde si habrá grandes cambios. Esos cambios vendrán
dados por las ansiad expansionistas de Rusia, que consigue unir con frecuencia a Austria
y a Prusia a sus fines, es decir, consigue el apoyo, la ayuda de Austria y de Prusia a sus
fines, para alcanzar en definitiva sus fines, de los cuales también saldrían beneficiadas
ambas naciones. Esos fines no fueron otros que la ocupación de Polonia, desgarrada por
sus graves desequilibrios internos, y por otro lado el hostigamiento del decadente Imperio
Otomano, convertido ya en el siglo XVIII en el hombre enfermo de Europa, que poco a
poco cederá territorios a sus dos vecino más próximo: Rusia y Prusia. De esta forma los
soberanos de Austria, Prusia y Rusia procedieron a la aniquilación de Polonia, cuyo
territorio fue divididos mediante tres repartos sucesivos, hasta e punto de que Polonia
desaparece como estado independiente. Mientras esto sucede, Rusia, atacaría
reiteradamente el Imperio Otomano, un imperio que ya estaba mutilado en lo que a sus
territorios se refiere por las Paces de Karlowitz y Passarowitz.

Esas guerras Ruso-Turco; 1768-1774, 1783-1784 y 1787-1792; es decir,


prácticamente la segunda mitad del siglo XVIII está protagonizado por sucesivos embates
entre Rusia y Turquía, que va a permitir a esta primera adueñarse de diversos territorios
de este imperio. Es interesante este retroceso de este hombres enfermo, del imperio
otomano, que ocupo una parte importante de la Europa Oriental como también ocupaba
Egipto y llegando hasta Libia, seguía siendo un peligro en la navegación en el
Mediterráneo; pues bien este retroceso de Turquía ira planteando problemas sucesivos, n
retroceso que nos trae hasta la actualidad.

Pero volvamos a esa pregunta que dejábamos colgando, la cuestión de como


Inglaterra se hace con el control mundial. Obviamente las posibilidades de los Estado

125
europeos de jugar sus cartas en el escenario internacional, dependía en este siglo XVIII
de una capacidad de acciones, administrativa y militar que estaba a su vez condicionada
por los recursos de que pudieran disponer. El problema de la hacienda, los recursos de
que se puede disponer, el recaudar más en definitiva, continuo siendo a lo largo del siglo
XVIII para esos estados europeos un problema obsesivo, que está detrás de muchas
medidas que toman esos Estados aparentemente destinada al fomento de la economía o
al bienestar de los súbditos, pero que en realidad esas medidas estaban encaminadas a
incrementar los ingresos, que siempre eran insuficientes. Este de la hacienda no era un
problema nuevo, toda la experiencia de los Construcción de los Estados, del siglo XVI al
siglo XIX está marcada por los problemas de sus haciendas respectivas. Ahora bien, la
explicación el éxito o fracaso de esas haciendas no puede obtenerse, esa explicación del
estudio aislado del sistema fiscal, del estudio de los impuestos, de su administración, sino
que es indispensable integrar ese estudio con el del crédito y de la deuda. Porque el secreto
de la eficacia de algunas haciendas, la hacienda holandesa, y la hacienda inglés o por lo
menos, el secreto de este tipo de estas haciendas, en estos sigo modernos, reside en el
buen funcionamiento de un sistema de deuda a largo plazo garantiza por el estado y
vendida libremente a los ahorradores, que permitía absorber los incrementos de gastos
que originaban las guerras sin generar altos tipos de interés.

Sabemos hoy perfectamente, que un sistema semejante de deuda a largo plazo se


ha establecido por primera vez en Holanda, ya en por primera vez en el siglo XVI, y es
uno de los elementos fundamentales para explicar porque los holandeses consiguieron
hacer frente a los soberanos españoles de la casa de Austria. Que contaban estos soberanos
con medios y recursos mucho mayores de lo que deponían lo holandeses. Sabemos hoy
que ese sistema de hacienda ha servido de modelo para la deuda británico del siglo XVIII,
un sistema de deuda que permitió a la Corona inglesa sostener o elevados gastos de la
guerra en el Silgo XVIII, y con la Francia Napoleónica, para acabar saliendo victoriosa.
Es este el primer caso en el que se enfrentan el primer ejército moderno y la primera
hacienda moderna, dando como efectivo resultado de victoria a la hacienda.

Sólo en Inglaterra existía a finales del siglo XVII y en el siglo XVIII un


Parlamento que pudiese empeñar la fe y el crédito de un reino entero y de toda una nación.
Pero quizá esta no sea la única respuesta. Tal vez convendría asociar la existencia de
dicho Parlamento a otros datos que tienen que ver con la estructura social y el desarrollo
económico de Inglaterra y de los otros países europeos como España y Francia. El estudio

126
del reparto de la riqueza en la Inglaterra del siglo XVIII, pero ya desde el siglo XVI,
muestra una distribución de la riqueza, la existencia de unas reforzadas clases medias
reforzadas y un reparto más equitativo de unas cargas fiscales, todo lo cual permitirá el
establecimiento de un sistema de deuda a largo plazo eficaz y capaz de sostener los gastos
de unas guerras sin elevar los tipos de interés, lo cual va a facilitar la ebullición de la
actividad económica inglesa.

Cuando recuerda que estos mismos siglos las gentes medianas estaban perdiendo
peso en la económica y en la sociedad castellana, y muchos arbitristas del siglo XVII
dirían que faltan los medianos. Cuando se recuerdan que en Francia estaban siendo
absorbidas por un sistema feudal, y pasando a formar parte de una amplia nobleza que en
1789 contaba con más de 400.000 miembros, siendo solo 10.000 de la vieja nobleza de
sangre. Cuando se piensa en fin en evolución tan dispares entre los países, cuesta admitir
que el establecimiento de un sistema nuevo de deuda, que significa tanto como una
hacienda capaz de hacerse cargo de un gasto publico mayor, haya fallado en España o en
Francia, solo porque Felipe II y sus sucesores, o Luis XV y sus antecesores, no entendían
cómo funcionaba todo eso de la deuda y sus intereses. Porque las explicaciones
evidentemente hay que buscarlas en ultimo termino en unas determinadas relaciones de
producción y unas determinadas relaciones de relación de los productivos, que nos
explican las posibilidad o no de sostener un sistema de deuda eficaz y de responder, sin
perjudicar a la economía, a los incrementos del gasto público. En definitiva hacer el
análisis económico dentro del análisis social y político.

Estos Estados que se mueven de la manera en que se mueven, que pugnan por
mantenerse y por hacerse por la hegemonía, esos otros Estados suelen designarse en la
historiografía como Estados del Despotismo Ilustrado. Una definición que caracteriza a
toda una época, el siglo XVIII, el llamado también Siglo de las Luces. ¿Pero porque se
habla de una realidad que no existe, la del Despotismo Ilustrado? Esta expresión, esta
denominación fue inventada a mediados del siglo XIX por historiadores alemanes, unos
historiadores que dado que cobraban de la monarquía Prusiana, una monarquía que
conducirá el proceso de la unificación alemana, se vieron obligados a embellecer la
imagen de esa monarquía. De este modo se propusieron atribuir una ilustración a esos
monarcas, que nadie les había dado en su tiempo. Fue en el Congreso de Ciencias
Históricas de 1933 cuando el despotismo ilustrado al resto de Europa, y gano carta de
validez en la historiografía europea y mundial. Tras los años después de la II Guerra

127
Mundial se quiso cambiar esta definición por la de Absolutismo Ilustrado, lo cual no
mejora las cosas. Peor lo que está claro es que ningún autentico ilustrado del siglo XVIII,
creyó que sus reyes eran unos reyes filósofos o eran unos déspotas ilustrados. En la propia
enciclopedia se define muy bien lo que es despotismo y lo que es ilustración, es decir,
para las gentes que hicieron la enciclopedia ambos términos en antagónicos entre sí, no
son términos que puedan asociarse en una misma expresión. El despotismo sea del tipo
que sea no tiene que ver nada de la ilustración. La moraleja deriva de cuidarnos no solo
como historiadores de usar bien los conceptos, sino también cuidémonos s de poner si
mucha ilustración de todo lo que hagamos y huir en todo lo posible de los despotismo,
incluso de aquellos intangibles pero muy sutiles que siguen existiendo y permaneces
todavía.

El paso de Imperio a Nación. Primeros años del siglo XIX: La Guerra de la


Independencia.

Lo que sigue por tanto, pretende ser una reflexión sobre la secuencia de
acontecimientos históricos ocurridos en España entre 1808 y 1814, sin ignorar en ningún
momento que al poco tiempo de haber ocurrido esa secuencia de acontecimientos, esta se
convirtió en un mito, es decir, en una gesta fundacional, en una narración legendaria sobre
los orígenes de una nación, de la nación española. Poblada esa narración como todas las
de su género, como toda narración legendaria, por héroes y mártires, personaje cargados
de simbolismo, encarnación de valores que sirvieron y que todavía sirven o se pretende
que sirvan de fundamento a una entidad política, en este caso España.

Concretamente la pregunta a que quisiéramos responder es ¿Cuál fue la función


desempeñada por la llamada Guerra de Independencia en el proceso de adaptación de la
identidad española a la era de los nacionalismos modernos? Al plantear las cosas de esta
manera, ósea, al interrogarnos acerca de como una identidad preexistente se adaptó a los
nuevos planteamientos nacionales surgidos con las revoluciones nacionales, la hacer esto,
resulta obligado comenzar con una referencia al punto de partida, es decir, a esa identidad
colectiva forjada en el periodo previo.

Aunque a decir verdad, más que de identidad lo que propio seria hablar, para lo
siglos modernos, de identidades, pues es obvio que en el Antiguo Régimen en los siglos
XVI, XVII y XVIII la religiones que se procesaba, el estamento al que se pertenecía, el
oficio que se desempeñaba, la comarca o el lugar de nacimiento eran factores más

128
importantes para definiría los individuos y grupos sociales que nada que se pareciera a
esa gran unidad política que más tarde se llamaría nacional. Pero algo se iba formando en
esta última dirección, y ese algo, llamado España, especialmente desde el exterior aunque
también de forma creciente en el interior, ese algo, se caracterizaba por una serie de rasgos
que conviene recordar. Ese algo, era ante todo, una monarquía o conglomerado de reinos
y señoríos, con una pluralidad de situaciones jurídicas y fiscales. No hay duda de que
especialmente en el siglo XVIII esa monarquía hispánica o católica o monarquía de
España había tendido a convertirse, especialmente en el siglo XVIII, en un reino, en el
reino de España. Pero no es este proceso el que nos interesa en este omento, como
tampoco nos interesa debatir hasta que punto subsistía o no la pluralidad o hasta qué punto
había avanzado la homogenización y la centralización. Lo que nos interesa recordar es
que la pieza de poder es el rey, que la lealtad al monarca era el principal nexo de unión
entre los súbditos.

Un segundo rasgo de ese algo de la monarquía en definitiva era la unidad religiosa,


no solo de la religión o no solo la religión, sino la unidad religiosa. Los súbditos de esa
monarquía, una monarquía católica, eran todos por definición católicos, más aun la
inmensa mayoría se declaraban cristianos viejos, fundiendo así lo religioso, lo político y
lo racial. En este sentido carente de sangre impura, procedente de las minorías judías y
moriscas fueron obligados a convertirse al catolicismo. Los españoles eran pues un linaje,
una estirpe, marcado por la pureza de su sangre, por su inmemorial lealtad a la verdadera
fe y por la consecuente retribución divina en forma de predilección. Dios privilegiaba esta
nación, era su nación predilecta, así lo sentían esos que podemos llamar españoles.

Es muy significativa la contundencia con que la propia constitución de Cádiz de


1812, dejo constancia de la identidad católica de los españoles en su célebre artículo 12:

“La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica,


apostólica, romana, única y verdadera. La nación la protege con leyes justas y sabias y
prohíbe el ejercicio de cualquier otra”.

Un tercer rasgo de ese algo, rasgo cultural también pero importancia muy inferior
a la religión en aquel momento, era el relativo a la homogeneidad lingüística de que el
conjunto humano, que era la monarquía, una relativa homogeneidad lingüística. La lengua
castellana, dominaba en la mayoría del territorio peninsular y en los territorios americanos
y en esa lengua, se entendían las elites de los distintos territorios. Podría defenderse que

129
incluso entre las elites culturales, las creaciones literarias del llamado siglo de oro, o de
los siglos de oro (XVI y XVII) había generado un orgullo de cultura superior. Pero es
muy probable que los sentimientos de superioridad procedieran más de la defensa de la
verdadera religión y de los logros militares de la monarquía. Estos intentos de
superioridad se veían mediatizados por un aislamiento cultural frente a Europa, un
aislamiento procedente de las medidas contra-reformistas de Felipe II. Estaba
mediatizado también ese sentimiento de superioridad por una conciencia de decadencia,
generada por esa serie de fracasos políticos y militares, innegables, desde la segunda
mitad el siglo XVII. Y estaba mediatizado también por una xenofobia propia de potencias
hegemónicas, en declive, convencidas de que el resto del mundo movido por la envidia
no quería reconocer sus buenas intenciones, ni aceptar su legítima superioridad. Y en
cuanto a la xenofobia los siglos modernos había sumado a la secular animadversión hacia
el mundo musulmán, hacia el moro, había sumado el aborrecimiento a la Europea
protestante, a la Inglaterra anglicana, e incluso aborrecimiento a la católica Francia, que
de rival en las guerras de los siglos XVI y XVII había pasado a ser aliada en el siglo XVIII
a través de esos Pactos de Familia, pero que era a la vez modelo de innovaciones mal
recibidas por los sectores más recibidas del país.

Si de la autopercepción paramos a la actuación efectiva de la monarquía española,


pasamos a su localización y a su papal en el contexto europeo del momento, había que
consignar que a la retórica de la decadencia, hacia 1800 seguía siendo esa monarquía una
de las primeras potencias mundiales. Había perdido ciertamente la hegemonía europea,
ya desde mediados del siglo XVII, pero lo Pactos de Familia, había hecho que participase
durante el siglo XVIII en todos los conflictos europeos de importancia.

Pese a la extraordinaria importancia del período, los relatos históricos tienden a


distorsionar los hechos, principalmente por el prisma nacionalista a través del cual los
interpretan. Antes he escrito “guerra nacional contra los franceses” y la cursiva era
intencionada. Porque el conflicto que comenzó en 1808, de extraordinaria complejidad,
no fue, para empezar, una clásica guerra de “independencia” o de “liberación nacional”,
por la sencilla razón de que los habitantes de la Península Ibérica no lucharon para
separarse de una entidad política imperial de la que previamente formaran parte ni contra
las intenciones napoleónicas de absorberlos e integrarlos en ella. Tampoco fue
exactamente un enfrentamiento de “españoles” contra “franceses”, o al menos no lo fue
en exclusiva. Se trató de una guerra internacional, entre dos ejércitos imperiales, en la que

130
el jefe supremo de quienes luchaban contra Napoleón se llamaba Lord Wellington, y
dirigía tropas inglesas, portuguesas y españolas; y sus enemigos, los ejércitos que
apoyaban a José I, mandados por mariscales franceses y compuestos principalmente por
tropas francesas, contaban también entre sus filas a polacos, italianos, alemanes,
mamelucos egipcios y –nótese bien– españoles.

El hecho de que hubiera españoles en ambos bandos permite utilizar el


término “guerra civil”, que se encuentra ya en Jovellanos y otros contemporáneos y que
refleja otro aspecto del conflicto.

La opción que dividió a las élites españolas no consistió más que en aceptar o
rechazar la sustitución de una dinastía, francesa en su origen, por otra,
igualmente francesa. Entre los que se inclinaron por José Bonaparte, desacreditados por
sus adversarios como “afrancesados”, estaban buena parte de la aristocracia, de los altos
funcionarios, de la jerarquía eclesiástica y de los jefes militares del régimen borbónico
anterior. Abundaron los cambios de bando o transferencias de lealtades, de las que Goya
puede ser el ejemplo más célebre, pero hay otros cuantos miles.

La división entre los españoles, especialmente entre las élites políticas, procede
en parte de la previamente existente entre godoístas y fernandinos. Desde los últimos años
del siglo anterior, la única estrategia posible para los enemigos del todopoderoso primer
ministro, dueño de la voluntad de los reyes, había consistido en buscar el amparo del
heredero del trono. Esta rivalidad había llevado a la conspiración de El Escorial en octubre
de 1807, fracasada porque Godoy se adelantó a sus rivales, y meses más tarde a la nueva
conspiración de Aranjuez, que tuvo el resultado opuesto, es decir, la caída del valido; y
no sólo del valido, sino del propio monarca Carlos IV, que se vio obligado a abdicar en
el príncipe de Asturias, elevado al trono en aquel instante como Fernando VII. Para la
opinión, la contraposición Fernando/Godoy se planteó en términos más morales que
políticos: el príncipe bondadoso y sufriente (y, pronto, cautivo), maltratado por su débil
padre y su desalmada madre, se contrastaba con el arribista y lascivo valido, modelo de
la degeneración y “molicie”, vicios que en las historias del país encarnaban los últimos
reyes godos, culpables ya en su día de la “pérdida de España” ante los musulmanes;
como ahora Godoy había atraído la catástrofe napoleónica.

Esta dicotomía sencilla y moralista explica, en parte al menos, la


generalizada hostilidad contra el régimen de José I en los ambientes menos instruidos.

131
Porque en los medios populares se repudió la maniobra napoleónica de forma mucho más
unánime que entre las élites. Se impuso en ellos la imagen del buen príncipe y el mal
valido, como dominó el reflejó xenófobo, anclado en la secular galofobia antes
mencionada, remozada por la intensa propaganda de la Guerra de la Convención. Los
argumentos y el vocabulario más extendidos en estos ambientes, aparte de la proliferación
de insultos como franchutes o gabachos, se relacionaron con la defensa de la verdadera
religión, la denuncia de la usurpación del trono de Fernando por los Bonaparte o la
indignación ante el pérfido ataque –con engaño– perpetrado por las tropas francesas.

A todo lo dicho habría que añadir el aspecto de cruzada antirrevolucionaria que


tuvo el conflicto, atizado por un bajo clero populista que relanzó los sermones de quince
años antes. Y tampoco esto agotaría la complejidad de aquella guerra. Habría que añadir
asimismo ingredientes de protesta social, explosiones de ira popular contra
unos “afrancesados” que, frecuentemente, se confundían con los “ricos”. Como habría
que añadir una reacción de defensa de los recursos y las identidades culturales locales; la
explosión de juntas no fue un fenómeno “nacional” o unitario, sino local; los agravios
originados por las exacciones de las tropas francesas fueron por definición locales; como
fueron locales las guerrillas, que muy raramente actuaron fuera de su área de origen; y
los más célebres héroes de la contienda, como Agustina de Aragón o Zaragoza, tenían
nombres locales.

Legitimada, así, como lucha de liberación contra un intento de dominación


extranjera y también contra cualquier tiranía, la guerra que pasó a llamarse “de la
Independencia” se convirtió en piedra angular de la mitología nacionalista liberal. Fue en
los breves períodos liberales del siglo XIX cuando se elaboraron las versiones más
popularizadas de aquellos eventos. Según el canon mitificado, vigente durante casi siglo
y medio, la tragedia había comenzado con las pugnas internas de la familia real española,
el infame papel de Godoy y los ambiciosos planes de Bonaparte. A partir de ahí, y tras la
cobarde conducta de las élites españolas, carentes de la gallardía necesaria para oponerse
a la subyugación al extranjero, se había producido la tajante toma de posición popular,
que se mantuvo activa a lo largo de todo el conflicto, como demostraban las guerrillas.
Se relegaba así a segundo plano la intervención de los ejércitos formales, y en especial la
inglesa. Y el relato se coronaba con referencias al liberalismo gaditano y la mitificada
Constitución de 1812. Desde la sombra, una idea-fuerza orientaba la narración: había sido
un levantamiento general de los españoles –unánime, si se excluía a unos cuantos

132
traidores– por afirmar su identidad contra un intento de dominación extranjera; más aún:
lo había protagonizado el rudo pero sano pueblo, guardián de las esencias identitarias en
situaciones extremas, que se había revelado mientras las minorías refinadas rendían
pleitesía al invasor. Interesantes aspectos del relato, que se mantuvieron vivos durante el
siglo XIX aunque desaparecieran en el XX, eran la relevante aportación aragonesa y
catalana, simbolizada por la resistencia de Zaragoza y Gerona, ejemplos vivos de la
pervivencia del espíritu numantino. Típico también de la imagen nacional heredada era
el dominio de un tono no exactamente triunfal, sino quejumbroso y doliente. España había
sido, sobre todo, víctima de una agresión exterior.

Los elementos que constituían la columna vertebral del relato canónico


liberal fueron aceptados no mucho más tarde por el catolicismo conservador. La única
discrepancia importante se relacionó con los motivos de la rebelión anti-napoleónica: en
vez de explicar la actuación popular por su deseo de eliminar la “tiranía” y recuperar un
pasado liberal, para los conservadores el pueblo había luchado en defensa de su rey, su fe
y sus tradiciones. Ambos coincidirían en que el protagonismo había correspondido al
pueblo, que había intervenido para defender su “forma de ser”, pero el significado de esta
última expresión variaba en unos y otros. Esta discrepancia, reflejo de programas políticos
radicalmente divergentes, explica a menos parte de la debilidad posterior del
nacionalismo español.

Pese a ello, la fuerza del mito fue formidable. En la segunda mitad del siglo XIX,
la memoria colectiva se había ajustado al patrón canónico hasta el punto de que ninguna
familia española tenía antecesores que hubieran colaborado con José I; de forma casi tan
drástica como se había hecho siglos antes con la ascendencia musulmana o judía, el
“afrancesamiento” se borró, como por ensalmo, del pasado. En 1908 se celebró el
centenario, con enorme alharaca y pugnas por exhibir la contribución que cada cual
(localidad, estamento, profesión, familia…) pretendía haber hecho a la gesta nacional.
Cuando, poco después, se publicó la Enciclopedia Espasa, sin duda la gran enciclopedia
nacional, su artículo “España” reservó cinco densas páginas de dos columnas a “la
admirable epopeya de los españoles luchando contra las tropas del capitán más grande
que han visto los siglos”, más de lo que se dedicó a ningún otro acontecimiento histórico.
Y el mito seguía vivo en 1936, como prueba su utilización por los dos bandos en la Guerra
Civil; siempre, desde luego, con la diferencia de que, para unos, el pueblo había luchado
por la libertad y para los otros por la religión y las tradiciones.

133
El relato se mantuvo incólume hasta finales del franquismo, aunque se relegara a
las tinieblas la interpretación liberal; peor aún: los constitucionalistas gaditanos,
obedeciendo siniestras consignas de oscuras logias, habían traicionado los sacrificios del
pueblo creyente y patriota. A mediados de los cincuenta, sin embargo, Miguel Artola
comenzó la rectificación del esquema deshaciendo, en una obra magistral, las ofensas y
escarnios lanzadas sobre los afrancesados durante el siglo y medio anterior, para a
continuación volver a valorar el también denostado constitucionalismo gaditano. Frente
a esta interpretación se alzaron los defensores del conservadurismo nacional-católico
acaudillados por Suárez Verdaguer, pero los historiadores actuales siguen con infrecuente
unanimidad la senda de Artola. Sobre el tema de los colaboradores del rey José, todos
reconocen que aunque hubiera, por supuesto, oportunistas entre ellos, en su conjunto no
fueron traidores a la patria, sino herederos de los ilustrados o servidores del Estado que,
aparte de querer seguir alimentando a sus familias, se tomaron en serio el proyecto de
regeneración bonapartista o, al menos, intentaron mantener a las instituciones en pie. En
la rehabilitación se incluye al propio José Bonaparte, a quien nadie retrata como bebedor
ni inútil, sino como personaje conciliador, que se tomó en serio su papel de rey de España,
aunque su posición y su carácter fueran siempre más débiles que los de su imperial
hermano.

El punto de partida de esta reinterpretación sería el reconocimiento de que no se


trató de una reacción unánime del pueblo español, movido por ideales patrióticos. El
apoyo popular a la causa anti-francesa fue, sin duda, generalizado. Pero no es claro que
dominara la motivación patriótica, como en el relato canónico, sino la reacción contra los
abusos y exacciones de las tropas francesas, sumada a la galofobia o la propaganda
contrarrevolucionaria de signo monárquico o religioso; y son abrumadores los datos
referidos a enfrentamientos y problemas internos –documentados especialmente por
Ronald Fraser–, por ejemplo por el reparto de levas o de los impuestos extraordinarios de
guerra.

Que la religión y el trono fueran más importantes que la “nación” no quiere decir
que no surgiera en esos años la formulación moderna del sujeto de la soberanía. Por el
contrario, fue la pieza clave de la retórica liberal. Pero es cuestionable que ese discurso,
elaborado en una ciudad sitiada y mal conectada con las demás zonas en que se combatía
a los josefinos, fuera el resorte movilizador en el resto del país. Por el contrario, es
razonable suponer que los argumentos tradicionales sobre el origen divino del poder

134
dominaran sobre su justificación revolucionaria. Incluso entre los llamados “liberales”,
muy interesantes estudios recientes, como los de J. M. Portillo Valdés, subrayan la
pervivencia de una herencia iusnaturalista procedente del escolasticismo que anclaba sus
teorías en una visión colectivista y orgánica de la sociedad muy alejada del individualismo
liberal. En el llamativo fenómeno del “clero liberal”, decisivo en las votaciones gaditanas,
parece detectarse más jansenismo –proyecto de creación de una iglesia regalista,
ahora nacional– que liberalismo.

Un aspecto que no debe considerarse menor y que ha sido muy estudiado en libros
recientes es el comienzo de la insurrección contra las tropas imperiales. Ante todo, la
cronología es categórica: los levantamientos no estallaron al recibirse las noticias de la
masacre madrileña del Dos de Mayo, sino tres semanas después, al conocerse las
transferencias de la Corona en Bayona. Fueron, además, en muchos casos levantamientos
organizados, e incluso pagados, por elementos anti-godoystas. Lo cual es comprensible:
pese a que el valido había caído hacía dos meses, en los niveles locales los nombrados
por él seguían en sus cargos; sus impacientes adversarios no podían desperdiciar la
ocasión de desplazarles, tildándoles de afrancesados.

Sobre la marcha de la guerra, los historiadores actuales tienden a dar mayor


relevancia a los factores internacionales. Lo cual quiere decir prestar atención a los
movimientos del ejército de Wellington, por un lado, y atender también al resto de las
campañas napoleónicas, que obligaron al emperador a retirar de la península una gran
cantidad de tropas en 1812 para llevarlas al matadero ruso. No por casualidad fue aquel
el año en que Wellington decidió por fin abandonar su refugio portugués e inició así el
giro de la guerra hacia su desenlace final. Las guerrillas, en cambio, tienden ahora a verse
como grupos de desertores o soldados derrotados en batallas previas que sobrevivieron a
costa de los habitantes de las zonas vecinas, a los que sometían a exigencias similares a
las de los ejércitos profesionales del momento, cuando no a las del bandolerismo clásico;
y no desempeñaron, por cierto, ningún papel de importancia en la fase final, y decisiva,
de la guerra.

Un último aspecto en este apresurado repaso de la revisión actual del relato


recibido es, desde luego, la crisis colonial, más producto que causa de la española.
Aunque su origen estuvo en los acontecimientos peninsulares, la guerra no se limitó a la
Península, ni fue lo más importante lo ocurrido en ella. El vacío de poder provocó las

135
rebeliones de los virreinatos y capitanías generales americanas. Pero estas últimas
tampoco están conectadas con la expansión previa de las ideas ilustradas, ni guiadas por
los principios revolucionarios de libertad e igualdad frente a una monarquía española
absolutista y retrógrada. Fueron más bien pactos entre élites que defendieron sus espacios
de poder justamente contra esos principios, y que hicieron lo posible por restringir la
participación de quienes estaban bajo ellas (fuesen indígenas o fuesen provincias o
territorios que intentaban rebelarse contra su tradicional dependencia de la capital). El
caso de la Nueva España es especialmente aleccionador: los levantamientos de Hidalgo
y Morelos (1810 y 1815, respectivamente), con fuertes componentes populares y
subversivos, fueron aplastados por las autoridades coloniales con el asentimiento tácito o
expreso de las atemorizadas élites criollas; al finalizar el sexenio, la autoridad de
Fernando VII quedó restablecida sin grandes problemas; pero al llegar, en 1821, noticias
de nuevas medidas liberales y anticlericales emanadas de la península, las élites políticas,
militares y hasta religiosas llegaron a un fácil acuerdo para separarse de España
estableciendo nada menos que una monarquía imperial mexicana con Iturbide, el cual
será derrocado por Santa Ana que instaurará la República.

Esta revisión de los mitos fundacionales dominantes en los diversos países


iberoamericanos procede de los estudios de François-Xavier Guerra, que hace más de dos
décadas resaltó, como su maestro François Furet había hecho con la Revolución Francesa,
los elementos de continuidad con la cultura política tradicional que pervivían en la
revolucionaria. Dentro de la cultura política, concentró su interés en la aparición de
nuevos espacios de sociabilidad, compatibles con la subsistencia de viejas redes
corporativas y clientelares. Éste parece ser el camino seguido hoy por el americanismo
más prometedor.

En España, esta revisión del canon recibido es vista con especial gusto por los
historiadores inclinados a apoyar tesis nacionalistas vascas, catalanas o gallegas (los
mismos que a ningún precio aceptarían revisar sus propios mitos). Hacerlo así es no
comprender que la revisión no es anti-españolista, sino anti-nacionalista en general.
Porque las naciones no eran todavía, en aquel momento histórico, los sujetos políticos. Y
aplicar la visión nacional a realidades pre-nacionales es la mayor 1distorsión que hoy
sufre nuestra interpretación histórica.

136
Ninguno de los estereotipos recibidos, ni el liberal ni el católico-conservador –ni
tampoco la nueva visión positiva de los románticos sobre España, no mencionada aquí
por falta de espacio–, deben engañarnos sobre la realidad de la guerra napoleónica. Ni
pueden interpretarse aquellos hechos en términos heroicos ni pueden considerarse un
buen comienzo para la historia contemporánea española. En cuanto a sus consecuencias
materiales y humanas, aquella guerra fue catastrófica. Pese a que continúe el debate entre
los historiadores demográficos y económicos sobre la magnitud de sus efectos, hay pocas
dudas de que tres ejércitos actuando en la península y causando destrozos materiales
(puentes, caminos, edificios) y humanos (vidas perdidas, huérfanos, tullidos, embarazos
productos de violaciones) tuvieron que dejar una secuela devastadora.

Más grave aún fue el inicio de toda una nueva cultura política. Uno de sus aspectos
consistió, sin duda, en la creación de una imagen colectiva de los españoles como
luchadores en defensa de la identidad propia frente a invasores extranjeros, lo que
reforzaba una vieja tradición que articulaba la historia española alrededor de las sucesivas
resistencias contra invasiones extranjeras, evocada por nombre tales como Numancia,
Sagunto o la casi milenaria epopeya contra los musulmanes.

Según esta interpretación, la nueva guerra había dejado sentada la existencia de


una identidad española antiquísima, estable, fuerte, con arraigo popular, lo cual parece
positivo desde punto de vista de la construcción nacional. ¿Qué más se podía pedir que
una guerra de liberación nacional, unánime, victoriosa pese a enfrentarse con el mejor
ejército del mundo, que además confirmaba una forma de ser ya atestiguada por las
crónicas históricas? Pero el ingrediente populista del cuadro encierra consecuencias
graves. Era el pueblo el que se había sublevado, abandonado por sus élites dirigentes. Lo
que importaba era el alma del pueblo, el instinto del pueblo, la fuerza y la furia populares,
frente a la racionalidad, frente a las normas y las instituciones. Como escribió Antonio de
Capmany, la guerra había demostrado la “debilidad” de los filósofos frente a
la “bravura” o “verdadera sabiduría” de los ignorantes. Se asentó así un ingrediente
romántico, que no existió en otros liberalismos moderados (y oligárquicos), como el
británico, de larga vida en la retórica política contemporánea, no sólo española sino
también iberoamericana.

A cambio de esa idealización de lo popular, el Estado, desmantelado de hecho en


aquella guerra, se vio además desacreditado por la leyenda. Los expertos funcionarios de

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Carlos III y Carlos IV, muchos de ellos josefinos, desaparecieron de la escena sin que
nadie derramara una lágrima por ellos. El Estado se hundió y hubo de ser renovado desde
los cimientos, como volvería a ocurrir con tantas otras crisis políticas del XIX y del XX
(hasta 1931 y 1939; afortunadamente, no en 1976). A cambio de carecer de normas y de
estructura político-burocrática capaz de hacerlas cumplir, surgió un fenómeno nuevo: la
tradición insurreccional. Ante una situación política que un sector de la población no
reconociera como legítima, a partir de 1808 (no antes) se sabía cómo responder: había
que echarse al monte. Se creó así la tradición juntista y guerrillera, mantenida viva a lo
largo de los repetidos levantamientos y guerras civiles del XIX. Una tradición que se
sumó, además, a un último aspecto del conflicto que no se puede dejar de mencionar: su
extremada inhumanidad. Los guerrilleros no reconocían las “leyes de la guerra” que los
militares profesionales, en principio, respetaban. Fue una guerra de exterminio, que inició
una tradición continuada hasta 1936 – 1939.

Terminaré con un toque optimista. Lo más positivo de aquella contienda fue el


esfuerzo, verdaderamente inesperado y extraordinario, de un grupo de intelectuales y
funcionarios para, a la vez que rechazaban someterse a un príncipe francés, adoptar lo
mejor del programa revolucionario francés: en Cádiz se aprobó en 1812 una Constitución
que estableció la división de poderes, la soberanía popular, las libertades ciudadanas. Fue
el primer esfuerzo en este sentido en la historia contemporánea de España. Un esfuerzo
fallido, por prematuro, ingenuo, radical y mal adaptado a una sociedad que no estaba
preparada para entenderlo. Costó mucho, hasta 1978, verlo plasmado de una forma de
convivencia política democrática y estable. Ahora, exaltemos aquel intento de establecer
la libertad, en lugar de exaltar a la nación.

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