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Capítulo 2: El Absolutismo Moderno

La era absolutista medieval abarca los siglos XVI al XVIII, este período define el
inicio de la era moderna porque aquí se sientan las bases filosóficas y teóricas que
niegan el feudalismo medieval para dar paso al estado absolutista, donde el rey
ejerce el poder absoluto. En esta época se desarrolla el renacimiento que representa
un amplio movimiento cultural donde se producen cambios significativos en las
artes, las ciencias, la política, la filosofía y la religión. El enfoque central del
renacimiento está
en el ser humano como centro del pensamiento occidental.

El absolutismo surge en Europa Occidental en los siglos XVI, XVII y hasta el siglo
XVIII , como nueva forma de organización política-económica sustitutiva del
régimen feudal. Se caracteriza por la centralización del poder en el monarca.

Durante la Edad Media, el centro de organización político y económico era el


feudo (extensión de tierra) y la cabeza del mismo era el señor feudal.
Económicamente era una unidad productiva cerrada de subsistencia, donde el
comercio era casi nulo. Socialmente, un sistema de estratificación centrado en el
linaje, la movilidad social era casi imposible. Se centraba en un contrato feudal con
obligaciones de ambas partes: señor feudal debía brindar seguridad y protección, y
los vasallos debían servir al señor, respetarlo y acompañarlo. El estado es de
carácter patrimonial, y es propiedad privada del rey.

Las dificultades comienzan a partir de la implantación lenta y paulatina del sistema


capitalista. Surgen actividades que encuentran trabas (como el usufructo de la
tierra) para crecer. Cada feudo fija su sistema feudal e impositivo, sistema de
medidas y moneda vigente. La falta de un único sistema de medidas, un patrón de
moneda y los impuestos, llevan al encarecimiento de los productos, e interfiere con
el libre comercio.

Este sistema nuevo necesitaba una nueva organización política.


Aparecen los Estados Modernos. Estos estados están encarnados por los Monarcas
y tiene su Ejército. El monarca no era por elección sino por sangre, por herencia.
El poder de este monarca es legitimado por Dios, es de origen divino.

El Estado moderno en la Europa de los siglos XVI y XVII se caracterizaba por una
concentración de poder político favorecido por las monarquías gracias al ejército
profesional, la burocracia y la fiscalidad, y en detrimento de las estructuras
feudales. Pero esta definición tradicional de Estado moderno ha sido cuestionada
en los últimos años, básicamente, en dos aspectos: la centralización de poder y las
relaciones antagónicas entre el feudalismo y el Estado moderno.

La centralización de los poderes políticos en los gobernantes monárquicos no fue


posible ya que estos necesitaban el apoyo de las clases privilegiadas para extender
y reforzar su autoridad. Por lo tanto, podemos afirmar que los monarcas no tenían
un poder absoluto y que el Estado moderno estaba subordinado a la aristocracia,
sobre todo en el ámbito local y provincial, y a la burguesía, con importante
representación burocrática y en las Cortes, y que, además, financiaba los gastos de
la monarquía. A su vez, el monarca, en compensación, los protegía contra la
nobleza y el proletariado industrial. Incluso, a algunos de ellos les confería el
estatus social de noble, que era la meta de sus ambiciones.

En realidad, las relaciones entre el Estado moderno y los señores feudales fueron
más colaborativas que antagónicas ya que ambas partes salían beneficiadas. Por un
lado, los nuevos príncipes requerían de los efectivos militares de los señores
feudales para conformar su ejercito real y la nobleza recibía puestos de poder y
sustanciosos beneficios a cambio.

Inicialmente, imperios y monarquías eran agregados dinásticos en los que el


monarca gobernaba formas políticas que conservaban cierta autonomía,
manteniendo sus propias leyes, sus instituciones, su fiscalidad, etc. Por esta razón,
la articulación de la centralización de poder de estos agregados dinásticos era débil
y facilitó la aparición de monarquías compuestas mediante la confianza y
colaboración de las clases dirigentes locales y provinciales leales a la Corona, que
garantizaban la fidelidad del pueblo para con el rey.
Esta carencia de centralización de poder limitó la libertad absoluta del poder
monárquico para establecer leyes. El monarca intervenía mediante la formación de
gobiernos paralelos que lideraban sus representantes, cuyo poder y margen de
acción también estaban supeditados a las leyes y libertades de cada territorio.

Para ilustrar lo dicho, podemos poner el ejemplo de la Corona francesa donde la


nobleza provincial tuvo mucha más influencia que los oficiales reales a la hora de
establecer y mantener lealtades hacia la monarquía. Otro ejemplo representativo de
la descentralización de poder fue la monarquía hispana que lejos de suprimir las
diferentes leyes locales de sus vastos y espaciados dominios, las mantuvo bajo la
supervisión de la figura del virrey, también, con poderes limitados.

Los relevantes y frecuentes levantamientos provinciales que tuvieron lugar a


mediados del siglo XVII en Europa, conocidos como rebeliones de la tierra, fueron
provocados, por las clases dirigentes locales, en un principio acordes con el Estado
moderno, pero sobre todo por las clases sociales intermedias formadas por juristas,
mercaderes y eclesiásticos. Ambas, temerosas de perder influencia y privilegios, no
dudaron en enfrentarse a la Corona propiciando las revueltas.

Los rebeldes apelaron a un patriotismo político o constitucional representativo de


los privilegios o libertades locales que la centralización de poder amenazaba con
arrebatarles. Estas rebeliones del reino o de la tierra, aunque ocurridas en
diferentes períodos y lugares de Europa, poseían un mismo elemento
desencadenante: las presiones materiales (fiscales, militares y políticas). Por su
parte, los sublevados llevaron hasta el último extremo las ideas derivadas del
constitucionalismo en su afán por mantener las relaciones existentes entre la
comunidad y el poder político central, para salvaguardar, así, sus derechos y
libertades.

La rebelión de los Países Bajos, ocurrida a mediados del siglo XVI, estalló a raíz
de las presiones fiscales centralizadoras que ocasionaron el descontento del pueblo
llano, así como el de las élites provinciales, todo ello agravado, además, por las
tensiones originadas por la Reforma y que acabó con la instauración de una nueva
nación: Provincias Unidas (la futura Holanda). Ya a mediados del siglo XVII, la
rebelión antiespañola de Nápoles provocada por las clases populares y dirigida
hacia la nobleza napolitana –con grandes beneficios fiscales– más que al rey; la
dels segadors en Cataluña, en contra de los numerosos asientos militares del
monarca hispano; la de Portugal que ocasionó su secesión, separándose de la
monarquía hispánica; y la revolución y guerra civil de Inglaterra, que culminó con
la muerte del rey Carlos I y el inicio de la Commonwealth encabezada por
Cromwell, son claros ejemplos de este tipo de rebeliones.

En conclusión, las rebeliones de la tierra tenían como bandera un patriotismo


constitucional donde se fomentaban los valores democráticos y el bien común más
que los vínculos culturales. Es conveniente subrayar el carácter patriótico de estas
rebeliones referido a unas leyes y libertades propias de un territorio, así como al
constitucionalismo. Todo ello de obligada defensa para los insurgentes, y que no
debemos confundir ni asociar al nacionalismo actual, tal y como lo conocemos
hoy, que hace referencia a la defensa de una cultura, una lengua o un territorio.

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