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BLOQUE V.

La crisis del Antiguo Régimen (1788-1833): Liberalismo frente a Absolutismo

5.1. La Guerra de la Independencia: antecedentes y causas. Bandos en conflicto y


fases de la guerra.
Como antecedente cabría remontarse a ejecución del rey de Francia Luis XVI en enero de
1793, hecho que provocó la ruptura de la tradicional alianza con Francia. España se unió a
una coalición internacional y participó en la denominada Guerra de la Convención. No
obstante, la derrota militar española fue rápida y concluyente. El fracaso bélico precipitó la
firma de la Paz de Basilea, por la que nuestro país aceptó la pérdida de la parte española
de la isla de Sto. Domingo, y la vuelta a la tradicional alianza con Francia contra Inglaterra.
Esta alianza se selló en el Tratado de San Ildefonso, firmado en 1796.
Se iniciaba así una deriva diplomática en la que el ascenso al poder de Napoleón en 1799
y la debilidad del gobierno de Godoy llevaron a España a una creciente dependencia de la
política exterior francesa y, por consecuencia, al enfrentamiento con Inglaterra. Las
consecuencias pronto se hicieron notar: la victoria sobre Portugal, fiel aliada de Inglaterra,
en 1801 en la “Guerra de las Naranjas" y la consiguiente anexión española de Olivenza, no
sirvió para compensar la catástrofe naval de la armada franco-española frente al almirante
inglés Nelson en Trafalgar en 1805.
Los ruinosos resultados de la alianza con Francia no impidieron que Godoy firmara con
Napoleón el Tratado de Fontainebleau en 1807. Por este acuerdo se autorizaba la entrada
y el establecimiento de tropas francesas en España con el propósito de invadir Portugal.
Muy pronto se hizo evidente para todos que la entrada consentida de las tropas
napoleónicas se había convertido en una ocupación de nuestro país. Consciente
finalmente de este hecho, Godoy tramó la huida de la familia real hacia Andalucía y la
Corte se desplaza a Aranjuez.
Allí sus planes se van a ver frustrados. El 19 de marzo de 1808 estalló un motín popular
organizado por la facción de la Corte partidaria del Príncipe de Asturias. El Motín de
Aranjuez precipitó la caída de Godoy y, lo que fue más importante aún, obligó a Carlos IV a
abdicar en su hijo con el título de Fernando VII.
El enfrentamiento entre Fernando y Carlos tenía un único árbitro posible. Con las tropas
del general Murat en Madrid, Napoleón llamó a padre e hijo a Bayona en Francia y les
forzó a abdicar en su hermano José Bonaparte. Fueron las Abdicaciones de Bayona por
las que los Borbones cedieron sus derechos a Napoleón.
Tratando de atraerse a la opinión ilustrada, el nuevo monarca José I publicó el Estatuto de
Bayona, Carta Otorgada que concedía algunos derechos más allá del absolutismo
Ante la evidencia de la invasión francesa, el descontento popular acabó por estallar: el 2
de mayo de 1808 se inicia una insurrección en Madrid abortada por la represión de las
tropas napoleónicas. Los días siguientes los levantamientos antifranceses se extienden por
todo el país. Se inicia la Guerra de la Independencia (1808-1814).
Las abdicaciones de Bayona y la insurrección contra José I significaron una situación de
"vacío de poder". Para hacer frente al invasor, se constituyeron Juntas Provinciales*, que
asumirán la soberanía en nombre del rey ausente. En septiembre de 1808, las Juntas
Provinciales se coordinaron y se constituyó la Junta Central Suprema, órgano que terminó
adoptando medidas revolucionarias como la convocatoria de Cortes.

Como fases del conflicto se contempla un primer momento entre mayo y noviembre en el
que los franceses pretenden abrir un “corredor” entre Madrid y la frontera por el que
circular de manera fulgurante y a partir de ahí que su ejército consiga llegar lo antes
posible a Cádiz, para reforzar a la flota francesa que estaba bloqueada por la inglesa y por
el ejército español en la zona.

Es en este primer momento en el que el pueblo va a reaccionar contra la ocupación


francesa de manera valerosa, destacando la victoria del General Castaños en Bailén (19
de Julio) y la resistencia de Zaragoza y Gerona frente a los asedios a los que las
sometieron. Esta contestación supuso un freno en el avance de las fuerzas galas, incluso
obligó a José I a abandonar Madrid, teniendo que replegarse hacia el País Vasco. Para
poner fin a la resistencia, el propio Napoleón, al frente de 250.000 hombres, vino en otoño
a la península, recuperando Madrid y reinstalando a José I en el trono, además de ocupar
buena parte del país, excepto las zonas periféricas y montañosas donde se inició contra el
ejército francés la llamada "guerra de guerrillas" (dirigida por figuras como El Empecinado
o el cura Merino, etc…).
Durante seis años, se enfrentaron así el ejército francés (con el apoyo de los
"afrancesados") contra el ejército regular español y la guerrilla, formada por antiguos
militares españoles y campesinos, ayudados además por el ejército británico enviado a la
península, y por tropas portuguesas.

Napoleón se encuentra también en conflicto con los ejércitos centroeuropeos coaligados y


tras la inesperada derrota en la “Batalla de las Naciones” (Leipzig) hará que decida retirar
parte de sus tropas del frente español para reforzar su ofensiva en Rusia. Esa acción haría
que los ejércitos español e inglés se recuperasen y obligaran al ejercito francés a
replegarse hacia su país. En esta fase jugará un papel fundamental el General Wellington
que, tras derrotar a las tropas francesas en la batalla de los Arapiles el 22 de Julio de
1812, recuperó Madrid el 13 de agosto de 1812. De la misma forma asedió a las tropas
que protegían la retirada de José I a Francia, derrotándolas en Vitoria y San Marcial en
junio de 1813.

A finales de 1813 el ejército al mando de Wellington ocupa ya una parte de territorio


francés. A esto se unía ya la catástrofe de la Grande Armée en Rusia. Un Napoleón
completamente debilitado devolvió la corona a Fernando VII por el Tratado de Valençay
(diciembre de 1813). Las tropas francesas habían abandonado el país y la cruenta Guerra
de la Independencia tocaba a su fin.

5.2. Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812

Las Abdicaciones de Bayona habían creado un vacío de autoridad en la España ocupada.


Pese a que los Borbones habían ordenado a las autoridades que se obedeciera al nuevo
rey José I, muchos españoles se negaron a obedecer a una autoridad que se veía como
ilegítima. Para llenar ese vacío y organizar la espontánea resistencia contra los franceses
se organizaron Juntas Provinciales que asumieron la soberanía.

Las Juntas Provinciales sintieron desde un principio la necesidad de coordinarse. Así, en


septiembre de 1808, se constituyó la Junta Central Suprema que, en ausencia del rey
legítimo, asumió la totalidad de los poderes soberanos y se estableció como máximo
órgano de gobierno. Fruto de esta nueva situación, la Junta Central convocó reunión de
Cortes extraordinarias en Cádiz, acto que iniciaba claramente el proceso revolucionario.
Finalmente, en enero de 1810, la Junta cedió el poder a una Regencia, lo que no paralizó
la convocatoria de Cortes.

Las Cortes de Cádiz

La celebración de las elecciones en situación de guerra propició que se reunieran unas


Cortes con preponderancia de elementos burgueses y cultos procedentes de las ciudades
comerciales del litoral.

Las sesiones de Cortes comenzaron en septiembre de 1810 y muy pronto se formaron dos
grupos de diputados enfrentados:

■ Liberales: partidarios de reformas revolucionarias, inspiradas en los principios de la


Revolución Francesa.
■ Absolutistas o “serviles”: partidarios del mantenimiento del Antiguo Régimen
(monarquía absoluta, sociedad estamental, economía mercantilista).
La mayoría liberal, aprovechándose de la ausencia del rey, inició la primera revolución
liberal burguesa en España, con dos objetivos: adoptar reformas que acabaran con las
estructuras del Antiguo Régimen y aprobar una Constitución que cambiara el régimen
político del país.
Estas fueron las principales reformas políticas, económicas, sociales y jurídicas adoptadas
por las Cortes de Cádiz:

■ Libertad de imprenta (1810)


■ Abolición del régimen señorial: supresión de los señoríos jurisdiccionales,
reminiscencia feudal. Sin embargo, la nobleza mantuvo la propiedad de casi todas sus
tierras. (1811)
■ Supresión de la Inquisición (1813)
■ Abolición de los gremios. Libertad económica, comercial, de trabajo y de fabricación
(1813)
■ Tímida desamortización de bienes de la Iglesia, que terminaron siendo la de
conventos y monasterios suprimidos y destruidos por la guerra, o bien tierras confiscadas a
traidores o afrancesados. (1813)
Esta iniciativa desamortizadora apenas pudo aplicarse debido al inmediato retorno de
Fernando VII y del Estado absoluto

La Constitución de 1812

Aprobada el 19 de marzo de 1812 y popularmente conocida como “La Pepa”, este texto
legal fue la primera constitución liberal del país. La constitución de 1812 es uno de los
grandes textos liberales de la historia, siendo muy célebre en su tiempo.

Los diputados liberales, Agustín Arguelles, Diego Muñoz Torrero y Pérez de Castro son las
figuras más destacadas en su elaboración.

Estos son los rasgos principales de la Constitución:

■ Soberanía nacional: El poder reside en la nación, idea opuesta a la soberanía


monárquica. La nación ejerce su soberanía mediante sus representantes en Cortes.
■ División de poderes.
■ Poder legislativo: Cortes Unicamerales
■ Poder judicial: Tribunales
■ Poder ejecutivo: Rey, pero con importantes limitaciones:
- Sus ordenes deben ir validadas por la firma del Ministro correspondiente.
- No puede disolver las Cortes
- Veto suspensivo transitorio durante dos años, tras ello la decisión de las Cortes se
convierte en ley.
- Designa a los altos mandos de los ejércitos y a miembros del estamento eclesiástico.
■ Complicado procedimiento electoral por sufragio universal masculino indirecto
en cuarto grado*. Derecho de voto: todos los hombres mayores de 25 años, que elegían a
unos compromisarios que a su vez elegían a los diputados.
■ Igualdad de los ciudadanos ante la ley. Esto supuso el fin de los privilegios
estamentales.
■ Se omite toda referencia a los territorios con fueros, lo que equivalía a su no
reconocimiento. No obstante, los regímenes forales de las provincias vascas y de Navarra
no se derogaron explícitamente.
■ Reconocimiento de derechos individuales: a la educación, libertad de imprenta,
inviolabilidad del domicilio, a la libertad y a la propiedad.
■ El catolicismo es la única confesión religiosa admitida. La necesidad de contar
con la colaboración del clero en la lucha contra los franceses explica este rasgo intolerante
que choca con el espíritu avanzado de la constitución.

5.3. El reinado de Fernando VII: liberalismo frente a absolutismo. El proceso de


independencia de las colonias americanas.
Mientras Fernando VII permanecía prisionero en Francia el pueblo español, en nombre del
rey había redactado la Constitución de 1812 que acababa con el sistema de Antiguo
Régimen y recortaba ampliamente los poderes del rey. Sin embargo, la Constitución no
representaba la opinión de todos los españoles, solo del grupo de diputados liberales
mayoritarios en Cádiz.
Fernando VII, tras su liberación por el Tratado de Valençay, en 1814, llega a Valencia
donde es recibido por un grupo de militares y diputados absolutistas que le entregan el
“Manifiesto de los Persas” (un escrito redactado por 69 diputados), animándole a que
vuelva a instaurar el Antiguo Régimen. Así, Fernando declaró nula la Constitución y todas
las leyes de las Cortes de Cádiz, restaurando las viejas instituciones, incluida la
Inquisición.
En los próximos seis años, el descontento de los liberales y de una parte del ejercito
cristalizaría en una serie de pronunciamientos militares (casi una veintena) que fracasarían
al ser descubiertos y cuyos cabecillas o huyeron al exilio o fueron ejecutados.
En 1820 el coronel Rafael de Riego inició un alzamiento en Cabezas de San Juan (Sevilla)
en defensa de la Constitución de 1812. Contó con las tropas que iban a embarcar para
sofocar la sublevación americana. La rebelión se extendería por otras ciudades. Fernando
VII se vio obligado a capitular y en marzo juró la Constitución de 1812. Así la victoria de la
revolución supuso la vuelta al régimen de 1812 durante tres años, en el llamado Trienio
liberal (1820-23).
Este período se caracterizó por la agitación política constante, también en el seno de los
propios liberales que se dividieron en dos grupos enfrentados: los moderados o
doceañistas, dispuestos a introducir reformas en la constitución que la hicieran más
conservadora; y los radicales, exaltados o veinteañistas que la querían mantener y
buscaban una política más progresista y la oposición al gobierno liberal. Por otro lado
estaba la oposición al gobierno liberal encabezada por el mismo rey, que utilizaría todos
los recursos disponibles para poner obstáculos a las reformas; además de pedir
secretamente una intervención extranjera.
Una intervención que se hizo efectiva ante el temor de que la revolución se extendiese al
resto de Europa. Los miembros de la Santa Alianza se reunieron esta vez en el Congreso
de Verona y acordaron que fuera Francia quien enviase un ejército, los 100.000 hijos de
San Luis, que serían dirigido por el duque de Angulema. Ante la entrada y avance de este
ejército, el gobierno se refugió en Cádiz con el rey. Las tropas francesas apenas
encontraron resistencia. El 30 de septiembre de 1823 Fernando fue liberado y la
constitución fue nuevamente abolida, finalizando el Trienio.
Daba comienzo así la llamada Década Ominosa, de 1823 a 1833. Un periodo durante el
cual se impuso nuevamente el régimen absolutista y se inició una brutal represión contra
los liberales. Sin embargo, poco a poco, el régimen absolutista se fue moderando. Esta vez
no se restauró la Inquisición e incluso Fernando contó con algunos ministros reformistas.
Los absolutistas más radicales quedaron decepcionados y formaron el llamado partido
apostólico en torno al hermano de Fernando, D. Carlos, el futuro heredero, con el apoyo de
una iglesia recelosa de la pérdida de su influencia.
Pero en 1830 nacería la primera hija de Fernando y Mª Cristina de Nápoles, Isabel. Esto
desencadenó una lucha en la corte entre los partidarios de Don Carlos (hasta el momento
único heredero) y los de Mª Cristina y de su hija. Como los partidarios de Don Carlos
estaban ya bien definidos (absolutistas radicales) los reyes buscaron apoyos entre los
liberales dirigidos por Cea Bermúdez.
Fernando publicó la Pragmática Sanción que derogaba la Ley Sálica allanando así la
llegada al trono de su hija, pero eso no hizo que el partido carlista abandonara sus
pretensiones. En 1833, el rey moría e Isabel era reconocida como heredera y su madre
como regente, quien comenzó a gobernar con los liberales. Los carlistas no aceptaron la
situación y pusieron en marcha una guerra civil.
En medio de este acontecer político y determinado por su devenir, se produjo el
movimiento independentista en las colonias americanas. Diversos factores explican el
desencadenamiento de dicho movimiento. Por un lado, el creciente descontento de los
criollos, descendientes de españoles nacidos en América, que, aunque eran el grupo
dominante, enriquecido por el comercio y sus propiedades territoriales, se sentían
descontentos de su situación frente a España, que seguía manteniendo el monopolio
político y económico lo que les impedía el libre comercio, además de no tenerles en
consideración en los cargos de gobierno, generalmente asignados a peninsulares.
Por otro lado, las nuevas ideas ilustradas, que se irían difundiendo a lo largo de la segunda
mitad del siglo XVIII, avivaron el descontento y extendieron las ideas de libertad, con el
ejemplo de la independencia de Estados Unidos como telón de fondo y la fuerte influencia
masónica a través de organizaciones como la Logia Lautaro.
Con todo, fue la quiebra de la autoridad española ante los sucesos de 1808 lo que inició el
proceso de la independencia iberoamericana. En las colonias las autoridades (Virreyes)
aceptaron a José I, pero el pueblo se mantuvo fiel a Fernando VII produciéndose un
movimiento similar de juntas locales que asumieron el gobierno en nombre de Fernando
VII. Y aunque luego en 1810 se mantendrían ciertos lazos con las autoridades de Cádiz,
con el envío de representantes a las Cortes, comenzó a despertarse un sentimiento
emancipador en América latina, con el apoyo de Estados Unidos y de Inglaterra, país que
mantenía un doble juego, ya que al mismo tiempo ayudaba a los peninsulares contra los
franceses.
En 1814, tras el regreso de Fernando VII, se mandan tropas a las colonias (unos 10.000
hombres) bajo el mando del general Morillo, en el intento de sofocar la sublevación,
consiguiendo controlar todo el territorio, salvo Río de la Plata. Pero, en 1816 nuevamente
estalla la sublevación: Simón Bolívar conquista Venezuela y Colombia, y José de San
Martín desde Buenos Aires cruza los Andes y toma Chile. Morillo, acorralado, solicita
urgentemente el envío de tropas desde España, pero la sublevación en 1820 de Riego lo
impide. Las tropas de Bolívar desde el norte y las de San Martín desde el sur convergen en
Perú derrotando a las tropas españolas en Ayacucho (1824). La pérdida de Perú pone fin a
la guerra. Toda Sudamérica se independiza formándose repúblicas que dejaban el poder
en manos de la minoría criolla.
Cuando termina el reinado de Fernando VII, España sólo conservará de su gran imperio
colonial, Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

BLOQUE VI. La conflictiva construcción del Estado Liberal (1833-1868)

6.1. El reinado de Isabel II (1833-1868). La primera guerra carlista. Evolución política,


partidos y conflictos. El Estatuto Real de 1834 y las Constituciones de 1837 y 1845.
El reinado de Isabel II se divide en dos etapas: la minoría de edad (1833-1843) con las
regencias María Cristina (1833-1840) y de Espartero (1840-1843); y el reinado efectivo
(1843-1868) con la mayoría de edad.

Durante la minoría de edad de Isabel II, tuvo lugar el estallido de la Primera Guerra
Carlista (1833-1840), ejerciendo la regencia Mª Cristina. Una de las causas fue la
cuestión sucesoria, los carlistas apoyaban a Carlos María Isidro (hermano de Fernando
VII) y por tanto la Ley Sálica, frente a los que respaldaban a Isabel como heredera por la
Pragmática Sanción; otra de las causas fue el enfrentamiento ideológico, el carlismo
defendía el Antiguo Régimen (“Dios, Patria y Rey”) y el mantenimiento de los fueros; por su
parte, el liberalismo defendía la soberanía nacional, la división de poderes y una política
centralizadora.
La Primera Guerra Carlista comenzó el 1 de octubre con el Manifiesto de Abrantes y se
desarrolló principalmente en el noreste peninsular donde se encontraban los principales
focos carlistas. El retraso en el envío de tropas por parte del gobierno isabelino permitió al
carlista Zumalacárregui, militar de carrera y experto en la guerra de guerrillas, tomar la
iniciativa. En 1835 Zumalacárregui controlaba la mayor parte de las Provincias
Vascongadas y forzado por Don Carlos se vio obligado a tomar Bilbao, donde cayó
mortalmente herido. El sitio de Bilbao fue levantado y durante los dos años siguientes la
guerra se mantuvo en una situación de equilibrio entre los dos bandos. Para salir de esa
situación que agotaba a la población campesina que mantenía a las tropas carlistas, Don
Carlos decidió emprender en 1837 una expedición militar con Madrid como objetivo.
Durante el transcurso de esta Expedición Real, los carlistas esperaban que el pueblo se
fuera sumando a su ejército, pero no ocurrió así, y ante la falta de efectivos suficientes
terminaron retrocediendo a sus bases del Norte. En 1838 el general Espartero, que dirigía
las fuerzas liberales, recibió los recursos necesarios para contar con un ejército numeroso
y bien equipado, iniciando una nueva campaña en el Norte, siendo su gran éxito la batalla
de Luchana. Mientras, en el bando carlista, el general Maroto, cansado y decepcionado por
la incapacidad del pretendiente, inició las negociaciones de paz. Finalmente, el 29 de
agosto de 1839, Maroto y Espartero firmaron el Convenio de Vergara que reconocía a
Isabel como reina legítima, concediendo a cambio el mantenimiento de los fueros y una
amnistía para los carlistas, incorporando a sus militares en el ejército gubernamental con el
respeto de sus grados y condecoraciones. No obstante, aunque Don Carlos cruzara la
frontera francesa, la guerra continuaría en el Maestrazgo durante un año más, pues el
general Cabrera no quiso deponer las armas.
Durante el periodo de la regencia, los gobiernos liberales desmantelaron el Antiguo
Régimen gradualmente. Los liberales formaron dos tendencias: la moderada de los
doceañistas, partidarios de la soberanía compartida (Rey-Cortes), y de conceder amplios
poderes al rey; y la progresista, cuyos integrantes también denominados exaltados o
veinteañistas, más radicales en su concepción liberal y partidarios de una nueva
Constitución más progresista, defendían la soberanía nacional y la limitación del poder del
rey.

La regencia de Mª Cristina (1833-1840) sirvió para que los liberales moderados retornados
del exilio, fueran afianzándose en la política. Así tras un primer gobierno presidido por el
absolutista Francisco Cea Bermúdez (1833) marcado por cierto inmovilismo y la necesidad
de ganarse a los liberales, María Cristina llamó a formar gobierno a Martínez de la Rosa,
un moderado que emprendió reformas como la promulgación del Estatuto Real de 1834
(tan restrictivo que solo los más conservadores lo aceptaron; en él figuraba respecto al
sufragio una base social muy limitada, pues las personas con derecho al voto solo
representaban un 0,13% de la población española, 16.000 personas sobre una población
total de 12 millones de habitantes.), Carta otorgada que no reconociendo la soberanía
nacional, se centraba en la reforma de las Cortes, que pasaron a ser bicamerales
(formadas por la Cámara de próceres, constituida por los Grandes de España y otros
designados de forma vitalicia por el monarca, y la Cámara de procuradores, elegida
mediante un sufragio censitario muy restringido). Esta tibia política de reformas provocó
tensiones y sublevaciones que hicieron dimitir a De la Rosa y terminaron por forzar la
llegada al poder del exaltado Mendizábal (al poco de llegar de su exilio en Londres) quien
comenzó tomando medidas para desmantelar el Antiguo Régimen, como la libertad de
imprenta o el decreto de desamortización de los bienes de conventos y monasterios del
clero regular, lo que supuso un enfrentamiento con la Santa Sede (retiró al nuncio de
Madrid). Estas medidas hicieron que la regente le destituyera, sustituyéndolo por Istúriz, lo
que condujo al pronunciamiento de los sargentos en la Granja, obligando a la entrega
del gobierno al progresista José María Calatrava (ahora con Mendizábal en la cartera de
Hacienda) y restableciendo la Constitución de 1812, rápidamente sustituida por un nuevo
texto aprobado en 1837.

La Constitución de 1837, consolidó el régimen constitucional; proclamaba la soberanía


nacional, cortes bicamerales (Congreso por sufragio censitario y Senado de designación
real). Reconocía derechos individuales, libertad de prensa, la milicia nacional (un cuerpo
de ciudadanos armados que tenían el propósito de mantener el orden público y defender el
régimen constitucional, mediante prestaciones obligatorias a las que estaba obligado todo
ciudadano. En síntesis, esta estaba separada del ejército regular y compuesta por dos
armas: infantería y caballería. El número de ciudadanos obligados a servir en la milicia se
fijó en 30 por cada 1.300 habitantes mayores de 30 años y menores de 50. Cumplían
tareas de seguridad, orden y paz en el interior del país) y la elección popular de alcaldes
en los municipios. Precisamente el intento de suprimir en 1840 este derecho por iniciativa
del nuevo gobierno moderado de Pérez de Castro, se desató una insurrección progresista
encabezada por Espartero que asumió la regencia que le otorgaron las cortes y provocó el
exilio de Mª Cristina. Durante la regencia de Espartero (1840-1843), su autoritarismo
(llegó a bombardear Barcelona) suscitó la oposición tanto de moderados, como de
progresistas que organizaron un pronunciamiento, liderado por Narváez, aunque le
acompañaron los generales Serrano y O'Donnell, lo que le obligó a dimitir.

Las Cortes proclamaron entonces la mayoría de edad de Isabel II con solo trece años,
iniciando el reinado efectivo (1843-1868). Daba comienzo así la Década moderada
(1844-1854), Narváez acometió distintas medidas: Se promulgó la Constitución de 1845,
más conservadora que la de 1837, soberanía compartida Rey-Cortes, Cortes bicamerales,
con sufragio censitario aún más restringido para el Congreso, y Senado vitalicio de
designación real. Durante este periodo se volvió al control de la Administración provincial y
local, se suprimió la Milicia Nacional, se llevó a cabo la reforma del sistema tributario del
ministro Alejandro Mon, se crearon el Banco de España y la Guardia Civil por el duque de
Ahumada en 1844 y se firmó el Concordato de 1851 con la Santa Sede. Con el aumento
del autoritarismo se funda el Partido Demócrata (1849) que reivindicaría el sufragio
universal, libertad religiosa o la instrucción primaria gratuita. Las denuncias por corrupción,
los escándalos financieros y el autoritarismo que llevó incluso a la suspensión de las
Cortes 1854, hicieron que las clases populares dieran su apoyo a un pronunciamiento en
junio de 1854 en los cuarteles de Vicálvaro, “La Vicalvarada”, pronunciamiento
encabezado por el general O´Donnell, al que se le uniría el general Serrano, todo ello
acompañado del Manifiesto de Manzanares como declaración de intenciones, redactado
por Cánovas del Castillo. Daría comienzo así el Bienio progresista (1854-1856) en el que
Isabel II entregó el gobierno a Espartero. Periodo durante el cual se restauraría la Ley de
Imprenta y la Milicia Nacional. Así mismo se elaboró la Constitución de 1856, non-nata.
En economía se aprobó la Desamortización de Madoz (1855) de bienes eclesiásticos y
municipales y la Ley de Ferrocarriles (1855). La oposición política y las crisis de
subsistencia contribuyeron a su dimisión.
De 1856 a 1868 se alternan, por un lado, los moderados de Narváez y, por otro, los
centristas de O´Donnell, con su partido la Unión Liberal (ala derecha progresista y ala
izquierda moderada). Si bien con O´Donnell se pretendió recuperar el prestigio
internacional con empresas militares en el extranjero, con Narváez en el poder, su política
de censura y represora (Noche de San Daniel), conduciría al Pacto de Ostende entre
progresistas, demócratas y republicanos, con el objetivo de destronar a la reina y convocar
Cortes Constituyentes. La muerte de Narváez y O´Donnell, aisló a la reina. En septiembre
de 1868 Prim y el almirante Topete inician “La revolución Gloriosa”, acompañados por
Serrano, sublevación que provocó la caída de Isabel II y abrió la esperanza de un régimen
democrático.

6.2. El reinado de Isabel II (1833-1868): las desamortizaciones de Mendizábal y


Madoz. De la sociedad estamental a la sociedad de clases.
En la España del siglo XIX la agricultura siguió siendo la actividad económica más
importante (dos tercios de la población activa estaba empleada en ella). Pero la desigual
distribución de la tierra, la ausencia de innovaciones tecnológicas y los bajos rendimientos
agrícolas hacían necesario adoptar medidas en el sector. La propiedad de la tierra estaba
en gran medida en manos de la Iglesia y la nobleza (cuya propiedad se había mantenido
inmovilizada por efecto de la institución del mayorazgo). (Aunque esa institución del
mayorazgo se suprimiera mediante Real Decreto el 11 de septiembre de 1820). Pero
también los municipios eran propietarios de tierras que tenían su origen en concesiones
reales. Solían ser bosques o terrenos que se dividían en “tierras de aprovechamiento
común” y en “tierras de propios” (las arrendadas a particulares) (1). Como resultado de lo
anterior la cantidad de tierra a la que se podía acceder era escasa y cara. Como solución a
este problema surgieron las desamortizaciones que consistían en la expropiación, por
parte del Estado, de las tierras eclesiásticas y municipales para su venta a particulares en
subasta pública.
Aunque hubo ya algunos intentos desamortizadores a fines del siglo XVIII, los verdaderos
procesos se desarrollaron en el marco de las reformas económicas que el liberalismo
progresista llevó a cabo durante el reinado de Isabel II y llevarían el nombre del ministro
que los puso en marcha:
• La desamortización de Mendizábal o Ley General de 1837, también conocida como
desamortización eclesiástica, se caracterizó por la expropiación y nacionalización, por
parte del Estado, de las tierras de las órdenes religiosas para su posterior venta a
particulares en pública subasta. Ya en 1835, siendo ministro de Hacienda el Conde de
Toreno, se disolvieron aquellas órdenes religiosas en cuyos conventos hubiera menos de
doce religiosos. Ahora con Mendizábal, este proceso se amplió, al punto de que solo
subsistieron 8 monasterios en toda España, aquellos cuyas órdenes estaban consagradas
a la enseñanza o al cuidado de enfermos (escolapios, hospitalarios o Hermanas de la
caridad). Sus fincas, en fin, se declararon bienes nacionales. Los objetivos de esta
desamortización fueron sanear la Hacienda, financiar la guerra civil contra los carlistas y
convertir a los nuevos propietarios en adeptos a la causa liberal. El proceso provocó, no
obstante, graves tensiones entre la Iglesia y el Estado liberal. (2)

• La desamortización de Madoz o Ley General de 1855, puesta en marcha durante el


bienio progresista, vino a completar la obra de Mendizábal e incluía las tierras de la Iglesia
aún no vendidas (afectando, sobre todo, al clero secular) y las tierras comunales de ciertos
municipios.
La situación fiscal y política no era tan grave, por lo que con los ingresos obtenidos se
pretendía no sólo reducir la deuda pública, sino también crear infraestructuras para
modernizar la economía (fundamentalmente el ferrocarril). Aunque la venta de las tierras
en metálico (3) supuso duplicar los ingresos con respecto a la anterior desamortización, la
implementación de esta ley, no solo volvió a suscitar una nueva ruptura con la Iglesia, sino
también con ciertos sectores del progresismo, que se mostraron contrarios a la venta de
los bienes municipales. Pues, efectivamente, el otro gran damnificado fue el campesinado
al quedarse despojado de esas tierras comunales y porque su poder adquisitivo no les
permitió adquirirlas en subasta, convirtiéndose así en un potencial foco de conflictividad.
Se perdió en fin la oportunidad de realizar una reforma agraria que paliara las
desigualdades económicas y sociales. Y aunque hubo pequeños y medianos compradores
locales, los principales beneficiarios fueron las clases medias urbanas que se
enriquecieron y diversificaron sus patrimonios. Las familias más poderosas no solo
conservaron intactos los suyos, sino que incluso los aumentaron. Para terminar, decir que
la desamortización contribuyó a la expansión de superficie cultivada, aunque eso trajera
también, como consecuencia, un aumento de la deforestación.
A lo largo de este siglo se produjo el paso de una sociedad estamental a una de clases,
aunque el proceso fue lento. Ya con la configuración del Estado liberal tras la muerte de
Fernando VII, los estamentos desaparecieron al imponerse la igualdad jurídica, pues se
puso fin a los privilegios. Todos pagaban impuestos, eran juzgados por las mismas leyes, y
gozaban teóricamente de los mismos derechos políticos. Así la nueva categoría jurídica de
ciudadanos definiría la pertenencia a una clase social marcada por la igualdad de
derechos ante la ley. La nobleza, vio disminuir su influencia al perder sus privilegios, pero
se adaptó a las circunstancias. Siguió presente en el ejército y en política (Senado).
Aprovecharon su nombre para entrar en consejos de administración, y aliarse con la
burguesía financiera (por matrimonios). El clero, en la sociedad liberal, perdió su principal
fuente de ingresos (el diezmo), el monopolio de la enseñanza, además de parte de sus
bienes con las desamortizaciones; por todo ello se mostró enemigo del liberalismo que
imponía la separación Iglesia-Estado. La burguesía fue la gran protagonista, la supresión
de privilegios permitió legalmente la movilidad social, y con las desamortizaciones la
posibilidad de ampliar su patrimonio. El progreso económico, favoreció la aparición de una
burguesía de negocios (banqueros, empresarios, propietarios de tierras y de inmuebles
urbanos) y acceder a altos cargos del Estado. Este grupo abrazaba el liberalismo como
ideología (a través del sufragio censitario) y secundaba el progresismo cultural,
compartiendo con la nobleza, en el caso de la alta burguesía, sus gustos y estilo de vida,
juntas regirían la vida social: organizan suntuosas fiestas, asisten a la ópera, a los teatros y
a los hipódromos y establecen su domicilio en los ensanches de las ciudades o en los
barrios residenciales. La mediana y pequeña burguesía era mucho más plural que la clase
alta en cuanto a posturas políticas, aunque, en general, partidaria de reformas que no
pusieran en peligro su estabilidad, esto es, el afianzamiento y defensa de la propiedad.
Sus puntos de encuentro social eran los toros, el casino y la zarzuela. Las clases medias
constituían entre el 5% y 10% de la sociedad.

Pero la gran mayoría de la población española pertenecía a las clases bajas. El


mantenimiento de formas anacrónicas de propiedad (latifundismo) y de sistemas de
producción arcaicos hizo que la vida del campesinado español fuera muy dura. A
mediados de siglo cerca del 55% de la población agraria era jornalera, otro 11%
arrendataria y un 34% propietaria. Las medidas adoptadas por el liberalismo acentuaron
los conflictos agrarios manifestándose en ocasiones de forma violenta. El que esta
agitación fuera duramente reprimida, explica el rápido desarrollo de las doctrinas
comunistas y anarquistas en zonas agrícolas. Otro de los cambios sociales importantes del
siglo XIX fue la aparición de la clase obrera industrial. El incipiente desarrollo de la
industria llevó a las ciudades a miles de trabajadores agrícolas en paro. El resultado fue el
crecimiento de los barrios obreros, carentes de las condiciones higiénicas adecuadas. El
trabajo en las fábricas implicaba jornadas de 12 a 14 horas. Con salarios bajos, paro y
explotación infantil. Situación que fue generando la adhesión a doctrinas anarquista contra
el sistema.

6.3. El Sexenio democrático (1868-1874): la Constitución de 1869. Evolución política:


gobierno provisional, reinado de Amadeo I y la Primera República.

Las prácticas dictatoriales de Narváez y González Bravo en los últimos gobiernos


moderados extendieron la impopularidad del régimen moderado y de la reina Isabel II,
que siempre les había apoyado. Además la muerte de O'Donnell en 1867 propició el
acercamiento de la Unión Liberal, los unionistas (ahora encabezada por el general
Serrano), los progresistas (dirigidos por el general Prim), y los demócratas, partidarios
del sufragio universal, que firmarían en 1866 el llamado Pacto de Ostende por el que
se comprometían en el objetivo de derrocar a Isabel II.

Finalmente, la sublevación estalló en septiembre de 1868. Iniciada por el unionista


almirante Topete en Cádiz, al pronunciamiento militar en distintos puntos, se le unieron
rápidamente sublevaciones populares en diversas zonas del país, ocupando plazas al
grito de “Mueran los borbones”. Serrano venció al ejército gubernamental en Alcolea
(Córdoba) e Isabel II huyó a Francia. La que los progresistas vinieron a denominar
"Revolución Gloriosa" había triunfado con gran facilidad en el país.

El Gobierno provisional (1868-1871)

En un primer momento la dirección política fue ejercida por la Junta Revolucionaria de


Madrid que confió el poder a un gobierno provisional, presidido por el general Serrano
(unionista) y con Prim (progresista) que se encargaría del Ministerio de la Guerra.
Quedaron fuera los demócratas que no aceptaron ningún puesto cuando el gobierno
provisional proclamó que era favorable a la monarquía. El Partido Demócrata apostó
claramente por la República y cambió su nombre por el de Partido Republicano
Democrático Federal. Una minoría de demócratas que creían en la compatibilidad de la
democracia con la monarquía se unieron al gobierno provisional (fueron los llamados
cimbrios).

Este primer gobierno tomó medidas para estabilizar la revolución como la convocatoria de
Cortes constituyentes, con el objetivo primordial de elaborar un nuevo texto
constitucional, que se aprobó al año siguiente. Sería la Constitución de 1869, cuyas
principales características fueron la soberanía nacional, el sufragio universal directo
para los varones mayores de veinticinco años, la monarquía democrática, con un
ejecutivo más limitado y compartido con el Consejo de Ministros, con el legislativo en
manos de unas Cortes bicamerales (ambas cámaras, Congreso y Senado elegidos por
el cuerpo electoral) y el judicial reservado a los Tribunales. Dicha Constitución,
además, recogía una amplia declaración de derechos, reconociéndose por primera vez
los de reunión y asociación, libertad de imprenta y enseñanza, matrimonio civil…, el
Estado se declaraba aconfesional y se concedía la libertad de cultos religiosos.

El problema estaba en que declarando que España era una monarquía, aún no se sabía
sobre quién habría de recaer el trono.

La Monarquía democrática: Amadeo I (1871-1873)

Efectivamente, tras aprobarse la constitución en la que se establecía la monarquía como


forma de gobierno, el general Serrano fue nombrado Regente y Prim pasó a presidir un
nuevo gobierno, con el objetivo prioritario de encontrar un candidato a la corona.

Tras barajar algunas posibilidades, en un marco de tensiones en Europa, las Cortes


refrendaron como nuevo rey a Amadeo de Saboya, hijo del Víctor Manuel II, rey de la
recién unificada Italia, y perteneciente a una dinastía con fama de liberal.

Nada más llegar a España Amadeo se encontró con que el general Prim había sido
asesinado. (1) El general progresista había sido el principal apoyo del nuevo rey. Su
ausencia debilitó grandemente la posición del nuevo monarca, pues Amadeo se
encontró inmediatamente con un amplio frente de rechazo, formado por grupos
variopintos y enfrentados entre sí como los "alfonsinos", partidarios de la vuelta de los
Borbones en la figura de Alfonso, hijo de Isabel II; los republicanos, grupo procedente
del Partido Demócrata que reclamaba reformas más radicales en lo político,
económico y social, manifestando también un fuerte anticlericalismo, además de una
creciente agitación por parte del movimiento obrero.

A ello sumar conflictos que se desataron tales como la reanudación de la guerra carlista
(los carlistas, todavía activos en el País Vasco y Navarra se levantaron en armas en
mayo de 1872. Carlos VII, nieto de Carlos María Isidro, aprovechando el caos general,
llegó a establecer un gobierno en Estella) y la Guerra en Cuba (de 1868 también
conocido como "Guerra Larga", iniciada con el “Grito de Yara” y apoyada por Estados
Unidos, conflicto independentista que se cerraría con la firma de la Paz de Zanjón en
1878).

En este contexto, la alianza formada por unionistas, progresistas y demócratas, que había
aprobado la Constitución y permitido la llegada al trono de Amadeo, comenzó
rápidamente a resquebrajarse tras la muerte de Prim. Así, los dos años que duró su
reinado se caracterizaron por una enorme inestabilidad política.

Impotente y harto ante tantos frentes, Amadeo I presentó a principios de 1873 el Acta de
abdicación a la Corona española y regresó a Italia. Tras conocerse la noticia (el lunes
11 de febrero, por el diario La Correspondencia de España) de dicha renuncia, los
federales madrileños se agolparon en las calles pidiendo la proclamación de la
República. Sin otra alternativa, ante lo dificultoso de iniciar una nueva búsqueda de un
rey entre las dinastías europeas, las Cortes proclamaron la República el 11 de febrero
de 1873.

La Primera República

La República fue proclamada por unas Cortes en las que no había una mayoría de
republicanos, pero estos, con el apoyo de personalidades como la de Emilio Castelar o
Estanislao Figueras, supieron reconducir la situación en esta dirección. El Congreso de
los Diputados había sido rodeado por una multitud que exigía la proclamación de la
República y el peligro de insurrección estaba latente.

Los escasos republicanos pertenecían a las clases medias urbanas, mientras las clases
trabajadoras que optarían por dar su apoyo al incipiente movimiento obrero anarquista,
vieron más posibilidades en la República. No obstante, la debilidad del régimen
republicano derivó en una enorme inestabilidad política y condujo a sucesivas
dimisiones. Hasta cuatro presidentes de la República se sucedieron en el breve lapso
de un año: Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar.

Los distintos gobiernos republicanos decidieron emprender una serie de reformas bastante
radicales que, en algunos casos, se volvieron contra el propio régimen republicano.
Estas fueron las principales medidas adoptadas: la supresión del impuesto de
consumos (la abolición de este impuesto indirecto, reclamada por las clases populares,
agravó el déficit de la Hacienda); la eliminación de las quintas; la reducción de la edad
de voto a los 21 años; la separación de la Iglesia y el Estado, dejando este de
subvencionar a la Iglesia; una reglamentación del trabajo infantil o prohibición de
emplear a niños de menos de diez años en el campo, fábricas y minas ; la abolición de
la esclavitud en Cuba y Puerto Rico; y un proyecto constitucional para instaurar una
República federal.

Este programa reformista se intentó llevar a cabo en un contexto totalmente adverso, que
afectaría a los sucesivos gobiernos de esta era republicana, teniendo que hacer frente
a los conflictos ya iniciados y mencionados como la Guerra carlista y la Guerra de
Cuba a los que se sumarían las sublevaciones cantonales. Los republicanos federales
más extremistas se lanzaron a proclamar cantones, pequeños estados regionales
cuasi independientes en Valencia, Murcia y Andalucía, sublevándose contra el
gobierno republicano de Madrid. La eclosión del cantonalismo procedía, en definitiva,
de la decepción por el escaso desarrollo de la República y su limitado alcance social.

El presidente Pi y Margall se opuso a sofocar la revuelta cantonalista por las armas y


dimitió, siendo sustituido por Salmerón, quien inició una acción militar que conseguiría,
en líneas generales, reprimir la insurrección, a excepción del Cantón de Cartagena,
cuya resistencia le convertiría en el símbolo de este movimiento en el que las ideas
republicano-federales y anarquistas se entremezclaron.

A Salmerón, que dimitió al negarse a firmar dos penas de muerte de cantonalistas, le


sucedió Castelar, republicano unitario de carácter conservador, que consiguió plenos
poderes de las Cortes, que no tardó en cerrar, gobernando por decreto y
reorganizando el ejército para acabar también con los carlistas. Pero se enfrentó a los
federales que le retiraron la confianza. La presión de estos precipitaría su caída. Ante
la posibilidad de un nuevo gobierno federal, el 4 de enero de 1874, tuvo lugar el golpe
militar del general Pavía que contó con fuerzas de la Guardia civil, irrumpiendo frente a
las Cortes. Este pronunciamiento estableció un gobierno provisional presidido
nuevamente por el general Serrano, que mantuvo las formas republicanas. Y si bien
consiguió acabar con las revueltas cantonalistas (el de Cartagena en enero de 1874),
aplicó una política autoritaria y represiva con un claro protagonismo del ejército,
suspendiendo ciertos derechos y libertades constitucionales.

El régimen republicano se mantuvo así, nominalmente, un año más, aunque la dictadura


de Serrano fue un simple paso previo a la restauración de los Borbones. El principal
defensor de la candidatura del príncipe Alfonso fue Cánovas del Castillo, que intentó
que la vuelta a la monarquía fuera el resultado del deseo del pueblo español y no de
un nuevo pronunciamiento militar. Para ello había hecho firmar a Alfonso el Manifiesto
de Sandhurst, en el que exponía al pueblo español sus propósitos conciliadores. Sin
embargo, y en contra del deseo de Cánovas, en diciembre de 1874, el general
Martínez Campos proclamó rey a Alfonso XII, tras un pronunciamiento en Sagunto.

BLOQUE VII. La Restauración Borbónica: implantación y afianzamiento de un nuevo


sistema político (1874-1902)
7.1 La Restauración Borbónica (1874-1902): Cánovas del Castillo y el turno de
partidos. La Constitución de 1876.
La Restauración de la monarquía borbónica en la persona de Alfonso XII va desde 1874
hasta la mayoría de edad de su hijo Alfonso XIII en 1902. Pero el verdadero artífice del
sistema político de este periodo fue Cánovas del Castillo, que consiguió restablecer en
España una monarquía liberal parlamentaria (no democrática), que haría posible la
gobernabilidad del Estado durante casi cuarenta años.

El proyecto político de Cánovas se gestó durante el Sexenio, cuando Cánovas al frente del
Partido Alfonsino, consiguió que la reina en el exilio abdicara en favor de su hijo. Alfonso se
educó en la academia de Sandhurst; y desde allí, tras el golpe del general Pavía (enero
1874), hizo publicar el Manifiesto de Sandhurst (redactado por Cánovas), presentando la
restauración de la monarquía constitucional como la única solución a los problemas de
España. En diciembre de 1874, el general Martínez Campos protagonizó el pronunciamiento
militar en Sagunto, restableciendo la monarquía. Serrano dimitió de su cargo, para que
Cánovas actuase como regente hasta la llegada en enero del que sería el nuevo rey de
España, Alfonso XII.

Durante su reinado (1874-1885), Cánovas del Castillo estableció las bases para conseguir la
estabilidad política en el país. Los objetivos políticos del sistema canovista se centraron en:

- La pacificación del país. Era conveniente finalizar la tercera guerra carlista (1876) y la de
Cuba (Paz de Zanjón, 1878). Después se imponía que el ejército, protagonista político del
siglo XIX, volviera a los cuarteles y sirviera al Estado con independencia de quién gobernara.

- Establecer el bipartidismo. Cánovas, gran admirador del sistema de partidos británico, se


sintió inspirado en este modelo: alternancia en el gobierno de dos partidos y consolidación de
sus instituciones fundamentales, monarquía y Parlamento. En España los progresistas solo
habían accedido al poder mediante pronunciamientos. Para evitarlo y conseguir estabilidad,
era necesario que los liberales se turnaran en el poder. Los dos partidos de este sistema
turnista serían: el Partido Conservador, antiguos moderados, unionistas y católicos (de
Unión Católica), liderados por el propio Cánovas; y el Partido Liberal, formado por
progresistas, y demócratas y republicanos moderados, liderados por Sagasta. El Partido
Conservador estaba apoyado por la burguesía financiera y latifundista, y por la aristocracia; y
el Partido Liberal por la burguesía industrial y comercial, funcionarios y profesionales
liberales. Los dos partidos aceptaron turnarse en el gobierno.

Para conseguirlo, era necesario el control y el fraude electoral, que solía funcionar de la
siguiente manera: el rey encargaba la formación de gobierno al partido que le tocase, se
disolvían las Cortes y se convocaban elecciones; después desde el Ministerio de la
Gobernación se ponía en marcha el “Encasillado” (lista de diputados provinciales que debían
salir elegidos). La lista se imponía mediante presión, compra de votos de los caciques,
amenazas y, si no resultaba suficiente, se manipulaba el censo o las actas de resultados.
Estas prácticas antidemocráticas en el sistema caciquil, eran conocidas como “pucherazo”.

Para legitimar el régimen se hacía necesaria la promulgación de una nueva Constitución,


convocándose elecciones a Cortes por sufragio universal masculino. Resultando estas de
mayoría conservadora la redactaron y aprobaron. Aparece así la Constitución de 1876,
inspirada en la de 1845, pero contemplando algún aspecto de la de 1869. Establecía la
soberanía compartida Rey-Cortes. No existía una clara división de poderes: el legislativo era
compartido entre el Rey y las Cortes, bicamerales. Congreso elegido por sufragio censitario,
y Senado por elección real en parte y otra mediante un sistema indirecto por los electores. El
poder ejecutivo lo tendría fundamentalmente el rey que elegía al jefe de Gobierno, era jefe
del Ejército, además de tener amplias facultades (sancionar leyes, disolver las cámaras,
convocar nuevas elecciones y un derecho a veto en cada legislatura). El judicial residiría en
los tribunales. La religión oficial será la católica, aunque tolerando otros cultos.

Durante el reinado de Alfonso XII (1875-1885) el gobierno lo ejerció sobre todo el partido
conservador, salvo entre 1881-1884 que gobernó Práxedes Mateo Sagasta. Durante el
tiempo que estuvo Cánovas se restableció el Concordato con la Santa Sede, se restituyó a
militares depuestos, y se eliminó a los alcaldes y gobernadores civiles nombrados en el
Sexenio. Se promulgó la Ley de Imprenta (1879), se puso fin a la libertad de cátedra y se
prohibieron las asociaciones obreras.

En 1885 muere Alfonso XII, iniciándose la regencia de Mª Cristina de Habsburgo (1885-1902)


que en ese moemento estaba embarazada. Mediante el Pacto de El Pardo, se acordó
respetar el turno de partidos y garantizar el sistema canovista, pero aumentaría la corrupción
política. El Partido Liberal tendría un mayor peso legislativo en la Regencia, entre 1885 y
1890 se promulgaron leyes como: la del Código del Comercio en 1885 que regulaba la
actividad comercial y marítima, la Ley de Asociaciones en 1887 (que permitió la legalización
de sindicatos, como la UGT, así como la celebración de congresos y reuniones sindicales, y
del propio PSOE), aunque puede ser considerada desde una perspectiva actual como muy
tímida, no lo fue en su momento, la Ley del Jurado de 1888 o la Ley del Sufragio Universal en
1890.

En 1895 se reiniciaba la insurrección que llevaría a la Guerra de Cuba. El turnismo se


mantuvo en toda la regencia, incluso durante la Guerra de Cuba y la muerte de Cánovas
(1897).
7.2. La Restauración Borbónica: Los nacionalismos catalán y vasco y el regionalismo
gallego. El movimiento obrero y campesino.

La Restauración borbónica (1874-1902) se basó en el sistema político ideado por Cánovas


del Castillo, del turno de partidos, apoyado en la Constitución de 1876 que lo posibilitaba.
Dos partidos políticos protagonizarían el turnismo, el Conservador y el Liberal, que se
fortaleció con la firma del Pacto de El Pardo a la muerte de Alfonso XII, manteniéndose el
sistema a lo largo de la Regencia de Mª Cristina (1885-1902).
En ese contexto en las regiones de la periferia surgieron movimientos que cuestionaban la
existencia de una única nación española en la península. El punto de partida de los
argumentos nacionalistas consistía en afirmar que Cataluña y el País Vasco eran naciones y
que, por consiguiente, tenían derecho al autogobierno. Esta afirmación la basaban en la
existencia de unas realidades diferenciales: lengua, derechos históricos (fueros), cultura y
costumbres propias. Estos movimientos tendrían planteamientos más o menos radicales, que
irían desde el autonomismo al independentismo.
En principio nacieron como un fenómeno cultural a imagen y semejanza de Il
Risorgimento italiano, del cual incluso copiaron el nombre, La Renaixença en Cataluña y O
Rexurdimento en Galicia. Encontraron un apoyo social en la burguesía y los grupos más
conservadores, de los cuales obtuvieron los recursos económicos necesarios para comenzar
su funcionamiento. Sobre todo, en Cataluña donde el componente económico y la necesidad
de protección y defensa de la industria textil fueron muy importantes, desde que perdieran,
junto a los otros reinos de la Corona de Aragón, sus leyes y fueros particulares con los
Decretos de Nueva Planta, tras la guerra de Sucesión.
Así a lo largo del XIX, el regionalismo y el nacionalismo catalán se fue construyendo en
varias etapas:
En la década de 1830, en pleno período romántico, se inició la citada Renaixença, un
movimiento intelectual, literario y apolítico, basado en la recuperación de la lengua catalana.
Pero sería en el último cuarto de siglo cuando comenzaron a crearse organizaciones políticas
reivindicando la autonomía y denunciando el caciquismo de la España de la Restauración.
Tal fue el caso del Centre Catalá de Valentí Almirall, fundada en 1882 o el de la Unió
Catalanista de Prat de la Riba en 1891, organización que aprobaría las denominadas Bases
de Manresa, programa en el que se reclamaba el autogobierno y una división de
competencias entre el estado español y la autonomía catalana. Aunque fuertemente
nacionalista, la Unió Catalanista no tuvo planteamientos separatistas.
En 1901 nacería la Lliga Regionalista con Francesc Cambó como principal dirigente, un
partido conservador, católico y burgués con los mismos objetivos autonómicos y de defensa
de sus intereses industriales. Y es que el nacionalismo catalán se extendió esencialmente
entre la burguesía y algún sector del campesinado, mientras que la clase obrera abrazó
mayoritariamente el anarquismo.

El nacionalismo gallego o galleguismo ofreció principalmente una vertiente cultural O


Rexurdimento en una etapa en la que, impulsado por el Romanticismo, se sucedieron
grandes escritores como Rosalía de Castro o Eduardo Pondal. Sin embargo, en la figura de
Alfredo Brañas y en su obra El Regionalismo (1889), aparecía ya la ambición política, al
reclamar la descentralización del Estado y el reconocimiento para Galicia de determinadas
competencias. También durante este periodo de la Restauración el galleguismo político
estaría representado por Manuel Murguía que fundó en 1890 la Asociación Regionalista
Gallega.

Por lo que se refiere al nacionalismo vasco, a lo largo del siglo XIX, las sucesivas Guerras
Carlistas no supusieron sino derrotas para el pueblo vasco, tras las cuales se fueron
eliminando paulatinamente los fueros, en un complicado proceso que culminó con la Ley de
21 de julio de 1876, que supuso la definitiva liquidación del ordenamiento foral.

A finales de siglo surgiría un sentimiento nacionalista de base más radical y que tendría su
principal punto en un concepto racista y xenófobo de la sociedad, una raza superior: la vasca
y otra inferior la maketa, término despectivo para designar a los inmigrantes no vascos en su
mayoría obreros industriales (esta actitud racista implicaba la oposición al matrimonio entre
vascos y maketos). Su fundador fue Sabino Arana, ex carlista y profundamente católico, que
decidió enarbolar la bandera de la defensa de los fueros vascos, perdidos tras la derrota de la
sublevación carlista en 1876. A través de la revista Bizkaitarra expuso una ideología que
impulsaba el odio a España (números 16 y 31), el uso de la violencia para expulsar a los
maketos (número 21), incluso prefería la destrucción de Vizcaya antes de ver contaminada la
cultura vasca de ideas maketas. Arana fundaría en 1895 el Partido Nacionalista Vasco,
PNV, con aspiraciones independentistas, fundamentándose ideológicamente en un
integrismo católico (el lema del PNV será “Dios y Leyes Viejas”). Él fue, en definitiva, quien
diseño los fundamentos de ese proceso ideológico de euskaldunización, basados en
principios antropológicos (raza superior vasca), la promoción del idioma y de las tradiciones
culturales vascas, y la idealización de un mítico mundo rural vasco, contrapuesto a la
sociedad industrial "españolizada".

La influencia social del nacionalismo vasco fue desigual, extendiéndose sobre todo entre la
pequeña y mediana burguesía, y en el mundo rural. La gran burguesía industrial y financiera
se distanció del nacionalismo, y el proletariado, procedente en su mayor parte de otras
regiones españolas, abrazó mayoritariamente el socialismo. Desde el punto de vista
geográfico se extendió por Vizcaya y Guipúzcoa. Su influencia en Álava y Navarra fue mucho
menor.

Por lo que se refiere al movimiento obrero y campesino, con la Restauración las asociaciones
obreras pasaron a la clandestinidad hasta la aprobación de la Ley de Asociaciones de
1887. La AIT (Asociaciación Internacional de Trabajadores ) extendió sus redes por el país. El
movimiento obrero y campesino estaba escindido en dos corrientes, anarquista y socialista, y
en 1879 nacen también organizaciones católicas como el Círculo Católico de Obreros.
Los anarquistas se reorganizaron con la fundación de la Federación de Trabajadores de la
Región Española-FTRE (1881), con mayor presencia en Cataluña, Aragón, Valencia y
Andalucía. Las divisiones internas y la represión, les llevó a finales de los ochenta a un
activismo sindical y reivindicativo, en el que una minoría se radicalizó (Mano Negra).
Los socialistas, se reagruparon en torno al Partido Socialista Obrero Español, PSOE, fundado
en 1879 por Pablo Iglesias. Y ya en 1888 con la Unión General de Trabajadores como
sindicato del partido; cuyo objetivo era mejorar las condiciones de vida y de trabajo de los
obreros, mediante la negociación, las demandas al poder político y la huelga. PSOE y UGT,
hasta comienzos del siglo XX fueron minoritarios, comparados con los anarquistas.

7.3. El problema de Cuba y la guerra entre España y Estados Unidos. La crisis de 1898
y sus consecuencias económicas, políticas e ideológicas.
Durante el reinado de Fernando VII (1808-33) la mayor parte de las colonias españolas en
América habían obtenido la independencia formándose una serie de repúblicas
independientes gobernadas por una minoría, descendientes de españoles, los criollos. Tras el
movimiento independentista España solo poseía como colonias en América las islas de Cuba
y Puerto Rico que, junto con las Filipinas, la isla de Guam y Las Carolinas en Asia,
constituían los últimos restos del gran Imperio Español de la época de los Austrias. En 1823
el presidente norteamericano Monroe había respaldado este movimiento de independencia
en un famoso discurso donde, mediante la frase “América para los americanos” formuló la
política de su país respecto al resto de los territorios del continente, que fueron considerados
como territorios de interés para Estados Unidos.

Desde mediados del siglo XIX, los intereses comerciales norteamericanos se habían
intensificado sobre la isla de Cuba, aunque España mantuviera el monopolio comercial
tradicional sobre esta. Por ese motivo existía ya un movimiento que solicitaba una
liberalización económica y una mayor autonomía en lo político. El estallido de la Revolución
de 1868 en España alentó este movimiento, pero lo único que se ofreció desde España
fueron unas medidas liberalizadoras que los independentistas cubanos, criollos y mestizos,
consideraron insuficientes y plantearon constituirse en una República independiente. Pero los
españoles residentes en la isla, que se beneficiaban de la situación de monopolio, se
negaban a aceptar cualquier medida liberalizadora y exigían a Madrid una política más dura
frente a los independentistas. El conflicto degeneró en una guerra de diez años, la llamada
Guerra Grande (1868) que concluyó con la Paz de Zanjón (1878) firmada por el general
Martínez Campos tras conseguir la pacificación de la isla. España, además de conceder el
indulto a los insurgentes, se comprometía a permitir cierta intervención de los cubanos en el
gobierno interior de la isla. Algunos líderes del independentismo, como Maceo, rechazaron la
paz y siguieron trabajando por la independencia desde el exilio con el apoyo más o menos
encubierto de Estados Unidos, pero la calma se mantuvo en Cuba hasta 1895.

La paz solo fue una tregua porque, en la isla, la sociedad seguía estando dividida entre los
españoles, que querían la unidad, el monopolio y el proteccionismo; y los criollos, que
querían la autonomía dentro de la soberanía española y el libre cambio; y los mestizos que
querían la independencia de España. Cualquier intento de reforma en uno u otro sentido
chocaba con los intereses de algún sector de la sociedad española. Cánovas presionado por
su propio partido no facilitó el proyecto autonómico necesario.

Ante esta situación en 1895 la guerra vuelve a estallar. Estará dirigida por José Martí,
ideólogo y líder del independentismo cubano, que tras el conflicto anterior se había
trasladado a EEUU donde fundó el Partido Revolucionario Cubano, entrando en contacto con
otros líderes del independentismo cubano como Gómez y Maceo. Tras su muerte en
combate, la guerra continuaría dirigida por Gómez y Maceo, quienes optarían por una táctica
de guerrillas en las zonas rurales evitando el enfrentamiento con el ejército español, muy
superior. Nuevamente fue enviado Martínez Campos a sofocar la rebelión, pero ante su
fracaso fue sustituido por Weyler, que mediante la estrategia de compartimentar el territorio
mediante trochas consiguió reducir y ahogar a la guerrilla, para después llevar a cabo una
durísima represión. Cánovas trata de salir al paso intentando introducir algunas reformas que
resultarán insuficientes.

En agosto de 1897 Cánovas es asesinado y Sagasta asume el gobierno, el cual decide


conceder la autonomía en Cuba. Pero el clima de tensión en la isla aumentó por la oposición
de los españoles residentes en Cuba a estas medidas. Es entonces cuando EEUU decide
intervenir directamente en Cuba enviando al acorazado Maine para, según ellos, proteger los
intereses de los residentes americanos. Cuando el acorazado Maine estalló en la bahía de la
Habana, sin que se sepa hasta el día de hoy qué sucedió, se desató una violenta campaña
de prensa en Estados Unidos (New York Journal de William Randolph Hearst titulaba en
portada La destrucción del Maine ha sido obra del enemigo, el New York World de Joseph
Pulitzer llegaría a decir «Cada hora que pasa añade más desgracia y humillación para
Estados Unidos») a favor de una guerra con España. El presidente americano McKinley, en
paralelo y en secreto, había hecho una oferta a España de 300 millones por hacerse con la
isla. Ante la negativa de España, Estados Unidos declaró finalmente la guerra en 1898.

En España tanto la opinión pública como la mayoría de los almirantes ignoraron el hecho
cierto de que la escuadra americana era muy superior a la española, y se lanzaron a esta
guerra con un optimismo inconsciente. El gobierno, más consciente de la realidad, no podía
entregar la isla, considerada por la mayoría de los españoles como una parte de la nación,
sin luchar. El Almirante Cervera, encargado de dirigir la flota, sí que denunció públicamente el
hecho de que España no estaba preparada y fue tachado de cobarde y traidor, con todo se
dirigió a Cuba convencido del desastre. Así fue, la flota española era aniquilada en Santiago
de Cuba, mientras tropas estadounidenses invadían Cuba y Puerto Rico.

El otro escenario colonial fueron las Islas Filipinas, donde también habían aparecido
movimientos de carácter independentista y donde también los norteamericanos se
presentaron como sus libertadores. En Filipinas la escuadra fue destruida en una hora,
aunque la ciudad de Manila resistió unos meses. España, ante el desastre, pidió la paz. Por
el Tratado de París (10 de diciembre de 1898) España perdía Cuba, Puerto Rico y Filipinas,
que de forma más o menos velada, pasaron a depender de EEUU.

En el ámbito económico, aunque se perdieron los mercados coloniales, la industria nacional


experimentó cierta recuperación, la repatriación de los capitales americanos permitió un gran
desarrollo de la banca española.

Pero en el ámbito ideológico el desastre supuso un terrible desencanto y extendió por


España una oleada de pesimismo que arraigó profundamente en la Generación del 98. La
crisis obligó a un replanteamiento de la situación. De tal manera que, si en algunos autores
como Unamuno se veía conveniente la necesidad de ahondar en el casticismo y en las señas
de identidad como nación, para otros, denominados regeneracionistas, el sistema de la
Restauración estaba viciado y enfermo y consideraban la necesidad de la modernización de
España. Dicho corriente contó con figuras tan representativas como Joaquín Costa al frente
de la Institución Libre de Enseñanza.

Pese a todo, el sistema de turno de partidos se mantuvo, con un pueblo resignado ante lo
irremediable. Pero sí que hubo un cambio en cuanto al status internacional del país,
convertido ya en una pequeña potencia regional que, de alguna forma, hizo renacer el
militarismo en un ejército derrotado.

BLOQUE VIII. Pervivencias y transformaciones económicas en el siglo XIX: un


desarrollo insuficiente.
8.1. Evolución demográfica y movimientos migratorios en el siglo XIX. El desarrollo
urbano
La evolución demográfica durante el siglo XIX estuvo marcada por un cierto crecimiento,
frente al estancamiento general de siglos anteriores. Si bien dicho crecimiento, que se dio
fundamentalmente a partir de la segunda mitad de siglo, fue moderado (de 11 millones en
1800 a 18 millones en 1900) comparado con países del entorno de mayor crecimiento
económico, que llegaron a duplicar su población. Persistirá, en cualquier caso, en niveles
propios de un régimen demográfico antiguo, esto es, con tasas de natalidad (34%) y
mortalidad (29%) altas, propiciando un bajo crecimiento vegetativo. Si acaso, encontraríamos
la excepción en Cataluña, que iniciará una cierta transición al régimen demográfico moderno.
Durante el segundo cuarto del S. XIX, la población española aumentó en más de 3 millones
de habitantes, gracias a las mejoras en la alimentación (extensión de cultivos, y nuevos
alimentos como la patata…), a los avances de la medicina preventiva (vacunación) y la
introducción de medidas higiénicas. No obstante, la demografía en España estuvo
condicionada por crisis de subsistencias (hasta doce crisis en el S. XIX) derivadas de la
escasez de cereal motivado por las condiciones climáticas o la escasez productiva por el
atraso agrario. Además se produjeron varios episodios epidémicos de tifus, cólera y fiebre
amarilla. Enfermedades endémicas como la viruela, tuberculosis, escarlatina, difteria y
sarampión fueron también responsables de la alta mortalidad en España.

La población tenía una distribución desequilibrada con un alto contraste entre la periferia
litoral, muy poblada y el centro peninsular escasamente poblado. Esta distribución se debe al
desigual desarrollo económico en la península que derivó en la acumulación de población en
las zonas más prósperas y de desarrollo industrial (Madrid, Cataluña y el País Vasco), debido
al exodo rural (motivado por la precariedad y las crisis de subsistencia mencionadas),
aunque también dirigido a las capitales de provincia, que se intensificó durante la época de la
Restauración. Madrid y Barcelona sobrepasarán en este periodo los 500 000 habitantes.

La falta de recursos y el crecimiento de la población desde mediados del S. XIX propiciaron


las migraciones exteriores. Los destinos principales fueron Argelia y América. Argelia era
elegida por su proximidad y precio del viaje (regreso rápido) y una situación agraria similar a
la española. Muchos volvieron a España años más tarde. La corriente de emigración a
América fue más tardía, destacando destinos como Argentina y Brasil además de Cuba,
México, Venezuela y Uruguay. La mayoría de los emigrantes eran gallegos, asturianos y
canarios procedentes de áreas rurales deprimidas con exceso de población. Se estima que
entre 1880 y 1914, un millón de españoles cruzaron el Atlántico.

El desarrollo urbano fue considerable durante el siglo XIX, pero no alcanzó las cotas de los
países industrializados europeos. Entre 1850 y 1900 España duplicó su nivel de
urbanización, mientras países como Alemania lo multiplicaron por cuatro. El crecimiento
urbano estuvo ligado a las transformaciones llevadas a cabo por el liberalismo, caso de las
desamortizaciones que favorecieron un trasvase de población del campo a la ciudad, y por la
industrialización ya comentada.

Ciertas reformas administrativas de los gobiernos liberales, como la división provincial de


Javier de Burgos (1833), dieron también impulso a las ciudades escogidas como capitales de
provincia, beneficiándose de servicios complementarios. En 1800 había 34 ciudades por
encima de 10.000 habitantes, y esta cifra experimentó un gran crecimiento a finales de siglo.

También en este siglo, el inicio de la industrialización propició un gran desarrollo de la


urbanización en las ciudades en las que se produjo, desarrollo motivado por el aumento de la
población que obligó al derribo de murallas medievales para poder ampliar la ciudad y crear
nuevas zonas. En estos procesos de reorganización urbana tuvieron especial importancia los
ensanches impulsados por la burguesía, barrios surgidos de la planificación urbana cuya
característica principal es el plano ortogonal. Destacan el de Cerdá en Barcelona (1860), o el
de Carlos Mª de Castro en Madrid (iniciado en 1846). Otras ciudades los tomaron como
modelo, el caso de Zaragoza, Bilbao, San Sebastián y Valencia. Los ensanches impulsaron el
negocio inmobiliario, generando mano de obra que permitía absorber a los inmigrantes
procedentes del mundo rural. También en este sentido surgiría en Madrid, en el último cuarto
de siglo el proyecto de Ciudad lineal, un modelo de organización de la ciudad ideado por el
geómetra y urbanista español Arturo Soria, siguiendo el lema «en la Ciudad Lineal, a cada
familia una casa, en cada casa una huerta y un jardín». Presentado en 1885 y desarrollado
en su primera fase a finales del siglo XIX y comienzos del XX, el modelo lineal proponía una
alternativa para descongestionar las ciudades núcleo tradicionales y recuperar un urbanismo
fundamentado en la dignidad, el individualismo y el contacto con la naturaleza. En esencia se
trataba de una ciudad alargada construida a ambos lados de una calle o avenida central de
40 metros de ancho, con viviendas a los lados y un huerto o jardín de espaldas a esta, que
conectaría con una zona boscosa, que separaría las áreas de cultivo.

Igualmente en las ciudades se crearon nuevos arrabales, generalmente sin ningún tipo de
planificación, para albergar a los obreros cerca de las fábricas. Se instalaron y ampliaron las
infraestructuras urbanas, el alcantarillado, la recogida de basuras, etc. La ciudad tuvo que
adaptarse a los nuevos tipos de transporte, tranvía, ferrocarril, etc. y se crearon grandes vías
de comunicación (Gran Vía madrileña).

8.2. La revolución industrial en la España del siglo XIX. El sistema de comunicaciones:


el ferrocarril. Proteccionismo y librecambismo. La aparición de la banca moderna.
En España en el S. XIX se puso en marcha la transición de una economía agraria propia del
Antiguo Régimen a una economía capitalista e industrializada. Esto dio lugar a la persistencia
de estructuras económicas arcaicas junto a focos aislados de desarrollo como en Cataluña.
Con todo, la economía del siglo XIX se caracterizó por un crecimiento lento y un atraso
respecto a países europeos. Hasta 1840 estuvo estancada (la Guerra de Independencia y la
Guerra Carlista contribuyeron a ello), comenzando una recuperación que llevó a un lento
crecimiento en el último tercio del siglo.
En todos los países avanzados de Europa, la revolución industrial requirió previamente una
revolución agrícola, que en España no se produjo: los excedentes de la agricultura eran
insuficientes para garantizar un crecimiento elevado de la población, la demanda campesina
de bienes industriales fue muy reducida, la transferencia de población de la agricultura a la
industria fue poco relevante.

Además del escaso papel de la agricultura hay que señalar otros factores del retraso, como
son: la inexistencia de una burguesía financiera emprendedora (que prefería inversiones en
tierra o en sectores como el ferrocarril, antes que en sectores industriales básicos como la
siderurgia), la dependencia técnica (patentes) o financiera del exterior (el capital extranjero
aprovechó la buena coyuntura para invertir en España, primero los franceses, los belgas y
después los ingleses), escasez de materias primas y la falta de coherencia en las políticas
económicas de los partidos políticos (oscilaciones del proteccionismo al liberalismo).

La industrialización española, como ya se ha comentado, fue tardía e incompleta, hasta


mediados del XIX era artesanal y local. El despegue comenzó en la Década moderada, con
algún periodo posterior de crisis que se remontaría a finales de siglo.
En la segunda mitad de siglo la industria textil catalana era el único sector que había iniciado
la industrialización, gracias al proteccionismo e innovaciones tecnológicas (máquinas de hilar,
telares mecánicos a vapor y después "selfactinas"). Las relaciones comerciales con las
Antillas favorecieron el desarrollo textil, pero en el 98 se produjo un freno hasta 1906.
La industria siderúrgica inició su desarrollo en Málaga (1830-1850), a mediados de siglo se
desarrolló en Asturias (La Felguera), en 1880 se desplazó a Vizcaya (sistema Bessemer de
refinado del acero), donde aparecieron dos empresas: Altos Hornos de Vizcaya y de Bilbao
(fusionadas en 1902), teniendo la primacía del acero.
Existieron otras industrias como la agroalimentaria, la química, papelera y minera. Esta última
se impulsó a través de la Ley de Minas (1868) liberalizando el sector, que desde 1870 creció
enormemente (La Carolina, Riotinto, Almadén…) pues contaba con ricas reservas de hierro,
plomo, cobre, zinc y mercurio, aunque fueron sobre todo compañías extranjeras las que se
hicieron cargo de su explotación minera.
Así se dio un predominio de capital extranjero en el desarrollo insutrial, quedando España
relegada a uno de los últimos puestos europeos debido a la inexistencia de un mercado
nacional (poca demanda) y escasez de capitales españoles, con una industria limitada a la
periferia (catalana y vasca) poco competititva y necesitada de políticas proteccionistas.
Era necesario modernizar los transportes y comunicaciones para impulsar la economía.
Hasta finales del XVIII el transporte era caro y lento. La primera línea ferroviaria se construyó
en 1848 entre Barcelona y Mataró, pero la fiebre constructora se desencadenó durante el
Bienio progresista que impulsó el ferrocarril, con la Ley General de Ferrocarriles de 1855,
apoyado con la Desamortización de Madoz y el desarrollo de las sociedades de crédito. Una
de las consecuencias de la ley, fueron las concesiones a compañías extranjeras las que
generaron su desarrollo; aquí el capital privado que se invirtió en ferrocarril, fue superior al de
la industria.
El ferrocarril abrió el camino a la integración real del mercado español, permitiendo un
intenso tráfico de ideas, viajeros y mercancías. Actuó como una poderosa palanca de
desarrollo económico. En 1868 se habían construido 4803 kilómetros de líneas ferreas y
fijado el trazado de las grandes líneas nacionales. Esto facilitó también la modernización del
sistema de correos. Como efectos negativos del ferrocarril se pueden señalar el diferente
ancho de vía, que repercutiría en los contactos con Europa y, para algunos, su trazado radial
o convergente en Madrid.
En lo referente al comercio, el mercado interior, hasta mediados de siglo, venía haciendo
frente a obstáculos geográficos y trabas legales (pontazgos y peajes). La abolición de estas
trabas y la progresiva mejora en los transportes por el ferrocarril, facilitaría la unificación del
mercado nacional. En el comercio exterior, una vez perdida la mayor parte de las colonias, la
balanza comercial fue deficitaria (pues la península exportaba al extranjero materias primas y
productos semielaborados e importaban productos industriales).
Frente a la primacía industrial británica, los países europeos trataron de proteger sus
nacientes industrias. España practicó esporádicamente políticas proteccionistas (fabricantes
de algodón catalanes, cerealistas castellanos e industriales siderúrgicos vascos), que fueron
cambiantes ante los gobiernos defensores del librecambismo, que querían reducir la
intervención del Estado, dejando al mercado libre. España pasó así de un alto proteccionismo
(Arancel de 1826), a una reducción a mediados de siglo, para pasar a una política
relativamente librecambista en 1869, volviendo al proteccionismo en la Restauración.
El sector financiero jugó un papel básico en la industrialización y en la economía en
general, y aunque fue necesario para crear un Estado liberal, nunca se alcanzó la capacidad
de acumulación de capital de otros países. Se creó un sistema tributario y presupuestario
moderno, pero la deuda siguió creciendo a lo largo de todo el periodo liberal. Con Fernando
VII se creó el Banco de San Fernando (1829) y la Bolsa de Madrid (1831). La Ley de Bancos
y Sociedades de Crédito inició en 1856 la modernización del sistema bancario; en ese mismo
año nacería el Banco de España y entidades como el Banco de Santander (1857), Banco de
Bilbao (1857) y Banco Hipotecario (1872). Y si durante la primera mitad de siglo circulaban
monedas distintas, obstaculizando el comercio, en 1868 se instauró la peseta como moneda
oficial, logrando la unidad monetaria.

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