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Tema 1.

Visión general de la evolución del concepto de ideología y su relación con la utopía

Introducción

En general Ricoeur discute la ideología y la utopía no como fenómenos sino como conceptos. Por ejemplo, Ricoeur
manifiesta que no le interesa saber si Marx fue históricamente exacto acerca del papel de la industria a comienzos
del capitalismo, su centro de interés es la estructura epistemológica de la obra de Marx. En Weber lo examina no
tanto atendiendo a su contenido sociológico sino atendiendo a su marco conceptual.

Quizás el proyecto mayor a que pertenecen estas conferencias se caracterice no como simplemente filosófico sin
como una antropología filosófica, entendido por Ricoeur como el estudio del ser humano desde el punto de vista
filosófico.

Las conferencias

Ricoeur comienza su análisis de la ideología con una discusión sobre Marx. No comienza tratando inmediatamente el
concetpo de ideología de Marx sino que dedica 3 de las 5 conferencias a examinar la evolución que en Marx llevó el
concepto. Cuando queda bien definida la base conceptual, trata el concepto mismo de ideología en Marx. Para
Ricouer esta construcción del marco conceptual de Marx, es la mejor base para analizar luego el concepto de
ideología en Marx.

La determinación de la naturaleza de la realidad afecta el concepto de ideología porque Marx, en última instancia,
define la ideología como lo que no es real. En Marx, la contraposición es entre ideología y realidad, y no como en el
marxismo posterior, entre ideología y ciencia. Ricoeur dice que Marx llega a definir la realidad por la praxis (la
actividad humana productiva) y la ideología por su oposición a la praxis. Marx se opone a la ideología de Feuerbach y
demás jóvenes hegelianos, respecto a que la actividad humana era un producto de la conciencia o del pensamiento;
para Marx, la fuente verdadera de la actividad humana es la praxis, y no la conciencia. Los jóvenes hegelianos (y el
propio Marx en época tardía de los Manuscritos económicos y filosóficos) habían tratado la conciencia como en
centro de la actividad humana, pero en La Ideología alemana Marx reemplaza la conciencia por el individuo vivo.
Ricoeur entiende que la posición de Marx es un desafío al idealismo de los jóvenes hegelianos y a otro extremo del
marxismo posterior que ve fuerzas estructurales anónimas (clase, capital) como los agentes activos de la historia. El
gran descubrimiento de Marx, dice Ricoeur, es la noción de los individuos en sus condiciones materiales. Individuos
reales y condiciones materiales van unidos.

Ricoeur cita a Marx para mostrar cómo la ideología es lo imaginario, cómo son los “reflejos” y “ecos” del proceso real
de la vida. Para Marx la ideología es deformación. A partir de esta idea se desarrolla el resto de conferencias. El
concepto de ideología de Marx entendida como deformación define la ideología en un plan superficial; las restantes
conferencias ponen de manifiesto la significación del concepto en planos progresivamente profundos. Para Ricoeur
el problema de la ideología es, no una decisión entre lo falso y lo verdadero, sino una deliberación sobre la relación
entre representación y praxis. La deformación es la caracterización propia de la ideología cuando las
representaciones pretenden autonomía, pero el concepto de ideología está predicado más básicamente en cuanto a
ser simplemente representación. De manera que la deformación es uno de los niveles dentro de este modelo y no,
como en Marx, el modelo de la ideología misma. Ricoeur se pronuncia frente a Marx y en favor de que la relación
entre representación y práctica es una relación de conjunción (no de oposición), al afirmar que la representación es
tan básica que constituye una dimensión constitutiva de la esfera de la praxis. La conjunción de ideología y praxis
redefinirá nuestra concepción de ambos conceptos.

En La ideología alemana, en el mismo punto en que Marx define la ideología como deformación, también admite que
debe de haber un “lenguaje de la vida real” que exista antes de la deformación: “La producción de ideas, de
concepciones, de conciencia está primero directamente entretejida con la actividad material y el intercambio
material de los hombres, con el lenguaje de la vida real”. Ricoeur observa que el lenguaje de la vida real, es el
discurso de la praxis: no es el lenguaje mismo (una representación lingüística), sino que es la estructura simbólica de
la acción. Lo que Ricoeur se propone es, no negar la legitimidad del concepto de ideología de Marx como
deformación, sino antes bien referido a las otras funciones de la ideología. Ricoeur: “Me interesa.. dentro de las

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posibilidades del análisis de Marx un conjunto de posibilidades que se extiende desde el lenguaje de la vida real
hasta la deformación radical. El concepto de ideología abarca la totalidad de esta gama”.

La base del análisis está en la interpretación de la ideología que hace Marx, es decir como deformación, a saber, el
contraste entre las cosas tales como aparecen en las ideas y como realmente son, entre representación y praxis.
Antes Ricoeur debe examinar una interpretación más reciente que todavía considera la ideología como deformación,
pero esta vez opuesta, no a la realidad, sino a la ciencia. Ricoeur esta perspectiva en el marxismo tardía,
especialmente en el marxismo estructuralista de Louis Althusser.

Para Ricoeur la obra de Althusser contiene las consecuencias más radicales de los cambios producidos en la
concepción de la ideología desde Marx hasta el marxismo ortodoxo. Resume estos cambios en tres puntos: 1)
Althusser señala el papel del marxismo como ciencia. La ideología se caracteriza como lo no científico o lo
precientífico. 2) Esta ciencia sostiene que la realidad funciona sobre la base de fuerzas anónimas, impersonales;
avalar el papel de los seres humanos es en sí mismo ideológico. 3) La ciencia marxista afirma que existe una relación
causal entre la base o infraestructura (fuerzas anónimas) y la superestructura (cultura, arte, religión). Esta
superestructura es ideológica. Althusser mejora el modelo de sus predecesores al declarar que la infraestructura
tiene una “efectividad” causal sobre la superestructura, pero que la superestructura tiene a la vez la capacidad de
reaccionar contra la infraestructura. Un acontecimiento no es el producto solamente de la base, sino que está
afectado también por elementos superestructurales y por lo tanto está “sobredeterminado”.

Las tres contraposiciones de Ricoeur al modelo de Althusser: En primer lugar, Ricoeur se propone refutar el
paradigma de Althuser y sustitur su oposición de ciencia e ideología por el modelo que Ricoeur encuentra en Marx,
es decir una correlación de ideología y praxis. A las conferencias sobre Althusser sigue una sobre Mannheim donde
muestra cómo Mannheim expone la paradoja de la oposición entre ideología y ciencia. Las siguientes conferencias
examinan la proposición de Habermas de que puede recuperarse una ciencia no positivista si se la basa en un interés
humano práctico. En segundo lugar Ricoeur desea rechazar por completo el modelo causal de infraestrutura y
superestructura. Aduce que carece de sentido sostener que fuezas económicas obran sobre las ideas de una manera
causal. Max Weber es la principal figura tratada en el desarrollo de este modelo. Por último, Ricoeur se propone
reemplazar el énfasis puesto sobre fuerzas estructurales anónimas entendidas como la base de la hiostira por un
nuevo énfasis puesto en los individuos reales que viven en condiciones definidas.

Ricoeur sostiene que Althusser reúne bajo un mismo rótulo (ideología antropológica) dos nociones diferentes. Una
es la “ideología de la conciencia, que Marx y Freud con razón quebrantaron”. La segunda es el individuo en sus
condiciones definidas, una noción que puede expresarse correctamente en términos no idealistas. Ricoeur afirma:
“El destino de la antroplogía no está sellado por el destino del idealismo”. El desarrollo del modelo de la motivación
constituye un paso para consolidar este argumento; otro paso es la exploración de la estructura simbólica de la
acción.

El valor que tiene Mannheim para el proyecto de Ricoeur reside tanto en sus fracasos como en sus éxitos. Una de las
verdaderas realizaciones de Mannheim es el hecho de ampliar el concepto de ideoogía hata el punto de abarcar
hasta la ideología que la afirma. Ricoeur: “Llamar a algo ideológico nunca es formular meramente un juicio teórico,
sino que antes bien implica cierta práctica y una concepción de la realidad que esta práctica nos da”. Toda
perspectiva expresada es en cierto sentido ideológica. Esta circularidad de la ideología constituye la paradoja de
Mannheim, algo de lo que procuró escapar pretendiendo que un punto de vista evaluativo podía alcanzarse
mediante la comprensión de las correlaciones que obran en la historia.

Se suponía que este proceso de las correlaciones suplantaba el relativismo. Sin embargo, la construcción de estas
correlaciones pedía de nuevo un espectador absoluto que poseyera los criterios para determinar lo que en la historia
estba en correlación y lo que no estaba. Ricoeur llama a este fracaso de la teoría de Mannheim el desesperado
intento de reconstruir “el Espíritu hegeliano en un sistema empírico”. Mannheim en cierto modo remedia este
fracaso, en cuanto a superar la paradoja de la ideología al comparar la ideología y la utopía. Manneim es el primero
en situar la ideología y la utopía en un marco conceptual común. Mannehim describe la ideología y la utopía como
formas incongruentes, como puntos ventajosos, pero en discrepancia con la realidad actual. Comenta Ricoeur:
Mannheim no tiene idea de un orden simbólicamente construido, por eso una ideología es necesariamente lo
incongruente, algo trascendente en el sentido discordante o de lo que no está comprendido en el código genético de
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la humanidad”. Ricoeur recoge la correlación entre ideología y utopía para contraponerla a la oposición entre
ideología y ciencia y también para indicar el camino que, según él piensa, debe tomar la teoría social.

“Lo que debemos pensar es que el juicio seobre la ideología es siempre un juicio procedente de la utopía. Esta es mi
convicción: la única manera de salir de la circularidad en que nos sumen las ideologías consiste en asumir una utopía,
declararla y juzgar una ideología sobre esta base. Como el espectador absoluto es imposible, luego el que toma la
responsabilidad del juicio es alguien que se encuentra dentro del proceso mismo… En definitiva, en la medida en que
la correlación ideología-utopía reemplaza la imposible correlación ideología-ciencia se podrá encontrar cierta
solución al problema del juicio, una solución… ella misma congruente con la afirmación de que no existe ningún
punto de vista del juego. Si no puede existe ningún espectador trascendente, luego lo que debe asumirse es un
concepto práctico.”

El marxismo hace hincapié en que las ideas rectoras de una época son las de la clase gobernante. Ricoeur sostiene
que ese dominio no puede entenderse como una relación causal de fuerzas económicas y de ideas sino que sólo se
puede entender como una relación de motivación. Aquí la ideología alcanza lo que para Ricoeur es su segundo nivel;
la ideología pasa de funcionar como deformación a funcionar como legitimación. En algún sentido todo orden social
procura el asentimiento de aquellos a quienes gobierna y ese asentimiento el lo que legitima el gobierno de éste.
Intervienen dos factores: la pretensión a la legitimidad por parte de la autoridad gobernante y la creencia en la
legitimidad del orden, creencia sustentada por sus súbditos. La dinámica de esta interpretación sólo puede
comprenderse dentro de un marco de motivación, y ésta es la idea que Weber ayuda a desarrollar.

Si bien Weber postula los papeles de pretensión y creencia, no consigna lo que en la perspectiva de Ricoeur es el
aspecto más significativo de su interrelación: la discrepancia entre ambos papeles. La ideología asume su función
como legitimación para compensar esta discrepancia. Aquí Recoeur realiza una significante adición al modelo de
Weber. La tesis de Ricoeur sobre la ideología entendida como legitimación presenta tres puntos. Primero: el
problema de la ideología tiene que ver con la brecha entre creencia y pretensión con el hecho de que la creencia de
los gobernados debe aportar más de lo que está racionalmente entrañado en la pretensión de la autoridad
gobernante. Segundo, la función de la ideología consiste en llenar esta brecha. Tercero, la demanda de que la
ideología llene la brecha sugiere la necesidad de una nueva teoría de la plusvalía, referida no sólo al trabajo (como
Marx) sino más bien al poder. La discrepancia entre pretensión y creencia es un rasgo de la vida política, según
Ricoeur, y el papel de la ideología es suministrar el necesario suplemento de la creencia que cubrirá esta brecha.

Luego Ricouer se ocupa de Habermas. Habermas reorienta el concepto de praxis en una dirección que Ricoeur
recomienda vehementemente. Habermas declara que uno de los errores de Marx es no haber distinguido entre
relaciones de producción y fuerzas de producción. Reconocer las relaciones de producción implica, por otra parte,
reconocer que la praxis incluye cierto marco institucional, entendiendo por marco institucional “la estructura de la
acción simbólica” y “el papel de la tradición cultural” en virtud del cual la gente concibe su trabajo. Sólo cuando
distinguimos entre fuerzas de producción y relaciones de producción podemos hablar de ideología; la ideología es
una cuestión solamente de las relaciones de producción. Habermas afirma el concepto de praxis que Ricoeur estuvo
tratando de establecer; el papel de “la estructura de la interacción humana” en la praxis corresponde al persistente
tema de Ricoeur en la mediación simbólica de la acción.

Habermas también rescata la posibilidad de una ciencia que evite la falsa oposición con la ideología. Habermas habla
de tres ciencias: ciencia instrumental, ciencia histórica hermenéutica y ciencia social crítica. Pone el acento en la
tercera y declara que el psicoanálisis es su modelo. Weber señaló que la brecha entre pretensión y creencia en
materia de legitimidad política, pero la fuerza de análisis de Habermas está en reconocer que esa brecha es el
producto de relaciones deformadas y que salvar la brecha es un resultado posible únicamente al término de un
proceso de crítica.

Ricoeur aplaude en Habermas el desarrollo de una ciencia crítica y sin embargo disiente con Habermas acerca de la
separación que realiza éste de las ciencias sociales críticas y de las ciencias hermenéuticas. La argumentación de
Ricoeur es que las ciencias críticas son ellas mismas hemenéuticas, porque las deformaciones ideológicas que ellas
intentan echar abajo son procesos de desimbolización. La crítica a la ideología forma parte del proceso comunicativo,
en su momento crítico; podríamos decir que representa lo que con otra terminología Ricoeur llama el momento de
explicación dentro del proceso que va de la comprensión a la explicación, a la comprensión crítica.
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En Habermas el psicoanálisis continúa siendo un importante modelo para las ciencias sociales críticas, pero una
manera de especificar la impropiedad de su teoría, dice Ricoeur, es demostrar hasta qué punto fracasa el paralelismo
de ambos. Ricoeur sostiene que a diferencia del psicoanálisis, el teórico crítico no trasciende la situación polémica.
“La condición de la crítica misma”, afirma Ricoeur, “corresponde a la situación polémica de la ideología”. Además el
psicoanálisis ayuda al paciente a alcanzar la experiencia del reconocimiento, esta experiencia no tiene paralelo
alguno en las ciencias sociales críticas.

En el psicoanálisis el reconocimiento es la restauración de la comunicación, ya con uno mismo, ya con los demás. En
el caso de las ciencias críticas, según Habermas, esta aptitud comunicativa puede llamarse competencia
comunicativa. Ricoeur sostiene que la analogía entre reconocimiento y competencia comunicativa puede no ser tan
completa como se figura Habermas. De acuerdo con Chomsky, competencia es algo correlativo a realización. Pero la
competencia comunicativa es una aptitud que no está a nuestra disposición sino que es más bien un ideal no
realizado, una idea regulativa. El concepto de comunicación sin límites o sin coacciones es un concepto de un acto
ideal del habla. Por lo tanto, la competencia comunicativa no tiene la misma condición que el reconocimiento en
psicoanálisis. Mientras que el reconocimiento es una experiencia real, la competencia comunicativa es un ideal
utópico.

Resumiendo las dos críticas que hace Ricoeur a Habermas: 1) el teórico crítico no puede estar fuera o por encima del
proceso social. 2) la única posibilidad de juicio es la que contrasta ideología y utopía, pues únicamente sobre la base
de una utopía (el punto de vista ideal) podemos formular la crítica.

El modelo de Ricoeur que pone en correlación ideología y praxis queda completado cuando describe el concepto de
ideología como integración. Estas conferencias giran alrededor de la discusión de Geertz. Ricoeru encuentra en
Geertz la confirmación del énfasis que él mismo pone en la estructura simbólica de la acción. Toda acción social tiene
una mediación simbólica y es la ideología la que desempeña este papel de mediación en la esfera social. En esta fase,
la ideología es integradora; preserva la identidad social. De manera que en su nivel más profundo, la ideología no es
deformación sino que es integración. “Sólo porque la estructura de la vida social humana es ya simbólica puede estar
deformada”. La deformación no sería posible sin esta función simbólica previa. La ideología se hace deformadora en
el punto “en que la función integradora se atrofia,… en que prevalecen la esquematización y la racionalización”. “La
distinción entre superestructura e infraestructura desaparece por completo porque los sistemas simbólicos ya
pertenecen a la infraestructura, a la constitución básica del ser humano”.

Ricoeur cita una segunda idea que tiene conexión con el análisis de Geertz: la ideología puede compararse
ventajosamente con los recursos retóricos de discurso. Como vimos Ricoeur se vale del modelo de motivación de
Weber para considerar cómo los intereses de la clase gobernante pueden transformarse en ideas rectoras de la
sociedad. La relación entre intereses e ideas es de motivación, no es una relación causal. En Geertz el acento no se
pone sobre los motivosmismos sino en cómo los motivos llegan a ser expresados en signos. Hay necesidad de
analizar “cómo los símbolos simbolizan, cómo funcionan para ser mediadores de significaciones”. Ricoeur afirma que
una significación positiva de la retórica se une a la significación integradora de la ideología, porque la ideología es la
“retórica de la comunicación básica”. Como en el caso de la ideología, los recursos retóricos no pueden excluirse del
lenguaje, pues son parte intrínseca del lenguaje. La mediación simbólica es fundamenta tanto para la acción social
como para el lenguaje.

En la tres últimas conferencias, Ricouer desplaza su atención al tema de la utopía y se apoya en el análisis de la
ideología ya expuesto (Mannheim, Saint-Simon y Fourier). Ricoeur comienza su análisis considerando la razón por la
que en general no se indaga la relación que hay entre ideología y utopía y hace notar que la diferenciación entre las
dos tiende a desaparecer en el pensamiento marxista, donde la utopía es situada en la misma categoría que la
ideología: es irreal y es anticientífica. Mannheim coloca la ideología y la utopía en un marco común sin reducir sus
diferencias.

El análisis de Mannheim se desarrolla en tres pasos: 1) por una criteriología, una definición operante de utopía, 2)
por una tipología y 3) por una dinámica temporal, la dirección histórica de la tipología. Para Mannheim la ideología y
la utopía son incongruentes con la realidad, sólo que la ideología legitima el orden existente en tanto que la utopía lo
demuele. Ricouer critica a Mannheim porque considera la utopía ante todo incongruente en lugar de considerarla
demoledora. Mannheim ve en el período moderno la disolución de la utopía, el fin de la incongruencia, ve un mundo
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que ya no está en gestación. Mannheim parece obligado a seguir un camino en el que define la realidad en una
perspectiva científica, aun cuando ésta no sea positivista. En lugar de desarrollar un modelo fundado en la tensión
entre ideología y utopía, su modelo opone primero la ideología y luego la utopía a una realidad determinada por
criterios racionalistas y cientíicos: la ideología y la utopía son incongruente con la realidad, se apartan de ella. Por no
incluir ensu análisis la estructura simbólica de la vida, no puede incorporar en su modelo los rasgos permanentes y
positivos de la ideiología o de la utopía.

¿Cuáles son estos rasgos permanentes y positivos? Si la mejor función de la ideología es la integración, la
preservación de la identidad de una persona o grupo, la mejor función de la utopía es la exploración de lo posible. La
utopía pone en tela de juicio lo que existe actualmente. La utopía es no solamente un sueño, pues es un sueño que
aspira a realizarse. La intención de la utopía consiste en cambiar, en echar abajo el orden presente. Una de las
principales razones por las que Ricoeur se ocupa de Saint-Simon y de Fourier es la de que estas figuras ejemplifican
tal perspectiva; son representantes de un tipo de hombres que Mannheim pasa por alto (los socialistas utópicos no
marxistas) y que realizaron enormes esfuerzos para ver realizadas sus utopías. Aun cuando la intención de la utopía
es demoler la realidad, la utopía tiene también la intención de mantener una cierta distancia respecto de toda
realidad presente. Utopía es el ideal constante hacia el que nos vemos impulsados, pero que nunca alcanzamos
plenamente. Ricouer se apoya en el sentimiento de que la muerte de la utopía significaría la muerte de la sociedad.
Una sociedad sin utopía estaría muerta porque ya no tendría ningún proyecto, ninguna meta en el futuro.

Si en un primer nivel la correlación es entre ideología como integración y utopía como lo “otro”, como lo posible, en
un segundo nivel la ideologías es la legitimación de la autoridad actual en tanto que la utopía representa el desafía a
esa autoridad. Como en todos los sistemas de legitimación, en todas las formas de autoridad, existe una “brecha de
credibilidad”, también existe un lugar para la utopía. “Si la ideología es la plusvalía agregada a la falta de creencia en
la autoridad” dice Ricoeur “la utopía es lo que en última instancia desenmascara esta plusvalía. La utopía trabaja
para exponer la brecha que se abre entre las pretensiones de la autoridad y las creencias de la ciudadanía en
cualquier sistema de legitimidad.

Ricoeur está particularmente interesado en la manera en que las utopías, aun las más racionalestas, procuran vovler
a introducir el impulso emocional que se encuentra típicamente en el movimiento “milenario” (o mesiánico), forma
de utopía descrita por Mannheim. El problema consiste en saber cómo “apasionar a la sociedad”, en conmoverla y
en motivarla. A veces, la solución está, como en el caso de Saint-Simon, en asignar preminencia al papel de la
imaginación artística. Otra respuesta es apelar “al educador artístico”. Este papel consiste en un papel del espíritu
creador que inicia en la sociedad “una reacción en cadena”. Saint-Simon, por ejemplo, pensaba que él mismo
desempeñaba esa parte. Sobre la base de las discusiones acerca de Saint-Simon y Fourier, Ricoeur se plantea la
cuestión de saber si “todas las utopías no son en cierto sentido religiones secularizadas que se apoyan también
siempre en la pretensión de que fundaron una nueva religión”.

La utopía opera asimismo en un tercer nivel. En el nivel en que la ideología es también deformación, su contraparte
utópica es fantasía, locura, evasión, algo completamente irrealizable. Aquí la utopía elimina todas las cuestiones
sobre el paso del presente a un futuro utópico. Además, la utopía es evasiva no solo en cuanto a los medios de su
realización, sino también en cuanto a los fines que deban alcanzarse. En una utopía no hay conflicto de metas. Todos
los fines son compatibles. Ricoeur llama a este aspecto patológico de la utopía “la magia del pensamiento”.

Ricoeur termina las conferencias observando que la correlación entre ideología y utopía forma un círculo práctico:
los dos términos son ellos mismos prácticos y no conceptos teóricos. Es imposible salir de este círculo, pues se trata
del irremediable círculo de la estructura simbólica de la acción. Es un círculo que desafía y trasciende las imposibles
oposiciones de ideología versus ciencia o ideología versus realidad. Dentro de este círculo Ricoeur dice “debemos
tratar de curar las enfermedades de las utopías por lo que hay que de saludable en la ideología (su elemento de
identidad) y tratar de curar la rigidez, la petrificación de las ideologías mediante el elemento utópico”. Agrega que es
demasiado simple que el círculo sea meramente continuo. Debemos de tratar de hacer del círculo un espiral. La
verificación de los valores en los que apostamos es una cuestión de toda nuestra vida, nadie puede escapar a ello.

El cuerpo de la obra de Ricoeur en su conjunto

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Veremos los escritos sobre la métafora y sobre la imaginación. Uno de los propósitos fundamentales de The Rule of
Metaphor es refutar la popular idea de que la metáfora es una desviación del nombrar o una sustitución del
nombrar, un agregado ornamental que puede reducirse a alguna significación “propia”, esto es, literal. Literal no
significa propio en el sentido originario, sino que quiere decir simplemente corriente, usual; el sentido literal es el
sentido que puede reducirse a léxico”. No existe una ninguna relación primordial entre una palabra y lo que ella
representa. La significación no es algo dado sino algo que debe establecerse. Lo literal es el resultado del uso que se
ha hecho consuetudinario. Una metáfora no es un producto del nombrar, sino que es producto de predicación; es el
resultado de una interacción semántica (de una tensión) entre una palabra y la enunciación en que ella aparece. Una
significación literal es pues el producto de una interacción entre palabra y enunciación, y esa interacción no acarrea
tensiones, la acepción de la palabra es acetpada, es corriente, es usual.

Es incorrecto pintar la representación metafórica como una desviación respecto de la representación literal, como es
incorrecto pintar la representación ideológica como una desviación respecto de la representación científica. En
ambos casos Ricoeur asigna prioridad a lo metafórico y lo ideológico. Lo literal y científico existe sólo dentro de los
campos metafóricos e ideológicos mayores.

Si una base “metafórica” caracteriza la naturaleza del lenguaje, el paralelo en la vida social es la mediación simbólica
de la acción humana. En ninguna parte encontraremos un estadio presimbólico y por lo tanto preideológico de la
vida real. El simbolismo no es un efecto secundario, constituye la vida real socialmente significativa. Un aspecto
esencial de esta prefiguración, dice Ricoeur, es la mediación simbólica de la acción. Esta mediación es “un
simbolismo implícito o inmanente, antes de ser sometidos a interpretación los símbolos son elementos de
interpretación interiormente relacionado con alguna acción.

Afirmar que la acción está dada por mediación simbólica parece dejar a los seres humanos cogidos en un c´riculo
inexorable fatalmente determinado por nuestra cultura, nuestral clase, étnica, etc. Sin embargo, Ricoeur cree que
aún es posible un momento crítico. Comenzamos en una cultura, clase, pero no estamos completamente,
determinados por esos factores, sino que estamos envueltos en una dialéctica de comprensión y explicación. Ricoeur
identifica la tensión que hay como la más importante dialéctica, la más oculta, la dialéctica que impera entre la
experiencia de pertenencia en general y el poder de distanciamiento que nos abre el espacio al pensamiento
especulativo. Esta dialéctica está en el corazón del proceso interpretativo. “La interpretación es un modo de discurso
que opera en la intersección de dos dominios, el metafórico y el especulativo”.

La posibilidad de distancia que señala Ricoeur tiene dos dimensiones: puede ampliar y criticar una comprensión
dada. Mayor es la significación de la existencia de la distancia y su dialéctica con la pertenencia. Si bien estamos
apreseados en la ideología, no lo estamos por completo. El momento crítico no establece una ciencia autónoma e
independiente de la ideología. La ciencia no puede colocarse en una oposición absoluta a la ideología. “El
distanciamiento es la condición de la posibilidad de una crítica de las ideologías dentro de la hermenéuntica, no fuera
de ella”.

Para Ricoeur la hermenéutica es un producto de la comprensión histórica. Como nunca podemos escapar
enteramente a nuestro condicionamiento cultural o de otra índole, nuestro conocimiento es necesariamente parcial
y fragmentario. Ricoeur se pronuncia en contra de la posibilidad del espectador absoluto o impasible, ningún ser
humano puede alcanzar la perspectiva de lo que Hegel llamó conocimiento absoluto. La condición humana de
“precomprensión”, nuestra situación de participación, “excluye totalmente la idea que pudiera colocarnos en la
ventajosa posición de un conocimiento no ideológico”. Una teoría social no puede escapar de la ideología.

En su defensa del carácter histórico de la comprensión humana la hermenéutica de Ricoeur presta apoyo a la de
Gadamer y pone en tela de juicio las pretensiones de la hermenéutica objetiva. Hirshc sustuvo que en un texto
podemos separar su significación (lo que el texto realmente dice) de su significado (el sentido general del texto, sus
implicaciones generales). Pero Ricoeur replica que semejante demarcación “no puede mantenerse sin equivocación”.
Hirsch podrá desear “subordinar la esfera inestable de los valores de la esfera estable de la significación” pero
Ricoeur comprueba que Hirsch minó la estabilidad de esta esfera al mostrar que toda la significación del texto tiene
que se construida, que toda construcción requiere una decisión y que toda decisión implica valores éticos. Ricoeur
proclama que no es posible una postura neutral, no ideológica.

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La hermenéutica está ceñida por el irremediable círculo hermenéutico. Sin embargo, Ricoeur con sus comentarios
sobre el distanciamiento, la posibilidad crítica persiste. La situación hermenéutica, precisamente porque incluye la
crítica, no es irracional; sino que es racional aunque en un sentido diferente de la racionalidad formal. Ricoeur
intenta recuperar la idea y la posibilidad de la razón práctica pero en un sentido aristotélico del término antes que
kantiano. Dice “debemos hablar menos de la crítica de la razón práctica que de la razón práctica como crítica”.
Emprender la crítica sobre la base de la razón “objetiva” significa simplemente caer de nuevo en la “ruinosa
oposición de ciencia e ideología”. La crítica surge únicamente desde dentro de la esfera de la ideología.

Ricoeur declara que la hemenéutica no está simplemente del lado de la razón práctica porque procura ir más allá de
la oposición misma entre lo “teórico” y lo “práctico”. “La hermenéutica aspira en cambio a genera una crisis en el
concepto mismo de lo teórico como está expresado por el principio de conexión y unidad de la experiencia”. El
esfuerzo de la razón práctica consiste en distinguir objetivación y alienación. Por eso la tarea de la razón práctica es
reestablecer un equilibrio entre el momento metafórico y el momento especulativo, entre el impulso originario
cargado de valor y la respuesta ordenadora que obre en la vida social. Porque la acción está dada por mediación
simbólica, la ideología no puede evitarse, pero aquel esfuerzo consiste en promover la ideología en su nivel de
integración, no de deformación.

Hemos visto el énfasis que pone Ricoeur en el carácter situado de la existencia humana. Los puntos principales
fueron lo “metafórico” básico, la posibilidad de la distancia crítica, el carácter histórico de la situación hermenéutica
y la fundamental necesidad de hacer revivir la razón práctica. Ahora examinaremos temas que corresponden más a
la función de la utopía y comenzaremos considerando la filosofía de la imaginación en Ricoeur. Volvamos a examinar
la teoría de la metáfora de Ricoeur.

Nos hemos referido a la “hipótesis extrema de que lo metafórico que infringe el orden categorial también lo
engendra”, hipótesis contenida en The Rule of Metaphor. Para comprender el alcance de la imaginación, debemos
reordenar esta caracterización y hacer hincapié en el hecho de que lo que engendra el orden categorial también lo
infringe. La metáfora destruye un viejo orden, pero “sólo para inventar uno nuevo”; la metáfora “no es otra cosa que
el complemento de una lógica de descubrimiento”. Esta lógica del descubrimiento introduce la filosofía de la
imaginación de Ricoeur. Ricoeur establece una comparación directa entre metáfora e imaginación: “Según me
parece, es en el momento en que surge una nueva significación desde las ruinas de la predicación literal cuando la
imaginación ofrece su mediación específica”. La noción de innovación es central tanto en el concpeto de utopía de
Ricoeur como en su proyecto filosófico en general.

Ricoeur comienza y termina las conferencias sosteniendo que la correlación de ideología y utopía tipifica lo que llama
la imaginación social y cultural. Para determinar más precisamente el carácter de la utopía como imaginación,
deberíamos primero considerar la manera en que ideología y utopía juntas formas la imaginación social. En la vida
social, la imaginación funciona de dos maneras diferentes:

“Por un lado, la imaginación puede funcionar para preservar un orden, En ese caso la función de la imaginación
consiste en producir un proceso de identificación que refleja el orden. Aquí la imaginación tiene la apariencia de un
cuadro. Por otro lado, la imaginación puede tener una función destructora; puede obrar como agente demoledor. En
este caso su imagen es productiva. La ideología representa la primera clase de imaginación que tiene la función de
preservar, de conservar. La utopía, en cambio, representa la segunda clase de imaginación que es siempre una
mirada procedente de ninguna parte”.

Si la ideología es imaginación a manera de cuadro, la utopía es imaginación como ficción. Toda ideología repita lo
que existe justificándolo, y así ofrece un cuadro de lo que es; en cambio la utopía tiene la fuerza ficticia de redescribir
la vida”. Ricoeur se apoya en Kant para declarar que la comparación entre cuadro y ficción puede caracterizarse
como una comparación entre imaginación reproductiva e imaginación productiva.

Nos ocuparemos del aspecto productivo o utópico de la imaginación. La condición utópica de la imaginación nos lleva
de los constituido a lo constituyente. La nueva perspectiva que abre este aspecto utópico tiene dos efectos que no
pueden separarse; esta nueva perspectiva ofrece un ventajoso punto de vista para percibir lo ya dado, lo ya
constituido y ofrece nuevas posibilidades más allá de lo dado. La utopía es la visión de “ninguna parte”, de un lugar
que no existe (que es la significación literal de la palabra) y asegura que ya no damos por descontada nuestra realiad
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presente. La utopía tiene un papel constitutivo al ayudarnos a repensar la naturaleza de nuestra vida social. La utopía
es “la manera en que tornamos a pensar radicalmente” la naturaleza de la familia, del consumo, de la autoridad, de
la religión, etc. Es “la fantasía de una sociedad alternativa y su exteriorización “en ningún lugarl”. La utopía obra no
sólo para desreificar nuestras relaciones presentes, sino también para señalar aquellas posibilidades que podrían ser
las nuestras.

Hemos visto que para Ricoeur el distanciamiento nos ofrece el momento de la crítica en el seno de la vida social. La
explicación es el momento crítico de la comprensión; la crítica de las ideologías es posible. Cuando lo central es la
utopía en lugar de la ideología, el punto de la distancia crítica es algo diferente. En lugar de una confrontación de la
ideología por la crítica, la ideología es confrontada por la utopía. La utopía ofrece una alternativa del modelo fallido
que opone ideología y realidad. Porque la acción social está irremisiblemente dada por mediación de símbolos,
recurrir sencillamente a los “hechos objetivos” no es pertinente. En este nivel el problema no es problema de los
hechos sino que es de “los conflictos de interpretaciones”. Para decirlo de otra manera, podemos afirmar que el
conflicto es un conflicto entre metáfora y metáfora: “debemos destruir una metáfora” dice Ricoeur, “empleando una
metáfora contraria. No existe ninguna realidad inmediata a la que podamos apelar; el desacuerdo está en el conflicto
de las interpretaciones.

Ahora consideremos el carácter de la alternativa que propone la utopía. Comencemos ampliando un punto sólo
brevemente mencionado antes, el hecho de que la condición utopía de la imaginación nos lleva desde lo instituido a
lo instituyente. Por eso debemos considerar el carácter productivo de la imaginación. Esta capacidad puede llamarse
“poética”. Aquí Ricoeur comienza su investigación de la “poética de la voluntad” que es una parte de un proyecto
que Ricoeur llamó una “filosofía de la voluntad”.

Lo poético tiene la función de “hacer” y de modificar. Los efectos de significación de la metáfora y de la narración
“pertenece al mismo fenómeno de innovación semántica”. Si ambas suponen innovación semántica, las
implicaciones se extienden a la innovación en la existencia social en general. La obra de Ricoeur podría haberse
concentrado en la condición del lenguaje, pero sus conclusiones tienen implicaciones mucho más amplias. “En virtud
de esta condición de la capacidad del lenguaje para crear y recrear, descubrimos la realidad misma en el proceso de
ser creada”. El lenguaje poético está en armonía con esta dimensión de la realidad. El lenguaje al hacerse celebra la
realidad en gestación. La naturaleza de estar de esta relación puede precisarse más si consideramos otra vez el papel
de la metáfora.

“Llego a la conclusión de que la estrategia del discurso, implícita en los lenguajes metafóricos, es… demoler nuestro
sentido de la realidad y acrecentarlo al demoler y acrecentar nuestro lenguaje… Con las metáforas experimentamos
la metamorfosis tanto del lenguaje como de la realidad”.

En el plano social, la utopía tiene su cualidad metafórica. Su tarea es la de “explorar lo posible”. Ricoeur dice que “un
modelo puede reflejar lo que es, pero también puede pavimentar el camino hacia lo que no es”. Esta capacidad de la
utopía para modificar la realidad confiere mayor fuerza a la argumentación de las conferencias. La utopía no es
sencillamente un sueño, sino que es un sueño que aspira a realizarse. No podemos decir que es sólo una manera de
interpretar el mundo y no de cambiarlo (Marx sobre Feuerbach). El modelo que coloca la ideología en oposición a la
realidad es inadecuado porque desde el comienzo la realidad está simbólicamente determinada. Análogamente, un
modelo que coloca la utopía en oposición a la realidad es inadecuado porque la realidad no es algo dado, sino que es
un proceso.

La realidad está siempre cogida en el flujo del tiempo, en el proceso de cambio que la utopía intenta promover. La
yuxtaposición de comprensión y explicación cobra una dimensión temporal. La naturaleza poética de la realidad
recibe su caracterización más enfática The Rule of Metaphor. La capacidad poética, la capacidad de crear y modificar,
es una característica fundamental de la realidad en general y de la condición humana en particular.

Ricoeur pone énfasis en lo real como acto, y menciona que la naturaleza misma de la verdad ya no puede darse por
descontada. La naturaleza de la verdad es puesta en tela de juicio tanto por la dimensión temporal como por la
dimensión simbólica de la existencia humana. A causa de que la vida humana está simbólicamente determinada,
todo concepto de lo real es interpretativo. No podemos separar lo real de nuestra interpretación; la naturaleza
misma de lo real conserva una condición metafórica. La metáfora también opera en la dimensión temporal porque
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“la referencia de la enunciación metafórica hace entrar en juego el ser como actualidad y como potencialidad” En el
plano social, la utopía asume el papel de la potencialidad.

Ricoeur dice que la tarea consiste en “llegar al punto de metaforizar el mismo verbo ser y en reconocer en ser como
el elemento correlativo de ver como en lo cual se resume el trabajo de la metáfora”. Lo que entendemos como lo
real es algo que está simbólicamente dado desde el comienzo, de modo que lo real está también siempre en
proceso. Por eso Ricoeur dice “lo real es todo aquello ya prefigurado que está también transfigurado”. La línea
divisoria entre invención y descubrimiento ya no puede mantenerse. Es vano… preguntase si lo universal que, según
Aristóteles, “enseña” la poesía existía ya antes de que fuera inventado. Se lo encuentra como inventado”.

Debemos utilizar la dialéctica de utopía e ideología. Este paso está anticipado en la cita sobre la relación dinámica
entre prefiguración y transfiguración. Si la utopía explora lo posible, lo hace sobre la base de una transformación
metafórica de lo existente.

Esta dialéctica entre lo prefigurado y lo transfigurado asume varias formas en la obra de Ricoeur. Describe la fe
religiosa como algo que tiene sus raíces en la tensión entre recuerdo y expectación. Podemos decir que la dialéctica
entre lo prefigurado y los transfigurado suministra un sentido ampliado de la significación de la tradición. Una
tradición “no es la transmisión inerte de algún depósito ya muerto de material, sino que es la transmisión viva de una
innovación siempre capaz de reactivarse en virtud de un retorno a los momentos creativos de la actividad poética.

Si lo dialéctico de la ideología y la utopía funciona en un sentido como la unión de prefiguración y transfiguración,


también opera en otro nivel, el nivel descrito por una teoría de la interpretación.

“La interpretación es.. un modo de discurso que funciona en las intersecciones de los dominios, el metafórico y el
especulativo. Se trata, por lo tanto, de un discurso compuesto que como tal no puede dejar de sentir la opuesta
atracción de dos demandas rivales. Por un lado, la interpretación busca la claridad del concepto; por otro, espera
preservar el dinamismo de significación que el concepto sujeta y restringe.”

No existe ninguna posibilidad de llegar a un estrato no ideológico de la realidad, pero las ideologías como
paradigmas están aun sujetas a la crítica procedente del “ningún lugar” de la utopía. La teoría de la interpretación de
Ricoeur o hermenéutica confirma que debemos mantener la dialéctica y movernos desde una crítica de la ideología
por parte de la utopía a lo que podemos llamar una crítica de la utopía por parte de la ideología. Esto reanima el
momento crítico dentro de la interpretación, sólo que ahora ya no se trata de la crítica como un momento dentro de
la ideología sino que es la crítica de la utópico (de lo posible) por el impulso a la identidad, por lo ideológico.
Debemos confrontar lo que podemos ser con lo que somos.

El conflicto no es simplemente oposición. Recordemos un comentario de Ricoeur donde dice que ve “el universo del
discurso como universo mantenido en movimiento en virtud de una interacción de atracciones y repulsiones que
incesantemente promueven la interacción de atracciones y repulsiones que incesantemente promueve la interacción
e intersección de dominios cuyos núcleos de organización son excéntricos entre sí…”. El conflicto de las
interpretaciones es un juego de similitudes y diferencias y no sólo de diferencias. El círculo hermenéutico no es un
círculo vicioso en el que se gira indefinidamente. En cambio interpretaciones diferentes reaccionan y se responden
pues intentan incorpora la interpretación diferente o absorberla. Ricoeur observa que es menester hacer que el
círculo se convierta en espiral.

Ricoeur define la interpretación no como una mera respuesta a lo metafórico sino como algo que opera en la
intersección de lo metafórico y de lo especulativo. La hermenéutica de Ricouer hay que definirla como una teoría de
la comprensión que incluye la dimensión de la explicación, la dimensión de la distancia crítica. El conflicto entre lo
metafórico y lo especulativo debe persistir y sin emargo la interpretación intenta abarcarlos a los dos de dentro de
un todo.

Ricoeur resume su análisis de la ideología y utopía diciendo: “La ideología y la utopía y la utopía en última instancia
tiene que ver con el carácter de la acción humana, que está dada, estructurada e integrada por sistemas simbólicos”.
La conjunción de ideología y utopía tipifica la imaginación social y el argumento de Ricoeur reza así: “la imaginación

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social es constituida de la realidad social misma”. Interpretación y práctica no pueden separarse. La tarea de la
interpretación en su relación con este nexo es “pensar más”.

Conferencia introductoria

Ricouer trata situar los fenómenos de ideología y utopía, generalmente tratados por separado, dentro de un solo
marco conceptual. La hipótesis de trabajo es que la conjunción de estas dos funciones opuestas o complementarias
tipifica lo que podría llamarse la imaginación social y cultural.

La indagación de la ideología y de la utopía revela desde el comienzo dos rasgos que comparten ambos fenómeos. En
primer lugar, los dos son en alto grado ambiguos. Cada uno de ellos tiene un aspecto positivo y uno negativo, una
dimensión constitutiva y una dimensión patológica. Un segundo rasgo común es el de que, de los dos aspectos de
cada fenómeno, el patológico aparece antes que el constitutivo. La ideología designa inicialmente ciertos procesos
de deformación, de disimulo, en virtud de los cuales un individuo o un grupo expresan su situación aunque sin
saberlo o sin reconocerlo. Una ideología parece expresar, por ejemplo, la situación de clase de un individuo sin que
éste tenga conciencia de ello. Por lo tanto, el proceso de disimulo no sólo expresa sino que también refuerza esta
perspectiva de clase. En cuanto al concepto de utopía, también éste tiene una connotación despectiva. Se considera
como una especie de sueño social que no tiene en cuenta los primeros pasos reales y necesarios para seguir un
movimiento en la dirección de una nueva sociedad. A menudo una visión utópica se considera como una especie de
actitud esquizofrénica frente a la sociedad.

Hay un aspecto positivo y otro negativo en la ideología y en la utopía; la polaridad entre estos dos aspectos de cada
término puede esclarecerse explorando una análoga polaridad entre los dos términos. Creo que esta polaridad
pueden atribuirse a ciertos rasgos estructurales de lo que he llamado imaginación cultural.

Creo que Mannehim es el único autor (al menos recientemente) que trató de situar la ideiología y la utopía dentro de
un marco común y lo hizo al considerar ambos fenómenos como actitudes de desvío respecto de la realidad.

Desde la época de Mannheim, la atención prestada a estos fenómenos se concentró principalmente en la ideología o
en la utopía, pero no en ambos juntos. Por un lado, tenemos una crítica de la ideología, principalmente en los
sociólogos marxistas y posmarxistas (particularmente en la Escuela de Frankfurt, Habermas). En contraste con esta
crítica sociológica de la ideología encontramos una historia y una sociología de la utopía. Y la atención prestada en
este último campo a la utopía casi no tiene relación con la atención anterior que el primer campo prestó a la
ideología.

Con todo, es comprensible la dificultad de relacionar ideología y utopía porque se las presenta de maneras muy
diferentes. La ideología es siempre un concepto polémico. Lo ideológico nunca es la posición de uno mismo, es
siempre la postura de algún otro, de los demás, es siempre la ideología de ellos. De manera que la gente nunca dice
que es ideológica ella misma; el término siempre está dirigido contra los demás. Por otro lado, las utopías son
propiciadas por sus propios autores y hasta constituyen un género literario específico. Las utopías son asumidas por
sus autores, en tanto que las ideologías son negadas por los suyos. Esta es la razón de por qué a primera vista resulta
tan difícil colocar juntos los dos fenómenos. Debemos ahondar bajo sus expresiones semánticas para descubir sus
respectivas funciones, y luego establecer una correlación en este plano.

Atendiendo a este plano de correlación tomo como punto de partida de mi indagación el concepto de incongruencia
de Mannheim. Lo tomo como punto de partida porque la posibilidad de incongruencia, de discrepancia, presupone
ya de muchas maneras que los individuos así como las entidades colectivas están relacionadas con sus propias vidas
y con la realidad social. Todas las figuras de incongruencia deben ser parte de nuestra pertenencia a la sociedad.
Creo esto cierto hasta el punto de que la imaginación social es parte constitutiva de la realidad social. Una
imaginación social opera de manera constructiva y de manera destructiva como confirmación y como rechazo de la
situación presente. Podría ser una hipótesis que la polaridad ideología y utopía tiene que ver con las diferentes
figuras de la incongruencia típicas de la imaginación social. Tal vez el aspecto positivo de la una y el aspecto positivo
de la otra estén en la misma relación de complementariedad en que están el aspecto negativo o patológica también
de una con otra.

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Presentemos por separado los dos fenómenos, primero el polo de la ideología y luego el polo opuesto, el polo de la
utopía. En nuestra tradición occidental la concepción predominante de ideología procede de los escritos del joven
Marx: la Crítica de la “Filosofía del derecho” de Hegel, los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 y La
ideología alemana. En Marx, ¿Cómo se introdujo el término “ideología” en sus primeros escritos? El término se
introdujo mediante una metáfora tomada de la experiencia física o fisiológica, la experiencia de la imagen invertida
que se da en una cámara oscura o en la retina. De esta metáfora de la imagen invertida y de la experiencia física
obtenemos el paradigma o modelo de la deformación como inversión. Esta imagen, el paradigma de una imagen
invertida de la realidad, es muy importante para situar nuestro primer concepto de ideología. La primera función de
la ideología es producir una imagen invertida.

Este concepto todavía formal de la ideología se completa por una descripción específica de ciertas actividades
intelectuales y espirituales consideradas como imágenes invertidas de la realidad, como deformaciones por
inversión. Aquí Marx depende de un modelo expuesto por Feuerbach, quien había descrito y discutido la religión
precisamente como un reflejo invertido de la realidad. En el cristianismo, decía Feuerbach, sujeto y predicado están
invertidos. Mientras en la realidad los seres humanos son sujetos que proyectaron a lo divino sus propios atributos
(sus propios predicados), lo divino es percibido por los seres humanos como un sujeto del cual nosotros somos el
predicado. El paradigma feuerbachiano de la inversión supone pues un intercambio entre sujeto y predicado, entre
sujeto humano y predicado divino. Siguiendo a Feuerbach, Marx supone que la religión es el paradigma de ese reflejo
invertido de la realidad que lo presenta todo patas arriba. La imagen de la inversión es notable y es la imagen
generadora del concepto de ideología de Marx. Ampliando el concepto de religión tomado de Feuerbach, que
supone una inversión entre sujeto y predicado, Marx extiende a toda la esfera de las ideas este funcionamiento
paradigmático.

Cuando están separadas del proceso de la vida, del procesos del trabajo común, las ideas tienden a manifestarse
como una realidad autónoma, y esto conduce al idealismo como ideología. Existe una continuidad semántica entre la
pretensión de que las ideas constituyen una esfera de la realidad propia y autónoma y la pretensión de que las ideas
ofrecen guías o modelos o paradigmas para explicar la experiencia. Así, no es solamente la religión, sino también la
filosofía como idealismo lo que se manifiesta como el modelo de la ideología. La interpretación popular del idealismo
prevalecía en la cultura de la época de Marx, de manera que no sólo la religión sino también el idealismo entendido
como una especie de religión de la gente laica, fueron elevado a la función de idiología.

La connotación negativa de la ideología es fundamental, porque la ideología se manifiesta como el medio por el que
se oscurece el proceso de la vida real. Por eso la principal oposición en el joven Marx no es entre ciencia e ideología,
como ocurre posteriormente, sino entre realidad e ideología. La alternativa conceptual de la ideología para el joven
Marx no es la ciencia sino la realidad. La realidad como praxis. La gente hace cosas y luego imagina que las hace en
una especie de esfera nebulosa. Decimos pues que primero existe una realidad social en la que la gente lucha por
ganarse su sustento, etc., y que ésta es la realidad real, como praxis. Esta realidad es representada luego en el cielo
de las ideas, sólo que se la representa falsamente como poseedora de una significación autónoma en esa esfera,
como si tuviera sentido sobre la base de cosas que pueden ser pensadas y no sólo hechas o vividas. La impugnación
contra la ideología procede pues de una especie de realismo de la vida, un realismo de la vida práctica en el que la
praxis es el concepto alternativo de la ideología. El sistema de Marx es materialista precisamente porque insiste en
que la materialidad de la praxis es anterior a la idealidad de las ideas. En Marx, la crítica de la ideología deriva de la
idea de que la filosofía invirtió la sucesión verdadera de las cosas. La tarea es invertir una inversión.

Partiendo de este primer concepto de ideología (ideología se opone, no a la ciencia, sino a la praxis), la segunda fase
del concepto marxista aparece cuando el marxismo se hubo desarrollado en la forma de una teoría y hasta de un
sistema, cuando el marxismo se presenta como un cuerpo de conocimiento científico. De este desarrollo se sigue una
interesante transformación del concepto de ideología, que obtiene su significación de su oposición a la ciencia, en
tanto que la ciencia se identifica con el cuerpo de conocimientos. De manera que la ideología comprende, no sólo la
religión en el sentido de Feuerbach y la filosofía del idealismo alemán, sino que incluye todo enfoque precientífico de
la vida social. La ideología significa todo aquello que es precientífico en nuestro propio enfoque de la realidad social.

En este punto, el concepto de ideología abarca el de utopía. Todas las utopías son tratadas por el marxismo como
ideologías. La utopía es ideológica en la medida en que no es científica, en que es precientífica y hasta anticientífica.

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Otra transformación operada en este concepto marxista de ideología se produce a causa de la significación dada a la
ciencia por los marxistas tardíos y los posmarxistas. Su concepto de ciencia puede dividirse en dos corrientes
principales. La primera tiene su origen en la Escuela de Frankfurt y supone el intento de desarrollar la ciencia en el
sentido kantiano o fichteano de una crítica, de suerte que el estudio de la ideología está vinculado con un proyecto
de liberación. Esta conexión entre un proyecto de liberación y un enfoque científico está enderezada contra el
tratamiento de la realidad social tal como se da en la sociología positivista, que se limita sólo a describir.

La Escualea de Frankfurt sostiene que el proyecto de liberación que su crítica sociológica ofrece en el caso de la
sociedad tiene paralelos con lo que realiza el psicoanálisis en el caso del individuo.

Un segundo concepto de ciencia desarrollado por el marxismo hace resaltar una conjunción, no con el psicoanálisis
que cuida al individuo, sino con el estructuralismo que pone entre paréntesis toda referencia a la subjetividad. El tipo
de marxismo estructuralista desarrollado principalmente en Francia por Louis Althusser tiende a colocar todas las
aspiraciones humanísticas del lado de la ideología. La pretensión del sujeto de ser quien da sentido a la realidad es la
ilusión básica, según Althusser. Para Althusser los escritos del joven Marx no deben considerarse; es el Marx maduro
quien presenta la noción principal de ideología. El joven Marx es todavía ideológico, puesto que defiende las
aspiraciones del sujeto como persona individual, como trabajador individual. Althusser considera el concepto de
alienanción en el joven Marx como el concepto típicamente ideológico del premarxismo. De manera que toda la obra
del joven Marx es tratada como ideológica.

Asistimos pues al extraño resultado de esta continua extensión del concepto de ideología. Partiendo de la religión en
Feuerbach, el concepto de ideología abarca progresivamente el idealismo alemán, la sociología precientífica, la
psicología objetivista, la sociología en sus formas positivistas y luego todas las reclamaciones y quejas del marxismo
“emocional”. Esto parece implicar que todo es ideológico, ¡aunque no es ésta exactamente la doctrina pura del
marxismo! Puesto que muy pocas personas viven su vida sobre la base de un sistema científico, especialmente si lo
reducimos sólo a lo que se dice en El capital, podemos afirmar que todo el mundo vive sobre la base de una
ideología.La extensión misma del concepto de ideología obra como una progresiva legitimación y justificación del
concepto.

Debemos integrar el concepto de ideología entendida como deformación en un marco que reconozca la estructura
simbólica de la vida social. Si la vida social no tiene una estructura simbólica, no hay manera de comprender cómo
vivimos, cómo hacemos cosas y proyectamos esas actividades en ideas, etc. Esta estructura simbólica puede
pervertirse precisamente a causa de intereses de clase, etc., como lo ha mostrado Marx, pero si no hubiera una
función simbólica operando ya en la clase más primitiva de la acción, no se podría comprender cómo la realidad
produce sombras de este tipo. Por eso, buscamos una función de la ideología más radical que la función de
deformar, de disimular.

Un modo de preparar esta extensión más radical consiste en considerar lo que algunos autores llamaron la paradoja
de Mannheim. Dicha paradoja resulta de la observación que hizo Mannheim del desarrollo del concepto marxista de
ideología. Consiste en el hecho de que el concepto de ideología no puede aplicarse a sí mismo, es decir, si todos
cuanto decimos es prejuicios, si todo cuanto decimos representa intereses que no conocemos, ¿cómo podemos
elaborar una teoría de la ideología que no sea ella misma ideológica? La reflexividad del concepto de ideoogía sobre
sí mism produce la paradoja.

Mannheim enfrentó este problema así: comenzó considerando el concepto marxista de ideología y se dijo que si ese
concepto es verdadero, luego lo que yo estoy haciendo es también ideología, la ideología de clase intelectual o la
ideología de la clase liberal. La extensión del concepo de ideología de Marx produce por sí misma la paradoja de la
reflexibilidad del concepto. Paradoja según la cual la teoría se convierte en parte de su propio referente.

Esta extensión, esta generalización no tiene que ver sólo con la historia del marxismo, sino que ofrece paralelos en lo
que los marxistas llaman sociología burguesa, especialmente la sociología norteamericana. Por ejemplo, Parsosn y
Shils propugnan una teoría del esfuerzo según la cual la función de un sistema social es corregir desequilibrios
sociopsicológicos. Según esta hipótesis, toda teoría es parte del sistema de esfuerzo que describe. Igual que en el
caso de la teoría marxista, el concepto de esfuerzo llega a tragarse sus propios representantes.

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Mannehim desea presentar la verdad sobre la ideología y sin embargo nos deja con una difícil paradoja. Destruye el
dogmatismo de la teoría al establecer las implicaciones relativistas de ésta. Pero no logra aplicar esta relatividad
autorreferencial a su propia teoría.

Me pregunto si no debemos hacer a un lado el concepto de ideología opuesto a la ciencia y volver a la que puede ser
el concepto más primitivo de ideología, el concepto que la opone a la praxis. Esta será mi línea de análisis para
establecer que la oposición entre ideología y ciencia es secundaria en comparación con la más importante oposición
entre ideología y vida social real, entre ideología y praxis. Debe ser reformulada la relación ideología-praxis. En dicho
contraste lo más importante no es oposición, tampoco la deformación o el disimulo de la praxix por obra de la
ideología. Lo más importante es una conexión interna entre los dos términos.

Geertz sostiene que los sociólogos marxistas y los no marxistas tienen en común el hecho de prestar atención sólo a
los factores determinantes de la ideología, es decir, a lo que causa y promueve la ideología. Pero no se preguntan
cómo opera la ideología. No se preguntas cómo un interés social pueda ser “expresado” en un pensamiento, en una
imagen o en una concepción de la vida. Geertz comenta que si bien la teoría marxista de la lucha de clases y la
concepción norteamericana de esfuerzo pueden ser convincente como diagnósticos, no lo son desde el punto de
vista de la función. Es decir que pueden ofrecer buenos diagnósticos de la enfermedad social, pero la manera en la
que opera la enfermedad es la cuestión más importante. Geertz dice que estas teorías fracasan porque pasaron por
alto “el proceso autónomo de la formulación simbólica”. Así hay que plantearse: ¿Cómo una idea puede surgir de la
praxis si la praxis no tiene inmediatamente una dimensión simbólica?

Geertz cree que lo que falta en la sociología de la cultura es una apreciación significativa de la retórica, de las figuras,
es decir, de los elementos de “estilo” (metáforas, analogías, ironías, etc.) que obran en la sociedad tanto como en los
textos literarios. Tal vez sólo prestando atención al proceso cultural de la formulación simbólica, podamos evitar la
caracterización despectiva de ideología considerada tan sólo como “parcialidad, ultrasimplificación, lenguaje emotivo
y adaptación a los prejuicios públicos” características tomadas de los sociólogos norteamericanos.

La ceguera tanto de marxistas como de no marxistas, Geertz la llama ceguera a la “acción simbólica”. Geertz advierte
que si no dominamos la retórica del discurso público, no podemos articular el poder expresivo y la fuerza retórica de
los símbolos sociales.

Como no poseemos un sistema genético de información tocante a la conducta humana, necesitamos un sistema
cultural. Cuando se trata de seres humanos no es posible un modo de existencia no simbólica y aun menos un tipo
no simbólico de acción.

La atención que ponemos en el funcionamiento de la ideología en su nivel simbólico y fundamental demuestra el


verdadero papel constitutivo que la ideología tiene en la existencia social. Todavía necesitamos determinar el lazo
que une el concepto de ideología marxista entendida como deformación y el concepto integrador de ideología que
encontramos en Geertz. Será, como sugirió Weber, el empleo de la autoridad en una comunidad dada. Vimos que la
flexibilidad de nuestra existencia biológica hace necesario un sistema cultural para ayudar a organizar nuestros
procesos sociales. Como falta un sistema genético, la necesidad de un sistema cultural es muy aguda, precisamente
en el punto en el que el orden social plantea el problema de la legitimación del sistema existente de liderazgo. La
legitimación de un liderazgo nos coloca frente al problema de la autoridad, de la dominación y del poder.

Ningún otro sociólogo ha meditado tanto sobre el problema de la autoridad como Weber. Decía Weber, que en un
grupo dado, apenas se manifiesta una diferenciación entre un cuerpo gobernante y el resto del grupo, el cuerpo
gobernante tiene el poder de conducción y el poder de imponer el orden mediante la fuerza. Aquí la ideología entra
en juego, porque ningún sistema de liderazgo, ni siquiera el más brutal, gobierna sólo mediante la fuerza. Todo
sistema de liderazgo desea que su poder está garantizado por el hecho de que su autoridad sea legítima. Papel de la
ideología es legitimar esa autoridad.

El papel de la ideología como fuerza legitimadora persiste porque, como los mostró Weber, no existe ningún sistema
de legitimidad absolutamente racional. Y esto es cierto aun en el caso de aquellos sistemas que proclaman haber
roto completamente tanto con la autoridad de la tradición como con la autoridad de todo líder carismático.
Posiblemente ningún sistema de autoridad puede romper por completo con esas figuras primitivas y arcaicas de la
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autoridad. Hasta el sistema de autoridad más burocratizado exhibe algún código para satisfacer nuestra creencia en
su legitimidad.

Sostener que no existe ningún sistema de autoridad enteramente racional no significa sin embargo pronunciar un
juicio meramente histórico o una simple predicción. La estructura misma de la legitimación asegura el necesario
papel de la ideología. La ideología debe superar la tensión que caracteriza el proceso de legitimación, una tensión
entre la pretensión a la legitimidad por parte de la autoridad y la creencia en esa legitimidad por parte de la
ciudadanía. La tensión se da porque, si bien la creencia de la ciudadanía y la pretensión de la autoridad deberían
estar en el mismo nivel, la equivalencia de creencia y pretensión nunca es verdaderamente real, sino que es siempre
una fabricación cultural. De manera que en la pretensión a la legitimidad por parte de la autoridad siempre hay algo
más que en las creencias realmente sustentadas por los miembros del grupo.

Esta discrepancia entre pretensión y creencia puede ser la verdadera fuente de lo que Marx llamó plusvalía. La
plusvalía no es necesariamente un concepto exclusivo de la estructura de producción, sino que es necesario en la
estructura del poder. Esta estructura del poder plantea las mismas cuestiones que las demás estructuras,
principalmente una cuestión de creencia. Cree en mí, exhorta el líder político. La diferencia entre la pretensión
expuesta y la creencia ofrecida significa la plusvalía, que es común a todas las estructuras de poder. En su pretensión
a la legitimidad, toda autoridad pide más de lo que los miembros del grupo están dispuestos a ofrecer en cuanto a
creencia o credo.

El problema que estamos considerando nos viene desde Hobbes: ¿cuál es la racionalidad y la irracionalidad del
contrato social? ¿Qué damos y qué recibimos? En este intercambio, el sistema de justificación o de legitimación
desempeña un continuo papel ideológico. El problema de la legitimación de la autoridad nos coloca frente a un
punto crítico entre un concepto neutral de integración y un concepto político de deformación. La degradación, la
alteración y las enfermedades de la ideología pueden tener su origen en nuestra relación con el sistema de autoridad
existente en nuestra sociedad. La ideología va más allá de la integración y llega a la deformación y la patología
cuando se trata de salvar la tensión entre autoridad y dominación. La ideología trata de asegurar la integración entre
pretensión a la legitimidad y creencia, pero la hace justificando el sistema de autoridad existente tal como es. El
análisis de Weber sobre la legitimidad de la autoridad revela un tercer papel mediador de la ideología. La función
legitimante de la ideología es el eslabón que conecta el concepto marxista de ideología entendida como deformación
y el concepto integrador de ideología que encontramos en Geertz.

Tema 2. Evolución del concepto de ideología en Marx

Marx: la Crítica de Hegel y los Manuscritos

El primer concepto de ideología en Marx está determinado, no por su oposición a la ciencia (como ocurrirá
posteriormente) sino por su oposición a la realidad. En sus primeras obras, lo que Marx se propone es determinar
qué sea lo real. Esta determinación afectará el concepto de ideología puesto que ideología es todo aquello que no es
la realidad. En esas primeras obras se inicia el difícil progreso hacia la identificación de realidad y praxis humana. De
manera que los primeros escritos de Marx representan un movimiento hacia esa identificación de realidad y praxis y,
en consecuencia, hacia la constitución de la oposición entre praxis e ideología.

Un aspecto principal que presenta el desarrollo de este primer concepto marxista de ideología es su liberación de
una antropología feuerbachiana. Feuerbach centró su antropología alrededor del concepto de “ser de la especie”
(también traducido como “esencia genérica”). La pugna de Marx por librarse de la antropología de Feuerbach es
sumamente significativa porque, mientras el concepto de realidad humana como ser de la especie no haya sido
reducido a la praxis empírica, el concepto de ideología mismo no habrá recibido su contrario apropiado y tampoco en
consecuencia su propio contenido apropiado. Los primeros escritos de Marx pueden considerarse como una
progresiva reducción del Espíritu (geist) hegeliano mediante el concepto feuerbachiano de ser de la especie al
concepto de praxis propiamente marxista. La ideología aparecerá como el mundo de sombras que la praxis expulsa
de su esfera y que al mismo tiempo genera desde su seno. Ésta es la dificultad del concepto marxista de ideología:
por un lado, la ideología queda excluida de la base concreta de existencia, pero, por otro lado, la ideología es
generada ineluctablemente desde el seno de esa base.

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Los textos de Marx muestran el desarrollo de su concepto de ideología. En este sentido, el primer escrito importante
es la Crítica de la “Filosofía del Derecho” de Hegel, redactado en 1843. Además de este manuscrito, que quedó
inédito, Marx escribió una introducción a una proyectada revisión de su Crítica, con el título “Una contribución a la
crítica de la Filosofía del Derecho” de Hegel. Introducción”. Marx inicia esa introducción afirmando que “en el caso de
Alemania, la crítica de la religión está esencialmente completada; y la crítica de la religión es el requisito previo de
toda crítica”. Al afirmar esto, Marx se apoya en una obra anterior, la obra de Feuerbach. Al declarar que “la crítica de
la religión está esencialmente completada”, Marx se refiere directamente a Feuerbach. De manera que en Marx la
crítica de la religión es algo ya cumplido. Pero más importante es la segunda parte de la afirmación: “la crítica de la
religión es el requisito previo de toda crítica”. Para Feuerbach, la religión es el paradigma de todas las inversiones y el
primer concepto de ideología de Marx está construido precisamente de acuerdo con este modelo. Algo se ha
invertido en la conciencia humana y nosotros tenemos que invertir la inversión; tal es el procedimiento de la crítica.

Este paradigma de la conciencia invertida se manifiesta con evidente claridad en la primera página de la
introducción: “El fundamento de la crítica irreligiosa es éste: el hombre hace la religión; la religión no hace al
hombre. La religión es, en verdad, la autoconciencia y la autoestima del hombre que o bien no se ha concistado
todavía a sí mismo o bien ha vuelto a perderse. Pero el hombre no es un ser abstracto fuera del mundo. El hombre es
el mundo del hombre, el Estado, la sociedad. Este Estado, esta sociedad producen la religión, que es una conciencia
invertida del mundo”.

Si bien el vocablo “ideología” todavía no es empleado, el modelo de razonamiento ya está presente. Marx continúa
diciendo: “Este Estado, esta sociedad producen la religión que es una conciencia invertida del mundo porque aquéllos
son un mundo invertido. La religión es la teoría general de ese mundo. Es su compendio enciclopédico, su lógica en
forma popular, su entusiasmo, su sanción moral, su solemne complemento, su base universal de consuelo y
justificación. La religión es la fantástica realización del ser humano.”

Obsérvese la idea de “fantástica realización”, pero ¿realización de qué?. “Del ser humano”. De manera que en este
estado Marx tiene un concepto muy abstracto de la realidad humana. “La religión es la fantástica realización del ser
humano porque el ser humano no ha alcanzado una verdadera realidad. De manera que la pugna contra la religión
es indirectamente la pugna contra ese mundo del cual la religión es la atmósfera espiritual.”

Debemos insistir en el vocabulario de este texto: “El hombre hace la religión”. Marx ya tiene el modelo de una praxis
que ha sido invertida. Sin embargo, si bien Marx transfiere el problema desde la esfera de la representación a la
esfera de la producción, todavía la producción es una cuestión de “autoconciencia”, de “conciencia del mundo”, de
“autoestima”, nociones todas que implican un concepto idealista de conciencia, un resto del Espíritu hegeliano. No
obstante, en esta fase de la obra de Marx la conciencia es el lugar apropiado porque es allí, dice Marx, donde tiene
lugar la producción, “la fantástica realización del ser humano”.

Dentro de este marco Marx ya formuló sus oposiciones principales valiéndose de un tipo de pensamiento y hasta de
una retórica que son notables. Presente bruscas antítesis entre “hombre como ser abstracto” y “hombre como el
mundo del hombre, el Estado y la sociedad”, entre “realización fantástica” y “realidad verdadera”.

Marx dice: “La crítica de la religión desilusiona al hombre de modo que éste pensará, obrará y modelará su realidad
como hombre que ha perdido sus ilusiones y ha reconquistado su razón, de suerte girará alrededor de sí mismo
como su propio sol verdadero”. La razón es todavía importante e invocarla es apelar al racionalismo, por su lenguae
es típicamente kantiano. La cita concluye así: “La religión es sólo el sol ilusorio alrededor del cual gira el hombre
mientras no llega a girar alrededor de sí mismo”. La autoconsciencia humana es el centro de esta afirmación del ser
humano. A quí se expresa una antropología humanista. El concepto de ser humano presentado aquí continúa siendo
abstracto de una manera que será llamado ideológico en La ideología alemana.

Este es pues el punto de partida de Marx que le ofrece Feuerbach. Marx recoge un problema que no fue él el
primero en identificar, pero entiende que su tarea particular es la de extender esta crítica desde la religión al
derecho y a la política.

Pero, ¿por qué este desplazamiento de la crítica de la teología a la crítica de la política? Porque para Marx, la política
alemana era anacrónica, especialmente comparada con la de Francia e Inglaterra, países en los que ya se habían
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desarrollado revoluciones burguesas. En la situación política de Alemania, la filosofía se convirtió en el lugar de retiro
en el que los alemanes hacían su trabajo de reflexión. Elaboraron una filosofía que expresaba y reforzaba semejante
anacronismo.

“Así como los pueblos antiguos vivían en su imaginación, en la mitología, su historis pasada, los alemanes viviemos
nuestra historia futura en el pensamiento, en la filosofía, somos contemporáneos filosóficos de nuestros días
presentes sin ser contemporáneos históricos. La filosofía alemana es la prolongación ideal de la historia alemana”.

Marx aplica esta idea de la “prolongación ideal” a las relaciones de los alemanes con su historia. Es la misma
estructura que Feuerbach aplicó al cristianismo en su relación con el mundo occidental. El núcleo de la filosofía
anacrónica de Alemania, dice Marx, es la filosofía del Estado, la filosofía política, en particular la filosofía política de
Hegel. Esta filosofía política es la fuente que alimenta la “historia de sueños” de Alemania. Si bien el vocabulario
filosófico de Marx no es muy riguroso cuando equipara expresiones tales como “mitología”, “historia de sueños”,
“imaginación” y “prolongación ideal”, estas expresiones se refuerzan recíprocamente. Se las emplea no por sus
diferencias sino por su poder acumulativo.

Lo que Marx ataca en la filosofía política es la filosofía especulativa del derecho, en la cual pasamos desde la idea del
Estado hacia sus componentes. Para Marx, este será el modelo del pensamiento ideológico, un movimiento que va
desde la idea a la realidad y no desde la realidad hacia la idea.

“Sólo en Alemania es posible la filosofía especulativa del derecho y, por otro lado, la versión mental alemana del
Estado moderno, que es una abstracción del hombre real, fue sólo posible en la medida en que el Estado moderno es
él mismo una abstracción del hombre real o satisface al hombre cabal sólo de una manera imaginaria. En política, los
alemanes pensaron lo que otras naciones hicieron. Alemania fue la conciencia teorética de esas naciones”.

La declaración de Marx representa un buen enfoque del concepto de ideología, puesto que la abstracción del Estado
en una filosofía especulativa del derecho expresa el hecho de que el Estado existente es él mismo una abstracción de
la vida. Aquí está operando una especie de ideología histórica, algo que el filósofo refleja tan sólo en una teoría del
Estado. (Una vez más las oposiciones “pensamiento abstracto” versus “realidad”, “versión mental” versus “hombre
real”, “abstracción imaginaria” versus “hombre real o hombre cabal”

Marx llega a la conclusión de que la única crítica que puede modificar la realidad es una crítica ejercitada, no
mediante palabras e ideas, tal como la crítica realizada por los hegelianos de izquierda que son pensadores
especulativos, sino una crítica que incluya la praxis concreta. Más particularmente, Marx afirma que esta crítica
práctica concreta, sólo se actualiza cuando está apoyada por una clase de la sociedad que representa la
universalidad. Aquí la dimensión de la universalidad es transferida desde la esfera del pensamiento a una clase real,
esa clase que es universal porque no tiene nada y porque no tiene nada lo es todo. El primer concepto marxista del
proletariado se construye de esta manera.

Este concepto del proletariado es abstracto de una manera que para el Marx maduro será ideológica. En este
estadio, el proletariado es una construcción abstracta; Marx reclama un lugar para las necesidades de la clase
universal, lugar que debe suceder al ocupado por el pensamiento universal. Marx dice: “Una revolución radical sólo
puede ser una revolución de las necesidades radicales cuyas condiciones previas y cuyos lugares de nacimiento
faltan”. Este concepto de necesidad reemplaza al de pensamiento universal. La necesidad radical reemplaza al
pensamiento radical. Este énfasis nos lleva a l famoso desarrollo de una “clase con cadenas radicales, una clase que
está en la sociedad civil y que no es de la sociedad civil, un patrimonio que es la disolución de todos los patrimonios,
una esfera de la sociedad que tiene un carácter universal.” Como podemos ver, el concepto es fundamentalmente
una construcción abstracta; no es en modo alguno una descripción sociológica. A pesar de la afirmación de que el
proletariado reemplaza al pensamiento universal, el proletariado continúa siendo un concepto filosófico. Marx
termina esta introducción, vinculando la emancipación real de toda la sociedad, su “posibilidad positiva” con una
clase que sería una clase con cadenas radicales, una clase “que no puede pretender a ningún título tradicional sino
tan sólo pretende un título humano...”. La idea abstracta de humanidad, tomada de Feuerbach, es el continuo
soporte antropológico de todo el análisis.

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El método de Marx está muy cerca del que aplicó Feuerbach a la religión: es un método reductivo, una reducción del
mundo abstracto de la representación, del pensamiento, a su base concreta, empírica; representa un vuelco de la
representación mística. La reducción es la inversión de una inversión, puesto que procede tomando todas esas
entidades que fueron falsamente proyectadas hacia arriba (lo eterno, lo lógico, lo trascendente, lo divino) y
reduciendo estas proyecciones a su base inicial. El modelo es feuerbachiano, expresado en la lógica de Hegel.
Mientras en la realidad la humanidad es el sujeto y lo divino es un predicado, es decir, una proyección del
pensamiento humano, la religión transforma este predicado divino en un sujeto, en un Dios, y lo humano se
convierte en un predicado de este sujeto absoluto. El proceso reductivo transforma este falso sujeto en el predicado
del sujeto real. Y precisamente el problema que afronta el joven Marx es saber quién es el sujeto real. Toda la obra
del joven Marx es una pugna por el sujeto real cuyo predicado se ha proyectado hacia arriba. La inversión llega a ser
el método general para disolver ilusiones. La tara de Marx consiste en: restablecer la primacía de lo finito, de lo
concreto, de lo real.

Un párrafo de la crítica que Marx hace a Hegel:

“La verdadera idea es el espíritu, que al separarse en las dos esferas ideales de su concepto, la familia y la sociedad
civil, entra en su fase finita, pero lo hace únicamente a fin de elevarse por encima de su idealidad y hacerse explícita
como espíritu verdadero e infinito. Por eso la idea real asigna el material de su actualidad finita a esas esferas ideales
de manera tal que la función asignada a un determinado individuo está visiblemente dada por circunstancias, por su
capricho y por su elección personal de su posición en la vida”

Deberíamos descifrar la significación de la palabra real o verdadera. Hegel llama wirkliche a la idea real, verdadera
pero no en el sentido de lo empírico, sino en el sentido de lo operante, de lo efectivo. Así, en Hegel la “idea real” no
es ni un ideal ni algo empírico, es algo que opera a través de la historia como un germen, algo que tiene realidad y
racionalidad.

Marx no reconoció este carácter tan complejo de la idea en Hegel. Para Marx la wirkliche Idee, la idea real, la idea
verdadera, es proyectar algo a algún lugar que está por encima de nosotros. En consecuencia dice Marx, las
instituciones reales de la vida humana real (la familia y la sociedad civil) se convierten en meros receptáculos o
apariencias de la idea, en encarnaciones de una realidad ajena que flota por encima de ellas.

Marx toma el comentario de Hegel como una especie de texto poético, como algo que debe ser traducido. Marx
intenta hacer una reducción de la especulación. Pero en esa época, no una reducción a la economía política, sino que
lo es a la experiencia ordinaria. La experiencia ordinaria nos dice que el Estado no es (como lo era para Hegel) una
encarnación de la “idea real”, sino que en realidad los ciudadanos viven en Estados que tienen censura, tortura, etc.
Por eso la objeción que hace Marx es ésta:

“La realidad no está expresada como ella misma son que lo está como otra realidad. La existencia empñirica
ordinaria no tiene su propio espíritu sino que tiene un espíritu ajeno como su ley, en tanto que, por otro lado la Idea
real no tiene una realidad que desarrolle partiendo de sí misma sino que tiene antes bien como existencia la
existencia empírica ordinaria.”

En contraste con lo que solamente está pensado, Marx subraya lo que está realmente allí.

“A la idea se le da la condición de sujeto (a quien se refiere el predicado) y a la relación verdadera de la familia y la


sociedad civil con el Estado se concibe como su actividad imaginaria. La familia y la sociedad civil son los supuestos
del Estado; son los entes realmente activos; pero en la filosofía especulativa esto está invertido”.

El concepto de “inversión” es central en el hilo conductor de estos análisis: “pero en la filosofía especulativa esto
está invertido”. Una vez más nos encontramos ante la inversión de la inversión.

Aunque la palabra ideología no aparece, la ideología significa ya esta inversión de la realidad. En cuanto a los efectos
de nuestra indagación del concepto de ideología, la contrapartida de la ideología continúa siendo aún algo abstracto.
Marx se concentra principalmente en la noción de inversión.

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Empecemos con los manuscritos. Los mismos tampoco (como la Crítica) tratan directamente el concepto de
ideología. Tienen interés no porque describan el concepto de ideología, sino por la elaboración del concepto
opuesto, la elaboración de lo que constituye la base concreta de la vida humana opuesta a la construcción
ideológica.

En los Manuscritos es decisiva la pugna de Marx contra el concepto feuerbachiano de “ser de la especie”. Esa pugna
es muy importante porque, si el concepto de ser de la especie es una construcción abstracta, debe ser considerado
como ideológico. El reconocimiento de este problema rige el surgimiento del concepto de ideología expuesto en La
ideología alemana. La ideología alemana que Marx ataca allí ya no es la filosofía de Hegel. Marx ataca en cambio a los
hegelianos de izquierda, entre los que se encuentra Feuerbach. Veremos como Marx usa el concepto feuerbachiano
de humanidad como algo universal presente en todo individuo y al mismo tiempo disuelve dicho concepto.

La crítica de la religión y la clase al ateísmo propiciada por Feuerbach son la culminación del pensamiento idealista.
En última instancia, asignan a la conciencia humana poder divino. La autoconciencia se convierte en la portadora de
todos los predicados desarrollados por la cultura, predicados desarrollados principalmente por obra de la religión. La
autoconciencias es el primordial concepto idealista. En Feuerbach todo ocurre en el interior de la conciencia
humana, tanto su alienación como su emancipación, por lo tanto, todo ocurre en el campo de las ideas, en el campo
de la representación.

La afirmación de que el ser humano es la medida de todas las cosas (una afirmación en favor de la autonomía y
contra la heteronomía) es en definitiva la afirmación central. Parece aquí que el concepto de conciencia es por su
construcción abstracta un concepto ateo. Cuando se coloca en contrate con la afirmación de autonomía radical, la
dependencia quizá sea la única verdad posible de la religión. Tan pronto como sitúo la autonomía en la cumbre del
sistema filosófico, la autonomía seguramente se hace a sí misma divina. A causa de esta promoción de la autonomía
que hace Feuerbach, la heteronomía se convierte en el mal por excelencia. Por consiguiente, todo lo que no se
autonomía es alienación. Para hablar como Marx. Cómo una conciencia que se afirma a sí misma pueda perder su
propio control, pueda tener enajenado su control y segundo, cómo ese poder, una vez enajenado, pueda vovler a
recuperarse. Podría decir que aquí se da una historia mágica.

En los Manuscritos, Marx guarda una relación ambigua con Feuerbach. Esa ambigüedad resulta especialmente aguda
en el empleo que hace Marx del concepto de ser humano. Hacer hincapié en este empleo nos dará la clave para
interpretar el texto de Marx. A veces Marx describe al ser humano como el individuo viviente, pero al mismo tiempo
conserva las propiedades que Feuerbach asigna al ser humano, es decir, como portador universal de todas las
cualidades concebibles y de la representación ideal de éstas. Para Feuerbach, el ser humano como ser de la especie
es infinito, en tanto que los individuos son sólo sus expresiones finitas. Feuerbach vacila entre un superidealismo
concentrado en el ser humano y una forma de materialismo filosófico. Por ejemplo, cuando Feuervach dice”el
hombre es lo que come”. El hombre como se de la especie es también lo real infinito. De manera que en Feuerbach
el ser humano es a veces un dios y a veces un ser vivo que come.

Los Manuscritos representan un intento de Marx de naturalizar y, por lo tanto, de disolver desde adentro este
humanismo feuerbachiano y todas sus resonancias idealistas. La relación del ser humano con la naturaleza y del ser
humano con el ser humano absorberá los predicados idealistas y Marx dirá que estas relaciones son respectivamente
naturales y genéricas. Esta ambigua terminología permite a los Manuscritos preservar la dignidad de un ser natural
que es al mismo tiempo el portador de lo universal. La inmanencia de la “especie” en el individuo disminuye el
aislamiento de los sujetos individuales. Al mismo tiempo, las relaciones intersubjetivas particulares prestan apoyo a
la básica función genérica; dichas relaciones alimentan el sentido de ser de la especie o de esencia genérica. Pero
siempre esta interrelación exhibe un tono específicamente marxista de naturalismo. Esta extraña mezcla de
naturalismo y humanismo penetra los Manuscritos.

Al rechazar esta mezcla, los críticos que niegan la significación marxista última de los Manuscritos tienen razón en
este sentido; algo fundamentalmente hegeliano gobierna todo el proceso de su pensamiento, es decir, el papel de la
conciencia al objetivarse y al negarse en su producto. Los seres humanos se producen como objetos. Aquí
reconocemos la operación de lo negativo en virtud de lo cual el Espíritu hegeliano se diferencia, se objetiva a sí
mismo y se produce como sí mismo. Este proceso de objetivación y de negatividad eficiente habrá de convertirse
cada vez más en un proceso idéntico al proceso del trabajo. Podríamos decir que en la obra del joven Marx se da
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cierta reciprocidad: así como Marx sostiene que la economía funda las orientaciones de la filosofía, del mismo modo
la metafísica alemana invade la propia pintura que Marx hace del proceso económico.

Los Manuscritos manifiestan una fuerte conjunción, aún indiferenciada, entre conceptos hegelianos, feuerbachianos
y los que llegarán a ser conceptos específicamente marxistas. Conceptos importante de Hegel (extrañamiento,
objetivación) y Feuerbach (ser de la especia, poderes genéricos) son reformulados y colocados dentro de la
estructura del trabajo. Para abordar los Manuscritos, hay que estar preparados para identificar la mezcla de una
metafísica de lo universal procedente de Hegel, de una visión humanística del ser de la especie, procedente de
Feuerbach y de la verdadera problemática marxista de los seres humanos concebidos como trabajadores enajenados
en su trabajo. Entresacaremos de los escritos de Marx lo que resulte interesante en cuanto al concepto de ideología.

Marx: El “Primer manuscrito”

¿Cómo podemos relacionar los Manuscritos con una investigación sobre la ideología? El término ideología todavía
no aparece en el texto. Igual los Manuscristos son importantes en nuestra indagación por dos razones. Primero, el
tipo de realidad que ha de oponerse a la ideología se hace cada vez más específico. La evocación ideológica de
entidades abstractas trascendentes se diferencia ahora de la condición de los individuos entendidos como seres que
viven y obran en situaciones sociales. Segundo, los Manuscritos ofrecen un marco que explica la génesis de las
entidades ideológicas que han de repudiarse. Los Manuscritos suministran un modelo para construir el concepto de
ideología como inversión de una relación con las cosas, con el trabajo, etc. El concepto de ideología representará una
extensión de este proceso de inversión a esferas tales como el derecho, la política, la ética, el arte y la religión; para
Marx estos dominios serán las esferas ideológicas.

El modelo que suministran es la inversión del trabajo humano en una entidad ajena, extraña a él, aparentemente
trascendente: la propiedad privada o, más específicamente, el capital. Por eso, la transformación en virtud de la cual
la esencia subjetiva del trabajo queda abolida y perdida frente a un poder que parece gobernar la existencia humana
se convierte en el paradigma de todos los procesos similares. Algo humano se ha invertido en algo que parece
exterior, superior, más poderoso y a veces sobrenatural.

En este concepto de inversión, que tomará una significación muy técncia en los Manuscritos, podemos observar toda
clase de intercambios entre el concepto feuerbachiano de vaciamiento del individuo en el trabajo divino y humano
que se invierte a su vez en el poder ajeno del dinero. Es como si cada tipo de alienación estuviera reflejado y
reforzado por otro tipo. Es más una analogía que una derivación. Podemos decir que los Manuscritos no hablan en
ninguna parte de ideología, pero que en todas partes se refieren indirectamente a ella.

En la sección del “Primer manuscrito” titulada “El trabajo enajenado” tropezamos con la dificultad semántica de
traducir Entfremdete que se ha traducido como “enajenado”. Es una de las dos palabras claves del texto. La palabra
Entäusserte que significa externalizar se ha traducido como alienado. Extrañamiento y alienación son términos
sinóminos en los primeros escritos de Marx.

En “El trabajo enajenado” como en el “Primer manuscrito” en general, el método de Marx consiste en lo que llama
premisas de la economía política. Y ¿cuáles son estas premisas? “... “El hecho de la propiedad privada”.

Esto significa que Marx tiene en cuenta un análisis anterior, el análisis de los economistas británicos. Reconoce a esos
economistas un descubrimiento capital: la riqueza se crea, no por la fertilidad del suelo, sino por el trabajo humano.
Para Marx, este Factum de la economía política implica varias consecuencias identificadas por Adam Smith. Primero,
la agricultura es ahora una parte de la industria; se ha producido un desplazamiento desde la productividad y
fertilidad del suelo a la productividad del trabajo humano. El suelo es productivo sólo porque se le aplica el trabajo
humano. Una segunda consecuencia es la de que con el alza del lucro del capital, las utilidades de la tierra como
tierra desaparecen. Tercero, la tierra se convierte en una forma de capital, puesto que tiene la misma relación que el
capital móvil con los beneficios de su poseedor; podemos decir que o bien el valor de la tierra como tierra
desaparece o bien ese valor queda absorbido como un caso particular de capital.

Esta transformación es lo que Marx caracteriza en el “Tercer manuscrito” como la universalización de la propiedad
privada. Esto no significa que todo el mundo se convierta en propietario; antes bien, la propiedad privada se
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universaliza en el sentido de que todas las diferentes clases de propiedad se hacen ahora abstractas. La propiedad
tiene valor sólo en su capacidad de ser intercambiada como capital. De manera que la propiedad rural pierde la
condición de propiedad particular y se convierte en una parte de la propiedad universal. Marx lo explkca en una
sección de su “Primer manuscrito” llamado “Arrendameinto de la tierra”.

El resultado de esta transformación es el de que el trabajo aparece como la única fuente de todo tipo de propiedad.
El concepto de propiedad se unifica sobre la base del concepto de trabajo. Marx termina la sección sobre sobre
“Arrendamientos de la tierra” declarando que el viejo dicho francés “el dinero no tiene amo” resulta ahora
verdadero, puesto que “se da el completo dominio de una materia muerta sobre la humanidad”. Para Marx, este
“completo dominio de la materia muerta” es el gran descubrimiento de la economía política británica. Por tanto,
este descubrimiento no es marxista por su origen.

El punto de partida sobre “El trabajo enajenado” consiste en que “ese dominio de la materia muerta es considerado
por la economía política británica como un hecho que sin embargo no se ha comprendido”. Más aún, tal
descubrimiento resulta contradictorio. La economía política sostiene que el trabajo humano es lo único que genera la
riqueza, todo el capital, pero el capital contrata mano de obra humana y la despide. Para Marx, está aquí la gran
contradicción de la economía política: la economía política descubrió que no hay nada sagrado en la propiedad, que
la propiedad es mero trabajo acumulado, y, sin embargo, la propiedad (el capital) tiene el poder de contratar trabajo
humano y despedirlo.

Cuando estos dos descubrimientos se los considera juntos, dichos efectos engendran una contradicción que nos
obliga a ir más lejos. Marx comienza intentando descifrar la significación de algo que se ha tomado meramente como
un hecho. “La economía política comienza con el hecho de la propiedad privada, pero no nos lo explica. No
comprende estas leyes, no demuestra cómo ellas surgen de la naturaleza misma de la propiedad privada”.

El análisis del proceso de extrañamiento o alienación o enajenación es la respuesta que da Marx al silencio de la
economía política británica tocante a la contradicción entre la teoría de que el trabajo es la fuente de la propiedad (la
riqueza) y la teoría de que el salario es el poder que tiene el dinero sobre el trabajo. Marx se apropia de los dos
conceptos hegelianos, extrañamiento y alienación, y afirma que ellos expresan en común precisamente la inversión
que nos interesa como el modelo de todos los procesos ideológicos.

Marx contrapone la objetivación del trabajo a la alienación del trabajo y aquél es un resultado deseable. La
objetivación es el proceso en virtud del cual algo interior se externaliza y de esa manera se hace actual, real, un tema
muy hegeliano. Cuando entro en el mundo por primera vez tengo sólo una vida interior. Únicamente cuando hago
algo hay un trabajo, un acto, una acción, algo público y común a los demás, así me realizo o actualizo. Sólo entonces
llego realmente a existir. La objetivación es este proceso de realización. El concepto fundamental es:”La realización
en el trabajo es su objetivación”.

Pero en la esfera de la economía capitalista, “esta realización del trabajo se manifiesta como una pérdida de
realización para los trabajadores y la objetivación como una pérdida del objeto y como una servidumbre respecto de
él; la apropiación aparece como extrañamiento, como enajenación”. Apropiación y extrañamiento (o enajenación, o
alienación) son conceptos que se oponen. Digamos que el proceso de objetivación no es algo malo, por el contrario,
es la significación del trabajo como tal y que nosotros depositamos nuestra significación en algo exterior.

Marx procede aquí no por distinción de términos sino por acumulación de términos. Este procedimiento de
acumulación genera una rica gama de términos opuestos (eficiente-deficiente, ajeno-apropiación, etc.)

Marx compara lo que ocurre en la alienación del trabajo con lo que ocurre en la religión. Emplea la religión como una
metáfora. No dice que lo que ocurre en la religión proceda de lo que ocurre en el trabajo, dice que los dos procesos
son paralelos. Cuanto más pone el hombre en Dios, menos le queda a sí mismo. El trabajador pone su vida en el
objeto, pero ahora su vida ya no le pertenece a él, sino que pertenece al objeto. En la religión y en el trabajo los
procesos de alienación son paralelos; comparten la imagen del extrañamiento, ya sea el extrañamiento en lo divino,
ya se trate del extrañamiento en el capital.

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La relación es de analogía. Deberíamos considerar la degradación y la perversión que es la alienación a través de un
sistema de analogías antes que a través de un sistema de derivación.

Quedado delineada la estructura básica del concepto de alienación, Marx ahora procede como lo hiciera Hegel en la
Fenomenología: analiza una figura, una forma explicando sus diferentes “momentos”. Marx demarca este desarrollo
dentro del concepto de alienación en cuatro momentos. Para nuestro fin los momentos más significativos son el
tercero y el cuarto.

La primera forma de alienación se da en la relación de uno con su propio trabajo. La alienación de los productos del
trabajo de uno constituye el modelo de Marx para describir el concepto de alienación en general. El segundo aspecto
es la alienación en el acto de la producción, en la capacidad productiva misma. Marx resume estas dos primeras
formas de alienación en un juego de palabras: ellas representan respectivamente la alienación de la actividad y la
actividad de la alienación.

La alienación del trabajo significa que el trabajo es exterior al obrero; el trabajo no es voluntario, sino obligado. Se
presenta aquí la analogía con la religión: “Así como en la religión la espontánea actividad de la imaginación humana
opera independientemente del individuo... tampoco la actividad del trabajador es su actividad espontánea.
Pertenece a otro; se trata de la pérdida de sí mismo”.

Más importante que las dos primeras figuras es la tercera forma de extrañamiento. Esta tercera forma va más allá
del extrañamiento en el producto y en la actividad, y llega al extrañamiento de la humanidad misma del trabajador.
El trabajador queda afectado y deteriorado en su ser de la especie. Marx tipifica así este tercer aspecto del trabajo
enajenado: “El hombre es un ser de la especie no sólo porque en la práctica y en la teoría adopta la especie como su
objeto... sino también porque se trata a sí mismo como la especie viva real, porque se trata a sí mismo como un
universal y, por lo tanto, como a un ser libre”.

La primera parte de esta cita es feuerbachiana. El ser humano es ser de la especio no sólo porque considera o
contempla lo que es esencial, sino porque es esencial. A este énfasis feuerbachiano sigue en la parte final de la cita
un tema hegeliano. La libertad humana se da no en la mera afirmación de la individualidad, sino cuando esa
afirmación se hubo transpuesto a la esfera de la universalidad. La libertad debe pasar por todos los estadios de la
universalización. Es esta capacidad de ser lo universal lo que afecta el extrañamiento. “El trabajo enajenado enajena
el ser de la especie del hombre”. En escritos posteriores Marx injerta el concepto de la división del trabajo; si yo
reacciono como obrero, o como un individuo de la ciudad o del campo, ya no soy un universal. La división del trabajo
llegará a ser un elemento dramático en Marx.

Varias consecuencias importantes derivan del hecho de que los seres humanos sean esencias genéricas. La primera
consecuencias es la línea divisoria entre animales y seres humanos. Marx afirma siempre con vigor esta diferencia.
En El Capital Marx dirá que porque las abejas construyen colmenas, la actividad de las abejas no es trabajo. Solo los
seres humanos trabajan. La distinción procede de que los seres humano no sólo conciben lo universal sino que
tienen vocación para ser universales y esto les da cierta distancia respecto de sus necesidades. La conciencia humana
es superior al mero darse cuenta de algo; en su capacidad para reflexionar, la conciencia es identificada por Marx con
el ser de la especie.

La capacidad de los seres humanos de someter la naturaleza a sus propias necesidades se debe a la superioridad
“espiritual” que los seres humanos tiene sobre la naturaleza.

La principal consecuencia es la capacidad de los seres humanos de producirse mediante el proceso de objetivación.
Los seres humanos trabajan no sólo para comer sino para llegar a ser este ser de la especie.

“Por eso es en su trabajo sobre el mundo objetivo donde el hombre se prueba realmente primero que es un ser de la
especie. Esta producción es la vida activa de la especie. En virtud de esta producción, la naturaleza se manifiesta
como obra del hombre y su realidad. El objeto del trabajo es, por lo tanto, la objetivación de la vida de la especie del
hombre”.

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El concepto de objetivación y la idea de la vida que produce vida están superpuestos. La manera en que la
humanidad se produce es objetivándose. Una vez más, ésta es una idea hegeliana, pues sólo en la acción se produce
la autoafirmación de la humanidad.

El hecho de alienación cala profundo a causa de la vocación humana de autocreación, de autoafirmación. Estar
sometido al poder de otro es contrario a la creación de uno mismo. En el extrañamiento, el ser esencial queda
transformado y se convierte en mero medio de existencia en el sentido de supervivencia. Lo que antes era el medio
de la autoafirmación se convierte en el “fin”: el fin de existir físicamente.

“Al arrebatar al hombre el objeto de su producción, el trabajo enajenado le arrebata su vida esencial, su objetividad
real como miembro de la especie y transforma su ventaja sobre los animales en desventaja de que su cuerpo
orgánico, la naturaleza, es retirada de él.”

Sigue a las tres fases anteriores de la alienación en el producto, la alienación en la producción y la alienación en el
núcleo mismo del ser de la especie, la dimensión cuarta y final de la alienación, que es el extrañamiento del ser
humano respecto del ser humano; es extrañamiento en el nivel de la intersubjetividad. Esta dimensión es importante
porque fija de manera más concreta el concepto de ser de la especie o esencia genérica. Esta dirección representa en
cada uno de nosotros nuestra participación en la especie. Yo soy parte de la esepcie en la medida que reconozco la
misma humanidad en los demás.

“En realidad, la proposición de que la naturaleza de la especie del hombre está enajenada de él significa que un
hombre está alienado de otro, así como cada uno de ellos lo está de la naturaleza esencial del hombre.”

Marx se pregunta: ¿en beneficio de quién se da el extrañamiento? Hasta ahora hemos considerado sólo de qué los
seres humanos están alienados, de la naturaleza, etc. Pero si se introduce la dimensión intersubjetiva debemos
preguntarnos: ¿en beneficio de quién estamos enajenados, alienados?, ¿A quién pertenece el producto? Esta
pregunta presenta una transición. Las dos partes de la contradicción de la economía política (el trabajo produce toda
clase de propiedad y sin embargo el trabajo es contratado en la forma de salario) están relacionadas precisamente
por la respuesta que se da a esta pregunta. Debemos entender que el extrañamiento es un proceso intersubjetivo
para poder reconocer que en el extrañamiento el poder de uno es transferido, entregado a otro. Esta transformación
es un paso decisivo para disolver el prestigio de la propiedad privada. La inversión de Marx establece que la
propiedad pirvada es en realidad el poder de una persona sobre otra. Marx revela en ambos lados lo que ha sido
ocultado: muestra tanto al que trabaja como a aquel que goza de los frutos de ese trabajo. Marx intenta situar la
relación entre capital y salario dentro del marco de la relación hegeliana de amo y esclavo. La alusión a la relación de
amo y esclavo es significativa porque el amo y el esclavo no están en la misma relación respecto de las cosas. El
esclavo hace la cosa en tanto que el amo la goza.

De manera que ahora todo queda contenido en la relación de una persona con otra. Marx termina su discusión
equiparando a lo práctico todo el proceso que se manifiesta como la obra de los seres humanos, incluso el
extrañamiento de éstos. Hasta el extrañamiento humano ha de manifestarse como una actividad humana. Marx
insiste, que si la alienación es obra nuestra, empero, también es obra nuestra la abolición de la alienación, lo cual
representa el tema del “Tercer manuscrito”.

Marx equipara lo práctico con un acto creador. El extrañamiento se convierte en un medio en el cual creamos sin
darnos cuenta de que estamos creando. Lo que hacemos por obra del extrañamiento es oscuro para nosotros
mismos y por eso debemos ponerlo al descubierto. Debemos descubrir, dice Marx, el acto de creación y de
ocultamiento que es la economía política misma.

“De modo que en virtud del trabajo enajenado el hombre no sólo crea su relación con el objeto y con el acto de la
producción, así como con hombres que le son ajenos y hostiles (las tres formas de extrañamiento); también crea la
relación en que otros hombres están respecto de la producción de él y de su producto, y la relación en que ese
hombre está respecto de esos otros hombres. Así como crea su propia producción como la pérdida de su realidad,
como su castigo, su propi producto como una pérdida, como un producto que no le pertenece, así también crea la
dominación de la persona que no produce.”

22
Gracias a su origen en Hegel y Feuerbach, el concepto de producción conserva una dimensión más amplia. La
posterior división producida en el empleo marxista de la palabra producción será muy infortunada. A veces la
producción es opuesta al consumo y entonces se trata de un mero proceso económico. A veces la producción se
opone al extrañamiento y entonces tiene una significación más amplia. La vacilación entre las dos acepciones de la
palabra producción representa una dramática aventura de la escuela marxista.

Marx concluye su argumentación de “El trabajo enajenado” y del “Primer manuscrito” en general diciendo:
“Mediante el análisis hemos derivado por el concepto de propiedad privada del concepto de trabajo enajenado,
alienado”. “Así también podemos desarrollar toda categoría de la economía política con la ayuda de estos dos
factores...”. Como el concepto de propiedad privada fue derivado de otro, podemos decir que lo que aparecía como
un punto de partida, como un “hecho” de la economía política, se convierte ahora en un resultado del análisis.
“Como resultado del movimiento de la propiedad privada obtuvimos el concepto de trabajo alienado… partiendo de
la economía política.” Lo que era un hecho aparece ahora como un resultado: “en el análisis de este concepto (del
trabajo enajenado) resulta claro que, aunque la propiedad privada se manifiesta como la fuente, como la causa del
trabajo enajenado, ella es más bien su consecuencia, así como los dioses son originalmente, no la causa, sino el
efecto de la confusión intelectual del hombre”. A un hecho estático, Marx opone un proceso dinámico, el proceso del
extrañamiento, y el hecho estático viene a ser el resultado petrificado de este proceso dinámico. La alienación es la
fuente, la causa de la propiedad privada, no como una causa positiva, sino como la significación fundamental que
gobierna un hecho.

Esta conclusión establece que la propiedad privada, la dominación de la materia muerta (el capital) sobre los seres
humanos es en realidad un producto del extrañamiento de la esencia humana, del ser de la especie de la humanidad.
En el fondo, el extrañamiento es un resultado de la actividad humana misma.

A pesar de estos vigorosos puntos de vista, Marx expresa al terminar el “Primer manuscrito” cierta insatisfacción con
los resultados. No resuelta por el análisis del “hecho” de la economía política, queda la cuestión del “cómo”: ¿Cómo
los seres humanos llegan a enajenar su trabajo? Marx determina que debe mover su atención desde el análisis de la
esencia humana hacia la cuestión de la historia. Este paso introduce el problema no sólo del “Tercer manuscrito”
sino también de La ideología alemana. Marx comprende que debe seguir las implicaciones de su descubrimiento
según el cual el extrañamiento es un movimiento, el movimiento de la propiedad privada. Marx termina el “Primer
manuscrito” exponiendo:

“Hemos aceptado como un hecho el extrañamiento del trabajo, su enajenación y hemos analizado ese hecho. ¿Cómo
llega el hombre a alienar, enajenar su trabajo? Hemos recorrido un largo camino para llegar a la solución de este
problema transformando la cuestión del origen de la propiedad privada en la cuestión de la relación del trabajo
enajenado con el curso de desarrollo de la humanidad. Pues cuando uno habla de propiedad privada, piensa que está
tratando con algo exterior al hombre. Cuando uno habla de trabajo, está tratando con el hombre mismo. Esta nueva
formulación de la cuestión ya contiene su solución”

Vemos que el problema es pasar desde un análisis de la esencia a un análisis de lo histórico.

Marx: La ideología alemana (1)

Interesa especialmente la controversia registrada en el marxismo entre la interpretación estructuralista de la


ideología y la llamada interpretación humanista de la ideología y la llamada interpretación humanista de la ideología.

En La ideología alemana tenemos un texto marxista y no ya un texto pre-marxista. Es un texto de transición, si no ya


la base de todos los escritos de Marx. La cuestión consiste en situar correctamente la brecha o ruptura de
continuidad entre los tempranos textos ideológicos y antropológicos de Marx, por un lado, y sus escritos de la
madurez, por el otro, a fin de decidir de qué lado de la brecha está La ideología alemana.

La ideología alemana abre dos perspectivas al mismo tiempo y la interpretación marxista variará según cuál de estas
dos alnterantivas se valore más. La ideología alemana deja de lado: entidades como conciencia, autoconciencia y ser
de la especie, conceptos todos correspondientes al modo de pensamiento feuerbachiano.

23
La primera alternativa que presenta La ideología alemana es el reemplazo de los viejos conceptos por entidades
como modos de producción, fuerzas de producción, relaciones de producción, clases que constituyen el vocabulario
marxista típico. Según este enfoque, dichas entidades objetivas pueden definirse sin aludir a sujetos individuales ni,
por consiguiente, a la alienación de tales sujetos. Si se elige esta alternativa, el punto de partida verdadero del
marxismo entraña el nacimiento del concepto de la base real. La base real es la infraestructura, y la ideología se
relaciona con esta base en su condición de superestructura. El acento carga en las entidades objetivas con exclusión
de los individuos que intervienen en estos procesos. En esta perspectiva, La ideología alemana es marxista ya que
coloca en el primer plano una base material de entidades anónimas en lugar de representaciones y fantasías
idealistas que giraban alrededor de la conciencia. La conciencia se considera como algo que está completamente en
el campo de la ideología; en la base material real como tal no existe ninguna implicación de la conciencia.

En la segunda perspectiva, las clases y todas las otras entidades colectivas (modos de producción, formas de
producción, relaciones, etc.) no se consideran como la base última, sino que son más bien sólo la base de una ciencia
objetiva. En este enfoque más radical, las entidades objetivas tienen el soporte de la vida real de los individuos vivos
reales. El concepto de vida real tal como la llevan los individuos reales adquiere aquí una posición central. En este
caso, la ruptura epistemológica en Marx se da, no entre el mundo de la conciencia como algo ideológico y ciertas
entidades anónimas y colectivas, sino en el seno de la idea de humanidad misma. Se dice que la distinción es entre el
énfasis que ponen los jóvenes hegelianos en la humanidad como conciencia y el énfasis de Marx que pone en La
ideología alemana en la humanidd como individuos vivos reales. Si la línea divisiora si sitúa aquí, la interpretación de
toda la significación del marxismo es diferente. La base última ya no es la estructura de El capital. El concepto de
ideología que Marx utiliza en este texto se opone, no a la ciencia sino a lo real. En La ideología alemana, lo ideológico
es lo imaginario como opuesto a lo real. Así la definición del concepto de ideología depende de lo que sea la realidad
(clase o individuo) a la que se la opone.

En el prefacio de La ideología alemana se nos ofrece la primera sugestión de lo que significa en el texto el concepto
de ideología. El término alude a los jóvenes hegelianos y, por lo tanto, a todo lo que procedía de la descomposición
del sistema hegeliano. Partiendo de esta base, Marx extiende el concepto a todas las formas de producción que no
son sólo ni propiamente económicas, tales como el derecho, el Estado, el arte, la religión y la filosofía.

Marx comienza diciendo: “Hasta ahora, los hombres se forjaron constantemente falsas concepciones sobre sí
mismos, sobre lo que son y sobre lo que deberían ser. Arreglaron sus relaciones de acuerdo con sus propias ideas de
Dios, del hombre normal, etc. Los fantasmas de sus cerebros se les escaparon de las manos. Y ellos, los creadores, se
inclinaron ante sus creaciones”. Una vez más tenemos aquí la imagen de la inversión. Lo que era el producto se
convierte en el amo. El modelo de la alienación está presente sin que se emplee el término mismo.

En la parte primera del texto de Marx, Feuerbach es la piedra de toque de la ideología alemana en la medida en que
Feuerbach reduce las representaciones religiosas a las ideas de seres humanos. Marx sostiene que la reducción de
Feuerbach continúa siendo en cierto sentido una idea religiosa, puesto que se asigna a la conciencia todos los
atributos extraídos del marco de ideas religioso. Lo que Marx llama la exigencia de interpretar la realidad formulada
por los jóvenes hegelianos supone por parte de ellos el empleo de la crítica en la cual se mueven siempre dentro de
la esfera del pensamiento. “Esta exigencia de modificar la conciencia equivale a pedir que se interprete la realidad de
otra manera, es decir, reconocerla por medio de otra interpretación”. De manera que la interprestación siempre se
mueve entre interpretaciones. La perspectiva de Marx nos ayuda aquí a explicar algo más su tesis según la cual los
filósofos sólo interpretaron el mundo, en tanto que la cuestión es cambiarlo.

Para Marx, el problema está en que antes de modificar las respuestas lo que debe modificarse es el modo de
formular las preguntas, es decir, las preguntas deben ser desplazadas. “A ninguno de estos filósofos se le ocurrió
investigar la conexión que tiene la filosofía alemana con la realidad alemana, la relación que hay entre su crítica y sus
propias circunstancias materiales”.

El término “material” se opone siempre a “ideal”. En esta obra, lo material y lo real son exactamente sinónimos, así
como lo son lo ideal y lo imaginario. La cita siguiente esclarece la orientación de Marx:

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“Las premisas de las que partimos no son arbitrarias, no son dogmas, sino que son premisas reales de las cuales la
abstracción sólo puede hacerse en la imaginación. Son los individuos reales, su actividad y las condiciones materiales
en que viven... Estas premisas pueden verificarse pues de una manera puramente empírica”.

Sobre la base de esta declaración, debemos hacer hincapié en un punto: las estructuras anónimas tales como las
condiciones materiales reciben inmediatamente el soporte de individuos reales. Las condiciones materiales son
siempre condiciones para los individuos. Marx subraya el papel decisivo que desempeñan los individuos humanos
vivos: “La primera premisa de toda la historia humana es, desde luego, la existencia de individuos humanos vivos”.
Señala la contribución que hacen los seres humanos a sus condiciones materiales. “Al producir sus medios de
subsistencia los hombres porducen indirectamente su vida material real. Las condiciones materiales no pueden
definirse sin una esfera de actividad humana.

Por eso, desde el comienzo existe una reciprocidad entre actividad humana y dependencia humana. Por un lado, los
seres humanos obran para producir sus condiciones materiales, y, por otro, dependen también de esas condiciones.
No se habla aquí de independencia de la conciencia (lo cual sería idealismo) ni de autonomía de las condiciones.
Cuando Marx dice: “La naturaleza de los individuos depende pues de las condiciones materiales que determinan su
producción”, es la naturaleza de los individuos lo que prevalece, aun en esta relación de dependencia. Este concepto
de la vida humana individual es muy diferente del concepto más bien metafísico y abstracto de una objetivación que
luego queda alienada. El concepto de objetivación es reemplazado por la noción de una vida individual que produce
en condiciones que están ellas mismas dadas para esa actividad. Hay una relación entre el aspecto voluntario de la
actividad y el aspecto involuntario de la condición.

El siguiente concepto que hemos de considerar es el de las fuerzas productivas. Este concepto es muy importante,
puesto que introduce la historia en toda la argumentación. La historia afecta a través de lo que Marx llama “el
desarrollo de las fuerzas productivas”. El papel de este concepto tiene importantes implicaciones para el concepto de
ideología. Marx dice que no hay historia de la ideología. El proceso de la historia siempre procede desde abajo, y
para Marx ese abajo es precisamente el desarrollo de las fuerzas productivas. La vida en general no tiene historia,
pero hay una historia de la producción humana.

En conexión con este concepto de las fuerzas productivas está el concepto de los modos de producción. La relación
entre ambos es significativa porque la interpretación estructuralista y anti-humanista de Marx se basa
principalmente en esta interacción entre fuerzas y formas, entre fuerzas de producción y relaciones de producción.
Las relaciones de producción son principalmente el marco jurídico, el sistema de propiedad, el sistema de salarios,
etc. Son, por lo tanto, las reglas sociales de conformidad con las cuales se desarrolla el proceso tecnológico. Marx
sostiene que la tecnología, que comprende sólo las fuerzas productivas, no puede caracterizarse como algo que
exista por sí mismo ni en sí mismo; las fuerzas productivas no existen como tales en ninguna parte. Siempre están
atrapadas dentro de un marco jurídico, de un Estado, etc. Por consiguiente, las fuerzas productivas y las formas están
siempre interrelacionadas. Marx describe todo el proceso de la historia como una evolución de las fuerzas
productivas junto con una evolución de las formas correspondientes. Al caracterizar las división del trabajo y las
formas de propiedad (tribal, comunal, feudal y capitalista) la índole del régimen de la propiedad constituye la forma
en que se desarrollan las fuerzas.

El tercer concepto que hemos de considerar es el de clase, el modo de asociación, el modo de unión, resultante de la
interacción entre fuerzas y formas. El problema está en saber si la clase es el requisito último de una teoría de la
ideología. Algunos textos sostienen que una ideología es siempre una ideología de clase. En ese caso se trata de ese
concepto que está en la base de una teoría de la ideología. Sin embargo, para otro tipo de análisis puede haber una
genealogía de clases. Por lo tanto, la determinación del papel de la clase depende de la manera en que situemos el
concepto en el análisis de Marx. Éste presenta el concepto así:

“... determinados individuos, entran en estas determinadas relaciones sociales y políticas... La estructura social y el
Estado evolucionan continuamente partiendo del proceso vital de determinados individuos, pero de individuos, pero
de individuos, no como puedan manifestarse en su propia imaginación o en la de otras personas, sino como
realmente son, es decir, tal como obran, producen materialmente, y, por lo tanto, tal como trabajan dentro de límites
materiales determinados y condiciones independientes de su propia voluntad”.

25
Sobre la base de esta declaración que acabamos de citar, el concepto clave que está en juego aquí es el individuo en
ciertas condiciones, situación empero en la que las condiciones corresponden a la estructura del individuo. La
estructura de clase corresponde a lo que la gente es y no a lo que se “imagina” o piensa que ella es.

El texto nos lleva luego al importante concepto de materialismo histórico, aunque en él no esté empleada la
expresión misma, pues en realidad ésta no se encuentra en Marx sino sólo en el marxismo posterior. Este concepto
deriva de la descripción de la serie de condiciones materiales sin las cuales no habría historia. Para La ideología
alemana, el materialismo histórico es la descripción de las condiciones materiales que dan una historia a la
humanidad. El materialismo histórico no es todavía una filosofía, una teoría, una doctrina, un dogma; es en cambio
una manera de interpretar la vida humana sobre la base de las condiciones materiales de la actividad humana.

Marx resume la naturaleza del desarrollo histórico articulado por el materialismo histórico en tres puntos. El
materialismo histórico incorpora primero la producción de los medios para satisfacer necesidades materiales
humanas. Cuando los economistas hablan de necesidad, dice Marx, hablan de una entidad que es una abstracción.
Pasan por alto el hecho de que las necesidades reciben su dimensión histórica sólo de la producción de los medios
para satisfacerlas. Más precisamente, la producción de la vida material misma es histórica, pero las necesidades
como tales no lo son. Esto es cierto hasta el punto de que el segundo estadio de esta historia es la producción de
nuevas necesidades. Cuando producimos solamente los medios para satisfacer necesidades existentes, la producción
se limita al horizonte de esas necesidades dadas. El segundo elemento básico de importancia histórica surge sólo en
la producción de nuevas necesidades. Como en la era actual, la permanente creación de necesidades para vender
más.

El tercer momento que comprende el desarrollo histórico es la reproducción de la humanidad por medio de la
familia. Para Hegel, la familia representa la estructura social en su fase más natural e inmediata; la vida económica se
considera posterior. Pero para Marx la estructura de la familia deriva de la historia de las necesidades como parte de
la historia de la producción. Aquí la historia de la familia es la de que primero existe una célula económica que luego
es destruida por la industria, etc. La familia es mantenida en la corriente de las fuerzas productivas. ¿Diríamos
entonces que el materialismo histórico rompe completamente con los seres humanos, con la base humana? No, si
tenemos presente esta declaración: “Por lo social entendemos la cooperación de varios individuos sin que importen
cuáles sean las condiciones, la manera o el fin”. La cooperación está siempre detrás de una entidad colectiva. Marx
refiere las entidades colectivas, que son el objeto del materialismo histórico, a los individuos que las producen.

El quinto concepto principal de este texto es la ideología misma. Para Marx, lo ideológico es lo que está reflejado
mediante representaciones. Se trata de un mundo representativo opuesto al mundo histórico; este último tiene
consistencia propia gracias a la actividad, a las condiciones de la actividad, a la historia de las necesidades, a la
historia de la producción, etc. El concepto de realidad abarca todos los procesos que pueden designarse con la
expresión de materialismo histórico. La ideología no se opone todavía a la ciencia, como ocurrirá en el marxismo
moderno, sino que se opone a la realidad. El concepto de ideología puede ser lo bastante amplio para abarcar no
sólo las deformaciones sino todas las representaciones. La ideología puede ser a veces un concepto neutro. Por lo
tanto, el término “ideología” no tiene necesariamente connotaciones negativas. Sencillamente se opone a lo real.
Vemos cuán cerca está esto de la deformación, puesto que no ser real implica la posibilidad de ser deformado. No
obstante, debe mantenerse la diferencia entre estos dos momentos.

Si mantenemos la diferencia, advertimos que no podemos excluir la posibilidad de que la deformación sea ideología
en una forma inadecuada. Esto nos lleva a la cuestión de saber si hay un lenguaje de la vida real que sería la primera
ideología, la más simple. Marx responde a esta cuestión: “La producción de ideas, de concepciones, de conciencia,
está directamente entretejida con la actividad material y el intercambio material de los hombres, con el lenguaje de
la vida real”. Este concepto de lenguaje de la vida real es fundamental; el problema de la ideología es sólo el de que
ella es la representación y no praxis real. La línea divisoria está trazada, no entre lo falso y lo verdadero, sino entre lo
real y la representación.

Se plantea la hipótesis de que hay un leguaje de la vida real, que existe antes de toda deformación, una estructura
simbólica de la acción que es absolutamente primitiva e ineluctable. Marx dice:

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“Las concepciones, los pensamientos, el intercambio mental de los hombres se manifiestan en este estadio como la
emanación de su conducta material. Lo mismo se aplica a la producción mental tal como está expresada en el
lenguaje de la política, el derecho, la moral, la religión, la metafísica, etc, de un pueblo. Los hombres son los
productores de sus ideas, y son hombres reales, activos, condicionados por un desarrollo determinado de sus fuerzas
productivas y del intercambio correspondiente a estas fuerzas, hasta sus formas más avanzadas”

Sigue: “La conciencia no puede ser otra cosa que existencia consciente y la existencia de los hombres es su proceso
vital real” Una vez más la conciencia no es autónoma sino que está relacionada con el “proceso vital” de los seres
humanos.

Las deformaciones de la ideología aparecen en la medida en que nos olvidamos de que nuestros pensamiento son
una producción; aquí se de la inversión. Marx explica: “Si en toda ideología los hombres y sus circunstancias
aparecen patas a arriba, como en una cámara oscura, este fenómenos nace del proceso vital histórico así como la
inversión de los objetos en la retina procede de su proceso vital físico. La imagen es física, y aparece en una cámara
oscura invertida. Hay un enfoque mecanicista del problema de la ideología cuando en realidad se trata de una
metáfora. La inversión ideológica es al proceso vital como la imagen en la percepción es a la retina.

Althusser sostiene que cuando una imagen está invertida continúa siendo aún la misma imagen, así llega a decir que
la imagen invertida pertenece al mismo mundo ideológico que su original. En consecuencia declara Althusser,
debemos introducir una idea diferente de la inversión, la idea de un corte o ruptura epistemológica (Spinoza). Según
Althusser debemos romper con la percepción ordinaria del sol naciente y proceder a la observación
astronómicamente exacta de que no hay salida del sol salvo en el estrecho sentido perceptivo. El cambio no es una
inversión sino una ruptura.

Esta desdichada imagen de la cámara oscura engendra también algunas otras características desdichadas. Estoy
pensando en términos como “reflejos” y “eco”. “Partimos de hombres reales activos, y sobre la base de su proceso
vital real demostramos el desarrollo de los reflejos y ecos ideológicos de este proceso vital. Los fantasmas formados
en los cerebros humanos son también necesariamente sublimados de su proceso vital material!. Las personas viven
pero en sus cerebros tienen ecos de este proceso vital. Aquí la ideología aparece como una especie de humo o
niebla, como algo secundario desde el punto de vista de la producción. Obsérvese también la palabra “sublimados”
que aparece en el texto (Freud); el sublimado es lo que se evapora en algunos procesos químicos, así el sublimado es
la evaporación del producto. Las expresiones reflejos, ecos, sublimados, entrañan todas algo que evoluciona
partiendo de otra cosa diferente.

En el marxismo posterior, la relación establecida entre la realidad y el eco o reflejo conduce a un permanente
menosprecio por toda actividad intelectual autónoma.

“La moral, la religión, la metafísica y todo el resto de la ideología y de sus correspondientes formas de conciencia ya
no conservan la apariencia independiente. No tienen historia, no tienen desarrollo; pero los hombres, al desarrollar su
producción material y su intercambio material, alteran, junto con su existencia real, su pensar y los productos de su
pensar.”

Este texto es menos fuerte de lo que parece, puesto que Marx dice “los hombres, al desarrollar su producción
material, alteran, junto con su existencia real, su pensar y los productos de su pensar”. Trátese pues de una historia
de sombras.

La afirmación de Marx fluctúa entre una perogrullada según la cual la gente primero vive y luego habla, piensa, etc, y
una falacia según la cual no hay, por ejemplo, historia del arte, para no hablar de una historia de la religión. La
perogrullada es la famosa afirmación: “La vida no está determinada por la conciencia, sino que la conciencia está
determinada por la vida”. Si llamamos conciencia a la capacidad de proyectar objetos, de organizar un mundo
subjetivo en la representación; se trata pues de todo el mundo fenoménico tal como es mentalmente estructurado.
Por ejemplo, cuando Freud habla de conciencia se trata de la prueba de realidad. Marx sostiene que la prueba de
realidad no es algo autónomo sino que antes bien es parte de todo el proceso del individuo viviente. Al analizar el
contraste de la vida determinada por la conciencia y la conciencia determinada por la vida, Marx dice: “En el primer
método del enfoque, el punto de partida es la conciencia tomada como el individuo vivo; en el segundo método, que
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se atiene a la vida real, son los individuos vivos reales mismos y la conciencia se considera solamente como
conciencia de ellos”

La teoría intenta encuentra una posición de equilibrio en la famosa proposición de Engels según la cual la situación
económica es en última instancia la causa, pero la superestructura también obra sobre la infraestructura. Así
mantiene la autonomía de las esferas ideológicas y se afirma la primacía de lo económico.

Que la ideología abarca mucho más terreno que la religión (en el sentido de Feuerbach) está probado por el hecho
de que también la ciencia es una parte de la esfera ideológica. En el caso de la ciencia, existe la posibilidad de una
ciencia real cuando ésta tiene que ver con la vida real. La ciencia es real cuando es ciencia de la vida real; en ese caso,
la ciencia no es una representación, sino que es la presentación de la actividad práctica, del proceso práctico de los
seres humanos. Marx dice: “cuando termina la especulación en la vida real comienza la ciencia real, positiva: la
representación de la actividad práctica, del proceso práctico del proceso de los hombres”. Podemos pues referir esta
ciencia real, positiva, a lo que Marx llamó “el lenguaje de la vida real”.

Existe un lugar para una ciencia de la vida real que por lo tanto debe asumir la condición de lenguaje de la vida real,
la condición del discurso de la praxis.

Esto nos llevará a la cuestión de si podemos estructurar un concepto de praxis que tenga desde el comienzo una
dimensión simbólica, de suerte que pudiera tener y recibir su propio lenguaje. Si ese lenguaje no es ya constitutivo
de la acción, luego no podemos tener este concepto positivo de ideología. Sin embargo debemos dar cabida no sólo
a un lenguaje de la vida real, a una ciencia real, sino que también debemos dar cabida a cierta actividad lógica que se
da en relación con esa actividad, esto es, la necesidad de construir algunas abstracciones mitológicas. Debemos dejar
especio para estas abstracciones mitológicas porque todos los conceptos de una obra (en Marx la producción, las
condiciones de producción, etc.) son construcciones abstractas.

En La ideología alemana esta actividad lógica está anticipada por un lenguaje de la posibilidad de descripción misma.
Por mi parte, diría que esta aseveración tipifica la índole epistemológica de lo que Marx llamó las “premisas” de su
método materialista. Las premisas son inevitables; no podemos comenzar tan sólo mirando las cosas. Debemos
interpretar otros fenómenos y necesitamos ciertas claves para interpretarlos. Marx: “Consideradas
independientemente de la historia real, estas abstracciones no tienen ningún valor en sí mismas”.

Esto no está muy lejos de lo que Weber llamó tipos ideales. Debemos poseer ciertas nociones como fuerzas y formas,
y éstas no están dadas en la realidad, sino que son construcciones abstractas. Por eso Marx, como ideólogo de la vida
real, debe apoyarse primero en un lenguaje de la vida real; segundo en una ciencia real de la praxis, y tercero en
algunas abstracciones que le permitan construir esa ciencia. Y Marx insiste en que todos los factores deben ser
referidos a su origen que está en los seres humanos. La premisa del método de Marx son los hombres.

El concepto de conciencia es el concepto central de La ideología alemana. Marx escribió esta obra para oponerse a la
importancia asignada a este concepto. Para Marx, la conciencia no es un concepto del que debamos partir, sino que
es un concepto al que debemos llegar. La cuestión de la conciencia se plantea sólo después de haber considerado
Marx cuatro momentos anteriores: la producción de la vida material, la historia de las necesidades, la reproducción
de la vida y la cooperación de los individuos en las entidades sociales. De modo que la conciencia no es la causa, es
un efecto.

Podríamos decir que el lenguaje aparece como el cuerpo de la conciencia. “El lenguaje es tan antiguo como la
conciencia. El lenguaje, lo mismo que la conciencia, sólo nace de la necesidad, de la necesidad de intercambio con
otros hombres”.

Esto es lenguaje como discurso. Toda la descripción que hace aquí Marx del lenguaje no corresponde a una teoría de
clases sino que pertenece a una antropología fundamental porque todos los seres humanos hablan y todos ellos
tienen lenguaje. La brecha que hay entre los animales y los seres humanos (típica de los Manuscritos) puede
establecerse también aquí, sobre la base del lenguaje.

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El último concepto que debemos considerar es el de la división del trabajo, que en el texto ocupa el lugar de la
alienación. Lo que tenemos que discutir es si la división del trabajo ocupa el lugar de la alienación como un sinónimo
o como un sustituto. Entre los marxistas, esta es aún una cuestión controvertida. Este concepto en realidad
suministra el eslabón que une aquí en Marx los conceptos más o menos antropológicos y las estructuras abstractas
tales como clases y modos de producción, porque es en virtud de la división del trabajo como surgen las entidades
objetivadas. Por eso, sostengo que este concepto desempeña el papel de la alienación.

En los Manuscritos, la división del trabajo se considera más un efecto que una causa. Es principalmente el efecto del
proceso que hace abstracta la propiedad. El trabajo olvidó su poder de crear propiedad privada, y la propiedad
privada aplasta al obrero bajo su peso. El trabajo se fragmenta cuando es contratado por el capital y es contratado
para esta o aquella tarea; semejante fragmentación de las tareas del trabajo es un efecto de la abstracción de la
propiedad. La división del trabajo se convierte en el concepto central porque es la fragmentación de la actividad del
trabajo mismo. Podemos seguir la evolución desde los Manuscritos hasta La ideología alemana, si consideramos el
concepto de alienación en lo que los Manuscritos llaman su segundo estadio: la alienación de la actividad. La división
del trabajo es el sinónimo de este segundo estadio. En verdad, el problema de la división del trabajo no tendría
interés si no fuera una fragmentación del ser humano. De no ser así, la división del trabajo sería un fenómeno
meramente tecnológico: los hombres trabajan de maneras especiales, que forman parte del sistema de producción.
Sin embargo, porque el trabajo es lo que la gente hace, su actividad es lo que se divide, lo que se descompone y
fragmenta. La división del trabajo es la fragmentación de la humanidad misma como un todo. Por lo tanto, el
concepto de la división del trabajo debe entenderse desde el punto de vista de la humanidad como un todo y sobre
la base de la categoría de la totalidad.

“por fin, la división del trabajo nos ofrece el primer ejemplo de cómo la propia acción del hombre se convierte en un
poder ajeno y opuesto a él, que lo esclaviza en lugar de ser él quien lo controle. Pues tan pronto como nace la
distribución del trabajo, cada hombre tiene una esfera de actividad particular, exclusiva, que le es impuesta y de la
que no puede escapar (cazador, pescador, crítico, etc.); en tanto que en una sociedad comunista, en la que nadie
tiene una esfera exclusiva de actividad sino que cada cual se dedica a la rama que desea, la sociedad regula la
producción general y así me hace posible realizar una cosa hoy y otra mañana, cazar al alba, pescar al mediodía,
criticar después, sin llegar nunca a ser un cazador, pescador o crítico.”

Se puede ver que el concepto de alienación no ha desaparecido (como sostenían algunos autores), al contrario está
más concretamente descrito. El concepto de la división del trabajo procura una base material al concepto de
alienación. Lo que está aquí en juego es el resultado de la división del trabajo que se opone a nuestra actividad.

Lo que sugiere que el concepto de alienación desapareció en este texto, es que Marx dice: Esta “alienación” puede,
desde luego abolirse sólo si se dan dos premisas prácticas. La palabra “alienación” desaparece del vocabulario de La
ideología alemana porque es un vocablo filosófico que pertenece al mundo intelectual de Feuerbach. Un término
substituye al otro, no como una exclusión de concepto, sino como un enfoque más concreto. Todos los rasgos de
extrañamiento están presentes en el modo en que nosotros estamos divididos en nuestra actividad. Así, la alienación
que se produce en la división del trabajo es algo que nos afecta como individuos. La Ideología alemana puede
prescindir de la palabra “alienación” porque es una voz idealista, pero no niega la significación del concepto.

Las dos premisas que nombramos para que se pueda abolir la “alienación” son el desarrollo de un mercado mundial
y la constitución de una clase universal en todo el mundo. Esto basta para que Marx diga que el concepto de una
sociedad comunista no es una utopía, porque lo que caracteriza una utopía es el hecho de que ésta no da ningún
indicio de su introducción en la historia. Aquí la superación de la división del trabajo es la condición histórica
requerida.

Marx: La ideología alemana (2)

En la jerarquía de los conceptos expuestos en La ideología alemana, el concepto de la división del trabajo ocupa el
lugar asignado antes en los Manuscritos al concepto de alienación. Hasta el concepto de ideología está introducido
por el de división del trabajo. Dice Marx: “La división del trabajo sólo es realmente tal desde el momento en que se
manifiesta una división de trabajo material y trabajo mental”. La división entre vida real y representación es un caso
de la división del trabajo. De manera que este concepto tiene un campo de aplicación muy amplio. Marx continúa
29
diciendo: “A partir de este momento, la conciencia realmente puede jactarse de que es algo diferente de la
conciencia de la práctica existente, de que realmente representa algo sin representar algo real...”. El concepto de la
división del trabajo entre trabajo material y trabajo mental puede no explicar del todo el concepto de la inversión de
una imagen, pero la condición de una imagen invertida de la realidad está dada por los medios de separar la esfera
del pensamiento y la esfera de la praxis.

Reconocer la doble relación entre realidad e ideología (el hecho de que la ideología está apartada de la realidad y sin
embargo es engendrada por ésta) nos lleva a una cuestión fundamental: ¿a qué base real se reduce el proceso
ideológico? El texto parece permitir dos interpretaciones posibles. Por un lado, podemos tomar como base real las
entidades anónimas (clases, fuerzas de producción, modos de producción). Por otro lado, podemos preguntarnos si
estas entidades pueden reducirse a algo más primitivo. Tal vez sólo en el estado actual de nuestra sociedad estas
entidades tengan autonomía. En otras palabras, quizá la autonomía de la llamada condición económica general sea
un producto del estado de alienación, aun cuando no empleemos esta palabra.

Una de las dos diferentes lecturas de La ideología alemana es la que podríamos llamar interpretación estructuralista,
objetivista. Esta senda nos lleva a pensadores como Althusser para quienes el individuo desaparece por lo menos en
el plano de los conceptos fundamentales. Para alguien como Engels, no hay duda de que la relación entre realidad e
ideología es una relación entre infraestructura y superestructura y no entre individuo y conciencia. En el segundo
enfoque del texto, la base real es lo que Marx llama el individuo real que vive en condiciones definidas. Aquí la clase
es un concepto intermedio que sólo puede aislarse mediante abstracciones metodológicas, construcciones
abstractas que Marx admite que sean utilizadas por la ciencia real siempre que se tenga en cuenta que se trata de
abstracciones. Podemos resumir las alternativas de interpretación preguntándonos si conceptos como las clases son
abstracciones epistemológicas o constituyen la base real.

En la exposición de ambas alternativas seguimos primero la línea de interpretación estructuralista.

El concepto de clase gobernante es el puntal inmediato de una teoría de la ideología. De manera que desenmascarar
una ideología es descubrir y poner de manifiesto la estructura de poder que está detrás de ella. Lo que está detrás de
una ideología es, no un individuo, sino una estructura de la sociedad.

Veamos en este texto la conexión que hay entre clase gobetnante e ideas rectoras:

“Las ideas de la clase gobernante son en cada época las ideas rectoras... La clase que tiene a su disposición los
medios de la producción material tiene al mismo tiempo el control de los medios de producción mental, de suerte
que, en términos generales, las ideas de aquellos a quienes les faltan los medios de producción mental están
sometidas a ese control. Las ideas rectoras no son más que la expresión ideal de las relaciones materiales
dominantes, de las relaciones materiales dominantes concebidas como ideas...”.

No hay duda de que en este pasaje las relaciones materiales constituyen la base de la producción mental.
Adelantemos la idea que un interés dominante llega a convertirse en una idea dominante. Para Weber, todo sistema
de poder o de autoridad siempre aspira a legitimarse, así Weber die que el lugar en el que la ideología surge es en el
sistema de legitimación de un orden de poder. Así cabe preguntar si podemos entender la legitimación desde el
punto de vista de la causalidad (causalidad de la infraestructura sobre la superestructura) o si debemos expresar esa
cuestión mediante otro marco conceptual, el de la motivación. Un problema al que retornaremos luego. En el texto
citado, las ideologías son tan anónimas como su base, puesto que “Las ideas rectoras no son más que la expresión
ideal de las relaciones materiales dominantes… concebidas como ideas”. Esta conexión se las interpreta cada vez
más con el punto de vista mecanicista y no desde el punto de vista de un proceso de legitimación. De manera que un
primer argumento en favor de interpretar el texto sobre la base de entidades anónimas deriva del papel
desempeñado por el concepto de la clase gobernante considerada como el sostén de las ideas rectoras.

Un segundo argumento es el de que la posición gobernante a su vez se refiere a un factor que Marx llama el terreno
real o la base real de la historia. Esta base está expresada en una interacción entre fuerzas y formas o entre fuerzas e
intercambio. Marx examina “la forma de intercambio determinada por las fuerzas productivas existentes... forma
que a su vez determina a éstas”. De ahí que sea posible una historia de la sociedad sin mencionar a los individuos y

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recurriendo en cambio exclusivamente a las fuerzas y a las formas. Otra voz que Marx emplea para designar la base
es “circunstancias”. (..las circunstancias hacen a los hombres tanto como los hombres hacen las circunstancias.)

El marxismo ortodoxo tratará de preservar esta reciprocidad afirmando que mientras la infraestructura es en última
instancia el factor dominante, la superestructura puede también reaccionar y obrar sobre la infraestructura.

Un tercer argumento a favor de la interpretación estructuralista deriva del gran lugar asignado a las entidades
colectivas de ciudad y campo. Para Marx, la relación de ciudad y campo es un aspecto de la división del trabajo. El
propio Marx dice: “La máxima división de trabajo material y trabajo mental es la separación de la ciudad y el campo”.
Esta división puede superponerse a la división de material y mental, pues bien podemos decir que las actividades
mentalmente orientadas se concentran en la ciudad. De suerte que las dos divisiones se refuerzan recíprocamente.
Esta convergencia constituye por sí misma una razón más para interpretar la historia en el plan de un conflicto entre
ciudad y campo.

Observemos que los grandes actores de esta historia son entidades colectivas. Quizás el principal agente estructural
(junto con el proletariado como clase) es lo que Marx llama manufcatura o industria. Marx hace afirmaciones con
éstas: “Con la manufactura, las relaciones de propiedad también cambiaron rápidamente”. “La expansión del
comercio y de la manufactura aceleró la acumulación del capital móvil”. Está presente una dramaturgia de las
estructuras económicas: una estructura se derrumba y es reemplazada por otra, como el fenómeno anónimo de la
acumulación de capital móvil (concepto clave en El Capital).

Cuando Marx escribe sobre las entidades colectivas y afirma que son los actores de la historia, siempre considera que
las entidades que tienen una historia, son, no ideas, sino el tráfico, el comercio, la propiedad, el trabajo, etc. Hay una
dramatización asociada con la actividad de la manufactura o la industria.

“La industria destruyó en la medida de lo posible, la ideología, la religión, la moral, etc. Y cuando no pudo hacerlo las
convirtió en palpable mentira. Por primera vez, produjo la historia mundial, porque hizo que todas las naciones
civilizadas y todo miembro de ellas dependieran, en cuanto a la satisfacción de sus necesidades, de todo el mundo,
con lo cual quedó destruida la anterior exclusividad natural de las naciones separadas. La gran industria hizo que la
ciencia natural se subordinara al capital… Destruyó el crecimiento natural en general… Completó la victoria de la
ciudad sobre el campo… creó en todas partes las mismas relaciones entre clases de la sociedad… “

La gran industria, una estructura sin rostro, es el actor histórico. Hasta la división del trabajo, presentada antes como
una fragmentación del ser humano, se manifiesta ahora como un aspecto de la estructura industrial de clases.

“La división del trabajo, se manifiesta también en la clase gobernante como la división de trabajo mental y trabajo
material, de manera que dentro de esta clase parte de ella aparece como los pensadores de la clase (ideólogos
activos, pensantes) en tanto que la actitud de los demás es más pasiva y receptiva”

Una cuarta aseveración a favor de la interpretación estructuralista del texto es: la necesidad de la lucha política pone
el acento en conflictos, no entre individuos, sino entre clases. Aquí el concepto del proletariado aparece como una
entidad colectiva. En la medida en que el proletariado se convierte en el segundo agente histórico importante, junto
con la industria, podemos describir la historia como el conflicto entre la gran industria y el proletariado, sin
mencionar a los individuos y recurriendo tan sólo a las estructuras y formas.

Una revolución es una fuerza histórica y no una producción consciente. Toda conciencia de la necesidad de un
cambio tiene el sostén de una clase “una clase que forma la mayoría de los miembros de la sociedad y de la cual
emana la conciencia de que es necesaria una refolución fundamental”.

Podemos finalizar esta interpretación estructural del texto con una quinta y última característica: la decisión
metodológica de interpretar la historia, no de conformidad con la propia conciencia de la historia, sino de acuerdo
con la base real. La afirmación de que los historiadores no deben compartir las ilusiones de la época estudiada está
expuesta en varios pasajes. El texto siguiente es un ejemplo de la crítica de Marx:

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“Los representantes de esta concepción [clásica] de la historia sólo fueron capaces de ver en la historia acciones
políticas de príncipes y Estados, luchas religiosas y teóricas de todas clases, y particularmente en cada época histórica
compartieron la ilusión de esa época. Por ejemplo, si una época se imagina que está movida por motivos puramente
ˊpolíticosˋ o ˊreligiososˋ, aunque la ˊreligiónˋ y la ˊpolíticaˋ son sólo formas de sus verdaderos motivos, el historiador
acepta esta opinión”.

Al escribir sobre las acciones políticas de príncipes y Estados y sobre las varias luchas religiosas y teóricas, el enfoque
clásico trata sólo la superficie de la historia. Los historiadores fracasan cuando albergan las ilusiones de la época
examinada. No compartir la ilusión de una época es precisamente mirar detrás de esa ilusión, como dicen los
alemanes, preguntar sobre lo que está detrás de lo ostensible.

Reservé para el final la afirmación más significativa en apoyo de la interpretación estructural de este texto: “De
manera que todas las colisiones producidas en la historia tiene su origen, a nuestro juicio, en la contradicción entre
las fuerzas productivas y la forma de intercambio”. Esta aseveración define lo que habrá de llegar a ser la posición
clásica del marxismo ortodoxo. La fuerzas productivas cambian con el desarrollo técnico, pero las formas de
intercambio se resisten y se mantienen. Esta resistencia también se da en el sistema de ideas injertado en esas
estructuras. Se crea una situación revolucionaria cuando este conflicto, esta contradicción, entre fuerzas productivas
y formas de intercambio llega a una tención próxima al punto de ruptura.

Tras la interpretación objetivista de algunas partes del texto, nos referimos ahora a aquellas partes en que se
considera a los individuos reales situados en sus condiciones como la base última. El propio Marx suministra los
instrumentos para llevar a cabo una crítica interna de todo enfoque que considere factores explicativos últimos
categorías tales como la clase gobernante. Recordemos las palabras con que Marx inicia su discusión: “Las ideas de la
clase gobernante son en cada época las ideas rectoras...”. Pero para Marx, este vínculo entre clase gobernante e idea
rectora no es mecánico; no es una imagen especular, como un eco o un reflejo. Esa relación exige un proceso
intelectual propio.

“Cada nueva clase que se coloca en el lugar de una clase gobernante anterior, se ve obligada para alcanzar su fin a
representar sus propios intereses como los intereses comunes de todos los miembros de la sociedad, es decir,
expresados en una forma ideal: esa clase tiene que dar a sus ideas la forma de la universalidad y representarlas como
las únicas ideas racionales, universalmente válidas”.

Aquí se produce un cambio en las ideas mismas. Se produce un proceso de idealización, puesto que una idea
vinculada con un interés particular debe aparecer como una idea universal. Esto significa que también se produce un
proceso de legitimación que aspira a la aceptación por parte del resto de la sociedad. De manera que hay implícito
un verdadero trabajo mental en la transposición de intereses particulares a intereses universales.

Esta transposición no sólo exige un verdadero esfuerzo mental, sino que puede desarrollarse en una serie de
diferentes maneras. De suerte que el modo en que un interés está representado en un sentido ideal es en realidad el
compendio de un complejo proceso mental.

Hay muchos eslabones intermedios entre una cruda afirmación de un interés y la forma refinada de un sistema
filosófico o teológico. Parece tener más sentido interpretar la relación entre un interés y su expresión en ideas si nos
valemos de un sistema de legitimación. Si utilizamos este marco conceptual, debemos introducir la idea de motivo y
también el papel de los agentes individuales que tienen motivos, porque un sistema de legitimación es un intento de
justificar un sistema de autoridad. El proceso es una compleja interacción de pretensiones y creencias, pretensiones
por parte de la autoridad y creencias por parte de los miembros de la sociedad.

Consideremos ahora el papel de la clase, ¿qué entiende Marx por clase?, ¿hasta qué punto la clase es una categoría
última? Marx sugiere que la clase tiene una historia propia, y que su autonomía respecto de los individuos es un
proceso similar al que aísla las ideas de su base. Podemos decir que una teoría de la historia que emplea el concepto
de clase como causa última es en realidad víctima de la ilusión de la autonomía, exactamente como el ideólogo cae
víctima de la ilusión de la independencia de las ideas. Marx dice: “Los individuos separados forman una clase
solamente cuando deben entablar una lucha común contra otra clase”. Aquí se presenta una genealogía por lo que
en otro tipo de discurso es un factor último. Dos discursos están entretejidos, uno para el que la clase es el agente
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histórico, y el otro para el que se produce una reducción antropológica o una genealogía de la entidad sociológica. El
mismo proceso que separa las ideas de la vida real separa la clase del individuo.

“Por otro lado la clase alcanza una existencia independiente frente a los individuos, de suerte que estos encuentran
ya determinadas sus condiciones de existencia y su clase les asigna su posición en la vida y su desarrollo personal; los
individuos quedan absorbidos en la clase. Este es el mismo fenómeno que el sometimiento de los individuos
separados a la división del trabajo y sólo pueden ser liberados por la abolición de la propiedad privada y del trabajo
mismo.. Esta absorción de los individuos en la clase conlleva el sometimiento de los individuos a todas las clases de
ideas, etc.”

Por lo tanto, la clase tiene una historia. Marx habla de la clase como una circunstancia o condición. Las condiciones y
circunstancias siempre se refieren a los individuos que se encuentran en tales situaciones. Así, debemos aplicar la
misma reducción de clase a individuo que la reducción de ideología a clase; una reducción antropológica presta
sostén a la reducción económica. Está implícita una reducción antropológica en la continua aseveración de Marx de
que los individuos reales son queines entran en relaciones.

Marx hace una interpretación antropológica de la estructura de la clase. En realidad, el argumento de Marx es aun
más vigoroso. Sostener que el objetivo de la revolución comunista es abolir las clases presupone que la clase es, no
una estructura inviolable y dada, sino más bien un producto de la historia. Así como fue creada, la clase puede ser
también destruida. La idea de la abolición de las clases tiene sentido únicamente si la clase es, no un factor histórico
irreductible, sino el resultado de una transformación de poderes personales en poderes objetivos. “La
transformación (por obra de la división del trabajo) de poderes personales (relaciones) en poderes materiales no
puede eliminarse desechando la idea general de ella del espíritu de uno, sino que sólo puede ser abolida por los
individuos al volver a someter estos poderes materiales a sí mismos y al abolir la división del trabajo”. Las verdaderas
víctimas de la división del trabajo, de la estructura de clases, son los individuos. Los individuos pueden acometer el
proyecto de abolir la estructura de clases y la división del trabajo porque se trata de sus propios poderes personales
que se transformaron en poderes materiales. Las clases y la división del trabajo son manifestaciones de esos poderes
materiales que constituyen la transformación de nuestro poder personal.

Marx amplifica este argumento diciendo: “Los individuos siempre contaron con sí mismos, pero naturalmente con sí
mismos dentro de sus condiciones históricas y relaciones históricas dadas, no con el individuo puro en el sentido de
los ideólogos” Podemos ver que la brecha entre el joven Marx y el Marx clásico está, no en la abolición del individuo,
sino por el contrario en el surgimiento del individuo partiendo del concepto idealista de conciencia. La ruptura es la
brecha entre la conciencia y el individuo real, no entre el ser humano y las estructuras.

Si situamos la brecha de esta manera, apreciamos mejor que la división del trabajo es perturbadora porque se trata
de una división dentro del individuo.

La división del trabajo es problemática sólo porque nos divide a cada uno de nosotros en dos partes: una parte es
nuestra vida interior, y la otra lo que damos a la sociedad, a la clase, etc. “La división entre el individuo personal y el
individuo de la clase (la naturaleza accidental de las condiciones de vida del individuo) aparece sólo con el
surgimiento de la clase, que es ella misma un producto de la burguesía”. Esta aseveración puede leerse como
estando de acuerdo con los dos enfoques interpretativos del texto. La división dentro del individuo está engendrada
por la clase, pero la clase misma está engendrada por la fisura producida en el interior del individuo, una división
entre las partes personales y las partes de la clase de la existencia individual. De manera que la línea divisoria pasa a
través de cada individuo.

La afirmación de sí mismas de las personas como individuos es fundamental para comprender el proceso de
liberación, de abolición. La liberación es la afirmación del individuo contra las entidades colectivas. La motivación
fundamental de la revolución es la afirmación del individuo.

“De manera que, mientras los siervos refugiados sólo deseaban ser libres para desarrollar y afirmar aquellas
condiciones de existencias que ya estaban presentes y, por lo tanto, sólo deseaban llegar al trabajo libre, los
proletarios, si han de afirmarse a sí mismos como individuos, tendrán que abolir las condiciones de su existencia
hasta aquí..., es decir, el trabajo [remunerado con salarios]. Así se encuentran directamente en oposición a la forma,
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en que hasta aquí los individuos, de los cuales consiste la sociedad, se dieron a sí mismos expresión colectiva, esto es,
el Estado. Por lo tanto, para afirmarse a sí mismos como individuos deben derrocar el Estado”.

Lo que está en tela de juicio es, no sólo la motivación de los proletarios, sino también la forma de su asociación. Marx
considera la posibilidad de un partido que sea no una máquina, una burocracia sino una unión libre. La idea de
individuos unidos es una constante en el texto. Marx dice que si en el proceso del trabajo los obreros son sólo
dientes de engranajes y obran como individuos de una clase, cuando se reúnen con sus camaradas lo hacen como
individuos reales. Cuando entran en esta otra relación se sustraen a la relación de clase.

“… la relación comunal en que entraban los individuos de una clase, relación que estaba determinada por sus
intereses comunes frente a una tercera parte, era siempre una comunidad a la que esos individuos pertenecían sólo
como individuos de término medio, sólo en la medida en que vivían dentro de las condiciones de existencia de su
clase, una relación en que ellos participaban no como individuos sino como miembros de una clase. Con la comunidad
de los proletarios revolucionarios, por otro lado, que toman bajo su control sus condiciones de existencia y las de
todos los miembros de la sociedad, ocurre exactamente lo inverso; los individuos participan de la sociedad como
individuos”

La aparente autonomía de la clase se manifiesta porque este modo de relación es abstracto: un obrero trabaja y se le
paga sobre la base de una relación estructural anónima. La asociación libre es la respuesta que da Marx al desafío de
asociación obligatoria de la clase. Una de las relaciones del comunismo será incorporar este movimiento de la
asociación libre.

“El comunismo difiere de todos los movimientos anteriores por el hecho de echar abajo la base de todas las
anteriores relaciones de producción e intercambio y porque por primera vez trata conscientemente todas las
premisas naturales como productos de los hombres existentes hasta ahora, las despoja de su carácter natural y las
somete al poder de los individuos unidos.”

Se presta atención al poder de los individuos unidos; no se trata de entidades colectivas.

Cuando Marx dice que las fuerzas productivas son fuerzas reales sólo para los individuos, afirma la primacía de los
individuos. Ni siquiera en su condición más abstracta los individuos desaparecen, sino que por el contario se
convierten en individuos abstractos; y “sólo por este hecho están en condiciones de entrar en relación los unos con
los otros como individuos”. En virtud de esta fragmentación de todos los vínculos, cada individuo es remitido a sí
mismo y entonces es capaz de juntarse con los demás en una unión de individuos.

En la prominencia asignada a la parte de los individuos, el aspecto más importante es el desempeñado por el
concepto de la autoactividad. La autoactividad es un concepto fundamental; el énfasis puesto en él demuestra que
no hay una completa ruptura entre los Manuscritos y La ideología alemana. La autoacticidad desapareció porque es
un proceso de destrucción interna. Como vemos, el concepto de autoactividad conserva de los Manuscritos algo del
concepto de objetivación, del concepto de autocreación del ser humano. Lo que confirma la continuidad con los
Manuscritos es el hecho de que se mantiene el concepto de apropiación en La ideología alemana. “De manera que
las cosas llegaron a tomar un giro tal que el individuo debe apropiarse de la totalidad existente de las fuerzas
productivas”. La palabra “alienación” puede haber desaparecido del texto, pero el término “apropiación” sobrevivió
a este cambio. Marx abandonó la palabra “alienación” porque ésta correspondía demasiado al lenguaje de la
conciencia y de la autoconciencia, que ahora parece un vocabulario idealista. Pero cuando aquel concepto es
reemplazado por la estructura básica de la autoafirmación de los individuos, el designio no idealista del concepto
puede pues recuperarse. En realidad, todos los conceptos de los Manuscritos, encapsulados antes más o menos en
una ideología de la autoconciencia, son recuperados ahora a favor de una antropología de la autoafirmación, de la
autoactividad. Todos los argumentos de Marx tienen aquí sus raíces en este movimiento de la autoactividad, de la
pérdida de la autoactividad y de la apropiación de la autoactividad.

Marx caracterizaba la abstracción del individuo de todo condicionamiento social al insistir en la subordinación del
individuo a la división del trabajo, concepto que en La ideología alemana desempeña la parte que el concetpo de
alienación desempeñaba en los Manuscritos. La división del trabajo cumple el mismo papel que la alienación porque

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tiene la misma estructura, sólo que ya no está expresada en el lenguaje de la conciencia; ahora lo está en el lenguaje
de la vida. El concepto de autoactividad reemplazó al concepto de conciencia.

Si este análisis es correcto, resulta completamente equivocado llegar a la conclusión de que ahora quedan excluidas
entidades tales como el “hombre”, la especia y la conciencia para dar prioridad a los conceptos de clases, fuerza y
formas. Se trata de una equivocación porque estas últimas entidades son objetivas precisamente al estadio de la
división del trabajo.

Una vez más, un difícil problema planteado por La ideología alemana es el de la correcta relación entre las dos
lecturas, la reducción antropológica o genealogía y la explicación económica; estas lecturas corren en planos
paralelos sin llegar a cortarse en su intersección. Atendiendo a las diferentes clases de interpretación nos referimos
ya sea a los individuos, ya sea a la clase. Hay reglas metodológicas para aplicar este o aquel juego de lenguaje de
clases: el juego de lenguaje del individuo real o el juego de lenguaje de las clases, de las fuerzas y de las formas. Pero
eliminar la antropología en favor del lenguaje económico es suponer que el estado actual de cosas es insuperable.

Veamos el único punto del texto (La ideología alemana) donde se emplea la palabra “superestructura”: “La sociedad
civil como tal, sólo se desarrolla con la burguesía; la organización social evoluciona directamente partiendo de la
producción y el comercio, que en todas las épocas forma la base del Estado y del resto de la superestructura
idealista…”. La superestructura idealista corresponde a lo que he llamado el juego de lenguaje de las fuerzas
productivas a diferencia del juego del lenguaje de los individuos vivos, reales, que viven en ciertas condiciones. Aquí
el gran descubrimiento de Marx es la compleja noción del individuo que vive en condiciones definidas porque la
posibilidad de la segunda interpretación está implícita en la primera.

Henry dice que sobre la base de la relación entre “esfuerzo y resistencia” (un esfuerzo se relaciona siempre con una
resistencia) podemos pasar sin contradicción a emplear el lenguaje objetivo de la historia de las condiciones que
ahora obran independientemente como agentes y fuerzas históricas reales. Si logramos relacionar correctamente
estos dos planos, ya no tenemos dos lecturas, sino que tenemos más bien una lectura dialéctica de los conceptos de
fuerzas históricas y de individuos reales. Sin embargo no estoy tan seguro de que puedan alcanzarse tan fácilmente
las conexiones a que apunta Henry. Hay cabida para muchas interpretaciones de Marx.

Si la línea divisoria, por lo menos en el joven Marx, corre entre praxis e ideología, la línea divisoria posterior corre
entre ciencia e ideología. La ideología se convierte en lo contrario de la ciencia y no en la contrapartida de la vida
real. La importancia de esta posición puede tener que ver con la constitución del cuerpo marxista de doctrina
entendido como cuerpo científico o por lo menos con la pretensión de serlo. Ese cuerpo es contrario a la ideología.
Cuando el marxismo se convierte en cuerpo científico, éste constituye lo contrario a la ideología.

Tema 3. Ideología y Sociología del Conocimiento: Mannheim

Mannheim

Nuestra discusión sobre Ideología y utopía de Karl Mannheim se concentra en los capítulos titulados “Ideología y
utopía” y “La mentalidad utópica”. Mannheim tiene interés por dos razones. En primer lugar, fue quien por primera
vez reunió la ideología y la utopía dentro de la problemática general de la incongruencia. Observó que hay dos
maneras en que un sistema de pensamiento puede ser incongruente respeto de la tendencia general de un grupo o
sociedad: o bien aferrándose al pasado, lo cual representa cierta resistencia al cambio, o bien dando un salto hacia
delante, lo cual constituye una clase de estímulo del cambio.

El segundo mérito de Mannheim es haber tratado de ampliar el concepto marxista de ideología hasta convertirlo en
un concepto desconcertante porque incluye el concepto que afirma la ideología. Mannheim lleva bastante lejos la
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idea de la participación personal del autor en su concepto de ideología. Esta interacción conduce a lo que se ha
llamado la paradoja de Mannheim. Mannheim lleva el concepto de ideología y la crítica de la ideología hasta el punto
en que el concepto se hace paradójico, fase que se alcanza cuando el concepto se extiende y se universaliza de
suerte que abarca a todo aquel que pretende usarlo. Mannheim sostiene que esta condición de universalización es
una condición en la que ahora estamos inevitablemente atrapados. En lenguaje de Geertz, la ideología se conviritió
en parte de su propio referente. Hablamos sobre ideología, pero nuestro discurso está atrapado por la ideología. Hay
que superar esta paradoja para poder avanzar. Debeos preguntarnos si puede continuar manteniéndose la polaridad
de ideología y ciencia o si debe ser sustituida por otra perspectiva.

Al examinar la contribución de Mannheim a esta cuestión consideramos tres puntos: 1) el proceso de generalización
que engendra la paradoja; 2) la transferencia de la paradoja al campo de la sociología del conocimiento; y 3) el
intento de Mannheim de superar la paradoja en este nivel. En cuanto al primer punto, cuando examinamos el
desarrollo histórico de la ideología como tema, el concepto marxista de la ideología se manifiesta sólo como una fase
del proceso de generalización. Mannheim dice: “... si bien el marxismo contribuyó mucho a la formulación original
del problema, tanto el vocablo como su significación se remontan en la historia mucho más allá del marxismo...”.
Sostiene que hay una larga historia de la sospecha de la falsa conciencia y que el marxismo es sólo un eslabón de esta
larga cadena.

Históricamente Mannheim rastrea el problema de la falsa conciencia hasta llegar al concepto del falso profeta
contenido en el Antiguo Testamento. El origen religioso de la sospecha es la cuestión de quién es el profeta
verdadero y quién es el falso. Para Mannheim, ésta fue la primera problemática ideológica de nuestra cultura. En la
cultura moderna, Mannheim cita a Bacon y Maquiavelo como precursores de la concepción de la ideología.
Seguramente los conceptos de superstición y prejuicio, propios de la Ilustración, constituyen también importantes
eslabones de esta cadena.

Mannheim insiste en el papel desempeñado por Napoleón en estas fases premarxistas. Napoleón creó la
significación despectiva del término; en un sentido difamatorio llamó ideólogos a los adversarios de sus ambiciones
políticas. El héroe de la acción llama ideológico un modo de pensamiento que pretende ser sólo una teoría de ideas,
y la teoría es irreal con referencia a la práctica política. La ideología es primero un concepto polémico y en segundo
lugar un concepto que rebaja al adversario, que aparece desacreditado desde el punto de vista del héroe de la
acción.

Mannheim no desarrollo el tema ya que su perspectiva es el punto de vista del espectador o del observador, pero es
importante que nos demos cuenta de que en la discusión de la ideología se introduce un “criterio político de la
realidad”. Tal vez cuando denunciamos algo como ideológico estamos metidos en cierto proceso de poder, de
aspiración de poder.

Lo específico de la contribución de Marx al desarrollo del concepto de ideología, dice Mannheim, es una concepción
más general que la de la orientación psicológica del término. La ideología ya no es sólo un fenómeno psicológico
relativo a los individuos, ya no es una deformación como la mentira, en un sentido moral, o como el error en un
sentido epistemológico. Es en cambio la estructura total del espíritu característico de una formación histórica
concreta, incluso de una clase. Este era para Marx el aspecto esencial de la ideología. Para expresar los enfoques
psicológios y general de la ideología, Mannheim recurre al poco feliz vocabulario de concepción “particular” y
concepción “total”, y esto ha creado muchos equívocos. Lo que quiere decir Mannheim es, no que un enfoque sea
particular, sino que es propio del individuo. La concepción total incluye toda una visión del mundo, sustentada por
una estructura colectiva.

La segunda contribución de Marx, afirma Mannheim, consiste en haber visto que si la ideología no es un mero
fenómeno psicológico (una deformación individual) desenmascararla requiere un método de análisis específico: una
interpretación atendiendo a la situación que ocupa en la vida aquel que la expresa. Este método indirecto es típico
de la crítica de la ideología. Pero Mannheim afirma que ese descubrimiento desbordó el esquema marxista porque la
sospecha se aplica ahora, no a un grupo específico o a una clase específica, sino a todo el marco teórico de referencia
en una reacción en cadena que no puede detenerse. Lo que nos obliga a llevar el proceso más allá de la fusión de lo
particular y lo total es el derrumbe de un criterio común de validez. Es una situación de colapso intelectual.

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La intuición de esta situación es el punto de vista más importante del libro de Mannheim. En nuestra cultura no
existe un criterio común de validez. Es como si perteneciéramos a un mundo espiritual con sistemas de
pensamientos fundamentalmente divergentes. No se trata tanto de que tengamos intereses opuestos, se trata de
que ya no tenemos los mismos supuestos para aprehender la realidad. El problema no es un fenómeno económico;
el problema no se debe a que haya lucha de clases, sino que deriva de que nuestra unidad espiritual se ha roto.

El problema se plantea en el nivel del marco de pensamiento espiritual e intelectual. De manera que el concepto
posmarxista de ideología expresa una crisis que se da en el nivel del espíritu mismo. Vivimos espiritualmente en una
situación de visiones del mundo que están en conflicto y que son, las unas para las otras, ideologías. Cuando ya no
existe un terreno común yo soy otro entre otros. Debemos reconocer que esas diferencias no son meramente
“particulares” (individuales), sino que representan un “modo de aprehender la estructura del mundo intelectual”. En
definitiva se trata de cierta enfermedad espiritual.

Mannheim llama posmarxista a esta concepción de la ideología porque ya no podemos aceptar, que exista una
conciencia de clase que no sea ideológica ella misma, como lo sostiene Marx. Para Mannheim el proceso de
desintegración ha avanzado tanto que las conciencias de clase están envueltas en el proceso destructor de
descomposición. En la evolución de la sociedad humana falta un centro. Como en ninguna parte hay verdadera
universalidad, ningún grupo puede pretender ser el portador de la universalidad. Está ausente del libro la noción de
una clase poseedora de una conciencia universal. Mannheim la niega en silencio. Por otro lado, Mannheim sitúa la
ideología de clases entre otros modos de relatividad histórica y lo hace sin asignar a un determinada clase una
función que la eximiría del proceso. Este escepticismo relativo al concepto de conciencia de clases es un componente
decisivo de Ideología y utopía y seguramente por este punto por el que los marxistas rechazan el libro. El marxismo
no procura un nuevo centro; es solo una parte del cuadro y una fase del proceso de desintegración, proceso que
absorbió la conciencia de clase.

Mannheim dedica varios pasajes al mérito que tuvo el marxismo en cuanto a acelerar el proceso, aunque no para
generarlo o detenerlo: “Fue la teoría marxista la que primero logró una fusión de la concepción particular y de la
concepción total de la ideología”. Recordemos que una concepción particular es un hecho local, en tanto que una
concepción total se da cuando se concibe la ideología, no como una doctrina entre otras, sino como toda la
estructura conceptual misma. Mannheim continúa diciendo:

“Fue esta teoría la que primero dio debido énfasis al papel de la posición de la clase y de los intereses de la clase en el
pensamiento. Debido en gran medida al hecho de que se originó en el hegelianismo, el marxismo logró ir más allá del
mero nivel psicológico del análisis y plantear el problema en un marco filosófico más comprensivo. El concepto de
ˋuna falsa concienciaˊ adquirió así una nueva significación”.

Mannheim atribuye al marxismo no sólo la generalización del concepto de ideología (en el sentido de que lo afectado
es una visión del mundo), sino también la conjunción de dos criterios, un criterio teórico (la crítica de las ilusiones) y
un criterio práctico (la lucha de una clase contra otra). Recordemos los orígenes del concepto en Napoleón.

El marxismo no suministra un concepto teórico de ideología; el concepto que da es teoricopráctico. Mannheim dice:

“El pensamiento marxista asignó tan decisiva importancia a la práctica política, así como a la interpretación
económica de los acontecimientos, que estos dos fenómenos se convirtieron en los criterios últimos para aislar lo que
es mera ideología de aquellos elementos mentales que corresponden más inmediatamente a la realidad. En
consecuencia, no debe asombrar el hecho de que la concepción de la ideología sea generalmente considerada como
una parte integrantes del movimiento porletario marxista y hasta sea identificada con éste”.

Esta es una declaración importante. Decir que algo es ideológico no es nunca un mero juicio teórico, pues implica
cierta práctica. El texto más importante de Mannheim sobre el marxismo sigue al párrafo antes citado:

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“Pero en el curso de los más recientes fenómenos intelectuales y sociales… ya se pasó esta fase. Ya no es el privilegio
exclusivo de los pensadores socialistas rastrear el pensamiento burgués hasta sus fundamentos ideológicos para
desacreditarlo. Hoy en día grupos de todas las posiciones utilizan esta arma contra todos los demás. Estamos
entrando en una nueva época del desarrollo social e intelectual”

Según Mannheim debemos ir más allá del marxismo para envolvernos en este proceso ideológico que lo penetra
todo. El mérito del marxismo es único, pero su concepto de ideología ha sido reemplazado por el proceso mismo de
expansión y difusión de la ideología que el marxismo apresuró.

Mannheim trata esta paradoja en el marco de una sociología del conocimiento. Creía que una sociología del
conocimiento podría superar las paradojas de la acción y desempeñar el papel de un sistema hegeliano, si bien de
una manera más empírica. La idea es esta: si podemos dar una descripción exacta de todas las fuerzas de la sociedad,
estaremos en condiciones de situar cada ideología en lugar correcto. Comprender el todo nos salva de las
implicaciones del concepto. Esta sociología del conocimiento nunca logró convertirse realmente en una ciencia ni
alcanzó pleno desarrollo. Sin embargo, sus implicaciones pueden ser aun más importantes. Dicha sociología exige
que la posición del sociólogo sea una especie de punto cero: el sociólogo no interviene en el juego sino que es un
observador y por lo tanto no tiene ningún lugar en la partida. Pero esta posición es paradógica porque ¿cómo puede
ser posible mirar la totalidad del proceso si todo está en una situación de mutua acusación? El intento de Mannheim
de supera esta paradoja quizás fue el fracaso más honesto de la teoría. Mannheim se propone hacer que la
sociología del conocimiento supere la teoría de la ideología hasta el punto de que esta teoría quede atrapada en la
circularidad de su argumento.

Veamos como procede Mannheim. Mannheim parece adoptar una posición no valorativa. “Con el surgimiento de la
formulación general de la concepción total de ideología, la teoría simple de la ideología se desarrolla y se convierte
en la sociología del conocimiento”. Lo que fuera el arma de un partido se transforma en un método de investigación,
y el sociólogo es el observador absoluto que emprende la indagación. Sin embargo, la imposibilidad de un
observador absoluto constituye el punto débil de la argumentación. Recurrir a un juicio no valorativo implica intentar
de nuevo el enfoque de anteriores sociólogos alemanes en lo que se refiere a la posibilidad de juicios libres de
valoración. “La tarea de un estudio de la ideología, que trate de verse libre de juicios de valor, consiste en
comprender la estrechez de cada punto de vista individual y la interacción entre estas actitudes distintivas en el
proceso social total”. El sociólogo contempla el mapa de las ideologías y observa que cada ideología es estrecha, que
cada una representa cierta forma de experiencia. El juicio del sociólogo no es valorativo porque el sociólogo no hace
uso de las normas pertenecientes a alguno de estos sistemas. Pero precisamente aquí está el problema, porque
juzgar es usar un sistema de normas y cada sistema de normas es, en cierto sentido, ideológico. En todo caso, en esta
primera fase de la investigación, el sociólogo advierte la presencia de esta o aquella ideología, y no hace más que
establecer correlaciones entre pensamientos y situaciones. Se trata de un procedimiento de enumeración y
correlación.

El juicio no valorativo debe aceptarse como una primera fase. El momento no valorativo es un momemento
escéptico, es la fase en al cual observamos las cosas. Nuestra honestidad intelectual implica la pérdida del concepto
de verdad que, según se suponía, gobernaría el proceso conceptual mismo.

El intento de Mannheim de desarrollar un concepto no valorativo de la ideología establece su bien conocida


distinción entre relacionismo y relativismo. Fue su desesperado intento de demostrar que él no era un relativista.

Mannheim procura decir que si podemos ver cómo los sistemas de pensamiento están relacionados con estratos
sociales y si también podemos correlacionar las relaciones entre diferentes grupos que están en competencia, luego
el cuadro es, no ya relativista, sino relacionista. Dice Mannheim que ser relativista es conservar un modelo de verdad
antiguo, atemporal. Pero si hemos abandonado este modelo de verdad, nos dirigimos hacia un nuevo concepto de
verdad que es el sentido de la correlación de cambios que están en relación recíproca.

¿Cuál es, según Mannheim, el nuevo tipo de verdad que puede surgir? Damos los primero pasos de esta senda
cuando reconocemos que que si el relacionismo implica que “todos los elementos de significación de una situación
dada se refieren los unos a los otros”, la situación es, no simplemente de correlación, sino de congruencia. En todo
momento de la historia ciertas posiciones son congruentes, compatibles, apropiadas. Discernir la diferencia entre
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correlación y congruencia nos procura el paso de transición que va del concepto no valorativo de la ideología a un
concepto valorativo, y por lo tanto también nos procura la base de un nuevo concepto de verdad. La fase no
valorativa del análisis es sólo provisional.

El paso a un concepto valorativo está implícito en el no valorativo en la medida en que este último es ya un arma
contra el dogmatismo intelectual. El concepto mismo de relativismo supone una oposición y una lucha contra el
dogmatismo. Mannheim sabe que no puede mantener una posición fuera o por encima de la partida total; cada uno
es inevitablemente parte de la partida. Esta referencia del análisis al analista suministra lo que Mannheim llama un
“supuesto epistemológico valorativo”, algo que va no sólo contra el dogmatismo sino también contra el positivismo.
Nadie puede ser un mero pensador descriptivo.

Se un estricto empirista es en realidad imposible, porque si uno no tiene preguntas que hacer, no busca nada y no
recibirá ninguna respuesta. No puede uno pretender ser un observador meramente empírico de las ideologías
porque hasta ese punto de vista, supuestamente no valorativo, entra dentro de la ideología de la objetividad, que es
ella misma parte de cierto concepto de verdad.

Vuelve a plantearse la cuestión: ¿qué clase de nuevo criterio para un punto de vista valorativo puede emerger
después del derrumbe de todos los criterios objetivos, trascendentes, empíricos? Esta cuestión pude tener solución
sólo para quien ya no oponga a la historia verdades últimas sino que trate de hallar significación en el mismo proceso
histórico. Este es el desesperado intento de Mannheim para que la historia suministre los criterios que ya no puede
suministrar el método trascendental o el método empírico. “La circunstancia de que no encontremos situaciones
absolutas en la historia indica que la hisotria es muda y carente de sentido sólo para quien no espera aprender nada
de ella…”. Debemos abandonar la posición del observador absoluto y lanzarnos a los movimientos de la historia
misma. Así será posible un nuevo diagnóstico: el pundo de vista de la congruencia, el sentido de lo que es
congruente en cierta situación.

“El paso a un punto de vista valorativo se necesita desde el comienzo mismo por la circunstancia de que la historia
como historia es ininteligible a menos que se hagan resaltar algunos aspectos en contraste con otros. Esta selección y
acentuación de ciertos aspectos de la totalidad histórica puede considerarse el primer paso en la dirección que en
última instancia conduce a un proceso valorativo y a juicios ontológiocos”

¿Por qué llama Mannheim ontológicos a estos juicios? Parece extraño porque Mannheim abandonó una posición
trascendente. Pero hay que tomar decisiones acerca de lo que es real; debemos distinguir lo verdadero de lo que no
lo es, dice Mannheim, a fin de combatir la falsa conciencia.

En la discusión de Mannheim sobre la falsa conciencia, el concepto clave es lo inadecuado, lo inapropiado, lo


incongruente. El peligro de la falsa conciencia debe enfrentarse determinando “cuáles de todas las ideas corrientes
son verdaderamente válidas en una situación dada”, y las incongruentes son aquellas que no son válidas. El concepto
de lo incongruente nos indica la relación entre ideología y utopía. Un modo de pensamiento es incongruente en una
de dos maneras; queda detrás de una situación dada o se adelanta a ella. Ambas modalidades de incongruencia
pugnan constantemente la una contra la otra. En ambos casos, dice Mannheim, “la realidad que ha de comprenderse
queda deformada y oculta”.

“Teorías, normas y modos de pensamiento anticuados e inaplicables”, dice Mannheim, “suelen degenerar en
ideologías cuya función consiste en ocultar la verdadera significación de la conducta, en lugar de revelarla”.
Mannheim da tres ejemplos de esta incompatibilidad entre las tendencias de una sociedad y un sistema de
pensamiento. El primer ejemplo es el de la iglesia medieval tardía que condenaba el interés en los préstamos. Esta
prohibición fracasó porque era inadecuada a la situación económica, especialmente con el surgimiento del
capitalismo. La prohibición fracasó, no como juicio absoluto sobre los préstamos de dinero, sino a causa de su
incompatibilidad con la situación histórica. El segundo ejemplo es el siguiente:

“Como ejemplos de falsa conciencia que asume la forma de una incorrecta interpretación de uno mismo y de su
papel, podemos citar aquellos casos en que la persona trata de encubrir sus relaciones ˊrealesˋ ante sí misma y ante
el mundo, y de falsear ante sí misma los hechos elementales de la existencia humana al deificarlos o idealizarlos

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románticamente, en suma, recurriendo al expediente de escapar de sí misma y al mundo, con lo cual se producen
falsas interpretaciones de la experiencia...”.

Mannheim dice que este es un intento “de resolver conflictos y mitigar ansiedades recurriendo a principios
absolutos”. El tercer ejemplo de incongruencia es el más llamativo, es el caso de un propietario rural “cuya
propiedad ya se ha convertido en una empresa capitalista” y que sin embarga trata de conservar una relación
paternalista con sus empleados. El sistema de pensamiento de este propietario rural es inadecuado a la situación en
la cual el hombre es en realidad un capitalista.

La incongruencia es una discordancia entre los que decimos y lo que en realidad hacemos. Pero, ¿cuáles son los
criterios para determinar esta falta de congruencia? ¿quién es el juez que determine la verdad tocante a esta
congruencia? He aquí el enigma. Necesitamos un observador de la incongruencia y este distante e independiente
observador puede sólo afirmar que “toda idea debe ser sometida a prueba por su congruencia con la realidad”. Pero,
¿qué es la realidad y para quién? La realidad incluye toda clase de apreciaciones y juicios de valor. La realidad no está
constituida sólo por objetos, sino que comprende a los seres humanos y su pensamiento. Nadie conoce la realidad
fuera de la multiplicidad de maneras en que está conceptualizada, puesto que la realidad siempre está metida en un
marco de pensamiento que es él mismo una ideología. Aquí Mannheim parece retornar a un concepto no valorativo
tanto de la realidad como de la ideología, precisamente para poder juzgar lo que es congruente y lo que no lo es.
Esta fase da cuenta de la dificultad en la que se ve enmarañado. Cada paso que avanza parece vovler a introducir la
contradicción. Deseamos evaluar la congruencia entre un pensamiento y una situación, pero el juicio sobre la
congruencia exige un acto no valorativo.

Lo que comprobamos es que el presunto juicio sobre lo congruente o lo incongruente entre un “modo tradicional de
pensamiento y los nuevos objetos de experiencia” plantea tantos problemas como los que resuelve. Nos
encontramos atrapados en una especie de tornado, estamos envueltos en un proceso que se frustra a sí mismo y que
parece permitir solamente juicios ideológicos; pero también se supone que en un momento u otro somos capaces de
tomar una posición fuera de este torbellino para continuar hablando sobre el proceso.

En Mannheim, lo que preserva al pensador de quedar completamente destruido por este tornado es precisamente la
afirmación de que uno es capaz de reflexión total, de que uno puede ver el todo. Mannheim recurre aquí a la
categoría de la totalidad. Hace varias referencias al concepto de una “situación total”. Deseamos, dice Mannheim,
“un conocimiento del objeto que incluya más elementos”. Se pronuncia contra el positivismo, que exalta la filosofía
mientras la aleja de los frutos de la investigación empírica y por lo tanto evita “el problema del ˊtodoˋ”. Dice que
debemos “hallar un punto de partida axiomático más fundamental, una posición desde la cual sea posible sintetizar
la situación total”. “Sólo cuando tenemos cabal conciencia del alcance limitado de cualquier punto de vista nos
hallamos en la senda que conduce a la comprensión del todo”. Estamos envueltos en un proceso cada vez más
amplio. Mannheim habla de “la pugna hacia una visión total”. Verse uno mismo en el contexto del todo representa
en miniatura “el impulso cada vez mayor hacia una concepción total”. El concepto de totalidad de Mannheim no es
el concepto absoluto trascendente, pero desempeña el mismo papel de trascender el punto de vista particular.

Consideraremos ahora brevemente el tema de la utopía, diciendo que debemos suponer que el juicio sobre una
ideología es siempre un juicio procedente de una utopía. La única manera de salir de la circularidad es que nos
sumen las ideologías es tomar una utopía, declararla, y juzgar una ideología sobre es base. Como el espectador
absoluto es imposible, luego es alguien que está dentro del proceso mismo quien asume la responsabilidad de emitir
el juicio. También puede ser más modesto decir que el juicio es siempre un punto de vista. En la medida en que la
correlación entre ideología y utopía reemplaza la imposible correlación de ideología y ciencia podrá encontrarse en
última instancia cierta solución al problema del juicio, una solución, congruente con la afirmación de que ningún
punto de vista existe fuera de lo que está en juego. Así, si no puede haber un espectador trascendente, debe
aceptarse un concepto práctico. En este cuarto capítulo de Mannheim, la ideología y la utopía tienen sentido juntas
como una pareja significativa de términos opuestos.

En las primeras páginas Mannheim da criterios formales para definir la utopía. Para Mannheim hay dos criterios
formales de la utopía, y estos criterios suministran por contraste las leyes de la ideología. El primer criterio, que la
utopía tiene en común con la ideología, es cierta incongruencia, cierta no coincidencia con el estado de la realidad en

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cuestión. Para medir la incongruencia debemos poseer un concepto de realidad, pero este concepto es él mismo
parte del marco valorativo; de manera que una vez más retornamos a la circularidad.

El segundo criterio es que una utopía tiende “a destruir ya parcialmente el orden establecido en un momento dado”.
Aquí la ideología puede definirse por oposición a la utopía. La ideología es lo que preserva cierto orden. Este criterio
de la ideología es mejor que el primero; es más limitado y, por otra parte, no tiene necesariamente una condición
despectiva. Y no tiene necesariamente esa connotación porque tenemos necesidad de cierto concepto de la
autoidentidad de un grupo.

Lo interesante del capítulo de Mannheim es la interacción entre estos dos criterios. Mannheim se da cuenta de que
hasta su primer criterio, el de la incongruencia, implica una determinada postura tocante a lo que es la realidad.
Atender a la naturaleza de la “existencia como tal”, dice Mannheim, es una cuestión filosófica que no nos interesa
considerar aquí. Lo importante es aquello que es mirado como lo “real” históricamente o sociológicamente.

“Como quiera que el hombre es una criatura que vive primariamente en la historia y en la sociedad, la “existencia”
que lo rodea nunca es “existencia como tal”, sino que es siempre una forma histórica concreta de existencia social.
Para el sociólogo, “existencia” es lo “concretamente efectivo”, es decir, un orden social en funcionamiento, que no
existe sólo en la imaginación de ciertos individuos sino que es un orden de conformidad con el cual las personas
realmente obran”

Lo mismo que Marx, Mannheim opone permanentemente la ideología, pero no a la ciencia, sino a lo que es
realmente operativo y, por lo tanto, a un criterio concreto de la praxis. Puede resultar difícil suponer que sabemos lo
que sea en efecto lo operativo en la sociedad, pero es este el criterio al que oponemos lo ilusorio como producto de
la fantasía. A diferencia de Geertz, Mannheim no concibe un orden operativo simbólicamente constituido; de ahí que
una ideología sea necesariamente lo incongruente, algo trascendente en el sentido de lo discordante, o algo que no
está implicado en el código genético de la humanidad.

La definición de realidad como orden operante de vida presenta dificultades aun desde el punto de vista de
Mannheim, porque debemos incluir en ella, dice Mannheim, algo más que las simples estructuras económicas y
políticas:

“Todo ‘orden de vida concretamente operativo’ ha de concebirse y caracterizarse de la manera más clara mediante la
particular estructura económica y política en que aquél se basa. Pero ese orden también comprende todas aquellas
formas del humano “vivir de consumo” que la estructura hace posible o exige”

El orden operativo de vida es tanto infraestructural como superestructural, y esto crea problemas porque los
elementos de incongruencia deben situarse en la misma esfera que las formas del humano vivir de consumo; ambas
esferas implican papeles culturales, normas culturales, etc. Es difícil determinar lo que hace que algunos modos
sociales de pensamiento sean congruentes con el verdadero orden operante de vida y otros no lo sean. Se trata de
una decisión práctica. Mannheim trata de definir concepciones irreales, cuyo contenido no puede realizarse en el
orden real, como concepciones que trascienden las situaciones. Alega que estas conscepciones no se adaptan al
orden corriente. Pero, ¿qué decir del caso de ideologías que no destruyen el orden existente, sino que antes bien lo
preservan? Mannheim quiere decir que las concepciones no son parte del orden operativo de vida si no pueden
realizarse sin trastornar el orden dado. Pero las ideologías trascienden las situaciones y sin embargo pueden
realizarse sin desbarajustar el orden existente. La definición que de Mannheim de incongruencia es un criterio muy
difícil de aplicar.

“Las ideologías son ideas que trascienden las situaciones y que nunca logran realizar de facto sus proyectados
contenidos. Aunque a menudo las ideologías constituyen motivos bienintencionados de la conducta subjetiva de un
individuo, cuando cobran realmente cuerpo en la práctica sus significaciones quedan muy frecuentemente
deformadas. La idea del amor fraterno cristiano, por ejemplo, en una sociedad fundada en la servidumbre es una
idea irrealizable y, en este sentido, una idea ideológica”

Lo que tenemos aquí es la caracterización de la incongruencia de la ideología en un segundo nivel. Las ideas
trascendentes expuestas en la ideología carecen de validez o son incapaces de modificar el orden existente; no
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afectan el status quo. Con la ideología, lo irreal es lo imposible. La mentalidad ideológica acepta la imposibilidad del
cambio, ya porque acepta los sistemas de justificación que explican la incongruencia, ya porque la incongruencia ha
quedado oculta por factores que van desde el engaño inconsciente a la mentira consciente.

El criterio de la utopía parece triunfar.

“Las utopías trascienden de la situación social, pues ellas también orientan la conducta hacia elementos que la
situación no contiene. Pero no son ideologías, es decir, no son ideologías en la media en que logran, mediante una
acción contraria, transformar la realidad histórica existente en una realidad que está más de acuerdo con las
concepciones propias de las utopías.”

Mannheim opone la esterilidad de la ideología a la fecundidad de la utopía; esta última es capaz de modificar el
estado de cosas. Esa capacidad de cambio suministra el criterio. La distinción formal de ideología y utopía presenta la
ventaja de ofrecer un elemento común y una diferencia. Pero el elemento común (la incongruencia) es difícil de
determinar de una manera formal, no valorativa, y en cuanto a la diferencia (la posibilidad de realización) también es
cuestionable. Atribuir a la utopía la posibilidad de realizarse da a ésta una unívoca eficiencia que no nos permite
discernir su patología, entendida como deseo de que se realice algo. Por otra parte, como la ideología es concebida
como lo irrealizable, queda descartada su posible congruencia con la sociedad existente, de manera que así nos
vemos llevados a pasar por alto la función conservadora de la ideología, en los varios sentidos de la palabra
conservadora.

Cuando son los representantes de la clase gobernante quienes juzgan, una utopía es precisamente lo irrealizable. La
aplicación del criterio formal plantea un problema porque “lo que en un caso dado se manifiesta como útopico”
depende de quién está hablando en la sociedad. Se trata de una cuestión en la que algo es rotulado como ideológico
o como utópico y de la cuestión de que alguien aplica el rótulo. Para los representantes de un orden dado, lo utópico
signifca lo irrealizable. Sin embargo, esto contradice el criterio formal sustentado por el sociólogo. Además, significa
un engaño de los representantes del orden llamar irrealizable a lo que no es realizable de conformidad con el orden
que ellos representan. Como dichos representantes toman el orden dado como la medida de todas las cosas, una
utopía se manifiesta como lo irrealizable, en tanto que Mannheim la define formalmente por su capacidad de
promover cambios. La definición formal queda anulada por aquellos que usan el rótulo, y ésta es una paradoja más
de la discusión. Nos vemos envueltos en muchas paradojas, y Mannheim puede considerarse exactamente como el
representante de este proceso de pensamiento que se frustra a sí mismo cuando trata la utopía y la ideología.

Mannheim: “El intento mismo de determinar la significación del concepto ‘útopía’ muestra hasta qué punto toda
definición dada en el pensamiento histórico depende necesariamente de las perspectiva de uno, es decir una
perspectiva que contien en sí misma todo el sistema de pensamiento que representa la posición del opensador en
cuestión y especialmente las evaluaciones políticas que están detrás de este sistema de pensamiento”.

Quienes defienden el statu quo llaman utópico a lo que va más allá del orden existente, sin importar si se trata de
una utopía absoluta, irrealizable en toda circunstancia, o de una utopía irrealizable sólo dentro de un determinado
orden. Al oscurecer esta distinción, el orden establecido puede “suprimir la validez de las pretensiones de la utopía
relativa”. Lo realizable en otro orden es el criterio de utopía que propone el sociólogo del conocimiento y que
invalidan quienes emplean el criterio de lo realizable para sus propios fines.

Podemos intentar defender la concepción formal de la utopía alegando que ésta está deformada por la ideología. La
ideología tipifica a la utopía como aquello que no puede ser realizado, en tanto que formalmente es lo que puede ser
realizado. Sin embargo, esto no quita la mancha de la concepción formal, porque, como lo sugiere el propio
Mannheim, los criterios para determinar lo que es realizable están siempre suministrados por los representantes de
grupos dominantes y no por el sociólogo del conocimiento. Encontramos aquí el aspecto positivo del análisis de
Mannheim que es un esfuerzo por relacionar las designaciones empleadas con las posiciones sociales de queines
aplican los rótulos. En este punto, Mannheim es tal vez más marxista que en ninguna otra parte de su libro.

“… Siempre es el grupo dominante el que, de acuerdo con el orden existente, determina lo que ha de ser mirado como
utópico, mientras el grupo que está en ascenso y que también está en conflicto con las cosas tales como son es aquel
que determina lo que ha de mirarse como ideológico”
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Debemos considerar lo que realmente es mirado como utópico y aquello de lo que se dice que es utópico desde un
punto de vista más distante. Toda la obra de Mannheim representa un intento para acortar esta distancia, para
hacernos ver el concepto desde dentro de los grupos que abogan por él o de los grupos que lo niegan y desde el
punto de vista del sociólogo. Pero el problema está en que las dos definiciones no coinciden. Para el sociólogo, la
utopía es lo realizable, en tanto que, para quienes ejercen el poder, la utopía es precisamente lo que rechazan, lo
que consideran incompatible con el orden que representan. Existe una contradicción según quien lo usa.

¿A qué conclusión se llega partiendo de estas dificultades que encontramos al aplicar el criterio formal? Mannheim
concede que, en medio de un conflicto de ideas, el criterio de la posibilidad de realización tiene poca utilidad. Sólo en
el caso de utopías pasadas podemos aplicar el criterio de Mannheim. En el caso de las controversias actuales, la
posibilidad de realización es casi un criterio inútil, porque siempre nos hallamos envueltos en el conflicto, no sólo
entre ideologías, sino también entre grupos dominantes y grupos ascendentes. El conflicto entre estos grupos
implica la polémica, la dialéctica, de utopía e ideología.

De esta discusión sobre la utopía extraemos tres consecuencias relativas a la ideología. Primero, la conexión entre la
utopía y un grupo ascendente representa el contraste fundamental con la conexión entre la ideología y el grupo
gobernante. El criterio para juzgar lo que sea ideológico depende de la crítica hecha por la mentalidad utópica. La
capacidad para revelar algo como ideológico parece ser un efecto de las potencialidades utópicas del grupo
ascendente o por lo menos de aquellos que piensan como él o están a favor de ese grupo.

No existe espíritu alguno capaz de liberarse repentinamente sin el apoyo de algo distinto. ¿No siempre las
posibilidades utópicas de los individuos o grupos las que nutren nuestra capacidad para distanciarnos de las
ideologías? No podemos salirnos de la polaridad de utopía e ideología. Siempre es una utopía lo que define lo que es
ideológico, de manera que la caracterización se refiere siempre a los supuestos de los grupos que están en conflicto.
Saber esto significa saber que la utopía y la ideología no son conceptos teóricos. En consecuencia toda pretensión a
una concepción científica de la ideología es meramente y sólo una pretensión. (Aristóteles: en las cuestiones
humanas no podemos esperar el mismo tipo de exactitud que en las cuestiones científicas). La política no es una
ciencia, es un parte para orientarse uno entre grupos que están en conflicto. La política no es un concepto
descriptivo sino un concepto polémico dado por la dialéctica entre utopía e ideología.

La segunda consecuencia es la de que, si la utopía tiende a destruir un orden dado, en cambio la ideología es lo que
preserva ese orden. Esto significa que la problemática de la dominación y del lugar que ocupa el poder en la
estructura de la existencia humana es una problemática central. La cuestión es no sólo la de saber quién ejerce el
poder, sino la de saber además cómo se legitima un sistema de poder. La utopía también opera en el nivel del
proceso de legitimación; destruye un orden dado al ofrecer alternativas para tratar con la autoridad y el poder. La
legitimidad es lo que está en juego en el conflicto entre ideología y utopía.

Una tercera consecuencia es la de que, una vez que hemos situado el conflicto de ideología y utopía atendiendo a la
legitimación o a la cuestión del sistema de poder, la oposición en que hizo hincapié Mannheim entre ideología
concebida como inocua y utopía concebida como históricamente realizable parece menos decisiva. En cambio, ahora
hacemos resaltar que la utopía es lo que destruye el orden y la ideología lo que preserva el orden (a veces mediante
deformaciones y a veces mediante un proceso de legitimación), luego el criterio de la posibilidad de realización no es
un buen medio para distinguir ideología y utopía. En primer lugar, este criterio sólo puede aplicarse al pasado.
Segundo, el criterio también sacraliza el éxito, y esto no es tan simple, porque el hecho de que una idea tenga éxito
no significa que sea buena o que promueva el bien.

¿Quién sabe si lo que ha sido condenado por la historia no retornará en condiciones más favorables? Las ideologías
en cierto sentido ya están realizadas. Las ideologías confirman lo que ya existe. El elemento “irreal” de la dialéctica
no está definido por lo irrealizable, sino que lo está por lo ideal en su función legitimante. Lo trascendeinte es el
“deberías ser” que está oculto por el “es”.

Además, las mismas utopías nunca se realizan hasta el punto de crear la distancia entre lo que es y lo que deberías
ser. La tipología de las utopías de Mannhein así lo confirma y también indican que Mannheim no aplicó el criterio de
posibilidad de realización hasta el final.

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Mannheim sostiene que la primera forma de la mentalidad utópica se dio cuando el movimiento quialista (el
milenario) “unió sus fuerzas con las activas demandas de los estratos oprimidos de la sociedad”. Esta conjunción
produjo el momento original de la distancia utópica. En el otro extremo de la tipología (el período contemporáneo),
Mannheim ve la actual perdida de la utopía en su “gradual descenso” y en la “mayor aproximación a la vida real” de
las fuerzas utópicas. El rasgo decisivo de la utopías, es no la posibilidad de realización sino su función de preservar la
oposición. La amenaza de pérdida total de perspectiva resultante de la desaparición de la utopía, nos está llevando a
una situación en la que los acontecimientos dispersos ya no tienen significación. “El marco de referencia de
conformidad con el cual evaluamos los hechos se desvanece, de manera que nos quedamos con una serie de
acontecimientos todos iguales en los que se refiere a su significación interna”. Si pudiéramos imaginar una sociedad
en la cual todo estuviera realizado, allí habría congruencia. Pero esa sociedad estaría también muerta porque no
habría ninguna distancia, no habría ideales ni proyectos en modo alguno. Mannheim pugna contra quienes
pretenden que estamos viviendo ahora el momento de la muerte de la ideología y la utopía. La supresión de la
incongruencia, la supresión de la desconexión entre ideales y realidad significaría la muerte de la sociedad. El rasgo
típico de la utopía es, pues, no su posibilidad de realización, sino el hecho de preservar la distancia entre sí misma y
la realidad.

Hemos dado el primer paso en el camino para demostrar que ese círculo es en realidad un círculo práctico y no un
círculo vicioso que se anula a sí mismo.

Tema 4 – Aportación de Weber al concepto de ideología

Max Weber (1)

Al examinar a Marx hemos visto el concepto marxista de ideología concebida como deformación. No vamos a refutar
al marxismo sino a volver a situar y fortalecer algunas des sus declaraciones sobre la función deformadora.

Para responder a la orientación marxista sobre la ideología debemos formular cuatro preguntas. La primera es
¿dónde estamos situados cuando hablamos de ideología? Si pretendemos que podemos abordar científicamente la
ideología nos hallamos supuestamente fuera de la partida social, como espectador. Intentamos elaborar un concepto
de ideología no valorativo; sin embargo, esto es imposible, porque la ideología misma pertenece a la esfera social. Mi
segunda cuestión se refiere a la relación que hay entre ideología y dominación. Uno de los puntos más vigorosos del
marxismo es que las ideas rectoras de una época son las ideas de una clase dominante (esta relación entre
dominación e ideología trataremos de dilucidad con la ayuda de Weber). En tercer lugar, preguntaré si es posible
elaborar una crítica de la ideología sin cierto proyecto, sin cierto interés, como por ejemplo el interés por extender la
comunicación o el interés por la emancipación, etc.

Mi cuarta cuestión consiste en preguntar si puede haber deformación en la sociedad a menos que esa sociedad
posea una fundamental estructura simbólica. La hipótesis sostiene que en el nivel más básico lo que se deforma es la
estructura simbólica de la acción. Desde un punto de vista lógico (temporal) la función constitutiva de la ideología
debe preceder a su función deformadora. Geertz dice que podemos identificar la función constitutiva de la ideología
en el nivel de lo que él llama acción simbólica.

Este cuadro de la ideología nos permitirá al final establecer por contraste el carácter de la utopía. Ya sea
deformadora, legitimante o constitutiva, la ideología tiene siempre la función de preservar una identidad, o bien de
un grupo o bien de un individuo. Como veremos la utopía tiene la función opuesta. La ideología actúa para hacernos
repetir nuestra identidad. Aquí la imaginación tiene una función de puesta en escena o de espejo. La utopía es
siempre el exterior, el “ningún lugar”, lo posible. El contraste de ideología y utopí nos permite ver los dos lados de la
función imaginativa en la vida social.

Al considerar a Weber interesa particularmente un aspecto de su teoría, su concepto de Herrschaft. Los dos sentidos
principales de este concepto se han traducido como autoridad y dominación. La manera que tiene Weber de abordar
la Herrschaft es importante por dos razones. En primer lugar, Weber nos ofrece un marco conceptual para tratar el
problema de la dominación mejor que el marco de los marxistas ortodoxos. El modelo marxista ortodoxo es
mecanicista y se basa en la relación de infraestructura y superestructura. Como depende del concepto de eficiencia,
el marxismo clásico se encontró atrapado en un modelo imposible y en definitiva no dialéctico. La alternativa de
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Weber a esta perspectiva mecanicista es un modelo de motivación. En segundo lugar, Weber es importante poque
dentro de este marco de motivación, nos ofrece un análisis complementario sobre la relación entre el grupo
gobernante y las ideas rectoras. Weber introduce el concepto crítico de legitimidad y trata la conjunción entre
pretensiones a la legitimidad y creencias en la legitimidad; un nexo que presta apoyo a un sistema de autoridad. La
cuestión de la legitimidad pertenece a un modelo de motivación porque la interacción de pretensión y creencia debe
situarse dentro de un apropiado marco conceptual, y ese marco sólo puede ser de motivación. La ideología funciona
para agregar cierta plusvalía a nuestra creencia, a fin de que nuestra creencia pueda satisfacer los requerimientos de
autoridad. La idea marxista de la deformación tiene más sentido si decimos que la función de la ideología es siempre
legitimar una pretensión a la legitimidad agregando un suplemento a nuestra espontánea creencia. Pero este
argumento es coherente sólo en un modelo de motivación y no en un modelo mecanicista.

Weber define la sociología como una comprensión interpretativa; la idea de interpretación está incluida en la tarea
de la sociología. “La sociología es una ciencia que se refiere a la comprensión interpretativa de la acción social y, por
lo tanto, a una explicación causal de su curso y consecuencias”. El elemento causal está comprendido en el elemento
interpretativo. Porque la sociología es interpretativa puede ofrecer explicaciones causales. Lo que ha de
interpretarse es la acción y no la conducta, porque ésta es una serie de movimientos en el espacio, mientras que la
acción tiene sentido para el agente humano. “Hablaremos de ‘acción’ en la medida en que el individuo que actúa
asigna una significación subjetiva a su conducta”.

Sin embargo, la acción depende no sólo de que tenga sentido para el sujeto, porque también debe tenerlo en
relación con otros sujetos. La acción es subjetiva y a la vez intersubjetiva. “La acción es ˊsocialˋ por cuanto su
significación subjetiva tiene en cuenta la conducta de los demás y, por lo tanto, está orientada en su curso”. El
elemento intersubjetivo está incorporado en la acción desde el comienzo. La sociología es interpretativa en la
medida en que su objeto implica, por un lado, una dimensión de significación subjetiva, y, por otro, una atención
prestada a los motivos de los demás. Desde el principio tenemos una urdimbre conceptual que entraña las ideas de
acción, significación, orientación respecto de los demás y comprensión. Esta red constituye el modelo de motivación.
La orientación hacia los demás es un componente de significación subjetiva.

Dentro de este marco de orientación respecto de los demás se destacan varios factores. Debemos reconocer que la
aquiescencia pasiva es parte de la acción social, puesto que es un componente de la creencia en la autoridad;
obedecer, someterse, aceptar la validez de la autoridad es parte de una acción. No hacer es parte del hacer. Además
la orientación de la acción social hacia “la conducta pasada, presente o futura de otros” introduce un elemento
temporal. Por último, la motivación de la acción por acontecimientos pasados, presentes o futuros nos indica que
una de las funciones de una ideología es preservar la identidad a través del tiempo. Pero el factor más significativo de
la definición de acción social es su orientación hacia la conducta de los demás; es el componente clave del modelo de
motivación.

Si no hay un agente que dé sentido a su acción, estamos en presencia, no de una acción, sino de una conducta. La
acción significativa se contrapone a la determinación causal. Como ejemplo de esta diferencias Weber da el caso de
la imitación. La cuestión es saber si la realidad social deriva de la circunstancia de que un individuo imite a otro.
Weber descarta el concepto de imitación como fundador porque es demasiado causal y no implica una orientación
signficativa. “La mera ‘imitación’ de la acción de otros… no ha de considerarse un caso de acción específicamente
social si es una pura reacción sin orientación significativa respecto del actor imitado”. Esta acción está “causalmente
determinada por la acción de otros, pero no de manera significativa”. Si la causalidad no está incluida en lo
significativo, es decir, si la conexión es sólo causal, luego aquélla no es parte de la acción.

El primer punto que hay que tener en cuenta en lo que se refiere al modelo de motivación es que se trata de una
comprensión interpretativa orientada hacia la acción de los demás. Un segundo punto que es menester considerar es
el hecho de que Weber desarrolla este modelo recurriendo a tipos ideales, de modo que debemos entender el papel
que desempeñan estos tipos ideales. Para Weber, el concepto de significación se convierte en una peligrosa trampa
para la ciencia, si ésta sólo puede referirse a lo que es significativo para el sujeto mediante una forma de intuición.
Esto nos deja perdidos en la inmensa variedad de motivaciones individuales. La alternativa de Weber es encarar los
casos individuales según tipos ideales que son sólo construcciones metodológicas. Lo real es siempre el individuo que
se orienta hacia otros individuos, pero necesitamos algunos modos de orientación, algunos modos de motivación,
para clasificar los tipos fundamentales de esta orientación. La sociología, entendida como la comprensión de la

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acción significativa, es posible sólo si la acción significativa puede clasificarse de conformidad con ciertos tipos
fundamentales.

Esta tipología de orientación es fundamental en la tipología de legitimidad en Weber. El primer tipo de acción social
que define Weber es la racionalidad de los fines. En el sistema de legitimidad, este tipo presentará más afinidad con
el tipo burocrático de autoridad legal, sustentada por los gobiernos. En el segundo tipo de acción social, la
significación esperada encontrará apoyo en el sistema de legitimidad dado por el líder carismático, de quien se cree
que es la voz de Dios, el enviado de Dios. El líder carismático también cuenta con el tercer tipo, el lazo emocional
entre el líder y quienes lo siguen. El cuarto tipo, que apela a la tradición, desempeñará un papel importante en el
sistema de legitimidad por cuanto los líderes son obedecidos a causa de su condición tradicional.

La tipología de Weber sobre las orientaciones o motivaciones de la acción anticipa su análisis de la legitimidad,
porque sus ejemplos precisamente comprenden la tensión que hay entre pretensiones a la legitimidad y creencias en
la legitimidad. Podemos tomar como ejemplo la segunda clasificación, la orientación a un valor absoluto:

“Ejemplos de orientación valorativamente racional pura serían las acciones de la persona que, sin mirar a los posibles
costos de la acción, obra para poner en práctica sus convicciones... En nuestra terminología, la acción
valorativamente racional comprende ˊmandatosˋ o ˊdemandasˋ que, a juicio del actor, lo obligan a obrar. Sólo en los
casos en que la acción humana está motivada por la realización de tales demandas incondionales se la llamará
valorativamente racional”.

Los mandatos y las demandas hacen entrar en juego la relación entre creencias y pretensiones. La función de una
ideología política, por ejemplo, puede ser aprovechar la capacidad de lealtad que tiene el individuo a favor de un
sistema real de poder que cobra cuerpo en instituciones con autoridad.

Weber avanza paso a paso, parte de las ideas fundamentales para dirigirse a las ideas derivadas. En el desarrollo de
las ideas de Weber es sumamente importante observar que el concepto de poder es presentado al final y no al
comienzo. Weber parte de aquello que hace humana una acción y luego considera lo que hace significativo el vínculo
social; antes de presentar la idea de poder, dice Weber, debemos presentar otra noción intermedia, la de orden.

La presentación del concepto de orden es un paso decisivo en el análisis de Weber. En el concepto de orden no
podemos introducir la idea de un mandato imperativo demasiado prematuramente; debemos pensar en primer
término en la organización de un todo, en un organismo que presenta relaciones entre las partes y el todo en el seno
del ser humano. Para subrayar la distinción entre el orden y los mandatos, Weber en su discusión hace hincapié en el
concepto de orden legítimo, importante paso a pesar de los posibles inconvenientes causados porque se refiere al
concepto de legitimidad demasiado temprano en el análisis. No hemos de definir el orden desde el punto de vista de
la mera fuerza. No podemos hablar de un orden que sea meramente impuesto y que no aspire a la legitimidad. La
pretensión de legitimidad es constitutiva del orden.

“La legitimidad de un orden puede estar garantizada de dos maneras principales:

1. La garantía puede ser puramente subjetiva y, por lo tanto,


a. afectiva, como resultado de una entrega emocional; o
b. valorativamente racional, determinada por la creencia en la validez absoluta del orden como
expresión de valores últimos de tipo ético, estético o de cualquier otro tipo.
c. religiosa, determinada por la creencia de que la salvación depende de la obediencia al orden.
2. La legitimidad de un orden puede empero estar garantizada también (o meramente) por la expectación de
efectos exteriores específicos, es decir, por situaciones de intereses”.

No es casualidad que al hablar de orden debamos hablar de legitimidad y que al hablar de legitimidad debamos
hablar de motivos. Únicamente dentro de un sistema de motivos puede garantizarse la legitimidad de un orden.

Es importante el hecho de que el problema de la legitimidad esté introducido por el problema del orden. No menos
importante es el hecho de que la legitimidad pueda atribuirse a un orden sólo con referencia a las creencias y
representaciones sustentadas por quienes están sometidos a ese orden. El punto de vista es el del agente o actor.
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“Los actores pueden atribuir legitimidad a un orden social en virtud de:

a) la tradición: válido es aquello que siempre ha sido así;


b) la fe afectiva, especialmente emocional: válido es aquello recientemente revelado o ejemplar;
c) la fe valorativamente racional: válido es aquello que fue deducido como un valor absoluto;
d) la positiva imposición que se considera legal”.

Weber no deja ninguna duda de que la legitimidad del orden es la clave central del problema de la autoridad. Weber
comenta: “Todos los demás detalles, salvo otros pocos conceptos que definiremos despúes, pertenecen a la
sociología del derecho y a la sociología de la dominación”. Recordemos que el concepto en cuestión es Herrschaft;
este es el concepto básico hacia el cual orientamos nuestra discusión. Weber presenta el concepto de autoridad o
dominación en el punto en que considera juntos el concepto de orden y de legitimidad. Tenemos así los primeros
indicios de lo que desarrolla Weber en el tercer capítulo de Economía y sociedad.

Sin embargo, para encontrar sentido en la sociología de la autoridad o dominación, necesitamos exponer primero
algunos otros conceptos intermedios. El primer concepto intermedio, después del concepto de orden, se refiere al
tipo de la conexión social o del vínculo social. Este tipo no nos interesa directamente, pero es importante en el
proceso de la legitimidad establecer si el vínculo es profundamente integrador o es meramente asociativo. La
diferencia es la de si la gente siente que pertenece junta a una comunidad o si ve sus vínculos con los demás como
un lazo contractual, algo más exterior y menos comprometedor. Aunque no era esa la intención de Weber, el alegato
en favor del vínculo integrador contra el vínculo asociativo se convirtió en uno de los argumentos de los sociólogos
nazis quienes argumentaban que la unidad de la raza o de la nación es más importante que el conflicto de clases.

En cambio, aunque la sociología de Weber es generalmente no valorativa, éste hace resaltar más la relación
asociativa. En el título de su libro la palabra que figura es Gesellschaft y no Gemeinschaft. La atención puesta en el
vínculo asociativo procede de la tradición jurídica del contrato que se remonta a Hobbes, pasa por Rousseau, etc. A
Weber le interesan tanto los problemas de la economía y la estructura del mercado como los problemas de la
estructura del poder y, por lo tanto, hace resaltar como más racional el lazo asociativo. El mundo es una esfera de
conflictos, y los individuos y organizaciones se relacionan unos con otros mediante contratos. El Estado burocrático
(que Weber considera muy positivamente) es otro ejemplo de las relaciones asociativas. En su relación con el
sistema administrativo, los obreros no sienten que pertenecen emocionalmente a una entidad, y para Weber esto es
bueno. Weber estima que la parte de los sentimientos es peligrosa porque conduce a buscar un Führer o líder.

En la sociedad actual, a menudo nos fastidia el sistema burocrático y con más razón de la que tenía Weber. Pero lo
que Weber puede todavía enseñarnos es que cualquier sueño de retorno a la vida comunal puede ser muy ambiguo.
Todo esfuerzo para reconstruir la sociedad como una gran comuna puede tener consecuencias ultraizquierdistas o
bien ultraderechistas: anarquía o fascismo. La fluctuación del concepto de Gemeinschaft entre estos dos polos puede
ser típica de su índole y exige por lo menos cierta vigilancia. Esto no significa que no se necesite nada ni que se
pierda nada en el vínculo meramente asociativo. Por ejemplo, el sentido de participar uno en una obra común. El
carácter constitutivo de la ideología puede desempeñar una parte importante porque, como lo reconoce Weber, la
“existencia de cualidades comunes” (raza, lengua) no basta por sí sola para generar una “relación social comunal”.

Un segundo concepto intermedio es, después de los tipos de conexión social, el grado en que un grupo es cerrado.
Este concepto es también importante para elaborar una posible teoría de ideología basada en Weber, porque el
problema de la identidad de un grupo tiene relación con la existencia de límites en lo que se refiere a quién
pertenece o quién no pertenece a un grupo. Las reglas de afiliación y por lo tanto de exclusión son importantes para
la constitución de la identidad de un grupo. Debo hacer notar que no podemos definir siquiera el concepto de estar
cerrado desde un punto de vista mecánico. Si bien pueda parecer que el hecho de estar cerrada una figura es algo
material, el concepto mismo es también de motivación: “Los principales motivos del carácter cerrado de una relación
son: a) el mantenimiento de la cualidad; b) la reducción de las ventajas en relación con las necesidades de consumo;
c) la creciente escasez de oportunidades de adquisición”. Hasta el concepto de estar cerrado debe definirse dentro
de un sistema de motivación.

El siguiente concepto presenta la distinción dentro de algunos grupos cerrados entre los gobernantes y los
gobernados; el orden es impuesto por un segmento especial de estos grupos. Para Weber, este tipo es decisivo
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porque introduce el concepto del poder en el análisis del orden. Podemos concebir un orden sin jerarquía; muchas
utopías sostienen la idea de una vida común ordenada en la cual todos los papeles son iguales. Pero, una vez que
hemos establecido la distinción entre el que gobierna y el resto del grupo, introducimos también cierto tipo de
estructura política. Weber la llama organización. Este tipo no coincide con la distinción entre Gemeinschaft y
Gesellschaft, puesto que esta última implica la naturaleza del vínculo (interno o exterior) entre individuos, cuando en
realidad aquí el concepto importante es el de jerarquía. Una estructura jerárquica se introduce en el cuerpo
colectivo. “Una relación social que sea cerrada o limite la admisión de extraños se llamará una organización
(Verband) cuando sus reglamentaciones son impuestas por determinados individuos: un jefe y posiblemente un
cuerpo administrativo que normalmente tiene también poderes representativos”. Podemos así distinguir el cuerpo
gobernante como un estrato distinto en el seno del grupo.

Con este concepto del cuerpo gobernante tenemos la noción de un orden que es ahora impuesto. No es el grupo
como todo el que determina su organización; ésta está dada por aquellos que se encuentran en condiciones de
imponer el orden y por aquellos que están sometidos a ese orden. Los problemas concretos de la legitimidad
proceden de esta división del trabajo entre gobernantes y gobernados; la necesidad de legitimar la imposición de las
reglamentaciones del cuerpo gobernante prepara un posible concepto de ideología. Weber insiste en el concepto de
imposición, contemporáneo de esta polarización de gobernantes y gobernados. “Este criterio es decisivo porque ya
no se trata meramente de la acción orientada hacia un orden, sino que la acción está específicamente dirigida hacia
la imposición de ese orden”. Existe pues un género especial de acción, no orientada hacia los demás, sino orientada
hacia el sistema de imposición: obedecer, seguir las reglas aun cuando las exigencias del sistema puedan ser a veces
suaves, como por ejemplo, detener nuestro automóvil ante la luz roja del semáforo. No somos nosotros quienes
debemos establecer la relga, pero estamos orientados hacia el sistema que la impone.

No toda forma de relación comunal cerrada o asociativa es una organización. Como señala Weber, no llamamos
organización a una relación erótica o a un grupo de parientes sin un líder. El concepto clave es el del sistema de
autoridad formalizado. Este hecho refuerza la idea de que en realidad el conflicto entre ideología y utopía se
desenvuelve en este nivel. Lo que en definitiva está en juego en toda ideología es la legitimación de un determinado
sistema de autoridad; lo que está en juego en toda utopía es imaginar una manera diferente de usar el poder. Por
ejemplo, una utopía puede desear que el grupo gobernado lo sea sin jerarquía o que se dé el poder al más sabio.
Cualquiera que sea la definición de autoridad que dé la utopía, ésta intenta dar soluciones alternativas al sistema de
poder existente. En cambio la función de la ideología consiste siempre en legitimar el sistema de gobierno dado o la
autoridad dada.

Al considerar el concepto de imposición, Weber afirma que no tenemos ejemplo de sociedad sin algún elemento de
reglas impuestas. No es plausible que cualquier forma de gobierno satisfaga a todo el mundo. Hay diferencias no sólo
en los intereses sino también en la época (hay quienes se sienten más inclinados a los valores del pasado), etc. El
supuesto de que la minoría se someterá a la mayoría vuelve a introducir el elemento de la coacción. Sólo en un
grupo unánime parecería que no hay coacción, pero en realidad ese grupo podría ser el que mayor coacción ejerce.
La ley de la unanimidad es siempre más peligrosa que la ley de la mayoría porque al menos en ésta podemos
identificar a la minoría y definir sus derechos. Para emplear la imagen de Orwell, podríamos decir que en 1791 todos
los franceses eran iguales, salvo que algunos eran más iguales que otros, y esos otros fueron enviados a la guillotina.
Weber discute la imposición del orden en relación, no con la unanimidad, sino con la regla de la mayoría.

Hay una clase de violencia sutil, especialmente porque no hay reglas para establecer el gobierno de la mayoría. Aun
en el acuerdo “voluntario” en el gobierno de la mayoría, implica cierta dosis de imposición. Así lo vemos en todos los
sistemas electorales, pues siempre se recurre a algún ardid para obtener la deseada respuesta del electorado, ya
dividiéndolo, ya estableciendo algún procedimientos que permita al sistema resistir a sus críticos. Weber no
desarrolla la cuestión de imposición del orden.

En su discusión sobre la índole del orden, los principales conceptos que introduce Weber son el lazo asociativo o
integrador, el grado en que un grupo está cerrado y la jerarquía del grupo. A su vez, el concepto de jerarquía incluye
una relación de estructura imperativa. Sólo en este punto Weber presenta el concepto de Herrschaft como concepto
acabado; trátase de la relación entre mandato y obediencia. “La ˋdominaciónˊ (Herrschaft) es la probabilidad de que
un mandato sea obedecido por un grupo dado de personas”. La Herrschaft se define por la esperada obediencia de
los demás. El sistema de poder tiene cierta credibilidad y esto le permite contar con la conducta de sus miembros.

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Cuando los agentes de policía van por las calles esperan que todo el mundo someta su conducta a ellos. La
obediencia a los policías no es un resultado sólo del poder de los policías (capacidad de imponer su voluntad), es
también el resultado de la creencia de la gente en la función de los policías. El problema que se plantea Weber es el
de saber cómo algunas personas están en condiciones de dar órdenes con éxito a otras. La probabilidad de que
sigamos las reglas constituye ella misma la dominación. Esta situación no está muy lejos de la relación amo/esclavo
de Hegel.

La última fase del desarrollo del concepto de orden en Weber se alcanza cuando éste presenta la posibilidad del
empleo de la fuerza física. Según Weber, al agregar a los conceptos anteriores la amenaza del legítimo empleo de la
fuerza llegamos a la definición del Estado. La estructura de poder del Estado depende de que pueda sostener “la
pretensión al monopolio del uso legítimo de la fuerza física en la imposición de su orden”. Este es un concepto
pesimista del Estado, pero Weber no era un romántico. En Estado y revolución, Lenin dijo que el Estado se define, no
por sus metas, sino por su medio, y su medio es la coacción. Weber dice algo parecido:

“No es posible definir una organización política, incluso el Estado, atendiendo al fin a que se dedica su acción... De
manera que es posible definir el carácter ˋpolíticoˊ de una organización sólo atendiendo al medio que es peculiar a
ella, el empleo de la fuerza. Este medio es empero inseparable del carácter de dicha organización. Y en ciertas
circunstancias es elevado a la condición de un fin en sí mismo”.

La diferencia es que para Weber la coacción del Estado está en última instancias sostenida, no por un poder físico,
sino por la respuesta que demos en punto a creencia a su pretensión a la legitimidad. Es decir, lo que permite la
dominación del Estado es más su estructura retórica que su fuerza cruda. No obstante Weber define el Estado
apelando a la fuerza. El Estado tiene la última palabra en lo que refiere a la fuerza. Puede encarcelarnos mientras que
ningún otro grupo puede hacerlo legalmente. Sólo con la introducción del papel de la fuerza queda completado el
concepto de dominación. Sólo entonces el concepto de pretensión a la legitimidad queda también conpletado.

La cuestión de la pretensión a la legitimidad en genera es una cuestión política. Sin embargo no es simplemente
política por dos razones: 1) Si por alguna razón el Estado pereciera, no es seguro que desapareciera el problema del
orden legítimo. El papel de la ideología persiste. 2) el hecho de que no podemos prescindir del marco de motivación,
porque únicamente dentro de este marco cobra sentido la cuestión de la pretensión a la legitimidad.

Para terminar analizaremos la índole de la estructura interpretativa de Weber. Los marxistas objetarán el esquema
de Weber porque en éste no figura de manera prominente el concepto de clases. La imposición del orden no guarda
relación con la lucha de clases. Aquí vemos la tendencia antimarxista de Weber. Sus definiciones tienden a abarcar
todo grupo, ya de una sociedad de clases o potencialmente sin clases. Weber hace un análisis atemporal de algunas
cuestiones fundamentales, su marco conceptual es supuestamente válido para cualquier sociedad, desde las
precolombinas a las modernas. La respuesta marxista sería precisamente la de que la historia está excluida del
enfoque de Weber. Creo que Weber defendería su orientación alegando que la historia no es esencial para definir la
estructura fundamental de la sociedad. Weber convendría con los marxistas en que ahora nos hallamos en una
sociedad en la que la estructura de clases es decisiva, pero sostendría también que esta circunstancia histórica no
afecta la estructura fundamental de la sociedad.

Dos posible ataques contra Weber por parte de quienes sostienen que sus tipos ideales son demasiado ahistóricos. El
primero consistiría en decir que la variedad de situaciones históricas es tan grande que deberíamos proceder en un
nivel más concreto. Por ejemplo, los sociólogos norteamericanos actúan de manera más localizada y más descriptiva.
Se resisten a considerar el concepto de orden como una entidad global y dirían que los conceptos de Weber son
demasiado platónicos. Un tipo diferente de crítica procedería de quienes ven el análisis sociológico como un
instrumento crítico. Los posmarxistas (Habermas) sostienen que la tarea no es tanto describir como desenmascarar.
Sin embargo, en defensa de Weber, me pregunto si es posible describir concretamente o criticar sin cierta red
conceptual para tratar los fenómenos que estamos estudiando. Nuestras definiciones podrán ser en parte
convencionales (llamo organización a esto y a aquello), pero también nos permiten identificar situaciones de manera
tal que podemos discutir sobre conceptos, como el poder, que tienen sentido en diferentes circunstancias históricas
y culturales. Primero debemos comprender las estructuras en que vivimos.

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Por último, decir que se ha hecho demasiado hincapié en la historicidad, pues bien puede haber estructuras sociales
así como hay estructuras lingüísticas. Puede haber cierta permanencia en las estructuras sociales. La problemática
política puede poseer mayor permanencia que algo como las estructuras económicas, que están más ligadas a lo
histórico. Cierta universalidad de la problemática del poder nos permite identificar un problema cuando leemos a
autores políticos del pasado. La biología de Aristóteles podrá ser obsoleta, pero cuando Aristóteles habla de
democracia y de oligarquía somos todavía capaces de identificar las mismas configuraciones. En política cometemos
siempre los mismos errores, y esto puede deberse a que se trata de cuestiones que siempre se repiten: el empleo del
poder, el uso de mentiras, etc. Los marxistas tienen razón cuando sostienen que excluimos la historia cuando
excluimos las clases. La respuesta de Weber es la de que la estructura de clases, por histórica que sea, no cambia
fundamentalmente el problema de cómo deberían ser gobernados los grupos humanos.

Lo que se expresa a través de los tipos ideales de Weber, es el ideal intelectual liberal alemán antes del nazismo. Los
tipos están culturalmente situados; expresan una gran confianza en el Estado burocrático legal. Hay que distinguir
entre un fracaso que se debe a una deficiencia de la estructura, y un fracaso debido a que la gente dejó de creer en
la estructura. La pretensión a la legitimidad, propia de la estructura, requiere una creencia correspondiente por parte
de la ciudadanía. Cuando falta esta respuesta que ha de darse al Estado, cuando el pueblo desea en cambio un líder,
un Führer, luego la democracia está muerta. Los tipos ideales de Weber se caracterizan por cierta jerarquía, por
cierta gradación. Parte de lo que él llama lo más racional, va desde la forma legal de la legitimidad a la forma
tradicional y luego a la carismática. Lo carismático se define por su falta de racionalidad. En Weber hay un prejuicio
respecto a la racionalidad.

Max Weber (2)

Recurrimos a Max Weber a fin de afrontar dos dificultades principales que presenta la teoría marxista de ideología.
La primera dificultad se refiere al marco conceptual general del enfoque marxista, que está estructurado en términos
más o menos causales por las nociones de infraestructura y superestructura. De la obra de Weber puede derivarse
otro modelo, un modelo de motivación.

Un segundo aspecto positivo de Weber estriba en que dentro de su marco de motivación podemos encontrar más
sentido a la circunstancia de que las ideas rectoras están expresadas por una clase gobernante. Abordamos a Weber,
no para tratarlo como un antimarxista, sino por considerarlo como alguien que nos suministra un mejor marco
conceptual para integrar en él algunas importantes ideas marxistas.

Concentramos nuestra atención en el tercer capítulo de Economía y sociedad, titulado “Los tipos de dominación
legítima”. El concepto de pretensión de Weber es desarrollado en tres fases principales. Primero, la pretensión está
implícita en el concepto de Ordnung, que no significa orden compulsivo, sino que se trata de una ordenación que da
forma, que da una Gestalt, una configuración a un grupo. Este orden ya supone una cuestión de creencia porque está
constituido por individuos que se orientan respecto de la conducta de los demás. Todo debe expresarse atendiendo
a la recíproca orientación de los individuos, y la inserción de esta pretensión en el campo de motivación de cada
individuo es una creencia.

El concepto de pretensión asume una significación más radical y convincente cuando lo desplazamos desde el
concepto general de Ordnung al concepto de un orden que implica una diferenciación entre gobernantes y
gobernados. Aquí nos encontramos en el camino que nos lleva a la definición del Estado, puesto que el Estado es
precisamente una de esas estructuras en las que podemos identificar y distinguir formalmente el estrato de la
organización que toma decisiones. Sin embargo, esta jerarquía no tiene por qué pertenecer necesariamente sólo al
Estado; se la puede encontrar en una escuela, en una iglesia, en una organización deportiva o en cualquier entidad
en que ciertas personas están encargadas de tomar decisiones y de instrumentarlas. Lo que está presente no es sólo
un orden, sino que es un orden impuesto. El concepto de imposición introduce un elemento de conflicto entre
voluntades. El concepto de pretensión a la legitimidad debe pues incorporar no sólo el reconocimiento de quiénes
somos sino también la obediencia a aquel que gobierna.

El tercer paso del desarrollo del concepto de pretensión a la legitimidad presenta la amenaza del empleo de la
fuerza. Para Weber, este es el rasgo distintivo del Estado, que lo distingue de todas las otras instituciones. El Estado
pretende el monopolio del uso legítimo de la fuerza contra individuos o grupos recalcitrantes. En las leyes penales de
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una sociedad dada, es en definitiva el Estado el que impone la decisión del juez; asegura la finalidad de la decisión y
la instrumentación de dicha decisión. De manera que tenemos tres fases en el desarrollo del concepto de pretensión:
la pretensión de un orden en general, la de un grupo gobernante, y la de quienes tienen la capacidad de imponer el
orden mediante el empleo de la fuerza.

En Weber, el problema de la ideología se plantea cuando cotejamos la pretensión a la legitimidad con la creencia en
la legitimidad. Weber nos suministra un marco conceptual que tiene más sentido que la teoría marxista, pero
desgraciadamente Weber no trata el problema de la ideología. Weber elabora un buen marco conceptual y sin
embargo está ausente de él la cuestión de la ideología. Una de las razones de esta laguna puede estar sugerida por
aquello que necesitamos agregar al marco de Weber, algo fundamental que sólo se encuentra en el marxismo, el
concepto de una clase gobernante. Weber habla sólo de un grupo gobernante en general. Tal vez el hecho de que
Weber evite sistemáticamente el concepto de clase en su lista de conceptos fundamentales explique este extraño
silencio sobre el problema de la ideología como tal.

Lo que llama la atención en la exposición que hace Weber del concepto y de la tipología de la legitimidad es el hecho
de que la creencia es presentada como algo suplementario. Para mi, el lugar de la ideología está en el espacio vacío
de este concepto. Cuando Weber habla de la pretensión a la legitimidad, su construcción es coherente, pero cuando
habla de creencia, ella es sólo suplementaria. Hay una discrepancia entre la condición asignada a la pretensión y la
asignada a la creencia. En las primeras páginas del capítulo, Weber discute los múltiples motivos de la obediencia.
“La costumbre, el provecho personal, motivos puramente afectivos o ideales de solidaridad no constituyen una base
suficiente para una dominación. Normalmente hay además otro elemento, la creencia en la legitimidad”. Esa
expresión “además” atrajo mi atención. La creencia en la legitimidad no es el resultado de los factores antes
mencionados, sino que es algo más. Weber no trata la naturaleza de ese “además”.

Podría aducirse que ese “además” es por azar. Pero lo vuelve a utilizar en el párrafo siguiente: “La experiencia
muestra que en ningún caso la dominación se limita voluntariamente a apelar a motivos materiales o afectivos o
ideales como base de su continuación. Además todo sistema semejante intenta establecer y cultivar la creencia en su
legitimidad”. Este es el lugar vacío de una teoría de la ideología en Max Weber.

La creencia en la legitimidad es un suplemento que debe tratarse como un mero hecho puesto que deriva de la
experiencia. No tenemos otra manera, cree Weber, de comprender cómo funcionan los sistemas de autoridad. Las
creencias aportan algo que está más allá de lo que los sociólogos entiende que es el papel de la motivación. Weber
decide “clasificar los tipos de dominación según la clase de pretensión a la legitimidad que hace típicamente cada
uno”. La tipología está dada por la pretensión, no por la creencia. La creencia agrega algo más que permite que la
pretensión sea aceptada. Así desarrollo mi hipótesis en tres puntos: Primero, ¿no podemos afirmar que el problema
de la ideología se refiere precisamente a este suplemento, a esta brecha entre pretensión y creencia, al hecho de
que tiene que haber en la creencia algo más de lo que racionalmente se entiende desde el punto de vista de los
intereses, ya sean emocionales, consuetudinarios o racionales?; Segundo, ¿no es acaso la función de la ideología
llenar esta brecha de credibilidad?, si es así, luego, Tercero, ¿no necesitamos elaborar un concepto de plusvalía
relacionado ahora no con el trabajo sino con el poder? Si esta tercera parte de mi hipótesis es correcta, puede
explicar lo que ocurre en las sociedades socialistas, en las que la plusvalía marxista ha quedado más o menos
suprimida, pero en las que la plusvalía en cuanto al poder no lo ha sido. Sistemas de autoridad se superponen en un
sistema socialista de producción, pero el sistema de poder permanece exactamente siendo el mismo. Quizá haya
varias fuentes de plusvalía y no sólo una fuente económica, sino una que tenga que ver con la fuente de la autoridad
o del poder. Podemos formula esta hipótesis afirmando que en la pretensión de un sistema dado de autoridad hay
siempre más de lo que puede satisfacer el curso normal de la motivación y que por lo tanto hay siempre un
suplemento de creencia suministrada por un sistema ideológico.

Trataremos de ver lo que falta en la tipología weberiana de las pretensiones que nos impide su transposición en una
tipología de las creencias. El concepto de ideología falta en el texto mismo. Estamos buscando algo que no figura en
el texto y que debe leerse entre líneas. Comprobaremos que el problemas de la creencia no deja de retornar una y
otra vez en un sistema que comienza como una clasificación de las pretensiones y no como una clasificación de las
creencias. La cuestión de la creencia persiste porque no podemos hablar de legitimidad sin hablar de móviles, y los
móviles tienen relación con creencias.

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El lugar más favorable para buscar el papel que desempeña la creencia según Weber es su tipología de las tres clases
de pretensiones a la legitimidad. Si bien Weber dice que clasifica los tipos de dominación según las pretensiones de
éstos, en realidad la clasificación se realiza sobre la base de creencias. Obsérvese que Weber presenta su tipología,
no atendiendo a las pretensiones mismas, sino a la validez de esas pretensiones.

“Hay tres tipos puros de dominación legítima. La validez de las pretensiones a la legitimidad puede basarse en:

1) Motivos racionales, que descansan en una creencia en la legalidad de la estructura de reglas consagradas y en el
derecho de quienes han sido elevados a la autoridad según tales reglas para emitir mandatos (autoridad legal).
2) Motivos tradicionales, que descansan en una creencia establecida en la santidad de tradiciones inmemoriales y
en la legitimidad de quienes ejercen la autoridad (autoridad tradicional). O, por último,
3) Motivos carismáticos, que descansan en la devoción a la santidad excepcional, al heroísmo o al carácter
ejemplar de una persona o de las normas u órdenes reveladas u ordenadas por ella (autoridad carismática)”.

En esta tipología la idea de motivo aparece tres veces, y las tres veces junto con la idea de creencia. Esta palabra no
está empleada en el tercer caso, pero cuando hablamos de devoción, se trata típicamente de creencia.

El fenómeno de la creencia aparece de manera más prominente en el tercer tipo, porque inmediatamente
reconocemos su origen religioso. El concepto de carisma significa el don de la gracias, y está tomado del cristianismo
temprano. Sería erróneo suponer que la creencia existe sólo en los casos de autoridad carismática, o de autoridad
tradicional, pues hasta la legalidad descansa en la creencia.

Una razón por la cual la legalidad descansa en la creencia, si suponemos la existencia de un honesto sistema de
representación (por ejemplo un sistema electoral), el gobierno de la mayoría es el gobierno del todo y para la
minoría el problema es aceptar ese gobierno. La minoría debe tener alguna confianza en el gobierno de la mayoría.
Hasta la mayoría debe confiar en que la mejor manera de gobernar es el gobierno de la mayoría. Cierto acuerdo está
ya presente en lo que expresa la clásica teoría del contrato. Aquí la ideología tiene como papel ser el suplemento
necesario del contrato. Aquí la ideología tiene como papel ser el suplemento necesario del contrato. “La autoridad
legal descansa en la aceptación de la validez de las siguientes ideas recíprocamente interdependientes” La
aceptación es la creencia en la cual se basa la legalidad.

Weber presenta una serie de cinco criterios de los que depende la autoridad legal. El primero es “que toda norma
legal dada puede establecerse por acuerdo o por imposición o por ambas cosas con una pretensión a la obediencia
por lo menos de los miembros de una organización”. El concepto de pretensión debe introducirse en relación con la
autoridad legal porque no podemos asignar legalidad a un sistema simplemente por su estructura formal. No puede
suponerse la legalidad de una estructura, pues su legalidad es precisamente lo que está en cuestión. Una norma legal
debe apelar a intereses personales o compromisos personales, y un compromiso respecto del sistema tiene la
naturaleza de una creencia que corresponde a una pretensión. Los otros criterios de la autoridad legal de Weber
tienen que ver con el hecho de que las reglas deben ser coherentes, establecidas generalmente con una intención y
ser el producto de un orden impersonal. Las personas que ejercen autoridad están ellas mismas sujetas al orden
impersonal y gobiernan según las reglas de éste, no según sus propias inclinaciones; el pueblo no debe obediencia a
las autoridades como individuos, sino como representantes del orden impersonal. Debemos reconocer que el
sistema está formalizado, pero que el sistema también requiere de nuestra creencia en esa formalización.

En relación con lo que es ideológico en este sistema de reglas, se señalan tres puntos. Primero, el hecho de que hasta
la autoridad legal requiera la creencia de sus súbditos confirma que la autoridad se comprende mejor dentro de un
modelo de motivación. Esto nos indica que puede haber una significación positiva de la ideología, significación que
debemos rescatar si pretendemos comprender adecuadamente la naturaleza de la legitimidad.

Un segundo aspecto ideológico más negativo de un sistema de reglas es el de que cualquier sistema de formalización
puede ser fingido, y esto puede servir para encubrir las prácticas reales de una organización. Deberíamos medir las
prácticas reales de una autoridad cotejándolas con el sistema de reglas declarado, pero Weber nada dice sobre este
problema. El problema está en la discrepancia entre las prácticas del sistema y las reglas declaradas. Una forma dada
de autoridad puede satisfacer en apariencia los criterios de Weber precisamente para emplear en una forma más
eficiente otra clase de poder. Un ejemplo es el uso de la relación contractual para encubrir la verdadera relación
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salarial del capital y trabajo. El modelo del contrato sostiene que la relación entre el trabajador y el empleador ya no
es una relación de esclavo y amo porque ambas partes son jurídicamente iguales. Porque se afirma que la
participación de cada parte en la relación laboral es libre e igual, se dice que esa relación es un contrato. Debemos
tomar seriamente la acusación que hacen los marxistas de lo que ellos llaman con desprecio libertad formal. Los
marxistas alegan que están interesados en la libertad real y no en la libertad formal de los sistemas capitalistas. Este
desprecio de lo formal empero puede ser en sí mismo una justificación de la violencia de manera que ambas parte
pueden ser en cierto modo hipócritas. Sin embargo, el punto importante es la posibilidad del uso ideológico de un
sistema formal al servicio de un curso legal que en realidad encubre una clase diferente de curso.

La tercera fuente de la ideología en un sistema de reglas puede ser no tanto el uso hipócrita del formalismo como la
defensa misma del formalismo. La creencia en el formalismo se ha hecho una cuestión mucho más amplia desde
Weber. Hoy tenemos menos confianza que él en los procedimientos burocráticos. Para Weber, la despersonalización
de las relaciones burocráticas servía para proteger los derechos del individuo. Cuando todas las relaciones son
personales, el sistema es un sistema de odio y amor. Weber: “El tipo más puro de ejercicio de autoridad legal es
aquel que emplea un personal administrativo burocrático”. La autoridad legal se identifica aquí tan sólo por los
medios que emplea. Este desplazamiento del interés desde la creencia subyacente a los medios técnicos impide a
Weber desarrollar una teoría de la ideología sobre cómo la creencia presta apoyo al sistema burocrático.

Weber es el primero en tratar la naturaleza de la burocracia de modo analítico, el primero en introducir una
sociología de las instituciones burocráticas. Una burocracia tiene una jerarquía claramente definida de funcionarios,
su esfera de competencia está bien delineada, su sistema de selección y promoción es público, etc. Ninguna de estas
reglas tiene que ver con la creencia. Weber no tiene en cuenta que esta descripción de la burocracia, entendida
como la organización más racional y por lo tanto como la mejor forma de organización, es ella misma una creencia.
En consecuencia, Weber no reflexiona sobre los males del Estado burocrático. Las implicaciones represivas de un
sistema racionalista no son consideradas por Weber. Ello se debe a no haber elaborado el problema de la ideología
que afecta a todos los sistemas, desde le más racional al menos racional. Las reglas pueden ocultar algunas prácticas
menos laudables: la arbitraridead, la irresponsabilidad en nombre de la obediencia al sistema. (Acusados de dar
muerte a los judíos en Alemania se defendían diciendo que obedecían órdenes, que eran buenos funcionarios). El
sistema administrativo puede no sólo despojar al individuo de la responsabilidad personal sino que hasta puede
encubir crímenes cometidos en nombre del bien administrativo.

En Weber hay sólo dos o tres alusiones a estos problemas.

“La cuestión es siempre la de saber quién controla la maquinaria burocrática existente. Y ese control es posible sólo
en un grado muy limitado a personas que no son especialistas técnicos. En general, el funcionario de carrera de alto
rango suele desempeñarse a la larga mejor que su superioridad nominal, el ministro del gabinete, que no es un
especialista”

Sí, la cuestión es saber quién controla la maquinaria burocrática; se dice que el ciudadano medio no es competente
para discutir estas materias. Se supone que los especialistas las conocen mejor. El ciudadano es colocado en una
especie de extraterritorialidad por los tecnicismos de la maquinaria burocrática. Los tecnócratas pueden hacerse
cargo de la máquina política porque los políticos son incompetentes para hacerlo. A veces esto puede ser bueno,
porque los especialistas suelen ser más racionales que los políticos, pero en definitiva nadie sabe quién controla a
estos tecnócratas.

El auge de la burocracia también crea dificultades. Weber hace notar la conexión entre la burocracia y el sistema
capitalista. El desarrollo de la burocracia, dice Weber, “en gran medida con auspicios capitalistas, creó la urgente
necesidad de una administración estable, estricta, intensiva y predecible. Es esta necesidad la que resulta tan funesta
para todo tipo de administración en gran escala. Sólo el retorno en todos los campos (político, religioso, económico,
etc.) a la organización en pequeña escala haría posible en gran medida escapar a la influencia de esa necesidad.”

El intento de rebajar el nivel de la burocracia, de acercarla a los ciudadanos, es una cuestión central de las modernas
utopías. La creciente distancia entre la maquinaria burocrática y el individuo es ya un problema en sí mismo. Weber
agrega que este problema no puede atribuirse solamente al capitalismo. Un sistema socialista, por definición, no
resuelve el problema de mejor manera. Una forma socialista de organización, dice Weber, no altera la necesidad de
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una administración burocrática efectiva. Lo que se pregunta Weber es sólo “si en un sistema socialista sería posible
crear las condiciones para llevar a cabo una organización burocrática tan rigurosa como fue posible en el orden
capitalista”. Ahora nosotros conocemos la respuesta: esa posibilidad es realmente más probable.

No sólo la burocratización tiene aspectos represivos, sino que hasta el sistema más racional posee una racionalidad
propia. Todo intento de perpetuar la pretensión de racionalidad en medio de las cualidades represivas e irracionales
de la burocracia exige la existencia de la creencia. Weber interpreta aquí la irracionalidad como el conflicto entre
racionalidad formal y racionalidad sustantiva. Un sistema formalizado es independiente de los individuos, en tanto
que la racionalidad sustantiva tiene cierto tono hegeliano; se trata del Geist, la sustancia del grupo o de la
comunidad que desea comprenderse a sí misma. Por otro lado, los sistemas formalizados son poco claros, opacos,
tocante a los papeles que asignan y a las significaciones que ofrecen al individuo y a la vida colectiva. Este es el punto
en que la creencia no corresponde a la pretensión porque la pretensión a la racionalidad está eclipsada por una nube
de irracionalidad que la creencia arrastra consigo.

En la obra de Weber apenas se alude a estos ejemplos sobre los males de la burocracia. Weber describe más
explícitamente el límite de su análisis en el caso de un criterio particular de burocracia, el criterio de la libre
selección. En el tipo puro de autoridad legal, dice Weber: “El puesto es llenado por una relación contractual libre. De
manera que en principio hay libre selección”. Sin embargo, Weber reconoce que en el sistema capitalista hay algo
fundamental que escapa a la libre selección: la selección de los poseedores de capital. Éstos no son seleccionados
por el sistema sobre la base de sus méritos técnicos, sino que alcanzan sus posiciones por su propia cuenta. El cuerpo
económico de un sistema capitalista escapa a la racionalidad del Estado burocrático y se apoya en cambio en otra
forma de racionalidad, la de los beneficios en el sentido de ganancias. En la medida en que el empresario capitalista
no está libremente seleccionado y tiene además el poder de cabildear e influir en las decisiones políticas, esta
cumbre del personal administrativo no es tanto administrativa como política. Puesto que los poseedores de capital
influyen en los líderes políticos, la jerarquía capitalista también se enmaraña con la jerarquía política.

Me pregunto si el punto débil del análisis de Weber sobre el tipo legal consiste en que el problema de la dominación
queda reducido al problema del empleo de un cuerpo administrativo burocrático. Weber no aprecia el hecho de que
la naturaleza de la dominación no queda agotada por los medios privilegiados de la burocracia. Weber desdeña
incorporar a su análisis la dimensión política, la cual tiende a quedar absorbida en una cuestión administrativa. Los
marxistas dirían que Weber pasó por alto sistemáticamente los aspectos capitalistas de la democracia política y los
redujo a cuestiones relativas a las técnicas de poder. El tipo legal es ideológico por cuanto emplea eficiencia
burocrática formal para enmascarar la verdadera naturaleza del poder en acción.

Ricoeur propone la hipótesis de que el tipo legal continúa siendo una forma de dominación en la medida en que
conserva algo de las otras dos estructuras de pretensiones y en que la arbitrariedad sirve para ocultar este residuo
de lo tradicional y de lo carismático. Bien pudiera ser que los tres tipos no puedan yuxtaponerse de manera
independiente porque siempre están más o menos entretejidos entre sí. Esto no se opone a lo que dice Weber sobre
los tipos ideales. Si bien él propone tres tipos, se supone que las distinciones son sólo una manera de desenredar
conexiones significativas. Nada funciona sobre la base de un tipo solamente; todos los sistemas de poder implican,
aunque en diferentes proporciones, elementos de legalidad, de tradición y de carisma. Esta es una forma de
interpretar a Weber. Pero esta hipótesis merece ser discutida, entonces podría uno preguntarse si el poder legal no
se apoya en algunos rasgos de lo tradicional y lo carismático a fin de ser un poder y no sólo legal. Hemos descrito lo
que lo hace legal, pero lo que lo hace un poder puede en definitiva ser tomado siempre de las otras dos clases de
poder. Por eso tenemos que observar cuidadosamente la definición de los otros dos tipos.

Volvamos a Weber en cuanto a las definiciones del tipo tradicional y carismático para determinar sus fuentes de
poder.

En cuanto al tipo tradicional, Weber dice: “La autoridad se llamará tradicional si se cree que su legitimidad está dada
en virtud de la santidad de antiguos poderes y reglas”. La palabra “santidad” indica que un elemento casi religioso se
manifiesta no sólo en el tipo carismático sino también en el tipo tradicional. En términos generales podemos llamarlo
un elemento ideológico. El pueblo cree que cierto orden tiene una especie de santidad; aun cuando no merezca ser
obedecido, aun cuando no sea amado, por lo menos se le venera.

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“Los jefes son designados de conformidad con reglas tradicionales y son obedecidos a causa de su condición
tradicional. Este tipo de gobierno organizado, en el caso más simple, se basa primariamente en la lealtad personal
que resula de una educación común. La persona que ejerce la autoridad no es un ‘superior’ sino que es un maestro
personal”

Existe una red de relaciones basada en la creencia que lo que procede del pasado tiene más dignidad. Lo que sugiere
mi hipótesis (la de que toda clase de autoridad implica por lo menos un elemento tradicional) es que un cuerpo
político está gobernado no sólo por las reglas técnicas de la eficiencia sino también por la manera en que se
identifica entre otros grupos. Ésta puede ser la primera función de un sistema ideológico: conservar la identidad del
grupo a través del tiempo. En una comunidad política existen al mismo tiempo varias generaciones; la decisión
política es siempre un arbitraje entre las aspiraciones de estas diferentes generaciones, mientras que una generación
técnica se da solamente en el presente y sólo según el sistema presente de instrumentos. El cuerpo político tiene
más memoria y esperanzas que un sistema tecnológico. La tecnología y la economía tienen que ser “racionales”, aquí
tiene que haber una conexión técnica entre medios y fines, mientras que en política la racionalidad es lo “razonable”,
es la capacidad de integrar un todo.

A causa del énfasis que pone en el instrumento burocrático del tipo legal, Weber analiza el tipo tradicional
atendiendo a su técnica para imponer el orden en lugar de atender a la motivación de la creencia en su racionalidad.
Weber no hace lo que pretende hacer (tratar cada tipo sobre su propia base) porque considera lo tradicional y lo
carismático sólo por comparación con lo legal y lo burocrático. La parcialidad de Weber es evidente porque comienza
considerando el sistema legal, luego pasa al tradicional y por último el carismático.

Weber analiza primero lo racional, y luego trata los otros tipos para descubrir lo que a éstos les falta por
comparación. Va desde lo más racional a lo menos racional. Este modo no es en modo alguno histórico; por el
contrario, no cabe duda de que lo carismático precede siempre a lo tradicional y que lo tradicional precede a lo
racional. El análisis se desarrolla en un orden histórico inverso, que es el orden de la decreciente racionalidad.

La prueba de esta parcialidad es notoria en la discusión de Weber sobre el tipo tradicional. Encontramos frases como
“En el tipo puro de gobierno tradicional, están ausentes los rasgos de un cuerpo administrativo burocrático”, “En
lugar de una bien definida jurisdicción funcional hay una serie conflictiva de tareas y poderes”. Weber trata la
tradición por contraste negativo. El problema de la ideología subyacente en la tradición se le escapa porque la
burocracia es el término de comparación y ella misma es analizada de la manera menos ideológica posible.

En cuanto al tipo carismático, nuestra cuestión es la de saber si se trata de un tipo que ha sido superado o si es, en
cambio, la médula oculta de todo poder. Weber define la autoridad carismática del modo siguiente:

“El término ˋcarismaˊ se aplicará a cierta cualidad de una personalidad individual en virtud de la cual se la considera
extraordinaria y se la trata como si estuviera dotada de poderes sobrenaturales, sobrehumanos o por lo menos
específicamente excepcionales. Estas cualidades no son accesibles a la persona ordinaria, sino que se consideran de
origen divino o como cualidades ejemplares, de manera que sobre la base de ellas el individuo en cuestión es tratado
como un ˋlíderˊ”.

Parece que la autoridad carismática fue reemplazada en el mundo de hoy por los otros dos tipos de autoridad. Pero
como discurre Hegel, siempre hay un elemento que toma decisiones en un sistema de poder y este elemento es hasta
cierto punto siempre personal; el hecho del problema del líder nunca puede quedar completamente excluido. Hasta en
un sistema democrático como la formad el gobierno británico, el pueblo vota por tres cosas al mismo tiempo: un
programa, un partido y un líder.

Si no podemos prescindir de la autoridad carismática, debemos pues considerar los méritos y títulos del líder. “Es el
reconocimiento de quienes están sujetos a la autoridad lo que resulta decisivo para la validez del carisma”. La creencia
es necesaria y sin embargo, continúa diciendo Weber, el líder no se apoya en la creencia. Por el contrario porque el
líder formula una pretensión, los demás deben creer.

La relación entre creencia y pretensión queda sencillamente reemplazada por una creencia en el signo. En el signo está
la prueba dada por el líder. Esta es la validez del carisma. “El reconocimiento está libremente dado y garantizado por
lo que se considera una prueba, originalmente siempre un milagro, y que consiste en la devoción a la correspondiente
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revelación o a la absoluta confianza en el líder”. El valor religioso del carisma es aprovechado y puesto al servicio de
la estructura política. Esta puede ser en definitiva la primera ideología del poder: la creencia de que el poder es divino,
de que no proviene de nosotros mismos, sino que proviene de Dios. El origen del poder que está en el pueblo es
hurtado en la misma medida en que, para decirlo en términos marxistas, la plusvalía del trabajo parece pertenecer al
capital; se dice que tanto el poder como el capital funcionan sobre sus propias bases. En ambos casos nos encontramos
frente al mismo hurto de significación. El rasgo decisivo de la autoridad carismática es pues la falta de reciprocidad
entre pretensión y creencia. La pretensión no se apoya en la creencia, sino que la creencia es arrancada por la
pretensión.

Volvamos al por qué Weber no analiza la ideología. Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trata
un problema parecido al que se planteó Marx; Weber muestra que existe una cierta reciprocidad entre la ética del
protestantismo y la ideología del empresario. Existe cierta circularidad entre la estructura de clases y la ideología
religiosa. Gran parte de la controversia se concentra en establecer cuál de estos dos fenómenos dio nacimiento al otro.
Teniendo en cuenta el análisis que hemos hecho del marco conceptual de Weber, podemos comprender que plantear la
cuestión de la causa inicial no es un buen planteamiento del problema. Plantearse si la ética protestante produjo la
mentalidad capitalista o viceversa significa permanecer en un marco inapropiado. La ética suministra la estructura
simbólica dentro de la cual operan algunas fuerzas económicas. Es más, una cuestión de relación entre un marco de
referencia y un sistema de fuerzas. En este punto Weber nos da, no tanto una solución alternativa de la marxista, como
mejor marco para abordar el mismo problema. Sin embargo, Weber pasa por alto este resultado, tal vez porque no
considera el hecho de que nuestras relaciones estén petrificadas, congeladas, y ya no se manifiestan como lo que son;
hay una reificación de las relaciones humanas. Es posible que el elemento antimarxista de Weber le impidiera tratar el
problema de la reificación de sus propias categorías. Quizá por la misma razón no hizo resaltar el concepto de clase
que es una de las estructuras en las que se produce la deformación. Creo que el marco conceptual de Weber puede
rescatarse empero para mostrar que el proceso de reificación se produce dentro de un sistema simbólico.

El argumento expuesto es afirmar que la única manera de recobrar la significación es permanecer fuera del proceso
deformador y manejarse con las abstracciones de tipos ideales. La supuesta falta de participación del sociólogo le
permitiría no quedar atrapado en el proceso deformador. Pero aun cuando admitamos esta posibilidad, Weber no
describe acabadamente el proceso deformador a través del cual se mueve su propio análisis. Cuando Weber dice, por
ejemplo, que un Estado depende de la probabilidad de que el pueblo obedezca sus reglas, expone esta idea de
probabilidad por una razón particular: dar cuenta de la fascinación que experimentan los miembros del grupo por el
sistema de reglas. Transponer la respuesta de los miembros en términos de probabilidad presupone que hemos
descongelado las relaciones congeladas, que hemos reconstruido el sistema de motivación como un sistema
transparente. Weber no indica que esta transparencia se da sólo al final de un proceso crítico. Sólo al terminar un
proceso de crítica recuperamos como nuestro propio trabajo lo que se manifiesta como la productividad del capital,
recuperamos como creencias motivadoras propias de nosotros lo que se manifiesta como el poder del Estado. El marco
conceptual de Weber nos permite ver la brecha entre pretensión y creencia, pero las razones de ello y la importancia de
esta discrepancia no son factores que el propio Weber considere.

Marx dice que la clase no es un hecho dado sino que es un resultado de la acción, de la interacción, un resultado que
no reconocemos como consecuencia de nuestra acción. En realidad hice más violencia a Weber que a Marx ya que le
forcé a decir lo que él no deseaba decir: que es en virtud de algún proceso ideológico como tenemos nuestras
motivaciones en relación con el poder. En Weber, en ningún momento tenemos la idea de que algo es reprimido en
esta experiencia de motivación, de que está perdida nuestra competencia comunicativa. Weber no ve que precisamente
porque estas competencia comunicativa se ha perdido sólo podemos describir tipos o estructuras.

Tema 5. La dimensión simbólica y retórica de la ideología: C. Geertz

Geertz

Para elaborar un concepto de ideología concebida como integración o conservación de la identidad recurrimos a
Geertz. En este análisis llegamos al nivel de la simbolización, algo que puede ser deformado y donde se verifica el
proceso de legitimación. Aquí la actitud principal no es de sospecha, ni siquiera una actitud no valorativa, sino la
conversación. El propio Geertz adopta esta actitud como antropólogo. En La interpretación de las culturas, Geertz
dice: “Lo que procuramos es conversar con ellos (con los miembros de otras culturas), una cuestión bastante más
difícil y no sólo con extranjeros, de lo que generalmente se reconoce”.

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“Considerada la cuestión de esta manera, la finalidad de la antropología consiste en ampliar el universo del discurso
humano… Se trata de una meta a la que se ajusta peculiarmente bien el concepto semiótico de cultura. Entendida
como sistemas de signos interpretables la cultura no es una entidad, no es algo a lo que puedan atribuirse de manera
causal acontecimientos sociales, modos de conducta, instituciones o procesos sociales. La cultura es un contexto
dentro del cual pueden describirse todos esos fenómenos de manera inteligible, es decir, densa”

En la conversación tenemos una actitud interpretativa. Si hablamos de ideología en términos negativos y la


consideramos como deformación, empleamos entonces el instrumento o el arma de la sospecha. Si, en cambio,
deseamos reconocer los valores de un grupo sobre la base de lo que ese grupo entiende por tales valores, entonces
debemos aceptarlos de una manera positiva, y en esto consiste la conversación.

Esta actitud está relacionada con un marco conceptual que no es causal ni estructural y ni siquiera de motivación; es
semiótico. Geertz trata de abordar el concepto de ideología mediante los instrumentos de la moderna semiótica. Lo
que quiere decir Geertz es que el análisis de la cultura no es “una ciencia experimental en busca de leyes sino una
ciencia interpretativa en busca de significaciones”. De manera que Geertz no dista mucho de Max Weber puesto que
cree con Weber que “el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido”. Nos
referimos a motivos, pero a motivos expresados en signos. Los sistemas significativos de los motivos constituyen el
nivel de referencia.

Puesto que la cultura se entiende aquí como un proceso semiótico, para Geertz es fundamental el concepto de
acción simbólica. Este tema está principalmente desarrollado en su artículo “La ideología como sistema cultural”, que
se encuentra en el libro La interpretación de las culturas. Geertz toma la expresión “acción simbólica” de Kenneth
Burke, aunque con una significación diferente. Burgke dice que el elnguaje es en realidad acción simbólica, pero para
Geertz, la acción es simbólica, lo mismo que el lenguaje.

Geertz emplea también el dudoso concepto de símbolo extrínseco, en el sentido de una teoría extrínseca de sistemas
simbólicos. Geertz desea mostrar que la acción está regida desde adentro por simbólos y llama a esos símbolos
extrínsecos a diferencia de otra serie de símbolos dados por la genética, caso en el que los códigos están
incorporados en el organismo vivo. Esta diferencia entre modelos extrínsecos e intrínsecos representa un intento de
establecer la línea divisoria entre modelos que encontramos en la biología y modelos desarrollados en la vida
cultural. En ésta, todos los símbolos son exteriores en lugar de pertenecer a los procesos de la vida. Geertz afirma
que la plasticidad o flexibilidad biológica de la vida humana no nos da una guía para tratar las diferentes situaciones
culturales, como la carestía, las cuestiones del trabajo, etc. Por eso necesitamos un sistema secundario de símbolos
que son, no naturales, sino modelos culturales.

La proposición que define la teoría extrínseca es la de que los sistemas de símbolos son confrontados con otros
sistemas. Pensamos y comprendemos cotejando “los estados y proceos de modelos simbólicos y los estados y
proceos del mundo exterior”. Si asistimos a una ceremonia sin conocer las reglas del rito, todos los movimientos que
allí vemos carecen de sentido. Comprender es cotejar lo que vemos con las reglas del ritual. Vemos el movimiento
como algo que realiza una masa de gente, como la realización de un sacrificio, etc. La noción de cotejar o comparar
es el tema central. Las configuraciones culturales son programas que nos procuran, dice Geertz, “un patrón o molde
de la organización de procesos sociales y psicológicos, así como los sistemas genéticos nos suministran tal patrón
para la organización de los procesos orgánicos. El proceso semiótioc procura un plan.

La parte más importante del artículo es el análisis que hace Geertz sobre la posibilidad de comparar una ideología
con los recursos retóricos del discurso. En la primera parte de su artículo, Geertz critica las teorías más corrientes de
la ideología, pues suponen algo que ellas mismas no comprenden: cómo el relajamiento de una tensión se convierte
en un símbolo, o cómo un interés está expresado en una idea. Geertz sostiene que la mayor parte de los sociólogos
dan por descontado lo que significa decir que un interés está “expresado” por algo diferente. Pero, ¿cómo llegan a
expresarse los intereses? Geertz declara que podemos responder a esto sólo analizando “cómo los símbolos
simbolizan, cómo funcionan para expresar significaciones”. “No teniendo idea de cómo funcionan la metáfora, la
analogía, la ironía, la ambigüedad, los retruécanos, las paradojas, la hipérbole, el ritmo y todos los elementos de lo
que solemos llamar ˊestiloˋ, a los sociólogos les faltan los recursos simbólicos con los cuales pudieran construir una
formulación más aguda”.

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Lo que resulta especialmente singular aquí es el intento de Geertz de relacionar el análisis, no sólo con la semiología
sino con la parte de ésta que trata las figuras de dicción, la tropología, los recursos retóricos que no tienen
necesariamente la finalidad de engañar. La posibilidad de que la retórica pueda ser integradora y no necesariamente
deformadora nos lleva a un concepto de ideología no despectivo. Podemos pues decir que en el concepto de
ideología hay algo de irreductible. Aun cuando separemos de ella los otros dos estratos de la ideología (la ideología
como deformación y la ideología como legitimación de un sistema de orden o poder), queda la función integradora
de la ideología, la función de conservar una identidad.

Sobre la base de este análisis de la ideología como función integradora, Ricoeur resalta tres puntos. Primero, al
transformar la manera en que se construye el concepto de ideología, subraya la mediación simbólica de la acción, el
hecho de que no hay ninguna acción social que no esté ya simbólicamente determinada. En consecuencia, ya no
podemos decir que la ideología es tan sólo una clase de superestructura. Aquí desaparece por completo la distinción
de superestructura e infraestructura, porque los sistemas simbólicos pertenecen ya a la infraestructura, a la
constitución básica del ser humano.

Un segundo punto es la correlación entre ideología y retórica. Habermas nos preparó el terreno para esta conexión,
puesto que discutió el problema de la ideología atendiendo a la comunicación y a la falta de comunicación. Pero
ahora la correlación es más positiva porque la ideología es, no la deformación de la comunicación, sino la retórica de
la comunicación básica. Existe una retórica de la comunicación básica porque no podemos excluir del lenguaje los
recursos retóricos; éstos constituyen una parte intrínseca del lenguaje corriente. En su función integradora, la
ideología es análogamente básica e ineluctable.

El tercer punto consiste en preguntar si nos es lícito hablar de ideologías fuera de la situación de deformación y
hacerlo sólo con referencia a la función básica de integración. ¿Podemos hablar de las ideologías de culturas no
modernas, culturas que no entraron en el proceso que Mannheim caracteriza como el derrumbe del acuerdo
universal, si éste existió alguna vez? ¿Hay ideología cuando no hay conflicto de ideologías? Si consideramos sólo la
función integradora en una cultura, y si esta función no se ve desafiada por otra forma capaz de dar integración,
¿podemos hablar de ideologías? Ricoeur duda si podemos proyectar la ideología a culturas que están fuera de la
situación posterior a la ilustración, situación en que se encuentran todas las culturas modernas envueltas ahora en
un proceso no sólo de secularización sino de fundamental confrontación sobre ideales básicos. Cree que la
integración sin confrontación es preideológica. Ello no obstante, continúa siendo de suma importancia hallar entre
las posibilidades de una función deformadora una función legitimante y, por debajo de esta función legitimante, una
función integradora.

Podemos observar que el proceso de derivar las tres formas de ideología puede desarrollarse en la dirección inversa.
Como la observa Geertz, la ideología se refiere siempre en última instancia al poder. La noción de la autoridad es un
concepto medular porque cuando el problema de la integración nos lleva al problema de un sistema de autoridad, el
tercer concepto de ideología nos remite de nuevo al segundo. No es azar que el lugar específico de la ideología exista
en la política, pues la política es el terreno en que las imágenes básicas de un grupo suministran reglas para ejercer el
poder. Las cuestiones de integración conducen a las cuestiones de legitimación y éstas a su vez conducen a las
cuestiones de deformación. Marchamos hacia atrás y hacia arriba en esta jerarquía de conceptos.

Se podría plantear la declaración de Geertz de que la ideología suministra los “conceptos de autoridad” que hacen
posible una entidad política autónoma como una declaración de que la ideología en última instancia se refiere al
poder político. ¿No podrían ser suministrados los “conceptos de autoridad” por la religión, por ejemplo? Ricoeur
entiende el concepto de autoridad como el paso por el cual se va desde la función integradora a la función de
legitimación de la jerarquía. Geertz explica: “... hay ideologías morales, económicas y hasta estéticas, así como las
hay específicamente políticas, pero como a muy pocas ideologías de alguna prominencia social les faltan
implicaciones políticas quizá sea lícito enfocar el problema aquí en esta perspectiva algún tanto estrecha. En todo
caso, la argumentación desarrollada para las ideologías políticas se aplica con igual fuerza a las no políticas”.

El problema de la religión continúa siendo un problema importante. Podemos comparar el análisis de la ideología
que hace Geertz con su análisis de la religión contenido en “La religión como sistema cultural”, un artículo incluido en
La interpretación de las culturas. No se trata de que la ideología reemplace a la religión en la vida moderna; Geertz
no relega la religión a las sociedades pasadas. Ricoeur ve tres puntos en los cuales Geertz establece el continuado
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papel de la religión. Primero, la religión es el intento de articular un ethos y una cosmovisión. Geertz nunca dijo
semejante cosa de la ideología. Desarrolla un largo análisis sobre el problema de los sufrimientos y la muerte, y dice
que la función de un sistema religioso es, no evitar los sufrimientos, sino enseñar la manera de soportarlos. Es difícil
afirma que esta sea una función sólo de sociedades pasadas, porque desde el momento en que aprendemos a
soportar los sufrimientos desaparece la diferencia entre lo ético y lo cósmico. La religión está más allá de la oposición
entre lo tradicional y lo moderno porque su función le permite suscitar una disposición de ánimo. La religión procura
una fundamental estabilidad en el nivel de nuestros sentimientos más profundos. La religión es una teoría de los
sentimientos, y como tal se refiere tanto a lo ético como a lo cósmico. El tercer punto sobre la religión es el hecho
que ella pone en escena esos sentimientos por obra de ritos, y en la sociedad moderna tenemos residuos y hasta
tradiciones permanentes de esta acción religiosa. La ideología surge, no por el derrumbe de la dimensión ritual, sino
por la situación conflictiva de la modernidad. Los sistemas se enfrentan con otros sistemas que formulan análogas
pretensiones de autenticidad y legitimidad.

Podemos decir que Geertz no se propone tanto eliminar las teorías corrientes sobre ideología (la ideología como
expresión de intereses o tensiones) como fundarlas en un plano más profundo. Pero, en última instancia, Geertz se
inclina más por una teoría de la tensión en cuanto a la ideología. El concepto de integración precisamente tiene que
ver con la amenaza de la falta de identidad. Lo que más teme un grupo es no ser ya capaz de identificarse a causa de
las crisis y confusiones que provocan la tensión; la tarea consiste en superar esa tensión. Una vez más la
comparación con la religión es pertinente porque los sufrimientos y la muerte desempeñan el mismo papel en la vida
personal que el papel que desempeñan la crisis y la confusión en la esfera social.

Agregaría otro elemento positivo de la ideología entendida como integración: el hecho de que la ideología sustenta
la integración de un grupo no sólo en el espacio sino también en el tiempo. El recuerdo de los padres y los hechos
fundadores de un grupo es extremadamente importante; volver a imponer los hechos que fundaron un grupo es un
fundamental acto ideológico. Se trata de la repetición de los orígenes. Con esta repetición comienza todos los
procesos ideológicos en el sentido patológico porque una segunda celebración tiene ya el carácter de una reificación.
El recuerdo permanente de los padres fundadores y de los hechos fundadores de un grupo es, pues, una estructura
ideológica que puede funcionar positivamente como una estructura integradora.

Es posible que el punto de vista de Geertz como antropólogo sea la razón decisiva de que ponga énfasis en la
integración y, por lo tanto, en la teoría del esfuerzo o tensión. Como antropólogo, Geertz tiene una perspectiva
diferente de la de alguien como Habermas, que es un sociólogo de la sociedad industrial moderna. En el género de
sociedades que trata Geertz, la problemática no es la de la sociedad industrial o posindustrial, sino que es la de
sociedades que están en desarrollo. En esas sociedades, la crítica de la ideología es prematura; están más
concentradas en la naturaleza constitutiva de la ideología. Cuando los intelectuales u otros disidentes de esas
sociedades utilizan los Instrumentos de la crítica de la ideología, seguramente se les encarcela o se les mata. Los
disidentes se hacen elementos marginales cuando aplican los instrumentos críticos de una sociedad avanzada a una
sociedad naciente. Aquí la cuestión metodológica es considerar hasta qué punto la posición de Geertz como
antropólogo lo compromete a realizar un análisis que no puede ser el de un Habermas.

Pero sería demasiado sencillo afirmar que los países en desarrollo sólo tienen que considerar el carácter constitutivo
de la ideología, porque su tarea consiste en hallar su propia identidad en un mundo ya marcado por la crisis de las
sociedades industriales. Las sociedades industriales no sólo acumularon y acapararon la mayor parte de los medios e
instrumentos de desarrollo, sino que en su propio seno engendraron una crisis que ahora es un fenómeno público y
mundial. Hay sociedades que están entrando en el proceso de industrialización y al mismo tiempo hay naciones que,
en la cumbre de su desarrollo, se están planteando cuestiones sobre ese proceso. Ciertos países tienen que
incorporar la tecnología en el mismo momento en que comenzó la crítica de la tecnología sometida a juicio. Para los
intelectuales de aquellos países, la tarea es especialmente difícil porque viven en dos eras al mismo tiempo. Viven a
comienzos del periodo industrial, pero también forman parte del siglo XX porque se han formado en una cultura que
ya entró en la crisis de la relación entre sus metas y la crítica de la técnica. Por eso el concepto de ideología se ha
hecho ahora universal; la crisis de las sociedades industriales es una crisis universal; y esto forma parte de la
educación de todo intelectual de cualquier lugar del mundo. Las personas de los países que están en desarrollo se
educan al mismo tiempo con los elementos intelectuales de su propia cultura y los de la crisis de los países
desarrollados.

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Si ahora la ideología es un fenómeno universal, el marxismo sostiene que el concepto de ideología nació con el
desarrollo de las clases sociales. Los marxistas argumentan que la ideología no existía antes del surgimiento de las
estructuras de clase. Althusser llega hasta el punto de afirmar que antes de la burguesía no había ideología. Había
credos y creencias, pero sólo la estructura de clases creó la situación en la que una parte importante de la población
no compartía los valores de la totalidad. La perspectiva marxista pone de relieve los aspectos deformadores de la
ideología antes que su función integradora. En respuesta a esta postura, Ricoeur dice que el concepto primitivo de
ideología entendida como integración no puede emplearse en la práctica política salvo con el fin de preservar, aun en
la situación de lucha, la problemática del reconocimiento. Si se entiende que la función deformadora no puede
aparecer si no hubiera una estructura simbólica de la acción, al menos sabemos que puede haber conflictos de clase
porque está en marcha un proceso de integración. Los conflictos de clase no son pues nunca exactamente
situaciones de guerra total. La realización del carácter integrador de la ideología ayuda a conservar el nivel apropiado
de la lucha de clases, que es, no destruir al adversario, sino llegar a su reconocimiento y aceptación. La subyacente
función integradora de la ideología nos impide llevar el elemento polémico a su punto destructor, el punto de una
guerra civil. Lo que nos impide propiciar una guerra civil es el hecho de que debemos conservar la vida de nuestro
adversario. Ni siquiera el enemigo de clase es un enemigo radical. En cierto sentido, es aún un prójimo, un vecino. El
concepto de ideología entendida en su función integradora pone un límite a la guerra social e impide que se
convierta en una guerra civil. La cuestión es realmente la integración y no la supreción o destrucción del enemigo.

Hasta en la sociedad de clases están en marcha procesos integradores: el sentido de una lengua común, una cultura
común, una nación común. Debemos situar el papel del lenguaje en una estructura de clases. La resolución de esta
cuestión determinó a principios de este siglo una importante batalla entre los marxistas. A diferencia de los marxista
que sostenían que hasta la gramática tiene una estructura de clase, Stalin afirmaba que la lengua pertenece a la
nación como todo. La condición de la nación en la teoría marxista resulta difícil de elaborar porque pasa a través de
las líneas de las clases. Podemos decir que el concepto de ideología en Geertz es más apropiado para una cuestión
como ésta pues la condición de la nación no está radicalmente afectada por la estructura de clases. Intentar definir la
naturaleza de la nación es algo muy problemático; es difícil decir lo que es realmente básico y lo que es cultural. Al
igual que algunos psicólogos hablan de la imagen corporal, hay una imagen social del grupo y esta imagen de
identidad es particular de cada grupo.

Podemos tomar como ejemplo la ideología de Estados Unidos. El primer rasgo de esta ideología es el de que no se la
puede definir aislándola de las relaciones de los Estados Unidos con otros países ni de las configuraciones ideológicas
propias de éstos. Los Estados Unidos no se encuentran en una posición de aislamiento que pudiera resguardarlos de
toda confrontación con otras ideologías nacionales. Ahora que Europa ha sufrido un colapso por ogra de sus guerras
internas, el conflicto es más global. Por ejemplo, la relación entre el tercer mundo y el mundo industrial es
actualmente una batalla fundamental. De manera que la ideología de los Estados Unidos está definida en parte por
sus relaciones exteriores.

Consideremos, por ejemplo, la cuestión de las minorías raciales y étnicas, una cuestión sumamente importante en
los Estados Unidos. ¿En qué categoría debemos situar estas minorías? No son una clase ni una nación. Debemos ser
flexibles con el concepto de estrato social; quizá la conexión entre un estrato social y una ideología o utopía es lo que
les da unidad a ambas cosas. Muchos grupos, y en consecuencia, muchas ideologías configuran la totalidad. La
conciencia étnica es ahora un componente colectivo de una mezcla ideológica nacional muy amplia.

Con todo eso, es cierto que los Estados Unidos tienen una ideología común. Consideremos la cuestión de la
desocupación. Ésta es una diferencia típica entre Europa y los Estados Unidos. En Europa quedarse sin empleo es una
injusticia, pues uno tiene derecho a trabajar. En Estados Unidos se ve como un fracaso individual, es un problema
personal. Este individualismo que lo penetra todo tiene algunas implicaciones saludables, pero también implica que
si bien todo lo que es manejado por la empresa privada se encuentra en buenas condiciones, las empresas públicas,
como el ferrocarril sufren quebrantos. No hay sentido de la propiedad común.

Para terminar, diré que el concepto de integración es un supuesto de los otros conceptos principales de ideología (la
deformación y la legitimación), pero en realidad funciona ideológicamente por obra de estos dos factores. El nexo
entre estas tres funciones puede situarse refiriendo el papel de la ideología al papel más amplio que cumple la
imaginación en la vida social. En este nivel más general, supongo que la imaginación opera de dos manera diferentes.
Por un lado, la imaginación puede funcionar para preservar el orden. En este caso la función de la imaginación

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consiste en poner en escena un proceso de identificación que refleja ese orden. Aquí la imaginación tiene la
apariencia de un cuadro o pintura. Pero por otro lado la imaginación puede tener una función destructora y puede
también promover un avance; su imagen es de producción, se trata de imaginar algo diferente, un “ningún lugar”. En
cada uno de sus tres papeles, la ideología representa el primer tipo de imaginación pues tiene una función de
preservación, de conservación. En cambio, la utopía representa el segundo tipo de imaginación; es siempre una
mirada desde un lugar que no existe.

La ideología conserva la identidad, pero también aspira a conservar lo que ya no existe, y por lo tanto, es ya una
resistencia. Algo se hace ideológico (en el sentido más negativo del término) cuando la función integradora se
petrifica, cuando se hace retórica, cuando prevalecen la esquematización y la racionalización. La ideología opera en
la frontera entre la función integradora y la resistencia.

Tema 6 – Utopía e ideología en Mannheim

Mannheim

Existe una enorme bibliografía sobre la ideología, y mucho menos sobre la utopía. La primera dificultad consiste en
que ambos fenómenos difieren en su apariencia. Propio de la utopía es que desde el principio ella constituye un
género literario, (hay obras que se llaman utopías) y nada semejante existe en lo referente a la ideología, ni nadie
dijo escribir una ideología. La ideología suele negarse más naturalmente mientras la utopía se acepta más fácilmente.

La segunda falta de paralelismo se manifiesta en las actitudes con que abordamos los dos fenómenos. Como vimos
en el caso de Geertz, quizá sólo al término de un proceso muy difícil y arduo podemos enfocar la ideología con una
actitud más amistosa. Nuestra actitud general respecto de las utopías es bastante diferente. En algunos casos la
utopía tiene una connotación negativa, especialmente cuando la nombran los representantes de grupos gobernantes
que se sienten amenazados. Para ellos, la utopía es algo imposible e irrealizable, por lo menos dentro del orden que
ellos representan. El lector se inclina a aceptar la utopía como una hipótesis plausible. En la obra utópica no nos
hallamos frente a una actitud polémica que el lector tenga que desarmar mediante su penetración y habilidad.

Una tercera falta de paralelismo que constituye un obstáculo aún mayor para comparar ideología y utopía es el
hecho de que las utopías (en plural) no expresan fácilmente una significación central de la utopía (en singular). Este
es resultado es consecuencia de la autoría de las utopías, pues determinadas utopías fueron escritas por
determinados autores. Si resulta difícil aislar el núcleo de la ideología como problema único, más difícil es tratar de
aislar un núcleo de la utopía. El contenido de las utopías (cuando se analiza) se dispersa por completo. Por supuesto
hay algunos límites de esta dispersión. Existe cierta permanencia de los intereses, cierta repetición de temas sobre la
familia, la propiedad, el consumo, la organización social y política, etc. Pero si desde un punto de vista más general,
consideramos cada tema utópico, cada uno de ellos estalla en direcciones contradictorias. Lewis Mumford, intenta
mostrar que hay por lo menos dos familias de utopías que resultan muy difíciles de relacionar entre sí, las que él
llama utopías de evasión y utopías de construcción. Desde el punto de vista de la semántica nos encontramos frente
a una pluralidad de utopías individuales que resultan muy difíciles de reunir con el nombre de utopía.

Este problema se refleja también en el método de analizar las utopías. La crítica de la ideología es sociológica, en
tanto que las utopías son históricas. Hay cierta afinidad entre el género literario y el enfoque histórico.

Una cuarta dificultad que encuentra nuestro análisis es la de que en el pensamiento marxista tienda a desaparecer la
distinción de utopía e ideología. Tratar de restablecer esta distinción va contra el marxismo ortodoxo. Sobre la base
de nuestro anterior estudio de Marx, podemos comprender por qué en el marxismo tiende a desaparecer la
distinción entre ideología y utopía. Vimos que el marxismo tiene dos criterios diferentes para definir la ideología.
Primero opone la ideología a la praxis y lo que se opone a la praxis es ficción o imaginación (posición en La ideología
alemana). Lo irreal abarca ambos conceptos. Pero llegamos a la misma conclusión si adoptamos el segundo criterio
de ideología y si oponemos ideología a la ciencia. En este caso, lo no científico comprende tanto la ideología como la
utopía. Engels: “Socialismo: utópico y científico”. Allí se considera que el socialismo utópico pertenece a la esfera de
las ideologías. El marxismo tiende a reducir las utopías a una subclase ideologías. Se afirma que las utopías son
emanaciones de cierto estrato social. La explicación de las ideologías y las utopías es la misma.

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El mérito de Mannheim consiste en haber relacionado ideología y utopía, y al mismo tiempo en haber señalado sus
diferencias. Analizamos aquí el capítulo de Ideología y utopía titulado “La mentalidad utópica”. El estudio sobre la
utopía de Mannheim está presentado en tres pasos. Hemos hablado sólo del primero, una criteriología de la utopía.
El segundo paso es una tipología, donde Mannheim trata de aplicar un método parecido al de los tipos ideales de
Weber. En el tercer paso, Mannheim procura interpretar la dirección de los cambios de la utopía, es decir su
dinámica temporal. Así las tres contribuciones principales de Mannheims al problema de la utopía son: primero un
intento de suministrar un concepto, una hipótesis operante en su indagación; segundo, un intento de orientarnos en
medio de la variedad de utopías procurando superar esa dispersión de las utopías, esa multiplicidad desperdigada,
con una tipología; tercero el intento de decir algo sobre el movimiento irreductible de esta tipología. La idea principal
de Mannheim es la de que el proceso genera se encamina a una declinación de las utopías y, por lo tanto, a la
progresiva desaparición de toda incongruencia con la realidad. La gente está más ajustada a la realidad y este ajuste
da muerte a la utopía.

Sobre el primer paso del análisis de Mannheim, su criteriología, la ideología y la utopía presentan un rasgo común y
un rasgo diferencial. El rasgo común es lo que él llama incongruencia, una especie de desviación o escisión. El rasgo
diferencial de ideología y utopía consiste en el hecho de que la utopía trasciende situaciones, en tanto que la
ideología no las trasciende. Los criterios para determinar quién conoce la “realidad” de una situación y puede
entonces decidir si algo es trascendente constituye aún otro problema. El segundo aspecto del carácter trascendente
de la utopía es el de que una utopía puede esencialmente realizarse. En cambio, la ideología no tiene el problema de
realizarse porque es la legitimación del orden existente. Si hay incongruencia entre la ideología y la realidad, ello se
debe a que la realidad cambia, mientras que la ideología presenta cierta inercia. La inercia de la ideología crea la
discrepancia. El rasgo diferencial de ideología y utopía se manifiesta de dos maneras. Primero, las ideologías tienen
que ver con grupos dominantes, reconfortan el yo colectivo de esos grupos dominantes. En cambio, las utopías
suelen estar sustentadas por grupos que se hallan en vías de ascenso y, por lo tanto, están generalmente
sustentadas por los estratos inferiores de la sociedad. Segundo, las ideologías se dirigen más hacia el pasado, en
tanto que las utopías se dirigen más al futuro.

El segundo paso del análisis de Mannheim es una tipología. La tipología de Mannheim es sociológica, y lo que resulta
metodológicamente interesante es aquí la diferencia entre un enfoque sociológico y un enfoque histórico. Es el
historiador quien hace resaltar la singularidad de los hechos. La obra Utopía (Thomas More) ejemplifica la afinidad
que hay entre el método histórico y el género literario. El género literario coloca los hechos individuales en el curso
de la historia. Esto implica que el historiador no pueda ir más allá de los conceptos descriptivos, y esta circunstancia,
dice Mannheim, pone obstáculos a toda innovación sistemática.

Pero el esfuerzo de Mannheim está enderezado a establecer una sociología de la utopía, que sigue tres reglas
metodológicas. Primero, debe elaborar su concepto, no en el sentido de un concepto descriptivo, sino en el de una
generalización, debe ser un concepto operante. Un ejemplo sería saber “si no hay ideas aún no realizadas en la
realidad que trascienden una realidad dada…”. Esta es la manera en que Mannheim construye el concepto de utopía.
Nosotros no somos pasivos en relación con la experiencia, sino que tratamos de reconstruirla estructuralmente. Así
la primera regla metodológica es estructura un concepto general. La segunda regla es diferenciar las utopías según
los estratos sociales. El problema consiste en relacionar cada forma de utopía con un estrato social, cosa no siempre
fácil de hacer. Esta regla implica que desaparece significativamente la individualidad de los autotres, o al menos
queda minimizada. La tercera regla metodológica es la de que una utopía no sólo constituye una serie de ideas sino
también una mentalidad, un Geist, una configuración de factores que penetra toda la gama de ideas y sentimientos.
El elemento utópico se infunde en todos los sectores de la vida, es más bien un sistema simbólico general.
Mannheim habla aquí de “deseo dominante”. La mentalidad utópica da a la experiencia “un cuadro inmediatamente
perceptible” o por lo menos “una serie directamente inteligible de significaciones”. Este concepto es importante
cuando consideremos lo que Mannheim llama la muerte de la utopía. La muerte de la utopía puede ser también la
muerte de un cuadro global de la realidad y esto deja en pie nada más que un enfoque fragmentario de hechos y
situaciones.

Estos tres criterios metodológicos (la utopía como concepto estructurado, su correlación con un estrato social
correspondiente y el deseo dominante) no están muy lejos de los tipos ideales de Weber. Pero esta tipología difiere
de la de Weber en un aspecto fundamental: Mannheim considera fundamental el antagonismo entre las utopías.
Para Manneim cada utopía está definida por la índole de un antagonismo con las demás. Mannheim da cabida al

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concepto de contrautopía: algunas utopías pueden ser típicamente antiutópicas sólo porque hay un elemento de
contrautopía en cada utopía. Es esencial que una utopía se oriente respecto de otra.

Me concentraré sólo en un punto de vista que nos proporcionará un hilo conductor general: la manera en que cada
utopía trata el sentido del tiempo. En el análisis de Mannheim se repite el argumento de que cada utopñía tiene un
particular sentido del tiempo histórico.

La primera utopía que nombra Mannheim no es la de Thomas More. Mannheim comienza considerando a Thomas
Münzer, el anabatista. ¿Por qué Mannheim eligió a Münzer y no a Thomas More? Primero porque el anabaptismo de
Münzer representa la mayor discrepancia entre idea y realidad (el ejemplo más vigoroso del criterio de
incongruencia), y al mismo tiempo porque es el caso prototípico en que el sueño utópico está en vías de ser
realizado. Para Mannheim, el criterio de utopía no queda satisfecho por la simple circunstancia de que algo comience
a destruir el orden existente. El movimiento de Münzer es quiliástico, que tiene la idea de un milenario, de un
reinado que desciende del cielo. El elemento trascendente se manifiesta en el descenso del cielo a la tierra. El
quiliasmo ofrece un punto de partida trascendente a una revolución social basada en motivos religiosos. El descenso
de lo trascendente supera la distancia entre la idea utópica y la realidad. Podemos ver que la utopía quiliástica pone
un límite a la afirmación de Marx de que la religión pertence necesariamente al terreno de la ideología.

La segunda razón por la cual Mannheim elige la utopía quiliástica es la de que ésta reúne el ideal con las demandas
de un estrato social oprimido. Se trata de la conjunción del predicador y de la rebelión de los campesinos, y esto es lo
decisivo. “Anhelos que hasta ese momento no estaban ligados a una meta específica o estaban concentrados en
objetivos del otro mundo, repentinamente toman una configuración mundana. Ahora se los sintió como realizables -
aquí y ahora- e infundieron en la conducta social un celo singular”. Obsérvese el criterio de la posibilidad de
realización. Para Mannheim, aquel movimiento representaba la primera brecha en la aceptación fatalista del poder,
tal como estaba constituido. Para Mannheim, este es el nacimiento por lo menos de la utopía moderna; y excluye a
Thomas More del primer plano. La utopía quiliástica suscita contrautopías, que están más o menos enderezadas
contra la amenaza del resurgimiento de esta utopía fundamental.

En cuanto al sentido del tiempo de una utopía, lo específico del sentido del tiempo tal vez en todas las utopías es el
súbito enlace entre los absoluto y lo inmediato del aquí y el ahora. No hay dilación, no hay postergación alguna entre
lo inmediato y lo absoluto. “Para el verdadero quialista, el presente se convierte en la brecha a través de la cual lo
anteriormente dirigido hacia adentro estalla repentinamente, se apodera del mundo exterior y lo transforma” La
experiencia del quialista es la opuesta de la del místico que representa un apartarse del tiempo y del espacio. El
quialismo reconoce el carácter instantáneo de la promesa frente a la lenta preparación que desarrolla un concepto
didáctico de cultura o frente al sentido de lo oportuno que tiene que ver con las condiciones reales expuestas por el
pensamiento marxista. Para Mannheim, el desconocimiento de dicha preparación y de la oportunidad es
característico de la utopía quilástica.

La segunda forma utópica que considera Mannheim es la utopía humanitaria liberal. Esta se basa principalmente en
la confianza en el poder del pensamiento en cuanto al proceso educativo y formativo. La utopía está en conflicto con
un orden existente, pero lo está en nombre de una idea. Podemos decir que la universidad procede de esta utopía,
porque se supone que podemos modificar la realidad con mejores conocimientos. Esta forma es utópica en la
medida en que niega las fuentes reales del poder, que están en la propiedad, en el dinero, en la violencia y en todas
las clases de fuerzas no intelectuales. Esta utopía exagera el poder de la inteligencia para plasmar y dar forma. En
este sentido es antiquiliástica, pues habla, no de energías, sino de ideas. Para Mannheim, la utopía liberal culmina en
el idealismo alemán que refleja esa filosofía de la ilustración. Esta utopía está tipificada por una lucha permanente
entre una visión del mundo intelectualista y otra teocrática o clerical. La primera visión está representada por la
burguesía (el grupo más ilustrado) que luchaba contra las teocracias y las monarquías. Esta utopía estuvo presente
tanto en la ilustración alemana como en la francesa (la ilustración francesa era más política e inmediata, la alemana
era más una teoría de la cultura), y tal vez algo semejante obró en la secularización del pietismo en Inglaterra.

La tercera utopía que trata Mannheim es el conservadurismo. A primera vista parece extraño llamar utópico al
conservadurismo. Este es más bien una contrautopía, pero, como tal que se ve obligada a legitimarse ante el ataque
de las otras, se convierte entonces en una utopía de cierta clase. El conservadurismo descubre su “idea” después de
los hechos. Como utopía, desarrolla algunos símbolos fundamentales, como el espíritu de un pueblo. Sus imágenes
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son morfológicas. El pueblo de una comunidad, nación o Estado es como un organismo; los individuos son partes que
forman un todo. El crecimiento no puede apresurarse; los hombres deben ser pacientes, pues las cosas se toman su
tiempo para cambiar. Hay un sentido de determinación histórica como ocurre en el crecimiento de una planta, y esto
es opuesto a las ideas que simplemente flotan. En cuanto al sentido del tiempo del conservadurismo, éste da
prioridad al pasado, no como algo abolido sino a un pasado que nutre el presente al proporcionarle sus raíces. Aquí
es importante la tradición, la afirmación de que algo está vivo y se transmite y la afirmación de que el presente sin
estas subterráneas emanaciones del pasado estaría vacío.

La cuarta forma utópica que trata Mannheim es la utopía socialista comunista. Aquí también podríamos hacer
muchas reservas sobre la clasificación de Mannheim. ¿Cómo podemos llamar utópico al movimiento socialista
comunista cuando éste pretende precisamente ser antiutópico? Mannheim da dos respuestas. Este movimiento es
utópico, primero, a causa de su relación con las otras tres utopías, una relación que no es sólo competitiva, sino
sintética. Mannheim sostiene que este cuarto modo “se basa en una síntesis interna de las varias formas de utopía
que han nacido hasta ahora”. Esta forma conserva de la utopía quiliástica el sentido de una ruptura producida en la
historia, ese salto que va desde la era de la necesidad a la era de la libertad. También conserva lo mejor de la
tradición del progreso, es decir, las preparaciones temporales, las fases históricas. Por ejemplo el paso de la
propiedad basada en la tierra a la propiedad basada en el capital corresponde a un desarrollo nacional que hace
posible una rotura en la estructura social principal. Hasta la utopía conservadora aporta un elemento: el sentido de la
necesidad, el sentido de que no podemos hacer cualquier cosa en cualquier momento, el elemento determinista que
está tan extrañamente vinculado con la idea de un salto.

El entrelazamiento de las tres utopías anterior con este cuarto modo puede reconocerse especialmente en el sentido
del tiempo de la utopía socialista comunista. Mannheim cree que la contribución decisiva de esta utopía es la
manera en que ella articula la relación entre lo cercano y lo remoto. La realización del comunismo es lo remoto y
representará el fin de la lucha de clases, el fin de la opresión, etc. Lo cercano implica los pasos que hay que dar para
llegar a esa meta, pasos que deben ser muy racionales. Por ejemplo, el socialismo debe realizarme primero, antes de
que la fase esté preparada para el advenimiento del comunismo. El futuro está preparado en el presente, pero al
mismo tiempo en el futuro habrá más que en el presente. La “idea” socialista en su interacción con los hechos
“reales” opera más bien como un tendencia. Esta utopía refina la idea de progreso al introducir el concepto de crisis,
que estaba más o menos ausente en la utopía liberal. En la utopía socialista comunista, “la experiencia histórica llega
a ser… un plan realmente estratégico”.

Las cuatro formas de utopía son no solamente antagónicas puesto que su conjunto está orientado: la naturaleza de
su antagonismo afecta la tendencia general de los cambios. Las cuatro formas constituyen una secuencia temporal.
Aquí la idea fundamental de Mannheim es la de que la historia de la utopía constituye una gradual “aproximación a
la vida real” y, por lo tanto, una declinación de la utopía. Mannheim dice: “El proceso histórico mismo nos muestra
un gradual descenso y una creciente aproximación a la vida real de una utopía que en un tiempo trascendía
completamente la historia”. Es como si la distancia utópica se viera progresivamente reducida. Después de esta
caracterización supuestamente descriptiva, Mannheim procede exactamente como hizo en el caso de la ideología, es
decir, pasa de una posición no valorativa a una posición valorativa sobre los méritos de este cambio. Porque
Mannheim definió la ideología y la utopía como incongruentes con la realidad, su conclusión sobre este punto puede
estar predeterminada. Tiene que tomar la eliminación de la incongruencia como algo positivo. Se supone que esta
“aproximación a la vida real” es salutífera puesto que expresa un intento de abordar más estrechamente la realidad
social; se trata de un progresivo “dominio de las condiciones concretas de existencia”.

Mannheim cree que el anarquismo radical desapareció del escenario político (dudo que hoy podríamos decir tal
cosa). Mannheim ve muy claramente la tendencia conservadora del socialismo, la burocratización de la utopía
liberal, la tolerancia y el escepticismo crecientes y sobre todo la reducción de todas las utopías a idelogías.

Cerca del final del capítulo Mannheim se muestra espantado de su descubrimiento. Surge allí una protesta visceral, y
Mannheim cita a un poeta, Gottfried Keller: “El triunfo último de la libertad será estéril”. Mannheim cita los síntomas
de esta esterilidad: la general desintegración de las visiones del mundo, la reducción de la filosofía a la sociología. La
filosofía es cada vez menos la matriz de perspectivas globales y la sociología sin una perspectiva filosófica que la
funde, queda reducida a una interminable indagación fragmentaria.

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El sentido del tiempo histórico está profundamente afectado por esta decadencia de la utopía. “Cuando la utopía
desaparece, la historia deja de ser un proceso que conduce a un fin último”. Mannheim cree que ha desaparecido la
categoría de la totalidad y que éste es el carácter principal de nuestra época. Así también desaparece en Mannheim
la idea idea de una meta. Mannheim cree que el resultado de esta desaparición es el reducir todos los hechos, todas
las acciones humanas a funciones de los impulsos humanos. Mannheim ve la victoria de cierta actitud práctica y
positiva. Trátase de la vacua victoria de la congruencia: la gente se ha adaptado a la realidad y por haberse adaptado
a ella no tiene ilusiones; pero con la pérdida de las ilusiones los hombres también pierden todo sentido de la
dirección. Mannheim ve aquí todas las enfermedades de la sociedad moderna; ya no existe el impulso por trazar
cuadros generales.

¿Pero es verdadera esta visión del mundo sin utopías? Reconocer que la ciencia y la técnica pueden ser ellas mismas
ideológicas vuelve a abrir la puerta a la utopía. Mannheim hace dos reservas a la aparente falta de tensión del
mundo actual. Por un lado dice que existen aún estratos “cuyas aspiraciones todavía no se han satisfecho”. Hoy los
problemas del tercer mundo destruirían por completo la imagen de Mannheim. Nada es menos verdadero que la
afirmación de Mannheim de que nos hallamos en un mundo que ya no está en el proceso de hacerse. También es
raro que alguien escribiera eso e 1929, pocos años antes del triunfo de Hitler. Tal vez haya sido el triunfo de la utopía
liberal lo que inspiró la sociología de Mannheim, si nos es lícito decir que hay una utopía detrás de esta ciencia. La
segunda reserva que hace Mannheim a su tesis es la de ver otro grupo que está insatisfecho, el grupo de los
intelectuales.

En el último párrafo del capítulo sobre la utopía, Mannheims señala el punto en que cesa el paralelismo entre
ideología y utopía.

Si llamamos ideología a la falsa conciencia de nuestra situación real, podemos imaginar una sociedad sin ideología.
Pero no podemos imaginar una sociedad sin utopía porque ella sería una sociedad sin metas. Nuestra distancia
respecto de nuestras metas es diferente de la deformación ideología tocante a la imagen de quienes somos. “Con el
abandono de las utopías, el hombre perdería su voluntad de dar forma a la historia y, por lo tanto, su capacidad de
comprenderla”.

Podemos poner en tela de juicio su método, su oposición de sociología e historia, la construcción de su tipología de
la utopía, la caracterización de las utopías y su lista de esta y aquella utopía. También existe un aparente lazo con
Hegel, porque el tipo conservador de Mannheim viene después del liberal, igual que en Hegel. Después de la
ilustración llega la hermosa alma y la pena por el pasado.

Asombra el hecho de que la tipología de Mannheim no diera cabida a las utopías socialistas. Mannheim considera
como una utopía la forma de socialismo estructurada por el marxismo, peor esta forma es utópica sólo por los rasgos
que toma de las otras utopías. Yo diría que en su constitución el socialismo marxista no es utópico, salvo en el
desarrollo que le dio el joven Marx, donde se trata la utopía de la persona total, de la integridad de toda la persona.
Al considerar en las dos últimas conferencias ejemplos de utopías socialista, podremos comprobar que existen
alternativas de las conclusiones a las que llegó Mannheim. La defensa final que hace Mannheim de la utopía puede
ser coherente, pero nosotros debemos establecerla sobre nuevas bases. En definitiva, el texto de Mannheim es más
críptico de lo que parece a primera vista, pero reconsiderar el concepto de utopía puede desenredar alguno de los
problemas que su texto saca a la luz.

Tema 7 – Los utopismos de Saint-Simon y de Fourier

Saint-Simon

Examinaremos dos ejemplos del socialismo utópico del siglo XIX.

La expresión “socialismo utópico” fue empleada por Engels en un folleto publicado en 1880 con el título de
“Socialismo: utópico y científico”. Engels se daba cuenta de que estas utopías socialistas eran vástagos de la
ilustración francesa. Por eso, una primera pregunta que debemos hacernos es: ¿De qué manera la Ilustración
produjo utopías? El nacimiento de las utopías derivadas de la Ilustración concuerda bien con la tipología de
Mannheim porque el segundo tipo de utopía, como recordamos, era la utopía racionalista. En la Ilustración sólo la
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razón es portadora de la radical protesta contra la dominación eclesiástica y política. Pero la razón se hace utópica
cuando esa protesta contra el poder gobernante no logar éxito histórico. En realidad era ésa la situación histórica,
porque la mayor parte de estas utopías aparecieron después del fracaso de la revolución burguesa, y dejó de ser una
revolución popular.

Engels hablaba contra los socialistas utópicos pero no con la brutalidad y acritud que reservó al pensamiento
burgués. Engels supone que la razón es tan sólo, de una manera muy simplista, la idealización de los intereses de la
burguesía. De manera que para el pensamiento marxista en una fase muy temprana ya había una vinculación entre
razón e intereses. Engels cree que la razón es la forma idealizada de la dominación de la burguesía. Pero en este
proceso de idealización no se da solamente el desarrollo de una ideología (es decir, la justificación de la posición de
la clase dominante) sino también un subproducto, que es la utopía.

Para Engels la ilusión utópica consiste en esperar que la verdad habrá de ser reconocida simplemente porque es la
verdad e independientemente de todas la combinaciones del poder y de las fuerzas históricas. Cualquier momento
es bueno para emprender una revolución. No son necesarias preparaciones históricas ni condiciones determinadas
para alcanzar el éxito. Engels sugiere que en la época de los socialistas utópicos, la falta de madurez de la producción
capitalista y la situación de las clases corrían parejas con una falta de madurez en la teoría. La teoría no estaba
madura porque las clases que podían sustentar un programa revolucionario no estaban aún maduras. Esta
inmadurez teórica estaba ejemplarizada por la creencia utópica de que la sociedad podía modificarse sobre la base
de la razón sola. Los marxistas siempre dijeron que el capitalismo debía alcanzar cierto nivel para que pudiera
desarrollarse una situación revolucionaria; propugnar utopías corresponde a una fase de inmadurez. Aún así la
utopía para los marxistas no puede descartarse ni negarse como ideológico. Engels llama por lo menos a una forma
de este pensamiento utópico poesía social. (1) La caracterización de Engels era negativa, (2) En verdad, plantearé si
no estamos ahora listos para leer esas utopías de una manera más favorable porque sabemos lo que Marx y Engels
produjeron históricamente por lo menos en lo que se refiere al socialismo de Estado. Después de semejante fracaso,
bien podría ser ahora de nuevo el momento de la utopías.

Engels da tres ejemplos de socialistas utópicos: Saint-Simon, Fourier y Owen. Es interesante observar que los dos
primeros escribieron entre 1801 y 1836, es decir, durante el periodo de la restauración. Las utopías aparecen
durante un periodo de restauración, y tal vez esto también tenga sentido en nuestro tiempo. Saint-Simon se mostró
prudentemente revolucionario durante la Revolución Francesa, aunque detestaba la violencia. Esta actitud negativa
frente a la violencia forma también parte de la mentalidad utópica; para Saint-Simon, el esfuerzo ha de consistir en
convencer a los demás, porque la imaginación, no la violencia, debe provocar la ruptura con el pasado. Saint-Simon y
Fourier representan los dos polos de la utopía socialista: Saint-Simon es el hombre radicalmente racionalista, y
Fourier es un romántico. La discusión de estas dos figuras es una buena manera de enfocar la dialéctica interna de la
utopía, su aspecto racional y su aspecto emocional.

Según Desroche, el pensamiento de Saint-Simon se desarrolló en tres fases. La utopía racionalista de Saint-Simon
comenzó estando muy cerca de la Ilustración, pero con el tiempo se cambió en un intento de reimplantar el sueño
quiliástico de una nueva religión. Un rasgo notable de las utopías es el de que éstas a menudo comienzan con una
posición radicalmente anticlerical y hasta antirreligiosa, y terminan aspirando a recrear la religión.

El primer proyecto utópico de Saint-Simon está expuesto en su obra Cartas de un habitante de Ginebra a sus
contemporáneos, escrita en 1803. Esta obra exhibe una orientación puramente racionalista. Su forma es la de una
revelación, pero su contenido muestra que se trata de un proyecto de ciencia social. La forma profética es típica de
las utopías, así como es típico el uso del tiempo futuro para indicar lo que ocurrirá. Esta utopía desplaza el poder a
los intelectuales y hombres de ciencia. Lo medular de esta utopía es el poder del conocimiento. Esto confirma la
hipótesis de que todos los proyectos utópicos aspiran a reemplazar el Estado como poder político por una
administración que no tenga ninguna aureola carismática y cuyo único papel sería el de reunir y sostener
financieramente a un alto consejo de personas ilustradas, una especie de cuerpo sacerdotal laico. Con referencia a
esto, Saint-Simon habla de un gobierno a la sombra de Newton. Saint-Simon confirma la hipótesis de Ricoeur de que
tanto las ideologías como las utopías se refieren al poder; una ideología es siempre un intento de legitimar el poder,
en tanto que la utopía es siempre un intento de reemplazar el poder existente por algo diferente. Al mismo tiempo,
en la utopía esta transferencia de poder es sencillamente afirmada y no se exponen los medios prácticos para

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instrumentar el sueño. Saint-Simon dice siempre que las personas ilustradas, los científicos, harán esto y aquello. El
futuro representa el cuadro del sueño, pero no el programa para realizarlo.

Eurich señala que la idea de reemplazar el poder político por el poder de los hombres de ciencia tiene una larga
tradición. Se remonta a Bacon y su Nueva Atlántida. En la utopía de Bacon se reunían los recursos de una nación
ilustrada y el poder de los científicos, una alianza entre una nación instruida y genios individuales. La idea era
reemplazar una democracia política por una democracia científica; el elemento carismático correspondería a los
científicos en tanto que el Estado sería la burocracia que sustentaba a este cuerpo de científicos.

Sin embargo, los científicos no poseen poder por sí mismos. Tienen poder en la medida en que liberan la creatividad
por obra de una especie de reacción en cadena. Este énfasis, que persiste desde Bacon a Saint-Simon, corrobora la
afirmación de Mannheim de que una utopía es no sólo un sueño, sino un sueño que aspira a realizarse. La utopía se
dirige a la realidad; trata de alterar la realidad. La intención de la utopía es seguramente modificar las cosas
establecidas, y por eso no podemos decir con el Marx de la undécima tesis sobre Feuerbach que se trata sólo de una
manera de interpretar el mundo y no de cambiarlo. Por el contrario, el impulso de la utopía tiende a modificar la
realidad. La pretensión de la utopía racionalista consiste en que la llamada “reacción en cadena” del cambio
comienza con el conocimiento. Además, esta utopía es antielitista a pesar de que asigna el poder a los que saben.
Pero los hombres de ciencia no ejercen el poder en beneficio de sí mismos.

La diferencia entre Bacon y Saint-Simon está en que mientras Bacon ponía el acento en las ciencias físicas, Saint-
Simon ponía el acento en las ciencias sociales. Saint-Simon sostenía que la ley newtoniana de la gravitación universal
era el principio que gobernaba todos los fenómenos, tanto físicos como morales. La naturaleza tenía un orden y
todas las ciencias debían tener el mismo principio subyacente.

En esta primera fase en la que la ciencia es la base de la utopía, podemos verificar la idea de Mumford de que hay
dos clases de utopía: aquellas que son evasiones y aquellas que son programas y aspiran a realizarse. Al hablar de
estas últimas, Eurich muestra que estas utopías pueden generar contrautopías (1984, de Orwell; Brave New World,
de Huxley; etc.). Las contrautopías derivan de una inversión de la utopía baconiana. Si llevamos lo bastante lejos la
utopía baconiana nos conduce a un mundo absurdo. La utopía se frustra por sí misma.

Precisamente para impedir que la utopía científica se frustre, Saint-Simon da un segundo paso. Propicia una alianza
de hombres de ciencia y hombres laboriosos. Una base práctica de la utopía puede estar dada por los industriosos,
los laboriosos. Saint-Simon desarrolla este argumento a comienzos del proceso de industrialización de Francia,
proceso que estaba retrasado en comparación con el de Gran Bretaña que había comenzado unos cincuenta años
antes. En una comparación con el marxismo, es también importante observar que Saint-Simon escribió unos treinta
años antes de la redacción de los Manuscritos de 1844, y que se encontraba en una situación completamente
diferente. En la Alemania de la época de Marx no había economía política. Por su parte, Saint-Simon no toma el
concepto de industria (trabajo) como un concepto de clase que opone la burguesía a la clase trabajadora, sino que
por el contrario lo toma como un concepto que comprende todas las formas de trabajo y se opone tan sólo a la
ociosidad. En Saint-Simon, la principal oposición es la de industria y ociosidad. Las personas ociosas (los sacerdotes,
los nobles) están contrapuestas a las personas industriosas, laboriosas. Saint-Simon no tiene el concepto de trabajo
que Marx opone al capital. Saint-Simon señala la oposición entre industria y ociosidad.

La segunda fase de Saint-Simon establece una conjunción entre homo sapiens, representado por el científico, y homo
faber, representado por el industrioso. Sentía entusiasmo por el desarrollo de ferrocarriles y por la construcción de
canales. Especial interés por la comunicación. El período de Saint-Simon hablaba de la gloria del ser humano como
productor. Quizás aquella época compartía la vieja idea de completar la creación, de completar el mundo mediante
la movilización de la nación trabajadora contra la ociosidad.

Según la utopía de Saint-Simon, el feudalismo eclesiástico debe ser sustituido por el poder industrial. En Saint- Simon
encontramos cierta negación de la religión que hasta cierto punto se asemeja a la de Marx. La idea común consiste
en que la religión es una especie de plusvalía. La religión correpondía para Saint-Simon al terreno de la ociosidad y la
haraganería.

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Si la primera fase Saint Simon habló de un sueño, en la segunda fase lo presenta en forma de parábola (parábola
industrial). Decía que la clase ociosa (príncipies, duques, obispos, etc.) puede suprimirse, per no la clase industriosa.

Otro aspecto interesante de esta utopía que reúne la administración practicada por los hombres de ciencia con la
actividad de los hombres industriosos consiste en que dicho aspecto hace que el estado actual de la sociedad
aparezca al revés, lo de abajo arriba. Saint-Simon lo mismo que Marx tienen la idea de una contrasociedad que sería
la sociedad puesta de nuevo al derecho. Engels observa que este concepto de inversión ya fue empleado por Hegel.
Se supone que la humanidad está parada sobre su cabeza de conformidad con la idea. El reinado de la idea es el de la
humanidad parada sobre su cabeza en lugar de estarlo sobre sus pies. La posición de Hegel es inteligible en el sentido
de que porque se dice la idea gobierna la realidad los hombres marchan con su cabeza en lugar de hacerlo con los
pies. Sin embargo, perderíamos de vista el esfuerzo de Saint Simon si afirmamos que sencillamente Saint-Simon
invierte esta inversión.

En la segunda fase el objetivo continúa siendo el bienestar del pueblo. La industria no se emprende para alcanzar el
poder, pues la utopía niega el poder como un fin en sí mismo. En cambio, se supone que la industria sirva a todas las
clases de la sociedad. La clase parásita de la sociedad es no la de los laboriosos, sino la de los ociosos. Saint-Simon
tiene completa confianza en que la alianza de la industria y la ciencia tiende “al mejoramiento de las condiciones
morales y físicas de la clase más numerosa”, es decir, los pobres. La palabra “clase” tiene una significación diferente
de la que se le da en el marxismo ortodoxo. La diferencia entre la clase de los científicos y la clase de los pobres es
sólo una división lógica, una subdivisión; no se trata del concepto de clase en relación con el capital y el trabajo. Los
marxistas dirían que todavía no se había formado la oposición de capital y trabajo, pero la utopía sostiene que el
nacimiento histórico del concepto marxista de clase no elimina necesariamente la posible perpetuación de esta
diferente idea de clases. La noción utópica, contempla la posibilidad de una futura sociedad gobernada, por ejemplo
por una clase media. Saint-Simon no ve ninguna contradicción entre los intereses de los industriales laboriosos y las
necesidades de los más pobres. Por el contrario, cree que sólo una conjunción tal podrá mejorar la sociedad y hacer
innecesaria la revolución.

Saint-Simon cree que la revolución estalla a causa de los malos gobiernos. Como la revolución es el castigo de la
estupidez del gobierno, aquélla sería innecesaria si los líderes del progreso industrial y científico tuvieran poder.
Saint-Simon siente un profundo disgusto por la revolución. Había una cierta aversión por la destrucción o en palabras
de Hegel del terror.

También parte de la utopía de Saint-Simon consiste en afirmar que existe cierto isomorfismo entre los científicos y
los industriales. Las ideas se originan en los científicos, y los banqueros (Saint-Simon los considera los industriosos
generales). Mientras Hegel consideraba que la burocracia sería la clase universal, Saint-Simon, en esta fase,
consideraba que dicha clase debía estar representada por la conjunción de científicos e industriales.

La tercera fase del proyecto utópico de Saint-Simon está representada por un nuevo cristianismo (Nuevo cristianismo
es precisamente el título del libro). Aquí Saint-Simon recoge no sólo las resonancias religiosas ya presentes en las dos
primeras fases, sino que agrega algo nuevo. Cuando hablo de resonancias religiosas hablo de la necesidad de
salvación. Los hombres necesitan que se les administre la salvación, y este es el trabajo de los industriosos y los
hombres de ciencia. Otra resonancia religiosa presente en Saint-Simon es la idea de la emancipación de la
humanidad, que asigna a la ciencia y a la industria una meta escatológica.

El paso decisivo de esta tercera fase es la introducción de los artistas en el primer plano. Algunos industriales
llegaron a temer el proyecto de Saint-Simon cuando vieron que éste les conducía a una especie de capitalismo de
Estado o, por lo menos, no al sistema de la libre empresa. Saint-Simon quedó muy abatido por la falta de apoyo a sus
ideas. Saint-Simon descubrió la importancia de los artistas y decidió que a causa de la fuerza de sus intuiciones debía
desempeñar un papel rector en la sociedad. De manera que en la jerarquía de Saint-Simon estaban primero los
artistas, luego venían los hombres de ciencia y por último los industriales. “Me dirigí primero a los industriosos...
Nuevas meditaciones me probaron que el orden en que deben marchar las clases es: los artistas primero, luego los
científicos, y los industriosos sólo después de estas dos primeras clases”.

¿Por qué? Porque aportan consigo la fuerza de la imaginación. Saint-Simon espera que los artistas resuelvan los
problemas de motivación y eficiencia que faltan en una utopía compuesta solamente de científicos e industriosos.
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Tanto Saint-Simon como Fourier resaltan el papel de las pasiones. Saint-Simon: “Los artistas, hombres de
imaginación abrirán la marcha. Proclamarán el futuro de la especie humana… desarrollarán la parte poética del
nuevo sistema… Que los artistas realicen en el futuro el paraíso general… y entonces este sistema se constituirá
rápidamente”. Vemos la idea de un atajo temporal; si repentinamente se produce esta explosión de emociones
creadas por los artistas, luego se producirá lo que yo he llamado la reacción en cadena.

La ambigua relación de Saint-Simon con la religión llegó a un punto de ruptura. Por un lado, continúa sintiendo
profunda antipatía por todas las clases de clero, pero, por otro lado, expresa cierta nostalgia por el cristianismo de
los primeros tiempos. Saint-Simon cree que la utopía que propone ya había sido realizada en la iglesia primitiva. Para
Saint-Simon, el artista representa el Espíritu Santo de la utopía. Estaba en busca de un equivalente o sustituto de la
religión, en que los cultos y los elementos dogmáticos serían reemplazados por lo que llamaba el elemento espiritual
o ético. Para él, esa era la parte medular del cristianismo de los primeros tiempos. El cristianismo fue primero
meramente una ética y sólo después se convirtió en una forma de culto organizado, en un sistema dogmático. La
paradoja está en que nadie puede inventar una religión, y este es siempre un problema para la utopía. Saint-Simon
tenía que imaginar un nuevo clero, reducido a cumplir funciones didácticas para que no se convirtiera una vez más
en la clase ociosa que come el pan del pueblo. Ese clero quedaría reducido a enseñar la nueva doctrina; sus
miembros serían funcionarios del sistema, pero no su centro de gravedad. Serían meros propagandistas de la verdad.
En la cumbre de la sociedad utópica estaría el triunvirato de artistas, hombres de ciencia y hombres industriosos; y
como verdaderos creadores de valores, esos hombres reinarían por encima de los administradores. Desroche vimos
que describe el movimiento que va del homo sapiens (el científico) al homo faber (el industrioso). Agrega que el
artista desempeña el papel del homo ludens. Los artistas introducen un elemento de juego que está ausente en la
idea de industria. En nuevo cristianismo da cabida a la festividad, al juego y también a la festividad organizada.

Aquí llegamos a un punto en que la utopía se convierte en una especie de fantasía petrificada. Las utopías comienzan
con una actividad creadora, peor terminan con una pintura fija, petrificada, de su última fase. Saint-Simon porponía
por ejemplo que hubiera tres cámaras en el Parlamento. Una cámara sería de la invención, otra de la reflexión o
revisión y la tercera la de la realización o ejecución. Cada cámara con su número de integrantes y grupos específicos.
Gran precisión, rasgo común en las utopías escritas. La utopía se convierte en un cuadro pintado. La utopía no ha
comenzado cuando ya queda detenida. Todas las cosas deben responder al modelo; después de la institución del
modelo ya no hay historia.

También debemos observar que Saint-Simon afirma la utopía quiliástica de otra manera: niega la lógica de la acción.
Declara: “la verdadera doctrina del cristianismo, es decir, la doctrina más general que puede deducirse del principio
fundamental de la moral divina, se manifestará e inmediatamente desaparecerán las diferencias que existen entre
opiniones religiosas”. Aquí está presente la magia de la palabra, un puente tendido entre el estallido de la pasión y la
revelación de la verdad. La lógica de la acción toma tiempo y nos exige que elijamos entre metas incompatibles y que
reconozcamos que, cualquiera que sea el medio que elijamos, ella acarrea consigo algunos males inesperados y
seguramente no deseados. Pero en la utopía todo es compatible con todo. No hay conflicto de metas. Todas las
metas son compatibles; ninguna tiene una contraparte que se le oponga. De manera que la utopía representa la
supresión de los obstáculos. Esta magia del pensamiento es el aspecto patológico de la utopía y otra parte de la
estructura de la imaginación.

Sobre la base de esta presentación de Saint-Simon, hay que señalar varios puntos. En primer lugar, deberíamos
considerar las implicaciones de promover una utopía del conocimiento, de la ciencia. Parece que hay dos maneras
diferentes de interpretar esta utopía. Por un lado, se la puede interpretar como una religión de la productividad y la
tecnocracia y, por lo tanto, como el fundamento de una sociedad burocrática y hasta de un socialismo burocrático.
Por otro lado, esta utopía puede considerarse como confirmación de una ideología más cooperadora. Esta utopía
comprende pues el mito del industrialismo, el mito del trabajo y la productividad, y comprende también la idea de la
convergencia de fuerzas más allá de su actual antagonismo, la idea de que el antagonismo no es fundamental y de
que en cambio es posible cierta unanimidad de todos aquellos que trabajan.

En segundo lugar, la orientación de Saint-Simon suscita la idea del fin del Estado. Esta idea puede ser más popular,
pero todavía es una utopía para algún día futuro. Saint-Simon la expresa pronosticando que el gobierno ejercido
sobre el pueblo habrá de ser reemplazado por una mera administración de las cosas. La relación de sometimiento
entre gobernados y gobernantes será reemplazada por una administración racional. Engels hace notar este

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componente antigubernamental y habla de él con cierta ironía, diciendo que se trata de algo que recientemente “ha
hecho mucho ruido”. Lenin trata de colocar en cierto orden de sucesión el momento en que es necesario reforzar el
Estado para destruir a los enemigos del socialismo (ese es el período de la dictadura del proletariado) y el momento
en que el Estado habrá de desvanecerse. Esta idea de la desaparición del Estado debe mucho al pensamiento de
Saint-Simon, la idea forma parte del horizonte utópico del marxismo ortodoxo. El énfasis racionalista de la utopía de
Saint-Simon conduce a una apología de la industria, pero también conduce al sueño del fin del Estado. El cuerpo
político como cuerpo que toma decisiones ha de quedar reemplazado por el reinado de la inteligencia y, por último,
de la razón.

Otro punto a señalar se refiere al papel del genio en la situación utópica que describe Saint-Simon. Se trata de la
cuestión del papel del maestro político o del educador político. La idea es la de que la política es, no sólo la tarea
práctica de políticos profesionales, sino que también supone una especie de obstetricia intelectual. Ese hombre no es
ni el profeta religioso, ni el salvador, sino que es el educador político. Saint-Simon se consideraba uno de esos
espíritus creadores, alguien que inicia lo que Ricoeur llama la reacción en cadena. Relacionado con esta cuestión está
el intento de inventar la religión. ¿Se puede? ¿Es la religión el resultado de largas tradiciones? ¿Puede alguien decir
que funda una religión?.

Por último, la utopía de Saint-Simon debe afrontar la decisiva acusación hecha por Engels: su subestimación de las
fuerzas reales de la historia y, en consecuencia, la sobreestimación del poder de persuasión mediante la discusión.
Trátase de la misma dificultad que encontramos en Habermas, es decir, la afirmación de que en última instancia la
discusión será suficiente para cambiar las cosas. Saint-Simon cree que el Estado violento puede ser suprimido por los
poetas, que la poesía puede disolver la política. La conjunción de tecnócratas y poetas puede constituir el aspecto
más llamativo del proyecto de Saint-Simon. La utopía obra sin revolucionarios, pero reúne a tecnócratas y espíritus
apasionados.

Nuestra discusión de la utopía de Saint-Simon nos lleva de nuevo a mi hipótesis principal, de lo que está en juego en
la ideología y en la utopía es el poder. Es aquí donde la ideología y la utopía presentan su punto de intersección. Si la
ideología es la plusvalía agregada a la falta de creencia en la autoridad, la utopía es lo que desenmascara esta
plusvalía. En última instancia todas las utopías tienen que vérselas con el problema de la autoridad. Tratan de
mostrar maneras en que el pueblo pueda ser gobernado de otra manera que por el Estado, porque cada Estado es el
heredero de algún otro Estado. Un poder imita a otro. Alejandro trataba de imitar a los déspotas orientales, los
césares romanos a Alejandro. El poder se repite. Por otro lado la utopía intenta reemplazar el poder. Tomemos por
ejemplo el problema del sexo. Aquí también la preocupación utópica es el problema de la relación de poder. Para las
utopías el sexo no es tanto una cuestión de procreación, de placer o estabilidad de las instituciones como una
cuestión de jerarquía. El problema es como poner fin a la relación de subordinación, a la jerarquía entre gobernantes
y gobernados. Se intenta encontrar alternativas que se realicen mediante cooperación y relaciones igualitarias. Esta
cuestión se extiende a todas las clases de nuestras relaciones, desde la del sexo a las del dinero, la propiedad, la
religión. La religión se revela de este moco cuando consideramos que las religiones tienen instituciones que rigen la
experiencia religiosa en virtud de una estructura y por lo tanto en virtud de cierta jerarquía. La
desinstitucionalización de las principales relaciones humana, es lo medular de todas las utopías. En el caso de Saint-
Simon nos preguntamos si este proceso puede llevarse a cabo por obra de los científicos, los industriosos y los
artistas.

También debemos preguntarnos si las utopías desinstitucionalizan las relaciones a fin de dejarlas así, o a fin de voler
a institucionalizarlas de una manera más humana. Una de las ambigüedades de la utopía es que hay dos maneras
diferentes de resolver el problema del poder. Por un lado suprimiendo a los gobernantes en general y por otro se
puede sostener que deberíamos instituir un poder más racional. Esto último supone que puesto que tenemos el
gobierno de los mejores, los más sabios debemos acatar dicho gobierno. El resultado sería una tiranía ejercida por
aquellos que saben más. De manera que la utopía tiene dos alternativas: que seamos gobernados por buenos
gobernantes o que no seamos gobernados por ningún gobernante.

Lo interesante en el concepto de utopía es que ésta constituye una variación imaginativa sobre el poder. Verdad es
que ciertas utopías hacen el esfuerzo de ser coherentes hasta obsesivamente simétricas, pero la historia no tiene esa
coherencia, de manera que la utopía es antihistórica en ese sentido. Pero en última instancia, es la variación libre de
las utopías lo que resulta más intrigante que su pretensión a la coherencia o su neurótica pretensión a la

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contradicción. El resultado de leer una utopía es que ella pone en tela de juicio lo que existe actualmente. Introduce
ciertas dudas que destruyen lo evidente.

Fourier

Vimos que la utopía de Saint-Simon anticipa la vida que hoy conocemos, para nosotros su mundo industrializado ya
no es una utopía. La diferencia es que Saint-Simon creía que el mundo industrializados satisfaría principalmente los
intereses de los más necesitados, lo cual no ocurre hoy. En cambio la utopía de Fourier es mucho más radical.
Contemporáneo de Saint-Simon. Fourier desarrolla su utopía por debajo, no sólo del nivel de la política, sino hasta
por debajo del plano de la economía para encontrar las raíces de las pasiones. La utopía de Fourier opera en el nivel
del sistema de pasiones que rigen todo tipo de sistemas sociales. Deberíamos vincular esta utopía con Hobbes,
puesto que Hobbes fue el primero en elaborar lo que él llamó una mecánica de las pasiones y derivó su sistema
político partiendo de esa posición. De manera que la cuestión que plantea Fourier tiene una larga historia; se trata
del problema de saber cómo las instituciones políticas se relacionan con el sistema de pasiones que están en la base
de la vida social.

La orientación de Fourier respecto de la utopía es desconcertante, porque este autor escribe y vive en la línea
fronteriza entre lo realizable y lo imposible. Como se verá, una de mis conclusiones es generales sobre la utopía es
que todas las utopías presentan ambigüedad de pretender que son realizables, pero a la vez reconocen que son obra
de la fantasía, que son algo imposible. Entre lo realizable y lo imposible hay un margen y es allí donde puede situarse
la obra de Fourier.

El enfoque de la utopía que hace Fourier es significativo porque combina la libertad de concepción con la rigidez de
los cuadros pintados, que es propia de la utopía. Uno de los enigmas de la utopía consiste en que una gran cantidad
de ideas nuevas se expresa en cuadros de minuciosos detalles. En Fourier, esta tendencia presenta la forma de una
obsesión por las cantidades, obsesión que no es rara entre los pensadores utópicos. Fourier confecciona listas
exhaustivas: sabe cuántas pasiones hay y cuántos tipos diferentes de personalidad; sabe cuántas divisiones del
trabajo habrá en la república armoniosa. Describe regímenes de vida, dietas, se ocupa de las horas en que hay que
despertarse, de las comidas comunes, de la construcción de edificios; todo está previsto con grandes detalles. El
problema de las utopías, pues, no es sólo el margen entre lo realizable y lo imposible, sino también el margen entre
la ficción y la imaginación, en un sentido patológico.

Lo que es típicamente fantasioso en Fourier es el empleo constante de la inversión. Fourier desea invertir todo lo que
vemos en la vida y decir lo contrario en la utopía. La utopía es una imagen invertida de lo que vemos en la
“civilización”, término despectivo con el que Fourier designa la sociedad en general. La utopía es una inversión de lo
que en realidad es una sociedad invertida. El contraste es el de la vida desarrollada en la civilización, que es mala, y la
vida desarrollada en armonía, en el mundo utópico de Fourier.

Lo que es típicamente fantasiosos en Fourier es el empleo constante de la inversión. Fourier desea invertir todo lo
que vemos en la vida y decir lo contrario en la utopía. La utopía es una imagen invertida de lo que vemos en la
“civilización”, término despectivo con el que Fourier designa la sociedad en general. La utopía es una inversión de lo
que en realidad es una sociedad invertida. El contraste es el de la vida desarrollada en la civilización, que es mala, y la
vida desarrollada en armonía en el mundo utópico de Fourier. Fourier pone mucho énfasis en el concepto de
inversión.

Si Fourier se distingue de Saint-Simon no es por sus opiniones sobre la industria. Fourier compartía el entusiasmo de
Saint-Simon por la industria; también él era partidario de la industrialización en el sentido de que su programa para
lograr la emancipación de las pasiones (su verdadera contribución) se basa en una hipótesis de abundancia. Fourier
deseaba un orden industrial más productivo y también le preocupaba el bienestar de los más pobres. Sobre este
último punto tenía algunas ideas bien precisas: por ejemplo, propició la idea de un ingreso mínimo decente y la idea
del derecho al trabajo. Fourier también expuso la idea de que el trabajo debería ser alternado, una proposición afín a
la concepción de la vida que tenía Marx y según la cual en el mismo día hacemos diferentes cosas. Los puestos de
trabajo deberían desplazarse para que nadie se convierta en un robot de la misma tarea. Fourier inventó un modo
muy preciso de realizar esta organización del trabajo al combinar la elección libre con la rotación obligatoria.

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Pero el objeto de Fourier no es la industria, sino la civilización. Establece la distinción entre el necesario desarrollo de
la industria para alcanzar ciertas metas y el modo de vida vinculado con ese desarrollo. La preocupación de Fourier
es desarrollar nuevas relaciones de producción para las formas de producción, preocupación que le hace describir los
horrores de la civilización. Engels alaba la descripción de Fourier porque ve en él al crítico de la civilización. En este
punto Engels hace una observación sumamente interesante sobre Fourier, dice que es un escritor satírico. Lo que me
tentó a relacionar la ironía como un modo del discurso, con la utopía. En la utopía hay cierto elemento irónico.

Lo que Fourier expone es una teoría de las pasiones deducida de una cosmología que, según Fourier, es newtoniana.
Tanto Saint-Simon como Fourier pretenden ser newtonianos. Para Saint-Simon, la ley de Newton es la base de la
física social y para Fourier la idea clave es la de la atracción. Fourier se precipitó sobre el término “atracción” de
Newton.

La cosmología de Fourier coloca la atracción en las raíces de toda cosa y él mismo afirma que su utopía está de
conformidad con la naturaleza. Fourier sigue la tradición de Rousseau: hay que revelar, descubrir, la naturaleza que
fue escondida por la civilización. Para Fourier la atracción es un código divino que la sociedad debe seguir. La utopía
de Fourier aspira a una restauración de la ley primitiva, de manera que es, por un lado, progresiva y por otro,
regresiva. El progreso es en realidad una regresión a la ley divina. Esta visión del mundo no tiene nada de científica
pues se trata de una conexión mítica de atracciones astrales con un código social de atracción apasionada. La teoría
de Fourier es un código de atracción social.

Su intención es lo que desconcierta: la idea de liberar potencialidades emocionales que fueron ocultadas, reprimidas
y reducida en su número, fuerza y variedad. Uno de los aspectos centrales de la civilización es el hecho de que haya
muy pocas pasiones, el problema de la utopía consiste en volver a desplegar todo el espectro de pasiones. Toda su
obra es en cierto aspecto un redescubrimiento de posibles pasiones que quedaron reprimidas. El código de atracción
social de Fourier es no un código de gobierno sino por el contrario un código para desplegar todo el espectro de las
pasiones bajo las leyes combinadas de la atracción. Para Fourier hay doce pasiones fundamental que giran alrededor
de lo que él caracteriza como el impulso central hacia la unidad. Fourier llama “armonismo” a ese impulso hacia la
unidad, la pasión por la armonía. Y esta pasión por la armonía integra pasiones que en su mayor parte son pasiones
sociales. Tres de estas pasiones merecen mención especial. La primera se llama pasión de “alternar”. Esta pasión
representa la necesidad de la variedad, ya en las ocupaciones de uno, ya en sus relaciones con los demás. Fourier ha
sido interpretado aquí como un profeta del amor libre y en realidad aspiraba a ello. La segunda pasión es la llamada
pasión compuesta que relaciona los placeres sensuales y espirituales de una persona. La tercera es la pasión
cabalística, el gusto por las intrigas y la conspiración; ella es la raíz de toda discusión.

El proyecto de Fourier consiste en promover una revolución en las pasiones. La vida de la civilización las reprimió y
las redujo en su cantidad. Podríamos decir que el proyecto de Fourier es una arqueología de pasiones olvidadas que
hasta cierto punto anticipa la descripción freudiana del ello. De suerte que la obra de Fourier sería una especie de
metapsicología del ello que también da una dirección a la política, puesto que la tarea de la política es multiplicar y
amplificar los placeres y goces. La multiplicación de las divisiones del trabajo refleja el interés de Fourier por la
resurrección de las pasiones. El supuesto, compartido por Russeau, es que las pasiones son virtudes y que la
civilización transformó las pasiones en vicios. El problema consiste en liberar las pasiones de los vicios para recuperar
las pasiones que están por debajo de los vicios.

Ahora nos concentramos en el aspecto religioso. Discutir este problema supone plantearse la cuestión de saber si
todas las utopías no son en cierto modo religiones secularizadas que están siempre apoyadas también por la
pretensión de que fundan una nueva religión. El lugar espiritual de la utopía se halla entre dos religiones, entre una
religión institucionalizada en decadencia y una religión más fundamental que todavía debe revelarse. El elemento
utópico es el argumento de que podemos inventar una religión basada en los restos de la antigua religión; yo me
pregunto si esta combinación de una tendencia antirreligiosa y de una busca de una religión nueva, surgida de las
ruinas de la religión clásica es un rasgo accidental o permanente de la utopía.

Para Fourier, el elemento religioso es significativo tanto negativa como positivamente. Negativamente, el blanco
constante de Fourier es la predicación sobre el infierno. Se muestra tan vehemente contra la predicación del infierno
porque para él la idea del edén es muy importante. Fourier desea conservar el concepto del edén como un lugar al
que podemos retornar y que sería como era antes de la supuesta caída. Su problema es desarrollar una política que
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tenga como finalidad un retorno al edén antes de la caída. Por otro lado, Fourier considera la predicación sobre el
infierno como el símbolo de toda una estructura, no sólo de la religión, sino de toda la estructura represiva de la
civilización. Cuando describe la sociedad moderna como un infierno, se trata de un infierno en la tierra que refleja el
infierno objeto de la predicación. Hay dos infiernos y uno es la imagen del otro.

Fourier considera que la religión institucionalizada es traumatizante porque se basa en la imagen de Dios visto como
un cruel tirano. Respondiendo a esta imagen, Fourier se llama a sí mismo ateo. En muchas páginas habla de la
necesaria combinación de ateísmo y teísmo. Sin embargo, su enfoque no es muy dialéctico porque representa un
mero choque de dos enunciaciones cada una formulada con la misma fuerza. Fourier es un hombre muy religioso y
cree que la humanidad es fundamentalmente religiosa, pero su posición religiosa es la de una actitud atea frente a
un Dios tirano. Su ateísmo es la negación de ese Dios que representa, a su juicio, la divinización de la privación.
Fourier aboga en cambio por la divinización de los deleites que para él representan el edén. Fourier dice que el
paraíso, tal como lo describen los predicadores, debe ser un lugar mucho más triste que el de la vida en la tierra,
porque ofrece sólo cosas para ver (blancos ropajes) y algo para oír (música celectial) pero nada para comer, ni
tampoco amor sexual. Tal como lo describen los predicadores el paraíso es una sombra del infierno.

El aspecto positivo de la religión se expresa por el hecho de que para Fourier la atracción es un código divino. La
invocación de Dios es tan vigorosa como su negación. Dice Fourier que su acusación metodológica de Dios es un
componente interno de una “fe razonada”. Hasta cierto punto Fourier es el profeta de esta difícil paradoja.

La mayor parte de las páginas críticas de Fourier están enderezadas contra una posición que él llama a medias atea y
a medias creyente. El ataque está dirigido contra “los filósofos”, no contra Kanto o Platón, sino contra los filósofos
franceses como Diderot, Voltaire, etc. Para Fourier “los filósofos” eran sólo ateos a medias porque eran deístas.

Análogamente la religión tal como él la conoce es sólo testigo a medias porque, según Fourier ha olvidad, ocultado,
traicionado la revelación del destino social de la humanidad, es decir, la armonía social. El hecho de que las iglesias
no prediquen la armonía social es una señal de su traición. La prédica sobre las buenas pasiones fue reemplazada por
la prédica de la moral.

Las resonancias religiosas de las proclamaciones de Fourier plantean una cuestión sobre la utopía en general: ¿hasta
qué punto el futurismo de la utopía es fundamentalmente un retorno? Con frecuencia Fourier comenta que lo que él
propicia es, no una reforma, sino un retorno a las raíces. Dedica muchas páginas al tema del olvido. Este tema es
también predominante en Nietzsche y en otros; nos hemos olvidado de algo y en consecuencia nuestro problema no
es tanto inventar como redescubrir lo que hemos olvidado. En cierto sentido, todos los fundadores de filosofías,
religiones y culturas dicen que están exponiendo algo que ya existía. La idea es liberar un poder perdido.

Este proceso de retorno a menudo estuvo acompañado por el esquema de la inversión. El olvido era una inversión,
de manera que debemos invertir la inversión. El retorno es una re-vuelta. Pero cuando el retorno es simplemente
una inversión representa el aspecto débil de esta conceptualización. El retorno toma la forma de una mera inversión
de supuestos vicios en virtudes, con lo cual nos encontramos en cambio ante un mero reemplazo.

Esta inversión tiene sus aspectos humorísticos. En Fourier encontramos un alegato en favor del orgullo, de la lujuria,
de la avaricia, de la codicia, de la cólera, etc. También dedica algunas páginas a la ópera, donde Fourier ve una
convergencia de acción, canto, música, danza, pintura, etc., y para él esto es una reunión religiosa. Tenemos que
preguntarnos si la utopía de Fourier es sencillamente una inversión literal, o una inversión irónica. El elemento
irónico en Fourier no puede disimularse.

Fourier es el profeta de la idea de que el placer puede ser religioso. El libro “El nuevo mundo amoroso”, es una
exploración, una especulación sobre las combinadas posibilidades del amor sexual regido por la ley de la atracción
apasionada, y esta ley, recordémoslo, es un código divino. La identificación con Dios está en el entusiamo, en el
entusiasmo amoroso, lo que Fourier llama la “pasión de la no razón”. Esta imagen de Dios es la opuesta a la del Dios
relojero del deísmo.

Interesa especialmente la idea de pasión de Fourier porque lo que parece negarse por obra de esta religión de las
pasiones, de esta divinización de las pasiones, es la estructura de poder. Esta observación nos lleva nuevamente a la
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hipótesis de Ricoeur de que ideología y utopía convergen finalmente en un problema fundamental: la oscura
naturaleza del poder. En Fourier el problema del poder es socavado por el renacimiento del amor, por la resurrección
del amor. La utopía de Fourier no da una respuesta política, sino que más bien niega que la política sea la cuestión
fundamental y última. El problema no está en la manera de crear un buen Estado político, sino que es la manera de
vivir sin el Estado o de crear un Estado animado por la pasión. El elemento utópico niega la problemática del trabajo,
del poder y del discurso, tres ámbitos minados por la problemática de la pasión de Fourier.

Lo que hace difícil discurrir sobre la utopía es el hecho de que en definitivamente el concepto tiene la misma
ambigüedad que el de ideología, y por razones semejantes. Como el concepto de utopía es un concepto polémico,
corresponde al terreno de la retórica. La retórica siempre tiene un papel porque no todo puede ser científico. Así como
la ideología opera en tres planos (como deformación, como legitimación y como identificación), la utopía también
opera en tres planos. Primero si la ideología es deformación, la utopía es fantasía, es completamente irrealizable.
Segundo, si la ideología es legitimación, la utopía es una alternativa del poder existente. Puede ser una alternativa del
poder o una forma alternativa de poder. Todas las utopías, escritas o realizadas, intentan ejercer el poder de una
manera diferente de la que existe. El concepto de atracción es antijerárquico. En este segundo plano el problema de la
utopía es siempre la jeraquía, es la manera de afrontarla y de darle sentido. En un tercer plano, así como la mejor
función de la ideología es conservar la identidad de una persona o grupo, la mejor función de la utopía es explorar lo
posible.

Esta polaridad de ideología y utopías puede ejemplificar los dos aspectos de la imaginación. Una función de la
imaginación es la de conservar cosas mediante retratos o cuadros. Conservamos los recuerdos de nuestros amigos y de
las personas que amamos mediante fotografías. El cuadro prolonga la identidad en tanto que la ficción dice algo
diferente. Podría ser la dialéctica de la imaginación misma lo que está en juego aquí en la relación de cuadro y ficción
y dentro de la esfera social, en la relación de ideología y utopía. Debemos ahondar por debajo de la capa superficial, en
la que las deformaciones de las ideología se oponen sólo a las falacias de la fantasía. En esa capa superficial
encontramos sólo una aparente dicotomía de fuerzas carente de interés. Cuando calamos más hondo, llegamos al nivel
del poder. El poder continúa siendo una especia de punto ciego en nuestra existencia.

Cuando ahondamos aún más llegamos a nuestro interés final, que está más allá del poder, en el nivel en que la
imaginación es constitutiva. Cuanto más porfundizamos por debajo de las apariencias, más cerca llegamos a una
especie de complementariedad de las funciones constitutivas. Los símbolos principales de nuestra identidad derivan no
sólo de nuestro presente y de nuestro pasado sino también de lo que esperamos en el futuro. La identidad es algo que
está en suspenso, de manera que el elemento utópico es en última instancia un componente de la identidad. Somos lo
que esperamos ser y todavía no somos.

Yo denominaría mi análisis de la ideología y la utopía análisis regresivo de significación. No es un análisis típico


ideal, sino que se trata más bien de una fenomenología genética que intenta ahondar por debajo de la superficie de la
significación aparente para llegar a significaciones más fundamentales.

Estoy convencido que no siempre estamos atrapados dentro de la oscilación entre ideología y utopía. No hay respuesta
a la paradoja de Mannheim. En última instancia, creo que lo que debemos hacer es dejarnos atraer al círculo y luego
tratar de convertir el círculo en una espiral. No podemos eliminar de la ética social el riesgo. Apostamos en favor de
cierta serie de valores y luego tratamos de ser consecuentes con ellos; por eso la verificación es una cuestión de toda
nuestra vida. Quien pretenda proceder sin emitir ningún juicio de valor no encontrará nada. Quien no tiene un proyecto
o meta no tiene nada que describir y por lo tanto una ciencia a la que pueda apelar. No veo como podamos decir que
nuestros valores son mejores que todos los otros salvo si arriesgando por ellos nuestra vida esperamos alcanzar una
vida mejor, ver y comprender las cosas mejor que los demás.

Con esta respuesta, todavía podría parecer que corremos el peligro de quedar atrapados por cualquiera que sea la
ideología que nos orienta. Mannheim respondió a este problema distinguiendo entre relativismo y relacionismo. Él era
no un relativista sino un relacionista, esto suponía que si tenemos un punto de vista amplio, podemos ver cómo las
varias ideologías reflejan posiciones limitadas. Sólo la amplitud de nuestra visión nos libera de la estrechez de una
ideología. Podemos situar cierta ideología como parte del cuadro global. Pero esta posición se vincula una vez más con
el problema del espectador impávido y distanciado, que es en realidad el Geist absoluto. El conocimiento absoluto de
Hegel supone ese espectador que no emite juicios de valor. Mannheim expone la idea del intelectual que no interviene
en la lucha por el poder pero que lo comprende todo. Yo diría que no podemos salir del círculo ideológico peor que no
estamos del todo condicionados por el lugar que ocupamos en el círculo.

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En otro sentido la paradoja de Mannheim no es la última palabra porque cuando consideramos la historia de las ideas
reconocemos que las grandes obras de la literatura y de otras disciplinas no son meras expresiones de sus épocas. Las
hace grandes la posibilidad de ser descontextualizadas y recontextualizadas en nuevos escenarios. Una gran parte de
nuestra cultura está nutrida por ideas proyectadas que son no sólo expresiones de los tiempos en que fueron expuestas.
Podemos leer una tragedia griega precisamente porque la tragedia no es una simple expresión de la ciudad griega. La
capacidad de dirigirse más allá del auditorio inmediato de uno, a uno desconocido y la capacidad de hablar para
diversos períodos de tiempo prueba que las ideas importante no son sólo ecos. Deberíamos aplicar el mismo criterio a
nosotros mismos. El elemento utópico siempre desplazó al elemento ideológico.

Para Mannheim el problema es el de que la incongruencia de la ideología y la utopía no debe ir demasiado lejos
porque si lo hace quedará atrás del cambio histórico o se adelantará demasiado al cambio histórico. La ideología es, en
difinitiva, un sistema de ideas que se hace anticuado porque no puede ajustarse a la realidad presente, en tanto que las
utopías son saludables sólo en la medida en que contribuyen a la interiorización de los cambios. El juicios de lo
apropiad es la manera de resolver este problema de la incongruencia. No podemos salirnos del círculo de la ideología y
de la utopías, pero el juicios de lo apropiado nos ayuda a comprender cómo el círculo puede convertirse en una espiral.

Tema 8. El programa fuerte en Sociología del Conocimiento y sus objeciones.

El programa fuerte en sociología del conocimiento

Los sociólogos han estado demasiado dispuestos a limitar su preocupación por la ciencia a su marco institucional y a
factores externos que se relacionan con su tasa de crecimiento o con su dirección, lo cual deja sin tocar la naturaleza
del conocimiento que así se crea. ¿Le falta al sociólogo teorías y métodos con los cuales manejar el conocimiento
científico? Ciertamente no. El estudio clásico de Durkheim, “Las formas elementales de la vida religiosa” muestra
cómo un sociólogo puede penetrar en lo más profundo de una forma de conocimiento.

La causa de vacilación en colocar a la ciencia en el punto de mira de un estudio sociológico exhaustivo es sólo la falta
de valor y de voluntad, pues se la considera una empresa condenada al fracaso. Los sociólogos están convencidos de
que la ciencia es un caso especial y de que se les vendrían encima cantidad de contradicciones y absurdos si ignoran
este hecho. Naturalmente, los filósofos están sumamente dispuestos a alentar este acto de renuncia.

El programa fuerte. El sociólogo se ocupa del conocimiento, incluso del conocimiento científico, como de un
fenómeno natural, por lo que su definición del conocimiento será bastante diferente, tanto de la del hombre común
como de la del filósofo. En lugar de definirlo como una creencia verdadera, para el sociólogo el conocimiento es
cualquier cosa que la gente tome como conocimiento. Son aquellas creencias que la gente sostiene confiadamente y
mediante las cuales viven. En particular, el sociólogo se ocupará de las creencias que se dan por sentadas o están
institucionalizadas, o de aquellas a las que ciertos grupos humanos han dotado de autoridad. Se debe distinguir entre
conocimiento y mera creencia, lo que se puede hacer reservando la palabra “conocimiento” para lo que tiene una
aprobación colectiva, considerando lo individual e idiosincrásico como mera creencia.

Nuestras ideas sobre el funcionamiento del mundo han variado muchísimo, tanto en la ciencia como en otros
ámbitos de la cultura. Tales variaciones constituyen el punto de partida de la sociología del conocimiento y
representan su problema principal. ¿Cuáles son las causas de esta variación, y cómo y por qué se produce? La
sociología del conocimiento apunta hacia la distribución de las creencias y los diversos factores que influyen en ellas.
Por ejemplo: ¿cómo se transmite el conocimiento; qué estabilidad tiene; qué procesos contribuyen a su creación,
cómo se organiza y categoriza en diferentes disciplinas y esferas?

Para el sociólogo, estos temas reclaman investigación y explicación. Él trata de caracterizar el conocimiento de
manera tal que esté de acuerdo con esta perspectiva. Sus ideas, por tanto, se expresarán en el mismo lenguaje
causal que las de cualquier otro científico. Su preocupación consistirá en localizar las regularidades y principios o
procesos generales que parecen funcionar dentro del campo al que pertenecen sus datos. Su meta será construir
teorías que expliquen dichas regularidades; si estas teorías satisfacen el requisito de máxima generalidad tendrán
que aplicarse tanto a las creencias verdaderas como a las falsas y, en la medida de lo posible, el mismo tipo de
explicación se tendrá que aplicar en ambos casos.

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Algunos problemas típicos en este campo que ya han proporcionado algunos hallazgos interesantes pueden servir
para ilustrar este enfoque: 1) Se han hecho estudios sobre las conexiones entre la estructura social general de los
grupos y la forma general de las cosmologías que sostienen. 2) Se han hecho estudios que han trazado las conexiones
entre el desarrollo económico, técnico e industrial y el contenido de las teorías científicas. 3) Hay muchas pruebas de
qué características culturales, consideradas no científicas, influyen en gran medida tanto en la creación como en la
evaluación de teorías y descubrimientos científicos. 4) La importancia de los procesos de entrenamiento y
socialización en la práctica científica se documenta de una manera creciente. Los modelos de continuidad y
discontinuidad, de aceptación y rechazo, parecen ser explicables recurriendo a estos procesos.

Los enfoques que se han perfilado sugieren que la sociología del conocimiento científico debe observar los cuatro
principios siguientes. De este modo, se asumirá los mismos valores que se dan por supuestos en otras disciplinas
científicas. Éstos son:

1. Debe ser causal, es decir, ocuparse de las condiciones que dan lugar a las creencias o a los estados de
conocimiento. Naturalmente habrá otros tipos de causas además de las sociales que contribuyan a dar lugar
a una creencia.
2. Debe ser imparcial con respecto a la verdad y falsedad, la racionalidad y la irracionalidad, el éxito o el
fracaso. Ambos lados de estas dicotomías exigen explicación.
3. Debe ser simétrica en su estilo de explicación. Los mismos tipos de causas deben explicar las creencias falsas
y las verdaderas.
4. Debe ser reflexiva. En principio, sus patrones de explicación deberían ser aplicables a la sociología misma.
Como el requisito de simetría, éste es una respuesta a la necesidad de buscar explicaciones generales.

Estos cuatro principios, de causalidad, imparcialidad, simetría y reflexividad, definen lo que se llamará el programa
fuerte en sociología del conocimiento. Ahora volvamos nuestra atención a las principales objeciones a la sociología
del conocimiento y ver cómo se sostiene el programa fuerte frente a las críticas.

La autonomía del conocimiento. Un conjunto importante de objeciones a la sociología del conocimiento se deriva de
la convicción de que algunas creencias no requieren explicación, o no necesitan de una explicación causal. Este
sentimiento es particularmente fuerte cuando las creencias en cuestión se toman como verdaderas, racionales,
científicas u objetivas.

Cuando nos comportamos de una manera racional o lógica resulta tentador afirmar que nuestras acciones se rigen
por exigencias de razonabilidad o de lógica. Podría parecer que la explicación de por qué, a partir de un conjunto de
premisas, llegamos a cierta conclusión a la que llegamos reside en los principios de la inferencia lógica. Parece que la
lógica constituye un conjunto de conexiones entre premisas y conclusiones, y que nuestras mentes pueden trazar
estas conexiones. Mientras seamos razonables, parecería que las conexiones ofrecen la mejor explicación de las
creencias de quien razona. Son loas raíles los que dictan donde irá la locomotora. Es como si pudiéramos trascender
el ir y venir sin dirección de la causalidad física y embridarla o subordinarla a otros principios, y dejar que éstos
determinen nuestros pensamientos. Si esto es así, no es el sociólogo ni el psicólogo sino el lógico quien
proporcionará la parte más importante de la explicación de las creencias.

Desde luego, cuando alguien yerra en su razonamiento, la misma lógica no constituye una explicación. Un lapsus o
una desviación se pueden deber a la interferencia de muchos factores; tal vez el razonamiento sea muy difícil para la
inteligencia limitada del que razona, tal vez se haya despistado, o esté involucrado emocionalmente en el tema de
discusión. Cuando un tren descarrila se podrá encontrar alguna causa para el accidente, pero no tenemos (ni
necesitamos) comisiones de investigación para averiguar por qué no ocurren accidentes. Este enfoque se puede
resumir en la afirmación de que no hay nada que provoque que la gente haga cosas correctas, pero que hay algo que
provoca o causa que se equivoquen.

La estructura general de estas explicaciones resalta claramente: todas dividen al comportamiento o a la creencia en
dos tipos: correcto y equivocado, verdadero o falso, racional o irracional. A continuación, aducen causas sociológicas
o psicológicas para explicar el lado negativo de la división; tales causas explican el error, la limitación y la desviación.
El lado positivo de la división evaluativa es bastante diferente; aquí, la lógica, la racionalidad y la verdad parecen ser
su propia explicación, aquí no se necesita aducir causas psicosociales.
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Aplicados al campo de la actividad intelectual, estos puntos de vista tienen el efecto de constituir un cuerpo de
conocimientos en un reino autónomo. El comportamiento resulta explicado recurriendo a los procedimientos,
resultados, métodos y máximas de la actividad misma. Esto hace que la actividad intelectual convencional y acertada
aparezca como auto- explicativa y auto-impulsada; ella se convierte en su propia explicación.

Una versión actualmente de moda de esta posición se encuentra en la teoría de Lakatos sobre cómo debería
escribirse la historia de la ciencia. El primer requisito previo, dice Lakatos, es elegir una filosofía o metodología de la
ciencia, esto es, descripciones de lo que la ciencia debería ser y de cuáles son los pasos racionales dentro de ella. La
filosofía de la ciencia elegida se convierte en el marco del cual depende todo el trabajo subsiguiente de explicación.
Guiados por esta filosofía, debería ser posible desplegar la ciencia como un proceso que ejemplifica sus principios y
se desarrolla de acuerdo a sus enseñanzas. En la medida en que esto se puede hacer, se muestra que la ciencia es
racional a la luz de dicha filosofía. A esta tarea, que consiste en mostrar que la ciencia incorpora ciertos principios
metodológicos, Lakatos la llama “reconstrucción racional” o “historia interna”.

Nunca será posible, sin embargo, capturar por estos medios toda la diversidad de la práctica científica real, y por eso
Lakatos insiste en que la historia interna necesita complementarse siempre con una “historia externa”. Ésta se ocupa
del residuo irracional. Se trata de una cuestión que el historiador filosófico pondrá en manos del “historiador
externo” o del sociólogo.

Los puntos a destacar en este enfoque son, primero, que la historia interna es autosuficiente y autónoma: mostrar el
carácter racional de un desarrollo científico es suficiente explicación de por qué los hechos tuvieron lugar. Segundo,
las reconstrucciones racionales no sólo son autónomas, sino que también tienen una prioridad importante sobre la
historia externa o la sociología. Éstas meramente cierran la brecha entre la racionalidad y la realidad, tarea que no
queda definida hasta que la historia interna haya cumplido la suya. Así:

“La historia interna es primaria, la historia externa sólo secundaria, dado que los problemas más importante de la
historia externa vienen definidos por la historia interna. La historia externa, o bien proporciona una explicación no
racional de la velocidad, localización, selectividad, etc, de los acontecimiento históricos tal y como se los interpreta en
términos de la historia interna, o bien, cuando la historia difiere de su reconstrucción racional ofrece una explicación
empírica de por qué difiere. Pero el aspecto racional del crecimiento científico queda plenamente explicado por la
propia lógica del descubrimiento científico”.

Lakatos responde luego a la pregunta de cómo decidir qué filosofía debe dictar los problemas de la historia externa o
de la sociología. Para desgracia del externalista, la respuesta representa una humillación más. No sólo su función es
derivada, sino que además resulta que, para Lakatos, la mejor filosofía de la ciencia es la que minimiza su papel. El
progreso en la filosofía de la ciencia se deberá medir por la cantidad de historia real que pueda mostrarse como
racional. En la medida en que la metodología directriz sea mejor, una mayor parte de la ciencia real se salvará de la
indignidad de la explicación empírica.

¿Qué puede querer decir que no haya nada que provoque que la gente haga o crea cosas que son racionales o
correctas? ¿Por qué, en ese caso, ocurre dicho comportamiento? ¿Qué promueve el funcionamiento interno y
correcto de una actividad intelectual si la búsqueda de causas psicológicas y sociológicas sólo se considera apropiada
para casos de irracionalidad o de error? La teoría que subyace tácitamente a estas ideas es una visión teleológica, o
encaminada a metas, del conocimiento y de la racionalidad.

Supongamos que la verdad, la racionalidad y la validez son nuestras metas naturales y la dirección de ciertas
tendencias también naturales de las cuales estamos dotados. Somos animales racionales que razonamos
correctamente y nos aferramos a la verdad en cuanto se nos pone a la vista. Las creencias que son claramente
verdaderas no requieren entonces ningún comentario especial; para ellas, su verdad basta para explicar por qué se
cree en ellas. Por otro lado, este progreso auto-impulsado hacia la verdad puede ser obstaculizado o desviado, y en
ese caso se deben localizar causas naturales; éstas darán cuenta de la ignorancia, el error, el razonamiento confuso y
cualquier impedimento al progreso científico.

Una teoría así comparte mucho del sentido de lo que se ha escrito en este campo, aunque parece improbable a
primera vista que pueda ser mantenida por pensadores contemporáneos. Parece haberse introducido en el
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pensamiento de Mannheim; pese a su determinación en establecer cánones causales y simétrico de explicación, le
faltó el valor cuando se acercó a temas tan aparentemente autónomos como las matemáticas y la ciencia natural.

¿Dónde deja esto al comportamiento orientado según la lógica interna de una teoría o regido por factores teóricos?
Está claro que corre el peligro de quedar excluido de la explicación sociológica, puesto que funciona como la línea de
división que permite localizar aquellas cosas que sí requieren una explicación. Es como si Mannheim llegara a
compartir los sentimientos expresados en las citas de Ryle y Lakatos y se dijera a si mismo: “cuando hacemos lo que
es lógico y procedemos correctamente, no se necesita decir nada más”. Considerar ciertos tipos de
comportamientos como no problemáticos es verlos como naturales; en tal caso lo que es natural es proceder
correctamente, es decir, orientados hacia la verdad. De modo que probablemente aquí actúa el modelo teleológico.

¿Cómo se relaciona este modelo de conocimiento con los principios del programa fuerte? Está claro que los viola de
diferentes e importantes maneras. Prescinde de una orientación causal profunda; sólo se pueden localizar las causas
del error. Así, la sociología del conocimiento queda reducida a una sociología del error. Además, viola los requisitos
de simetría e imparcialidad. Se apela a una evaluación previa de la verdad o la racionalidad de una creencia antes de
decidir si puede considerarse como auto-explicativa o si requiere una teoría causal. Si el modelo teleológico es
verdadero, entonces el programa fuerte es falso.

Los modelos causales y teleológicos representan, por tanto, alternativas programáticas que se excluyen entre sí. En
realidad, se trata de posiciones metafísicas opuestas. Podría parecer que es necesario decidir desde ahora cuál es la
verdadera. ¿Acaso la sociología del conocimiento no depende de que la posición teleológica sea falsa? ¿No habrá
entonces que dejar esto zanjado antes de que el programa fuerte se atreva a actuar? La respuesta es “no”. Es más
sensato ver las cosas dando un rodeo. Es poco probable que puedan aducirse “a priori” razones decisivas e
independientes que prueben la verdad o falsedad de tales alternativas “metafísicas”. En caso de que se propongan
objeciones y argumentos contra una de las dos teorías se verá que dependen de la otra, de modo que se cae en un
círculo vicioso. Todo lo que se puede hacer es verificar la consistencia interna de las diferentes teorías y luego ver
qué sucede cuando la investigación y la teorización prácticas se basan en ellas. Si es posible decidir su verdad, sólo se
podrá hacer después de que se hayan adoptado y usado, no antes. Así, la sociología del conocimiento no está
obligada a eliminar una posición rival; sólo tiene que tomar distancias, rechazarla y asegurarse de que su propia
“casa” está en orden (lógico).

Estas objeciones al programa fuerte no se basan, pues, en la naturaleza intrínseca del conocimiento, sino solamente
en el conocimiento visto desde la posición del modelo teleológico. Si se rechaza dicho modelo, con él desaparecen
todas las distinciones, evaluaciones y asimetrías que lleva consigo. Sólo si el modelo reclama toda nuestra atención
nos atarían sus correspondientes patrones de explicación, pero su mera existencia, así como el hecho de que algunos
pensadores vean natural el usarlo, no le otorgan la fuerza de una prueba. Y no cabe duda de que el modelo
teleológico es perfectamente consistente y tal vez no haya razones lógicas por las cuales alguien deba preferir el
enfoque causal a la posición orientada conforme a fines. Existen, sin embargo, consideraciones metodológicas que
pueden influir a la hora de elegir a favor del programa fuerte.

Si se deja que la explicación gravite sobre las evaluaciones previas, entonces los procesos causales que se cree que
operan en el mundo vendrán a reflejar el modelo de dichas evaluaciones. Los procesos causales se presentarán de
modo que los errores percibidos queden en un segundo plano y en cambio, resalten la forma de la verdad y de la
racionalidad. La naturaleza adoptará entonces una significación moral, apoyando y encarnando lo verdadero y lo
correcto. Aquellos que tienden a ofrecer explicaciones asimétricas tendrán así todas las oportunidades de presentar
como natural lo que dan por supuesto. Se trata de una receta ideal para apartar la vista de nuestra propia sociedad,
de nuestros valores y creencias y atender sólo a las desviaciones.

Debemos ser cuidadosos en no exagerar este punto, porque el programa fuerte hace exacteamente lo mismo en
ciertos aspectos. Por ejemplo: el deseo de cierto tipo de generalidad y una concepción del mundo natural como algo
moralmente vacío y neutro. También presenta como natural lo que da por supuesto. Se puede decir sin embargo,
que el programa fuerte posee cierto tipo de neutralidad moral, a saber, el mismo tipo que hemos aprendido a
asociar con las demás ciencias, así se impone a sí mismo la necesidad del mismo tipo de generalidad de las demás
ciencias. Sería una traición a estos valores, al enfoque de la ciencia empírica, elegir adoptar la posición teleológica.

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La objeción empirista. La premisa que subyace en el modelo teleológico era que sólo deben buscarse causas para el
error o la limitación, lo cual representa una forma extrema de asimetría y, por tanto, ofrece la alternativa más radical
al programa fuerte y a sus estilos simétricos de explicación. Puede suceder, sin embargo, que se critique el programa
fuerte desde un punto de vista menos extremo. En vez de asociar toda causalidad con el error, ¿no es más verosímil
decir que algunas causas dan lugar a creencias erróneas en tanto que otras diferentes dan lugar a creencias
verdaderas? Si además ocurriera que ciertos tipos de causa están correlacionados con creencias falsas o con
verdaderas, respectivamente, entonces tendríamos otra razón para rechazar la postura simétrica del programa
fuerte.

Consideremos la siguiente teoría: las influencias sociales distorsionan nuestras creencias, en tanto que el libre uso de
nuestras facultades de percepción y de nuestro aparato sensorio-motriz produce creencias verdaderas. Puede
considerarse que este elogio de la experiencia como fuente de conocimiento alienta al individuo a confiar en sus
propios recursos físicos y psicológicos para llegar a conocer el mundo; se trata de una afirmación de fe en el poder de
nuestras capacidades animales para el conocimiento. Dése libre curso a éstas y su actividad natural, aunque también
causal, proporcionará un conocimiento contrastado y comprobado en interacción práctica con el mundo. Apártese
uno de este camino y confíe en sus semejantes, y entonces será uno presa de historias supersticiosas, mitos y
especulaciones. En el mejor de los casos, estas historias serán creencias de segunda mano más que conocimiento
directo; en el peor de los casos, los motivos que se oculten tras ellas serán corruptos, producto de mentirosos y
tiranos.

Gran parte del empirismo típico presenta una versión refinada de este enfoque del conocimiento. Pese a que
actualmente los filósofos empiristas evitan la versión psicológica de su teoría, su visión básica no es muy diferente de
la que acabamos de bosquejar, por lo que me referiré a la teoría enunciada antes como empirismo sin mayores
matices. Si el empirismo es correcto, entonces la sociología es una sociología del error, la creencia o la opinión, pero
no del conocimiento en cuanto tal. Conlleva una división del trabajo entre el psicólogo y el sociólogo, donde el
primero se ocuparía del conocimiento real y el segundo del error o de algo que no sería porpiamente conocimiento.
La empresa en su conjunto sería, no obstante naturalista y causal. No se trata entonces, como sucedía con el modelo
teleológico, de verse enfrentados a una elección entre una perspectiva científica y una posición que encarna valores
bien diferentes; aquí la batalla se libra completamente dentro del terreno de la ciencia. ¿Esta concepción empirista
del conocimiento ha establecido correctamente la frontera entre la verdad y el error? Hay dos limitaciones en el
empirismo que sugieren que no.

Primero, sería equivocado suponer que el funcionamiento natural de nuestros recursos animales siempre produce
conocimiento; produce una mezcla de conocimiento y error con igual naturalidad, actuando con una causa del
mismo tipo. Por ejemplo, un cierto nivel de hambre facilitará que un animal retenga información sobre su medio
ambiente, tal como sucede en el aprendizaje de una rata colocada en un laberinto de laboratorio para obtener
comida. Un nivel demasiado alto de hambre puede producir un aprendizaje rápido pero reducirá la habilidad natural
para retener señales que sean irrelevantes de cara a su preocupación central. Este ejemplo se puede asociar con
diferentes patrones de creencias verdaderas y falsas, sin embargo no muestran que diferente tipo de causas se
correlacionan de una manera simple con creencias falsas y verdaderas. Muestran que es incorrecto poner todas las
causas psicológicas de un lado de la ecuación, como si naturalmente condujeran a la verdad.

Esta limitación puede corregirse. Tal vez los mecanismos psicológicos de aprendizaje tienen una disposición óptima
de funcionamiento y producen errores cuando se salen de foco. Se puede insistir en que cuando nuestro aparato
perceptivo actúa bajo condiciones normales y lleva a cabo sus funciones como es debido, aporta creencias
verdaderas.

El punto crucial sobre el empirismo es su carácter individualista. Aquellos aspectos del conocimiento que cada uno
puede y debe darse a sí mismo acaso puedan explicarse adecuadamente mediante ese tipo de modelo. Pero ¿cuánto
del conocimiento humano y cuánto de su ciencia se construye por el individuo confiando simplemente en la
interacción entre el mundo y sus capacidades animales? Probablemente muy poco. La pregunta siguiente es: ¿qué
análisis debemos hacer del resto? Puede decirse que el enfoque psicológico deja sin explicar el componente social
del conocimiento.

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De hecho, ¿no sucede que la experiencia individual tiene lugar dentro de un marco de suposiciones, modelos,
propósitos y significados compartidos? La sociedad proporciona estas cosas a la mente del individuo y aporta
asimismo las condiciones mediante las cuales pueden sostenerse y reforzarse. Si su comprensión por el individuo
vacila, siempre hay instancias dispuestas a recordárselo; si su visión del mundo empieza a desviarse, existen
mecanismos que alentarán su realineación. Las necesidades de comunicación ayudan a que los patrones colectivos
de pensamiento se mantengan en la psique individual. Tanto como existe la experiencia sensorial individual del
mundo natural, también hay algo que apunta más allá de dicha experiencia, que le da un marco de referencia y una
significación más amplia, completando el sentido individual de lo que es la realidad general, aquello de lo cual su
experiencia es experiencia.

El conocimiento de una sociedad no proyecta tanto la experiencia sensorial de sus miembros individuales, sino más
bien su visión o visiones colectivas de la realidad. Así, el conocimiento propio de nuestra cultura no es un
conocimiento de una realidad que cualquier individuo pueda experimentar o aprender por sí mismo, sino lo que
nuestras teorías mejor contrastadas y nuestros pensamientos más elaborados nos dicen. Se trata de un relato tejido
a partir de las sugerencias y vislumbres que creemos nos ofrecen nuestros experimentos. El conocimiento, pues, se
equipara mejor con la cultura que con la experiencia.

Si se acepta esta acepción de la palabra “conocimiento”, entonces la distinción entre la verdad y el error no es la
misma que la distinción entre la experiencia individual (óptima) y la influencia social; se convierte más bien en una
distinción dentro de la amalgama de experiencias y creencias socialmente mediadas que constituyen el contenido de
una cultura. Se trata de una discriminación entre mezclas de experiencia y creencia que rivalizan entre sí. Esos dos
mismos ingredientes se dan en creencias verdaderas y falsas, y el camino queda así abierto para estilos simétricos de
explicación que apelan a los mismos tipos de causa.

Es una visión muy teórica del mundo la que, en cada momento dado, puede decirse que conocen los científicos; y es
a sus teorías adonde deben acudir cuando se les pregunta qué nos pueden decir acerca del mundo. Pero las teorías y
el conocimiento teórico no son cosas que se den en nuestra experiencia, sino que son lo que da sentido a la
experiencia al ofrecer un relato de lo que la subyace, la cohesiona y da cuenta de ella. Esto no quiere decir que la
teoría no responda a la experiencia; sí responde, pero no se da junto con la experiencia que ella explica, ni tampoco
se apoya únicamente en ella. Se requiere otro agente, aparte del mundo físico, que oriente y apoye este
componente del conocimiento. El componente teórico del conocimiento es un componente social, y es una parte
necesaria de la verdad, no un signo de un mero error.

Hasta aquí hemos discutido dos importantes fuentes de oposición a la sociología del conocimiento, y ambas han sido
rechazadas. El modelo teleológico era ciertamente una alternativa radical al programa fuerte, pero no existe la
menor obligación de aceptarlo. La teoría empirista no es verosímil en tanto que descripción de lo que consideramos
de hecho como conocimiento. Provee algunos de los ladrillos, pero nada dice sobre los diseños de los diferentes
edificios que construimos con ellos. El siguiente paso será relacionar estas dos posiciones con la que tal vez sea la
más típica de las objeciones a la sociología del conocimiento: la que afirma que se trata de una forma de relativismo
que se refuta a sí mismo.

La objeción de la autorrefutación. Si las creencias de alguien obedecen siempre a ciertas causas o determinaciones,
y hay en ellas necesariamente un componente proporcionado por la sociedad, a numerosos críticos les ha parecido
que estas creencias están, en consecuencia, condenadas a ser falsas o injustificadas. Cualquier teoría sociológica
amplia sobre las creencias parece quedar así atrapada. Porque, ¿no tiene que admitir el sociólogo que sus propios
pensamientos están determinados y, en parte, incluso socialmente determinados? ¿No debe admitir, por tanto, que
sus propios supuestos son falsos en proporción a la fuerza de tales determinaciones? De lo que resulta que, al
parecer, ninguna teoría sociológica puede ser de alcance general si no quiere sumergirse reflexivamente en el error y
destruir su propia credibilidad. La sociología del conocimiento no es, así, digna de crédito o debe exceptuar de su
alcance las investigaciones científicas u objetivas; por tanto, debe confinarse a ser una sociología del error. No puede
haber una sociología del conocimiento auto-consistente, causal y general, especialmente cuando se trata del
conocimiento científico.

Es fácil ver que este argumento depende de una de las dos concepciones del conocimiento antes discutidas del
modelo teleológico o de una forma individualista de empirismo. La conclusión se deduce si primero se aceptan
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dichas teorías, pues la objeción tiene como premisa la idea central de que la causalidad implica error, desviación o
limitación. Esta premisa puede formularse en la forma extrema de que cualquier causalidad implica error o de que
sólo la causalidad social implica error; una u otra son cruciales para la objeción.

Estas premisas han sido responsables de ataques débiles y mal argumentados contra la sociología del conocimiento,
la mayoría de los cuales omiten hacer explícitas las premisas sobre las que descansan. Si lo hubieran hecho, sus
debilidades hubieran quedado a la vista. Su fuerza aparente deriva de que su base real estaba oculta o simplemente
no se conocía. El siguiente es un ejemplo de una de las mejores formulaciones de esta objeción que deja bastante
claro el punto de partida del que deriva.

Grünwald (crítico de Mannheim) establece explícitamente el supuesto de que la determinación social tiende a llevar
a un pensador al error. Grünwald: “es imposible hacer ninguna afirmación significativa sobre la determinación sosical
de las ideas sin tener un punto arquimédico que se sitúe más allá de cualquier determinación social”. Grünwald
extrae la conclusión de que cualquier teoría que sugiera que todo pensamiento está sujeto a una determinación
social debe refutarse a sí misma. Así, “no se necesita mucha argumentación para mostrar más allá de toda duda que
esta versión del sociologismo es también una forma de escepticismo y, por tanto, se refuta a sí misma. Porque la
tesis de que todo pensamiento está determinado existencialmente y no puede pretender ser verdadero, pretende
ser verdadera”.

Si el conocimiento depende de la existencia de un punto de vista privilegiado exterior a la sociedad, y si la verdad


depende de salirse del nexo causal de las relaciones sociales, entonces podemos darlos por perdidos.

Esta objeción adopta toda una variedad de formas diferentes. Una versión típica consiste en observar que la
investigación sobre las causas de las creencias se ofrece al mundo como correcta y objetiva. Por tanto, aduce la
objeción, el sociólogo supone que el conocimiento objetivo es posible, de modo que no todas las creencias deben
estar determinadas socialmente. Según Lovejoy, “incluso ellos, por tanto, presuponen limitaciones o excepciones
posibles a sus generalizaciones en el acto mismo de defenderlas”. Estas limitaciones, que los “relativistas
sociológicos” necesariamente presuponen, estarían diseñadas para poder abarcar criterios de verdad factual e
inferencia válida. De modo que también esta objeción descansa en la premisa de que la verdad factual y la inferencia
válida serían violadas por creencias sometidas a determinación, o al menos a determinación social.

La premisa de que la causalidad implica error, sobre la cual descansan estos argumentos, ya ha sido expuesta y
rechazada. Dichos argumentos, por tanto, pueden despacharse junto con ella. El que una creencia sea juzgada como
verdadera o falsa no tiene nada que ver con que tenga o no una causa.

La objeción del conocimiento futuro. El determinismo social y el determinismo histórico son dos ideas
estrechamente relacionadas. Quienes creen que hay leyes que rigen los procesos sociales y las sociedades se
preguntarán si también hay leyes que rijan su sucesión y desarrollo históricos. Creer que las ideas están
determinadas por el medio social no es sino una manera de creer que son relativas a la situación histórica de los
actores. No sorprende por tanto que la sociología del conocimiento haya sido criticada por quienes creen que la idea
de ley histórica está basada en el error y la confusión. Uno de estos críticos es Karl Popper, y en esta sección
trataremos de refutar sus críticas aplicadas a la sociología del conocimiento.

La razón por la que se mantiene que la búsqueda de leyes es una búsqueda errónea es que, si pudieran encontrarse,
ello implicaría la posibilidad de predicción; una sociología que suministrara leyes permitiría la predicción de futuras
creencias. La objeción de Popper a esta ambición es en parte informal y en parte formal. De manera informal,
observa que el comportamiento y la sociedad humanos no ofrecen el mismo espectáculo de ciclos repetidos de
acontecimientos que ciertas partes limitadas del mundo natural. Así que las predicciones a largo plazo son muy poco
realistas; y hasta aquí no podemos dejar de estar de acuerdo con él.

Pero el nudo de su argumentación descansa en una observación lógica sobre la naturaleza del conocimiento. Es
imposible, dice Popper, predecir el conocimiento futuro, y la razón está en que cualquier predicción de ese tipo
debería dar cuenta del descubrimiento de ese conocimiento. El modo en que nos comportamos depende de lo que
sabemos, así que el comportamiento futuro dependerá de ese conocimiento impredecible y, por tanto, también será
impredecible. Este argumento descansa aparentemente en una propiedad particular del conocimiento y conduce a
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crear un abismo entre las ciencias naturales y las sociales en la medida en que éstas se atrevan a afectar a los
humanos en tanto que poseedores de conocimiento. Sugiere que las aspiraciones del programa fuerte, con su
búsqueda de causas y leyes, están mal encaminadas y que debería proponerse algo más modestamente empírico.
Quizá la sociología debería, de nuevo, limitarse a ser una crónica de errores o un catálogo de las circunstancias
externas que ayudan u obstaculizan a la ciencia.

La observación de Popper es correcta, aunque trivial, y, bien entendida, sólo sirve para destacar las semejanzas, más
que las diferencias, entre las ciencias sociales y las naturales. Consideremos el siguiente razonamiento, que sigue los
mismos pasos que el de Popper y que, si es correcto, probaría que es imposible hacer previsiones en el mundo físico.
El razonamiento es este: es imposible hacer previsiones en física que utilicen o se refieran a procesos físicos de los
que no sabemos nada. Ahora bien, la evolución del mundo físico depende, en parte, de la acción de estos factores
desconocidos. Por tanto, el mundo físico es impredecible. Y puede darse la misma respuesta al razonamiento contra
las leyes históricas. De hecho, lo que Popper está ofreciendo es un razonamiento inductivo basado en el cúmulo de
nuestras ignorancias y omisiones; se limita a señalar que nuestras previsiones históricas y sociológicas serán
habitualmente falsas. A saber que las acciones futuras de la gente a menudo dependerán de cosas que se sabrán
entonces pero que no sabemos ahora, por lo que no podemos tenerlas en cuenta cuando hacemos la predicción.

Nada hay que deba desanimar al sociólogo del conocimiento de cara a elaborar conjeturas a partir de estudios de
casos empíricos e históricos y contrastarlos con posteriores estudios. El hecho de que la vida social dependa de la
regularidad y el orden nos permite esperar la posibilidad de un progreso. El propio Popper considera la ciencia como
una perspectiva incesante de conjeturas refutadas.

Pero aún debemos enfrentarnos a esta objeción: ¿el mundo social, no se nos presenta en forma de simples
orientaciones y tendencias en vez de hacerlo con esa apariencia de regularidad conforme a las leyes propia del
mundo natural? Tomemos el ejemplo de los planteas, que suele ser el ejemplo paradigmático de obediencia a leyes y
no a tendencias. El sistema solar no es sino una mera tendencia física: permanece porque nada le perturba. Las leyes
fundamentales de la naturaleza no imponen a los planteas que se desplacen según trayectorias elípticas, sino que
giran alrededor del sol debido a sus condiciones de origen y formación; bien podrían tener trayectorias diferentes sin
dejar de obedecer a las mismas leyes de atracción. No: la superficie empírica del mundo natural está dominada por
tendencias, las cuales se refuerzan o debilitan en función de una lucha subyacente entre leyes, condiciones y
contingencias. Al oponer los mundos natural y social, la objeción omite compararlos al mismo nivel, pues compara
las leyes subyacentes a las tendencias físicas con la superficie puramente empírica de las tendencias sociales.

Los planetas llamaron la atención precisamente porque no se ajustaban a las tendencias generales que eran visibles
en el cielo nocturno. Es difícil encontrar regularidades bajo las tendencias. El que haya o no leyes sociales
subyacentes es una cuestión de investigación empírica y no de debate filosófico. ¿Quién sabe que fenómenos
sociales erráticos y sin propósito aparente se convertirán en un ejemplo paradigmático de regularidad conforme a
leyes? Las leyes que surjan podrán no regir tendencias históricas globales, pues éstas son probablemente mezclas
complejas, como el resto de la naturaleza. Los aspectos del mundo social que se ajusten a leyes se referirán a
factores y procesos que se combinan para producir efectos empíricamente observables.

La búsqueda de leyes y de teorías en la sociología de la ciencia es, en sus procedimientos, absolutamente idéntica a
la de cualquier otra ciencia, lo que significa que deben seguirse los pasos siguientes. La investigación empírica debe
localizar, en primer lugar, los acontecimientos típicos y repetitivos. Tal investigación puede haberse inspirado en una
teoría anterior, en la violación de una expectativa tácita o en necesidades prácticas. A continuación, debe inventarse
una teoría que explique esas regularidades empíricas, para lo cual formulará un principio general o recurrirá a un
modelo que dé cuenta de los hechos. Al hacerlo, la teoría proporcionará un lenguaje con el que poder hablar de
ellos, a la vez que afinará la percepción de esos mismos hechos. El alcance de la regularidad se verá con mayor
claridad cuando se logre dar una explicación de la vaga formulación inicial. La teoría o el modelo pueden, por
ejemplo, explicar no sólo por qué se da la regularidad empírica, sino también por qué no se da en ciertas ocasiones,
sirviendo así de guía para determinar las condiciones de las que depende esa regularidad y, en consecuencia, las
causas de las variaciones o de las desviaciones que pueda sufrir. De esta manera, la teoría puede sugerir
investigaciones empíricas más refinadas que, a su vez, pueden reclamar más trabajo teórico, como puede ser la
refutación de la teoría original o la exigencia de su modificación y reelaboración.

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Todos estos pasos pueden observarse en el siguiente caso. Se ha observado que las disputas sobre la prioridad de los
descubrimientos son un rasgo habitual en la ciencia. Newton y Leibniz y su disputa en torno a la invención del cálculo
infinitesimal, entre muchas otros ejemplso. Puede entonces formularse esta generalización: los descubrimientos
engendran controversias en torno a la prioridad.

Es muy posible que se deseche esta observación empírica, declarando que es irrelevante para la auténtica naturaleza
de la ciencia, que la ciencia como tal se desarrolla según la lógica interna de la investigación científica y que las
controversias no pasan de ser meros episodios. Sin embargo, un planteamiento más naturalista se limitará a tomar
los hechos tal y como son y a inventar una teoría para explicarlos. Una de las que se han propuesto para explicar las
disputas sobre la prioridad considera el funcionamiento de la ciencia como un sistema de intercambio. Las
“contribuciones” se intercambias por reconocimiento. Como el reconocimiento es importante y un bien escaso, se
lucha por conseguirlo, lo que origina las disputas sobre la prioridad (Merton).

La cuestión que entonces se plantea es la de por qué no está claro quién es el que ha hecho una contribución
concreta y cómo es posible que llegue a plantearse una disputa. A esta cuestión puede responderse, en parte,
diciendo que la ciencia depende en buena medida de la publicación y comunicación de los conocimientos, por lo que
cierto número de científicos a menudo se encuentran en situación de realizar avances similares. Pero, en segundo
lugar, está el hecho de que los descubrimientos implican algo más que hallazgos empíricos: implican cuestiones de
interpretación y reinterpretación teóricas.

Es ahora cuando se debería poder ofrecer una explicación sobre por qué ciertos descubrimientos están menos
sujetos que otros a desencadenar disputas sobre la prioridad. La generalización empírica original puede refinarse, sin
limitarse a una simple o arbitraria limitación del alcance de la generalización, sino más bien discriminando entre
diferentes tipos de descubrimiento a partir de las consideraciones precedentes sobre la teoría del intercambio. Esto
nos permitirá mejorar la formulación de nuestra ley empírica diciendo: los descubrimientos que tienen lugar en
momentos de cambio teórico desencadenan disputas; aquellos que se hacen en momentos de estabilidad teórica no
lo hacen. Evidentemente, la cosa no se queda aquí. Primero, habrá que contrastar la versión refinada de la ley para
ver si es plausible empíricamente; lo cual significa, por supuesto, contrastar una predicción sobre las creencias y
comportamientos de los científicos. Segundo, habrá que desarrollar otra teoría que dé sentido a la nueva ley. Una
teoría que lleva a cabo esa tarea es la formulada por T.S. Kuhn en su libro The structure of scientific discovery. No se
trata ahora de saber si el modelo de intercambio o la interpretación de Kuhn son correctos. De lo que se trata es del
modo general en que los hallazgos empíricos y los modelos teóricos se relacionan entre sí, de cómo interactúan y se
desarrollan. Lo importante es que en las ciencias sociales lo hacen exactamente del mismo modo que en cualquier
otra ciencia.

Tema 9. Componentes empíricas y sociales del conocimiento.

Experiencia sensorial, materialismo y verdad

Empezaré por destacar las vitales aportaciones que el empirismo ha hecho a la sociología del conocimiento, pues se
corre el peligro de considerar sólo sus insuficiencias sin percatarse de sus virtudes. Para el sociólogo de la ciencia
este peligro se centra en torno a la cuestión de la fiabilidad de las percepciones sensoriales y a la manera de analizar
correctamente los casos de percepción errónea en la ciencia. Si los sociólogos hacen de las percepciones erróneas el
centro de sus análisis se arriesgan a no dar cuenta del carácter fiable y reproducible de los fundamentos empíricos de
la ciencia, y dejarán de lado el papel que los procedimientos empíricos, los controles y las prácticas tiene en la
ciencia. Ciertamente cumplen un papel de protección contra las percepciones erróneas, las identifican, las exponen,
y las corrigen; pero si centran excesivamente en su desmitificación y desenmascaramiento pronto verán que su
investigación se verá confinada en una sociología del error y no atenderá al conocimiento en general.

La fiabilidad de la experiencia sensorial. Los psicólogos, los historiadores y los sociólogos han suministrado ejemplos
de interacción entre procesos sociales y percepciones, o entre percepciones y recuerdos. A los científicos se les
educa de una cierta manera, que estructura sus intereses y expectativas, de modo que no ven ciertos
acontecimientos inesperados que ocurren ante sus ojos. Estas experiencias carecen para ellos de sentido y no
suscitan ninguna respuesta. E inversamente, donde algunos observadores no ven nada, o no detectan el menor
orden ni concierto, otros perciben algo que se ajustaba a lo que esperaban.
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¿Cómo deben entenderse estos acontecimientos? Como muchos de estos casos se refieren a científicos que no ven
cosas que contradicen sus teorías, uno de los enfoques que se han ensayado consiste en asimilarlos al fenómeno de
“resistencia al descubrimiento científico”. Así es como los trata Barber cuando discute una serie de casos en que los
científicos violan el ideal de apertura mental. Estos casos incluyen resistencias a ideas, teorías y enfoques nuevos;
resistencia a técnicas no habituales, así como resistencia a ciertas interpretaciones que pudieran darse de la
experiencia sensorial. Un científico puede cegarse por sus ideas científicas preconcebidas.

Barber aduce que las violaciones de la norma de apertura mental son muy frecuentes en la ciencia y que se deben a
causas precisas, como los requisitos teóricos y metodológicos, la alta posición profesional, la especialización, etc. Hay
aspectos de la ciencia que son valiosos y eficaces para ciertas cosas, pero que se muestran muy perjudiciales para
otras. Aplicado a la percepción, esto sugiere que son los propios procesos que favorecen la investigación los que
provocan, como consecuencia directa, cierta cantidad de percepciones erróneas.

Pero el análisis de Barber contiene una nota discordante. Dice que las percepciones erróneas son un fenómeno
patológico y que hay que entenderlo así para tratarlo y suprimirlo; que acaso serán inevitables ciertas resistencias,
pero que su nivel irá disminuyendo progresivamente. Sin embargo, ¿es posible que la percepción errónea sea una
consecuencia natural de un rasgo saludable de la ciencia y, a la vez, se quiera erradicar? Seguramente no.

Barber razona con la misma lógica que empleó Durkheim en su libro “Las reglas del método sociológico” para
analizar el crimen. Intentar suprimir el crimen supondría sofocar las valiosas fuerzas que dan origen a la diversidad y
a la individualidad en la sociedad. Si se presiona lo suficiente para eliminar lo que se entiende por crimen, serán otros
comportamientos los que se pondrán en cabeza de las amenazas al orden social. La cuestión no es si debe haber
crímenes o no, sino cuáles. Los crímenes son inevitables, casi constantes y necesarios. Podrá ser deplorable, pero
aspirar a reducirlos sin límite es no entender cómo funciona la sociedad. Otro tanto puede decirse de las
percepciones erróneas.

Esta concepción del todo consistente con la literatura psicológica sobre las que se llaman “tareas de detección de
señales” consistente en detectar una señal sobre un fondo de ruido, por ejemplo, un leve punto sobre una pantalla
de radar borrosa. La tendencia decidir que se ha visto una señal está íntimamente relacionada con las consecuencias
que uno sabe que conlleva esa decisión. Esto produce distintos parámetros de percepción, y de percepción errónea.
Los intentos de hacer disminuir las falsas alarmas conducen inevitablemente a que se ignoren señales, y que los
intentos de que no se omita ninguna señal dan lugar a falsas alarmas. Está relacionado con la matriz social de
consecuencias y significados en cuyo contexto tiene lugar la percepción.

Las percepciones erróneas son, pues, inevitables, casi constantes y no pueden ser reducidas ilimitadamente. Están en
profunda conexión con la organización socio-psicológica de la actividad científica y proporcionan un precioso
indicador sobre ella, así como una herramienta de investigación muy útil, pues pueden usarse para detectar la
influencia de factores como los compromisos, el interés o las diferencias en los enfoques teóricos.

Podemos insistir razonablemente en que los experimentos de detección de señales no captan con precisión las
circunstancias en que suelen hacerse las observaciones científicas. Todo el interés de los protocolos experimentales
correctos, del uso de instrumentos y grupos de control, se centra en evitar poner al observador en situación de tener
que hacer discriminaciones difíciles o juicios instantáneos. Un buen observador debe situarse en condiciones óptimas
para hacer sus observaciones, sus juicios y comparaciones. Todos estos registros deben efectuarse en el mismo
momento en que se hacen y no retrospectivamente; una muestra debe someterse a control de manera que no
intervenga la memoria; y otras precauciones por el estilo. Dadas unas condiciones de observación normalizadas, y si
se respetan las consabidas precauciones que forman parte del saber acumulado por la técnica científica, entonces es
seguro que el testimonio será el mismo para todos y no dependerá de teorías ni de compromisos. Cuando un
procedimiento experimental no produce resultados uniformes, o parece producir resultados diferentes para
diferentes observadores, es que el protocolo o diseño no era bueno o que el experimento estaba mal concebido o no
era fiable.

Es imposible evitar que se dé toda una corriente de percepciones erróneas en los márgenes de la actividad científica.
Al estar limitada en sus dominios de interés, la ciencia tiene unas fronteras, y a lo largo de ellas siempre habrá
acontecimientos y procesos que reciban una atención parcial y fluctuante. Aquí puede aplicarse la analogía con la
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detección de señales: bien puede ocurrir que, acontecimientos que más tarde lleguen a verse como significativos,
hayan pasado antes desapercibidos o se hayan descartado.

Pero la situación no es la misma en el centro de atención. Aquí sólo hay unos cuantos procesos empíricos que sean
objeto de interés y debate, por lo que se respetarán estrictamente los requisitos de replicabilidad, de fiabilidad, de
corrección en el diseño experimental y de eliminación de efectos subyacentes. Aquí los errores son evitables y
evitados. Y cuando no ocurre así, se aplican sanciones, ya las ejecuten otros, ya lo haga la propia conciencia, esa
imagen internalizada del reproche.

Experiencia y creencia. La aportación más relevante del empirismo está en decir que nuestra psicología garantiza
que hay algunas respuestas a nuestro entorno material que son comunes y constantes; estas respuestas son nuestras
percepciones. Se considera, sin duda con razón, que las variaciones culturales se imponen sobre un estrato de
capacidades sensoriales biológicamente estables. Apoyarse en la hipótesis de que la facultad perceptiva es
relativamente estable no impide decir que sus aportaciones no constituyen (ni pueden constituir) conocimiento, lo
cual se debe a que la experiencia siempre tiene lugar sobre un estado anterior de creencias. Ella es una de las causas
que pueden provocar alteraciones en ese estado de creencias, de modo que el nuevo estado resultante siempre será
el resultado de una componenda entre la reciente influencia y el estado precedente. Esto significa que la experiencia
puede provocar cambios, pero que por sí sola no determina el estado de creencia.

Una manera de representarse este proceso es establecer una analogía con el efecto de una fuerza que incide sobre
un sistema de fuerzas. Esta fuerza influirá en la fuerza resultante, pero no será la única en hacerlo.

Consideremos un ejemplo sencillo. Un miembro de una tribu primitiva consulta al oráculo administrando una
sustancia vegetal a un pollo. El pollo muere. Nuestro primitivo lo ve tan claramente como nosotros; pero él dice que
el oráculo ha respondido “no” a su pregunta, mientras que nosotros decimos que el pollo ha sido envenenado. La
misma experiencia conlleva reacciones diferentes al enfrentarse con diferentes sistemas de creencias. Y esto se
aplica tanto al nivel superficial de lo que podamos decir casualmente sobre el acontecimiento como al nivel más
profundo de lo que podamos creer que significa y de cómo actuemos en consecuencia.

No es difícil encontrar más ejemplos en el campo de la ciencia. Quizá el más obvio sea el de los diferente significados
atribuidos en distintos momentos al movimiento del Sol durante el día. La experiencia subjetiva del movimiento del
Sol ocurre de manera que el horizonte actúa como un marco estable contra el que el Sol parece desplazarse. Es
comprobable que esto es así para cualquier observador. Sin embargo lo que se cree sobre las posiciones relativas
que en realidad se dan entre el Sol y la Tierra es muy distinto para los seguidores de Ptolome y para los de Copérnico.

La componente social que hay en todo esto es evidente e irreductible. Debe acudirse a procesos como la educación y
el entrenamiento para explicar la implantación y distribución de estados de creencias previas: son absolutamente
necesarios si la experiencia ha de tener determinados efectos. Y son también necesarios para entender cómo se
mantienen las creencias resultantes y para dar cuenta de las pautas que ligan especialmente una experiencia con
cierta creencia y no con otras. Aunque esta concepción toma algunas aportaciones del empirismo, conlleva que
ninguna creencia cae fuera de la perspectiva puramente sociológica. En todo conocimiento hay una componente
social.

La versión del empirismo que aquí se incorpora a la sociología del conocimiento es ciertamente una teoría
psicológica que dice que nuestras facultades de percepción son diferentes de nuestras facultades de pensamiento, y
que nuestras percepciones influyen sobre nuestros pensamientos más que de lo que éstos influyen en nuestras
percepciones. Esta forma de empirismo tiene un sentido biológico y evolucionista, pero está tan despreciado por los
empiristas modernos como por sus adversarios. Los filósofos contemporáneos han transformado esa tesis
psicológica en la afirmación de que existirían dos lenguajes de naturaleza diferente: el lenguaje de los datos y el de la
teoría. Ahora bien, de lo que hablan de nuevo es del distinto rango de dos tipos diferentes de creencias: aquellas que
vienen dadas inmediatamente por la experiencia, que son incuestionablemente verdaderas, y aquellas que se
conectan sólo indirectamente con la experiencia, cuya verdad es problemática. Esas son las tesis que actualmente
debaten los filósofos. Pero la verdad absoluta de las creencias pretendidamente derivadas de la experiencia sin
mediación alguna es algo que ya ha sido puesto en tela de juicio, y más recientemente también lo ha sido toda esa
concepción global de los dos lenguajes.
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Materialismo y explicación sociológica. Ninguna sociología consistente podría presentar el conocimiento como una
fantasía desconectada de nuestras experiencias sobre el mundo material que nos rodea. Los cuerpos y las voces
humanas forman parte del mundo material, y el aprendizaje social forma parte del aprendizaje general sobre cómo
funciona el mundo. Si tenemos la aptitud y la inclinación a aprender los unos de los otros, tendremos también en
principio la habilidad de aprender a partir de las regularidades del mundo no social. Si el aprendizaje social puede
descansar en los órganos perceptivos, también podrá hacerlo el conocimiento natural o científico. Ningún análisis
sociológico de la ciencia podrá considerar la percepción sensorial menos fiable cuando se utiliza en el laboratorio o
en los estudios de campo que cuando se usa en la interacción social o en la acción colectiva. Todo el edificio de la
sociología presupone que podemos reaccionar de modo sistemático ante el mundo por medio de nuestra
experiencia, esto es, por medio de nuestra interacción causal con él. El materialismo y la fiabilidad de nuestros
sentidos se dan, pues, por supuestos por la sociología del conocimiento y no se puede permitir ninguna dejación de
ellos.

Para ilustrar el papel de tales factores, consideremos la comparación que hizo J.B. Morrell entre dos escuelas de
investigación de comienzos del siglo XIX. Morrell comparó el laboratorio de Thomas Thomson en Glasgow con el de
Justus Liebig en Giessen. La de Liebig floreció y adquirió renombre universal, mientras que la de Thomson terminó
por desaparecer sin dejar apenas huella. El problema que Morrell se plantea es el de comparar y contrastar los
factores que llevaron a ambas escuelas a destinos tan diferentes pese a sus similitudes.

Su análisis es manifiestamente simétrico y causal. Comienza por establecer un “tipo ideal” de escuela de
investigación que incluye todos los hechos y parámetros necesarios para su organización y su éxito. Una vez que
consutruido el modelo, las diferencias entre las escuelas de Glasgow y de Giessen se hacen evidentes pese a sus
semejanzas. Los factores a tener en cuenta son: el temperamento psicológico del director de la escuela, sus recursos
financieros y su poder y categoría en su universidad, su capacidad para atraer estudiantes y lo que podía ofrecerles
en cuanto a motivación y posibilidades de promoción profesional, su reputación en la comunidad científica, su
elección del campo y programa de investigación, así como las técnicas que desarrollaba para futuras investigaciones.

Thomson era un hombre posesivo y sarcástico, con tendencia a tratar los trabajos de sus estudiantes como si le
pertenecieran (los publicaba bajo su solo nombre). Liebig debía ser también un hombre difícil y agresivo pero sus
estudiantes le veneraban, les animaba a publicar con sus propias firmas. También les ofrecía la posibilidad de hacer
un doctorado y les ayudaba de diferentes formas en su carrera. En el laboratorio de Thomson no se facilitaba ese
proceso educativo tan útil y completo.

Al principio, ambos directores debieron financiar la marcha de la escuela de su propio bolsillo. Liebig tuvo más éxito
en conseguir financiación externa para el personal y el material de su laboratorio; pudo pasar esta carga al Estado,
algo impensable en la Gran Bretaña del laissez-faire. Liebig se estableció como profesor en una pequeña universidad,
lo que le dejó las manos libres para su trabajo principal. Thomson, como profesor regius, estaba sobrecargado de
clases y despilfarraba su energía en trabajos rutinarios o en política universitaria.

Los dos directores eligieron orientaciones muy distintas en su campo de investigación. Thomson se consagró a un
programa de búsqueda de los pesos atómicos y la composición química de sales y minerales. Eso le llevó a la química
inorgánica. Este era un campo muy estudiado por algunos de los mejores especialistas de la época. Además, las
técnicas implicadas exigían un alto nivel de especialización y el análisis inorgánico planteaba numerosos problemas
prácticos, por lo que era difícil conseguir resultados estables, reproducibles y útiles. Liebig eligió el campo de la
reciente química orgánica. Desarrolló unos aparatos y una técnica de análisis capaz de producir resultados fiables y
reproducibles; más aún, los aparatos podían ser manejados por cualquier estudiante si era competente. En resumen,
fue capaz de crear una especie de fábrica que producía lo que nadie había producido antes en ese campo.

Los resultados de Thomson y sus estudiantes se encontraban a menudo con el problema de que diferían de los de
otros especialistas. A veces eran los propios resultados de los miembros de la escuela los que diferían entre sí y
parecían no aportar nada nuevo ni útil. Thomson estaba convencido de la corrección de esos resultados, pero los
demás solían tenerlos por accidentales y poco reveladores. Liebig y sus estudiantes no encontraron ninguna
oposición.

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Ahora, el problema metodológico crucial está en decidir qué es lo que ejemplos como este nos dicen sobre el papel
que juega, en las explicaciones sociológicas de la ciencia, la experiencia que tenemos del mundo material. Pretende
mostrar que el hecho de tomar en consideración las reacciones del mundo material no interfiere ni con la simetría ni
con el carácter causal de las explicaciones sociológicas.

Una de las razones que explican el éxito de Liebig está en que el mundo material reacciona de manera regular al
tratamiento al que se le somete en sus aparatos, mientras que quien se enfrente al mundo material como lo hizo
Thomson no encontrará la menor regularidad. Los procedimientos de éste presumiblemente entremezclaban
procesos químicos y físicos de las sustancias que examinaba. Las pautas de comportamiento, tanto de los hombres
como de las respuestas que les devolvía la experiencia, son diferentes en cada caso.

Sin embargo, el tipo de explicación sobre la suerte de las dos escuelas de investigación es el mismo en ambos casos.
Ambos deben entenderse por referencia a un input proporcionado por el mundo; y ambos parten de una
confrontación del científico con una parte de su entorno. Hasta aquí, las dos explicaciones son simétricas. A
continuación, el estudio considera, también con simetría, el sistema de creencias, normas, valores y expectativas
sobre el que inciden estos resultados. En cada caso actúan diferentes causas, pues de otra manera no habría
diferentes efectos. La simetría reside en los tipos de causas que se aducen.

La diferencia en los resultados es sólo una parte de todo el proceso causal que culmina en los diferentes destinos de
cada escuela; no basta por sí misma para explicar los hechos. No sería adecuado decir que son meros hechos
químicos los que explican por qué fracasó un programa y triunfó el otro. La suerte de cada escuela podía haber sido
la contraria aunque hubieran llevado a cabo las mismas actividades y obtenido los mismos resultados. Por ejemplo,
supongamos que no hubiera nadie interesado realmente en la química orgánica; entonces todo el esfuerzo de Liebig
se habría frustrado, como se frustró el del biólogo Mendel: le habrían ignorado. O inversamente, que la química
inorgánica no se estuviera estudiando tan intensamente cuando Thomson creó su escuela; su contribución habría
tenido una resonancia mucho mayor.

Sólo habría una situación en la que hubiera podido decirse que la química fue la única causa de la diferencia (en la
suerte de ambas escuelas). Sería aquella en la que todos los factores psicológicos, económicos y políticos fueran
idénticos o se diferenciaran tan sólo en aspectos menores e irrelevantes. Pero ni siquiera una situación así
contradiría el programa fuerte, pues no suprimiría de la explicación general los factores sociológicos. Éstos seguirían
jugando un papel activo fundamental, aunque ocasionalmente llamarían menos la atención en la medida en que
estarían equilibrados entre las dos situaciones. Incluso en este caso, la estructura global de la explicación seguiría
siendo causal y simétrica.

Verdad, correspondencia y convención. La verdad es un concepto sobresaliente en nuestro modo de pensar, pero el
programa fuerte exige a los sociólogos que lo dejen de lado, en el sentido de dar el mismo trato a las creencias
verdaderas y a las falsas cuando se busca una explicación. Hay pocas dudas sobre lo que queremos decir cuando
hablamos de verdad; nos referimos a que una creencia, juicio o afirmación se corresponden con la realidad,
captando y reflejando las cosas tal y como están en el mundo. Esta manera de hablar es seguramente universal. La
necesidad de rechazar o de apoyar lo que otros dicen es algo básico en la interacción humana, por lo que es una
lástima que esta concepción común de la verdad sea tan vaga. La relación de correspondencia entre conocimiento y
realidad en la que se apoya es difícil de caracterizar de manera clara. En vez de intentar precisar más la definición del
concepto de verdad, adoptaremos un enfoque diferente: nos preguntaremos qué uso se hace de ese concepto y
cómo funciona en la práctica la noción de correspondencia. Se nos revelará que si el concepto de verdad es vago, no
es ninguna sorpresa ni constituye tampoco ningún obstáculo.

Consideremos el ejemplo de la teoría del flogisto. El flogisto podría identificarse como ese gas al que llamamos
hidrógeno; los químicos del siglo XVIII sabían como prepararlo, pero tenían una concepción de sus propiedades y
comportamiento muy diferente a la nuestra. Creían, por ejemplo, que el flogisto podía ser absorbido por una
sustancia llamada “minium” o “plomo calcinado” (óxido de plomo). Más aún, pensaban que, al absorber el flogisto, el
minium se convertía en plomo.

Joseph Priestley llegó a dar una convincente demostración de esta teoría. Cogió una vasija de flogisto y la volcó sobre
un recipiente con agua, sobre la que flotaba un crisol con algo de minium. Lo calentó mediante rayos solares
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concentrados por una lente, y como esperaba, el minium se transformó en plomo. Y, como señal de que había
absorbido el flogisto, el nivel del agua de la vasija de gas ascendió sensiblemente. Demostraba así que la teoría se
correspondía con la realidad.

Un empirista podría argüir con razón que podemos ver subir el nivel del agua, pero que en realidad no vemos el
flogisto siendo absorbido por el minium: no hay ninguna experiencia de la visión del gas penetrando por los poros del
minium. Efectivamente, la realidad postulada por la teoría no está visiblemente de acuerdo con la teoría; como no
podemos acceder a ese ámbito del mundo físico, no podemos ver la correspondencia con la teoría.

El indicador de verdad con el que nos movemos realmente es el de que la teoría funciona; nos basta con llegar a una
visión teórica del mundo que se aplique con fluidez. El indicador de error es el fracaso en establecer y mantener esta
relación funcional entre realidad y teoría al no cumplirse las predicciones. Una manera de plantear esto sería decir
que hay algún tipo de correspondencia de la que, de hecho, nos valemos. Pero eso no es una correspondencia de la
teoría con la realidad, sino de la teoría consigo misma. La experiencia es interpretada a la luz de la teoría de modo
que no ponga en peligro su coherencia interna. El proceso de evaluación de una teoría es un proceso interno, no en
el sentido de que esté desconectado de la realidad, sino en el sentido de que (una vez establecidas las conexiones)
todo el sistema ha de mantener un cierto grado de coherencia, conformándose cada parte a las demás.

El experimento descrito plantea tantos problemas como apoyos ofrece a la teoría del flogisto. Priestley acabó
observando que, durante el experimento, se habían formado gotas de agua en la vasija del gas, pero no le dio
importancia en principio porque el experimento lo había realizado con agua. Esas gotas no se esperaban, y su
presencia anunciaba problemas para la teoría; en ella no se decía nada de que pudiera formarse agua, pero quedó
aún más claro al repetir el experimento con mercurio. Ahora sí había surgido una falta de correspondencia.

No es que la realidad revelara falsa la teoría por una falta de correspondencia con su funcionamiento interno, sino
que había surgido una situación anómala en el interior de una concepción del experimento aportada por la propia
teoría. Priestley suprimió la anomalía reelaborando su teoría. No fue la realidad la que aquí sirvió de guía, sino la
propia teoría: se trataba de un proceso interno. Él argumentó que el minium debía contener algo de agua que nadie
había apreciado y que, al calentarlo, ese agua se manifestó depositándose en las paredes de la vasija. La
correspondencia con la realidad quedaba así restablecida.

Es interesante comparar el análisis que Priestley hace de su experimento con nuestra versión, pues su teoría, y más
aún su versión revisada, no se ajustan en absoluto con la realidad. Nosotros no decimos que el flogisto era absorbido
por el minium ni que el agua surgía de éste; lo que decimos es que el gas de la vasija es hidrógeno y que el minium es
óxido de plomo: al calentarlo, el oxígeno abandona el óxido, deja el plomo y se combina con el hidrógeno para
formar agua. En el transcurso de este proceso, el gas desaparece y por ello aumenta el nivel del mercurio o del agua
de la vasija. Vemos exactamente lo mismo que vio Priestley, pero lo concebimos a partir de una teoría diferente.

La relación de correspondencia entre teoría y realidad es una relación demasiado difusa. En ningún momento
percibimos esta correspondencia. Nunca tenemos ese acceso inmediato a la realidad que sería necesario para poder
contrastarla con nuestras teorías. Todo lo que tenemos, y no necesitamos más, son nuestras teorías y nuestra
experiencia del mundo, nuestros resultados experimentales y nuestras interacciones sensorio-motrices con los
objetos manipulables.

Todos los procesos del pensamiento científico pueden (y deben) llevarse a cabo sobre la base de principios internos
de evaluación; se mueven por los errores que percibimos en el marco de nuestras teorías, nuestros objetivos,
nuestros intereses, problemas y normas. Si Priestley no hubiera estado preocupado por desarrollar una descripción
detallada de todos los acontecimientos que podía detectar en una reacción química, no habría reparado en unas
cuantas gotas de agua. Y si nosotros no estuviéramos interesados en obtener teorías cada vez más generales,
podíamos habernos quedado tan satisfechos con la versión de Priestley, pues se corresponde lo suficiente con la
realidad como para conseguir ciertos objetivos. Esta correspondencia sólo se ve perturbada si lo que nos
proponemos es otra cosa.

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Esto planea un problema con la noción de verdad: ¿por qué no abandonarla por completo? ¿qué función tiene la
verdad, o el hablar de la verdad, en todo esto? Parece que no se perdería gran cosa abandonándola. Sin embargo, no
hay duda de que es una manera de hablar que aparece de modo natural y percibimos como peculiarmente apta.

Nuestra idea de verdad cumple un cierto número de funciones que vale la pena destacar sólo para mostrar que son
compatibles con el programa fuerte y con esa idea pragmática e instrumental de correspondencia de la que hemos
venido hablando. En primer lugar, está la que podemos llamar función discriminatoria. Necesitamos ordenar y
clasificar nuestras creencias, debemos distinguir las que van bien y las que no. “Verdadero” y “falso” son las
etiquetas que se usan habitualmente para ello.

En segundo lugar, está la función retórica. Esas etiquetas juegan un papel en la argumentación, la crítica y la
persuasión. Si nuestro conocimiento estuviera únicamente bajo el control de los estímulos recibidos del mundo
físico, no se plantearía el problema de saber qué es lo que hay que creer. Pero no nos adaptamos al mundo de un
modo mecánico debido al componente social de nuestro conocimiento, y todo este equipamiento convencional y
teorético presenta un continuo problema de mantenimiento. El lenguaje de la verdad está íntimamente relacionado
con el problema cognitivo. Por un lado, hablamos de verdad cuando queremos apoyar una u otra afirmación; por
otro, se recurre a la noción de verdad precisamente como la idea de algo que puede ser diferente de la opinión
recibida, como algo que trasciende la mera creencia. Bajo esta forma, es nuestra manera de poner un signo de
interrogación sobre aquello que queremos poner en duda, cambiar o consolidar. Por supuesto cuando afirmamos la
verdad de algo o denunciamos un erro no tenemos la menor necesidad de garantizar un acceso privilegiado a una
comprensión definitiva sobre ello; el lenguaje de la verdad nunca lo ha necesitado.

Esta función retórica es muy similar a la de discriminación salvo que ahora esas etiquetas hacen alusión a la
trascendencia y la autoridad. La naturaleza de la autoridad puede apreciarse inmediatamente. El que una visión
teórica particular tenga autoridad sólo puede deberse a las acciones y opiniones de la gente. Es precisamente aquí
donde Durkheim situaba el carácter obligatorio de la verdad cuando criticaba el pragmatismo de los filósofos. La
autoridad es una categoría social y sólo nosotros, los humanos, podemos ejercerla. La naturaleza tiene poder sobre
nosotros, pero sólo nosotros tenemos autoridad.

La tercera función es la que puede llamarse función materialista. Todo nuestro pensamiento supone de manera
instintiva que existimos en un ambiente exterior común para todos, que posee cierta estructura y que, pese a que no
conozcamos su exacto grado de estabilidad, es lo bastante estable como para permitirnos realizar muchos objetivos
prácticos. Los detalles de su funcionamiento son oscuros, pero, aun así, damos por supuestas muchas cosas sobre él.
Nadie duda de la existencia de un mundo exterior ordenado. Damos por supuesto que es la causa de nuestras
experiencias y la referencia común de nuestros discursos. Reuniré todo esto bajo el nombre de “materialismo”.
Cuando usamos la palabra “verdad”, lo que queremos decir es precisamente esto: el modo en que está el mundo;
mediante esa palabra convenimos y afirmamos ese esquema último en el que descansa nuestro pensamiento. Ese
esquema se rellena de muy diferentes maneras; el mundo puede estar poblado por espíritus invisibles en una cultura
y por partículas sólidas en otra (pero no menos invisibles). El término materialismo es apropiado en tanto que pone
el acento en ese núcleo común de gente, objetos y procesos naturales que juegan un papel tan prominente en
nuestras vidas. Esas muestras comunes de un mundo exterior son las que no suministran modelos y ejemplos
mediante los que damos sentido a las teorías culturales más refinadas; son la experiencia más duradera, más pública
y más vívida de ese mundo exterior.

Puede aceptarse que los humanos clasificamos y seleccionamos ideas, que las sostenemos y engalanamos con un
aura de autoridad, así como que relacionamos nuestras creencias con aquellos elementos del mundo exterior que
consideramos son sus causas. Y todo ello está de acuerdo con el programa fuerte. En particular, suponer que hay un
mundo material al que nos adaptamos de distintos modos es precisamente el cuadro que se presuponía en aquella
noción de correspondencia tan pragmática e instrumental. Esta cuestión puede ponerse ahora en relación con el
problema planteado por Liebig y Thomson.

Cuando se recurre a la verdad o falsedad para explicar el distinto éxito de ambos, se están usando esos términos
para etiquetar las diferentes circunstancias en las que estos hombres se encontraban. Liebig pudo generar resultados
reproducibles, había dado con una manera de provocar una respuesta sistemática en la naturaleza. Thomson no lo
consiguió. Usar el lenguaje de la verdad y la falsedad para resaltar esa diferencia es algo habitual y aceptado cuando
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se habla del trabajo de los científicos. Oponerse a este uso que se da en el lenguaje popular a los términos de verdad
y falsedad sería un desastre para el programa fuerte, pero no es el caso. El uso al cual se opone es muy diferente, por
ejemplo usar explicaciones causales para el error pero no para la verdad. Pues sitúa la noción de verdad en un
marco teleológico en vez de mantener también para ella esa concepción causal que es habitual en nuestra forma de
pensar.

Ahora debemos examinar esos argumentos que suelen oponerse a la idea de que las teorías, los métodos y los
resultados científicos son convenciones sociales. Suele asumirse que si algo es convencional es porque es arbitrario,
que considerar las teorías y los resultados científicos como convenciones significa que es una decisión la que los hace
verdaderos y que lo mismo se podía haber tomado otra decisión. Nuestra respuesta es que las convenciones no son
arbitrarias. Ni cualquier cosa está en condiciones de convertirse en una convención, ni las decisiones arbitrarias
juegan un gran papel en la vida social. Se exige tanto credibilidad social como utilidad práctica para que algo llegue a
ser una convención, una norma o una institución. Las teorías, por tanto, deben tener el grado de exactitud y el
alcance que se espera convencionalmente de ellas. Esas convenciones no son ni auto-evidentes, ni universales, ni
estáticas. Más aún, las teorías y las prácticas científicas deben estar en consonancia con otras convenciones y
propósitos predominantes en un determinado grupo social, enfrentándose a un problema “político” de aceptación
tanto como cualquier otra oferta política.

¿Basta que un grupo social acepte una teoría para hacerla verdadera? No, nada hay en el concepto de verdad que
permita que la creencia convierta una idea en verdadera: lo impide su relación con aquel cuadro materialista
elemental que consideraba la independencia del mundo exterior.

Otra objeción a esta visión del conocimiento, como algo que descansa en cierta forma de consenso social, viene del
miedo a ver peligrar el pensamiento crítico. Así, se ha dicho que desde una perspectiva como esta es imposible llevar
a cabo una crítica radical, pero lo que la teoría prevé es que un grupo social sólo podrá emprender una crítica radical
del conocimiento en ciertas situaciones. En primer lugar, hace falta que se dé más de un conjunto de normas y
convenciones, y que sea concebible más de una única concepción de la realidad; en segundo lugar, es necesario que
haya motivos para explotar estas alternativas. La primera condición siempre se cumplirá en una sociedad con un
grado elevado de diferenciación, pero la segunda no se cumplirá siempre en el ámbito de la ciencia. A menudo, los
científicos calculan que saldrán ganando más si se amoldan a los procedimientos y teorías habituales que si se
apartan de ellos. Los factores que intervienen en esos cálculos son un problema sociológico y psicológico.

Ejemplo: Bacon fue uno de los mayores propagandistas de la ciencia; junto con otros, criticó con acidez lo que
consideraba como la escolástica degenerada de las universidades, y le habría gustado ver en su lugar esa forma de
conocimiento propia de los artesanos, un saber útil, práctico y dinámico. De modo que las normas, usos, intereses y
convenciones de una parte de la sociedad como patrón con el que medir otros tipos de conocimiento. No buscó
ninguna forma supra-social y no la habría encontrado pues no existe tal punto arquimediano.

No hay ninguna razón para que un sociólogo o cualquier otro científico deba avergonzarse porque sus teoría y
métodos se muestren como algo que surge de la sociedad, esto es, como productos de influencias y facultades
colectivas que son peculiares de la cultura de su época. Si los sociólogos cerraran los ojos a esto, estarían denigrando
el propio objeto de su ciencia. Al admitirlo, nada hay que implique que la ciencia deba desentenderse de la
experiencia o descuidar los hechos. Después de todo, ¿cuáles son las convenciones que el medio social impone hoy a
la ciencia? Sencillamente son las que sobreentenderemos como método científico tal y como se practica en las
distintas disciplinas.

Decir que los métodos y resultados de la ciencia son convenciones no hace de ellos “meras” convenciones, pues eso
sería cometer el error de creer que cualquier cosa puede convenirse fácilmente. Y nada hay más equivocado. Las
exigencias convencionales nos presionan hasta los límites de nuestras capacidades físicas y mentales. Como ejemplo
extremo, pensemos en las pruebas de resistencia que los indios norteamericanos debían superar para ser admitidos
como guerreros de su tribu. Una de las condiciones que se imponen a las teorías e ideas científicas para adaptarse a
lo que convencionalmente se espera de ellas es que sean capaces de hacer predicciones y acierten. Eso impone una
severa disciplina a nuestra constitución mental, pero no deja de ser una convención.

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Con todo, se seguirá diciendo que la verdad ha quedad reducida a mera convención. Éste es el sentimiento que
anima todos los argumentos contra la sociología del conocimiento que hemos examinado antes. Tomémoslo como
un fenómeno y tratemos de explicarlo.

Tema 10. Una aproximación durkheimiana a la ciencia

Fuentes de resistencia al programa fuerte

Si la sociología no pudiera aplicarse minuciosamente al conocimiento científico supondría que la ciencia no podría
conocerse científicamente a sí misma. Mientras que tanto el conocimiento de otras culturas como los elementos no
científicos de nuestra propia cultura pueden conocerse a través de la ciencia, ésta, de entre todas las cosas, sería la
única en no permitir el mismo tratamiento. Esto la convertiría en un caso especial, una excepción permanente a la
generalidad de sus propios procedimientos.

Una aproximación durkheimiana a la ciencia. La razón para resistirse a la investigación científica de la ciencia puede
alumbrarse recurriendo a la distinción entre lo sagrado y lo profano. Para Durkheim, esa distinción está en el corazón
mismo del fenómeno religioso, y dice:

“... la característica real del fenómeno religioso es que siempre supone una división bipartita del universo entero,
conocido y conocible, en dos clases que abarcan todo lo que existe, pero que se excluyen radicalmente entre sí. Las
cosas sagradas son aquellas a las que protegen y aíslan las prohibiciones; las cosas profanas, aquellas a las que se
aplican estas prohibiciones y deben permanecer a cierta distancia de las primeras. Las creencias religiosas son las
representaciones que expresan la naturaleza de las cosas sagradas y las relaciones que sustentan bien entre sí o con
las cosas profanas”.

La extraña actitud hacia la ciencia sería explicable si se la tratara como algo sagrado, y, por tanto, como algo que se
mantiene a una distancia respetuosa. Esto es así quizá porque se considera que sus atributos desafían todo lo que no
es ciencia sino simplemente creencia, prejuicio, hábito, error o confusión. Se asume, pues, que el trabajo de la
ciencia procede de principios que no se fundamentan en (ni son comparables con) aquellos que operan en el mundo
profano de la política y el poder.

¿No es extraño utilizar una metáfora religiosa para aclarar lo que es la ciencia? ¿No son principios antagónicos? La
metáfora puede ser tan inapropiada como ofensiva. Esta reacción olvidaría tanto que lo que se está comparando son
dos esferas de la vida social como la sugerencia de que funcionan principios similares en ambas esferas. La conducta
religiosa se construye en torno a la distinción entre lo sagrado y lo profano, y las manifestaciones de esta distinción
son parecidas a la postura que con frecuencia se toma hacia la ciencia. Y el que exista este punto de contacto
permite que puedan aplicarse a la ciencia otros análisis existentes sobre la religión.

En efecto, si la ciencia se trata como si fuera sagrada, ¿se explica con ello por qué no debe aplicarse a sí misma? ¿No
puede lo sagrado ponerse en contacto consigo mismo? ¿Dónde está la profanación que impide a los sociólogos
volverse sobre la ciencia? Puede responderse así a esta cuestión: Muchos filósofos y científicos no consideran que la
sociología del conocimiento forme parte de la ciencia; así pues, la sociología del conocimiento pertenece a la esfera
de lo profano, y concederle el derecho de referirse a la ciencia propiamente dicha sería poner en contacto lo profano
con lo sagrado. Pero esta respuesta plantea otra cuestión: ¿por qué se considera que la sociología del conocimiento
es algo exterior a la ciencia? Nada hay en los métodos de la sociología que deba excluirla de la ciencia, lo cual sugiere
que es su temática la responsable de su exclusión. Quizá entonces la tendencia a negarle la condición de ser una
ciencia no sea algo fortuito. No es que la sociología del conocimiento esté simplemente al margen de la ciencia y, por
tanto, suponga una amenaza para ésta, sino más bien que debe mantenerse fuera de la ciencia porque el objeto de
estudio elegido la convierte en una amenaza. De igual manera, puede decirse que la sociología del conocimiento no
es considerada como una ciencia porque es muy joven y está aún poco desarrollada.

Pero esto de nuevo trae a colación otra cuestión crucial: ¿Por qué está tan poco desarrollada? La sociología del
conocimiento plantea una amenaza porque se encuentre poco desarrollada, sino que está poco desarrollada porque
plantea una amenza.

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Estas consideraciones nos remontan al problema original: ¿por qué el carácter sagrado del conocimiento científico
habría de sentirse amenazado por la investigación sociológica? La respuesta se encuentra en una nueva articulación
de la idea de lo sagrado.

La religión es esencialmente una fuente de fuerza. Cuando la gente se comunica con sus dioses se siente fortalecida,
encumbrada y protegida. La fuerza se irradia a partir de los objetos y ritos religiosos, y esta fuerza no afecta
simplemente a las prácticas más sagradas, sino que se prolonga en las práctica profanas de todos los días. Además, la
religión nos concibe como criaturas constituidas por dos partes, un espíritu y un cuerpo: el espíritu está dentro de
nosotros y participa de lo sagrado; y es diferente en su naturaleza al resto de nuestra mente y cuerpo. Este residuo,
que es profano, tiene que ser controlado con severidad y preparado ritualmente antes de entrar en contacto con lo
sagrado.

Esta dualidad religiosa esencial es semejante a la dualidad que a menudo se atribuye al conocimiento. La ciencia no
es toda ella de una sola pieza. Está sujeta a una dualidad de naturaleza que se indica mediante toda una gama de
distinciones (distinción entre pura/aplicada, ciencia/tecnología, teoría/práctica...). En general, podemos decir que el
conocimiento tiene sus aspectos sagrados y su cara profana, como la propia naturaleza humana. Sus aspectos
sagrados representan todo aquello que juzgamos que está en lo más alto: pueden ser sus principios y métodos
centrales, o sus mayores logros, o sus contenidos teóricos más puros, presentados al margen de todos los detalles
concernientes a su origen, a las pruebas o a las confusiones del pasado. Ejemplo: Bois-Reymond sostenía que el
adiestramiento en la investigación pura tiene el valor de “elevar incluso a las mentes mediocres que, al menos una
vez en su vida, antes de quedar atrapadas por la irresistible atracción de los estudios prácticos, han sido impulsadas a
traspasar el umbral del aprendizaje puro y han podido sentir el soplo de su espíritu, mentes que, al menos una vez, y
para su propio bien, han visto la verdad buscada, encontrada y apreciada”.

De igual modo que la fuerza derivada del contacto con lo sagrado se traslada al mundo, puede plantearse también
que los aspectos sagrados de la ciencia informan u orientan sus aspectos más mundanos, los menos inspirados y
vitales: sus rutinas, sus meras aplicaciones, sus formas consolidadas y externas que afectan a las técnicas y los
métodos. Pero, por supuesto, la fuente de la fuerza religiosa que opera en el mundo profano nunca debe dar a los
creyentes tal grado de confianza que les haga olvidar la distinción crucial entre ambos; nunca deben olvidar su
dependencia última de lo sagrado; nunca deben creer que son autosuficientes y que su poder no necesita
regenerarse. Por analogía, nunca debe ponerse tanta confianza en las rutinas de la ciencia como para dotarlas de una
autosuficiencia que pase por alto la necesidad de derivar su fuerza de una fuente de naturaleza diferente y más
poderosa. Desde esta perspectiva, nunca debe llegar a apreciarse tanto la práctica de la ciencia que reduzca todo al
mismo nivel. Siempre debe haber una fuente de poder de la que fluya la energía hacia afuera y con la que se pueda y
deba renovar el contacto.

La amenaza planteada por la sociología del conocimiento es precisamente ésta: parece trastocar o interferir en el
flujo externo de energía e inspiración que deriva del contacto con las verdades básicas y los principios de la ciencia y
la metodología. Lo que deriva de estos principios, a saber, la práctica de la ciencia, es esencialmente menos sagrado
y más profano que la fuente misma. Por tanto, hacer que una actividad conformada por estos principios se vuelva
sobre los principios mismos es una profanación y una contaminación. Sólo puede sobrevenir la ruina.

Ésta es la respuesta a aquella paradoja de que quienes defienden la ciencia con mayor entusiasmo sean
precisamente los que ven con más desagrado que la ciencia se aplique a estudiarse a sí misma. La ciencia es sagrada
y por ello debe ser mantenida aparte, queda “reificada” o “mistificada”. Esto la protege de la contaminación que
destruiría su eficacia, su autoridad y su poder como fuente de conocimiento.

Los pensadores que se mueven en esta tradición son proclives a garantizar a la ciencia un lugar propio en nuestro
sistema de conocimiento, pero su concepción de ese lugar es diferente de la de los entusiastas. Los humanistas son
sensibles a las limitaciones de la ciencia y a cualquier pretensión poco convincente que pueda apoyarse en su
nombre, por lo que reivindican otras formas de conocimiento. Por ejemplo: nuestro conocimiento ordinario de la
gente y de las cosas Los filósofos del sentido común y del humanismo a menudo están de acuerdo con los filósofos
de la ciencia en sus críticas a la sociología del conocimiento. Desde luego no se puede aplicar a estos humanistas un
análisis como el anterior, en términos de la sacralidad de la ciencia, pero su posición sí puede analizarse aún en
términos durkheimianos semejantes. Lo que para ellos es sagrado es algo no científico, como el sentido común o la
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forma dada de una cultura. Las formas de conocimiento privilegiadas por estos pensadores son habitualmente las
artes del poeta, del novelista, del dramaturgo, del pintor. Se argumenta que éstos expresan las verdades realmente
significativas que debemos aprender en la vida y gracias a las cuales podemos sustentarnos.

Sociedad y conocimiento. Hemos avanzado la hipótesis de que a la ciencia y al conocimiento puede dárseles el
mismo tratamiento que los creyentes dan a lo sagrado. ¿Por qué dar al conocimiento un rango tan notable? Para
responder, es preciso desarrollar una imagen más completa del papel del conocimiento en la sociedad y de los
recursos de que disponemos. Empleamos la tesis general de Durkheim sobre el origen y la naturaleza de la
experiencia religiosa, a saber, que la religión es esencialmente una manera de percibir y de hacer inteligible la
experiencia que tenemos de la sociedad en que vivimos. Durkheim sugiere que la religión es, “antes que nada, un
sistema de ideas con el cual los individuos se representan a sí mismos la sociedad de la cual son miembros, y las
oscuras aunque íntimas relaciones que mantienen con ella”. La distinción entre lo sagrado y lo profano separa
aquellos objetos y prácticas que simbolizan los principios sobre los cuales se organiza la sociedad. Éstos encarnan el
poder de su fuerza colectiva, una fuerza que puede dar vigor y sustentar a sus miembros, pero que también puede
imponerse sobre ellos con un constreñimiento de eficacia singular e impresionante.

Podemos poner en marcha esta visión de Durkheim y suponer que, cuando pensamos en la naturaleza del
conocimiento, estamos reflexionando sobre los principios que organizan la sociedad. Y, efectivamente, estamos
manipulando tácitamente representaciones sociales. Lo que estructura y guía nuestros pensamientos, son
concepciones cuyo carácter efectivo es el de un modelo social. Al igual que la experiencia religiosa transfigura
nuestra experiencia de la sociedad, así lo hacen también (según mi hipótesis) la filosofía, la epistemología y cualquier
concepción general del conocimiento. Por tanto, la respuesta a la cuestión de por qué el conocimiento debe ser visto
como sagrado es que, al pensar en el conocimiento, pensamos en la sociedad, y, si Durkheim está en lo cierto, la
sociedad tiende a ser percibida como sagrada.

Debemos discutir algunas cuestiones preliminares. Primero, decir que cuando pensamos en el conocimiento en
términos de manipulación de representaciones sociales no significa que hablemos de un proceso consciente. La
dirección de una línea no puede adivinarse a partir de un pequeño segmento; y tampoco los modelos sociales
básicos se dejan ver a partir de argumentaciones de detalle o aisladas, sino en trabajos de amplio alcance.

Segundo, ¿qué verosimilitud tiene la conexión entre religión y conocimiento que he postulado? ¿Por qué habría que
recurrir a modelos sociales para pensar el conocimiento? Puede responderse en parte subrayando la necesidad de
un modelo y parte sugiriendo que los modelos sociales son especialmente apropiados (que existe una afinidad
natural entre los dos grupos de ideas)

Pensar en la naturaleza del conocimiento es a la vez sumergirse en una empresa abstracta y oscura. El problema
persiste incluso cuando la naturaleza del conocimiento se trata de una manera muy concreta, como hacen los
historiadores, pues para poder encajar los datos en una historia coherente se necesitan principios organizadores. La
historia presupone una imagen de la ciencia en la misma medida en que la ofrece, y el historiador parte de alguna
filosofía implícita o de alguna de las tradiciones propias de las distintas escuelas de filosofía.

Incluso admitiendo que es necesario un modelo de algún tipo, ¿por qué una representación social debe ser el
modelo apropiado para una descripción del conocimiento? ¿Por qué debería apoyare la reflexión en lo que sabemos
de la sociedad cuando lo que nos tiene perplejos es la naturaleza del conocimiento?. En primer lugar, parte de la
respuesta se encuentra en las circunstancias de las que surge esa perplejidad. Éstas se dan de manera característica
cuando quienes ofrecen pretensiones de conocimientos antagónicas son grupos sociales diferentes, como clérigos,
los laicos, los eruditas, los profanos, los especialistas y los generalistas, etc. El conocimiento tiene que integrarse,
organizarse, sustentarse, transmitirse y distribuirse y todos estos procesos están conectados con instituciones
establecidas: el laboratorio, lugar de trabajo, la universidad, la iglesia, etc. Así la mente ha registrado en algún lugar
que existe cierta conexión entre el conocimiento y la autoridad o el poder. Cuando la sociedad es rígida y autoritaria
parece más probable que también el conocimiento sea más rígido y autoritario que cuando se trata de una sociedad
más liberal o más fluida.

Sí el conocimiento es demasiado abstracto para que podamos reflexionar sobre él directamente (de ahí la necesidad
de recurrir a modelos sociales), ¿por qué, no nos parece la sociedad demasiado abrumadora como para pensar en
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ella también directamente? ¿Por qué no necesitamos también un modelo para la sociedad? Inmersos como estamos
en la sociedad no podemos reflexionar conscientemente sobre ella como un todo a no ser que empleemos una
representación simplificada., una imagen o una “ideología”. La religión en el sentido de Durkheim es una ideología de
este tipo. Significa que esa vaga sensación de identidad entre conocimiento y sociedad suministra, un canal a través
del cual nuestras ideologías sociales simplificadas entran en contacto con nuestras teorías del conocimiento.

Nuestras hipótesis no pretenden ser verdades necesarias: su carácter sustancial supone que no pueden demostrarse
sino tan sólo sostenerse más o menos en pruebas inductivas. Además, el ámbito de aplicación del cuadro que aquí
hemos presentado está todavía por determinarse.

Tema 11. Sociología de la epistemología

Conocimiento e imaginario social: un estudio de caso

El debate Popper-Kuhn. La manera de concebir la ciencia de Karl Popper es clara y convincente: el propósito de la
ciencia es captar verdades significativas sobre el mundo, y para hacerlo debe formular teorías potentes. Estas teorías
son conjeturas sobre la naturaleza de la realidad que permiten resolver los problemas que crea el que nuestras
expectativas no se realicen. Algunas de estas expectativas son innatas, pero la mayoría de ellas surge de teorías
anteriores. Forma parte del proceso consciente de construcción de teorías el que para ello utilicemos con toda
libertad cualquier material: mitos, costumbres, prejuicios o suposiciones; pero lo importante es lo que hacemos con
esas teorías, no su procedencia.

Una vez formulada una teoría, debe ser criticada severamente tanto mediante su análisis lógico como por su
contrastación empírica. El análisis lógico reduce los puntos oscuros y saca a la luz las afirmaciones implícitas en la
teoría, mientras que la contrastación empírica impone que los enunciados generales de la teoría se articulen con
enunciados que describen la situación concreta en que debe contrastarse. Si la teoría es lo bastante precisa, ahora ya
debe poderse buscar sus puntos débiles intentando falsar sus previsiones. En caso de que pase la prueba, queda
corroborada y puede mantenerse provisionalmente.

La importancia de contrastar las teorías está en que el conocimiento no nos llega sin más, sino que hemos de luchar
por obtenerlo, pues sin esfuerzo no tendremos más que especulaciones superficiales y erróneas. Pero los esfuerzos
que consagremos a nuestras teorías deben ser críticos, dado que protegerlas del mundo sería un dogmatismo que
nos llevaría a una sensación ilusoria de saber. Para la ciencia, los objetos y procesos del mundo no tienen una esencia
fija que pueda captarse de una vez por todas. Esa lucha en que consiste la ciencia no es, por tanto, sólo una lucha
crítica, sino también una lucha sin fin. La ciencia pierde su carácter empírico y se convierte en metafísica en cuanto
deja de sufrir cambios; la verdad es ciertamente su objetivo, pero está a una distancia infinita.

El tono y el estilo de Popper forman parte de su mensaje general. Por ejemplo, la imagen de la lucha darwiniana es
una imagen dominante. La ciencia es una proyección de esa lucha por la supervivencia, con la diferencia de que son
nuestras teorías las que mueren por nosotros. Para acelerar la lucha por sobrevivir y eleiminar las teorías débiles,
estamos forzados a tomar riesgos intelectuales. En su vertiente negativa, Popper critica diferentes fuentes de
autoridad. La ciencia no debe someterse a la autoridad de la razón ni a la de la experiencia: lo que a la razón de una
generación le parece evidente, será contingente (o incluso falso) para la siguiente; y nuestras experiencias pueden
inducirnos a error o ver alterado radicalmente su significado. Otro aspecto de este lado antiautoritario de Popper
está en su representación de la “unidad racional de la humanidad”: nadie habla con más autoridad que otro, nadie
tiene acceso a una fuente privilegiada de verdad, toda afirmación debe someterse a crítica y a contrastación.

El estilo del pensamiento de Popper se caracteriza por su insistencia en que puede haber progreso, resolverse los
problemas, y aclararse y decidirse las cuestiones si se realiza suficiente esfuerzo crítico. El propio trabajo de Popper
es buena muestra de ello, pues ha sacado a la luz las reglas del juego científico y ha señalado los errores que pueden
llevar al dogmatismo y al oscurantismo. Además, Popper establece varios criterios y fronteras importantes. El
principal es el criterio de contrastación o falsabilidad, que separa los enunciados científicos de las afirmaciones
pseudo-científicas o metafísicas. No es que la metafísica carezca de sentido, pero no debe confundirse en absoluto
con la propia ciencia.

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Las otras fronteras o demarcaciones que establece, como las que hay entre las distintas especialidades, se ven
tratadas de modo diferente. La plaga que es la especialización representa una barrera artificial para el libre tráfico de
las ideas, por lo que debe permitirse que las teorías audaces las atraviesen. Popper también desprecia las barreras
impuestas por los distintos lenguajes y jergas teóricas.

La concepción de la ciencia de Kuhn tiene en común con la de Popper la cualidad de presentar una estructura general
simple y convincente, en cuyo interior se pueden abordar cuestiones de detalle. Su análisis gira en torno al concepto
de paradigma, que consiste en una parte representativa de trabajo científico que resulta ejemplar y genera una
tradición dentro de cierto ámbito especializado de investigación. La línea de investigación definida por el paradigma
ofrece un modelo práctico de cómo hacer ciencia en ese ámbito, suministrando orientaciones concretas sobre el
método experimental, los aparatos y la interpretación teórica; además, posibilita el desarrollo de variaciones y
reelaboraciones que permiten nuevos descubrimientos. Es evidente que este proceso de crecimiento en torno al
paradigma no se limita a ser una duplicación mecánica: las sutiles relaciones que surgen entre los distintos
experimentos que se llevan a cabo en torno suyo son más fáciles de percibir que de establecer explícitamente; su
interconexión forma una red de analogías con un cierto aire de familia.

La tradición que se desarrolla en torno a un paradigma constituye un conjunto de actividades relativamente


autónomo al que Kuhn llama ciencia normal. La ciencia normal encuentra su justificación en el valor y eficacia del
paradigma, por lo que no tiene ningún interés en ponerlo en cuestión. Ésta corresponde a un estado mental que ve
el progreso de esa tradición de investigación en términos de rompecabezas que hay que ir encajando, más que como
surgimiento de auténticos problemas; considerar algo como un rompecabezas supone que existe una solución y que
ésta puede encontrarse de modo parecido a como ya se resolvieron con éxito otras cuestiones en el marco del
mismo paradigma. Pero estos rompecabezas propios de la ciencia normal no se resuelven con sólo seguir cierto
conjunto de reglas, ni las soluciones están contenidas explícitamente en el paradigma de investigación: la ciencia
normal es esencialmente creadora, debe irse haciendo a sí misma conforme va extendiendo aquella investigación
original que tomó como modelo.

Kuhn ve la ciencia normal como una sucesión de rompecabezas resueltos, de modo que esa acumulación de aciertos
es la que da al investigador la confianza y la experiencia necesarias para seguir realizando experimentos cada vez
más precisos y especializados. Y la progresiva elaboración de los aspectos teóricos de esa tradición de investigación
es la que va dando sentido y coherencia a esos experimentos parciales.

Esta confianza y compromiso mutuos, nacidos de los éxitos anteriores, no tienen por qué quebrarse cuando falla el
intento de explicar una anomalía desde los términos del que, por el momento, es un paradigma muy elaborado. El
fracaso en resolver un rompecabezas se atribuye, en principio, a la posible incompetencia de un investigador
concreto; también cabe que una anomalía sin resolver llegue a verse como un caso complicado que puede dejarse
legítimamente a un lado durante un tiempo. Pero si, pese a todo, la perspectiva propia del paradigma no consigue
dar cuenta de por qué causa tantos problemas esa anomalía, si el problema parece pronto a resolverse y, sin
embargo, se sigue resistiendo a los investigadores más reputados, puede sobrevenir una crisis de confianza. La
anomalía se convierte entonces en un foco especial de atención, se redoblarán los esfuerzos por estudiar
empíricamente el fenómeno rebelde y se tendrán que ir elaborando teorizaciones cada vez más periféricas para
poder entender su significado. El modelo de crecimiento de la ciencia normal queda así truncado y se crea un
ambiente distinto, al que Kuhn llama ciencia extraordinaria.

Entonces es cuando, para resolver la crisis, puede surgir un nuevo modelo de hacer ciencia en el campo que se ha
visto así perturbado. La comunidad de especialistas puede llegar a aceptar un nuevo paradigma de investigación si
éste consigue resolver la anomalía crucial. Cuando esto ocurre, Kuhn habla de una revolución. Tiene lugar una
revolución en la ciencia cuando una comunidad de especialistas decide que el nuevo paradigma ofrece un futuro más
prometedor para la investigación que el antiguo.

El análisis de Kuhn tiene, como también el de Popper, un aroma característico que se debe en parte a las metáforas
cuyo uso el autor considera natural. Los científicos forman una comunidad de profesionales, y ese término de
“comunidad” es muy impregnante, con sus connotaciones de solidaridad social y de una forma de vida hecha de
costumbres y estilos compartidos. Esas connotaciones se refuerzan cuando se presenta el contraste con esa imagen
de polémica que acompaña a la revolución que periódicamente sacude a la comunidad. En Kuhn no hay ninguna
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animadversión hacia la noción de autoridad; de hecho, subraya la utilidad de los dogmas en la ciencia. Y presenta la
educación científica como un proceso autoritario que no trata de ofrecer a los estudiantes un panorama imparcial de
las visiones enfrentadas del mundo asociadas a cada uno de los paradigmas anteriores, sino que intenta más bien
ponerles en condiciones de trabajar en el interior del paradigma existente.

Tenemos así dos interpretaciones muy diferentes de la ciencia, pero que comparten un amplio trasfondo. Por
ejemplo, apenas divergen sobre lo que pasa realmente en la ciencia. Popper dirige su atención hacia las conjeturas
decisivas y las comprobaciones cruciales, como la predicción por Einstein de que la luz debe curvarse en las
proximidades de cuerpos pesados. Kuhn no niega la existencia ni la importancia de estos acontecimientos, pero se
centra en el contexto que los hace posibles y les da significado. Popper, por su parte, no niega la existencia de la
ciencia normal, si bien destaca que funciona a saltos. Como las disputas teóricas que afectan a la composición de la
materia; para Popper se sitúan en el centro mismo de la física y de la química, mientras que para Kuhn representan
estados de ciencia extraordinaria y por tanto son situaciones ocasionales, que afectan más a cuestiones metafísicas
que a asuntos propios de la ciencia misma, por lo que influyen poco en la práctica real de la ciencia. Kuhn tiende a
ver la ciencia como un conjunto de prácticas concretas y localizadas, mientras que la interpretación de Popper
subraya su carácter crítico.

Dos interpretaciones en las que ambos coinciden son las referentes a la verdad y a la naturaleza de los hechos. En
primer lugar, se dice que Kuhn socava la objetividad de la ciencia al no creer en la existencia de hechos puros. Para él
no hay un tribunal independiente y estable que pueda juzgar sobre diferentes teorías. Lo que se tiene por un hecho
es algo que depende del paradigma desde el que se considere; el sentido y la significación de las experiencias y de los
resultados experimentales son consecuencia de nuestra manera de afrontar las cosas, y ésta viene marcada por el
paradigma que suscribimos. Pero, epistemológicamente también Popper admite que los hechos no son simples cosas
que se dan sin mayor problema a través de una experiencia directa del mundo. Cualquier informe sobre una
observación o un resultado experimental tienen, para él, el mismo rango lógico que la hipótesis que intenta
contrastar. Las teorías se contrastan mediante lo que llama hipótesis observacionales. Los enunciados que
constituyen la base observacional de la ciencia vienen sugeridos efectivamente por la experiencia, pero para Popper
son sólo uno de los motivos por los que aceptamos una hipótesis (observacional). La experiencia no aporta una
razón, y menos una razón decisiva, que determine la adopción de un informe observacional, pues todo informe
desborda la experiencia que lo motiva y actúa como una generalización de carácter conjetural. La experiencia es una
causa racional para las hipótesis de menor rango, del mismo modo, por ejemplo, la experiencia religiosa puede ser
una causa irracional para una hipótesis cosmológica. En lo que a los hechos se refiere, tanto Popper como Kuhn son,
pues, bastante más escépticos que el sentido común; ambos piensan que los hechos son de naturaleza teórica.

En segundo lugar, parece que Kuhn rechaza que la ciencia sea una fuente de verdades, pues ¿no es una progresión
indefinida de paradigmas sin ninguna garantía de que uno sea más verdadero que otro? Fuera de la ciencia no
tenemos ningún modo de acceso al mundo que pudiera permitirnos medir el progreso de los paradigmas. Pero esa
es precisamente la posición de Popper. La verdad es un ideal o un objetivo que está a una distancia infinita. Ninguno
de los dos análisis da garantías que aseguren un progreso hacia esa verdad. Ambos dan cuenta de los medios que
permiten suprimir los errores que se detecten; ambos son escépticos sobre el hecho de que la ciencia pueda
aprehender algo que sea estable y definitivo. El tratamiento que dan a los hechos y a la verdad no separa, por tanto,
a ambos análisis de una manera profunda.

Sin embargo, la diferencia entre ellos es considerable. En primer lugar, conceden pesos muy distintos a sus aspectos
prescriptivos y descriptivos. Popper emite prescripciones metodológicas, pero, como es de procedimientos
científicos de lo que habla, debe mantenerse en contacto con las prácticas científicas. El análisis de Kuhn es mucho
más descriptivo, sin que se manifiesten aspectos normativos, pero cuando se le presiona dice claramente que su
análisis también afecta al modo en que debe hacerse la ciencia. De modo que ambos son descriptivos y prescriptivos
a la vez, si bien en diferentes proporciones y con acentos distintos.

En segundo lugar, Popper destaca los debates, los desacuerdos y las críticas, mientras que Kuhn subraya más las
zonas de acuerdo que no se ponen en cuestión. O sea, ambos se ocupan de la naturaleza social de la ciencia, pero los
procesos sociales a los que atienden son diferentes: el debate público, para uno, y los modos de vida compartidos,
para el otro.

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En tercer lugar, Popper se centra en aquellos aspectos de la ciencia que son universales y abstractos, como los
cánones metodológicos y los valores intelectuales de carácter general. Kuhn lo hace, en cambio, en sus aspectos
locales y concretos, como esos trabajos específicos que sirven de modelo a los investigadores.

En cuarto lugar, Popper ve la ciencia como un proceso lineal y homogéneo: cada etapa usa los mismos métodos y
procedimientos; el contenido de la ciencia se desarrolla al tiempo que su potencial aumenta, viniendo cada paso a
sumarse a esa progresión hacia un objetivo infinitamente remoto. Kuhn, por el contrario, tiene una concepción
cíclica: en lugar de una ajetreada actividad uniforme, presenta ciclos de procedimientos cualitativamente diferentes,
aunque pone el énfasis en las apacibles (pero flexibles) rutinas de la ciencia normal. Mientras que los científicos de
Popper miran al futuro, los de Kuhn trabajan normalmente en el cause de una tradición y tienen en el pasado su
punto de referencia.

Ideología ilustrada contra ideología romántica. El enfrentamiento entre Kuhn y Popper representa un caso casi puro
de la oposición entre las que pudieran llamarse ideologías ilustrada y romántica. El pensamiento social ilustrado hace
especial referencia a la noción de contrato social, bien como supuesta génesis histórica de la sociedad o bien como
modo de caracterizar las obligaciones y derechos de los miembros de la sociedad. El mito del contrato social se
corresponde con el mito de un estado de naturaleza anterior a lo social. Asociado con el estado de naturaleza o con
el contrato social, se da un cuerpo de derechos naturales e inalienables, como el derecho a la vida, a la libertad o a la
propiedad.

Pero el estilo metodológico del pensamiento ilustrado es más importante y sólido que sus doctrinas sobre las leyes
naturales. Podemos distinguir en él cuatro características: 1) Es individualista y atomista; lo que significa que concibe
lo global y colectivo como si fuera equivalente a conjuntos de unidades individuales cuya naturaleza no se altera al
reunirse entre sí. Las sociedades son, por tanto, colecciones de individuos cuyas naturaleza e individualidad
esenciales no están vinculadas con lo social. 2) Este individualismo está asociado con un enfoque estático del
pensamiento. Las variaciones históricas son secundarias en relación con lo intemporal y universal; la racionalidad y la
moralidad, o nuestra tendencia a buscar el placer y evitar el sufrimiento, son inmutables y pueden abstraerse de la
mezcla que predomina en lo contingente y concreto. 3) Su deductivismo abstracto. Los fenómenos sociales
particulares o los casos concretos de comportamiento individual se aclaran al ponerlos en relación con principios
generales abstractos, ya sean morales, de razonamiento, o leyes científicas. 4) El modo en que se utilizan las
características anteriores. Como el pensamiento ilustrado está asociado a menudo con la reforma, la educación y el
cambio, tiende a tener un tono muy prescriptivo y moralista; es un pensamiento que no trata de ser vehículo de
descripciones neutras sino un modo de que el debe ser reformista pueda enfrentarse al así es de la sociedad.

El pensamiento romántico, por el contrario, no considera ningún entramado de derechos naturales, contratos
sociales o estados de naturaleza. La idea de una naturalidad pre- social es sustituida por la de una naturaleza
esencialmente social: es la sociedad lo que es natural. Las armonías del contrato social son reemplazadas por las
imágenes orgánicas de la unidad familiar. Desde esta perspectiva, las relaciones familiares sugieren que los derechos,
los deberes, las obligaciones y la autoridad no deben distribuirse uniformemente, sino en función de las
generaciones, rangos y papeles. La justicia, por otro lado, no aparece en el seno de la familia como resultado de una
constitución o de una negociación contractual, sino que adopta con mayor naturalidad una forma autocrática,
aunque flexible y benevolente, que se ajusta gradualmente a las variaciones de edad, responsabilidad y condición de
sus miembros.

El estilo metodológico del pensamiento romántico se contrasta con el del pensamiento ilustrado: 1) No es atomista
ni individualista; las entidades sociales no se tratan como meras colecciones de individuos sino como algo dotado de
propiedades especiales: espíritu, tradición, estilo y características nacionales. Las distintas entidades sociales
reclaman estudios independientes. Quienes enfoquen los átomos aislados dejarán de ver los patrones generales y
sus leyes: los individuos sólo se entienden en su contexto. 2) Este sentido del contexto lleva a la convicción de que lo
concreto e histórico es más importante que lo universal e intemporal. La noción de principios universales de la razón
es sustituida por la idea de que las distintas formas de reaccionar y adaptarse están condicionadas por el lugar, así
como por la creencia en que la naturaleza de todos los productos del pensamiento creador también es algo influido
por la historia y que se encuentra en la historia su lugar de desarrollo. 3) En lugar de procedimientos deductivos
abstractos que someten los casos particulares a leyes abstractas y generales, el pensamiento romántico enfatiza la
individualidad concreta: el caso particular se considera más real que los principios abstractos. 4) Se produce la

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contrapartida de la tendencia normativa y moralizante del pensamiento ilustrado. La claridad analítica y disolvente
de éste se contrapone con la afirmación de la realidad de los rasgos sociales que suelen ignorar las perspectivas más
abstractas: se subrayan la globalidad, complejidad e interconexión de las prácticas sociales. La postura defensiva y
reactiva de los pensadores románticos les sirve para unir estrechamente los aspectos descriptivo y prescriptivo de
sus planteamiento: tienden a considerar que los valores están íntimamente ligados y mezclados con loshechos, que
son inmanente a éstos.

Es fácil mostrar que Popper pertenece a la categoría de los pensadores ilustrados y Kuhn a la de los románticos.
Popper es individualista y atomista al tratar la ciencia como una colección de teorías aisladas. Apenas presta atención
a las tradiciones en las que se construyen las teorías, a las continuidades que hay dentro de cada tradición o a las
distintas épocas de la ciencia. Su unidad de análisis elemental son las hipótesis teóricas individuales, y las
características lógicas y metodológicas de estas unidades son las mismas en todos los casos y en todos los estadios
de la investigación científica. Además, se interesa principalmente por los atributos intemporales y universales del
pensamiento científico correcto, que se concretan en cualquier momento o lugar, tanto en el pensamiento
presocrático como en la física moderna. Por último, puede verse un paralelismo entre su conepción de la ciencia y el
mito del contrato soial, como se pone de manifiesto en los detalles de su teoría sobre la base observacional de la
ciencia que ya hemos descrito. Popper caracteriza dicha base diciendo que la comunidad científica toma la decisión,
al menos provisional, de aceptar ciertos enunciados básicos como hechos; y se trata de decisiones porque esos
enunciados son, en realidad, hipótesis, como todos los enunciados de la ciencia. Este proceso se asimila. A una
decisión judicial, lo que es solo una analogía y nunca se plantea como hecho histórico. El recurso a la analogía y
especialmente a una tan particular como ésa, seguramente no es fortuito. El recurso a decisiones contractuales que
organiza la sociedad, esa analogía revela cierta disposición mental y se corresponde con cierto estilo y orientación en
sus análisis: viene a decir que, llegados al punto en que parecería evidente apelar a procesos naturales y plantearse
cuestiones de orden psicológico y social, se zanja arbitrariamente la investigación. Los contratos y las decisiones
pueden construirse con demasiada facilidad como motivos y no como procesos, como cosas sin estructura ni historia,
como acontecimientos súbitos. Y tomados así pueden actuar como discontinuidades que rematan una investigación.

Los aspectos románticos del análisis de Kuhn también son evidentes. Las ideas científicas individuales forman parte
de una tradición de investigación que las abarca como una totalidad. En su visión de la ciencia predominan los
elementos comunitarios y el carácter autoritario del proceso educativo que esos elementos implican. No hay una
separación neta entre los procesos lógicos y metodológicos de falsación: cuando hay que responder a una anomalía y
decidir si constituye o no una amenaza para los enfoques establecidos, siempre se recurre a juicios intuitivos.
Tampoco hay principios abstractos de procedimiento que puedan deducirse del desarrollo teórico, pues los
paradigmas no son teorías estables. Las tradiciones de investigación no tienen constituciones escritas; las variaciones
culturales e históricas que hay de unas especialidades a otras es algo que se da por sabido. Por último, el tono
descriptivo del análisis kuhniano, en el que los contenidos prescriptivos son más implícitos que explícitos, también se
ajusta al estilo romántico.

Constatamos dos posturas opuestas en el ámbito de la filosofía de la ciencia. Necesitamos demostrar que esas dos
ideologías se corresponden con las posturas de actores históricos reales, y es lo que veremos más adelante.

La ubicación histórica de las ideologías. Es fácil situar los estereotipos ilustrado y romántico en las declaraciones y
tomas de posición de ciertos actores históricos, individuales y colectivos. Ello se debe a que los estereotipos
responden a dos reacciones básicas (aceptación y rechazo) que se manifiestan ante los grandes acontecimientos
sociales que tuvieron lugar entre el final del siglo XVIII y los comienzos del siglo XX. Esos estereotipos se construyeron
a menudo como reacciones a guerras y revoluciones, al proceso de industrialización y a los conflictos nacionalistas
europeos de esa época. Tales acontecimientos crean evidentes divisiones y producen una polarización de las
opiniones. Cuando están en juego nuestros destinos e intereses nos vemos abocados a reflexionar y tomar partido
de manera clara. Se invocan ideas como las de Dios, el Hombre o la Naturaleza para explicar las iniciativas que
tomamos y para justificar las situaciones en las que nos vemos envueltos o las acciones que nos sentimos inclinados
a emprender.

La Revolución francesa de 1789, fue uno de los principales acontecimientos de este tipo. Sus ideales individualistas y
racionalistas se plasman en buena parte de la legislación que generó. Los ideólogos y legisladores revolucionarios
trataron a la familia como un microcosmos de la propia República, decretando que los principios y derechos

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igualitarios vienen a sustituir a los derechos autocráticos del padre, hasta entonces garantizados por la ley. Y se
procedió a simplificar las unidades administrativas y a racionalizar las leyes y el gobierno.

Los pensadores reaccionarios de Gran Bretaña, Francia y Alemania construyeron su retórica y sus análisis como
reacción contra estas tendencias. A quienes invocan la ley natural para justificar los derechos y libertades, Edmund
Burke opone un derecho no menos natural a ser gobernado y encauzado, así como el derecho a vivir en una sociedad
estable; a quienes recurren a la luz de la razón para criticar la sociedad, él responde que la sociedad se basa (y debe
basarse) en la costumbre y el prejuicio compartido y no en la razón. La razón, en tanto que facultad individual, no es
adecuada para cumplir ese papel; la razón con que contamos es el saber colectivo de nuestra sociedad, lo que serían
las normas sociales. La costumbre tiene la ventaja sobre la razón individual de estar en armonía con la acción y
generar continuidades.

El ánimo de criticar, discutir y argumentar todo es para Burke la desgracia de su época y no su orgullo, como
pretenden sus adversarios. Y acusa a “todo el clan” de políicos y escritores ilustrados a emprender una “guerra
imperdonable contra todos los estamentos”.

“para ellos es motivo suficiente por el que destruir un viejo estado de cosas el mero hecho de que sea viejo. En cuanto
a lo nuevo, no les preocupa en absoluto la duración que pueda tener un edificion construido apresuradamente, pues
la duración no tiene sentido para quienes creen que antes que ellos apenas se ha hecho nada, si es que se ha hecho
algo, y ponen todas sus esperanzas en los descubrimientos”.

Uno de los temas más interesantes de Burke es el de la simplicidad y la complejidad, así como las conexiones de
ambas con las reglas que deben regir la conducta humana. La naturaleza y las circunstancias humanas son
complicadas; quienes se limitan a propugnar simples leyes para dirigir nuestros asuntos ignoran su oficio o
desconocen sus deberes. Por ejemplo, nuestras libertades y sus restricciones como cambian con los tiempos y las
circunstancias. En Burke se representan muy claramente muchos de los aspectos del estilo romántico de
pensamiento. Quienes busquen cómo poder criticar la concepción popperiana de la ciencia pueden sacar muchas
ideas de él, de su desprecio reaccionario hacia los descubrimientos, de su aprecio por la complejidad y su rechazo de
la simplificación, del papel que atribuye a la costumbre y a las ideas recibidas (tan similares al concepto kuhniano de
dogma), de su interés por las acciones concretas frente al pensamiento abstracto y de su reflexión sobre la cohesión
social frente al individualismo crítico, origen de tantas divisiones.

El rechazo de los valores de la Revolución francesa no se limitó a Gran Bretaña; también hubo pensadores alemanes
que contribuyeron a elaborar el pensamiento reaccionario: eran localistas, tradicionalistas, patriotas, monárquicos y
autoritarios. El caso de Adam Müller, que tuvo influencia de Burke, es particularmente interesante. El énfasis por
dividir, separar y distinguir es una característica típica de los pensadores ilustrados: separan los valores de los
hechos, la razón de la sociedad, los derechos de las tradiciones, lo racional de lo real, lo verdadero de lo sostenido
por mera creencia, lo público de lo privado. Y ponerse a reunir lo que los ilustrados separan es una tendencia
típicamente romántica. Müller vuelve a entrelazar y reunir todas esas categorías, destruyendo todo el trabajo de
distinción y acotamiento que es el sello de la clarificación propia de las Luces. Desde el punto de vista del
pensamiento, los ilustrados tienen la costumbre de dividir y los románticos la de reunir por analogía; desde un punto
de vista práctico, los románticos toman la división estructural de la sociedad como un hecho, mientras que los
ilustrados la disuelven en una homogeneidad atomizada.

El tratamiento que da Müller a las relaciones entre la esfera privada y pública es un buen ejemplo de esto, un
ejemplo que contrasta vivamente con los típicos sentimientos utilitarios:

“El Estado es la totalidad de los asuntos humanos, su reunión en una totalidad viva. Si excluimos definitivamente de
esta asociación aunque sea a la parte más insignificante del ser humano, si separamos la vida privada de la públcia
aunque sea en un solo punto, ya no podremos percibir al Estado como un fenómeno vivo o como una idea”

Esta cita ilustra esa idea central del romanticismo de que una parte o elemento de un sistema está en íntima unión
con el todo. Del mismo modo, las hipótesis científicas no son unidades de pensamiento aisladas sino una especie de
microcosmos del paradigma del que forman parte. O bien, orientando el paralelismo en otra dirección, la intuición
de la que surge una hipótesis no forma parte de la vida privada del científico ni, por tanto, debe tenerse como una
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cuestión psicológica más que científica, ni confinarse en un artificioso contexto de descubrimiento más que en el
contexto de justificación. El proceso de creación es más bien parte integral de la empresa científica como un todo, y
no debe separarse de ella mediante un principio abstracto de demarcación. Müller continúa aplicando su enfoque
unificador a la relación del conocimiento con la sociedad o de la ciencia con el Estado. Ambos no deben ser sino uno,
como el cuerpo y el alma.

Otro campo de bagtalla importante en el que se enfrentaron ambas ideologías fue (y es) el de la teoría económia. El
pensamiento ilustrado está fuertemente representado en economía por los partidarios del laissez-faire y los
economistas clásicos de la escuela de Adam Smith y Ricardo. Seguramente sean los trabajos de Jeremy Bentham los
que expresan con más transparencia sus presupuestos. Bentham se alinea junto a las doctrinas de Adam Smith, salvo
cuando piensa que éste no es congruente con las consecuencias lógicas de sus propias posiciones.

Por ejemplo, en su Wealth of nations, Smith matiza su defensa general de la libertad de contratación individual en
cuestiones de mercado aceptando que debe haber ciertas restricciones legales referentes a una tasa máxima de
interés en el préstamo de dinero. Smith cree que sin esa limitación la mayor parte del dinero que se prestara iría a
parar a manos de “despilfarradores y promotores”. A lo que Bentham replicó: ¿y qué? Sin promotores no habría
progreso; y el riesgo que se corre forma parte de la esencia misma de la actividad económica y de la creación de
riqueza. Esa es la misma opinión que la de Popper cuando afirma que el riesgo intelectual que se corre pertenece a la
esencia misma de la actividad científica y de la creación de conocimiento. Bentham plantea que la gente debe
calcular por sí misma las pérdidas, ganancias y riesgos asociados a las acciones que emprendan, y afirma que “salvo
escasas excepciones… el medio más seguro para alcanzar la máxima satisfacción es dejar que cada individuo busque
su máxima satisfacción”. Este individualismo corre parejo con la tendencia a considerar la totalidad social como una
mera suma de sus partes atómicas.

La concepción aritmética de la relación de los individuos con la sociedad aparece claramente cuando dice:

“Toda la diferencia que hay entre la política y la moral es ésta: una dirige las acciones los gobiernos, la otra dirige las
conductas individuales; su común propósito es la felicidad. Lo que es políticamente bueno no puede ser moralmente
malo, a menos que las reglas de la aritmética, que son verdaderas para los grandes números, sean falsas para los
pequeños.”

La moralidad para Bentham es análoga a los mecanismos del mercado: es un acto de razón, la razón funciona
mediante el cálculo, y el cálculo maneja cantidades de placer y de sufrimiento. Es la “naturaleza” la que nos ha
situado bajo el placer y el sufrimiento, por lo que “hasta los más excelsos actos de virtud pueden reducirse a un
cálculo de lo bueno y lo malo; lo cual no supone degradarlos ni debilitarlos sino sólo presentarlos como efectos
racionales y explicarlos de manera sencilla y comprensible”. La razón, el cálculo, la simplicidad y la inteligibilidad son
temas centrales en el pensamiento de las Luces.

Las teorías de los economistas clásicos desembocan en el darwinismo social. Esta perspectiva se fundamenta en la
concurrencia económica individual y la pone en relación con la necesidad natural de la lucha, del esfuerzo individual
y de la supervivencia de los más aptos y la eliminación de los débiles e ineficientes. Fue leyendo a Malthus como
Darwin y Wallace llegaron al concepto central de supervivencia del más apto, un concepto que se manejó
originalmente en los debates sobre política económica referentes a la asistencia a los pobres, y donde se planteaba si
las conclusiones derivadas de las teorías de Smith eran optimistas o pesimistas. La teoría de Popper sobre la
“refutación estricta” es darwinismo social en el campo de la ciencia.

Las teorías de la economía clásica tuvieron sus adversarios; en particular, en Alemania. Los pensadores alemanes
consideraron las teorías de Smith como una justificación intelectual de las condiciones económicas que favorecían a
Gran Bretaña, como ocurría con el libre mercado, y pensaban que sus intereses requerían una política opuesta de
tipo proteccionista. Muchos de sus economistas llegaron a la conclusión de que las teorías económicas abstractas y
universales debían reemplazarse por un tipo de análisis que prestara la debida atención a las diferentes condiciones
económicas de los distintos momentos y lugares, y así nació la escuela histórica de economía, cuyos principios
historicistas se adecuaban estrictamente al estereotipo romántico: la economía debía ser una rama de la historia y
de la sociología, que situara la actividad económica en su contexto social y no la tratara de un modo abstracto y
universal. También hubo alemanes que eran partidarios de Smith, aunque eran una minoría.
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En los campos de la jurisprudencia y la legislación también se hizo sentir esta misma polarización ideológica entre la
ilustración y el romanticismo. Contra la insistencia de Burke en lo concreto y particular, Bentham afirmaba que “la
legislación, que hasta ahora ha descansado principalmente en las arenas movedizas del instinto y la costumbre, debe
situarse por fin sobre la base inmutable de los sentimientos y la experiencia”. Con la difusión de la influencia francesa
a través de las conquistas de Napoleón, cada vez más territorio europeo fue quedando sometido a “códigos” legales.
Esto provocó una reacción nacionalista que, con la caída de Napoleón, encontró su manifestación en un enfoque
histórico de las leyes, enfoque semejante a uno de los modelos que Roscher adoptó para su metodología económica.
La ley debe emanar del espíritu de los pueblos, debe ser nacional y no cosmopolita, debe consistir en una
jurisprudencia concreta y no en un código abstracto. Citemos de nuevo a Müller:”Cualquiera que piense en la ley,
piensa inmediatamente en cierto lugar, en cierto caso donde se aplicó la ley. Quien piensa en una ley positiva de las
que se formulan por escrito sólo posee el concepto de ley, esto es, nada más que una palabra sin vida”.

La oposición de los modelos ilustrado y romántico también se manifiesta en el campo de la teoría moral. La moral
utilitaria del radicalismo filosófico (Bentham, los Mills o Sidgwick) fue combatida al final del siglo XIX por los idealistas
ingleses (Bradley, Bosanquet). Los célebres Ethical studies de Bosanquet derrochan desprecio hacia la idea de que las
acciones pueden basarse en cálculos o derivarse de principios utilitaristas abstractos. Los principios morales tampoco
son universales, pues la esencia de la moralidad está en las diferencias; como tampoco puede considerarse que una
misma conducta sea apropiada para todos los pueblos, épocas y lugares. Bosanquet ataca el planteamiento
individualista de Bentham sobre el compromiso político, recuperando la noción roussoniana de la “voluntad general”
de una sociedad para oponerse a la idea de que la voluntad es un fenómeno individual y hedonista: la voluntad
general es lo que escuchamos como voz de la conciencia, lo mejor de nosotros mismos. Eso que está por encima de
los individuos y se les impone, viene, tanto para Bosanquet como para Durkheim, de algo que es exterior a los
individuos mismos, y más grande que ellos.

Los estereotipos representan agrupamientos típicos de ideas, agrupamientos que naturalmente no les parecen
verdaderos a quienes se oponen a ellos, aunque quienes los mantengan estén más cualificados y sean más exigentes.
Podría pensarse que los pensadores individuales seleccionan su propia muestra personal de entre ideas que existen
en su entorno, como si se tratara de recursos culturales disponibles en los escritos y discursos de sus
contemporáneos y predecesores. Pero con el tiempo, estos recursos de sus contemporáneos se van reelaborando
hasta constituir esos dos modelos globales de pensamiento social que he venido caracterizando e ilustrando.

Para completar el resumen de las similitudes estructurales entre Popper y Kuhn, por un lado, y las ideologías
ilustrada y romántica, por otro, establecemos ciertas semejanzas de contenido que revelan sus metáforas sociales
subyacentes:

a) La antítesis entre democracia individualista y autoritarismo paternalista y colectivista aparece en ambas


teorías del conocimiento: la teoría de Popper es antiautoritaria y atomista, mientras que la de Kuhn es
autoritaria y holista.
b) La antítesis entre cosmopolitismo y nacionalismo también es fácil de identificar. La teoría de Popper sobre la
unidad racional de la humanidad y el libre intercambio de ideas contrasta con la condición de cierre
intelectual propia de un paradigma y con la riqueza especial de su lenguaje propio.
c) La antítesis entre el ansia de codificación y de claridad de Bentham y el papel que Burke atribuye a la
tradición se corresponden con la legislación metodológica y la delimitación de fronteras en Popper y el
énfasis kuhniano en el dogma, la tradición y el juicio.

Ahora el problema es saber por qué este patrón de conflicto ideológico aflora en un campo tan especializado como es
el de la filosofía de la ciencia, por qué la filosofía de la ciencia reprodue estos temas.

El vínculo entre los debates epistemológicos y los ideológicos. Hasta aquí hemos mostrado que hay una estrecha
semejanza de estructura y contendio entre dos posiciones epistemológicas importantes y una serie de debates
ideológicos ligados entre sí. La oposición ideológica está ampliamente difundida en nuestra cultura, es un patrón
repetido. Quizá no se encuentre ese patrón como una oposición completa y perfectamente articulada, quizá se
aprecie primero un lado de la polaridad y sólo después se percate uno del otro, puede manifestarse aquí de un modo
implícito y allí explícitamente, o sólo parcialmente en un contexto y más íntegramente en otro. En el ritmo pausado
de las experiencias sociales, y a través de la búsqueda de modelos y estructuras de comprensión, los dos arquetipos

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se van instalando en cada uno de nosotros hasta constituir un fundamento y una fuente de recursos para nuestro
pensamiento.

Para integrarlos en nosotros acaso baste con que nos sumerjamos de lleno en el lenguaje. Los significados de las
palabras están indisociablemente cargados de asociaciones y connotaciones, que siguen ciertas pautas o ligan entre
sí ciertas ideas y experiencias mientras que rechazan o disocian otras. Raymond Williams, al investigar los cambios de
significado de la palabra “cultura”, observa que inicialmente solía usarse sólo para el cultivo de la tierra, connotación
que aún mantiene. La metáfora del crecimiento orgánico, con sus resonancias agrícolas, hace de él un término
apropiado para ser usado por la tradición de pensamiento que lamenta el auge de la industrialización y el
individualismo. Si nos preguntamos qué significa ahora la palabra “cultura” para nosotros, veremos inmediatamente
que tiene connotaciones de tradición, unidad y espiritualidad o de algo noble y elevado. La auténtica noción de
cultura ya contiene en embrión las ideas que se desarrollarán en la visión romántica de la sociedad, pero no porque
esa ideología se haya construido a partir de un estudio de las derivaciones de ese concepto, sino que más bien ese
concepto tiene ahora esas implicaciones como consecuencia de su vinculación a la ideología romántica. Es la lógica
del concepto lo que funciona como un residuo de su papel social, y no a la inversa. Análogamente, no se puede
pensar en la palabra “cultura” sin relacionarla tácitamente con su antítesis, esto es, con algo que subvierte la
tradición y promueve el cambio y el dinamismo, algo que socava la unidad y lleva a la división, al conflicto, a la lucha
y a la atomización. Esa antítesis ha de ser opuesta a lo espiritual y más elevado, por lo que evocará algo utilitario y
mundano, ligado al dinero y al espíritu práctico, y ¿qué puede representar mejor que la imagen de la
industrialización, la ética del capitalismo y la libre competencia? En resumen, esos arquetipos sociales que parecen
influir en las teorías del conocimiento que estamos considerando, ¿no los tenemos ya interiorizados a través de
nuestra propia experiencia social y lingüística en la vida cotidiana?.

El vínculo entre las ideologías sociales y las teorías del conocimiento no es, pues, ningún misterio, sino una
consecuencia completamente típica y natural del modo en que vivimos y pensamos. Las ideologías sociales son tan
penetrantes que estructuran nuestros conceptos, y es casi imposible evitar que las empleemos continuamente como
metáforas implícitas. Sus temas y sus maneras nos son tan familiares que las ideas que tomamos de ellas nos
parecen meras evidencias, pues forman parte, sin que nos demos cuenta, de las propias ideas de las que hemos de
servirnos para poder pensar.

Otra variable: el saber amenazado. Hasta aquí nuestra discusión de los análisis popperiano y kuhniano de la ciencia
han sido estrictamente simétricos: hemos presentado a cada uno firmemente enraizado en su correspondiente
concepción de la sociedad. Esa simetría exige algunos comentarios a la luz de la teoría durkheimiana: si el
conocimeinto está tácitamente revestido de un carácter sagrado, como consecuencia de la imbricación de sus
representaciones sociales, entonces tanto el programa popperiano como el kuhniano habrían de oponerse por igual
a la sociología del conocimiento. Pero no se oponen por igual. Una de las principales quejas de los seguidores de
Popper es que en lo fundamental, el trabajo de Kuhn es una obra de historia sociológica, y de ahí las críticas de
subjetivismo, irracionalismo y relativismo que se le han dirigido. Así que mi análisis durkheimiano sobre los motivos
de la oposición a la sociología del conocimiento de ser incompleto, pues prevé que haya simetría donde resulta
haber asimetría. Esto se debe a la existencia de otra variable importante: la amenaza que parece cernirse sobre el
conocimiento y la sociedad

Antes de considerar la acción de esta variable, hay que señalar por qué es muy plausible esperar que ambos
enfoques del conocimiento (popperiano y kuhniano) se opongan por igual a un estudio científico de la ciencia. Ambas
maneras de pensar el conocimiento son simétricas en cuanto a su capacidad para hacer de éste algo misterioso que
se sustrae a la investigación científica, aunque sean bastante distintas tanto las estrategias que cada uno sigue para
conseguirlo como las respectivas líneas de ataque y defensa. Los recursos que emplea Kuhn para esa sustracción o
mistificación son manifiestos por su semejanza con la posición de Burke: el medio típicamente romántico de impedir
molestas investigaciones de lo social consiste en subrayar su complejidad, sus rasgos irracionales y no susceptibles
de cálculo, sus dimensiones tácitas, ocultas e inexpresables. El estilo popperiano de escamotear el análisis social de la
ciencia consiste en atribuir a la lógica y a la racionalidad una objetividad a-social y a la postre trascendente; hasta el
punto de que en sus últimos trabajos lo objetivo forma un mundo propio, distinto del mundo físico y del mundo de
los procesos mentales.

102
Por otra parte, ambos estilos de pensamiento se pueden poner en sintonía con un enfoque perfectamente
naturalista. El carácter sociológico y atenido a los hechos que conlleva el análisis kuhniano es algo que se destaca
frecuentemente. Acaso no sea tan fácil de ver el potencial naturalista de la familia de teorías a que pertenece la de
Popper. El carácter individualista del pensamiento de las Luces sugiere que su desarrollo natural le lleve a la
psicología, sugerencia que se ve reforzada por la semejanza entre la teoría de Popper y la economía clásica. Si
recordamos a los primeros utilitaristas, queda claro que su modelo de hombre económico, racional y calculador
estaba en relación muy estrecha con su representación psicológica de lo que pudiera llamarse el hombre hedonista,
cuyos cálculos sobre placeres y sufrimientos se basaban en las reglas definidas por la psicología asociacionista.
Además, se ha destacado lo próximos que están el hombre asociacionista y el hombre conductista, pues el
mecanismo de la asociación de ideas es muy parecido al de los reflejos condicionados y las conexiones estímulo-
respuesta que plantea el conductismo. El resultado extremo de esta serie de vinculaciones históricas es quizá el
psicólog Skinner. La sociedad, como deja claro Skinner, es la fuente de los programas de refuerzo que cumplen un
papel crucial para modelar la conducta, por lo que, desde algunos puntos de vista, tiene prioridad sobre el individuo.
El psicólogo ha de llegar a las normas sociales partiendo de los individuos, peor también aquellas que parten de las
entidades sociales han de garantizar que sus teorías desciendan al nivel individual.

Podemos concluir que ni las ideas ilustradas ni las románticas determinan por sí mismas el que hayan de emplearse a
favor o en contra de la sociología del conocimiento, pues de ellas no se deduce necesariamente una lectura
naturalista ni una de tipo mistificador. El factor que determina la dirección en que se concreten esos estereotipos
depende del modelo social subyacente en quien los emplee, está en función de si la representación social que
presupone es la de una sociedad amenazada o bien la de una sociedad estable y con confianza en sí misma, una
sociedad que parece en decadencia o bien una que se percibe en ascenso.

Aquí parece funcionar una ley que se formularía así: quienes defienden la sociedad (o una parte suya) de algo que
perciben como amenaza tienden a mistificar sus valores y sus normas, en particular su forma de conocimiento;
quienes se sienten satisfechos y seguros, o quienes están ascendiendo y se enfrentan a las instituciones establecidas,
se complacerán, por unas razones u otras, en tratar los valores y las normas como algo accesible, como algo de este
mundo y no como algo que lo trasciende.

Algunos ejemplos para aclarar esto. Burke escribía como reacción a la Revolución francesa. Popper escribió su Logic
of scientific discovery en la época de entreguerras, tras el derrumbamiento del Imperio de los Habsburho y bajo la
amenaza de ideologías totalitarias de derechas y de izquierdas. Kuhn no siente el menor temor respecto del status o
el poder de la ciencia. Los primeros utilitaristas, que criticaron con dureza los “derechos adquiridos” de las
instituciones establecidas, tendían a ser bastante naturalistas, y hasta us racionalismo tenía un carácter psicológico
de este tipo.

De esta ley (ley de mistificación) puede sacarse un corolario respecto de las ideologías de los grupos establecidos y
los disidentes. Si un grupo emergente amenaza a un grupo establecido que profesa una ideología romántica, ese
grupo utilizará espontáneamente como arma los conceptos ilustrados; el estilo ilustrado se volverá entonces un
tanto naturalista mientras que el estilo romántico quedará reificado. Recíprocamente, para criticar un orden
establecido que se apoya en una ideología ilustrada, se elegirá de forma natural alguna variante del romanticismo.
Así hay revolucionarios que son románticos y naturalistas e ideologías ilustradas reaccionarias. Esto explica por qué
los críticos del capitalismo industrial (tanto de derchas como de izquierdas) utilizan argumentos que se parecen tanto
a los de un Burke profundamente conservador; y también explica la aparente paradoja de que los combativos
estudiantes de finales de 1960 suscribieran la concepción kuhniana de la ciencia, pese a sus resonancias fuertemente
conservadoras.

La lección a aprender. Si no enfocamos de un modo científico el estudio de la naturaleza del conocimiento, todo lo
que digamos sobre él no pasará de ser una proyección de nuestros supuestos ideológicos. Nuestras teorías del
conocimiento experimentarán los mismos éxitos y fracasos que sus correspondientes ideologías, al faltarles cualquier
autonomía y fundamento para mantenerse por sí mismas. La epistemología no será sino mera propaganda.

Consideremos, en primer lugar, el análisis kuhniano de la ciencia, que es naturalista y sociológico. Sus defensores
pueden decir que el sacar a la luz las metáforas sociales en la que se funda no es una crítica, pues cualquier manual
convencional de filosofía nos enseña que no importa el origen de una teoría siempre que esa teoría se someta al
103
control de los hechos y de la observación. Y la de Kuhn se somete efectivamente a ese control porque su objetivo es
explicar un amplio abanico de materiales históricos. De manera que sus orígenes, cualesquiera que sean, no son
relevantes en lo que respecta a su grado de verdad. Y esta conclusión sin duda es correcta. La historia como
cualquier otra disciplina empírica, tiene su propia dinámica; acaso no trascienda nunca del todo las influencias
externas, pero no es una mera marioneta.

Bien distinto es el caso de las concepciones del conocimiento que intentan desgajarlo del mundo y rechazan un
acercamiento naturalista. Una vez que el conocimiento ha sufrido ese trato especial, se pierde cualquier posible
control de las teorías que se elaboren sobre su naturaleza, que quedarán totalmente a merced de las metáforas
sociales básicas en las que se fundan. A diferencia del análisis histórico y naturalista de Kuhn, que también arrancan
bajo la influencia de ciertas metáforas sociales, los análisis mistificadores están condenados a terminar su existencia
bajo las mismas cadenas con que la comenzaron.

De esto puede sacarse una moraleja para todos los análisis del conocimiento que se dicen filosóficos. La filosofía, tal
y como se la concibe habitualmente, no sigue la misma dinámica que los estudios empíricos e históricos, pues para
ella no hay incorporación controlada de nuevos datos. Así que nada modificará la influencia ejercida por las
metáforas sociales que están en su origen.

Si esto es así, la crítica y la autocrítica en filosofía son simples afirmaciones de los valores y perspectivas de cierto
grupo social. Por supuesto, en una sociedad como la nuestra, donde las divergencias de valores son habituales, es de
esperar que también se dividan las opiniones sobre ciertos asuntos filosóficos. Así como también es de esperar que
las posiciones entre los distintos oponentes permanezcan estáticas, sin experimentar otros cambios que los que se
limiten a reflejar la distinta fortuna que vayan corriendo las ideologías sobre las que descansan las respectivas teorías
del conocimiento.

Si la consecuencia de rechazar un enfoque naturalista del conocimiento es esa, está claro que la filosofía no puede
recurrir a la distinción entre origen y verdad, o entre descubrimiento y justificación, para eludir la acusación de que
sus concepciones descansan sobre ideologías sociales. Una ciencia dinámica puede ignorar el origen de sus ideas,
pero una disciplina que se atrinchera en su punto de partida y lo reelabora permanentemente debería ser más
sensible a la cuestión de los orígenes. Cualquier alusión a su parcialidad, a su carácter selectivo, a sus limitaciones o a
su unilateralidad se recibirá como un reproche, aunque a lo que esté apuntado sea a un error al que no dejará de
darse vueltas sin eliminarlo nunca.

Estos argumentos no son, desde luego, decisivos. No sirven de nada contra la creencia firme de que tenemos acceso
a cierta fuente especial de conocimiento distinta de la experiencia, y sólo interesarán a quienes, de hecho, ya
suscriben ese valor de contraste que tienen los métodos empíricos. Sólo a éstos les sugerirá la conveniencia de
adoptar un enfoque naturalista, empírico y científico para el estudio del conocimiento científico. ¿Cómo puede
superarse el miedo a violar la sacralidad del conocimiento? Ese miedo sólo pueden superarlo aquellos cuya confianza
en la ciencia y en sus métodos es casi total, aquellos que no cuestionean en absoluto su creencia explícita en ella. No
es raro encontrar entre los historiadores esa confianza en sí mismos; están acostumbrados a aplicar sus técnicas de
análisis histórico a los trabajos de los propios historiadores anteriores a ellos. Gooch estudiaba a Bismarck como
actor histórico y también estudia al historiador Treitschke que había escrito sobre Bismarck. Los historiadores no
temen por la historia cuando se dan cuenta de que su disciplina puede ser reflexiva.

Esta es, sin duda, la actitud con la que debe abordarse la sociología del conocimiento, una actitud que podríamos
caracterizar como una forma natural e inconsciente de autoconciencia. Esa actitud puede conseguirse mediante la
aplicación de procedimientos contrastados y acertados y de técnicas de investigación consolidadas. No es sino el
equivalente en el plano intelectual a representarse la sociedad como algo tan seguro y estable que nada puede
subvertirla o destruirla, por más lejos que se vaya en la exploración de sus misterios.

En la anterior discusión sobre la variable de la amenaza señalábamos dos condiciones bajo las cuales el conocimiento
podía perder esa aura sagrada. Junto a esa actitud de confianza en sí mismo que acabamos de considerar, también
apuntábamos la actitud crítica de grupos emergentes, escépticos hacia el conocimiento establecido. Esta es la actitud
de desenmascaramiento que suele asociarse con la sociología del conocimiento, pero los sociólogos del
conocimiento mas finos, como Mannheim, han visto que este enfoque no es viable. El escepticismo siempre
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encontrará útil la sociología del conocimiento, y viceversa, pero hay profundas diferencias entre ambas actitudes. El
escéptico intentará utilizar sus explicaciones de una creencia para establecer su falsedad y así destruir toda
pretensión de conocimiento. La conclusión no puede ser otra que un nihilismo auto-destructor o una especia de
alegato inconsistente. Sólo una seguridad epistemológica en nosotros mismos, que nos haga sentir que podemos
explicar sin destruir, aportará una base sólida para la sociología del conocimiento.

¿Y que hay del miedo a que nuestra fuente de energía e inspiración, así como la convicción y la fe que ponemos en
nuestro conocimiento puedan desvanecerse si se aclaran sus misterios fundamentales? Hay algo de verdad en la
convicción de que el conocimiento y la ciencia dependen de algo exterior a la mera creencia, pero esa fuerza exterior
que lo sostiene no es trascendente. Hay algo de lo que el conocimiento participa, ese algo es exterior al
conocimiento, que es mayor que él y que lo sustenta, es la propia sociedad. Si uno teme por ella, temerá con razón
por el conocimiento, pero en la medida que uno crea en su permanencia y desarrollo, éste siempre estará ahí para
seguir sosteniendo las creencias que se investiguen, los métodos que se usen y las conclusiones a que pueda llegar la
propia investigación. Y ésta es una buena razón para tener confianza.

En la conciencia de la unión indisoluble entre sociedad y conocimiento está la respuesta al temor de que éste pueda
perder su eficacia y autoridad si se vuelve sobre sí mismo. Si el conocimiento fuera una ley para sí mismo, esa actitud
nos llevaría a la confusión; pero la actividad reflexiva de la ciencia aplicada sobre sí misma no puede secar la fuente
real de energía que sostiene el conocimiento.

Tema 12. Sociología de las matemáticas.

Un enfoque naturalista de las matemáticas

La experiencia típica de las matemáticas. Las matemáticas incorporan verdades que tienen un carácter irresistible o
ineluctable. En este sentido, quizá se asemejen a las verdades de sentido común sobre los objetos familiares que nos
rodean. Sin embargo, tienen otra propiedad que las dotan de una mayor dignidad que la de los simples testimonios
de los sentidos. Las verdades matemáticas no sólo son ineluctables, sino también únicas e inmutables. Si queremos
encontrar una analogía, acaso no deba establecerse con la percepción, sino con los dictados de la intuición moral, tal
y como se los concebía en épocas más convencidas y absolutistas que la nuestra. Lo que es correcto y apropiado
siempre ha parecido inmediato, ineluctable y eterno; y los enfrentamientos o las perplejidades que hubieran podido
surgir no se percibían provocados por la ausencia de un camino recto, sino sólo por las dificultades para encontrarlo
o seguirlo. La autoridad de una verdad matemática, tal como se nos presenta a la conciencia, es al menos similar a la
autoridad moral absoluta.

Esta experiencia típica de las matemáticas se entrevera con cierta manera de exponer el desarrollo de las
matemáticas, tanto a escala individual como histórica. El individuo aborda las matemáticas como un cuerpo de
verdades que debe dominar. Lo correcto y lo erróneo están claramente delimitados, y la confrontación permanente
entre ambos confirma esa visión de que las verdades que en un principio pasaron desapercibidas no estaban sino
esperando ahí hasta que la mente individual fuera capaz de captarlas. Algo parecido ocurre con la historia de las
matemáticas. Culturas diferentes hacen diferentes contribuciones a nuestro actual estado de conocimientos, pero
estas contribuciones se presentan como facetas de un único cuerpo creciente de teoremas. Mientras que existen
diferencias culturales evidentes en, por ejemplo, religión o estructura social, todas las culturas desarrollan las
mismas matemáticas.

En verdad, debe haber alguna Realidad que sea responsable de esta curiosa situación, en la que un cuerpo de verdad
auto-consistente parece ir siendo aprehendido cada vez con mayor detalle y con mayor amplitud. Esa Realidad debe
ser la que describen los enunciados matemáticos y a la que tienen como referencia sus verdades. Puede incluso
suponerse que es la naturaleza de esa Realidad la que explica ese carácter irrefrenable de las demostraciones
matemáticas y esa forma única e inmutable de la verdad matemática. Sin duda, debe admitirse que la naturaleza
precisa de esa Realidad en nuestro pensamiento ordinario es algo oscura, pero seguramente los filósofos podrán
definirla con mayor precisión. Esto arrojaría mucha luz sobre el verdadero carácter de toda una serie de nociones
enigmáticas. El número, por ejemplo, es una idea con la que es fácil trabajar en los cálculos prácticos pero es algo
cuya naturaleza real es difícil de describir.

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La importancia de esa experiencia de sentido común en torno a las matemáticas está en que presenta un conjunto
de hechos del que debería dar cuenta cualquier teoría sobre la naturaleza de las matemáticas. Ese carácter único e
ineluctable forma parte de la fenomenología de las matemáticas. Ninguna explicación sobre la naturaleza de las
matemáticas tiene por qué plantear las apariencias como verdades, pero sí tiene que explicarlas como tales
apariencias. Es una característica notable de ciertos filósofos de las matemáticas el asumir acríticamente los datos
fenomenológicos y convertirlos en metafísica; y después de esta maniobra no puede haber una sociología de las
matemáticas en el sentido del programa fuerte. Lo que hace falta es un enfoque más crítico y más naturalista.

Entre los enfoques naturalistas más prometedores está el del psicólogo que estudia cómo se aprenden las
matemáticas. Éstas pueden ser consideradas como un conjunto de técnicas, creencias y procesos de pensamiento en
el que deben iniciarse los individuos. Hay ocasiones en que alguno de ellos puede conseguir tal grado de autonomía y
habilidad que se encuentre en condiciones de hacer una contribución creativa al conjunto de resultados acumulados.
Un enfoque así puede calificarse de psicologismo. Una de las primeras formulaciones de este psicologismo puede
encontrarse en J.S. Mill.

La teoría de J.S. Mill sobre las matemáticas. Para los empiristas, el conocimiento proviene de la experiencia; de
modo que, para un empirista coherente, si las matemáticas son conocimiento, también ellas deben provenir de la
experiencia.

El propósito que Mill declara en su Lógica es el de mostrar que las ciencias deductivas, como la geometría y la
aritmética, no son sino variedades de las ciencias inductivas, como la física o la química. Por supuesto, dice Mill, esta
tesis está lejos de ser evidente y debe ser verificada para la ciencia de los números, el álgebra y el cálculo. Pero, de
hecho, Mill no desarrolla ninguna verificación sistemática; se limita, todo lo más, a dar algunas pistas, aunque muy
valiosas.

La idea fundamental de Mill es que, al aprender matemáticas, recurrimos a nuestro bagaje de experiencias sobre las
experiencias y comportamiento de los objetos materiales. Algunas de esas experiencias caen bajo categorías que
constituirán más tarde las distintas ciencias empíricas; así, por ejemplo, el hecho de que el agua hirviendo libere
vapor pertenece a la física. Paralelamente a este tipo de hechos referentes a ámbitos muy estrechos, también
tenemos conocimiento de hechos que se aplican indiferentemente a ámbitos muy amplios.

Es esta categoría de hechos lo que Mill piensa que subyace a las matemáticas. El agrupamiento y la organización de
objetos físicos suministran modelos para nuestros procesos mentales, así que cuando pensamos matemáticamente
apelamos tácitamente a ese saber. Los procesos de razonamiento matemático no son sino pálidas sombras de las
operaciones físicas con objetos, y ese carácter forzoso que tienen los pasos de una demostración y sus conclusiones
reside en la necesidad propia de las operaciones físicas que subyacen como modelos. Si el campo de aplicación de los
razonamientos aritméticos es tan vasto se debe a que podemos asimilar a esos modelos una gran variedad de
situaciones diferentes.

Mill critica a quienes tratan los números y los símbolos como meras marcas sobre el papel que están sometidas a
operaciones abstractas. Admite que pudiera parecernos que estamos operando con meros signos, pero es que,
argumenta, habitualmente no nos damos cuenta de que actuamos por referencia a la experiencia física sobre la que
descansa todo el proceso. “Cuando miramos hacia atrás para ver de dónde viene la fuerza probatoria de todo el
proceso, encontramos que cada paso concreto no resulta en absoluto evidente si no suponemos que estamos
pensando y hablando sobre cosas y no sobre meros símbolos”.

El planteamiento de Mill tiene tres importantes consecuencias. La primera le lleva a distinguir una estructura y
desarrollo internos en creencias que, desde otros planteamientos, suelen entenderse como algo aprehendido de
modo simple e inmediato. Por ejemplo, la afirmación de que un guijarro y dos guijarros hacen tres guijarros es para
él un resultado del saber empírico: es el hecho de tomar conciencia de que situaciones físicas que percibimos como
radicalmente diferentes pueden producir, “por reagrupamientos de orden o de lugar, bien un conjunto de
sensaciones o bien otro”.

En segundo lugar, el enfoque de Mill está claramente relacionado con ideas educativas: hay que rechazar la
manipulación formal de símbolos escritos en beneficio de las experiencias físicas subyacentes que les correspondan.
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Sólo éstas pueden dar sentido a las manipulaciones y proporcionar un significado intuitivo a las conclusiones que se
obtengan. Mill hace explícita esta dimensión pedagógica cuando dice a propósito de las verdades fundamentales de
la aritmética:

“resultan probadas mostrando a nuestros ojos y dedos que cualquier número dado de objetos, diez bolas, por
ejemplo, puede por separación y reagrupamiento, ofrecer a nuestros sentidas todos los conjuntos diferentes de
números cuya suma es diez. Todos los métodos perfeccionados para enseñar airtmética a los niños parten del
conocimiento de este hecho, todo el que quiera enseñar números (y no meras cifras) los enseña mediante la evidencia
de los sentidos, del modo que hemos descrito”

La tercera consecuencia se deduce de sus ideas pedagógicas. Si existe una estrecha conexión entre las matemáticas y
la experiencia, debe ser posible, observando las prácticas educativas ilustradas, encontrar elementos que apoyen el
análisis de Mill; debe ser realmente posible contemplar cómo se crea el conocimiento matemático a partir de
nuestra experiencia; debe ser posible sacar a la luz esos hechos empíricos que se dice que actúan como modelos en
los procesos de razonamiento matemático.

Para ver cómo las operaciones matemáticas pueden surgir de situaciones físicas, consideremos el “juego” que
describe Dienes (1964). Se empieza por disponer en el suelo diez grupos de ocho guijarros, dejando un guijarro
aparte. Imaginemos ahora que ocho de esos grupos los acercamos entre sí y apartamos dos de ellos que formarán
una pareja. Utilicemos uno de estos grupos que hemos apartado para añadir un guijarro más a cada uno de los ocho
grupos que hemos mantenido agrupados, de manera que cada uno de ellos tendrá ahora un guijarro más. Al grupo
que queda de los dos que habíamos aparado podemos añadirle aquel guijarro suelto que mencionamos al principio.
Esta mecánica tiene la característica, clara y reproducible, de finalizar con un número de grupos que es igual al
número de guijarros que tiene cada uno.

Ésta es una secuencia física de agrupamientos, ordenamientos y distribuciones que tiene el interés de no ser sino un
ejemplo entre muchos similares que pueden ofrecer exactamente el mismo modelo de comportamiento. La gracia
está en que puede jugarse con un número diferente de objetos en los grupos y con diferente número de grupos.

Lo que acabamos de describir es una propiedad física de los objetos materiales, en concreto, esa propiedad que
puede llevarse a cabo con ese mecanismo elemental. Si buscáramos el modo abreviado de expresar la secuencia de
las relaciones físicas tendría aspecto de ecuación.

Dienes ofrece otros muchos ejemplos ingeniosos de este tipo. Gracias a sencillas manipulaciones con piezas de
construcción, indica cómo trabajar con sistemas de numeración de bases diferentes, cómo factorizar formas
cuadráticas y resolver ecuaciones, etc. Poco importa que las manipulaciones físicas sean engorrosas si se comparan
con las operaciones simbólicas que hace alguien bien entrenado, pues su importancia para lo que ahora nos ocupa
está en que ponen de manifiesto el conocimiento oculto tras los procedimientos simbólicos que damos por
evidentes.

Sin duda, la perspectiva de Mill es prometedora. Los objetos físicos, las situaciones y las manipulaciones pueden
funcionar claramente como modelos de las diversas operaciones matemáticas básicas. Las experiencias de tales
operaciones físicas pueden plausiblemente presentarse como la base empírica del pensamiento matemático. Por
esto, sería absurdo ignorar o menospreciar el potencial de la perspectiva empirista y psicológica de Mill en la
consecución de una comprensión naturalista del conocimiento matemático. No obstante, este punto de partida no
es suficiente. Para que pueda hacer justicia al conocimiento matemático será necesario su sustancial desarrollo y
enriquecimiento. Ahora bien, esa mejora pasa por analizar sus limitaciones, puestas de manifiesto por la aguda
crítica de Frege.

Las críticas de Frege a Mill. Mill trata las matemáticas como un conjunto de creencias sobre el mundo físico que
surgen de la experiencia que tenemos de ese mundo. Así, los dos elementos centrales de su análisis son: 1) las
creencias y procesos de pensamiento entendidos como acontecimientos mentales; y 2) las situaciones físicas sobre
las que versan las creencias. En consecuencia, la crítica de Frege abre dos frentes de ataque. Critica, por una parte, la
concepción de los números como cosas mentales o subjetivas; y por otra, aquella que refiere los números a objetos
físicos o a propiedades de éstos.
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Cuando Mill escribe sobre matemáticas, lo hace con un estilo elegante, concreto y no técnico. Para él los
fundamentos de las matemáticas están en su anclaje psicológico, en los procesos fundamentales mediante los que se
genera y se transmite el conocimiento. Los términos en los que piensa se amoldan más al profesor de matemática
elemental que a los especialistas de alto nivel. Frege procede de un modo completamente diferente. Cuando Frege
se enfrenta a una definición de las matemáticas como “pensamiento mecánico acumulativo”, le parece una
“tosquedad típica”, y añade: “creo que, por su propio interés, los matemáticos deberían combatir cualquier enfoque
de esta clase, pues está pensado para denigrar uno de sus principales objetos de estudio, y, con él, su propia
ciencia”.

Frege se esfuerza especialmente en mantener una frontera entre las matemáticas, por un lado, y las ciencias
psíquicas y naturales, por el otro. Deplora que los métodos de argumentación psicológica hayan “penetrado incluso
en el campo de la lógica”. La consecuencia de esta penetración es que todo se hace brumoso e indefinido,
precisamente donde deberían reinar el orden y la regularidad. Los conceptos matemáticos, afirma, tienen un
refinamiento en su estructura y una pureza mayores quizá que los de ninguna otra ciencia.

Hoy se considera a The foundations of arithmetic (obra de Frege) como un clásico de la lógica, y lo es, pero también
es una obra apasionadamente polémica. El libro está impregnado de retórica en torno a la pureza en peligro. Carga el
énfasis en la distinción entre lo indefinido, brumoso, confuso y fluido, por contraposición a todo cuanto es puro,
refinado, ordenado, regular y creativo. Todo un cuadro del conocimiento amenazado. Con esta actitud, Frege
mistifica y reifica el concepto de número y los principios básicos de las matemáticas, confiriéndoles un rango de
objetos misteriosos investidos de un poder excepcional. Fregue expresa su desdén al mandar la teoría de Mill a la
guardería, asociándola a los albores de la evolución. Es culpable de haberse aliado con los orígenes fisiológicos.

El pensamiento de Frege revela una visión de las matemáticas netamente diferente del enfoque naturalista que aquí
proponemos. Consideremos primero el rechazo de Frege de que el número es algo de naturaleza subjetiva, mental o
psicológica. Su argumentación consiste en resaltar las diferencias entre las propiedades de las entidades psicológicas,
como las ideas o las experiencias, y las propiedades de las nociones matemáticas. Nuestros estados de conciencia
son algo indefinido y fluctuante, mientras que el contenido de esos estados (como los conocimientos matemáticos)
es definido y fijo; además, esos estados subjetivos son diferentes para las diferentes personas, en tanto que las ideas
matemáticas son las mismas para todos.

Al tratar los números como ideas que están en la cabeza de la gente, se desprenden consecuencias curiosas. Desde
un punto de vista psicológico, la gente no comparte ideas; éstas son estados propios de las mentes individuales, de
manera que una idea debe considerarse siempre como propia de alguien. En lugar de decir que el número dos es una
idea en sí, el psicólogo hablará más bien de tu idea de dos o mi idea de dos. E incluso esto mismo sugiere la
existencia de un algo independiente que es el foco común de ambos estados psicológicos, como si el número dos no
fuera del todo mental sino el contenido extramental de esos estados mentales. Un enfoque psicológico coherente
debe insistir en que, aunque habitualmente se hable del número dos, todo lo que realmente existe es una multitud
de ideas individuales cada una de las cuales puede reclamar ser el número dos. En resumen, habrá tantos doses
como ideas haya sobre él, lo que se aparta considerablemente del modo habitual de ver las cosas.

Con ironía, Fregue nos recuerda que esa proliferación de doses no se para ahí, ¿no nos falta aún considerar todos los
doses inconscientes, y los doses que habrán de venir a la existencia cuando nazcan las próximas generaciones?. No
podemos sino conceder a Fregue que los números no son entidades psicológicas construidas por la gente sino, de
alguna manera, objetos independientes de conocimiento.

Hasta aquí, la posición de Mill no está bajo una presión demasiado fuerte. Su teoría tiene un componente objetivo en
el hecho de que la aritmética trata sobre las propiedades generales de los objetos. Mill se ve en más apuros cuando
Frege aborda la cuestión de si el número es una propiedad de las cosas exteriores. Aquí, el argumento central es que
el número no puede ser una propiedad de las cosas porque el modo en que las cosas se numeran depende de
nuestra manera de verlas. No hay nada semejante a el número de, digamos, un mazo de cartas; sí, hay un mazo, pero
también cuatro palos, etc. Dice Frege: “de un objeto al que adscribir legítimamente diferentes números no puede
decirse que posea un cierto número”. Lo cual hace del número algo distinto de lo que consideramos habitualmente
como propiedades de las cosas. La importancia de nuestra manera de ver muestra que ahí interviene un proceso
cognitivo que enlaza el objeto exterior con el acto de atribuirle un número. Para Frege, esto interpone una cuña
108
entre los objetos y el auténtico lugar del número, lo que significa que “no podemos asignar simplemente el Número
al objeto como haríamos con un predicado”. Cuando miramos el dibujo de un triángulo y distinguimos en él tres
vértices, ese tres no es inherente al dibujo. Así, “no vemos el tres de modo inmediato, sino que vemos algo sobre lo
cual puede recaer nuestra actividad intelectual y llevarnos a formular que el 3 ocurre”.

Como podemos variar el punto de vista y, por tanto, alterar el número que se asocia con un objeto, parece que
habrías una diferencia entre, por ejemplo, la propiedad “ser azul” y la de “tener el número tres”. El número no es
algo que encontremos ahí en el mundo sin más problemas. Hay algo en la naturaleza de los conceptos de número
que los hace diferentes de los objetos y de sus propiedades tal y como los solemos pensar. Por el momento
aceptaremos esta conclusión. El número no es algo psicológico, ni es algo que se dé simplemente en los guijjaros de
Mill.

Frege ha expulsado al número del mundo psíquico y del mundo material. Si estos dos ámbitos agotan la gama de
posibilidades, el razonamiento de Frege hace del número un perfecto no-ser. Evidentemente no es así como él ve las
cosas. Existe una tercera posibilidad. Aparte de los objetos psíquicos y físicos, están los que Frege llama objetos de
Razón o Conceptos, los cuales poseen la más importante de todas las propiedades: la llamada objetividad. Frege
entiende por objetivo aquello que es independiente de nuestras sensaciones y de las representaciones mentales que
descansan en ellas, pero aquello que es independiente de nuestra razón. El resto de esta definición negativa:

“Distingo lo que llamo objetivo de lo que es manipulable, espacial o real. El eje de la Tierra o el centro de masas del
sistema solar son objetivos, aunque no diré que son reales en el sentido en que lo es la Tierra. A menudo hablamod
del ecuador como una lína imaginaria, pero (…) no es una creación de nuestra imaginación ni el producto de un
proceso psicológico, todo lo que hace el pensamiento es reconocerlo o captarlo. Si lo reconociéramos como una
creación nuestra, no sería posible decir nada positivo del ecuador que valiera para antes de la fecha de su supuesta
creación”.

No nos dice sin embargo qué es en realidad la objetividad.

Aceptada la definición de objetividad de Frege, ¿qué es lo que la satisface? ¿Qué hay que no sea ni mental ni físico,
que sea real aunque no exista de hecho, y que pueda ejemplificarse en una noción como la del ecuador? Para
contestar a esta pregunta sin ser infiel a la definición de Frege será bueno que examinemos sus ejemplos.
Empezando por el ecuador, ¿qué rango o entidad tiene? Es de un orden semejante al de una frontera territorial, pero
a éstas se las puede considerar imaginarias. Se admite que las fronteras tienen el rango de convenciones sociales, lo
que no quiere decir que sean meras o arbitrarias convenciones. De hecho, tienen una intensa significación, pues se
relacionan de maneras muy complejas con el orden y la regularidad de las vidas que se viven en su interior. Además,
es imposible que cualquiera las altere a su capricho. Un individuo puede tener ideas acertadas o equivocadas sobre
ellas, y no desaparecen aunque nadie consiga hacerse una imagen mental de ellas. Tampoco son objetos físicos que
puedan manipularse o percibirse, aunque puedan utilizarse objetos reales como signos visibles o indicaciones suyas.
Por último, podemos referirnos a ellas aunque hagamos alusión a acontecimientos ocurridos mucho tiempo antes de
que nadie las hubiera definido. Por último, podemos referirnos a ellas aunque hagamos alusión a acontecimientos
ocurridos mucho tiempo antes de que nadie las hubiera definido.

Este ejemplo sugiere que todo aquello que tiene el rango propio de las instituciones sociales acaso esté íntimamente
ligado a la objetividad. Incluso podemos conjeturar la hipótesis de que quizá ese tercer rango tan especial que se
sitúa entre lo físico y lo psíquico es de orden social, y solamente social.

Esta hipótesis puede contrastarse con los otros ejemplos aportados por Frege: el centro de gravedad del sistema
solar y el eje de la Tierra. ¿Podemos decir que estos objetos son de naturaleza social? A primera vista parece
bastante inverosímil, pero ello puede deberse a cierta tendencia a hacer precisamente lo que Frege denuncia, esto
es, confundir los entes objetivos con objetos físicos o reales. Y Frege tiene toda la razón. El eje de la Tierra no es de
esas realidades de las que tenemos manifiesta experiencia como la propia Tierra sobre la que caminamos. Pero, por
otro lado, debemos afirmar que cosas como estas son reales, pues si creemos que la Tierra gira debe hacerlo en
torno a un eje, como también que todo cuerpo con masa debe tener un centro de gravedad. Tanta insistencia indica
que estas nociones juegan un papel central en nuestra concepción de la realidad y, en particular, en las teorías
mecánicas que ocupan un lugar privilegiado en esa concepción. Es clave recordar, sin embargo, que esta realidad no
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es una realidad física sino una representación del mundo sistemática y altamente elaborada. Sus lazos con la
experiencia individual son bien tenues. Dos de los conceptos que elige Frege como ejemplos de objetividad son
nociones teóricas; pero la componente teórica del conocimiento es precisamente la componente social.

Si se cuestionara esa identificación de lo teórico con lo social, en este caso en particular, podría ser útil examinarlo
otra teoría o visión del mundo. El pensamiento medieval ve el mundo como una serie de esferas concéntricas; y en el
centro de la Tierra habría un punto en torno al cual se ordenaría todo el universo. Para mucha gente y durante
mucho tiempo ese punto era parte indudable de lo que entendía por realidad; no era en absoluto un asunto
subjetivo pese a que no se corresponda con la realidad. No era una cuestión de capricho o de elección individual, no
era un fenómeno psicológico en el sentido en el que variar de un individuo a otro y era algo sobre lo que la gente
podía estar mejor o peor informada. Ese centro del cosmos no era un fenómeno real en el sentido de algo que la
gente pudiera ver o manipular. Era objetivo en el sentido que Frege da a este concepto. En otro sentido era un
concepto teórico, una parte de la teoría cosmológica de aquel momento. Y en un tercer sentido era un fenómeno
social, una creencia institucionalizada, un elemento de la cultura.

Podemos concluir que la mejor manera de dar un significado sustancial a la definición fregeana de objetividad es
asimilarla con lo social. La creencia institucionalizada satisface por completo su definición: eso es la objetividad.
Seguro que Frege hubiera encontrado muy criticable esta interpretación de su definición. Si las cosas fueran así, la
sociología sería una amenaza aún mayor que la psicología para la pureza y dignidad de las matemáticas. Los
argumentos de Frege estaban concebidos para mantener inmaculadas las matemáticas, y aun así concibió una
definición de objetividad que se presta a interpretación sociológica. El que esta interpretación pueda atravesar las
defensas de Frege no puede sino constituir el más sólido argumento a su favor. Podemos así adoptar la definición
que da Frege de objetividad, sin dejar por ello de postular que las matemáticas son de naturaleza social más que
psicológica o meras propiedades de los objetos físicos. Esta conclusión puede parecer extravagante, de modo que
puede ser útil contrastarla con el resto de los argumentos que Frege opone a Mill. Esto nos llevará al problema de
cómo puede modificarse la teoría de Mill de modo que pueda venir a alojar los procesos sociales que entran en juego
junto con los procesos psíquicos.

La teoría de Mill modificada por factores sociológicos. Los restantes argumentos de Frege se refieren
principalmente a las “evidencias indiscutibles” que Mill cree que corresponden a los números y a las operaciones
matemáticas. Al responder a la pregunta ¿de qué son números los números?, Mill dice: “evidentemente, de alguna
propiedad que pertenece a los agregados de cosas (...), y esa propiedad es el modo característico en que el agregado
está constituido por ellas y mediante el cual puede ser dividido en partes”. Frege se detiene en la expresión “el modo
característico” y se pregunta qué hace ahí el artículo definido, pues no hay un único modo que sea característico a la
hora de dividir un agregado de objetos. Un mismo mazo de cartas puede dividirse de muchos modos y puede jugarse
a muchos juegos con guijarros según el modo en que se los disponga y clasifique.

Frege tiene razón. Mill ha deslizado un artículo definido para el cual su teoría no aporta justificación alguna. En esto,
Mill debe estar reaccionando inconscientemente a las mismas presiones que llevaron a Frege a insistir en que los
números no son inherentes a los objetos, sin más, sino que dependen del modo en que se mire a esos objetos. La
lectura social que hemos hecho de la definición de objetividad de Frege nos da una clave para entender cómo se ha
podido deslizar esa visión en el enfoque de Mill sin que él mismo se diera cuenta de ello.

Algunas personas pueden identificar el lugar donde se ha hecho una alfombra a partir del modelo característico que
está tejido en ella, algo más social que personal. La idea que Mill presupone involuntariamente es que no todas las
distribuciones, ordenaciones o clasificaciones de objetos son relevantes como experiencias paradigmáticas en
matemáticas. Entre los innumerables juegos a los que puede jugarse con guijarros, sólo los que siguen ciertos
modelos a pautas alcanzarán esa categoría especial que son los modos característicos de disponer y organizar los
guijarros. Así no todos los innumerables modelos o pautas posibles con los que puede tejerse una alfombra serán
igual de significativos para un grupo dado de tejedores tradicionales.

El punto al que Frege dirige su ataque es ese en el que la teoría de Mill deja atisbar que está necesitada de un
componente sociológico para poner orden en la multitud de maneras de experimentar las propiedades de los
objetos. El lenguaje de Mill pone de manifiesto que, de hecho, está reaccionando ante esa componente social, pero
la deja escapar; y es esa laguna la que deja su teoría expuesta a las objeciones de Frege. La idea fundamental de
110
Frege es que la teoría de Mill sólo se refiere a los aspectos meramente físicos de las situaciones que considera, que
no acierta a captar lo que en cada situación hay de específicamente matemático. Esa componente ausente podemos
ahora detectarla en el ámbito de lo típico, de lo convencional, en todo aquello que hace que se les conceda a ciertos
modelos el rango de característicos.

Los modelos característicos que sirven de ejemplo a la actividad matemática están rodeados de una especie de aura,
de una atmósfera especial y ahora podemos identificarla como un aura social. Es el esfuerzo y el trabajo de
institucionalización el que infunde un elemento especial y singulariza ciertos modos de ordenar, clasificar y disponer
objetos.

Bertrand Russel: “Cuando leí por primera vez la Lógica de Mill me sentí fuertemente atraído por ella; pero incluso
entonces no podía creer que nuestra aceptación de que dos y dos son cuatro fuera una generalización a partir de la
experiencia. No hbuiera sabido decir cómo llegamos a saberlo, pero sentía que no era así”

Pero aún quedan objeciones que superar. Frege se pregunta qué experiencia o hecho físico es el que puede
corresponder a los números muy grandes o incluso a los números 0 y 1. ¿Quién ha tenido alguna vez la experiencia
de que 1.000.000 = 999.999 + 1? Y si los números son propiedades de objetos externos, ¿cómo podemos hablar
razonablemente de tres ideas o de tres emociones, que no son evidentemente objetos externos?

Lo que Frege dice del número 1 es que tener la simple experiencia de una cosa no es lo mismo que encontrar el
número uno, y de ahí que en un caso se use el artículo indefinido mientras que en el otro se usa el artículo definido.
En esto Frege tiene razón. No se trata de una cosa cualquiera, sino de algo a lo que se mira de un modo especial y
con un propósito especial, el propósito ritualizado de contar. El número 1 no corresponde a una cosa sino a todo lo
que se contemple como elemento de un patrón o modelo característico. El número es el papel o la función, y no
debe confundirse con uno u otro objeto que venga indiferentemente a jugar ese papel o cumplir esa función. La
experiencia que asociamos con los números es la experiencia de unos objetos a los que se les adjudica papeles en
ciertos modelos y ordenamientos característicos.

¿Y cuál es la experiencia asociada al cero? Frege insiste en que nadie ha tenido la experiencia de cero guijarros.
Como, aduce, todos los números, incluido el cero, tienen el mismo rango y del cero no tenemos ninguna experiencia.
Frege concluye que tampoco la experiencia juega el menor papel en nuestro conocimiento de cualesquiera otros
números.

Ahora viene la cuestión de los números muy grandes. Está claro que no podemos tener experiencia de cómo repartir
un millón de objetos del mismo modo que podemos hacerlo con cinco o con diez. Como la aritmética se aplica tanto
a los números grandes como a los pequeños, ¿no implica esto que ha de ser independiente de lo que pueda decirnos
la experiencia y que su auténtica naturaleza no tiene nada que ver con ella?

Hay dos opciones generales para explicar el hecho de que la experiencia y la aritmética se solapen sólo parcialmente.
Puede interpretarse como Frege lo hace, en cuyo caso la débil conexión y correspondencia entre aritmética y
experiencia es meramente fortuita; o bien puede utilizarse para dotar a esa débil conexión de una importancia
máxima e intentar mostrar entonces cómo puede deducirse todo a partir de ella. Eso es lo que hace Mill.

Para hacer frente a las críticas de Frege, la teoría de Mill debe mostrar cómo pueden brotar de la experiencia las
ideas de la aritmética y debe proporcionar a éstas los medios para que puedan funcionar independientemente de la
situación concreta que las originó. El caso de la aritmética de los grandes números habrá de poder derivarse de
aquellos otros que sí estén directamente relacionados con situaciones empíricas. Y, para eso, tenemos todos los
elementos a mano, pues están implícitos en la propia idea de que las configuraciones de objetos que sí están al
alcance de nuestra experiencia pueden funcionar como modelos. Consideremos, pues, cómo funcionan los modelos
y qué ocurre cuando un cierto comportamiento se modela conforme a otro. Recordemos a los tejedores de
alfombras. Cada uno capata cómo se va desplegando una determinada configuración mirando a otros y trabajando
con ellos; entonces está en condiciones de actuar de modo autónomo y aplicar una y otra vez la técnica a casos
nuevos. Incluso puede tejer una alfombra mayor que no haya visto nunca antes. Podemos dar cuenta de la aritmética
basándonos en experiencias a pequeña escala, puesto que ésta aporta modelos, procedimientos, técnicas. No hay

111
ninguna incompatibilidad entre la teoría de Mill y una aritmética que funcione en ámbitos que no puedan
ejemplificarse directamente en nuestra experiencia.

La última objeción de Frege pone de manifiesto un problema cercano al anterior pero mucho más importante. Frege
se pregunta cómo, a partir de la teoría de Mill, pueden numerarse cosas inmateriales, como cuando decimos que los
celos, la envidia y la codicia son tres emociones diferentes. El tema es crucial, pues plantea la cuestión de cómo
puede explicar Mill toda la extensión con que se aplica la aritmética. La respuesta debe enfocar una vez más el modo
en que las situaciones empíricas pueden actuar como modelos. Estas situaciones deben ser tales que siempre se
pueda asociarlas con todos los casos en que se aplica la aritmética. Por ejemplo, la razón de que pueda hablarse de
tres ideas debe residir, según esta teoría, en nuestra capacidad y habilidad para hablar de ideas como si de objetos
se tratara.

La cuestión es: ¿utilizamos realmente los objetos como modelos o metáforas cuando pensamos en fenómenos
psíquicos?, ¿y son esos objetos los que en realidad nos proporcionan la cadena a través de la cual las operaciones
aritméticas y los números encuentran su aplicación a esos fenómenos? Si tal tendencia existe y funciona, será
evidencia suficiente en favor de un fuerte impulso natural a emplear la metáfora del objeto. Como los fenómenos
mentales son tan diferentes a los objetos físicos, sólo una fuerte determinación y una acusada tendencia a pensar en
términos metafóricos puede aproximarlos. Un ejemplo para mostrar que esa tendencia a asimilar procesos mentales
a objetos es algo que existe y que funciona como requiere nuestra teoría. ¿cómo pueden aplicarse los números a los
estados mentales?

El gran logro de la psicofísica del siglo XIX fue encontrar modos de comprender matemáticamente ciertos procesos
mentales y, en particular, formular la ley de Weber-Fechner. Según esta ley, la intensidad de una sensación es
proporcional al logaritmo del estímulo. El paso crucial que permitió esa formulación fue encontrar un modo de
segmentar los procesos mentales tal que los segmentos obtenidos pudieran contarse, pues entonces podía ya
recurrirse al formidable aparato de la aritmética y el cálculo para obtener la formulación matemática de la ley. La
estratagema utilizada para obtener unidades segmentadas y numerables fue introducir la noción de “diferencia
precisa perceptible”: se incrementaba gradualmente cierto tomo o peso hasta que el sujeto podía percibir el cambio.
Se encontró que la medida de esta diferencia precisa perceptible era proporcional a la medida del estímulo. Según la
teoría aritmética de Mill, este proceso de segmentación no es sino el medio de establecer la analogía entre la
sensación subjetiva y el objeto, de manera que se puedan aplicar los procedimientos matemáticos habituales; es un
modo de proyectar los estados psíquicos sobre objetos numerables y extender así la metáfora del objeto discreto.

Si esta argumentación es correcta, el ámbito de la aritmética es el de la metáfora del objeto material. En la medida
en que podamos ver algo como objetos a los que aplicar imaginariamente las operaciones de ordenamiento y
clasificación podremos aplicar a ese algo las operaciones aritméticas de contar y numerar. El lazo o transición entre
aritmética y mundo es el lazo de una identificación metafórica entre entidades inicialmente desiguales. Esta es la
clave para entender el problema general que plantea esa vasta aplicabilidad de la aritmética; la teoría de Mill lo
resuelve viéndolo como un caso particular de esa generalidad que caracteriza a cualquier teoría o modelo científicos.
El comportamiento de los objetos simples, que está en la base de la aritmética, sirve como teoría para explicar el
comportamiento de otros procesos, y el problema es el de aprender a mirar las nuevas situaciones como casos ya
conocidos o más familiares. Por el contrario, la tendencia de Frege a mirar los objetos aritméticos como algo puro y
separado de los objetos materiales crea un abismo entre las matemáticas y el mundo. Con la teoría de Mill no es
necesario lanzar arriesgados puentes entre territorios diferentes, pues nace del mundo y crece a partir de su
modesto origen empírico.

Resumen y conclusión. El interés de una teoría psicológica de las matemáticas reside en que suministra un
acercamiento empírico a la naturaleza del conocimiento matemático. La Lógica de Mill aporta la idea de que las
situaciones físicas sirven de modelos para los pasos dados en el razonamiento matemático. Pero como intuyó
Bertrand Russel, este análisis no da la sensación de ser correcto, algo le falta. Frege hace ver cuál es ese ingrediente
ausente: la teoría de Mill no hace justicia a la objetividad del conocimiento matemático, no da cuenta de la
naturaleza ineluctable de sus deducciones, no explica por qué las conclusiones matemáticas dan esa sensación de no
poder ser distintas de las que son. Es cierto que las situaciones que presenta Mill poseen esa forma de coerción
física: no podemos ordenar y clasificar objetos a nuestro gusto; los objetos se nos imponen efectivamente. Sin
embargo, esto no les otorga ninguna autoridad. Podemos imaginar que los objetos podrían comportarse de modo

112
distinto al que lo hacen, lo cual no nos es posible respecto de las matemáticas. Hay, pues, cierta similitud entre la
autoridad lógica y la autoridad moral. Pero la autoridad es una categoría social y sería muy significativo por tanto
encontrar que la definición que da Frege de objetividad queda completamente satisfecha por las instituciones
sociales. Así que hemos desarrollado la teoría psicológica de Mill en una dimensión sociológica. El componente
psicológico aporta el contenido de las ideas matemáticas, y el componente sociológico explica cómo se hace la
selección entre distintos modelos físicos y cómo se dota de un aura de autoridad al modelo seleccionado.

Al relacionar la variante modificada de la teoría de Mill con la fenomenología de las matemáticas, nos quedan sin
resolver dos problemas, uno menor y otro de más calado. El problema menor se refiere a la sensación de que hace
falta cierta Realidad para dar cuenta de las matemáticas. Con nuestra actual teoría, ese sentimiento puede
comprenderse y explicarse: parte de esa realidad la forma el mundo de los objetos físicos y otra parte la sociedad.
Pero con frecuencia se dice que la matemática pura versa sobre una realidad especial, sobre una supuesta realidad
matemática. Al quedar así excluido el mundo físico, ¿debemos entender que la gente presiente de un modo confuso
que las matemáticas tratan de lo social? Si las matemáticas versan sobre el número y sus relaciones, y si éstos son
creaciones y convenciones sociales, las matemáticas tratan sobre algo social. Puede decirse que tratan de la sociedad
en el mismo sentido en que Durkheim dice que la religión trata de la sociedad. La realidad sobre la que tratan
religión y matemáticas es una comprensión transfigurada del trabajo social que se ha invertido en ellas.

El problema más importante concierne a la unicidad de las matemáticas. Según nuestra teoría, la creencia en que la
matemática es única tiene el mismo rango que la creencia en que sólo hay una verdad moral. Pero si la historia nos
muestra la diversidad de las creencias morales, ¿no nos muestra, por el contrario, la unicidad de la verdad
matemática? ¿No refutan los hechos esa pretensión de que la compulsión lógica es de naturaleza social?

Tema 12.2 - ¿Puede haber otras matemáticas? (cap. 6 libro)

¿Qué aspecto tendrían unas matemáticas alternativas? Podemos dar sin dificultad una parte de la respuesta: una
matemática alternativa parecería un error o algo inapropiado. Una alternativa efectiva a nuestras matemáticas nos
llevaría por caminos por los que nos adentraríamos espontáneamente: al menos algunos de sus métodos y
deducciones violarían nuestro sentido de las propiedades lógicas y cognitivas. Quizá veríamos que se llega a
conclusiones con las que sencillamente no estamos de acuerdo; o encontraríamos demostraciones que llevan a
resultados que sí compartimos pero que no nos parecerían demostraciones en absoluto, y diríamos entonces que
esas matemáticas llegan a resultados correctos mediante razonamientos erróneos. O quizá observáramos que, por el
contrario, ciertos modos de argumentación que nos parecen evidentes y de fuerza mayor son rechazados o
meramente ignorados. También podría ocurrir que esas matemáticas alternativas estuvieran sumergidas en un
contexto global cuyos fines y significados fueran del todo extraños a nuestras matemáticas, de modo que su
propósito nos fuera completamente opaco.

Aunque esas matemáticas alternativas nos parecerían equivocadas, ello no quiere decir que cualquier error nos lleve
a otras matemáticas. Ciertos errores se entienden mejor como pequeñas desviaciones de una clara dirección de
desarrollo. De modo que se necesita algo más que errores para poder hablar de otras matemáticas. Los “errores”
que aparecieran en unas matemáticas alternativas habrían de ser sistemáticos, básicos y firmemente mantenidos.
Por ejemplo, a quienes trabajaran en esas otras matemáticas, esos errores habrían de parecerles algo con sentido y
que se relacionan coherentemente entre sí; habría un cierto acuerdo entre ellos sobre cómo manipularlos, cómo
desarrollarlos, cómo interpretarlos, y como transmitir su estilo de pensamiento a las generaciones siguientes;
actuarían según lo que, para ellos, sería un método natural y evidente.

Pero también habría otras maneras de hacer una matemática diferente de la nuestra: en lugar de ser algo coherente
y compartido, podría ocurrir que fuera precisamente esa falta de acuerdo lo que distinguiera esa matemática de la
nuestra. Para nosotros, el consenso o acuerdo es la esencia de las matemáticas, pero acaso las discusiones y
desacuerdos fueran precisamente lo característico de otras matemáticas. Esa ausencia de acuerdos sería para
quienes la practicaran la auténticas naturaleza de su actividad.

Esta lista de condiciones posibles basta para hacernos una idea. Si algo las satisficiera tendríamos buenas razones
para considerarlo como otra matemática. Pero podría objetarse que todo lo que puede llegar a mostrarse con el
cumplimiento de esas condiciones es que el error puede llegar a ser sistemático, básico y mantenido, pues no cabe
113
duda de que los errores lógicos que han llegado a institucionalizarse no son menos erróneos que los errores
individuales. Para intentar responder a esto, consideremos la pregunta: ¿puede haber morales alternativas? En una
época de confianza moral absoluta, con un código moral proporcionado por el mismo Dios, ¿cómo podría hablarse
de una moral alternativa?; cualquier ambigüedad o laxitud moral, ¿no atentará contra la propia naturaleza divina?.

La única manera de responder a quienes practican una moral absolutista es decir que, en otra moral, la gente admite
sistemáticamente ciertas cosas que para el absolutista, sin embargo, son pecado. Esa otra moral no tendría por qué
ser considerada como aberrante por la sociedad, puesto que ella misma se habría convertido ahora en norma, pese a
que se hubiera distinguido por apartrarse de la moral común.

Es evidente que, para una investigación científica, esa fundamentación moral debe quedar sobrepasada por otro
imperativo moral distinto: que haya una perspectiva general.

Pero hay otro factor más complejo que conviene resaltar. En su mayor parte, el mundo no consiste en culturas
aisladas que desarrollan una moral autónoma y un estilo cognitivo independiente. Existen contactos y transferencias
culturales, de modo que el mestizaje social conlleva también mestizajes cognitivos y morales. Además, las
matemáticas, como la moral, se orientan a satisfacer exigencias de gentes con una fisiología y un entorno físico
bastante semejantes, lo que es un factor añadido de uniformidad. Las alternativas en matemáticas habrán, pues, de
buscarse teniendo en cuenta estas restricciones naturales. Pero esa uniformidad y ese acuerdo, si existe, deben
obedecer a ciertas causas, sin necesidad alguna de postular una Realidad Matemática más o menos vaga. Las únicas
realidades a las que necesitamos recurrir son las que asume la teoría modificada de Mill, esto es, los mundos natural
y social. Para una ciencia social empírica, lo importante es cómo explicar mediante causas naturales esas pautas de
uniformidad y variación o discordancia en las creencias.

Se ofrecen ejemplos de cuatro tipos de discordancia en el pensamiento matemático, cada uno de las cuales puede
remitirse a causas sociales. Se trata de: 1) una discordancia en el estilo cognitivo en su conjunto; 2) una discordancia
en la estructura de las asociaciones, relaciones, usos, analogías e implicaciones metafísicas atribuidas a las
matemáticas; 3) discordancias en los significados asociados a los cálculos y a las manipulaciones simbólicas; y 4) una
discordancia en el rigor y el tipo de razonamiento empleado para demostrar un resultado. Dejamos para el siguiente
capítulo una quinta fuente de discrepancia, como es la que afecta al contenido y utilización de esas operaciones
básicas del pensamiento que se consideran verdades lógicas evidentes por sí mismas.

El “Uno”, ¿es un número? En las matemáticas griegas se decía que el uno no es un número, que no es ni par ni
impar, sino par-impar, o que dos no es un número par. Hoy estas afirmaciones son falsas. Para nosotros, el uno es un
número como cualquier otro. Además, es impar, así como el dos es par. No hay una categoría “par-impar”.

¿En qué pensaban los griegos? Decían que el uno no es un número porque en él veían el punto de arranque de todos
los números. Tenía ese sentido que empleamos nosotros cuando decimos que a una conferencia asisitó un cierto
número de personas, con lo que solemos excluir que sólo asistiera una. Aristóteles: uno es lo que mide una
multiplicidad, y el número es una multiplicidad medida o una multiplicidad de medidas. Por lo tanto es evidente que
el uno no es un número; pues la unidad medida no es una multiplicidad de medidas, sino que ambas (unidad de
medida y uno) son principios.

La clasificación en la antigua Grecia de los números es, en parte, similar a la nuestra, también ellos los dividían entre
pares e impares. ¿Por qué clasificar entonces al uno como par-impar? Se debe a que el uno genera tanto a los pares
como a los impares, por lo que debe participar de la naturaleza de ambos. Está situado aparte y por encima de la
dicotomía par/impar. En Grecia se le concede al uno un papel en cuanto a su capacidad de transgredir categorías. Así
se le atribuye otras propiedades míticas. A veces también al dos se le negaba la categoría de número por ser el
generador de los números pares. Sin embargo, esta clasificación era menos habitual y menos firme.

Estas diferencias en los modos de clasificar puede ser síntomas de algo más profundo: una divergencia entre los
estilos cognitivos propios de las matemáticas griegas y de las nuestras. Klein opina que es un error situar la noción de
número en una única tradición ininterrumpida de significaciones. Los cambios habidos desde Pitágoras y Platón hasta
nuestros días, pasando por los grandes matemáticos del siglo XVI, muestran que no se trata de un simple
crecimiento. Para él, la noción de número no es algo que se va ampliando, sin más, para incluir primero los números
114
irracionales, después los números reales y finalmente los números complejos. Se trata más bien de un cambio en lo
que Klein llama la intención del número, de manera que cuando, por ejemplo, los algebristas del renacimiento
asimilan los trabajos de Diofanto, lo que están haciendo es reinterpretándole. La continuidad que creemos percibir
en la tradición matemática es un artefacto, construido proyectando hacia atrás nuestro propio estilo de pensamiento
para encontrarlo así en trabajos anteriores.

La diferencia entre el antiguo concepto de número y el moderno está, para Klein, en que el primero era siempre
número de algo, siempre se trataba de una cantidad determinada y se refería a una colección de entidades. Klein
aduce que esta noción de número es radicalmente diferente de la que hoy se utiliza en álgebra, donde el número se
concibe simbólicamente y no como un determinado número de cosas, aunque a veces no es fácil saber qué entiende
Klein por “simbólico”.

Pese a que la obra maestra de Diofanto se llama Aritmética, no es difícil ver por qué suele tomarse como un tratado
de álgebra. El tipo de cálculo de Diofanto lo consideramos hoy como un cálculo algebraico: se tiene una cantidad
desconocida, se plantea una ecuación y se manipula hasta que aparece el valor de la incógnita. Pero basta un vistazo
a la obra de Diofanto para darse cuenta de que su pensamiento es diferente de aquel en que descansa el álgebra
actual. Por ejemplo, todo el álgebra de Diofanto consiste en buscar número muy concretos; no da a sus
procedimientos algebraicos el mismo alcance general que nosotros sino que los subordina siempre a problemas
numéricos. Asimismo cada vez que sus cálculos le llevan a lo que nosotros llamaríamos número negativos, Diofanto
rechaza el problema inicial aduciendo que es imposible de resolver o que está mal planteado. O cuando trabaja en
un problema que pudiera asociarse con una ecuación de segundo grado, sóo da uno de los valores que satisfacen la
ecuación, y ello incluso en los casos en que ambos valores son positivos.

Heath hace una versión moderna del razonamiento de Diofanto, orientado a encontrar valores numéricos concretos.
Pero lo más importante es que la anterior versión de Heath no sigue exactamente la línea argumental de Diofanto,
sino que es una reconstrucción modernizada que difiere notablemente del original. Explica Heath que Diofanto sólo
trabaja con una incógnita a la que siempre designa por S, de modo que “podemos decir, en general, que Diofanto
está obligado a expresar todas sus incógnitas en términos (o en función) de una sola variable”.

Esta observación ayuda a entender lo que Klein denunciaba al decir que Diofanto estaba siendo sistemáticamente
reinterpretado por los pensadores modernos. Resaltemos que Heath se refiere al símbolo S como una variable, como
dando a entender que su única modificación del procedimiento de Diofanto ha consistido en abreviarlo y
simplificarlo al trabajar con dos variables en lugar de una. Pero Klein subraya que ese símbolo S no es una variable en
absoluto, y que tomarlo como si lo fuera es hacerse una representación falsa de los presupuestos que subyacen a la
matemática griega, pues para la visión griega ese símbolo sólo puede referirse a un número en particular que no es
desconocido. Las variables, por el contrario, no representan a ciertos números específicos que aún desconocemos,
sino a toda una serie de valores que obedecen a una regla o ley determinada.

Diofanto se interesa a menudo por problemas bajo los que subyacen ecuaciones de segundo grado, pero usando el
símbolo S en lugar de nuestra x. Para nosotros habría dos valores de S, pero él rechazaría el segundo como imposible
y se limitaría a lo que, de hecho, es un solo punto de la gráfica: el determinado por intersección de la curva y la parte
positiva del eje de las x. Para Diofanto no hay un contexto de valores posibles que se sitúan a lo largo de la curva, no
hay un espacio bi-dimensional en el que la ecuación se despliega como un curva. Ese punto desconocido que se
representa en el símbolo S es completo y único, y para Difanto no existe toda esa red de relaciones que nuestras
matema´ticas construyen en torno suyo.

Consideremos ahora la solución negativa, que Diofanto hubiera rechazado. Para nosotros ese valor está íntimamente
relacionado con el otro pues ambos vienen relacionados por el hecho de representar la intersección de la línea recta
con la curva de la ecuación.

En todo esto la dificultad es la de aprender a dejar de ver lo que nos han enseñado a ver. El problema es conseguir
llegar a imaginar cómo serían las cosas desde otra perspectiva, tan capaz de dar sentido a todo un mundo como
capaces lo somos nosotros. Una manera de percibir estas diferentes aproximaciones a lo numérico es observar lo
diferentes que pueden llegar a ser las expectativas e intuiciones que guían a los matemáticos actuales en

115
comparación con Diofanto. El trabajo de Diofanto se inscribe en un pensamiento matemático diferente del nuestro,
tan diferente como pueden serlo la moral o la religión de otra cultura.

La idea de que el número era número de unidades, y que la propia unidad tenía una naturaleza distinta, se mantuvo
hasta el siglo XVI. Un matemático que contribuyó a cambiar este punto de vista fue Simon Stevin. Stevin siente como
una necesidad de justificar la reintegración de la unidad en el seno de los números, no parece haber adoptado esta
idea por los argumentos que aduce para ello, los cuales no eran sino la defensa a posteriori de una posición que le
parece evidente por sí misma. Klein cita un párrafo donde Stevin afirma su convicción de que el uno es un número:
“no, definitivamente no, pues estoy tan seguro de ello como si la misma naturaleza me lo hubiera contado por su
boca”. Vemos que esa idea se le había hecho evidente o natural. Stevin razonaba diciendo que, si el número está
compuesto de unidades, la unidad también forma parte del número; como la parte debe ser de la misma naturaleza
que el todo, la unidad es un número. Y negar esto, dice Stevin, es negar que un pedazo de pan sea también pan.

Este razonamiento llega a una conclusión que hoy admitimos, pero no es probatorio. Para aceptar la premisa de que
la parte es idéntica al todo, antes hay que estar de acuerdo en que los números sean homogéneos y continuos.
Stevin dice que trabaja a partir de esta idea; su idea es que el número es análogo a la longitud, tamaño o magnitud:
“La comunidad y similitud entre la magnitud y el número es tan universal que se aproxima a la identidad”.

Así, la nueva manera de clasificar los números depende de ver cómo puede asociarse el número a una línea, y esta es
precisamente la analogía que quedaba excluida con el anterior énfasis en la discontinuidad inherente al acto de
contar. Es poco probable que la divergencia entre los modos antiguo y nuevo de ver la cuestión se hubiera zanjado
con un razonamiento explícito, pues éste hubiera dependido de juicios subyacentes en torno a la verosimilitud de la
analogía básica entre número y línea. Lo cual, de rechazo, tiene derivaciones hacia el problema de la conexión entre
aritmética y geometría y la prioridad relativa de la una respecto a la otra.

¿Por qué una analogía como la de Stevin parece natural a unos pero no a otros? La respuesta está en las expereincias
anteriores y en los actuales propósitos, elementos ambos que deben verse a su vez sumergidos en su contexto social
y perfilados contra el telón de fondo de nuestras tendencias naturales y psicológicas. Stevin era un ingeniero (como
la mayoría de los matemáticos de la época) lo que le llevaba a usar los números no sólo para contar sino también
para medir. El número y la medida se hicieron imprescindibles para la balística, la navegación y la utilización de
máquinas.

Para quienes se oponían a las nuevas concepciones, que la naturaleza había susurrado al oído de Stevin, el número
conservaba un carácter más estático, sólo se podía comprender clasificándolo: sus propiedades más importantes
eran aquellas que resultaban de asignarlo a su categoría apropiada. La relación del número con el mundo no dejaba
de ser importante para estos pensadores, pero la solían concebir de modo diferente a los ingenieros (Stevin lo era, y
usaba los números también para medir), atribuyéndoles aspectos que iban más allá de aquellos que resaltaban estos
hombres prácticos. El número era una ilustración simbólica del orden y la jerarquía de los seres, por lo que tenía una
dimensión metafísica y teológica.

El número pitagórico y platónico. Los griegos usaban el cálculo por motivos prácticos en la plaza del mercado, pero
distinguían radicalmente este uso del número de la elevada contemplación de sus propiedades. Esta distinción se
corresponde con la discriminación que hacían entre logística y aritmética, o entre una aritmética práctica y otra
teórica. Esta discriminación se corresponde a su vez con una discriminación social. Así, en el Filebo, Platón le hace
decir a Sócrates: “¿No debemos decir ante todo que una cosa es la aritmética popular y otra muy distinta la de
quienes aman la sabiduría?” Para Platón, son los amantes de la sabiduría, los filósofos, quienes deben gobernar en
una sociedad bien ordenada.

La contemplación teórica del número comprendía una de sus propiedades, llamada eidos. Klein explica que este
término hace referencia a la “especie” o el “tipo” del número, o más literalmente a su “forma”, “figura” o “aspecto”.
Para entender cómo un número puede tener ciertas formas o aspectos, hay que recordar que el número griego es
únicamente número de cosas, y los números de cosas siempre pueden representarse como números de puntos.
Estos puntos pueden disponerse formando figuras como cuadrados, triángulos o rectángulos, de modo que resulta
natural hablar de números cuadrados, triangulares o rectangulares u oblongos, y seguir recurriendo a una tercera

116
dimensión si es necesario. Seguramente Fregue hubiera pensado que un número oblongo es tan absurdo como un
concepto oblong, pero el significado es tan claro como el que muestra la figura. 6.

Una vez que los números se han clasificado así en categorías, pueden estudiarse las propiedades en términos de
formas o eidos. Por ejemplo, la adición de varios números triangulares sucesivos da un cuadrado. Los griegos usaban
un artificio llamado gnomon, que era un número figurado que, al añadirse a alguna de las figuras anteriores, no
alteraba su configuración general. Así, el gnomon de un número cuadrado generaba otro cuadrado, ver figura 7.

Cuando contamos los puntos del gnomon, se observa que las configuarciones que se obtienen cumplen ciertas
propiedades generales. Por ejemplo, el gnomon de un número cuadrado es siempre algún número de la secuencia de
números impares 3, 5, 7,… de donde se deduce que el numero de puntos de un cuadrado siempre podrá obtenerse
como suma de una serie de números impares. Y así pueden obtenerse multitud de resultados.

Lo primero que se ve en este enfoque de la aritmética es lo bien que encaja en el análisis de Mill. Es un caso histórico
en el que el conocimiento de los números se hace observando objetos sometidos a operaciones simples de
ordenamiento y clasificación. El que algunas conclusiones de las matemáticas griegas rebasen los límites culturales e
históricos de su cultura se debe seguramente a que cualquiera puede realizar este tipo de experiencias.

La segunda observación se refiere a lo que esta aritmética tiene de particular, y no a lo que en ella hay de universal.
Resalta cómo cristaliza cierto elemento de la experiencia (el gnomon) para convertirse en una herramienta
especializada de investigación. Aunque la idea del gnomon es perfectamente comprensible desde la perspectiva de
nuestra aritmética, para nosotros no se trata de una idea significativa; dados nuestros amplios conocimientos
actuales, tenemos ideas que juegan un papel similar, pero no forman parte de las operaciones centrales de nuestro
pensamiento matemático. Las matemáticas modernas y la teoría de números también muestran cierto interés por
los tipos de números, pero no se parecen en nada a ese enfoque clasificatorio de los pitagóricos y los platónicos
posteriores.

¿Qué interés puede tener esta aritmética teórica? La respuesta está en que los pensadores de la época fundaban
sobre ella todo un sistema de clasificación en el que se representaban simbólicamente la sociedad, la vida y la
naturaleza. Los distintos tipos de números significan instancias como la Justicia, la Armonía o lo Divino. La
clasificación del número entra en resonancia con las clasificaciones de la vida y el pensamiento cotidianos, de forma

117
que la contemplación de aquél era un medio de conocer el verdadero sentido de éstos. Se trataba de entrar en
contacto intelectual con las esencias y potencias que subyacen al orden de las cosas; e incluso puede verse como una
forma particular de matemáticas aplicadas, dada la íntima relación que mantenían con asuntos prácticos.

Los modos de correspondencia entre matemáticas y mundo natural se manifiestan en la correlación que establecen
los pitagóricos y neoplatónicos entre propiedades sociales, naturales y numéricas. Su célebre Tabla de los Opuestos
ilustra esa distribución de categorías:

Indefinido-Definido Malo-Bueno
Múltiple-Uno Par-Impar
Izquierdo-Derecho Móvil-Estático
Femenino-Masculino Oblongo-Cuadrado
Oscuro-Claro

En las versiones más elaboradas de la visión pitagórica, las propiedades específicas de los números a menudo se
dotaban de significados particulares y se investigaban como tales; así, por ejemplo, el número diez estaba ligado a la
salud y al orden cósmico. Pero el número no sólo simboliza las fuerzas cósmicas, sino que se supone que posee una
eficacia divina o que participa de ella en alguna manera, de modo que el conocimiento del número era un medio de
situarse mentalmente en ciertos estados superiores de fuerza moral y de gracia.

Ahora es posible entender a qué debían enfrentarse las ideas de Stevin. Tratar al uno como a cualquier otro número
no era un asunto baladí, pues suponía ignorar y transgredir todos los significados y clasificaciones establecidos,
enmarañar y confundir todo el intrincado juego de correspondencias y analogías que los números ponían en
conexión. Stevin estaba nivelando y secularizando el número, amenazando así su compleja estructura jerárquica y su
poder como símbolo teológico. Parece no haber duda de que Stevin era un representante de las auténticas
matemáticas, mientras que sus adversarios eran más bien anti-matemáticos; el suyo no era otro modo de hacer
matemáticas, sino un modo de no hacerlas en absoluto. Como dice Stark, sus matemáticas eran como las nuestras,
pero estaban impregnadas de magia.

Lo que se opone a una sociología de las matemáticas es esa idea de que las matemáticas gozan de vida y significado
propios, esto es, suponer que sus símbolos encierran en sí mismos unas significaciones intrínsecas que están ahí
aguardando simplemente a ser percibidas o comprendidas. Si no se hace es suposición, la historia no proporciona la
menor justificación para distinguir lo que debe tenerse como matemáticas propiamente dichas, no habría ninguna
basa para aislar y discriminar retrospectivamente las verdades matemáticas.

La metafísica de la raíz de dos. Hoy se da por supuesto que la raíz de dos es un número, a saber, el número que, al
multiplicarse por sí mismo, da como producto el número 2. Habitualmente se dice que es un número irracional,
denominación heredada de una época en que había un notable interés sobre cuál era su condición. El problema está
(como bien lo vio Aristóteles) en que no hay ninguna fracción p/q que sea igual a la raíz de dos.

La demostración que de ello hace Aristóteles se basa en la siguiente idea. Supongamos que la raíz de dos fuera un
número, con lo que habría de ser una fracción de la forma p/q. Supongamos que hemos simplificado esta fracción
suprimiendo los factores comunes del numerador y el denominador, con lo que ya p y q no pueden ser divisibles por
2. Podemos entonces escribir:

supongamos que p/q=√2

entonces p2=2q2

lo que significa que p2 es un número par, pues es igual a un número que tiene al 2 como factor. Pero si p2 es par,
entonces p también ha de ser par. Y si p es par, entonces q ha de ser impar, pues habíamos supuesto que p/q había

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sido simplificada, y, por tanto, no queda ningún factor común (como sería el 2) a p y a q. Si p es par, puede
representarse de la forma:

p=2n
de donde p2=4n2
y como teníamos p2=2q2
habrá de ser 2q2=4n2
es decir, q2=2n2.

Apliquemos ahora a q el mismo razonamiento que antes: si q2=2n2, q2 ha de ser par, luego q ha de ser par. Ahora
bien, si q es par, p ha de ser impar. Con lo que llegamos a una conclusión que se opone a la anterior. Y esta secuencia
puede repetirse indefinidamente, de modo que p y q van siendo sucesivamente pares, impares, pares de nuevo, etc.
Habitualmente, la demostración se considera concluida tras el paso que convierte al p par en impar, pues ahí ya hay
una contradicción evidente. Esta contradicción significa que una de las premisas del razonamiento era falsa; y la
única hipótesis dudosa era que la raíz de dos pudiera representarse como una fracción de la forma p/q. Por lo tanto,
esta hipótesis debe rechazarse.

¿Qué significa esta serie de cálculos y cómo obtiene ese significado que se le asigna? ¿Es la anterior una prueba de
que la raíz de dos es irracional? En rigor, sólo se ha probado que no es racional, es decir, que no puede escribirse
como una razón del tipo p/q. Para nosotros, si no es racional es que es irracional, pero para los griegos no era así.
Para ellos, lo que se ha demostrado es que la raíz de dos no es un número en absoluto. La anterior serie de cálculos
era una de las razones por las que toda consideración sobre los números debía mantenerse alejada de las
consideraciones que se hicieran sobre las magnitudes. Así, por más que la raíz de dos no fuera un número, sí
correspondía sin embargo a una longitud geométrica bien definida, por ejemplo la de la hipotenusa de un triángulo
rectángulo cuyos lados tuvieran de longitud la unidad. Esto nos da una idea del abismo que separaba la geometría de
la aritmética.

¿Qué es, entonces, lo que demuestra realmente la prueba? ¿Demuestra que la raíz de dos no es un número o que es
un número irracional? Es evidente que lo que demuestra depende del marco de presupuestos sobre el número en
cuyo interior se consideran los cálculos. Si por número se entiende básicamente el número destinado a contar, una
colección de puntos, entonces el cálculo significa algo muy distinto que si el número se asocia intuitivamente con la
imagen de un segmento de una línea continua.

La prueba no tiene, pues, ninguna significación intrínseca; no tiene el menor sentido escrutar sus pasos elementales
esperando encontrar el sentido de la prueba en los signos escritos sobre el papel o en las operaciones simbólicas del
cálculo mismo. Esto se hace particularmente evidente en el hecho de que tales operaciones despliegan una
secuencia que se repite indefinidamente: no hay nada en el cálculo mismo que nos impida poner punto final a ese
juego que va mostrando cómo p y q son pares, y luego impares, y luego pares otra vez.

Deben reunirse ciertas condiciones para que un determinado cálculo tenga sentido. Estas condiciones son de orden
social, en el sentido de que residen en el sistema de clasificaciones y significaciones que una cultura sustenta de
forma colectiva. Por tanto, son condiciones que pueden variar y en la medida en que lo hagan, variará también el
significado de los objetos matemáticos.

Si el sentido particular de un cálculo depende del conjunto de presupuestos compartidos, su influencia genera es aún
más contingente. Al descubrimiento de las magnitudes irracionales se le llamaba habitualmente la “crisis de los
irracionales” en la matemática griega, porque la separación entre magnitud y número que descubrimiento evocaba
en los griegos se oponía a su anterior hábito de imaginar las líneas y las formas compuestas por puntos.

Los infinitésimos. A veces se dice que una curva se compone “en realidad” de muchos pequeños segmentos de
recta; y, evidentemente, esa analogía entre una curva regular y una colección de segmentos enlazados entre sí
aumenta cuanto más pequeños y numerosos son esos segmentos. Este tipo de intuiciones fue lo que dio origen a la

119
idea de magnitudes infinitamente pequeñas o infinitésimas, así como a la noción de límite: seguramente, “en el
límite”, esos minúsculos segmentos son en realidad idénticos a la curva (ver figura 8).

La larga historia de estas ideas culminó en el cálculo infinitesimal. Pensar en términos de infinitésimos conlleva
también ver las superficies y los sólidos como si estuvieran compuestos de segmentos o rebanadas, respectivamente;
este procedimiento permite captar intelectualmente ciertas formas que de otro modo no se comprenderían.

En los siglos XVI y XVII, el uso de los infinitésimos llegó a hacerse habitual en el pensamiento matemático; uno de sus
principales exponentes fue Cavalieri, que recurrió explícitamente a establecer analogías entre la manera en que
puede construirse un sólido a partir de segmentos infinitesimales y la manera en que un libro se compone de sus
páginas. Asimismo, sugirió que una superficie estaba hecha de líneas infinitesimales del mismo modo que un tejido
se hace con hilos finísimos.

Un uso particularmente atrevido de los infinitésimos fue el que hizo Wallis para encontrar la fórmula del área del
triángulo. Imaginemos un triángulo compuesto de minúsculos paralelogramos cuyo grosor es, “apenas el de una
línea”. El área de cada paralelogramo es prácticamente igual a su base por su altura; si suponemos que realmente
hay una infinidad (∞) de esos segmentos, entonces la altura de cada uno será h/∞, donde h es la altura total del
triángulo. El área total es evidentemente la suma de las áreas de todos los paralelogramos; la del primero, el del
vértice, es cero, pues es un mero punto; la del último, el de la base, será b x h/∞, donde b es la longitud de la base
del triángulo y h/∞ su altura.

A partir del vértice, cada segmento será un poco más largo que el anterior, del cual se puede obtener con sólo
sumarle una pequeña cantidad constante cada vez; las longitudes de todos los paralelogramos desde el vértice hasta
la base forman así una progresión aritmética. Wallis sabía que la suma de los términos de una progresión aritmética
es el producto del número de términos por su valor medio, y no vio razón alguna por la que dejar de aplicar este
modelo de inferencia a esa sucesión infinita de segmentos infinitesimales. Así obtuvo el área del triángulo,
multiplicando la longitud media de los segmentos (b/2) por el número de segmentos (∞) y por la altura de cada
segmento (h/∞), es decir:

Área total = b/2 x ∞ x h/∞;

y simplificando los ∞ del numerador y el denominador:

Área total = 1/2b x h

Los historiadores que estudian este fértil periodo destacan a veces la falta de rigor que acompañaba al uso de los
infinitésimos. Ciertamente, para los matemáticos modernos los términos en los que Wallis hace sus cálculos no
tienen ningún significado preciso, y símbolos como ∞/∞, u operaciones como la de simplificar infinitos no tienen hoy
el menor sentido. Pero, por otra parte, los historiadores han reconocido lo valioso que fue ese relajamiento del rigor,
pues permitió por primera vez que ese tipo de expresiones figurara en los cálculos.

Mucho antes de Wallis, Arquímedes también vio la utilidad de imaginar que las figuras planas se cortaran en rodajas,
y usó esta idea para facilitar la intuición matemática de algunas formas y figuras difíciles de tratar. Por ejemplo,
imaginó cómo podían equilibrarse entre sí segmentos de figuras planas de diferentes formas, y así llegó a formular

120
ecuaciones que daban el volumen de la esfera al ponerlo en relación con figuras más simples como el disco o el cono.
Arquímedes afirma que él no prueba ni demuestra realmente los teoremas que propone.

Para Arquímedes, una verdadera demostración es una demostración geométrica, y no una que se base en metáforas
de formas que se cortan en rodajas o se equilibran entre sí. Tales demostraciones geométricas satisfacían la
exigencia de no utilizar infinitos actuales. La decadencia del rigor que tuvo lugar en el siglo XVI llevó precisamente a
la convicción creciente de que aquella manera de proceder, que para Arquímedes era tan sólo heurística, sí
demostraba efectivamente lo que se pretendía. Es interesante señalar que los matemáticos renacentistas no
conocían el método empleado por Arquímedes. Era opinión común que Arquímedes debía tener un método secreto
para hacer sus matemáticas; y efectivamente lo tenía, aunque ese secreto era más bien un accidente histórico, pues
la exposición que él había dado del método no se descubrió hasta 1906.

El gran énfasis en el rigor que marcó las matemáticas del siglo XIX reinstauró la prohibición sobre los infinitos
actuales y los infinitésimos que ya había dominado en Grecia pero que se había desvanecido en el siglo XVI. El nuevo
rigor reconstruyó los resultados de hombres como Cavalieri y Wallis, que habían culminado en el cálculo
infinitesimal, pero esa reconstrucción eliminó muchos de los métodos que les habían llevado a aquellos resultados:
por ejemplo ya no volvieron a verse la multiplicación por 1/∞, ni su simplificación de infinitos en las fracciones.

Estas oscilaciones hacen pensar que en las matemáticas podría haber dos factores o procesos diferentes que se
encuentran en tensión entre sí o que, al menos, se mezclan en distintas proporciones. Bajo las matemáticas que hoy
asociamos con el cálculo infinitesimal ha habido una constante intuición de que las curvas regulares, las figuras
planas o los sólidos pueden verse como si estuvieran realmente constituidos por cortes. Por supuesto, las
matemáticas no son lo mismo que el pensamiento intuitivo, sino algo sometido a una disciplina y control estrictos;
siempre se han impuesto normas de demostración y de lógica. Para Arquímedes, las intuiciones mecánicas que
estaban en la base de sus razonamientos debían pasar por el filtro de la geometría, pues ésta constituía el único
modo de expresión capaz de proporcionar un control lógico válido. El filtro se ensanchó durante el siglo XVI y la
intuición pudo entonces expresarse con un vigor metafórico más denso. Por supuesto, el inconveniente fue la
confusión y la divergencia de opiniones; hubo más espacio para las creencias personales y las desviaciones creativas,
pero la certeza quedó amenazada ante la proliferación incontrolada de desacuerdos, anomalías y singularidades.

Conclusión. Hemos presentado una serie de casos que pueden entenderse como modos diferentes de pensamiento
matemático. Hemos mostrado que esas matemáticas diferían de las nuestras en su estilo, sus significaciones, sus
analogías y sus criterios de fundamentación. Estas discordancias son significativas y reclaman por tanto una
explicación, que bien pudiera encontrarse en causas de tipo social.

Esos ejemplos también vienen a reforzar la teoría (modificada) de Mill, pues muestran que las matemáticas se
fundan en una experiencia que resulta de seleccionar ciertos hechos según criterios mudables, una experiencia a la
que se dota de significados, conexiones y usos que también son variables. En particular, esos ejemplos refuerzan
también la idea de que una parte de la experiencia sirve de modelo para tratar numerosos problemas, y hemos
presentado claramente cómo esos modelos se generalizan mediante analogías y metáforas.

Estas variaciones y discordancias en el pensamiento matemático suelen ocultarse. Una de las tácticas empleadas
para ello consiste en insistir en que un determinado estilo de pensamiento sólo merece el nombre de matemáticas
en la medida en que se asemeja al nuestro. Pero hay otras maneras más sutiles de enmascarar las diferencias, como
puede observarse profusamente en los trabajos de historia de las matemáticas.

No puede escribirse historia sin llevar a cabo un proceso de interpretación. A lo que pensaron y concluyeron los
matemáticos en el pasado debe dársele un significado actual si se quiere que sea inteligible, y esto puede hacerse de
muchos modos: comparaciones y contrastes, discriminar lo valioso, interpretar lo oscuro e incongruente, etc. Todo
este dispositivo de comentarios eruditos e interpretaciones inevitables mediatiza nuestra concepción del pasado.

Si los historiadores quieren mostrar el carácter acumulativo de las matemáticas, pueden hacerlo gracias a ese
dispositivo interpretativo. Los contraejemplos de esa visión de progreso se convertirán entonces en periodos de
estancamiento o de desarrollos erróneos, o en épocas que se desviaron en una orientación equivocada; y en lugar de
mostrar la existencia de matemáticas alternativas, el trabajo se centrará ahora en separar el trigo de la paja. No es de
121
extrañar que el historiador Cajori pueda decir que las matemáticas son la ciencia acumulativa por excelencia; que las
contribuciones del pasado brillan con el mismo esplendor que las aportaciones actuales.

Pero sería injusto y demasiado simple decir que tales planteamientos falsifican la historia, pues no violan ninguna
norma de integridad o rigor académicos, incluso esas virtudes se dan con abundancia. Más propio sería decir que
esas virtudes se ponen al servicio de una visión general progresista, y esa visión es la que debe ponerse en
entredicho. Hay discontinuidades y variaciones tanto en el interior de las matemáticas como entre lo que es
matemática y lo que no lo es. Si queremos poner esto de relieve y tratarlo como un problema que requiere una
explicación, debemos recurrir a otras estimaciones como, por ejemplo, los mecanismos del pensamiento lógico y
matemático.

Tema 13. Sociología de la lógica

La negociación en el pensamiento lógico y matemático

La gente igual que regatea sbore cuestiones de deberes o de leyes, también regatea sobre cuestiones de compulsión
lógica; y de igual manera que nuestros papeles y obligaciones sociales pueden entrar en conflicto, puede ocurrir lo
mismo con los resultados de nuestras intuiciones lógicas. Un acercamiento posibles a estas cuestiones está en
retornar a la Lógica de Mill. En una controversia con el obispo Whately, Mill dejó caer algunas indicaciones
(quilizadoras pero apasionantes) sobre la naturaleza del razonamiento formal. Argumento silogístico: Todos los
hombres son mortales. El duque de Wellington es un hombre. Luego el Duque de Wellignton es mortal. Si estamos
en condiciones de afirmar la primera premisa, que todos los hombres son mortales, es porque debemos saber de
antemano que el Duque es mortal. Mill cree que aquí se da una circularidad.

El consejo de Lord Mansfield. La parte más familiar de la teoría de Mill es que el razonamiento procede de lo
particular a lo particular. Mill dice que el verdadero proceso de inferencia consiste en el tránsito de los casos
particulares pasados a los casos particulares del presente, por lo que el proceso de pensamiento invllucrado no
depende de la generalización de que todos los hombres seamos mortales. Tal como lo expresa Mill, “no sólo
podemos razonar de lo particular a lo particular, sin pasar por lo general, sino que así es como lo hacemos siempre”.

Las proposiciones generales son para Mill simplemente “registros” de las inferencias que ya hemos realizado. El
razonamiento, añade, consiste en el acto específico de asimilar los nuevos casos a los viejos, “no en interpretar el
registro de ese acto”. En la misma discusión Mill se refiere a la generalización de que todos los hombres son mortales
como a un “recordatorio”. La inferencia sobre la mortalidad de cualquier persona específica, dice Mill, no resulta del
propio recordatorio sino más bien de aquellos casos pasados que sirvieron para establecer dicho recordatorio.

¿Por qué llamar registro o recordatorio a la premisa mayor de un silogismo? Para Mill hablar en esos términos de las
premisas y los principios conlleva dos ideas: 1) sugiere que son derivados o simples epifenómenos; 2) mientras indica
que no son centrales para el acto del razonamiento, sugiere que podrían desempeñar otra función positiva, aunque
diferente de la que se le suele atribuir. El modo en que Mill habla de esta otra función evoca un libro de contabilidad
o un impreso burocrático, o sea, un medio de documentar y archivar lo ocurrido.

Mill resume esta explicación en su historia del consejo que Lord Mansfield dio a un juez: tomar decisiones rotundas
porque posiblemente serían correctas, pero no argumentarlas con razones, pues éstas serían casi indefectiblemente
erróneas. Lord Mansfield sabía que la atribución de razones sería algo a posteriori, que el juez se basaría en su
experiencia anterior, y era absurdo suponer que una mala razón pudiera estar en el origen de una buena decisión.

Si las razones no llevan a conclusiones, sino que simplemente son ideas a posteriori, ¿qué relación mantienen
entonces con esas conclusiones? Mill considera que la conexión entre los principios generales y los casos que caen
bajo su ámbito es algo que debe crearse: se tiene que construir un puente interpretativo. Así, “se trata de una
cuestión de hermenéutica... La operación no es un proceso de inferencia, sino un proceso de interpretación”.
122
Mill trata el silogismo de una forma parecida: sus estructuras formales se conectan con las inferencias reales a través
de un proceso interpretativo. Es “un modo en el que siempre podemos presentar nuestros razonamientos”. Es decir,
la lógica formal es un modo de exponer las cosas, una disciplina impuesta, una estructura superficial construida y
más o menos artificial. Esta exposición debe ser el producto de un esfuerzo intelectual especial y debe involucrar
alguna forma de razonamiento. Lo notable es el orden de causalidad y de prioridad que revela este análisis. La idea
central es que los principios formales de la razón son herramientas de los principios informales de razonamiento. La
lógica deductiva es una criatura de nuestras tendencias inductivas, es el producto de una reflexión interpretativa a
posteriori.

¿Cómo se expresa la prioridad de lo informal sobre lo formal? La respuesta es doble. En primer lugar, el pensamiento
informal puede utilizar el pensamiento formal, puede tratar de fortalecer y justificar sus conclusiones
predeterminadas fundiéndolas en un molde deductivo. En segundo lugar, el pensamiento informal puede tratar de
criticar, evadir, burlar o rodear los principios formales. En otras palabras, la aplicación de los principios formales es
siempre un asunto potencial de negociación informal. Mill se refiere a esta negociación como proceso interpretativo
o hermenéutico, que atañe al vínculo que debe forjarse siempre entre una regla y cualquier caso que supuestamente
caiga bajo esa regla.

La relación entre los principios formales o lógica y el razonamiento informal es claramente una cuestión delicada. El
pensamiento informal parece que reconoce la existencia y la potencia del pensamiento formal, al tiempo que
mantiene voluntad propia; sigue su propio camino, pasando inductivamente de lo particular a lo particular,
dejándose guiar por lazos asociativos. ¿Cómo puede hacer ambas cosas a la vez?

Consideremos el silogismo: todo A es B, C es A, luego C es B. Este es un patrón compulsivo de razonamiento, que


emerge de nuestro aprendizaje de ciertas propiedades físicas elementales, como el que unas cosas contengan a
otras. Tenemos una tendencia informal a razonar de la siguiente manera: si se coloca una moneda dentro de una
caja de cerillas, y la caja de cerillas se coloca dentro de una caja de puros, el camino para recuperar la moneda es
abrir la caja de puros. Esta simple situación suministra un modelo del patrón general que se considera formal, lógico
y necesario. Los principios formales, como el silogismo anterior, aprovechan nuestra proclividad natural a extraer
conclusiones; por eso, cuando los empleamos, pueden ser tanto aliados valiosos como enemigos importantes. Y por
eso, cuando nos enfrentamos a un caso problemático, puede ser decisivo el que subsumamos ese caso bajo este
modelo o que lo mantengamos aparte, según las intenciones informales que tengamos.

Para escapar a la fuerza de una inferencia es necesario poner en tela de juicio la aplicación de las premisas al caso en
cuestión. Quizá aquello designado por la letra C no sea realmente un A, o quizá no todas las cosas consideradas como
Aes sean realmente Bes. En general, habrá que establecer distinciones, redefinir límites, señalar y explotar
similitudes y diferencias; desarrollar nuevas interpretaciones, etc. Este tipo de negociación no pone en cuestión la
propia regla del silogismo. Después de todo, esa regla está arraigada en nuestra experiencia del mundo físico y
tendremos que concederle algún ámbito de aplicación. Lo que sí se puede negociar es cualquier aplicación particular
de la regla. El pensamiento informal, por tanto, hace un uso positivo de los principios formales, así como también
necesita burlarlos o rodearlos. Mientras que algunas intenciones informales ejercerán una presión que trate de
modificar o elaborar las estructuras o significaciones lógicas, otras sacarán provecho de su estabilidad y
permanencia. El pensamiento informal es, a la vez, conservador e innovador.

La autoridad, en tanto que algo que se da por supuesto, está en un equilibrio estático que contrasta con la otra
imagen de equilibrio dinámico. Esa aceptación est´tatica puede ser una forma más estable y compulsiva de
autoridad, pero dicha estabilidad también puede verse perturbada.

No existe razón para que una teoría sociológica no considere ambos fenómenos. De hecho, la coexistencia de ambos
estilos alternativos de constreñimiento es una característica central de todos los aspectos de la conducta social. Para
algunas personas, los preceptos morales o legales se pueden internalizar como valores cargados emocionalmente
que controlan la conducta. En otros casos, estos preceptos pueden aprehenderse simplemente como elementos de
información, como cosas a tener en cuenta cuando se va a actuar y se quieren prever las reacciones de los otros. La
concurrencia de estos dos modos de influencia social en las matemáticas no puede sino fortalecer su similitud con
otros aspectos de la conducta.

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El que la aplicación de los principios formales de inferencia sea algo que se negocia explica ciertas variaciones
importantes en la conducta lógica o matemática. Cuanto más formalizados estén los principios lógicos en cuestión,
más explicito y consciente es el proceso de negociación; y viceversa, cuanto menos explícitios son los principios, más
tácita es la negociación.

Las paradojas del infinito. Consideremos el silogismo: todos los A son B, C es A, luego C es B. Este razonamiento se
basa en nuestra experiencia de la inclusión y de la clausura. Para ver por qué el silogismo es correcto, basta con mirar
el diagrama enque se puede representar. Ese diagrama conecta el silogismo con un principio importante del sentido
común, a saber, que el todo es mayor que la parte.

Uno puede sentirse tentado a suponer que, como las experiencia de clausura son iguales para todos, grabarán este
principio en todas las mentes de modo uniforme y sin excepción. No es sorprendente que quienes creen en la
universalidad de la lógica lo citen como prueba.

Así, Stark dice: “En lo que atañe a las proposiciones puramente formales, no hay ningún problema de relatividad. Un
ejemplo de tales proposiciones es la afirmación de que el todo es mayor que la parte. ... no puede existir sociedad
alguna en la que este enunciado no se dé por bueno, puesto que su verdad emana inmediatamente de la definición
de sus términos y por tanto, es absolutamente independiente de cualquier condicionamiento extra-mental”.

Stark no dice que esa verdad sea innata. Permite que proceda de la experiencia, pero es tan directa su conexión con
ella que no puede insinuarse que nada se interponga entre la mente y la aprehensión directa de esta necesidad.
Estas experiencias son universales y dan lugar a los mismos juicios. Siempre y en todo lugar, el todo es mayor que la
parte.

Es correcto decir que esta idea se encuentra en todas las culturas; se trata de un aspecto de nuestra experiencia al
que siempre podemos apelar y que siempre tiene aplicación. Pero esto no significa que cualquier aplicación
particular del principio sea convincente o que su verdad sea inmediata o que no exista ningún problema de
relatividad. De hecho, este caso es particularmente interesante porque muestra lo opuesto de lo que Stark piensa. En
matemáticas hay un campo llamado “aritmética transfinita” que debe sus logros precisamente al rechazo explícito
del principio de que el todo es mayor que la parte. Si se entiende de modo conveniente, este ejemplo muestra que
hay verdades aparentemente evidentes, respaldadas por modelos físicos convincentes, que, sin embargo, pueden
subvertirse y renegociarse.

Consideremos la secuencia de números enteros: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, ... Seleccionemos de esta secuencia infinita otra
secuencia infinita constituida sólo por los números pares: 2, 4, 6, ... Estas dos secuencias se pueden asociar de la
siguiente manera:

1234 5 6 7…
2 4 6 8 10 12 14 …

De modo más técnico, se dice que los números pares se ponen en correspondencia uno-a-uno con los números
enteros. Esta correspondencia uno-a-uno nunca se interrumpe: a cada número entero siempre le corresponderá un
único número par, y viceversa. Supongamos que ahora decimos que los conjuntos de objetos que tienen una
correspondencia uno-a-uno entre sus miembros tienen el mismo número de miembros. Intuitivamente esto parece
razonable, pero en nuestro caso significa que existe la misma cantidad de números pares que de números enteros.
Los números pares, sin embargo, son una selección, una parte de todos los números enteros. Por lo tanto, la parte es
tan grande como el todo, y el todo no es mayor que la parte.

124
Los conjuntos infinitos tienen la propiedad de que una parte suya se puede poner en correlación de uno-a-uno con el
todo. Esta propiedad de los conjuntos infinitos ya era conocida muchos años antes del desarrollo de la aritmética
transfinita y se consideraba una prueba de que la idea misma de conjuntos de tamaño infinito era lógicamente
paradójica, auto-contradictoria y defectuosa. Cauchy negaba la existencia de tales conjuntos aduciendo
precisamente este argumento. Pero más tarde lo que sirvió para descartar conjuntos infinitos se acpetó para su
propa definición. Así Dedekind dice: “se dice que un sistema S es infinito cuando es semejante a una parte de sí
mismo” donde “semejante” es lo que hemos llamado correspondencia uno-a-uno.

¿Cómo puede una contradicción convertirse en una definición? ¿Cómo es posible esa renegociación? Lo que ha
ocurrido es que el modelo de clausura física que subyace a la convicción de que el todo es mayor que sus partes ha
cedido paso a otra imagen o modelo dominante: el de los objetos puestos en correspondencia uno-a-uno. Una vez
que este modelo alternativo se ha convertido en centro de atención, entonces la simple rutina de alinear los
números pares con los números enteros se convierte en la base natural para concluir que la parte (los números
pares) es tan grande como el todo (todos los números enteros). El pensamiento informal ha subvertido un principio
aparentemente ineluctable al imponer las exigencias de un modelo nuevo e informal. Si los principios lógicos
ineluctables resultan de una selección (socialmente sancionada) de elementos de nuestra experiencia, siempre
podrán desafiarse apelando a otros aspectos de esa experiencia. Los principios formales sólo se sienten como algo
especial y privilegiado porque se les ha prestado una atención selectiva, pero cuando se plantean nuevos intereses e
intenciones, o nuevas preocupaciones y ambiciones, entonces se dan las condiciones necesarias para que sufran
reajustes.

La conclusión de todo esto es que no hay ningún sentido absoluto que obligue a nadie a aceptar el principio de que el
todo es mayor que la parte. No es la estricta significación de las palabras la que impone ninguna conclusión, puesto
que esas significaciones no son las que deciden si cualquier nuevo caso debe asimilarse o no a los casos anteriores
para los que sí se aplicaba la regla general. A lo sumo, las aplicaciones precedentes del modelo crean la presunción
de que los casos nuevos que sean similares se someterán también a la misma regla, pero la presunción no es
compulsión, y decidir sobre una similitud es un proceso inductivo y no deductivo. Si hay algo de compulsivo en una
regla, reside simplemente en el hábito o la tradición de usar unos modelos en vez de otros. Estamos constreñidos en
asuntos de lógica en el mismo sentido en que lo estamos para aceptar unas conductas como correctas y otras como
erróneas, es decir, porque damos por supuesta cierta forma de vida.

La lógica azande y la ciencia occidental. El libro de Evans-Pritchard sobre los azande describe una sociedad que es
profundamente diferente de la nuestra; su característica más chocante es que un azande nunca hace algo de cierta
importancia sin consultar al oráculo. Se administra una pequeña cantidad de veneno a un pollo y se hace una
pregunta al oráculo de tal manera que pueda contestarse como “sí” o “no”: la muerte o la supervivencia del ave
transmite la respuesta del oráculo. Para los azande, toda calamidad humana se debe a la brujería; las brujas o brujos
son personas cuya mala voluntad y poderes maléficos son la causa de las desgracias. La principal forma de
detectarlos es, por supuesto, el oráculo.

Ser brujo no es una simple cuestión de carácter, sino un atributo físico hereditario que se manifiesta en cierta
sustancia, denominada sustancia brujesca, que se encuentra en el vientre de los nativos. Un brujo transmitirá la
sustancia brujesca a todos sus hijos y una bruja a todas sus hijas. Esta sustancia se puede detectar en los exámenes
post-mortem que de vez en cuando se emprenden para establecer o refutar las acusaciones de brujería.

Parece así una inferencia lógica clara que basta con tener un único caso de brujería para establecer que toda una
rama de parientes ha estado, o estará, integrada por brujos. De igual manera, la decisión de que un hombre no es
brujo debería bastar para exonerar a todos sus parientes. Pues bien, los azande no actúan de acuerdo con estas
inferencias. Como dice Evans-Pritchard,

“para nuestra mentalidad parece evidente que si se prueba que un hombre es brujo, la totalidad de su clan es
también brujo ipsofacto, dado que el clan azande es un grupo de personas relacionadas biológicamente entre sí por
línea masculina. Los azande perciben el sentido de este argumento, pero no aceptan sus conclusiones, que llevarían a
contradicción toda la noción de brujería”.

125
En teoría, todo el clan al que pertenece un brujo debería estar compuesto por brujos. En la práctica, sólo se
considerarán brujos a los parientes paternos próximos de un brujo conocido. ¿A qué se debe esto?

La explicación de Evans-Pritchard es clara y directa; lo explica señalando que los azande dan prioridad a los ejemplos
específicos y concretos de brujería sobre los principios abstractos y generales. Y muestra lo que constituye su foco
localizado de interés señalando que éstos nunca preguntan a un oráculo la cuestión general de si tal o cual persona
es un brujo. En concreto, lo que preguntan es si tal o cual persona está embrujada aquí y ahora. Así, los azande no
perciben la contradicción tal como la percibimos nosotros porque no tienen ningún interés teórico en el tema, y las
situaciones en las que expresan sus creencias en la brujería no les llevan a plantearse el problema.

Este análisis conlleva claramente dos ideas centrales. Primero, existe realmente una contradicción en la manera
azande de ver las cosas; han institucionalizado un error lógico. Segundo, en caso de que los azande percibieran el
error, una de sus principales instituciones sociales se volvería insostenible, pues quedaría amenazada de ser
contradictoria o lógicamente defectuosa, y por tanto su supervivencia estaría en peligro. En otras palabras, es vital
para los azande mantenerse en su error lógico so pena de convulsiones sociales y de implicar un cambio radical en
sus modos de vida. La primera idea manifiesta la creencia en la unicidad de la lógica; la segunda, la creencia en su
poder. La lógica es poderosa porque la confusión lógica provocaría confusión social.

Wittgenstein equipara la extracción de una conclusión lógica con la convicción de que algo no puede ser de otra
manera: los encadenamientos lógicos son aquellos que nos parecen evidentes. Ahora son los azande quienes
consideran evidente que todo el clan de un brujo no puede estar integrado por brujos; para ellos esto no puede ser
de otra manera. Desde esta perspectiva, es lógico por tanto que no saquen esa conclusión. Pero como para nosotros
esa es la conclusión que debe sacarse, debe haber más de una lógica: la de los azande y la de los occidentales. La
premisa de unicidad que invocaba Evans-Pritchard queda, pues, refutada.

Winch razona a partir de una cita de las observaciones de Wittgenstein: se nos pide que consideremos un juego
“hecho de manera que quien comienza siempre puede ganar gracias a un truco muy simple; pero eso no se sabe.
Ahora alguien nos hace caer en ello, y se acabó el juego”. Observemos que deja de ser un juego, no que nunca
hubiera sido un juego. Se nos invita a considerar el juego, el estado de conocimiento de los jugadores y sus
consiguientes actitudes como si fueran un todo. El juego, junto con el conocimiento adicional del truco, ya es otro
todo diferente e implica una actividad diferente. Podemos ver del mismo modo las creencia de los azande, como si
fuera un todo único y autosuficiente. Pero si vemos ese juego como un mero fragmento de un juego más amplio o
diferente, entonces nuestra percepción de aquella totalidad queda deformada.

De las objeciones al análisis de Evans-Pritchard interesa destacar que sólo se enfrentan a una de las dos ideas
centrales a las que nos habíamos referido. La discusión de Winch, por ejemplo, atañe sólo a la unicidad de la lógica,
pero no discute su poder. Pese a su crítica, parece dar por supuesto que, si hubiera habido una contradicción lógica
en las creencias azande, la institución de la brujería se habría visto efectivamente amenazada. Y para explicar el que
no haya sido así, sugiere que debe tratarse de una lógica diferente.

Si Mill tiene razón, la lógica está en el extremo opuesto al poder. La aplicación de los esquemas lógicos es sólo una
manera de reordenar a posteriori nuestras reflexiones y siempre está sujeta a negociación. Veamos como puede
analizarse el caso azande una ves descartada la hipótesis del poder de la lógica.

Lord Mansfield se hubiera sentido orgulloso de los azande, pues siguen fielmente su consejo: expresan sus decisiones
rotundamente sin preocuparse por aportar una elaborada estructura que las justifique. Siguen los pronunciamientos
de su oráculo cuando éste decide quién es o no un brujo, y saben, con la misma confianza, que no todos los
miembros del clan afectado son brujos. Ambas creencias son estables y centrales en sus vidas. ¿Qué hay entonces de
esa inferencia lógica que amenaza a todo el clan? La respuesta es que no hay tal amenaza en absoluto, que no hay
ningún peligro de que sus creencias estables se vean puestas en cuestión. Si alguna vez llegara a plantearse el
problema de la inferencia, negociarían la amenaza con habilidad para rechazarla sin mayor dificultad. Todo lo que
necesitarían sería algunas distinciones sutiles, por ejemplo, podrían admitir que todos los miembros del clan han
heredado la sustancia brujesca pero podrían también precisar que eso no significa que sean brujos. Podrían aducir
que todos los miembros de todos los clanes son brujos en potencia, pero ese potencial solo se actualiza en algunos

126
de ellos, y a solo a éstos cabe llamarles brujos. La lógica no amenaza la institución de la brujería porque un
razonamiento lógico siempre se puede sustituir por otro.

En esta situación, los factores importantes son los dos elementos que se dan socialmente por supuestos: el uso del
oráculo y la inocencia general del clan. Ambos están sancionados por la tradición y son centrales en la forma de vida
azande, por lo que ninguna extrapolación meramente lógica que pueda seguirse de uno de ellos va a perturbar al
otro. Y si se necesita alguna justificación de la coexistencia de estos dos rasgos sociales, siempre se podrá generar
una estructura apropiada de razones a posteriori. Si una estructura de justificación no cumple su función, siempre se
puede inventar otra.

El que nosotros sí podamos imaginar que la acusación de brujería pueda generalizarse a todo un clan se debe
simplemente a que no experimentamos verdaderamente la presión que se ejerce contra esta conclusión. Podemos
dejar correr nuestros pensamientos sin ninguna responsabilidad ni oposición. Y si, por el contrario, experimentamos
la presión de ese absurdo manifiesto y necesitamos justificar nuestra actitud, podemos hacerlo sin problemas.

Las principales variables sociales de una situación así son de dos tipos: las instituciones, que se dan por supuestas, y
el grado de elaboración y desarrollo de las ideas que mantienen unidas a estas instituciones entre sí. En el caso de los
azande esa elaboración es mínima, aunque en otras culturas puede estar muy desarrollada. Podemos suponer que la
amplitud y el sentido de dicha elaboración están en función de los objetivos sociales de la gente y del modo e
intensidad de sus interacciones.

Un ejemplo, supongamos que un antropólogo extraño a nuestra cultura nos argumenta: en vuestra cultura un
asesino es alguien que mata deliberadamente a otro; como los pilotos de los bombarderos matan deliberadamente,
resulta que son asesinos. Nosotros entendemos esta inferencia y también nos resistimos a su conclusión. Le
explicaríamos que el piloto cumple con un deber. El antropólogo puede decir que ha visto gentes que gritaban a los
aviones que atacaban tachando a los pilotos de asesinos. Si nuestro antropólogo nos abrumara con preguntas sobre
los conductores de coches, que sí son civiles pero matan gente. Sin duda, quedaría fascinado con la manera tan
intrincada en que conceptos como los de accidente, homicidio, azar, responsabilidad, error o intención han
proliferado en nuestra cultura. Podría él acabar concluyendo que nosotros entendemos el hilo de su argumento pero
que intentamos soslayar las consecuencias lógicas por medio de todo un arsenal adhoc de distinciones metafísicas.
Podría decir que la gente no tiene ningún interés práctico en las conclusiones lógicas y prefieren su jungla metafísica
porque, de otro modo, todas sus instituciones represivas se verían amenazadas.

Pero nuestro antropólogo se equivocaría. No razonamos de ese modo para proteger nuestras instituciones del
colapso que sufrirían ante la presión de una crítica según la lógica; lo hacemos porque aceptamos de forma rutinaria
las actividades de los pilotos de bombarderos y de los automovilistas y ajustamos nuestros razonamientos a esas
rutinas. Este proceso de reelaboración es una característica general de nuestra cultura, e interviene tanto en la
ciencia como en el sentido común.

Todo esto sugiere que los azande piensan de un modo muy parecido al nuestro. Su reticencia a sacar las conclusiones
“lógicas” implícitas en sus creencias es muy parecida a nuestra resistencia a abandonar nuestras creencias de sentido
común o nuestras fructíferas teorías científicas. De hecho, su aparente rechazo a comportarse lógicamente tiene la
misma base que a nosotros nos permite desarrollar estructuras teóricas altamente refinadas. Sus creencias en torno
a la brujería reaccionan ante los mismos imperativos que las nuestras, si bien, por supuesto, esos imperativos actúan
en diferentes grados y direcciones: nuestras inferencias se rodean más frecuentemente de distinciones
justificatorias, guardamos registros más minuciosos de nuestras también más elaboradas negociaciones, y nuestros
archivos almacenan cosas distintas. Pero, con todo, su comportamiento y el nuestro se parecen lo suficiente como
para esforzarnos en trazar una teoría explicativa sobre las reelaboraciones intelectuales que dé razón tanto de los
azande como de los científicos atómicos.

El panorama ofrecido muestra que los azande tienen la misma psicología que nosotros pero instituciones muy
diferentes. Si asociamos la lógica con la psicología del razonamiento, tenderemos a decir que tienen la misma lógica;
si por el contrario, lo asociamos con el marco institucional de pensamiento, nos decantaremos por ver que las dos
culturas tienen lógicas diferentes. La segunda opción sería el reconocimiento de que tanto los factores psicológicos
como los institucionales se ven implicados en el razonamiento. Nuestras tendencias naturales a la inferencia no
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constituyen por sí mismas un sistema ordenado y estable, sino que se necesita algún tipo de estructura impersonal
que trace límites y sitúe cada tendencia en un ámbito propio que la delimite. Dar libre curso (o expresión natural) a
una tendencia es restringir otro tanto las otras; lo que nos obliga a plantearnos el problema de la delimitación y, por
tanto, el de la negación.

Demos un ejemplo. Recordemos la demostración utilizada para probar que la raíz de dos no es un número racional.
Las operaciones que permitían obtener que un número era par e impar alternativamente podían repetirse
indefinidamente. Lo que sucede, de hecho, es que esa conclusión se pone en conflicto con la suposición de que un
número no puede ser a la vez par e impar. El resultado no es ni una confrontación estática ni el rechazo de un
extremo u otro de la oposición, sino que lo que se hace es trazar una distinción. Para los griegos fue la distinción
entre números y magnitudes, para nosotros e la distinción entre número racionales e irracionales.

Las negociaciones crean significados. La conclusión de que la raíz de dos es un número irracional no se descubre
escrutando el contenido de los conceptos que estaban en juego en la negociación: se introduce en la situación para
resolver un problema y por tanto responde a las diferentes fuerzas en presencia. Por eso los griegos construyeron
una respuesta diferente a la nuestra.

La negociación de una demostración en matemáticas. Hacia 1752, Euler se percató de que cuando se toma un sólido
(como un cubo o una pirámide) y se cuenta el número de esquinas o vértices (V), el de aristas (A) y el de caras (C),
resulta que satisfacen la fórmula: V – A + C = 2. A las figuras de este tipo se les llama poliedros y sus caras son
polígonos. Euler pensó que su fórmula era válida para todos los poliedros y, tras comprobarlo en un amplio número
de casos, le pareció adecuado decir que ese resultado era un teorema. Hoy no se concedería el honor de llamar
teorema a un resultado así obtenido, todo lo más se le atribuiría una certeza inductiva o moral: las generalizaciones
inductivas siempre pueden derrumbarse ante un contraejemplo, mientras que un auténtico teorema debe seguirse
de una prueba o demostración.

Cualquier análisis naturalista de las matemáticas debe dar cuenta de la naturaleza de la demostración y del tipo de
certeza que entraña. La imagen que habitualmente se tiene de una demostración es la de que confiere al teorema
una absoluta y definitiva certeza, lo que parece que ponen al teorema fuera del alcance de las teorías socio-
psicológicas.

En 1813, Cauchy propuso una idea que parecía demostrar el teorema de Euler; se centraba en un “experimento
mental” con los poliedros. Imaginemos que éstos están hechos con láminas de goma y que quitamos una de sus
caras. Tendremos una cara menos, por lo que ahora será: V – A + C = 1, suponiendo que aplicamos la fórmula
original. Como se le ha quitado una cara a la figura, podemos imaginar que la abrimos y la extendemos sobre un
plano; el cubo y el prisma pentagonal, por ejemplo, tendrían el aspecto de esta figura (figura de la izquierda).

El paso siguiente de la demostración (figura de la derecha) consiste en trazar las diagonales de las figuras aplanadas,
con loque las superficies se convierten en conjuntos de triángulos. Cada vez que trazamos una diagonal aumenta en
1 el número de aristas (A) y el número de caras (C); cada nueva arista crea una nueva cara. Así, al terminar el proceso
de triangulación, la suma V – A + C sigue siendo 1, pues cada nueva arista (que se resta) se anula con cada nueva cara
(que se suma).

El paso final de la demostración consiste en ir quitando los triángulos uno por uno. Cuando quitamos un triángulo,
como el llamado A en la figura anterior, hacemos desaparecer una arista y una cara, de modo que el valor de la
fórmula sigue siendo 1. Ocurre lo mismo cuando quitamos un triángulo como el B: como ya hemos quitado el
triángulo A, al desaparecer B desaparecen dos aristas, un vértice y una cara, por lo que el valor de la fórmula sigue
siendo el mismo. Así, como cada operación de éstas mantiene la fórmula, puede decirse: si la fórmula de Euler es
válida para el poliedro original, la fórmula V – A + C = 1 debe serlo también para el triángulo que queda cuando se
han suprimido todos los demás. Y como esto es verdad, la fórmula original es cierta.

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La clave de la demostración está en mostrar que la propiedad señalada por Euler es una consecuencia natural del
hecho de que un triángulo tenga tres vértices, tres aristas y una cara. El experimento mental original no era sino una
manera de poder visualizar los poliedros como constituidos por triángulos; visión que se obtiene al extenderlos sobre
un plano y someterlos al proceso de triangulación. El modelo de extensión y triangulación recurre a la experiencia:
dirige la atención hacia elementos de nuestra experiencia, los aísla, y los sumerge en un modo de ver las cosas que
nos es habitual. Así el complejo problema original queda expuesto bajo la forma de un esquema sencillo.

Las demostraciones como esta de Cauchy contradicen abiertamente el consejo de Lord Mansfield, pues al ir dando
razón de su proceso dejan al descubierto el flanco por donde pueden ser atacadas. Quizá no quepa duda de que
algunos poliedros se ajustan a la fórmula de Euler, pero sí la hay de que el razonamiento de Cauchy explique por qué
es así. Por ejemplo, ¿podemos quitar siempre una cara a cualquier poliedro y extenderlo sobre un plano, como
requiere la demostración?; en el proceso de triangulación, ¿siempre aparece una cara por cada nueva arista?;
¿permanece la fórmula invariable cualquiera que sea el triángulo que se suprima? A cada una de estas preguntas se
puede responder negativamente. Cauchy no se dio cuenta de que la supresión de triángulos que se tocan entre sí
debía hacerse con mucho cuidado para que la fórmula pudiera seguir manteniéndose.

La demostración intenta (y parece conseguir) aumentar el carácter necesario del resultado, pero a la vez plantea más
problemas de los que había al comienzo. Esta dialéctica entre las posibilidades nuevas que aportan las ideas en las
que se basa una demostración, por una parte, y los nuevos problemas y objeciones que puede suscitar, por otra
parte, la analiza Lakatos con agudeza.

Lhuilier y Hessel encontraron cada uno una excepción al teorema de Euler y a la demostración de Cauchy. En la figura
de la izquierda se muestra un cubo encajado en otro, pudiendo considerarse que el cubo interior perfila un hueco
dentro del grande.

Una inspección directa del número de caras, aristas y vértices muestra que no satisface el teorema; y tampoco se
presta al experimento mental de Cauchy, pues al suprimir una cara de cualquiera de ambos cubos no se puede
extender sobre el plano la figura resultante. Cuando una demostración se enfrenta a un contraejemplo, el problema
es el de decidir si la demostración no es realmente una demostración o si el contraejemplo no lo es realmente. Si se
supone que las demostraciones establecen la verdad de una proposición, entonces algo debe andar mal con el
contraejemplo. Es verdad que el contraejemplo de los cubos encajados es más complicado que los casos originales
que sugería el teorema, pero también lo es que satisface la definición de poliedro de Legendre: se trata de un sólido
cuyas caras son polígonos. Quizá esta definición esté mal hecha y lo que hubiera debido entenderse por poliedro
fuera una superficie, y no un sólido, con caras poligonales. Ésta fue la definición que propuso Jonquières, y hubiera
descartado el contraejemplo de los cubos encajados, pues forman un sólido y, por tanto, no son un poliedro. El
teorema queda así a salvo, porque trata de poliedros.

También Hessel tuvo una respuesta para esto. Consideremos dos pirámides unidas por el vértice, como en la figura
de la derecha. Se trata de una figura hecha con caras poligonales, pero V – A + C = 3, y tampoco puede aplicársele el
experimento mental de Cauchy, pues no puede extenderse sobre un plano después de haberle quitado una cara.
Puede plantearse la misma pregunta de antes: esta figura, ¿es un poliedro? Möebius en1865, ya había dado una
definición de poliedro que hubiera eliminado este contraejemplo: un poliedro es un sistema de polígonos tal que dos
polígonos comparten una arista y en él siempre se puede pasar de una cara a otra sin pasar por un vértice. Esta
última cláusula descarta a las dos pirámides unidas por el vértice. Ésta última cláusula descarta evidentemente a las
dos pirámides unidas por el vértice. Pero aunque la reelaboración que hace Möebius del significado de poliedro
excluye los ejemplos de Hessel, aún quedan otros que burlan sus defensas, como en la figura 17, que satisface la
definición de Moebius pero no se somete a la demostración de Cauchy pues no puede aplanarse.

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Para responder a esta objeción se estableció que: para los poliedros simples se verifica que V-A+C=2, donde “simple”
significa que puede aplanarse. Pero así no se resuelven todos los problemas: un cubo al que se le coloca otro encima
plantea dificultades. Esta vez el problema no está en aplanarlo sino en el proceso de triangulación (Figura 18). Al
aplanarlos el área sombreada se convierte en un anillo y, al unir los puntos A y B en la triangulación, crece el número
de aristas pero no el de caras, con lo que falla uno de los pasos principales de la demostración. Podría añadir
entonces la cláusula suplementaria para descartar del teorema las figuras que dan origen a este tipo de anillos, con
lo que quedaría: para los poliedros simples cuyas caras también están en conexión simple se verifica V-A+C=2. Y la
historia continuaría.

Todo este proceso se debe a que el teorema empezó siendo una generalización inductiva. Se propone una
demostración y es el mismo hecho de intentar probar que es correcta el que expone la generalización a las críticas.
Los contraejemplos revelan que no estaba claro lo que era un poliedro y se tiene que decidir cuál es el significado del
término “poliedro”, que había quedado indeterminado en la zona de sombra proyectada por los contraejemplos.
Entonces, la demostración y el propio alcance del teorema ya pueden consolidarse gracias a la creación de una
elaborada estructura de definiciones, que tienen su origen en el conflicto surgido entre la demostración y los
contraejemplos. La demostración no se ha llevado a cabo por medio de definiciones, sino que, más bien, su
estructura formal definitiva ha resultado estar en función de los casos particulares que se habían ido considerando
de manera informal. Las definiciones de Lakatos aparecen al final de un proceso matemático, no al principio. No
cabe duda de que ahora sí puede presentarse el teorema como si procediera inexorablemente de las definiciones,
pero esas definiciones no dejan de reflejar las intenciones de quienes las tejieron.

Esta manera de proceder no hace de los teoremas verdades triviales, ni de las demostraciones algo inútil. Lakatos
nos recuerda lo que el consejo de Lord Mansfield pasa por alto: que la idea que orienta una demostración es un
recurso valioso. Cumple un papel parecido al de los modelos físicos de Mill: delimita el intento de comprensión de un
asunto a la luz de cierto modelo, que utiliza para establecer conexiones y analogías. Hay dos formas principales por
las que la idea que rige una demostración funciona como un recurso. En primer lugar, permite anticipar
contraejemplos o crearlos, del mismo modo que un abogado revisa el alegato que acaba de preparar, de cara a
encontrar sus puntos débiles y anticipar las posibles objeciones de su oponente, también puede revisarse así una
demostración. En segundo lugar, lo mismo si vale para demostrar el teorema como si no, la idea que se ensayó en la
demostración sigue existiendo y podrá usarse como guía para trabajos posteriores.

Lakatos pretende mostrar que las matemáticas, como las demás ciencias, proceden por conjeturas y refutaciones. Su
esfuerzo por incluir las matemáticas en la epistemología popperiana manifiesta que quiere disipar ese aura de
perfección estática e inexorable unidad que las rodea. Si hay un enfoque popperiano de las matemáticas, incorporará
las críticas, los desacuerdos y el cambio, y cuanto más radicales mejor. Como en el análisis popperiano de la física y
de la química, no puede haber ninguna certeza absoluta ni considerarse que se ha alcanzado ningún punto final en el
que se habría revelado la esencia de las cosas. Los poliedros carecen de esencia. Desde esta perspectiva, en las
matemáticas no hay esencias lógicas últimas como tampoco hay últimas esencias materiales.

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Para apoyar este enfoque, Lakatos concentra su atención en lo que llama “matemáticas informales”, que son los
sectores de crecimiento que aún no han sido organizados como sistemas deductivos rigurosos. “Formalizar” un
sector de las matemáticas significa presentar sus resultados de manera que se deriven de cierto conjunto de axiomas
enunciados explícitamente. Bajo este ideal de conocimiento matemático es para Lakatos la muerte del pensamiento
auténticamente creador. La formalización oscurece los procesos de innovación matemática y enmascara la
naturaleza real del conocimiento.

El carácter evidente por sí mismo que a veces se le quiere atribuir a los aximoas de los sistemas formales so para
Lakatos meras ilusiones. Si algo es obvio sólo se debe a que no se lo ha sometido a una crítica en profundidad. La
crítica des-trivializa lo trivial y pone de manifiesto lo cuánto damos por supuesto en lo que nos parece evidente por sí
mismo. Ninguna verdad lógica de apariencia sencilla y trivial puede aportar, por tanto, fundamento último alguno al
conocimiento matemático.

Al rechazar la idea de que la auténtica naturaleza de las matemáticas descanse en los sistemas axiomáticos y
formalizados, Lakatos muestra que para él, como para Mill, lo informal tiene prioridad sobre lo formal. Esa imagen de
las matemáticas como conocimiento conjetural encuentra apoyo en el hecho de que el programa de formalización y
axiomatización ha chocado con problemas técnicos graves y quizá insuperables.

Ofrecer una demostración de una proposición matemática es más bien, para Lakatos, como ofrecer una explicación
teórica de un resultado empírico en las ciencias de la naturaleza; las demostraciones explican por qué una
proposición, o un resultado conjetural, es cierta. Como muestra la discusión del teorema de Euler, una demostración
puede refutarse con contraejemplos y recuperarse después reajustando el alcance y los contenidos de las
definiciones y categorizaciones. Algunos casos que parecen quedar explicados con una demostración pueden
explicarse más rotundamente de otra manera e incluso acabar convirtiéndose en contraejemplos. Asimismo, la idea
que rige una demostración y es eficaz en cierto ámbito puede utilizarse otra vez de manera diferente en otro ámbito.
Al igual que las teorías, las demostraciones dotan de ciertos significados a lo que explican. La invención de nuevas
ideas para demostrar algo puede alterar radicalmente el significado de un resultado informal en matemática o en
lógica. Eso es lo que pasaba cuando veíamos que una nueva interpretación del hecho de que dos conjuntos tengan el
mismo número de elementos daban sentido a la idea de que la parte puede ser tan grande como el todo. Pone de
manifiesto que cualquier regla puede reinterpretarse y toda idea puede desarrollarse de maneras nuevas. En
principio, el pensamiento informal puede burlar al pensamiento formal.

La analogía entre una demostración y una explicación o teoría en las ciencias de la naturaleza brinda a Lakatos la
oportunidad de aplicar sus valores popperianos, y con resultados fácilmente predecibles. Los periodos de cambios
rápidos en matemáticas, en los que hay una crítica activa de los fundamentos, se consideran favorables; aquellos
otros periodos en los que las definiciones, axiomas, resultados y demostraciones se dan por hecho aparecen como
periodos de estancamiento. Toda demostración que se considera definitiva corre la suerte de la teoría de Newton en
física: impresionaba tanto a la gente que paralizó su capacidad crítica. Lo que fue un triunfo se conviritió en desastre.

Lakatos considera que los períodos de estancamiento se corresponden con la “ciencia normal” donde ciertos
desarrollos matemáticos y ciertos estilos de razonamiento adquieren la apariencia de verdades eternas. Lo que se
considera lógico es lo que se da por supuesto. En cada momento dado, las matemáticas se desarrollan según (y se
basan en) lo que los matemáticos dan por supuesto: no tienen más fundamento que el social.

Está claro que, según el análisis de Lakatos de las matemáticas, debería poder hacerse algo muy parecido a una
historia “kuhniana” de las matemáticas, en la que se identificarían los paradigmas establecidos para dar cuenta de
los periodos de estabilidad o estancamiento. De hecho, los actuales historiadores es más o menos así como escriben
la historia de las matemáticas, quizá también ellos influidos por el mismo cambio de estilo historiográfico que influyó
en La estructura de las revoluciones científicas.

Esta nueva historia de las matemáticas despliega exactamente las mismas técnicas de estudio que la anterior,
aunque tenga diferentes objetivos: tienen que sintetizar fragmentos incompletos de documentos para reconstruir
una historia coherente de los resultados alcanzados, de los teoremas que se creyeron demostrados o de las
discusiones que nunca acabaron de articularse o zanjarse por completo. Asimismo, también tiene que interpretar,
interpolar, comentar y exponer. Pero los historiadores son ahora más proclives que antes a investigar la integridad
131
de diferentes estilos de trabajo. No deja de construirse, igual que antes, una unidad adyacente; y se siguen haciendo
conjeturas sobres los pensamientos que se ocultan bajo los documentos que los matemáticos dejan tras de sí.

Si la sociología de las matemáticas consiste simplemente en esa manera de escribir la historia, los historiadores de
las matemáticas pueden pretender razonablemente que la sociología del conocimiento es algo que ya están
haciendo ellos. Pero de hecho hace falta algo más, y algo distinto.

¿Qué problemas debe abordar la historia de las matemáticas para ayudar a la sociología del conocimiento? La
respuesta está en que debe ayudar a entender cómo y por qué la gente piensa como realmente piensa, que debe
ayudar a entender cómo se generan los pensamientos y cómo adquieren, conservan y pierden su condición de
conocimientos. Debe arrojar luz sobre cómo nos comportamos, cómo funcionan nuestras cabezas y de qué
naturaleza son las opiniones, las creencias y los juicios. No lo conseguirá si no se esfuerza en mostrar cómo se
construyen las matemáticas a partir de componentes naturalistas: experiencias, procesos mentales, tendencias
naturales, hábitos, patrones de comportamiento e instituciones. Y para ello es necesario ir más allá de un estudio de
los resultados del pensamiento: buscar, tras los productos, los actos mismos de producción.

Lakatos sobre el teorema de Euler, ¿qué proceso subyacente es el que aflora? Pone de relieve un hecho muy
importante sobre los procesos mentales y sociales a saber, que la gente no está gobernada por sus ideas y
conceptos, que son los hombres quienes gobierna a las idead y no al revés. La razón es sencilla: las ideas se
desarrollan gracias a contribuciones activas, se han construido y fabricado de manera que puedan extenderse. Esas
extensiones de sus usos y significados no les son pre-existentes, no están previamente contenidas en los conceptos
como en un embrión. La reflexión o el análisis de un concepto, nunca revelarán los usos correctos o incorrectos que
de él puedan hacerse en una nueva situación. En el teorema de Euler los contraejemplos y la idea central de la
demostración tuvieron que confrontar con el concepto de poliedro. A la hora de enfrentarse con los contraejemplos,
el significado del concepto es algo que sencillamente no existía; no había nada escondido dentro del concepto que
nos obligara a entenderlo, nada que pudiera impulsarnos a decidir qué debía quedar incluido bajo su ámbito y que
debía excluirse.

Esto no quiere decir que no haya ninguna constricción en esos casos. La extensión y reelaboración de conceptos
seguramente están estructuradas por las fuerzas en presencia en el momento de la elección, fuerzas que son
diferentes según el individuo. Consideremos un ejemplo sencillo. A un niño se le enseña una palabra “sombrero” y
aprende a reconocer algunos sombreros. Un día ve una tapa de tetera y la llama sombrero. La extensión que ha
hecho del concepto se basa en el lazo que establece entre el nuevo caso particular y los anteriores sin mediar
ninguna abstracción a la que pudiera llamarse “el significado del concepto sombrero”. El vínculo se establece por
semejanzas y diferencias percibidas. La autoridad paterna censurará rápidamente esa extensión natural del concepto
que había hecho el niño, subrayando que eso no es un auténtico sombrero sino una tapa. La tendencia psicológica
del niño se ve así coartada por un límite de orden social. Más adelante, el niño ve un cubretetera: ¿es una tapa o un
sombrero? La elección (bastante evidente) resultará del conjunto de reacciones suscitadas por la nueva situación. El
primitivo hábito entrará en conflicto con las recientes restricciones: si la cubretetera tiene algún extraño parecido
con un sombrero de su madre, no cabe duda de que eso cerrará el caso, hasta que la voz de la autoridad trace otra
severa distinción.

En este ejemplo no es difícil ver como la extensión de los conceptos surge de los distintos factores que actúan sobre
el niño, y que las experiencias anteriores presionan en un sentido u otro. Se puede apreciar que las extensiones que
sufren los usos de un concepto no se orientan según un pretendido significado real de los mismos, sino más bien por
causa de diversos factores que dependen de la experiencia pasada. Esta perspectiva podría aplicarse a los datos del
ejemplo de Lakatos. El hecho de apreciar el papel creativo de la negociación aumenta la necesidad de una
perspectiva sociológica. Este enfoque destruye el mito de que las ideas trazan el camino que han de seguir los
pensadores, descarta la creencia en que el papel que juegan las ideas en la conducta de la gente excluye las causas
de tipo social, como si esos dos elementos se opusieran.

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