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ÁLVARO BARRIOS: Antonio, la primera vez que yo oí hablar de ti fue hace muchos
años, cuando la galería Belarca todavía pertenecía a Alonso Garcés y quedaba
en la Plaza de las Aguas de Bogotá. En ese edificio vivían algunas personali-
dades, entre ellas Bernardo Salcedo y Manolo Vellojín; varios artistas vivían
en la esquina esa. Una noche, reunidos en el apartamento de uno de ellos, me
mostraron una especie de cuaderno de colegio, donde estaban escritos unos
cuentos fantásticos que tú habías llevado a Salcedo para que los leyera. En
esos días, él tenía una publicación que se llamaba Art-Pía, no sé si la recuer-
das; era como un periódico relacionado con el arte, muy interesante, que se
doblaba en varias partes, donde yo publiqué, por cierto, uno de mis primeros
Grabados populares, con un tema de Supermán. Eran muy enigmáticos
esos cuentos y en ese momento no sabíamos si se trataba de un artista, o de
alguien que más tarde sería un artista conceptual, en fin. Yo quisiera que me
contaras cómo fue el origen de ese contacto con Bernardo Salcedo y si ya en
ese momento tú podrías considerarte un artista conceptual.
ANTONIO CARO: Bueno, yo en esa época estaba terminando bachillerato y, en el
sentido estricto de la palabra, era un muchachito bueno y bobo. No conocía
muchas cosas del mundo, o por lo menos del mundo de ese pequeño edificio.
Recuerdo que llevé a Bernardo Salcedo unos cuentos –a los que yo atribuía
algún valor literario–, para ver si alguna vez me los publicaba en su periódi-
co, que era una especie de poster muy llamativo y muy bonito. En sí, como
periódico, tiene su valor, no sólo en la historia particular de las artes plásticas,
sino también en la de cualquier periodismo informal hecho en Colombia. Para
contestar a tu otra pregunta, creo que más tarde, o por el mismo tiempo, yo
terminaba bachillerato y después seguía a Bellas Artes en Bogotá a estudiar
pintura. Pero lo que sí puedo decir con sinceridad es que ni en mis devaneos
con el arte, ni en mis pretensiones más grandes de entonces, me habría
llamado “artista conceptual”, porque ni siquiera sabía qué podría significar el
término “conceptual” y tampoco me consideraba artista; simplemente estaba
terminando bachillerato y me proponía ingresar a la escuela de arte.
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La obra que obtuvo el Segundo Premio, Comedia, 1965.
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Dictaban clases Marta Traba, Juan Antonio Roda y Luciano Jaramillo. Beatriz González, Luis
Caballero y María Teresa Guerrero pasaban por sus claustros.
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La memoria traiciona a Antonio Caro: la exposición de cajas amarillas de Bernardo Salcedo
tuvo lugar en la galería Marta Traba.
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AC: Bueno, hablemos de Marta un momento, para definirlo claramente. Ella era
todo un personaje. Yo recuerdo que una tía mía, muy convencional, en la
época del escándalo político con respecto a Carlos Lleras y la posición de un
extranjero en Colombia, etc., etc., me decía que lo admirable en Marta Traba
era la presencia; que había un reportaje en el periódico y se le veía mucha
presencia en las fotos. Eso, en algún sentido, yo lo podría decir hoy: si ella
hubiera sido teórica de la música o de cualquier otra disciplina artística, mi
tía estaría diciendo lo mismo y seguro que Marta habría hecho otro escán-
dalo semejante con otros elementos y habría captado el mismo público de
admiradores y de detractores, por la capacidad de ser personaje que ella
tenía. Después tuve dos o tres encuentros casuales con ella, posteriormente
al período, llamémoslo inicial, y cuando un poco la casualidad y algunos
amigos en común nos permitieron encontrarnos algunos minutos muy
simpáticos en la vida. Y lo que sí le debo agradecer es que, aunque ya ella
había terminado su ciclo colombiano, ya estaba un poco lejos del ambiente
nacional, unas tres veces me mencionó de una manera bastante positiva y
por eso ocasionalmente se da el equívoco de que yo estuve cerca de ella,
aunque realmente si nos ponemos a confrontar fechas, cuando yo comen-
zaba, ella salía.
ÁB: ¿Cómo fue tu primera participación en una exposición?
AC: Mi primera salida en público, la que me marcaría o definiría de tal mane-
ra que después tuve que seguir bajo los efectos de ella, fue para el Salón
Nacional de 1970. Yo tenía 20 años hacia esa época –yo cumplo años en
diciembre y los Salones Nacionales son en noviembre–, y presenté una obra
que era el resultado de un probar y un comprobar muchas cosas, y era,
en resumen, la famosa cabeza de Lleras en sal. Esta pieza tuvo el modesto
mérito de mostrar cómo un pequeño fracaso se puede convertir en un
gran éxito; yo elaboré mal la caja de vidrio –o como después comentaron:
“El acuario”–, donde colocaría la cabeza de Lleras. Esa caja de vidrio debía
llenarse con agua, pero tuvo una fisura y el agua se salió por allí. Ese error,
o ese no pensar en todas las consecuencias, me trajo inmediatamente una
gran popularidad porque se convirtió en el chiste del momento en el Salón.
Una periodista, Alegre Levy, al día siguiente reseñó el Salón con base en mi
obra –el incidente sirvió de titular–, y esa pequeña salida en falso se volvió
airosa y muy positiva. Siempre que puedo me gusta decir que esa obra
estuvo (la palabra puede entrar con letras mayúsculas) INSPIRADA en un
cortometraje que realizó Gabriela Samper sobre los últimos artesanos de la
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sal que existieron en Zipaquirá. Porque después de ver esa película sobre la
producción primitiva, rudimentaria, de la sal, yo dije: “Bueno, si ellos hacen
esta cosa, yo puedo hacerlo en un sentido artístico”. En ese momento yo
no manejaba la semántica para decir, como digo hoy, un “sentido” y una
“estructura artística”, pero bueno, de una manera muy intuitiva estaba to-
cando esos niveles. También quisiera decir que yo me considero afortunado,
porque puedo hablar algo de Marta Traba, porque vi algunas cosas de Ga-
briela Samper, porque en algún sentido estoy un poco más cerca a ustedes,
por ejemplo a Bernardo, a Beatriz González, que a los de mi generación.
ÁB: ¿Tú en qué año naciste, Antonio?
AC: En 1950.
ÁB: 1950... Entonces, ¿tú eres de la generación de Ramiro Gómez y de todos los
artistas colombianos de los años setenta?
AC: Sí, pero yo siento que estuve de último en el vagón anterior. Yo siento eso.
ÁB: Bueno, pero volviendo a la obra de sal, ¿finalmente sí se le puso agua y esta
se derramó ahí, en pleno Salón?
AC: Sí. Quedaron unos 15 centímetros de agua, pero lo ideal eran 40 centímetros.
ÁB: Y la cabeza de Lleras se disolvió en el agua.
AC: Sí. Quedaron los lentes, que eran de plástico.
ÁB: ¿Lleras era presidente en esa época?
AC: No, ya era expresidente y yo consulté y ya habían pasado los tres meses
de su fuero como presidente: agosto, septiembre, octubre, noviembre... Yo
conté los días, para no tener problemas.
ÁB: ¿Y qué tipo de problemas pensabas que podías tener?
AC: ¡Pues… era un insulto al presidente!
ÁB: Y ya había pasado lo de Marta Traba, el problema que ella había tenido con
el presidente también.
AC: Sí, claro.
ÁB: Bueno, entonces para esa época, ¿ya tú estabas realizando otras obras con
sal?
AC: Esa fue la primera obra que hice con sal. Aquí debo ser muy franco. Yo
hice la obra intuitivamente, claro que la fui elaborando. Tuve que hacer un
montón de trabajos, más bien físicos. Me recuerdo cargando bultos de sal
y cargando cosas y haciendo hogueras y todo eso. Pero el trabajo mental
mental, eso no existía. Tanto es así que cuando me pusieron la etiqueta
“conceptual”, yo realmente no sabía qué era conceptual y me tragué entera
la etiqueta y dije: “Bueno, me sirve de etiqueta.”
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AC: Yo quiero mencionar esa exposición por varias razones. Primero, porque
a nivel personal fue maravilloso y delicioso y perfecto y además detalles
personales que algún día en mi biografía sí pondré en letras de molde muy
realzadas –en tu libro no van a estar, me los reservo para mi sumario–,
pero lo que sí es significativo, que ahora caigo en cuenta, es que fue en ese
momento cuando por primera vez repetí mis obras. Yo creo que es válido
repetir una obra en diferente contexto, ante diferente público y posterior-
mente lo he hecho instintivamente, tal vez esa ha sido la última constante
en mi “estilo”. Si antes era “meter la pata” y ser estrafalario y chocar o ser
oportunista con el momento, mi “estilo” a partir de entonces fue repetir
la obra en diferentes contextos y por primera vez lo hice en Barranquilla.
Ahora asumo que estaba llegando a algo que ya es una constante mía: si la
obra tiene suficiente validez conceptual, la suficiente fuerza, pues yo creo
que es válido repetirla o representarla en otros lugares. Y eso me permitió
una evolución no tanto a nivel de grandes conceptos, sino de elementos
formales. Evidentemente, la exposición de Barranquilla utilizó otros recur-
sos, como fue revalidar, tal vez un poco gracias a tu apoyo, la fuerza de las
fotocopias –yo no sé si exista alguna en buen estado todavía, pues como
dije, la fotocopia estaba en una etapa muy primaria–, volver a hacer la
silueta y valorar el texto, la misma frase, el mismo elemento gráfico que es
el tigre...
ÁB: Yo no recuerdo bien las fotocopias. ¿Cómo eran?
AC: Creo que tú me regalaste o encontramos un dibujo de un tigre que yo foto-
copié y encima de esa fotocopia reelaboré un dibujo y a su vez, ese dibujo
de un tigre con unas fauces violentísimas fue otra vez fotocopiado y luego
lanzado como una pequeña edición. A la vuelta de un poco más de veinte
años, caigo en cuenta de que en Barranquilla fue el primer punto donde
comencé a repetir mis temas con nuevos aportes a los mismos.
ÁB: Hacia esa época, ya tú tenías un reconocimiento nacional y Ramiro Gómez
apenas empezaba. ¿Hiciste para entonces una buena amistad con él?
AC: Con Ramiro fue empatía, simpatía y amistad de primer momento. Yo creo
que estábamos en una situación muy semejante y nos ayudábamos y nos
juntábamos prácticamente como por necesidad vital; además, era una
época en la que había mucha vitalidad en el ambiente.
ÁB: Bueno, ¿y cuándo empiezas tu primer trabajo sobre Marlboro?
AC: Hacia 1973-1974. Para mí fue un duro golpe en la vida, toda una expe-
riencia: Yo todavía me sentía el niño genio del arte colombiano (así me lo
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AC: Sí, esa exposición era muy ecléctica y eso para mí ¡era muy positivo!
ÁB: Hoy día se llamaría posmoderna.
AC: Había de todo, y eso era muy bueno. De los que estábamos haciendo cosas,
nadie se puede quejar. Lo más raro ya, no en sí de la exposición, fue que
la proyección que se esperaba –por ejemplo, que cada año de esa década
surgiera una estrella que hubiera estado en esa exposición–, no se dio. De
pronto el agua se fue por otro lado y la exposición quedó nadando en seco.
ÁB: Aunque la exposición pareció tener un entierro de tercera, en la galería
Garcés y Velásquez, en su última edición de 1980, hubo obras para recordar:
Miguel Ángel Rojas presentó sus fotos en miniatura de lo que ocurría en el
interior del cine Faenza de Bogotá, Eduardo Hernández forró el pasamanos
de la escalera en grama, etc.
AC: Sí, fue una oportunidad muy bonita y yo creo que fue un problema del arte
colombiano, la ruta que tomó el arte Nacional en los años ochenta.
ÁB: Pero, entonces, ¿qué ocurre en los años ochenta con tu obra?
AC: Bueno, yo inicié un lento proceso de afianzamiento en el maíz, después de
mi regreso del Brasil. Mi tema es el maíz, paso más de cinco años elabo-
rando y reelaborando el maíz; la gente se cansó, se aburrió, pero yo seguía
en eso tercamente. Además de unos magníficos grabados –que de todos
modos son logros en algún sentido–, xilografías y litografías estupendas,
mi gran logro con el maíz son los murales en las paredes públicas, donde
elaboré unas cenefas usando simplemente vinilo negro y brocha común y
corriente. El maíz llegó hasta eso y luego, en un momento dado, trascendí
de algo representativo a algo con un valor simbólico. Se trataba de tomar
un símbolo, apropiárselo y sobre todo usarlo. Eso hice con el maíz, primero
en una galería y a la vuelta de muchos años logré hacerlo exteriormente.
ÁB: ¿Cuál es tu obra más reciente, la de los años noventa?
AC: El Proyecto 500, que es una especie de conferencia que yo acertadamente,
para no pecar de inmodesto, llamé “charla”; charlas de presentación del
Proyecto 500. Lo llamé así porque hacía referencia a los famosos 500 años
del descubrimiento de América. Eso tuvo un comienzo feliz en Medellín,
un pre-estreno primero; grabamos un video y con ese video me presenté al
Salón Nacional, el que hicieron en Medellín en 1987. Allí tuve una mención
de honor y a partir de entonces, durante cinco años, presenté la charla. Esa
charla, al comienzo, era muy deficiente, muy inmadura, fue como una re-
troalimentación con el público, con mis amigos, y a medida que estudiaba,
se fue estructurando y adquiriendo ciertas características teatrales; había,
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pues, una decoración, había un disfraz, etc. que le daban una cierta teatrali-
dad al asunto y lo volvió un poco más ameno que una árida disertación. Yo
con esa obra –para mí es toda una obra; además viví cinco años con ella–,
estuve en sitios muy diferentes, desde jardines infantiles, discotecas, cole-
gios, galerías, museos y universidades, hasta bares de mala muerte; prác-
ticamente estuve en todas partes y tuve mis buenos momentos con ella.
Y me da orgullo decir que llegué a un sitio adonde quería llegar, al Museo
Soto en Ciudad Bolívar; un lugar simbólico para mí, porque Ciudad Bolívar
era la antigua Angostura y yo siempre, en todas mis charlas, hice mención
de ciertas frases de Simón Bolívar en el Congreso de Angostura. Entonces,
logré un sueño dentro de la obra, que era llegar a un lugar importante, de
significación para la misma. Es una obra que infortunadamente todavía no
ha sido registrada por un crítico, y duerme el sueño de los justos.
ÁB: Pero, ¿tú tienes un registro de cómo fue el proceso?
AC: Yo tengo recortes de periódicos, cassettes, y en alguna parte debe haber
hasta un par de cintas de video, porque desde los elementos más precarios
hasta los elementos más suntuosos tuve. En Quito, por ejemplo, fue graba-
da por un equipo profesional de televisión.
ÁB: ¿Y cuál es tu proyecto este año?
AC: Yo me gané una Beca de Colcultura el año pasado [1999], que llegó en el
momento indicado, porque me permitió hacer un rompimiento con mi obra
anterior. Cuando le cuento mi nuevo proyecto a la gente joven, me da risa,
porque les explico: sus abuelitas se burlarán de esta tontería, porque lo que
estoy haciendo ahora es tratar de utilizar el achiote como pigmento; me he
metido en la cosa de la cocina: un poquito de color aquí, otro poco de no sé
qué por allá, otro poco de sí sé cuando; estoy en la búsqueda de elementos
muy naturales para gráficas o dibujos, y el que más he usado, porque me es
más fácil, es el achiote. Después de muchas ideas, digamos, de vanguardia,
estoy en un momento muy peculiar, estoy en la cocina misma de la obra, en
el papel y en el pigmento y además la metáfora es literal, porque yo tengo
que pararme horas y horas enfrente de una olla a revolver este achiote y
sacar el pigmento.
ÁB: Precisamente te quería preguntar, ahora que estás en la cocina de la obra
de arte, ¿cómo nació en ti ese interés por trabajar desde el principio en un
arte basado en elementos no convencionales y ser un artista no convencio-
nal? ¿Cómo surgió en ti esta idea, este placer?
AC: Pues yo creo que eso viene gracias a la academia. En el juego de la acade-
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Maricarmen Ramírez. Blueprints Circuits: Conceptual Art and Politics in Latin America,
Catálogo Latin American Art of the 20th Century, Museum of Modern Art, New York.
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AC: Sí, pero yo creo que debemos llegar a un punto en el que, hasta donde el
posmodernismo lo permita, si llegamos a Panamá estamos bien; si llegamos
a México, magnífico. Si llegamos a París, pues estupendo. Pero nosotros
debemos preocuparnos más bien –si uno es de Barranquilla, digamos–,
por lo que sucede entre nuestra obra y Malambo o Magangué. Sonar en
Magangué debería ser para uno más importante que sonar en Nueva York.
Claro que cuando uno suena en Nueva York ¡tiene dólares! Pero, a pesar de
eso, siguen siendo más importantes Plato y Providencia.