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GRAZIELLA POGOLOTTI
Casa de las Américas, La Habana, Nº40, año VII, enero-febrero de 1967, pp 116-122.
Un día, casi no recuerdo cómo, empecé a ofrecer charlas sobre artes plásticas y, sobre
todo, visitas dirigidas a exposiciones que por aquellos años cincuenta había en La
Habana. De ahí a la reseña, el paso no resultaba muy largo. Así me acerqué a la
crítica, y posiblemente sea por esa razón que haya pensado siempre que quien se
entrega a ese menester tiene muy poco de juez y es, en cambio, un intermediario. ¿Al
servicio de quién? ¿,Del Arte —así, con mayúscula—, de la sociedad, del público? De
todos ellos, porque al fin y al cabo, cuando la historia va desbrozando lo pasajero,
todos estos factores se reúnen y se hacen uno solo.
Pero en definitiva, este intermediario que se instala entre la obra de arte y el público, ha
de ser algo más que un espontáneo, su tarea debe responder a un método, a un
objetivo. Y el hecho cierto es que no ha habido crítica escrita en todos los momentos de
la historia. La aparición de las contadas figuras de la crítica de arte de las que el
hombre conserva memoria se produce en instantes en que a un gran desarrollo
artístico se une la madurez de un estadío determinado del desarrollo de la sociedad.
Así sucede con Vasari, cuando el arte renacentista ha sobrepasado su momento
culminante y la sociedad que lo engendró se encuentra en franca decadencia, todo lo
cual lo convierte en apologista del pasado. Un Diderot, en cambio, señala las pautas
de1 gusto burgués, cuando coexisten y se encuentran en pugna la pintura amoral y
cortesana de Boucher y la sensiblera y moralizante de Greuze, representación de los
nuevos ideales. Por eso, Diderot mira hacia el futuro, y si hoy nos hace sonreír con
harta frecuencia su énfasis admirativo ante el noble conjunto de una familia bien
llevada, podemos seguir compartiendo muchos de sus puntos de vista, y coincidimos
con muchas de sus críticas negativas. Lo importante es que el creador de la crítica de
arte, al comentar los salones de su tiempo, se dirige a un público nuevo, en pleno
desarrollo, que ya no está constituido solamente por coleccionistas, quienes eran en
muchos casos verdaderos dilettanti. Baudelaire aparece en momentos de desencanto,
el cual se va a acentuar con la frustración del movimiento revolucionario de 1848. El
artista aborrece entonces al burgués y toma en cierto modo la contrapartida de lo que
Diderot había preconizado. Por encima de los filisteos, admiradores del arte oficial, se
dirige a los happy few. Pero, si leemos en la actualidad a Vasari como una curiosidad
arqueológica, si en las críticas de Diderot advertimos primordialmente la huella del gran
ideólogo de la burguesía dieciochesca, los comentarios de Baudelaire sobre Delacroix
guardan su frescura original - hay penetración de artista, de creador, y hay
comprensión de los problemas pictóricos-, aunque nos separen de ellos las
concepciones estéticas, muy marcadas por las ideas en boga en su tiempo.
En este punto se me impone, ineludible, el grave problema del método. ¿Cómo se hace
una crítica? ¿Qué es lo que debo buscar en una obra de arte? Para tratar de poner en
claro, en la medida de lo posible, algunas de estas cuestiones tan relacionadas con mi
actividad un poco semiprofesional de crítico, acepté ofrecer, hace algún tiempo, un
curso sobre este tema en la Biblioteca Nacional. No esperaba encontrar una receta
universalmente válida, sino proceder al análisis del método seguido por algunos
maestros del pasado, apuntar algunos problemas, e incitar a los jóvenes a que se
incorporen a un oficio tan poco frecuentado hasta ahora. No creo haber logrado
ninguno de esos objetivos y quizás el mayor provecho se haya derivado de la
obligación impuesta de plantearme sistemáticamente cuestiones relacionadas con una
actividad que llevaba a cabo hasta entonces de una manera empírica. Planta
parasitaria, intermediario, especie humana que no ha existido en todos los momentos
de la historia, el crítico, más que cualquier otro trabajador de la letra, debe renunciar a
los sueños de posteridad. Algunos quedarán para lectura de eruditos; otros, como
ejemplo risible de la falta de comprensión de los contemporáneos ante una gran obra.
El porvenir está reservado para quienes logren elaborar una visión original articulada a
una concepción del mundo, y para los creadores literarios. La primera dificultad se
deriva de un problema de lenguaje. Por eso los poetas son a veces excelentes
intérpretes de un artista por el que sienten afinidad.
Problema que la crítica académica resuelve fácilmente estableciendo el nexo ideal con
una serie de normas preestablecidas y la crítica impresionista elaborando un poema en
prosa, que tiene como punto de partida un cuadro o una escultura. Buena parte de la
crítica contemporánea elude la cuestión con el empleo de un lenguaje abstruso,
variable según las modas sucesivas. El comentarista se dirige en este caso a un
número relativamente estrecho de aficionados, que pueden llegar a constituir un
público de lectores en los países de mayor desarrollo cultural. Y suele suceder que este
lenguaje supuestamente técnico resulte un sistema de señales paralelo que bien poco
añade al conocimiento de la obra artística, algo semejante al que empleaban los
médicos en tiempos de Molière. Sin los recursos de la vieja crítica académica, sin caer
en el empleo de una adjetivación que el uso excesivo ha vaciado de contenido y que,
además, ha sido puesta en crisis por algunas escuelas pictóricas contemporáneas -
¿puede hablarse de un cuadro bello después del expre-sionismo?- el método que me
ha parecido más eficaz para una crítica que pueda tener algún valor como divulgación,
es el de intentar un acercamiento a la obra a través de una descripción que contenga
implícitos, los valores dignos de destacarse. De esa manera, partiendo a veces de un
detalle de composición, una mancha dispuesta en determinado lugar de la tela, existe
la posibilidad, a través de sucesivas profundizaciones, de arribar a una comprensión
más íntima de la obra de arte, que incluya algunos elementos de la concepción del
mundo introducida consciente o inconsciente-mente por el creador. Pero no existe
método universalmente válido, que pueda aplicarse de manera mecánica. El crítico ha
de tratar de conservar esa indispensable actitud de disponibilidad inicial, que muchas
veces, desdichadamente, los años de ejercicio profesional van limando, y que le
permiten aceptar las ofertas de cada nueva exposición, abandonar el camino trillado y
enfrentarse a la obra original adoptando, cuando sea necesario, un enfoque distinto.
Estoy en la Galería de La Habana, en esos blancos salones con sus recovecos, que
me son tan familiares. El día de la inauguración recibí una impresión de conjunto,
algunos cuadros me llamaron la atención, otros me despertaron recuerdos que no pude
precisar en aquel momento. En esta hora poco frecuentada del día no hay visitantes y
puedo andar libremente de un lado a otro. Los mismos cuadros de la vez primera
vuelven a imponerse. Son, a no dudarlo, los puntos culminantes de la exposición. Hay
que tratar de determinar en ellos los recursos que ha empleado el creador, esforzarse
por desmontar el artificio -texturas, composición, color, etc... etc. - y ver luego si ese
mismo artificio aparece en las obras restantes, si se encuentra en él la clave de una
etapa en el trabajo del artista. No siempre, sin embargo, puedo empezar por ahí, y en
la mayor parte de los casos no hay que permanecer en esa fase de análisis puramente
formal de la obra. Cuando Maurice Denis afirmaba que un cuadro, antes que un caballo
de batalla, era una superficie plana recubierta de colores dispuestos en cierto orden,
no pretendió reducir la pintura a simples efectos de mosaico. Pertenecía, por. el
contrario, a una tendencia espiritualista, y sus obras, excesivamente cargadas de
contenido literario, así lo demuestran.
Su llamada al orden resultaba oportuna en una época en que predominaba la tendencia
a limitar la apreciación del cuadro al relato conmovido de la anécdota. La larga y
brillante trayectoria abstracta nos ha acostumbrado un tanto al extremo contrario, y nos
limitamos a advertir texturas, color y, de un tiempo a esta parte, «grafismo» o
«caligrafía». Habría que tomar ahora la frase de Maurice Denis dándole un sentido algo
distinto y decir que un cuadro no es solamente una superficie plana cubierta por
colores dispuestos en cierto orden, y que en la mayor parte de los casos habremos de
descubrir en él, asimismo, un contenido que es el de un individuo, instalado emocional
(sic), una concepción del mundo dentro de una clase social o situado frente a ella, en
un momento determinado de la historia. Podemos apreciar un paciente refugio de
texturas ateniéndonos a una visión casi puramente táctil. Sin embargo, tendencias
recientes, como la nueva figuración y el pop art, exigen otro enfoque.
Defensor militante de todos los miembros de determinada secta, es implacable con los
De ahí la urgencia de formar críticos en Cuba. Casi todo está por hacer, desde el
replanteamiento del significado cabal de la herencia cultural en un país recientemente
liberado como el nuestro, donde la verdadera historia de las artes plásticas comienza
en el siglo XX, en el que además pueden utilizarse todos los recursos de la técnica
moderna para hacer divulgación verdadera, para que la obra de arte pueda sentirse
creación del hombre en su plenitud, como goce de los sentidos, como vía de
conocimiento y como producto de la historia. En tales circunstancias, al crítico se le
exige mayor responsabilidad. Un dictamen inapelable ha de tener ahora más peso.
Pero al mismo tiempo tenemos que librarnos del temor provinciano de perder el último
tren de Nueva York o de París que incita a algunos a defender lo nuevo, sin caer por
ello en el extremo de aferrarnos a viejos esquemas ya superados. Es un trabajo difícil,
que por eso mismo vale la pena. En la Cuba de hoy, el crítico es responsable ante una
sociedad que sostiene con su esfuerzo un movimiento cultural que le es todavía en
gran medida ajeno, pero que le pertenecerá plenamente cuando ese movimiento tenga
raíces más profundas y cuando la gran masa trabajadora supere las lagunas de
educación que persisten como herencia del subdesarrollo. Es responsable también
ante una tradición artística surgida a contrapelo de una sociedad indiferente, hecha a
base del sacrificio personal de los artistas, y que sitúa a Cuba en uno de los primeros
lugares del continente. Tiene una responsabilidad ante los artistas que trabajan ahora
en su país, en lo que a artes plásticas se refiere, ante los cuales se plantean
numerosos problemas de conciencia y sobre quienes repercuten los problemas que
existen en el mundo del arte contemporáneo, donde se suceden escuelas con una
velocidad vertiginosa. Ellos necesitan muchas veces apoyo, estímulo. No han
encontrado todavía su público y vacilan ante el camino a seguir. Cada cual piensa su
poco en la posteridad. Hay que saber a veces renunciar a una frase ingeniosa y
demoledora frente a la obra de quien tantea. Pero el esfuerzo no ha de ser baldío,
convencidos como estamos de que tenemos todas las posibilidades para que se
desarrolle entre nosotros una verdadera cultura socialista, joven, fuerte y moderna.