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El libro aguarda ahí mismo, posado sobre la dura superficie de la mesa del salón,

esperando a que alguien lo coja. Es un libro pequeño, de esos que dicen de bolsillo, de
lomo estrecho y tapa blanda. A su derecha, según se le mira desde el sofá hay un jarrón
que no parece jarrón, de vidrio translúcido, de un color indefinido, como esas camisetas
psicodélicas en las que los colores van degradándose poco a poco hasta convertirse en
otro. Es un jarrón robusto con la base gruesa, ancho y cuadrado que sube recto hacía el
techo. Relleno de guijarros redondeados, algunos grandes como pelotas de tenis, la
mayoría, sin embargo, del tamaño de las canicas infantiles. Nada más hay en la mesa.
Desde donde está Pablo no se puede leer el título del libro. Se ven unas formas rectas
que sabemos son letras, pero que no se alcanzan a leer. El dibujo de la portada es
sencillo; un círculo que ocupa casi toda la página y que cuyo color es el mismo que el
del fondo de la portada, un poco más oscuro, sin borde definido. Una línea negra va
desde el centro del círculo hasta su borde inferior, sigue paralela al borde subiendo por
la izquierda durante un trecho y se vuelve hacia el interior parándose en un lugar
indeterminado. Acercándonos al libro vemos que la línea no es tal sino una sucesión de
rayitas con patas que resultan ser hormigas. Una hilera de hormigas. Solo al ver esa
portada ya dan ganas de tomar el libro entre las manos y abrirlo para descubrir si de
entre sus palabras hay algunas que nos expliquen qué hacen esas hormigas ahí dentro;
cómo han llegado hasta el interior del círculo.
Es lo que le pasó a Pablo cuando vio el libro en una estantería de la librería. No pudo
resistir pagar por él y llevárselo a casa. Y eso que a Pablo esos dibujos geométricos
sencillos nunca le han gustado mucho. Es más de pinturas figurativas, detallistas hasta
el milímetro. También le gustan las estructuras complejas, con cruces de líneas,
bifurcaciones y mezcla de figuras. Pero no las formas simples. A pesar de esa
contradicción estiró el brazo, agarró el libro y, sin casi echar un vistazo a los paratextos,
se lo llevó de la librería metido en un bolsillo del plumífero. Y con el libro ahí metido
salió a hacer los recados que tenía para esa tarde. Fue a esperar a Carmen y después a
tomar algo con unos amigos. Al final del día, una vez en casa, se pusieron la ropa de
casa e hicieron lo mismo que los demás días.
Al cabo de un tiempo, cuando fue a coger de nuevo el plumífero para salir notó el peso
del libro. ¡Ah, el librito! Lo posó sobre la mesa del salón y salió de casa.
Por la noche, ya después de cenar, se sentó en el sofá, cogió el libro y empezó a
hojearlo. Primero las solapas interiores; luego, una página aquí y otra allá. Volvió a
cerrar el libro y a sopesarle entre las manos. Finalmente puso el libro sobre la mesa.
Exactamente en el mismo sitio en el que estaba. Se levantó y empezó a caminar por el
salón adelante y atrás.
—¿Pero, qué haces?— le preguntó Carmen.
—¿No lo ves?— fue su respuesta.
El libro se quedó como un objeto de decoración más. Un día Carmen lo colocó en una
balda de la estantería. Cuando llegó Pablo y no lo vio le preguntó a Carmen por él. Se
acercó a la balda, cogió en libro y, sin más explicaciones, lo volvió a posar sobre la
mesa.
Intrigada por esa extraña adoración Carmen se puso a leer el librito. Con él en las manos
volvió a mirar esa portada tan absorbente. «Esencias» se podía leer en letras no muy
grandes sobre la imagen. Y en la contraportada: «El camino real, sin dudas ni atajos».
Ya con el libro abierto, se vuelve a leer el título en la parte superior de la primera
página, en el medio de la siguiente y en la parte inferior de la tercera. A continuación se
repite la imagen de la portada pero sin hormigas. Le siguen varios círculos del mismo
tamaño, pero de diferentes colores, para terminar la serie con un círculo del color
inicial. En la siguiente página aparece el círculo de nuevo, pero esta vez con una hilera
de diez hormigas. En las siguientes se va alargando la hilera hasta completar el dibujo
de la portada. Y a partir de ahí se repite hasta terminar el libro.
—¿Pero que broma es esta?— preguntó Carmen.
—¿De qué broma hablas?
—Del libro
—¿Qué le pasa?
—¿No ves que no dice nada? Si ni siquiera es bonito. Una monotonía repetitiva y
machacona. ¿Cómo te ha podido afectar tanto?
—¿A mí? Pero si no me ha afectado
—¿Cómo que no?
—Tú deja el libro donde estaba y tengamos la fiesta en paz— zanjó con firme suavidad
Pablo mientras se levanta y camina hasta la ventana.
Carmen posa el libro sobre la mesa, a lado del jarrón relleno de guijarros. Mira a su
marido con un poquito de aprensión. Coje el mando de la tele, la enciende y se pone a
verla. Al poco se acerca a Pablo, le da un beso de buenas noches y se va la cama.

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