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CENSES - GUATEMALA

Centro Salesiano de Estudios Superiores


Julio-Octubre de 2020

CURSO SOBRE EL SACRAMENTO DEL ORDEN SACERDOTAL

I.- TEOLOGÍA FUNDAMENTAL DE LOS MINISTERIOS1

1.1.- ¿No tiene la Iglesia católica pretensiones desmedidas?


La comunidad que anuncia el evangelio está organizada en torno a un servicio ministerial
bastante estructurado, ligado al gesto sacramental de la imposición de manos que pretende
garantizar su legitimidad y su continuidad con el ministerio de los apóstoles. Se presentan como
necesarios para la existencia de la comunidad misma como Iglesia de Cristo. Este modo de
presentarse no es en sí evidente, sino que hay quienes lo ponen en discusión.
Está claro que el ministerio no es uno de los contenidos del kerigma y que no se encuentra
entre los enunciados del símbolo, pero el kerigma es anunciado por una comunidad que se agrupa
en torno a un organismo anunciador que pretende representar el indispensable hilo conductor
que enlaza con el primer anuncio, fundamental, que surgió de labios de los apóstoles.
Es exigencia de la cultura moderna la de una relación con Dios entendida en la libertad, en
la individualidad personal de la conciencia, para la que cualquier elemento intermedio es
considerado como un intolerable intruso.
El estudio de los ministerios nos llevará, en el fondo, a analizar la naturaleza misma del
creer cristiano que consiste en acoger a un Cristo venido "en la carne". Se trata, la nuestra, de una
fe que está condicionada por la historia de Jesús de Nazaret, por el mensaje histórico de los
apóstoles que anunciaron su resurrección, por la historia de la comunidad de fe que mantiene en
una comunicación vital, los acontecimientos de hoy y del mañana con el acontecimiento original
de donde ella nació. Es en este contexto amplio donde debe encontrar fundamentación el
problema del ministerio.

1.2.- Consecuencias de un Cristo venido en "carne".


Si por un lado fue característico del cristianismo el resurgir de la conciencia individual en la
opción personal de fe cuando era el pueblo, con sus vínculos étnicos e históricos, el que establecía
su pacto con la divinidad, por otro lado, la encarnación del Verbo constituye el centro de un tipo
de coloquio con Dios que pasa a través de unas peripecias históricas para envolver en la propuesta
de salvación a toda la historia. Nada tiene sentido en la fe si no pasa a través de la profundidad de
la conciencia individual, pero esta conciencia debe entrelazar su discurso con el de los demás y
debe mediarlo en el filtro de los acontecimientos, de los hechos, de los signos, de la palabra, del
símbolo, de las cosas, del espacio y del tiempo.
La propuesta cristiana de la fe nos presenta a un Cristo "en la carne", como Palabra de
Dios hecho hombre en la historia, con una vida histórica concreta. Ese Cristo viene propuesto en el
testimonio de los apóstoles, de quienes lo vieron y palparon con sus manos y cuya palabra es
indispensable para alcanzar a Cristo "en la carne". Es presentado también por unos textos escritos,
"canónicos", como documento normativo para quien desee captar su testimonio tal como fue. La
propuesta cristiana de la fe es también la experiencia vivida en la comunidad de los creyentes, que
vive el mensaje bajo la norma de la Escritura y en torno al ministerio de algunos que en ella tienen
1
DIANICH S., "Ministerio", en Diccionario Teológico interdisciplinar (III), Sígueme, Salamanca 1986, pp. 515-
527.

1
el don y la tarea de garantizar la continuidad y la autenticidad apostólica de la experiencia de
Cristo que ella está viviendo y manifestando. ¿No son, éstos, intrusos y mediaciones ilegítimas en
el discurso entre la conciencia y Dios?
Ante todo, hay que decir que, si alguno de estos elementos fuese rechazado por
semejante cuestión de principio, todos podrían ser rechazados de la misma manera. Lo mismo que
el ministerio puede parecer un intermediario ilegítimo, también puede parecerlo la comunidad, y
también la Escritura que en el fondo no es más que un documento de la comunidad apostólica, y
lo mismo, finalmente, la vida humana de Cristo.
La revelación es el brotar, en la ambigüedad de la historia, de un acontecimiento divino: la
encarnación del Verbo. Por consiguiente, la conciencia individual, en la búsqueda de su diálogo
con Dios, debe referirse a ese acontecimiento único, revelación para toda la historia y criterio para
descubrir sus verdaderos significados. El diálogo de la fe entra en relación con Dios en el
encuentro con todo aquello que pone en contacto con ese acontecimiento. La comunidad es su
portadora histórica, el lugar donde está la referencia al primer testimonio auténtico del
acontecimiento, el testimonio de los apóstoles. Y existen dos instrumentos de conexión con ese
testimonio, uno es estático y documental, la Escritura, y otro dinámico y personalista, el
ministerio.
En este cuadro general puede comprenderse por qué el creyente, que encuentra a Dios en
Cristo y a Cristo en la Iglesia, recibe el anuncio de Cristo de otro hombre, puede y debe encontrar
en él alimento y orientación para su fe, va a confesar ante él sus pecados y sólo con él celebra en
la Iglesia la Eucaristía.
Cristo es el acontecimiento que hay que alcanzar. La Escritura existe para eso, pero es un
instrumento cristalizado de la experiencia viva de los apóstoles. Entonces junto a la Escritura hay
en la Iglesia esa línea viva y personalista de comunicación del acontecimiento que es el ministerio
de la sucesión apostólica.
La propuesta de Cristo atraviesa los siglos por medio de personas vivas que tienen una
experiencia de él y la comunican a los demás. Todos los cristianos lo hacen en la Iglesia. Los
ministros de la Iglesia lo hacen con un carisma sacramental particular, destinado a garantizar a la
Iglesia la superación de posibles subjetivismos arbitrarios, a través del don de la continuidad con la
experiencia apostólica.

1.3.- La cuestión neotestamentaria.


No resulta fácil buscar en el NT una suficiente fundamentación del ministerio como lo
entiende la tradición católica, esto es, como una institución consagrada por el sacramento del
Orden, dirigida a dar a la Iglesia una predicación auténtica del evangelio hasta la infalibilidad del
magisterio, una cura pastoral hasta la autoridad de la jurisdicción y un servicio cultual hasta el
poder de consagrar la Eucaristía.
a) El nuevo sacerdocio.
Existe en todas partes una tradición cultural que prevé en la distribución de funciones
sociales un servicio de carácter religioso, que se configura siempre como una función de
mediación entre el pueblo y el mundo de las potencias superiores. En nuestro mundo cristiano
esta mediación es sentida en dependencia con los modelos típicos del judaísmo y del ambiente
helenista, o sea, en relación con el templo, el altar y el rito del sacrificio. Pero esta relación entre el
sacerdote cristiano que celebra la Eucaristía y el sacerdote del templo de Jerusalén queda
interrumpida evidentemente en el NT. Jesús hace una violenta crítica contra el templo. El nuevo
templo es el cuerpo de Jesús (Jn 2,19-21: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré.
Cuarenta y seis años han tardado en construir este santuario ¿y tú lo vas a levantar en tres días?
Pero él hablaba del santuario de su cuerpo”; Jn 4,19-24: “Dijo la samaritana: nuestros padres

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adoraron en este monte y vosotros decís que Jerusalén es el lugar donde se debe adorar. Jesús le
dice: Créeme mujer que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre…
Llega la hora, y ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu
y en verdad”). La muerte de Cristo sustituye a los sacrificios del templo (la cortina del templo se
rasga cuando él muere). La carta a los Hebreos expone el sentido de un sacerdocio que consiste en
una vocación a ayudar a los hombres en sus relaciones con Dios y cuya función radica en "ofrecer
dones y sacrificios por los pecados" (Hb 5,1). Pero los ritos sacrificiales queridos por la ley no
podían por sí mismos alcanzar su objetivo; sólo expresaban una aspiración del corazón humano.
En efecto, se declara a Jesús sacerdote de una manera totalmente nueva. Él no tiene su origen en
una estirpe sacerdotal. Se le relaciona con Melquisedec, aquel sacerdote misterioso privado de
genealogía ante quien se inclina el propio Abrahán, rey de justicia y de paz (Hb 7,1-10).
Efectivamente, Jesús suprime el viejo culto para sustituirlo con su propia vida, ofrecida al Padre en
el pleno cumplimiento de su voluntad (Heb10,4-10: “Sacrificios y oblación no quisiste; pero me has
formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He
aquí que vengo –pues de mí está escrito en el rollo del libro- para hacer, oh, Dios tu voluntad!… Y
en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del
cuerpo de Jesucristo”).
Lo que el creyente buscaba en los sacrificios, su aspiración a la comunión con Dios, ahora
encuentra su cumplimiento en la persona, vida y muerte de Cristo; en la definitiva comunión con
Dios realizada en su resurrección y ascensión al Padre (Hb 9,24-26: “Pues no penetró Cristo en un
santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el
acatamiento de Dios a favor nuestro, y no para ofrecerse a sí mismo repetidas veces al modo
como el Sumo Sacerdote entra cada año en el santuario con sangre ajena. Para ello habría tenido
que sufrir muchas veces desde la creación del mundo. Sino que se ha manifestado ahora una sola
vez, en la plenitud de los tiempos, para la destrucción del pecado mediante su sacrificio”; Hb
10,11-14: “Y, ciertamente todo sacerdote está en pie, día tras día, oficiando y ofreciendo
reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar pecados. Él, por el contrario,
habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre,
esperando desde entonces hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies. En
efecto, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados”).
Por eso, si en el NT se sigue hablando de sacerdocio, de sacrificio y de templo, estas
palabras se refieren a la comunidad cristiana, animada por el Espíritu, que ofrece cada día a Dios
sus propias alabanzas y buenas acciones como sacrificio agradable a sus ojos (1Cor 3,16: “¿No
sabéis que sois santuarios de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”; Ef 2,19-22: “Ya no
sois extraños sino familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles, siendo la
piedra angular Cristo en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo
santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser
morada de Dios en el Espíritu”; 1Pe 2,4-10). Si el apóstol Pablo se siente un sacerdote es porque
construye con su predicación aquella comunidad cristiana que, en la fe, hace de su vida un
sacrificio ofrecido a Dios (Rm 15,15s: “Soy para los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el
sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada
por el Espíritu Santo”).
El NT no permite fundamentar la existencia de un ministerio sacerdotal en la línea del
sacerdocio pagano o veterotestamentario. El ministerio cristiano que se consagra con el
sacramento del orden tendrá que fundamentarse sobre bases nuevas y distintas y dará a su
existencia otras formas, proporcionadas a las auténticas motivaciones en que se basa.
b) La estructura carismática de la Iglesia.

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Corazón del evangelio es la alegre nueva de una salvación que viene de la fe y no de las
obras de la ley. El Espíritu habita ahora en los creyentes que de esta manera están unidos a Cristo,
participando del sacrificio de su muerte, de la esperanza de su resurrección, capaces de la
verdadera oración filial y herederos de la gloria futura (Rm 8). Y "cada uno recibe el don de
manifestar el Espíritu con vistas al bien de todos" (1Cor 12,7). Por tanto, si el Espíritu anima a todo
el cuerpo de la Iglesia y distribuye a cada uno dones diversos de forma que cada cristiano rinda a
sus hermanos su propio servicio para la edificación da la comunidad cristiana, es natural que la
Iglesia viva en plenitud su comunión con Dios sin necesidad de particulares categorías de personas
que hagan de mediadores entre ella y la divinidad. Es difícil pensar que la fuerza del Espíritu pueda
estar de alguna manera encuadrada en estructuras. ¿No sería volver de la libertad del Espíritu a la
esclavitud de la ley? (Lutero).
En la parte indudablemente auténtica del epistolario paulino no se conoce ninguna
institución de un ministerio propio y verdadero. Parece que Corinto es ejemplo evidente de una
Iglesia exclusivamente carismática en donde todo servicio y toda la organización de la comunidad
dependería exclusivamente del florecimiento espontáneo de los dones del Espíritu.
Por el contrario, otros textos menos antiguos (Hch, cartas pastorales) atestiguan la
exigencia de buscarse ministros instituidos de manera estable, designados mediante el rito de la
imposición de manos, para la dirección espiritual de la comunidad. ¿Qué significa esto?
- ¿Será que todas estas formas son válidas y pueden convivir simultáneamente?
- ¿Será que ya empieza una corrupción (protocatolicismo) del primitivo espíritu en la
misma Escritura y que hay que discriminar los textos?
- ¿Habrá que preferir entonces la situación reflejada por los textos más antiguos y desechar
los tardíos?
No. Todo el NT es, igualmente, inspirado, canónico y apostólico; igualmente normativo
para la fe de las generaciones sucesivas de la Iglesia. Pero un criterio de lectura que sí hay que
tener muy en cuenta es la relación que tiene un texto con el corazón del evangelio que es el
contenido esencial de kerigma apostólico primitivo. Siguiendo este criterio parece necesario
hablar de la estructura carismática como la estructura fundamental de la Iglesia. Entonces hay que
entender el sentido de los ministerios, cuya institución demuestra también el NT, dentro del
ámbito y sobre la base de la estructura carismática. El ministerio no puede nunca ser concebido
como un organismo que posee el Espíritu frente a un pueblo pasivo. Se trata de comprender el
ministerio como uno de los dones que el Espíritu hace a la Iglesia, a fin de que la comunidad,
animada por el Espíritu, no carezca de cierto servicio que el ministerio tendrá que hacerle con su
don específico.
c) Tradición y ministerio.
Los Hch atribuyen a Pablo, junto con Bernabé, la institución de presbíteros en cada una de
las Iglesias en el momento de despedirse de ellas (14,21-23: “Designaron presbíteros en cada
Iglesia y después de hacer oración con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían
creído”). En el cap. 15 nos muestra a los presbíteros como responsables junto a los apóstoles, de
las célebres decisiones del "concilio" de Jerusalén. En 1Tm se atestigua la existencia de un
presbiterio que impone las manos a Timoteo (4,14: “No descuides el carisma que hay en ti que se
te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de
presbíteros”) y en el que se manifiestan varias funciones, como presidir y dedicarse a la palabra y a
la enseñanza (1Tm 5,17: “Los presbíteros que ejercen bien su cargo merecen doble remuneración,
principalmente los que se afanan en la predicación y en la enseñanza”). La carta a Tito recomienda
que haya presbíteros en todas las ciudades (ver 1Pe 5,1-4; Sant 5,14). La función de estos
presbíteros u obispos es en sentido genérico la pastoral, o sea, la de guiar y custodiar a las jóvenes
comunidades cristianas. En Hch 20 Pablo parece que entrega el mensaje y las iglesias a estas

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personas, haciéndolas responsables de su futuro. Este es el elemento que domina en las cartas
pastorales. Se trata del peligro que procede de los "lobos rapaces", hombres de "palabras
perversas" que intentarán arrastrar tras de sí a los discípulos (Hch 20,29: “Yo sé que después de mi
partida se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño”). Los lobos son
los falsos profetas y Timoteo recibe la misión de proteger a los creyentes, de estos que pretenden
apartar de la verdad y de la sana doctrina (1Tm 4,1-5: “En los últimos tiempos algunos apostatarán
de la fe entregándose a espíritus engañadores y a doctrinas diabólicas, por la hipocresía de
embaucadores…”). Por consiguiente, hay que decir que la institución de los presbíteros está ligada
a la exigencia especial que siente la Iglesia, al final de la época apostólica, de conservarse siempre
fiel al mensaje original del que ha nacido. Por eso la tarea de la palabra y de la enseñanza es la que
se cita como la más importante en el quehacer de los presbíteros (1Tm 5,17).
El conjunto del mensaje apostólico es entendido como un "depósito" que hay que guardar
y transmitir con fidelidad (1Tm 6,20: Timoteo, guarda el depósito”; 2Tm 1,12-14). Se recomienda
transmitir el mensaje recibido a hombres fieles capaces de instruir a su vez a los demás (2Tm 2,1s:
“Tú, pues, hijo mío, mantente fuerte en la gracia de Cristo Jesús; y cuanto me has oído en
presencia de muchos testigos confíalo a hombres fieles, que sean capaces, a su vez, de instruir a
otros”).
Se tiene de este modo un cuadro de conjunto en el que, sin olvidar que el Señor y la
Palabra siguen siendo la fuerza que edifica la Iglesia, ésta se ve dotada de un ministerio que tiene
que garantizarle la fidelidad a ese mensaje apostólico de donde ha nacido y que ahora es
considerado como un "depósito" que se debe transmitir a las futuras generaciones sin permitir
que nadie lo altere.
No se puede negar que esta idea de la exigencia vital para la Iglesia de permanecer fiel a su
origen de donde nacerá el ministerio está ya presente en Pablo . Es la "tradición" sentida
espontánea y vitalmente como elemento fundamental de una continuidad que vincula la fe de la
comunidad al acontecimiento y a su anuncio original y, al mismo tiempo, sostiene la unidad de las
iglesias esparcidas por el mundo. La novedad que se verifica en la llamada "tercera generación
cristiana" consiste en que la tradición se convierte en un dato reflejo, se miden ya las distancias
respecto al origen de manera explícita y, dibujando con claridad la imagen de los apóstoles, la
Iglesia se compara con ellos y busca los criterios para distinguir entre la falsa y verdadera doctrina
para dar formas determinadas a su constitución, a su disciplina y a su organización.
Sólo así, superando la tentación de un kerigmatismo restringido, espiritualizante e
individualista, vive la Iglesia en su continuidad, estable como una casa fundada sobre la roca,
guardiana y juez de lo que está en conformidad y de lo que está en contra del evangelio, hasta el
punto de atar y desatar, con una sentencia válida, en la economía del reino de los cielos. Este
poder de la Iglesia se le asigna de manera especial al apóstol Pedro, hasta la atrevida imagen que
lo pinta en posesión de las llaves del reino. El ministerio del apóstol deberá ser la garantía de la
solidez y de la continuidad de la Iglesia en la historia (Mt 18,15-20: “Si hasta a la comunidad
desoye, sea para ti como el gentil y el publicano. Lo que atéis en la tierra quedará atado en el
cielo”; 16,13-20: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra…”). La preocupación de Mateo es la misma
que, en Hch y las cartas pastorales, lleva a la institución del ministerio de los presbíteros,
destinados por el don del Espíritu a guardar el depósito y guiar a las iglesias en la fidelidad al
mensaje original de donde ha nacido.

1.4.- Apostolicidad y sucesión.


La investigación bíblica desarrollada nos da dos puntos de referencia: la tradición como
valor y el ministerio como instrumento a su servicio. La tradición es una realidad en virtud de la
cual la Iglesia siente que vive de aquel único evangelio que anunciaron los apóstoles y que la

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arraiga en la misma vida terrena de Cristo. Cuando los apóstoles desaparecen de la escena, la
confrontación con el Cristo que ellos conocieron en su vida terrena y anunciaron como Señor
resucitado, se convierte en gracia y tarea de algunos ministros designados expresamente con la
imposición de manos, los cuales procurarán que las iglesias confiadas a ellos permanezcan fieles al
"depósito" recibido y lo transmitan intacto a las generaciones futuras.
Así, mientras que la tarea de los apóstoles era el testimonio directo y la fundación de la
Iglesia, la institución de los ministros está decididamente proyectada hacia el futuro (2Tim 2,2:
“Cuanto me has oído en presencia de muchos testigos confíalo a hombres fieles, que sean
capaces, a su vez, de instruir a otros”). Sobre esta base que muestra al ministerio destinado a la
preocupación por la futura fidelidad de la Iglesia, se desarrollará rápidamente una teología de la
sucesión; la continuidad del ministerio (concentrado pronto en la figura de un obispo, cabeza de
cada Iglesia), continuidad que se muestra evidente en la cadena que une a los obispos con sus
predecesores hasta llegar a los apóstoles, se presenta como la garantía de la ortodoxia, esto es, de
la fidelidad al mensaje original. Con Ireneo (ha. 175), se llega al uso explícito de las listas de
sucesión episcopal como demostración de la autenticidad de la fe católica contra doctrinas
heréticas que pretendían apelar a la enseñanza de los apóstoles, pero que no podían ofrecer el
testimonio de una cadena que los uniese claramente con los mismos apóstoles.
El Espíritu es el autor de la fe de la Iglesia. Pero se trata de fe en el Cristo que los apóstoles
han conocido y atestiguado (1Cor 3,11: “Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto,
Jesucristo”). La fe de la Iglesia no consiste en un encuentro puramente interior y exclusivamente
personal con un Cristo que no sea aquel mismo Jesús que vivió en la carne y cuya vida histórica se
narra en los evangelios. El acceso a ese Jesús no es posible sin pasar a través del testimonio de los
que estuvieron con él y fueron testigos de su resurrección. Esta apostolicidad esencial del mensaje
es el corazón del sentido mismo de la tradición, condición vital de la existencia de la Iglesia. Por
eso la Iglesia pos-apostólica se negó a hacer de la propia experiencia de Cristo la norma de la fe y
se apoyó rigurosamente en los escritos que atestiguan la experiencia de Cristo de la Iglesia
apostólica, haciendo de ellos el canon de su propia fe y de la fe de las generaciones futuras. La
Escritura, en su fijeza de testimonio escrito será siempre el instrumento primario de la
confrontación entre la Iglesia de todos los tiempos y la fe apostólica. Pero el escrito canónico no
puede agotar la amplitud de la vitalidad de la tradición (lo que había sido un contacto personal,
vivo y dinámico con Cristo en los apóstoles y la comunicación de esa experiencia en la Iglesia
naciente). Por eso la misma Escritura canónica atestigua la institución en la Iglesia apostólica de un
ministerio personal y vivo para la transmisión y la custodia del mensaje. El ministerio de la
sucesión apostólica tiene que proporcionar a la Iglesia de todos los tiempos, en virtud de su
carisma específico, de manera personal y dinámica, siempre nueva e inserta en la evolución de la
historia, ese su arraigo en el mensaje de los apóstoles, del que la Escritura nos ofrece un
testimonio estático de tipo documental, impersonal y permanente.
La Iglesia es una comunidad de personas que se constituye en torno al anuncio del
evangelio para aquella profunda comunión interpersonal que se crea en la comunicación recíproca
de la experiencia de Cristo. En esta viva y compleja red de intercambios animados por el Espíritu,
en la definitiva variedad de sus dones, el carisma de los ministros ordenados consiste en hacer
sonar una palabra que comunica una experiencia de Cristo, no sólo personalmente vivida con
sinceridad y profundidad sino también carismáticamente capaz de fundamentar la fe de la
comunidad en su único seguro fundamento que es la palabra apostólica.
La tarea de los ministros es fundamentalmente distinta a la de los apóstoles. Ésta fue
esencialmente una misión no trasmisible en cuanto que consistía en anunciar un mensaje
fundador y normativo de la fe futura. Los ministros, en cambio, tratan de llevar un mensaje

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sometido ya a la norma del kerigma original y sometido al control de su instrumento canónico que
es la Escritura.
Se puede y se debe hablar de sucesión apostólica ante todo porque se trata de un
ministerio que existe esencialmente para asegurar a la Iglesia la continuidad de aquella tradición
que la asienta vitalmente en el mensaje de los apóstoles. Además, se llama "apostólica" porque el
ministerio nace efectivamente en la Iglesia de los apóstoles y, podemos decir también, que nace
por voluntad de los apóstoles.
No se puede negar, con todo, que sigue siendo oscuro el paso de un ministerio, entendido
globalmente, a su división en los grados de obispo, presbíteros y diáconos y a su concentración en
la figura del obispo. Pero la sucesión apostólica tiene su sentido en el contexto vital de la
comunidad que reconoce y acoge en su experiencia concreta y cotidiana de vida cristiana el
carisma de sus ministros. El ministerio, aun en la validez de su carisma y en la continuidad de la
sucesión, no tendría ningún sentido ni consistencia si no fuera acogido, insertado y recibido en la
comunidad. Ésta a su vez mide su fidelidad a través del instrumento del ministerio y de la
continuidad de su sucesión apostólica.

II.- LA RAZÓN HISTÓRICA DE LOS MINISTERIOS

Vamos a partir de una concreta hipótesis de trabajo: es posible detectar en el NT un


motivo bastante preciso por el que, en un determinado momento, nace el ministerio del Orden.
Este motivo de naturaleza histórica, puede ser también la razón formal que justifique y explique
todas las componentes del ministerio mismo. Hay que remontarse a la "razón histórica", al
acontecimiento salvífico originario y a las fuentes normativas de la fe para no asumir categorías
puramente culturales y contingentes en el entendimiento del ministerio.
El surgir del ministerio en el NT debe relacionarse con el fenómeno más amplio de la
designación de algunas personas, por parte de la Iglesia, para una tarea específica en la misma
Iglesia. Se trata de algo nuevo y singular respecto a la vocación del Apóstol, llamado por Jesús
mismo durante su vida terrena o después de la resurrección. Y es también una novedad en
relación con los otros carismas suscitados libremente por el Espíritu. Es el caso de Matías, llamado
por la Iglesia a suceder a Judas (Hch 1,15-26: “Conviene que de entre los hombres que anduvieron
con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de
Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su
resurrección…”); de los siete colaboradores de los apóstoles (Hch 6,1-6: “Al multiplicarse los
discípulos, hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas.
Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: ‘No parece bien que nosotros
abandonemos la Palabra por servir a las mesas. Por tanto buscad a siente hombres de buena
fama…’”); de Bernabé y Saulo, a quienes algunos profetas y maestros de Antioquía envían en
misión, imponiéndoles las manos (Hch 13,1-3: “Mientras estaban celebrando el culto del Señor y
ayunando, dijo el Espíritu Santo: ‘Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he
llamado’”); de Timoteo, designado por intervención de profetas y con la imposición de manos de
los "presbíteros" o del mismo Pablo (1Tim 4,14: “No descuides el carisma que hay en ti, que se te
comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de
presbíteros”; 2Tim 1,6: “Por esto te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por
la imposición de mis manos”). En todos estos casos no se trata nunca de designaciones
eclesiásticas de tipo puramente organizativo o jurídico: se invoca al Espíritu, se hace el gesto de

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imposición de manos y, finalmente, la acción se atribuye siempre al Espíritu Santo. Al mismo
tiempo hay una intervención efectiva de la Iglesia, como si el Espíritu Santo actuase por su medio.
Pero, en tanto que los casos mencionados no tienen sucesión, de la designación de los
"presbíteros" deriva una institución propiamente dicha. Hch 14,23 y Tit 1,5 hacen constar
explícitamente la intención de constituir en cada Iglesia, para completar su organización, la
institución de los presbíteros (“Designaron presbíteros en cada Iglesia y después de hacer oración
con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído”. “El motivo de haberte dejado en
Creta, fue para que acabaras de organizar lo que faltaba y establecieras presbíteros en cada
ciudad, como yo te ordené”). También esta designación va acompañada de imposición de manos
(1Tim 5,22: “No te precipites en imponer a nadie las manos, no te hagas partícipe de los pecados
ajenos”), gesto que indica el don del Espíritu. Estos presbíteros (que aparecen como sinónimos de
los "epíscopos" en Hch 20,28 y Tit 1,7 (“Tened cuidado de vosotros y de toda la g rey, en medio de
la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios”. “Porque el
epíscopo, como administrador de Dios, debe ser irreprochable”), y que parece están asistidos, con
una función distinta pero no suficientemente determinada, por los "diáconos": Flp 1,1: “Pablo y
Timoteo a todos los santos den Cristo que están en Filipos, con los epíscopos y diáconos”; 1Tim
3,8.12-13: “También los diáconos deben ser dignos…” “Los diáconos sean casados una sola vez…
Porque los que ejercen bien el diaconado alcanzan un puesto honroso…”), aparecen en la Iglesia
de Jerusalén al lado de los apóstoles, protagonistas junto con ellos de las importantes decisiones
en torno a la obligación de observar la ley mosaica (Hch 15,2.4.6.22.23: “Decidieron que Pablo y
Bernabé y algunos de ellos subieran a Jerusalén, donde los apóstoles y presbíteros, para tratar
esta cuestión… Llegados a Jerusalén fueron recibidos por la Iglesia y por los apóstoles y
presbíteros… Se reunieron entonces los apóstoles y presbíteros para tratar este asunto”.
“Entonces decidieron los apóstoles y presbíteros, de acuerdo con toda la Iglesia, elegir a algunos
hombres… Por su medio les enviaron esta carta: ‘Los apóstoles y los presbíteros, saludan a los
hermanos…”).
Pero el pasaje que describe más ampliamente su función es el célebre discurso de Pablo
en Hch 20,17-32. La primera parte del discurso relaciona la institución de los presbíteros con las
preocupaciones del apóstol por el futuro de la Iglesia, ya que él se siente próximo a la muerte.
Pablo recuerda su amor a la Iglesia, todo lo que ha llorado y sufrido por ella, y la fidelidad con que
le ha transmitido íntegramente el evangelio. Sobre esta base se funda la tarea de los presbíteros:
ser los pastores de esta Iglesia, custodiarla, defenderla de los "lobos rapaces", hombres de
doctrinas perversas que crean división entre los fieles. Finalmente, la fuerza divina a la que quedan
confiados los presbíteros es el poder de la palabra que construye y mantiene a la Iglesia. La
exhortación con que se despide de ellos es una invitación a ser desinteresados, a saber sufrir por
los demás, a preferir dar a recibir.
En 1Tim 5,17 la misión de los presbíteros resulta ser la presidencia de la Iglesia, misión
importante, sobre todo cuando va acompañada de la predicación y la enseñanza (Los presbíteros
que ejercen bien su cargo merecen doble remuneración, principalmente los que se afanan en la
predicación y en la enseñanza”). Tit 1,7 y 1Pe 5,1-4 contienen exhortaciones morales sobre la
función de los presbíteros, que deben ser prudentes, bondadosos y no pastores autoritarios de las
Iglesias.
Dentro de esta misión de custodia y guía de las Iglesias, encontramos en 2Tim 2,2 una
indicación bastante más concreta; se trata de la fidelidad a la tradición: "Lo que me oíste a mí en
presencia de muchos testigos encomiéndalo a hombres de fiar, capaces a su vez de enseñar a
otros"; a esta exhortación se añade, al igual que en Hch 20,17-32, la alusión a la fatiga y al
sufrimiento por el evangelio. La fundación de las Iglesias, junto con el evangelio, que Pablo les
transmite, ha costado al apóstol el sacrificio de toda su vida. En el momento de la despedida, su

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preocupación dominante es que los pastores conserven sus Iglesias fieles al mensaje originario. En
la fase final de la composición del NT, el mensaje ha adoptado formas doctrinales bastante
definidas: por eso aparece la expresión "custodiar el depósito" (1Tim 6,20; 2Tim 1,12-14).
También Mt se presenta con análogas preocupaciones. Reaparece el tema de la ley, que
Jesús no ha venido a abolir, sino a perfeccionar, y que parece apuntar contra un kerigmatismo
estricto que dejaría en el vacío los contenidos del mensaje, abstraídos de las exigencias concretas
de la vida de la comunidad. Encontramos también la recomendación final de Jesús de enseñar a
todos a guardar todo lo que él en su predicación había prescrito (28,20); hay atisbos de polémica
contra ciertos carismáticos, generosos en bellas frases, pero infieles a la voluntad de Jesús (7,21-
23); se hace el elogio del que en la Iglesia sabe enseñar, compaginando el frescor y la novedad de
su reflexión con la fidelidad a la auténtica tradición (13,51s). Y hay (como en 1Pe) la
recomendación a los que tienen la misión de enseñar, de no pretender títulos ni honores (23,8-
10).
Pero este ambiente en el que se inserta perfectamente la institución y la tarea de los
presbíteros, típico de la fase de tránsito de la Iglesia apostólica a la Iglesia pos-apostólica, tiene
también sus precedentes en el primer Pablo. Le preocupa que no sea deformado el evangelio que
anuncia: "Incluso si nosotros mismos, o un ángel bajado del cielo os anunciara una buena noticia
distinta de la que os hemos anunciado, ¡fuera con él!" (Gal 1,8; 1Cor 11,23; 15,2). Para Pablo la fe
es la obediencia al typos didachès, es decir, la acogida de una palabra precisa y normativa. Es de
sumo interés la advertencia telegráfica a los corintios sobre la trascendencia de la palabra, que
debe ser acogida y nadie debe manipular: "¿Acaso empezó por Corinto la palabra de Dios, o sois
quizá los únicos a quienes ha llegado?" (1Cor 14,36). En esta expresión la raíz apostólica de la
palabra y su destino universal parecen ser las notas absolutamente irrenunciables del mensaje en
relación con las comunidades particulares que lo acogen.
En conclusión, parece que puede afirmarse claramente que en el NT los presbíteros son
instituidos, no como sacerdotes para el culto de la Iglesia, sino explícitamente como sus
guardianes y pastores. Y esta misión pastoral se funda en una exigencia precisa: la de garantizar a
las Iglesias la continuidad del mensaje apostólico y fundarlas en el origen apostólico, con el fin de
que se mantengan fieles a la Palabra, de la que no son dueñas sino servidoras. El mismo don del
Espíritu, cuyo signo es la imposición de manos, no es, en modo alguno, una especie de poder sobre
la Palabra, sino más bien un poder particular de la Palabra sobre los pastores de la Iglesia, en
virtud del cual éstos se convierten en instrumentos de la edificación de la Iglesia. Esto es lo que se
afirma en el discurso a los presbíteros de Éfeso: "Ahora os dejo en manos de Dios y del mensaje de
su gracia, que tiene poder para construir y dar la herencia a todos los consagrados" (Hch 20,32).
No se trata de un aparato jurídico que suprima la trascendencia de la Palabra, puesto que el
ministerio se constituye en virtud del don del Espíritu, que lo hace instrumento del poder de la
Palabra misma.

III.- LA RAZÓN FORMAL DEL MINISTERIO ORDENADO

Nuestra hipótesis era que el motivo histórico por el que nace el ministerio puede ser
también su razón formal, es decir el elemento central que justifica y da sentido a todas sus
componentes esenciales. Se trata ahora de intentar una verificación de la hipótesis.
Para determinar las componentes esenciales del ministerio, nos serviremos de la fórmula
clásica, utilizada también por el Vat II, de los tres "múnera" (oficios): predicación, pastoral y culto.

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Y entendemos la predicación en su significado más amplio, incluyendo hasta las esferas
cualificadas del magisterio autorizado e infalible; la pastoral incluye el ejercicio de la autoridad; y
el culto en su acepción más plena, abarcando el poder sacerdotal de consagrar la Eucaristía.

3.1.- La razón formal de la predicación y del magisterio.


La confesión de la fe es misión de cada cristiano. Carismas especiales podrán marcar a tal o
cual persona como especialmente apta para comunicar a los hermanos la palabra de Dios. Pero lo
que hace que la palabra de los ministros ordenados sea absolutamente peculiar e indispensable
para la Iglesia es la exigencia de una palabra que no sólo exprese la fe de la Iglesia, sino que sea la
palabra que engendra la Iglesia, el verbo por el que ésta se siente alumbrada u originada. Es
justamente el carisma del fundamento apostólico. La imposición de manos tiene como don
específico el capacitar para llevar a la Iglesia el mensaje apostólico, garantizándole su raíz
apostólica.
Es lo que hace normalmente la predicación del sacerdote y del obispo cuando congrega a
la comunidad en torno a sí y en torno a la confesión de fe. Pero cuando la confesión de fe se
encuentra frente a problemas graves, porque está en juego la posibilidad de proclamar la fe en
forma auténtica, o cuando la situación apremia hasta el punto de exigir que se declare que una
proposición y no otra es verdadera, y la conciencia de la Iglesia apela al don de la infalibilidad,
entonces el magisterio (que es el nombre apropiado para la predicación ministerial en tales
circunstancias) tiene una función mucho más específica: El carisma del ministerio en tal situación,
consiste en pronunciar una palabra que define la confesión de la fe y pide el consenso de la
comunidad. Si el carisma fundamental del magisterio no fuera el de conectar a las Iglesias con el
fundamento apostólico, no se justificaría el carácter autorizado y, a veces, infalible de la
predicación ministerial.

3.2.- La razón formal de la cura de almas y de la autoridad pastoral.


Las relaciones entre el ministerio ordenado y la comunidad son absolutamente singulares.
Todos los cristianos tienen en la Iglesia el deber de trabajar por su edificación. Pero es la
predicación ministerial la que confiere a la Iglesia la palabra creadora y la radicación en el
acontecimiento originario. Por eso Pablo escribe a los corintios: "Como cristianos tendréis mil
tutores, pero padres no tenéis muchos; como cristianos fui yo quien os engendré a vosotros con el
evangelio" (1Cor 4,15). La expresión posee una verdad formal para todo ministro ordenado, pues
aun cuando actúe en una Iglesia ya formada, su carisma propio es exactamente el de
"engendrarla", es decir, fundar su fe y su vida sobre el único cimiento querido por los apóstoles: el
Jesús que ellos conocieron y anunciaron. Aquí se encuentra la misión característica de la
paternidad pastoral de los ministros.
La Iglesia vive de hecho en la historia experimentando siempre a Cristo con nuevos
matices. En esta novedad de formas tiene lugar la regeneración de la Iglesia y la transmisión a las
nuevas generaciones cristianas del mensaje de la fe. La validez del sacramento que han recibido en
la imposición de manos y la legitimidad de su presencia en la sucesión de la función ministerial de
los apóstoles, son las garantías formales de la paternidad de presbíteros y obispos y les confiere el
deber y el derecho de edificar la comunidad y de hacerla crecer.
Más para Pablo, aparte de su apelación a las garantías formales, su paternidad ostenta la
solidez de los hechos. Consiste en el don concreto de su vida a las Iglesias (2Cor 4,7-15; Flp 2,17: “Y
aun cuando mi sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe,
me alegraría y congratularía con vosotros”). Así el carisma de la paternidad, que es el fundamento
de la cura de almas y de la autoridad pastoral, no se manifiesta solamente a través de los
elementos formales, sino también en la situación concreta. Si todos los cristianos deben contribuir

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a que la Iglesia crezca, el deber de los ministros consiste en hacer del evangelio y de la Iglesia la
opción fundamental de su vida misma.
Nada confiere al ministro el derecho de convertirse en jefe a la manera de las autoridades
civiles (Mt 20,25-28); nada justifica una pretensión de honores que sólo se deben a Cristo. Por eso
resulta delicado el uso del término "vicaría" como una especie de traspaso de un poder y de una
autoridad en la Iglesia de Cristo al ministro. La autoridad del ministro está determinada por las
exigencias fundamentales de su servicio, consistente en comunicar vida y crecimiento a la Iglesia.
Pablo regula autoritativamente el ejercicio de los carismas de los corintios sobre la base de
dos criterios objetivos. El primero es el criterio de la fidelidad al kerigma originario (1Cor 12,3:
“Nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: ‘Anatema es Jesús’; 14,36-38; 15). El
segundo criterio es el de la edificación de la comunidad. Da, pues, prioridad a los carismas que
ayudan a la construcción de la Iglesia.
Así, la autoridad pastoral no es ni una simple delegación de poderes desde abajo, ni
tampoco una especie de delegación ad omnia desde arriba. Es la Iglesia, poseedora del Espíritu, la
que contiene todos los dones, servicios y poderes. La autoridad en la Iglesia y los criterios con que
debe usarse, derivan sólo del carisma propio del ministerio. Si los ministros ordenados tienen el
don de garantizar a la Iglesia su fundamentación apostólica en el mensaje originario, y su
edificación en fidelidad al mismo, su autoridad es la que brota de las exigencias de esta función.
No es la autoridad la que determina las competencias sino al revés. Sólo de esta forma la
autoridad se asienta sobre la auténtica base sacramental, que es el don derivado de la imposición
de manos.

3.3.- La razón formal del sacerdocio.


En el NT el sacerdocio sufre un desplazamiento desde los ritos hacia los hechos de vida: el
nuevo templo es la persona de Jesús, el sacerdote es el mismo Jesús como único mediador entre
nosotros y Dios; el sacrificio es el don que él hizo de su vida, hasta su muerte en cruz. Así, los
cristianos no están ligados a rigurosas prescripciones rituales: esto serían "obras de la ley",
mientras que la salvación viene de la fe en Cristo.
En este plano del sacerdocio de los hechos, los ministros ordenados participan ante todo
del aspecto sacerdotal de la vida de todos los cristianos. Pero a este mismo nivel del sacerdocio de
los hechos los ministros de la Iglesia son sacerdotes en un sentido peculiar. La diferencia no es
interpretable según el esquema del más y del menos, como si los ministros estuvieran unidos más
íntimamente a Cristo. Esta diferencia podría interpretarse con el esquema del antes y el después
en el sentido de que la obra sacerdotal del ministro, que predica el evangelio, da origen a la fe, y
por tanto, a la vida sacerdotal de la Iglesia que él funda. En efecto, la vida sacerdotal de los
creyentes que hacen de sus obras "sacrificios espirituales gratos a Dios" (1Pe 2,5) tiene su origen
en el anuncio del mensaje. Ahora bien, el carisma de los ministros ordenados consiste
exactamente en garantizar a la Iglesia este anuncio en su originaria autenticidad apostólica. Pablo
se siente sacerdote en la gracia de ser "un celebrante del Mesías Jesús para con los paganos; mi
función sacra consiste en anunciar la buena noticia de Dios, para que la ofrenda de los paganos,
consagrada por el Espíritu Santo, le sea agradable" (Rm 15,16). El sacerdocio fundamental de los
ministros, en su propia originalidad, no es el de las celebraciones litúrgicas, sino el que ejercen al
ofrecer a Dios las fatigas, sacrificios y sufrimientos padecidos por sus Iglesias según la experiencia
de Pablo (2Cor 11,27-30).
Sin embargo, la Iglesia tiene también su ámbito cultual, en el que su sacerdocio se
transforma de realidad vital en práctica ritual. En el momento del rito, la Iglesia se recoge a sí
misma, reconoce la desproporción entre el sacerdocio de sus obras y el de Cristo y vuelve a buscar

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la raíz de la eficacia de sus pobres obras evocando sacramentalmente a Cristo, el acontecimiento
sacrificial de su vida, muerte y resurrección.
En la cena Jesús transfirió a las formas rituales del banquete sacrificial, por medio del signo
del pan y del vino, el sacrificio vivo de su cuerpo inmolado y de su sangre vertida en la cruz. La
comunidad que celebra la Eucaristía no hace sino representar el rito de entonces, renovando su
fuerza evocadora y mistérica, que lo convierte en verdadero portador del sacrificio real de Cristo.

Su naturaleza de "representación" requiere: el pan, el vino, la presencia de los comensales,


y la figura de Cristo que parte el pan y ofrece el cáliz, convirtiéndolos a través de sus palabras en
su cuerpo y sangre. Ahora bien, la tradición dogmática de la Iglesia, a partir de Ignacio de
Antioquía, ha afirmado siempre que sólo el ministro ordenado, puede cumplir la función de Cristo
en la representación eucarística. El motivo se descubre teniendo presente que el sacramento se
refiere siempre a la vida; es expresión y al mismo tiempo alimento de vida. Así, lo que en la vida es
el sacerdocio de los hechos, se debe reflejar fielmente en la acción ritual. No es extraño, por tanto,
que este sacerdocio ritual exija que sus celebraciones estén presididas por aquella persona que, en
el sacerdocio vital, actúa con el carisma del origen apostólico y de la paternidad pastoral.
El que presta a la Iglesia la palabra que la funda, el que la engendra mediante el evangelio
de los apóstoles y ofrece por su nacimiento y desarrollo toda su vida, representa en la Eucaristía a
Jesús, que da como alimento a su pueblo el propio cuerpo para vida del mundo. En este sentido el
ministro ordenado es "alter Christus". En la anamnesis, lo representado se realiza
verdaderamente, por la gracia del Señor y del Espíritu que anima a la Iglesia; de ahí que los gestos
y las palabras del ministro que preside la Eucaristía actualicen realmente el contenido de la cena
de Cristo.
La ordenación confiere un carisma para crear en los ministros no un instrumento de otro
rito, sino una nueva situación de vida, un específico sacerdocio de los hechos, de cuyo ámbito
brota una función específica en orden a los nuevos sacramentos.

IV.- ‘CARÁCTER’ SACRAMENTAL DEL ORDEN SACERDOTAL

En relación con la doctrina del orden el concilio de Trento definió también la existencia de
un "signo indeleble" (carácter sacramental).
El "carácter sacramental" no significa en modo alguno la exaltación del sacerdote a un
estado de privilegio frente a la comunidad; primariamente significa tan sólo la independencia
fundamental de sus funciones ministeriales con respecto a su situación personal ante Dios. Si bien
es verdad que se espera santidad personal y que la ordenación sacerdotal representa para él una
exigencia a la vez que un estímulo para alcanzar dicha santidad, su ausencia, sin embargo, no
merma en principio la eficacia de la acción sacerdotal. El sello recibido es válido -aunque el
sacerdote sea un pecador- ante Dios y ante la Iglesia; todo aquel que ha recibido la ordenación
puede, por tanto, apelar a sus poderes sacerdotales. La razón última de esta verdad radica en el
hecho de que la acción sacerdotal, considerada en su núcleo central, está fundada en la
vinculación esencial con Cristo y constituye una representación y prolongación de su obra salvífica.
El carácter es signo de la entrega del creyente en manos de Dios y del derecho de
propiedad sobre él adquirido por Dios, en cuya virtud, y a través del mandato de Cristo queda
capacitado para ejercer el ministerio de la reconciliación en, para y frente a la comunidad de los
creyentes.

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Es signo de la constante iniciativa de la voluntad salvífica de Dios con preferencia a toda
decisión humana y en cierto sentido independiente, del mérito o debilidad del hombre; en
consecuencia, es prueba y garantía de la promesa de salvación de carácter irrevocable, definitivo
y, en cuanto tal, escatológico hecha por Dios en Cristo a los ministros y a través de ellos a la
comunidad cristiana y a la humanidad entera.
Es signo de la recepción visible en el colegio de los ministros de la Iglesia e investidura
público-litúrgica con un cargo especial dentro de la comunidad de los creyentes que será ejercido
en nombre y representación de Cristo y distinguirá, por tanto, a su portador del resto de la
comunidad.
Es caracterización fundamental de la persona del ministro por la gracia vinculada a la
decisión personal; exigencia de una seriedad y validez fundamental, orientada a la irrevocabilidad
de la decisión personal con que ha sido aceptado el ministerio.
De estos principios se sigue la irrepetibilidad de la transmisión sacramental de los poderes
ministeriales. La ‘razón de ser’ última del ministerio ordenado es el envío de Cristo. En virtud del
signo operado por el Espíritu, el sacerdote queda de tal manera caracterizado por este envío que
en adelante podrá actuar en nombre del mismo Cristo.
Los efectos del sacramento del Orden. El carácter indeleble (Catecismo de la I. Católica) #
1581.- Este sacramento configura con Cristo a fin de servirle de instrumento en favor de su Iglesia.
Por la ordenación recibe la capacidad de actuar como representante de Cristo en su triple función
de sacerdote, profeta y rey.
# 1582.- El sacramento del Orden confiere también un carácter indeleble y no puede ser
reiterado ni ser conferido para un tiempo determinado.
# 1583.- Un sujeto válidamente ordenado puede por justos motivos ser liberado de las
funciones vinculadas a la ordenación o se le puede impedir ejercerlas, pero no puede convertirse
de nuevo en laico. La vocación y misión recibidas por la ordenación lo marcan de manera
permanente.
# 1584.- Puesto que en último término es Cristo quien actúa la salvación a través del ministro, la
indignidad de este no impide a Cristo actuar.

V.- LOS GRADOS DEL MINISTERIO

Hemos hablado del ministerio en general como de aquel carisma específico que constituye
un servicio indispensable para la Iglesia, que se remonta a la comunidad apostólica y se funda en
el sacramento de la imposición de manos. Pero en la realidad concreta no existe una figura
genérica del ministro, sino que todos ellos integran el orden de los diáconos, de los presbíteros o
de los obispos.
1.- Momentos del desarrollo histórico.
En el NT cada una de las Iglesia mantiene relaciones constantes con los apóstoles que las
fundaron y estos trabajan como misioneros itinerantes. En cambio, parece que los presbíteros y
obispos (términos sinónimos) forman parte, colegiada y establemente, de las Iglesias particulares
en las que ejercen el ministerio. Los diáconos ejercen funciones distintas, sin que haya podido
determinarse cuáles eran.
Pero a principios del s. II, las Iglesias a que hace referencia Ignacio de Antioquía presentan
un ministerio claramente estructurado. Cada Iglesia tiene un "epíscopo" como única cabeza de la
Iglesia, con la misión de mantenerla en la ortodoxia, ser su pastor y celebrarle la Eucaristía. En

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torno al obispo están los presbíteros y los diáconos que cooperan de forma colegial en las tareas
del Obispo. Normalmente los presbíteros no celebran la Eucaristía ni tienen responsabilidades
personales respecto a una comunidad propia. Después de la paz constantiniana y del concilio de
Nicea, la Iglesia asume un papel público con relación al Imperio: ello comporta una decisiva
evolución de la figura del Obispo. Consiguientemente el presbiterio se dispersa y los presbíteros se
convierten progresivamente en los pastores de las nuevas comunidades particulares en que la
primera Iglesia queda fraccionada. Poco a poco cada sacerdote ejerce en su comunidad casi todos
los oficios ministeriales, quedando reservada al Obispo la ordenación de los nuevos ministros. Al
mismo tiempo los obispos van asumiendo una función de carácter marcadamente jurídico y
menos pastoral.
El Vat II ha centrado el tratamiento del ministerio en la figura del Obispo. Al afirmar la
sacramentalidad de la consagración episcopal hace derivar de la imposición de manos todo el
complejo de los oficios ministeriales. La consecuencia es que la figura del Obispo concentra en sí
todo el ministerio, mientras que el presbítero y el diácono son meros cooperadores, aunque
necesarios e imprescindibles. El giro es teológicamente muy interesante pero no deja de plantear
algunos problemas. La causa del giro pos-niceno fue la inadecuación del cuadro ignaciano a la
realidad concreta de la Iglesia local enormemente ampliada. Un retorno teológico al esquema del
s. II podría tener sentido a condición de ir acompañado de una organización de la comunidad
cristiana que permite, al menos de cuando en cuando, la celebración de la Eucaristía única.
2.- Hacia una interpretación teológica.
La terna obispos-presbíteros-diáconos es tan clásica, que debe considerarse como
patrimonio de la tradición católica; pero la interpretación y articulación práctica de estos
elementos se rigió siempre por la situación y por la estructuración práctica de la comunidad
cristiana. La Iglesia debe estar basada en relaciones interpersonales, pero, al mismo tiempo, debe
estar abierta a todas las demás iglesias del mundo. El desarrollo pos-niceno del papel del
sacerdote responsable de una parroquia responde a las exigencias de cada comunidad local
(relaciones interpersonales) que, aun formando parte de la Iglesia del Obispo, posee de hecho su
propia vida autónoma. El mismo Vat II que hace del Obispo el ministro de la Iglesia local, acentúa,
por otra parte, su dimensión católica en el ámbito de su función colegial. Tal vez esta tensión
pueda ofrecer una perspectiva válida para un cuadro teológico del episcopado. Podría ser su
situación en la encrucijada de la exigencia comunitaria y de la exigencia católica de cada Iglesia lo
que hace del Obispo la figura central del ministerio. En el Obispo se da, en efecto, una plenitud de
servicio que corresponde a toda la dimensión de la Iglesia y no sólo a su aspecto de
acontecimiento particular de fe en esta o aquella comunidad concreta. Por eso la única función
litúrgica rigurosamente reservada al Obispo fue siempre la imposición de manos a los nuevos
sacerdotes. El ministerio no puede tener su auténtico origen dentro de la comunidad particular, ya
que ésta, en realidad, encuentra su raíz en la universalidad católica del mensaje apostólico que la
funda. Así, mientras el sacerdote es ordenado por su Obispo, éste, sólo puede ser consagrado por
otros tres obispos, signo del colegio episcopal universal, y no podrá ejercer su ministerio si no es
con el consentimiento del Papa en su condición de cabeza del mismo colegio.
En el caso de las grandes diócesis modernas se hace necesario desarrollar más la función
del presbítero. De hecho, en la realidad y en la sensibilidad del pueblo de Dios, el verdadero pastor
de la comunidad es el presbítero a quien se ve todos los días. El sacerdote se configura como
verdadero pastor de su comunidad por la plenitud del ministerio y de los carismas y no como
delegado del Obispo. El Obispo se limitaría a imponer las manos, conferir la misión a los
sacerdotes y garantizar a cada comunidad su unidad católica.

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VI.-EL DIACONADO (Permanente)

- En el NT aparece dos veces el término diakonos para indicar a unas personas constituidas
en una categoría particular (Flp 1,1; 1Tm 3). Por el contrario, los siete de Hch 6,3-6 no reciben el
nombre de diáconos ni parecen representar una verdadera institución dado que no tienen
sucesores, aunque la tradición los entendió como verdaderos diáconos.
- Inmediatamente después del NT, Ignacio de Antioquía presenta a la Iglesia ligada
esencialmente a la terna ministerial que conocemos y que seguirá siendo clásica en la tradición
antigua.
Más allá de la distribución en tres grados, no se saca mucho del NT y de la tradición en
relación con lo que serán las tareas específicas del diaconado.
- Según la Traditio apostólica de Hipólito de Roma, el diácono "no es ordenado para el
sacerdocio, sino para el servicio del obospo y con la función de ejecutar sus órdenes". El diácono
es considerado totalmente en relación con el obispo y con unas funciones eminentemente
administrativas.
En la Didascalia apostolorum, el diaconado aparece sobre todo como una función
organizativa dirigida simplemente al buen funcionamiento de las cosas.
- En la Edad Media las funciones extra-litúrgicas del diaconado fueron absorbidas por el
arcediano (especie de ayudante del obispo), quedando al diácono algunas modestas atribuciones
cultuales que lo hicieron, lógicamente, apetecible tan sólo como un escalón para acceder a los
grados superiores del orden.
El diácono lleva tras de sí esa vocación al servicio, a la dilatación de la misión de la Iglesia
en los espacios de la caridad, con la necesidad de vincular la oblación eucarística con la ofrenda del
pan material.
- La LG (29) presenta los diáconos permanentes como solución para el problema de
aquellas iglesias que en muchas regiones no consiguen cumplir con los deberes de caridad y de
asistencia, que son también esenciales a la diaconía de la Iglesia: una prolongación del ministerio
ordenado hacia los espacios de la caridad y de lo social.
En cuanto a su actividad litúrgica se señala: la administración del bautismo, la
conservación y distribución de la Eucaristía, la asistencia al matrimonio, la administración del
viático, la presidencia de las reuniones de culto y oración, la dirección de los ritos funerales y la
administración de los sacramentales.
AG 16 piensa en los diáconos como catequistas, dirigentes de comunidades, ministros do
obras sociales y caritativas. Piensa en los catequistas de muchas regiones de misión como
diáconos del futuro. Invita a descubrir el carisma diaconal en los ministerios que de hecho ejercen
en la Iglesia los catequistas, los laicos que se encargan de dirigir las comunidades cristianas
pequeñas o alejadas, u otras personas comprometidas en actividades serias y constantes de
carácter social y caritativo.
- El nuevo Código no da ninguna formalidad canónica a su carisma social y caritativo, sólo
menciona los aspectos de la palabra y el culto. No se le menciona en el consejo presbiterial, ni en
el sínodo diocesano como miembros de derecho.
Por el contrario es interesante que el diácono permanente sea declarado como
perteneciente al clero para todos los efectos y al mismo tiempo se le autorice para vivir como laico
en todos los sentidos: además de poder casarse, el diácono puede vivir de su profesión, no está
obligado a llevar el hábito eclesiástico, puede ejercer funciones públicas que impliquen el ejercicio
de un poder civil, puede asumir responsabilidades y cargos financieros de todo tipo, puede

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entregarse a los negocios y ejercer el comercio, puede militar en los partidos políticos y en los
sindicatos (CIC 281.288).
Tenemos aquí una nueva figura de clérigo. Un puente entre la jerarquía y el laicado. Por un
lado, es un miembro del ministerio ordenado para todos los efectos: también la ordenación
diaconal confiere el carisma de la fundamentación apostólica de la Iglesia y de su misión. Por otro
lado, al estar ordenado “no para el sacerdocio sino para el ministerio” el diaconado serviría para
aquellos efectos eclesiales en los que tenga sentido un ministerio ordenado que garantice la
apostolicidad y que no celebre necesariamente la eucaristía.
Por ejemplo, como ministro de comunidades de ambientes o categorías. Que no se reúnen
en torno a la Eucaristía ya que la celebración eucarística pide que la asamblea celebrante sea
verdadera imagen de la integridad de la Iglesia como pueblo de Dios. El grupo puede ser desde el
punto de vista del fervor religioso mucho más rico que las comunidades parroquiales, a menudo
más anémicas y anónimas, pero abiertas a recoger a todos: niños, ancianos, intelectuales,
cristianos dudosos, cansados, inactivos, fervorosos, ... Estos grupos necesitan sentirse parte de un
pueblo peregrino en el desierto; por eso se reunirán aparte (con el diácono), pero celebrarán la
Eucaristía con el pueblo de Dios.
El diácono es también el que garantiza la raíz apostólica en las actuaciones de la Iglesia en
el campo de la caridad y el servicio social y político.
Si la clásica terna de los grados del ministerio pertenece a la tradición católica, su
configuración concreta, sus funciones y competencias sólo pueden ser reguladas por la
articulación, varia y múltiple, de la misma comunidad cristiana en su tensión constitutiva entre
particularidad y universalidad.

VII.- ASPECTO OBJETIVO DE LA VOCACIÓN AL MINISTERIO

En la Iglesia latina se ha dado durante los últimos siglos una práctica bastante privatizada
del ministerio ordenado (vocación individual, ordenaciones absolutas, misas `privadas', poderes
poseídos personalmente fuera de un oficio).
El régimen actual de acceso al ministerio presbiteral es el de la candidatura de voluntarios,
generalmente jóvenes, que aceptan el celibato. El lenguaje popular, según el cual uno "tiene
vocación" y uno "se hace sacerdote", atestigua claramente la primacía dada a la decisión de los
sujetos. Los candidatos deben pedir por escrito su ordenación y está prohibido rechazar a un
sujeto canónicamente idóneo (c. 1026).
En contraste con ello la teología tradicional hace de la Iglesia el sujeto de la petición; y del
futuro sacerdote, el de la aceptación, al no entrar formalmente en consideración su deseo. El
régimen actual llevaría la Iglesia a quedar privada de sacerdotes cuando ya no hubiera candidatos
que se ofrecieran voluntarios. Se confunde la vocación a los ministerios ordenados con la vocación
religiosa y la vocación misionera. El deseo no es constitutivo de la vocación al ministerio ordenado.
Nadie tiene derecho subjetivo a la ordenación, y el constitutivo formal de la vocación al ministerio
es la llamada objetiva que la Iglesia, representada por el obispo, dirige a un cristiano de aptitudes
probadas. En la Iglesia antigua, un cristiano ordenado contra su voluntad, pero a petición de una
Iglesia local, queda ordenado válidamente mientras que hoy su ordenación en estas mismas
condiciones es inválida.
El proceso debería ser así: los cristianos analizan primero, con sus pastores, las
necesidades del servicio al evangelio y a la Iglesia; luego encuentran a las personas aptas para
estos servicios y capaces de continuar su formación; finalmente la Iglesia, por medio del obispo,

16
llama a estas personas a un ministerio ordenado en el que no habían pensado especialmente y
que no habían deseado. En una vocación al ministerio ordenado, las necesidades de la Iglesia al
servicio del evangelio y las aptitudes de un sujeto son más decisivas que el deseo personal. La
revitalización de las iglesias locales es, evidentemente, un paso obligado de toda pastoral de las
vocaciones.
La actitud pastoral con respecto al niño que manifiesta deseos de ser sacerdote debe ser
de gran apertura: hay que hacerle comprender que la vocación no es una llamada percibida
solamente por la conciencia individual. El ordenado habrá de ser un cristiano adulto; alguien que
haya sabido ganar dinero y gastarlo, que haya padecido la autoridad y sabido ejercerla, que haya
aprendido a amar y a ser amado. Y esto porque deberá vivir pobre y castamente, deberá entrar en
estructuras de autoridad y ejercerla como un servicio. Nadie que no es llamado por los legítimos
ministros de la Iglesia es llamado por Dios.
Una lógica subjetiva suele determinar también la permanencia o abandono del ministerio.
En cambio, si se da la prioridad al objeto del ministerio habría que guardarse de considerar que el
ministerio pueda estar a la libre disposición del sujeto.
El acceso al ministerio concierne a la Iglesia más que al ordenando. Las aptitudes son más
determinantes que el deseo. El ejercicio del ministerio está determinado en primer lugar por las
necesidades del servicio al evangelio y a la construcción de la Iglesia. La Iglesia antigua no conocía
las dimisiones. Teológicamente las razones para abandonar el ministerio deberían ser poco
numerosas: ausencia de fe; ausencia de aptitudes. Ver c. 1741.
La reducción al estado laical es un procedimiento canónico (cc. 290-293) que no anula los
efectos subjetivos de la ordenación.
Esta parece ser la línea de Pastores dabo vobis 35-37:
35.- Toda vocación cristiana viene de Dios y es don de Dios. Sin embargo, nunca se
concede fuera o independientemente de la Iglesia, sino que siempre tiene lugar en la Iglesia y
mediante ella. La Iglesia es generadora y educadora de vocaciones. Toda vocación deriva de la
Iglesia, se reconoce y se cumple en la Iglesia y se configura como servicio a la Iglesia, es un don
destinado a la edificación de la Iglesia, al crecimiento del Reino de Dios en el mundo.
Todo presbítero recibe del Señor la vocación a través de la Iglesia como un don gratuito. Es
tarea del Obispo, o del superior competente no sólo examinar la idoneidad y la vocación del
candidato, sino también reconocerla. El candidato al presbiterado debe recibir la vocación sin
imponer sus propias condiciones personales, sino aceptando las normas y condiciones que pone la
misma Iglesia, por la responsabilidad que a ella compete.
36.- La vocación es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre. De forma que
nunca se puede considerar como una simple promoción humana ni un simple proyecto personal.
De este modo queda excluida toda vanagloria y presunción por parte de los llamados los cuales
saben que están apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Dios que
llama.
37.- Algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden imponer visiones
falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocación, haciendo difícil su acogida. No falta la
tendencia a concebir la relación del hombre con Dios de un modo individualista, como si la
llamada de Dios llegase a cada persona por vía directa, sin mediación comunitaria alguna, y tuviese
como meta una ventaja, o la salvación misma de cada uno de los llamados y no la dedicación total
a Dios en el servicio de la comunidad.
65.- La Iglesia como tal es el sujeto comunitario que tiene la responsabilidad de acompañar
a cuantos el Señor llama a ser sus ministros en el sacerdocio.
A su misión salvadora se debe la llamada al sacerdocio... En realidad, la llamada interior
del Espíritu tiene necesidad de ser reconocida por el Obispo como auténtica llamada.

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66.- A los formadores corresponde en primer lugar la misión de procurar y comprobar la
idoneidad de los aspirantes en lo que se refiere a las dotes espirituales, humanas e intelectuales,
principalmente en cuanto al espíritu de oración, asimilación profunda de la doctrina de la fe,
capacidad de auténtica fraternidad y carisma del celibato.
Ver también Catecismo de la Iglesia Católica # 1578:
# 1578.- Nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden. Nadie se arroga para sí
mismo este oficio. Al sacramento se es llamado por Dios (Hb 5,4). Quien cree reconocer las señales
de la llamada de Dios al ministerio ordenado, debe someter humildemente su deseo a la autoridad
de la Iglesia a la que corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a recibir este
sacramento. El sacramento sólo puede ser recibido como un don inmerecido.
- “En la antigüedad cristiana era normal obligar (moralmente) a la ordenación sacerdotal (lo
que no significa que se renunciara a un consentimiento básico); se adoptaba en cambio una
actitud escéptica y reservada ante el candidato demasiado dispuesto. La señal de la llamada de
Dios no era tanto la “larga reflexión” subjetiva: ¿tengo vocación o no?, no la simple opción de un
oven por el ministerio, sino la presión externa, sobre todo por parte de la comunidad. Los jóvenes
así presionados accedían por lo general, aunque no con entusiasmo precisamente, ante la
urgencia de la comunidad de contar con un sacerdote” (GRESHAKE, Ser sacerdote, Sígueme,
Salamanca 1995, 190-191).

. Recordemos las vocaciones bíblicas (Abraham, Misés, Jeremías, Apóstoles), la elección


de S. Ambrosio y de Tomás Moro, la forma como llama Kiko Argüello, el ej. que pone Sans Vila
sobre el cocinero del barco, etc.

VIII.- EL CELIBATO DE LOS PRESBÍTEROS Y DE LOS OBISPOS

El nexo obligatorio, establecido por la Iglesia latina, entre celibato y ordenación al


presbiterado no se funda en la Escritura. No deriva tampoco de la naturaleza del ministerio
ordenado, sino de una decisión eclesial. Los cánones 6 y 7 del Concilio Lateranense II (1139) son
los primeros que declaran nulo el matrimonio de los clérigos.
Entre los motivos que llevaron a la ley del celibato se cuenta la abstinencia cultual y el
temor de que se disipen bienes de la Iglesia que tienen una función social considerable. Los
significados que le dan los papas contemporáneos insisten en la disponibilidad que proporciona el
celibato y en su dimensión mística, porque debe ser libremente elegido. Los antiguos pastores
protestantes o anglicanos, ordenados tras su admisión en la Iglesia católica, pueden continuar su
plena vida conyugal.
Desde el Vat II la Santa Sede ha manifestado claramente su voluntad de mantener la ley
del celibato eclesiástico. Hay que ver el celibato como expresión de la plena disposición en aras de
un ministerio que compromete de modo total. Como expresión de un servicio incondicional a la
Iglesia caminando sin reservas tras las huellas de Cristo, la renuncia al matrimonio aceptada por
amor del reino de los cielos es una forma de vida sumamente apropiada al ministerio. La renuncia
al matrimonio por amor de Jesucristo no es resultado de sutiles especulaciones, sino fruto de una
decisión de fe y de una experiencia espiritual.
El sacerdote casado está más condicionado cuando tiene que arriesgarse por las ovejas.
No tiene sentido el celibato en un sacerdote aburguesado.
Después de decir que el celibato de los ministros no es una exigencia de la Escritura, ni de
la naturaleza del ministerio en sí, sino una decisión eclesial, todo argumento a favor que se dé, no
pasa de ser un argumento de "sumamente apropiada y conveniente al ministerio" por exigencias

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del Reino (emergencia de la misión), por el tipo de relación con Cristo que establece la ordenación
sacerdotal, y como un signo escatológico.
¿Tiene la Iglesia derecho a hacerlo? ¿No puede una persona tener las dos vocaciones (al
matrimonio y al ministerio)?
Si recordamos que la vocación más que una llamada de Dios personal directa (subjetiva) es
una llamada de Dios por medio de la Iglesia en base a criterios objetivos como son: -Las
necesidades de la evangelización y de la construcción de la Iglesia. -Las cualidades del sujeto y su
fe. Entonces comprenderemos que nadie tiene derecho a exigir ser ordenado. Nadie tiene
vocación al ministerio si la Iglesia no lo llama. La ordenación no es el reconocimiento público de un
carisma preexistente. La ordenación confiere el carisma.
La Iglesia pues, tiene derecho a llamar al que quiere. No tiene vocación al ministerio quien
tiene vocación al matrimonio, si la Iglesia no llama (la vocación al ministerio no "se tiene").
La Iglesia llamará al ministerio personas casadas cuando lo considere oportuno.
Ver PABLO VI, El celibato sacerdotal, del 24 de junio de 1967.
Ver Pastores dabo vobis #29:
El celibato es una gracia concedida por Dios a algunos para que se consagren sólo a Dios
con un corazón que en la virginidad se mantiene más fácilmente indiviso. La castidad perfecta en
el celibato sacerdotal es un carisma, constituye un don inestimable de Dios a la Iglesia y
representa un valor profético para el mundo actual. El celibato debe ser visto como precioso don
dado por Dios a su Iglesia y como signo del Reino que no es de este mundo, signo también del
amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios. Esta voluntad de la Iglesia encuentra su
motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada. La Iglesia desea
ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo la ha amado. Por eso el
celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del
sacerdote a la Iglesia en y con el Señor. Debe ser vivido el celibato no como un elemento aislado o
puramente negativo sino como estímulo de la caridad pastoral, como participación singular en la
paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia, como testimonio ante el mundo del Reino
escatológico.
Es necesaria la oración humilde y confiada para ser fieles; la oración unida a los
sacramentos y al esfuerzo ascético.
Ver Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, del 31 de enero de 1994, # 57-
60:
#57.- La Iglesia ha confirmado en el Vaticano II la firme voluntad de mantener la ley que
exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en
el rito latino.
#58.- El celibato debe ser vivido como testimonio de radicalidad en el seguimiento de
Cristo y como signo de la realidad escatológica. "No todos pueden entenderlo..." (Mt 19, 10-12). El
celibato requiere la observancia de la perfecta y perpetua continencia por el Reino de los cielos,
para que los ministros sagrados puedan unirse más fácilmente a Cristo con un corazón indiviso, y
dedicarse más libremente al servicio de Dios y de los hombres. El celibato guarda un estrecho
vínculo con la sagrada ordenación, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de
la Iglesia.
El celibato no es un influjo que cae desde fuera sobre el ministerio sacerdotal, ni puede ser
considerado simplemente como una institución impuesta por ley, porque el que recibe el
sacramento del Orden se compromete a ello con plena conciencia y libertad después de una
preparación que dura varios años. Una vez que ha llegado a la firme convicción de que Cristo le
concede este don por el bien de la Iglesia y para el servicio a los demás, el sacerdote lo asume para
toda la vida.

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#59.- Se permanecería en una continua inmadurez si el celibato fuese vivido como "un
tributo, que se paga al Señor" para acceder a las sagradas Ordenes, y no más bien como "un don,
que se recibe de su misericordia", como elección de libertad y grata acogida de una particular
vocación de amor por Dios y por los hombres.
El ejemplo es el Señor mismo quien, yendo en contra de la que se puede considerar la
cultura dominante de su tiempo, ha elegido libremente vivir célibe. En su seguimiento, sus
discípulos han dejado "todo" para cumplir la misión, que les había sido confiada.
Por tal motivo la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha querido conservar el don de la
continencia perpetua de los clérigos, y ha tendido a escoger a los candidatos al Orden sagrado
entre los célibes (2Ts 2,15; 1Co 7,7; 1Tm 3,2-12; 5,9; Tit 1,6-8).
#60.- Aparece con frecuencia el interrogante sobre el valor del celibato sacerdotal o sobre
la oportunidad de afirmar su estrecho vínculo con el sacerdocio ministerial. Las dificultades y las
objeciones han acompañado siempre esta decisión de la Iglesia. La disciplina de las Iglesias
Orientales no se contrapone a la de la Iglesia Latina (Ellos ordenan hombres casados, pero no
casan a quienes han sido ordenados). Algunos acusan esta medida de espiritualismo
desencarnado, dicen que comporta desprecio hacia la sexualidad o generalizan casos
particularmente difíciles y dolorosos. Se olvidan del testimonio ofrecido por la inmensa mayoría de
los sacerdotes que viven el propio celibato en un horizonte de convencida y alegre fidelidad a la
propia vocación.
Está claro que, para garantizar y custodiar este don en un clima de sereno equilibrio es
necesario que los presbíteros se comporten con la debida prudencia en las relaciones con las
personas cuya proximidad puede poner en peligro la fidelidad a este don, e incluso suscitar el
escándalo de los fieles.
Los sacerdotes, pues, no descuiden aquellas normas ascéticas por las cuales
prudentemente evitarán frecuentar lugares y asistir a espectáculos, o realizar lecturas, que
pueden poner en peligro la observancia de la castidad. En el hacer uso de los medios de
comunicación social observen la necesaria discreción.
Para custodiar con amor el don recibido, en un clima de exasperado permisivismo sexual,
deberán encontrar en la comunión con Cristo y con la Iglesia la fuerza necesaria para superar las
dificultades que encuentran en su camino y para actuar con aquella madurez, que los hace creíbles
ante el mundo.

IX.- LA VIDA ESPIRITUAL DEL SACERDOTE

Pastores dabo vobis (Cap III): 19.- "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha
ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva" (Lc 4,18). En virtud del Espíritu, Jesús
pertenece total y exclusivamente a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo llama, elige
y envía. Este mismo Espíritu del Señor está sobre todo el Pueblo de Dios. Esta llamada a la santidad
encuentra una particular aplicación referida a los presbíteros. En cuanto presbíteros están
llamados con un nuevo título y con modalidades originales que derivan del sacramento del Orden.
20.- La ordenación es una consagración que los configura con Jesucristo; los configura con la
‘misión', los capacita y compromete para ser instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno y para
actuar personificando a Cristo mismo; los configura en su vida entera, llamada a manifestar y
testimoniar de manera original el radicalismo evangélico.
- Ver el resto del capítulo III de Pastores dabo vobis.

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X.- ORDENACIÓN SACERDOTAL DE LA MUJER

La declaración Inter insigniores (15 de octubre de 1976) y la carta apostólica Ordinatio


sacerdotalis de Juan Pablo II (del 22 de mayo de 1994), se han pronunciado en el sentido de que la
Iglesia católica no se considera autorizada para ordenar a las mujeres al presbiterado. Nunca lo ha
admitido fundada en el ejemplo de Cristo.
Independientemente de este tema específico, nada impide que se comience ya a superar
el androcentrismo en la vida eclesial. Tanto más cuanto que las relaciones hombre-mujer han
entrado en una fase de re-definición profunda, que se puede considerar irreversible, desde el
momento en que obedece a factores objetivos, como la medicina, y no sólo a influencias
ideológicas. Es posible que en el futuro la ordenación de las mujeres se presente a la conciencia
eclesial de un nuevo modo que todavía no podemos vislumbrar.
Está abierto el tema de la ordenación de las mujeres al diaconado. En la Iglesia antigua se
ordenaba a las mujeres al diaconado, pero no recibían el mismo cargo que sus colegas masculinos,
puesto que quedaban excluidas del altar.
- Ver Catecismo de la Iglesia Católica # 1577:
"Sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación. El Señor Jesús eligió a
varones para formar el colegio de los doce y los apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus
colaboradores. El colegio de los obispos, con quienes los presbíteros están unidos en el sacerdocio,
hace presente hasta el retorno de Cristo el colegio de los doce. La Iglesia se reconoce vinculada
por esta decisión del Señor. Esta es la razón por la que las mujeres no reciben la ordenación".
- Ver Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de
1995, # 6 y 7. (L'Osservatore Romano, edición en lengua española del 7 de abril de 1995, p. 7).
Después de repasar la figura de la mujer a través del NT (#6), el Papa afirma (#7): "Hoy, en
algunos ambientes, el hecho de que la mujer no pueda ser ordenada sacerdote se interpreta como
una forma de discriminación. Pero ¿es realmente así?
"Ciertamente la cuestión podría plantearse en estos términos, si el sacerdocio jerárquico
conllevara una situación social de privilegio, caracterizada por el ejercicio del "poder". Pero no es
así: el sacerdocio ministerial, en el plan de Cristo, no es expresión de dominio sino de servicio.
Quien lo interpretase como "dominio", se alejaría realmente de la intención de Cristo, que en el
cenáculo inició la última cena lavando los pies a los Apóstoles. De este modo puso fuertemente de
relieve el carácter "ministerial" del sacerdocio instituido aquella misma tarde: "Tampoco el Hijo
del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc
10,45).
"Sí, el sacerdocio que hoy recordamos con tanta veneración como nuestra herencia
especial, queridos hermanos, es un sacerdocio ministerial. Servimos al pueblo de Dios. Servimos su
misión. Nuestro sacerdocio debe garantizar la participación de todos -hombres y mujeres- en la
triple misión profética, sacerdotal y real de Cristo.
- L'Osservatore Romano (Ed. en español, pag. 11) sacó una serie de artículos entre marzo y
julio de 1993 sobre el tema "El problema de la no admisión de las mujeres a la ordenación
sacerdotal en el contexto de la vocación y dignidad de la mujer en la Iglesia".
El artículo firmado por Max Thurian dice entre otras cosas:
"El Sínodo general de la Iglesia de Inglaterra decidió admitir a las mujeres al ministerio el
11 de noviembre de 1992...
Se puede decir que han carecido en este caso de imaginación teológica. Existen numerosos
ministerios que convendrían mucho más a la naturaleza y a las dotes de la mujer.

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Se podría preguntar aquí si no se ha confundido el sacerdocio propiamente dicho, que
configura al hombre a Cristo, sacerdote único y esposo de la Iglesia, con las diversas formas que ha
asumido el ministerio en la Iglesia antigua: profecía, catequesis, ministerio pastoral, diaconado.
Las comunidades eclesiales que aceptan la ordenación de las mujeres al ministerio no conocen el
sacerdocio ministerial y ordenan, por tanto, para una función ministerial más que para un estado
sacerdotal. Para la Iglesia católica, el sacerdote es, en la Iglesia y para la Iglesia, una
representación sacramental de Cristo sumo y único sacerdote de la nueva y eterna alianza; es una
imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. Es una derivación, una participación específica y
una continuación de Cristo mismo. Por tanto, es normal que como sacramento de Cristo
sacerdote, el sacerdote católico tenga una correspondencia precisa con Cristo mismo, en su
naturaleza de varón.
No ha de sorprender el hecho de que las comunidades eclesiales no católicas que no
tienen esta concepción sacramental del sacerdocio acepten ordenar mujeres para los ministerios
de la Palabra y de animación de la Iglesia que no implican una configuración sacramental con
Cristo en toda su persona. Ello subraya la diferencia que existe entre sacerdocio sacramental
católico y ministerio eclesial no católico".

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