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INTRODUCCIÓN
Para muchos hombres de nuestro tiempo, la Iglesia puede aparecer, sin duda, como un cúmulo de
contradicciones: santa y llena de pecadores, mirando al cielo y ocupada en múltiples tareas
humanas, abierta al diálogo y cerrada en la Tradición, presuntamente inmutable y zarandeada, sin
embargo, por las olas de cada tiempo y lugar.
Pero sólo cuando se mira a la Iglesia con los ojos de la fe, aparece en su auténtica y profunda
realidad. La Iglesia, como el misterio mismo de Cristo, es divina y humana, en ella actúa el Espíritu
que la mantiene fiel, sin dejar de ser una realidad humana y próxima. Está en medio de los tiempos
y se mantiene fiel a los orígenes por la fuerza del Espíritu que la anima. Es universal y se realiza, en
su plenitud, en cada Iglesia particular que se encuentre en comunión con Roma. Es universal y
católica y se ciñe a los límites de lo local y particular.
Jesucristo fue enviado al mundo con una misión específica. Durante su ministerio aquí en la tierra,
Jesús dedicó toda su vida al trabajo de transformar vidas. Él dijo que vino a buscar y salvar a todo
aquél que se había perdido.
Antes de retornar al cielo, Cristo capacitó y perfeccionó a un pequeño grupo de personas para
continuar la tarea que había iniciado. Para congregar a este grupo, creó y edificó la Iglesia, como un
organismo vivo, que sería Su Cuerpo aquí en la tierra.
Así que, después del retorno de Cristo al cielo, su obra continuaría aquí en la tierra, por medio de la
Iglesia.
En este estudio introductorio sobre ECLESIOLOGÍA, estaremos estudiando la Iglesia como un
organismo vivo, capacitada por el Espíritu Santo y que posee las armas espirituales para vencer
todas las batallas. La eclesiología es el estudio de la Iglesia, en todo su conjunto, pertenece al
apartado de la Teología sistemática en la que se encuentra la teología dogmática.
TEMA 1
1. LA IGLESIA Y LA TRINIDAD
Desde que el Vaticano II, al abordar el tema de la Iglesia en Lumen Gentium, señala que su origen
hemos de buscarlo en la Trinidad. En (LG 1,2,3,4), es ya obligado seguir este procedimiento no
sólo por la autoridad inherente al Concilio, sino por la misma lógica de su planteamiento. La
Iglesia, en efecto procede de la Trinidad (Ecclesia de Trinitate), en cuanto que ha nacido de la
misma comunión personal del Dios Trino que ha querido extender su comunión a los hombres. La
Iglesia ha nacido del amor del Padre eterno, ha sido fundada en el tiempo por el Hijo y es vivificada
continuamente por el Espíritu.
La mayor parte de los tratados clásicos de la Iglesia no subrayaban esta conexión con la Trinidad,
que aparecía en la mayoría de los casos como una realidad intangible e insondable, cuando en
realidad la salvación cristiana nace de ella y culmina en ella. La revelación, enseña a conocer las
personas divinas precisamente en su actividad salvadora. Y de la misma manera que la gracia no
puede ser entendida al margen de la presencia e inhabitación de las personas divinas en el hombre
(gracia increada en su primacía total sobre la creada), la Iglesia no puede ser entendida al margen de
la salvación que el Padre ha dispuesto concedernos por la encamación de su Hijo y la efusión de su
Espíritu.
Pero Ecclesia de Trinitate no expresa sólo el origen de la Iglesia a partir de la Trinidad, sino que
indica también la continua participación de la Iglesia en el misterio y la vida de la Trinidad. La
Iglesia es icono de la Trinidad en el sentido que es una imagen que participa en la vida trinitaria que
de ella vive. La Iglesia es la presencia viviente de la Trinidad en el tiempo por la misión del Hijo y
del Espíritu. Por ello la unidad de las personas divinas es para la Iglesia el origen, el modelo y el fin
de su existencia. La Iglesia vive de la Trinidad y en la Trinidad, y no la podemos entender
simplemente como el mero resultado de una decisión divina que pertenece al pasado.
La Lumen Gentium opta por partir de la dimensión vertical y de dentro hacia fuera en la perspectiva
del misterio eclesial.
En los tratados clásicos era frecuente iniciar el De Ecclesia partiendo de la voluntad fundacional de
Cristo. Se ponía así el énfasis en la dimensión cristológica, en su dimensión de encamación en lo
visible, en una perspectiva que podríamos llamar exclusivamente cristocéntrica. Era ésta una
perspectiva que se había desarrollado precisamente en contraste con el espíritu de la Reforma, la
cual proponía una Iglesia invisible con el rechazo de toda dimensión mediadora e histórica, por
considerarla adulterada en razón de la corrupción padecida por el hombre en virtud del pecado
original. En el protestantismo se caía, en efecto, en una especie de contraposición entre la Iglesia
invisible, constituida por la congregatio sanctorum, y una Iglesia externa, que puede reconocerse en
la profesión de un mismo credo y en la participación de los mismos sacramentos, la cual comprende
a justos y pecadores. Calvino, por su lado, separaba también la Iglesia de los predestinados, elegida
por Dios y sólo por él conocida, de la Iglesia visible, que quedaba reducida a pura manifestación
antropológica.
Así las cosas, se entiende que Belarmino, en el siglo XVI, nos diera su conocida definición de la
Iglesia como sociedad perfecta, aunque lo que pretendía era evitar toda separación posible entre lo
visible y lo invisible. Decía así Belarmino: «La Iglesia es una sola, no dos, y es única y verdadera
comunidad de los hombres congregados mediante la profesión de la verdadera fe, la comunión con
los mismos sacramentos, bajo el gobierno de los legítimos pastores y, principalmente, del vicario
de Cristo en la tierra, el Romano Pontífice». Y dice también a continuación; «Para que uno pueda
ser declarado miembro de esta verdadera Iglesia, de la que hablan las Escrituras, no creemos que
haya de exigirse de él ninguna virtud interior. Basta la profesión exterior de la fe y la comunión de
los sacramentos, cosas que podemos constatar con los sentidos. En efecto, la Iglesia es una
comunidad tan visible y palpable como la comunidad del pueblo romano o del reino de Francia o
de la república de Venezuela».
La Iglesia es como un misterio de vida en el que participan los fieles por la fe y los sacramentos, en
su dimensión de vida que se nos comunica en Cristo por el don del Espíritu y nos hace así entrar en
la comunidad de la Santa Trinidad. El hombre de hoy, el hombre que ha salido de la segunda guerra
mundial, que ha conocido la experiencia nazista o el tormento marxista, es un hombre
despersonalizado, perdido y solitario que busca una sincera comunión de vida. Y así se le quiere
presentar la Iglesia como una humanidad en Cristo. Si no existiera esta humanidad nueva en Cristo,
al hombre no le quedaría otra cosa que la camaradería en el anticristo. Esta es la razón por la que el
hombre de hoy se interesa más que nunca por la idea de la gran familia de Dios sobre la tierra, en la
cual pueda sentirse como en su propia casa. Al hombre de hoy se le hace difícil, incluso, creer en el
propio hombre para formar la humanidad nueva y siente la necesidad de que Dios mismo extienda
su calor y su ternura para formarla. Esto es la Iglesia.
Por todo ello, se siente la necesidad de superar la condición puramente externa de la Iglesia en pro
de la comprensión de los elementos sobrenaturales y místicos de la misma, y es así como se siente
la necesidad de presentar la Iglesia en su calidad de misterio de salvación que nace del seno de la
Trinidad, mediante la misión del Hijo y del Espíritu. Hoy en día, se da claramente un
descubrimiento del misterio de la interioridad de la Iglesia. A ello ha contribuido el desarrollo de
los estudios bíblicos y patrísticos, que nos han devuelto conceptos tan profundos y ricos de
contenido como los de misterio, sacramento o comunión. Lo que, en todo caso, se busca es
comprender que la Iglesia responde al misterio de salvación que brota de la comunión de la
Trinidad y que, realizado por la misión del Hijo y del Espíritu, tiende también a unirnos con el
Padre en el Hijo por medio del Espíritu. La Constitución Lumen Gentium (LG 1) viene a decir
claramente, en su primer párrafo, que la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e
instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano.
Para comprender la acción del Padre en el ser de la Iglesia acudimos a LG 2. Este número hace dos
afirmaciones fundamentales sobre el origen de la Iglesia: Es el mismo Dios Padre quien
CONVOCA a los creyentes en Cristo a la Iglesia. Nos da el proceso temporal de la convocación de
nuestra Iglesia: prefigurada, preparada, constituida, manifestada y perfeccionada al fin de los
tiempos.
El catecismo de la Iglesia nos ayuda para comprender y profundizar cada una de estas etapas de
nuestra Iglesia. En estas etapas vemos la acción de las otras dos personas de la Santísima Trinidad,
la del Hijo, sobre todo cuando hablamos de la Iglesia constituida e instituida por Cristo; y la del
Espíritu Santo cuando hablamos de la Iglesia manifestada en Pentecostés. (ver los núm. 760-762).
El mismo catecismo en los números siguientes (763-766). Expone la obra del Hijo al Constituir e
instituir la Iglesia. “Corresponde al Hijo realizar el plan de salvación de su Padre, en la plenitud
de los tiempos…”
La Iglesia es inseparable de Cristo porque Él la fundó por un acto expreso de su voluntad, sobre los
doce cuya cabeza es Pedro, constituyéndola como sacramento universal y necesaria de salvación.
Además no un resultado posterior ni una simple consecuencia desencadenada por la acción
evangelizadora de Jesús. Ella nace ciertamente de esta acción, pero de modo directo, pues es el
mismo Señor quien convoca a sus discípulos y les participa el poder de su Espíritu, dotando a la
naciente comunidad de todos los medios y elementos esenciales que el Pueblo católico profesa
como institución divina. (Cfr. Documento de Puebla 222).
Jesucristo no instituye la Iglesia como un hecho aislado, sino que la Iglesia tiene su origen
en el Acontecimiento de Cristo.
El acontecimiento de Cristo incluye todo lo que vivió desde su Encarnación hasta su
glorificación a la derecha del Padre.
Todo este acontecimiento de Cristo se resume en dos palabras: los dichos (palabras) y los
hechos (obras) de Jesús.
Sin embargo, la Iglesia es inseparable de Cristo, Él la fundó como un acto expreso de su
voluntad sobre los doce, cuya cabeza es Pedro.
Al morir Cristo en la cruz nace místicamente la Iglesia, pues brota sangra y agua de su
costado abierto. El agua es el símbolo del Espíritu Santo y simboliza los sacramentos del
bautismo y la confirmación; la sangre es símbolo de la Eucaristía. Estos tres son los
sacramentos de Iniciación.
Ahora bien, la Iglesia nace visiblemente en Pentecostés; se manifiesta públicamente y se
inicia la difusión del Evangelio.
La Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los
pueblos mediante la predicación (AG 4). La presencia del Espíritu Santo, ayuda a entender que
como fuerza de cohesión ayuda a entender que la Iglesia debe vivir en la misión específica del
amor y de la comunión.
Esta realidad de manifestación, también alude a su organización (jerarquía), también a sus dones y
carismas (de todos los miembros de la Iglesia). En la Iglesia se va creando la vocación universal a
la santidad.
Tema 2
EL MISTERIO DE LA IGLESIA
La palabra Misterio viene del griego y del latín y significa dos cosas: primero, un signo visible y
segunda, una realidad oculta de la salvación. Aplicada a la Iglesia decimos que el grupo humano es
el signo visible y la obra de Dios por medio de la Iglesia es la realidad oculta de la salvación, está
oculta y solo la descubre el que tiene fe.
El concilio vuelve a la teología del misterio. La Iglesia sólo puede ser entendida como lo que es,
como el misterio de salvación que, naciendo en el seno de la Trinidad, se realiza en Cristo por obra
del Espíritu para introducir a los hombres en la familia de Dios, superando el pecado y la muerte.
La Iglesia, en efecto, sólo puede ser entendida de arriba hacia abajo, pues no nace de iniciativa
humana alguna ni de intento de superar los límites y sufrimientos de la vida. No es una fraternidad
puramente social ni consecuencia de fuerzas puramente humanas. La Iglesia es anterior al tiempo y
está preparada desde toda la eternidad en el designio salvador de Dios Padre en Cristo.
Responde, pues, la Iglesia a la concepción bíblica de misterio: designio de salvación de Dios que,
escondido desde toda la eternidad, se nos ha revelado ahora en Cristo. En el mundo greco-romano
se conocía el término de misterio en plural.
Misterios eran los ritos paganos importados del Oriente y en los que sólo podían participar los
iniciados. En el cristianismo, se habla del misterio de Cristo que el hombre no puede conquistar por
su inteligencia, sino recibir sólo como don.
«Como plan divino, la Iglesia se dibuja en la oscura lejanía de la eternidad, de donde arranca
y hacia dónde camina. Y, aunque se realiza en el tiempo, la eternidad permanece siempre
subyacente en su mismo ser... La Iglesia es vida y acción de Dios sobre la historia humana.
Cada individuo es una Iglesia en pequeño, porque en lo más íntimo de la decisión personal se
desarrolla el drama de su propia entrega a la acción salvadora de Dios o de su frustración
como elegido. La Iglesia, en grande, no es otra cosa sino la socialización de la acción divina
que se realiza comunitariamente en todos aquellos que aceptan la llamada de Dios».
Un tema central de la teología paulina es el concepto del misterio. No es una alusión a lo imposible
de comprender, sino que se refiere al designio salvador de Dios, que ha estado oculto en él durante
toda la eternidad y ahora se nos ha manifestado en Cristo. Y, en este sentido, en cuanto que Cristo
es el sacramento del Padre que lo manifiesta y hace presente, es como hemos de entender a la
Iglesia como sacramento de Cristo, como signo que hace presente entre nosotros el misterio o
designio salvador de Dios. Pero veamos más en concreto el concepto de misterio en la teología de
San Pablo:
El término usado por San Pablo para hablar de la revelación es el del «misterio»; el misterio,
escondido de Dios desde la eternidad, ha sido revelado y hecho manifiesto en Jesucristo, llevado al
conocimiento de las naciones por medio del Evangelio y la predicación, para conducirnos a la fe y a
la obediencia.
Este misterio no es otra cosa que el plan de salvación, escondido durante toda la eternidad y ahora
revelado, por el cual Dios establece a Cristo como centro de la nueva economía (economía:
designio e historia de salvación), constituyéndolo, por su muerte y resurrección, en único principio
de salvación tanto para los gentiles como para los judíos. Concretamente, el misterio, el plan
salvífico de Dios, es Cristo (Rm 16, 25; Col 1, 26-27; 1 Tm 3,16).
1.- En una primera fase, este plan de salvación está en la intención de Dios. Está escondido en
Él. Es el secreto lleno de Sabiduría (7 Co 2, 7) y que no conocieron las generaciones pasadas (Ef 3,
5; Col 1, 26).
2.- En una segunda fase, este misterio es revelado en Cristo (Rm 16, 25-27; Col 1, 26).
Mediante la vida, muerte y resurrección de Cristo, el misterio entra en su fase de realización, pues
en Cristo se cumple y desvela, a un tiempo, el designio salvífico de Dios (Ef l, 7-9).
3.- La tercera fase del misterio la constituye la predicación del mismo. En la economía de
salvación, el misterio es comunicado, sobre todo, a testigos privilegiados: los apóstoles y profetas
del misterio (Ef 3, 5; Col 1, 26), los cuales vienen a ser los mediadores del misterio y constituyen,
con su predicación, el fundamento de la Iglesia, de la que Cristo es piedra angular (Ef l, 22-23; 2,
20-21). Pablo es, precisamente, anunciador del misterio a los paganos (Ef 3, 8-9), para lo que ha
recibido una profunda inteligencia del mismo. La misión de los apóstoles es proclamar el contenido
del misterio, o, lo que es lo mismo, el Evangelio (1 Ts 1, 8), Evangelio de Cristo (Rm 15, 19-20.
Misterio y Evangelio son términos equivalentes: en los dos casos se trata del plan divino de
salvación, bien como revelado (misterio), bien como proclamado (evangelio) y ambos tienden a la
promesa de la gloria (Col 1, 28.
A veces, también San Pablo designa el contenido del mensaje cristiano con el término de «palabra»
(Col 1, 25-26), «palabra de Dios» (l Ts 2, 13) o del Señor (l Ts 1, 8) o de Cristo (Rm 10, 14. 15) y
da gracias a Dios porque la palabra por él anunciada ha sido recibida no como palabra humana, sino
como palabra de Dios (1 Ts 1, 13), de cuya autoridad participa. Es palabra de salvación (Ef 1,13),
de vida (Flp 1, 16), de verdad (2 Co 6, 7) y de reconciliación (2 Co 5, 19), no sólo porque tiene
todo esto como objeto, sino porque introduce a la vida.(1 Co 1, 21; 1 Ts 2, 13; Ef l, 13).
4.- La cuarta fase es: la Iglesia es la realización efectiva del misterio. La Iglesia es el misterio de
Cristo hecho visible a través de los siglos. El plan de salvación no es sólo revelado o proclamado
por medio del Evangelio, sino que es también realizado efectivamente en la Iglesia. Como Cristo es
el misterio de Dios hecho visible, así la Iglesia es el misterio (aquí podríamos decir sacramento) de
Cristo hecho visible en los siglos. En este sentido, «misterio» es equivalente a «sacramento»:
Cristo, sacramento de Dios; la Iglesia, sacramento de Cristo.
5.- Quinta fase: para San Pablo, la revelación del misterio tiene lugar ahora ya {Rm 16, 25-26.
Él y los apóstoles han recibido la misión de anunciarlo; pero la revelación, que ha tenido en Cristo
el culmen de su realización, nos ha sido comunicada, en esta fase histórica, bajo el ropaje de los
signos humanos, los cuales, al mismo tiempo que revelan, ocultan la realidad por ellos significada.
Sólo en la fase final o escatológica llegaremos al cara a cara del misterio de Dios, sin el ropaje de
los signos. Ésta será la plenitud de la revelación (1 Co 1, 7; 2 Ts 1, 7), en la que aparecerá también
la gloria de todos los que se han configurado a Cristo (Rm 8, 17-19). Hay ya desde ahora una
tensión entre la revelación histórica y la final.
Entendemos así el origen trinitario de la Iglesia, sin perder para nada su realización histórica. En
efecto, la Iglesia, siendo una realidad visible e histórica, es, en el fondo, la realización histórica del
designio de salvación que nace de la Trinidad y que a ella conduce. La Iglesia, en la teología
paulina, es el término del misterio de salvación en lucha permanente con el misterio de iniquidad:
«Porque el misterio de iniquidad ya está actuando (2 Ts 2, 7). El misterio de Dios operado en Cristo
por medio de la Iglesia tiene, pues, como contrapunto el misterio de iniquidad. Es la acción de
Satanás que pone obstáculos a la acción salvadora de Dios. Pero la victoria final de los elegidos
tiene ya su base y fundamento en el misterio pascual de Cristo. Jesucristo no es solamente un
misterio, es el misterio, y fuera de él no hay ningún otro... Y San Agustín nos dice claramente: en
Dios no hay más misterio que Cristo.
Por consiguiente, la Iglesia es un misterio, pero misterio derivado. Es misterio porque, viniendo de
Dios y puesta por completo al servicio de su designio de salvación, es el organismo salvífíco. Más
en concreto, es misterio porque se relaciona por completo con Cristo y no tiene ningún valor,
ninguna existencia, ninguna eficacia más que en él18. Toda la importancia de la Iglesia deriva de su
relación con Cristo. Se comprende así que misterio y sacramento vienen a ser lo mismo.
Normalmente, el término sacramentum traduce el término griego de mysterion.
Destinada, en su forma presente, a desaparecer por completo, como «la figura de este mundo»,
también está destinada a permanecer para siempre en la medida de su propia esencia, a partir del
día en que ella se manifieste tal cual es. Múltiple y multiforme, es, sin embargo, una con la unidad
más activa y exigente. Es un pueblo, es una inmensa turba anónima, y sin embargo... es el ser más
personal. Católica, esto es, universal, quiere que sus miembros se abran a todos, y no obstante no es
plenamente Iglesia más que cuando se recoge en la intimidad de su vida interior y en el silencio de
la adoración. Es humilde y majestuosa. Asegura que integra toda cultura y que eleva en sí todos los
valores y, al mismo tiempo, quiere ser el hogar de los pequeños, de los pobres, de la muchedumbre
simple y miserable».
En la Iglesia se hace presente, sin duda, la pascua del Señor, que es nuestra salvación. Y es, sobre
todo, en el misterio de la Eucaristía donde la Iglesia se genera como Iglesia y como cuerpo de
Cristo. En efecto, dice San Pablo que, «puesto que todos nos alimentamos del mismo pan,
formamos la misma familia» (l Co 10,17). Y de la Eucaristía nace el concepto de Iglesia particular
en la Iglesia antigua. El misterio de la Iglesia se realiza allí donde se reúnen los fieles mediante la
predicación y se alimentan del cuerpo del Señor bajo la presidencia del pastor (LG 26).
Tema 3
La Iglesia es el Pueblo "de Dios", es decir un pueblo que Dios "elige" y llama de entre los pueblos,
su propio pueblo, con el que establece una alianza. Es un pueblo universal abierto a todos los
pueblos, razas y clases. Es también un pueblo santo. Por ello pertenecemos a la Iglesia por la fe y el
bautismo (cf Jn 3,5). La Iglesia es la comunidad de los creyentes que celebra su fe en la acción de
gracias (Eucaristía). La promesa más importante del Antiguo Testamento es: "Yo seré vuestro Dios
y vosotros sois mi pueblo" (Lev 26,11-12; cf Ez 37,27; 2 Cor 6,16; Heb 8,10; Ap 21,3). San Pablo
en Rom 9-11 vincula a la Iglesia con Israel. El Vaticano II reconoce esta historia común entre
cristianismo y judaísmo. Al Pueblo de Dios de nuevo y verdadero Israel pertenecen también los
gentiles, que originalmente no fueron Pueblo de Dios (cf 1 Pe 2,10). En Cristo ya no hay distinción
entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús
(Gál 3,28; 1 Cor 12,13; Col 3,11).
La Iglesia no se ata a ninguna forma particular de cultura y a ningún sistema político, económico o
social concreto, sino que abraza a todos los pueblos, culturas, razas y clases. Es signo e instrumento
de unidad y de paz para la humanidad entera (cf GS 42). Ella es el Pueblo mesiánico de Dios,
Pueblo de Dios en camino. Vive en la historia, y tiene su propia historia. Está de camino, no ha
llegado aún a la meta. Por tanto es una realidad dinámica y no estática.
Yahvé eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a
poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando.
Pero todo esto lo realizó Dios como preparación y figura de la Nueva Alianza perfecta que había de
nacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne. "He aquí que llega el tiempo, dice el Señor, y haré
una nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la
escribiré en sus corazones y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo… Todos, desde el
pequeño al mayor me conocerán, afirma el Señor. (Jer 31, 31-34).
Este nuevo Pueblo de Dios somos nosotros, la Iglesia, nacida de la Nueva Alianza que estableció
Cristo en su sangre (1 Cor 11,25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles que se
condensara en unidad no según la carne, sino en el Espíritu y constituyera un Nuevo Pueblo de
Dios.
· Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pues Él ha adquirido para
sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: "una raza elegida, un sacerdocio real, una
nación santa" (1 P 21,9)
Se llega a ser miembro de este pueblo no por el nacimiento físico, sino por el "nacimiento
de arriba", "del agua y del Espíritu" (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.
Este pueblo tiene por jefe (cabeza) a Jesús el Cristo, Ungido, Mesías; porque la misma
Unción, el Espíritu Santo, fluye desde la cabeza al cuerpo, es "el pueblo mesiánico".
La identidad de este pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos
corazones habita el Espíritu Santo como en un templo.
"Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó". Esta es la ley
"nueva" del Espíritu Santo.
Su misión es ser sal de la tierra y la luz del mundo.
Su destino es el Reino de Dios, que Él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser
extendido hasta que Él mismo lo lleve también a su perfección.
Sacerdotal:
Pueblo profético:
"El pueblo de Dios participa también del carácter profético de Cristo". Lo es sobre todo por el
sentido sobrenatural de la fe que es el de todo el pueblo, laicos y jerarquía, cuando "se adhiere
indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre" y profundiza en su
comprensión y se hace testigo de Cristo en medio de este mundo.
El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo, Cristo ejerce su realeza
atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y por su resurrección. Cristo, Rey y Señor del
universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo "venido a ser servido, sino a servir y a dar su
vida en un rescate por muchos" (Mt 20,28). Para el cristiano, "servir es reinar", particularmente
"en los pobres y en los que sufren" donde descubre "la imagen de su fundador pobre y sufriente".
El Pueblo de Dios realiza su "dignidad regia" viviendo conforme a esta vocación de servir con
Cristo.
San Pablo usa esta comparación. La Iglesia es un cuerpo con muchos miembros diferentes. Todos
ellos se necesitan mutuamente. Deben mantenerse en armonía. Si un miembro sufre, todos sufren, y
si uno está bien, todos gozan con él (cf. 1 Cor 12,26). Lo importante es la vinculación con
Jesucristo. Sólo por Él y en Él somos miembros de su cuerpo. Por eso se dice que Jesucristo es la
cabeza de la Iglesia (cf Ef 1,22-23; 4,15-16; Col 1,18; 2,19). La Iglesia esta subordinada a
Jesucristo en la obediencia, la Iglesia es la esposa de Cristo (cf Ef 5,25; Ap 19,7; 21,2.9; 22,17; cf.
Os 2,21-22).
Por tanto la Iglesia es el cuerpo de Cristo, la comunidad de los que oyen la palabra de Dios y dan
testimonio de ella ante el mundo. Es la comunidad de los que creen. La Iglesia es comunión con
Jesús. Tenemos la parábola de la vid y los sarmientos que refleja esta unidad (Jn 15). También el
discurso del pan de vida (Jn 6). Los santos tienen conciencia de esta unidad. La palabra de Dios se
encarna en los sacramentos. Por el bautismo todos somos en un Espíritu un solo cuerpo (cf 1 Cor
12,13). En la Eucaristía todos participamos de un solo pan. De un solo cuerpo eucarístico de Cristo,
a así somos un solo cuerpo (cf. 1 Cor 10,16-17). La Eucaristía es la "fuente y la cumbre" de toda la
vida cristiana y eclesial (cf. LG 11).
Y como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos, constituyen un
cuerpo, así los fieles en Cristo (1 Cor 12,12).
También en la constitución del Cuerpo de Cristo hay diversidad de miembros y ministerios.
Uno mismo es el Espíritu, que distribuye sus diversos dones por el bien de la Iglesia, según
sus riquezas y las necesidades de los ministerios ( 1Cor 12, 1-11).
Es necesario que todos los miembros se asemejen a Cristo hasta que Él quede formado en
ellos (Gal 4,19).
La Iglesia no es un cuerpo mutilado, sino que tiene una cabeza, Cristo, que la guía y provee a su
crecimiento. Cristo y la Iglesia son, por tanto, el CRISTO TOTAL, la Iglesia es una con Cristo.
Este es el sentido de esta imagen bíblica para que entendamos un poco lo que es la Iglesia.
Lo más importante es que todos y cada uno de los miembros de este cuerpo estamos invitados a
vivir una comunión personal con Jesús. El desarrollo de esta comunión - unión personal con Jesús,
se llama proceso de vida espiritual y lo conduce el Espíritu Santo.
Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida. Les reveló el Misterio del Reino; "les
dio parte en su misión, en su alegría y en sus sufrimientos". Jesús habla de una comunión todavía
más íntima entre Él y los que le sigan: "Permaneced en mí, como yo en vosotros.... Yo soy la vid y
vosotros los sarmientos" (Jn 15, 4-5) Todos los fieles cristianos miembros vivos y activos en el
Cuerpo de Cristo.
Aplicamos a la pastoral la realidad de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, afirmando que todos
sus miembros están capacitados, para estar activos. Esta actividad se llama ministerialidad de la
Iglesia, es decir, cada miembro tenemos un servicio y todos somos servidores.
La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del cuerpo, implica también la distinción de
ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del
esposo y de la esposa.
La imagen de Cristo Esposo de la Iglesia, fue preparada por los profetas y anunciada por Juan
Bautista en su predicación a la orilla del Jordán:
"Yo no soy el Cristo -dice a los que le escuchan-, sino que he sido enviado delante de Él. El que
tiene a la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo, el que asiste y le oye, se alegra mucho con
la voz del esposo" (Jn 3,28-29).
Jesús de Nazaret es, pues, introducido en medio de su pueblo como el Esposo que había sido
anunciado por los profetas. Lo confirma Él mismo cuando, a la pregunta de los discípulos de Juan:
"¿Por qué…. Tus discípulos no ayunan? " (Mc 2,18), responde:
"¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos?. Mientras
tengan consigo al esposo no pueden ayunar, días vendrán en que les será arrebatado el esposo;
entonces ayunarán, en aquel día" (Mc 2, 19-20)
Con esta respuesta, Jesús da a entender que el anuncio de los profetas sobre el Dios-Esposo, sobre
"El Redentor, el Santo de Israel", encuentra en Él mismo su cumplimiento.
Asimismo, el apóstol Pablo nos dijo que "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella"
(Ef 5,25). Esta verdad fundamental de la eclesiología paulina, que se refiere al misterio del amor
nupcial del Redentor hacia su Iglesia, queda recogida y confirmada en el Apocalipsis, en el que
Juan habla de la esposa del Cordero
"Ven, que te voy a enseñar a la novia, a la esposa del Cordero" (Ap 21,9).
"Han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha galanado y se le ha concedido vestirse de
lino deslumbrante de blancura -el lino son las buenas acciones de los santos-… Dichosos los
invitados al banquete de bodas del Cordero" (Ap 19, 7-9)
El templo significa el lugar de la presencia activa de Dios en el mundo. Israel por mucho tiempo no
tuvo templo (40 años en el desierto). El Nuevo Testamento también Jesús nos dice: "donde dos o
tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Por tanto la Iglesia
es el edificio espiritual de piedras vivas, cuya piedra angular es Cristo (cf 1 Pe 2,4-5).
¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? El templo de Dios
es santo: ese templo sois vosotros" (1 Cor 3,16-17; cf 2 Cor 6,16; Ef 2,21). El Espíritu Santo es
como el alma del cuerpo, es el principio viviente de la Iglesia. Ella vive en el Espíritu Santo, y se
renueva en Él. El es el que la rejuvenece, la renueva., fecunda y vitaliza. El la mantiene en la
verdad (cf. Jn 14,26; 16,13-14; DV 7-9), la guía en el camino de la actividad misionera (cf AG 4) y
la santifica, junto con todos sus miembros (cf. LG 39-40). El Espíritu Santo es el principio de la
unidad de la Iglesia en la multiplicidad de sus carismas (cf 1 Cor 12,4-31; Ef 4,3; LG 12; UR 2). El
Espíritu sopla donde quiere (cf Jn 3,8). De ahí que la renovación en la Iglesia no se
puede"programar y organizar" simplemente. Lo decisivo en la Iglesia no está en nuestras manos.
Por ello la Iglesia debe pedir constantemente el Espíritu Santo, que la vivifica, rejuvenece y la hece
fecunda.
"Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).
El edificio que es la Iglesia está constituido por piedras vivas y su piedra angular es Jesucristo
( Cfr. 1 Pe 2, 4-5). Dios se hace presente en ella por el Espíritu.
"Habéis olvidado que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros"
Partiendo del acontecimiento de Pentecostés, nos muestra cómo la persona del Espíritu Santo la
habita y mueve, comparando su función a la que tiene el alma en el cuerpo humano. En palabras
técnicas se llama la dimensión pneumatológica de la Iglesia.
El Espíritu Santo en la Iglesia es quien crea la comunión de los creyentes, produciendo un vínculo
personal de fe entre cada fiel y Cristo mismo:
Prepara a los hombres, los previene por su gracia para atraerlos hacia Cristo
Manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su
Muerte y Resurrección.
Hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía, para reconciliarlos, para
conducirlos a la comunión con Dios, para que den mucho fruto.
El Espíritu Santo hace de la Iglesia "el Templo de Dios vivo" (2 Cor 6,16). Actúa de múltiples
maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad:
Afirma San Agustín: "Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros,
eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el cuerpo de Cristo que es la
Iglesia".
Es decir, así como nuestra alma vivifica nuestro cuerpo, así el Espíritu Santo vivifica el cuerpo de
Cristo que es la Iglesia. La vivifica habitando en ella como en un templo. La renueva, rejuvenece y
fecunda; la mantiene misionera y la hace santa. Es el mismo Espíritu quien derrama sus diferentes
dones sobre ella para enriquecerla, haciéndola el lugar de la presencia activa de Dios en el mundo
Los siguientes aspectos están tomados directamente del libro “El espíritu del Señor que da la vida”
de Carlos Ignacio González S.I.
De suyo no es posible ofrecer una lista completa. Son tantos, cuantos los dones que el Espíritu
conceda a una persona para el provecho común. Más, por una parte, no hay dos seres humanos
iguales y, por otra, son irrepetibles las circunstancias históricas y los problemas que se presentan
cada día y requieren la intervención divina: unas son más comunes y ordinarias, otras salen de la
norma. Aún San Pablo, no pudiendo hacer una enumeración exhaustiva de los mismos, sólo ofreció
ejemplos de los diversos tipos de dones del Espíritu. Para ilustrar esta riqueza puede observarse la
diferencia entre las series que presenta en Romanos 12 y en Corintios 12, y se verá que ambas coinciden
sólo en uno de ellos.
Un autor ha hecho un elenco de los 24 principales que ha descubierto en las cartas paulinas:
“1. Apóstoles; 2. Profetas; 3. Doctores; 4. Evangelistas; 5. Pastores; 6. Ministerios para servir; 7.
Gracias de gobierno; 8. Enseñanza; 9. Exhortación; 10. Dar con sencillez; 11. Presidir con
solicitud; 12. Práctica de la misericordia; 13. Asistencia; 14. Virtudes; 15. Poder de milagros; 16.
Diversidad de lenguas; 17. Interpretación de lenguas; 18.
Discreción o discernimiento de espíritus; 19. Profecía; 20. Curaciones en el Espíritu Santo; 21. Fe
en el mismo Espíritu; 22. Palabra de ciencia; 23. Palabra de sabiduría; 24. Y ante todo, la Caridad
que puede manifestarse en infinitas formas”.
Como se puede advertir, la gran mayoría de los dones enunciados son comunes, con los cuales los
fieles servimos a la Iglesia día tras día. Es ahí, en la entrega cotidiana a los demás donde se
descubre la caridad callada y operante como don principal del Espíritu en el que su obra se
manifiesta. Se entiende, pues, por qué el Vaticano II ha advertido: “Los dones extraordinarios no
deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo
apostólico” Lumen Gentium Nº 12b. Sin embargo, no podemos cerrar nuestro corazón a una
manifestación especial del Espíritu, ahí donde él quiera intervenir libremente; ya que, en la vida
común de los seres humanos, todos los días hemos de afrontar necesidades que van más allá de lo
habituado.
El discernimiento de los carismas, sobre todo de los extraordinarios, es donde suelen presentarse
los problemas. ¿Cómo saber que una expresión fuera de lo común es en verdad un don del Espíritu,
y no una mera pretensión humana? No existe un recetario fácil. Sin embargo, la Escritura, la Iglesia
y los expertos en esta materia, proporcionan algunos criterios que deben guiar nuestro juicio, con
espíritu honesto y prudente:
1º Pablo Señala como lo principal y primero: reconocer a Jesús como el Señor 1º Cor. 12,3. En
esta expresión está incluida toda la fe bíblica y eclesial sobre el Hijo de Dios hecho hombre por
nosotros. La encarnación es la obra maestra del Espíritu, como confesamos en el credo. La
salvación por su medio, es el misterio central del proyecto del Padre a favor nuestro. Por lo mismo
se engañaría, por ejemplo, un grupo que pretendiera poner al Espíritu Santo como el centro de su
fe, relegado a Jesucristo o al Padre, como si el tiempo de éstos ya hubiese pasado. De hecho, en su
libre voluntad, el Padre decidió salvarnos por su Hijo en la carne, y hacer de esta humanidad
asumida el camino hacia Él. Y ha encomendado al Espíritu Santo la misión de iluminación para
conocer la doctrina de Cristo, y guiarnos por Él como camino al Padre.
2º La caridad, que Pablo indica como el principal de los carismas 1Cor. 12,31; 13,1-13. No es que
anule a los demás, sino que, por decirlo con palabras de Santo Tomás acerca del amor, es la forma
de todos ellos. Es decir, un pretendido “carisma” que no se ejercitase por amor, probaría ser
ilusorio. Sin embargo San Pablo no revela que la caridad sea sustituto de los carismas. (Quizás
algunos pretendían, en nombre de la caridad restar a los carismas su importancia: ver 1º Cor. 14,1.
Pero sí enseña que sin ella, los soñados carismas no serían sino ilusiones vanas.
3º Para provecho común. Pablo no sólo afirma directamente este criterio como básico 1º Cor. 12,7,
sino que lo supone al hablar de los carismas Rom. 12,6-7; Ef. 4,16. Y el motivo es que, el contexto,
siempre los sitúa en la figura del Cuerpo (místico) de Cristo: a cada uno se conceden los dones, que
emanan de la Cabeza (Jesús ungido por el Espíritu), en su calidad de miembro de ese Cuerpo, y por
lo mismo para la “edificación” de la Iglesia 1º Cor. 10, 23. Por este motivo, los diversos carismas no
pueden oponerse; sino que se complementan mutuamente y se sirven uno al otro para construir la
comunidad.
4º Hay una congruencia completa entre la guía del Espíritu y la fe de la Iglesia. En efecto, Él
inspiró la Palabra revelada, y al ser enviado recibió la misión de hacer a los discípulos reconocer y
comprender la verdad enseñada por Cristo. San Pablo llamaba anatema incluso a un ángel que
enseñase una doctrina contraria a la que él había predicado Gál. 1,7-9. Así, por ejemplo, no puede
haber profecía legítima que no vaya en la línea de nuestra fe recibida Rom. 12,6.
5º Hay una Jerarquía de carismas, no porque provengan más o menos del Espíritu (pues todos
son sus dones), sino por el mayor o menor cambio interior del individuo, y por la calidad del
servicio que cada cual presta a la comunidad. No coincide la importancia de un carisma, ni la
hondura de su legitimidad, con el hecho de que sea más o menos llamativo y muestre caracteres de
extraordinario. Por el contrario, los más comunes y modestos carismas con los más necesarios para
el bien de la Iglesia 1Cor. 12, 22-23. Y si parecen ordinarios, es precisamente porque, siendo los más
necesarios para la construcción del Cuerpo, son aquellos que el Espíritu normalmente concede, y en
los cuales, aunque de manera oculta, manifiesta más presencia.
En realidad, la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, no siempre es fácil de
reconocer y de acoger. Sabemos que Dios actúa en todos los fieles cristianos y somos
conscientes de los beneficios que provienen de los carismas, tanto para los individuos como
para toda la comunidad cristiana. Sin embargo, somos también conscientes de la potencia del
pecado y de sus esfuerzos tendientes a turbar y confundir la vida de los fieles y de la
comunidad. Por tanto, ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los Pastores de la
Iglesia. Ahora bien especialmente los párrocos, vicarios y sacerdotes al frente de comunidades
cristianas tienen que aprender a ejercer el carisma de discernimiento que recibieron en la
ordenación. La mayoría prefieren no hacerlo y privan a sus comunidades de la vitalidad del
Espíritu, pero esperamos que estas reflexiones les mostrarán el camino para dar el servicio en el
descubrimiento y discernimiento de los carismas así como en su ejercicio.
Esta pregunta más que teológica es pedagógica. Un sacerdote o un laico podrían formularla así
¿Cuál es el método para hacer que los miembros de mi comunidad reconozcan y desarrollen su
propio carisma? Es además una pregunta que repercute en la vida pastoral de las diócesis,
decanatos y parroquias, porque el reconocimiento, el cultivo y ejercicios de los carismas de los
presbíteros y laicos en los diversos servicios y ministerios se manifiesta en la vitalidad de nuestros
organismos pastorales.
En muchas parroquias solamente hay un grupo pequeño de personas que tienen que hacer todos los
trabajos pastorales – pocos hacen mucho- y la gran mayoría no tienen ningún compromiso. La
solución está en que el párroco y los laicos comprometidos ayuden a los demás a descubrir y
cultivar su propio carisma y a ejercitarlo en algún servicio o ministerio del plan diocesano de
pastoral, de tal manera que al estar todos comprometidos NO POCOS HAGAN MUCHO, SINO
QUE MUCHOS HAGAN POCO.
He aquí un camino basado en la experiencia pastoral por cultivar los carismas que todos y cada uno
tenemos.
1° Como en el sacramento de la Confirmación donde el Espíritu Santo nos habilita con carismas
para la edificación de la Iglesia, es indispensable el renovar este sacramento que para la mayor
parte de los cristianos es desconocido e ineficaz pues lo recibieron antes del uso de razón. Es muy
conveniente recibir el Kerigma o primer anuncio en donde se renuevan los sacramentos de la
iniciación cristiana. Entonces se cumplen las palabras de Hechos 1,8; “Ustedes recibirán la fuerza
del Espíritu Santo, Él vendrá sobre ustedes para que sean mis testigos”.
2° Tanto en los sacerdotes y laicos se requiere una gran apertura pues hay una diversidad enorme
de carismas que se orientarán a la gran diversidad de servicios o ministerios que existen en la
misión de la Iglesia y concretamente en los planes diocesanos de pastoral.
Pues, “A cada uno de nosotros, sin embargo, le ha sido dada la gracia según la medida del don de
Cristo”, nos dice Efesios 4,7. Hay por tanto, pluralidad, diversidad y complementariedad en los
carismas y en los servicios que de ellos originan en el Cuerpo de Cristo.
3° Es indispensable el trabajo de los párrocos y de los sacerdotes en general, pues deben sentir
como algo propio de su ministerio el descubrir los carismas en los miembros de su comunidad,
ubicar a cada uno en su propio carisma y así ubicarlo en su propio servicio o ministerio. Es decir,
vigilar y coordinar su ejercicio razonable para el crecimiento de la comunidad cristiana, encuadrada
en el plan de pastoral propio de cada diócesis. Si esto hace, tendrá muchos agentes de pastoral en su
parroquia.
4° Para detectar mis propios carismas o los carismas de los demás debemos detectar primero
nuestras propias CUALIDADES NATURALES con las que hemos nacido y que hemos cultivado
en nuestra vida humana. Son estas cualidades naturales en donde el Espíritu Santo hace enraizar los
carismas. Santo Tomás lo explica diciendo una ley de la vida cristiana: LA GRACIA NO
DETRUYE LA NATURALEZA, SINO QUE LA PRESUPONE, ELEVA Y PERFECCIONA. Se
requiere, pues, el conocimiento sano de sí mismo y de los dones naturales recibidos de Dios, que
deben ser cultivados. En la misma línea de mis cualidades naturales están los carismas que el
Espíritu Santo me da y en esa misma línea está el servicio o ministerio que debo ejercer en el
campo místico de Cristo.
Por lo tanto, un líder de nuestra Iglesia, sea ordenado o laico, está invitado a descubrir y cultivar las
cualidades naturales de los miembros de su comunidad observando qué carisma brota de ahí y
motivarlo a que dé su servicio a la comunidad, es decir, a convertirse en agente de pastoral.
Conclusión:
Todo bautizado está invitado a ser miembro vivo y activo del Cuerpo místico de Cristo ejerciendo
un ministerio o servicio según el carisma que ha recibido. Es decir, los presbíteros y laicos tenemos
la convicción de que, con una adecuada formación y promoción, todos los cristianos pueden y
deben descubrir su vocación a un ministerio en la Iglesia, sea jerárquico, sea laical. Por lo tanto,
está garantizado que pueden existir agentes de pastoral.
Por otra parte, como laicos no podemos ser sacados del mundo, sino más bien preservados del mal
por eso queremos tener un agudo discernimiento frente a todo lo que ofertan los MCS, a este
propósito afirma el documento: “Frente a los MCS, discriminantes y no accesibles como vínculos
de comunicación para la sociedad civil, están empezando a surgir manifestaciones y movilizaciones
populares convocadas por la red computacional (internet), existen centrales de información eclesial
y se generan algunas organizaciones solidarias desde las bases populares.
Tema 4
Lo que hace Cristo antes de Pascua es ir poniendo las bases de lo que será realidad sólo a partir de
Pentecostés. Sin Pascua no hay Iglesia; aunque tampoco la habría sin las bases que Cristo puso
antes de Pascua.
En efecto, uno puede quedar impresionado por el hecho de que el término de «Iglesia» sólo
aparezca dos veces en los evangelios (Mt 16, 18; 18, 17). El reino de Dios tiene que ver con la
salvación de Dios en el corazón del hombre, con el individuo concreto, pero nada tiene que ver con
una institución como la Iglesia.
Posteriormente, San Pablo transformó el mensaje de Jesús insistiendo en que el Reino había llegado
ya mediante el acceso a Cristo crucificado y resucitado.
El problema tiene, sin duda, su dificultad. No se puede negar que Jesús dice frases que parecen
aludir a una venida inminente del reino en poder y gloria (.Mí 10, 23; Me 9, 1; Le 9, 27; Mí 16, 28).
Contó, a la vez, con la llegada inminente de ese reino en poder y gloria, entonces la idea de una
Iglesia como institución queda excluida de antemano».
Dicho de otro modo, la Iglesia habría surgido por iniciativa de los hombres y ante el retraso de la
llegada gloriosa del Mesías, que se esperaba inminente, de ahí que todas sus estructuras sean
coyunturales y sujetas, por ello mismo, a una posible revisión.
Debemos, por ello, comenzar el problema dilucidando esta cuestión; Comenzamos por una
referencia a la teología de San Pablo, que es la teología de la Iglesia primitiva en el punto que nos
ocupa.
La Iglesia primitiva contaba, al parecer, con una venida próxima del Señor. Sin embargo, lo cierto
es que el retraso de la parusía del Señor no supuso un trauma para la Iglesia primitiva ni una crisis
de identidad. «si la expectación inminente hubiera sido el punto central y decisivo del mensaje de
Jesús, no se comprende cómo la no realización de la parusía, esperada de esa manera, hubiera
podido darse sin grandes conmociones en la fe. De lo cual se sigue que el fundamento y contenido
de la fe en el mensaje del reino de Dios no desaparecen ni sufren mengua alguna porque no tenga
lugar la parusía».
La Iglesia era consciente de que el reino tenía que llegar a todo el mundo por imperativo mismo del
Señor, y se limitó, en consecuencia, a prolongar en el tiempo la misma estructura dada por Cristo a
su Iglesia. Incluso desde el punto de vista espiritual, la transición se hizo sin traumas. San Pedro
interpreta el retraso de la parusía como signo de la paciencia divina, que quiere que nadie perezca,
sino que todos lleguen a la conversión (2 P 3, 9). En una palabra, la Iglesia sabia que el reino
había» irrumpido, incluso victorioso, en la resurrección de Cristo. Pero esperaba la llegada última
de Cristo en poder y gloria para un tiempo cercano.
Podríamos preguntarnos, con todo, por qué la comunidad primitiva tuvo la persuasión de que Cristo
llegara pronto. Y podríamos responder que quizás ello se debió al modo apocalíptico con el que el
mismo Señor anuncia su venida (cfr. Mc 9, 1; Mt 20, 23), anunciándola como inminente (el futuro
ya es presente, colocando el tiempo presente como posible destinatario de la venida final); pero
sobre todo habría que pensar que fue decisiva la impresión que causó la resurrección de Cristo
como acto divino inaugural de la nueva eran. Aquel acontecimiento no esperado y decisivo,
acontecimiento glorioso de victoria y de triunfo, les hizo pensar en un fin inminente de los
sufrimientos y las tribulaciones porque inauguraba una victoria definitiva y gloriosa de Cristo que
les hizo conscientes del triunfo definitivo del cristianismo.
La Iglesia primitiva (esto es lo importante) había distinguido con san Pablo los dos momentos del
reino ya iniciado en Cristo y a consumar en la gloría. Esperaba una próxima venida de Cristo y el
caso es que el retraso de la misma no supuso trauma alguno en las primeras comunidades cristianas.
Pero ¿qué dijo Jesucristo de su venida?
Tenemos que preguntarnos si realmente Cristo esperaba la venida inminente del reino de Dios en
poder y gloria. La dificultad viene de textos como éste: «Os digo en verdad; Hay algunos de los que
están aquí que no probarán la muerte sin ver antes el reino de Dios, venido ya con poder» (Mc 9, 1;
cfr. Mt 10, 23). En el sermón escatológico (Mt 24, 34; Mc 13, 30), Cristo afirma que no pasará todo
esto (Cristo se refiere al fin del mundo) sino en el marco de esta generación.
La verdad es que, en el sermón escatológico (tanto en la versión de Mateo como de Marcos), Cristo
se refiere al doble acontecimiento de la destrucción del templo y de la venida final del Hijo del
hombre, ambos precedidos de sus respectivos signos. La venida final en el marco de esta
generación (Mc 9,1; Mt 10, 23) es también una referencia a la venida final del Hijo del hombre,
«Yo os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del
hombre» (Mt 10,23).
Sólo desde la perspectiva de lo que es el género apocalíptico cabe entender textos como éstos. En el
mundo apocalíptico, toda espera se presenta como espera de una intervención inminente de Dios.
Esperar un acontecimiento que ataña sólo a otra generación no levantaría nunca ni un movimiento
político ni religioso.
Es propio de la apocalíptica la creencia de que Dios acorta el tiempo, pues de otro modo nadie
podría resistir la tribulación. Por ello, en la literatura apocalíptica se da una conexión tan profunda
entre presente y futuro: el futuro es ya presente. Así, el modo de hablar apocalíptico (que Jesús
emplea) sirve a la parénesis, a la exhortación a la vigilancia, en cuanto que coloca al tiempo
presente como posible destinatario de la venida final del Hijo del hombre. Por eso las fórmulas de
cercanía son un modo de expresar la seguridad de la venida final del Hijo del hombre y la
posibilidad que ésta suceda ya.
Se pregunta si las palabras enigmáticas que hacen referencia a la venida de Cristo en el marco de
esta generación no responden a esta mentalidad apocalíptica que presenta el fin como inminente.
Decir que Jesús ha señalado el fin para esta generación y que se ha equivocado contradiría en
efecto, los textos más claros. Basta tener en cuenta el género literario que Jesús utiliza para sacar a
esos textos del terreno de lo falso y lo verdadero y colocarlos así en el marco de la vigilancia y la
espera que les es propio. Decir que el fin va a ocurrir en esta generación expresa la seguridad del
mismo y hace a la generación presente consciente de que puede ser destinataria del mismo.
Por otro lado, en textos como el sermón escatológico, Cristo se refiere a dos acontecimientos
distintos; la destrucción del templo y la venida final del Hijo del hombre. En interpretaciones judías
de orientación apocalíptica, era frecuente la convicción de que la llegada final del Hijo del hombre
iría precedida de la destrucción del templo y de la ciudad (Dn 9, 27; 11, 31-12, 11). Por ello, la
destrucción del templo la presenta Cristo como signo anunciador de su venida final, distinguiendo
los dos acontecimientos, incluso la exégesis avala la interpretación de que la frase conflictiva «no
pasará esta generación,..» se refiere al fin de la alianza antigua y comienzo de la nueva era con la
resurrección de Cristo: mientras todas estas cosas se le había preguntado al principio cuándo será la
destrucción del templo, tendrán lugar en el marco de esta generación. En cambio, de la llegada
última del Mesías, Jesús dice no saber nada. Lo decisivo es que, inaugurado el nuevo Eón con la
muerte y resurrección de Cristo, la Iglesia espera su venida final sin saber a ciencia cierta cuando
tendrá lugar. Los sinópticos distinguen los dos acontecimientos; la destrucción del templo y la
venida final del Señor. Mientras Marcos, hablando del templo, se limita a dar una indicación vaga
(«en esos días»: Mc 13, 24) de la venida de] Señor y Mateo apela a una indicación redaccional;
«Inmediatamente después de aquellos días» (Mt 24, 29), Lucas habla del tiempo de los gentiles, el
tiempo de la iglesia, que va desde la resurrección de Cristo hasta la segunda venida del Señor (Lc
21, 24).
El Apocalipsis de Juan pinta ya la situación de una Iglesia perseguida en tiempos de Domiciano con
su pretensión de culto divino, en el que el propio Juan parece identificar al anticristo (l Jn 2, 18). La
perspectiva del libro conduce a dar ánimos a la Iglesia perseguida, basándose para ello en el triunfo
de Cristo (Ap l, 5. 18; 19, 16). Cristo vencedor ejerce ya ahora su señorío y el juicio, y la Iglesia
participa ya de su triunfo. Con todo, en el Apocalipsis no se fija la esperanza en el triunfo final de
Cristo, mientras que la Iglesia permanece en este mundo en situación de éxodo, expuesta a las
tribulaciones de la era presente, por lo que clama continuamente: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 20).
De todos modos, la intención de fundar la Iglesia por parte de Cristo para el tiempo anterior a la
parusía queda clara, si tenemos en cuenta que el tema del reino que Cristo predica tiene que ver con
la comunidad, con el nuevo Israel que Cristo quiere instaurar. El reino sólo tiene sentido en relación
con la comunidad mesiánica que Cristo instaura y que es la Iglesia.
Jesús se dirige a las ovejas perdidas de la casa de Israel San Pablo llamará a la Iglesia «Iglesia de
Dios» (Ga 6, 16) que coincide con el pueblo cristiano heredero por la fe de las promesas hechas a
Abrahán (Ga 3, 9. 29). El pueblo judío es Israel según la carne (7 Co 10, 18); pero la Iglesia es
simplemente el Israel de Dios que entronca por la fe con la promesa hecha a Abrahán (Rm 4, 11-
17; 9, 6-8). San Pablo llama a la Iglesia universal y a las Iglesias particulares «Iglesia o Iglesias de
Dios» (l Co 1,2; 11, 16; 10,32; 15, í9; Ga 1, 13; 1 Tm 3, 5- 15), con lo cual está reproduciendo la
perspectiva del Antiguo Testamento, que presenta a Israel como asamblea (qehal) de Yahvé. Por
ello, «lo que muchos parecen olvidar, hablando del reino, es que Cristo, para fundarlo, no partió de
cero, sino de un dato ya existente, el antiguo Israel, que era precisamente un misterio espiritual y
sociológico a la vez». Cuando Mt 10, 6 habla delas ovejas perdidas, no se refiere sólo a una parte
del pueblo (los pecadores, por ejemplo) sino a la totalidad del pueblo que se encuentra como un
rebano extraviado y roto. Y esto significa que Jesús está convencido de que la reunión escatológica
de las ovejas extraviadas, prometida por Ezequiel, ha comenzado ahora. Dios mismo reúne ahora a
su pueblo sirviéndose de su pastor mesiánico (cfr. Ez 34, 23ss).
El reino es la salvación que llega al pueblo de Israel y, en la medida en que Israel lo rechaza, nace
un nuevo Israel, que es el que entronca con Abrahán por medio de la fe en Cristo. Y así la Iglesia
viene a ser como la heredera del antiguo pueblo de Dios, como el verdadero Israel. Cristo no ha
venido a fundar una secta, sino a reunir al Israel de los últimos tiempos. Por eso envía a sus
apóstoles a las ovejas descarriadas del pueblo de Israel: «No toméis el camino de los gentiles ni
entréis en ciudad de samaritanos; dirigios, más bien, a las ovejas perdidas de Israel» (Mt 10, 5-6). Y
de ahí también la afirmación del mismo Jesús: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de
Israel»
(Mt 25, 24).
Una vez que Israel rechaza a Jesús, el maestro se separa del pueblo de Dios para poner
fundamentos del nuevo pueblo de Dios. En un principio el envío de los discípulos queda
circunscrito a las ciudades de Israel: «No vayáis a los gentiles». «Lo cual, no es una prohibición
exclusivista para todos los tiempos.
Responde, más bien, a la salvación del comienzo y a la trayecto personal de Jesús mismo, que se
sabe enviado como hijo de David, como hijo de Abrahán, al pueblo de Israel que él quiere reunir
como el Israel verdadero». En modo alguno excluye Jesús a los gentiles de la salvación, pero él se
dirige exclusivamente a Israel. La luz tiene que resplandecer en Israel para que la vean los otros
pueblos.
A veces se piensa que Cristo, en el Nuevo Testamento, dice poco sobre la Iglesia, pero, en realidad,
la Iglesia ya existía en cierto modo en Israel; lo que hace Cristo es instituirse como centro del
nuevo Israel, con lo cual nace el nuevo y verdadero Israel, que es la Iglesia. El pueblo que Dios se
había elegido en el Antiguo Testamento es un pueblo que se encuentra extraviado; un pueblo
extraviado por falta de pastor (Ez 34, 8) y del que había dicho Dios: «Yo suscitaré, para ponérselo
al frente, un solo pastor que los apacentará» (Ez 34, 23), Jesús quiere reunir de hecho a todo el
pueblo de Israel, a fariseos, celotes, publícanos, ricos, pobres, enfermos, justos y pecadores. «Jesús
no podía fundar una Iglesia, pues ésta existía mucho antes de que Jesús apareciera en Palestina. Esa
Iglesia era el pueblo de Dios, Israel; Jesús se dirige a Israel. Quiere reunirlo ante la inmediata
irrupción del reino de Dios y hacerlo verdadero pueblo de Dios. Lo que llamamos Iglesia no es sino
la comunidad de aquellos que están dispuestos a vivir en el pueblo de Dios congregado por Jesús y
justificado por su muerte».
Pero Cristo sufre en su carne el rechazo de su pueblo y afirma, por ejemplo, a propósito de la fe del
centurión: «Os digo de verdad que en Israel no he encontrado una fe tan grande. Y os digo que
vendrán muchos de Oriente y Occidente a ponerse a la mesa de Abrahán, Isaac y Jacob en el reino
de los cielos (de Dios), mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera» (Mt
8, 10-12). Ya lo había dicho Isaías (2, 1-2) cuando veía confluir en el monte Sión todas las
naciones. Cristo ha querido reunir a todo el pueblo del Israel como la gallina a sus polluelos, pero
no han querido (Lc 13, 34), y por ello dice en la parábola de los viñadores homicidas: «Se os
quitará el reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos» (Mc 21, 43). Los primeros
invitados a la boda no han querido entrar; por eso Jesús convoca a todos los que se encuentren en
los caminos (Mt 22, 1-6), Jesús construirá así su Iglesia sobre el resto de Israel y en continuidad
histórica con el antiguo pueblo de Israel; pero he aquí la gran novedad: lo va a hacer por Ja
adhesión del pueblo a su persona, por la aceptación de su persona por parte del pueblo, por la
aceptación del reino que llega con él. La nueva casa de Israel será edificada sobre nuevos
cimientos, y Jesús, rechazado por la sinagoga, será la piedra fundamental de la nueva edificación
(Mt 21, 42). Jesús ha hablado siempre, bajo las imágenes más diversas, de la congregación del
pueblo de Dios; de esa congregación que él está llevando a cabo. Habla, de hecho, de ¡a Iglesia con
imágenes como la del rebaño (Lc 12, 32; Mc 14, 27) o la de la plantación de Dios {Mt 13, 24).
Justamente el nuevo pueblo, la nueva congregación, surge por la aceptación del reino que llega con
la persona de Cristo. El reino es la salvación definitiva de Dios en su doble dimensión de donación
de la filiación divina y de liberación del pecado y de la muerte. Coincide esencialmente con la
perspectivas de Cristo y su aceptación por parte del hombre, y el reino llega a formar una
comunidad, a formar la Iglesia.
No hay, por ello, oposición entre el reino que Cristo buscó y la Iglesia que convocó. La Iglesia y el
reino nacen juntos, pues Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena noticia. La Iglesia es
fruto de la presencia del reino. El anuncio de Jesús de la salvación del reino no se dirige a un
individuo sino que va a todo el pueblo de Israel. El destinatario de ese reino es la comunidad. La
Iglesia y el reino crecen también juntos, pues cuantos escuchan con fe la palabra de Cristo y la unen
a la congregación por él convocada acogen el reino de Dios. Y es claro, por otro lado, que reino y
Iglesia coincidirán según la mente de Jesús, en la venida final. Aquí, en este mundo. Iglesia y reino
no coinciden plenamente, pues es claro también que puede haber miembros en la Iglesia que no
vivan en gracia, que no acojan el reino; y fuera de ella puede haber, como veremos más adelante,
hombres que vivan en gracia. Mientras tanto, la Iglesia viene a ser el germen y el principio del
reino, la presencia y la comunidad que el reino se crea.
La Iglesia no se identifica con el reino, pero el reino es toda su razón de ser y en función de él
vivirá. Y esta función no es para ella una función de supererogación, sino que brota de su mismo
ser. La Iglesia estará toda ella en función del reino de Dios.
Esto mismo resulta aún más claro, si tenemos en cuenta que Jesús tuvo conciencia de ser el Mesías.
Pero no se concibe el Mesías al margen de una comunidad mesiánica. «La solución del problema
de si Jesús intentó y fundó una Iglesia se deriva de su conciencia mesiánica. Si la reconocemos
como histórica (y todos los hechos lo permiten y justifican), entonces Jesús ha tenido que reunir
también en torno a sí una comunidad mesiánica como el pueblo de Dios de los últimos tiempos que
se inician con él». Sí tuvo conciencia de su mesianidad, no tuvo más remedio que pensar en la
comunidad mesiánica. En este sentido; ¿Acaso su misión mesiánica no consiste en reunir a Israel?
Pero el hecho es que Israel se niega. Cristo no puede evitarlas consecuencias de esta negativa. Con
su rechazo, la Jerusalén oficial se excluye a sí misma del reino mesiánico (Lc 19, 43-44; Mt 23,
39). Levantando como un acta de este hecho, Jesús manifiesta luego su intención de organizar con
este pequeño resto fiel, agrupado en tomo a su persona, un nuevo Israel, sociológicamente distinto
del primero, aun cuando sea de hecho, religiosamente hablando, su prolongación y su cabal
realización. Este nuevo Israel será realmente su Iglesia (Mt 16, 18).
En este sentido, no hemos de olvidar que Jesús, consciente de su mesianismo, realiza el gesto
purificador del templo que refieren los sinópticos (Me 11, 15-19 y par). Según el profeta Malaquías
(3, 1), la purificación del templo sería un acto mesiánico, de modo que la existencia de un templo
ideal era uno de los sueños de la apocalíptica judía. Por ello, el gesto de purificación que realiza
Jesús supone el término de la economía de Israel, la presencia del Mesías y el comienzo de la era
mesiánica. Más específicamente, san Juan nos recuerda que el templo de Jerusalén va a ser
sustituido por la presencia del cuerpo resucitado de Cristo (Jn 2, 21). La economía mesiánica tiene,
pues, su propio templo, que es Cristo, el cuerpo resucitado del Señor es el nuevo templo del que
brotara como un torrente la efusión del Espíritu para vivificar a los que creen en él. Cuando resucite
Cristo y sea glorificado su cuerpo glorioso, presente entre nosotros, nos comunicara el Espíritu.
Y cuando Jesús hace suyo e! título de Hijo del hombre con la evidente intención de expresar su
pretensión mesiánica, evitando todo malentendido político, como tenía el título de Mesías, no
podemos olvidar que el Hijo del hombre, en la profecía de Daniel, hace referencia a una
comunidad: el pueblo de los santos del Altísimo (Dn 7, 18ss), que es la comunidad mesiánica a la
que libra de sus enemigos. En el título de Hijo del hombre, hay implícita una sociedad, una
comunidad, un pueblo. Lo mismo podemos decir del Siervo de Yahvé (ls 49, 6; 53, 12), al que
Dios dará las multitudes como parte suya. Es el siervo que viene a dar la vida en rescate de muchos
(Me 10, 45), de modo que «cabe decir que en las designaciones de Mesías, Hijo del hombre y
Siervo de Dios, así como en la pretensión aneja a las mismas, están dadas la idea de una realidad y
de una comunidad perteneciente a Jesús, de una ecclesia, entendida como sociedad de los que han
sido llamados por él».
En resumen, Cristo predica el reino pensando en la Iglesia, en la comunidad mesiánica que nace de
él y que tiene el encargo de encauzarlo y establecerlo en el mundo. Pensar en un reino al margen
del nuevo Israel que Cristo quiere establecer es ignorar el contexto real en el que Cristo se mueve;
contexto que tiene ya sus raíces en el pueblo de Israel.
Se puede entender la llegada del reino del Dios como un hecho individual que se da sólo en las
almas. El reino de Dios afecta, no a la comunidad sino al individuo y no tiene nada que ver con el
exterior sino con el hombre puramente interior. Pero no se puede olvidar la idea de comunidad que
aparece en él N. Tes. unida al reino de Dios. El movimiento cristiano que surge de la predicación
del reino se consideró a sí mismo como Iglesia desde que rompió con la comunidad judía
interpretándose a sí misma como el verdadero Israel.
Un hecho del que históricamente no se puede dudar y que afecta a la voluntad innegable de Cristo
de reunir en tomo a sí al nuevo pueblo mesiánico es la institución de los doce (Mc 3, 13-19; Le 6,
12-19; Mí 10. 1-4). Dice así el evangelio de Marcos: «Subió Jesús al monte y llamó a los que él
quiso; y vinieron donde él. Instituyó doce y puso a Simón el nombre Pedro».
En efecto, Jesús había subido al monte, pasando la noche en oración, según testimonia Lucas. Y
eligió a doce; mejor,«hizo a doce», según la expresión de Marcos. Este «hizo» tiene una
importancia indudable. El uso de este verbo es debido a que Jesús está creando el nuevo pueblo que
constaba de doce tribus.
La alusión a las doce tribus de Israel, espina dorsal del pueblo israelita, es clara y evidente (Mt 19,
28; Lc22, 30). Con la elección de los doce, Jesús quiere fundar el nuevo Israel.
La elección de los doce discípulos sólo puede referirse a las doce tribus de Israel. El tema de las
doce tribus es uno de los puntos centrales de la esperanza escatológica de Israel. En efecto, aunque
el sistema de las doce tribus había desaparecido bastantes siglos antes (según los contemporáneos
de Jesús, sólo existían la tribu de Judá, la de Benjamín y medía tribu de Leví), se espera que el
tiempo escatológico de la salvación traerá consigo la restauración de las doce tribus de Israel. Ya
los capítulos finales del libro de Ezequiel describen cómo revivirán las doce tribus y su
participación en la tierra».
A este número de doce se da tanta importancia en la Iglesia primitiva que a los apóstoles se les
designa simplemente con el nombre de «los doce» (Mc 4, 10; 6, 7; 10, 32; 11, 11; 14, 17; Lc 8, 1;
9, 12; 22, 3. 47; Jn 6, 67. 70-71; 20, 24; Mt 26, 14).
Mateo suele hablar de los «doce discípulos» (Mt; 10, 1; 11, 1; 20, 17; 26, 20). Y es curioso que se
sigue hablando de «los doce», aun cuando Judas no estaba con ellos (Jn 20, 24; 1 Co 15, 5; Hch 6,
2). Se trata, sin duda, de algo establecido, de una institución.
Ocurre, por otro lado, que en la Iglesia primitiva había toda una técnica de memorización de los
nombres de los apóstoles, pues se comprueba por el modo como son enumerados en los evangelios.
Comienza con Pedro y termina con Judas Iscariote.
Cada lista supone tres cuaternas, y, en todos los casos, dichas cuaternas van comenzadas por los
mismos nombres: Pedro, Felipe, Santiago Alfeo, con ligeras variaciones a partir de estas
constantes. Se trata, por lo tanto, a todas luces, de un esquema mnemotécnico, lo que prueba que la
relación de los nombres de los apóstoles formaba parte de la primitiva tradición oral.
Todo esto nos hace caer en la cuenta de que el grupo de los doce es un grupo estable, bien definido;
una institución que hay que hacer remontar, sin duda, a la elección misma de Cristo. En efecto, por
el criterio de explicación necesaria es preciso preguntarse cómo es posible que se hable de los doce
en todas las partes como de una institución. Es imposible pensar que tuvieran un rango así en todas
las Iglesias, si Cristo no los nombró apóstoles. Por otro lado, el esfuerzo mnemotécnico evidencia
un interés tal en la conservación de los nombres, que no se entiende si Cristo no los eligió
personalmente. No se entiende, por tanto, esta fijación de nombres, esta existencia de esquemas. De
esta firme disposición y rítmica concatenación de las listas de los Apóstoles se deduce que, antes de
la composición de los evangelios, era elemento esencial de la tradición oral.
Es un grupo que se encuentra en todo el entramado del evangelio, un grupo con el que Jesús
convive permanentemente (les eligió para que estuvieran con él: Me 3, 14) y al que instruye de una
forma particular. Pero viene también aquí, en apoyo de la historicidad de este dato, el criterio de
discontinuidad. Los rabinos, es cierto, también se rodeaban de discípulos, pero en nuestro caso todo
cambia en virtud de unas características únicas:
a) En el caso de los apóstoles, no son éstos los que eligen a Jesús, sino que él les elige.
Es lo contrario de lo que hacen los discípulos de los rabinos.
Hay, pues, algo nuevo y insólito en este discipulado de Jesús, tal como aparece en el evangelio y
que no responde de los usos de la época.
Lucas identifica a los apóstoles con los doce. Los «doce» es más antiguo que el término de
«apóstoles». Lucas es el que los identifica y, para pertenecer a su círculo es preciso ser testigos de
la resurrección y haber conocido a Cristo terreno (Hch 1, 22). San Mateo suele hablar de los «doce
discípulos». Para san Pablo, el concepto de apóstol no se circunscribe a los doce, pues reivindica
para sí mismo el carácter y la condición de apóstol de Cristo, alegando el haber sido testigo de la
resurrección y haber recibido el encargo de anunciar el evangelio». Se presenta como apóstol no de
parte de los hombres, sino de parte de Cristo (Ga 1, 1). Designa también Pablo como apóstoles a
Timoteo y Silvano (1 Ts 2, 7) y, también, a Bernabé, un sentido claramente más amplio. Pero,
prescindiendo de la cuestión de si Jesús llamó personalmente apóstoles a los discípulos» y de si se
ampliaron o no dentro del N, Testamento las condiciones para el apostolado, lo cierto es que Jesús
comisionó los doce a la manera de apóstoles, es decir, de enviados, para que participasen de su
propia misión. ¿Cuál es esa misión?
a) Jesús es el enviado del Padre, que, a su vez, envía a 1os apóstoles a continuar su propia misión
hasta la consumación de los siglos. Jesús es el gran enviado del Padre para realizar la obra salvífica
(Lc 4, 43; Mt 10, 40; 21, 37; Jn 3, 16-19. 34; 24. 30; 6, 38; 7, 16; 8, 26-29; 9, 4; JO, 36; 11, 42; 12,
49-50. Por ello dice que la palabra que oyen no es suya, sino del Padre que le ha enviado (Jn 14,
24). Toda su vida ha consistido en consumar la obra que el Padre le encargó (Jn 17, 4).
Los apóstoles son los enviados de Cristo. Son enviado; por Cristo para continuar su misión:
«Como tú me has enviado al mundo, así los he enviado yo al mundo» {Jn 37, 18); «Como el
Padre me ha enviado, así os envío a vosotros» (Jn 20, 21). En una palabra, los apóstoles
participan de la misma misión de Cristo, y reciben la tarea de continuar la misma misión en
la tierra. Hay una misión que continuar; y ésta la realizan los apóstoles por encargo de
Cristo; pero se trata de la misma misión: si Cristo ha dicho que quien a él le ve, ve al Padre
(Jn 14, 9), ahora dice que el que escucha a los apóstoles, a él le escucha, y el que desprecia a
los apóstoles a él le desprecia (Lc 10, 16).
Existe una institución en el Antiguo Testamento: el schaliach, el enviado de una persona que tenía
que representarle para una misión concreta. La persona del enviado era un mero representante del
mandante, alguien que pasaba a segundo término; es como la persona del enviante en el orden
personal, objetivo y jurídico. Jesús se inserta en este ambiente, si bien los enviados de Jesús entran
en la serie de los enviados por Dios en el pueblo de Israel. Añade Fríes, en este sentido: «Si, pues,
Jesús ha llamado y enviado a una parte de sus discípulos de esa manera, si tal vez él mismo ha
designado 'apóstoles' a los doce, ciertamente que no los hizo ni creó simples mensajeros, ni como
misioneros en el sentido del judaismo tardío ni cual predicadores ambulantes como en la Estoa, más
bien, los convirtió en sus representantes objetivos y personales. Con sus palabras y su acción tenían
que representar a Jesús allí donde él no estaba presente, pero donde él quería que su palabra y su
obra, 'su causa, estuviera viva y presente ».
Ocurre, con todo, que los apóstoles de Jesús tienen una especial característica: mientras que el
schaliach judío terminaba su misión una vez cumplido el encargo del mandante, Cristo envía a los
suyos para una misión que no termina.
Jesús «les comunica, en definitiva, sus propios poderes. El verbo enviar (apostelleín), empleado en
este contexto, debe ser subrayado: los apóstoles son especialmente enviados, embajadores de Jesús.
Ellos han sido enviados por Jesús de la misma manera a que él ha sido enviado por el Padre. Ellos
son ante los hombres sustitutos y como representantes de la persona de Jesús»
El mismo poder que Cristo posee es el que transmite a sus apóstoles. Es el poder (exousía)
con el que echa a los demonios (Mc 1,27); es el poder que el Padre le ha dado en el cielo y
en la tierra: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, y haced discípulos
a todos los hombres, enseñándoles a guardar todo cuanto os he ordenado; y sabed que yo
estoy con vosotros hasta el final de los tiempos» (Mt18,16-20).
Por eso, para garantizar su misión, les promete su presencia eficaz hasta la consumación de los
tiempos. Éste es el sentido bíblico, de la fórmula «estaré contigo: una asistencia eficaz de Dios para
el cumplimiento de la misión que encarga. Si el Padre que ha enviado al Hijo está en él (Jn 8, 19),
de forma que el que le recibe a él recibe al Padre que le envió, quien rechaza a Cristo rechaza al
Padre que le envió (Jn 13, 20), ahora Cristo dice lo siguiente a los apóstoles: «sabed que estoy con
vosotros hasta el final de los tiempos». «Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe, y quien me
recibe a mí, recibe a aquel que me ha enviado» (Mt JO, 40; Lc10, 16; Jn 13,20).
Jesús había recibido para el ejercicio de su misión la consagración del Espíritu Santo, consagración
que recibe en el mismo momento de la encamación; pero también en el inicie del ministerio público
en el bautismo: «El Espíritu Santo se posó sobre él» {Lc 3, 21), y en otros momentos de su vida,
vemos también la presencia del Espíritu.
Por eso, cuando Cristo, después de la resurrección, entrega su misión definitiva a los apóstoles,
sopla sobre ellos significando así la transmisión del Espíritu Santo que les consagra: «Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados, les serán perdonados» (Jn 20, 21-23).
Esta continuidad de la misión de los apóstoles con la misión de Cristo tiene una raíz sacramental;
Cristo los consagra, como él mismo ha sido consagrado por el Padre: «Como tú me has enviado al
mundo, así yo también los he enviado al mundo; y yo me consagro por ellos para que ellos sean
consagrados en la verdad» (Jn 17, 18-19).
«Evidentemente, hay que reconocer en estas palabras una continuidad entre la misión de Jesús y la
misión de los discípulos; Jesús es enviado-Jesús envía. Pero la continuidad de la misión está
garantizada por la continuidad de la consagración; 'por ellos me consagro, para que ellos sean
consagrados».
Si la misión de los apóstoles es participación de la misión de Cristo, participan por ello mismo de
sus propios poderes. Véannoslo.
Cristo prometió a los suyos el Espíritu de la verdad, que les enseñaría todo cuanto les había dicho;
«Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os
recordará todo lo que yo os he dicho» {Jn 14, 26). Hay una garantía por parte de Jesús: el envío del
Espíritu Santo que asistirá a los suyos en la enseñanza de la doctrina, hasta el punto de que esa
doctrina podrá ser impuesta a todos los hombres con la autoridad del mismo Cristo: «El que no
crea, se condenará» (Mt 16, 16). Hay, por lo tanto, para los apóstoles, una garantía de fidelidad a la
enseñanza de Cristo.
Recordemos que la fórmula «yo estaré contigo» se emplea más de cien veces en la Sagrada
Escritura con el sentido de una asistencia eficaz por parte de Dios para el cumplimiento de la
misión a la que él envía.
Los apóstoles participan de la autoridad de Cristo regir a la Iglesia, pues Jesús deja a los
suyos como vicarios que rijan la comunidad. En efecto, no se trata simplemente de
transmitir una doctrina como lo hacían los rabinos, sino una vida; una vida que se configura
por la adhesión a la persona de Cristo; una vida que se transmite por los sacramentos. Los
cristianos han de transformar el mundo por el fermento del evangelio. Todo ello implica un
discernimiento, una dirección, una autoridad. «Id, pues, y haced discípulos a todas 1as
gentes» (Mt 28, 19). Si se tiene en cuenta el concepto de discipulado judío, creemos que en
la misión de enseñar el evangelio dada por Cristo a los doce está implicada la misión de
dirigir la comunidad.
Es así como Jesús dice a los suyos; «Yo os aseguro; todo lo que atéis sobre la tierra quedará atado
en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 18,18). Esta
fórmula «atar-desatar», que luego encontraremos también aplicada al ministerio de Pedro, tiene en
el mundo rabínico varios significados que es preciso describir:
— Según el uso que se hace de ella en el Talmud, significa, en primer lugar, declarar lícito
(desatar) o ilícito (atar), con la particularidad de que lo que hacen los apóstoles en la Iglesia no son
meras interpretaciones de la ley, sino que ellos mismos hacen ley, ya que es refrendada en el cielo,
es decir, tendrá el refrendo de Dios.
En el lenguaje rabínico del tiempo se habla de «acciones atadas» o «acciones desatadas», según se
trata de cosas prohibidas o permitidas por la ley, así como eran corrientes fórmulas como «el rabino
Hillel desata», «el rabino Schammai ata», para declarar lo que estaba permitido y lo que el segundo
declaraba prohibido.
- Por fin, una última interpretación de la fórmula atar-desatar: dicha fórmula implica también la
entrega de un poder amplio expresado por la unidad de contrarios. Significa la entrega de una
autoridad última dentro de la comunidad que han de regir los apóstoles.
También confiere Cristo a los suyos el poder de perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo; a
quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados. A quienes se los retengáis les son retenidos»
(Jn 20, 22). Esto significa que el perdón de los pecados o su retención es real, pues tiene valor
delante de Dios.
He aquí, por tanto, que se da una transmisión a los apóstoles de todos los poderes que Cristo ha
sustentado en la tierra y con los que ha ejercido la misión recibida del Padre. Esta transmisión les
viene a los apóstoles directamente de Cristo no por mediación de la comunidad. Es una misión que
nace del Padre y no de la comunidad, que no tiene otra mediación que la de Cristo, sí bien, como la
misma misión de Cristo, está al servicio de la comunidad.
Se trata, por otro lado, de una misión que ha de durar hasta el final de los tiempos (Mt 28, 20), pues
la misión de Cristo es la misión definitiva y perpetua de salvación para toda la humanidad. Si la
misión del schaliach en el mundo hebreo terminaba con el cumplimento de la tarea encomendada
aquí la misión de los apóstoles, idéntica a la misión de Cristo durará tanto cuanto la misión de
Cristo.
De esta estructura apostólica de la Iglesia, que «es una estructura fundamental, que Jesús otorga a
los llamados y constituidos por él, a los doce, a los apóstoles, saber: el envío y la comisión de parte
de aquel que quiere confiar el encargo, la cualifícación de los llamados, definida por ese hecho, no
es una estructura que pueda desaparecer con el tiempo. Esta estructura responde a la primacía de la
palabra que prevalece en la fe, así como a la primacía de la comunidad. Debe, por lo tanto,
permanecer como una constante».
Esto mismo lo reconoce también un teólogo ortodoxo de fama: «Todos los ortodoxos, están de
acuerdo en afirmar que el poder apostólico de atar y desatar no hasido conferido a los doce como
personas privadas o como privilegio limitado en el tiempo, sino que es el origen y la fuente
auténtica de un derecho sacerdotal permanente, que es transmitido de los apóstoles a sus sucesores
en el orden jerárquico, a los obispos y sacerdotes de la Iglesia universal».
Ciertamente hay algo aquí de capital importancia: en las otras religiones, los sacerdotes son, en el
fondo, delegados de la comunidad que se encargan de la función del culto, son un don que la
comunidad se da a sí misma. En el cristianismo, por el contrario, el sacerdocio viene de arriba,
responde a una elección de Cristo y consiste en una participación en su único sacerdocio, de modo
que el sacerdote cristiano es Cristo entre los hombres. Él perdona los pecados en nombre de Cristo
y ofrece la Eucaristía también en su nombre, con la garantía de que la acción de Cristo está en él.
Por ello, la perspectiva del sacerdocio cambia totalmente. No hay más que un sacerdocio, el de
Cristo (Hb 7-8-9); y el sacerdocio de los apóstoles no es sino una participación en él.
Cristo eligió a los apóstoles para que le representen, como hemos visto. Pero da un paso más; entre
ellos elige a Pedro para que ejerza la función de cabeza del cuerpo apostólico. Comencemos por
algunos datos históricos.
Sería un error comenzar el tratamiento del primado de Pedro a partir de Mt 16, 17-19, No se puede
aislar un solo texto, ya que resulta mucho mejor acercarse a la figura de Pedro por medio de
círculos concéntricos, examinando antes la figura de Pedro en el Nuevo Testamento, para terminar
con Mt 16, 17-19.
Es sorprendente, que todas las colecciones de textos del Nuevo Testamento conozcan el tema de
Pedro; tema que no se puede limitar, por ello, a una tradición particular.
El nombre de Pedro aparece siempre el primero en la lista de los apóstoles, en el catálogo de los
doce, como ya hemos visto; incluso en Mt 10, 2 se dice de él que es el primero. Ello no se debe,
simplemente al hecho de que fue llamado por Jesús antes que los demás, sino al hecho de que es el
primero. El hecho tiene importancia por cuanto que Pedro fue el primer testigo de la resurrección
de Cristo (1 Co 15, 5), Esto tiene una importancia decisiva. Que el nombre de Pedro aparezca en
primer lugar en la lista de apariciones del Señor que tenemos en el más primitivo credo de la Iglesia
confirma la importancia apostólica de Pedro. Hemos de tener presente que la misión apostólica,
precisamente en la perspectiva paulina, es esencialmente un testimonio de la resurrección de Cristo:
según su testimonio, Pablo puede considerarse apóstol en el sentido pleno de la palabra porque
también a él se le apareció el resucitado y le llamó. Así resulta comprensible la importancia muy
particular del hecho de haber sido Pedro el primero en ver al Señor y de que aparezca como primer
testigo de la confesión articulada de la comunidad primitiva. En este hecho casi podemos ver una
nueva instalación en el primado, en la preeminencia entre los apóstoles. Si a ello se añade que se
trata de una antiquísima fórmula prepaulina que es transmitida por Pablo con gran veneración como
un elemento intangible de la tradición, entonces resulta evidente la importancia del texto.
Tiene también indudable relieve el hecho de que Pablo vaya a Jerusalén a ver a Pedro (Ga 1, 18),
pasando quince días en su compañía. Catorce años más tarde, Pablo vuelve de nuevo a la ciudad
para confrontar su evangelio con las columnas de la Iglesia, Pedro, Santiago y Juan (Ga 2, 9). Sólo
existe un evangelio común y la certeza de predicar el mensaje auténtico está ligada a la comunión
con las columnas.
Santiago ejerció una especie de primado en el judaísmo primitivo que tenía el centro en Jerusalén,
pero este «primado» no tuvo nunca importancia para la Iglesia universal y desapareció de la
historia. El primado de Santiago no fue nunca un primado auténtico. En los primeros años la Iglesia
de Jerusalén era la única expresión comunitaria de la Iglesia; pero, en la medida en que van
surgiendo otras Iglesias, la de Santiago no pasa de ser una Iglesia particular. En los primeros años,
los apóstoles residen en esta Iglesia, y no tienen jurisdicción sobre las otras Iglesias por la sencilla
razón de que aún no han nacido. Después, con el tiempo, Santiago aparece como jefe de una Iglesia
local, rodeado de un colegio de presbíteros y con una cierta jurisdicción sobre las Iglesias que ella
ha fundado en Judea, Galilea y Samaría. (Hch 8, 1ss; 9, 31; Ga 1, 22) e incluso sobre Antíoquía;
pero no tiene ninguna sobre las Iglesias paulinas. La pretendida jurisdicción universal de Jerusalén
no se puede probar a partir del concilio de Jerusalén ( Lc 15; Hch 15).
Por otro lado, es constante el hecho de que pedro tiene una posición especial en el grupo de los
doce. Si estamos atentos, veremos que los otros discípulos aparecen asociados a el: Simón y los que
estaban con el. (Lc 9,32). Es también significativo que Jesús tenga con el una relación especial:
paga el tributo por cristo (Mt 27,24ss), Jesús toma la casa de Pedro como propia (Mt 8, 14) y
predica desde su barca
(Lc 5 1-12).
Pedro, en su relación con los doce, aparece muchas veces como portavoz de los doce (Mt 16, 16;
Me 9, 5). Es el portavoz principal de los doce en el día de Pentecostés. También es el que acoge en
la Iglesia al primer no judío, al centurión romano Cornelio (Hch 10, 1ss). Pero es también, junto
con Santiago, la figura dirigente de la Iglesia de Jerusalén,
Es un hecho incuestionable que Jesús cambió el nombre de Simón por el de Pedro. Es testimonio
unánime de los cuatros evangelios. Por otro lado, (y aquí tenemos el argumento de discontinuidad,
el nombre de Pedro, que es traducción de la palabra aramea Kefas (piedra), no era entre los judíos
un nombre usual como nombre propio de persona. Se trata, por lo tanto, de una innovación. Por
otro lado, al contrario de lo que ocurrió con el nombre de los hijos de Zebedeo («hijos del trueno»),
el nombre de Pedro terminó por arrinconar totalmente al de Simón. Pablo designa habitualmente a
Pedro con el nombre arameo de Kefas, que incluso fue traducido por el griego Petros. «Este hecho
demuestra la importancia que el nombre de Kefas-Pedro tuvo para la Iglesiaprimitiva».
Hay, además, una cosa clara: el nombre de Pedro no lo recibió Simón en atención a su carácter,
pues era un hombre más bien entusiasta, lábil y quebradizo. No fue, ni mucho menos, el más fíel de
los doce. Entonces, ¿cómo se explica la con cesión de ese nombre a Simón? El motivo de que Jesús
le otorgara ese nombre sólo se puede explicar por la función de roca que le encomendó en el seno
de la Iglesia.
Jesús le había dicho a Simón; «Simón, Simón, mira que satanás os ha reclamado para zarandearos
como el trigo; pero yo he rogado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca. Y tú, luego que te hayas
vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31). Ésta es la función de Pedro: sostener la fe de los
hermanos, Ante los peligros y ataques que amenazan, Jesús ruega por sus discípulos y lo hace
orando por Pedro a fin de que su fe no desfallezca. Pedro, sostenido por la fe en Jesús, ha de ser la
roca y la fortaleza de los apóstoles. Y a fe que así fue en la Iglesia primitiva, en la que Pedro
aparece como guía de la comunidad de Jerusalén, como testigo ante el Sanedrín, como primer
ministro entre los gentiles, como la instancia suprema en la asamblea de los apóstoles y como
mártir.
Todavía no hemos entrado en el texto en el que Cristo promete a Pedro que será la roca en la que se
cimiente la iglesia (Mt 16, 17-19), pero ya, con los datos que hemos expuesto, tenemos una garantía
de la historicidad del mismo: hay que explicar cómo un cambio de nombre de Simón por Pedro
llegó a hacer de este último el nombre usual con el que todos le designaban en la Iglesia primitiva,
tanto más cuanto que se trataba de un nombré que no era en aquel tiempo un nombre de persona.
Hay que explicar también cómo Pedro tenía en la Iglesia primitiva una función de dirigente
aceptado por todos, cuando esto no se puede explicar en atención a sus propias cualidades y cuando
está de por medio la negación que hizo del Señor, un renegado jefe de la Iglesia primitiva. ¿Cómo
puede entenderse eso?
La promesa del primado a Pedro es una escena que nos narra Mateo (Mt 16, 17-19). Es el momento
en que Jesús, después de su predicación en Galilea, se retira al norte, a Cesárea de Filipo, y
pregunta a los suyos quién dice la gente que es él. Simón contesta diciendo: «Tú eres el Mesías, e]
Hijo de Dios»,a lo que responde Jesús: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque esto no
te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo, a mi vez, te
digo que tú eres Pedro {Kefas} y sobre esta piedra (Kefas) edificaré mi Iglesia, y las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella. A tí te daré las llaves del reino de los cielos, y lo que ates en la
tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos»
(Mt 16, 17-19).
Es un hecho que este texto no viene sino en Mateo, no en los paralelos de Marcos y Lucas. Hoy,
como sabemos, la crítica moderna parte de la prioridad del evangelio de Marcos, que constituye,
con la fuente de los logia (la llamada Quelle), una de las fuentes del evangelio de Mateo. Mateo,
por su parte, trae aquí este logion del primado dentro del contexto de la confesión mesiánica de
Pedro y lo hace en verdad con un buen sentido, ya que dicho logion encaja perfectamente con el
asunto, pues la comunidad mesiánica (la Iglesia) es algo íntimamente relacionado con el Mesías.
Por ello hay quien opina que éste es el lugar originario de nuestro texto, si bien hay también quien
opina que Mateo coloca aquí un logion dicho por Jesús en otro lugar.
De todos modos, éste no es el problema fundamental, sino la validez histórica del logion como
procedente de Jesús. En este sentido, tenemos que tratar de la llamada teoría de la interpolación,
según la cual el texto de Mt 16, 17-19 habría sido interpolado posteriormente a los evangelios ya
escritos. Hemos de afrontar también la cuestión de si el texto, presente en los evangelios, es
creación de la comunidad primitiva a la hora misma de confeccionarlos o, por el contrario, proviene
históricamente de Jesús.
Mateo resumió en estos versículos la situación general que Pedro ocupaba en la tradición y, sobre
todo, exaltó al apóstol presentándole como distinguido por la primera aparición de Jesús después de
la resurrección
A la confesión de fe por parte de Pedro en Cesárea de Filipo, Mateo habría añadido la de Pedro,
que expresaría la fe prepascual de la Iglesia y que reflejaba el papel prepascual de Pedro en ella:
«Parece como si Mateo asociara a esta confesión (tú eres e] Mesías) el recuerdo de otra, hecha tras
la resurrección y que expresa la fe eclesial como tal. La fe pospascual habría marcado, pues, la
versión de Mateo, y explicaría la entusiasta aprobación por parte de Jesús, que no encaja del todo
con el enérgico reproche que viene a continuación. Puede columbrarse, pues, el sello o, al menos, la
influencia del papel pospascual de Pedro en las palabras que el evangelista pone en ese momento en
boca de Jesús».
Se dice que, en efecto, es un texto que no puede deberse ala triple tradición (no viene ni en Lucas ni
en Marcos), pues el material particular de un evangelista puede tener valor histórico igual al de las
fuentes comunes.
El problema sería tal, si Mateo fuera, como se pensaba antes, la fuente de Marcos y Lucas; pero
hoy en día se sabe que la fuente primera es Marcos, y Mateo bien ha podido introducir ahí un
logíon de Jesús dicho en otra circunstancia; y habría que decir que lo ha hecho con acierto, ya que
encaja en el contexto. La solución más probable es que el texto es parte del original arameo de
Mateo y que se introdujo en la versión griega como parte de las fuentes históricas que lo completan.
Responde, además, a la concepción y al estilo del evangelio de Mateo, que originariamente estaba
escrito en arameo, y todo él tiene un sabor indudablemente semítico: «carne y sangre», «poder del
infierno», «llaves del reino de los cielos», «atar y desatar», son todas ellas expresiones y términos
semíticos. Sigue manteniendo hoy en día su validez.
Por el contrario, en favor de la historicidad del texto como proveniente de Jesús es la el hecho del
cambio de nombre de Simón, que aparece en los cuatro evangelistas; el hecho de que el nombre de
Kefas no se empleaba para designar a personas (argumento de discontinuidad), y el hecho de que la
posición rectora en la comunidad primitiva no se puede entender si el propio Jesús no le nombró
jefe de la Iglesia. Para el Nuevo Testamento, es incontestable que Pedro es el primero del grupo
antes y después de La pasión. Nada hace suponer que el cambio de nombre de Pedro sea dado por
su carácter. Debe haber otro motivo.
Por otro lado, no carece de importancia el hecho de que sobre la roca que dominaba la ciudad de
Cesárea hubiera edificado Herodes el Grande un templo de mármol a Augusto. Es probable que
Jesús hubiera utilizado aquella vista de la roca-templo para expresar la nueva roca sobre la que
sustenta la iglesia. Era su estilo pedagógico.
En cuanto a su contenido, hay en él tres metáforas que es preciso explicar para poder comprender el
alcance del texto:
Tú eres la roca sobre la que edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella.
Si leemos el texto en griego. Cristo usa el término de Petros para dirigirse a Simón y luego dice que
sobre esta piedra edificará la Iglesia, En arameo, en cambio, no hay necesidad alguna de cambiar la
palabra kefas, ya que es masculino y vale tanto para la persona como para la roca.
Pedro, que ha sido el primero en confesar a Jesús, será la roca que sustente a la iglesia. Todos los
embates del infierno no podrán contra ella. Las puertas es la expresión que significa el poder, ya
que las puertas de una ciudad eran la parte más fortificada de la misma. El Hades, sede de los
muertos, sobre todo de los malvados, viene a significar el imperio de Satanás.
Recordemos, por otro lado, para que podamos entender el texto, que ya Isaías había anunciado la
fundación de la comunidad mesiánica «sobre una piedra escogida, angular, preciosa, fundamental.
El que creyere, no vacilará» (Is 28, 16-18).
Indudablemente, Cristo es la piedra angular que la Sinagoga rechazó (Mt 21, 42-43); pero Cristo,
que se ha de ausentar después de la ascensión, deja en Pedro la roca que sustente a la Iglesia,
haciéndole participar de su función de fundamento: «Simón, en tanto que Kefas-Pedro, debe
propiciar y representar la función de roca de Jesús. No debe desplazar ni sustituir el fundamento
que es Cristo, sino apuntar a él. En Pedro tiene que representarse el fundamento que es
personalmente Cristo
San Pablo llamará a los apóstoles «cimientos de la Iglesia», en cuanto que ellos mismos están
sustentados sobre la roca, que es Pedro. Podríamos decir, por tanto, que el que se sostenga sobre la
roca, que es Pedro, estará seguro de poseer la verdadera fe de la Iglesia. Uno recuerda
espontáneamente las palabras de Cristo a propósito de la casa fundamentadas obre la roca que ni las
lluvias ni los vientos logran destruir (Mí 7, 25).
Las puertas del infierno, según la Biblia de Jerusalén, evocan las potencias del mal, las cuales, tras
haber encadenado a los hombres en la muerte y en el pecado, los encadenan definitivamente en la
muerte eterna.
Con las llaves del reino (la expresión «cielos» en Mateo es sustitutiva de «Dios») se usa una
expresión semítica que significa la investidura del jefe de palacio, el que administraba la corte en
nombre del rey.
Estudiando las estructuras políticas de la dinastía davídica, encuentra entre las instituciones de la
corte de Salomón el cargo de maestro de palacio. Equivalía al gran visir oriental, como lo fue José
en Egipto (Gn 41, 40-44), Por otro lado, no podemos olvidar que el Mesías tiene las llaves de
David (Ap 3, 7). Por ello, el texto viene a dar a entender la intención de Cristo de dejar a Pedro
como vicario suyo en la Iglesia.
Ya hemos hablado de esta metáfora a propósito del poder conferido por Cristo a los apóstoles.
Ahora Cristo lo confiere aquí a Pedro solo, pues le ha elegido para que sea la roca de la Iglesia,
sobre la cual se edificará incluso el cimiento de los apóstoles. La voluntad de Cristo, por lo tanto,
que quiere construir la Iglesia sobre la estructura de los doce apóstoles, no mira a la constitución de
un colegio igualitario, sino un colegio diferenciado, en el que Pedro tiene la responsabilidad de ser
la roca de toda la Iglesia y sobre la que se apoyen incluso los apóstoles. Si aquí dice Cristo que el
poder del infierno no podrá contra la roca, en Lc 22, 31, Cristo ruega para que la fe de Pedro no
desfallezca ante los embates de Satanás y pueda confirmar a sus hermanos en la fe. Hay entre
ambos textos un claro paralelismo.
Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32). Una disputa entre los
discípulos, inspirada por la ambición y el afán de poder, dio ocasión a Jesús para proclamar la ley
del evangelio que es el espíritu de servicio. Jesús promete aquí a Pedro una misión especial para
cuyo cumplimiento le asegura su oración. Satanás pondrá a prueba la fe de los discípulos. Tampoco
Pedro fue preservado de la crisis de fe (Lc 22, 33ss), pero la oración de Jesús le ayudará a
recuperarse de nuevo. Por ello, Pedro podrá confirmar a los demás.
Por fin, Cristo, después de su resurrección, confiere el primado a Pedro; «Cuando comieron, dijo a
Simón Pedro: 'Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?'. Le respondió: 'Si, Señor, tú sabes
que te quiero'. Jesús le dice; 'Apacienta mis corderos'. De nuevo, por segunda vez, le dice: 'Simón,
hijo de Juan, ¿me amas?.' Le responde; 'Sí, Señor, tú sabes que te quiero'. Le dice: 'Apacienta mis
ovejas'. Por tercera vez le dice:
'Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?'. Y le respondió: 'Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te
quiero'. Jesús le dice: 'Apacienta mis ovejas'» (Jn 21, 15-17).
Yahvé era, en el Antiguo Testamento, el verdadero pastor de su pueblo; pero habría de venir aquel
que sería el pastor de todo Israel. Jesús es el pastor que ha dado su vida por las ovejas (Jn 10, 11), y
ahora requiere de Pedro una triple confesión de amor para entregarle la totalidad de su rebaño.
Apacentar es sinónimo de regir, dirigir, alimentar. Jesús, antes de subir al cielo, deja en la tierra un
vicario suyo como pastor universal de todas sus ovejas.
Esta función de Pedro es también una función esencial en la estructura de la Iglesia que Cristo
establece; una función tan perenne como la será la misma Iglesia. Cristo, en realidad, se dirige con
su promesa a Pedro en su circunstancia histórica y no a sus sucesores.
No se debe confundir el fundamento con el edificio. Los obispos y los presbíteros son solamente
guardianes, cuyo oficio es velar para que se continúe la edificación sobre el fundamento de los
apóstoles. Invocar la instalación de los presbíteros y los obispos por los apóstoles para reivindicar,
en provecho de un obispo determinado, la palabra dicha de Jesús al apóstol-roca, es confundir el
fundamento con la edificación».
Las palabras de Cristo a Pedro están condicionadas por las circunstancias históricas, en cuanto que
la promesa la hace Jesús en relación con la profesión de fe de Pedro. Además, Pedro habla como
apóstol y la función apostólica es única y no se repite. Aquí establece el fundamento y éste, por su
naturaleza, es único. La Iglesia del futuro se basa sobre el fundamento puesto una sola vez. Esta
función única de Pedro como fundamento, no transmisible, consiste en que Pedro es, de algún
modo, el modelo de todo el ministerio eclesiástico.
La función apostólica dada por Cristo a los apóstoles (Mt 18, 18) ha de durar hasta el fin de los
siglos: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todos los
pueblos. Y sabed que yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt 28, 18-20). Lo
que Jesús buscaba era construir su Iglesia, de modo que la construcción permaneciese y, si esta
construcción necesita de un fundamento, la Iglesia tiene necesidad de una dirección fundamental.
Además, las potencias infernales han de luchar de por vida contra la Iglesia. ¿Cómo, entonces, la
Iglesia no necesitará para todo tiempo el fundamento puesto por Cristo contra ellas? ¿Habría que
decir, por tanto, que la Iglesia necesitaba al principio un fundamento de unidad que no necesitaría
posteriormente?
La Eucaristía sigue haciendo presente entre nosotros la alianza única de nuestra redención y ello
exige la continuidad del ministerio que la hace presente, de modo que, si la Eucaristía ha de durar
para siempre («Haced esto en memoria mía... Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa,
anunciáis la muerte del Señor hasta que venga»: 1 Co 11, 26), también el ministerio apostólico. En
una palabra, el ministerio apostólico dura lo que dura la Eucaristía, La Eucaristía la celebra en cada
Iglesia local el obispo en comunión con el Papa.
La unidad de la Iglesia primitiva se ve incluso en la fijación del canon, que no se hace sólo por
criterios escriturísticos, sino por el criterio externo de los obispos y, particularmente, del obispo
Roma. La unidad de la Iglesia querida por Cristo es una utopía si se pretende conseguirla
simplemente por la interpretación de la Escritura, como pretenden los reformados, y si ni es por el
criterio de unidad que Cristo puso en los apóstoles y ? en sus sucesores, los obispos en comunión
con el Papa. Pero, en realidad, si tenemos en cuenta que Pedro ejerce la función de ser fundamento
de la unidad y de la firmeza de la Iglesia, es porque tiene las llaves del reino de los cielos, porque
tiene el poder de atar y desatar en la comunidad, porque es el pastor universal de las ovejas del
Señor. Si el ministerio apostólico ha de continuarse porque la función que Cristo encomienda a los
apóstoles ha de durar hasta el fin del tiempo (Mt 28, 20), otro tanto habrá que decir de la función de
aquel que, dentro del colegio de los apóstoles, tiene la función de ser la roca que fortalezca y
sustente su fe96. Como dice Fríes97, es una función que tiene que permanecer mientras dure la
Iglesia.
Cada vez más se reconoce en la Eucaristía el momento clave en la serie de actos con los que Cristo
fue colocando las bases de su Iglesia. Si Cristo ha venido a constituir el nuevo pueblo de Dios que
prolongue en la historia al pueblo de Israel, lo hace, sobre todo, en el momento en el que instituye
la Eucaristía como sacramento de la nueva y definitiva alianza. El viejo pueblo de Israel se
constituyó sobre la alianza que Dios estableció con él y que simbolizó en el rito que Moisés realizó
al asperjar la sangre de los animales sobre doce piedras que representaban a las doce tribus de
Israel, y sobre otra central, que representaba a Dios, diciendo: «Ésta es la sangre de la alianza» (Ex
24, 8); ahora Cristo establece el nuevo pueblo de Dios sobre la base de la nueva y definitiva alianza
que se sella con su sangre: «Ésta es mi sangre de la alianza que será derramada por todos para el
perdón de los pecados» (Mt 26, 28; Me 14, 24). Lucas y Pablo hablan de la «nueva alianza» (Lc 22,
20; 1 Co 11, 25) en conexión con la profecía de Jeremías sobre la nueva alianza que Dios busca
sellar con su pueblo {Jr 3 1, 31 -34).
Cristo, con este gesto, cancela la antigua alianza del Sinaí se inaugura la nueva. Lo que era un mero
anuncio queda rebasado en la cena por su realización.
Pero hay más; hoy en día, aun prescindiendo de cuándo celebró Cristo la última cena (los
sinópticos la colocan el día primero de los ázimos, mientras que Juan la adelanta un día), no cabe
duda de que el rito realizado por Cristo está influenciado por el sentido pascual tanto ritual como
teológicamente, por lo que la última cena de Jesús con los suyos reúne en sí los dos elementos
fundamentales que estaban en el origen del pueblo de Dios; el de la Pascua y el de la alianza, es
decir, la liberación de la esclavitud mediante la sangre del cordero (Juan señala que la muerte de
Cristo coincide con el sacrificio de los corderos pascuales en el templo) y la constitución del pueblo
de la alianza de la nueva sangre.
Por ello: «La cena puede ser considerada bajo múltiples aspectos. Creemos, con muchos
exegetas, que hay que ver en ella mucho más que la institución de un sacramento; en realidad,
se ha realizado en esta circunstancia un gesto de institución de una nueva religión y de la
fundación de la iglesia. Es el acto eminentemente fundacional de Iglesia».
Por esto vemos que la nueva comunidad no se funda, tanto, mediante un acto Jurídico o simbólico
de la comuna de Dios con los hombres, sino por la participación interior la misma vida de Jesús:
«Sí no coméis mí carne y no bebéis mi sangre, no tendréis vida en vosotros» {Jn 6, 53).
La Iglesia ha visto también en la cena pascual de Cristo institución del nuevo sacerdocio;
sacerdocio que no es una delegación de la comunidad, sino participación en el mismo y único
sacerdocio de Cristo. Hay sólo un sacrificio y un solo sacerdocio; el de Cristo (fíl 9, 10). En
consecuencia, la Eucaristía no podrá ser sino el nuevo sacrificio de Cristo que se hace presente en
el hoy de la Iglesia, y el sacerdocio de los que ofrecen este sacrificio no podrá ser sino participación
en el único sacerdocio de Cristo.
A los apóstoles les concede el poder y la obligación de actualizar la Pascua cristiana que funda la
comunidad mesiánica: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 14; 1 Co 11, 24) y por ello mismo
constituye a los doce en sacerdotes de la nueva y definitiva alianza. Y, al hacerlos ministros, les
constituye también en ministros de la palabra, pues al celebrar la Eucaristía, proclaman el mensaje
del Señor hasta que vuelva (1 Co 11, 26). «La institución de la cena no es solamente el momento de
la institución de la Iglesia, sino también el de la institución del ministerio en la Iglesia y para la
Iglesia. En este sentido, hay que entender probablemente el hecho de que, en el momento de la
última cena, Jesús se encuentra exclusivamente con los doce, o sea, solamente con aquellos que
tenían que enseñar luego a la Iglesia a celebrar la cena».
Ahora bien, si la Eucaristía ha de durar hasta el final; «Haced esto en memoria mía, cada vez que
coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Co 11, 26),
ha de durar hasta el final el pueblo de esta nueva alianza, así como el sacerdocio que renueva todos
los días el sacrificio del altar, para hacer presente entre nosotros el sacrificio redentor de Cristo. No
se puede desligar la Eucaristía del pueblo de Dios ni del sacerdocio. Allí donde está la Eucaristía,
allí también está la Iglesia, orgánicamente estructurada por Cristo. Todo se entiende en la medida
en que todo se relaciona mutuamente.
Quien quisiera rechazar la institución de la Iglesia por parte de Cristo tendría que probar que la
Eucaristía fue una institución que la comunidad primitiva se dio a sí misma y que no proviene de
Cristo. Pero el hecho es que ya por los años 40 tenemos dos recensiones diferentes de la institución
eucarística; la antioquena (Lc 22, 14-15 y 1 Co 11, 23-26) y la jerosolimitana (Mt 26, 26-29; Mc
14, 22-25).
Se trata, en efecto, de dos tradiciones independientes, una de sabor arameo (de Marcos y de Mateo)
y, la otra, adaptada la mentalidad griega, pero ambas coinciden en lo fundamental; rito del pan y del
vino en el que Cristo expresa su entrega sacrificial con alusión al Siervo de Yahvé (por «los
muchos») y aludiendo a la sangre de la nueva alianza, algo que es propio de las dos recensiones, si
bien la de Pablo y Lucas añade el adjetivo de nueva.
Por otro lado, difícilmente se puede admitir que una comunidad judía invente el rito de beber la
sangre, que era una abominación para los judíos (criterio de discontinuidad. Finalmente hay que
explicar (criterio de explicación necesaria) en virtud de qué principio, si no es por institución de
Cristo, se puede explicar el hecho de que todas las comunidades cristianas primitivas contaran
desde un principio con Ja institución de la Eucaristía que suplía a la vieja Pascua. ¿Cómo consiguió
desplazar a la vieja pascua desde un principio en todas partes?
Por ello, el que admita que la Eucaristía es de institución de Cristo no podrá recurrir al subterfugio
de que la Iglesia es la agrupación de aquellos que, por propia iniciativa, decidieron seguir la causa
de Jesús. La Iglesia la fundó Cristo al instituir la Eucaristía. Si la Iglesia va a ser entendida como
cuerpo de Cristo, va a ser sobre la base de la participación en su cuerpo eucarístico. Si la Iglesia va
a existir como comunidad de la nueva alianza, lo será sobre la base de que posee el sacramento de
la nueva y definitiva alianza. Dicho de otro modo; sin Eucaristía no hay Iglesia; con Eucaristía,
hay Iglesia. Por ello, sí Cristo ha fundado la Eucaristía, es porque ha pensado en un pueblo, en la
Iglesia.
Tenemos que recordar que la celebración de la Eucaristía por parte de la Iglesia sólo es posible en
la medida en que Cristo vive por la Resurrección. Efectivamente, si no fuera por la cruz y la
resurrección de Cristo de las que la Eucaristía es memorial, no habría ni Eucaristía ni Iglesia. Cristo
instituye la Eucaristía como memorial de su pasión y de su resurrección. Y ella será el instrumento
que hace permanentemente presente entre nosotros su sacrificio en la cruz. Sin la cruz y la
resurrección, la Eucaristía estaría vacía de contenido. La Eucaristía tiene sentido en cuanto que
hace presente entre nosotros el sacrificio redentor de Cristo y que ahora nosotros podemos
refrendar como nuestro en el altar para ofrecerlo al Padre. El Padre no se puede negar al sacrificio
redentor de su Hijo que hacemos presente en la Eucaristía, y de ahí nace toda la gracia que se da en
el mundo y en la Iglesia. En la Eucaristía se hace presente también la resurrección de Cristo que,
antes que nada, es la aceptación del sacrificio de Cristo por su Padre, el cual acepta su sacrificio
resucitándolo. Al entregarse al Padre en la cruz en satisfacción por nuestros pecados, fue aceptado
por el Padre devolviéndonos la vida que habíamos perdido.
La resurrección de Cristo, antes que nada, es la aceptación por el Padre del sacrificio redentor de
Cristo. Por ello hay perdón de los pecados; porque Cristo ha resucitado (1 Co 15, 17), por ello hay
Eucaristía, por ello hay sacramentos. De ahí que Juan vea en el momento mismo de la muerte de
Cristo en la cruz, en la sangre y en el agua que manan de su costado, los sacramentos del bautismo
y de la Eucaristía {Jn 19, 34).
La mayor parte de los exegetas han visto en la sangre y en el agua que manan del costado de Cristo
símbolos de los dos mayores sacramentos, que son la Eucaristía y el bautismo.
Los mismos Padres ven ahí el tema de la Iglesia, que nace del costado abierto de Jesús. Cristo ya
había dicho; «Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré todo hacia mí» (Jn 12, 32).
Los SS. Padres han visto en el agua el símbolo del bautismo y, en la sangre, el símbolo de la
Eucaristía, los dos sacramentos que constituyen el sacramento de la Iglesia, la nueva Eva que nace
del costado del nuevo Adán ( Ef 5, 23-32). A modo de ejemplo, recordemos estas palabras de San
Agustín:
«Cuando dormía Cristo sobre la cruz, representaba, o mejor dicho realizaba lo que había sido
figurado en Adán. En efecto, cuando dormía Adán, le fue quitada una costilla y de ella quedó
formada Eva; de la misma manera, cuando dormía el Señor sobre la cruz, fue traspasado su costado
por una lanza y brotaron de él los sacramentos por los que queda constituida la Iglesia. Ya que la
Iglesia, Esposa del Señor, ha brotado de Él, de la misma manera que de Adán ha sido formada Eva,
de la misma manera que brotó del costado de quien dormía, fue formada la otra del costado de
quien moría».
Hay, pues, vida para la humanidad, vida en Cristo, vida de Iglesia, vida de sacramentos, porque el
Padre ha aceptado el sacrificio redentor de Cristo. Para eso muere Cristo; para que nazca la Iglesia.
Pretender, por tanto, que Cristo no pensó en la Iglesia es pretender que su muerte fue inútil. Pero si
hay resurrección (aceptación del sacrificio de Cristo por parte del Padre, entonces hay perdón de los
pecados, hay Eucaristía, hay Iglesia.
Y es así como ahora este sacramento realiza la comunión de los fíeles en el cuerpo de Cristo. Lo
dice así san Pablo: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de
Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aun siendo
muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (7 Co 10,
16-17). Es la Eucaristía la que crea la Iglesia.
Hay un pasaje en san Juan cargado de significación en la línea que estamos viendo. Es cierto que
Juan no usa la palabra Iglesia, pero todos sus escritos hacen referencia a ella (alegoría del buen
pastor, de la vid, etc.). Es el momento en el que Cristo se refiere a la purificación del templo: echa
por tierra las mesas de los cambistas y anuncia que el santuario será destruido y rehecho por él en
tres días. «Él hablaba del santuario de su cuerpo», comenta Juan (Jn 2, 21).
Para entender el significado de esta escena, es preciso caer en la cuenta de que Malaquías había
previsto la purificación del templo como un acto mesiánico. En los Apocalipsis judíos era frecuente
el tema de un templo ideal, no hecho por mano de hombres (Mc 14, 58). Cristo, por tanto, en esta
escena se arroga una autoridad mesiánica; y, lo que es más, se presenta J a sí mismo como e]
templo de la nueva alianza: el lugar de la shekinah Yahvé, de la habitación de Dios entre los
hombres.
Un nuevo templo viene a significar una nueva economía. Como la antigua economía del Judaísmo
se polarizaba alrededor del templo de Jerusalén, la nueva economía mesiánica tendrá su templo, no
hecho de piedras muertas, colocadas unas encima de otras, sino por hombres vivos, unidos vital
mente al resucitado (cfr. 1 P 2, 5). El nuevo templo es el cuerpo resucitado del Señor, del que
brotará, como un torrente, la Iglesia del Espíritu que vivifica a los creyentes en Cristo. Así, el
nuevo templo estará formado por personas vivas, en las que habita el Espíritu de Cristo, y
fundamentadas sobre el cuerpo resucitado de Cristo, que perdura en la Eucaristía.
Con la Eucaristía comienza, pues, el tiempo de la Iglesia, aunque no se manifiesta hasta la venida
del Espíritu en Pentecostés.
7.- PENTECOSTÉS
Dice san Juan que, durante la vida pública de Jesús, todavía no había Espíritu, pues todavía no
había sido glorificado (Jn 1, 39). El Espíritu Santo, en la Iglesia, es por antonomasia el fruto del
misterio pascual de Cristo. Cristo, que había venido a dar su vida por las ovejas (Jn 10, 10-15), la
da en abundancia mediante el don de su Espíritu. Esto es Pentecostés, de tal manera que la efusión
del Espíritu es el tiempo de la Iglesia.
«El tiempo de la Iglesia representa un tiempo de cumplimiento: por una parte, la efusión del
Espíritu en Pentecostés es el acontecimiento escatológico anunciado por el profeta Joel; por otra, es
igualmente el cumplimiento de la promesa hecha por el Señor, en el momento de separarse de los
suyos, de mandarles «la fuerza de lo alto» (cfr. Lc 24, 49; Hch 1, 8). Esta investidura de toda la
comunidad por parte del Espíritu en el tiempo después de Pentecostés tiene para Lucas un aspecto
que podría compararse con la unción personal del Mesías por el Espíritu para el tiempo de su
actividad en la tierra (cfr. Le 4, 14-18; Hch 10, 38), El tiempo de Jesús prosigue en el tiempo de la
Iglesia; más aún, este tiempo desarrolla todo lo que aquel prometía y precisamente sobre la base de
lo que sucedió entre el uno y el otro: la exaltación de Jesús y su asentamiento en poder (cfr. Hch 1,
34-36), así como el don del Espíritu»'.
«Llegado el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del
cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa en la que se
encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que, dividiéndose, se posaron sobre
cada uno de ellos; quedaron todos ellos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras
lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2, 1-4).
Ésta es la efusión del Espíritu prometida en el Antiguo Testamento; Espíritu que es enviado por
Cristo resucitado y glorificado a su Iglesia, Es la donación permanente y comunitaria del Espíritu a
la Iglesia que Cristo había fundado, de modo que la Iglesia viene a ser el tiempo y el espacio del
Espíritu.
«Con esto entendemos ya una razón de por qué no había venido antes el Espíritu Santo; él es el don
escatológico, y no pudo otorgarse hasta que hubo irrumpido la era escatológica. Pero, por su parte,
la era escatológica requiere 'la nueva alianza' perenne, y ésta se instituye 'en la sangre de Jesucristo',
en la sangre con la que él penetró en el santuario celestial, por su muerte y resurrección (cfr. 1 Co
13, 25; Hb 13, 20; 9, 12). Por lo tanto, la presencia del Espíritu era imposible antes de ese
momento. La inauguración de esta edad escatológica había sido la finalidad de la venida del Hijo
de Dios al mundo: 'Se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios ha llegado; convertios y creed en
el evangelio(Mc 1, 15). Cuando la predicación de Jesús, confirmada por toda su vida y su muerte en
la cruz, es refrendada por Dios en la resurrección, entonces la plenitud de los tiempos rebasa y
rebosa en los 'últimos tiempos'; el tiempo del Espíritu Santo y la Iglesia».
En el tiempo en el que Cristo estuvo en Palestina todavía no había Espíritu, puesto que Cristo, dice
san Juan, no había sido aún glorificado (1 Jn 7, 39). Ahora, Cristo resucitado es el que se hace
presente en la Eucaristía y en la Iglesia con la fuerza del Espíritu. Pentecostés, es la fiesta de la
fecundidad del sacrificio de Cristo. Desde Pentecostés, la presencia de Cristo en la Iglesia y,
particularmente, su presencia en la Eucaristía, es más eficaz que la que tuvo en Palestina, porque,
glorificado, nos envía el don del Espíritu Santo en virtud de su intercesión continua ante el Padre.
Es el Espíritu el que nos trae ahora a Cristo al seno de la Iglesia, y es Cristo el que, desde su
intercesión ante el Padre, nos gana continuamente el don de su Espíritu, Esta acción recíproca de
Cristo y del Espíritu la podemos ver en la Eucaristía sobre todo.
En la Eucaristía pedimos que el Espíritu transforme las ofrendas del pan y del vino (epíclesis) en el
cuerpo y la sangre de Cristo; pero este Cristo, ya presente entre nosotros, será el que nos da
abundantemente el Espíritu como don. En los demás sacramentos hay también una invocación al
Espíritu, para que dé al signo sagrado su eficacia.
Pero el Espíritu, en la medida en que nos hace presente a Cristo y nos une a él, nos abre en Cristo el
acceso al Padre. Él es el artífice de nuestra vida filial (Rm 8, 14ss); nos entronca en Cristo
haciéndonos participar de su filiación divina, de modo que, en Cristo, el Padre nos ama ya como hi-
jos en el Hijo. Esto es la vida de la gracia: ser hijos en el Hijo. Por ello podemos clamar «Abba» en
un mismo Espíritu.
El Espíritu consolida a la jerarquía instituida por Cristo y la penetra de su fuerza para el ejercicio
específico de la misión recibida de Cristo. Lo dice así san Pablo: «Él mismo dio a unos ser
apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto
ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del cuerpo de
Cristo» (Ef 4, 11-12). Pero el Espíritu reparte sus dones a todo el pueblo de Dios, de modo que los
dones jerárquicos y carismáticos se unan en beneficio de la única Iglesia. Dice así san Pablo:
«Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de operaciones, pero
Dios es el mismo, el que obra todo en todos. A cada uno se le da la manifestación del Espíritu
para el bien común. Y así, a uno se le da, mediante el Espíritu, palabra de sabiduría; a otro,
según el mismo Espíritu, palabra de conocimiento. A éste se le da, en el mismo Espíritu, fe; y
a aquél, en el mismo Espíritu, dones de oración. A otro, poder de hacer milagros; a otro, el
hablar en nombre de Dios; a otro, el discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de
lenguas; a otro, el interpretarlas. Todos estos dones los produce el mismo y único Espíritu,
que los distribuye a cada uno en particular, según le place» (1 Co 12, 4-11).
Así pues, Pentecostés constituye, sin duda, el último acto de fundación de la Iglesia, del mismo
modo que Dios modeló el cuerpo del hombre y, luego, le insufló el espíritu, Cristo formó el cuerpo
de su Iglesia con la estructura apostólica; y, luego, le infundió en Pentecostés el Espíritu Santo en
persona. La efusión del Espíritu Santo es el signo de la inauguración de la era mesiánica. ¿Dónde
comenzó la Iglesia de Cristo?, se preguntaba San Agustín. Y él; mismo se responde; «Allí donde el
Espíritu Santo bajó del cielo y llenó a ciento veinte residentes en un solo lugar».
Esta Iglesia, que nació del designio salvador del Padre, que Cristo inició en la tierra con su
predicación y que consumó en su muerte y resurrección, es constituida por el Espíritu en
permanente fidelidad a Cristo y a la espera de su venida gloriosa. El Espíritu no nos toma en sus
manos para separarnos de Cristo, sino, justamente al revés, para incorporamos a Cristo, a su
palabra, a su ejemplo y a su vida. El Espíritu es la garantía de que permanecemos fundamentados
siempre en la verdad de Cristo. Lo había dicho así el mismo Cristo: «Cuando venga él, el Espíritu
de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo
que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo
comunicará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: 'recibirá de lo mío y os
lo comunicará a vosotros'» (Jn 16, 13-15).
(Apéndice)
LA SUCESIÓN APOSTÓLICA
Este apéndice lógicamente tiene que suceder al anterior (el de la institución de la Iglesia por parte
de Cristo). Es preciso ver ahora cómo se desarrolla la estructura que dio a su Iglesia. Es un tema
este que desborda los límites de la Sagrada Escritura, puesto que, fundamentalmente, tenemos que
acudir también, como veremos, a la Tradición. Particularmente, nos interesa ver no sólo la
configuración de la Iglesia en su estructura jerárquica, sino también su configuración en
Iglesias locales que se articulan en torno a la Eucaristía y que, presididas por su obispo, están
en comunión entre sí. La Iglesia sale del entorno del marco judío y comienza a extenderse por
todo el Imperio romano, a las orillas del Mediterráneo. Veremos cuál ha sido su configuración y su
desarrollo.
En un principio, los apóstoles que Cristo puso al frente de su Iglesia al mandarlos en su nombre y
ligarlos tan estrechamente a su persona, instituuyen simplemente colaboradores que van colocando
al frente de las diversas iglesias que fundan, si bien estos colaboradores no presentan, a primera
vista, un estatuto perfectamente definido. Se encuentran en todas partes, en Jerusalén, en las
Iglesias fundadas por Pablo y en la díáspora, Se les designa con nombres diferentes, como, por
ejemplo, el de «colaboradores» {synergoi: Col 4, 11)o más frecuentemente con el nombre de
«ancianos» o «notables» (presbiteroi: Hch 11, 30). Los mismos presbíteros son llamados
frecuentemente “episcopoi”, es decir, vigilantes; término que encontramos también en el
encabezamiento de la carta a los Filipenses.
Se trata de una terminología que, en principio, no estaba definida. A estos colaboradores se les
denomina unas veces «obispos», otras «presbíteros», otras presidentes». Pero todos están a las
órdenes de los apóstoles, más bien como colaboradores que como sucesores.
Pablo y Bernabé fueron a Iconio, Listra y Antioquia “designaron presbíteros en cada Iglesia y,
después de hacer oración con ayunos, les encomendaron al Señor en quien habían creído» (Hch 14,
23).
Los nombres de presbíteros y obispos se sobreponen de modo que vienen a ser equivalentes. Los
presbíteros o ancianos constituyen, como colegio, la dirección y la guía de la comunidad. Su
cometido consiste en “apacentar el rebaño”. Tiene especial importancia el hecho de Hch 20, 28,
conocido como el testamento de Pablo. Pablo manda llamar a Mileto a los ancianos de Efeso y
describe su cometido con estas palabras: «Mirad por vosotros mismos y por vuestra grey, en la cual
el Espíritu Santo os ha constituido vigilantes u obispos para pastorear la Iglesia de Dios que él se
adquirió con su propia sangre». Los ancianos son, pues, llamados obispos, con lo cual se funden
dos conceptos o estructuras: presbítero, que proviene de la sinagoga, y el epíscopos, tomado del
derecho griego. El término epíscopos, aplicado ahora a la función de rector de la comunidad
cristiana, viene a ser sinónimo de pastor. En 1 P 2, 25 se le designa al propio Cristo con el término
de “pastor y epíscopos”.
Como hemos visto, estos presbíteros o vigilantes eran colaboradores de los apóstoles más que
sucesores. «Entre otros motivos, porque los mismos apóstoles pudieron, en un principio, creer que
el fin del mundo estaba próximo. A medida que la vida se les acercaba a su término, la idea de la
sucesión era más clara».
En efecto, en un primero momento, los apóstoles podían creer inminente la vuelta del Señor, ellos
presidían las Iglesia y apenas existía la preocupación de organizar el futuro de las mismas, pero
llega un segundo momento en el que vislumbran su muerte próxima, así como la amenaza de
divisiones y cismas en el seno de la Iglesia, de modo que ya en concreto comienzan a preocuparse
de su sucesión. Éste es el hecho que se va imponiendo y que, en el fondo, no supone trauma alguno
para la Iglesia, pues los apóstoles saben que su misión ha de penar el tiempo intermedio entre las
dos venidas del Señor. Es una realidad que se va llevando a cabo, aunque no haya sido recogida
totalmente en los textos de la Sagrada Escritura. En este sentido, la Tradición nos dice más sobre la
sucesión apostólica que la Escritura. De hecho, se realiza una transición total de los ministerios que
estructuran las Iglesias más allá de lo que los textos mismos pueden indicarnos sobre el tema. Es la
transición que se ha realizado de modo real y que, pertenece más a la Tradición que a la Escritura.
Con todo, hay en la misma Escritura una indicación preciosa sobre el asunto. Las cartas pastorales,
las dirigidas a Tito y a timoteo, vienen a ser como el anillo entre la situación de los colaboradores
elegidos por los apóstoles y los obispos como sucesores de estos últimos. Aunque se discute la
autenticidad paulina de las pastorales, que serían pseudónimas, cabe la posibilidad de que recojan
textos de Pablo. De todos modos, ésta es una cuestión que no afecta a la naturaleza del argumento.
Para la importancia objetiva y teológica de las pastorales, no es decisiva la cuestión del autor.
El género literario de las pastorales es el de testamento, como el que hemos visto en Hch 20, 17-38.
Es la situación del apóstol que siente próxima la muerte y prevé las divisiones y los problemas que
van a afectar a la Iglesia. Parece ser que, en este caso, los problemas provienen de los cristianos de
Tradición hebrea, infectados ya de un protoagnostícismo. La responsabilidad de refutar tales errores
cae sobre Timoteo y sobre Tito, que aparecen como teniendo autoridad sobre los presbíteros.
Timoteo y Tito no son apóstoles, ni siquiera en el sentido de Pablo; sin embargo, tienen una cierta
autoridad sobre los presbíteros-epíscopos de las Iglesias respectivas. En 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6 se
refiere que sobre ellos se hizo la imposición de las manos, de modo que de tal ordenación toman
ciertas responsabilidades. Son responsabilidades terminantes: «yo te encargo, yo te conjuro» (7 Tm
5, 21); «quiero, ordeno» (2 Tm 4, 1); o también: «es necesario» (1 Tm 3, 2).
El testimonio de la Tradición
Es la Tradición la que más nos va a instruir sobre el tema dado que se trata de una realidad que se
lleva a cabo en la práctica y que no se tiene en cuenta en describir por escrito. Los hechos son los
que se van dando, sin que se sienta la necesidad de consignarlos por escrito. Sólo
circunstancialmente tenemos referencia de los hechos.
Tenemos, ante todo, la primera carta de Clemente, sucesor de Pedro en la sede de Roma a finales
del siglo I, que dirige a los corintios un mensaje en los años 96-98 d. C.
El conflicto que surgió en la comunidad de Corinto consistió en que unos «presbíteros de largo
prestigio» fueron depuestos injustamente de su ministerio. Ello provocó una división en la
comunidad y a esta situación se dirige el Papa Clemente, tercer sucesor de san Pedro en Roma:
«Los apóstoles nos predicaron el evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de
parte de Dios, los apóstoles vienen de Cristo. Por la resurrección de nuestro Señor fueron llenos de
certeza y por la palabra de Dios fueron afianzados en la fidelidad. Así pues, según pregonaban por
los lugares y ciudades la buena nueva, iban estableciendo a los que eran las primicias, después de
probarlos por el Espíritu, por obispos y diáconos de los que habían de creer» (c. 42).
«También los apóstoles supieron que habría discusiones acerca del ministerio episcopal; por ello
dieron una instrucción precisa para que, cuando muera un obispo, recojan su servicio otros varones
probados: que quienes fueron constituidos obispos con el asentimiento de toda la comunidad, han
servido sin tacha a la grey de Cristo y obtuvieron un buen testimonio de parte de todos hayan sido
ahora depuestos, lo considero una injusticia» (c. 44).
Ala hora de interpretar este texto se da una división, pues gramaticalmente es susceptible de
interpretaciones diversas, lo que está fuera de dudas es que Clemente mantiene la posición de que
los presbíteros de Corinto están legítimamente instituidos y que, por lo tanto, no pueden ser
depuestos. Ahora bien, esa legitimidad les viene precisamente del hecho de haber sido constituidos
en virtud de una ordenación divino-apostólica.
Ignacio de Antioquia
A comienzos del segundo siglo escribe Ignacio de Antioquía, que se podría llamar teólogo del
episcopado. En sus cartas, escritas hacia el 107 a las Iglesias de Asia, describe la jerarquía
eclesiástica constituida ya en los tres grados; obispo, presbíteros y diáconos. Según las
informaciones que nos da, en cada Iglesia local funciona como jefe un obispo único. En Éfeso
aparece Onésimo (Ef 1, 3); en Magnesia se encuentra Dama {Mag 2, 1); en Tralli, Dolibio (Trall 1,
1); en Esmirna, Policarpo (Smir 12, 1) y sostiene que hay obispos constituidos hasta los últimos
confines de la tierra (Ef 3, 2).
El obispo, ya en sentido monárquico, recibe la autoridad de Dios, del cual es imagen visible: «El
obispo ha obtenido el gobierno de la comunidad no con maniobras personales ni por medio de los
hombres, ni impulsado por la vanidad, sino animado por la caridad de Dios Padre y del Señor
Jesucristo» (Flp 1, 1). Exhorta Ignacio a hacer todo bajo la guía del obispo, que posee el lugar de
Dios, y de los presbíteros, que vienen a ser el senado apostólico, así como de los diáconos, son los
encargados del servicio de Jesucristo (Mag 6, 1). Y de: «Que todos respeten a los diáconos como a
Jesucristo, al obispo como a imagen del Padre y a los presbíteros como al senado de Dios y como el
colegio de los apóstoles» (Trall 3, 1).
Como decimos, san Ignacio viene a ser el teólogo del episcopado y de la Iglesia local; Iglesia que
Ignacio entiende en comunión con la de Roma. Mientras es llevado prisionero a Roma, escribe
desde Esmirna a los romanos; «Ignacio, llamado también Teóforo, a la Iglesia que ha obtenido
misericordia en la magnificencia del Padre altísimo y de Jesucristo, su único Hijo: a la Iglesia
amada e iluminada por voluntad de aquel que ha querido todas las cosas que existen según el amor
de Jesucristo, nuestro Dios; a la Iglesia que preside en el lugar de la región de los romanos, digna
de Dios, digna de honor, digna de bendición, puesta para presidir la caridad, depositaría de la ley de
Cristo, que lleva el nombre del Padre, salud en nombre de Jesucristo, Hijo del Padre, a los fieles
unidos en los santos mandamientos» (Rom Intr.).
Es un hecho incuestionable que la recogida de los libros del Nuevo Testamento es obra de la
Tradición, a finales del siglo II, se impuso en Roma un canon de los libros del Nuevo Testamento,
siguiendo el criterio de la apostolicidad y la catolicidad; criterio que poco a poco fue seguido por
otras Iglesias, a causa de su valor inmanente y de la fuerza de la autoridad de la Iglesia romana.
Con otras palabras, ha sido la Tradición apostólica y, más en concreto, la Tradición de la Iglesia de
Roma la que ha señalado el criterio para establecer el canon de la Sagrada Escritura.
El testimonio de Hipólito
Un testimonio de indudable valor a la hora de valorar la tradición primitiva por lo que se refiere a la
transmisión de los ministerios, es el de la Tradición apostólica de Hipólito del año 215. Nos aporta
él mismo la descripción de la ordenación de un obispo:
1. Que el obispo ordenado sea en todo sin tacha, elegido por todo el pueblo.
2. Y cuando haya sido propuesto y aceptado por todos, el pueblo reunido en asamblea en el día del
Señor junto con los presbíteros y los obispos, aprobarán lodos la elección.
3. Que los obispos le impongan las manos y los presbíteros se queden en silencio.
4. Que todos guarden silencio rezando en su corazón para la bajada del Espíritu.
El Papado en los siglos IV y V
En los siglos IV y V había unanimidad sobre el hecho de que la Iglesia de Roma se había
mantenido libre de herejías. Era, sin duda, la sede de una tradición conservada intacta. Se la
consideraba, por otro lado, como la sede apostólica por antonomasia, pues era la sede de Pedro y de
Pablo. El traslado de Pedro de Jerusalén a Roma fue el paso definitivo de la Iglesia de los judíos a
la Iglesia de los gentiles. No es que Roma significara algo así como una ciudad santa de la Iglesia,
pues Roma era más bien la «Babilonia» de la que habla 1 P 5, 13, en el sentido de que, después del
fracaso de Jerusalén, la Iglesia se encuentra peregrinando en Babilonia, es decir, en el desierto,
como escatológicamente utópica (sin lugar). Roma toma la primacía, porque en ella sufrieron
martirio Pedro y Pablo y en ella se guardaban sus trofeos.
En este contexto, hay algo que no carece de importancia La palabra primatus aparece por primera
vez en el canon 6 de Nicea (año 325), y curiosamente viene en plural, refiriéndose a las sedes de
Roma, Alejandría y Antioquía.
Poco a poco va cristalizando la idea de la sucesión de Pedro y, con ella, la idea de la preeminencia
de Roma y del obispo de Roma, que desempeña un oficio por encima del oficio de los otros
obispos. Los primados de Alejandría y de Antioquía aparecen como primados regionales, mientras
que Roma posee, además, un primado de carácter universal. Sólo el obispo de Roma puede apelar a
la sucesión de Pedro, Roma está a la par de los otros primados, pero, como decimos, sólo él puede
apelar a un primado universal por la sucesión petrina.
El Conflicto de Efeso
La ocasión fue la herejía de Nestorio, pues el mismo Nestorio, elegido en el 422 patriarca de
Constantínopla, se dirigió al Papa Celestino para obtener su aprobación. El mismo Cirilo, patriarca
de Alejandría y defensor contra Nestorio de la auténtica verdad cristológica, piensa en escribir al
Papa, acompañando su carta de todos los documentos necesarios para esclarecer la herejía. «El
antiguo uso de la Iglesia, escribe, me obliga a hacerle conocer estas cosas a su Santidad... Dígnese
hacerme saber su parecer y si debemos mantener con él (Nestorio) comunión o sostener que nadie
puede mantener la comunión con el que tiene tales creencias. Es necesario que vuestro juició sobre
esta causa se manifieste a los obispos de Macedonia y de todo el Oriente».
De hecho, el Papa Celestino convocó en el 430 un sínodo en Roma que condenó a Nestorio. Pero
Nestorio se había ganado el favor del emperador Teodosio II, el cual convocó un concilio general
en Éfeso para Pentecostés del 431. El Papa mandó a dicho concilio a tres delegados, y Cirilo, ante
el retraso de dichos delegados y creyéndose en plena sintonía doctrinal con el Papa, abrió el
concilio que él mismo presidió. El concilio, después de conocer los escritos de Nestorio y «bajo el
peso de los sagrados cánones y la carta del Santísimo Padre Celestino, obispo de la Iglesia de
Roma», excomulga a Nestorio.
El Papa León
Desde el siglo IV, los obispos romanos, particularmente Siricio (384-398), Inocencio I (402-417) y
Zósimo (417-418) reclamaron el primado con creciente decisión, pero sobre todo fue León Magno
el que expresó la idea de que el obispo de Roma tiene un primado universal por ser sucesor de
Pedro, El obispo de Roma puede reivindicar jurídicamente, frente a los demás obispos y en cuanto
sucesor de Pedro, una autoridad análoga a la que Pedro tuvo con los otros apóstoles. Para León, «el
muy bendito apóstol Pedro no cesa de presidir en su sede». Dice así León Magno: «Es perpetua la
solidez de esta fe por la que Cristo alabó al primero de los apóstoles. Y asimismo siempre
permanece lo que Pedro creyó en Cristo, de la misma manera permanece siempre lo que Cristo, en
la persona de Pedro, instituyó. (...) San Pedro, preservando siempre la solidez de la piedra que le
fue otorgada, no abandonó el timón que le fue confiado en la Iglesia.
Con san Agustín, la conciencia de la necesidad del primado para confirmar la fe es patente. En su
lucha contra lospelagianos en África, Agustín buscó con ahínco la aprobación de Roma, pues sólo
con el voto de la Sede apostólica podía conseguir el verdadero refrendo a la decisión de los obispos
africanos. En cualquier asunto importante de disciplina o de doctrina, todos sabían bien que, en
último recurso, era necesario acudir a la sede apostólica. A Agustín le tocó luchar en la Iglesia de
África. Él mismo convocó los concilios de Cartago (418) y el de Milevi. Con muchos de los
obispos dirigió al Papa Inocencio una carta familiar que es un denso y largo memorial, con el fin de
conseguir la aprobación del Papa. «Consciente de su deber colegial, Agustín no ve menos
claramente que la intervención de Roma es la única capaz de desenredar el comprometido negocio:
mientras que Roma no ha dado su dictamen, la cuestión sigue pendiente... pero san Agustín lo
entendía bien: nada podía concluirse sin Roma».
Tema 5
NOTAS CARACTERÍSTICAS DE LA IGLESIA
1.- La Iglesia es Una
La Iglesia es Una debido a su origen. "El modelo y principio supremo de este misterio es la
unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas".
La Iglesia es Una debido a su fundador. "Pues el mismo Hijo encarnado por su cruz
reconcilió a todos los hombres con Dios, restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo
y en un solo cuerpo"
La Iglesia es Una debido a su "alma": "El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena
y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en
Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia". Por tanto, pertenece
a la esencia misma de la Iglesia ser una. (CIC, 813)
La Iglesia es Una. Cristo no fundó muchas, sino UNA Iglesia, dijo que quería formar un solo
rebaño bajo la guía de un solo pastor (Cfr.Jn. 10) La única Iglesia de Cristo, Nuestro Salvador,
después de su resurrección, la entregó a Pedro para que la pastoreara. Le encargó a él y a los demás
Apóstoles que la extendieran la gobernaran. Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo
como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los
obispos en comunión con él.
Esta unidad no debe ser confundida con uniformidad, ya que la Iglesia no podría unir a hombres de
todos los pueblos, razas y culturas, con muy diferentes mentalidades y costumbres, si no se diera en
su seno una diversidad que enriquece la unidad.
Sin embargo, esta diversidad tiene unas fronteras que, si se traspasan anulan la unidad. Así
aparecen los cismas y las herejías. Cuando se rompe la comunión vital, especialmente en la
comunión en el culto, estamos hablando de un cisma. Si la ruptura se produce en el ámbito de la
unidad de la fe, que a su vez provoca una separación en el culto, nos encontramos ante una herejía.
Las separaciones y escisiones sufridas por la Iglesia a través de la historia, se han debido a
disensiones en el ámbito de la fe, que se han profundizado al incidir también factores no religiosos
(tensiones nacionales, políticas, culturales, etc.) y disposiciones personales (espíritu de
contradicción, rivalidad, orgullo...) sin embargo, tras estas escisiones había también un sincero afán
de mantener la autenticidad del mensaje cristiano, por lo que el camino hacia la unidad se debe
realizar mediante el esfuerzo común por entender rectamente el Evangelio.
Las dos separaciones más importantes se produjeron en 1054, al escindirse la Iglesia Oriental y
Occidental tras un largo período de disensiones y enfrentamientos, y la ruptura que la Reforma
introdujo en la Iglesia Occidental, y que a su vez originaría nuevas rupturas.
Así como notamos la diversidad de comunidades cristianas, también constatamos que la mayor
parte de lo que somos y de lo que anunciamos es lo mismo. Más son los aspectos que nos unen que
los puntos diversos. Y la Iglesia busca la unidad, porque siempre le han dolido las divisiones por
ser contrarias al pensamiento del fundador.
Un esfuerzo muy notable por encontrar la unidad de los cristianos comenzó con el Concilio
Vaticano II. La Iglesia quiere la unidad, la busca y se revisa a sí misma para quitar todo lo que por
culpa humana impide llegar a esa unidad. En las denominaciones no católicas también se ha
emprendido esta búsqueda.
Los cristianos de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales, sienten la necesidad de la unidad
que Jesús expresa en su oración al Padre. "Que sean todos uno, como tú, Padre, estás conmigo y yo
contigo que también ellos estén con nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste". Este
movimiento por la unidad de todas las Iglesias se llama "ECUMENISMO", antes a los no
católicos los solíamos llamar protestantes, calvinistas, anglicanos.... Hoy ya se ha hecho común
llamarlos mejor "hermanos separados", porque en verdad son hermanos nuestros y están separados
de nuestra fe católica.
Es muy difícil lograr en un futuro próximo la unidad de todos los cristianos, tener una sola Iglesia,
porque las divisiones han perdurado siglos. Pero la tarea no es imposible. Si somos de veras
cristianos que deseamos permanecer fieles al Evangelio, debemos poner de nuestra parte lo que
podamos, poner toda la esperanza "en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre
para con nosotros, y en el poder del Espíritu Santo."
La Iglesia es Santa, porque Cristo "la amó y dio su vida por ella". Esto lo hizo para consagrarla. En
Ella dejó el Señor todo el tesoro de su santidad adquirido por su muerte y resurrección y así la
Iglesia es dispensadora de santidad y santifica a todos sus miembros desde el bautismo hasta la
última despedida, luchando siempre por purificarla del pecado
Esta propiedad de la Iglesia parece contradecir la experiencia concreta, que nos manifiesta una
comunidad con deficiencias en las actuaciones de sus miembros, y en sus propias acciones
comunitarias. Sin embargo, podemos afirmar su santidad desde el misterio de su ser.
Cuando la Sagrada Escritura habla de santidad, está haciendo mención a algo que es propiedad y
pertenece a Dios, al solo Santo. Por tanto, la santidad no expresa en la Biblia una actitud ética
primordialmente, sino una apropiación por parte de Dios que santifica una realidad profana. De ahí
que podamos afirmar que la Iglesia es santa porque:
Es de Dios y para Dios. Él la elige y crea un pueblo santo, al que es incondicionalmente fiel
y no abandona a los poderes de la muerte y de la contingencia del mundo (Mt 16,18)
Jesucristo, el Hijo amado de Dios, se entregó por la Iglesia para hacerla santa e inmaculada
(Cfr. Ef 5,27), uniéndose con ella de forma indisoluble (Cfr. Mt 28,20)
El Espíritu Santo, prometido por Jesucristo (Jn 14,26; 16,7-9), está presente en ella,
actuando con poder y haciéndola depositaria de los bienes de la salvación que debe
transmitir; la verdad de la fe, los sacramentos de la nueva vida, los ministerios.
Sin embargo, al acoger a hombres y mujeres pecadores, la propia Iglesia es pecadora, necesitando
convertirse al Evangelio para manifestar con su vida lo que es su ser más profundo.
El Apóstol Pablo nos recuerda a los cristianos que, por el Bautismo, hemos nacido a una nueva vida
que transforma nuestro modo de obrar y que hace de nuestra existencia cotidiana un servicio a
Dios. Esta conversión de actitudes, valores y comportamientos no es fruto de un empeño
personal, sino efecto del Espíritu Santo que actúa en nosotros si somos capaces de dejarnos
transformar por Él.
Por todo lo anterior, podemos concluir que la Iglesia es Santa en su ser más profundo, pero
pecadora y en constante conversión en su visibilización en el mundo.
Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado
heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el
poder del Espíritu de Santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a
los santos como modelos e intercesores. Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de
la renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia. En efecto, "La santidad
de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su
ímpetu misionero" (CIC, 828)
La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arrugo. En cambio, los
fieles cristianos se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen
sus ojos a María. En ella, la Iglesia es ya enteramente santa.
Porque la salvación que Cristo nos trajo se dirige a todos los hombres sin excepción. Es Universal.
Por esto la Iglesia es Católica. A partir de la Ascensión del Señor, se rompieron las fronteras de
Israel para "ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio a todas las gentes" Y en orden histórico
los apóstoles serían los testigos de Jesús en Jerusalén en Judea y Samaria y hasta las regiones más
lejanas de la tierra" (Hch 1,8)
a) La misión que ha recibido del Señor para anunciar la Buena Noticia a todos los
hombres (Mc 16,15; Mt 28, 19-20); esta tarea la realiza enriqueciendo las diversas
culturas, llevándolas a su plena humanización, al tiempo que ella misma se
enriquece con las riquezas de todos.
b) Su enraizamiento en un pueblo, localidad o ambiente, donde hace presente la
plenitud de la Iglesia de Jesús que es al mismo tiempo Iglesia Universal, extendida
por todo el mundo.
c) La abundancia de grupos que realizan la existencia cristiana de un modo diferente,
ya sea como religiosos, laicos, célibes, casados o clérigos.
La catolicidad de la Iglesia es un don de Dios, pero al mismo tiempo es una labor permanente, no
exenta de tensiones y dificultades, debido a la diversidad de culturas, costumbres, formas de vida y
vocaciones.
El Concilio Vaticano II en la Lumen Gentium 13 dice: "Todos los hombres están invitados al
nuevo Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a
través de todos los siglos, para que así cumpla el designio de Dios, que en el principio creó una
única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos...Este carácter de universalidad,
que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia
Católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores bajo
Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu"
Apóstol quiere decir enviado. Los cuatro evangelios señalan que Dios, el Padre, ha enviado a Jesús,
su hijo como Salvador del mundo. A su vez, Jesucristo confió a los apóstoles la misión que había
recibido del Padre, encargándoles predicar en su lugar el Evangelio a todos los pueblos, con el
poder del Espíritu Santo, hasta la consumación del mundo:"Se me ha dado plena autoridad en el
cielo y en la tierra, Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos y consagrárselos al
Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo lo que os he mandado, mirad que
yo estoy con vosotros cada día hasta el fin del mundo" ( Mt 28, 18-20; Mc 16, 15-20; Lc. 24, 47-
48; Hch 1,8).
Hoy como ayer y siempre, el Espíritu Santo mantiene a la Iglesia en comunión con los Apóstoles y,
gracias a esta comunión, en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. El Espíritu Santo es el
principio de la comunión de todos los miembros de la Iglesia en la fe y en el testimonio de vida de
los Apóstoles. En este sentido toda la Iglesia es apostólica, manteniéndose en ella la vitalidad del
Evangelio.
Al servicio de la apostolicidad de todos los miembros de la Iglesia está la sucesión apostólica de los
Obispos que garantiza en cada momento que esta Iglesia nuestra es la Iglesia misma de los
apóstoles. La verdadera Iglesia de Jesucristo está allí donde los creyentes son fieles a la fe de los
apóstoles, al mismo tiempo que se adhieren a la sucesión apostólica de los obispos.
En el Nuevo Testamento hay indicios claros de cómo la misión apostólica, en los tiempos
inmediatamente posteriores a los Apóstoles, se transmitió a otros discípulos. En efecto: Los
Apóstoles no sólo tuvieron en vida diversos colaboradores en su ministerio, sino que:
Confiaron a algunos el encargo de continuar, llevar a término y consolidar la obra que ellos
habían comenzado.
Establecieron colaboradores al frente de las comunidades cristianas y les encomendaron que
proveyesen para que otros hombres probados se hiciesen cargo, mas tarde, del ministerio
apostólico.
La misión de los apóstoles se ha transmitido hasta nuestros días a través de los obispos y del Papa,
sucesor del apóstol Pedro. Los obispos son sucesores de los Apóstoles no en lo que a éstos les fue
propio y exclusivo: ser testigos de Cristo Resucitado y ser fundamentos de la Iglesia. Los obispos
suceden a los Apóstoles en su función de Pastores de la Iglesia; a través de ellos se manifiesta y se
conserva en el mundo entero la Tradición Apostólica.
No es necesario que cada obispo, en particular, sea sucesor de un determinado Apóstol. Para
garantizar la sucesión apostólica, basta con que el Colegio (o conjunto) de los obispos suceda al
Colegio (o conjunto) de los Apóstoles. Cada obispo, como miembro de todo el Colegio Episcopal,
ocupa un puesto en la sucesión apostólica. Esto es lo que quiere decir el hecho de que, para ordenar
a un presbítero como obispo, está establecido que le ordenen, por lo menos, tres obispos, como
señal de que se admite al candidato en el Colegio de los obispos.
Desde los orígenes de la Iglesia hasta hoy, y así sucederá hasta siempre, la Fe y la misión de los
Apóstoles se han mantenido íntegras y vivas mediante la sucesión apostólica de los obispos,
asistida por el Espíritu Santo. Un antiguo texto de la Tradición de la Iglesia resume esta realidad
diciendo:"Los apóstoles salieron al orbe entero a predicar la misma doctrina de la misma fe a
todas las naciones. En cada ciudad fundaron Iglesias, que vinieron a ser como retoños o semillas
de la fe y de la doctrina para las demás iglesias de entonces y ahora. Por eso, nuestras Iglesias
deben ser consideradas como brotes de las Iglesias apostólicas. Aún siendo tantas Iglesias, no
forman más que una sola". Tertuliano, siglo III
(Apéndice)
Un hecho histórico vino a poner esta nota en la Iglesia de Cristo: San Pedro, el primero entre los
Apóstoles, fue a Roma y ahí murió. En los Evangelios aparece San Pedro con un lugar muy
importante entre sus compañeros apóstoles, esta primacía es confirmada por Cristo resucitado. En
los Hechos es quien tiene la dirección principal de la Iglesia naciente. Así se le consideró como
signo de ser la Iglesia de Cristo el estar en comunión con Pedro. San Pablo mismo que tiene una
parte tan importante en la propagación del cristianismo primitivo, confiesa que después de su
conversión fue a estar unos 15 días con Pedro, no fuera a suceder que su mensaje no estuviera de
acuerdo con él.Este puesto importante de Pedro en toda la Iglesia lo sigue teniendo el sucesor de Él
en Roma, porque ahí murió en el año 67 dando su vida por Cristo como testimonio final de su amor
al Maestro. Conocemos los nombres de todos los sucesores de Pedro hasta el presente. Hoy
también los cristianos conservamos la comunión con la Iglesia de Roma. Por eso decimos que la
Iglesia es Romana.
¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de
modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su cuerpo:
El Concilio Vaticano II Sínodo "basado en la sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta
Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el Único Mediador y Camino
de Salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras
bien explícitas, la necesidad de la fe y del Bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la
Iglesia, en la que entran los hombres por el Bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían
salvarse los que, sabiendo que Dios fundó por medio de Jesucristo la Iglesia católica como
necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella". (Conc.
Vat. II Lumen Gentium 14)
Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia: "Los que
sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero
corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a
través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna" (L.G. 16)
Tema 6
La índole misionera de la Iglesia está inscrita en su misma naturaleza: “La Iglesia peregrinante es
misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo,
según el designio de Dios Padre…para establecer la paz o comunión con El y armonizar la
sociedad fraterna entre los hombres, pecadores, decretó entrar en la historia de la humanidad de
un modo nuevo y definitivo enviando a su Hijo en nuestra carne para arrancar por su medio a los
hombres del poder de las tinieblas y de Satanás…Mas lo que el Señor ha predicado una vez o lo
que en El se ha obrado para la salvación del género humano hay que proclamarlo y difundirlo
hasta los confines de la tierra (Cf. Act., 1,8), comenzando por Jerusalén (Cf. Lc., 24,47), de suerte
que lo que ha efectuado una vez para la salvación de todos consiga su efecto en la sucesión de los
tiempos. Y para conseguir esto envió Cristo al Espíritu Santo de parte del Padre, para que
realizara interiormente su obra salvífica e impulsara a la Iglesia hacia su propia dilatación. (AG
2-4).
"Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia (evangelio) a toda criatura" (Mc 16,15)
La Misión:
Surge del envío que Jesús hace a sus discípulos para anunciar y significar la Buena Nueva
(Mt 10,5-8)
Tiene una importancia decisiva para los discípulos. Esta importancia queda confirmada por
la abundancia de textos misioneros que aparecen en los Evangelios (Mt5,13; 13,31.33.47;
Mc 3,14; Mt 28,19).
Tiene como contenido fundamental a Jesucristo como Salvador (Hch 5,31) Por medio de Él,
Dios ofrece a todos los hombres una vida nueva.
Se acompaña de gestos significativos y reales que hacen visible y creíble la verdad de su
mensaje (Hch 2,14-16. 3,12-26; 5,12-16)
En breve recorrido que hemos hecho por la vida de las primeras comunidades cristianas, nos
permite afirmar:
La misión de la Iglesia se fundamenta en la misión de Jesús como enviado del Padre para la
liberación de la humanidad.
La razón histórica del ser de la Iglesia es prolongar la misión de Cristo y hacerla visible en
la historia de los hombres.
La misión es la verdadera y única tarea de la Iglesia.
La palabra evangelizar significa literalmente "buen mensaje", "buena noticia". Jesús designa como
"Evangelio" la llegada del Reino de Dios, que provocará la liberación de los oprimidos y la justicia
para los pobres. Este es el anuncio que manda proclamar a sus discípulos tras la Resurrección: "Id
por todo el mundo y proclamad la buena noticia (evangelio) a toda criatura" (Mc 16,15)
El Concilio Vaticano II recordó que "la universalidad de la misión de la Iglesia, la cual se esfuerza
en anunciar el Evangelio a todos los hombres, se basa en el mandato explícito de Cristo y las
exigencias radicales de la catolicidad de la Iglesia" (Ad gentes 1)
Jesús da una orden precisa a los apóstoles "Proclamad la Buena Nueva a toda la creación" (Mc
16,15), "Haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28,19), con una predicación suscitada a la
conversión para el perdón de los pecados (Lc. 24,47).
En el momento de la Ascensión, los discípulos limitan aún su esperanza al Reino de Israel, pues le
preguntan a su Maestro: "Señor ¿Es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?"
(Hch. 1,6). En su respuesta, el Salvador les muestra claramente que deben superar el horizonte, y
que ellos mismos deben convertirse en testigos no solo en Jerusalén, sino también en toda Judea y
Samaria "y hasta los confines de la tierra" (Hch 1,8)
El Redentor no cuenta únicamente con la docilidad de los discípulos a su palabra, sino también con
el poder superior del Espíritu Santo que les promete "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que
vendrá sobre vosotros" (Hch 1,8)
Tras el Sínodo que los obispos dedicaron en 1974 al tema de la evangelización en el mundo
contemporáneo, Pablo VI utilizó sus resultados para elaborar su exhortación apostólica "Evangelii
Nuntiandi" (1975). En este documento se concibe la evangelización como la "dicha y vocación
propia de la Iglesia, su identidad más profunda" (EN, 14).
La llamada a una Nueva Evangelización ha sido propuesta por Juan Pablo II en Haití (1983), con
ocasión del encuentro con los obispos de CELAM para: "Dar a la acción pastoral un impulso
nuevo, capaz de crear tiempos nuevos de evangelización, en una Iglesia todavía más arraigada en
la fuerza y en el poder de Pentecostés" (EN 2).
"Evangelizar consiste en anunciar la Buena Nueva del Evangelio, por medio del testimonio
cristiano, a los hombres situados históricamente, para que se que conviertan y sean liberados"
San Pablo nos expresa muy bien en qué consiste esta buena noticia, cuando afirma:
" Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para que se salve todo el que cree,
tanto si es judío como si no lo es. Porque en él se manifiesta la fuerza salvadora de Dios a través
de una fe en continuo crecimiento, como dice la Escritura -quien alcance la salvación por la fe, ese
vivirá (Rom 1,16-17).
La Buena Noticia no consiste puramente en un mensaje intelectual, sino que es un acontecimiento
salvífico; fuerza de Dios para salvar a todo el que cree. Esta fuerza de Dios se manifiesta en Jesús
de Nazaret, en sus palabras en sus signos, en su muerte y resurrección. El Evangelio, es la persona
misma de Jesucristo. La persona de Jesús se identifica con el Reino.
Cada persona, además de estar inserta en una u otra cultura, viviendo en un ámbito rural o urbano,
desarrollando un trabajo manual o intelectual, está rodeada de unas circunstancias diferentes que la
configuran como ser único e irrepetible.
De ahí que la evangelización deba tener presente a las personas concretas a las que se dirige, sus
necesidades y aspiraciones. Por tanto, al evangelizar se debe tener presente que el destinatario de la
evangelización, es un hombre concreto.
La conversión
Descubrir al Dios de Jesucristo y creer en Él, rechazando los falsos ídolos esclavizadores
Adherirse a su proyecto de salvación, aceptando las exigencias radicales del Reino y los
valores evangélicos como norma de vida.
La conversión es real cuando la acción evangelizadora alcanza y transforma con la fuerza del
Evangelio:
La conversión cristiana es un largo proceso, para que el cambio sea verdadero, es necesario que
surja de una decisión personal, con un cierto grado de reflexión, sea gradual y progresiva y se vaya
verificando en compromisos y estilos de vida concretos y reales..
La liberación
"El hombre evangelizado se reconoce hijo de Dios y, como resultado de esta filiación, acoge y se
relaciona con los otros hombres como hermano. La relación con Dios y con los hermanos ha de
llevarse a cabo en las condiciones de esta vida, en el mundo y en la historia; esto quiere decir que
todas estas realidades quedan incluidas en el proceso salvífico"
El anuncio, los sacramentos y el testimonio "La Buena Nueva debe ser proclamada, en primer
lugar, mediante el testimonio". "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan
testimonio que a los que enseñan...Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como
la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo,
de pobreza y despego de los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una
palabra: de santidad" (Evangelii nuntiandi, 21)
Los Sujetos
Los sujetos de la obra evangelizadora de la Iglesia se encuentran en una doble dirección: Hacia el
exterior la Iglesia tiene como destinatarios a todas aquellas personas que nunca han recibido la
Buena Nueva de Jesucristo. Aquí el mandato del Señor Jesús es categórico: "Id y predicad el
Evangelio a toda criatura" (Mt 16,15). Esta es la razón por la que la Iglesia se siente llamada:
" A no encadenar el anuncio evangélico limitándolo a un sector de la humanidad o a una clase de
hombres o a un solo tipo de cultura" ( E.N. 50 ).
La Iglesia podrá llevar a cabo su misión evangelizadora siempre que transparente y comunique con
su vida lo que proclama en su mensaje. Jesús al anunciar a sus discípulos que eran la sal de la tierra
y la luz del mundo, les advirtió del peligro que constituía el que la sal perdiera su sabor o el que una
lámpara fuera tapada con una olla (Cfr. Mt 5,13-15)
Las situaciones cambiantes, los continuos avances de la ciencia, las modernas formas de relación
entre las personas, obligan a la Iglesia a perpetuar en sí misma la novedad del Evangelio; la
actuación del Espíritu Santo la capacita para responder con su vida y su palabra a los retos que
constantemente le presenta nuestra civilización.
Esta actuación del Espíritu, que la conduce a la verdad plena (Cfr.Jn 15,12-14), se realiza a través
de diversas mediaciones como:
La acogida valiente de la Palabra de Dios, que al penetrar en los corazones cuestiona las
estructuras, actuaciones y comportamientos.
Los signos de los tiempos, es decir, los deseos y aspiraciones profundas de las personas de
la sociedad actual, que se ven plasmados en el esfuerzo a favor de la paz, la justicia, los
derechos humanos, la ecología...
Las voces que se elevan desde la opresión, la marginación la pobreza extrema "el clamor de
los sin voz"
Tema 7
LA IGLESIA COMUNIÓN
1. LA EXPRESIÓN EXTERNA DE LA COMUNIÓN ENTRE CRISTIANOS
La “eclesiología de comunión” es una de las claves hermenéuticas del Concilio Vaticano II y del
Magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II. Su fundamento último radica en el núcleo recóndito en
el que tiene lugar la comunión de cada cristiano con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo. Sólo
Dios conoce el estado real de esa mutua interioridad interpersonal. Podríamos aplicar a esa
situación “real” todo cuando decimos acerca de la autoconciencia del estado de gracia. Nunca
adquirimos aquí en la tierra la certeza absoluta de nuestra comunión vital y amistosa con las
Personas divinas, pero podemos confiar en que esa intimidad se da cuando percibimos unos
determinados síntomas, como puedan ser la ausencia de conciencia de pecado mortal, la buena
disposición habitual para oir y cumplir la Palabra de Dios, la alegría de saberse hijos de Dios y
hermanos de Cristo. De un modo correlativo, en ese núcleo recóndito de cada persona, tiene lugar
una comunión con la Iglesia en su conjunto y con cada uno de los demás hombres, una comunión
que es fraterna en Cristo y en el Espíritu, y filial respecto al Padre común. Esa doble vinculación
con Dios y con los demás nunca es tan arcana que no llegue a incidir en la práctica diaria de la
convivencia y el trabajo.
a) Un primer nivel, para discernir entre lo que responde exclusivamente a lazos simplemente
humanos de afinidad temperamental o a vínculos de sangre o de cultura o de ideología y lo que
puede ser expresión de una relación de origen transcendente, es decir, divino, cristiano.
b) Un segundo nivel, para distinguir (e, incluso separar) lo que pueda ser expresión inequívoca de
comunión en Cristo y en el Espíritu de todo lo que pueda ser expresión ambigua o de doble sentido
en las relaciones interpersonales, de todo lo que pueda llevar consigo una carga de egoísmo, de
manipulación, de falta de tacto en el respeto a los demás, de interés espurio.
Ciertamente en los textos neotestamentarios y en los escritos postapostólicos aparece un tipo de
comunión “externa” entre fieles de comunidades cristianas pequeñas de gran densidad y, al mismo
tiempo, ese tipo de comunión “externa” aparece matizado por criterios de sentido común y de
experiencia (por ejemplo, en el trato entre varones y mujeres, en el respeto al regimen de autoridad
familiar, en el respeto a la propiedad privada de bienes). Ese tipo de comunidades primeras
constituirá siempre un modelo, a lo largo de los siglos, para una gran variedad de formas de vida
cristiana socialmente organizada. El mismo hecho de que surjan, una y otra vez, en la Historia de la
Iglesia, iniciativas de vida “comunitaria”, casi siempre animadas de un espíritu fervoroso y
renovador, ya es de por sí bastante elocuente acerca de lo que ocurre entre los cristianos cuando las
cifras son grandes o cuando constituyen multitudes, naciones, pueblos. Parece casi inevitable que el
espíritu de comunión fraterna se diluya a medida que aumenta el número y decrece el conocimiento
cercano de los demás y a medida que la vida social es regida por otros criterios más mundanos.
En la gran pastoral de la Iglesia se da actualmente una exhortación constante a vivir “la
espiritualidad de comunión”. En la Carta programática “Novo Millenio Ineunte”, Juan Pablo II lo
proclama así: “Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de
la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el
hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los
agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la
comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que
habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a
nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe
en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como "uno que me pertenece", para saber
compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para
ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de
ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un
"don para mí", además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin,
espiritualidad de la comunión es saber "dar espacio" al hermano, llevando mutuamente la carga de
los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y
engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos
ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se
convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y
crecimiento.”
Las propuestas concretas que adelanta la pastoral autorizada de la Iglesia suelen referirse a grupos
de cristianos relativamente reducidos. En primer lugar destaca la importancia que se concede a la
comunión “afectiva y efectiva” entre los pastores de la Iglesia, comenzando por los obispos.
Aunque el número de obispos en la Iglesia Católica pasa de 4.000, hay toda una estructura viva que
permite el desarrollo de una verdadera espiritualidad de comunión, como son las Conferencias
episcopales, la institución de los Sínodos de Obispos, las visitas “ad limina”, etc. En una escala más
reducida y homogénea se encuentra el presbiterio de una diócesis. Hay una abundante literatura que
trata el tema de la fraternidad sacerdotal en el seno del presbiterio. Incluso el Concilio Vaticano II
alabó las asociaciones que fomentan el encuentro y la convivencia fraterna entre sacerdotes
seculares. Con todo, la parroquia sigue siendo la comunidad básica en la Iglesia Católica, la célula
nuclear en el tejido de una Iglesia particular. Este punto de vista es mantenido por Juan Pablo II en
todas sus manifestaciones pastorales. La misma idea de “comunidad de comunidades y de
movimientos” aplicada a la parroquia es empleada en la Exh. Apost. “Ecclesia in America e intenta
resolver la dialéctica parroquia-movimientos en una síntesis globalizadora. La tensión, sin
embargo, se produce, casi inevitablemente, cuando una institución nacida precisamente para crear
comunión se anquilosa y se configura según un cierto orden establecido, convencional,
conservador, y no es capaz de competir en atractivo y en vitalidad espiritual y apostólica con otro
tipo de comunidades no esperadas.
(Aspecto teológico)
Por eso podemos decir que la Iglesia es un misterio de comunión, es el sacramento de la comunión
íntima de los hombres con la Trinidad y de los hombres entre sí. Hay algo personal irreducible que
lleva a cada cristiano a decir: ”Padre, Tú y yo; Jesús, Tú y yo; Santo Espíritu, Tú y yo." Nadie
puede sustituir a nadie en ese trato personal con Dios. Pero hay otro nivel que lo estableció Cristo
mismo: el nivel del “nosotros” cara a Dios Padre: "Cuando oren, digan: “Padre nuestro". Cuando
la Iglesia ora al Padre invoca el Nombre de su Hijo como título que abre las puertas a lo divino. La
conclusión completa de la oración cristiana al Padre es: “por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos”.
También la Iglesia se dirige de modo directo a Jesús y al Espíritu Santo, en otras oraciones.
El “nosotros” orante responde a ese nivel al que Jesús quiso elevarnos en su plegaria sacerdotal de
la última cena: “que todos sean uno, como tú Padre en mí y yo en Ti, que todos sean uno como
nosotros somos uno” (Jn 17,21). El “nosotros” de la comunión orante en Cristo es una
participación del “nosotros” intratrinitario. En la intimidad del corazón, el cristiano vive también
1
Cfr. CONCILIO VATICANO II. Constitución Dogmática Lumen Gentium, 2.
ese “nosotros” en una diversidad de niveles que es asombrosa. Siempre se sabe en presencia de la
Trinidad y no como un extraño sino como un hijo del Padre, hijo en el Hijo, hermano de Cristo y,
en Cristo, hermano de los demás hombres.
Ahora bien, esta comunión nos viene explícitamente revelada por Jesús, él mismo se hizo uno de
nosotros, en todo menos en el pecado, ha asumido nuestra naturaleza. Él se ha inculturado; es
decir, se ha metido y ha asumido una cultura concreta y a una naturaleza concreta. La comunión
con Dios ha llegado a su plenitud en la realidad “Jesucristo”, quien es uno de nosotros.
La Iglesia –comunión que une diversidad y unidad- por su presencia en el mundo entero, asume lo
que encuentra de positivo en cada cultura. Sin embargo, la inculturación no es simple adaptación
exterior, sino que es una transformación interior de los auténticos valores culturales por su
integración en el cristianismo y por el enraizamiento del cristianismo en las diversas culturas
humanas2
(Dimensión Pastoral)
Pertenecemos a la iglesia Católica (universal), con las puertas abiertas para todos, sin excluir a
nadie. Nos reúne la fe en el único Señor. Una fe personal que brota del encuentro con Jesucristo,
pero con exigencias comunitarias.
Estamos llamados para promover el único programa del Evangelio y el proyecto de Dios:
Extender el Reinado de Dios.
Necesitamos tomar conciencia de que seguir a Jesucristo no es cuestión privada, sino que tiene la
dimensión comunitaria. Por tanto es necesario crear un espacio de comunión concreta como
objetivo netamente cristiano, ya que si no se vive en un ambiente concreto de comunión de
personas, se corre el riesgo de quedarse en una pura abstracción, temas muy bonitos, reflexiones
muy profundas, pero que no se practican, quedándose todo en el escritorio.
2
Cfr. II Sínodo Extraordinario Relatio finalis II D, 4: L’Osservatore Romano, 10 diciembre 1985., 7)
3
Cfr. Sínodo de los Obispo (1987) “Instrumentum laboris” Sobre el tema “Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y
en el mundo a 20 años del Concilio Vaticano II”. 22-IV-1987
La comunión es el resultado existencial de la comunicación. Cuanto más intensa sea la
comunicación, más profunda será la comunión.
Juntos tenemos que buscar las formas concretas de vivir el Evangelio. No es sólo una exigencia
organizativa sino la forma de realizar la comunión encarnada. El deseo de Jesucristo es ser uno a
ejemplo de la trinidad Jn 17,21. Viene a reunir a los hijos dispersos Jn 11,52 La Iglesia
continuando este objetivo en fidelidad a Cristo quiere hacerse uno con las diferentes culturas
(inculturación) RM 52. La inculturación se realiza en el proyecto de cada pueblo, fortaleciendo su
identidad y liberándolo de los poderes de muerte (SD 13)
Ya en aparecida 169 nos dice: “la Diócesis, presidida por el Obispo, es el primer ámbito de la
comunión y la misión. Ella debe impulsar y conducir una acción pastoral orgánica renovada y
vigorosa, de manera que la variedad de carismas, y ministerios, servicios y organizaciones se
orienten en un mismo proyecto misionero para comunicar vida en el propio territorio. Este
proyecto sólo es eficiente si cada comunidad cristiana, cada parroquia, cada comunidad educativa,
cada comunidad de vida consagrada, cada asociación o movimiento y cada comunidad de vida
consagrada, cada asociación o movimiento y cada pequeña comunidad se insertan activamente en
la Pastoral de cada diócesis. Cada uno está llamado a evangelizar de un modo armónico e
integrado en el proyecto pastoral de la Diócesis”.
Pero esto sólo es posible con la colaboración de todos. El presbiterio, la riqueza de las
comunidades consagradas con sus carismas y la participación activa de todos los fieles laicos.
Así la Buena Noticia podrá incidir en la sociedad y en la cultura de este tiempo y de cada grupo
humano. Tenemos por delante la apasionante tarea de hacer renacer el celo evangelizador, en el
horizonte exigente y comprometido de la pastoral. Pero este acento, no significa que cada uno
realice sus tareas al margen del resto, sino que desarrolle su misión de un modo armónico e
integrado en el proyecto pastoral de la diócesis que surja de un camino de variada participación: es
la llamada pastoral orgánica.
La finalidad que se persigue es que juntos busquemos el proyecto de Dios para nuestras Iglesias
particulares.
Para asegurar la vitalidad de esta pastoral orgánica sobre todo hemos de retomar con energía el
proceso de la reforma y conversión de nuestras parroquias. Cada parroquia ha de renovarse en
orden a aprovechar la totalidad de sus potencialidades pastorales para llegar efectivamente a
cuantos le están encomendados. Con todos sus organismos e instituciones, ha de asumir
decididamente un estado permanente de misión, en primer lugar dentro de su propio territorio,
dado que la parroquia es para todos los que integran su jurisdicción, tanto para los ya bautizados
como para los que todavía ignoran a Jesucristo, lo rechazan o prescinden de Él en sus vidas
Debemos insistir en el protagonismo de todos y cada uno de los bautizados, favoreciendo su activa
participación en las distintas instancias de las acciones pastorales: no sólo en la fase de ejecución,
sino también en la planificación, en la celebración y en la metódica evaluación. Hemos de
ingeniarnos para facilitar que en las actividades evangelizadoras también se integren los niños y
los ancianos.
Deseamos encontrar los modos de llegar a todos los bautizados, propiciando su inserción cordial
en la vida de la Iglesia, porque la mayor parte de los bautizados no han tomado plena conciencia
de su pertenencia a ella. Se sienten católicos, pero no siempre miembros de la Iglesia.
Necesitamos hacernos prójimos de los excluidos de la historia para introducirlos en la misma
experiencia que nos ha cambiado la vida. La Nueva Evangelización implica un esfuerzo por salir
al encuentro de todas las mujeres y hombres de nuestros ambientes, especialmente de los que se
sienten más alejados, allí donde se hallan y en la situación en la que se encuentran, para ayudarles
a experimentar la misericordia del Padre.
La tarea evangelizadora ha de tener en cuenta la cotidiana experiencia de la gente, lo que viven las
personas, sus inquietudes, sueños, expectativas y preocupaciones que vibran en sus corazones. Son
innumerables los acontecimientos de la vida y las situaciones humanas que ofrecen la ocasión de
anunciar, de modo discreto pero eficaz, en respetuoso diálogo con la cultura, lo que el Señor desea
comunicar en una determinada circunstancia. Es necesaria una verdadera sensibilidad espiritual
para llegar a leer el mensaje de Dios en los acontecimientos que son signos de los tiempos.
Esto nos lleva a interesarnos por los problemas, liberación a los cautivos (Is 61,1-4;Lc 4,18). Esto
exige analizar las necesidades más urgentes. Aportar sugerencias con respeto nos ayuda a madurar
y a superar deficiencias. No existe cultura perfecta, ninguna cultura debe imponer sus normas a las
otras. La novedad cristiana llega a una nueva cultura surgiendo manifestaciones culturales
tipificadas para expresar los símbolos litúrgicos, formulaciones doctrinales, los tipos de santidad,
pero todo esto lejos de dividir a las diferentes iglesias locales, debe conducir a un mutuo
reconocimiento en la fe apostólica y a la solidaridad en el amor.
En conclusión tenemos que buscar la forma de hacer vigente las comunidades primitivas como nos
lo dice los Hch 2,42-46 “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la convivencia, a
la fracción del pan y a la oración. Todos los creyentes vivían unidos y compartían todo cuanto
tenían. Vendían sus bienes y propiedades y se repartían de acuerdo a lo que cada uno de ellos
necesitaba”. Y Hch 4,32-36: “la multitud de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma.
Nadie consideraba como suyo lo que poseía, sino que todo lo tenían en común. Dios confirmaba
con su poder el testimonio de los apóstoles respecto de la resurrección del Señor Jesús, y todos
ellos vivían algo maravilloso. No había entre ellos ningún necesitado porque todos los que tenían
campos o casas, los vendían y ponían el dinero a los pies de los apóstoles, quienes repartían a cada
uno sus necesidades”.
Oigamos de nuevo las palabras de Jesús: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador (...).
Permaneced en mí, y yo en vosotros» (Jn 15, 1-4).
Con estas sencillas palabras nos es revelada la misteriosa comunión que vincula en unidad al Señor
con los discípulos, a Cristo con los bautizados; una comunión viva y vivificante, por la cual los
cristianos ya no se pertenecen a sí mismos, sino que son propiedad de Cristo, como los sarmientos
unidos a la vid.
La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del
Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo: los cristianos se unen al Padre al unirse al Hijo en el
vínculo amoroso del Espíritu.
Jesús continúa: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5). La comunión de los cristianos
entre sí nace de su comunión con Cristo: todos somos sarmientos de la única Vid, que es Cristo. El
Señor Jesús nos indica que esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa
participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por ella Jesús pide:
«Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros,
para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).
Esta comunión es el mismo misterio de la Iglesia, como lo recuerda el Concilio Vaticano II, con la
célebre expresión de San Cipriano: «La Iglesia universal se presenta como "un pueblo congregado
en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» Al inicio de la celebración eucarística,
cuando el sacerdote nos acoge con el saludo del apóstol Pablo: «La gracia de nuestro Señor
Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Co 13,
13), se nos recuerda habitualmente este misterio de la Iglesia-Comunión.
Después de haber delineado la «figura» de los fieles laicos en el marco de la dignidad que les es
propia, debemos reflexionar ahora sobre su misión y responsabilidad en la Iglesia y en el mundo.
Sin embargo, sólo podremos comprenderlas adecuadamente si nos situamos en el contexto vivo de
la Iglesia-Comunión.
Es ésta la idea central que, en el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha vuelto a proponer de sí misma.
Nos lo ha recordado el Sínodo extraordinario de 1985, celebrado a los veinte años del evento
conciliar: «La eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos del
Concilio. La koinonia-comunión, fundada en la Sagrada Escritura, ha sido muy apreciada en la
Iglesia antigua, y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Por esto el Concilio Vaticano II ha
realizado un gran esfuerzo para que la Iglesia en cuanto comunión fuese comprendida con mayor
claridad y concretamente traducida en la vida práctica. ¿Qué significa la compleja palabra
"comunión"? Se trata fundamentalmente de la comunión con Dios por medio de Jesucristo, en el
Espíritu Santo. Esta comunión tiene lugar en la palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo
es la puerta y el fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía es fuente y culmen de toda
la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11). La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo significa y
produce, es decir edifica, la íntima comunión de todos los fieles en el cuerpo de Cristo que es la
Iglesia (cf. 1 Co 10, 16 s.)».
Poco después del Concilio, Pablo VI se dirigía a los fieles con estas palabras: «La Iglesia es una
comunión. ¿Qué quiere decir en este caso comunión? Nos os remitimos al parágrafo del catecismo
que habla sobre la sanctorum communionem, la comunión de los santos. Iglesia quiere decir
comunión de los santos. Y comunión de los santos quiere decir una doble participación vital: la
incorporación de los cristianos a la vida de Cristo, y la circulación de una idéntica caridad en todos
los fieles, en este y en el otro mundo. Unión a Cristo y en Cristo; y unión entre los cristianos dentro
la Iglesia».
Las imágenes bíblicas con las que el Concilio ha querido introducirnos en la contemplación del
misterio de la Iglesia, iluminan la realidad de la Iglesia-Comunión en su inseparable dimensión de
comunión de los cristianos con Cristo, y de comunión de los cristianos entre sí. Son las imágenes
del ovil, de la grey, de la vid, del edificio espiritual, de la ciudad santa. Sobre todo es la imagen del
cuerpo tal y como la presenta el apóstol Pablo, cuya doctrina reverbera fresca y atrayente en
numerosas páginas del Concilio. Éste, a su vez, inicia considerando la entera historia de la
salvación, y vuelve a presentar la Iglesia como Pueblo de Dios: «Ha querido Dios santificar y
salvar a los hombres no individualmente y sin ninguna relación entre ellos, sino constituyendo con
ellos un pueblo que lo reconociese en la verdad y le sirviera santamente». Ya en sus primeras
líneas, la constitución Lumen gentium compendia maravillosamente esta doctrina diciendo: «La
Iglesia es en Cristo como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión del
hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano».
En efecto, aquel Espíritu que desde la eternidad abraza la única e indivisa Trinidad, aquel Espíritu
que «en la plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4) unió indisolublemente la carne humana al Hijo de
Dios, aquel mismo e idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas, el
inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia.
El apóstol Pablo insiste particularmente en la comunión orgánica del Cuerpo místico de Cristo.
Podemos escuchar de nuevo sus ricas enseñanzas en la síntesis trazada por el Concilio. Jesucristo
—leemos en la constitución Lumen gentium— «comunicando su Espíritu, constituye místicamente
como cuerpo suyo a sus hermanos, llamados de entre todas las gentes. En ese cuerpo, la vida de
Cristo se derrama en los creyentes (...). Como todos los miembros del cuerpo humano, aunque
numerosos, forman un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la
edificación del cuerpo de Cristo vige la diversidad de miembros y funciones. Uno es el Espíritu
que, para la utilidad de la Iglesia, distribuye sus múltiples dones con magnificencia proporcionada a
su riqueza y a las necesidades de los servicios (cf. 1 Co 12, 1-11). Entre estos dones ocupa el
primer puesto la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu somete incluso los
carismáticos (cf. 1 Co 14). Y es también el mismo Espíritu que, con su fuerza y mediante la íntima
conexión de los miembros, produce y estimula la caridad entre todos los fieles. Y por tanto, si un
miembro sufre, sufren con él todos los demás miembros; si a un miembro lo honoran, de ello se
gozan con él todos los demás miembros (cf. 1 Co 12, 26)».
La comunión eclesial es, por tanto, un don; un gran don del Espíritu Santo, que los fieles laicos
están llamados a acoger con gratitud y, al mismo tiempo, a vivir con profundo sentido de
responsabilidad. El modo concreto de actuarlo es a través de la participación en la vida y misión de
la Iglesia, a cuyo servicio los fieles laicos contribuyen con sus diversas y complementarias
funciones y carismas.
El fiel laico «no puede jamás cerrarse sobre sí mismo, aislándose espiritualmente de la comunidad;
sino que debe vivir en un continuo intercambio con los demás, con un vivo sentido de fraternidad,
en el gozo de una igual dignidad y en el empeño por hacer fructificar, junto con los demás, el
inmenso tesoro recibido en herencia. El Espíritu del Señor le confiere, como también a los demás,
múltiples carismas; le invita a tomar parte en diferentes ministerios y encargos; le recuerda, como
también recuerda a los otros en relación con él, que todo aquello que le distingue no significa una
mayor dignidad, sino una especial y complementaria habilitación al servicio (...). De esta manera,
los carismas, los ministerios, los encargos y los servicios del fiel laico existen en la comunión y
para la comunión. Son riquezas que se complementan entre sí en favor de todos, bajo la guía
prudente de los Pastores».
BIBLIOGRAFÍA GENERAL
PÉREZ ROMERO, JUAN MANUEL Eclesiología para laicos, Curso Básico. Querétaro México,
2005
GONZÁLEZ, C El cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Col 1, 24) Eclesiología I México 2001