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SIGNOS

Y SÍMBOLOS, PALABRAS Y ACCIONES1


OFICINA PARA LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS DEL SUMO PONTÍFICE

La Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium define la sagrada liturgia como


«el ejercicio de la función (munus) sacerdotal de Jesucristo», en el que «la
santificación del hombre se expresa mediante signos sensibles y se realiza de un
modo propio en cada uno de ellos» (núm. 7). En la vida sacramental de la iglesia,
el "tesoro escondido en el campo", del que habla Jesús en la parábola del evangelio
(Mt. 13,44), se hace perceptible a los fieles a través de los signos sagrados. Mientras
que los elementos esenciales de los sacramentos —la forma y la materia en
términos de la teología escolástica—, se distinguen con una humildad y sencillez
maravillosa, la liturgia, como acto sagrado, los envuelve en ritos y ceremonias que
ilustran y hacen comprender mejor la gran realidad del misterio. Por lo tanto, se
da una traducción en elementos sensibles, y por lo tanto más accesibles al
conocimiento humano, para que la comunidad cristiana —«sacris actionibus
erudita - instruida por las acciones sagradas», como dice una antigua oración
del Sacramentario Gregoriano (cf. Missale Romanum 1962, Oración Colecta, Sábado


1 RECUPERADO DE: http://www.vatican.va/news_services/liturgy/details/ns_lit_doc_20120404_come-
celebrare_sp.html

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después del primer domingo de la Pasión)—, esté preparada a recibir la gracia
divina.

Por el hecho de que la celebración sacramental «está entretejida de signos y


símbolos», se expresa «la pedagogía divina de la salvación» (Catecismo de la Iglesia
Católica [CIC], n. 1145), ya enunciada de modo elocuente por el Concilio de Trento.
Reconociendo que «la naturaleza humana es tal, que no fácilmente se aviene a la
meditación de las cosas divinas, sin recursos externos», la iglesia «utiliza velas,
incienso, vestidos y muchos otros elementos transmitidos por la enseñanza y la
tradición apostólica, con los que se destaca la majestuosidad de un Sacrificio tan
grande [la Santa Misa]; y las mentes de los fieles son llevadas de estos signos
visibles de la religión y la piedad, a la contemplación de las cosas altas, que están
ocultas en este Sacrificio» (Concilio de Trento, Sesión XXII, 1562, Doctrina de ss.
Missae Sacrificio, c. 5, DS 1746).

En esta realidad que expresa una exigencia antropológica: «Como ser social, el
hombre necesita signos y símbolos para comunicarse con los demás, mediante el
lenguaje, gestos y acciones. Lo mismo sucede en su relación con Dios» (CIC, n.
1146), los símbolos y signos en la celebración litúrgica pertenecen a aquellos
aspectos materiales que no se pueden desatender. El hombre, criatura compuesta
de cuerpo y alma, necesita usar también las cosas materiales en la adoración de
Dios, por que requiere alcanzar las realidades espirituales a través de signos
visibles. La expresión interna del alma, si es auténtica, busca al mismo tiempo una
manifestación externa del cuerpo; y a la vez, la vida interior está sostenida por los
actos externos, los actos litúrgicos.

Muchos de estos símbolos, al igual que los gestos de la oración (los brazos abiertos,
las manos juntas, arrodillarse, ir en procesión, etc.), pertenecen al patrimonio
común de la humanidad, como lo demuestran las diversas tradiciones religiosas.
«La liturgia de la Iglesia presupone, integra y santifica elementos de la creación y
de la cultura humana confiriéndoles la dignidad de signos de la gracia, de la
creación nueva en Jesucristo» (CIC, n. 1149).

De central importancia son los signos de la Alianza, «símbolos de las grandes


acciones de Dios a favor de su pueblo», entre los que se incluyen «la imposición de
las manos, los sacrificios, y sobre todo la Pascua. La Iglesia ve en estos signos una
prefiguración de los sacramentos de la Nueva Alianza» (CIC, n. 1150). El mismo
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Jesús utiliza estos signos en su ministerio terrenal, y le da un nuevo significado,
sobre todo en la institución de la Eucaristía. El Señor Jesús tomó pan, lo partió y lo
dio a sus apóstoles, haciendo así un gesto que corresponde a una verdad profunda
que la expresa de modo sensible. Los signos sacramentales, que se han
desarrollado en la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo, continúan esta obra de
santificación, y, al mismo tiempo, «prefiguran y anticipan la gloria del cielo» (CIC,
n. 1152).

Como la liturgia tiene su propio lenguaje, que se expresa en signos y en símbolos,


su comprensión no es meramente intelectual, sino que implica al hombre por
completo, incluida la imaginación, la memoria, y de alguna manera los cinco
sentidos. Sin embargo, no debemos pasar por alto la importancia de la palabra: la
Palabra de Dios proclamada en la celebración sacramental y la palabra de fe que
responde a esta. Incluso san Agustín de Hipona señaló que la «causa eficiente» del
sacramento —que hace de un elemento material el signo de una realidad espiritual,
y le concede a aquel elemento el don de la gracia divina—, es la palabra de
bendición pronunciada en nombre de Cristo por el ministro de la iglesia. Como
escribe el gran Doctor de la iglesia referido al bautismo: «Elimina la palabra, ¿y qué
es el agua, sino agua? Se adosa la palabra al elemento, y se tiene el sacramento
(Accedit verbum ad elementum et fit sacramentum)» (In Iohannis evangelium tractatus,
80, 3).

Por último, las palabras y las acciones litúrgicas son inseparables y componen los
sacramentos, a través de los cuales el Espíritu Santo realiza «las "maravillas" de
Dios que son anunciadas por la misma Palabra: hace presente y comunica la obra
del Padre realizada por el Hijo amado» (CIC, n . 1155).

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LOS SIGNOS EXTERNOS DE DEVOCIÓN POR
PARTE DE LOS FIELES2
OFICINA PARA LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS DEL SUMO PONTÍFICE

Si abrimos el Catecismo de la Iglesia Católica leemos: “En la Liturgia de la Nueva


Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los
Sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia”)[1]. La Liturgia es pues el
“lugar” privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien Él envió,
Jesucristo (cf. Jn 17,3)[2].

En este encuentro la iniciativa, como siempre, es del Señor que se sitúa en el centro
de la ecclesia, ahora resucitado y glorioso. De hecho, “si en la liturgia no destacase
la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla
válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y
sostenida por su presencia creadora”[3].

Cristo precede a la asamblea que celebra. Él –que actúa inseparablemente unido al


Espíritu Santo- la convoca, la reúne y la instruye. Por eso, la comunidad, y cada fiel
que la forma, “debe prepararse para encontrar a su Señor, debe ser un pueblo bien
dispuesto”[4]. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen
la trama de cada celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y a los ministros en
relación viva con Cristo, Palabra e imagen del Padre, a fin de que puedan
incorporar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan[5]. De ahí
que “toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su
Padre, en Cristo, y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un
diálogo a través de acciones y de palabras”[6].

En este encuentro el aspecto humano, como señala san Josemaría Escrivá, es


importante: “Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar
a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres
y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y el
Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy


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RECUPERADO DE: http://www.vatican.va/news_services/liturgy/details/ns_lit_doc_20110112_devozione-
fedeli_sp.html

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humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos”[7]. Así pues, la
confianza filial debe caracterizar nuestro encuentro con Cristo. Sin olvidar que
“esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que
tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga
el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la
grande, nueva y sorprendente realidad: él mismo está presente, nos habla y se
entrega a nosotros”[8].

La liturgia y de modo especial la Eucaristía, “es un encuentro y una unificación de


personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros
es el Hijo de Dios”[9]. El hombre y la comunidad han de ser conscientes de
encontrarse ante Aquel que es tres veces santo. De ahí, la necesaria actitud,
impregnada de reverencia y sentido de estupor, que brota del saberse en la
presencia de la majestad de Dios. ¿No era esto, acaso, lo que Dios quería expresar
cuando ordenó a Moisés que se quitase las sandalias delante de la zarza ardiente?
¿No nacía de esta conciencia, la actitud de Moisés y de Elías, que no osaron mirar
a Dios cara a cara?[10]. Y ¿no nos muestran esta misma actitud los Magos que
“postrándose le adoraron”? Los diferentes personajes del Evangelio, al encontrarse
con Jesús que pasa, que perdona... ¿no nos da también una ejemplar pauta de
conducta ante nuestros actuales encuentros con el Hijo de Dios vivo?.

En realidad, los gestos del cuerpo expresan y promueven “la intención y los
sentimientos de los participantes”[11] y permiten superar el peligro que acecha a
todo cristiano: el acostumbramiento. “Para nosotros, que vivimos desde siempre
con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener
esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi
imperceptible”[12]. Por eso “un signo convincente de la eficacia que la catequesis
eucarística tiene en los fieles es sin duda el crecimiento en ellos del sentido del
misterio de Dios presente entre nosotros. Esto se puede comprobar a través de las
manifestaciones específicas de veneración de la Eucaristía, hacia la cual el itinerario
mistagógico debe introducir a los fieles”[13].

Los actos de devoción se comprenden, de modo adecuado, en este contexto de


encuentro con el Señor, que implica unión, “unificación que sólo puede realizarse
según la modalidad de la adoración”[14]. Destacamos en primer lugar la
genuflexión[15], “que se hace doblando la rodilla derecha hasta la tierra, significa
adoración; y por eso se reserva para el Santísimo Sacramento, así como para la
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santa Cruz desde la solemne adoración en la acción litúrgica del Viernes Santo en
la Pasión del Señor hasta el inicio de la Vigilia Pascual”[16].

La inclinación de cabeza significa reverencia y honor[17]. En el Credo -excepto en


las solemnidades de Navidad y la Encarnación en las que es sustituida por el
arrodillarse-, unimos este gesto a la pronunciación de las palabras admirables “Y
por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”[18].

Finalmente queremos destacar el arrodillarse en la consagración[19] y, donde se


conserva este uso desde el Sanctus hasta el final de la Plegaria eucarística[20], o al
recibir la sagrada Comunión[21]. Son signos fuertes que manifiestan la conciencia
de estar ante Alguien particular. Es Cristo, el Hijo de Dios vivo, y ante él caemos
de rodillas[22]. En el arrodillarse el significado espiritual y corporal forman una
unidad pues el gesto corporal implica un significado espiritual y, viceversa, el acto
espiritual exige una manifestación, una traducción externa. Arrodillarse ante Dios
no es algo “no moderno”, sino que corresponde a la verdad de nuestro mismo
ser[23]. “Quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse, y una fe, o una
liturgia que desconociese el arrodillarse, estaría enferma en uno de sus puntos
capitales. Donde este gesto se ha perdido, se debe aprender de nuevo, para que
nuestra oración permanezca en la comunión de los Apóstoles y los mártires, en la
comunión de todo el cosmos, en la unidad con Jesucristo mismo” [24].

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