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Por ello, cada centro educativo debe ser capaz de construir su propio proyecto,
reflejo de las necesidades y cultura de la comunidad que integra. Pero no
debemos olvidar que cuando hablamos de autonomía estamos hablando de
trasparencia y de rendición de cuentas, al igual que de la ineludible obligación de
los poderes públicos de tomar la medidas necesarias para garantizar la efectividad
del Derecho a aprender de todos los ciudadanos.
Las alfabetizaciones múltiples, como señala José Manuel Pérez Tornero, son una
pieza esencial del aprendizaje en un mundo que transcurre crecientemente entre
imágenes y ordenadores. Recientemente UNESCO se hacía eco de esta situación
a través de la llamada Declaración de Paris “On Media and Information Literacy in
the Digital Era”. El aprendizaje es una actividad transmedia y en consecuencia la
alfabetización debe ser múltiple. Siendo así, incorporar al curruculum el
pensamiento computacional, la capacidad de comprender como funciona el mundo
digital y de aprender a usar su lenguaje, es esencial.
Nos encontramos en un nuevo marco, con nuevos actores, en no pocos casos con
más recursos que los propios estados, y en la mayor parte de la ocasiones con
más capacidad para generar demandas sociales. Desde por lo menos los años 80,
con las sucesivas campañas de tecnificación de las aulas que han sufrido casi
todos los países, hemos visto como las políticas de gasto público se adherían con
entusiasmo a soluciones simplistas centradas en la adquisición de tecnología.
Propuestas que cubrían las apariencias de apoyo al cambio educativo eludiendo
enfrentarse a la complejidad de su gestión. Los intereses de las corporaciones
tecnológicas, por muy legítimos que sean, no pueden determinar las
políticas educativas. La dejación de su responsabilidad por parte de las
administraciones supone un grave riesgo de despilfarro y de banalización del
aprendizaje.