La formación de los primeros municipios del país, como también su
desarrollo, siguió las mismas pautas que en el resto del Occidente europeo. El resultado final en su configuración y organización interna es asimilable al de Cataluña, a pesar de las insoslayables adaptaciones que hubo que introducir en el reino de Valencia por las vicisitudes de la colonización y las coyunturas políticas. El punto de partida fue un privilegio de Jaime I concedido a la capital en 1245. El rey facultaba a los prohombres o, probi homines, los personajes más destacados e influyentes de la comunidad, para elegir entre ellos anualmente cuatro jurados que regirían de forma autónoma el municipio. Tras varias alteraciones en la composición del gobierno ejecutivo de la ciudad en tiempos de Pedro III el Grande y Jaime II, el número de jurados quedó definitivamente fijado en seis durante las cortes de 1329, pero con la novedad de que la nobleza conseguía participar en el regimiento urbano con la obtención de dos plazas de jurado en el mismo. Los jurados conformaban el gobierno ejecutivo de la ciudad y la representaban de cara al rey y a otras instituciones. Con todo, la acción de los jurados era supervisada y, al mismo tiempo, apoyaba en un amplio órgano consultivo y deliberativo: el llamado Consejo General o de Cien, a pesar de que el número de miembros que lo componían superaba la centena. Lo formaban seis nobles, caballeros y generosos, los dos primeros de los cuales habían sido jurados el año anterior (la mano mayor); cuatro ciudadanos, los "jurados viejos" de la última gestión municipal; cuatro juristas, dos notarios, cuarenta y ocho representantes de las doce parroquias o distritos municipales en que era dividida la ciudad, a razón de cuatro por parroquia (la mano mediana); y, finalmente, dos representantes de cada oficio (la mano menor). En la práctica, el Consejo delegaba buena parte de sus tareas en un comité ejecutivo, el "Consejo Secreto", auténtico órgano directivo de la ciudad. Lo componían, además de los jurados, el racional (contable de la administración local), el síndico (embajador de la ciudad) y los abogados (asesores jurídicos). El síndico era el representante electo de la ciudad, mientras que el racional se encargaba de las finanzas municipales, los ingresos y los gastos. El mostassaf (almotacén, en castellano), por su parte, tenía una misión inspectora, pero aplicada al ámbito mercantil: sobre él recaía la responsabilidad de vigilar los mercados, garantizar la buena calidad de los productos y la integridad de los pesos y las medidas. El sequier o sequiers (acequieros) constituían una pieza fundamental del engranaje municipal, sobre todo en aquellas localidades que pertenecían al término de la ciudad de Valencia y que disponían de sistemas de irrigación. La administración, en el ámbito local, se completaba con la presencia del justicia. En esencia, el justicia es el oficial local que rige la jurisdicción en el término municipal de una ciudad, villa o lugar. El justicia ejercía la jurisdicción sobre todas las clases sociales, incluidos musulmanes y judíos en sus litigios con cristianos, con la única excepción de los religiosos, que estaban sometidos a un fuero especial. Juzgaban todo tipo de causas civiles y criminales, si bien no era infrecuente que los prohombres locales actuaran como jueces de paz y trataran de resolver las disputas de forma extrajudicial. El justicia era elegido anualmente en fiestas señaladas, como la Pascua o Navidad, y tenía una duración anual. Entre los justicias destacaba el de la ciudad de València, donde, incluso, llegó a bifurcarse en tres, uno para la jurisdicción criminal, otro para la civil y un tercero para las causas por bienes y servicios valorados en cuantías iguales o inferiores a trescientos sueldos. Aquello que caracteriza los cargos municipales bajomedievales es su corta duración. Salvo el síndico y los abogados, que eran vitalicios, y el racional, que, atendida la dificultad de su tarea, disfrutaba de un mandato trienal con posibilidad de renovación, la duración normal de estos cargos era anual. Las elecciones y nombramientos se realizaban en fechas señaladas y fijas: los jurados la víspera de Pascua de Pentecostés, es decir, cincuenta días después del domingo de Resurrección (Pascua de Quincuagésima); el mostassaf, en la fiesta de san Miguel; los justicias, en Navidad. El modelo municipal de la ciudad de València se extendió por todas las poblaciones del reino. Por todas partes, incluso en las comunidades locales más pequeñas, las antiguas asambleas abiertas, que en los primeros años de la colonización solían reunir al conjunto de los vecinos, fueron sustituidas por el nuevo sistema municipal, de inspiración urbana y romanista, que restringía la gestión del poder local a una nómina muy limitada de individuos, aquellos que componían lo que la historiografía ha bautizado como élites rurales. De forma lenta y progresiva, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIII, fue forjándose una oligarquía restringida que monopolizaba en su favor el gobierno de las villas reales. Un reducido grupo de familias se perpetuaba en el poder, año tras año, utilizando toda una serie de estrategias electorales destinadas a garantizar su presencia en el gobierno municipal. El Cuatrocientos fue clave en esta evolución. Si la autonomía municipal, al servicio de un patriciado urbano nacido de la fusión de intereses entre un sector del estamento ciudadano y de la nobleza domiciliada en la ciudad, conoció alguna amenaza fue, precisamente, el intervencionismo creciente del poder real. En 1418, Alfonso el Magnánimo introducía en la ciudad de València la práctica de la "ceda", un sistema de provisión del cargo de jurados que reservaba al monarca la confección de la lista de candidatos — doce ciudadanos y doce caballeros—, que tendría que votar el Consejo General y que hasta entonces había estado en manos de los jurados salientes y de las comisiones de prohombres del Consejo. Es decir, hasta aquel entonces, era el Consejo municipal quien cooptaba a los jurados del año siguiente. La innovación introducida por el rey, sin embargo, inclinaba la balanza de poder hacia el rey, que podía configurar a su gusto el gobierno municipal. La lista, pero, no la confeccionaba directamente el rey, que no podía conocer a todos los candidatos, sino el maestre racional, una figura cada vez más poderosa y pieza básica del engranaje municipal. Y así, si bien se mantenían todos los privilegios del autonomismo municipal, en la práctica la monarquía desnaturalizaba el sistema y en València controlaba férreamente una oligarquía que, a cambio de votar todos los subsidios pedidos por la realeza, monopolizaba la gestión del gobierno local. Paralelamente, en otras ciudades y villas del reino, como Xàtiva, Castelló o Alicante, se instauraba el régimen de "sach e sort" (saco y suerte) de los cargos municipales. Este consistía en la confección de listas con el mismo número de personas para cada mano —mayor, mediana, menor- , las llamadas “matrículas insaculadoras”, que solían ser vitalicias para quienes entraban en las mismas. Los candidatos, que podían ser elegidos año tras año, sabían que tendrían muchas probabilidades de desempeñar cargos en varias ocasiones. La insaculación tenía como efecto positivo la pacificación de las disputas entre las oligarquías, pues garantizaba que las grandes familias locales gozaran de una cuota de poder más o menos equitativa y gobernada por la suerte, no por la manipulación electoral. Sin embargo, tanto en la ciudad de Valencia como en localidades de menor tamaño, consolidaba una oligarquía ligada al rey y a sus oficiales, cerrando vías de ascenso social y político antaño abiertas. No todo el reino, sin embargo, estaba sujeto a la autoridad directa del monarca. Los dominios señoriales de la nobleza y de la Iglesia constituían ámbitos administrativos que escapaban, en mayor o menor medida, a la jurisdicción real. Con todo, la pequeña nobleza, que configuraba la mayoría del estamento militar del reino, solo disfrutaba de la baja justicia o “mixto imperio”, dado que la alta justicia o “mero imperio”, con competencias sobre los delitos más graves, estaba reservada a la corona y a unos pocos magnates que habían obtenido su cesión del rey. Cómo en el realengo, los señores delegaban el ejercicio efectivo de la jurisdicción en justicias locales. Sin embargo, al contrario que en el caso del realengo, la nobleza podía nombrar a los justicias a voluntad y prolongar sus mandatos por tanto tiempo como quisiera. Los señoríos reproducían a pequeña escala la organización de la administración territorial real. En el supuesto de que incluyeran varios territorios, tenían al frente a un lugarteniente, reclutado de entre los estratos más modestos de la nobleza o entre las capas acomodadas del campesinado, mientras que un baile local, de extracción parecida, se ocupaba de recaudar las rentas dominicales; en las zonas musulmanas, esta tarea solía estar encomendada a los alamines, funcionarios señoriales de religión musulmana. El justicia dirimía las causas civiles y criminales de acuerdo con la jurisdicción de que disfrutara el señor; las causas entre musulmanes las juzgaban los cadíes y los alfaquíes de acuerdo a la Sunna y la Sharía. El personal administrativo se reducía considerablemente en los señoríos más pequeñas, limitado a veces al entorno familiar del mismo señor y a un reducido número de sirvientes, pero con funciones similares a las de justicias y bailes: la percepción de rentas y el ejercicio de los derechos jurisdiccionales. La organización eclesiástica, por su parte, contribuyó desde muy pronto a cohesionar la estructura de poblamiento y administración del reino de Valencia, con el establecimiento de una amplia red parroquial y diocesana. La parroquia, la célula organizativa más elemental del nuevo reino, era la señal más visible de la cristianización del territorio y también el elemento aglutinador de una población inmigrante de lo más diversa. La iglesia parroquial, a veces una antigua mezquita expropiada y cristianizada, no solo era un lugar de culto y de oración, sino también el centro de la vida social y religiosa de las nuevas comunidades, donde se reunían los vecinos para elegir a sus representantes y para debatir los problemas que afectaban a la colectividad. El sonido de las campanas convocaba a los habitantes al culto y a los acontecimientos más importantes del lugar: la fiesta, la entrada del señor o el luto por la muerte de un vecino, además de avisar en caso de ataque o peligro. El cementerio, adosado al templo, reforzaba la cohesión y el arraigo de la comunidad. La parroquia cumplía también la función de unidad administrativa para la recaudación del diezmo y las primicias, impuestos de naturaleza eclesiástica. Además, en los núcleos de población más grandes, como Valencia, la parroquia marcada la circunscripción para la elección de representantes en el gobierno municipal. Las parroquias valencianas, más de doscientas entre finales del siglo XIII y principios del XIV, estaban repartidas entre cuatro diócesis, la mayoría de las cuales se encontraban fuera del reino. La de València, la única con toda su demarcación dentro de los límites del reino y la más extensa territorialmente, comprendía las comarcas centrales, desde Almenara hasta Biar. Todo el norte del país quedaba adscrito al obispado de Tortosa; la región de Segorbe, a la de Albarracín; y los territorios más meridionales a la de Cartagena, de la cual dependieron hasta la creación del obispado de Orihuela, en 1564.