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Pues bien, para hacer eso es necesario hacer fenomenología. De allí que sea
importante que todo coach ontológico tenga un conocimiento básico de lo que ello
significa, de dónde viene este concepto y qué está implicado en él. Procurar hacer
fenomenología sin saber lo que es, suele ser sin duda problemático.
Según Kant, el carácter de las cosas, como asimismo el carácter de la realidad, nos es
inaccesible. Sólo podemos acceder a las cosas tal como ellas se nos manifiestan, como
se nos “muestran”, dada la estructura de la conciencia humana. Ello implica trazar una
distinción entre los noumenos, las cosas en sí, que nos son inalcanzables, y los
fenómenos, que dan cuenta de la forma como las cosas se nos manifiestan, de las
apariencias que ellas asumen frente a la conciencia humana. El conocimiento humano
está limitado sólo al conocimiento de los fenómenos. Cualquier pretensión de ir más
lejos, más allá de los fenómenos, es vana. La filosofía de Kant destruye la inocencia
con la que tradicionalmente habíamos concebido el conocimiento humano. Desde
entonces, ha sido muy difícil reestablecerla. Cuando la inocencia se pierde, no es fácil
recuperarla.
Al trazar Kant los límites del conocimiento humano, niega la posibilidad de que
podamos alcanzar verdades absolutas. Ello no implica rechazar que las cosas sean de
una determinada manera, sino tan sólo aceptar no nos es posible acceder a ellas tal
cual son. La afirmación de un mundo trascendente no puede sustentarse en la razón y
en la capacidad efectiva del conocimiento, sino tan sólo en la fe. Sostener la verdad de
un mundo trascendente, no es tan sólo el postulado de un mundo fuera de este mundo,
sino también de un ámbito que se encuentra más allá de la razón o de una razón
extraviada, que se sitúa fuera de sí, más allá de sus propios límites.
En el dominio de la racionalidad práctica, Kant entra en una esfera diferente. Desde allí,
cabe preguntarse ¿qué mueve a los seres humanos levantar las preguntas metafísicas
que no les es posible responder? Su respuesta es el miedo. La experiencia del vacío
nos produce pavor. Pero el mismo hecho de levantar tales preguntas pone en evidencia
otro elemento del que Kant busca hacerse cargo. Las preguntas que levantamos son
expresión, a nivel del pensamiento, de nuestra libertad. Y es esa libertad la que ahora
es preciso llevar al dominio de la racionalidad práctica que rige la convivencia social.
Husserl tuvo como maestro – como sucediera también con Freud – a Franz Brentano
(1838-1917), filósofo neotomista y, por lo tanto, reminiscente de los planteamientos de
Aristóteles quién, a diferencia de Platón, sustentaba sus indagaciones en una mirada
hacia la realidad empírica. Brentano postulaba que no es posible examinar los
fenómenos de la conciencia sin reconocer – algo no había hecho Kant – su carácter
direccional. Ello implica que la conciencia humana no puede ser estudiada por sí
misma, aislada de aquello a lo que se dirige. Toda conciencia es siempre una
conciencia-de-algo. La conciencia es relacional, conlleva una intencionalidad que
proyecta al sujeto hacia aquello de lo que tiene conciencia, sea esto algo exterior o
interior.
Según Husserl, el conocimiento, hasta entonces, se había volcado fuertemente hacia
los fenómenos del mundo exterior, sin conferirle una importancia equivalente a los
fenómenos o las experiencias de conciencia. Husserl reivindica la necesidad de un
empirismo propio de los fenómenos de conciencia. Es lo que hemos llamado al inicio, la
necesidad de mirar la mirada. El desarrollo de este proyecto intelectual es lo que se ha
llamado fenomenología.
Son al menos tres los factores que la mirada fenomenológica nos sugiere poner entre
paréntesis o “suspender”, de manera de evitar sus interferencias.
La epojé de la que nos habla Husserl involucra, por lo tanto, una actitud de
desprendimiento. Es como entrar desnudo a las experiencias personales que busco
comprender. Un coach que entra en la interacción nervioso, asustado, inseguro, hace
con ello que su presencia interfiera en la propia interacción. No alcanza la transparencia
necesaria. Su ego se interpone a ese fluir sin roces, sin fricciones, que requiere la
interacción. Si está apegado a determinados repertorios, herramientas o protocolos, si
se apura en apoyarse en sus competencias y conocimientos, no sólo pierde
espontaneidad, sino que impone una presencia inadecuada, que no es conducente a
los resultados que de él o de ella se esperan.
Todo lo anterior nos permite comprender mejor una de las consignas del acercamiento
fenomenológico y que se suele articular en términos de “¡A las cosas!”, “¡A los hechos!”,
“¡A las experiencias mismas!”. Se trata de sumergirse en ellos, soltando,
desprendiéndonos, de todo aquello de lo que hemos ya hablado. Esto no siempre es
fácil. Se trata, muchas veces, de visitar lo conocido, como si fuera la primera vez, para
descubrir en lo que frecuentemente era familiar, aspectos reveladores y previamente
desconocidos. Ese es el secreto de la perspectiva fenomenológica. En ello reside
también su inmenso poder y su capacidad de deslumbrarnos.
Hemos dicho que hay otro aspecto que es preciso rescatar de la perspectiva
fenomenológica. Se trata de la importancia del “mostrar”. Ello se conjuga en dos
direcciones diferentes que operan normalmente en sentido contrario. Por un lado, en
permitir que la experiencia, el fenómeno que estamos tratando, se manifieste, se
“muestre” en su mayor plenitud. No lo olvidemos, los fenómenos remiten a las
apariencias, a las cosas tal como ellas se nos muestran. Es muy importante, por lo
tanto, el permitir que ellas puedan manifestarse en sus más variadas dimensiones. Ello
implica saber esperar, tener paciencia, no apurar las cosas.
Esta distinción entre un lenguaje que no sólo demuestra, sino que posee también el
poder del mostrar, será uno de los elementos destacados de la filosofía de Ludwig
Wittgenstein (1889-1951), uno de los fundadores de la filosofía del lenguaje, a quién
nos referiremos en una de nuestras próximas columnas. Cabe advertir que la capacidad
del lenguaje para mostrar y no sólo para demostrar y argumentar, es uno de los pilares
de nuestra mirada ontológica al quehacer educativo y elemento clave en el diseño de
nuestras propias prácticas pedagógicas.