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La fenomenología: El trayecto de Kant a Husserl

15 febrero 2017 / por Orliana


 

Rafael Echeverría, Ph.D.


Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente Honorario de la FICOP
2017

La práctica del coaching ontológico es una suerte de fenomenología asistida. Lo que


caracteriza al coach ontológico es su capacidad para asistir a la persona que le ha
solicitado ayuda, que le pide hacer algo que ésta no sabe hacer por sí misma: observar
la forma como hace sentido de lo que le sucede. Dicho de otra manera, se trata de
ayudarlo a “mirar su mirada”, a “observar cómo observa” sus experiencias y desafíos.
Ello se realiza con el propósito de considerar la posibilidad de transformar esta mirada,
de cambiar el tipo de observador que esa persona ha sido, de manera que pueda
generar los resultados a los que aspira y que, hasta ahora, le han sido esquivos.

Pues bien, para hacer eso es necesario hacer fenomenología. De allí que sea
importante que todo coach ontológico tenga un conocimiento básico de lo que ello
significa, de dónde viene este concepto y qué está implicado en él. Procurar hacer
fenomenología sin saber lo que es, suele ser sin duda problemático.

Hacer fenomenología, es importante advertirlo, es lo opuesto a una forma de operar


que ha devenido frecuente en el ejercicio de muchos coaches, caracterizada por
apoyarse en “repertorios” previamente aprendidos, repertorios que se combinan y
repiten una y otra vez. Repertorios que otros utilizan y que se procuran imitar. El
coaching de “repertorio” no es coaching ontológico. Ello no sólo degrada esta práctica,
sino que representa la negación de lo que debe ser el coaching ontológico.

¿Qué significa hacer fenomenología? Esta es la pregunta que procuraremos responder


en esta columna.

La fenomenología se constituye como una rama de la filosofía a partir de la importante


contribución realizada por el filósofo alemán Edmund Husserl (1859-1938). El término,
sin embargo, antecede a Husserl y para llegar a él es preciso explorar estos
antecedentes. El primer uso del término remite a mediados del siglo XVIII y apunta a su
raíz griega, designando el estudio de las apariencias.

La noción de fenomenología está influenciada por la contribución filosófica de Immanuel


Kant (1724-1804), en la segunda mitad de ese mismo siglo. Es importante detenerse en
la propuesta filosófica de Kant pues ella representa una crítica radical y explícita al
programa metafísico. Gran parte de la filosofía moderna posterior estará marcada su
filosofía. Muchos la consideran como uno de los puntos más destacados del
pensamiento filosófico moderno.
Es importante advertir que no expondremos la filosofía de Kant. Sólo nos limitaremos a
abordar un tema específico al interior de su filosofía, tema que confiere sustento al
desarrollo fenomenológico posterior. Para Kant, el pensamiento humano puede
plantearse infinitas preguntas, pero, no está en condiciones de responder a muchas de
ellas. Estas últimas son, particularmente, las preguntas de carácter metafísico, que
procuran dilucidar el carácter de la realidad, la creación del mundo, el sentido último de
la vida, la eventual existencia de Dios y la inmortalidad del alma.

Las respuestas a estas preguntas tienen el efecto de extraviar el conocimiento y


lanzarlo por la senda de lo arbitrario. El argumento de Kant es que no nos es posible
responder estas preguntas por cuanto el conocimiento humano no puede acceder a las
“cosas en sí”, tal cual ellas son, al ser de las cosas. Todo conocimiento, está
condicionado por las formas que son inherentes al propio conocimiento humano, por su
estructura subyacente. Esta estructura subyacente es anterior y autónoma en relación a
cualquier experiencia y, por lo tanto, se dan a priori. Ello implica, entonces, que todo
conocimiento lleva siempre implícito los elementos de su propia estructura. Entre ellos,
destacan las coordenadas del tiempo y del espacio y las relaciones de causalidad.

Según Kant, el carácter de las cosas, como asimismo el carácter de la realidad, nos es
inaccesible. Sólo podemos acceder a las cosas tal como ellas se nos manifiestan, como
se nos “muestran”, dada la estructura de la conciencia humana. Ello implica trazar una
distinción entre los noumenos, las cosas en sí, que nos son inalcanzables, y los
fenómenos, que dan cuenta de la forma como las cosas se nos manifiestan, de las
apariencias que ellas asumen frente a la conciencia humana. El conocimiento humano
está limitado sólo al conocimiento de los fenómenos. Cualquier pretensión de ir más
lejos, más allá de los fenómenos, es vana. La filosofía de Kant destruye la inocencia
con la que tradicionalmente habíamos concebido el conocimiento humano. Desde
entonces, ha sido muy difícil reestablecerla. Cuando la inocencia se pierde, no es fácil
recuperarla.

Al trazar Kant los límites del conocimiento humano, niega la posibilidad de que
podamos alcanzar verdades absolutas. Ello no implica rechazar que las cosas sean de
una determinada manera, sino tan sólo aceptar no nos es posible acceder a ellas tal
cual son. La afirmación de un mundo trascendente no puede sustentarse en la razón y
en la capacidad efectiva del conocimiento, sino tan sólo en la fe. Sostener la verdad de
un mundo trascendente, no es tan sólo el postulado de un mundo fuera de este mundo,
sino también de un ámbito que se encuentra más allá de la razón o de una razón
extraviada, que se sitúa fuera de sí, más allá de sus propios límites.

Nuestro entendimiento está sustentado, por lo tanto, no en nuestra capacidad de


acceder al ser de las cosas, como lo pretendía la metafísica, sino en los acuerdos y
consensos que seamos capaces de establecer entre los seres humanos. Ello nos
ofrece cierto grado de seguridad y nos permite operar en el mundo no de manera
racional, sino razonable. No nos es posible aspirar a más. La seguridad que nos
proporcionaba el mundo trascendente, postulado por la metafísica, y que
supuestamente alcanzábamos a través del ejercicio de una razón pura, queda ahora
sometido al ámbito de una razón práctica, que se despliega en la convivencia con los
demás y en la seguridad que esta convivencia pueda proporcionarnos.

En el dominio de la racionalidad práctica, Kant entra en una esfera diferente. Desde allí,
cabe preguntarse ¿qué mueve a los seres humanos levantar las preguntas metafísicas
que no les es posible responder? Su respuesta es el miedo. La experiencia del vacío
nos produce pavor. Pero el mismo hecho de levantar tales preguntas pone en evidencia
otro elemento del que Kant busca hacerse cargo. Las preguntas que levantamos son
expresión, a nivel del pensamiento, de nuestra libertad. Y es esa libertad la que ahora
es preciso llevar al dominio de la racionalidad práctica que rige la convivencia social.

El tema de la libertad le plantea a Kant un problema difícil. Cuando miramos un


determinado comportamiento desde fuera, dada la forma de nuestro conocer, podemos
siempre asignarle causas y entenderlo como un comportamiento necesario que hace
desaparecer la libertad. Sin embargo, para quién está realizando dicho comportamiento
y tomando las acciones que éste conlleva, la libertad resulta incuestionable. Él o ella
saben que podrían haber actuado distinto y, con ello, haber alterado el trazo de lo
necesario. Para el agente, para quién actúa, su libertad no está en duda. Ello conduce a
Kant a una perspectiva forzosamente dual en el tratamiento de la libertad. Acepta que
es posible observarla tanto desde fuera, que lleva a su negación, como desde la
perspectiva interior propia del agente, a quién le es imposible desconocerla.

La preservación mutua de la libertad es el criterio fundamental que Kant esgrime para


asegurar las mejores condiciones de convivencia. En este sentido, su propuesta es
profundamente liberal. Ello se expresa en lo que Kant define como el imperativo
categórico de la convivencia social: no hacerle a otro lo que uno no quisiera que le
hicieran a uno. Ello implica reconocer que mi libertad limita con la libertad de los demás.
Es a través del ejercicio recurrente de la libertad individual, en una comunidad que
garantiza a todos sus miembros el derecho a ese mismo ejercicio, que los seres
humanos deben aprender a encarar el miedo al vacío.

Dejemos a un lado el tema de la racionalidad práctica, del miedo al vacío y de la


libertad. Desde el punto de vista del nacimiento de la fenomenología, lo que interesa en
la filosofía de Kant es el planteamiento de que el conocimiento humano sólo accede a
los fenómenos y no siéndole posible alcanzar el ser de las cosas y el carácter último de
la realidad. Es en ese contexto que es preciso situar la filosofía posterior de Edmund
Husserl, pues éste arranca precisamente de la premisa señalada por Kant.

Husserl tuvo como maestro – como sucediera también con Freud – a Franz Brentano
(1838-1917), filósofo neotomista y, por lo tanto, reminiscente de los planteamientos de
Aristóteles quién, a diferencia de Platón, sustentaba sus indagaciones en una mirada
hacia la realidad empírica. Brentano postulaba que no es posible examinar los
fenómenos de la conciencia sin reconocer – algo no había hecho Kant – su carácter
direccional. Ello implica que la conciencia humana no puede ser estudiada por sí
misma, aislada de aquello a lo que se dirige. Toda conciencia es siempre una
conciencia-de-algo. La conciencia es relacional, conlleva una intencionalidad que
proyecta al sujeto hacia aquello de lo que tiene conciencia, sea esto algo exterior o
interior.
Según Husserl, el conocimiento, hasta entonces, se había volcado fuertemente hacia
los fenómenos del mundo exterior, sin conferirle una importancia equivalente a los
fenómenos o las experiencias de conciencia. Husserl reivindica la necesidad de un
empirismo propio de los fenómenos de conciencia. Es lo que hemos llamado al inicio, la
necesidad de mirar la mirada. El desarrollo de este proyecto intelectual es lo que se ha
llamado fenomenología.

Es importante advertir que Martin Heidegger (1889-1976), quién fuera durante un


tiempo ayudante de Husserl, toma algunos de los lineamientos desarrollados por éste.
Más allá de las diferencias entre ambas filosofías, la noción de Heidegger del Dasein, o
ser-en-el-mundo, como unidad del ser humano existente, recoge esta dimensión
relacional de la conciencia postulada por Husserl.

Husserl desarrolla una indagación en lo que llama una fenomenología “pura” o


“trascendental”, en la que explora la estructura esencial de la conciencia. No es éste el
camino que a continuación seguiremos, pues nos parece que aporta poco a la práctica
del coaching ontológico. Más que las conclusiones a las que Husserl llega sobre la
estructura esencial de la conciencia, nos interesa la fenomenología como modalidad de
acercamiento – o, si se quiere como metodología a seguir – frente a los fenómenos de
la experiencia tal como ellos se expresan en la conciencia. Es allí donde reside su
mayor contribución a la práctica del coaching ontológico. Por lo tanto, más que una
fenomenología “pura”, nos interesa entonces una fenomenología “práctica”.

El acercamiento fenomenológico posee dos aspectos que consideramos de gran


importancia: la noción de epojé y la importancia que reviste el “mostrar”.

Comencemos con el primero. Siguiendo a Husserl, el acercamiento fenomenológico


requiere de una disposición particular que Husserl caracteriza utilizando el término
griego de epojé (o epoché), que significa suspender juicio, soltar nuestros presupuestos
o colocar entre paréntesis. Se trata de ser capaces de asumir una actitud particular que
nos conduce a abrirnos a todo cuanto el fenómeno sea capaz de mostrarnos,
reduciendo las diversas interferencias que pudieran impedirlo.

Es muy importante entender esta disposición pues ella resulta un determinante en la


práctica del coaching ontológico. Como lo hemos argumentado en otra parte, esta
misma disposición es decisiva en lo que denominamos el camino de una reflexión
ontológica no metafísica. Por lo tanto, siguiendo esta particular disposición no sólo se
hace coaching, sino que también se investigan ontológicamente los más diversos temas
que puedan interesarnos. De lo que se trata es de instituir una mirada capaz de
conducirnos a mirar en forma diferente lo que hemos estado acostumbrados a mirar de
otra forma.

Son al menos tres los factores que la mirada fenomenológica nos sugiere poner entre
paréntesis o “suspender”, de manera de evitar sus interferencias.

En primer lugar, es necesario “suspender” el conjunto de presupuestos y conocimientos


que la tradición nos entrega sobre aquello que estamos observando. Se trata de hacer
un esfuerzo deliberado por impedir que ellos afecten nuestro acercamiento a lo que
observamos y contaminen a priori nuestra mirada. Se trata, por lo tanto, de recuperar
una mirada inocente que se acerca al fenómeno como si lo hiciera por primera,
permitiendo que éste nos sorprenda, nos asombre y pueda revelársenos de la manera
más transparente posible. Hemos hablado de una mirada inocente. Ello implica que
suspendemos los juicios que se precipitan en calificar lo que observamos de una u otra
manera, que predeterminan la interpretación y el sentido que le vamos a conferir y, por
consiguiente, bloquean de antemano lo que el fenómeno pueda revelarnos. Ello implica
algo equivalente a la presunción de inocencia con la que un tribunal debe encarar un
juicio de culpabilidad.

Un segundo factor de la epojé guarda relación con el papel que asumen en la


conciencia el objeto hacia el cual esta se dirige. No podremos nunca prescindir del
hecho de que la conciencia va a estar dirigida hacia algo, hacia un objeto. Pero el
interés de la mirada fenomenológica está orientado hacia la mirada, más que hacia lo
mirado. Es la mirada lo que constituye el centro de atención de la fenomenología. La
mirada que se constituye al dirigirse hacia su objeto.

El tercer factor de la epojé es el propio observador que está aplicado en la observación


del fenómeno correspondiente de conciencia. De lo que se trata es de concentrarse en
la experiencia que estamos examinando, prescindiendo frente a las posturas
personales que tengamos frente a este tipo de experiencias. Nuestras posiciones
personales frente a ellas dan lo mismo.

Hay una amplia literatura fuertemente influenciada por el acercamiento fenomenológico.


Uno de los autores más destacados en esta línea es Marcel Proust (1871-1922). Su
obra A la búsqueda del tiempo perdido recoge múltiples ejercicios fenomenológicos.
Proust toma sus experiencias del pasado y las examina lenta y detenidamente,
pasando sucesivamente por las variadas capas de sentido que en ellas se van
progresivamente manifestando. Un ejemplo muy citado es aquel que tiene lugar
cuando, al despertar, Proust iba a la habitación de su abuela a saludarla, mientras ésta
tomaba su desayuno en la cama. El texto se concentra en el momento en que la abuela
tomaba una “madeleine”, esos panecitos dulces que hacen en Francia, los untaba en su
café y se lo daba a comer a su nieto. Proust se concentra en esta experiencia y observa
detalle a detalle las vivencias que ello le producía. Mientras lo describe, el Proust que
está haciendo la descripción desaparece por completo. Toda la atención está volcada
en la experiencia examinada.

La epojé de la que nos habla Husserl involucra, por lo tanto, una actitud de
desprendimiento. Es como entrar desnudo a las experiencias personales que busco
comprender. Un coach que entra en la interacción nervioso, asustado, inseguro, hace
con ello que su presencia interfiera en la propia interacción. No alcanza la transparencia
necesaria. Su ego se interpone a ese fluir sin roces, sin fricciones, que requiere la
interacción. Si está apegado a determinados repertorios, herramientas o protocolos, si
se apura en apoyarse en sus competencias y conocimientos, no sólo pierde
espontaneidad, sino que impone una presencia inadecuada, que no es conducente a
los resultados que de él o de ella se esperan.
Todo lo anterior nos permite comprender mejor una de las consignas del acercamiento
fenomenológico y que se suele articular en términos de “¡A las cosas!”, “¡A los hechos!”,
“¡A las experiencias mismas!”. Se trata de sumergirse en ellos, soltando,
desprendiéndonos, de todo aquello de lo que hemos ya hablado. Esto no siempre es
fácil. Se trata, muchas veces, de visitar lo conocido, como si fuera la primera vez, para
descubrir en lo que frecuentemente era familiar, aspectos reveladores y previamente
desconocidos. Ese es el secreto de la perspectiva fenomenológica. En ello reside
también su inmenso poder y su capacidad de deslumbrarnos.

Hemos dicho que hay otro aspecto que es preciso rescatar de la perspectiva
fenomenológica. Se trata de la importancia del “mostrar”. Ello se conjuga en dos
direcciones diferentes que operan normalmente en sentido contrario. Por un lado, en
permitir que la experiencia, el fenómeno que estamos tratando, se manifieste, se
“muestre” en su mayor plenitud. No lo olvidemos, los fenómenos remiten a las
apariencias, a las cosas tal como ellas se nos muestran. Es muy importante, por lo
tanto, el permitir que ellas puedan manifestarse en sus más variadas dimensiones. Ello
implica saber esperar, tener paciencia, no apurar las cosas.

Esta distinción entre un lenguaje que no sólo demuestra, sino que posee también el
poder del mostrar, será uno de los elementos destacados de la filosofía de Ludwig
Wittgenstein (1889-1951), uno de los fundadores de la filosofía del lenguaje, a quién
nos referiremos en una de nuestras próximas columnas. Cabe advertir que la capacidad
del lenguaje para mostrar y no sólo para demostrar y argumentar, es uno de los pilares
de nuestra mirada ontológica al quehacer educativo y elemento clave en el diseño de
nuestras propias prácticas pedagógicas.

Con el propósito de situar al lector, cabe señalas que la fenomenología, inaugurada


inicialmente por Husserl, se extiende al trabajo de varios otros filósofos que le confieren
un sentido muchas veces diferente. Entre ellos cabe mencionar a Heidegger, quien
desarrolla una fenomenología existencial, y Merleau-Ponty (1908-1961), quien
incorpora al cuerpo como factor importante de la experiencia fenomenológica.

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