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Jorge Barceló

Universidad de la República
Facultad de Psicología
2003

1
EL ANÁLISIS CLÍNICO EN CIENCIAS HUMANAS 2
Eugène Enriquez3

La aproximación clínica ha sido puesta en una especie de pedestal. Ella


parece ser la única aproximación adecuada para las ciencias humanas. En
efecto, se presenta como una ciencia (o al menos) un arte de investigación y de
búsqueda progresiva del sentido. El sentido, en este caso, no está fijado de
una vez para siempre, no existe de manera empírica y no se trata de volver a
encontrarlo. El sentido o los sentidos están para ser buscados, para ser
construidos en el tiempo, o aún están por aparecer, por revelarse lentamente
en el curso el trabajo (lleno de lapsus, de no dichos, de actos fallidos) que el
clínico emprende con su cliente (individuo o grupo) y con la colaboración activa
de este último (¿Freud hubiera podido, por ejemplo, elaborar su teoría de la
histeria sin la cooperación de sus pacientes, quienes lo pusieron a menudo en
la dirección correcta y quienes le propusieron las interpretaciones que le
permitieron edificar y afinar su teoría?).

Un trabajo de este tipo, en común, que procura hacer surgir al sentido (y al no


sentido) y por consecuencia al cambio, parece particularmente atractivo. Y no
soy yo, que defiendo desde hace tiempo a la psicosociología y la sociología
clínica, quien diría lo contrario. Pero es indispensable profundizar en el
problema. En efecto, las otras aproximaciones (psicológica, antropológica,
sociológica) que no quieren ser clínicas, son percibidas, de hecho, de manera
negativa, como objetivantes, reificantes, clasificatorias, modelizantes, y que
dejan escapar lo que es el pulso de la vida.

Podemos preguntarnos (la respuesta vendrá a su tiempo) si en realidad no está


funcionando un mecanismo maniqueísta: la ciencia clínica vista como el blanco
más puro y las ciencias "objetivas" como el negro más sombrío.

Para tratar de ir más lejos, debemos preguntarnos ¿qué es el saber? ¿Cómo


se constituye? ¿Cuáles son las raíces del deseo de saber? Y esta pregunta es
aún más fuerte, en la medida que nosotros vemos alrededor nuestro, cada día,
personas que actúan sin cuestionarse (ellos no pueden naturalmente ahorrarse
todos los cuestionamientos sin tomar conciencia de sus actitudes y conductas,
y que en gran medida, viven mejor que nosotros, descartando -por lo menos
por un tiempo- los elementos que pueden hacer surgir la angustia). Al contrario,
querer saber, involucrarse en un cuestionamiento infinito es penoso y trágico.
¿Por qué aceptamos, entonces, "atravesar el desierto"?

El deseo de saber (aquello que algunos psicoanalistas denominan la pulsión


epistemofílica) se origina en el problema existencial que se plantea todo ser
humano, y que se puede exponer así: ¿quién soy yo, por qué estoy acá, por

2
Traducción de A. Benedetti
3
Eugéne Enriquez: Profesor Emérito de la Université de Paris VII, Co-Director del Laboratorio
de Cambio Social de dicha Universidad, Co-Redactor de la Revista Internacional de
Psicosociología, autor de numerosos libros y artículos, Fundador y Miembro directivo del
Comité Internacional en Sociología Clínica.

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qué he nacido, qué pasa con el deseo de mis padres frente a mí, cómo he sido
procreado?

Freud nos ha hecho comprender que el "hombre pequeño" (expresión de


Freud) elabora sus primeras "teorías" a partir de una reflexión, por más que
tenga lagunas, sobre la significación de la existencia y, ulteriormente, sobre la
sexualidad (¿por qué, como dicen los filósofos, existe el ser y no sólo
simplemente el no ser?)

Las sociedades (las culturas) humanas se hacen la misma pregunta. ¿Por qué
razones se ha constituido esta sociedad? ¿Qué ha precedido a su nacimiento?
¿Qué es lo que le permite mantenerse? Cada sociedad ha encontrado su
respuesta, que es siempre la misma, a pesar de que se presenta en formas
múltiples: en el origen, un gran ancestro, un Tótem, Dioses o un Dios único han
querido crear seres humanos que vivan en una forma social definida. Así la
religión, dicho de otra manera, aquello que nos une al cosmos y a los otros
seres humanos, tiene por función calmar la ansiedad social y favorecer la vida
en común.

No es lo mismo para el niño. El sólo puede encontrar respuesta inmediata al


primer elemento de su pregunta: ¿quién soy yo?, teniendo cierto dominio de las
cosas y de los seres. El niño que no accedió a la palabra no quiere saber por
saber. Para él, conocer un objeto (el pecho de su madre o un objeto físico), es
poder tocarlo, manipularlo, desarmarlo, a veces destruirlo (de allí la angustia
del niño, tratada por Mélanie Klein, de destruir el pecho y atentar así contra la
integridad de su madre), es decir, en todo caso, tener satisfacciones
inmediatas. No existe sadismo en el niño: cuando él destruye es siempre para
conocer. La pulsión epistemofílica, bajo la cual yace la pulsión de posesión, le
permite situarse en el mundo y constituir el mundo. Cuando crezca y hable,
cuando se haya transformado en adulto, continuará, junto a los otros, tratando
de crear su mundo. El sujeto humano (individual o colectivo) tiene conciencia,
ya que ha entrado en el orden del lenguaje, de vivir en un universo dado que
determina en parte sus conductas. Pero siente que puede actuar sobre ese
mundo al percibirlo, forjándose representaciones sobre él y también
constituyéndolo y cambiándolo, transformándolo profundamente gracias a la
"imaginación radical" que le ha sido dada.

Esa pulsión de posesión, que da satisfacción a la pulsión epistemofílica de la


que deriva, puede estar presente o no en un proceso de sublimación. Cuando
no hay sublimación, o ella habla en voz baja, el conocimiento del otro se
transforma en deseo de dominación del otro (ser humano u objeto físico). En
ese momento el carácter irreductible del otro, su alteridad fundamental (el
hecho de que sea un ser único, irreemplazable) es negado. El otro no está allí
más que para ser analizado, fragmentado, partido. El sujeto se comporta
entonces como alguien que diseca, "un disector", siguiendo la expresión del
escritor Robert Musil, que se define a sí mismo como tal, ya que él no deja de
despedazar en su obra a sus contemporáneos y a sus personajes.

Podemos preguntarnos (y algunos lo declaran desde el principio) si una


psicología objetivante que clasifica a las personas en categorías (ej.: histérica,

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paranoica o introvertida-extrovertida, o incluso, nerviosa, sentimental, colérica)
no nos encierra en determinaciones de las que no podemos salir. Estaremos,
entonces, encasillados definitivamente y a merced de disectores que
"analizarán" nuestras conductas y personalidad, concebidas como inmutables o
susceptibles de poco cambio. Los tests psicotécnicos, la grafología, los tests de
personalidad, así como los tarots de hoy, y la astrología (me acuerdo de un
empresario que me decía: "yo estoy maldito por ser de Tauro, ya que ninguna
empresa solicita ni quiere reclutar una persona nacida en tal signo"), son
instrumentos -cuya fiabilidad es naturalmente cuestionable- de conocimiento
neutro, distanciado del ser humano que puede sentirse, con derecho, reificado.

Podemos igualmente adelantar, sin equivocarnos mucho, que una sociología


fundada sobre paradigmas de determinación social global (ej.: la sociología de
P. Bourdieu), que trata de explicar el sistema social y su funcionamiento con la
ayuda de algunas variables simples, aún cuando puedan ser cruzadas (ej.: la
sociología de T. Parsons) o incluso una sociología de tipo cuantitativo, tienen
todas la pretensión de mostrar y demostrar todos los engranajes de una
sociedad, en la cual nuestro rol, en tanto que sujeto actuante y pensante de
manera autónoma, sería casi nulo.

Esas aproximaciones parecen muy extrañas en la medida que los especialistas


de las ciencias que se llaman exactas, en particular los físicos, han planteado
desde hace mucho, que el observador no puede ubicarse en una posición
neutra, ya que toda observación tiene un impacto sobre el fenómeno
observado.

Esas aproximaciones objetivantes, que no buscan el sentido de las acciones


humanas, no serían entonces más que modalidades variadas de una pulsión
epistemofílica transformada no sólo en pulsión de posesión, sino en pulsión de
dominación, y cuyo objetivo es tratar a los seres humanos y las culturas vivas
según el principio de la disección.

Tal constatación no puede más que plantear al análisis clínico como la única
aproximación, no objetivante y respetuosa del objeto estudiado, con el cual se
establecen relaciones de transferencia y de contratransferencia, digna de ser
utilizada en las ciencias humanas.

La novia es demasiado bella y es indispensable inclinarse igualmente sobre la


aproximación clínica, para ver si ella no tiene verrugas.

La aproximación clínica, se ha dicho en las exposiciones precedentes, se


caracteriza por el hecho de que el clínico está, de cierta manera, al pie de la
cama, al borde de la cama de su paciente, trata de escuchar el sufrimiento de
su paciente con su "tercer" oreja. El objetivo del clínico (psicólogo,
psicosociólogo, sociólogo) es ayudar a su cliente a encontrar su propio camino,
a ser capaz de salir del stress y de la enfermedad, a comprender el sentido de
sus síntomas (y no forzosamente a erradicarlos), a llegar a un estado de
equilibrio superior al precedente, a desarrollar orientaciones normativas (K.
Goldstein, G. Canguilhem) y a acceder a un cierto grado de autonomía. (La
autonomía total no puede realizarse, ya que todo individuo tiene necesidad,

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para vivir, de conservar una parte de heteronomía en la medida que pertenece
a un grupo social que le dicta, a él también, sus propias normas).

Tal es el objetivo explícito de la aproximación clínica. Sin embargo, debemos


preguntarnos, una vez que esta aproximación logra bien sus fines, si no cae en
los mismos sesgos que las aproximaciones objetivantes, si no tiende a crearle
al clínico una falsa "conciencia limpia", que sólo sería una racionalización de
una práctica que, en muchos casos, es bien distinta de lo que debería ser.

La perspectiva clínica en psicología se desarrolló al final del Siglo XIX y


principios del Siglo XX con objetivos profundamente operativos. Su finalidad
era formular un diagnóstico que permitiera distinguir los individuos normales de
los patológicos. Así el famoso test de Binet, perfeccionado por Simon, para
medir la inteligencia, tenía por objetivo -más o menos explícito- separar a los
niños idiotas o retardados de los niños capaces, y así integrarlos al sistema
escolar y a la vida de la nación. Numerosos ensayos de pedagogía centrados
en el niño, adoptan una concepción de éste como un animal fogoso que hay
que dominar y normalizar. Algunas citas son bienvenidas para ilustrar mi
propósito. El psicoanalista francés René Allendy hablaba así de los niños en
1941: "el niño perezoso, mentiroso, ladrón, malo, rabioso, tímido, miedoso,
disipado, turbulento, difícil, mal enseñado, fugitivo, zurdo, desviado" a quien es
necesario enderezar, en su libro "La infancia desconocida". Al final del Siglo
XIX en Nancy, en torno de Edgar Berillon, Paul Ladame e Hippolyte Bernheim,
se creó una escuela que tenía por objetivo lograr, mediante la sugestión
hipnótica, moralizar a los niños: "El niño está somnoliento, su espíritu vacila, su
voluntad se le escapa. Nosotros lo desarmamos sin anularlo, le privamos de
sus elementos de resistencia. No queremos sustituir su voluntad por la nuestra,
pero lo llevamos a pensar como nosotros, a compartir nuestras ideas
(subrayado por mí). Lejos de destruir en él el sentimiento de responsabilidad,
volveremos ese sentimiento más vivo. No cesaremos de exhortarlo. Es una
acción que emprendemos, con método y sin caer en debilidades, ya que es
necesario triunfar" declara P. Ladame. Hans Zulliger, discípulo de Freud, va a
utilizar la transferencia para favorecer la acción pedagógica. "Los lazos
transferenciales son aquellos de una comunidad con su líder (Führer), el
maestro debe obrar para favorecer la identificación de sus alumnos en tanto
que grupo, en el sentido freudiano del término, y el deseo de identificación con
el maestro-guía, la idea, la fuerza moral que él representa (el ideal del yo)",
escribió en 1930.

Por su lado, Madeleine Ramerot, psicoanalista, declara en 1945: "es un grave


problema, por cierto, el de civilizar a los pequeños salvajes que son los niños".
De ahí que la tarea del adulto consciente y competente es simple: tiene como
carga "moldear una vez más al niño", fundamentalmente agresivo, violento,
cruel, que ha sido mal moldeado por sus padres por la intermediación del
juego. El niño agresivo se volverá, entonces, progresivamente bueno y dulce.

Dejo en este punto las citas. Podría haber citado centenas de ejemplos. Todos
muestran que las investigaciones psicológicas sobre los niños (con la ayuda de
tests, sugestión, manipulación, transferencia y las técnicas psicoanalíticas
activas) si toman en cuenta su especificidad, tienen todas como proyecto no

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respetar al niño en su alteridad ni favorecer su autonomía, sino por el contrario,
guiarlo estrechamente, transformarlo con el fin de hacer de él un ser dócil.

De esta forma, al centrarse en la persona (C. Rogers) el terapeuta o el


pedagogo están lejos de carecer de un deseo de dominio, que ejercen sin
cuestionarse sobre la significación que este deseo tiene para ellos y los niños.

Si intento ahora valorar los métodos psicosociológicos de formación, consulta e


intervención, debo evaluarlos de manera relativa. Cierto, ellos permiten a
individuos que jamás pensaron que su palabra podía ser tomada en
consideración, volverse sujetos sociales, concientes del alcance así como de
los límites de sus acciones. También permiten a los grupos afirmarse y
transformar las estructuras de la organización del trabajo y de división de
responsabilidades, en una palabra (muy respetada y que me es querida) de
acceder a la autonomía (Freud agrega: "y a la originalidad"). Sin embargo,
muchas veces pasa que los que integran los cuadros son los que estuvieron en
el nivel más implicado en este camino clínico, armados con nuevos
instrumentos más sutiles para ejercer su influencia o su supremacía sobre las
personas que ya ocupaban posiciones de autoridad. Esos "cuadros" (de la
industria, administración, trabajo social) han podido, al "aprender" a escuchar
mejor a los otros, saber comunicarse con ellos adoptando un modo de
dirección más democrática, lograr que sus colaboradores y subordinados
realicen actos que ellos jamás hubieran pensado imponerles si los hubieran
conducido de otra manera. La psicosociología y la sociología clínica pueden
producir efectos contrarios a su proyecto: en lugar de favorecer la democracia,
a veces han reforzado, sin quererlo o saberlo, el poder de un cierto dirigente
sobre los otros.

Naturalmente, no se trata de "tirar al bebé con el agua del baño". Lo que trato
de decir es que toda aproximación, por más cuidadosa del otro que pueda ser,
puede desembocar, a veces, en resultados paradojales o incluso perversos.

No hay que olvidar que fue Freud quien, en "Psicología de masas y análisis del
yo" (1921), escribió el texto inaugural de la psicosociología clínica, ciencia de
los grupos, las organizaciones e instituciones. Más allá que, tanto Freud como
su obra, han tenido gran amplitud e importancia, no se ha registrado que esa
obra se basa (trascendiéndola) en los trabajos de Gustave Le Bon, en
particular "La psicología de masas". Le Bon fue el primero que estudió lo que
denomina "el alma colectiva", analizó su funcionamiento, mostró las
características emotivas. Escribe: "la masa es impulsiva, móvil, irritable,
extraordinariamente sugestionable y crédula, no soporta ninguna demora entre
su deseo y la realización de aquello que desea." Aunque podemos pensar que
tales afirmaciones (o aún otras: "las masas son siempre femeninas"), no quita
que fue Le Bon el primer autor que desarrolló una visión clínica de la sociedad,
inspeccionó los intersticios inexplorados, escrutó lo que se trama en las zonas
sombrías y puso en evidencia la capacidad de fascinar o seducir de los
políticos, capacidad indispensable para atraer a las masas y hacerlas adherir a
las causas más nobles tanto como a las más aberrantes.

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Le Bon, como lo ha mostrado S. Moscovici, ha tenido una influencia enorme
(disimulada por largo tiempo) sobre los teóricos y en particular sobre los
militares y políticos. "Grandes espíritus", como Horkheimer y Ardoino, le han
rendido homenaje: "Después de la experiencia de los últimos decenios, hay
que reconocer que las afirmaciones de Le Bon han sido confirmadas en un
grado sorprendente, al menos de manera superficial, en las condiciones de la
civilización tecnológica moderna, en la que uno hubiera esperado que las
masas fuesen más esclarecidas."

La teoría de Le Bon fue enseñada en Francia en la Escuela de Guerra a


principio de siglo. De Gaulle, en su descripción y concepción de jefe, reprodujo
directamente las ideas de Le Bon. Lenin, que leyó a Sorel, conoció los libros de
Le Bon. Sorel fue un gran partidario de dicho autor, citando sus obras con gran
admiración. Dos líderes políticos que jugaron un rol esencial y nefasto en este
siglo, pusieron en práctica las ideas de Le Bon: Mussolini y Hitler. Mussolini
declaró, después de la muerte de Le Bon, al que condecoró: "puedo decir que
desde el punto de vista filosófico, soy uno de los más fervientes adeptos de
vuestro ilustre Gustave Le Bon, por lo cual no puedo más que lamentar su
muerte. He leído su obra inmensa y profunda, me he inspirado inclusive en un
cierto número de los principios que contiene, para fundar el régimen actual de
Italia." En cuanto a Hitler: "La teoría de Le Bon, constantemente sometida a la
crítica y confrontada a la realidad, le había dado la certeza de contener las
verdaderas categorías del pensamiento revolucionario. Sólo Le Bon le había
aportado el conocimiento de las cualidades necesarias a un movimiento contra-
revolucionario. Le Bon le aportó los principios básicos para influenciar a las
masas."

Dejo de evocar a Le Bon. Pero ustedes comprenden entonces que una


aproximación clínica, cuando no está sometida a un proceso de sublimación
puede, queriendo revelar el sentido de las conductas humanas, llevar a sus
partidarios a volverse (voluntaria o involuntariamente) consejeros del príncipe,
alinearse entre los disectores, volverse manipuladores sutiles o crear
instrumentos poderosos para la dominación de las masas. Nunca estamos
seguros de no sucumbir a la tentación de ser un Le Bon. En todo caso, su
ejemplo (como aquel de los pedagogos y de los terapeutas anteriormente
citados) nos muestra en qué medida la aproximación clínica, que concierne a
los niños o los adultos, puede transformarse en una técnica que niega toda
alteridad.

Los clínicos deben ser invitados a la modestia. Ellos pueden, así como los
partidarios de las aproximaciones objetivas, reificar el mundo y los seres, aún
cuando su proyecto es explícitamente de otra naturaleza.

Si bien todos podemos (clínicos y objetivistas) caer en ese sesgo, es


simplemente porque la vida es una tragedia. Es necesario, como dice Miguel
de Unamuno, poseer "el sentido trágico de la vida." Las concepciones
amistosas, a veces ligeramente idílicas, del individuo y la sociedad que tienden
a prevalecer en América del Norte, deben ser recusadas. No hacerlo, creer que
basta el diálogo para comprenderse entre los hombres, que el individuo puede
"crecer" y desembarazarse de sus instintos más bajos, es volverse ciego ante

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la "banalidad del mal", eso que han demostrado, cada uno a su manera, H.
Arendt y S. Milgram.

Pero no hay que dejarse llevar y ver en la vida sólo las zonas sombrías, la
violencia de las pulsiones, la voluntad de dominio y la objetivación de los otros.
El sentimiento trágico de la vida debe ser acompañado por la idea de que el
mundo es pensable, y que es posible un orden razonable. Las "luces de la
razón" permiten deshacerse (al menos por un tiempo) de los monstruos. Es por
eso que, en lugar de oponer continuamente los métodos clínicos y los métodos
objetivos, será interesante ver en qué medida se excluyen, pero también en
qué medida pueden ayudarse recíprocamente. Las aproximaciones que se
dicen neutras favorecen la explicación (explicar quiere decir etimológicamente
desplegar), es decir, cuando ello es posible, la búsqueda de causas múltiples y
no de una única causa (la investigación causal dejó en el olvido -por lo menos
podemos esperarlo- a la causalidad en "última instancia", apela a la
multicausalidad, la sobredeterminación y la causalidad circular), y cuando esto
se vuelve muy difícil, la elaboración de leyes o de regularidades.

Las aproximaciones clínicas favorecen la comprensión (como lo ha demostrado


Dilthey, Weber, Scheler), dicho de otra manera, la aptitud de simpatía, de
empatía, de comprensión del interior de eso que pasa en el exterior y que tiene
siempre eco en uno mismo, a condición de ser sensible y no resistirse, que
permite el advenimiento progresivo del sentido e igualmente la interpretación
que permite salir de la confusión, la amalgama, y que da a cada uno la
posibilidad de situarse en su sexo, generación y grupo social.

Todos tenemos necesidad de explicar, comprender, interpretar el universo en el


cual nos movemos y los seres con los cuales compartimos la vida. Porque
somos seres de lenguaje y de palabra, tenemos la ardiente obligación de
nombrar los objetos, actuar sobre ellos para conocerlos y hacerlos pertenecer a
nuestro mundo.

Podemos, entonces, tener una idea más clara de la posición que debemos
tener para no sucumbir en la tentación de dominio, y en el fantasma de la
omnipotencia intelectual, sea cual sea la aproximación que utilicemos (aunque,
a pesar de las posibilidades de manipulación que eso significa, doy de todas
maneras mi preferencia a la aproximación clínica).

Explicar, comprender, interpretar, supone que la pulsión epistemofílica en la


base de la pulsión de dominio pueda volverse una pulsión sublimada, obrando
como libertad de espíritu, eso que Freud denomina -utilizando un término
pasado de moda, pero que me parece necesario rehabilitar- la espiritualidad.

Voy a precisar la noción de sublimación, tal como la utilizo en este texto. La


sublimación aparece como deseo (y placer doloroso) de pensar, como
búsqueda apasionada de la verdad, como construcción de un objeto científico,
artístico o relacional. Ella permite que la pulsión de dominio se transforme en
deseo de investigación, respetando al objeto estudiado o a crear. Pero ello sólo
puede proceder si la búsqueda de verdad supone, para el sujeto, estar
preparado a vivir la experiencia de la duda, los remordimientos, interrogarse, la

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pérdida de las certezas y aceptar confrontarse al objeto perdido y no
retornable, mostrarse capaz de vivir cerca del objeto de angustia y tomar a
cargo la herencia infantil. La sublimación implica, para cada uno, el
reconocimiento de su propia extranjeridad. El sujeto se da cuenta, entonces. de
que él no se conoce, que no puede dominarse a sí mismo y menos a los otros
por el hecho de trabajar los procesos inconscientes, y que no puede evitar la
angustia provocada (una vez que el trabajo de duelo ha podido llegar a los
objetos-sujetos amados y desaparecidos) por la búsqueda de nuevos objetos
de implicación y apoyo. Sin embargo, existe una compensación: si bien se
siente extraño o extranjero, debe transformar ese vacío profundo en él -a
condición de no zozobrar- en deseo y voluntad de creación. Aristóteles planteó
ya la cuestión cuando escribía: ¿por qué todo ser de excepción es
melancólico?

La sublimación, comprendida de esta forma, significa reencontrarse a sí mismo


con la sorpresa que provoca el reencuentro que la mayor parte de la gente
evita. Ese reencuentro se da en el reconocimiento del otro (individuo o grupo).
Cuanto más extranjero para sí mismo es el ser, más próximo se vuelve el
extranjero, y el ser es más capaz de ver a éste como "un otro" que es como él,
con sus sufrimientos, deseos, clivajes. La reflexión que evoco remite a una
experiencia intra e interpsíquica, en la que la subjetividad del sujeto está
totalmente comprometida. Es un modo de pensar, donde lo vivido y lo sentido
encuentran su lugar junto a la actividad racional. Sólo esta reflexión permite la
reflexividad, es decir, la facultad del pensamiento de retornar sobre sí mismo y
aprehender las condiciones de creación de la reflexión.

Este trabajo, como he señalado, no se puede hacer solo. El otro está siempre
presente. El lenguaje nos invita a la intercomunicación, y así a pensar nuestro
propio pensamiento, teniendo en cuenta la actividad "espiritual" del otro y los
cuestionamientos que se presentan sobre nuestro discurso, y las razones de su
creación.

Este trabajo es el de la filosofía, que nació en Grecia y se desarrolló en Europa


y América. En cada momento, cada uno de nosotros es invitado a hacerse
preguntas cruciales: ¿qué puedo decir, qué debo decir o callar; qué secreto hay
que guardar? Como lo escribe admirablemente E. Jabés: "Si es cierto que en
cada palabra, una palabra tiembla por nacer, mira, escucha, en la palabra
umbral se debate la palabra sola". Es necesario, siempre, retener en cada
palabra "su punto de silencio", que abre su camino en nosotros mismos y en el
otro.4

Si no nos preguntamos: ¿qué debo decir?, caemos en la civilización de la


confesión, bien descrita por Michel Foucault, civilización en que, a fuerza de
decir todo, terminamos por no enunciar nada significativo (el mensaje televisivo
nos lo prueba, diariamente). La sociedad de la transparencia no puede existir
afortunadamente. El derecho al secreto es consustancial a la vida, ya que hay
palabras que hacen vivir y otras que matan. Es por esa razón que, como lo
remarcó A. Lévy, uno no se puede decir todo a sí mismo aún cuando la barrera
del inconsciente no existiera.
4
Juego de palabras: umbral (seuil), similar a sola (seul) (N. T.)

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Toda aproximación en las ciencias humanas, que no cede el prestigio de la
"intelectualidad" pero sí al de la espiritualidad, pone en escena a un teórico
investigador-práctico que se comporta a la vez como homo sapiens, poniendo
orden en el mundo, y como homo demens (aceptando en sí el exceso, la
desmesura, el furor, la existencia de las pasiones y preservándolas como
actuantes en los otros y en el universo). Pero ese investigador (adoptando ese
término para abreviar) es también homo estheticus, homo ludens y homo viator.
Algunas palabras para precisar mi pensamiento:

Homo estheticus, lo es porque quiere crear formas que sean bellas para mirar y
respirar, ya sea que esas formas tomen el aspecto de una obra de arte, un
objeto científico y una relación apasionada (el clínico debe estar en condición
de amar y de favorecer el amor entre las personas, amor recíproco donde las
palabras se llaman, conjugan y responden, amor que, como decía Freud, "aleja
cada día la guerra", amor que es el fundamento mismo de su trabajo, ya que es
imposible aportar su apoyo al otro si no hay algún amor presente). Cada vez
que se está en el origen de un objeto maravilloso, uno no puede más que
sentirse afortunado, aun cuando sepa, en su fuero interior, que la tarea está
siempre por recomenzar.

Homo ludens, debe ser para ayudar a la gente a aprender a desprenderse del
deleite morboso, de una dramatización ombliguista (el drama no es la tragedia,
es justamente su caricatura) a la cual se dejan llevar los pacientes (sujetos
individuales o colectivos) que creen, falsamente, que analizándose
continuamente, "arrancándose las tripas", empuñarán la voz de la verdad. Si
bien el cuestionamiento, lo hemos visto, es indispensable, el cuestionamiento
permanente hace creer que la culpabilidad alimentada por la "miserable
acumulación de pequeños secretos (A. Malraux) es el bien a cubrir y a
mantener. Conocemos todos esos análisis interminables, donde analista y
paciente hacen desaparecer la vida bajo el análisis.

Al contrario, el investigador debe abrir el campo de lo posible, permitiendo a las


personas reaprender a sonreír, a reír (eso "propio del hombre") a dejarse ir.
Sabemos que nos reímos menos que a principios de siglo y que cada vez más
los médicos aconsejan a las personas dejarse llevar por la alegría y la risa, la
carcajada, terapia poco conocida u olvidada. Es necesario hacer ver la
importancia del juego. Un sociólogo como R. Caillois ha demostrado que
podemos describir a los hombres y las sociedades a partir de los juegos de
azar, de competencia, simulacro o vértigo, a los cuales se dedican y ha
inventado el adagio "dime a qué juegas y te diré quién eres". En cuanto a
Winnicott, señaló fuertemente la importancia del juego en la creatividad del
hombre.

Sólo porque esas personas pueden afortunadamente acercarse a esos límites


difíciles, el investigador debe ser alguien que sabe reír, jugar, danzar,
divertirse. Está lejos el tiempo en el que el modelo de psicólogo era la esfinge
impasible. Si el investigador no siente nada, si no está atravesado por la libido,
por la urgencia de la vida, no será más que portador de una violencia mortífera
que detectará en los otros para seguir sintiéndose vivo.

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Homo viator ya que, como Ulises el navegante astuto, sabe utilizar los vientos
contrarios (las resistencias de las personas) para hacer llegar su barco a buen
puerto. Su rol no es sólo desplazarse (mediante el análisis de su
contratransferencia) sino también, y sobretodo, llevar a sus clientes a
desplazarse en el espacio de su propia vida, jugar nuevos roles, renovar sus
compromisos, cambiar, si es necesario, los objetos de su implicación, querer
cambiar el mundo instituido en el cual se encuentran, aún cuando el impacto de
su acción sea débil o irrisorio. El movimiento es la vida misma, con la condición
-naturalmente- de que se trata de un viaje donde el ser puede ser sorprendido,
tomado, arrebatado por la percepción de lo irreductiblemente nuevo y
transformarse con su contacto.

Homo sapiens, demens, estheticus, ludens, viator. ¡Qué programa! Sabemos


bien que ninguno de nosotros podemos realizarlo plenamente. Pero sólo las
tareas casi imposibles son excitantes para el espíritu y el cuerpo.

En todo trabajo de formación, investigación e intervención, somos solicitados


en esos diferentes aspectos. Tratemos de hacer a los especialistas de las
ciencias humanas seres más vivos; si hacemos eso, tanto las ciencias
humanas como sus especialistas, serán más apreciados.

Quiero terminar con una nota muy trágica. Hay situaciones sociales globales en
las que no podemos intervenir, y que merecen sin embargo que nos ocupemos.
Freud vio bien el problema en el "Malestar en la civilización". Escribió en 1929:
"¿la mayor parte de las civilizaciones o épocas culturales -incluso quizás toda
la sociedad- no se vuelven neuróticas bajo la influencia de los esfuerzos de la
civilización misma?". Y agregaba, modestamente, "en lo referente a la
aplicación terapéutica de nuestro conocimiento, ¿para qué serviría el análisis
más penetrante de la neurosis social, si nadie tendrá la autoridad necesaria
para imponer a la colectividad la terapéutica querida?."

No es evidente, naturalmente, caracterizar a una sociedad como enferma.


Sería caer en la dicotomía simple de E. Fromm, que opone sociedades sanas a
sociedades enfermas. En realidad, en todas las sociedades y en todo momento
se viven mutaciones, crisis, conductas aberrantes. Sin embargo, algunas
aberraciones son más aceptables que otras, algunas sociedades (culturas)
viven el malestar en ciertos momentos más profundamente que en otros. El
retorno violento de los integrismos religiosos, los nacionalismos exacerbados,
la xenofobia generalizada, el racismo, el antisemitismo, merece un análisis
clínico. Permitirá, quizás, comprender el sentido de esas "patologías" (escribo
esta palabra con prudencia), estudiar las razones por las cuales los pueblos o
las masas, en ciertos casos, marchan con la ilusión, la creencia, la idealización
de sus líderes, escuchando los discursos más huecos y mentirosos, no
queriendo saber la verdad (sin duda demasiado molesta para sus certezas) y,
en otros casos, son capaces de tomar conciencia de la complejidad de las
situaciones, de rebelarse a pesar de los riesgos e intentar construir
instituciones donde serán capaces de expresarse y reencontrar a los otros,
haciendo prevalecer las pulsiones de vida sobre las pulsiones de muerte.

30
De todas maneras, este análisis se volverá cada vez más indispensable.
Algunos ya han construido algunas bases. Su esfuerzo debe ser seguido. Es
gracias a ellos que podemos describir los síntomas, detectar el resurgimiento
de la violencia y quizás oponernos a ella. La psicosociología y la sociología
clínica nos ayudarán, entonces, a vivir no en la sumisión sino en la autonomía,
a auto-organizarnos, a superarnos. Es a esta tarea que los invito, dado que se
trata de todos nosotros, de nuestro destino y nuestra aptitud para pensar,
sentir, actuar, amar, gozar. ¿Qué sería la vida si se excluyera de ella todas
estas facultades?

Publicado en "L'analyse clinique dans les Sciences Humaines", bajo la


dirección de E.Enriquez, G.Houle, R.Sevigni. Edition Saint-Martin, Paris,
1993.

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