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LOS LENZ
Si les interesa la compleja historia de Alemania les comparto mi preferencia por la obra
interpretativa de Norbert Elias: “El Proceso Civilizatorio” y “Los Alemanes”. En el grabado, la
antigua universidad de Halle, inaugurada en 1800.
Friedrich y Marie Louise tuvieron, a saber, tres hijos: Elsa Carolina Lenz, Walter Edvard
Georg Lenz y Rudolf Heinrich Robert Lenz Danziger. Walter nunca firmó ni se identificó por su
apellido materno. Sí lo hizo Rudolf, de cuyo paso por Chile hablaremos con mucho placer y les
dejaré algunos enlaces.
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LOS LENZ EN AMERICA DEL SUR
Friedrich y Marie Louise no parecen haber abandonado Alemania, pero sí sus hijos.
Walter, nacido en 1860 y Rudolf, nacido en 1863. Ambos, en Halle y también Else, su hija
mujer. Rudolf registra su ingreso a Chile en 1890, merced a un contrato patrocinado por el
gobierno de ese país para fortalecer el cuerpo docente de la Universidad. Walter parece haber
recalado unos años antes en Buenos Aires. Una medalla conservada primero por su hijo Carlos
y luego por sus nietos y bisnietos, indicaría que, antes de recalar en estas tierras, Walter habría
trabajado en las siderúrgicas Krupp. De Else, sabemos que se casó con Willy Klaffehn y habría
vivido bastante tiempo en Japón, trabajando como bióloga.
Por suerte para ellos, entre 1880 y 1890, la República Argentina ya era una entidad
nacional bastante definida. Y también Chile, que sería el destino de Rudolf.
Para 1885 Nietzsche comenzaba su largo discurso con la publicación de “Así hablaba
Zaratustra”. Uno de los forjadores del siglo que se avecinaba llenaba de rumores la escena de
la filosofía…que no parece haber tenido demasiado espacio en la vida de Walter, aunque tal
vez sí en la de Rudolf, del otro lado de las cordilleras.
Tras los descubrimientos de Tesla a mitad del siglo XIX, Guillermo Marconi le da
forma definitiva a un artefacto inimaginable cien años atrás: la radio.
En la Argentina se consolida la Patria Exportadora. Una burguesía pachorrienta,
hecha de tierras tras la campaña al desierto, tira
manteca al techo gracias al saldo exportador
gigantesco que dejan las vacas y el trigo de estas
pampas. El ferrocarril extiende sus redes desde todos
los puntos del oeste y el norte hacia esa Buenos Aires
que se va convirtiendo en “La cabeza de Goliat”, que
escribe Martínez Estrada. Un tiempo después, ya
quemada la prosperidad fácil de esos años en el
fangal de la primera posguerra, Arturo Jauretche
retomará dos personajes de Martínez Estrada para
profundizar sobre ellos: el tilingo y el rastacuero.
Imprescindibles para comprender la idiosincrasia
argentina y la rioplatense en particular.
La decisión de Walter de radicarse en Buenos Aires encuadra en una época en la que el
gobierno argentino –en la presidencia de Nicolás Avellaneda Avellaneda—sanciona la Ley 817
de Inmigración, en 1876, parcialmente modificada en 1880.
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Aunque no en forma explícita, lo que creía la dirigencia política de la época era que
se debía impulsar, preferentemente, el ingreso de inmigrantes provenientes de los países de
Europa del Norte: Suiza, Alemania, Austria, Suecia, Holanda. Existía la creencia higienista de
que la “cruza” de las “razas criollas” con estos extranjeros iba a “mejorar” la calidad de la
población argentina. Varios gobiernos de la región –Chile, Brasil, Uruguay y Argentina—tenían
similares ideas respecto de cómo impulsar el “progreso” y enviaron agentes diplomáticos a
Europa para captar interesados en radicarse en estas
latitudes. Los italianos y los españoles ya hacía tiempo
que llegaban a raudales; en especial, a Uruguay y
Argentina. Los empujaba la difícil situación económica
en sus países de origen. Pero, para las aspiraciones de
los gobiernos de la época, eran una población poco
calificada, salvo algunos que provenían del norte de
Italia.
De los primeros años argentinos de nuestro
bisabuelo Walter tenemos que se casó con Emma
Eliza Berthold Ratier, nacida en 1865 quién sabe si en
Buenos Aires o en París. Era hija de Charles Emile
Berthold y de Mathilde Rathye. Falleció el 1 de agosto
de 1921 y está sepultada en el Cementerio Alemán de
la Chacarita, en un sepulcro junto a su hijo Carlos y su
nuera, Emma Kexel. Mi madre decía que el señor
Berthold era un alsaciano bastante pasional, que en
las largas controversias entre Alemania y Francia por
el enclave Alsacia-Lorena, se había inclinado a favor de Francia y solía subirse a las mesas de
algunos bodegones –allá en sus pagos y después de echarse tupidos tragos—para gritar a viva
voz – “Vive la France!!”…lo cual le habría valido un par de correctivos aplicados por otros
parroquianos que no estaban de acuerdo. La conversión del apellido materno de Emma (de
Rathye a Ratier) hace verosímil la versión de que pudo nacer en París. Y que hablaba tan bien
el francés como el alemán; algo frecuente –dicen—entre los alsacianos. Dice Christian Lenz
(narrado por su abuelo Carlos Lenz, a su padre) que en la casa de Walter y Emma se hablaba
alemán. Pero cuando Walter viajaba o se ausentaba, se hablaba francés. Era en su ausencia,
porque lo había “prohibido”.
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De las ocupaciones de nuestro antepasado en esa época tenemos dos versiones: que
trabajó como “ingeniero” en la construcción de los ferrocarriles, particularmente en el ramal
Córdoba – Tucumán, y que era “importador”. Según lo aportado por Christian Lenz, lo que en
realidad hizo Walter durante bastante tiempo, fue comprar tabaco en Misiones y venderlo a
las fábricas de cigarros y cigarrillos radicadas en Buenos Aires. A ese dato, le agrega que “era
muy inquieto, un buscador de oportunidades, de negocios”. Por eso, de la amistad de nuestra
abuela con la familia Dillenius podría inferirse que quizás fuera socio o un alto empleado al
servicio de los negocios que detentaban. Los Dillenius fueron proveedores de herramientas
pesadas para la industria y material ferroviario. También de los testimonios de Christian,
podemos precisar la relación del Sr. Lenz con Tucumán: que fue, durante un tiempo, capataz
de un ingenio azucarero. No podemos precisar de cuál. En esa época casi no existían registros
de personal en las empresas; mucho menos, en el interior.
Una anécdota relatada por mi abuela, Elsa Mathilde Carolina, nos ubica en la época
en que Walter estuvo en Tucumán: en cierta oportunidad, ella y sus hermanas viajaron a esa
ciudad en tren, con su madre. Elsita había cumplido cuatro años hacía poco. Es decir, que
hablamos del año 1900. La mamá decidió no sacarle boleto a ella. Los niños hasta tres años de
edad, no pagaban para viajar. Empezó el viaje y pasó el guarda a pedir los pasajes. Entonces, se
habría dado el siguiente diálogo:
Emma: (entrega al guarda los pasajes menos el de Elsita. El guarda observa a los pasajeros)
Guarda: (mirando a Elsita) -¿Cuántos años tiene la nena?
Emma: - Tres años tiene la nena…
Elsita: - ¡No! Tengo cuatro años, mamá!!
Guarda: - Ahá, señorita…cuando la mamá dice una
cosa, ¿sabe qué?...los chicos, SE CALLAN.
Y, haciendo una gentil reverencia y guiñando el ojo,
las dejó seguir viaje y continuó picando boletos por
el resto del tren.
http://arnoldogualino.blogspot.com/2013/03/palais-de-glace-historia.html
Según testimonios de mi madre –que a su vez decía reproducir lo que la suya le había
contado—nuestro bisabuelo era un hombre sumamente irascible y violento. Estaba
convencido de que era un “genio”… incomprendido e ignorado. Esta desgracia se debería,
según su mirada, a que las personas de su entorno eran incapaces de percibir su valía,
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sus cualidades y sus razones. Se lamentaba a menudo de la ignorancia de los españoles, la
grosería de los italianos y sus tendencias “fantasiosas” y poco racionales. Ni hablar de lo
detestables que le parecían los “criollos”, a los que llamaba “dreck”. Y ni hablar de los judíos!!!
Imaginemos al pobre Walter, precisamente en una Argentina que bullía de inmigrantes de
todos los orígenes y pelajes. Los que estaban inventando la poesía, el tango y los primeros
balbuceos de la filosofía rioplatense lo hacían sentir en una especie de infierno insoportable.
Mi madre narraba detalles de lo que habría sido la vida doméstica en la familia de
nuestra abuela: Walter siempre estaba “nervioso” y vociferaba si alguien lo molestaba…siendo
muy difícil calcular qué cosa y en qué momento podía molestarlo y desatar un ataque de ira,
sopapos y penitencias. No admitía que nadie lo contradijera. No toleraba cuestionamientos ni
olvidos a las instrucciones que daba él respecto de todos los detalles. Parece que nuestra
abuela decía que si encontraba algún defecto en la mesa, o algo estaba fuera de lugar, pues
tiraba todo al piso, incluyendo algunas veces la sopa, y mandaba a todo el mundo a la cama sin
comer. Y que estas escenas las llenaban de miedo a tal punto que evitaban acercarse al padre
o hablarle. Carlos, el hijo mayor, se enfrentaba con él en defensa de su madre y sus hermanas
y a lo largo del tiempo padre e hijo se fueron enemistando.
En verdad, el perfil de este hombre contrasta con el amor, la entrega, la audacia y la
afabilidad de miles de alemanes que se radicaron en estas tierras en la misma época o un poco
antes: por caso, Burmaister, Holmberg, el mismo Humboldt, Otto Krause, Gesell… ¡los Eckell (la
otra rama de nuestra familia materna)!! y todos los que marcharon a distintas zonas rurales a
formar prósperas colonias, llenos de gratitud y rápidamente conquistados por los ojos negros
de las muchachas de tierra adentro.
Si en algo valen los rasgos psíquicos de las personas para determinar sus modos de
interpretar el mundo y de hacerse un lugar en él, es muy posible que Walter se sintiera de
pronto tentado de volver a Alemania. Pese a vivir una situación de relativa prosperidad
personal en estas tierras, en algún momento, entre 1900 y 1907, decide subirse a un barco
con toda su familia menos Carlos y regresar a su país de origen, donde gobierna el Kaiser
Guillermo II. Este antepasado del “Führer” lo hace con unos modales tan violentos y con una
vocación tan agresiva hacia adentro y hacia afuera de Alemania que sugiere que nuestro
antepasado puede haberse visto en ese espejo, cual un gato que se ve como un león…
Bismark se había retirado, abrumado por los desplantes y los desmanes del nuevo Káiser,
incluyendo varias masacres en África, persecución injustificada a católicos, expulsiones
a polacos
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de Bohemia y Silesia… Tomando como base aquella Alemania unificada por Bismark, el nuevo
Káiser se había lanzado a lo que será el sino de esta nación prácticamente hasta los 80: la
conquista de la “gran Alemania”. Política que, en poco tiempo desembocaría en la Primera
Guerra.
PLATA QUEMADA.
Por las descripciones de mi madre, los Lenz deben haber llegado a Alemania con
algunos ahorros. Se radicaron en Hannover, la ciudad de origen de…la misteriosa señorita
Danziger, madre de Walter. Parece que allí había unas tías. Y que Walter empezó a buscar una
ocupación que le permitiera ejercer su rol de jefe de familia con esposa y tres hijas jóvenes a
cargo.
Según mi madre, en esa época Alemania estaba “en guerra”…pero la guerra empezó
en 1914. Lo que hemos podido recabar es que en esos años se incrementó la política
expansionista, tanto hacia los territorios lindantes con el Imperio, como en sus colonias de
África y el Pacífico. Se produce un desplazamiento de tropas hacia el enclave de Namibia,
donde explotan el algodón que le está permitiendo a Alemania competir con Gran Bretaña en
el mercado textil, y masacran a unos 300.000 nativos hereros y namas. Esclavizados por los
empresarios coloniales, estos pueblos originarios habían iniciado una serie de rebeliones. Los
que no fueron liquidados por las armas, fueron empujados por el general Von Trotha a los
desiertos para que murieran por inanición. No quiero pensar que nuestro bisabuelo valorara
favorablemente esta espantosa gesta, premonitoria de otras masacres que entonces formaban
parte de una profecía autocumplida como…la verdadera Primera Guerra, siete años después
de que los Lenz decidieran regresar.
Según mi madre, Walter fue convocado como “reservista”, por ser alemán nativo, y
se lo destinó a una oficina de Correos fuera de Hannover, por lo que tuvo que dejar allí a
Emma con las tres hijas y los ahorros que había reunido. Por supuesto, ya estaría sabiendo que
por su servicio a la Patria no recibiría ninguna paga. En todo caso, sería poco y de vez en
cuando.
Siempre según mi madre, Emma y sus hijas habitaron en Hannover una de esas casas
que tan pintorescas nos parecen en las postales europeas. Que eran, en realidad, casas
colectivas, con varios “apartamentos” dentro del mismo edificio, y dependencias comunes.
Y sucedió que, temiendo un robo, Emma tuvo una idea: escondió el dinero que Walter
les había dejado en la estufa. Una de esas grandes estufas de carámica como las de los cuentos
de Grimm. Pues…llegó el invierno y prendieron la estufa…olvidando que en la chimenea estaba
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el único dinero que contaban hasta más ver. Solo se salvaron unos pocos billetitos
chamuscados. No quiero imaginar el ataque de furia que habría sufrido Walter de haberse
enterado. En realidad, no sabemos si alguna vez se enteró.
Sin plata y en soledad, la ocupación de Emma, Hanne y Elsita era hacer cola en
distintas dependencias para recibir bonos del Estado Alemán con los cuales –mediante otras
colas de espera—se obtenía carbón o leña o gasoil y comida. Una de las “comidas” más
abundantes eran las escamas de papa (puré chef?) que nuestra abuela odiaba.
Por lo demás, la vida fue muy dura para los Lenz en ese período, cuyo término está
bastante tapado por gruesas capas de silencio. Mientras estaban en la bonita casa de
Hannover, todas extrañaban Buenos Aires. Contaba nuestra abuela (esto lo recuerdo relatado
por ella misma un verano en El Talar, donde viví mi niñez) que el “apartamento” no tenía baño.
No se podían bañar, solo lavarse un poco, porque como había poco combustible, solo se podía
calentar un poco de agua. El baño eran unas letrinas comunes en la planta baja del edificio. Y
cada mañana las señoras (Frauen) se encontraban en las escaleras portando sendas bacinillas
familiares (pelelas) cargadas con el producto de la noche. Se saludaban, charlaban un ratito y
luego vaciaban los recipientes en las letrinas. También recordaba con desagrado el sistema de
lavado de ropa que tuvieron que adoptar en Hannover: en la planta baja del caserón había un
patio. Allí, en un gran fuentón que se calentaba con leña, se hacía una lejía y cada “Frauen”
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depositaba la ropa sucia en dicho caldo dejándola cocinarse y desprendiendo hedores
cósmicos. Pues, además, parece que en esa época y lugar las gentes no eran de cambiarse
muy seguido la ropa. Ni siquiera la ropa interior. Una vez “lavada”, la ropa era alzada con unos
palos largos y cada uno tomaba la suya. Había que hacer cola –una vez más—en las pilas del
patio para enjuagarla. Y luego…secarla dentro de casa, pues no había dónde tenderla al aire
libre. Doña Emma se enfermó mucho de los riñones en esa época, a causa del frío y la mala
calidad de vida y decía mi abuela que extrañaba la lavandina, el jabón de coco para lavarse el
cabello y el agua de colonia.
No obstante aquellas circustancias, alguno de los familiares de Hannover les regaló
un piano Steinway que recaló finalmente en la casa de Carlos, en Buenos Aires. Eran los
mejores pianos para la época y hubo una amistad, al menos entre Elsita y una de las
Drangosch, Dora. Esa familia importaba los Steinway para Buenos Aires y alrededores.
Las circunstancias del regreso a “Buenos Aires Drecklich” no las sabemos. En 1907 se
registra el ingreso de Walter, Emma, Juana, Mathilde y Elsa al puerto de Buenos Aires,
procedentes de Génova. Alguna vez mencionó nuestra abuela que volvieron en tercera clase. Y
que pasaban muchas horas en algún espacio común del barco compartido con “italianos,
gitanos y rusos”. Y que las mujeres italianas elogiaban sus trenzas rubio rojizas y convencieron
a Emma de que las dejara peinar a sus hijas con vino para que no se les subieran los piojos. Y
que, al final, las dejó hacer, porque “aturdían”. No sabemos tampoco de qué se ocupó Walter
a su regreso ni dónde y en qué condiciones vivieron.
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A manera de síntesis del proceso que arrancaba en Alemania, les dejo este link de
una de las escenas más impresionantes de la película “Cabaret”, dirigida por Bob Fosse y
protagonizada por Liza Minelli. Nada más claro que una imagen y una melodía (aunque está en
inglés )
https://www.youtube.com/watch?v=SDuHXTG3uyY
El Sr. Mühlemann, --aporta a nuestra memoria Don Luis María Gianetti, esposo de
Irene Lenz, hija de Carlos—tenía un laboratorio en la localidad de Olivos, donde fabricaba
diversos medicamentos. Principalmente, ungüentos y pomadas. La marca era SALANTALE.
Según mi madre, también tenía otra ocupación. Una “non sancta”: que con frecuencia, el
matrimonio viajaba a Suiza y, además de pasear por Europa alojándose en los mejores hoteles
y comprar miles de objetos (útiles e inútiles) ambos traían entre sus ropas barritas de oro. No
habiendo scanners ni detectores de metales, los dos bajaban del barco y pasaban
tranquilamente por la Aduana, sin que nadie sospechara que debajo de las abultadas enaguas
de Hanne y entre el chaleco y la camisa de Jack…algo brillaba.
El tío Jacques habría sido un “chalequero”, oficio muy difundido entre las secretas
puertas, sótanos y bohardillas donde una troupe de joyeros hacía sus peculiares negocios.
Volveremos a encontrarnos con el oro y los joyeros en otra rama de nuestra familia: los
Metzig. En ese ambiente, la participación de inmigrantes judíos era nutrida. Mezclados por
cierto con italianos, rusos nostalgiosos del tiempo de los zares y alguno que otro francés. Por
eso sería que a la familia le parecía muy importante recalcar que “el tío Jacques no era judío
(…) porque por eso el apellido –Muhlemann—se escribía con doble N al final”, lo cual para
ellos era una especie de certificación de pureza. Y encima…¡se llamaba Jacobo! Es curioso el
empeño puesto en aclarar este detalle en contraste con la actividad delictiva del ilustre
matrimonio con las barritas de oro. Creo que jamás sintieron ni el menor cargo de conciencia
por el ejercicio de este contrabando ---un delito-- que tanto rédito les daba.
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Los Mühlemann se hicieron cargo, con mucha generosidad, de la hermanita
discapacitada de los Lenz: Mathilde María, a quien llamábamos Tille.
Tenían también en el viejo caserón a una asistente general: Doña Filomena
Menéndez. Nacida en Castilla la Vieja, perfectamente analfabeta y solterísima, acompañó
durante toda su vida a Tante Hanne. Primero en el caserón de Olazábal y Arcos, luego en el
nuevo departamento en Avenida Luis María Campos. Allí falleció, antes que Tante Hanne,
viejita y contenta. Fue sepultada en la tumba de la familia, en el Cementerio Alemán de La
Chacarita. En nuestra niñez, fueron inolvidables sus guisos de lentejas, sus filhoas, sus largas
charlas llenas de risas en la cocina oscura y olorosa, sus rodajitas de salame con pan y sus
abrazos apretados y con olor a ajo y colonia Atkinsons. A veces, como un ángel travieso,
alguien inesperado viene a nosotros a poner un parche amoroso en medio de tanto rigor y ojos
azules.
El Tío Jacques tenía una quinta de fin de semana en la lejana localidad de La Lucila. Se
llamaba El Gato Azul. Allí iba con su amante. Todos sabían que tenía una amante, pero…como
no se notaba, y no hacía faltar nada a su legítima esposa…para qué hablar. Había abono a la
platea del Colón desde siempre. Sala de música de cámara en la casa, lo mismo que salón
dorado, muebles de roble de Eslovenia, gobelinos auténticos en las paredes de la escalera,
carpinterías de guindo y un par de jarrones chinos de verdad. Tanto boato pero ningún hijo les
vino y un día del año de 1942 el tío Jacques sufrió un infarto fulminante allá en el Gato Azul. Lo
trajo en su auto el esposo de su sobrina Elsa Beatriz, Don Adolfo Aretz. Relataba mi madre que
lo habían vestido y con un sombrero bien calzado en la cabeza, lo sentaron en el asiento del
acompañante y así entraron a la capital, evitando el engorroso trámite de trasportar una
persona fallecida en circunstancias tan dudosas. Diz que al fallecer dejó grandes deudas y que
Carlos, el hermano mayor de la familia, tuvo que
hacerse cargo de remediar los desaguisados,
lidiando contra la frivolidad de Tante Hanne,
acostumbrada a gastar fortunas en las tiendas de
moda pero incapaz de administrar, mínimamente,
los gastos domésticos.
La fortuna del Tío Jacques duró muchos años
y permitió mantener la gran casa de Olazábal y Arcos
Doña Filomena Mendéndez
hasta mediados de los años 60. Para entonces, Tille
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estaba ya muy deteriorada y fue necesario que Elsita Carolina –nuestra abuela—fuera a vivir
con ellas para atenderla. Al poco tiempo vendieron el caserón y compraron un departamento
en la avenida Luis María Campos. Aunque sin holguras ni lujos, las tres vivieron allí de los
“intereses” de unas “inversiones” del tío Jacques. Los “intereses” eran parte de la complicada
gestión de los gastos y la administración de esos bienes, incluyendo los viajes de Hanne a
Piriápolis y sus gastos sin el menor espíritu de austeridad que recayeron sobre la buena
voluntad de Carlos, el hermano mayor, convertido de hecho y de derecho en albacea de
aquellas damas.
Tras la venta, la casa fue demolida y hoy se levanta allí un edificio de esos miles
donde se apilan departamentos de estética dudosa. Yo no participé del desguace de aquella
casa. Indirectamente, supe algunos detalles a través de mi madre, mis tías maternas y nuestra
abuela. Unos años después, al leer “La Casa”, de Manuel Mujica Láinez, no pude dejar de
asociarla con aquel caserón. Sus arañas, cuadros, dorados, borlas brillantes.
Cuando Hanne falleció, no teniendo hijos, todos sus bienes entraron a un trámite de
sucesión. Eran sus derechohabientes: su hermana Elsa y sus hijas Elsa, Inés y Dora Eckell y las
hijas de su hermano Carlos: Inés, Irene y Eduardo Lenz. Había testado de manera que: dejaba
a su hermana Elsa todos sus bienes inmuebles (el departamento) y a sus seis sobrinos (tres
hijos de Elsa y tres de Carlos) los muebles. Pero a continuación indicó que si su departamento
fuera vendido le correspondería la mitad a los hijos de Elsa y la mitad a los de Carlos.(Es decir
que a Elsa no le correspondería nada) Esa contradicción fue salvada por la buena disposición
de todos los involucrados acordando que al venderse el departamento tanto el producido de
su venta como de los muebles, adornos, etc. se dividiera todo en tres partes iguales, una para
su hermana Elsa, una para sus hijas y una para los de Carlos.
Es importante destacar la generosidad y la concordia entre todos los herederos, que
en forma espontánea decidieron avenirse para que Elsa quedara protegida y todos quedaran
conformes. No hubo ninguna forma de litigio o cosa por el estilo.
Es más, con respecto a los muebles, adornos y otros objetos, se organizó una venta
privada y una vez realizada se reunieron todas las cosas que quedaron y con ella se formaron
seis paquetes de valores equivalentes y luego se sortearon entre los primos sin que mediara
ninguna objeción. La propuesta para esta solución conciliada y “salomónica”, que puso el
acento en la generosidad y el cuidado de la menor de las hijas de Walter Lenz, habría sido idea
de la hija mayor de la propia Elsita, Elsa Beatriz Eckell de Aretz.
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Cuenta Luis María Gianetti, esposo de Irene Lenz, que esta pequeña gesta familiar le
pareció un ejemplo excelente de cómo resolver situaciones familiares y toda vez que pudo la
comentó con sus hijos, como aporte a su formación humana y moral.
Ya mayor, y habiendo hecho de niñera de la mayoría de sus nietos y nietas (al menos
de las Aretz y de los Carbone) y luego, de enfermera, sucesivamente, de Tille, de Filomena y de
Hanne, Elsita decidió por su cuenta ir a vivir al Hogar de Ancianos de las Iglesias Evangélicas
“Juan B. Armbruster”, en José C. Paz. Allí, a instancias de un pastor…volvió a tocar el piano. No
exactamente: era un armonio (eléctrico) que se usaba en la capilla cuando se hacían los oficios
religiosos, fueran evangélicos o católicos, ya que había personas de todos los credos.
Elsita Carolina falleció a los 98 años, en 1994, casi nueve meses después que mi
padre. Se había mudado a “su mundo” hacía un tiempo y también había dejado de caminar. El
día que falleció –me contó mi madre—se despertó contenta. Tomó un té con galletitas,
atendida por la gran Marta (la enfermera cuidadora tucumana que la atendía) y luego le
ordenó que le pusiera un camisón que a ella le gustaba. Uno color rosa salmón, con muchas
alforzas y valencianas en el canesú. Marta la higienizó, como todas las mañanas, le puso el
camisón pedido, colonia, y la dejó. “Tengo sueño”, le dijo. Y se durmió. Era noviembre. Unos
días antes, el 28 de octubre, las tres hijas habían ido a verla con una torta y le habían festejado
el cumpleaños. Se había divertido mucho (hubo globos para ella y las otras pacientes de la
sala). Para su alegría, compartió aquella residencia, durante unos años, con su querida cuñada
y amiga Emma Kexell, viuda de su hermano Carlos; su protector, su consejero y –seguramente
—el que supo abrazarla con la ternura que no tuvo su padre. Desde que Emma había partido,
en 1988, contaba mi madre que Elsita se dirigía a una imagen de Cristo que tenía a su cabecera
y le decía: “—Eh, Barbudo, por qué no me venís a buscar? Te llevaste a todas, a Frida, a Dora, a
Hanne…y también a Emma…”
Viviendo yo en Tierra del Fuego, una vez fui a visitarla. No me conoció pero dijo que
igual estaba contenta de que la fuéramos a visitar, ya que nosotros sí la conocíamos a ella. En
esa oportunidad me contó que la había ido a buscar su amiga Frida para ir a un concierto en la
Opera de Berlín y que, para eso, habían tomado el tren bala en Tokio. Porque llegaba en tres
horas. El problema fue que ella, cuando llegó, se dio cuenta de que estaba sin zapatos. Mi
mamá decía que en sus visitas –iba dos veces a la semana—también le hacía relatos
asombrosos y lamentaba no ser una buena escritora para registrarlas.
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EL TIO CARLOS
El primogénito de Walter Lenz y Emma Berthold, Carlos Guillermo Ricardo, fue muy
significativo para nuestra abuela, desde lo afectivo. Y más adelante, al caer su vida barranca
abajo cuando su esposo perdió el trabajo, también fue
su auxilio económico.
Nos relata Christian Lenz que en el tiempo en
que su padre trabajaba en Tucumán, estimó que no
podía ocuparse de él y lo envió algunos años a Chile, con
su tío Rudolf, que era docente e investigador en la
universidad. Carlos habría terminado la educación
primaria en el país trasandino.
Luego, de adolescente, y antes de que Walter
partiera a Alemania en un intento de regreso, también
residió en Hannover. De esa época data la fotografía que
acompaña este capítulo.
Según mi madre, Carlos habría asistido a la escuela
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secundaria, aunque no
tenemos constancia de eso,
ni de los establecimientos
donde pudiera asistir. Tal
vez asistiera al Liceo o al
Gimnasio en Hannover,
dada la edad que cursaba
durante su estadía en esa
ciudad, con los familiares
que residían en ella.
Luego habría
trabajado también en el
negocio del tabaco misionero junto a su padre. De esa época habrían procedido las muchas
cajas de cigarros que hubo en nuestras casas. De primorosa madera, conservaban algunas de
ellas el aroma chocolatado de los puros que habían contenido y se convertían en alhajeros,
costureros o especieros de cocina. Estos productos, en una primera época, aunque hoy nos
asombre, se vendían en las farmacias…junto con remedios para curar la tos, las anginas, la
ronquera, así como tónicos y calmantes para los nervios compuestos –de vuelta, aunque no lo
puedas creer…--de cannabis y opio.
Refiere su bisnieto Christian que, una vez casado con Emma, realizaron un extenso
viaje por Estados Unidos y Europa. Y que de Londres, trajo Carlos la representación de la firma
Rimmel, productora de los más novedosos y apetecidos cosméticos de la época. Curiosa
circunstancia: entre las descendientes de Elsita, usar maquillajes, pintarse los labios, los ojos y
las uñas, eran cosas “de bataclanas”. Censurables para chicas que quisieran calificar como
“decentes”. Ella en particular, jamás usó nada más que un poco de glicerina para suavizar la
piel del rostro.
Atento al devenir de los acontecimientos internacionales y, seguramente, a los de
Alemania en particular, Carlos advirtió que una nueva guerra se avecinaba. Así es que a fines
de los años 30 o principios de los 40, compró una gran cantidad de estaño a bajo precio,
sabedor de que, una vez puesta en marcha la maquinaria bélica, el precio de ese metal se iba a
multiplicar. Asociado con Garuti, se dedicaron a la fabricación de virutas industriales,
destinadas a las industrias locales. . Fue un negocio exitoso, que le permitió excelentes
ganancias. Como su tío Rudolf, Carlos era dueño de un carácter dulce, optimista y metódico.
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El tío Carlos y su esposa tuvieron cuatro hijos. El primero, al que llamaron Carlos,
falleció siendo pequeño. Luego llegarían Inés, nacida en 1930, Irene, en 1933 y Eduardo, en
1936. La familia vivía en una bella casa del barrio de Villa Devoto adonde asistí, de muy niña, a
una fiesta de cumpleaños. Recuerdo las facciones delicadas del Tío Carlos, ya abuelo en esa
oportunidad, y el semblante risueño de la tía Emma. Salvo aquella fiesta de cumpleaños, no
tuve contacto con esa parte de mi familia en lo sucesivo.
Carlos falleció en 1967, poco después del decaimiento definitivo de la salud de su
hermana Tille y de la partida de Elsita a la convivencia con las hermanas y con la anciana
Filomena en el departamento de la calle Luis María Campos.
Entre los Lenz, Carlos y Elsita –nuestra abuela—aparecen claramente como parte de
“los que cuidan” de otros de diversas maneras. A
veces, con sus asistencias materiales. Otras, con el
apoyo concreto como administradores (para el caso
de Hanne y los complejos dineros del finado Tío
Jacques Mühlemann) o como cuidadora directa, en
el caso de ella.
De izquierda a derecha: Elsa Carolina Matilde Lenz - Marie Louise Danziguer Lenz – Hanne Lenz – Carlos
Lenz – un amigo de Carlos sin datos – Tille Lenz – Walter Lenz – Emma Berthold Lenz. Foto tomada en
Hannover en 1905.