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El padre de los "gauchos judíos"

La epopeya de las colonias judías de la Mesopotamia argentina es uno de los aspectos más
emblemáticos y conocidos de la inmigración decimonónica a la Argentina. Pero aunque la
historia del desarrollo y arraigo de los colonizadores son bien conocidas a través de obras como
Los gauchos judíos de Gerchunoff -una de la luminarias más destacadas de la historia de LA
NACION-, se sabe poco de la fuerza que impulsó ese emprendimiento desde el otro lado del
Atlántico. Aunque las colonias se asocian a cierto "barón Hirsch", la figura del barón Maurice
de Hirsch evoca, para la mayor parte del público, la idea de un rico filántropo sin rasgos
distintivos ni historia personal. El Moisés de las Américas, la admirable biografía que escribió
Dominique Frischer en francés y que el Ateneo edita en castellano, susbsana por primera vez
esa laguna. Aunque Hirsch había sido objeto de distintos esbozos biográficos más o menos
especializados, ésta es la primera obra que se centra exhaustivamente en su figura.

La obra de Frischer ilustra la carrera de Hirsch, descendiente de una antigua familia de "judíos
cortesanos", banqueros y empresarios agropecuarios e industriales, arraigados en Baviera,
desde sus comienzos como financista en Bruselas, su increíble carrera como constructor de la
primera red ferroviaria del Imperio Otomano hasta su última encarnación: la de "Moisés de las
Américas". Es que Hirsch consagró la última parte de su vida a un esfuerzo filantrópico y
humanitario de escala hasta entonces desconocida y que probablemente siga siendo uno de los
mayores, sino el mayor, en haber sido emprendido por un individuo.

Las tareas de Maurice de Hirsch como principal contratista de los trenes del antiguo imperio
turco lo llevaron a sus primeros emprendimientos filantrópicos. En el transcurso de sus largas
estadías en Turquía, entró en contacto con las comunidades judías turcas castigadas por la
miseria, el atraso y el aislamiento que les imponían sus propias autoridades religiosas y civiles,
notablemente retrógradas y aislacionistas. El inaudito, inesperado espectáculo de la miseria y
la ignorancia de sus correligionarios llevó al barón y a su esposa, Clara Bischoffsheim, a
construir una serie de centros educativos y dispensarios destinados a elevar el nivel educativo y
moral de la población, no sólo en Turquía sino en las colectividades judías magrebíes.
Pragmático, el barón no soñaba con carreras terciarias y limitó conscientemente sus esfuerzos
a centros de instrucción primaria y escuelas de oficios.

El tendido de las líneas férreas fue sólo un estertor del coloso turco. A pesar de que algunos
pocos políticos esclarecidos tuvieron la suficiente lucidez de entender que Turquía sólo podía
sobrevivir adoptando las tecnologías y sistemas de Occidente, ese salto adelante sólo pudo ser
llevado a cabo por generaciones posteriores. El agonizante Imperio era acosado por las
potencias occidentales, deseosas de repartirse cuanto antes y en las mejores condiciones
posibles los bienes del gigante que agonizaba. Y sobre todo, por Rusia, cuyas ambiciones
territoriales eran inspiradas no sólo por el afán expansionista sino, en forma aún más
peligrosa, por el paneslavismo y un imperialismo de raíz religiosa que se creía obligado a
recuperar para la Santa Rusia Estambul o Constantinopla, sede tradicional de la Iglesia
Oriental.

Las sucesivas guerras ruso-turcas, con la consiguiente incorporación al control ruso de


territorios hasta entonces bajo soberanía turca, fueron el más terrible de los azotes para las
poblaciones judías otomanas. El doble antisemitismo -oficial y popular- de los rusos produjo
una atroz, imparable oleada de pogromos y persecuciones.

En 1881, el asesinato del zar Alejandro II por un grupo de conspiradores entre los que se
contaba un estudiante judío hizo regresar a Rusia, que hasta ese momento parecía en un tren
de relativa modernización, a sus políticas más brutales. Bajo Alejandro III se desató una
sistemática persecución antijudía, orientada por el procurador general del Santo Sínodo,
Pobiedonostsev, y de Nicolás Ignatief, jefes supremos de la Santa Unión, una organización
ultrareaccionaria de aristócratas y militares de alto rango. Esta situación estuvo en la raíz de la
emigración de los judíos rusos a las Américas. Pero los esfuerzos migratorios eran aleatorios y
espasmódicos. Y se veían frustrados tanto por la pobreza de los aspirantes a emigrantes como
por el sadismo y lo que parece una decidida voluntad genocida de las autoridades rusas, que se
deleitaban en un doble juego consistente en, por un lado, expulsar a los judíos y, por otro,
dificultarles la salida del país por todos los medios posibles.

A todo esto, Hirsch y su esposa se enfrentaban a un tragedia privada, que tendría como
resultado indirecto la salvación de decenas de miles de judíos rusos. Hirsch y Clara sólo habían
tenido un hijo, Lucien. Dominque Frischer sugiere que Clara estaba condenada a la esterilidad
a raíz de una infección que le habría transmitido su marido, notoriamente aficionado a las
alegrías de la vida.

Como sea, el joven Lucien, quien acompañó a sus padres en las largas estadías laborales de
éstos en suelo turco, demostró, a partir de su adolescencia, una notable inclinación por el arte.
En sus paseos por Constantinopla, Lucien dejó registradas escenas callejeras con buena mano
de dibujante. Aún más importante, las relaciones de su padre con los principales
representantes de los poderes de Occidente ante la Sublime Puerta lo pusieron en contacto a
los catorce años, relata Frischer, "con los tesoros reunidos por el conde de Prokesch-Osten,
embajador de Austria en Constantinopla [...]. Enternecido por el interés del muchacho, el
diplomático le obsequió una moneda de Alejandro Magno, que resultó ser el punto de partida
de una colección considerada, hasta el día de hoy, una de las mejores del mundo". A partir de
ese encuentro, la afición de Lucien a las artes y antigüedades se convirtió en una pasión que
obedeció con rigurosa obsesión. Tampoco faltaban antecedentes en la familia: Ferdinand
Bischoffsheim, hermano de Clara de Hirsch, también se había alejado de lo que parecía el casi
obligatorio camino en ambas familias: ganar dinero, cuanto más mejor, a través de la banca y
las finanzas, y fue un importante connaisseur y coleccionista de arte.

A los veintisiete años, Lucien era uno de los primeros, si no el primer numismático del mundo.
Su colección de medallas y monedas de la antigüedad griega, que se conserva en una sala
especial del gabinete de medallas de la Biblioteca Nacional de Bélgica, es hasta hoy elogiada
por los especialistas por su certera elección de piezas de alta calidad y rareza.

Lucien pretendía dar curso a su refinada sublimación de las virtudes familiares de acumulación
de monedas instalándose como anticuario en Londres. Su padre se oponía: Lucien no debía
perder tiempo en esas chapucerías de aficionado, sino dedicarse en serio a los negocios. Y ni
siquiera debía dejar de vivir en la casa familiar -en realidad, un lujoso complejo de mansiones
colindantes- de París, bajo el ojo vigilante de sus padres. Lucien razonó en vano en cartas
lúcidas y conmovedoras. Después, enfermó de tuberculosis y, en 1887, murió. Eso sí, en el
hogar paterno en París y sin haber nunca desarrollado su acariciado proyecto propio.

La adopción por parte de Maurice y Clara de una pequeña hija ilegítima de Lucien -
desconocida hasta la muerte de éste- y de dos huérfanos, Arnold y Raymond Deforest, y el
siniestro juego de intereses desencadenado por esta decisión son uno de los aspectos más
fascinantes y oscuros de la saga de los Hirsch, según la relata Dominique Frischer, pero
exceden los alcances de estas líneas.

La pérdida de Lucien provocó una revolución en la vida de sus padres. Clara sintió que su
fortuna le pesaba. De ahí en más, tanto ella como su marido pusieron sus considerables
energías y capacidad intelectual al servicio de uno de los esquemas humanitarios más
increíbles que haya conocido la historia. Es cierto que Maurice y Clara, aunque no eran
religiosos, siempre habían practicado la tsedaka, la tradicional solidaridad de sesgo restitutivo
que el judaísmo demanda a sus fieles. Pero lo que hasta entonces había sido un aspecto parcial
de sus existencias ocupó el centro de la escena.

Hirsch, retirado de los negocios que lo enriquecieron, medió infatigablemente ante las
autoridades zaristas, hizo inmensas donaciones al gobierno ruso, rogó, exigió, influyó. Se
comprometió en secreto con el partido monárquico francés y dedicó desesperados -y por lo
general, vanos- esfuerzos a ser aceptado por la aristocracia de su país de adopción. El
esnobismo de Hirsch era motivo de burla para quienes no percibían su propósito secreto:
comprar las voluntades de quienes pudieran, por su cuna y contactos, mediar directamente
ante el zar en favor de los judíos de Rusia.

Los contactos políticos de Hirsch no se limitaban a la minoritaria y relativamente poco


influyente aristocracia francesa. Su esencial cosmopolitismo (tenía pasaporte austríaco; su
familia había estado arraigada por generaciones en Baviera; su primera base de operaciones
fue Bruselas; su hogar, París; el origen de su fortuna, Turquía) lo fue llevando a lazos cada vez
más hondos con Inglaterra. A consecuencia de la derrota ante Prusia en 1870, la opinión
pública francesa se había mostrado creciente y violentamente antisemita: se asimilaba a
alemanes y judíos en una sola entidad cuyo propósito era, por supuesto, perder a Francia.
Hirsch, con su alto perfil público, su fuerte acento alemán y su conocida y envidiada riqueza,
era el blanco ideal. De hecho, hasta el caso Dreyfus, en la década de 1890, Hirsch fue la figura
que concentró todo el odio antijudío de la sociedad francesa.

Sus estadías cada vez más prolongadas en Londres se debían en parte a esto, más aún a su
amor por sus caballos de carrera (a los cuales, decían sus detractores, no sabía distinguir) y,
sobre todo, a la misteriosa relación de confianza que lo unió con el príncipe de Gales, el futuro
Eduardo VII. Durante el Congreso de Berlín de 1878 que presidió el desmembramiento del
Imperio Otomano, se jugó, entre otras cosas, el futuro de buena parte de las inversiones de
Hirsch. Es que si Rumania pasaba a manos rusas, a Hirsch no le serían pagados los usufructos
de las flamantes líneas férreas por él instaladas.

La cuestión se resolvió en forma satisfactoria para el barón. En Rumania se instaló, gracias a la


intensa presión entre bambalinas de los enviados ingleses, una monarquía de cartón piedra
apoyada por Gran Bretaña. Este gobierno se hizo cargo de los compromisos previos del estado
rumano con Hirsch. Aunque obviamente no ha quedado constancia de los entretelones de estas
operaciones geopolíticas, a la muerte de Hirsch se descubrió, en su contabilidad privada, la
entrega de impresionantes sumas en efectivo -hechas sin esperanza de recuperación- que, a lo
largo de muchos años, fueron a dar al bolsillo del futuro rey de Inglaterra.

Además de cultivar sus contactos con el establishment, el barón se ocupaba en forma directa
del rescate de los judíos rusos. La Jewish Colonization Agency, animada por Hirsch y Clara,
compraba tierras en Argentina, Estados Unidos, Canadá. Pagaba pasajes, creaba entidades de
bien público, escuelas de oficio, alojamientos. Pero la maravillosa capacidad de organización y
trabajo de Hirsch, así como su inagotable bolsillo, no eran suficientes: la epopeya de los
ferrocarriles otomanos fue posible por su presencia en el lugar de los hechos. Y Hirsch nunca
visitó los países donde se instalarían las colonias de emigrados rusos. A pesar de los denodados
esfuerzos del barón y sus colaboradores, las disidencias internas, problemas administrativos y
escollos de toda clase dejaron claro que su proyecto de rescate total de tal vez cientos de miles o
hasta millones de judíos rusos era imposible de cumplir en la escala soñada. Aun así, muchos
miles de colonos se instalaron exitosamente en la Argentina.

En 1893, poco antes de morir, Maurice de Hirsch dio una entrevista al periodista británico
Lucien Wolf. Este escribió: "No olvidaré fácilmente la ternura con que el barón dijo,
contemplando una de las fotos de las colonias agrícolas de Argentina que yo le había llevado: ?
¡Dios mío! Qué interesante es ver esos viejos rostros judíos bajo el sol de la Argentina. Mire a
ese hombre, aún vestido con su viejo caftán polaco, llevando un haz de leña al hombro, y esos
pequeños vaqueros, que pasaron del encierro del gueto al espacio ilimitado del Nuevo Mundo´.
Y continuó: ?sé que la Argentina no es el país del que mana leche y miel... pero es un país
donde la tierra honestamente trabajada tiene un excelente rendimiento. Las predicciones de
nuestros enemigos, quienes afirmaban que los judíos serían incapaces de volver a la tierra, son
falsas. El judío ruso tiene empuje, tiene mucha buena voluntad, es sobrio y acepta el trabajo
duro. No vacila en ponerse a arar´".

Un aspecto particularmente intrigante de la obra de Frischer es el único encuentro de Hirsch,


pragmático, maduro, en plena realización de su obra filantrópica, con un Theodor Herzl joven,
soberbio, arrebatado, intolerante, convencido de la infalibilidad de sus ideas. No se
entendieron. De todas formas, la entrevista tuvo consecuencias. Años después del encuentro,
Herzl escribió en su diario: "Aniversario de mi visita al barón de Hirsch y de mi decisión, tras
su rechazo, de realizar yo mismo el Estado judío". Finalmente, Herzl se quedó con la última
palabra. Frischer escribe: "Tras la creación del Estado de Israel, el aún considerable
remanentew de los fondos que administraban en ese momento el Baron de Hirsch Fund y la J.
C. A., devenida, a partir de 1955, la I. C. A. (Israelian Colonization Association) fue consagrado
a financiar el desarrollo de la agricultura en Israel a través de la creación de kibutzim,
institutos agronómicos y, hoy día, a becas de investigación para estudiantes de agronomía".

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