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LOS METZIG
Los Metzig son la familia de nuestra abuela paterna, Elena Augusta Carolina, madre
de Rodolfo Julio Carbone y Ricardo José Carbone. Al primer antepasado, según testimonios de
nuestro padre y de nuestro tío, lo tenemos por Ludwig Dahlman Lewin, de quien no hay más
datos, excepto que se casó con Carolina Zizov. Estimamos que ambos deben haber nacido
alrededor de 1830/1840. En cuanto a la zona, solo tenemos indicios y nuestra intuición: El
apellido Lewin es de origen judío, de los que adoptaron en Europa en el Siglo XVIII, cuando la
mayor parte de los Estados de obligaron a los residentes a abandonar el sistema identificatorio
patrilineal y adoptar el sistema romano. En esa época, a los judíos se los designó –con diversos
grados de acuerdo entre ellos y las autoridades—con diversos criterios: con el patronímico del
padre o la madre, por el de la localidad, por los oficios que desempeñaban o, como el caso de
Lewin, por alguna referencia a las escrituras. Está muy difundido en toda Europa y también en
todos los países con presencia de colectividades judías. Como Lewin (o Levin, o Levy) alude a
los levíticos –los sabios—solía aplicárseles a los judíos que ejercían la docencia, ya fuera como
maestros de primeras letras, de la academia o de algún oficio: joyeros, peleteros, carpinteros,
luthiers… También se les aplicaba a los rabinos. El apellido de Carolina, Zizov, es de origen
polaco. Podemos inferir que ambos habitaron la zona de frontera entre Alemania y Polonia.
Una frontera “móvil”, si es que hubo una, desde los tiempos de Carlomagno.

Así es que a mis


tatarabuelos puedo imaginarlos
en muchos oficios y en pueblos
con nombres que suenan a
cuentos con osos, brujas y
monstruos pero
inevitablemente envueltos en
hambrunas, huelgas, revueltas,
invasiones y otras conmociones.
Todo en una parte del mundo
con veranos escasos e inviernos duros y muy largos.
En Volgast, una localidad del territorio de Pomerania oriental, adonde vivían por
entonces los Lewin, nació en 1864 una hija que sería nuestra bisabuela: Mathilde Augusta
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Carolina Lewin,
a quien conocí muy
viejita, en la casa de la
calle Conesa. La
llamábamos Uma y
falleció en 1958, cuando
yo estaba en Primer
Grado Superior. Mi papá
me explicó que ya no
íbamos a verla, pues “se
había ido al cielo”.
Según mi tío Ricardo, (ya he dicho que le adjudico una imaginación frondosa) este
Ludwig era “joyero” u “orfebre”. No recuerdo que mencionara si Ludwig había emigrado a
estas tierras con su familia, ni tampoco acerca de hermanos o hermanas de “Uma”.
No tenemos datos acerca de cuándo llegó a Buenos Aires nuestra bisabuela. Sí
sabemos que se casó con Guillermo Metzig, nacido en 1862 en Friedeburg…o en Freiburg. La
primera es una localidad del norte de Sajonia. No sabemos por qué, también figura como dato
sobre su lugar de nacimiento “Schlesien”; esto es, Silesia. Territorio situado al Sud Este del
actual territorio alemán y definitivamente anexado por Austria y la República Checa después
de innumerables contiendas territoriales. De una recorrida por los mapas, las historias y las
posibles erratas ortográficas, creería que don Metzig, definitivamente, nació en Freiburg, que
sí está al pie de Silesia y tal vez en algún momento, efectivamente perteneció
administrativamente a esa región. Sus padres fueron Wilhelm Metzig y Augusta Williger, de
quienes carecemos de otros datos.
Guillermo Metzig también habría trabajado como joyero o como orfebre. Para dar
cuenta de eso, mi abuela Mita era dueña de una gran cantidad de alhajas que él le regalaba
para cada cumpleaños. Algunas me fueron heredadas pero no las he conservado.
Ese oficio hace muy difícil rastrearlo, pues se trata de una maestría casi secreta, que
transcurre en discretos talleres, en calles escondidas, en bohardillas, trastiendas, cuartitos… y
cuyas transacciones son confidenciales. No porque necesariamente entrañe cuestiones fuera
de la ley sino que forma parte de un estilo propio de estos artesanos de los metales y las
piedras valiosas. Guillermo Metzig no figura como uno de los dueños de las primeras joyerías
de Buenos Aires que florecieron a partir de las bonanzas de la organización nacional y
crecieron de la mano de la nueva burguesía agraria en los buenos tiempos de “tirar manteca al
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techo” o viajar a Europa en barco llevando una vaca argentina para que los niños de la familia
tuvieran leche fresca. Ser joyero en esa época era un oficio prestigioso y bien pagado.

Santarelli, Antoniazzi, Ricciardi, Stern y Escasany fueron algunas de las primeras


joyerías abiertas en Buenos Aires. Una década
después, Escasany y Ricciardi ya tenían
sucursales en Rosario, Mar del Plata y
Montevideo. En la segunda mitad del Siglo XX
los joyeros fueron concentrándose en locales
sobre la calle Libertad, entre Lavalle y
Rivadavia. Al parecer, nuestro abuelo habría
fallecido en 1904, con apenas 42 años, dejando
en orfandad a nuestra abuela Elena y a su
hermano, Bernardo.

Nuestro bisabuelo tenía una hermana,


Gustave Metzig, quien también residió en Buenos Aires. Conocida como Tante Gustave,
parecía haber sido una persona muy importante, afectivamente, para mi padre y mi tío. Su
esposo, de apellido Schnitzler, tenía una óptica. Tuvieron dos hijos: Emilio y Ricardo, que
continuaron en el rubro del padre.

En cuanto al origen y la deriva del apellido Metzig, podría ser originario de la región
de Metz, antigua capital de la disputada región de Lorena, hoy definitivamente perteneciente a
Francia pero que, a lo largo de muchos siglos, fue parte de disputas entre ésta y Prusia. En
1871, tras la guerra impulsada por Bismark durante el reinado de Guillermo II de Prusia, Alsacia
y Lorena pasaron a formar parte del Imperio Alemán. Se menciona que, no obstante, Lorena
conservó a su gobernador francés y una parte de la aristocracia local y sectores populares
resistieron el dominio alemán, se negaron a usar el idioma francés en las transacciones
públicas y protagonizaron varios episodios de resistencia…tal como lo contamos al hablar del
padre de nuestra bisabuela materna, Emma Berthold.

No necesariamente el apellido Metzig deriva de la ciudad de Metz. Está difundido por


toda Alemania, y Austria, aunque no es de los más comunes. A partir de fines del Siglo XIX y
todo el Siglo XX muchas familias con apellido Metzig se establecieron en Estados Unidos.
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SER “LA ALEMANA”

Guillermo Metzig y Augusta Carolina tuvieron tres hijos nacidos en Buenos Aires:
Bernardo Alberto, nacido en 1893, Elena Augusta Carolina, en 1894 y una niña fallecida
tempranamente, nacida en 1897: Olga Carolina.

Elena cumplió sus estudios primarios y siendo muy joven, fue a trabajar como cajera
en una farmacia o una botica. Quizás, se debió a la temprana muerte de su padre. Tanto Uma
(su madre) como su hermano Bernardo (el tío Tito) la compadecían por esa situación,
mencionada casi como una desgracia: …”pobre Elena, que tuvo que trabajar en esa farmacia”…

No tenemos datos sobre la farmacia o botica donde trabajó la Señorita Metzig.


Sabemos que en Belgrano, desde fines del Siglo XIX existía la Botica Landoni, en la Avenida
Cabildo 3501. Allí trabajó un tiempo Alfonsina Storni. Nacida en 1892, fue contemporánea de
nuestra abuela. Y como todas son especulaciones –a falta de datos—podemos preguntarnos si
se habrán conocido, y qué habrán pensado una de la otra…
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Posiblemente, Elena conoció en esta época a otro boticario que iba a ser primero su
novio y luego su esposo: Julio Antonio Carbone. Vaya a saber cómo hizo este muchacho –ya no
tan joven, porque era unos once años mayor que ella—para enamorarla. Y para enamorarse,
lo que le valió el cuestionamiento de sus hermanas y hermanos: ¿Qué le había visto a esa
“alemana”?

La vida del matrimonio no parece haber atravesado abundancias. Vivieron siempre en


los fondos del barrio de Belgrano, que era un poco descampado en ese tiempo. La última casa
fue la de la calle Conesa, que yo conocí y de la que ya les hablé un poco. Se veía en ese tiempo
bastante descuidada, con las paredes desconchadas, el piso de pinotea ajado (no lo limpiaban
con cera) y las cortinas raídas.

Las críticas de las cuñadas se replicaron, de alguna manera, en mi madre, que


consideraba que su suegra “no sabía hacer nada”. Esto es…no sabía coser, ni tejer, ni bordar, ni
tocar el piano. Y no le gustaba ni se proponía aprender. Facilidad para el etiquetado, diría
Saccheri. Sin embargo, yo sé por mi padre, por mi tío y por mi tía Estela, que de joven supo
pintar hermosas acuarelas y que dibujaba con maestría. Nunca vi ningún dibujo ni pintura de
ella. Ahora que vuelvo a su recuerdo, me arrepiento de no haberle preguntado por qué dejó de
pintar y de dibujar. Tal vez, como Elsita Lenz,
fue víctima de su condición de mujer: pintar
y dibujar pudo ser algo no apropiado para
una señora de su casa. O tal vez no tuvo
dinero para comprarse papeles y pinturas, o
alguien la desanimó y se deprimió. Siempre
parecía un poco triste, con poca
predisposición para la vida social. Solo tenía
una amiga llamada Berta (¿) a la que de
tanto en tanto iba a visitar. Sufrió de artrosis
y de várices y a los apenas 70 años caminar
le resultaba doloroso, por la deformidad de
sus pies y sus rodillas.
Seguramente fueron estas tías –las
de la calle Gorostiaga—las que le
comentaron a mi madre que, cuando Elena
estaba embarazada de Rodolfo, mi padre,
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“no tenía nada preparado para el bebé” y ellas tuvieron que ir a comprarle pañales, sábanas, y
ropita. Es decir, la pintura de “la alemana” era la de una estúpida. Raro, porque antes de
Rodolfo, Elena había tenido, en 1918, una niña a la que llamó Olga, que falleció a poco de
nacida. ¿Por qué Olga? Ella había tenido una hermanita con ese nombre y también había
fallecido. Pudo estar deprimida por esa insistencia de la muerte en llevarse a las pequeñas que
había amado. Pero tal vez nadie se lo preguntó. No sabemos si nuestro abuelo era un hombre
cariñoso o si era severo e indiferente. Mi padre no evocaba escenas de ternura con Don Julio,
como si no hubieran paseado ni jugado en su niñez. Me parece triste que tampoco mi madre
haya sido más flexible y cariñosa con su suegra. Al menos, sí lo fue mi querida tía Estela, con
quien vivió muchos años, en Buenos Aires y luego en Córdoba, hasta su muerte.
Mi abuela tenía un hermano, Bernardo, al que llamábamos Tío Tito. Creo que era
bancario. Y he aquí que vine
a descubrir que en la
localidad de Pablo Podestá,
Distrito Tres de Febrero del
A.M.B.A. existe una calle
que lleva su nombre.
La historia del
pueblo –hoy integrado al
Conurbano—dice que tras la
epidemia de fiebre amarilla
de 1871, algunas familias de Buenos Aires buscaron mudarse a lugares más saludables, lejos de
la ciudad. Es así que un médico que había actuado en el combate de aquella peste, el Dr. José
María Bosch, junto a otros pioneros, compraron tierras fiscales en la zona y establecieron casas
de campo adonde llevaron un tiempo a vivir a sus familias para resguardarlas del contagio.

Los herederos y herederas de estos primeros propietarios fueron loteando y


vendiendo sus tierras, a medida que aumentaba la población en los suburbios, promovida en
esa época por la economía “de sustitución de importaciones” que favoreció el establecimiento
de talleres y fábricas en las carcanas San Martín y La Matanza. Así fue como, en 1937,
Bernardo Alberto Metzig figura como comprador de un predio de 7.000 m2 ubicado entre
Avenida Márquez, Gabino Ezeiza, Ruta 8 y Triunvirato. También compraron terrenos los
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señores Pelliza, Traverso, Fariña, Montanelli y otros. Muchos de ellos, al avanzar el
trazado de calles de la localidad, se incorporaron a la toponimia local. El tío Tito fue uno de
ellos.
La historia del pueblo –hoy integrado al Conurbano—dice que tras la epidemia de
fiebre amarilla de 1871, algunas familias de Buenos Aires buscaron mudarse a lugares más
saludables, lejos de la ciudad. Es así que un médico que había actuado en el combate de
aquella peste, el Dr. José María Bosch, junto a otros pioneros, compraron tierras fiscales en la
zona y establecieron casas de campo adonde llevaron un tiempo a vivir a sus familias para
resguardarlas del contagio.
Los herederos y herederas de estos primeros propietarios fueron loteando y
vendiendo sus tierras, a medida que aumentaba la población en los suburbios, promovida en
esa época por la economía “de sustitución de importaciones” que favoreció el establecimiento
de talleres y fábricas en las cercanas San Martín y La Matanza. Así fue como, en 1937,
Bernardo Alberto Metzig figura
Ricardito Carbone, Nilda Carbone, Norberto Carbone y Cecilia
Carbone. como comprador de un predio
de 7.000 m2 ubicado entre
Avenida Márquez, Gabino
Ezeiza, Ruta 8 y Triunvirato.
También compraron terrenos
los señores Pelliza, Traverso,
Fariña, Montanelli y otros.
Muchos de ellos, al avanzar el
trazado de calles de la
localidad, se incorporaron a la
toponimia local. El tío Tito fue uno de ellos.
No sabemos cuándo, también esos propietarios se deshicieron de sus lotes dando
lugar a una nueva distribución y cambiando la fisonomía de la zona. Mucho ayudó la creación
de la estación de tren de Pablo Podestá, de la línea Urquiza.
El tío Tito estaba casado con una señora que llamábamos Tante Muppe. No sé su
nombre. Tito y Muppe no tuvieron hijos y fueron muy apegados a mi padre, a mi tío y a
nuestra abuela, convirtiéndose en un gran apoyo económico y afectivo tras la muerte de Julio,
nuestro abuelo.
He visitado algunas veces su casa, cercana a la de la calle Conesa, porque recuerdo
haber ido caminando desde allí. Tenían un patio hacia el frente que comunicaba, mediante un
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pasillo, con otro patio interior. Allí hemos jugado, alguna vez, con mis primos Ricardo y Cecila,
recibiendo advertencias de Tante Muppe para que no corriéramos tan fuerte. Recuerdo que en
esa casa, cuando íbamos, todos hablaban en alemán.
Una vieja fotografía nos tironea la memoria hacia ciertos paseos al “campito” de los
tíos Tito y Muppe. Seguramente, se trataba de aquellos terrenos en la descampada Pablo
Podestá de los años 60 tempranos. Recuerdo también que
allí habitaba una chica más grande que nosotros a la que
llamaban “Toli”. La Tante Muppe nos dijo que ella había
nacido en el Chaco y era “india”, así que había que tenerle
paciencia porque no entendía bien lo que se le decía.

RODOLFO Y RICARDO, LOS MUCHACHOS.


Los Carbone tuvieron tres hijos: la primera fue
Olga, fallecida con pocos meses de nacida, no sabemos por
qué causas. En un tiempo sin vacunas ni antibióticos, la
escarlatina, el sarampión, la difteria y otras enfermedades
hacían estragos entre los niños pequeños. El 21 de enero de
1919 nació Rodolfo Julio, mi padre. Su nacimiento coincidió
con la primera presidencia de Don Hipólito Yrigoyen, pero más precisamente, fue apenas unos
días después de la Semana Trágica, cuando ardían en Buenos Aires los lutos por los caídos y las
amenazas de los ganadores.
El año de 1919 quedaba casi en la mitad de una crisis económica inaugurada en 1913
con la pérdida total de la cosecha, seguida con el impacto de la Primera Guerra Mundial
iniciada en 1914 que produjo la fuga de los capitales británicos y europeos a las metrópolis y la
reducción drástica del comercio exterior.
Pese a todo, habían progresado algunas industrias importantes en los rubros de los
alimentos, la metalurgia y los frigoríficos. Se empezó también a explotar e industrializar el
algodón y se creó YPF, en 1922, siendo su primer presidente el General Enrique Mosconi.
Las condiciones laborales, en general, eran deplorables, por lo que, impulsadas
por obreros inmigrantes de ideas socialistas y anarquistas, empezaron a arreciar los conflictos.
La Revolución Rusa de 1917 operaba como un ejemplo a imitar por las generaciones jóvenes
de trabajadores.
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La crisis se estabilizó relativamente en 1920, cuando Rodolfo apenas tenía un año de
edad, pero entonces, como
resultado del nuevo reparto del
mundo después de la guerra,
Estados Unidos de Norteamérica
empezó a pujar por hacerse de los
negocios más atractivos de la
Argentina, compitiendo con Gran
Bretaña, que hasta entonces había
sido relevante en la dependiente
economía nacional. Ese año se
estableció en Buenos Aires la
empresa General Electric, que daría
enorme impulso a la electrificación
de la ciudad, que favorecía sus negocios. En 1922 llegó la Ford, que estableció la primera
ensambladora de automóviles. Le siguieron General Motors, Colgate Palmolive y Chrysler.
Todas, de capitales privados estadounidenses.

Por entonces, en el barrio de Belgrano, el arroyo Vega corría a cielo abierto y se


cruzaba en ciertas esquinas a través de unos puentes que los mismos vecinos movían
manualmente sobre las futuras “calles”.

En 1929, cuando Rodolfo tenía 10 años, y seguramente, lo vestían de marinerito, se


produjo el “crack” de la Bolsa de Wall Street. Y otra vez, las alas de una mariposa que se
agitaron a tantos kilómetros de distancia, también provocaron un tsunami –otro, sobre llovido,
mojado-- en la Argentina.

La apenas apuntalada economía local entró en una rápida recesión. Las


importaciones necesarias para las industrias casi cesaron. Las divisas desaparecieron del
mercado. La desocupación rondaba el 20 %. El 6 de setiembre de 1930 se produjo el golpe de
estado que derrocaría a Yrigoyen, llevando a la presidencia al General Uriburu y luego, a
Agustín P. Justo. Su ministro Julio Argentino Roca (h), junto a su par británico Walter
Runciman, firmarían el Pacto binacional que daría comienzo a la Década Infame.
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Las penurias de la sociedad fueron ásperas. Seguramente, también impactaron en la


vida de la familia de Julio y Elena, que ya para entonces habían sumado otro niño a la mesa:
Ricardo José.

Antonio Berni, uno de nuestros más entrañables artistas plásticos, retrataba la época
en varias obras, como esta “Manifestación” de 1934.

Para contrarrestar las urgencias, el gobierno de Justo impulsó un plan de obras


públicas que hizo de la de los años 30 una década de cambios. Sobre todo, para la ciudad de
Buenos Aires. Rodolfo, como adolescente, debe haber presenciado muchos de ellos: en 1930
se inauguró la Línea B de subterráneos, que corre por debajo de la Avenida Corrientes, entre el
bajo y La Chacarita.

Al año siguiente ya estaba en marcha la obra de ensanche de la calle


Corrientes, que la convirtió en avenida. En 1932 se levantó el edificio Kavanagh, primer
rascacielos moderno de la ciudad. En 1936 se inició el entubamiento del arroyo Vega, se
terminó el edificio del Ministerio de Obras Públicas y, abierta la Avenida de 9 de Julio, se
inauguró el Obelisco.
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De niña, cuando paseaba con mi padre por el centro de la ciudad, disfrutaba de sus
“clases de geografía urbana”, donde además de enseñarme a localizar los cuatro puntos
cardinales y la ubicación de las avenidas principales, me relataba la historia de esos
monumentos y edificios que había visto crecer desde su niñez.
En medio del gobierno de facto de
Agustín P. Justo, mientras nuestra economía se
arrastraba, sumida en la vergonzosa
dependencia de Gran Bretaña, el senador
santafesino Lisandro de la Torre denunció el
desfalco que estaban cometiendo los frigoríficos
extranjeros radicados en el país. Su prédica
encendió la furia de los sectores económicos
que se veían beneficiados por aquellos negocios
turbios y, ni lerdos ni perezosos, decidieron
matar a Don Lisandro. El Ministro de Hacienda,
Federico Pinedo, y el de Agricultura, Luis Duhau,
contra-taron a un sicario. El 23 de julio de 1935,
montaron una provocación. La torpeza de los involucrados y del sicario que erró el tiro
acabaron con la vida del senador entrerriano Enzo Bordabehere, que se había acercado a de la
Torre para auxiliarlo, al haber sido empujado por Duhau. La política argentina transitaba uno
de sus períodos más oscuros. En el Diario El Mundo, que ha empezado a aparecer en 1928,
Roberto Arlt publica “Su Majestad, la Coima”.

https://www.youtube.com/watch?v=1VF_CyORBGo

A todo esto, en 1934 se había inaugurado el Parque Nacional de Nahuel Huapí, en las
cercanías de la pequeña villa de Bariloche, sobre terrenos donados por Francisco Pascasio
Moreno al Estado Nacional para tal fin. No sabemos si Rodolfo, de quince años por entonces,
se enteró. Y si le dio importancia. Lo cierto es que, algunos años después, Bariloche iba a ser
uno de sus destinos laborales y uno de los lugares donde depositó mucho afecto. Sí sé que
para cuando tuvo esa edad, el Tío Pepe le regaló…su primer traje con pantalones largos. Ya
estaba en el Normal 10, a punto de recibirse de maestro, en un par de años más. Y su padre,
Don Julio, empeoraba de sus catarros pero no dejaba de fumar como murciélago.
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Rodolfo despertaba a la juventud en el interludio entre las dos grandes guerras del
Siglo XX. Desde que él había nacido hasta el año de 1930, en Alemania se tambaleaba la frágil
república de Weimar, y progresaba, palmo a palmo, el partido fundado por Hitler, reflotando el
sueño de la Gran Alemania sobre la frustración de la derrota de 1918 y las penurias impuestas
a la sociedad por los aliados. Al mismo tiempo, en 1933, en
Estados Unidos, triunfaba Franklin Roosvelt, el presidente que
iba a conducir la salida de la Gran Crisis e iba a inaugurar la
“Guerra Fría” con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
que, tras la muerte de Lenin en 1921, gobernaba José Stalin. El
mundo se desgarraba bajo una triple hegemonía: la de Estados
Unidos, con el New Deal, la de la URSS afirmándose en Europa
del Este con su versión brutal y burocrática del socialismo y el
nazi-fascismo del eje Hitler-Mussolini-Franco, al que pronto se
sumaría Japón. En medio de esas tensiones, las clases medias
de Buenos Aires se identificaron más bien con el modelo estadounidense, que puso en juego
una maquinaria cultural avasallante desde las capitales del cine, la música y la moda. En esa
vertiente abrevó el joven Rodolfo, que fue amante del jazz estilo Dixieland, aunque también de
Duke Ellington y más tarde de Louis Armstrong y Frank Sinatra. Y también, suscriptor de una
idea generalizada de que todo lo bueno y admirable venía de EEUU y todo lo malo, detestable,
temible y peligroso, del “comunismo” y, un poco más tarde, del peronismo. Por supuesto,
estas adhesiones y aversiones no incluían haber leído a Wright Mills, ni a Dewey, ni a Henry
Ford. Menos aun, a Marx o a alguno de ese barrio.
Primero el cine mudo de Chaplin y los hermanos Marx, luego los melodramas de
Hollywood con sus divas y sus galanes también fueron parte de las preferencias del joven
Carbone. Y tanto a esa etapa del jazz como a aquellas manifestaciones del primer cine las
conservó a lo largo de los años, mostrándose reacio a tan solo considerar las nuevas
expresiones de las artes visuales y la música. El pop melódico de Paul Anka y Neil Sedaka, en
los 60, le parecía horrendo y carente de “diversión”. Ni hablar de su rechazo hacia Los Beatles,
los Rolling Stones y todo ese proceso cultural que atravesó el fin de los años 50 y los 60.
No sabemos en qué momento Rodolfo dominó el inglés y se las arregló muy bien con el
francés. Tenía una gran facilidad para aprender y hablar idiomas. Ya dominaba el alemán, y un
poco más tarde aprendería también el portugués. Por lo demás, se inclinó por pasar su tiempo
libre –ya trabajando como maestro en la Humboldt Schule—entre la práctica del remo en el
Club Canottieri Italiani, llevado por su amigo Jorge Abelleyra, y los bailes de fin de semana, en
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No sabemos en qué momento Rodolfo dominó el inglés y se las arregló muy bien con
el francés. Tenía una gran facilidad para aprender y hablar idiomas. Ya dominaba el alemán, y
un poco más tarde aprendería también el portugués. Por lo demás, se inclinó por pasar su
tiempo libre –ya trabajando como maestro en la Humboldt Schule—entre la práctica del remo
en el Club Canottieri Italiani, llevado por su amigo Jorge Abelleyra, y los bailes de fin de
semana, en casas de familia o saloncitos de barrio. Fue muy buen bailarín y, siendo también un
joven apuesto y de buenos modales, tenía mucho éxito entre las señoritas. Así se jactó él ante
mí, mucho tiempo después. Las señoritas eran de dos clases: las “cualquiera” eran las que,
rápidamente, consentían que los muchachos “las llevaran debajo de los árboles” (sic). Las
“serias” (o también llamadas “decentes”) eran las que no. Mi mamá era de las que no. Por eso
la eligió como novia, en 1942. Un año después, teniendo él tan solo 24 años, falleció Don Julio,
nuestro abuelo. Siempre dijo mi papá que lo había matado el cigarrillo. Rodolfo nunca fumó y
nos reprochó toda su vida que lo hiciéramos.
Ya de novios con Inés Eckell, nuestra madre, los dos siguieron teniendo las caminatas
y el baile como sus entretenimientos preferidos, alternando a veces con salidas al Tigre a
bordo de los botes del Canottieri.
Rodolfo no duró mucho tiempo como maestro en la Humboldt Schule. Ciertos rasgos
de su personalidad le impedían llevar adelante una relación carismática y agradable con sus
alumnos. Cada travesura, cada incumplimiento, cada desajuste entre lo que él imaginaba y lo
que los niños hacían lo exasperaba .A esto se agregaba, en esa época, la presión de los
simpatizantes locales del nazismo, uno de cuyos bastiones eran las escuelas de la colectividad
alemana. Mi papá era opositor a Hitler y esto era una causa de permanentes roces con sus
superiores, pares y familias en el colegio. Volveremos sobre esta característica, donde se
extrapolaban la percepción de cierto menoscabo y la ira como respuesta. En un punto,
renunció a su trabajo, frustrado y sin planes de recambio.
Antes, había tenido un grave enfrentamiento con su hermano. Ricardo, sin haber
terminado los estudios secundarios, no trabajaba ni tenía ningún plan, excepto recorrer bailes
y pequeños sótanos de jazz. De vez en cuando trabajaba de ayudante en algún taller mecánico,
pero solo en forma esporádica y sin colaborar con los gastos de la casa, sostenida por Rodolfo.
Entre él y el tío Tito le ofrecieron trabajar en el “campo”. No sabemos qué campo, dónde ni a
cargo de quién. Lo cierto es que Ricardo aceptó. Rodolfo corrió con el gasto de comprarle ropa
y calzado para la patriada. Ricardo fue “mayordomo” en un establecimiento rural, dice la
memoria de la familia. Pero…no por mucho tiempo. Cuando se volvió a la casa de la madre, sin
ahorros, sin planes y sin trabajo…Rodolfo lo agarró a trompadas. Pasaron un tiempo enojados,
sin hablarse.
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Según mi madre, cuando Rodolfo renunció a su cargo de maestro, inició un
comportamiento laboral que repetidas veces ella lamentó y le reprochó: “Es inconstante” –
decía Inés, socorrida siempre por las estrecheces económicas del esposo que cambiaba de la
noche a la mañana de trabajo y “siempre empezaba de cero”.
Tras su renuncia a la docencia, Rodolfo trabajó en la British Airlines, empresa de
aviación británica que tenía una base en Buenos Aireas. De allí pasó a la holandesa KLM.
Aquí dejaremos a Rodolfo, para reencontrarlo más adelante, en la época en que
vivimos juntos.
Elena, nuestra abuela paterna, a quien llamábamos “Mita”, vivió casi siempre con el
matrimonio formado por mi tío Ricardo –Richi—y su esposa, Estela Denicolay. En la casa de la
calle Conesa lo hicieron junto a Uma, su madre, y mis primos Ricardo y Cecilia.
Por esa época mi tío trabajaba en la empresa de aviación alemana, Lufthansa, siendo
jefe de base en Ezeiza. Desde mediados de la década del 60 fue trasladado a la ciudad de
Córdoba como representante de la empresa y toda la familia, incluyendo a nuestra abuela, se
mudó a esa ciudad, donde Mita falleció a los 86 años de edad, en 1980. Yo estaba entonces en
Río Grande y recibí la noticia mediante un telegrama de mi padre que decía “falleció la buena
Mita”. Le respondí con una carta dándole mis
condolencias.
De ella recuerdo sus manos y sus pies deformados
por la dolorosa artrosis que parezco haber
heredado. Calzaba siempre unos mocasines negros
con un leve taco cuando salía. Y en casa, unas
pantuflas de pana que dejaban sobresalir sus
notables juanetes. Le gustaba jugar a las cartas y
fue la que me enseñó el único juego de naipes que
aprendí: la escoba de 15. Cocinaba con gusto,
aunque mi madre le criticaba su vocación por la
sartén y las frituras. De sus recetas recuerdo los
klötzien con ciruelas y el strudel, cuya masa
transparente la he visto aventar en el patio de la
calle Conesa, ante la admiración de mi madre y mi
tía Estela.
Una sola vez vi una marina pintada al óleo sobre una chapa ovalada entre una cantidad
de trastos viejos alojados en un galpón de mi casa de El Talar. Alguien dijo que la había pintado
Mita.
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