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LOS METZIG
Los Metzig son la familia de nuestra abuela paterna, Elena Augusta Carolina, madre
de Rodolfo Julio Carbone y Ricardo José Carbone. Al primer antepasado, según testimonios de
nuestro padre y de nuestro tío, lo tenemos por Ludwig Dahlman Lewin, de quien no hay más
datos, excepto que se casó con Carolina Zizov. Estimamos que ambos deben haber nacido
alrededor de 1830/1840. En cuanto a la zona, solo tenemos indicios y nuestra intuición: El
apellido Lewin es de origen judío, de los que adoptaron en Europa en el Siglo XVIII, cuando la
mayor parte de los Estados de obligaron a los residentes a abandonar el sistema identificatorio
patrilineal y adoptar el sistema romano. En esa época, a los judíos se los designó –con diversos
grados de acuerdo entre ellos y las autoridades—con diversos criterios: con el patronímico del
padre o la madre, por el de la localidad, por los oficios que desempeñaban o, como el caso de
Lewin, por alguna referencia a las escrituras. Está muy difundido en toda Europa y también en
todos los países con presencia de colectividades judías. Como Lewin (o Levin, o Levy) alude a
los levíticos –los sabios—solía aplicárseles a los judíos que ejercían la docencia, ya fuera como
maestros de primeras letras, de la academia o de algún oficio: joyeros, peleteros, carpinteros,
luthiers… También se les aplicaba a los rabinos. El apellido de Carolina, Zizov, es de origen
polaco. Podemos inferir que ambos habitaron la zona de frontera entre Alemania y Polonia.
Una frontera “móvil”, si es que hubo una, desde los tiempos de Carlomagno.
Carolina Lewin,
a quien conocí muy
viejita, en la casa de la
calle Conesa. La
llamábamos Uma y
falleció en 1958, cuando
yo estaba en Primer
Grado Superior. Mi papá
me explicó que ya no
íbamos a verla, pues “se
había ido al cielo”.
Según mi tío Ricardo, (ya he dicho que le adjudico una imaginación frondosa) este
Ludwig era “joyero” u “orfebre”. No recuerdo que mencionara si Ludwig había emigrado a
estas tierras con su familia, ni tampoco acerca de hermanos o hermanas de “Uma”.
No tenemos datos acerca de cuándo llegó a Buenos Aires nuestra bisabuela. Sí
sabemos que se casó con Guillermo Metzig, nacido en 1862 en Friedeburg…o en Freiburg. La
primera es una localidad del norte de Sajonia. No sabemos por qué, también figura como dato
sobre su lugar de nacimiento “Schlesien”; esto es, Silesia. Territorio situado al Sud Este del
actual territorio alemán y definitivamente anexado por Austria y la República Checa después
de innumerables contiendas territoriales. De una recorrida por los mapas, las historias y las
posibles erratas ortográficas, creería que don Metzig, definitivamente, nació en Freiburg, que
sí está al pie de Silesia y tal vez en algún momento, efectivamente perteneció
administrativamente a esa región. Sus padres fueron Wilhelm Metzig y Augusta Williger, de
quienes carecemos de otros datos.
Guillermo Metzig también habría trabajado como joyero o como orfebre. Para dar
cuenta de eso, mi abuela Mita era dueña de una gran cantidad de alhajas que él le regalaba
para cada cumpleaños. Algunas me fueron heredadas pero no las he conservado.
Ese oficio hace muy difícil rastrearlo, pues se trata de una maestría casi secreta, que
transcurre en discretos talleres, en calles escondidas, en bohardillas, trastiendas, cuartitos… y
cuyas transacciones son confidenciales. No porque necesariamente entrañe cuestiones fuera
de la ley sino que forma parte de un estilo propio de estos artesanos de los metales y las
piedras valiosas. Guillermo Metzig no figura como uno de los dueños de las primeras joyerías
de Buenos Aires que florecieron a partir de las bonanzas de la organización nacional y
crecieron de la mano de la nueva burguesía agraria en los buenos tiempos de “tirar manteca al
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techo” o viajar a Europa en barco llevando una vaca argentina para que los niños de la familia
tuvieran leche fresca. Ser joyero en esa época era un oficio prestigioso y bien pagado.
En cuanto al origen y la deriva del apellido Metzig, podría ser originario de la región
de Metz, antigua capital de la disputada región de Lorena, hoy definitivamente perteneciente a
Francia pero que, a lo largo de muchos siglos, fue parte de disputas entre ésta y Prusia. En
1871, tras la guerra impulsada por Bismark durante el reinado de Guillermo II de Prusia, Alsacia
y Lorena pasaron a formar parte del Imperio Alemán. Se menciona que, no obstante, Lorena
conservó a su gobernador francés y una parte de la aristocracia local y sectores populares
resistieron el dominio alemán, se negaron a usar el idioma francés en las transacciones
públicas y protagonizaron varios episodios de resistencia…tal como lo contamos al hablar del
padre de nuestra bisabuela materna, Emma Berthold.
Guillermo Metzig y Augusta Carolina tuvieron tres hijos nacidos en Buenos Aires:
Bernardo Alberto, nacido en 1893, Elena Augusta Carolina, en 1894 y una niña fallecida
tempranamente, nacida en 1897: Olga Carolina.
Elena cumplió sus estudios primarios y siendo muy joven, fue a trabajar como cajera
en una farmacia o una botica. Quizás, se debió a la temprana muerte de su padre. Tanto Uma
(su madre) como su hermano Bernardo (el tío Tito) la compadecían por esa situación,
mencionada casi como una desgracia: …”pobre Elena, que tuvo que trabajar en esa farmacia”…
Antonio Berni, uno de nuestros más entrañables artistas plásticos, retrataba la época
en varias obras, como esta “Manifestación” de 1934.
https://www.youtube.com/watch?v=1VF_CyORBGo
A todo esto, en 1934 se había inaugurado el Parque Nacional de Nahuel Huapí, en las
cercanías de la pequeña villa de Bariloche, sobre terrenos donados por Francisco Pascasio
Moreno al Estado Nacional para tal fin. No sabemos si Rodolfo, de quince años por entonces,
se enteró. Y si le dio importancia. Lo cierto es que, algunos años después, Bariloche iba a ser
uno de sus destinos laborales y uno de los lugares donde depositó mucho afecto. Sí sé que
para cuando tuvo esa edad, el Tío Pepe le regaló…su primer traje con pantalones largos. Ya
estaba en el Normal 10, a punto de recibirse de maestro, en un par de años más. Y su padre,
Don Julio, empeoraba de sus catarros pero no dejaba de fumar como murciélago.
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Rodolfo despertaba a la juventud en el interludio entre las dos grandes guerras del
Siglo XX. Desde que él había nacido hasta el año de 1930, en Alemania se tambaleaba la frágil
república de Weimar, y progresaba, palmo a palmo, el partido fundado por Hitler, reflotando el
sueño de la Gran Alemania sobre la frustración de la derrota de 1918 y las penurias impuestas
a la sociedad por los aliados. Al mismo tiempo, en 1933, en
Estados Unidos, triunfaba Franklin Roosvelt, el presidente que
iba a conducir la salida de la Gran Crisis e iba a inaugurar la
“Guerra Fría” con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
que, tras la muerte de Lenin en 1921, gobernaba José Stalin. El
mundo se desgarraba bajo una triple hegemonía: la de Estados
Unidos, con el New Deal, la de la URSS afirmándose en Europa
del Este con su versión brutal y burocrática del socialismo y el
nazi-fascismo del eje Hitler-Mussolini-Franco, al que pronto se
sumaría Japón. En medio de esas tensiones, las clases medias
de Buenos Aires se identificaron más bien con el modelo estadounidense, que puso en juego
una maquinaria cultural avasallante desde las capitales del cine, la música y la moda. En esa
vertiente abrevó el joven Rodolfo, que fue amante del jazz estilo Dixieland, aunque también de
Duke Ellington y más tarde de Louis Armstrong y Frank Sinatra. Y también, suscriptor de una
idea generalizada de que todo lo bueno y admirable venía de EEUU y todo lo malo, detestable,
temible y peligroso, del “comunismo” y, un poco más tarde, del peronismo. Por supuesto,
estas adhesiones y aversiones no incluían haber leído a Wright Mills, ni a Dewey, ni a Henry
Ford. Menos aun, a Marx o a alguno de ese barrio.
Primero el cine mudo de Chaplin y los hermanos Marx, luego los melodramas de
Hollywood con sus divas y sus galanes también fueron parte de las preferencias del joven
Carbone. Y tanto a esa etapa del jazz como a aquellas manifestaciones del primer cine las
conservó a lo largo de los años, mostrándose reacio a tan solo considerar las nuevas
expresiones de las artes visuales y la música. El pop melódico de Paul Anka y Neil Sedaka, en
los 60, le parecía horrendo y carente de “diversión”. Ni hablar de su rechazo hacia Los Beatles,
los Rolling Stones y todo ese proceso cultural que atravesó el fin de los años 50 y los 60.
No sabemos en qué momento Rodolfo dominó el inglés y se las arregló muy bien con el
francés. Tenía una gran facilidad para aprender y hablar idiomas. Ya dominaba el alemán, y un
poco más tarde aprendería también el portugués. Por lo demás, se inclinó por pasar su tiempo
libre –ya trabajando como maestro en la Humboldt Schule—entre la práctica del remo en el
Club Canottieri Italiani, llevado por su amigo Jorge Abelleyra, y los bailes de fin de semana, en
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No sabemos en qué momento Rodolfo dominó el inglés y se las arregló muy bien con
el francés. Tenía una gran facilidad para aprender y hablar idiomas. Ya dominaba el alemán, y
un poco más tarde aprendería también el portugués. Por lo demás, se inclinó por pasar su
tiempo libre –ya trabajando como maestro en la Humboldt Schule—entre la práctica del remo
en el Club Canottieri Italiani, llevado por su amigo Jorge Abelleyra, y los bailes de fin de
semana, en casas de familia o saloncitos de barrio. Fue muy buen bailarín y, siendo también un
joven apuesto y de buenos modales, tenía mucho éxito entre las señoritas. Así se jactó él ante
mí, mucho tiempo después. Las señoritas eran de dos clases: las “cualquiera” eran las que,
rápidamente, consentían que los muchachos “las llevaran debajo de los árboles” (sic). Las
“serias” (o también llamadas “decentes”) eran las que no. Mi mamá era de las que no. Por eso
la eligió como novia, en 1942. Un año después, teniendo él tan solo 24 años, falleció Don Julio,
nuestro abuelo. Siempre dijo mi papá que lo había matado el cigarrillo. Rodolfo nunca fumó y
nos reprochó toda su vida que lo hiciéramos.
Ya de novios con Inés Eckell, nuestra madre, los dos siguieron teniendo las caminatas
y el baile como sus entretenimientos preferidos, alternando a veces con salidas al Tigre a
bordo de los botes del Canottieri.
Rodolfo no duró mucho tiempo como maestro en la Humboldt Schule. Ciertos rasgos
de su personalidad le impedían llevar adelante una relación carismática y agradable con sus
alumnos. Cada travesura, cada incumplimiento, cada desajuste entre lo que él imaginaba y lo
que los niños hacían lo exasperaba .A esto se agregaba, en esa época, la presión de los
simpatizantes locales del nazismo, uno de cuyos bastiones eran las escuelas de la colectividad
alemana. Mi papá era opositor a Hitler y esto era una causa de permanentes roces con sus
superiores, pares y familias en el colegio. Volveremos sobre esta característica, donde se
extrapolaban la percepción de cierto menoscabo y la ira como respuesta. En un punto,
renunció a su trabajo, frustrado y sin planes de recambio.
Antes, había tenido un grave enfrentamiento con su hermano. Ricardo, sin haber
terminado los estudios secundarios, no trabajaba ni tenía ningún plan, excepto recorrer bailes
y pequeños sótanos de jazz. De vez en cuando trabajaba de ayudante en algún taller mecánico,
pero solo en forma esporádica y sin colaborar con los gastos de la casa, sostenida por Rodolfo.
Entre él y el tío Tito le ofrecieron trabajar en el “campo”. No sabemos qué campo, dónde ni a
cargo de quién. Lo cierto es que Ricardo aceptó. Rodolfo corrió con el gasto de comprarle ropa
y calzado para la patriada. Ricardo fue “mayordomo” en un establecimiento rural, dice la
memoria de la familia. Pero…no por mucho tiempo. Cuando se volvió a la casa de la madre, sin
ahorros, sin planes y sin trabajo…Rodolfo lo agarró a trompadas. Pasaron un tiempo enojados,
sin hablarse.
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Según mi madre, cuando Rodolfo renunció a su cargo de maestro, inició un
comportamiento laboral que repetidas veces ella lamentó y le reprochó: “Es inconstante” –
decía Inés, socorrida siempre por las estrecheces económicas del esposo que cambiaba de la
noche a la mañana de trabajo y “siempre empezaba de cero”.
Tras su renuncia a la docencia, Rodolfo trabajó en la British Airlines, empresa de
aviación británica que tenía una base en Buenos Aireas. De allí pasó a la holandesa KLM.
Aquí dejaremos a Rodolfo, para reencontrarlo más adelante, en la época en que
vivimos juntos.
Elena, nuestra abuela paterna, a quien llamábamos “Mita”, vivió casi siempre con el
matrimonio formado por mi tío Ricardo –Richi—y su esposa, Estela Denicolay. En la casa de la
calle Conesa lo hicieron junto a Uma, su madre, y mis primos Ricardo y Cecilia.
Por esa época mi tío trabajaba en la empresa de aviación alemana, Lufthansa, siendo
jefe de base en Ezeiza. Desde mediados de la década del 60 fue trasladado a la ciudad de
Córdoba como representante de la empresa y toda la familia, incluyendo a nuestra abuela, se
mudó a esa ciudad, donde Mita falleció a los 86 años de edad, en 1980. Yo estaba entonces en
Río Grande y recibí la noticia mediante un telegrama de mi padre que decía “falleció la buena
Mita”. Le respondí con una carta dándole mis
condolencias.
De ella recuerdo sus manos y sus pies deformados
por la dolorosa artrosis que parezco haber
heredado. Calzaba siempre unos mocasines negros
con un leve taco cuando salía. Y en casa, unas
pantuflas de pana que dejaban sobresalir sus
notables juanetes. Le gustaba jugar a las cartas y
fue la que me enseñó el único juego de naipes que
aprendí: la escoba de 15. Cocinaba con gusto,
aunque mi madre le criticaba su vocación por la
sartén y las frituras. De sus recetas recuerdo los
klötzien con ciruelas y el strudel, cuya masa
transparente la he visto aventar en el patio de la
calle Conesa, ante la admiración de mi madre y mi
tía Estela.
Una sola vez vi una marina pintada al óleo sobre una chapa ovalada entre una cantidad
de trastos viejos alojados en un galpón de mi casa de El Talar. Alguien dijo que la había pintado
Mita.
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