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España ha sido desde los tiempos más remotos un lugar de invasiones, unas
más violentas y destructoras que otras. Los diferentes pueblos o razas que
se dieron cita en la Península contribuyeron en muy diversa escala a forjar
el carácter y la civilización española. Iberos, celtas, griegos, cartagineses,
romanos, suevos, alanos, vándalos, visigodos, árabes, bereberes, judíos...
todos dejaron huellas más o menos importantes, más o menos permanentes. Pero
una gran parte de las contribuciones que los historiadores han asignado a
algunos de esos grupos se debe más bien al elemento nativo, que con frecuencia
convivió o se incorporó al elemento invasor.
Los visigodos dominaron en España durante tres siglos, desde el año 410 hasta
el año 711. Aunque los reyes y la mayoría de los nobles trazaban sus linajes
a los invasores del norte, la clase administrativa y la intelectualidad
provenían de la cantera nacional: el hispano-romanismo. El gran florecimiento
filosófico y teológico de la época, con San Isidoro de Sevilla, San Leandro,
San Ildefonso, San Julián, los Concilios de Toledo, etc. se debe a la
población indígena en su totalidad. La raza visigoda gobernaba y luchaba,
pero no pensaba.
La situación en la España Musulmana fue bastante similar. Los invasores
vinieron en números bastante bajos, y en los años y siglos siquientes se
mezclaron con los habitantes de la Península. Una gran parte de la
producción intelectual y artística de la zona musulmana debe ser atribuída
sin lugar a dudas al elemento étnico local, que con frecuencia abrazó la
lengua y la religión de los invasores por pura conveniencia. Por esta razón
no es correcto hablar de civilización o cultura árabe, sino más bien
musulmana.
En realidad, el elemento invasor fue muy heterogéneo: Hubo árabes, aunque
en número bastante limitado. Hubo yemeníes, sirios, egipcios, y sobre todo
bereberes. Y lucharon tanto entre sí como contra los cristianos.
Ultimos años del período Visigodo
La primera invasión de Tarik comprendía unos siete mil hombres, a los que se
unieron otros cinco mil algo más tarde. Algo después Muza cruzó el Estrecho
con 18.000 más.
¿Cual era la composición étnica de esos ejércitos? La inmensa mayoría eran
bereberes de las tribus norteafricanas. Los árabes eran una minoría
insignificante, generalmente ocupando los puestos de mando. Aunque en tiempos
posteriores hubo un mayor influjo de personal oriental, sobre todo sirios,
yemeníes, egipcios y árabes propiamente dichos, el elemento mayoritario fue
norteafricano. Y esta tendencia continuó durante la Edad Media: Hordas de
salvajes africanos continuaron invadiendo la Península, como los fanáticos
fundamentalistas Almohades, Almorávides y Benimerines. Estos grupos no
contribuyeron prácticamente nada a la cultura que se había desarrollado en
el Sur de España.
La llamada civilización o cultura árabe en España fue definitivamente más
española que árabe. El hecho de que los intelectuales escribieran en árabe
no cambia nada. Los intelectuales españoles del siglo I, tales como Séneca,
Lucano, Marcial, etc., escribieron en latín, pero eran más españoles que
romanos. Adoptaron la lengua, las costumbres, las ideas de los romanos y las
impregnaron con la savia de su españolismo. Lo mismo sucedió bajo la dominación
musulmana.
De acuerdo con los historiadores más serios, durante la Edad Media, solamente
la mitad de la población era mususlmana. La otra mitad estaba compuesta de
cristianos y judíos. Y entre los musulmanes mismos, la mayoría eran de origen
berebere y español. Y es conocimiento común que la aportación de los bereberes
a la civilización ha sido mínima.
Bajo el yugo musulman
Abd er Rhaman I era un sirio de la familia imperial de Damasco, que logró escapar de
la matanza organizada por los Abasidas que habían usurpado el trono. A través de
Egipto y
el norte de Africa, consiguió llegar a España en el momento propicio en que la
anarquía dominaba por doquier. Formando alianzas políticas y militares, derrotó
uno tras otro a sus enemigos. En realidad le fue menester reconquistar España,
no de los cristianos, sino de las múltiples facciones musulmanas que se hacían
la guerra sin piedad. finalmente se impuso como líder absoluto, y se estableció
como Emir independiente de Damasco.
Abd er Rhaman II introdujo las costumbres y lujos de los Califas, y construyó
mezquitas, adornó palacios y convirtió su corte de Córdoba en digna rival de Bagdad.
Aunque la música, la poesía, el vino, la danza, etc., eran acogidas en la corte, no
por eso debemos pensar que los dirigentes se habían transformado en un grupo de
intelectuales moderados y civilizados. El elemento salvaje dominaba sus acciones.
Las decapitaciones y crucifixiones sucedían de continuo. Las pirámides de cabezas
se levantaban con frecuencia tras cada batalla. Almanzor, por ejemplo, tras su
victoria sobre los cristianos en León, tomó 30.000 prisioneros y ordenó levantar
una montaña con sus cadáveres, desde la cumbre de la cual el muezzin llamó a la
oración de la tarde como si se tratare de un minarete.
Estas no eran escenas aisladas. Y es algo que conviene recordar cuando algunos
historiadores nos presentan un cuadro idílico de gobernantes y gobernados
preocupados
por la cultura y las artes. La producción artística y cultural ascendió a cumbres
extraordinarias, pero como he indicado anteriormente, estas contribuciones se
debieron
en gran parte al elemento indígena que poseía la civilización más avanzada cuando
los
bárbaros del norte de Africa cruzaron el Estrecho.
El Califato
Abd er Rhaman III (912-961) fue sin duda el mejor de los gobernantes del período
musulman, y el
primero que adoptó el título de Califa. Los primeros años de su reinado los pasó
luchando contra
sus correligionarios, tratando de someter a los rebeldes, y extendiendo su dominio
sobre toda la
España musulmana. Más tarde se dedico a expediciones anuales contra los cristianos
del
norte. En realidad, no eran expediciones de conquista, sino más bien de castigo, y en
busca de botín y esclavos. El objetivo era también perpetuar una zona desierta en la
zona
central, cortando los árboles, arrasando las mieses, destruyendo las casas, para
debilitar
a sus adversarios.
A pesar de dedicar tanto tiempo a sus campañas, fue un gran constructor. Continuó el
embellecimiento de la Mezquita y el palacio de Córdoba, y convirtió esta capital en la
más importante del mundo árabe, eclipsando a Bagdad. Ordenó construir un palacio
encantado, Medina Zahara, a petición de su favorita.
En cierto sentido consiguió unificar el país, aunque con una unión artificial,
mantenida
por la fuerza. Una unidad más profunda hubiera sido imposible en un país con tan
gran
diversidad de grupos étnicos.
Comprendió como otros gobernantes en siglos anteriores y posteriores, que la
seguridad
del país dependía de mantener la vigilancia en el Estrecho, y para ello ocupó los
puertos
de embarque de la costa Africana.
Una figura importante tras Abd er Rhaman III fue Almanzor. Aunque general en
principio,
en realidad llegó a ejercer el papel de Califa a raíz de la muerte de Hakam II. Durante
cuarenta años fue el azote de los cristianos, derrotándolos una y otra vez en sus
expediciones anuales, arrasando, quemando y destruyendo todo a su paso. En una de
sus
campañas saqueó Santiago de Compostela, y obligó a los cautivos cristianos a
acarrear
a hombros hasta Córdoba las campanas de la catedral, instalándolas invertidas en la
Mezquita
para servir de lámparas. Tres siglos después, a raíz de la conquista de Córdoba por el
Rey
Fernando III el Santo, esas mismas campanas fueron devueltas a Santiago a hombros
de cautivos
moros.
En su vejez se dejó llevar por el celo religioso, no sólo contribuyendo a la grandeza
de la
Mezquita, casi doblando su tamaño, sino también quemando personalmente "los
libros filosóficos
y materialistas de la biblioteca que Hakam II había reunido", y persiguiendo a
"cuantos se
ocupaban de la filosofía o se entretenían en disputas religiosas." Al astrólogo que
predijo el
fin de su poderío, le condenó a morir crucificado después de haberle arrancado la
lengua. Condenó
a los azotes, encarceló y finalmente expulsó del reino a un poeta que habló de él en
sentido
peyorativo.