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06 2 El mal moral
Autor:
Dr. Néstor Alejandro Ramos
Módulo de estudio
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Unidad 6:
El mal moral
Módulo de estudio
///// DEPARTAMENTO DE FORMACIÓN HUMANÍSTICA
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA /TEOLOGÍA
Índice
Unidad 6: El mal moral ..................................................................................................... 3
1. Introducción............................................................................................................. 3
2. El mal como desorden en el alma y en la vida ................................................. 3
Los pecados capitales ................................................................................................... 4
3. El sentido positivo que puede tener el mal moral ................................................. 8
Bibliografía ................................................................................................................... 15
Además, hay acciones y hábitos que nos hacen un daño espiritual, como el ser
soberbios o envidiosos. Por más que los disimulemos, nos damos cuenta de que
el menosprecio de los demás, propio de la soberbia, nos aleja de los otros y nos
deja solos. Algo similar sucede con la obsesión por compararnos con otros, con
sus capacidades, bienes y logros. Son actitudes corrosivas para la amistad y la
vida familiar, tanto que cuando alguien se deja llevar por estos vicios termina
arruinando las relaciones.
Es la actitud propia de los que menosprecian a los demás y sus capacidades por
que se consideran superiores. Si uno presta atención a lo que dicen las personas
seguramente, se encontrará con esas actitudes. Así, por ejemplo, están los que
piensan que tienen más capacidad y deberían dirigir a los demás. El orgullo, en
este sentido, es una enfermedad del alma, una falta de sinceramiento que solo
se cura con la humildad, es decir, con la capacidad de ser consciente también
de las propias limitaciones. Las personas soberbias suelen tener muchas
dificultades en la relación con los demás y suelen ser rechazadas por el resto.
Las personas humildes, sobre todo los más capaces en algún ámbito, por el
contrario, suelen ser los más queridos. La humildad no se contrapone con la
autoestima, porque puedo ser consciente de tener una capacidad mayor para
algo y, sin embargo, no menospreciar a otros, al contario, ponerme al servicio
de los demás con lo que tengo. Un error frecuente en la actualidad es
pensar que para triunfar en la vida hay que creerse mejor y lanzarse a competir,
cuando en realidad para estar seguro de mí mismo no necesito sentirme
superior ni compararme.
Además, la soberbia también nos aleja de Dios, porque nos hace pensar que
somos autosuficientes y no necesitamos de su ayuda, por eso, es la raíz de
muchos otros pecados. Por todo esto, la soberbia es un desorden del alma que
desordena la vida y sería muy sabio preguntarse si no caemos en este error. En
este caso, vale preguntarse: ¿me considero mejor que los demás?
Es muy bueno que con nuestro trabajo procuremos tener los bienes que
necesitamos para vivir dignamente, cada uno según sus posibilidades, pero eso
se puede convertir en un deseo desordenado si no nos conformamos con lo
necesario y vivimos para acumular. Existen personas obsesionadas con el
dinero y los bienes, hablan de ello todo el tiempo, porque es lo que en realidad
aman. La avaricia es un vicio que arruina las relaciones familiares y de amistad
generando enfrentamientos y divisiones, como sucede, por ejemplo, a veces al
momento de repartir una herencia.
El avaro es, además, una persona que no puede disfrutar en paz de lo que tiene
y alguien que no valora a los demás. ¿Por qué hay gente que tiene mucho y no
es feliz y otros que tienen solo lo necesario y disfrutan la vida? ¿Por qué la
economía es la que decide todo en la vida?
Este vicio se puede dominar con la virtud de la castidad, es decir, con el dominio
racional de los instintos y, sobre todo, con una visión espiritual y no sólo sensual
del amor verdadero que siempre piensa en el bien del otro. Uno puede
preguntarse: cuando amo a otra persona, ¿la valoro por lo que es y busco su
bien o solo me interesa el placer que pueda brindarme?
En la raíz del vicio puede haber una inclinación a la pasión, como en el caso de
los coléricos, o una falta de paz interior causada por algún daño recibido. Por
eso, la solución sería sanar esas heridas y, además, aprender a dominar el
carácter con la virtud de la paciencia, desarrollando la capacidad de soportar
injusticias y contrariedades y aprendiendo a buscar una solución pacífica a los
conflictos. También en este caso es útil preguntarse: ¿cómo son mis reacciones?
¿Pienso antes de hablar o actuar? ¿Cómo trato a los demás?
El daño físico que produce el exceso en este caso es indiscutible y una excelente
demostración de que existe el bien y el mal, porque hay cosas que nos hacen
bien y otras no. Si te preguntaran si el beber en exceso o el consumo de drogas
está bien o mal, ¿qué le responderías? ¿Podríamos decir que depende de cada
uno, según cómo se sienta?
La falta de dominio del deseo del placer causa, por un lado, un desorden
espiritual, a veces seguido de un trastorno psicológico; y por otro, un desorden
existencial. Se vive mal y se arruina la vida de los que están más cerca de
nosotros.
Por eso, hace falta un control racional de ese deseo de placer, como lo hace la
virtud de la templanza. No todo lo que nos gusta nos hace bien si no sabemos
poner límites. Es muy lindo compartir un asado con los amigos y tomar una copa
de vino, pero es muy triste la vida de un alcohólico y la de su familia. Entonces
vale la pena preguntarse: ¿disfruto con moderación de la comida o bebida?
El envidioso es la persona que no puede ser feliz con lo que tiene porque está
siempre deseando el logro ajeno. Es un pecado invisible porque se disimula
fácilmente, pero causa un gran daño llevando a las personas a obrar en contra
de los que envidia y, a veces, causándoles un grave perjuicio. Es también una
enfermedad del alma que se vuelve obsesión psicológica y tristeza por el bien
ajeno y que se pone de manifiesto en las personas que están comparándose con
los demás.
Todos estos vicios nos quitan la paz del alma. Muchas veces pedimos ayuda a
alguien o buscamos un libro que nos enseñe cómo conseguir serenar la mente
y el alma, cuando en realidad, más allá de la ayuda que podamos recibir,
deberíamos plantearnos si en el origen de esa inquietud no hay un desorden
espiritual. La inteligencia deberíamos usarla para reconocer que hay actos y
hábitos que nos desordenan la vida. Si vivo angustiado porque no tengo lo que
deseo, ¿no debería preguntarme con sinceridad si lo que deseo me hace
realmente bien o es absolutamente necesario para ser feliz?
Como seres libres que somos, podemos elegir entre el bien y el mal. Si elegimos
el bien, somos plenamente libres; en cambio, si elegimos el mal no nos
realizamos, por el contrario, nos alejamos de la plenitud que deberíamos tener
como personas racionales y como cristianos, si lo somos. ¿Alguien puede decir
que un individuo violento, avaro, soberbio o envidioso es una buena persona?
¿Alguien podría decir que con esos vicios u otros similares se puede ser feliz? El
pecado es una acción mala que me impide ser feliz.
El pecado se define así: pensamiento, palabra, obra u omisión contrario a la Ley de Dios.
Al crear a los distintos seres, Dios les da una esencia y, en consecuencia, una
forma de realizarse; por eso, pone leyes, es decir, normas con las cuales los
seres se ordenan a su realización. La finalidad de la ley es establecer un modo
ordenado de esa realización, o sea, orientar las acciones de ese ser a un fin que
le sea propio, adecuado según su naturaleza.
Por eso, Dios dirige a todos los seres hacia su realización con una ley universal
que es la Ley Eterna. Dios, además, nos dio a los hombres una ley positiva
revelada que son los 10 Mandamientos. Estos mandamientos no tienen otro
sentido que ayudarnos a elegir lo que nos hace bien: respetar los bienes ajenos,
no matar, no mentir, etc. Cuando no respetamos estas normas de vida,
generamos conflictos que nos hacen sufrir, porque el pecado siempre nos
desordena la vida (Basso, 1991: 243-273). Para tener una idea más clara de esta
capacidad que tienen los deseos desordenados en la vida concreta, podemos
ver a nuestro alrededor como hay personas que, por no poner un límite a sus
ambiciones económicas o profesionales, descuidan su salud o su familia hasta
que una crisis por estrés (depresión) o de distanciamiento de los seres queridos
finalmente los pone ante la necesidad de repensar los criterios con los cuales se
vive. De allí que más allá de consejos o terapias necesarias en momentos de
crisis, habría que preguntarse si la falta de paz que sentimos no sale de un
desorden interno.
la felicidad por comparación, cosa que sucede mucho entre amigos y familiares,
comparar los logros profesionales o materiales, sin conformarnos con lo que
tenemos. Tal vez no caigamos en la envidia de manera enfermiza como les pasa
a algunos que eligen a un conocido para compararse siempre, pero con el solo
hecho de dejarme llevar por la tentación de compararme y mirar de reojo a otro,
basta para que surja en mi interior una insatisfacción existencial que no me deje
vivir en paz y disfrutar de todo lo que tengo.
El pecado nos pone por debajo de lo que deberíamos ser. Al elegir mal no sólo
hacemos daño a los demás, sino que nos hacemos daño a nosotros mismos.
Tendríamos que haber elegido mejor, haber pensado mejor, podíamos hacerlo
y no lo hicimos, simplemente por nuestra debilidad moral.
El pecado es un acto que va contra nuestra naturaleza, contra la razón y contra el bien
que Dios quiere para nosotros (Pieper, 1986: 51).
Cuando analizamos nuestros actos desde esta perspectiva ética es posible que
descubramos que nos equivocamos y entonces nos preguntemos: ¿por qué
cometemos esos errores? ¿Por qué, en algunos casos, los repetimos, si sabemos
de antemano que no nos hacen bien? La respuesta no es sencilla, porque las
motivaciones para actuar no siempre son claras ni siquiera para nosotros
mismos ¿Por qué reaccioné tan mal? ¿Por qué la injusticia era grande o porque
soy un orgulloso que no soporta nada que no sea reconocimientos y aplausos?
El afecto por mis amigos y familiares, ¿es completamente desinteresado en
todos los casos?
Para comprender mejor el mal moral que padecemos y del que, en algunas
ocasiones, somos responsables, es bueno explicar la naturaleza del mal.
Comenzamos por la definición general del mal:
Es una privación porque debería tener algo que no tiene, no tiene la perfección
que debería tener. Es algo que debería estar, pero no está. Sin embargo, es “de
un bien debido”, es decir, de algo que corresponde a la naturaleza propia de un
ser. Así, por ejemplo, sería fantástico que los seres humanos contáramos con
alas, nos evitaríamos gastos, contratiempos y contaminar el medio ambiente,
sin embargo, no es propio de nuestra naturaleza. Ahora, si me falta un brazo
porque lo perdí en un accidente, puedo decir que tengo un mal, porque es algo
que debería estar y no está (Journet, 1962: 28).
Pero el mal no es un ser que existe en sí mismo, necesita de un bien para existir,
por ejemplo: una cosa es que me falte un órgano del cuerpo y otra que me falten
todos, en este caso, ya no tengo un mal, simplemente porque no hay nada, no
hay un ser (Santo Tomás, Suma Teológica I, q. 48, a.1). Esto que sucede con el
mal en el orden físico también se verifica en el orden moral. El acto para ser
bueno tiene que estar ordenado al bien. Cuando elegimos algo malo, privamos
al acto de su recto orden y eso es precisamente lo que le falta al acto: orden al
bien.
El acto moralmente malo está privado de ese orden al bien y por eso es algo
opuesto al bien. No obstante ello, opuesto no quiere decir algo contrario,
porque el mal se opone al bien como algo que lo impide o niega, no como un
ser distinto, porque el mal, como dijimos, no existe en sí mismo, sino en otro.
Para la antropología cristiana, el bien y el mal no son dos seres distintos. Para
algunas religiones orientales, en cambio, existen dos principios absolutos que
explican la existencia y el movimiento del mundo, como el Yin y el Yan. Es una
visión dualista que piensa que estas dos fuentes de energía, una positiva y otra
negativa, son seres que existen por separado. Para la filosofía cristiana, existe
el Bien Absoluto que es Dios, pero no puede existir el Mal Absoluto, porque el
mal, como dijimos, es una privación y si es absoluta, es la nada, no es un ser.
Entonces, ¿por qué existe el mal en el mundo? En primer lugar, porque todos
los seres creados son imperfectos, pueden fallar y, de hecho, fallamos. Si el mal
existe en el mundo y todo lo que existe sale de Dios, entonces, ¿Dios crea
también el mal? Dios no puede crear el mal porque es la Bondad Absoluta, sin
embargo, al crear un ser distinto de Él, ese ser es necesariamente imperfecto y
puede funcionar mal. Esa es una posibilidad, no una determinación, es decir, el
hecho de ser imperfecto solo explica que puedo tener defectos, no me hace
equivocarme aquí y ahora.
Por lo tanto, Dios permite el mal, no lo causa. Permitir es dejar que algo suceda,
no evitarlo. Causar, por el contrario, es producir directamente un efecto. Una
cosa es que yo deje que alguien abra la puerta del aula sin impedirlo, y otra muy
distinta que yo la abra. Así Dios no impide que sucedan cosas malas, solo lo
permite.
¿Por qué Dios permite que suceda algo que hace tanto daño como una
epidemia, por ejemplo? La voluntad de Dios es siempre un misterio, es decir,
algo que no podemos conocer de manera completa, nos supera. Sin embargo,
sabemos por la Revelación que lo más importante para Dios es la vida eterna, la
que comienza a partir de la muerte, y que esa vida consiste en estar junto a Él
en el Cielo, o lejos de Él, para los que lo rechazan. Por eso, Dios quiere que,
siendo imperfectos y estando expuestos naturalmente al mal, podamos
convertir esa experiencia dolorosa en algo que nos sirva para descubrir el valor
de la vida espiritual
¿Por qué Dios permite que tengamos que sufrir por enfermedades, discapacidades,
conflictos o nuestros vicios? Porque Él puede convertir un mal en un bien.
Una enfermedad o una pandemia podrían ser la oportunidad para descubrir que
somos seres frágiles, para dejar de lado el orgullo de creernos más fuertes de lo
que en realidad somos y, descubrir que, aunque estemos sanos, no tenemos
asegurada la vida, y que sólo la confianza en Dios, un Padre Bueno, puede
hacernos sentir seguros de verdad. El dolor es una experiencia negativa, pero
puede dejarnos muchas cosas positivas, puede ayudarnos a ser humildes,
compasivos con los demás, menos superficiales, más sabios, en definitiva.
Aprendemos a dejar de lado tantas cosas que no son importantes en nuestra
vida, como les sucede a menudo a las personas que enfrentan una enfermedad
terminal, y a concentrarnos en lo que realmente importa. ¿No es eso un
crecimiento espiritual? Dios quiere de nosotros eso, nos quiere más espirituales,
es decir, más sabios, más solidarios. Dios quiere que dejemos de poner nuestra
felicidad en el bienestar físico pasajero y que busquemos una realización que
pueda llenar el alma. El espíritu quiere algo infinito y para siempre, por su misma
naturaleza; por eso, aunque un dolor importante puede generarnos una crisis,
también puede ser la oportunidad para crecer interiormente.
Sin embargo, también podemos preguntarnos: ¿por qué Dios nos deja caer en
el pecado? Algo que nos desordena el alma y la vida, que nos hace sufrir
espiritualmente y alejarnos de Él. También en este caso la sabiduría divina va
más allá de lo que nosotros pensamos y, a pesar de ser siempre algo malo, Dios
ve allí la oportunidad de convertir ese mal en un bien, en un bien espiritual.
Como la posibilidad de ser más conscientes de nuestra debilidad moral y la
necesidad que tenemos de la ayuda divina, de la gracia, para poder hacer todo
el bien que Él espera de nosotros. Además, puede hacernos más comprensivos
con las equivocaciones y debilidades ajenas y ayudarnos a superar la tentación
de ser jueces de los demás, como si nunca cometiéramos errores similares.
Pero, sobre todo, puede ser la ocasión para que descubramos una de las formas
más elevadas del amor paternal de Dios: el perdón. Jesús describe en una
parábola el comportamiento del Padre con el Hijo que malgasta la herencia
recibida y regresa a pedir perdón así:
Jesús nos enseña que por más grande que sea nuestro pecado, Dios siempre
perdona, siempre se alegra por el regreso del hijo que estaba esperando. Dios
permanece siempre cerca nuestro por su amor. Él no se aleja, nos alejamos
nosotros, sin embargo, nuestros errores tampoco nos alejan de manera
definitiva, siempre tenemos la posibilidad de pedir perdón. Cuando Dios
perdona, nos da la oportunidad de liberarnos de la carga de dolor de haber
ofendido a alguien, o a Él; del dolor de haber hecho un daño; o del dolor de no
haber amado. No hay pecado que Dios no quiera y pueda perdonar si tenemos
la humildad de pedirle perdón, porque, en definitiva, lo único que nos separa de
Dios es el orgullo de creernos autosuficientes y perfectos. Dios no espera que
seamos perfectos, nos conoce bien, sólo desea que tengamos la humildad de
reconocer nuestros errores. Por eso, así como cuando perdonamos o nos
perdonan nos sentimos liberados de la carga moral, de la misma manera,
cuando Dios nos perdona somos liberados de un peso y nos damos cuenta de
que el amor de Dios no depende de nosotros, sino de su Bondad que no se cansa
de nosotros y que permite el mal porque tiene un remedio mejor.
Por eso, cuando nos toca vivir una experiencia de sufrimiento físico o moral,
podemos pensar que Dios tiene un plan para llevarnos al cielo y que, en ese plan,
entran también aquellas situaciones negativas. Dios permite el mal porque
puede convertirlo en un bien y ese es el motivo más grande que tenemos para
aceptar los dolores, las frustraciones y los pecados que nos hacen sufrir en esta
vida.
Bibliografía
BASO D. (1991). Los principios internos de la actividad moral. Buenos Aires:
Centro Invest. Bioética.
RAMOS A., (2002), Antropologia Teológica, Univ FASTA, Mar del Plata.