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FEMINIDAD, HISTERIA E HISTORIA (Y FICCIÓN)

I. ALIAS GRACE Y EL “CASO” JORDAN-MARKS

Eduardo Botero Toro

Psicoanalista en ejercicio

“No me ha sido posible, pese a mi esfuerzo, distinguir por su sola naturaleza una idea loca de una
idea razonable. He buscado en Charenton, en Bicêtre, en La Salpêtrière, la idea que me parecía
más loca; luego, cuando la he comparado a un buen número de ellas que encontramos en el
mundo, me he quedado sorprendido y casi avergonzado de no ver la diferencia.”

F. Leuret, Fragments psychologiques sur la folie, 1834 1

Resulta que, según comentarios críticos de diversa procedencia, los espectadores de la miniserie
ALIAS GRACE, terminamos confundidos con respecto de la culpabilidad o la inocencia de la
protagonista, Grace Marks. Es como si todos ocupáramos el lugar de la opinión pública que en
1843 rodeó el juicio de los dos acusados por el asesinato del coronel Kinnear y su mucama y
amante Nancy Montgomery en Toronto. En segundo lugar, como si, a lo largo de la miniserie y al
final, tomáramos el puesto del psiquiatra Simon Jordan, llamado por el Reverendo Verringer a que
establezca si Grace es o no culpable.

Hoy creemos posible determinar la inocencia o la culpa de un acusado basados exclusivamente en


las informaciones transmitidas por los medios. Hoy cualquiera puede acceder a Google para
“saber de psiquiatría”. El monstruoso juez en que nos hemos convertido no riñe con el empírico
psiquiatra que lo acompaña.

Y desde esas dos posturas, nos privamos de establecer que el valor de la novela y de la miniserie
no radica, como en las series de detectives, en el esclarecimiento de la identidad y la culpabilidad
del criminal. Su valor es justamente el no esclarecimiento acerca de la culpabilidad o no de Grace,
descubriendo que en la historia ha faltado una palabra propia, la de la propia Grace y que la ficción
provocada por Margaret Atwood apunta a establecer una posibilidad que solo la historización
puede producir: valerse de la documentación histórica, de las opiniones de los profesionales de la
época y del reconocimiento de una inteligencia particular en Grace, pero no exclusiva de ella, para
1
La escritura de François Leuret es una de las más importantes para la historia de la psiquiatría. Su obra
doctrinal es acerca del Tratamiento Moral de la locura y en ella el autor expone sus puntos de vista sobre la
enajenación mental y de quienes enferman. Es un enfoque netamente psicologista, en pugna con los que
proponían el tratamiento físico de los enfermos mediante fórmulas médicas.
crear la ficción de su relato ante un psiquiatra formado en los conocimientos de la época. Atwood
inventa tanto el monólogo de Grace como las sucesivas entrevistas llevadas a cabo con Simon
Jordan. Y nos habilita un contenido a los sucesos que acontecen en la subjetividad de ambos,
conocedora Margaret Atwood que la obsesión de los alienistas del siglo XIX con la objetividad
nunca logró ocultar en sus informes, parte de su subjetividad, fundamentalmente sus prejuicios,
como veremos más adelante.

La historia relatada por Grace a Jordan, puede ser cierta o falsa, lo exacto es que es la voz que faltó
en la historia “verdadera”, una voz que se contrapone al discurso dominante de la época en tanto
que es la voz propia de una mujer acusada de asesinato. Como espectadores tenemos la ventaja,
sobre Jordan, de conocer lo que piensa Grace -y no lo dice- y lo que dice Grace, aunque no lo
piense…

Una secuencia cronológica de espectadores desde el comienzo de la historia: la opinión pública de


1843, la de Susan Moodie la escritora que contribuyó a crear la leyenda de Grace Marks, la de
Margaret Atwood y su novela de 1996, la de nosotros lectores de esa novela, la de la miniserie en
que Atwood participa del guion, y otra vez, nosotros, espectadores de la miniserie.

Si podemos olvidarnos de lo que sabemos, aunque sea parcialmente, estaremos en condiciones de


ir al pie de la letra tanto con la novela como con la miniserie, siendo necesario establecer las
condiciones culturales de la época tanto en lo referente a la feminidad y a la histeria como en lo
referente al conocimiento producido por los psiquiatras, los religiosos y los médicos de entonces.
Un no todo al pie de la letra pues la apelación a otros discursos nos empuja a declarar la intención
como imposible.

Siendo la novela y la miniserie discursividades acerca del mismo acontecimiento, y estableciendo


que es el discurso de Grace lo que Atwood fabrica, lo relacionado con la falsedad o la veracidad
queda subsumido a lo declarado por Foucault al respecto de discursos encontrados, cuando dice
que no existen discursos ciertos o no, sólo discursos con más poder que otros para afirmarse. 2

“No, no, no estoy donde ustedes tratan de descubrirme, sino aquí, desde donde los miro,
riéndome.”3 Estas palabras pertenecen a Foucault al final de la Introducción a La Arqueología del
Saber pero bien podríamos ponerlas en boca de Grace, que vía Margaret Atwood, nos informa
que consigue le sea conmutada la pena a cadena perpetua que estaba pagando en Kingston:
precarios en nuestro saber, atontados por el peso mediático y la ilusión de un saber resultante de
la acumulación de datos, difícilmente alcanzaremos a descubrir lo que connota la serena sonrisa
de Grace mientras teje y observa al doctor Simon Jordan que cree ser el único investigador allí
presente.

ALIAS GRACE nos perturba porque en este tiempo la pregunta por el deseo de la mujer sigue
abierta y en tanto que todos somos locos histéricos, y la fórmula del deseo de la histérica es la
fórmula del deseo del sujeto, su discurso nos coloca frente a las múltiples posibilidades que una
forma de contar las cosas tiene para el destino de un sujeto.

2
Michel Foucault. La arqueología del saber. Siglo XXI editores. 1970

3
Ibidem, p. 29
Pero en lo que tiene que ver con nuestro objeto de análisis por lo que vamos es por el
discernimiento acerca de la relación que se establece entre un psiquiatra del XIX y una mujer que
ha pagado condena, acusada de asesinato, salvada de la pena de muerte y admirada por un grupo
de clérigos y laicos, practicantes también del espiritismo, deseosos de conseguir su indulto
definitivo.

LO REAL Y LO FICTICIO EN ALIAS GRACE

En el epílogo de su novela 4 publicada en 1996, Margaret Atwood escribe: “Alias Grace es una obra
imaginaria pero basada en la realidad. Grace Marks, su principal protagonista, fue una de las
mujeres canadienses más famosas en la década de los cuarenta del siglo XIX, y fue declarada
culpable de asesinato a la edad de dieciséis años.”

La miniserie resuena con el relato de ALIAS GRACE resumido de la novela: ficción y realidad. El
espectador de la miniserie, al final, queda abierto a múltiples posibilidades interpretativas y,
espectador de este tiempo, estará ansioso por encontrar una que haga posible establecer la
verdad de lo dicho por Grace. En la novela Atwood cita documentos de la época, narraciones
como las de Susan Moodie y crónicas periodísticas. Pero también, al lado de ellas,
correspondencias entre personajes ficticios como el Dr. Simon Jordan y su madre, durante la visita
a Kingston, con el fin de satisfacer la demanda del Reverendo Verringer, presidente del comité por
el indulto de Grace Marks.

La miniserie resuena de esta manera en el espectador: y ofrece nítidamente dos resultados: el


indulto conseguido para Grace y el estado de postración del Dr. Simon Jordan 5.

Lo cierto es que tampoco para Margaret Atwood está clara la personalidad de Grace Marks. “No
está claro que fuera cómplice del asesinato de Nancy Montgomery y amante de James
McDermott; ni tampoco si estaba auténticamente «loca» o se hizo pasar por tal —como muchos
hacían— para asegurarse un trato mejor. La verdadera personalidad de la Grace Marks histórica
sigue siendo un enigma.”6

El relato de un visitante de Kingston sirve para construir al personaje del Dr. Simon Jordan. Su
modo de proceder en la novela es extraído del estudio que hace Margaret Atwood de la
psiquiatría de la época. “La rápida generación de nuevas teorías acerca de las enfermedades
mentales fue una característica de mediados del siglo XIX, al igual que la creación de clínicas y
manicomios tanto públicos como privados. Fenómenos como la memoria y la amnesia, el
sonambulismo, la histeria, los trances hipnóticos, las «enfermedades nerviosas» y el significado de
los sueños despertaban una enorme curiosidad y emoción tanto entre los científicos como entre
los escritores. El interés médico por los sueños estaba tan extendido que hasta un médico rural
4
Atwood, Margaret. Alias Grace. España: Salamandra, S.A. 2017. 528 p.
5
Una buena amiga, cuando la invité a que asistiera a una de las presentaciones llevadas a cabo por Zoom,
evocó la serie exclamando: “¡Ah! Sí… ¡La vieja que enloqueció a su psiquiatra!”.
https://www.youtube.com/watch?v=kcn-57szZyU&t=1082s

6
Atwood, M. Ibidem, p.523
como el doctor James Langstaff anotaba los sueños de sus pacientes. El «desdoblamiento de la
personalidad», o dédoublement, se había descrito a principios del siglo XIX y fue objeto de amplias
discusiones en la década de los cuarenta, pero alcanzó su apogeo durante las tres últimas décadas
del siglo. He intentado basar las conjeturas del doctor Simon Jordan en las ideas de su época a las
que éste hubiera podido tener acceso.”7

La novela es la autobiografía testimonial de Grace Marks que, en su momento no tuvo palabra


propia durante el juicio. Su monólogo se intercala con documentación histórica, con relatos en
tercera persona que describen la intimidad del psiquiatra y con cartas diversas a través de las
cuales accedemos a la presentación de la subjetividad de sus corresponsales por la cual podemos
reconstruir lo que llamamos el espíritu de época. No se trata de una pesquisa tipo detectivesco
sino de una verdadera arqueología del caso.

En lo que concierne a Grace accedemos a un texto autorreflexivo, mediante el cual construye su


autobiografía ante la escucha del doctor Jordan. Pero Grace es narradora y, al mismo tiempo,
lectora de lo que se ha escrito y dicho acerca de ella misma, con lo que su texto hace las veces de
crítica de los discursos predominantes por los que fue juzgada, condenada y a la vez solicitado su
posterior indulto. Su énfasis está en que pone a circular su discurso sin vigilar constantemente la
falsedad o la omisión en que pueda incurrir, presta siempre a escudriñar en los actos de Jordan
para establecer en qué lugares hace énfasis o se extiende.

Su contenido se contrapone al contenido de las cosas que se dijeron o escribieron acerca de ella,
todo con la brutal conciencia de que se ha convertido, desde el juicio, en una especie de objeto de
curiosidad para la aristocracia de la colonia.

Esta contraposición es resultado de la imaginación de Margaret Atwood que le sirve para


demostrar que otro modo de tratar los documentos existentes acerca del acto criminal es
preguntarse por la palabra de la acusada, su palabra propia, no la que le fue ordenado repetir para
obtener beneficios con la sentencia.

Y como dicha palabra no existe, y la que existe tiene más intenciones de objetividad que
realidades pues no evita el sesgo subjetivo de sus autores, la creación de esa palabra, muchos
años después, es decir, hoy, resonará con lo que ya había de ficción en los textos que daban
cuenta de su proceso.

Las referencias literarias de la novela, que en la miniserie encabezan cada episodio, termina por
cerrar la circulación de la palabra de Grace confirmando el hecho de que el suyo es discurso
alternativo al oficial predominante en su tiempo, discurso propio, con el que, repitamos, al hacer
énfasis más en su circulación que en su verosimilitud, hace de la demanda formulada al Dr. Jordan,
el encuentro con un imposible, el del hallazgo de coordenadas que conduzcan a probar su
culpabilidad o su inocencia.

Grace sabe para qué ha sido solicitada la presencia de Jordan y desde el comienzo mismo supone
saber que adivinando su intención desde el lugar del saber psiquiátrico, traza los términos con los
cuales dará de sí aquello que crea conveniente para conseguir un concepto favorable para su
indulto.

7
Ibidem, p. 524
¿CUÁNDO ES MENOS TERRIBLE UN ASESINO ESCONDIDO EN NUESTRA CASA?

“No hay que ser una habitación para estar embrujada. No hay que ser una casa. El cerebro tiene
pasillos más grandes que los pasillos materiales. Nosotros tras nosotros mismos, escondidos, lo
que nos produce más horror. Sería menos terrible un asesino escondido en nuestro apartamento.”

Emily Dickinson

De entrada, la miniserie ofrece las condiciones en que se da la presencia de Simon Jordan en


Kingston. Llega invitado por el Reverendo Verringer, quien preside el comité conformado para
conseguir el indulto definitivo de Grace, que lleva purgando prisión desde que contaba con 16
años, habiendo pasado los primeros dos de ellos en el manicomio de Toronto.

La demanda de Verringer es precisa: necesitamos que pruebe que Grace es inocente. Se trata de la
demanda de un reverendo que, como muchos otros clérigos que la visitaron en la cárcel, estaba
convencido de la inocencia de Grace. Un clérigo que ha abandonado una iglesia para adherir a
otra, resultado de lo que acontece con él mismo a través de las visitas continuas a Grace, en el
penal. Tenemos, pues, a un miembro de la religión, pidiendo auxilio de “la ciencia”, después de
reiterados fracasos ante las autoridades para lograr el indulto.

Simon Jordan parece acatar el sentido de la demanda, pero no dejará de advertir que su método,
el que emplea con Alias Grace, no ofrecerá resultados inmediatos. Parece pues dispuesto a situar
el suyo como un trabajo minucioso, objetivo, destinado a establecer la culpabilidad o la inocencia
de Grace demostrando que no estuvo implicada de manera voluntaria por lo menos, en los
asesinatos por los que fue juzgada.

El Reverendo Verringer funda su convicción como resultado de sus múltiples visitas a la chica en el
penal. En la novela se nos explica que en ese tiempo sufrió una crisis religiosa por la cual se
cambió de la Iglesia Anglicana a la Iglesia Metodista, donde pudo encontrar un ambiente más
relajado para juzgar los sentimientos que Grace Marks había le había provocado. Como pastor de
dicha Iglesia encabezó la campaña para conseguir la liberación de Grace.

Al momento en que se lleva a cabo el juicio en Toronto, el caso consiguió gran notoriedad y las
personas se lanzan a tomar partido por la culpabilidad o la inocencia de la joven Grace. Simon
Jordan, en el trayecto en tren de Massachussets a Toronto, estudia toda la información
periodística que produjo el caso. Se entera entonces de que las opiniones están divididas desde el
comienzo: unos la consideran inocente, otros culpable, estos últimos divididos en, por un lado,
tomarla por una malvada o, por el otro, una persona que cometió el delito en un estado de
enajenación. Al final, orientada por su abogado defensor, da un testimonio alegando haber
perdido la memoria acerca de lo sucedido, por lo cual le será conmutada la pena de muerte a
cambio de prisión perpetua.

Ser llamado a demostrar la inocencia de Grace es descubrir que, en efecto, ella pudo haber
cometido el delito, pero en circunstancias personales tales que la pondrían bajo la condición
favorable de inimputabilidad. Para ello sería preciso probar el pathos por cuyos efectos hubiera
sido partícipe, sin proponérselo. Era, pues, un acto médico, una investigación que exigía conseguir
retrospectivamente aquellos indicios de enfermedad mental necesarios para considerarla
inocente. Como ya se dijo, el diagnóstico de “doble personalidad” estaba en boga 8 en esa época y
uno de los criterios médicos para formularlo procedía del efecto que ejercían sobre los demás los
comportamientos de los afectados. Efectos contradictorios, que adjudicaban total responsabilidad
a quien se comportaba de ese modo, en contraposición al saber médico que creía probar que el
lado siniestro de la personalidad tomaba control absoluto de la consciencia, sin mediar voluntad
alguna de la persona.

Una pregunta estará ausente todo el tiempo en la preparación de Jordan: ¿qué efectos subjetivos,
relacionados con Grace, podrían explicar la acción del abogado defensor, de todos aquellos que
desde un comienzo creyeron en la inocencia de Grace y, finalmente, en el clérigo Verringer y su
grupo de espiritistas? Porque, como ya hemos visto, la subjetividad de los psiquiatras de la época
no precisaba de sus propios repertorios emocionales en las consideraciones clínicas acerca de los
casos que tomaban, más allá de las declaraciones que citamos atrás.

Y eso es lo que definirá, para nuestro interés actual, el “caso”: la inconsciencia de Simon Jordan
quien, haciendo las veces de secretario de la enferma, no establece como objeto de su estudio las
reacciones emocionales que progresivamente van surgiendo a lo largo de las entrevistas que
realiza con Grace en casa del alcaide de la prisión de Kingston. Pero el suyo no es la excepción sino
la regla del saber médico que se construyó a mediados del siglo XIX acerca de la histeria y de la
“doble personalidad”.

La cita de Emily Dickinson que compara la mente con un cerebro arquitectónicamente establecido
va más allá de esta metáfora que nos recuerda las Confesiones de Agustín de Hipona: el
desdoblamiento, el “nosotros tras nosotros mismos, escondidos…” ¿de quién si no de nosotros
mismos? Mal haríamos en pensar que este contenido reflexivo de la poeta sería exclusivamente
aplicable a Grace. Jordan también: tuvo motivaciones especialmente singulares para aceptar
tomar el caso, como fueron las de poner distancia con respecto de un padre que deseaba la
continuidad de su empresa en manos de su hijo y de una madre empeñada en conseguirle una
mujer con la cual desposarse. Una cierta vida disipada en Europa, durante sus años de estudio, le
había predispuesto para aplazar, sobre todo, el deseo materno, siendo que con sus estudios de
psiquiatría había puesto distancia con respecto del deseo paterno, aunque conciliaba con su afán
de inaugurar un manicomio privado, cosa que también motivó tomar el caso de Grace dada la
experiencia que este podría brindarle para cuando regresara a cumplir su propósito.

Caemos en cuenta de que, treinta años después, Grace mantiene su relato inicial intacto: no
recuerda absolutamente nada de lo que sucedió y se mantuvo así hasta el momento en que al ser
detenida le fue solicitado su nombre, ella respondió: “Mary Whitney.” Lo que para algunos podría
significar prueba de una verdad, esa, la de mantener incólume la versión durante treinta años,
hemos visto que, para un Charles Lasègue, por el contrario, esto prueba fehacientemente que
8
Sucede con el discurso psiquiátrico que sus diagnósticos parecen depender, también, en buena parte, de
las leyes de la moda, como es el caso del Trastorno Bipolar de esta época. En otra sería el Trastorno de
Pánico. Sería una limitación del análisis considerar que esto está regido por solamente por las leyes del
mercado, pues, la psicofarmacología comienza su expansión apenas dos o tres años después de finalizada la
segunda Gran Guerra. Es como si con el espíritu de una época, el discurso psiquiátrico privilegiara ciertos
diagnósticos como coordenadas de explicación de ese espíritu mismo.
miente: “Resulta entonces algo inmodificable, una historia aprendida de memoria, contada con
sangre fría y siempre igual. Insisto mucho en esta última característica: cuando vean un individuo,
sea un niño o un adulto, repetir a todos los que lo interrogan el mismo relato con la misma
precisión de detalles, pueden atreverse a poner en duda la veracidad de su relato.” 9

De entrada, Jordan aborda a Grace en prisión ofreciéndole una manzana y entonces comienza algo
que se repetirá a lo largo de la miniserie, en el monólogo de Grace.

LAS VOCES, LOS SILENCIOS Y EL TEJIDO DE GRACE

Grace narra su historia, pero a varias voces, en una imposible polifonía que le impide situarse
cómodamente en la posición simultánea de juez y de psiquiatra. No es fácil eludir el interrogarnos
por su culpabilidad o inocencia, y presos todos en la demanda del Reverendo Verringer, somos
trasladados a concebir una decisión con los criterios que hoy copan nuestro pensamiento y
nuestra experiencia. Habrá quien considere que un polígrafo hubiera ayudado a los jueces a
sentenciarla con pruebas objetivas de culpabilidad o de inocencia. O una conexión a algún aparato
que provoque el cromatismo variable e inestable que producen las resonancias con positrones y
que llenan de colorido la mentalidad científica contemporánea.

Por eso es importante reconocer, de entrada, que la inteligencia que Atwood atribuye a esta
mujer, más que una reivindicación del valor de lo femenino en las colonias de la era victoriana,
apunta a colocarnos en el lugar del abogado defensor, de las crónicas periodísticas de la época, de
Simon Jordan, del Reverendo Verringer y del interés manifiesto por las noticias acerca de crímenes
de la esposa del alcaide de la prisión que pega en un álbum toda clase de recortes de noticias
acerca de crímenes notificados periodísticamente.

Porque eso hace parte de esta época, ese interés desmesurado por los grandes crímenes,
desmesura que consiste no en la profundización de su conocimiento sino justamente en que el
conocimiento de hecho haga las veces de relámpago y desaparezca de las noticias. Es un placer
que dura poco, como un orgasmo provocado provocado por un sujeto que se satisface a partir de
lo peor para sentirse un poco menos miserable que de costumbre.

Desde el comienzo de los hechos hay algo que falta en todas las crónicas periodísticas de la época,
en la leyenda construida de Susan Moodie y en los informes: la voz propia de Grace Marks. Su
declaración en el juicio fue repetición de lo que el abogado Mackenzie le hizo aprender de
memoria; era la voz de Mackenzie vía Grace. Silencio y voz exitosos puesto que logró se le
conmutara la pena de muerte. Ese otro le es dispuesto para su salvación y lo consigue: Grace
asiste, en ese acto de silencio propio, a un descubrimiento: la palabra crea los hechos, en este
caso, su salvación. Y, como expresa ella en alguna parte, en un diálogo cara a cara siempre hay
dos. La palabra de Mackenzie vía Grace convence al jurado de que, por el crimen del coronel

9
Lasègue, Ch. (1884), Hystéries péripheriques, en Études Médicales, Paris, Asselin et cie., Tome II, p. 78.
Existe una versión en castellano de este artículo en la recopilación de SAURÍ, J.J. (1984), Las histerias, Buenos
Aires, Nueva Visión, pp. 99-11. Encontrado en:
http://www.revistaaen.es/index.php/frenia/article/view/16502/16343
Kinnear, no existe duda acerca de la participación de alias Grace, pero si la hay con respecto del
alcance de su responsabilidad. Mackenzie vence contra quienes querían condenar a Grace no solo
como culpable sino como determinadora del crimen.

Qué decir, qué callar, como decirlo y cómo callarlo: allí estaba Grace para observar los atributos
retóricos de Mackenzie y los gestos dubitativos del juez y del jurado amén de la maledicencia de
James McDermott que ve desaparecer poco a poco la convicción que había logrado inducir,
inicialmente, en quienes creyeron su propia versión. La voz de McDermott se hace menos
convincente, pierde contundencia, tal vez representando lo que a través de los estudios sobre la
histeria podía representar el debilitamiento de la misoginia que durante siglos había atribuido
toda la responsabilidad a la mujer de la “caída” del hombre.

Lo cual habla también del efecto fallido: un hombre, un vagabundo de antecedentes oscuros,
alega ante severos jueces (los que juzgan, la opinión pública incluida) que se vio forzado a cometer
el crimen porque Grace se lo había ordenado a cambio de posteriores favores sexuales. 10 Ella, a
ojos de todos, una mujer bella pero demasiado joven, sería incapaz de influir sobre la voluntad de
aquel hombre que declaraba haber sucumbido a sus impulsos sexuales siendo estos de tal
magnitud que sería capaz de todo a cambio de su satisfacción. El alegato de McKenzie era del
orden contrario: él, antiguo simpatizante de la insurrección, deseoso de venganza contra el
coronel que encabezó su derrota, tomó la determinación de asesinarlo y, en el suceso, Grace se
desmayó y, en esas circunstancias, no podía juzgarse como responsable del crimen.

Dos versiones, pues, encontradas y resonando con las ideas de la época victoriana: el desenfreno
es propio de los hombres, la sensibilidad y la debilidad extremas son propias de las mujeres. Los
hombres acosan, las mujeres se desmayan. Los hombres, con tal de obtener favores sexuales,
están dispuestos a todo y su entorno los protege; las mujeres, atenidas al miedo de embarazos no
deseados y a terminar como prostitutas en el puerto (recordemos lo que al respecto dice Mary
Whitney a Grace) en caso de ceder a requerimientos de los hombres sin que haya párroco y
ceremonia oficial.

El referente bíblico del Génesis asistiría a McDermott, pues ¿qué, si no la curiosidad de Eva. llevó a
Adán a la perdición de su paraíso? Pero porque McKenzie alega la inocencia y la moral sin tacha de
Grace, logra convencer de que ella no tendría los alcances atribuidos por McDermott.

A Grace la salva de la horca el pensamiento dominante de la época acerca de lo femenino: la


condenan a cadena perpetua porque escapa del lugar vistiendo las prendas de la mujer asesinada,
Nancy Montgomery. Recordemos que a McDermott y Marks se les condenó por el asesinato del
coronel Kinnear, pues el jurado no estimó necesario establecer penas por el de su mucama y
amante. En la opinión pública lo execrable no podía ser el crimen de una mujer con antecedentes
morales cuestionados y tomó relevancia absoluta entonces el crimen contra el coronel, héroe de
la aristocracia del lugar.

10
“Acúsome padre de que una mala mujer me obligó a pecar”, se confesaban los señoritos morrongos de
Medellín a comienzos del siglo XX, después de regresar de sus viajes a París, con el Padre Mejía en la Iglesia
de la Veracruz, según notificó en alguno de sus libros Fernando González, el llamado “Filósofo de Envigado”
y declarado padre espiritual de los nadaístas.
Quince o treinta años después (en los hechos y en la novela: 30. En la miniserie: 15, según
referencia inicial de Verringer al psiquiatra recién llegado) Simon Jordan se vale de una manzana
para acceder a Grace y solicitar cuál es el pensamiento que cruza por su mente al observar la
manzana. Desde ese momento somos espectadores de dos “pedazos” de historia: la que evoca
Grace (el juego que le enseñó Mary: pelada la manzana de una sola vez, tirada hacia atrás, tomará
la letra inicial de quien será el marido de la que lanzó la cáscara) y la respuesta verbal: un postre
de manzana.

Esta escena tiene el valor de revelarnos a una Grace totalmente diferente de la que revelará más
adelante a Jordan: inmigrante pobre, huérfana de madre, capaz de salvarse del asedio incestuoso
de un padre alcohólico… tímida y salvada por el recibimiento que le hará Mary en casa del concejal
Parkinson. Tiene también el valor de revelarnos a una Grace que cuestiona las actuaciones
médicas de las que fue víctima al comienzo de su condena y de los métodos instrumentales
empleados por los médicos que la examinaron, siguiendo los postulados de la frenología. Fuerza a
Jordan a presentarse explicando que es otra clase de médico, que no es juez sino un psiquiatra y
que sus métodos difieren de los que ella critica. Y Jordan decide que el lugar más adecuado para
adelantar su estudio no puede ser la cárcel sino la casa del alcaide donde Grace presta su servicio
como mucama conocedora de que su presencia intriga a la esposa del alcaide y de sus amigas y en
donde repite de vez en cuando lo que en la época se denominaban “ataques de histerismo”, que,
en estas ocasiones, no terminaban en hospitalización ni en castigos carcelarios, sino con la
asistencia del médico de prisiones para atenderla.

Tan pronto sale Jordan de su visita en la celda, Grace se burla de la intención que tuvo Jordan al
ofrecerle la manzana y nos revela la asociación que produjo: un saber sobre el deseo de saber del
psiquiatra, saber supuesto, toda vez que el descuartizamiento de Nancy Montgomery ocurrió en el
sótano de la casa del coronel Kinnear, lugar donde se almacenaban las frutas y las hortalizas, con
otros comestibles y bebidas.

Jordan llega dotado de un discurso que es preciso conocer para comprender lo que sucederá a lo
largo de su estadía en Kingston y en su relación con dos mujeres: Grace misma y la señora dueña
de la pensión donde se aloja.

Detengámonos por un momento aquí y pasemos a considerar, grosso modo, el estatuto de la


histeria en la primera mitad del siglo XIX.
II. DESVARÍOS Y SUBJETIVIDAD FEMENINA EN LA HISTORIA DE LA LOCURA

A Michel Foucault debemos la puesta en cuestión, en 1965, de una historiografía de la psiquiatría


que tradicionalmente atribuía existencia exclusivamente a la palabra del psiquiatra y silencio a la
palabra de los locos. El suyo es el estudio de una arqueología de ese silencio. De ahí su título:
Historia de la Locura en la época clásica. Historia de la locura, no historia de la psiquiatría.

Pero en uno de los prólogos a sucesivas ediciones, Michel Foucault advertía “No tratemos de
justificar este viejo libro, ni de reinscribirlo en el presente; la serie de acontecimientos a los cuales
concierne y que son su verdadera ley está lejos de haberse cerrado.”

Palabra del psiquiatra, silencio del enfermo: la división quedaba nítidamente trazada y pronto
derivaría en un creciente interés, desde diversos campos disciplinarios, por la revisión de archivos
en hospitales que conservaban la palabra del loco: cartas escritas por enfermos, historiales clínicos
que habían conseguido y preservado sus particulares modos de decir las cosas…

Entonces la voz del loco estaba allí, existía, la cuestión era saber leerla e incorporarla en otra
historia para otra locura. Otra historia, pues se rebasaba el interés cifrado en los aportes del
psiquiatra acerca de su objeto; otra locura, porque, “escuchada” y seguida al pie de la letra,
revelaría aspectos de la subjetividad de los enfermos que habían quedado ocultos en el afán de
objetividad de las clasificaciones psiquiátricas. Y en estos estudios se destaca un marcado interés
por los casos femeninos.

Así, en 1987, aparece el libro del historiador inglés, Roy Porter, A Social History of Madness:
Stories of the Insane, que contiene escritos de autobiografías de pacientes mentales. “Mad
Women” es el título de uno de sus capítulos.

En 1994 Jeffrey Geller y Maxine Harris publican su libro Women of the Asylum. Voices from Behind
the Walls, 1840-1945. Contiene un capítulo titulado Proyecto de Ley de la señora Packard, que fue
escrito entre 1860 y 1863 luego de que Elizabeth Packard pasara tres años de encierro en el primer
hospital psiquiátrico de Massachusetts (el Jacksonville Insane Asylum), bajo la decisión de su
marido y sus médicos.

En otra dirección en 2014 aparece el libro de María Victoria García Serrano , Mujeres perturbadas
en la narrativa hispana, que es una revisión minuciosa sobre la presencia de sujetos femeninos
delirantes y enajenados en la literatura en lengua hispana, bajo la idea de que “el análisis de los
textos literarios escogidos para este estudio constata la enorme perdurabilidad y versatilidad de la
figura de “la loca”, personaje capaz de amoldarse a cualquier tiempo y proyecto creativo, político
o ideológico.”

Menciono apenas estos trabajos que destaco en un campo en el cual la producción insiste en
reseñar que el Amo juega uno de sus principalísimos roles en el afán de acallar a quien disiente
contra él atribuyéndole la condición de “enajenada” o de “loca”, con el fin de reducirla al
aislamiento y a la segregación, si no al silencio definitivo o a la deslegitimación de la veracidad de
su palabra.
Con lo anterior lo que deseo poner en consideración es que la temática interesada por establecer
la palabra del insano fácilmente condujo a descubrir el aporte de las declaradas insanas a través
de sus cartas, de sus palabras registradas en historiales clínicos, de sus mensajes explicando el
suicidio, pero también de la lucha de muchas de ellas por hacer valer sus derechos frente al orden
manicomial y frente a la sociedad.

La verdad es que Margaret Atwood se inscribe, desde la literatura, en el campo de preguntarse


acerca de esas voces y su aporte a la historia es hecho desde la convicción de que la historia que
se conoce tiene todo el contenido de ficción que el Amo ha fabricado.

Debemos a SOBRE LA EDUCACIÓN DE LAS MUJERES, el libro de Choderlos de Laclos escrito en


1783, una descripción acerca del proceso histérico de la mujer: “Ellas sintieron al fin que, puesto
que eran más débiles, su único recurso era seducir; conocieron que, si dependían del hombre por
la fuerza, ellos podían serlo por el placer. Más desgraciadas que los hombres, debieron pensar y
reflexionar antes que ellos; fueron las primeras en saber que el placer quedaba siempre por
debajo de la idea que se formaba, y que la imaginación iba más lejos que la naturaleza. Conocidas
estas primeras verdades, aprendieron primero a velar sus encantos para despertar la curiosidad;
practicaron el arte penoso de rechazar cuando lo que deseaban era consentir; desde ese momento
supieron encender la imaginación de los hombres, supieron por su cuenta despertar y dirigir sus
deseos.”

Gran parte de las manifestaciones de la histeria reciben su estatuto de la recepción con la que son
recibidos sus comportamientos, su palabra y la expresión de su deseo. Sin en la edad moderna la
Inquisición las trató como brujas o endemoniadas, después de Freud y de Charcot las intenciones
por hacer de ella una nominación descriptiva no ha impedido que la supremacía masculina
mantenga la idea de que estar ante una histérica es estar frente al engaño, la seducción y la
perfidia. La denominación charcotiana de la histeria como “la gran simuladora”, expuesta para
referirse al carácter proteiforme de la histeria que en su tiempo privilegiaba simular la
enfermedad neurológica y en el presente la enfermedad psiquiátrica, pareciera haber dado más
pie a que la condición de simuladora se mantuviera referida a la persona misma de la histérica y,
de este modo, más asociada con el crimen y con las argucias propias del criminal.

EL ALIENISMO Y LA HISTERIA

Ya la psiquiatría en un momento de su historia afrontó el tema de la histeria como un estado


imposible de desprender de la simulación y del engaño. Es conocida la fórmula de Charles
Lasègue: “la histeria no ha sido definida nunca, ni lo será jamás.” De este autor es famosa su
conferencia de 1881 ante la Sociedad Médico Psicológica de París, bajo el título “Las histéricas: su
perversidad, sus mentiras”.

En esta conferencia Lasègue se valdrá del modelo de la folie a deux, para sostener que “Toda
histérica presenta una suerte de délire à deux: de un lado el ser razonable, y del otro, el delirante.
Uno corre al auxilio del otro, pero la mayor parte de las veces es el segundo el que domina al
primero.” Y de inmediato recaba en que no se trata de un fenómeno singularmente patológico
pues “¿Acaso no tenemos nada análogo en todo el campo de las invenciones humanas? Por
ejemplo, el novelista que, partiendo de un hecho que le brinda su imaginación, se deja arrastrar
por ella al punto de llegar a creer que todo lo que ha creado ha ocurrido. ¿Y no es el caso también
de todos los viajeros de fantasía?”

Asistimos entonces a una expresión de esa imposibilidad de definir la histeria como


acontecimiento exclusivamente psicopatológico, y determinada, exclusivamente, en el orden del
discurso y del testimonio de los demás. Afirmará que no todo el que presenta esa especie de
délire a deux, será histérico, pues lo presentan personas interesadas en fabricar una versión con
visos de verosimilitud cuyas características son “…la historia dispuesta y aprendida de memoria y
su aceptación por el entorno.”

En el caso de la locura faltaría lo segundo, condición necesaria en la definición vicaría de delirio.


De la locura no se propaga su historia. En cambio, para Lasègue, en la histeria sucede lo contrario:
“…las novelas de las histéricas se imponen por su verosimilitud.”

Sin embargo, Lasègue dirá que todo quedará resuelto tiempo después: “cuando el conjunto se
desenmascara, cuando pasado cierto tiempo los síntomas de la locura estallan, dejamos de dar
crédito a las historias que aceptábamos mientras ella no estaba aún reputada de loca.” De esta
manera la histeria queda colocada en el ámbito de lo patológico, como estado prodrómico de la
locura.

A continuación, pasará a enumerar varios casos donde se demuestra la mentira que subyace en
historias que inicialmente se consideran verosímiles pero que no evolucionan hacia la locura sino
hacia el desenmascaramiento del impostor o de la impostora.

Descartada como enferma, al final de su exposición, queda solamente una conclusión que Lasègue
hace explícita: “Contándoles los diferentes hechos que constituyen el fondo de mi comunicación,
no he tenido más que un objetivo: mostrarles que las mentiras, las invenciones de las histéricas,
no son sino el resultado de una forma de combinación entre un hecho falso, de un lado, y del otro
una suerte de sagacidad que da a ese hecho inventado un cierto aire de verosimilitud.”

Librados de la psicopatología los histéricos entran en el orden de la inteligencia propia del


fabulador y del mentiroso: en el manicomio, en casa, en el juicio sumario, en la consulta, el
discurso histérico estará expuesto a ser considerado mentiroso. Simulador siempre: solo que la
otra parte del yo no está en condiciones de establecer un juicio de valor sobre lo simulado. En
1881 estamos apenas a cinco años de que Charcot y Janet y Bernheim y Freud hagan su aparición,
el último de todos subvirtiendo la idea que la histérica miente y haciendo de la escucha a su
palabra, primero mediante sugestión e hipnosis, después con la asociación libre, un instrumento a
la vez terapéutico e investigativo de la condición singular de cada caso.

Pero me sirvo de Charles Lasègue para pensar en el saber psiquiátrico que hacia 1843, año del
crimen por el que fuera acusada Grace Marks en Toronto, y que diera origen a la historia que
interesaría primero a Susan Moodie y años después a Margaret Atwood, para finalmente llegar a
más público con la miniserie de ALIAS GRACE que es la que nos congrega hoy.
Debemos establecer que las conclusiones de Lasègue no coinciden con las de Charcot. Es más: al
parecer el carácter indefinible de la histeria concedido por Lasègue se ha considerado más bien
una crítica velada al afán de Charcot por establecer una especie de tipo emblemático del ataque
histérico.

La idea de Charcot se inscribe dentro del contexto histórico y del proyecto laico de demostrar la
superioridad de la razón en el abordaje de la histeria, tanto contra la práctica inquisitorial en la
cacería de brujas como contra las prácticas del mesmerismo y del espiritismo. La histeria venía a
hacer las veces de instancia que apartándose de la locura no necesariamente tenía que derivar en
simulación y mentira, sino en otra cosa, definitivamente patológica, que facilitaba incrementar el
espíritu anticlerical y positivista a tono con los ideales revolucionarios franceses.

La gran discusión entre lo alienistas se forjó en torno a cómo concebir el abordaje de los enfermos,
unos optando por el llamado modelo anatomo clínico, del que algunos terminaron por desertar,
otros por el modelo psicológico basado en privilegiar la experiencia del trato con el enfermo
directamente y no a través de instrumentos utilizados con el fin de probar hipótesis establecidas
en momentos de aun escaso desarrollo tecnológico.

Así, en 1838, un Jean Pierre Falret, discípulo de Esquirol, expresaba su punto de vista: “El medico
alienista -escribe- debe investigar los fundamentos de su ciencia particular en la propia patología
mental, esto es en el estudio clínico y directo de los alienados... La anatomía patológica y la
fisiología pueden proveer a nuestra especialidad de instrumentos auxiliares, pero ya no pensamos,
como en otros tiempos, que basten, ni una ni otra, para explicar los fenómenos de las
enfermedades mentales. Únicamente la observación clínica puede procurar el conocimiento
exacto de estas afecciones y ofrecernos los datos necesarios para establecer su etiología, su
descripción, su pronóstico y su tratamiento...”

De todos modos, la locura era puesta en el lugar de objeto de investigación, y prestar atención al
lenguaje del insano se consideraba necesario para otear indicios de su desvío a través de la
clasificación de los contenidos y de la forma de ese lenguaje. Se daba por cierta, cotejándolos con
indicios de desvío en otras “facultades mentales”, la no verosimilitud de lo narrado siempre
prueba de desvarío mental.

Era el alienismo practicante del tratamiento moral que bebía en las fuentes originales de Philippe
Pinel y que afirmaba la etiología de la locura en los siguientes términos, todos ellos referidos a
algún aspecto de la vida cotidiana, relacionado con el amor, la política, el estudio…

En el fondo de todo esto el tema relevante era si el enajenado, por estarlo con respecto de la
noción de realidad que los demás sí poseían, decía la verdad acerca de tal o cual acontecimiento
en que estuvieran involucrados. Con Morel y Lasègue se establecerá la profunda afinidad de los
histéricos con los ambientes delincuenciales y con la policía.

LA FUNCIÓN SECRETARIO DEL PSIQUIATRA CON EL ALIENADO

La escucha sistemática del decir del loco, llevó necesariamente a plantearse el tema de la
presencia de la razón en la locura, de la verdad y la locura. La procedencia de este planteamiento
se relacionaba con la posición que los psiquiatras clásicos asumieron frente al enfermo, la de
escucharlo y tomar nota precisa de su narrativa, aunque dotados de un saber previo con respecto
del cual esa narrativa era inmediatamente traducida a la nomenclatura psiquiátrica practicada por
el respectivo psiquiatra. Pero la idea era la de tomar atenta nota, seguir al pie de la letra la
narrativa del enfermo y dejar constancia de ella en el registro del historial clínico.

Lo que escapa a la investigación minuciosa de los psiquiatras clásicos, es un hecho que será
trascendental en la historia de las ideas y, sobre todo, en los efectos del lenguaje en la
constitución de los sujetos: ninguno de ellos produce un estudio minucioso acerca de los efectos
que la narrativa del enfermo ejercerá sobre la subjetividad del investigador y las consecuencias a
que conducirán dichos efectos. Estamos lejos aún de la obra de un Sigmund Freud adentrándose
en los vericuetos del sí mismo para articular la suya con la subjetividad del enfermo de un modo
tal que se convierta en propiciatorio de la cura durante el tratamiento psicoanalítico.

Lo cual no quiere decir que los relatos médicos acerca de las pacientes no tuvieran una buena
carga de la subjetividad del médico. Unos más otros menos prolijos al respecto, ellos son
testimonio de la verdadera tensión que siempre existió entre la histeria, como fundamentalmente
femenina hasta el siglo XIX, y la medicina que en los tres últimos siglos ha ido desde la exaltación
hasta su borramiento de los manuales de clasificación psiquiátrica.

Con el nombre de LOS ALIENISTAS DEL PISUERGA 11 se conoce el grupo conformado por José María
Álvarez, Fernando Colina y Ramón Esteban, psiquiatra y psicólogos que se conformó con el fin de
recuperar textos de los clásicos de la psiquiatría y la psicopatología del siglo XIX. Ellos organizan
encuentros sobre tópicos decimonónicos referidos a la psiquiatría, habiéndose destacado uno
realizado en el 2010 en Valladolid, bajo la nominación CRIMEN Y LOCURA. Uno de sus libros es LA
HISTERIA ANTES DE FREUD, que contiene la traducción de trabajos de Charcot, Gilles de la
Tourette, Briquet, Lasègue, Falret, Kraepelin y otros.

Estos autores destacan la profunda incomodidad que la histeria generó en los médicos que
quisieron abordar su tratamiento. “Tras párrafos de descripciones objetivas y elevadas
disquisiciones etiológicas, de pronto irrumpe la presencia del autor, por lo general para mostrar su
incomodidad. En esto se diferencia también la histeria de otros territorios de la psicopatología, en
los cuales el tratadista se oculta en aras de la exigida objetividad científica.”

Algunos alcanzan a conservar la condición de “observadores distantes”, es el caso de Charcot,


Briquet y Lasègue que divergen entre sí respecto de la posibilidad o no de describir unas leyes
comunes presentes en los ataques histéricos. Otros no: es el caso de Jules Falret y de Joseph
Grasset quienes no ahorran palabras para describir su profunda incomodidad. Jules Falret: “Todos
los médicos que han observado a muchas mujeres atacadas por la histeria, y todo aquél que haya
tenido la desgracia de mantener con ellas una vida en común […]” Y Joseph Grasset escribe: “Por
otra parte, hay que recordar lo que dice Frank: ¿Acaso se puede imaginar a alguien más infeliz que
el marido de una histérica? Difícilmente, a no ser, tal vez, que encuentre gusto en la variedad: en
efecto, una histérica, en el espacio de veinticuatro horas, está triste, apacible, dulce, tranquila,
irascible, etc., presenta el carácter de diez personas diferentes. E incluso, añadiremos más: esta
variedad no será más que variedad de suplicios, será un infierno constante para el pobre hombre
que acabará siendo considerado como un egoísta o un verdugo, dependiendo de si se ocupa o no

11
https://www.laotrapsiquiatria.com/alienistas-del-pisuerga/
de la enfermedad de su mujer, si se compadece o intenta librarse de ella, si la reafirma en sus
actos o la contradice…”

Y finalmente, años más tarde, Kraepelin, en una presentación de enferma diagnosticada con
Locura Histérica: “En insinuaciones misteriosas confiesa faltas y espantosas y deliciosas
experiencias, que ella sólo confía a la discreción del médico y compañero del alma.”

En el caso de la histeria su pathos desembocó fundamentalmente en el aspecto disociativo que


conduciría al diagnóstico de Locura Histérica.

Dos campos pues en la medicina con la histeria: el de los observadores distantes y el de los
desafiados. Insistamos: esa subjetividad de los médicos dejaba de ser considerada en sus
descripciones que intentaban ser meticulosas, provenientes en muchos de ellos de jugar el rol de
funcionarios de la enferma, secretarios de su narrativa. Sugestionados o contra sugestionados, la
sugestión no sería objeto de consideración. Para ello sería preciso que la medicina y la neurología
renunciaran a la idea de que la histeria podía significarse como “cualquier otra enfermedad”
(“neurosis encefálica” la llamaría Briquet, por ejemplo) y de que emergiera la relación de la
histérica con su historia particular para que otra dimensión abriera el campo del estudio del
lenguaje y del deseo en la constitución de la histérica.
III. VUELTA A LA RELACIÓN JORDAN-MARKS

Desde temprana edad Grace accede a un saber sobre el poder en la figura de un padre alcohólico
que, empobrecido, sostiene a su familia por el auxilio de su cuñada lo que se hace imposible
mantener a raíz de la crisis económica que afecta a Irlanda, por lo que la cuñada les invita a migrar
a Canadá en busca de mejores oportunidades. También sobre la condición femenina, en la
humanidad de su madre, maltratada físicamente por su marido y dispuesta siempre para satisfacer
sus exigencias de todo tipo.

La travesía por el océano deja la marca del valor afectivo que el padre le concede a la madre: su
muerte durante el viaje revela la inanidad de la existencia de la mujer, así como también el peso
que las almas de los muertos ejercen sobre los vivos. La ventana abierta para que el alma no
quede vagando por el lugar y amenace con tomar el cuerpo de los sobrevivientes.

Jordan no es ajeno al tema, viene de una Europa en la que el mesmerismo y el espiritismo gozaban
de popularidad entre los médicos, particularmente los alienistas. De hecho, el comité que preside
Verringer es también un círculo de espiritismo con médium autorizada, femenina, como fueron
siempre casi todas las médium, ocupando así un lugar que permitía destacarse en tanto servía de
puente para comunicar a los vivos con los muertos.

El tema del alma estará de principio a fin de la novela y de la miniserie, abriendo y cerrando los
sucesos que acompañaron la evaluación de Jordan, quien evoluciona desde la firmeza y convicción
iniciales hasta la duda y la zozobra finales que le llevan a salir de Kingston sin presentar por escrito
el informe a que se había comprometido y del cual se servirían Verringer y su comité para
sustentar, una vez más, la solicitud de indulto para Grace.

Grace presentará a Jordan una historia cargada de detalles y en la que los crímenes casi no
aparecen, como demostrando la persistencia de su amnesia con lo ocurrido. Esa carga de detalles
podemos describirla mejor si planteamos el tema de la intertextualidad, es decir, la confluencia de
muchas referencias procedentes de diversas fuentes, todas ellas confluyendo en la historia que
Grace ofrece a Jordan.

Lectora como es de lo que se ha dicho de ella misma, es capaz de presentar su punto de vista
crítico, aunque aparente cierto placer con la notoriedad que ha alcanzado no obstante las razones
de esta. Recuerda que la visita que recibió de Susan Moodie en el manicomio, fue debido a su
condición de “asesina célebre”, siendo el relato de Susan Moodie contribuyente de la leyenda
creada en torno a Grace Marks. De lo que da testimonio a Jordan es de ser capaz de pensar
críticamente con respecto de esa condición a que ha sido lanzada:

La esposa del alcaide recorta los crímenes de los periódicos y los pega en las páginas del álbum...Es
curioso la cantidad de crímenes que contiene la Biblia. La esposa del alcaide los tendría que
recortar y pegar todos en su álbum.

O:
Pese a todo, es muy duro que te apliquen la palabra "asesina". La palabra posee un opresivo olor
almizcleño, como el de las flores marchitas de un jarrón. A veces, de noche, me la susurro a mí
misma: "asesina", "asesina". Y me parece que cruje como una falda de tafetán sobre el suelo.

Demoníaca, satánica, ignorante víctima de las circunstancias, la peor de las bestias, que tiene ojos
azules o verdes, que es pelirroja, alta, delgada, que fue capturada vistiendo las prendas de la
mujer que había asesinado… Y Grace se pregunta cómo ella puede ser todas esas cosas diferentes
a la vez.

Son los discursos acerca de ella y, mostrándose conocedora de ellos al tiempo que manifestando
una serenidad absoluta mientras teje y hace el relato, va creando en Jordan una impresión que le
impide concluir que está ante una histérica en el sentido de las descripciones existentes en la
época.

Incluso es capaz de ironizar con el método de Jordan, el día en que este aparece a la entrevista
despojado de hortaliza o de fruta alguna. Ella se encarga de hacerle notar que ese día no lleva
ninguna. Y de manifestar preocupación una vez se hacen visibles las noches de insomnio de
Jordan a través de las ojeras.

Todas las entrevistas dejan ver que Grace oculta lo que piensa para decir otra cosa en su lugar. Es
una manera de narrar que elige qué decir y qué ocultar, que a tiempo puede reaccionar cuando se
ha deslizado en su habla algún pensamiento que pueda contradecir su temperamento y su
cortesía, como cuando explica que así hablaba Mary Whitney aclarando que se trata
exclusivamente del modo de pensar de ella. Un personaje cuya tragedia -Grace lo sabe-
conmoverá a Jordan. La mujer simpatizante de una causa, la de la insurrección, expropiada de sus
bienes, derrotada con sus amigos, termina de mucama en casa del concejal Parkinson donde es
embarazada por el hijo del concejal, buena amiga que, al morir, Grace cree escuchar que le dice
“Déjame entrar”, cayendo Grace en un estado de coma del que despierta cual si fuera Mary y no
Grace. Al momento de dejar la casa del concejal, dando testimonio a Jordan de haber sabido
defenderse del acoso del joven Parkinson, que estaba de vacaciones de sus estudios de medicina
en los EE. UU., así como se defendía de los de su padre, Grace toma las cosas de Mary entre las
cuales ¡encuentra el pañuelo bordado que aquella le había regalado la noche de navidad!

Esto último lo recuerda, no se lo cuenta a Jordan. Pero el resto de la historia está narrado
imbricando opiniones, implicaciones subjetivas en el tema, etc. Por ejemplo, hablando de los
aristócratas, comenzando por el señorito Parkinson, expresa:

Creo que lo mimaban demasiado y él mismo se mimaba, pues si el mundo te trata bien, señor,
acabas creyendo que lo mereces.

Su relato será a veces trágico, a veces cómico, en otras romántico, en fin: la variedad de modos de
hablar de lo que fabrica para Jordan como autobiográfico, suscita tal interés en este que
progresivamente se ve tomado por el sueño erótico, el fantaseo romántico y el pasaje al acto con
la dueña de la casa donde el comité dirigido por Verringer le ha conseguido hospedaje.
Pero sabemos que el hecho histórico, en tanto que texto, se asemeja a la ficción, que también es
texto. La ficción con la que Bolívar quiso levantar el ánimo de sus soldados que desertaban a
granel en la travesía del Páramo de Pisba, la ficción de que un gran patriota había inmolado su vida
en San Mateo a donde quedó, según dice el himno nacional, “en átomos volando” y “deber antes
que vida con llamas escribió”, es un buen ejemplo de que, la ficción, en tanto que texto, puede
convertirse en texto de la historia, tal y como si hubiese sido cierta su ocurrencia.

Reducido a convertirse en criado de la señora donde se hospeda, criado y amante, poseído por el
imperativo del sueño y de la fantasía con respecto de Grace, Jordan acudirá a la oficina del
abogado Mackenzie, quien fue el defensor de Grace treinta años atrás. Y este lo recibe, ya en el
adormecimiento de su pulsión, casi en son de burla por lo que rápidamente detecta en la
intención de Jordan para visitarlo.

“Más culpable que el pecado” dice Mackenzie de Grace ante la pregunta de Jordan. Y al
preguntarle este si ella mentía o no, la respuesta no es un sí afirmativo sino la evocación de un
personaje: Sheherezada.

Nosotros, espectadores y jueces, quedamos pues instalados como destinatarios, testigos y


emisores de una sentencia. Por Sheherezada sabemos que un relato ininterrumpido vence la
voluntad de matar que emerge para frenar la determinación asesina de su interlocutor.

Atwood nos pone frente a esta realidad: estar en silencio es, también, aprovechar para leer al que
escucha.

UNA CONJETURA FINAL

El lector -y el espectador de la miniserie- asistimos al relato que Margaret Atwood “pone en boca”
de… ¿quién? De ALIAS Grace. En mayúsculas esta palabra, ALIAS. La novela no lleva por título
simplemente GRACE. Es preciso considerar que el título mismo sea una manera de contarnos la
verdad de fondo de toda la historia: de que quien fue capturada no fue Grace, la que había muerto
después de practicarse el aborto cuando, inocente, llegó a casa de la familia Parkinson y el hijo de
esta familia, abusó de ella de lo cual había quedado un embarazo.

Entonces tenemos la autorización para preguntarnos si no fue Mary Whitney la sobreviviente que
tomó el nombre de Grace para ponerse a salvo, conocedora de que habiendo sido parte de la
insurrección que fuera derrotada por el coronel, el jurado no habría dudado un minuto en
condenarla a la pena de muerte junto con su socio, también partícipe de esa insurrección.

De ahí que crea que el nombre de la novela revela una inferencia posible realizada por Atwood a
través de su investigación para escribirla.

Al fin y al cabo, la simulación dejó de ser propiedad exclusiva de histéricos/as tratados como
enfermos mentales: la publicidad política en occidente es un buen ejemplo del entrecruzamiento
productivo entre simulación y sugestión, vía los aportes de un tal Edward Louis Bernays, sobrino
del autor de La Psicología de las Masas y Análisis del Yo, un tal Sigmund Freud…

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