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LA NOSTALGIA POR EL AUTORITARISMO

En una conferencia que dicté hace unos años en una ciudad de Colombia y

que se relacionaba con el tema del abordaje psicoanalítico de la violencia

en nuestro país, aseveré que la proclamación airada de que el malestar

existente y, una de sus principales expresiones, la violencia entre

nosotros, se debía a la pérdida de los valores tradicionales y la

adjudicación de la responsabilidad de la ocurrencia de la violencia, a la

madre, en virtud de la declinación de la imagen paterna en nuestro medio,

ocurridas en los últimos años, eran dos caras de una misma moneda: la de

la nostalgia por el autoritarismo.

Ambas, la proclamación y la adjudicación, se postulan como etiología del

diagnosticado malestar reinante en la cultura, cada una formulada según

su respectivo código de referencia. La proclamación, por los

representantes de los sectores más reaccionarios de la sociedad, la

adjudicación por profesionales que trabajan en el amplio y siempre difuso

campo de la llamada salud mental, supuestamente emancipados de las

tutelas clericales y apegados a las exigencias de la racionalidad científica.


La aseveración no le hizo gracia a un participante que desde el auditorio la

acusó como digna representante de las secuelas de todas las filosofías de

la sospecha, según él en gran parte las verdaderas responsables de todos

los fenómenos relacionados con la práctica de la violencia. Citó los

llamados por él escabrosos ejemplos de la drogadicción relacionándolos

con el nihilismo nietzscheano, el libertinaje propiciado por la degenerada

teoría sexual freudiana y los asesinatos estalinistas en nuestro medio

estimulados por la ideología marxista.

LIBRETO POPULAR DE LOS TRUJAMANES DE FERIA

Por todas partes yo quedaba rodeado. Al replicante airado no le faltó sino

citar los catastróficos aportes keplerianos, copernicanos y galileanos que

desalojaron a la tierra del centro del universo ptoloméico, la escandalosa

teoría darviniana del origen de las especies y su nefasta contribución a la

“desdivinización” de la criatura humana, el descubrimiento de la penicilina

que tan buenos aportes ha hecho a ciertas consecuencias desagradables

de la actividad sexual humana, la música no sacra, la poesía carente de


rima, el rock, la minifalda y la hermosa contribución de las técnicas

anticonceptivas gracias a cuyo fracaso, tanto el conferencista como el

airado asistente, debíamos, en parte, la posibilidad de estar allí

parloteando.

Tengo que expresar que entonces guardé silencio pues en ese momento

no supe qué me conmovía más: si la ansiedad manifiesta del replicante o

la actitud del resto del público, que parecía complacido con la refutación

de uno de sus compañeros, cosa esta última que supuse a partir del fuerte

aplauso que recibió, superior en intensidad al que, más cortés que

entusiastamente, me había concedido con anterioridad.

Probablemente mi silencio fue entendido, correctamente, como prueba

de la contundencia de las acusaciones del replicante. Y lo expreso así,

correctamente, porque era a todas luces evidente que la contundencia de

las acusaciones se correspondía con un cierto clima consensual que yo no

había entrevisto, entre otras cosas porque nunca lo hago antes de dictar

una conferencia, cosa que a partir de entonces sí procuro considerar,


nunca se sabe. Signo de los tiempos actuales es creer que es la mayoría la

que define qué es y qué no es la verdad.

La intervención del replicante estaba completamente a tono con una

especie de a lugar como el que pronuncia el juez, que yo supuse a partir

del aplauso recibido. Una especie de tenga su merecido por haber dicho

lo que dijo. Siempre he considerado que es más prudente militar en las

filas de la cobardía activa sobre todo cuando uno se enfrenta a un

enemigo potencialmente peligroso que anuncia su ferocidad con los

gestos propios de las barras bravas. La inminencia de un ataque de culillo

agudo aconseja el silencio como el mejor de los gestos, tal así lo

atestiguan ejemplos elocuentes que el lector de estas líneas podrá

enumerar.

Es por esta comparación con el a lugar con que un juez da curso en contra

de una objeción pronunciada por alguno de los representantes de las

partes que litigan, que años después vuelvo a referirme a lo sucedido,

toda vez que entonces el espíritu de mi aseveración no era otro que el de

señalar que lo que estaba haciendo carrera en nuestro medio académico


era la reaparición de argumentos dogmáticos y fundamentalistas que

gozaron de poder y fortuna antes del advenimiento de la Ilustración, y que

en la actualidad propenden por la restauración del autoritarismo como

única manera de resolver los conflictos de todo tipo que se presentan en

la sociedad.

Quería sustentar la idea según la cual, en nuestro país las acciones

autoritarias han gozado en los últimos años de una popularidad, a la cual

ofrecen resonancia los medios de comunicación y que esa popularidad del

autoritarismo representaba un triunfo de la proclamación del retorno a

ciertos valores tradicionales y de la adjudicación al restablecimiento de la

imagen paterna como camino expedito del retorno a un pasado mejor, las

dos acciones que se estaban llevando a cabo, ambas consecuencia de lo

que ha sido formulado como etiologías del diagnosticado malestar en

nuestra cultura.
NUEVA OLA, NUEVA ERA: LA PUBLICIDAD HACE LO SUYO

No menciono otras afirmaciones realizadas por el replicante y que se

refieren a las bondades que se obtienen del abandono del racionalismo y

del reencuentro con ideologías que nos conducirían a estilos más

saludables de vida en las que la armonía –y no el conflicto- está en su

centro, alejadas de esas filosofías de la sospecha que “tanto daño le han

hecho a la humanidad.”

Mi silencio no representaba ningún pensamiento en blanco. Imaginé,

recuerdo, un juicio en otra vida contra Nietzche, Marx y Freud que

comparecían ante un juez supremo asesorado por Testigos de Jehová, y

que juzgaba a los tres por lo sucedido en Sodoma y Gomorra. Al fin y al

cabo, según Fujiyama, la Historia había finalizado, por tanto, los crímenes

de los tres no solamente serían considerados trasnacionales sino

ahistóricos. Como el inconsciente, la demasiada humanidad y el peso

determinante de las condiciones materiales de la existencia. Pero el palo

no estaba para cucharas y, entonces, preferí cerrar la imaginación

recordando más bien que siempre se había considerado a Dios más


inteligente que a sus criaturas, aunque obligado a la omnisapiencia dada

su subordinación inevitable al hecho de ser eterno, cosa que siempre a

cualquier poseedor de ese atributo obliga a ser sabio, nadie soporta por

toda la eternidad el remordimiento después de una acción equivocada …

Además no sabía si Dios había leído a Fujiyama… Pero la situación no

daba para echar globos con la imaginación y pensé que lo mejor era

marchar rápido de allí no fuera a recibir el complemento físico de la

reprimenda verbal.

Y, debo ser sincero, cada vez que empiezo a escuchar el texto del

marketing de las trasnacionales de la New Age, opto por retirarme no vaya

a terminar forzado a elegir entre los beneficios de la buena mesa y los del

consumo de la orina humana, las prescripciones alopáticas y las agujitas

meridionales, el sexo como los cánones indios mandan y el sexo tántrico,

el buen licor y la marihuana hidropónica, las filosofías de la sospecha y las

prédicas tibetanas, Miguel de Cervantes Saavedra y Paulo Coelho, Saulo

de Tarso y José Obdulio Gaviria, un psicoanálisis y la meditación yoga, las

Confesiones de San Agustín y la programación de la “W”, el tinto sin

azúcar y las hierbas aromáticas, etc.


Estas palabras no pretenden disimular lo profundamente molesto que

estuve durante mucho tiempo después de lo sucedido en esa conferencia.

Pero quiero insistir en el a lugar con que comparé la actitud del auditorio.

No como devolución contra la ofensa sino como preocupación.

IMPOTENCIA Y RESPONSABILIDAD

De esa conferencia hicieron parte otras dos argumentaciones. Una se

refería al concepto de impotencia, la impotencia de una cultura para

detener los actos de barbarie que la horadan. La otra, al concepto de

responsabilidad del ofendido con el acto que sufre.

Palabras más, palabras menos, manifesté entender por impotencia no el

no poder sino el poder no, definición esta que tomaba prestada de Jacques

Lacan. Ante los actos de barbarie que nos afectan, los ciudadanos siempre

podemos hacer nada para defendernos y eso era lo que estábamos

haciendo, nada.
Un nada no vacío sino con repertorio: desorganización, desconfianza

suprema con la manutención del equilibrio entre normatividad y deseo,

pérdida de la confianza en los buenos efectos procedentes de las acciones

mancomunadas, negativa a detener la reducción de la vida a la simple

supervivencia, afinidad por reemplazar las elaboraciones conceptuales por

fórmulas vacías que bobaliconamente encomiendan a la simple sonoridad

todo el peso del “argumento”, fascinación y entusiasmo cotidianos con el

prestigio de todas las clases de mal gusto que hemos conocido, aprecio

por el camino expedito de las travesías, incluidos los caminos del

malandraje y la el avivatamiento en el trato con los demás, celebración

entusiasta con los triunfos procedentes no del esfuerzo empeñado sino de

la trampa, exaltación de las propias virtudes a costa de considerar las de

los demás siempre inferiores, mentirosas o malintencionadas, capacidad

de propinar golpes arteros mientras se le hace creer al interlocutor que se

le está brindando amistad, etc. Así, de ese modo, asegurado por la

racionalización conferida al miedo, fuimos y hemos sido impotentes para

evitar la violencia que se entronizó como forma de dirimir los conflictos.

Pudimos hacer nada y eso hicimos: nada.


Por otra parte, era en ese y no en otro sentido que debíamos

considerarnos responsables con lo que estaba sucediendo y, por tanto,

responsables por no buscar fórmulas de solución. De aquí debía

desprenderse no el perdón ni la exoneración de culpa de los criminales

materiales e intelectuales sino la organización de formas de cultura que

condujeran a impedir que siguieran surgiendo, como maleza, seres

humanos que se abrogaban el derecho a decidir quiénes merecíamos vivir

y quiénes no, para expresarlo con palabras de Arendt. Consideraba que la

nostalgia por el autoritarismo era un fenómeno extendido en la población,

que así daba cabida a la venganza contra los “ataques” proferidos en la

cotidianidad por la liberación femenina y los “alzamientos” de la voz de los

jóvenes, los pobres y los desvalidos, y que los perpetradores de los

crímenes de lesa humanidad constituían una especie de cuerpo ejecutivo

que, violando toda normatividad legal, llevaba a cabo las acciones que

merecían la censura apenas de unos cuantos (estos mismos convertidos

en víctimas de esos verdugos) mientras que el resto de la población

apenas si gozaba esperando satisfacer “morbosamente” su curiosidad

sintonizando los medios de comunicación que, simultáneamente, habían

entrado en la representación de la tragedia como espectáculo, como

show, su conversión en la llamada chiva que es con lo que cotizan el valor


del minuto en publicidad, al tiempo que daban trato de trascendental al

chismorreo relacionado con la farándula y a toda clase de fruslerías entre

las que se destacan la reducción de los saberes científico-técnicos a la

condición de sermones laicos.

Una paradoja no podía menos que ser sugerida por todo esto: el producto

reinante se convierte a su vez en ejemplo de cómo se han perdido los

valores tradicionales. Es como si la promoción de la banalidad se

encubriera en el velo de publicidad gratuita de un cierto hedonismo

ocultando la condición de promoción visual del placer como algo

horroroso, equivalente a las representaciones pictóricas de las catedrales

del medioevo mediante las cuales el clero quería disuadir a los pecadores

de los horrores que les esperaban en la otra vida si se negaban a obedecer

sus bulas y sus decretos.

Pero no se trataba de una paradoja, sí más de una característica también

extendida en la población. La contradicción sin dialéctica. Como si el

espíritu de estos tiempos fuera el de no estar urgidos por tener que

dialectizar las contradicciones, estas, a la manera del perfil psicológico de


los personajes sociópatas de cualquiera de las novelas de James Ellroy, se

expresan copando cada fotón de la luz que alumbra las cosas, al mismo

tiempo reales e invisibles. Cosas que se nos ocultan porque son

demasiado visibles.

Concluía, entonces, que al no poner en consideración para la reflexión los

dos conceptos, el de impotencia y el de responsabilidad, estábamos

propiciando la creación y el fortalecimiento de condiciones favorables

para darnos de cara con las consecuencias derivadas de las etiologías que

determinaban lo diagnosticado como malestar de nuestra cultura.

Extensión de la popularización del retorno del autoritarismo, ya no

promovido por unos cuantos, sino expresado por amplios sectores de la

población, claro está, siempre contando con la resonancia de los altavoces

de las consignas, los medios de comunicación.

TIEMPOS PREBÉLICOS EN ALEMANIA Y AUSTRIA

Citaba un antecedente, que había leído en un ensayo de Philippe Julien: el

de la expansión del Tercer Reich durante los años 30´s y 40´s del siglo XX y
su relación con un diagnóstico formulado 30 años atrás y popularizado en

esta época. El antecedente me servía para recordar que ya entonces el

Tercer Reich había sido la consecuencia de un sentimiento que había

hecho lazo social entre las poblaciones alemana y austríaca, el cual

consistía en concluir que dada la dimisión del padre alemán el Tercer

Reich debía reemplazarlo. Pero me servía, además, como ejemplo de las

consecuencias que se derivan de ciertos diagnósticos “sociales”.

Para el caso alemán, el diagnóstico había sido proferido por un higienista,

el doctor Moritz Schreber, quien adjudicaba lo que él consideraba las

principales pérdidas del espíritu ario, esto es, su fortaleza espartana, su

decisión y voluntad de triunfo, debilitadas por el romanticismo y la prédica

del valor de los sentimientos humanos en la educación de los niños

alemanes.

Resultaba harto elocuente, a mi parecer, lo que había sucedido con las

teorías de este Doctor Schreber, publicadas en diversos libros, entre ellos

uno que contenía ejercicios de “gimnasia médica”, con consejos acerca de


la postura correcta, y otros acerca del quehacer pedagógico en los

Kindergarten fundados por su influencia en Alemania y Austria.

De una parte, lo que aconteció a un hijo suyo de nombre Paul, abogado,

famoso por haber publicado un libro titulado “Memorias de un

Neurópata”, en el que narra su experiencia como enfermo mental

diagnosticado por el psiquiatra alemán, Dr. Fleschig y que valió

comentarios de personalidades como Kraepelin, Bleuler y, la más tardía,

Freud. De otra, el hecho de que un lector asiduo de los libros del Dr.

Moritz Schreber fue un sargento de nombre Adolf Hitler.

Lo sucedido resultaba elocuente pues mientras que el hijo deliraba con la

idea de convertirse en la mujer que necesitaba Dios para dar origen a una

raza superior de hombres, el sargento canalizaba el mal humor pusilánime

de los alemanes hacia el triunfo electoral que lo llevaría a la constitución

del Tercer Reich ya constituir como su ideal el predominio de la raza aria,

superior según sus cálculos, en el mundo entero.


La imperfección de la criatura humana, pensaba Paul Schreber, se debía a

que Dios no tenía una mujer con la cual realizar la cópula para dar origen a

un hombre perfecto. Por extensión, el padre de una obra imperfecta es

imperfecto. Schreber hijo sería esa mujer que subsanaría la imperfección

del supremo padre. Por su parte, Hitler se explicaba la derrota de

Alemania en la primera Gran Guerra debido a lo que había ocurrido con el

padre alemán y que había sido tan nítidamente detallado por Schreber

padre. Dado que el padre alemán ha dimitido, el Tercer Reich debe

sustituirlo, para así extender por todo el mundo el poder de la raza

superior, la raza aria por su-puesto.

En todo ese tiempo hubo quienes señalaron el peligro de ese diagnóstico y

las consecuencias que sobrevendrían. Quizás el mejor ensayo

psicoanalítico que se ha escrito sobre el fascismo pertenece a la autoría de

un Wilhelm Reich, quien destacó que no podía adjudicarse la

responsabilidad de lo que estaba ocurriendo exclusivamente a un

dirigente, por más enfermo mental que se asegurara, sino que la

responsabilidad involucraba a millones de alemanes y alemanas que

compartían el mismo punto de vista con el dirigente.


Por supuesto que no se trata de una opinión popular, el pueblo estaba

enredado en otras opiniones, haciendo mayoría, prácticamente consenso.

De las consecuencias de la soledad del psicoanalista alemán tenemos

noticias, por cierto, no muy agradables: terminó preso en los Estados

Unidos. Un asunto relacionado con impuestos…

LA MADRE: ¿LA CULPABLE?

Es con Ramírez, psicoanalista de Medellín, con quien tuve oportunidad de

discutir sus hipótesis acerca de la violencia en esa ciudad y, en particular

sobre el sicariato. En muchas de sus intervenciones, resultado de un

trabajo profundamente juicioso, Ramírez propone que los valores

transmitidos por la madre al hijo, entre los cuales cita algunas

características de la madre misma como su influencia en la

deslegitimación del papel del padre durante el tiempo en que transcurre

la crianza de los hijos, como responsables de que algunos de ellos entren

en el dispositivo social de la violencia actuando como sicarios. De los

primeros Ramírez gusta citar un aforismo paisa: “Madre santa, hijo

perverso”; de lo segundo, todo el fenómeno de la constitución de familias


monoparentales, en las que se destaca mayoritariamente la ausencia del

padre, y que ha acompañado el incremento de la violencia y del número

de sicarios.

Mi polémica con Ramírez parte de señalarle que su concepción hace eco

con la aseveración según la cual lo que sucede en la crianza de cada

familia en particular, tiene la exclusividad en las repercusiones futuras

sobre el destino de los hijos. Esto no constituye ningún error, siempre y

cuando se mantenga la idea de que el Otro del hijo no es solamente la

madre sino, y sobre todo, lo que ella representa, esto es, la cultura a la

cual pertenece, en la que se ha educado, etc. Si esto no se reconoce,

prima la ingenua concepción según la cual la familia es la responsable, por

ella misma y aislada de la cultura, del destino de los hijos. Pero no es solo

la ingenuidad de esta apreciación el problema; al tiempo que se afirma, el

papel de lo que acontece en la cultura y que incluye la exaltación sin

obstáculos eficaces de la banda criminal, es subestimado llevando a errar

en el diagnóstico.
En la banda criminal el Patrón (verdadero subrogado del padre, para

utilizar una expresión freudiana) cumple las funciones de sustituto del

padre de cada uno de los que la componen, con todo el ideario y la

práctica que impone como ley suprema. Dueño de todos los bienes y,

constituido en modelo por la demostración que practica de hacerse a

todas las hembras que desea, el Patrón decide toda ley. Desde el punto de

vista laboral, por ejemplo, en el lenguaje del hampa, la palabra liquidación

no significa el pago de todas las prestaciones de ley cuando se trata de

despedir a un subalterno. El patrón no aconseja, ordena; no da muestras

de miedo, es más criminal que el más criminal de los que tiene a su

servicio. No consulta ninguna ley para tomar determinaciones, como no

sea para identificar los resquicios favorables. Sabe que constituyéndose

en la Ley misma, es decir, apoderándose de los puestos de poder en los

tres órganos del Estado, desde ese apoderamiento puede ponerse a salvo

de cualquier castigo que amenace sus propósitos.

Equiparar la madre del sicario con el Patrón al cual prestaba sus servicios

criminales, me parecía –y me parece aún- descabellado. La adhesión

incondicional del muchacho al Patrón lo que revelaba no era propiamente

un debilitamiento de la imagen paterna, sino, por el contrario, su


exaltación con toda la potencia y capacidad de hacer daño de lo que

podíamos considerar una especie de nuevo proto-padre.

En la polémica yo podría admitir que, en palabras freudianas, la imago

paterna no se había difuminado sino, más bien, clandestinizado, si no

fuera porque ya nadie se cree el cuento de que en este país son los

maleantes a quienes toca vivir en la clandestinidad mientras que los

ciudadanos honestos gozan de la libertad de andar tranquilos por la calle y

por el campo minado y repleto de informantes deseosos de hacerse a una

recompensa sin importar cómo.

Más que una influencia perniciosa de la madre, me parecía que si había

una influencia determinante en el fenómeno del sicariato, ésta provendría

de ese subrogado de lo paterno al que el lenguaje popular denomina el

Patrón y al que también le adjudican uno de los nombres del

estreñimiento y de cierta moneda ya desaparecida: el duro. Siempre las

pulsiones ligadas a la analidad dando testimonio de uno de sus destinos: la

trasgresión de la ley y la retención de las heces.


Pero entonces no podía predecir que ese modelo haría lazo social in

extenso. Primero en privado y después más públicamente, la simpatía por

el Patrón y sobre todo por la forma en que hacía eficientes, eficaces y

efectivos sus métodos “empresariales”, prendió sobre todo en los dos

extremos de los estratos sociales, ambos identificados por su capacidad

para desentenderse de todo apego al pacto social que en la cultura se

llama Constitución y en términos generales Ley.

Ya en “La civilización y sus descontentos” (también traducido como

“Malestar en la Cultura”) Freud había adjudicado buena parte de las

consecuencias de ese malestar, sobre todo la guerra, al relajamiento del

apego a las normas practicado por los sectores más poderosos de la

sociedad.

Podemos entender que el ascenso social de la delincuencia ha corrido

parejo con la amenaza de liquidar toda legislación que ampare los

derechos de vastos sectores de la población, o por lo menos la de

reducirla a lo irrisorio. Que las reformas económicas y políticas han

prestado su servicio para legitimar toda clase de expropiaciones: de


tierras; de derechos adquiridos; de la condición de derechos sociales

propios de la educación, de la salud y de la vivienda; de vidas; etc. Todo

ello no ha ocurrido en abstracto. La ilegalidad ha servido con creces a la

demanda de una correlación de fuerzas favorable para imponer

“legítimamente” esas expropiaciones. Una simpatía extendida a los

métodos del Patrón, hace innecesaria su presencia física; es más, su

propia liquidación es útil porque el simulacro de que es la decencia el

lugar desde el cual se le ha combatido.

REMATE

Y así, la prédica de la necesidad de retornar a los valores tradicionales y la

inculpación a la mujer de ser la causante de la violencia por haber

contribuido a difuminar la imagen del padre, no son vaticinios sino cantos

de sirena que han conducido a muchos a suspender la aventura de la

navegación y a otros a terminar de bruces en los abismos que los

esperaban, abismos de la muerte.


No es que hacia ya vayamos. Ya estamos ahí: los fotones de la luz con que

alumbrábamos el camino, han sido copados por ultramicroscópicas

estructuras que, agrupadas debidamente, nos encandilan hasta la

ceguera. La cotidianidad de la miseria de la supervivencia las contiene.

Hay que recordar hoy más que nunca a Mario y el Mago de Thomas Mann.

Así, muchos proponen la reconstrucción del tejido social como forma de

salir de las crisis sociales que se acumulan. Otros, más escépticos y

pesimistas y en inferioridad de condiciones (argumentar en medio de la

estridencia es estar en minoría absoluta), no tenemos otra alternativa que

aceptar la derrota y pesquisar modelos de dignidad que nos confieran la

paciencia necesaria para esperar días distintos a estos que, al decir de

Humberto Eco, requieren de nosotros toda la antipatía positiva necesaria

para resistir.

A la espera de mejores tiempos ya que estos, también según Eco, “son

oscuros, las costumbres corruptas y hasta el derecho a la crítica, cuando

no lo ahogan las medidas de censura, está expuesto al furor popular”

(Humberto Eco, A paso de cangrejo, Editorial Nomos, S.A., 2007, pág. 15).

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