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Introducción al cristianismo. Apuntes para uso de los alumnos. 2020. M.

Brugarolas

LA REVELACIÓN DE DIOS EN JESUCRISTO Y EL SENTIDO DE LO HUMANO

1. La salvación, don divino y aspiración humana. 2. El envío del Hijo al mundo: máximo don
de Dios a los hombres. 3. La encarnación del Verbo: Jesucristo, perfecto hombre y perfecto
Dios: a) La realidad de Jesús y su documentación histórica; b) La humanidad de Jesús y su vida
terrena; c) La divinidad de Jesús en la Sagrada Escritura. 4. El valor redentor de la vida de
Cristo: a) Necesidad de la salvación; b) Noción de redención; c) La muerte y resurrección de
Cristo y su eficacia salvadora.

Jesús significa en hebreo “Yahveh es salvación”. La palabra griega “Cristo”, significa


“ungido” y es traducción del hebreo “Mesías”. Jesucristo significa: “Jesús es el Cristo”, es decir,
el Mesías prometido en el Antiguo Testamento, y “ungido” con el Espíritu Santo. Confesar
que “Jesús es el Cristo” significa que la persona de Jesús es la salvación para todos los
hombres.

1. La salvación, don divino y aspiración humana


Son inevitables los interrogantes que plantea al hombre su condición terrena y,
más en concreto, la existencia del mal en el mundo y su presencia incluso en la intimidad
del propio corazón.
«Los hombres esperan de las diversas religiones –constata el
Concilio Vaticano II– la respuesta a los enigmas recónditos de la condición
humana, que hoy como ayer conmueven su corazón: ¿Qué es el hombre?
¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y el pecado? ¿Cuál
es el origen y el fin del dolor? (...) ¿Cuál es, finalmente, aquel último e
inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y
hacia el cual nos dirigimos?» (Declaración Nostra aetate, n. 1).
La universalidad de estos interrogantes y su misma profundidad son signos de la
necesidad de salvación que aqueja al hombre y, al mismo tiempo, son muestras de la
centralidad que el Salvador del mundo tiene en la historia humana.
En realidad, «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado» (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 22). El misterio del hombre
incluye no sólo su íntima estructura y su sed de infinito, sino que incluye también el enigma
de la íntima división entre el bien y el mal que el hombre padece en su interior. La
afirmación de que Jesús es el Cristo implica, pues, la consideración de la indigencia y de los
males que aquejan al hombre. Implica también la consideración de los deseos de salvación y,
más en concreto, de los deseos de un salvador, tantas veces expresados por los hombres a lo
largo de la historia.

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Esos deseos de salvación implican la liberación de unos males y la consecución de


unos bienes que están más allá de las simples fuerzas humanas. Es obvio que el hombre no
tiene fuerzas por sí solo ni para vencer al pecado, ni para vencer a la muerte. Necesita
alguien que le libre. De ahí que, apoyados en las promesas divinas de un salvador, desde las
primeras páginas del Génesis encontramos en forma explícita el anhelo y la esperanza del
Salvador.
Estos anhelos son sobrepasados con creces por la iniciativa de Dios Padre que
envía a su Hijo no sólo para salvar al hombre de los males que le aquejan (para liberarlos del
poder del pecado, del demonio y de la muerte), sino que lo envía para salvarnos
haciéndonos hijos suyos en Cristo. Como enseña San Pablo, «al llegar la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, a fin de que recibiésemos
la adopción de hijos. Y puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de
Su Hijo, que clama ¡Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo, sino hijo, y como eres
hijo, también heredero de la gracia de Dios» (Gal 4, 4-7).
La raíz de todos los males que aquejan al ser humano se encuentra en el pecado
original y en sus consecuencias, por el que el hombre dio la espalda a Dios y rompió la
relación originaria con Él. “El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la
confianza hacia su Creador (cf. Gn 3,1-11), y abusando de su libertad desobedeció el
mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5,19). En
adelante todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad”
(CCE, n. 397).
En la descripción de ese “pecado original” y de sus consecuencias, el autor sagrado
de Génesis se sirve de un lenguaje simbólico. Este pecado, dice Juan Pablo II, “constituye el
principio y la raíz de todos los demás. (…) La desobediencia significa, precisamente, pasar
aquel límite que permanece insuperable para la voluntad y la libertad del hombre como ser
creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el mundo
creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede
“conocer el bien y el mal” como si fuera Dios” (Juan Pablo II, Encíclica Dominum et
Vivificantem, nn. 33-36).
Los efectos del pecado original pueden resumirse en la ruptura de la armonía que
Dios había establecido. Se rompe la amistad con Dios, y el hombre rehúye su presencia. Se
rompe también la armonía entre el hombre y la mujer: él echa la culpa a ella, y ella a la
serpiente. Sobre todo, “la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de
desobediencia (cf. Gn 2,17) se realizará: el hombre ‘volverá al polvo del que fue tomado’ (cf.
Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cf. Rm 5,12)” (CCE, n.
400). En efecto, la muerte es la señal más radical de que el pecado aleja de Dios, fuente de la
vida. Dios quiere la vida y no la muerte. Dios no desea el sufrimiento del hombre, sino su
felicidad en la comunión con Él. Pero “por medio de un solo hombre entró el pecado en el
mundo, y a través del pecado la muerte” (Rm 5,12): la presencia del mal no tiene su origen en
Dios, sino en el pecado del hombre.
Todos los hombres hemos pecado en Adán. Ese pecado se transmite a todos los
hombres, porque todos descendemos de Adán y Eva. El pecado original consiste en un

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estado de caída universal de la humanidad que afecta a todos. “Sabemos por la Revelación
que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la
naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero
este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (cf. Conc. de
Trento, De peccato originali). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la
humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y
de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado ‘pecado’ de manera análoga: es
un pecado ‘contraído’, ‘no cometido’, un estado y no un acto” (CCE, n. 404).
La universalidad del pecado se entiende a la luz de la universalidad de la salvación
en Jesucristo, que ha traído la salvación a todos. La situación incurable de la humanidad se
abre a la esperanza de que en Jesucristo se da la salvación. La fe católica enseña que el
pecado original es perdonado realmente en el sacramento del Bautismo en virtud de los
méritos de Jesucristo.

2. El envío del Hijo al mundo: máximo don de Dios a los hombres


En el Credo, profesamos nuestra fe en el Hijo de Dios, que «por nosotros los
hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de
María Virgen, y se hizo hombre» (Concilio I de Constantinopla, Símbolo, DS 150). En la
Sagrada Escritura, encontramos muchas veces esta misma verdad. Jesucristo afirmó de Sí
mismo que «el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10;
cf. Mt 18,11); y, en el Evangelio de San Juan, leemos que «Dios no ha enviado a su Hijo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El» (Jn 3,17). San Pablo escribió a
Timoteo: «Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores» (1 Tm 1,15). Muchos otros textos
enseñan que la finalidad de la encarnación es como un devolver a los hombres la filiación
divina, destruir la obra del Maligno, etc. (cf. Ga 4,4-5; 1 Jn 3,5.8-9).
Que la finalidad de la encarnación sea la salvación de la humanidad, no significa
que, en los planes divinos, Jesucristo esté subordinado a los hombres, en el sentido de que
Dios Padre quisiera a Jesús como medio para la salvación del género humano, y no lo amase
en Sí mismo y por Él mismo. Más bien Jesús es, en Sí mismo, la salvación del hombre, no un
medio para alcanzarla. En efecto, es en Cristo como la humanidad se salva; cada hombre
alcanza personalmente esa salvación en la medida en que se une a Cristo.
«En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió al mundo a su
Hijo único para que vivamos por medio de Él» (1 Jn 4,9; cf. Jn 3,16-17). Es el máximo don que
Dios ha podido hacer a los hombres, pues este don comporta sobre todo la donación de Dios
mismo al hombre. La encarnación es obra del Amor de Dios hacia los hombres y, antes que
nada, amor a Cristo.
El amor es la razón última de toda obra de Dios, también y principalmente, de la
encarnación, máxima comunicación de Dios a una naturaleza creada, la de Cristo, y a través
de ella, a la humanidad. Se cumple también aquí el conocido adagio: el bien es difusivo de sí
mismo.

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Toda obra de Dios no es otra cosa que una comunicación de su bondad y de sus
perfecciones. Pueden señalarse tres estadios distintos de esta comunicación de Dios:
a) la creación, por la que Dios comunica el ser a las criaturas: Dios es la causa y el fin de
todo ser creado, de suerte que la creación es reflejo de la bondad y perfecciones divinas;
b) la gracia, por medio de la cual Dios se comunica en forma nueva y más estrecha, pues el
hombre es hecho, en Cristo, nueva criatura e hijo de Dios;
c) finalmente, la encarnación, por medio de la cual el Verbo se comunica sustancialmente
a la naturaleza humana de Jesucristo, uniéndola a Sí en unidad de persona.
Cristo es don de Dios a la humanidad, también porque Él es la salvación: «En Él, la
naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada, también en nosotros a dignidad
sin igual» (San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, n. 8). Jesucristo es el máximo don de
Dios a los hombres, porque en Él se realiza el máximo acercamiento de Dios a ellos: en el
rostro de Cristo se revela el rostro de Dios.
Todo esto implica la “gratuidad de la encarnación” (no es don aquello que se da por
necesidad de la naturaleza, o lo que se da por obligación de justicia) y la soberana libertad
divina para encarnarse. La encarnación es fruto de una decisión libre de Dios: es una
decisión absolutamente gratuita. Incluso, aunque se presuponga el designio divino de salvar
al género humano, esta salvación podría haberse conseguido de muchas otras formas.
La encarnación, como la creación, es una obra libre de Dios. No se puede hablar de
una necesidad de la encarnación, pues si fuera necesaria se estaría restringiendo la libertad
de Dios en su actuar y se estaría olvidando que siempre que la Sagrada Escritura se refiere a
la encarnación habla de ella como fruto de la misericordia de Dios (cf. p.e., Jn 3,16; Rm 5,8; Ef
2,4; etc.), y nunca como si fuera el resultado de una necesidad existente en Dios.
La encarnación tampoco era necesaria, para la salvación del hombre. Dios podía
haber salvado al hombre de muchas otras maneras, sin necesidad de la encarnación (cf.
Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentes IV, 55); por ejemplo, perdonando sin más la
ofensa cometida por el hombre.
Sin embargo, Aunque la encarnación no era necesaria para la salvación del
hombre, fue el modo más conveniente para realizarla, tanto si la consideramos desde el
punto de vista de Dios, como desde el punto de vista de la naturaleza y necesidades del
hombre. Por parte de Dios, era el modo más conveniente, porque la encarnación no sólo
manifiesta el infinito amor de Dios a los hombres, sino también su infinito poder y su
infinita capacidad de comunicación. Además, el Verbo se hace hombre para salvar a la
humanidad mediante la redención. En este modo de salvar al hombre se manifiestan unidas
la justicia, la misericordia y la sabiduría divinas:
a) La justicia, por haber querido salvar al hombre mediante la expiación de los pecados;
b) la misericordia, por ser el mismo Dios quien se hace hombre para expiar los pecados del
género humano en cuanto cabeza de la humanidad;

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c) la sabiduría, por haber elegido este camino que es tan coherente con la bondad divina y
con la dignidad del hombre, pues, en Cristo, se ofrece a la humanidad la posibilidad de
que ella misma expíe su pecado.
Se trata, finalmente, de un camino acomodado al ser del hombre, pues como la
amistad consiste en cierta igualdad, parece que no pueden unirse amistosamente las cosas
que son muy desiguales. Por consiguiente, para que hubiese una amistad más familiar entre
Dios y el hombre, era conveniente que Dios se hiciera hombre, y así, conociendo a Dios
visiblemente, nos sintiéramos arrebatados al amor de lo invisible (Santo Tomás de Aquino,
Summa contra Gentes IV, 54).

3. La encarnación del Verbo: Jesucristo, perfecto hombre y perfecto Dios


La fe cristiana afirma que Jesús es Dios y es hombre. Pero esto hay que entenderlo
bien. Jesús no es un Dios que elige ser hombre a costa de dejar de ser Dios (como Orfeo que
desciende a los infiernos por amor a Eurídice; o como el príncipe que elige dejar de serlo por
amor a una “plebeya”). No es tampoco un héroe humano (como Hércules u otros personajes
grandiosos a los que la mitología concedió ser contados entre los dioses por sus hazañas).
Jesús es el Hijo eterno del Padre que sin dejar de ser Dios es, a la vez, hombre; y es el hombre
que antes de ser hombre ya era Dios. Jesucristo, Dios y hombre, significa que Dios, en cierto
modo, se hace historia humana, y que la historia del hombre se abre a unas dimensiones
insospechadas. A la vez, desde el punto de vista de Dios, significa que su compromiso con lo
creado no es meramente el de un autor con su obra, sino que se implica personalmente en
ella buscando su bien.
La fe cristiana ha expresado esta verdad con diversos lenguajes. Así, se habla del
maravilloso intercambio (“admirable comercio”) que se da entre Dios y los hombres: “¡Oh,
admirable intercambio! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de la
Virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad” (Liturgia de las
Horas, Antífona de la octava de Navidad). San Ireneo afirma que el Hijo de Dios se hizo hijo
del hombre para que los hombres pudiéramos ser hijos de Dios. San Agustín enseña que el
Hijo de Dios, que era inmortal, se hizo mortal para que nosotros que éramos mortales
pudiéramos ser inmortales.
“Oh, Dios, que tan admirablemente creaste la naturaleza humana, y
que más admirablemente aún la reformaste, te pedimos que nos hagas
partícipes de la divinidad de aquel que se dignó hacerse partícipe de nuestra
humanidad” (Oración Colecta del día de Navidad).
Aquí se afirma que es verdad que la obra de la creación del ser humano a imagen y
semejanza de Dios fue algo admirable, pero aún más admirable es la obra de Dios al “re-
formar” su obra. Aquí “re-formar” debe entenderse en su sentido etimológico: volver a
formar. En efecto, gracias a la Encarnación, el hombre es constituido “partícipe de la
divinidad”. La creación, tan bella y grandiosa como es, no se consuma hasta la encarnación
del Verbo. Ésta es la plenitud de los tiempos: el momento en que el Hijo de Dios ha llenado

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el tiempo con su presencia personal haciéndose hombre para redimir al hombre con su
muerte de cruz y su resurrección y así elevarlo a la dignidad de hijo de Dios.

a) La realidad de Jesús y su documentación histórica


La confesión de fe –«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16)–, al mismo
tiempo que norma de todo el quehacer teológico, remite a la historia de Jesús de Nazaret
como parte integrante de esa misma fe. No sólo creemos que Jesucristo es Dios; también
creemos que Él nació y que padeció bajo el poder de Poncio Pilato. Nótese bien: pertenecen
a la fe no sólo verdades eternas, sino también acontecimientos históricos.
El cristianismo no es en primer lugar un sistema de pensamiento o un programa
ético, aunque supone profesar unas ideas y vivir según una “nueva vida”. La fe cristiana es
ante todo reconocer que Dios en la Persona de Jesucristo ha intervenido en la historia de la
humanidad en un lugar concreto, Palestina, en un tiempo concreto, el siglo I de nuestra era,
para salvar a un mundo que por sí mismo no se podía salvar. En la fe cristiana se unen, por
tanto, dos planos: el divino y el humano, lo increado y lo creado, la eternidad y el tiempo.
Para entender esta intervención de Dios se requiere y se unen, por tanto, la fe y la historia.
La investigación histórica sobre Jesús de Nazaret es una exigencia de la fe cristiana.
Así lo pone de relieve el Nuevo Testamento, escrito para suscitar la fe (cf. Jn 20,21), y
concebido como narración de lo acontecido y enseñado por Jesús de Nazaret (cf. p.e., Lc
1,1ss.; 1 Co 15,1-8). Los apóstoles, antes que portadores de una determinada y sublime
doctrina, se presentan como testigos de la muerte y resurrección del Señor (cf. p.e., Hch
2,32ss). En todos los Símbolos de la fe se presenta la vida de Jesús, su nacimiento y su muerte
y su resurrección como objeto de fe.
Los hechos históricos de la vida del Señor están testimoniados, pues, en medio de
claras confesiones de fe. Y es que el Nuevo Testamento no tiene como finalidad una aséptica
información historiográfica de lo acontecido en Jesús de Nazaret. Ni siquiera desea hacer
una biografía de Jesús en el sentido en que en nuestro siglo se entiende la biografía como
género literario. El Nuevo Testamento, y con él toda la Tradición de la Iglesia, pretende, ante
todo, transmitir el testimonio de la fe eclesial sobre Jesús y presentarlo en su pleno
significado de Cristo (Mesías) y Kyrios (Señor). Este hecho garantiza, por contragolpe, la
veracidad de cuanto en él se narra en torno a la vida de Jesús. En efecto, la afirmación de que
Jesús es el Cristo y Señor implica, entre otras cosas, el respeto sagrado con que el testigo
testifica aquello que sus ojos vieron y sus manos tocaron del Verbo de la vida (cf. 1 Jn 1,1-4).
Por ello, la profesión de fe Jesús es el Cristo remite al creyente y a la Cristología a una historia
totalmente concreta, pero, a su vez, de significado universal. Remite también al destino
único de un hombre a quien se considera perfecto hombre, y, sin embargo, no un mero
hombre, pues, a la vez, es Dios.
Jesucristo en cuanto hombre tiene una dimensión histórica accesible según los
métodos histórico-críticos. Se trata de una accesibilidad homóloga a la de los personajes de
su época.

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Jesucristo en cuanto Dios, como es obvio, posee una trascendencia que sobrepasa
los métodos de investigación histórica, así como los de cualquier otra ciencia del hombre. Ni
siquiera el contacto físico de sus contemporáneos –oír sus palabras o presenciar sus
milagros– bastaban para penetrar en el misterio interior del Hombre-Dios sin un don
recibido de lo alto, y la aceptación personal de ese don: la fe.
Por ello el teólogo, que tanto debe apreciar la investigación histórica sobre Jesús,
debe tener siempre presente que, por sí sola, esta investigación histórica no basta para llegar
al conocimiento del misterio de Cristo, ni siquiera al conocimiento verdadero de Jesús, pues
un conocimiento verdadero de la humanidad de Jesús implica la confesión de que Él es Hijo
de Dios.
Por sí sola, la investigación histórica sobre Jesús no basta para llegar en plenitud al
conocimiento del misterio de Cristo, pues un conocimiento verdadero de Jesús implica la
confesión de que Él es el Hijo de Dios.
Que Cristo existió realmente pertenece a la doctrina de la fe, como también
pertenece a la fe que Cristo murió realmente por nosotros y que resucitó al tercer día. La fe en
Cristo no es la creencia en un ser atemporal del que hayamos tenido noticia por una
experiencia mística, ni, menos aún, es la creencia en un mito o en un símbolo de la unión de
la humanidad con Dios. Es fe en un hombre singular y concreto, que dijo de sí mismo: «Yo
soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). La existencia de Jesús es también un hecho
probado por la ciencia histórica, sobre todo, mediante el análisis del Nuevo Testamento
cuyo valor histórico está fuera de duda.
Los evangelistas, no intentan hacer una biografía de Jesús, pero sí quieren narrar lo
que “aconteció en Jesús de Nazaret” con rigurosa fidelidad a estos hechos, tanto más cuanto
que están persuadidos de la normatividad de sus palabras y de su vida, dada la autoridad
divina de la que está revestido. Así lo ponen de manifiesto repetidamente (cf. p.e., Lc 1,1-4; Jn
20,30-31).
Hay que tener presente que los evangelios, si bien no están concebidos en el género
literario de biografía, tal como se entiende hoy este género literario, sí están escritos como
testimonios de verdaderos testigos (cf. p.e., Jn 21,24). A los testimonios sobre “lo acontecido
en Jesús de Nazaret” contenidos en los evangelios, hay que añadir la riqueza incomparable
de datos y testimonios contenidos en las Cartas y en los Hechos de los Apóstoles. Junto a los
Sermones de Pedro en Hechos, en los que narra la muerte de Cristo y testimonia su
resurrección, es necesario colocar los detalles que San Pablo da de la vida de Jesús, a quien
propone como modelo de las virtudes.

b) La humanidad de Jesús y su vida terrena


Jesús se manifestó a sus contemporáneos como verdadero hombre, un hombre
igual a nosotros. San Mateo y San Lucas extienden el comienzo de sus evangelios a la
infancia misma de Jesús, entendiendo que su concepción, niñez y adolescencia pertenecen
también a este evangelio, es decir, son en sí mismos sucesos salvíficos. No es, pues, mero

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interés anecdótico lo que mueve a Mateo y Lucas a escribir el evangelio de la infancia; relatan
esos acontecimientos, porque son también “buena nueva”, porque están cargados de
realidad salvífica. Estos hechos de la infancia de Jesús son los primeros acontecimientos que
resultan de la misión del Hijo por parte del Padre, pues, «al llegar la plenitud de los tiempos,
envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo
la Ley, para que recibiésemos la adopción» (Ga 4,4-5). La concepción de Jesús es el comienzo
de la misión visible del Hijo.
La Sagrada Escritura habla de la concepción virginal de Cristo, antes que nada
como privilegio de Cristo mismo; como algo muy coherente con su filiación al Padre. «Por
esto –dice el ángel a Santa María–, el que nacerá de ti será santo, será llamado Hijo de Dios»
(Lc 1,35). La virginidad es también privilegio de Santa María. Pero hay que añadir
inmediatamente que el modo milagroso de la concepción de la humanidad de Cristo no
resta nada a la verdad de su naturaleza humana. Como escribe San León Magno en su Carta
Dogmática del año 449, «no debe entenderse aquella generación admirable y
admirablemente singular como si por la novedad de la creación se hubiese quitado la
propiedad de la naturaleza» (San León Magno, Tomus ad Flavianum, DS 290-295. Se trata de
una carta de gran importancia que fue leída públicamente en el Concilio de Calcedonia [a.
451]).
Al afirmar que Jesucristo tiene una verdadera naturaleza humana, como la nuestra,
afirmamos la verdad de la encarnación. La Iglesia siempre ha profesado, desde los Símbolos
más antiguos hasta nuestros días, que el Hijo de Dios «asumió la naturaleza humana
completa, como la nuestra, mísera y pobre, pero sin pecado» (cf. Concilio Vaticano II, Decr.
Ad gentes, n. 3; Const. Gaudium et spes, n. 22; San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, n.
8). Esta verdad está claramente revelada en el Nuevo Testamento, donde encontramos los
relatos de la concepción de Jesús en el seno de una mujer, de su nacimiento y desarrollo, de
su vida de hombre adulto, de su predicación y de su muerte. Él posee un cuerpo tangible,
que se cansa y que duerme, que predica y que anda. Él posee un alma que se alegra y que
siente tristeza; que es capaz de amistad y de indignación.
Naciendo de Santa María, Jesús es verdaderamente uno de nosotros, no sólo por
tener una humanidad como la nuestra, sino también porque pertenece a nuestra familia
humana, a la descendencia de Adán, a través de Abrahán, Isaac y Jacob y, con el correr de las
generaciones, también «del linaje de David según la carne» (Rm 1,3; cf. Lc 1,27).
La fe cristiana no sólo confiesa que «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), sino que es
descendiente de David (cf. Lc 1,32; Hch 2,29), y nuevo Adán (cf. Rm 5). Es decir, la doctrina de
la fe enseña no sólo que Jesucristo es perfecto hombre, sino además que es hombre de
nuestra raza, descendiente de Adán, que se ha insertado plenamente en nuestra historia, de
tal forma que ha tomado sobre sí, en cuanto nuevo Adán, a la humanidad entera.
Como dice el Concilio Vaticano II, «en realidad, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del
que había de venir (cf. Rm 5,14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (...) El Hijo de Dios con su

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encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre» (Concilio Vaticano II, Const.
Gaudium et spes, n. 22).

c) La divinidad de Jesús en la Sagrada Escritura


Estudiamos a continuación el testimonio de la Escritura sobre la divinidad del
Señor. La Iglesia, desde los primeros tiempos, confesó con claridad no sólo la humanidad del
Señor, sino también su perfecta divinidad. Esta fe es testimoniada con fuerza normativa en
el Nuevo Testamento. Jesús aparece ya en él, mostrando su conciencia de que es el Hijo del
Padre y, en consecuencia, Dios de Dios. Esta divinidad aparece también expresada con
fuerza en los escritos paulinos y en los escritos joánicos, de forma que puede decirse con
toda justicia que la afirmación de la divinidad de Jesús es tema fundamental de todo el
Nuevo Testamento.
Jesús manifestó su divinidad de forma gradual y progresiva, mediante una
pedagogía admirable, adecuada al fuerte sentido monoteísta del pueblo de Israel, al que le
habría sido muy difícil aceptar la divinidad de Cristo, si no hubiera sido preparado
lentamente para la revelación del misterio supremo de la Santísima Trinidad, presupuesto
necesario para entender el misterio de la encarnación del Hijo de Dios.
Uno de los testimonios más impresionantes sobre la divinidad de Jesús es la forma
en que los Sinópticos describen el modo en que Jesús llama Padre, Abbá, a Dios. Se trata de
textos en los que el mismo Cristo se dirige a Dios –en su oración– como «Padre» o «Padre
mío» (cf. Mt 6,9; 11,25-26; 26,39.42; Mc 14,36; Lc 11,2; 22,42; 23,34.46). El análisis de este
proceder de Jesús, absolutamente insólito en las oraciones de los judíos, nos muestra que Él
no es un hombre que ha recibido posteriormente su elección de hijo, sino que todo su ser
concreto –su existir– está ligado indisolublemente a su relación con el Padre. Él tiene con el
Padre esa relación de familiaridad, inconcebible en los demás. Por tanto, se debe decir que el
abbá revela que la familiaridad de Jesús con Dios es tal, que excluye la distancia entre la
criatura y el Creador: sólo un Hijo-Dios puede dirigirse así a un Dios-Padre.
He aquí otro texto del Evangelio de San Mateo: «Todo me ha sido entregado por mi
Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie, sino el Hijo y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Jesús manifiesta tener una relación singular y
propia –exclusiva– con el Padre. Es de señalar la simetría del texto, expresión clarísima de la
igualdad entre Padre e Hijo en la divinidad, es decir, de la identidad de la naturaleza divina
del Padre y del Hijo. El mismo Cristo subraya el carácter de misterio divino que tiene su
relación con el Padre. Finalmente, se puede señalar que este mutuo conocerse entre el Padre
y el Hijo no sólo se refiere al conocimiento intelectual, sino que significa una relación de
mutua pertenencia, de conocimiento y amor al mismo tiempo (cf. M. Meinertz, Teología del
Nuevo Testamento, Madrid 1966, 208-210).
Entre los testimonios recogidos en los Sinópticos sobre la divinidad de Jesús se ha
de destacar el hecho de que Jesús se asigna a sí mismo atributos y poderes divinos: él dice de
sí mismo que es mayor que Salomón (Mt 12,42), mayor que el Templo (Mt 12,6) o señor del
Sábado (Mt 12,1-3). Con todo ello expresa que su poder y su autoridad están por encima de

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las posibilidades humanas y revela su condición divina. Además, Jesús se atribuye una
potestad legislativa superior a Moisés y los profetas (Mt 5,22ss.). Con esta forma de hablar,
Jesús expresa que su autoridad está por encima de la de Moisés y la de los profetas: El tiene
autoridad divina. Ningún hombre puede hablar con esa autoridad. El es el supremo
legislador como se ve en todo el sermón del monte. Asimismo, Jesús tiene poder para
perdonar los pecados y en ningún momento dice que este poder sea delegado. «Pues para
que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar los pecados, dijo al paralítico:
levántate toma tu camilla» (Mt 9,6). Jesús, al curar al paralítico con sólo su palabra, les hace
ver a los judíos que tiene la potestad para curar los efectos del pecado y el pecado mismo.
Jesús exige también para sí mismo el mayor amor del mundo; se constituye en centro del
corazón del hombre, en una forma que solo Dios puede hacer: «Quien ama a su padre o a su
madre más que a mí, no es digno de mí...» (Mt 10,37). Por último, Jesús es el único que
conoce al Padre: «y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y
aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt 11,25-30). Es una plegaria de acción de gracias de
Jesús en la que revela la identidad de conocimiento del Padre y del Hijo. Esta identidad de
conocimiento implica la unidad de naturaleza, es decir, Jesús es Dios como el Padre: a) el
conocimiento del Hijo es tan misterioso como el conocimiento del Padre; b) el conocimiento
del Padre está reservado al Hijo: sólo Él penetra en la interioridad del Padre; c) el
conocimiento del Padre y del Hijo necesita ser revelado porque trasciende todo
conocimiento.
En las cartas de San Pablo, encontramos muchos testimonios de la divinidad de
Jesús. Un buen ejemplo –y fácil de recordar– es el célebre himno de la carta a los Filipenses
(Flp 2,5-11). Este himno cristológico constituye un resumen de todo el misterio de Cristo:
desde la preexistencia eterna del Verbo –siendo en forma de Dios– antes de la encarnación,
hasta su glorificación en cuanto hombre, ensalzado a la gloria del Padre y constituido Señor
Universal (el nombre que está sobre todo nombre es Kyrios, es decir, Señor); gloria a la que
llegó a través de la kénosis o voluntario anonadamiento de sí mismo. Trataremos más
adelante del sentido de esta kénosis. La realidad de que Cristo es Dios y hombre está
subrayada por las expresiones «siendo en forma de Dios» y «forma de siervo».
La preexistencia de Cristo, en su divinidad, es fuertemente afirmada por San Pablo
en la epístola a los Colosenses (Col 1,1-17). Cristo no sólo existe antes que toda criatura como
«imagen de Dios», o sea como Verbo de Dios, sino que es engendrado por el Padre y ejercita
respecto a la creación entera una obra que es exclusiva de Dios: crear y conservar en el ser
todas las cosas.
Todo el Evangelio de San Juan tiene como finalidad mostrar la divinidad de Cristo
(cf. Jn 20,31). En el Prólogo (Jn 1,1-18), el evangelista expone los trazos fundamentales del
misterio de Cristo, que después son desarrollados a lo largo del cuarto Evangelio, tanto en las
obras y en las palabras del mismo Jesús, como en las palabras del evangelista.
El Prólogo comienza con la revelación de la preexistencia eterna de Cristo en
cuanto Verbo de Dios: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo
era Dios» (Jn 1,1). Este Verbo o Palabra de Dios también es, por tanto, Dios. El término griego
Logos, pudo haber sido tomado por San Juan o bien de la cultura griega, o bien del judaísmo,

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Introducción al cristianismo. Apuntes para uso de los alumnos. 2020. M. Brugarolas

al que no era extraña la expresión Palabra de Dios (Dabar Yahvé). De todos modos, es
indudable que nos encontramos ante la revelación de las personas del Padre y del Hijo. En
efecto, un poco más adelante se llamará al Verbo, «Unigénito del Padre» (Jn 1,14). Este Verbo
de Dios se hizo hombre: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14); Él es
Aquel que ha sido «contemplado» (Jn 1,14) por los discípulos de Jesús; es Aquel del cual dio
testimonio Juan Bautista (cf. Jn 1,15).
Jesús mismo se atribuirá la preexistencia eterna: «antes de que Abrahán existiese,
Yo soy» (Jn 8,58; cf. Jn 17,5.24). La expresión Yo soy, usada con frecuencia por Jesús, tenía
para los judíos un sentido muy fuerte, pues era el nombre de Dios revelado a Moisés; nombre
que los judíos evitaban pronunciar por respeto: «con esa expresión Jesús indica ser el
verdadero Dios» (San Juan Pablo II, Discurso 26-VIII-1987, n. 7).
«Unigénito del Padre» (Jn 1,14) es un título que San Juan atribuye muchas veces a
Jesús, y que también Jesús se atribuye a sí mismo, como equivalente a las expresiones «el
Hijo», «el Hijo de Dios» o «Hijo del Padre». Si bien algunas veces, en el cuarto Evangelio,
«Hijo de Dios» se usa en sentido amplio (como son hijos de Dios los ángeles y los justos), en
muchas otras ocasiones significa, sin duda, la divinidad de Cristo. Especialmente explícitas
son las palabras de Jesús recogidas por San Juan en el capítulo 10 de su Evangelio: «El Padre y
yo somos una sola cosa (...); el Padre está en Mí y Yo en el Padre» (Jn 10,30.38). Cristo, por
tanto, no se limita a llamar Padre a Dios, sino que afirma “ser una sola cosa con Dios Padre”;
es decir, que su ser Hijo de Dios es ser Dios.

4. El valor redentor de la vida de Cristo


a) Necesidad de la salvación
En una primera aproximación al significado de la palabra salvación, hay que
señalar que este término indica la liberación de un mal, bien sea físico o bien sea moral: uno
se salva de un peligro, de una grave enfermedad, de la esclavitud, etc. Siendo esto así, la
salvación tendrá por objeto tantos aspectos y niveles como los aspectos y niveles de los
males que aquejan o pueden aquejar al hombre.
El concepto salvación está relacionado, además, con otros dos conceptos afines:
salud –de hecho en latín se utiliza la misma palabra salus para designar salvación y salud–, y
liberación.
En la sinagoga de Nazaret, nuestro Señor se aplica a sí mismo unas palabras del
profeta Isaías en las que se ve la relación entre salvación, salud y liberación: «El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar la
libertad a los cautivos, la recuperación de la vista a los ciegos; para poner en libertad a los
oprimidos» (Lc 4, 18-19).
El Señor sitúa estas palabras en un ámbito universal, que trasciende lo meramente
temporal. La salvación que Él trae a los hombres es una salvación total, que les afecta en las
mismas raíces de su existencia y, por ello, se extiende a todas las dimensiones de su ser. Se le
debe poner el nombre de Jesús –Salvador–, como indica el ángel a José, porque «salvará a su

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Introducción al cristianismo. Apuntes para uso de los alumnos. 2020. M. Brugarolas

pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). La palabra salvación recibe en el Nuevo Testamento un
sentido decididamente religioso. Comprende, por una parte, la liberación del pecado; y por
otra –como la otra cara de la misma moneda– las bendiciones de Dios en las que se incluye,
en su consumación escatológica, la liberación de todas las esclavitudes.
En su aspecto de liberación, la salvación comporta la libertad del hombre de la
esclavitud del pecado, del demonio y de la muerte, o lo que es lo mismo la victoria de Cristo
sobre el pecado, el demonio y la muerte.
La salvación operada por Cristo, en su dimensión dinámica, puede describirse
como el paso de la muerte a la vida; del estado de pecado y sus consecuencias al estado de
gracia y, en su consumación, al estado de gloria. Se trata pues de un tránsito, de una
transformación, que tiene un punto de partida –la situación de la que somos liberados–, y un
punto de llegada: la vida nueva a la que el hombre es engendrado como «nueva criatura en
Cristo» (cf. 2 Co 3, 17). Por otra parte, la salvación –en cuanto liberación del pecado–
comporta inseparablemente la reconciliación del hombre con Dios.
Cristo no sólo es el salvador; Él es también la salvación. Él «es el camino la verdad y
la vida» (cf. Jn 14, 6), y el hombre encuentra su vida manteniendo con Él una unión análoga a
la que se da entre el sarmiento y la vid (cf. Jn 15, 1-8). Aunque ya se ha estudiado conviene
recordar al tratar de la naturaleza de la redención que Cristo es el único mediador (cf. 1 Tm 2,
5-6), y en su acción mediadora están implicadas su humanidad y su divinidad:
«La redención es un proceso que implica tanto a la divinidad como
a la humanidad de Cristo. Si él no fuera divino, no podría pronunciar el juicio
eficaz perdonador de Dios ni podría hacer participar en la vida trinitaria
íntima de Dios. Pero si no fuera hombre, Jesucristo no podría hacer la
reparación en nombre de la humanidad por las ofensas cometidas por Adán
y por la posteridad de Adán. Sólo porque tiene ambas naturalezas ha podido
ser la cabeza representativa que ofrece satisfacción por todos los pecadores y
que les otorga la gracia» (Comisión Teológica Internacional, Cuestiones
selectas sobre Dios Redentor, IV, 2, Madrid 1998, 537).
Es en esta mediación, es decir, en el hecho de que Cristo une la naturaleza divina y
con la humana, donde encuentran su más pleno sentido las afirmaciones por nosotros, en
nuestro favor, que son tan frecuentes en la doctrina cristiana.
En el ejercicio de la mediación de Cristo, se da un doble movimiento, uno
descendente y otro ascendente. El descendente es el primero tanto lógica, como
temporalmente. Cristo es enviado por el Padre (cf. Jn 3, 16). Él es el cordero de Dios que quita
el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29), es decir, el cordero que Dios ofrece al hombre para su
salvación, como antaño ofreció a Abrahán el cordero que habría de ofrecerse en el sacrificio
en vez de Isaac (cf. Gn 22, 13) y que evoca al cordero pascual (cf. Ex 12, 6-7). Se designa como
ascendente el aspecto de la mediación que corresponde a lo que Cristo, el nuevo Adán,
ofrece a Dios por nosotros, es decir, en favor nuestro y en nuestro lugar. Nos referimos al
sacrificio de su vida, a la expiación y que Él ofrece por los pecados, borrando nuestra
desobediencia con su obediencia (cf. Rm 5, 12-19).

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Introducción al cristianismo. Apuntes para uso de los alumnos. 2020. M. Brugarolas

El movimiento ascendente de la obra salvadora de Cristo es también de una gran


importancia, pero no debe dejar en segundo plano a la mediación descendente. Se destacan
entre otras estas dos razones: Cristo es el cordero ofrecido por Dios para la salvación del
hombre; y la expiación es importante en la obra de nuestra salvación como punto de partida
para la eliminación del pecado, pero la salvación encuentra su término precisamente en la
reconciliación y unión con Dios, esto es, en la divinización del hombre, que tiene lugar por
su inserción en Cristo, es decir, por ser constituido hijo en el Hijo por el Espíritu Santo.
Para la doctrina cristiana esta mediación es única, pues es consecuencia de la
íntima naturaleza del mediador. No hay más que un mediador entre Dios y los hombres, el
hombre Cristo Jesús (cf. 1 Tm 2, 5). En efecto, Él y sólo Él es Dios y hombre al mismo tiempo.
Por esta razón Él y sólo Él puede actuar no sólo en nuestro favor sino también en lugar
nuestro; en Él y sólo en Él se encuentra la salvación, es decir, en Él y sólo en Él puede tener
lugar la divinización del hombre: Él y sólo Él es, en toda la radicalidad de la expresión,
«camino, verdad y vida» (cf. Jn 14, 6).

b) Noción de redención
Etimológicamente, el término redención comporta la idea adquirir algo pagando
un precio (cf., por ejemplo, 1 P 1, 18), la de ofrecer una reparación proporcionada a la
gravedad de la ofensa y, en consecuencia, comporta una satisfacción. Se trata de una
satisfacción que Cristo realiza en lugar nuestro, en cuanto que está unido a nosotros como la
cabeza con el cuerpo; por eso se le llama satisfacción vicaria. La afirmación “en nuestro
lugar”, en vez de sustitución implica solidaridad y capitalidad. Cristo padece en nuestro
lugar en la medida y en el modo en que puede hacerlo quien es nuestra cabeza.
Con frecuencia se utiliza el término de redención para designar con él toda la obra
de nuestra salvación. Se trata, entonces, de una realidad que entraña en sí misma una
innumerable variedad de facetas:
• Si el pecado es una caída, la redención será un levantamiento del caído;
• si el pecado es una enfermedad, la redención será una curación;
• si el pecado es una deuda, la redención será un pago, una compra, un rescate;
• si el pecado es una falta, la redención será una expiación;
• si el pecado es una esclavitud, la redención será una liberación;
• si el pecado es una ofensa a Dios, la redención será una satisfacción, una
propiciación, una reconciliación.
Muchas otras veces el término redención está únicamente referido a la expiación
que Cristo ofrece por nosotros. En esta perspectiva, el concepto de redención suele estar
acompañado por otros conceptos análogos: expiación, reparación, satisfacción, sacrificio.
Todos están directamente relacionados al pecado como ofensa a Dios.

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Introducción al cristianismo. Apuntes para uso de los alumnos. 2020. M. Brugarolas

El concepto de expiación mira principalmente a lo que el pecado conlleva de pena


que debe ser pagada y al sacrificio como medio supremo de expiación. Los conceptos de
satisfacción y de reparación miran más al Dios ofendido, a quien se debe desagraviar. Se
trata, como es obvio de una satisfacción vicaria.
El concepto satisfacción forma parte del concepto redención. La satisfacción, a su
vez, está directamente relacionada con otro concepto: el de justicia. Ahora bien, al hablar de
la justicia de Dios, han de evitarse los riesgos de un inoportuno antropomorfismo que
concibiese la justicia divina en forma unívoca con la justicia humana o, peor aún, que
confundiese la justicia con el legalismo jurídico. No debe olvidarse que la justicia existe en
Dios en forma eminente y que la justicia divina revelada en la cruz de Cristo, es a medida de
Dios, porque nace del amor y se completa en el amor, generando frutos de salvación.
Las diversas facetas en que se descompone —como los colores de la luz en el
arcoíris— el inefable misterio de la redención, quizás encuentren su más perfecta
perspectiva en la consideración de Cristo como nuevo Adán. Durante su vida terrena, Jesús
muestra su amor al Padre santificando todas las circunstancias que rodean su caminar
terreno. Hombre verdadero, amando al Padre con caridad infinita, Cabeza del género
humano, sintiendo como propios todos los pecados de sus hermanos los hombres, arde en
deseos de reparar con su amor lo que el desamor de sus hermanos ha negado a Dios. El amor
y la adoración de Cristo al Padre son ya en sí mismos satisfacción, reparación y sacrificio.
Padecerá hasta el extremo la persecución propter justitiam; y en su fidelidad de testigo del
Padre consumará su vida en sacrificio. De esta forma, es la humanidad a través de su Cabeza
la que ofrece al Padre un amor infinito, capaz de expiar el pecado. Y es esta misma Cabeza
nuestra —Hijo natural del Padre— quien, al expiar nuestros pecados, nos reconcilia con
Dios uniéndonos consigo y haciéndonos hijos adoptivos del Padre.

c) La muerte y resurrección de Cristo y su eficacia salvadora


Desde el punto de vista teológico, la muerte de Cristo se sitúa antes que nada en un
contexto religioso que mira a las relaciones del hombre con Dios en cuanto que Él es santo y
el hombre pecador. En efecto, esta muerte está directamente relacionada con el pecado
humano (cf. Rm 5, 12-17) y con la reconciliación con Dios (cf. 2 Co 5, 18-19). Con fuerza y
constancia, el Nuevo Testamento advierte que la muerte de Cristo es un verdadero sacrificio,
es decir, ese acto supremo de culto que sólo es lícito tributar a Dios. Y sitúa este sacrificio
sobre el trasfondo de los sacrificios veterotestamentarios, aunque superándolos en la
medida en que la realidad supera la figura (cf. Hb 9, 9-14).
A partir de las propias palabras del Señor, de las figuras sacrificiales del Antiguo
Testamento y de algunas enseñanzas del Nuevo resulta sencillo comprender el sentido
sacrificial de la pasión y muerte de Jesús. El Nuevo Testamento al hablar de la muerte del
Señor alude constantemente a los sacrificios del Antiguo: Cristo es la víctima a la que
apuntan y anuncian todos los sacrificios del Antiguo Testamento.
Jesús, desde un primer momento, da a su vida el sentido de “entrega” a Dios en favor
de los hombres (cf. por ejemplo Jn, 3). Él ha venido «no a ser servido, sino a servir y a

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Introducción al cristianismo. Apuntes para uso de los alumnos. 2020. M. Brugarolas

entregar su vida en redención por muchos» (Mt 20, 28). El carácter sacrificial que Cristo da a
su muerte aparece también en los tres anuncios que hace Cristo de su Pasión (cf. Mt 16, 21; 17,
22-23; 20, 18-19, y paralelos), y con mayor nitidez en las palabras de la institución de la
Eucaristía (cf. Mt, 26, 28; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20; 1 Co 11, 25): su Cuerpo es cuerpo
«entregado por vosotros para la remisión de los pecados«; su sangre es «sangre de la Nueva
Alianza», es decir, sangre de sacrificio con la que se sella la Nueva Alianza, como se selló con
sangre la Antigua Alianza (cf. Ex 24, 8).
En el momento de estudiar la naturaleza y el contenido de la salvación alcanzada por
Cristo se ha de afirmar en primer lugar que la victoria de Cristo es universal: ha muerto por
todos, y a todos se ofrece la salvación. Apropiarse de esta salvación, personalmente, requiere
la cooperación humana. Pero esta salvación es ofrecida a todos los hombres mientras viven
en esta tierra y abarca a todos los pecados. Esta salvación es una auténtica liberación de
todos los males que aquejan al hombre, físicos y morales. En innumerables ocasiones el
Señor presentó la salvación que Él traía como una liberación de todas las esclavitudes. Estas
esclavitudes se suelen agrupar en tres grandes campos: el sometimiento al pecado, al
demonio, y al poder de la muerte. La victoria conseguida por Cristo nos libra de todas las
esclavitudes.
Sin embargo, nuestra visión de la salvación quedaría muy reducida, si se ciñese
exclusivamente a la liberación de las esclavitudes. En efecto, esta liberación tiene lugar
mediante una auténtica divinización del hombre. Esta divinización comporta, entre otras
cosas, la inhabitación del Espíritu Santo en el alma y la filiación divina en Cristo por obra del
Espíritu Santo. En una palabra, esta divinización nos lleva a participar, en calidad de hijos, de
la vida íntima de Dios. La divinización del hombre es el contenido más importante de la
salvación que ofrece Cristo: no es sólo superación de los males sino, sobre todo, la
reconciliación con Dios y la recuperación de la amistad con Él, hasta el don supremo de la
filiación divina.
La redención, que comporta en su punto de partida (en el término a quo) la liberación
del pecado, del poder del demonio y de la muerte, en su aspecto positivo (en el término ad
quem) no es otra cosa que una realidad nueva, a la que con frecuencia se denomina en el
Nuevo Testamento como reconciliación con Dios: «Cuando éramos enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5, 10). Se trata de una reconciliación
en la que la iniciativa ha correspondido a Dios: «Pues Dios tuvo a bien que en Él [Cristo]
habitase toda la plenitud, y por Él reconciliar todos los seres consigo, restableciendo la paz,
por medio de su sangre derramada en la cruz, tanto en las criaturas de la tierra como en las
celestiales» (Col 1, 19-20).
Con su muerte y resurrección Jesucristo ha vencido al pecado, al demonio y a la
muerte. En primer lugar, la victoria del Señor sobre el pecado es total. Y nos hace partícipes
de ella. Cristo con su predicación desenmascara al pecado; lo muestra en su maldad, y lo
condena como lo que es: como enemistad con Dios, como expresión demoníaca del
egoísmo. Con su obediencia cura nuestra desobediencia y en su justicia somos justificados
(cf. Rm 5, 12-21). No sólo expía el pecado sobreabundantemente –Él es «propiciación por
nuestros pecados» (1 Jn 4, 10)–, sino que tiene el poder de restituir al hombre a la gracia, de

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Introducción al cristianismo. Apuntes para uso de los alumnos. 2020. M. Brugarolas

hacerle una nueva criatura. Cuando dice «tus pecados te son perdonados», no se trata sólo
de una no imputación meramente legal, sino de una auténtica curación. No se trata de un
mero recubrimiento exterior, sino de una auténtica transformación interior: de una
auténtica aniquilación del pecado.
La victoria de Cristo sobre el pecado comporta la aniquilación del pecado en nosotros.
Esta aniquilación incluye el perdón de Dios; incluye también arrancar el mal del corazón del
hombre. La liberación del pecado estriba precisamente en que el hombre, de pecador, es
hecho santo, con santidad verdadera. La liberación del pecado es, pues, en cierto modo, una
creación, precisamente porque la liberación del pecado consiste en hacer del hombre una
nueva criatura en Cristo (cf. Ef 4, 24; Col 3, 10).
La liberación del pecado no consiste sólo en la liberación de la culpa cometida y en la
purificación de la deformación que mancha el corazón del hombre. Significa también que el
hombre puede –con la gracia de Dios– vencer en sí mismo el poder del pecado, es decir,
vencer las tendencias hacia el mal que surgen dentro de él como consecuencia del desorden
introducido en la naturaleza por el pecado de origen y por los propios pecados personales.
En segundo lugar, Jesús manifestó desde el principio, como perteneciente a su misión,
la victoria sobre Satanás y la destrucción del dominio de éste sobre el mundo. La llegada del
reino de Dios implica la destrucción del poder tiránico del demonio. Él es el tentador, que
indujo al hombre al pecado, introduciendo así la muerte en el mundo (cf. Gn 3, 15); «la
antigua serpiente, llamada Diablo o Satanás, que extravía a toda la redondez de la tierra»
(Ap 12, 9). Él ejerce su poder contra el reino de Dios mediante el engaño y la seducción, pues
es «mentiroso» y «padre de la mentira» (cf. Jn 8, 44). Mediante esta seducción, el diablo es el
dueño del mundo, hasta el punto de que se le califica «príncipe de este mundo» (cf. Jn 12, 31;
14, 30; 16, 11).
La victoria de Jesús sobre Satanás se muestra en toda su rotundidad, porque Jesús le
derrota sin utilizar sus armas. No expulsa a los demonios por arte de magia o utilizando
poderes terrenos, sino en el «dedo de Dios» (Lc 11, 20); no vence la mentira con la mentira,
sino con la sencillez de la verdad; los poderes diabólicos son vencidos exclusivamente con
fuerzas divinas, con el poder de la santidad y de la verdad.
Jesús vence a Satanás mostrando y abriendo así el camino para nuestra lucha contra el
demonio. Esta victoria sobre el demonio ya ahora es real, aunque todavía no se le ha
arrebatado todo poder de tentar a los hombres. Sin embargo, está verdaderamente vencido,
pues no puede conseguir la victoria final, ni tiene ya esperanza de reinar sobre el mundo; en
forma velada, pero eficaz, el reino de Dios ha llegado hasta nosotros, y «la Iglesia, aun en la
tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad» (Concilio Vaticano II, Const.
Lumen gentium, n. 48).
En tercer lugar, la victoria sobre la muerte es la resurrección de los muertos. Jesucristo
venció la muerte mediante su resurrección; pero también puede decirse que venció la
muerte con su propia muerte, pues precisamente con ella expió nuestras culpas y mereció su
resurrección y la nuestra.

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Si bien Dios ha querido que la redención no nos devuelva inmediatamente la


inmortalidad, sino que pasemos a la vida eterna a través de los dolores y angustias propios
de la muerte corporal, ésta ya tiene un sentido nuevo para los creyentes en Cristo: el ser paso
a la Vida, lo que arrebata a la muerte su horror fundamental. Hemos sido liberados del temor
de la muerte y, al final de los tiempos, lo seremos también de la muerte misma, que será
totalmente vencida:
La victoria de Cristo sobre el dolor y sobre la muerte comporta también, por así
decirlo, el haberlos cambiado de signo: su negatividad se convierte en positividad. En efecto,
para quien se incorpora a Cristo por la fe y los sacramentos, el dolor, el fracaso y la muerte ya
no son la negación de la realización de lo humano, sino auténtica realización trascendente
del hombre que, unido a Cristo, corredime con Él. La muerte y la negatividad de la
limitación humana se convierten de este modo en cooperación a la redención de la
humanidad; la muerte «ha perdido su aguijón, absorbida por la victoria» (cf. 1 Co 15, 55) de
Cristo, de la que nosotros participamos. Gracias a esta victoria, «la vida y la muerte son
santificadas y adquieren un nuevo sentido» (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n.
22): la posibilidad de identificarnos con Cristo y de cooperar con Él –también mediante el
dolor y el fracaso– en la salvación del mundo (cf. Col 1, 24). Unidos a Cristo, nuestro dolor y
nuestra muerte adquieren el mismo sentido que tuvieron el dolor y la muerte del Redentor;
también en ellos se hace presente el reino de Dios, y así somos «coherederos de Cristo, ya
que sufrimos con Él, para ser también conglorificados con Él» (Rm 8, 17).
Por último cabe señalar que la redención es también reconciliación del hombre con
Dios. Esta reconciliación implica el perdón de los pecados, que habían constituido a los
hombres en enemistad con Dios: «Porque en Cristo estaba Dios reconciliando el mundo
consigo, no tomando en cuenta las transgresiones» (2 Co 5, 19). El perdón es verdadera
aniquilación del pecado hasta tal punto de que se trata de una transformación del hombre
mediante la gracia sobrenatural, tan profunda, que se denomina al que la recibe «hombre
nuevo» y «nueva criatura en Cristo»: «El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo
viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5,
18; cf. Ga 6, 15). Por tanto, ser reconciliados con Dios no es una simple no imputación de la
culpa –algo exterior o legal–, sino una auténtica renovación interior.

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