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Brugarolas
1. La salvación, don divino y aspiración humana. 2. El envío del Hijo al mundo: máximo don
de Dios a los hombres. 3. La encarnación del Verbo: Jesucristo, perfecto hombre y perfecto
Dios: a) La realidad de Jesús y su documentación histórica; b) La humanidad de Jesús y su vida
terrena; c) La divinidad de Jesús en la Sagrada Escritura. 4. El valor redentor de la vida de
Cristo: a) Necesidad de la salvación; b) Noción de redención; c) La muerte y resurrección de
Cristo y su eficacia salvadora.
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Introducción al cristianismo. Apuntes para uso de los alumnos. 2020. M. Brugarolas
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estado de caída universal de la humanidad que afecta a todos. “Sabemos por la Revelación
que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la
naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero
este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (cf. Conc. de
Trento, De peccato originali). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la
humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y
de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado ‘pecado’ de manera análoga: es
un pecado ‘contraído’, ‘no cometido’, un estado y no un acto” (CCE, n. 404).
La universalidad del pecado se entiende a la luz de la universalidad de la salvación
en Jesucristo, que ha traído la salvación a todos. La situación incurable de la humanidad se
abre a la esperanza de que en Jesucristo se da la salvación. La fe católica enseña que el
pecado original es perdonado realmente en el sacramento del Bautismo en virtud de los
méritos de Jesucristo.
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Toda obra de Dios no es otra cosa que una comunicación de su bondad y de sus
perfecciones. Pueden señalarse tres estadios distintos de esta comunicación de Dios:
a) la creación, por la que Dios comunica el ser a las criaturas: Dios es la causa y el fin de
todo ser creado, de suerte que la creación es reflejo de la bondad y perfecciones divinas;
b) la gracia, por medio de la cual Dios se comunica en forma nueva y más estrecha, pues el
hombre es hecho, en Cristo, nueva criatura e hijo de Dios;
c) finalmente, la encarnación, por medio de la cual el Verbo se comunica sustancialmente
a la naturaleza humana de Jesucristo, uniéndola a Sí en unidad de persona.
Cristo es don de Dios a la humanidad, también porque Él es la salvación: «En Él, la
naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada, también en nosotros a dignidad
sin igual» (San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, n. 8). Jesucristo es el máximo don de
Dios a los hombres, porque en Él se realiza el máximo acercamiento de Dios a ellos: en el
rostro de Cristo se revela el rostro de Dios.
Todo esto implica la “gratuidad de la encarnación” (no es don aquello que se da por
necesidad de la naturaleza, o lo que se da por obligación de justicia) y la soberana libertad
divina para encarnarse. La encarnación es fruto de una decisión libre de Dios: es una
decisión absolutamente gratuita. Incluso, aunque se presuponga el designio divino de salvar
al género humano, esta salvación podría haberse conseguido de muchas otras formas.
La encarnación, como la creación, es una obra libre de Dios. No se puede hablar de
una necesidad de la encarnación, pues si fuera necesaria se estaría restringiendo la libertad
de Dios en su actuar y se estaría olvidando que siempre que la Sagrada Escritura se refiere a
la encarnación habla de ella como fruto de la misericordia de Dios (cf. p.e., Jn 3,16; Rm 5,8; Ef
2,4; etc.), y nunca como si fuera el resultado de una necesidad existente en Dios.
La encarnación tampoco era necesaria, para la salvación del hombre. Dios podía
haber salvado al hombre de muchas otras maneras, sin necesidad de la encarnación (cf.
Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentes IV, 55); por ejemplo, perdonando sin más la
ofensa cometida por el hombre.
Sin embargo, Aunque la encarnación no era necesaria para la salvación del
hombre, fue el modo más conveniente para realizarla, tanto si la consideramos desde el
punto de vista de Dios, como desde el punto de vista de la naturaleza y necesidades del
hombre. Por parte de Dios, era el modo más conveniente, porque la encarnación no sólo
manifiesta el infinito amor de Dios a los hombres, sino también su infinito poder y su
infinita capacidad de comunicación. Además, el Verbo se hace hombre para salvar a la
humanidad mediante la redención. En este modo de salvar al hombre se manifiestan unidas
la justicia, la misericordia y la sabiduría divinas:
a) La justicia, por haber querido salvar al hombre mediante la expiación de los pecados;
b) la misericordia, por ser el mismo Dios quien se hace hombre para expiar los pecados del
género humano en cuanto cabeza de la humanidad;
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c) la sabiduría, por haber elegido este camino que es tan coherente con la bondad divina y
con la dignidad del hombre, pues, en Cristo, se ofrece a la humanidad la posibilidad de
que ella misma expíe su pecado.
Se trata, finalmente, de un camino acomodado al ser del hombre, pues como la
amistad consiste en cierta igualdad, parece que no pueden unirse amistosamente las cosas
que son muy desiguales. Por consiguiente, para que hubiese una amistad más familiar entre
Dios y el hombre, era conveniente que Dios se hiciera hombre, y así, conociendo a Dios
visiblemente, nos sintiéramos arrebatados al amor de lo invisible (Santo Tomás de Aquino,
Summa contra Gentes IV, 54).
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el tiempo con su presencia personal haciéndose hombre para redimir al hombre con su
muerte de cruz y su resurrección y así elevarlo a la dignidad de hijo de Dios.
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Jesucristo en cuanto Dios, como es obvio, posee una trascendencia que sobrepasa
los métodos de investigación histórica, así como los de cualquier otra ciencia del hombre. Ni
siquiera el contacto físico de sus contemporáneos –oír sus palabras o presenciar sus
milagros– bastaban para penetrar en el misterio interior del Hombre-Dios sin un don
recibido de lo alto, y la aceptación personal de ese don: la fe.
Por ello el teólogo, que tanto debe apreciar la investigación histórica sobre Jesús,
debe tener siempre presente que, por sí sola, esta investigación histórica no basta para llegar
al conocimiento del misterio de Cristo, ni siquiera al conocimiento verdadero de Jesús, pues
un conocimiento verdadero de la humanidad de Jesús implica la confesión de que Él es Hijo
de Dios.
Por sí sola, la investigación histórica sobre Jesús no basta para llegar en plenitud al
conocimiento del misterio de Cristo, pues un conocimiento verdadero de Jesús implica la
confesión de que Él es el Hijo de Dios.
Que Cristo existió realmente pertenece a la doctrina de la fe, como también
pertenece a la fe que Cristo murió realmente por nosotros y que resucitó al tercer día. La fe en
Cristo no es la creencia en un ser atemporal del que hayamos tenido noticia por una
experiencia mística, ni, menos aún, es la creencia en un mito o en un símbolo de la unión de
la humanidad con Dios. Es fe en un hombre singular y concreto, que dijo de sí mismo: «Yo
soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). La existencia de Jesús es también un hecho
probado por la ciencia histórica, sobre todo, mediante el análisis del Nuevo Testamento
cuyo valor histórico está fuera de duda.
Los evangelistas, no intentan hacer una biografía de Jesús, pero sí quieren narrar lo
que “aconteció en Jesús de Nazaret” con rigurosa fidelidad a estos hechos, tanto más cuanto
que están persuadidos de la normatividad de sus palabras y de su vida, dada la autoridad
divina de la que está revestido. Así lo ponen de manifiesto repetidamente (cf. p.e., Lc 1,1-4; Jn
20,30-31).
Hay que tener presente que los evangelios, si bien no están concebidos en el género
literario de biografía, tal como se entiende hoy este género literario, sí están escritos como
testimonios de verdaderos testigos (cf. p.e., Jn 21,24). A los testimonios sobre “lo acontecido
en Jesús de Nazaret” contenidos en los evangelios, hay que añadir la riqueza incomparable
de datos y testimonios contenidos en las Cartas y en los Hechos de los Apóstoles. Junto a los
Sermones de Pedro en Hechos, en los que narra la muerte de Cristo y testimonia su
resurrección, es necesario colocar los detalles que San Pablo da de la vida de Jesús, a quien
propone como modelo de las virtudes.
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interés anecdótico lo que mueve a Mateo y Lucas a escribir el evangelio de la infancia; relatan
esos acontecimientos, porque son también “buena nueva”, porque están cargados de
realidad salvífica. Estos hechos de la infancia de Jesús son los primeros acontecimientos que
resultan de la misión del Hijo por parte del Padre, pues, «al llegar la plenitud de los tiempos,
envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo
la Ley, para que recibiésemos la adopción» (Ga 4,4-5). La concepción de Jesús es el comienzo
de la misión visible del Hijo.
La Sagrada Escritura habla de la concepción virginal de Cristo, antes que nada
como privilegio de Cristo mismo; como algo muy coherente con su filiación al Padre. «Por
esto –dice el ángel a Santa María–, el que nacerá de ti será santo, será llamado Hijo de Dios»
(Lc 1,35). La virginidad es también privilegio de Santa María. Pero hay que añadir
inmediatamente que el modo milagroso de la concepción de la humanidad de Cristo no
resta nada a la verdad de su naturaleza humana. Como escribe San León Magno en su Carta
Dogmática del año 449, «no debe entenderse aquella generación admirable y
admirablemente singular como si por la novedad de la creación se hubiese quitado la
propiedad de la naturaleza» (San León Magno, Tomus ad Flavianum, DS 290-295. Se trata de
una carta de gran importancia que fue leída públicamente en el Concilio de Calcedonia [a.
451]).
Al afirmar que Jesucristo tiene una verdadera naturaleza humana, como la nuestra,
afirmamos la verdad de la encarnación. La Iglesia siempre ha profesado, desde los Símbolos
más antiguos hasta nuestros días, que el Hijo de Dios «asumió la naturaleza humana
completa, como la nuestra, mísera y pobre, pero sin pecado» (cf. Concilio Vaticano II, Decr.
Ad gentes, n. 3; Const. Gaudium et spes, n. 22; San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, n.
8). Esta verdad está claramente revelada en el Nuevo Testamento, donde encontramos los
relatos de la concepción de Jesús en el seno de una mujer, de su nacimiento y desarrollo, de
su vida de hombre adulto, de su predicación y de su muerte. Él posee un cuerpo tangible,
que se cansa y que duerme, que predica y que anda. Él posee un alma que se alegra y que
siente tristeza; que es capaz de amistad y de indignación.
Naciendo de Santa María, Jesús es verdaderamente uno de nosotros, no sólo por
tener una humanidad como la nuestra, sino también porque pertenece a nuestra familia
humana, a la descendencia de Adán, a través de Abrahán, Isaac y Jacob y, con el correr de las
generaciones, también «del linaje de David según la carne» (Rm 1,3; cf. Lc 1,27).
La fe cristiana no sólo confiesa que «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), sino que es
descendiente de David (cf. Lc 1,32; Hch 2,29), y nuevo Adán (cf. Rm 5). Es decir, la doctrina de
la fe enseña no sólo que Jesucristo es perfecto hombre, sino además que es hombre de
nuestra raza, descendiente de Adán, que se ha insertado plenamente en nuestra historia, de
tal forma que ha tomado sobre sí, en cuanto nuevo Adán, a la humanidad entera.
Como dice el Concilio Vaticano II, «en realidad, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del
que había de venir (cf. Rm 5,14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (...) El Hijo de Dios con su
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encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre» (Concilio Vaticano II, Const.
Gaudium et spes, n. 22).
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las posibilidades humanas y revela su condición divina. Además, Jesús se atribuye una
potestad legislativa superior a Moisés y los profetas (Mt 5,22ss.). Con esta forma de hablar,
Jesús expresa que su autoridad está por encima de la de Moisés y la de los profetas: El tiene
autoridad divina. Ningún hombre puede hablar con esa autoridad. El es el supremo
legislador como se ve en todo el sermón del monte. Asimismo, Jesús tiene poder para
perdonar los pecados y en ningún momento dice que este poder sea delegado. «Pues para
que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar los pecados, dijo al paralítico:
levántate toma tu camilla» (Mt 9,6). Jesús, al curar al paralítico con sólo su palabra, les hace
ver a los judíos que tiene la potestad para curar los efectos del pecado y el pecado mismo.
Jesús exige también para sí mismo el mayor amor del mundo; se constituye en centro del
corazón del hombre, en una forma que solo Dios puede hacer: «Quien ama a su padre o a su
madre más que a mí, no es digno de mí...» (Mt 10,37). Por último, Jesús es el único que
conoce al Padre: «y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y
aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt 11,25-30). Es una plegaria de acción de gracias de
Jesús en la que revela la identidad de conocimiento del Padre y del Hijo. Esta identidad de
conocimiento implica la unidad de naturaleza, es decir, Jesús es Dios como el Padre: a) el
conocimiento del Hijo es tan misterioso como el conocimiento del Padre; b) el conocimiento
del Padre está reservado al Hijo: sólo Él penetra en la interioridad del Padre; c) el
conocimiento del Padre y del Hijo necesita ser revelado porque trasciende todo
conocimiento.
En las cartas de San Pablo, encontramos muchos testimonios de la divinidad de
Jesús. Un buen ejemplo –y fácil de recordar– es el célebre himno de la carta a los Filipenses
(Flp 2,5-11). Este himno cristológico constituye un resumen de todo el misterio de Cristo:
desde la preexistencia eterna del Verbo –siendo en forma de Dios– antes de la encarnación,
hasta su glorificación en cuanto hombre, ensalzado a la gloria del Padre y constituido Señor
Universal (el nombre que está sobre todo nombre es Kyrios, es decir, Señor); gloria a la que
llegó a través de la kénosis o voluntario anonadamiento de sí mismo. Trataremos más
adelante del sentido de esta kénosis. La realidad de que Cristo es Dios y hombre está
subrayada por las expresiones «siendo en forma de Dios» y «forma de siervo».
La preexistencia de Cristo, en su divinidad, es fuertemente afirmada por San Pablo
en la epístola a los Colosenses (Col 1,1-17). Cristo no sólo existe antes que toda criatura como
«imagen de Dios», o sea como Verbo de Dios, sino que es engendrado por el Padre y ejercita
respecto a la creación entera una obra que es exclusiva de Dios: crear y conservar en el ser
todas las cosas.
Todo el Evangelio de San Juan tiene como finalidad mostrar la divinidad de Cristo
(cf. Jn 20,31). En el Prólogo (Jn 1,1-18), el evangelista expone los trazos fundamentales del
misterio de Cristo, que después son desarrollados a lo largo del cuarto Evangelio, tanto en las
obras y en las palabras del mismo Jesús, como en las palabras del evangelista.
El Prólogo comienza con la revelación de la preexistencia eterna de Cristo en
cuanto Verbo de Dios: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo
era Dios» (Jn 1,1). Este Verbo o Palabra de Dios también es, por tanto, Dios. El término griego
Logos, pudo haber sido tomado por San Juan o bien de la cultura griega, o bien del judaísmo,
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al que no era extraña la expresión Palabra de Dios (Dabar Yahvé). De todos modos, es
indudable que nos encontramos ante la revelación de las personas del Padre y del Hijo. En
efecto, un poco más adelante se llamará al Verbo, «Unigénito del Padre» (Jn 1,14). Este Verbo
de Dios se hizo hombre: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14); Él es
Aquel que ha sido «contemplado» (Jn 1,14) por los discípulos de Jesús; es Aquel del cual dio
testimonio Juan Bautista (cf. Jn 1,15).
Jesús mismo se atribuirá la preexistencia eterna: «antes de que Abrahán existiese,
Yo soy» (Jn 8,58; cf. Jn 17,5.24). La expresión Yo soy, usada con frecuencia por Jesús, tenía
para los judíos un sentido muy fuerte, pues era el nombre de Dios revelado a Moisés; nombre
que los judíos evitaban pronunciar por respeto: «con esa expresión Jesús indica ser el
verdadero Dios» (San Juan Pablo II, Discurso 26-VIII-1987, n. 7).
«Unigénito del Padre» (Jn 1,14) es un título que San Juan atribuye muchas veces a
Jesús, y que también Jesús se atribuye a sí mismo, como equivalente a las expresiones «el
Hijo», «el Hijo de Dios» o «Hijo del Padre». Si bien algunas veces, en el cuarto Evangelio,
«Hijo de Dios» se usa en sentido amplio (como son hijos de Dios los ángeles y los justos), en
muchas otras ocasiones significa, sin duda, la divinidad de Cristo. Especialmente explícitas
son las palabras de Jesús recogidas por San Juan en el capítulo 10 de su Evangelio: «El Padre y
yo somos una sola cosa (...); el Padre está en Mí y Yo en el Padre» (Jn 10,30.38). Cristo, por
tanto, no se limita a llamar Padre a Dios, sino que afirma “ser una sola cosa con Dios Padre”;
es decir, que su ser Hijo de Dios es ser Dios.
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pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). La palabra salvación recibe en el Nuevo Testamento un
sentido decididamente religioso. Comprende, por una parte, la liberación del pecado; y por
otra –como la otra cara de la misma moneda– las bendiciones de Dios en las que se incluye,
en su consumación escatológica, la liberación de todas las esclavitudes.
En su aspecto de liberación, la salvación comporta la libertad del hombre de la
esclavitud del pecado, del demonio y de la muerte, o lo que es lo mismo la victoria de Cristo
sobre el pecado, el demonio y la muerte.
La salvación operada por Cristo, en su dimensión dinámica, puede describirse
como el paso de la muerte a la vida; del estado de pecado y sus consecuencias al estado de
gracia y, en su consumación, al estado de gloria. Se trata pues de un tránsito, de una
transformación, que tiene un punto de partida –la situación de la que somos liberados–, y un
punto de llegada: la vida nueva a la que el hombre es engendrado como «nueva criatura en
Cristo» (cf. 2 Co 3, 17). Por otra parte, la salvación –en cuanto liberación del pecado–
comporta inseparablemente la reconciliación del hombre con Dios.
Cristo no sólo es el salvador; Él es también la salvación. Él «es el camino la verdad y
la vida» (cf. Jn 14, 6), y el hombre encuentra su vida manteniendo con Él una unión análoga a
la que se da entre el sarmiento y la vid (cf. Jn 15, 1-8). Aunque ya se ha estudiado conviene
recordar al tratar de la naturaleza de la redención que Cristo es el único mediador (cf. 1 Tm 2,
5-6), y en su acción mediadora están implicadas su humanidad y su divinidad:
«La redención es un proceso que implica tanto a la divinidad como
a la humanidad de Cristo. Si él no fuera divino, no podría pronunciar el juicio
eficaz perdonador de Dios ni podría hacer participar en la vida trinitaria
íntima de Dios. Pero si no fuera hombre, Jesucristo no podría hacer la
reparación en nombre de la humanidad por las ofensas cometidas por Adán
y por la posteridad de Adán. Sólo porque tiene ambas naturalezas ha podido
ser la cabeza representativa que ofrece satisfacción por todos los pecadores y
que les otorga la gracia» (Comisión Teológica Internacional, Cuestiones
selectas sobre Dios Redentor, IV, 2, Madrid 1998, 537).
Es en esta mediación, es decir, en el hecho de que Cristo une la naturaleza divina y
con la humana, donde encuentran su más pleno sentido las afirmaciones por nosotros, en
nuestro favor, que son tan frecuentes en la doctrina cristiana.
En el ejercicio de la mediación de Cristo, se da un doble movimiento, uno
descendente y otro ascendente. El descendente es el primero tanto lógica, como
temporalmente. Cristo es enviado por el Padre (cf. Jn 3, 16). Él es el cordero de Dios que quita
el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29), es decir, el cordero que Dios ofrece al hombre para su
salvación, como antaño ofreció a Abrahán el cordero que habría de ofrecerse en el sacrificio
en vez de Isaac (cf. Gn 22, 13) y que evoca al cordero pascual (cf. Ex 12, 6-7). Se designa como
ascendente el aspecto de la mediación que corresponde a lo que Cristo, el nuevo Adán,
ofrece a Dios por nosotros, es decir, en favor nuestro y en nuestro lugar. Nos referimos al
sacrificio de su vida, a la expiación y que Él ofrece por los pecados, borrando nuestra
desobediencia con su obediencia (cf. Rm 5, 12-19).
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b) Noción de redención
Etimológicamente, el término redención comporta la idea adquirir algo pagando
un precio (cf., por ejemplo, 1 P 1, 18), la de ofrecer una reparación proporcionada a la
gravedad de la ofensa y, en consecuencia, comporta una satisfacción. Se trata de una
satisfacción que Cristo realiza en lugar nuestro, en cuanto que está unido a nosotros como la
cabeza con el cuerpo; por eso se le llama satisfacción vicaria. La afirmación “en nuestro
lugar”, en vez de sustitución implica solidaridad y capitalidad. Cristo padece en nuestro
lugar en la medida y en el modo en que puede hacerlo quien es nuestra cabeza.
Con frecuencia se utiliza el término de redención para designar con él toda la obra
de nuestra salvación. Se trata, entonces, de una realidad que entraña en sí misma una
innumerable variedad de facetas:
• Si el pecado es una caída, la redención será un levantamiento del caído;
• si el pecado es una enfermedad, la redención será una curación;
• si el pecado es una deuda, la redención será un pago, una compra, un rescate;
• si el pecado es una falta, la redención será una expiación;
• si el pecado es una esclavitud, la redención será una liberación;
• si el pecado es una ofensa a Dios, la redención será una satisfacción, una
propiciación, una reconciliación.
Muchas otras veces el término redención está únicamente referido a la expiación
que Cristo ofrece por nosotros. En esta perspectiva, el concepto de redención suele estar
acompañado por otros conceptos análogos: expiación, reparación, satisfacción, sacrificio.
Todos están directamente relacionados al pecado como ofensa a Dios.
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entregar su vida en redención por muchos» (Mt 20, 28). El carácter sacrificial que Cristo da a
su muerte aparece también en los tres anuncios que hace Cristo de su Pasión (cf. Mt 16, 21; 17,
22-23; 20, 18-19, y paralelos), y con mayor nitidez en las palabras de la institución de la
Eucaristía (cf. Mt, 26, 28; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20; 1 Co 11, 25): su Cuerpo es cuerpo
«entregado por vosotros para la remisión de los pecados«; su sangre es «sangre de la Nueva
Alianza», es decir, sangre de sacrificio con la que se sella la Nueva Alianza, como se selló con
sangre la Antigua Alianza (cf. Ex 24, 8).
En el momento de estudiar la naturaleza y el contenido de la salvación alcanzada por
Cristo se ha de afirmar en primer lugar que la victoria de Cristo es universal: ha muerto por
todos, y a todos se ofrece la salvación. Apropiarse de esta salvación, personalmente, requiere
la cooperación humana. Pero esta salvación es ofrecida a todos los hombres mientras viven
en esta tierra y abarca a todos los pecados. Esta salvación es una auténtica liberación de
todos los males que aquejan al hombre, físicos y morales. En innumerables ocasiones el
Señor presentó la salvación que Él traía como una liberación de todas las esclavitudes. Estas
esclavitudes se suelen agrupar en tres grandes campos: el sometimiento al pecado, al
demonio, y al poder de la muerte. La victoria conseguida por Cristo nos libra de todas las
esclavitudes.
Sin embargo, nuestra visión de la salvación quedaría muy reducida, si se ciñese
exclusivamente a la liberación de las esclavitudes. En efecto, esta liberación tiene lugar
mediante una auténtica divinización del hombre. Esta divinización comporta, entre otras
cosas, la inhabitación del Espíritu Santo en el alma y la filiación divina en Cristo por obra del
Espíritu Santo. En una palabra, esta divinización nos lleva a participar, en calidad de hijos, de
la vida íntima de Dios. La divinización del hombre es el contenido más importante de la
salvación que ofrece Cristo: no es sólo superación de los males sino, sobre todo, la
reconciliación con Dios y la recuperación de la amistad con Él, hasta el don supremo de la
filiación divina.
La redención, que comporta en su punto de partida (en el término a quo) la liberación
del pecado, del poder del demonio y de la muerte, en su aspecto positivo (en el término ad
quem) no es otra cosa que una realidad nueva, a la que con frecuencia se denomina en el
Nuevo Testamento como reconciliación con Dios: «Cuando éramos enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5, 10). Se trata de una reconciliación
en la que la iniciativa ha correspondido a Dios: «Pues Dios tuvo a bien que en Él [Cristo]
habitase toda la plenitud, y por Él reconciliar todos los seres consigo, restableciendo la paz,
por medio de su sangre derramada en la cruz, tanto en las criaturas de la tierra como en las
celestiales» (Col 1, 19-20).
Con su muerte y resurrección Jesucristo ha vencido al pecado, al demonio y a la
muerte. En primer lugar, la victoria del Señor sobre el pecado es total. Y nos hace partícipes
de ella. Cristo con su predicación desenmascara al pecado; lo muestra en su maldad, y lo
condena como lo que es: como enemistad con Dios, como expresión demoníaca del
egoísmo. Con su obediencia cura nuestra desobediencia y en su justicia somos justificados
(cf. Rm 5, 12-21). No sólo expía el pecado sobreabundantemente –Él es «propiciación por
nuestros pecados» (1 Jn 4, 10)–, sino que tiene el poder de restituir al hombre a la gracia, de
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hacerle una nueva criatura. Cuando dice «tus pecados te son perdonados», no se trata sólo
de una no imputación meramente legal, sino de una auténtica curación. No se trata de un
mero recubrimiento exterior, sino de una auténtica transformación interior: de una
auténtica aniquilación del pecado.
La victoria de Cristo sobre el pecado comporta la aniquilación del pecado en nosotros.
Esta aniquilación incluye el perdón de Dios; incluye también arrancar el mal del corazón del
hombre. La liberación del pecado estriba precisamente en que el hombre, de pecador, es
hecho santo, con santidad verdadera. La liberación del pecado es, pues, en cierto modo, una
creación, precisamente porque la liberación del pecado consiste en hacer del hombre una
nueva criatura en Cristo (cf. Ef 4, 24; Col 3, 10).
La liberación del pecado no consiste sólo en la liberación de la culpa cometida y en la
purificación de la deformación que mancha el corazón del hombre. Significa también que el
hombre puede –con la gracia de Dios– vencer en sí mismo el poder del pecado, es decir,
vencer las tendencias hacia el mal que surgen dentro de él como consecuencia del desorden
introducido en la naturaleza por el pecado de origen y por los propios pecados personales.
En segundo lugar, Jesús manifestó desde el principio, como perteneciente a su misión,
la victoria sobre Satanás y la destrucción del dominio de éste sobre el mundo. La llegada del
reino de Dios implica la destrucción del poder tiránico del demonio. Él es el tentador, que
indujo al hombre al pecado, introduciendo así la muerte en el mundo (cf. Gn 3, 15); «la
antigua serpiente, llamada Diablo o Satanás, que extravía a toda la redondez de la tierra»
(Ap 12, 9). Él ejerce su poder contra el reino de Dios mediante el engaño y la seducción, pues
es «mentiroso» y «padre de la mentira» (cf. Jn 8, 44). Mediante esta seducción, el diablo es el
dueño del mundo, hasta el punto de que se le califica «príncipe de este mundo» (cf. Jn 12, 31;
14, 30; 16, 11).
La victoria de Jesús sobre Satanás se muestra en toda su rotundidad, porque Jesús le
derrota sin utilizar sus armas. No expulsa a los demonios por arte de magia o utilizando
poderes terrenos, sino en el «dedo de Dios» (Lc 11, 20); no vence la mentira con la mentira,
sino con la sencillez de la verdad; los poderes diabólicos son vencidos exclusivamente con
fuerzas divinas, con el poder de la santidad y de la verdad.
Jesús vence a Satanás mostrando y abriendo así el camino para nuestra lucha contra el
demonio. Esta victoria sobre el demonio ya ahora es real, aunque todavía no se le ha
arrebatado todo poder de tentar a los hombres. Sin embargo, está verdaderamente vencido,
pues no puede conseguir la victoria final, ni tiene ya esperanza de reinar sobre el mundo; en
forma velada, pero eficaz, el reino de Dios ha llegado hasta nosotros, y «la Iglesia, aun en la
tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad» (Concilio Vaticano II, Const.
Lumen gentium, n. 48).
En tercer lugar, la victoria sobre la muerte es la resurrección de los muertos. Jesucristo
venció la muerte mediante su resurrección; pero también puede decirse que venció la
muerte con su propia muerte, pues precisamente con ella expió nuestras culpas y mereció su
resurrección y la nuestra.
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