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Tras la Verdad

Diana Hamilton

Tras la verdad (15.04.1998)


Título Original: Scandalous Bride (1997)
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Bianca 950
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Nathan Monroe y Olivia Monroe

Argumento:

Nathan Monroe no sabía qué pensar. Acababa de oír que la mujer con la
que se había casado no era lo que parecía. Según los rumores, Olivia
Monroe era una mujer despiadada capaz de cualquier cosa por conseguir lo
que quería.

¿Pero qué sabía en realidad Nathan de su nueva esposa? El suyo había sido
un matrimonio rápido e intuía que Olivia ocultaba oscuros secretos.
Acosado por los celos y la desconfianza, su matrimonio se precipitaba hacia
el abismo... El único modo de salvarlo era descubrir la verdad sobre su
esposa.
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Capítulo 1
—OLIVIA Monroe mató a su primer marido y luego se acostó con su jefe, el
casado más rico de la ciudad.
La voz masculina, espesa por el alcohol, atravesó la música de baile y las
conversaciones de la sala de fiestas. El cuerpo de Olivia se puso rígido en brazos de
Nathan.
—No puedes hablar en serio, Hughie —oyó contestar a una mujer.
—Pregúntaselo a quien quieras. Hace años que se acuesta con mi hermano
mayor y no va a dejar de hacerlo sólo porque haya vuelto a casarse.
—¿La Olivia que se casó con ese ricachón de Nathan Monroe? Su boda salió en
las primeras páginas de las revistas hace un par de meses. ¿Sabe el marido que ella le
ha tomado el pelo?
Era evidente que la mujer disfrutaba de la conversación y Olivia sintió náuseas.
El decorado elegante y brillante del club le pareció de repente muy sórdido.
¿Lo habría oído Nathan?
Desde luego que sí.
Su cuerpo grande se había quedado muy quieto. Retrocedió un paso, dejó caer
los brazos a los lados y apretó los puños. La joven miró su rostro duro y hermoso y
se estremeció.
A veces la asustaba la intensidad de sus sentimientos hacia él. El saber que no
podía vivir sin él, el modo en que le ardía la sangre cuando su marido entraba en un
cuarto, el modo en que había entregado a él su futura felicidad a pesar de que, años
atrás, había jurado que jamás volvería a enamorarse.
Y en aquel momento la asustaba su furia. La rabia negra y salvaje que brillaba
en aquellos ojos grises acerados y apretaba la piel bronceada contra sus huesos
fuertes y elegantes.
Miró instintivamente a su alrededor y descubrió a Hugh Caldwell. Con
tendencia a la gordura, aparentaba más de los treinta y cuatro años que tenía. La
miró un segundo con malicia y sacó luego a su compañera de la pista de baile.
Olivia contuvo el aliento, escandalizada por la vileza de sus palabras. El sonido
de la música había disminuido y sólo podía oír los latidos de su corazón y la
amenaza de Nathan.
—Mataré a ese hijo de puta.
—No.
Le sujetó la manga de la chaqueta y él se volvió hacia ella. Olivia respiró hondo.
Uno de los dos debía mantener la calma y ella había dispuesto de años para
perfeccionar su actuación.

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—Haz una escena y conseguirás dar crédito a esas mentiras —le advirtió—.
Piénsalo.
De todos los clubes de Londres, ¿por qué tenía Hugh Caldwell que haber
elegido aquél? Era un rencoroso nato. Siempre había sospechado que podía ser
peligroso, pero no había supuesto que cayera tan bajo.
—Ignóralo o demándalo. O ambas cosas —dijo con calma.
Nathan parecía capaz de destrozar a Hugh Caldwell en pedazos y disfrutar con
ello.
Olivia odiaba la violencia. Un terrible día, el día de la muerte de su primer
marido, supo lo que era la violencia física. Supo que había envenenado la ya débil
relación entre ellos y comprendió que otro tipo de violencia, la violencia emocional,
había erosionado su matrimonio casi desde el primer día.
—No te rebajes a su nivel.
Esa frase pareció obtener el efecto deseado. Lo vio combatir su rabia y salir
victorioso. Por otra parte, ¿no ocurría siempre así? Había pocas cosas que pudieran
derrotarlo. Reprimió un suspiro de alivio.
—Nos vamos —dijo él con frialdad.
Salió a su lado, con el cabello negro rozándole la piel de la espalda, que el corte
elegante del vestido blanco dejaba al desnudo. Sus ojos color amatista miraban al
frente y apretaba la mandíbula para que no la traicionara el temblor de los labios.
Pero los temblores continuaron durante el trayecto en taxi hasta su casa de
Chelsea; y no consiguió relajarse lo suficiente para detenerlos.
—Es bonita —había dicho él cuando compraron la casita unos días antes de su
boda—. Una base en Londres para una temporada. Hace años que no tengo un hogar
permanente en Inglaterra. Un lugar privado y agradable donde crear recuerdos antes
de seguir adelante. ¿Te gusta?
A Olivia le encantó en el acto. Le gustaba su tamaño pequeño, la atmósfera
hogareña que proyectaba su amor en los recuerdos que crearían juntos.
Pero en ese momento, él no decía nada. La distancia entre ellos era muy
superior al espacio físico que los separaba. La tensión entre los dos convertía aquel
espacio pequeño en un vacío.
Nathan era un hombre orgulloso y muy seguro de sí. Un hombre duro. Un
financiero brillante con una mente cortante como un cuchillo.
Nadie se reía de él ni lo llamaba tonto. Aquella burla lo molestaría mucho, tal
vez incluso más que las calumnias contra ella.
Olivia deseaba tocarlo, pero no se atrevió. Pensó que deberían haberse quedado
en casa aquella noche, pero habían estado a punto de enfrascarse en su primera
pelea. Hacía una semana que habían vuelto al trabajo después de dos meses de luna
de miel en las Bahamas y él le había exigido que dejara su empleo. Quiso saber por

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qué no lo había hecho ya y ella trató de explicarle sus ideas. Los dos se pusieron cada
vez más tensos hasta que él salió del paso con una de sus sonrisas.
—Olvídalo por el momento. Vamos a cenar fuera, en algún lugar especial. Y
luego iremos a bailar. Celebraremos que llevamos dos meses y una semana casados.
La miró con calor y ella fue a cambiarse de ropa sin pensar para nada que la
velada pudiera acabar de aquel modo.
Cuando se alejó el taxi, la calle estaba tranquila; una farola solitaria acentuaba
las sombras negras. Nathan abrió la puerta, desactivó la alarma y se hizo a un lado
para dejarla pasar delante.
Olivia encendió una lámpara en la sala de estar. Su luz tenue acentuaba el
aspecto hogareño de los muebles antiguos y los sofás tapizados, algo necesario en la
atmósfera de frialdad que emanaba de Nathan.
—¿Eran mentiras? —preguntó.
Los ojos de ella se oscurecieron de dolor, pero sólo un instante; lo controló en el
acto, a pesar de lo mucho que la atormentaba su falta de confianza.
—¿Tienes que preguntarlo? —su voz era fría; su cuerpo adoptó una postura
orgullosa—. ¿No me conoces lo bastante bien para hacer una pregunta tan ofensiva?
Levantó la barbilla, ignorando a propósito el hecho de que no todas las palabras
cargadas de malicia de Hugh eran mentira.
—Sólo sé lo que tú quieres contarme —repuso él.
Le volvió la espalda y se sirvió dos dedos de whisky de malta que tomó de un
trago.
—Nos vimos, nos sentimos atraídos mutuamente y nos casamos tres semanas
después —respiró hondo y la miró a los ojos—. Nunca pensé que pudiera ocurrirme
algo así.
Sus labios se curvaron al recordar el cataclismo que ocurriera entre ambos y el
cuerpo de ella respondió en el acto al mismo recuerdo. No habían sido capaces de
dejar de tocarse; parecía algo inevitable.
Pero enseguida regresaron al presente.
—Aparte de la información de que eres hija única y tus padres se separaron, no
sé casi nada de tu pasado —dijo él—. Te casaste a los diecinueve años con un hombre
que se llamaba Max y murió seis años después. Luego, ya viuda, te concentraste en
tu carrera durante tres años, hasta que nos conocimos.
Hizo una pausa para mirarla.
—¿O me equivoco en eso? ¿Tu carrera sigue siendo lo primero? ¿Por eso no
quieres dejarla? Ya sabes que mi trabajo me obliga a viajar por todo el mundo. Te
quiero a mi lado, no aquí. ¿Ser asistente personal del director de Ingenieros Caldwell
te importa más que estar conmigo? ¿O la atracción está en tu jefe más que en tu
empleo?

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Olivia temblaba de modo incontrolable, y se odiaba por ello. Habían


completado un círculo y regresado al punto en que había empezado la noche. Peor
aún, él hacía caso a las calumnias y empezaba a cuestionar su relación con James
Caldwell, su jefe.
Lo observó quitarse la corbata y arrojarla sobre uno de los sofás, seguida por la
chaqueta. Luego se volvió a mirar los ojos heridos de ella.
Su boca se suavizó. Se pasó unos dedos por el pelo.
—Dios, lo siento, Livvy. Ven aquí.
La joven se acercó a él de buena gana, como hacía siempre, atraída por la
química que se extendía entre ellos desde el momento en que se conocieron.
Nathan la abrazó con pasión salvaje, estrechándola contra sí. Inclinó la cabeza y
le cubrió el cuello de besos.
—¿Me perdonas?
—Desde luego —lo besó en la boca—. No quiero que nos peleemos —musitó—.
Nunca.
Nathan le acarició la mejilla y le separó los labios despacio, para besarla con
pasión y deseo. Olivia subió las manos hasta los botones de su camisa y la abrió poco
a poco.
—Livvy, no. Ahora no —su voz temblaba, pero sus manos apartaron las de ella
de modo implacable—. Tenemos que pensar lo que vamos a hacer.
¿Hacer? A ella le latía el pulso con fuerza y no podía pensar con claridad.
—Sobre ese gusano. Por lo que ha dicho, creo que es pariente de tu jefe. Lo
demandaremos. Nadie puede calumniar a mi esposa y quedar impune.
La joven sonrió y se apartó el cabello del rostro.
—Había testigos de sobra —comentó; se dejó caer en uno de los sofás—. Puedes
demandarlo por calumnias, si crees que vale la pena el esfuerzo.
—¿Esfuerzo? —repitió él, a sus espaldas—. Llama a mi esposa...
—Sé lo que ha dicho —intervino ella con rapidez.
Su rostro estaba pálido a causa de la tensión. No podía soportar que siguiera
hablando de ello. Los remordimientos eran demasiado intensos para vivir con ellos.
No podría soportar que volvieran a atormentar su sueño, interponiéndose entre ellos
y tragándose de modo inevitable lo que Nathan y ella habían creado juntos.
—Hugh Caldwell tiene una lengua viperina —dijo con una calma que estaba
muy lejos de sentir—. Nadie se toma en serio lo que dice. Por eso no tiene amigos,
sólo algunos conocidos que se aprovechan de él. Tengo entendido que fue una gran
decepción para sus padres.
Hubo un silencio. Luego oyó un tintineo de cristal. Nathan le tendió un vaso
con whisky y se sentó al otro extremo del sofá con otro vaso en la mano. Se echó
hacia adelante.

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—Háblame de él. ¿Es hermano de tu jefe? ¿Trabaja para la compañía?


—Si quieres llamar trabajo a lo que hace... —trató de responder con ligereza,
aunque se sentía como si estuviera en el estrado de los testigos, como si todo lo que
dijera fuera a ser examinado con lupa.
Pero al menos estaba más segura, ahora que él ya no pensaba en acudir a los
tribunales, donde, aunque quedaran expuestas las mentiras, también saldría a relucir
el grano de verdad, declarándola culpable.
—En teoría es director de ventas, pero apenas hace otra cosa que salir a comer y
beber con cualquiera que busque una comida gratis.
Tomó un sorbo de su vaso. Lo necesitaba. La lengua viperina de Hugh Caldwell
no iba a estropearle la vida. No lo permitiría.
—¿Y tu jefe lo tolera?
Parecía incrédulo y no podía culparlo. No conocía toda la historia.
—James. Sí, lo tolera.
Había suavizado la voz sin darse cuenta y sonreía un poco.
Admiraba a James Caldwell y estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa por
él. Su relación tenía muchos niveles. La había ayudado cuando estaba inmersa en un
caos emocional y ella le guardaba una lealtad absoluta, como persona y como
empleada.
—¿Por qué?
Su pregunta fue brusca. Sus ojos expresaban cierta agresividad y algo más:
recelo. Olivia suspiró y dejó el vaso sobre la mesa.
—Por deber familiar, tal vez. ¿Quién sabe?
Se encogió de hombros, consciente de que, cualquier cosa que dijera sobre
James Caldwell sólo serviría para encender las ascuas de la discusión anterior.
Después de oír las palabras de aquel perverso, Nathan desearía más que nunca
que dejara su empleo.
—Hugh es seis años menor que James y siempre le ha tenido envidia por ser
mayor, más listo y más guapo. Añade a eso que James tomó las riendas de la
compañía cuando su padre tuvo un ataque hace diez años y fue capaz de mejorarla
de un modo increíble. Además, el padrino de James le dejó una fortuna privada en
herencia. Mézclalo con ciertas dosis de celos porque Hugh llevó una novia a casa y
James y ella se enamoraron y se casaron seis meses después... y tendrás la receta ideal
para el resentimiento y la envidia.
—Así que se dedica a hablar mal de su hermano porque es un perdedor. ¿Pero
por qué te mezcla a ti en eso?
Olivia contuvo el aliento. La piel le ardía bajo la tela blanca del vestido. Habría
dado cualquier cosa por retrasar el reloj y no salir de casa aquella noche.

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—Antes de que fuera ascendida a asistente personal de James, Hugh se me


insinuó. Yo estaba casada y Max vivía todavía, pero eso no le importó. No es
necesario que diga que lo rechacé de plano. Probablemente me odia desde entonces.
Trató de hablar como si no fuera importante, porque si Nathan se enteraba de lo
que había ocurrido en realidad, no descansaría hasta haberse vengado.
Pero aunque pretendió aligerar el tema y fingir que carecía de importancia,
Nathan dejó con fuerza el vaso sobre la mesa y se puso en pie.
—Y eso lo disculpa todo, ¿eh? El hecho de que siempre salga perdiendo nos
obliga a ignorar las mentiras que cuenta. No hace falta que lo digas claramente. Sé
leer tus pensamientos, pero quiero que me lo confirmes. No quieres que llevemos
este asunto más allá, ¿verdad?
Los ojos violeta de ella resultaban oscuros, comparados con la palidez de su
rostro.
—No veo que tenga sentido —contestó—. Siempre que tú no creas sus mentiras,
claro. Es un hombre vengativo al que nadie que tenga sentido común toma en serio
—se levantó—. Hablaré con James de esto el lunes. Le pediré su opinión.
—¿Al mismo tiempo que le entregas tu dimisión? —preguntó él—. ¿Por qué te
importa más su opinión que la mía?
Olivia lo amaba con locura, pero eso no significaba que pudiera disculpar su
injusticia. El asunto de su dimisión no estaba cerrado ni mucho menos y él lo sabía.
Pero aquél no era el momento de volver a sacar el tema.
—Normalmente no, claro. Pero él también está mezclado. Y hay que pensar en
su esposa. Creo que deberíamos consultarlos antes de empezar nada, ¿no te parece?
—se pasó una mano por el pelo, harta de aquella conversación—. Estoy cansada; me
voy a la cama.
Y por primera vez en su apasionada relación, él no la siguió; se limitó a ver
cómo salía de la estancia.
Veinte minutos después, Olivia yacía despierta en la enorme cama. Se preguntó
con desesperación si las cosas volverían a ser como antes o si las mentiras perversas
de Hugh habían hecho brotar la semilla de la sospecha, semilla que crecería y se
extendería ahogando lo hermoso de su relación, convirtiendo en polvo toda aquella
pasión.

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Capítulo 2

OLIVIA pensó que quizá había exagerado y se dispuso a mirar el nuevo día con
el optimismo que la había ayudado a sobrevivir durante sus años con Max.
Entonces se acordó de que Nathan no se había reunido con ella hasta casi el
amanecer y sintió náuseas. Había dormido en su lado de la cama, esforzándose por
no tocarla.
La castigaba por lo que había dicho Hugh en su rencor de borracho. Su falta de
confianza la asustaba. ¿Qué probabilidades tendría su matrimonio si él se convertía
en un extraño al primer contratiempo?
Se apretó contra la almohada sin saber qué le molestaba más, si su insultante
falta de confianza o su tristeza. Lo vio levantado a los pies de la cama, con el cuerpo
fuerte y bronceado iluminado por el sol de junio que entraba por la ventana. Se
secaba vigorosamente el pelo con una toalla blanca.
A pesar de su dolor, su cuerpo respondió de inmediato a la presencia de él. ¡Era
tan atractivo! Era todo lo que anhelaban el cuerpo, el corazón y el alma de ella. No
podía apartar la vista. La piel le ardía bajo el escrutinio de los ojos de él.
Nathan dejó caer la toalla y se acercó a la cama. Olivia contuvo el aliento. Sentía
la boca seca.
El hombre se agachó, la miró a los ojos y le tomó las manos.
—Olvida lo ocurrido anoche. Tú tenías razón. No debería prestar tanta atención
a ese gusano —la presión de sus dedos se incrementó un poco—. No fingiré que
entiendo por qué pareces tan reacia a denunciar a ese tipo, por qué no quieres luchar,
pero te prometo que lo estoy intentando.
La joven apretó los dientes y bajó los ojos. Aquello no era fácil. Prácticamente la
estaba llamando cobarde y eso no era cierto. Se había pasado la vida luchando y no
estaba dispuesta a dejar de hacerlo.
Pero, a pesar de lo que él había dicho la noche anterior, no podía leerle el
pensamiento, así que no podía saber que estaba luchando, luchando por ocultarle su
secreto, por mantenerlo oculto y seguro en un lugar donde pudiera ignorarlo.
—¿Qué hay que olvidar? —preguntó—. No me acuerdo de nada.
Atrajo las manos de él hacia sí con ojos brillantes, hasta que los dedos
masculinos rozaron su pecho.
—Bésame.
La chispa de deseo en los ojos de él era inconfundible. Olivia necesitaba hacer el
amor para olvidar las escenas de la noche anterior, pero Nathan respiró hondo,
enderezó los hombros y le soltó lentamente las manos.
—Es una invitación que, normalmente, me resultaría imposible rehusar —dijo.
Se volvió y se puso la bata, que se ató a la cintura—, pero los dos sabemos adónde

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nos llevaría eso. No saldríamos de la cama en todo el día y ya he llamado a casa antes
de ducharme. Vamos a pasar el fin de semana allí. Mis padres están deseando
vernos.
Sacó unos tejanos y una camisa de la cómoda y los colocó sobre el respaldo de
una silla.
—Ambos necesitamos un respiro y por lo menos no nos pelearemos delante de
otras personas, así que guarda tus cosas después de ducharte, ¿quieres? Prepararé el
desayuno.
Olivia salió de la cama con el corazón encogido. Odiaba el tono acerado que
había detectado en su voz.
No le importaba visitar a sus padres; le habían gustado de inmediato, en cuanto
ellos la acogieron con calor, sin dar a entender que pensaran que una viuda de clase
media no era la mujer ideal para su único hijo.
Pero sólo los había visto dos veces. La primera, cuando Nathan la llevó a
Bedfordshire para anunciar sus planes de boda y la segunda el día de la ceremonia.
Así que era normal que, después de llevar una semana de regreso en Inglaterra,
Nathan quisiera ir a visitarlos. A pesar de su estilo nómada de vida, sus padres y él
estaban muy unidos.
Pero no podía evitar pensar que deberían aprovechar aquel fin de semana para
hablar de los sucesos de la noche anterior, intentar verlos con cierta perspectiva para
poder olvidarlos.
Extrañamente, Nathan parecía empeñado en ignorarlos, al menos por el
momento. ¿Por qué? Era la persona más directa que había conocido nunca. ¿Tal vez
no soportaba pensar en las acusaciones de Hugh porque tenía miedo de creerlas?
Se secó después de la ducha y se acercó al dormitorio para vestirse y preparar
su bolsa. El aroma del beicon y el café llegó hasta ella.
Siempre le había sorprendido que un hombre tan rico como Nathan Monroe, un
hombre que podía apretar un botón y tener todos los sirvientes que deseara, se las
arreglara tan bien en la cocina.
Algo más relajada, se puso un par de vaqueros blancos, que complementó con
una camiseta púrpura que realzaba el color de sus ojos, y se dijo que no podía
pasarse el fin de semana preocupándose por los motivos de él.
Además, la mansión Ray era un lugar maravilloso. La casa, situada en medio
del campo, había pertenecido a la familia Monroe desde hacía mucho tiempo. Se
prometió que trataría de disfrutar del fin de semana.
Y lo cumplió. Cuando se cambiaban aquella tarde para la cena en la suite de
invitados, decorada en tonos rosa y gris, Nathan le preguntó:
—¿Te alegras de haber venido?
Estaba a los pies de la cama, mirando la imagen de ella en el espejo. La joven
sonrió con calor.

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—Mucho.
Dejó el cepillo del pelo y se preguntó si tendría idea de lo guapo que estaba; su
pelo moreno le caía sobre la frente; los pantalones negros y la camisa blanca
realzaban su bronceado de un modo espléndido.
Bajó la vista. Ese no era el momento para pensar con lujuria en su marido.
Tenían que ir a cenar y...
¿Podría acostumbrarse alguna vez a las sensaciones que producía en ella?
Esperaba que no.
—¿Dónde te has metido toda la tarde? —preguntó—. Te he echado de menos.
Edward, su padre, y él desaparecieron justo después de comer mientras su
madre y ella quitaban la mesa, ya que Hilda, la doncella, no trabajaba los fines de
semana. Y Olivia lo echó de menos, se preguntó si la evitaba deliberadamente.
—Lo siento. Mi padre está construyendo un modelo de coche en los establos. Le
he dicho que había vuelto a la infancia, pero cuando me lo ha enseñado, me he
quedado sin habla. El cuerpo de un Cobra mezclado con un motor de Rover. Va a ser
algo especial cuando esté terminado.
—Juguetes para los niños —musitó ella con fingida exasperación—. ¿Por qué los
hombres no maduran nunca?
Trataba de aligerar la atmósfera, de provocar la vieja intimidad entre ellos, pero
él se encogió de hombros y se acercó lentamente.
—Se me ocurren algunas cosas de adultos que me gustaría hacer ahora —
comentó con voz ronca—. Eres muy hermosa. No puedo mirarte sin desear llevarte a
la cama. Pero ya me conoces —sonrió sin humor—. Me gusta respetar mis
prioridades. ¿Es mucho esperar que hayas pasado la tarde redactando mentalmente
tu carta de dimisión?
—Me temo que sí —repuso ella; lo miró en el espejo, negándose a bajar la
vista—. No me dejaré coaccionar para tomar una decisión precipitada.
Max siempre había intentado hacer que accediera a sus planes, utilizando
incluso la amenaza de la violencia si ella no cedía. Pero se había resistido entonces y
lo haría de nuevo.
—Necesitamos sostener una conversación auténtica. Lo único que hemos hecho
hasta ahora ha sido gritarnos mutuamente.
—Comprendo —parecía casi aburrido; se volvió a mirar por la ventana—. ¿Y
qué es lo que hay que hablar?
Olivia se mordió el labio inferior. Lo amaba tanto que sería fácil ceder, hacer lo
que él quería, pero, durante su matrimonio con Max, había aprendido que necesitaba
conservar la calma y mantener el control. Si demostraba alguna debilidad, él la
aprovecharía para someterla a su voluntad.

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—De lo que yo quiero hacer, por ejemplo —dijo con serenidad—, pero ahora no
hay tiempo de entrar en eso. Tu madre ha invitado a unos amigos para que me
conozcan. Ruth y Lester Spencer. Debemos bajar enseguida.
Su marido se alejó de la ventana y sacó la chaqueta formal del armario.
—En ese caso, será mejor que cambiemos de tema, ¿no crees? —comentó con
frialdad—. Bueno, dime, ¿qué habéis hecho mamá y tú?
—Muchas cosas —se maquilló con manos temblorosas—. La he ayudado a
preparar las ensaladas y luego hemos hecho limonada y nos hemos sentado en la
rosaleda a charlar.
—¿De qué? ¿Te has aburrido mucho? En cuanto empieza a hablar de sus
funciones de caridad, se duerme todo el mundo. Pero no le digas que te he dicho eso;
la destrozaría.
—Hemos hablado básicamente de ti —se pintó los labios y trató de imitar la
frialdad del tono de él—. Pero no temas, he conseguido no bostezar.
No le dijo que la conversación le había revelado lo poco que sabían sus padres
de sus verdaderos deseos y necesidades.
—Me pregunto si sabes la suerte que tienes —musitó—. Oh, no por esto —
señaló los muebles antiguos de la estancia—, sino por lo mucho que tus padres se
quieren y te quieren a ti. A mí también me gusta, no creas. Me hacen sentir como si al
fin formara parte de una familia.
Ya le había contado que sus padres se habían separado cuando tenía cinco años,
que después del divorcio vendieron la casa y su madre y ella se mudaron a un
apartamento de un dormitorio. Pero él la había acusado de guardar secretos, así que
se decidió a hablar más.
—Antes de que papá nos dejara, sólo recuerdo a los dos peleándose. No volví a
verlo nunca. Él no quería tener hijos. Mamá no dejaba de recordármelo. Oh, años
después se encontró con un amigo común que le dijo que papá había vuelto a
casarse, tenía tres hijos y estaba muy satisfecho. Eso la amargó todavía más. Me decía
a menudo que papá se había ido porque yo era una carga no deseada. El tener que
afrontar el hecho de que era feliz con una familia la obligó a aceptar que la culpa era
suya, no mía. Después de eso, era imposible vivir con ella.
Se puso en pie y se alisó el vestido.
—¿Por eso te casaste tan joven? ¿Para huir de casa? —preguntó Nathan.
—Probablemente. Aunque ya llevaba un año viviendo sola cuando conocí a
Max —dijo con aire de finalidad.
No quería hablar de aquello, pero vio que él la miraba con decepción.
Se mordió el labio inferior, consciente de que él había querido oír que su
matrimonio con Max no había sido fruto de la pasión sino de la situación intolerable
de su casa.

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Pero ya era demasiado tarde para reparar el daño y ella nunca hablaba de sus
años con Max. Ni siquiera pensaba en ellos si podía evitarlo.
Miró su reloj.
—Es hora de bajar. No podemos hacerles esperar más.
Los Spencer, viejos amigos de los padres de Nathan, eran una pareja
acomodada, y el comedor, con sus ventanales amplios abiertos a la brisa de verano,
la mesa de caoba, en la que brillaba el cristal y la plata familiar, era el decorado
perfecto para charlar mientras tomaban langosta, faisán frío y ensalada.
Olivia, más relajada después de dos vasos de buen vino, captó un brillo de
humor en los ojos de Nathan y le sonrió a través de la luz de las velas.
Angela Monroe relataba con entusiasmo el éxito de su función de caridad
favorita, pero Olivia no veía bostezar a nadie; su sonrisa se hizo más amplia.
Allí se sentía aceptada y el dolor y la fealdad de lo ocurrido la noche anterior
habían adquirido la cualidad de un mal sueño, un sueño que no tardaría en
desaparecer de su memoria.
En cuanto se le pasara la sorpresa, Nathan no creería ni una palabra de ello. Y
antes o después accedería a hablar del futuro, escucharía lo que ella tenía que decir
sobre el tema de su trabajo y alcanzarían juntos una decisión que complaciera a
ambos.
Al ver el amor que expresaban los ojos de Nathan al otro lado de la mesa, no
pudo sospechar que todo empezaría a ir mal de nuevo. Muy mal.
—Te echaremos de menos en el comité, Ruth —suspiró Angela—. Aparte de
eso, no sé lo que voy a hacer sin ti. Si me hubieras pedido permiso para vender, te lo
habría negado de plano.
Nathan se volvió hacia Ruth Spencer, sorprendido.
—¿Lester y tú vais a mudaros? Creía que estabais tan enraizados aquí como los
Monroe.
La mujer negó con la cabeza.
—No es cierto. Nosotros no podemos afirmar haber estado aquí desde
Guillermo el Conquistador miró a su esposo—. No ha sido una decisión fácil, pero la
casa es demasiado grande para dos viejos.
Se volvió hacia Olivia.
—No tenemos hijos, así que no nos queda la excusa de pasar la mansión a la
familia. Vamos a vender y retirarnos a la costa, antes de que seamos demasiado
viejos para soportar el trauma de la mudanza. Hemos encontrado una casita
agradable, con un pequeño jardín y pasaremos la propiedad a una familia joven que
pueda llenar todas esas habitaciones.
—¿Estás pensando lo mismo que yo, Angela? sonrió Edward a su esposa.
Era un hombre todavía atractivo, de cabello gris fuerte y espeso, que se parecía
mucho a su hijo.

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—Seguro que sí —Angela dejó los cubiertos sobre el plato y fijó la vista en
Nathan.
—¿Estás pensando en comprar, mamá? ¿Para albergar algunas familias sin
hogar o piensas convertirla en un centro para artesanos pobres? Sea como sea,
puedes contar con mi donación, como siempre.
Olivia lo observó beber vino y pensó que nunca lo había querido tanto. Los
lazos familiares resultaban evidentes. Le interesaba lo que hacían sus padres y
apoyaba las caridades de su madre. Cerró los ojos un instante. ¿Qué había hecho
para merecer el amor de Nathan? Nunca se había sentido tan protegida y amada.
—No, querido, esta vez no.
Angela echó la cabeza a un lado. Su cabello caoba mostraba muy pocas canas y
brillaba a la luz de las velas.
—Livvy y yo hemos charlado esta tarde. Ahora estás casado, así que es hora de
que eches raíces y dejes de viajar por todo el mundo como un vagabundo.
Sonrió, pero Olivia notó que Nathan no le devolvía la sonrisa. Se le encogió el
corazón.
—Ya sé que tienes la casa de Londres. Livvy dice que le encanta y tiene también
su trabajo, así que, supongo que por el momento necesitáis un lugar en Londres. Es
mejor que vivir en hoteles con las maletas a cuestas. Pero también necesitáis algo más
grande —prosiguió con inocencia, totalmente inconsciente de la tensión que creaban
sus palabras—. La mansión Grange sería perfecta. Podrías venir los fines de semana
y, cuando lleguen los niños, instalaros allí. Ya sé que un día esta casa será vuestra,
pero espero que eso tarde mucho y sería un placer teneros cerca.
—Fantástico.
—Una idea espléndida —comentaron los Spencer. —Esta vez te has superado a
ti misma, mamá —dijo Nathan, con una voz sin inflexiones. Déjalo ya, por favor.
Olivia y yo somos muy capaces de planear nuestro futuro.
Silencio. Angela parecía más sorprendida que herida. Probablemente era la
primera vez que su hijo le hablaba así. Olivia pensó que, el resto de las veces que
había intentado meterse en su vida, Nathan se habría limitado a sonreír y hacer luego
lo que quería.
Sabía que no tenía intención de echar raíces. Lo supo en ese momento. Su
noviazgo había sido demasiado corto y apasionado para pensar en el futuro.
Deseó que su suegra no hubiera hablado. La relajación que Nathan había
adquirido durante la cena había desaparecido de nuevo. Pero, aunque le sorprendía
la frialdad de su hijo, Angela no estaba dispuesta a rendirse. Después de todo, era su
madre y tenía derecho a abrir la boca cuando los demás no se atrevían.
—Estoy segura de ello, querido. Pero la casa está en venta y no haría ningún
daño que fuerais a verla, ¿verdad? Podéis acercaros mañana por la mañana, si Lester
y Ruth no tienen inconveniente.

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—No es posible —musitó su hijo—. Salimos directamente después del


desayuno. A las diez como muy tarde.
Era la primera noticia que tenía Olivia. Habían planeado pasar allí el fin de
semana y volver a la ciudad el domingo por la tarde, pero no tenía sentido discutirlo.
Su marido había tomado una decisión y nada de lo que ella dijera podría cambiarla.
Reconoció con un estremecimiento que su humor no tenía nada que ver con la
interferencia bienintencionada de su madre y sí con ella.
Y aunque la conversación viró a otros temas, sintió toda la velada el enfado de
él. Estaba segura de que los demás no lo notarían; ni siquiera sus padres podían
captar como ella los cambios de humor de su hijo.
Mucho más tarde, en cuanto cerraron la puerta del dormitorio, se volvió hacia
ella.
—¿Así que ésa ha sido la conversación de esta tarde? La casa de Londres es
cómoda para tu trabajo, pero te gustaría tener lugar en el campo para echar raíces.
—Nada de eso —repuso ella, que no quería pelearse.
Angela había sido la que hablara; le había dicho que Nathan siempre había
tenido el gusanillo de los viajes. Se alegraba, por tanto, de que se hubiera casado, ya
que lo consideraba una prueba de su voluntad de asentarse.
—La idea de que compráramos esa casa me ha pillado también a mí por
sorpresa.
Se quitó los zapatos y los pendientes, buscando el modo de arreglar las cosas
entre ellos.
—Tus padres saben que trabajo. Es natural que miren al futuro, que crean que
voy a dejarlo cuando tengamos hijos y que necesitaremos un lugar más grande. Es la
pauta más predecible.
Estaba de espaldas, guardando los pendientes en su bolsita de seda y sólo supo
que él se hallaba justo detrás cuando la tomó por los hombros y la volvió hacia sí.
—¿Le has dicho que te he pedido que dejes tu empleo? —le levantó la barbilla—
. Mírame. Quiero verte los ojos. Así sabré si me mientes. ¿Se lo has dicho'?
—No.
Le sostuvo la mirada con expresión herida. La encantadora suite le pareció de
repente un lugar extraño. No quería estar allí. El asunto de su dimisión no tenía nada
que ver con los demás. Los dedos de él apretaron su barbilla hasta hacerle daño.
Trató de apartarse, pero Nathan no se lo permitió. Odiaba que la tocara con rabia.
Eso le recordaba a Max.
—¿Por qué no? ¿Porque no tienes intención de hacer lo que te he pedido? —
su voz era baja, letal—. Mi lugar de trabajo es el mundo entero; eso lo sabías antes de
que nos casáramos. Tú eres mi esposa y te quiero a mi lado. Pero tú no lo ves de ese
modo.
—Mi carrera también es importante —replicó ella.

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¿Por qué todos los hombres tenían que pensar que sus necesidades eran lo más
importante en una relación? ¿Por qué eran las mujeres las que debían adaptarse?
—Yo te he ofrecido otra: ayudarme a mí. Ocupa el lugar de las secretarias a las
que contrato dondequiera que voy. ¿Por qué te parece más importante el empleo de
Caldwell? ¿Te satisface más que estar a mi lado? —la soltó y dejó caer las manos a los
costados—. Si me quisieras, desearías venir conmigo. ¿O ese hombre decía la verdad?
¿No puedes soportar dejar a James Caldwell?

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Capítulo 3

—ESTO empieza a convertirse en hábito —musitó Nathan en la oscuridad. Se


volvió hacia ella—. ¿Qué te parece si lo abandonamos? Olivia, tumbada a poca
distancia de él en la cama, deseó abofetearlo. El tono sensual de su voz indicaba que
estaba más que dispuesto a olvidar su malhumor y las cosas dolorosas que le había
dicho, pero ella no podía.
Hacía treinta y seis horas que no hacían el amor, así que probablemente
empezaba a sentirse frustrado. Sus hormonas masculinas le hacían olvidar que la
había acusado de negarse a dejar su trabajo porque tenía una aventura con su jefe.
Pero ella no lo había olvidado, y si se atrevía a tocarla, gritaría, aunque eso
hiciera que sus padres aparecieran corriendo en su cuarto.
Contuvo el aliento, tensa por dentro, con los ojos doloridos de mirar en la
oscuridad mientras esperaba que se acercara la mano de él.
Y eso era justamente lo que quería. Su cuerpo respondía de modo dramático a la
insinuaci0n. Sería muy fácil echarse en sus brazos y fingir que eso lo arreglaba todo.
Parpadeó y se esforzó por respirar hondo. ¡Sería tan fácil!
—No puedo olvidar tus acusaciones tan fácilmente —dijo con frialdad, para que
él no adivinara lo mucho que deseaba que la abrazara—. Un revolcón ahora no
arreglará las cosas.
—¿Es eso lo que piensas de nuestras relaciones sexuales? —inquirió él con voz
acerada—. ¿Son un simple revolcón?
Olivia deseó, demasiado tarde, haber reprimido sus palabras y haber salido de
la cama para prepararse una taza de té en la cocina. O haber ido en busca del coñac
de Edward y tomado una dosis doble, que seguro que era una idea mucho mejor.
En lugar de ello, fue Nathan quien salió de la cama y buscó su bata. No podía
verlo, pero oía sus movimientos impacientes. Se apoyó sobre un codo, con miedo de
que estuviera alejándose de ella para siempre.
—¿Adónde vas?
Si mencionaba una taza de té o una copa de coñac, se uniría a él. Se dispuso a
saltar de la cama.
—A hacer un par de llamadas —dijo Nathan de mal humor—. Te dejaré la cama
para ti sola. Y no te preocupes, mujercita de mi corazón, no me colaré en ella en
busca de un revolcón furtivo.
¿Por qué había tenido que decir eso? Olivia oyó con angustia cerrarse la puerta
y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Se odiaba a sí misma. Por supuesto, ella no
comparaba la magia de sus relaciones sexuales con un simple revolcón, pero eso ya
debía saberlo él. ¿No podía comprender que sólo había querido vengarse de su
acusación anterior?

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Encendió la luz de la mesilla y buscó los pañuelos de papel para sonarse y


secarse las mejillas. Tenía que arreglar aquello. Hacerle comprender que no quería
decir lo que dijo, que no lo rechazaba a él sino a sus acusaciones.
Era hora de descubrir si creía las cosas que había dicho Hugh. Mientras quedara
alguna duda en la mente de Nathan, no podrían seguir adelante con su futuro.
El raso de la bata resultaba frío contra su piel. Se estremeció y frunció el ceño
con indecisión.
Había dicho que iba a hacer unas llamadas, así que no sería el mejor momento
para intentar una reconciliación. A esa hora de la noche, sólo podía estar llamando al
otro extremo del mundo.
Esperaba que no estuviera tan enojado con ella como para tomar el primer
avión hacia cualquier lejano país...
Se mordió el labio inferior y las piernas comenzaron a temblarle. Se dejó caer en
el borde de la cama. Sabía lo bastante de sus negocios para admirar el modo en que
había hecho fortuna, viajando por todo el mundo en busca de oportunidades para
invertir y comprando acciones en grupos que podían venderse bien.
Una vez le había dicho que sería posible llevar sus negocios desde un despacho
bien equipado, pero prefería la cercanía con sus clientes. ¿Pensaba ampliar sus viajes
al extranjero para castigarla?
Aquellas especulaciones no llevaban a ninguna parte. Y no pasaría toda la
noche al teléfono. Volvió a meterse en la cama y se apoyó contra la almohada,
esperándolo.
Se prometió que, en cuanto apareciera, hablaría con él. Y no tardaría mucho. Le
daría ocasión de hacer sus llamadas. Después de todo, no permanecería fuera toda la
noche.

Pero sí lo hizo. Olivia se despertó desorientada, todavía en bata, y enojada


consigo misma. Se había quedado dormida antes de que él volviera a la cama y no
habían arreglado nada.
Se volvió para enmendar la situación y su cuerpo se puso rígido. El lado de él
seguía vacío. ¿Su rechazo lo había enfurecido hasta el punto de rehusar acercarse a
ella? Se sentía físicamente enferma.
Se encontraron en la escalera de la mansión. Olivia se había duchado y vestido
con rapidez, empeñada en buscarlo, odiando la posibilidad de que su hermosa
relación se hubiera estropeado y jurándose que no permitiría que así fuera.
—¿Dónde te has metido? —preguntó.
Nathan iba completamente vestido y tenía aspecto de no haber dormido nada.
—Trabajando —se detuvo—. A las seis he subido a ducharme y vestirme. Ahora
me han enviado a buscarte para desayunar.

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La joven no tenía hambre. Sentía el estómago revuelto. Nathan la miraba con


ojos extraños y eso la asustaba. Pero no estaba dispuesta a demostrarlo.
—Castigándome por herir tu ego, querrás decir —replicó, resistiendo el impulso
de gritar. Estaba rabiosa por la mentira de él. Si su matrimonio iba a crecer y florecer,
tenían que ser sinceros el uno con el otro y ella odiaba las evasivas. Había tenido
bastantes con Max para durarle toda una vida. Lo miró a los ojos—. Admítelo.
¿Cómo es posible que hayas trabajando en mitad de la noche? Estabas enfadado.
—Yo podría trabajar en cualquier sitio —le informó él con frialdad—. Sólo
necesito un teléfono, papel y bolígrafo. ¿Vienes?
Olivia miró su boca sensual e inmisericorde y se estremeció de deseo. Apretó los
labios para combatirlo. No quería besarlo, quería sacudirlo con fuerza.
Entró en la cocina esforzándose por sonreír a causa de sus padres. El olor a
beicon le dio náuseas.
—No debes permitirle que haga eso —declaró Angela—. No tiene necesidad de
trabajar por la noche.
Apartó un montón de papeles y colocó una bandeja de tostadas en la mesa de la
cocina.
—No gruñas tanto, mamá —sonrió Nathan—. Te hace parecer vieja.
A Olivia le dolía el rostro por el esfuerzo de tratar de mostrarse amable e
incluso divertida, como si aprobara por completo los hábitos de trabajo de su marido.
Edward entró en la estancia oliendo el aire.
—¿Está listo el desayuno? Tengo mucha hambre. Es una lástima que tengáis que
marcharos esta mañana. Podrías haberme ayudado con el Cobra... —vio la mirada de
su esposa—. O haber ido a la iglesia con tu madre. Habíamos pensado comer en el
club de golf, hacen un asado pasable. Yo no quiero huevos, Angie.
Sonrió a Olivia.
—Cuando me acuerdo, procuro controlar el colesterol. Sirve tú el café, por
favor. ¿Seguro que no queréis cambiar de idea y quedaros?
La joven sirvió el café mientras Nathan convencía a sus padres de que tenían
que irse.
—Tengo varias cosas pendientes —comentó, cuando su madre colocó una
bandeja con huevos y beicon en el centro de la mesa.
—Servíos vosotros mismos —invitó Angela—. ¿Cosas pendientes? —movió la
cabeza—. No tienes por qué trabajar. Podrías retirarte mañana y lo sabes. Los adictos
al trabajo no son los mejores maridos, ¿no crees, Livvy?
—Estoy trabajando en ello —musitó la joven.
Hizo lo posible por parecer animada, aunque apenas comió nada. Sonrió, sin
embargo, en espera del momento en que se quedara a solas con Nathan para tratar
de solucionar el lío en que se habían metido.

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No obstante, cuando se alejaron de la casa después de desayunar, se dio cuenta


de que estar a solas no implicaba necesariamente estar más unidos. El silencio entre
ellos era ominoso.
Lo rompió con el corazón encogido.
—Siento lo de anoche. Debes saber que no hablaba en serio —lo miró de
soslayo, pero el perfil de él era muy duro—. Escucha, tenemos que hablar de todo
esto racionalmente. De Hugh, de James, de mi trabajo, incluso de la idea de Angie de
comprar esa casa. De todo.
Habían dejado atrás las carreteras comarcales y Nathan apretó el acelerador. El
coche respondió en el acto y a Olivia se le subió el corazón a la garganta y confió en
que no hubiera radares de la policía por allí.
—Odio esta atmósfera —comentó—. No sé tú, pero yo quiero que todo vuelva a
ser como antes. Nos amamos —declaró con desesperación—. No debería ser tan
difícil.
—Es bastante fácil. Ya sabes lo que quiero. Cuando hayas tomado una decisión,
me avisas. Hasta entonces, no hay mucho que hablar. Piensa en ello.
Sí, ella sabía lo que quería. Cerró los ojos con cansancio. Cada vez que surgía el
tema de su dimisión, Nathan se volvía más insistente.
Todo había empezado de un modo bastante inocuo. Nathan indicó que ella no
necesitaba trabajar, que su empleo los mantendría separados y que quería que lo
acompañara en sus viajes. La joven trató de explicarle que tendría que pensar en ello.
—A James casi le dio un ataque cuando le dije que íbamos a casarnos y le pedí
dos meses de vacaciones —dijo—. Pero cedió porque dijo que yo era la mejor
asistente personal y que no sería permanente.
Sonrió, segura de que la quería lo suficiente para comprender que no podía
telefonear de repente y decir que no pensaba volver.
—Supongo que tendré que entrenar a otra persona y eso lleva tiempo.
Pero Nathan no lo veía de ese modo.
—No es tu dueño —dijo.
Entonces fue cuando la tensión se apoderó de ambos y él sugirió que salieran a
cenar y bailar. Y después de los comentarios escandalosos de Hugh, Nathan había
renunciado a intentar persuadirla y se mostraba cada vez más insistente.
Lo cierto era que acababa de darle un ultimátum. Le había dicho que pensara en
ello y ella no quería hacerlo.
Lo amaba con locura. Estaba dispuesta a morir por él. Pero tenía que
comprender que no iba a permitir que la obligaran a hacer algo que le resultaría
incómodo. Max había hecho aquello demasiadas veces y ella no estaba dispuesta a
que ocurriera de nuevo.
Por otra parte, la posibilidad de que su negativa abriera aún más la brecha que
había entre ambos le llenaba el corazón de dolor.

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Retorció las manos sobre el regazo, rozando el anillo de compromiso que le


regalara él: una amatista montada en oro.
—A juego con el color de tus ojos —le dijo cuando se la puso en el dedo.
Olivia recordaba vívidamente aquel momento, y también los días anteriores y
posteriores. Jamás olvidaría ni un segundo; se aferró al consuelo que le producían
aquellos recuerdos.
Se conocieron un día frío de primavera. Olivia estaba segura de que había
empezado a llover con fuerza sólo para molestarla a ella.
De camino a su casa, pasó por el supermercado y avanzaba calle abajo, cegada
por la lluvia y con las bolsas de comida en la mano.
Una de las bolsas se rompió y esparció sus compras por la acera. La joven lanzó
una maldición y se agachó para recoger lo que pudiera. Lanzó un gruñido de
incredulidad al ver que un zapato elegante pisaba sus rodajas de jamón cocido. Se
enderezó y chocó con un cuerpo masculino, sintió las manos de él sobre los hombros
y levantó la cabeza para mirarlo. Entonces ocurrió.
—No miraba por dónde iba.
Los ojos grises de él la observaban con alegría. Era casi como si la conociera
desde hacía tiempo y le estuviera dando la bienvenida.
Sabía que era la primera vez que se veían, pero tuvo la impresión de conocerlo
desde siempre, de haber estado esperándolo.
Llovía con una furia inusitada y ellos seguían allí de pie, ignorantes del agua y
conscientes sólo el uno del otro.
Y en aquel momento, ella perdió todo el sentido común que había mostrado
siempre, olvidó la promesa solemne que se había hecho de no volver a enamorarse y
se alegró de ello.
—Vamos a ahogamos.
La sonrisa repentina de él hizo que le temblaran las piernas. Bajó una mano para
tomar la de ella. Sus dedos se cerraron en torno a los de él y la sensación de aquella
piel cálida le resultó increíble. Le hizo sentir como si hasta aquel momento hubiera
estado viva sólo a medias y no se hubiera dado cuenta.
Nathan recogió la comida esparcida con la mano libre y arrojó a una papelera la
que estaba empapada. Luego tiró de ella hacia su coche.
Olivia se dejó acomodar en el asiento delantero. Se sentía extraña; la sangre le
ardía en las venas.
—¿A dónde me lleva?
No se detuvo a pensar si era inteligente entrar en el coche de un desconocido.
Estaba empapada hasta los huesos; sabía que debía estar echa un desastre y no pudo
evitar sonreír.
—A mi hotel. Allí puede secarse y le daré de comer. Es lo menos que puedo
hacer después de haber estropeado su compra.

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Olivia tuvo la sensación de pertenecerle por completo. Era un misterio que no


podía explicar, pero real.
—¿Está casado? —preguntó.
—No. ¿Y usted?
—Lo estuve. Murió hace tres años.
Nathan enarcó las cejas y la miró con intensidad. Luego volvió su atención a la
calle, o al menos, a lo que podía ver a través de la lluvia.
—¿Y ahora?
—No he salido con nadie desde entonces. Estoy casada con mi trabajo.
El hombre sonrió con malicia.
—Eso puedo soportarlo; un empleo no es una gran competencia.
—¿Por qué compite usted?
—Por el derecho a meterla en mi cama —repuso él con suavidad.
Olivia se quedó sin aliento. Debía haberle dicho que parara el coche y la dejara
salir. Pero no lo hizo. Ni siquiera le preguntó si la consideraba el tipo de mujer que
podía acostarse con un hombre en cualquier momento. Sabía, con una alegría certera,
que él no pensaba nada de eso.
—¿Cuándo cree que ocurrirá eso? —preguntó, sabiendo la respuesta antes de
que él la diera.
—Cuando usted esté preparada. Cuando comprenda, como he hecho yo en
cuanto la he mirado a los ojos, que somos dos mitades de un todo.
La joven se recostó en el asiento, esforzándose por contener la felicidad que
trascendía a todo lo que había experimentado nunca. Se sentía débil y apenas pudo
ponerse en pie cuando él dio la vuelta al coche y le abrió la puerta.
Se hallaban delante del hotel más lujoso de la ciudad y ella se apoyó en su
brazo. Un portero corrió hacia ellos con un paraguas mientras un mozo se llevaba las
llaves del lujoso coche gris.
—Un día horrible, señor Monroe —musitó el portero.
Así supo su nombre. Sonrió para sí.
—Se equivoca, Ben; es el día más perfecto que ha amanecido jamás.
Su brazo apretó la cintura de ella, que se apoyó contra él y se dejó conducir
hasta el ascensor sintiéndose segura.
La suite era una muestra de elegancia contenida, nada suntuoso, pero de una
sencillez refinada. Olivia abrió mucho los ojos. Debía costar una fortuna hospedarse
allí. Se estremeció.
—Estás tiritando —le tomó las palmas de las manos para calentárselas.
La joven miró la habitación.

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—No lo había notado. Supongo que me ha afectado ver cómo vive la otra mitad.
—Te acostumbrarás.
Si su sonrisa la calentaba, sus ojos hacían que le ardiera la piel.
—Cuando paso por Londres, me gusta quedarme aquí. Suelo vivir con las
maletas hechas. Podría funcionar igual de bien con un despacho bien equipado y un
par de empleados, pero prefiero moverme y contratar secretarias o traductores
cuando los necesito.
Se había arrodillado para quitarle los zapatos empapados y volvió a ponerse en
pie para desabrocharle la chaqueta.
—Pero lo que hagamos los dos para ganarnos la vida no importa —su mirada
era suave, sonriente, su voz baja y seductora—. Dime tu nombre.
Aquello le hizo sonreír. Era absurdo que estuvieran tan cerca y todavía no
supieran nada del otro.
—Olivia.
—Te sienta bien. Nathan Monroe. Háblame de ti —le ayudó a quitarse la
chaqueta, que se pegaba a la seda de la blusa—. Para empezar, ¿cuál es tu comida
favorita?
La joven rió con ganas.
—Oh, el helado italiano —él la conducía ya al baño, decorado en tonos azul
pálido y crema, con una bañera lo bastante grande para nadar en ella—. Y pescado
con patatas fritas, por supuesto, envueltos en papel de periódico y con abundante sal
y vinagre.
—Eso no se nota.
Miró con aprobación la longitud del cuerpo de ella.
—No me lo permito muy a menudo —sonrió la joven—. Se puede uno cansar de
lo bueno.
—En eso no estoy de acuerdo.
Su hermosa sonrisa la dejó sin aliento; sus ojos seguían mirándola y el cuerpo de
ella ardía bajo su escrutinio.
Jamás en su vida había experimentado nada tan erótico y, cuando él se volvió a
llenar la bañera, comprendió que acababan de embarcarse en un viaje que sólo podía
tener un final.
Lo observó. Nathan se había quitado ya la chaqueta y la tela blanca de la camisa
realzaba sus hombros y los músculos de sus brazos y pecho.
Debilitada por el deseo, sólo se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento
cuando él se enderezó y se aflojó la corbata.
—Métete en la bañera o te quedarás fría —avanzó hasta la puerta—. Deja fuera
tu ropa mojada. Me encargaré de que la laven.

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En cuanto la puerta se cerró tras él, Olivia sintió una alegría aún más profunda.
Si Nathan hubiera decidido bañarse con ella, no podría haber hecho nada al respecto.
El hecho de que no fuera así, de que estuviera dispuesto a esperar, reforzaba su
confianza en él.
Entró en la sala envuelta en un albornoz que él había dejado preparado. Sus
pies descalzos se hundían en la gruesa alfombra.
Su boca temblaba ligeramente, sus ojos miraban con vacilación. Por primera vez
desde su encuentro, se sentía insegura, como si volviera a ser una jovencita inexperta.
¿Todo aquello había ocurrido en realidad? Algo había pasado, desde luego. Al
menos a ella. Se había enamorado en el acto de Nathan Monroe, ¿pero cómo iba él a
sentir lo mismo?
—Livvy.
Se levantó del sillón de piel y su sonrisa, la mirada de sus ojos cuando tendió las
manos, desvanecieron las dudas de ella con tanta eficiencia como disuelven los rayos
del sol la niebla de la mañana.
Se había puesto unos tejanos y un suéter de algodón negro y, como ella, iba
descalzo. La tomó en los brazos, la miró a los ojos y la besó. La besó con tal gentileza
que ella sintió deseos de gritar ante la belleza de aquel momento.
Levantó una mano para tocar su rostro, absorbiendo la esencia de él a través de
las yemas de los dedos, y él los tomó y los besó uno a uno. Olivia captó los latidos del
corazón de él contra su pecho, notó que su cuerpo se tensaba y lo vio sonreír al
tiempo que se apartaba un poco.
—Te he prometido darte de comer, querida —apretó un botón cerca de la
puerta—. Y mientras comemos, puedes contármelo todo sobre ti. Quiero saber hasta
el último detalle.
La condujo hasta una mesa ya puesta, y, antes de que ella tuviera tiempo de
admirar la delicada porcelana, la plata pesada de los cubiertos y los adornos florales,
le tendió una copa de champán y asintió al camarero que cruzaba la suite con dos
paquetes envueltos en papel de periódico.
—Me han asegurado que son el mejor pescado y patatas fritas de Londres —dijo
Nathan.
Olivia soltó una carcajada y abrió el paquete, colocado sobre un plato de
porcelana de china. Comió luego con las manos, rehusando los cubiertos. Apenas
acababa de terminar cuando le quitaron el plato para colocar un vaso de helado en su
lugar.
Cerró los ojos para saborear mejor la primera cucharada y decidió que parecía
italiano de verdad; y ella se sentía flotando en una nube de felicidad, porque él se
había tomado todas aquellas molestias por complacerla e insistido en que el
prestigioso hotel sirviera aquella comida incongruente.

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—Me has hablado muy poco de ti —dijo Nathan, cuando se marchó el camarero
y se quedaron solos con el café—. Y quizá tienes razón. Lo que importa es el futuro.
Es lo más importante que tenemos.

Cuando Nathan aparcó al fin enfrente de la casa de Londres, Olivia se hallaba a


punto de llorar.
—¿Recuerdas cómo nos conocimos? —preguntó con voz densa por la
emoción—. ¿Recuerdas que dijiste que el futuro era lo más importante que teníamos?
No pongamos eso en peligro, Nat.
Sus ojos le suplicaban que la mirara, que confiara en ella, pero él mantuvo la
vista fija al frente.
—La decisión es tuya. Ya sabes lo que tienes que hacer.
Apagó el motor y salió del coche sin mirarla. Olivia sintió que su mundo se
destruía a su alrededor y no sabía cómo podría volver a reunir las piezas.

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Capítulo 4

OLIVIA siguió a Nathan a la casa. Hacía lo imposible por mantener la calma. Su


marido la trataba como a un paria y parecía dispuesto a continuar así hasta que ella
cediera e hiciera exactamente lo que él quería.
No sabía que pudiera ser tan arrogante y autoritario, pero lo cierto era que sabía
tan poco de él como él de ella. Había creído que se habían conocido intuitivamente y
de inmediato, pero, obviamente, les quedaban muchas cosas por descubrir.
Lo que sí sabía era que aquello sentaría la pauta de su relación futura. Si
permitía que se impusiera en aquel momento, que se negara a escuchar su punto de
vista, se pasaría el resto de su vida dándole órdenes.
Era una situación terrible, pero debía conservar la calma. Gritar no conduciría a
ninguna parte. Tenían que discutir el problema y alcanzar un compromiso aceptable.
Nathan tenía que comprender que no había más remedio.
Lo observó llevar las maletas escaleras arriba. Todo había cambiado y no podía
soportarlo. Ni siquiera la casita le parecía ya confortable; se sentía como una intrusa,
como si no tuviera derecho a estar allí.
Decidió que aquello era pura paranoia y subió tras él. Lo encontró en el
dormitorio, inclinado sobre la maleta abierta; sacaba los papeles que había llenado de
notas la noche anterior.
Olivia respiró hondo y se acercó a él. Rozó levemente la piel bronceada de su
antebrazo y sintió que su cuerpo se tensaba bajo su contacto.
—Hablemos de ello, querido.
Su tono era esperanzado, casi alegre. Bastaba que sus pieles se tocaran para que
cada uno fuera tan consciente del otro que nada más importaba.
Nathan se volvió hacia ella, respiró hondo y sus ojos se fijaron en los labios
entreabiertos de Olivia, como si reviviera en su mente todos los besos apasionados
que habían compartido. La joven comprendió, con alegría, que estaban demasiado
enamorados para dejar que algo como su empleo se interpusiera entre ellos.
—No hay nada que hablar —repuso él, apartando la vista—. Ya sabes lo que
quiero. Ya te he dicho cuál es mi decisión.
—No puedo creerlo.
No estaba segura de si había hablado en voz alta o sólo en el interior de su
mente. Pero sí estaba segura de su estupidez. No había tomado en consideración su
terquedad masculina. Sintió un frío de derrota en su interior.
La deseaba, pero deseaba más salirse con la suya.
—Estaré en el estudio durante un par de horas. Eso te dará tiempo de decidir lo
que quieres hacer con tu empleo.

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Olivia reprimió su rabia y trató de mostrarse razonable.


—Escucha, analicemos esto como adultos, ¿vale?
Pero no podía evitar que la adrenalina hiciera fluir su sangre con fuerza. No
podía ocultar sus efectos, el color que sofocaba su piel cremosa, daba a sus ojos un
brillo de piedras preciosas y la obligaba a respirar deprisa, lo que hacía que sus
pechos empujaran la tela suave de su blusa.
Los ojos de Nathan se posaron en ellos.
—Puedo ser tan adulto como tú quieras.
Su voz era ronca. Olivia sabía a qué se refería, sabía lo que deseaba.
—Livvy...
La joven pensó, exultante, que ya no se esforzaba por combatir su deseo. Un
temblor recorrió su interior. La intensidad de las emociones que era capaz de
producir en él le hacía sentirse fuerte y, al mismo tiempo, extrañamente humilde.
Nathan tendió una mano y le acarició con ternura el pelo y luego el rostro.
Olivia lo adoraba, lo amaba más que a su vida, pero les debía a ambos el derecho a
exigir ser oída. Ceder a las exigencias de él la disminuiría a sus ojos, la convertiría en
una mujer distinta a la que había elegido por esposa.
Cerró los ojos con impotencia. Su cuerpo se abría como una flor, apoyándose en
la fuerza cálida de él.
—Yo también te deseo mucho, pero tenemos que hablar.
Abrió los ojos con esfuerzo. Le pesaban los párpados. Lo miró entre las
pestañas, animándolo a asentir.
—Nada de hablar —envolvió el largo cabello de ella en torno a su muñeca y la
atrajo hacia sí—. Nada de discusiones, cariño. Sólo esto —la besó con persuasión—.
Es el único modo que conozco de obligarte a hacer algo —murmuró contra su boca.
Olivia le acarició el pelo al tiempo que se esforzaba por controlarse. Hacer el
amor con él era maravilloso, irresistible, una ley de la naturaleza, pero tenían que
hablar, sentar algunas bases. Y sí, era cierto que se convertía en su esclava cuando la
tocaba y la miraba de aquel modo especial.
—Es injusto —protestó débilmente.
Lo vio sonreír y, de repente, sintió un resentimiento profundo, que la obligó a
soltarle el pelo.
—¡Bastardo engreído! ¿Mi opinión no cuenta nada?
Nathan la miró con dureza, sujetando todavía su cabello. Ya no sonreía.
—¿Quieres una respuesta?
La besó con pasión salvaje, apretando su cuerpo contra la puerta, y ella se
estrechó contra él y abrió los labios para recibir su beso.

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Entonces, como él conocía bien su cuerpo, comenzó a acariciarla con soltura.


Introdujo los dedos bajo el dobladillo de la camiseta de ella y rozó la piel de su
estómago. Olivia lo oyó contener el aliento, sintió la dureza de sus músculos bajo la
mano y supo que el deseo se había apoderado de él.
Ambos se conocían muy bien en aquella faceta.
—Mi querido amor... —susurró él—. Me das mucho placer.
Olivia acarició sus labios separados y bajó luego la mano hacia el cuerpo
masculino. Desabrochó después, muy despacio, los botones de su blusa, uno a uno, y
se la quitó viendo como la miraba él.
_¡Bruja!
Le desabrochó el sujetador. Sus ojos devoraron un instante los pechos de ella;
luego se quitó la camiseta y la tomó en sus brazos.
—En esto no caben las discusiones, querida —susurró contra el pelo de ella—.
Sólo tú y yo.
La llevó en brazos hasta la cama.

Aquella tarde de verano, Olivia estaba tumbada en la cama, con el cuerpo


caliente y relajado. Su boca mostraba todavía las huellas de su pasión.
Tendió una mano con languidez para tocar el sitio donde había estado él. Debía
haber dormido un par de horas por lo menos. Sus labios se curvaron en una sonrisa.
La fortaleza de Nathan era increíble; él jamás se permitía el lujo de recuperar el sueño
perdido.
Pronto se ducharía y vestiría e iría a buscarlo en su estudio, la pequeña estancia
de la parte trasera de la casa que había equipado con los últimos inventos
electrónicos, lo que le permitía estar en contacto con los mercados financieros
mundiales y hablar con cualquiera en cualquier parte.
Cerró los ojos. Antes tenía que aclarar sus pensamientos, revisarlos con calma.
Les debía eso a los dos.
Recordó en primer lugar que Nathan no había dado señales de machismo hasta
que surgió el tema de su empleo. Desde el día en que se conocieron, su primer interés
había sido ella: su bienestar, su comodidad, su placer.
Después de sus años desgraciados con Max, donde la norma había sido un
egoísmo completo por parte de él, la consideración y sensibilidad de su nuevo
marido habían sido para ella una revelación. Nathan hacía que se sintiera segura,
adorada y mimada.
Incluso cuando le propuso que dejara su empleo, lo hizo sin grandes exigencias.
La joven creyó haberlo convencido de que no podía dejar un trabajo que llevaba años
haciendo sin antes pensarlo mucho.
Pero todo eso cambió cuando oyó las palabras de Hugh en el club.

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Aquello sembró una semilla venenosa y ella debía encargarse de que no llegara
a florecer.
Saltó de la cama, buscó ropa limpia y se metió en el cuarto de baño. Nathan le
había preguntado si todas las acusaciones de Hugh eran mentira y eso la había hecho
sentirse insultada. Su culpabilidad la hacía mostrarse muy sensible, casi a la
defensiva.
Se esforzó por comprender el punto de vista de él mientras se ponía una camisa
de algodón verde y sus tejanos blancos favoritos. Se colocó unas sandalias y salió a la
cocina a preparar té.
Tarareó mientras lo hacía. Estaba contenta y adoraba aquella cocina.
—Estilo campero —recordó haber dicho ella cuando él le preguntó sus
preferencias.
—Tus deseos son órdenes —había dicho él—. Siempre conseguirás lo que
quieras.
La abrazó y ella supo que, dos segundos después de que el diseñador se
marchara, Nathan le haría el amor en el suelo desnudo de la casa, todavía sin
muebles, que iba a convertirse en su hogar.
Preparaba la bandeja del té cuando notó los brazos de él en torno a su cuerpo,
apretándola contra sí.
—Creí que estabas trabajando —volvió a medias la cabeza y la apoyó contra el
ángulo del hombro de él.
—Así era —Nathan apoyó la barbilla sobre la cabeza de Olivia mientras le
acariciaba el estómago—. Luego he tenido la brillante idea de despertarte con una
bandeja de té. Y si me dabas las gracias con calor, tal vez te recompensaría con una
repetición de lo de antes. Te has quedado dormida encima de mí, ¿recuerdas?
—Sólo después de que tus atenciones nos hubieran agotado a ambos —le
recordó ella con voz ronca.
Podía sentir ya la fuerza del deseo de él contra la parte baja de su espalda, las
caricias de las manos de él en sus pechos. Y volvía a flotar, a perderse en sí misma...
Le apartó las manos con fuerza, odiándose a sí misma por ello y apagó el agua
hirviente. Se volvió hacia él con ojos serios.
La sonrisa de él expresaba una gran confianza en su poder viril. Creía que ella
había roto la intimidad del momento para ocuparse del agua y que volvería a echarse
en sus brazos al instante.
Le tendió las manos. Olivia se esforzó en ignorarlas.
No quería hacerlo, pero era preciso.
Nathan enarcó las cejas divertido.
—¿Ya vuelves a jugar, Livvy? Sabes a dónde conduce eso, ¿verdad?

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La joven negó con la cabeza; colocó un dedo sobre los labios de él para hacerle
guardar silencio y se arrepintió en el acto, ya que él le tomó la mano y le besó los
dedos.
Sería muy fácil dejar que la condujera de nuevo al mundo privado de su pasión,
a ese lugar exquisito que sólo existía para ellos, donde nada más importaba excepto
su amor, su necesidad mutua.
Pero había cosas que aclarar, cosas que deberían haber aclarado antes de ese
momento.
—Esto es serio —dijo con voz firme—. Creo que sé por qué quieres que deje mi
empleo.
—Para que pases más tiempo conmigo, con tu esposo. Me parece que ya te lo he
dicho.
Hablaba con voz seca y le soltó las manos.
—Tú no estás dispuesto a llegar a un compromiso —repuso ella—. Al principio,
eso me preocupaba porque no lo entendía. No podía creer que pudieras ser tan
arrogante.
—Créelo —su voz era fría. Apartó una silla de la mesa de pino y se sentó con las
manos cruzadas detrás de la cabeza y las piernas extendidas ante él—. Puedo ser tan
arrogante como sea preciso. Y si fuera posible encontrar un compromiso aceptable, lo
tendría en cuenta.
—Entonces piensa en esto —se sentó en el borde de la mesa, con las piernas
colgando—. Tú trabajas todo lo que puedas desde aquí, desde casa. Dijiste que era
posible, ¿recuerdas? Puedes incluso contratar una secretaria permanente en vez de
recurrir al trabajo temporal. Yo sigo con mi empleo y sólo tenemos que separarnos
cuando sea estrictamente necesario que viajes. Así los dos conseguiremos lo que
queremos.
—No. Me niego a verme encerrado en una caja —la miró con frialdad—. ¿Tienes
algún compromiso más que ofrecer?
Olivia parpadeó para ocultar el dolor que sentía. Llevaban poco más de una
semana viviendo en su maravillosa casa y él la consideraba ya una prisión. Recordó
cómo se habían divertido planeando con el diseñador la decoración antes de la boda
para que todo fuera perfecto al regreso de su luna de miel.
—Aunque pudiera ofrecerte una docena, tú no me escucharías —musitó con
voz neutra, negándose a demostrar hasta qué punto la había herido—. Y
básicamente, creo que eres un egoísta —respiró hondo—. Es por lo de Hugh
Caldwell, ¿verdad? No es mi carrera lo que te preocupa, quieres que me aleje de
James. No puedes evitar pensar que pueda haber algo de verdad en lo que dijo.
Mientras hablaba, lo observaba con atención, convencida de estar en lo cierto,
sabiendo que, de haber sido al revés, a ella le hubiera costado mucho evitar las
sospechas, apartar las dudas de su mente. Pero aun así, la furia de la reacción de él la
sobresaltó.

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Nathan se puso en pie con la mandíbula apretada.


—¡No quiero creerlo, maldición! —dijo entre dientes—. Pruébame que mentía.
Deja ese maldito trabajo mañana y demuéstrame que no es cierto.

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Capítulo 5

LA FURIA que expresaban los ojos de Nathan y el grado de desconfianza que


implicaba hizo que Olivia sintiera náuseas. Se mordió el labio inferior en un esfuerzo
por no llorar.
—No debería tener que demostrar nada, en especial a ti —dijo con voz
entrecortada.
El sol inundaba su encantadora cocina, pero ella sentía frío hasta los huesos.
—James y yo nunca hemos tenido una aventura —dijo—. Tendrás que aceptar
mi palabra. Una amistad sí, pero no una aventura.
—Descríbela. Describe esa amistad —su rostro era inexpresivo, como el de un
extraño—. ¿Y bien?
Olivia se dejó caer sobre la silla que él había dejado libre. Retorció los nudillos
sobre el regazo. Hablar de su relación con James le traería a la mente recuerdos
dolorosos, los remordimientos que llevaba tres años tratando de ocultar mostrarían
otra vez su feo rostro.
Nathan esperaba y, cada segundo que pasaba, afianzaba más las sospechas en
su mente, erosionando lo que había entre ellos. No podía permitir que eso ocurriera.
El precio era alto, pero tendría que pagarlo.
—Mi trabajo siempre lo fue todo para mí —dijo, sin saber cómo ni por dónde
empezar—. Me he esforzado mucho para llegar a donde estoy. Tuve que ir a la
escuela nocturna y aprender sin cesar. Al fin llegué tan alto como era posible en la
compañía: asistente personal de James. Más dinero y más seguridad. Tanto Max
como yo lo necesitábamos. A él le costaba trabajo mantener un empleo.
En realidad, nunca había tenido uno de verdad, sólo interminables proyectos
entusiastas que acababan en nada.
Al final, Olivia se cansó de oír hablar de ellos, en especial cuando llegó su
desilusión final al comprobar que él había gastado dinero de sus padres e invertido
también el pequeño legado que le dejara la madre de ella, muerta un año después de
su matrimonio.
Cuando se conocieron, le pareció lleno de vida y energía. Cuando le pidió que
se casara con él, aceptó, en parte porque la había deslumbrado y en parte porque
había llevado una vida sin amor y necesitaba importarle a alguien.
Pero menos de un año después de su matrimonio lo veía ya tal y como era:
inmaduro, lleno de planes y sueños irrealizables. Entonces comprendió que, si
querían sobrevivir, debía trabajar duro, estudiar, aprender habilidades nuevas y
hacerse una carrera propia.
Cuando descubrió que Max había hipotecado la modesta casa de Islington que
les habían regalado sus padres al casarse, no dijo una palabra. Escuchó sin reaccionar
las explicaciones de él de que necesitaba el dinero para financiar una compañía

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editorial que iba a publicar libros de autoayuda escritos por una mujer que parecía
pasar más tiempo en su casa que fuera de ella.
Sabía que el proyecto fracasaría y sospechaba que Max y la mujer eran algo más
que socios. Pero para entonces ya no le importaba. Se limitó a trabajar más.
—Mi empleo se convirtió en mi vida —explicó con sinceridad, apartando sus
pensamientos secretos—. Una huida de la realidad de lo que ocurría en el resto de mi
vida. Y James se mostró... —buscó la palabra que pudiera ofenderle menos—
comprensivo. No sé cómo habría sobrevivido al periodo posterior a la muerte de
Max sin él.
La verdad podía herir. Vio una chispa de dolor en los ojos de Nathan y se culpó
a sí misma por el desastre que había sido su vida anterior, un desastre que
mancillaba todavía su relación con la única persona que la había querido de verdad.
—Debiste amar mucho a Max —dijo él.
Olivia lo miró confusa. Su marido no comprendía nada. Por otra parte, ella no
se lo había contado todo.
—Una vez creí quererlo —admitió—. Estaba lleno de vida y entusiasmo. Pero
era incapaz de encauzarlo en la dirección correcta. Al menos, eso es lo que yo creo.
Hacia el final, ambos nos teníamos una antipatía profunda.
—No me lo habías dicho.
Su voz se había suavizado. Se acercó a ella, le tomó las manos y la ayudó a
incorporarse para abrazarla.
La joven sintió deseos de llorar. Se apoyó contra él, aferrándose a su fuerza.
Nathan no sabía lo peor de todo aquello. Desconocía lo peor de ella y esperaba que
así fuera siempre.
—Comprendo que no quieras hablar en público de un matrimonio desastroso,
cariño, pero se trata de mí, ¿recuerdas? No vuelvas a cerrarte de ese modo conmigo.
¿Me lo prometes? Malo o bueno, quiero saber todo lo que haya que saber sobre ti.
Valoro las cosas que puedan acercarnos.
Se sentó con ella en su regazo.
—Supongo que he exagerado la situación como un idiota. Por primera vez en
mi vida, no podía controlar mis emociones. Pero es que tú me afectas mucho. El mero
hecho de oír tu nombre emparejado con el de otro hombre me puso furioso. Y tu
desgana a dejar el empleo lo empeoró todo aún más. ¿No lo comprendes? Y con esto
no pretendo excusar mi comportamiento, sólo explicarlo. ¿Me perdonas?
Olivia asintió, demasiado emocionada para hablar. Nathan le abría su corazón,
era lo bastante fuerte para admitir su debilidad. Probablemente nunca antes había
sentido celos de nadie y le costaba trabajo controlarlos.
Le echó los brazos al cuello, pero él le tomó las manos y las sujetó contra su
pecho, creando así una pequeña distancia entre ellos que le permitía observar su
expresión.

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—Comprendo que consideraras tu empleo como un salvavidas, que fuera lo


más importante para ti en ese momento. Necesitabas un sueldo seguro, ¿no? Pero ya
no es así. No necesitas ni el empleo ni el sueldo.
Hablaba con calma, observando la reacción de ella.
—Eres mi esposa y tu compromiso es conmigo. Y yo te quiero siempre a mi
lado, ¿comprendes? Cuando tengamos nuestro primer hijo, nos asentaremos,
echaremos raíces. Pero hasta entonces me gustaría trabajar como hasta ahora y te
necesito a mi lado. Eso no estoy dispuesto a negociarlo.
Una declaración de firmeza. Olivia le sostuvo la mirada unos instantes y luego
bajó la vista y capituló mentalmente. Lo quería demasiado para continuar aquella
horrible discusión sobre su derecho a controlar su vida laboral tanto como él
controlaba la suya.
—Yo también quiero estar contigo —dijo; se preguntó por qué había
reaccionado como lo hizo. Por qué la había enfurecido tener que ser la que se
adaptara—. Odio estar lejos de ti —confesó.
La semana anterior, la primera de vuelta al trabajo después de la luna de miel,
sólo le pareció tolerable porque sabía que él comería con ella a diario y la esperaría
fuera de la oficina a las cinco y media para llevarla a casa. `
Si se negaba a dejar su empleo, Nathan no la estaría esperando. Estaría en el
otro extremo del mundo y ella no podría soportarlo.
Amaba su ambición, su modo de saber lo que quería y encargarse de
conseguirlo, su actitud práctica y responsable, tan distinta de la de Max.
Y tenía razón. Ella ya no necesitaba su empleo. Nathan no era Max. No tenía
que encargarse personalmente de buscar seguridad. Su marido era su seguridad, su
amor, todo su mundo. Podía confiar plenamente en él.
—Mañana le diré a James que quiero irme —prometió—. Pero tengo dos
condiciones.
—Lo que tú digas —sonrió él.
Estaba muy atractivo. Olivia se moría por besarlo y sabía que él lo sabía.
—Trabajaré contigo, como tú sugeriste. No quiero estar desocupada —las
manos de él acariciaron su pecho y tragó saliva—. No quiero ser una muñeca a la que
sacan de su caja y con la que juegan fuera de las horas de trabajo, ¿de acuerdo?
—Hecho —la miró con ojos brillantes—. Jugaré contigo en horas de trabajo
también. No será difícil. Ya sabes que no puedo resistirme. Tu título de secretaria no
será una gran defensa. Ahora que lo pienso, creo que es hora de jugar. ¿Tú no?
Introdujo las manos bajo la camisa de ella y Olivia dio un respingo.
—He dicho dos condiciones.
—¿Mmmm?

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—Trabajaré hasta que... —trató de ignorar las caricias de él sobre sus pechos
desnudos, pero le resultó imposible—. Trabajaré un mes para buscar a alguien. Es lo
justo.
—Hecho.
El hombre bajó lentamente la cabeza morena...

Las oficinas centrales de la compañía de Ingeniería Caldwell ocupaba el piso


superior de una torre de acero y cristal situada en la ribera norte del Támesis.
Olivia entró por la puerta giratoria; ya echaba de menos a Nathan.
—Te veré a la una —le había prometido él al dejarla—. En el restaurante italiano
de costumbre.
La besó luego con lentitud y la joven tuvo que hacer un gran esfuerzo para
soltarse de sus brazos y entrar en el edificio.
No le entusiasmaba la idea de anunciarle su dimisión a James y sabía que
echaría de menos su trabajo y también a él y a los amigos que había hecho allí a lo
largo de los años.
Pero echaría mucho más de menos a Nathan si éste se dedicaba a viajar por el
mundo sin ella. No había opción.
En el ascensor se pintó de nuevo los labios y salió a la recepción del último piso.
Entró en el despacho de su secretaria. Molly parecía nerviosa.
—Ocurre algo gordo —abrió mucho sus ojos azules y apretó los labios—. Acabo
de llegar, así que no he podido captar mucho, sólo malas vibraciones —miró por
encima de su hombro—. Tiene algo que ver con el señor Hugh. Estoy segura. Ha
salido del despacho del señor James con aire de querer matar a la primera persona
que se cruce con él.
—No dudes de que ya nos enteraremos —repuso Olivia—. Abre el correo y veré
lo que puedo averiguar.
Se quitó la chaqueta del traje mientras pedía en silencio que no se tratara de
nada grave. No quería que nada estropeara su marcha.
Se alisó la falda y pensó que, en un mes, se podían arreglar muchas cosas. Y si
James había decidido al fin que ya tenía bastante y le había dicho a Hugh que se
buscara otro empleo, ella sería la primera en aplaudir su decisión.
Ya en su despacho, abrió su agenda y el archivo confidencial y sacó la carpeta
de Rossi, los fabricantes de coches italianos. Tenía que trabajar con James en ella
aquel día.
Miró a su alrededor. La estancia, decorada en tonos suaves grises y verdes,
había sido su refugio en los últimos años de su matrimonio con Max. El lugar donde
había podido olvidar los desastres de su vida y crear seguridad. Era allí, en su
trabajo, donde había encontrado su identidad y demostrado su valía.

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Pero Nathan tenía razón. Ya no lo necesitaba. Tenía su amor y lo tenía a él. Y eso
era lo único que necesitaba por el momento.
No obstante, no sería fácil decírselo a James. Tenía ya bastantes problemas con
la compañía y con su vida personal para tener que dedicarse además a buscar un
asistente personal.
Tomó la carpeta y salió por la puerta que conectaba sus despachos. No llamó
antes; jamás había habido ceremonias entre ellos. Podía ser su jefe y un hombre
bastante poderoso, pero ante todo era su amigo.
Encontró a James en su silla de cuero. De espaldas a ella, miraba la vista
panorámica de Londres desde la ventana. La joven pronunció su nombre y él se
volvió con una leve sonrisa en su cansado rostro.
Atractivo al modo clásico, sólo tenía cuarenta años, cuatro más que Nathan.
Pero aquella mañana parecía el padre de su marido. Su sonrisa no podía ocultar la
ansiedad de sus ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, con miedo—. ¿Se trata de Vanessa?
Olivia era la única persona de la compañía que sabía que su esposa estaba de
nuevo embarazada. Vanessa había insistido en ello. Después de dar a luz a un niño
muerto y tres abortos, creía que, cuanta menos gente lo supiera, mejor.
—No, gracias a Dios. Vanessa está bien, aunque aburrida de tanto descanso y
revisiones médicas. Y tiene miedo, por supuesto, aunque procura ocultarlo —apoyó
las manos sobre la mesa y se puso en pie—. Se trata de Hugh —apretó los labios—.
Al fin lo ha estropeado todo.
Olivia temió por un instante que hubiera oído los rumores que se dedicaba a
difundir su hermano. Eso era lo último que necesitaba en ese momento. Si Vanessa se
enteraba, aquello la destruiría. Había llevado durante meses una vida de inválida y,
en su estado, podía resultarle fácil creer los rumores. Además, una alteración
emocional de ese tipo podía ser peligrosa.
Afortunadamente, ése no parecía ser el problema. James le hizo señas de que se
sentara y llamó a Molly para que les llevara café.
—Necesito algo de cafeína —sonrió débilmente—. Hugh nunca ha trabajado
mucho —admitió—. Yo siempre lo he tapado, no me preguntes por qué. Supongo
que porque somos familia. Pero...
Se interrumpió al ver que Molly entraba con la bandeja y sólo continuó cuando
la secretaria salió de la estancia.
—Ya sabes que estamos perdiendo encargos. Lo sabe toda la compañía. Tenía
mis sospechas y ordené algunas investigaciones mientras estabas fuera —aceptó el
café que le tendió ella—. Ha estado aceptando sobornos de nuestros competidores y
elevando sustancialmente nuestros precios para asegurarse de que los encargos iban
a parar a ellos.
—¡Eso es terrible! —exclamó Olivia, atónita.

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Siempre había sabido que Hugh Caldwell era un gusano, un celoso patológico
de los logros de su hermano mayor, de su aspecto, de su riqueza personal, pero
resultaba increíble que hubiera caído tan bajo.
James asintió; apretó la taza con ambas manos como si necesitara el consuelo de
su calor.
—Esta mañana a las seis he recibido la confirmación irrefutable —empujó un
fax a través de la mesa con la punta de un dedo, como si no quisiera tocarlo—. Lo he
llamado y le he dicho que viniera enseguida. Ha intentado negarlo, pero le he
mostrado las pruebas y le he dicho que había terminado aquí.
Olivia pensó que ésa era la mejor noticia que James podía dar a la Junta
Directiva. Hugh Caldwell había sido un estorbo durante muchos años. Pero no podía
decir aquello en voz alta. James estaba muy afectado por la perfidia de su hermano y
había algo más que ella necesitaba saber.
—Dices que esto ha durado algún tiempo. ¿Por qué no me dijiste nada la
semana pasada?
—¿Y preocuparte tanto como lo estaba yo? —sonrió con calor—. Acababas de
volver de tu luna de miel, radiante y llena de alegría. No quería estropeártelo. Preferí
esperar a tener pruebas.
Olivia se estremeció en su interior. Hugh Caldwell había estado a punto de
estropear aquella alegría con sus viciosas mentiras. Pensó que quizá debía advertir a
James de los rumores que empezaba a circular, pero decidió no hacerlo. Ya tenía
bastantes problemas sin eso.
—De todos modos —dijo él, dejando la taza vacía en la bandeja—, tenemos una
mañana muy atareada por delante. Debemos trabajar en el trato con Rossi,
asegurarnos de que Hugh no lo ha estropeado y organizar una reunión con los jefes
de departamento. ¿Quieres convocarla para las diez? Cerciórate de que asisten todos.
Tendremos que nombrar otro director de ventas. El joven Foster, quizá, ¿o tal vez
Liam Griffiths? ¿O sería mejor alguien de fuera? Tenemos que pensarlo y estar
seguros de no meter la pata esta vez, así que, hasta que hayamos conseguido el
negocio con Rossi, nos ocuparemos de eso tú y yo.
Olivia se quedó fría. Se levantó con rodillas temblorosas. Dejó la carpeta sobre la
mesa y tomó la bandeja para salir a su despacho a organizar la reunión.
—Tendrás que buscar también un asistente personal —dijo con
remordimientos—. Lo siento, James. Sé que es un mal momento, pero Nathan viaja
por todo el mundo y los dos queremos estar juntos —lo miró a los ojos—. Trabajaré
un mes más, desde luego, y confío en que podamos arreglarlo todo antes.
—No lo creo —miró la carpeta de Rossi—. Si no conseguimos ese pedido
italiano y logramos fortalecer el negocio, estaremos en la ruina. No será sólo cuestión
de despedir a parte del personal, sino de vender.
—No tenía ni idea.

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Olivia volvió a sentarse. Se sentía dividida. Sabía que habían tenido menos
pedidos, pero desconocía la magnitud del desastre. Habían ocurrido muchas cosas en
los dos meses que había pasado fuera.
—Todo se complicó mientras estabas de luna de miel —admitió James—. Y
tendremos que trabajar como mulas para volver a la normalidad —la miró a los
ojos—. Escucha, confío en ti. Tú eres mi mano derecha; conoces este negocio tan bien
como yo. Te necesito, Li. Si queremos salir de ésta, te necesito a mi lado. ¿Puedes
ampliar ese mes a seis? Para entonces, con tu ayuda, todo volverá a estar en su sitio.
¿Qué podía decir? La joven se mordió el labio inferior y suspiró. Habían
trabajando en equipo durante mucho tiempo. Y Vanessa y él habían estado a su lado
después de la muerte de Max, la habían ayudado a superarla y mantener la cabeza
alta. Y antes de eso, mucho antes, cuando ella era una humilde secretaria en el
departamento de contabilidad, James percibió su potencial y la alentó a estudiar,
ascendiéndola poco a poco hasta su puesto actual.
¿Cómo iba a dejarlo plantado en ese momento?
Cerró los ojos un instante. Nathan y ella tenían el resto de su vida para estar
juntos. ¿Qué eran seis meses más o menos? Su marido lo comprendería cuando le
explicara la situación.
—Seis meses —asintió, con la esperanza de estar haciendo lo correcto—. Estoy
en deuda contigo.
James la miró aliviado y ella se levantó y volvió a tomar la bandeja, mientras se
preguntaba cómo iba a contarle a Nathan el cambio de planes y se decía que él lo
comprendería. No tenía más remedio. No era un niño que fuera a pillar una rabieta si
no conseguía lo que quería.
La reunión de dos horas fue bien; discutieron el mejor modo de reajustar los
departamentos y conseguir nuevos pedidos y los directores salieron con rostro serio
para llevar la noticia a sus respectivos departamentos.
Cuando regresó a su despacho, James abrió la carpeta de Rossi.
—¿Empezamos con esto? —preguntó—. Foster tendrá que revisar los costes y
descubrir si Hugh los ha inflado.
Olivia acercó la silla al escritorio de él, abrió su cuaderno de notas y ambos
empezaron a trabajar; tan absortos estaban que olvidaron la hora hasta que se abrió
la puerta del despacho y Nathan dijo con frialdad:
—No había nadie fuera. Espero no molestar.
Olivia levantó la vista con el corazón latiéndole con fuerza, incapaz de evitar
que un rubor culpable cubriera su rostro. Una rápida mirada al reloj del escritorio le
dijo que debería haberse reunido con él media hora atrás. Se sentía fatal.
—Lo siento, Nathan. Ha surgido algo.
No pudo evitar ponerse en pie de un salto, aunque sabía que aquella prisa la
haría parecer aún más culpable. Vio la escena a través de los ojos de él: los dos
sentados juntos, con las cabezas juntas inclinadas sobre los papeles.

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Pero su disculpa no obtuvo ningún efecto. Los ojos grises de Nathan la miraron
con frialdad. La joven se apresuró a presentarlos.
—Monroe —James se levantó sonriente y le tendió la mano—. Me alegro de
conocerlo al fin, aunque esté intentando apartar a Liv de mí.
La joven pensó que aquello no era lo mejor que podía haber dicho, dadas las
circunstancias. Pero James no tenía por qué saberlo. Nathan se acercó a estrecharle la
mano, cosa que hizo con una brevedad insultante.
—No lo intento, Caldwell —corrigió—. Ya lo he conseguido. Dentro de un mes,
mi esposa será sólo un recuerdo aquí.
James pareció sorprendido. No podía comprender aquel antagonismo e
ignoraba por completo las mentiras que Nathan había oído. Tampoco podía saber
que aquel hombre sentía celos de él, celos que la joven había alimentado al olvidarse
así de la hora. Pensó que debía haberle contado a James las calumnias de Hugh.
Pero ya era demasiado tarde. Los dos hombres se miraban y James le diría en
cualquier momento que estaba equivocado, que había convencido a Olivia para que
se quedara seis meses más.
—Tenemos que darnos prisa —tomó el brazo de Nathan con fuerza—. He
reservado la mesa de costumbre. No nos la guardarán indefinidamente.
Sabía que hablaba con rapidez. Sus ojos suplicaron a James que guardara
silencio y su mano tiró del brazo de Nathan, pero no sintió ningún alivio cuando él se
volvió y la siguió fuera. La comida con su esposo no sería un asunto cómodo.
Se sentía como si estuviera a punto de entrar en una zona de guerra.

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Capítulo 6

EL PEQUEÑO restaurante estaba atestado y el ruido resultaba ensordecedor.


Olivia movió la pasta con desconsuelo en su plato. Todos los demás parecían estar
pasándolo bien; sólo Nathan y ella formaban una isla de incomodidad en medio de la
alegría del resto de la gente.
Su marido no le había reñido por olvidar su cita y tener que subir a buscarla.
Tampoco había mencionado que la había encontrado trabajando en armonía con el
mismo hombre con el que la unían los rumores.
Hubiera sido más fácil que lo hiciera. Así podría haberle explicado aquel
incidente en lugar de permitir que éste creciera en su mente, quitándole el apetito.
Dejó el tenedor y abandonó la comida para beber un sorbo de agua.
Nathan se mostraba muy cortés; le hablaba con voz distante del trabajo de
aquella mañana. Le describió varias de sus llamadas de teléfono y explicó sus análisis
de ciertas tendencias financieras de los mercados.
—Desde mi punto de vista, un grupo manufacturero de Filipinas está a punto
de afrontar una OPA hostil por parte de una compañía japonesa. No hay datos
precisos, sólo es intuición —hizo girar con facilidad los espaguetis en torno a su
tenedor—. Un alma caritativa sería bien recibida, una inyección de capital que
asegure esos empleos filipinos que de otro modo se perderían. Es el tipo de proyecto
que me atrae. Estoy tentado a examinarlo con calma.
Pero no hablaba con mucha animación sino, más bien, como si estuviera dando
una conferencia a un grupo de estudiantes. Olivia resistió el impulso de taparse los
oídos para borrar la fría precisión de su voz.
Quería que le hablara de su trabajo, desde luego, pero no de aquel modo.
Odiaba la distancia que él colocaba deliberadamente entre ambos. La trataba como si
fuera una desconocida que no le interesara mucho.
Y no sabía cuál sería su reacción cuando le confesara que había prometido a
James que seguiría en su puesto durante seis meses.
—¿No comes? —preguntó él con sequedad—. Te aburro, ¿verdad? ¿Te he
quitado el apetito?
—¡Basta! —exclamó ella—. Deja ya de castigarme. Siento haber olvidado la
hora, pero hay una crisis...
—¿Y eso te disculpa? —dejó el tenedor. Su plato estaba tan vacío como su voz o
sus ojos—. Surge algo en el trabajo y te olvidas de todo lo demás: tu cita conmigo, mi
preocupación por si te ha ocurrido algo... olvidas que existo y todo porque estás
ocupada apretando la mano de tu jefe.
—No tienes motivos para estar celoso. Y ya te he dicho que lo siento. ¿Qué más
puedo decir?

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La cabeza empezaba a dolerle con fuerza. Nathan sonrió y se recostó en su silla.


—No dejas de decirme que no tengo por qué estar celoso —llamó a un camarero
y pidió café, pero sus ojos no abandonaron el rostro de ella—. ¿Le has dicho que a
estas alturas la mitad de Londres cree que tenéis una aventura? Dijiste que lo
discutirías con él antes de hacer algo, ¿recuerdas? En aquel momento no pude evitar
preguntarme si tu insistencia en discutirlo con él se debía a que ambos queríais
reajustar vuestras historias y limitar el daño lo más posible.
Guardó silencio mientras llevaban el café y Olivia se puso en pie con el rostro
arrebolado. ¡Estaba harta de todo aquello! ¿Por qué se mostraba tan dispuesto a
pensar lo peor de ella? ¿Había tenido en el pasado tan pocos escrúpulos sexuales que
creía que todos los demás hacían lo mismo?
—Siéntate.
La presión de la mano de él en su muñeca la obligó a obedecer. Lo miró con
rabia, a punto de llorar.
—¿Por qué? Tú no puedes confiar en mí. ¿Qué sentido tiene todo esto?
Luchaba por no hacer una escena en público, pero la histeria empezaba a
apoderarse de su mente.
—Tranquilízate —la miraba con dureza, pero su pulgar acariciaba la piel
interior de su muñeca—. Estaba a punto de decirte que me doy cuenta de que he sido
injusto al pensar eso aunque haya sido por un momento. De confesar que tengo una
mente cínica. Bueno, ¿qué me dices? ¿Está de acuerdo en que demandemos a su
querido hermano?
Seguía acariciándole la muñeca. Olivia pensó que debía captar por fuerza la
aceleración de su pulso e interpretarlo como una muestra de culpabilidad.
Respiró hondo y enderezó los hombros.
—No se lo he dicho —admitió—. Vanessa, su esposa, está enferma. Ninguno de
ellos necesitan ese problema añadido en este momento.
Nathan le soltó la mano con brusquedad. Olivia la retiró y se mordió los labios.
—Te muestras muy protectora con ellos, querida —musitó él con frialdad—,
pero no esperes que yo finja que no oí nada y me quede quieto.
Apartó con un dedo la taza de café que no había probado.
—Supongo que te habrás acordado de presentar tu dimisión. ¿O la crisis
también te ha hecho olvidar eso además de nuestra cita para comer?
—Odio que te muestres tan sarcástico —su rabia aumentaba en proporción
directa a la frialdad de él—. Claro que se lo he dicho. No le ha gustado. Eso ya lo
esperaba. Pero lo ha comprendido. James es un hombre comprensivo.
Notó que los miraban desde otras mesas y bajó la voz.
—Mi contrato exige un mes de aviso previo. Me ha pedido que le dé seis.
—¿Y? —la miró con frialdad.

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—He aceptado —repuso ella—. A la vista de lo ocurrido, no tenía opción.


Nathan pidió la cuenta y sacó una tarjeta de crédito del bolsillo.
—Tenías muchas opciones, pero has tomado ya tu decisión. Estás en tu derecho.
Olivia lo miró de hito en hito. No podía creer que hablara con tanta calma.
Esperaba, más bien, una reacción explosiva. Se sintió excluida y triste. Estaban tan
distanciados en ese momento como si vivieran en planetas distintos.
Nathan volvió a guardarse la tarjeta.
—Saldré para Hong Kong en cuanto consiga el billete. Llevo dos meses
esperando por ti y estaba dispuesto a esperar un mes más, pero no otros seis. Así que
los dos hemos tomado nuestras decisiones y no parece que haya nada más que
añadir —se puso en pie—. ¿Vienes? Estoy seguro de que quieres volver lo antes
posible a tu crisis.
La joven se levantó y echó a andar delante de él entre las mesas, con la boca
apretada y la cabeza alta. Pero en cuanto estuvieron en la acera, se volvió hacia
Nathan, a punto de llorar.
—Tú sugeriste que tomáramos dos meses. También era tu luna de miel,
¿recuerdas?
¿Cómo se atrevía a insinuar que el tiempo pasado en las Bahamas había sido
sólo por ella? ¿Unas vacaciones caras para conquistar a su esposa mientras contaba
en secreto los días que faltaban para volver a su trabajo? ¿Cómo se atrevía?
Nathan enarcó una ceja y paró a un taxi.
—Yo no quería quedarme tanto tiempo —comentó ella, incapaz de creer que
aquello estuviera ocurriendo—. No fui yo la que lo pidió. ¿Ni siquiera quieres saber
lo que ha ocurrido, por qué me he sentido obligada a aceptar?
—No especialmente. Estoy seguro de que ya te has convencido de que tienes
muy buenas razones para ello.
La ayudó a entrar en el taxi y dio la dirección de su trabajo al conductor. Olivia
se sentó con la espalda rígida, el rostro rojo de rabia, y miró hacia adelante durante el
corto trayecto.
¿Cómo podía ser tan egoísta? ¿Por qué actuaba como si sus deseos y opiniones
fueran los únicos que contaban? ¿Y cómo podía apartarla de su vida de aquel modo?
¡La metía en un taxi porque no quería molestarse en acompañarla andando, no podía
esperar a librarse de ella para empezar a organizar su viaje al otro extremo del
mundo.
Apartó con decisión los problemas personales de su mente y trabajó toda la
tarde contestando las llamadas de James, ya que él había ido a las Midlands, a visitar
la más grande de las tres fábricas de la compañía.
Cuando Nathan se colaba en su mente, se esforzaba por alejarlo de nuevo. No
podía permitir que su tristeza, su ansiedad por lo ocurrido entre ellos, arruinara su
concentración. Le pagaban para hacer un trabajo y lo haría lo mejor que pudiera.

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Sentía una fuerte tentación de llamarlo y decirle que se quedaría a trabajar


tarde, pero la reprimió y, cuando volvió a la casa de Chelsea, deseó no haberlo hecho.
No le había sorprendido que él no estuviera esperándola en la puerta, dispuesto
a llevarla a casa. Después del desastre de comida que habían compartido, no lo
esperaba.
Pero se sintió muy herida cuando abrió la puerta y encontró la casa vacía, sin
una nota que dijera dónde estaba o cuándo volvería. La soledad la envolvió como un
sudario.
Después de ducharse y cambiarse, vio su rostro, inundado de tristeza, en el
espejo, y trató de animarse. Aquello no podía seguir así. Prepararía una cena que
pudiera aguantar hasta que él decidiera regresar, lo recibiría con una sonrisa, le diría
que lo quería y le obligaría a escuchar las razones que le habían hecho aceptar la
petición de James.
En el frigorífico había un pollo y ella lo cortó en trozos, añadió verduras y un
chorro de vino blanco y lo metió en el horno. Estaba dudando si preparar una
ensalada o esperar a que él llegara a casa cuando sonó el timbre de la puerta.
Su primer pensamiento fue que Nathan había tenido un accidente. Que su rabia
le había hecho perder su concentración habitual al volante. Su corazón empezó a latir
con fuerza y sintió que las piernas le temblaban.
Sería una variación terrible de lo ocurrido con Max. Y aquello también había
sido culpa suya.
Se obligó a ir hasta la puerta, agarrándose a los muebles. Y casi se cayó de alivio
al ver a Angela en lugar de a un policía.
—Querida, menos mal que estáis aquí. Estaba segura de que, en caso de haberos
marchado, nos habríais avisado. La línea ha estado comunicando toda la mañana y
esta tarde no contestaba nadie. Y me niego a utilizar ese contestador. Yo no hablo con
máquinas. Así que me he dicho que, si no estabais en casa, siempre podía ir a un
hotel y he decidido venir de todos modos.
Olivia tomó la pequeña maleta de piel que había en la puerta; su alivio era tan
intenso que no podía parar de sonreír.
Abrazó a su suegra.
—No creas que no me alegro de verte, ¿pero ocurre algo?
Ya más tranquila, observó el traje antiguo de ante de la mujer, su cabello
despeinado y los zapatos pesados propios de un trabajo en el jardín. Era evidente
que Angela se había vestido con rapidez.
—¿Ocurrir, querida? No he dejado al padre de Nathan y huido de casa, si eso es
lo que crees. No tendrás que aguantar eternamente a tu suegra. No, he dejado a
Edward en casa y he venido a la ciudad para ir de compras hasta que me caiga
redonda.
Angela Monroe entró en la sala de estar, seguida por Olivia. Se quitó los zapatos
y la chaqueta.

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—Ah, eso ya está mucho mejor. En el tren hacía un calor espantoso. Me he


puesto lo primero que he encontrado. Sé que no era necesaria tanta prisa, pero no
tengo nada que ponerme. Nada que sea verdaderamente elegante. Y eso es justo lo
que necesito —se dejó caer en un sillón y miró con alegría a su alrededor—. Es un
lugar precioso. Pequeño, pero ideal. ¿Dónde está Nathan?
—Fuera, trabajando.
Pensó con amargura que estaría buscando el primer vuelo que saliera del país.
Pero debería haberle dicho cuánto tiempo pensaba estar fuera. No obstante, no le
diría nada de eso a su madre. Sirvió dos vasos de vino blanco y se sentó con ella en la
sala.
—¿Y por qué necesitas algo tan elegante? —preguntó.
—¿No te lo he dicho? Debes pensar que estoy loca. La verdad es que todo ha
ocurrido tan deprisa que no sé ni dónde estoy. Un vino excelente. Chardonnay,
¿verdad? Mi favorito.
Vio la expresión de divertida exasperación de Olivia.
—Edward y yo hemos decidido que nos merecemos unas vacaciones. Hace años
que no salimos de casa y se nos ha ocurrido marcharnos a finales de septiembre,
cuando el jardín no necesita tantos cuidados. Pero esta mañana nos han ofrecido una
cancelación. Dos semanas en un crucero por las islas griegas. Un crucero de lujo a un
precio de saldo. No podíamos rechazarlo, así que salimos el viernes. Pero tenía que
venir a comprar; además, puedo hacerlo con el dinero que nos vamos a ahorrar en las
vacaciones.
Terminó el vino y tendió el vaso para pedir más.
—Sólo me quedaré un par de noches, pero si no os parece conveniente,
decídmelo. Seguro que encontraré habitación en un hotel aunque Londres esté lleno
de turistas extranjeros.
—Ni se te ocurra —le aseguró Olivia.
Estaba nerviosa, pero procuró no demostrarlo. Volvió a llenar los vasos, sonrió
y le preguntó qué clase de ropa deseaba comprar y dónde mientras pensaba en su
interior si Nathan y ella podrían mostrar la imagen de un matrimonio feliz delante
de su avispada madre.
Más aún, ¿tendría ocasión de hablar con él en privado, para explicarle
exactamente por qué había decidido seguir seis meses más en el trabajo? ¿De
suplicarle que lo entendiera y asegurarle que no era lo que deseaba pero su
conciencia no le permitía negarse?
—Te mostraré tu habitación.
Se puso en pie. El reloj marcaba ya más de las ocho. ¿Dónde diablos se había
metido su marido? ¿Por qué no la llamaba si pensaba llegar tarde? ¿O formaba eso
parte de su castigo?
Ocultó su angustia, tomó la maleta y dijo con ligereza:

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—Cenaremos dentro de media hora. Debes estar hambrienta. Le guardaremos la


comida a Nathan. Es un asado y no se estropeará.
—Oh, es preciosa. Me encantan los colores. Son frescos y relajantes a un tiempo.
Amarillo limón y gris azulado con toques de blanco. Olivia aceptó los
cumplidos desde el umbral.
—Te dejaré sacar tus cosas.
—Comprendo que hayáis comprado esta casa —la retuvo la mujer—. Es
encantadora. Pero no me imagino a Nathan viviendo en una casita de muñecas
mucho tiempo —dejó su maleta en la cama y abrió las correas—. Es una lástima lo de
la mansión Grange. Me hubiera gustado teneros cerca, pero supongo que no fue el
momento oportuno.
Sacó un largo camisón de algodón, hizo una mueca de disgusto y lo ocultó
debajo de la almohada.
—Tendré que comprar más cosas de las que creía. Es increíble cómo se deteriora
tu guardarropa cuando no sales a ninguna parte, ¿verdad? No, en mi opinión, el
único modo de que Nathan eche raíces es buscarle un sitio donde tenga espacio para
moverse y respirar. Una casa familiar con acres de jardín.
Colocó sus cosas de aseo en la cómoda.
—No creo que esté preparado... —musitó Olivia.
—Te equivocas. Nathan es muy posesivo, siempre lo ha sido. Si el terreno fuera
suyo, se quedaría en él; echaría raíces sin darse cuenta. Lo que tienes que hacer,
querida, es quedarte embarazada.
Se volvió hacia la joven, que estaba de espaldas a la puerta. Su rostro se iluminó.
—Ah, ¿al fin has vuelto, querido? ¿Te he sorprendido? Voy a pasar un par de
días aquí... privilegio de madre. Tu padre y yo vamos a hacer un crucero y los dos
necesitamos ropa nueva. Te lo contaré todo durante la cena.

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Capítulo 7

¿DESDE cuándo te has convertido en consejera sentimental?


La voz fría de Nathan hizo estremecerse a Olivia.
Se volvió con lentitud, con una sonrisa rígida en el rostro.
—No te he oído entrar.
—Es evidente.
Su voz era seca, pero sonreía, aunque sólo lo hiciera por su madre.
—¿Qué te trae por aquí, aparte de ese repentino deseo de meterte en mis
asuntos?
—A mí no me asustas, Nathan Monroe —sonrió la mujer.
Buscó un lugar donde colocar la maleta, no lo encontró y la dejó en el suelo. Se
acercó a abrazar a su hijo, al que besó con entusiasmo en ambas mejillas.
—Yo te cambié los pañales, ¿recuerdas? Te sequé las lágrimas y te obligué a
comer verduras. Y he venido porque, como ya te he dicho, nos vamos de crucero. El
viernes. Y tengo que ir de compras.
—Voy a ver la cena —musitó Olivia.
Se alejó y los dejó solos. Tanto ella como Nathan habrían podido pasarse muy
bien sin el comentario inoportuno de su madre. Él creería que habían estado
hablando del mejor modo de evitar que recorriera el mundo, obligarlo a quedarse en
casa y tener hijos con los que su madre pudiera jugar.
Cerró la puerta de la cocina a sus espaldas y procuró calmarse. Metió patatas en
el microondas, preparó una ensalada y sacó otra botella de vino que colocó sobre la
mesa para que la abriera Nathan.
Desde que oyeran los comentarios malintencionados de Hugh Caldwell, todo
había ido de mal en peor.
Sacó los platos y decidió que su suerte tenía que cambiar antes o después, así
que quizá Angela decidiera retirarse temprano y le permitiera hablar a solas con su
esposo.
Se propuso que dejaría caer algunos comentarios sobre lo agotador que podía
resultar ir de compras en Londres y cruzaría los dedos.
Al final, la cena resultó bastante relajante. Nadie podía permanecer mucho
tiempo enfadado con Angela; desde luego, no su hijo. Y nadie podía estar triste
tampoco en su compañía.
—Tengo que encontrar algo apropiado para Edward —había vuelto al tema de
las compras y rehusó con la cabeza el queso y la fruta que le ofrecía Olivia—. Ha sido
una cena deliciosa, no puedo más.

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Echó la cabeza a un lado cuando su hijo le ofreció más vino.


—¿Crees que debería? Ya he bebido dos vasos.
—Te ayudará a dormir, mamá —miró a su mujer—. Ya sabes que siempre
extrañas las camas nuevas.
Olivia le sostuvo la mirada, saboreando el calor de sus ojos grises. Sabía lo que
quería. Quería que su madre durmiera como un tronco.
Pensó de repente que esa mirada indicaba que estaba dispuesto a darle la
oportunidad de explicar sus motivos para acceder a seguir trabajando. Seguro que
los comprendería. Luego se marcharía a Hong Kong y ella lo echaría mucho de
menos, pero no tendría que lidiar además con el dolor de pensar que su relación se
veía amenazada.
—Oh, bueno, uno más no hará daño —musitó Angela, tendiendo su vaso—.
Como os decía, tengo que comprarle algo también a tu padre. Por supuesto, él jura
que no necesita nada. Dice que ya tiene ropa de vacaciones y supongo que se refiere
a esos horribles pantalones cortos que solía llevar. ¿Te acuerdas de ellos? No se los
quitó en todo el mes que estuvimos en Turquía cuando eras pequeño. Le he dicho
que me niego a poner los pies en un crucero de lujo si mete eso en la maleta. Tienen
más de mil años.
Sonrió a Olivia.
—Lo guarda todo. Se niega a tirar nada por si puede utilizarlo algún día.
—Ya me acuerdo —sonrió Nathan—. A mí no me importaban sus pantalones, lo
que me importaba era su habilidad para sacar un equipo de criquet de las piedras.
Los niños lo seguían como si fuera el flautista de Hamelín, así que conseguí hacer
muchos amigos.
—Y yo muchos sándwiches —se rió Angela—. Y pasteles enormes y litros y
litros de limonada para alimentar a aquellos brutos, por no mencionar a los padres y
madres que se apuntaban de repente.
Se volvió a sonreír a su nuera y Nathan le tomó la mano.
Olivia se sentía en ese momento rodeada de amor y seguridad. Nathan sería un
padre maravilloso; estaba segura. Con padres como los suyos, ¿cómo iba a ser de
otro modo?
Todo se arreglaría. Su marido se había enojado comprensiblemente, porque no
quería esperar seis meses más. Eso podía entenderlo, igual que entendería él la
decisión que había tomado ella.
Y pronto podría explicárselo todo. Antes no estaba dispuesto a escuchar, pero
sabía que ya sí. Lo leía en su sonrisa, en la suavidad de su mirada, en el contacto
cálido de su mano. Sintió un nudo en la garganta y carraspeó.
—¿Café? —preguntó.
Angela negó con la cabeza.

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—Yo no, pero tomadlo vosotros. Os ayudaré a quitar los platos y me iré a la
cama. Mañana tengo un día atareado.
Olivia rehusó su oferta de ayuda.
—No es necesario. Lo único que tengo que hacer es meter esto en el lavaplatos.
Sonó el teléfono. Nathan fue a contestar.
—Si necesitas algo, sólo tienes que pedirlo. Desayunaremos todos juntos a las
ocho —dijo la joven.
—Es para ti —le informó Nathan.
Le tendió el teléfono con aire sombrío.
Era James.
—Escucha, Livvy, siento pedirte esto, ¿pero puedes ir a quedarte con Vanessa?
Sólo hasta que yo llegue. Estoy en Birmingham y salgo ahora para allá. Ya he salido
del hotel.
Su voz sonaba muy preocupada y, antes de que pudiera rehusar amablemente,
ya que no quería aplazar su conversación con Nathan por nada en el mundo, se vio
obligada a preguntar.
—¿Estás bien?
Vanessa siempre se ponía nerviosa cuando estaba embarazada y James se
alejaba de casa. Antes de conocer a Nathan, Olivia solía quedarse a veces con ella, en
parte porque le caía bien y le preocupaba también su embarazo y en parte porque les
debía mucho a James y a ella.
—¿Yo? Sí —no parecía muy seguro—. Se trata de Vanessa. La he llamado hace
diez minutos y estaba llorando. Ha sangrado un poco. El médico va de camino y
estoy seguro de que insistirá en ingresarla. No quiero que esté sola si ocurre lo peor.
Se lo pediría a su hermana, pero está con su familia en Normandía. Y Vanessa te
prefiere a ti.
Olivia sintió un frío repentino. Si Vanessa perdía también aquel niño, se
derrumbaría por completo. Por el rabillo del ojo, vio que Angela se despedía con la
mano y le daba las buenas noches. Cuando se quedaron solos, notó la mirada
vigilante de Nathan.
—Voy para allá —dijo, de todos modos, consciente de que no podía hacer otra
cosa.
—¿Qué ocurre? ¿No puede dejarte en paz cinco minutos? —la miró con aire
amenazador—. Si cree que mi esposa va a salir corriendo cada vez que silba, ya
puede olvidarlo.
—No voy con él —repuso la joven, nerviosa. Se pasó los dedos por el pelo—. Es
Vanessa, su esposa. Está embarazada y...
—Deberías tomar notas para asegurarte de no confundir luego tus historias.
Recuerdo que me dijiste que estaba enferma.

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Se metió las manos en los bolsillos y sonrió con una sorna que indicaba que no
pensaba creer nada de lo que dijera.
—¿Desde cuándo se considera el embarazo una enfermedad? ¿Y qué tiene eso
que ver contigo?
—¿Por qué nunca me escuchas? —preguntó ella con voz ronca e inestable—.
¡Siempre te apresuras a sacar conclusiones!
Se volvió hacia el teléfono y marcó el número de una compañía de taxis, pero la
mano de Nathan le quitó el auricular y lo colgó.
—Vale, te escucho. Pero antes de que se te ocurran un centenar de razones para
pasar el resto de la velada con James Caldwell, quizá debas saber que son las últimas
horas que estaremos juntos en bastante tiempo. Mañana por la mañana salgo de
viaje.
Olivia no esperaba que fuera a marcharse tan pronto. Sabía que estaba deseando
volver a su vida normal de trabajo y consideraba que seis meses era demasiado
tiempo para pasarlo encerrado en su casa. En cierto modo lo entendía, pero lo de que
se marchara al día siguiente... Y Vanessa corría el peligro de tener otro aborto, la
esperaba y necesitaba su apoyo...
—¿Y bien? —preguntó Nathan con dureza, recordándole que seguía esperando.
Olivia sintió que no podía respirar. Se estremeció ante la enormidad de lo que
parecía estar ocurriendo entre ellos.
—No tengo intención de pasar el resto de la velada con James —dijo con voz
densa—. Me ha llamado desde Birmingham y ha salido ya hacia aquí —se encogió de
hombros con impotencia—. Y para las mujeres como Vanessa, el embarazo es una
especie de enfermedad. Los dos desean hijos, pero ya ha tenido tres abortos y un
niño muerto.
Respiró hondo.
—Esta vez está guardando reposo y todo parecía ir bien hasta hoy —lo miró con
tristeza—. El doctor va de camino. James está seguro de que querrá hospitalizarla.
No hay nadie más que pueda acudir a su lado.
Observó con ansiedad el rostro duro de él.
—Si me dices que no vaya, si dices que yendo arruinaré nuestro matrimonio,
me quedaré. Pero si no puedes creer que no salgo corriendo a una cita con James,
entonces no hay mucha esperanza para nosotros, ¿verdad?
Nathan la miró largo rato.
—Busca tus cosas —gruñó al fin—. Yo te llevaré.
—Puedo llamar a un taxi. Has bebido vino —le recordó ella, temblorosa.
Odiaba sentirlo tan distante. Odiaba la dureza con que la miraba.
—Un vaso de vino con la cena no cuenta. Dime a dónde vamos.
—A Belgravia —musitó ella.

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Buscó su bolso de piel. ¿Insistía en llevarla por consideración, porque así


ahorraría tiempo, o quería vigilarla? ¿Podía creer que le había mentido, que había
inventado aquella historia para tapar un encuentro secreto con su amante?
No podía preguntárselo. Sería más seguro no destapar aquella caja de Pandora.
El trayecto hasta la casa elegante de Belgravia no duró mucho. Cuando aparcó el
coche, Nathan apagó el motor y dijo:
—Entraré contigo.
Había luces en las ventanas de los dos pisos. Olivia se imaginaba a Vanessa
esperando, llena de ansiedad. No le gustaría que un desconocido la viera así.
—¿O prefieres que no lo haga? —preguntó él con sequedad.
La miró con sorna, notando el modo en que ella se mordía los labios con
nerviosismo.
Las primeras estrellas brillaban ya en el cielo y Olivia fijó la vista en la más
grande y brillante. ¡Si pudiera desear que desaparecieran los acontecimientos de los
últimos días! Cada cosa que ocurría añadía una piedra más a la columna de recelos
de Nathan. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que formaran un muro alto e
impenetrable?
Suspiró.
—Entra si quieres —dijo con cansancio—, pero te advierto que Vanessa no se
sentirá muy sociable.
Todavía no había ni rastro del coche del médico y su amiga estaría pendiente de
su llegada, desesperada ante la posibilidad de tener otro aborto.
Nathan puso el motor en marcha.
—No estaba pensando en hacerme amigo suyo, pero acepto tu desgana.
Llámame cuando quieras que venga a buscarte.
Olivia lo observó alejarse calle abajo con tristeza. Nathan no había cedido ni un
milímetro. Casi daba la impresión de que supiera que su relación se hundía y no le
importara.
Se recordó que había ido allí para apoyar a Vanessa todo lo posible. Reprimió
las lágrimas y subió los escalones...

—Estoy segura de que esta vez todo irá bien —aseguró Olivia, repitiendo las
palabras que había dicho el médico en la clínica privada—. Está en las mejores manos
y sólo faltan dos meses más.
Estaba tan cansada que apenas podía mantener los ojos abiertos. Amanecía ya
en la ciudad.

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—Espero que estés en lo cierto —murmuró James, con los dedos rígidos en el
volante y el rostro gris de fatiga—. Me destroza verla sufrir así. No puedo soportar
pensar lo que ocurrirá si pierde este niño. ¡Me siento tan inútil!
Los ojos de Olivia se llenaron de lágrimas compasivas.
—Ahora no tiene dolores —musitó—. Y eso es una buena señal. Y tú no eres un
inútil. No pienses en ello. Siempre estás a su lado y eso es lo que cuenta.
—Anoche no estaba —replicó él—. Y gracias por dejarme una nota diciéndome
que estaba en la clínica. Gracias por todo. Me ha dicho que empezó a sentirse mucho
mejor desde que llegaste. No me ha gustado tener que llamarte, pero no se me
ocurría nadie más.

—Tonterías —dijo Olivia, con sinceridad—. Vanessa y tú hicisteis mucho por mí


cuando murió Max. Sé que nunca podré pagaros esa deuda por mucho que me
llames en casos de crisis.
James se encogió de hombros.
—Espero que a Nathan no le haya importado. Parecía... —hizo una pausa,
buscando las palabra adecuadas—, algo agresivo esta tarde.
Por un segundo, la joven sintió tentaciones de contarle los rumores que esparcía
Hugh. Eso lo explicaría todo. Pero decidió no hacerlo. El pobre James tenía ya
preocupaciones de sobra.
—Estaba enojado porque había olvidado nuestra cita para comer —lo excusó—.
No tenía nada que ver contigo.
Pensó que ojalá fuera cierto aquello. Estaban ya cerca de la esquina de su casa y
comenzaba a dudar que hubiera sido buena idea permitir que James la llevara.
Se disponía a llamar a un taxi en la clínica, cuando su jefe la encontró y se negó
a dejar que molestara a Nathan a aquella hora.
—Voy a buscar algunas cosas para Vanessa y dormir un poco, así que puedo
llevarte yo. Es lo menos que puedo hacer. ¿Para qué vas a sacarlo de la cama sin
necesidad?
¿Pero Nathan lo vería de ese modo? ¿O había estado esperando que ella lo
llamara para ir a buscarla? El hecho de no telefonearlo, ¿no alimentaría aún más sus
sospechas?
Apretó los labios y maldijo el día en que había nacido Hugh Caldwell. Todo
aquel lío era culpa suya; eran sus palabras las que habían hecho que Nathan dudara
de ella. La avaricia y la envidia que lo habían llevado a engañar a su hermano la
habían obligado a quedarse en el trabajo mucho más tiempo del acordado con
Nathan.
La casa estaba a oscuras, pero cuando James se acercó, se encendió la luz de
seguridad. El hombre le cubrió las manos con las suyas mientras ella trataba de
quitarse el cinturón.

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—Gracias de nuevo por todo —su rostro seguía gris por la fatiga, pero sus ojos
azules sonreían—. Tómate la mañana libre y procura dormir. Déjame a mí.
Le apartó las manos y le desabrochó el cinturón. Olivia salió del coche y creyó
ver una cortina moverse en una ventana de arriba, pero no estaba segura.
Cuando entró, todo estaba en silencio, así que supuso que lo había imaginado
todo. Se quitó los zapatos y subió las escaleras en silencio. Entró en el dormitorio y se
desnudó en la oscuridad.
No tenía energías para ducharse. Su cuerpo esbelto temblaba por efecto de la
tensión. Apartó el edredón y se metió a su lado, rogando que no se despertara.
Nathan tiró de ella, apretó su cuerpo desnudo contra el de él y enterró el rostro
en la nube perfumada de su pelo al tiempo que le separaba los muslos con la rodilla
y la besaba con fuerza.
Olivia lo abrazó, captando la tensión que embargaba su cuerpo, la necesidad
que lo poseía.
—Nathan...
—No, no digas nada. Abrázame. Necesito que me abraces.
La joven obedeció, acariciando sus hombros, notando los pequeños temblores
que recorrían su cuerpo. Cerró los ojos y él le cubrió el cuello de besos.
Lo sentía vulnerable, inseguro; las dudas disminuían su arrogancia. Luchaba
por creer en su amor, en su fidelidad, combatiendo el veneno de las calumnias de
Hugh, pero ella, sin proponérselo, había hecho aumentar aún más sus recelos.
No tenía derecho a hacerle aquello; no había sido su intención. Nada de aquello
había sido calculado. Simplemente había ocurrido... la crisis en el trabajo... los
problemas de Vanessa.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Te quiero, te quiero —dijo con fiereza.
Nathan saboreó la sal en su piel y la tensión lo abandonó, como si las lágrimas
de ella la hubieran lavado; la abrazó con gentileza y le besó el rostro. La sostuvo así
hasta que ella, agotada, se quedó dormida.
Cuando se despertó, estaba sola. Y supo que él se había marchado.

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Capítulo 8

NATHAN ha dicho que te dejara dormir porque habías estado levantada toda
la noche ayudando a una amiga, pero pensaba llevarte un café. No me parecía bien
que te despertaras y encontraras la casa vacía. Podemos desayunar juntas ahora que
has bajado. Él ha salido para el aeropuerto hace un par de horas.
Olivia observó a su suegra preparar café y cortar pan para hacer tostadas. En
cuanto se despertó, supo que él se había marchado. La casa tenía ese vacío especial
que sólo se producía cuando Nathan no estaba.
Pero intentó mostrarse animosa y despreocupada.
—Tiene una reunión de negocios en Hong Kong.
Y se había marchado sin despedirse de ella, sin molestarse en dejarle una nota
diciéndole cuándo volvería. Eso le producía un dolor intenso.
—Sí, ya me lo ha dicho —Angela metió el pan en el tostador—. ¿Y cuándo
volverá?
Olivia se movía por la cocina preparando la mesa.
—No lo sé.
Captó la mirada de preocupación de su suegra y trató de arreglarlo.
—No estaba seguro. Depende de cómo vaya la reunión.
Angela Monroe había sido una mujer feliz en la boda de su único hijo. El
matrimonio implicaba asentarse, echar raíces, formar una familia. El matrimonio, al
menos en su mente, conseguiría que su hijo se instalara en un sitio. Olivia no quería
romper aquellos sueños.
—Tiene que medir bien sus prioridades —gruñó Angela—. Y se lo he dicho. Ha
salido corriendo para el aeropuerto sin ni siquiera tomar una taza de café. Le he
dicho que no podría hacer eso cuando hubiera un niño en el cuarto de al lado. Que tú
no querrías. Y deberías haber visto cómo me ha mirado.
Colocó la tostada en un plato y sirvió café. Olivia tuvo que apretar los dientes
para reprimir la tentación de decirle que dejara de entrometerse en sus cosas. La
apreciaba demasiado para empezar algo que podía fácilmente terminar en una pelea
familiar.

—Quizá no le gusta que lo presionen —sugirió con gentileza—. Dale tiempo. Se


asentará y será un padre modelo cuando esté preparado para ello.
A ella no le importaba si no se asentaba nunca. Estaba dispuesta a vivir de hotel
en hotel si eso era lo que él quería.

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Le hubiera gustado tener hijos suyos, crear con él una unidad familiar feliz que
la compensara de todo lo que se había perdido. Pero estaba dispuesta a cambiar todo
aquello por la posibilidad de estar a su lado donde fuera.
Quería explicarle todo aquello, pero él no estaba allí. Y quizá el daño ya estaba
hecho. Sus dudas y sospechas, la vena posesiva que sólo había hecho acto de
presencia en los últimos días, podían haber dañado ya su relación para siempre.
—Necesita un empujón —comentó Angela; se sentó a la mesa y untó su tostada
de mantequilla y mermelada—. Vamos, no me digas que tú tampoco desayunas. Ese
color rosa pálido te sienta muy bien.
—¿En serio?
Olivia miró su bata de seda como si no la hubiera visto nunca. No le interesaba
si le sentaba bien aquel color o no. Tampoco le interesaba comer, pero se sentó y
movió el café con la cucharilla.
—Lleva demasiado tiempo haciendo todo lo que le apetece —prosiguió su
suegra—. Y es tan testarudo como una mula. ¿Y sabes por qué lo hace? Porque
considera que cualquier persona que haya nacido con sus privilegios, en una familia
acomodada, y recibido una educación de primera clase, puede llegar
automáticamente a la cima de su profesión. Por eso tiene que demostrarse a sí mismo
que podría haber llegado igual fueran cuales fueran sus circunstancias. Y para eso
tiene que estar siempre varios pasos por delante de los demás. Si no tiene cuidado, se
convertirá en una obsesión y nunca tendrá tiempo para nada más. Es ridículo.
Olivia no estaba de acuerdo. Tal vez no fuera acertado, pero no era ridículo.
Comprendía bien lo que lo impulsaba. ¿Acaso no había ella hecho lo mismo a su
modo? ¿Esforzarse por conseguir toda la seguridad que pudiera a pesar del precio
emocional que pudiera costarle?
Sintió un nudo de culpabilidad en el estómago y apartó aquellos recuerdos de
su mente. Mordió su tostada y sonrió
—¿No deberías estar de compras?
Angela miró su reloj.
—He pedido un taxi para las diez para ir a Harrods. Hay tiempo de sobra para
que me cuentes quién es la amiga que tenía problemas esta noche.
—La esposa de mi jefe. Han tenido que hospitalizarla y él estaba fuera en viaje
de negocios —dijo Olivia con rapidez.
No quería entrar en detalles. Cuando Angela sacaba el tema de los niños, no
paraba nunca.
A pesar de que apreciaba a su suegra, deseaba que se marchara pronto.
Necesitaba tiempo a solas antes de ir a la oficina, tiempo para aclarar su cabeza y
aceptar, si podía, el modo en que se había marchado Nathan sin despedirse. Y eso le
recordó...
—Necesitas una llave de la puerta —dijo, cambiando de tema—. Puede que
vuelvas antes que yo. Y no quiero que tengas que quedarte fuera.

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La necesidad de buscar su bolso le daba la excusa perfecta para dejar la mesa y


abandonar su desayuno.
Buscó en el bolso y acabó vaciándolo en uno de los sillones, porque la llave tenía
que estar allí, entre todas aquellas cosas que parecía acumular sin ni siquiera
intentarlo.
Entonces sintió náuseas. La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor, lo
único que veía era la pequeña caja azul y blanca de aspecto inocente, que en ese
momento le parecía una bomba de relojería.
Había estado tan preocupada con los problemas de su relación que había
olvidado tomar la píldora tres días seguidos.
Deseó desesperadamente equivocarse, haber tomado las pastillas de modo
automático sin darse cuenta y abrió la cajita con dedos temblorosos.
Pero no había error, sino tres omisiones. Se llevó involuntariamente la mano al
vientre plano. En ese momento podía llevar ya en su interior un hijo de Nathan.
Y él podía acusarla de intentar atraparlo, atarlo, de seguir el consejo de su
madre y quedarse embarazada para obligarlo a quedarse en casa, a llevar la vida que
creía que ella deseaba, conservando su empleo, contratando una niñera que cuidara
de su hijo porque ella necesitaba ver a James.
Podía oír claramente las acusaciones en su cabeza.

El trabajo y una sensación creciente de resentimiento por el modo en que se


había marchado Nathan le hicieron mantener a distancia sus preocupaciones. Y
cuando aparecían, se decía que no podía estar embarazada. No podía ocurrir tan
fácilmente. ¿O sí? Luego se apresuraba a apartar aquella idea de su mente.
Angela, que parecía haber comprando la mitad de Harrods, la ayudó a su
modo. No dejaba de hablar, de mostrarle sus compras y le dejaba poco tiempo para
preguntarse por qué no había llamado Nathan para decirle que había llegado bien,
contarle cómo iban las cosas o susurrarle que la echaba de menos y volvería pronto.
Pero cuando Angela se marchó, Olivia se sintió muy sola y trató de cambiar su
tristeza en enfado.
¿Cómo se atrevía a tratarla como si no existiera? Tres días y ni una palabra. La
estaba castigando por pasar la última noche lejos de él, por ayudar a Vanessa.
Pero ella no sabía que se marcharía tan temprano a la mañana siguiente, así que,
¿qué derecho tenía a tratarla como si fuera una niña mimada y desconsiderada a la
que hubiera que darle una lección?
Cuando James le preguntó, siete días después de la marcha de Nathan, si podía
acompañarlo a la Toscana para renegociar el pedido italiano, se mostró más que
dispuesta a acceder.
—¿Cuándo? —preguntó.

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Le sonrió para ocultar su preocupación por el aspecto de él. Su rostro estaba


tenso y mostraba la presión a la que se hallaba sometido.
—Nathan está en Hong Kong, así que no importa que salga unos días —pensó
con amargura que si él podía desaparecer, ella también—. ¿Cuándo nos vamos?
Estaba deseándolo. Su resentimiento por el silencio de Nathan hacía que la casa
de Chelsea le resultara muy opresiva.
—Mañana por la tarde. La fábrica está en las afueras de Lucca, pero nos
hospedaremos en la ciudad vieja. Ya tenemos habitaciones reservadas y reuniones
organizadas para tres días consecutivos. Prepara las carpetas, por favor.
Olivia se puso en pie y se alisó la falda.
—¿Vanessa sigue bien?
James se levantó también y se acercó a la ventana.
—Nos han advertido que habrá un parto prematuro —dijo con voz tensa—.
Harán lo que puedan por impedirlo, pero es lo más probable —se volvió a mirarla
con resignación—. Por eso quiero que me acompañes. Si me llaman en una
emergencia, eres perfectamente capaz de finalizar los detalles tú sola.
—Gracias —su voto de confianza llenaba el vacío creado por el silencio de
Nathan. Al menos era importante para alguien—. Y procura no preocuparte.
Mientras el niño esté bien, no importa que nazca prematuramente.
Hablaba con más confianza de la que sentía en realidad. Vanessa no tenía
buenos antecedentes en ese campo, pero la sonrisa de James le pareció recompensa
suficiente.
—Tienes razón. No hay motivo para que esta vez ocurra algo.
La joven salió de la estancia, se obligó a dejar de pensar si encontraría un
mensaje de Nathan en el contestador de su casa y se sumergió en su trabajo con
Molly para asegurarse de que la secretaria podría sostener aquello en su ausencia.
Trabajó hasta muy tarde. James había ido a visitar a Vanessa y había muchas
cosas que hacer. Además, el silencio solitario de su casa le daba escalofríos.
Enfatizaba la grieta cada vez mayor que se abría en su matrimonio.
En cuanto entró por la puerta, vio que había un mensaje en el contestador y el
corazón empezó a latirle con fuerza. ¿Sería de Nathan?
Se dijo con firmeza que debía controlarse. Podía ser mucha gente. Odiaba
hacerse ilusiones para luego sufrir una decepción.
Anduvo por la casa encendiendo luces; colgó su traje en el armario, sacó una
sudadera de algodón que le llegaba hasta los muslos y bajó las escaleras descalza. Se
dijo que no iba a llorar de decepción si el mensaje no era de Nathan e hizo lo
imposible por no hacerse ilusiones porque, tal y como iban las cosas, parecía que no
tendría noticias suyas hasta que entrara por la puerta.
Apretó al fin el botón con la mandíbula en tensión y respiró aliviada al oír la
voz aterciopelada y sensual de su marido.

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—Aquí son las dos de la mañana. Confiaba en que ya estuvieras en casa.


¿Haciendo horas extras? Llámame.
Buscó un papel y anotó con rapidez el teléfono que daba y su número de
habitación. Buscó algún calor en su voz y sólo percibió irritación porque ella no
estaba en casa cuando llamó.
¿Había permanecido levantado deliberadamente a causa de la diferencia
horaria? No, era innecesario teniendo en cuenta que podía llamarla al trabajo cuando
quisiera. Probablemente había estado trabajando. No necesitaba dormir muchas
horas.
Deseó haber salido de la oficina a la hora habitual. Quería hablar con él.
Unos cálculos rápidos le dijeron que faltaba una hora para que allí fueran las
siete y media de la mañana, así que preparó una cafetera, tomó un sándwich vegetal
y trató de ensayar lo que iba a decirle.
Que lo quería, lo echaba muchísimo de menos y contaba los días que faltaban
para poder dejar su empleo con la conciencia tranquila y acompañarlo adondequiera
que fuera. Siempre. Le hablaría de su viaje de negocios a Italia y prometería llamarlo
en cuanto estuviera de regreso en Inglaterra.
De repente supo exactamente qué más iba a hacer. Le diría a James que no
podía seguir seis meses más en la empresa. Sabía que le debía mucho, era muy
consciente de lo profunda que se había hecho su relación, tanto dentro como fuera de
la oficina. James vería su decisión como una traición, pero su matrimonio era lo más
importante. Cuando estuvieran juntos en Italia, encontraría tiempo para darle la
noticia con gentileza.
Ya le había ocurrido antes. Había puesto sus necesidades por delante de las de
Max y eso le había producido unos remordimientos que no podía eliminar.
No permitiría que volviera a pasar.
Marcó con nerviosismo el número que le había dado Nathan y preguntó por su
habitación. Estaba deseando volver a oír su voz, contarle lo mucho que lo echaba de
menos y decirle que dejaría el empleo en cuanto terminara el mes.
No lo reñiría por no haber llamado antes ni por haberse marchado sin
despedirse. Ni siquiera lo mencionaría. Tenía que llegar hasta él, recuperar lo que
habían tenido antes: una relación perfecta, excitante, de confianza y amor. Y si
empezaba con recriminaciones, no sería posible.
Cuando respondió una voz de mujer, suspiró con frustración. La voz sonaba
sedosa, sensual, como si su dueña acabara de salir de la cama y no estuviera sola en
ella.
—Siento molestarla —se disculpó Olivia—. He pedido que me pasaran con la
habitación cinco tres cuatro.
—Es aquí.

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Hablaba con un ligero acento. ¿Australiano quizá? Olivia frunció el ceño, miró
el papel que tenía en la mano, enojada consigo misma por haber confundido el
número de la habitación.
Pero no era ningún error, a menos que lo hubiera anotado mal. Tragó saliva y
dijo con ligereza:
—Supongo que lo he escrito mal. Siento haberla molestado. ¿Puede volver a
pasarme con recepción? Estoy intentando hablar con Nathan Monroe. Se hospeda
ahí.
—Ésta es su habitación.
La voz de la mujer era ya brusca y eficiente, como si al fin se hubiera despertado
por completo.
—¿Quién le digo que llama?
—Su esposa —gritó Olivia, incrédula.
Colgó el teléfono con brusquedad y miró confusa el instrumento. Entonces
empezó a temblar y descolgó el auricular. No quería que llamara él para ofrecerle
explicaciones estúpidas. En ese momento no podría soportarlo. Entró en el cuarto de
baño y vomitó la cena.
Pasó el resto de la noche pensando en un futuro tétrico, sin saber lo que iba a
hacer, cómo iba a arreglárselas sin la magia de sentirse amada, de corresponder a ese
amor, de sentirse segura y feliz.
Todo había sido una cruel ilusión. Ambos sabían muy poco del pasado del otro.
Nathan recelaba de ella y nada de lo que había dicho o hecho había conseguido
eliminar sus dudas.
¿El pasado de él incluía una mujer que le calentara la cama en todas las
ciudades por las que pasaba? ¿Le costaba trabajo abandonar los viejos hábitos? Nada
podría convencerla de que la mujer tenía un motivo aceptable o inocente para estar
en su habitación a las siete y media de la mañana. Ni por la hora ni por el tono
primero de su voz: espeso por el sueño o por algo más íntimo.
Y aquello era demasiado doloroso para vivir con ello.

—Menos mal que eso está arreglado —murmuró James con alivio cuando
despegó el avión del aeropuerto de Pisa—. Necesitábamos ese pedido. Temía que
consideraran el precio enviado por mi hermano como un intento deshonesto por
parte de la compañía. A Sacchetti no le resultó fácil convencerse de que no habíamos
tratado de tomarlos por tontos y cambiado de idea cuando comprendimos que irían a
otro sitio, como han hecho tantos.
—Pero la excusa del error en el ordenador del departamento de ventas lo calmó
bastante.

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Olivia confiaba en poder seguir manteniendo su papel de mujer animosa y


eficiente. Lo había hecho desde que salieran para Italia tres días atrás, sin ni siquiera
permitirse el lujo de llorar a solas en su habitación por la noche. No se atrevía a
correr el riesgo de que los demás vieran las huellas en sus ojos a la mañana siguiente.
Pero sentía jaqueca a causa de la tensión, además de un dolor en el pecho que
amenazaba con explotar en cualquier momento.
—Y tampoco ha habido llamadas de urgencia desde tu casa —dijo animosa,
para ocultarlo.
James había telefoneado a Vanessa dos veces al día, por la mañana y por la
tarde, sin encontrar problemas. Olivia se alegraba de que todo le fuera bien a la
pareja. Habían pasado momentos muy duros y necesitaban un respiro.
Un par de años atrás, su matrimonio parecía tambalearse. James empezó a
considerar a Vanessa una mujer quejica e infeliz y se puso nervioso...
La joven les envidiaba su nueva intimidad y lamentaba profundamente el
estado de su propio matrimonio, pero no podía permitirse pensar en ello en ese
momento. No se atrevía. No podía derrumbarse por segunda vez delante de James.
Y seguía manteniendo la actuación cuando él aparcó su coche delante de la
puerta de ella varias horas después.
—¿Quieres que entre contigo y me asegure de que todo está bien? —le ofreció
James.
Olivia negó con la cabeza. Cada vez le costaba más trabajo mantener el control.
Mientras había estado en Italia, había habido algo en lo que concentrarse. En ese
momento ya no había nada, excepto la traición de Nathan.
—Estás muy callada desde que aterrizamos —comentó James, preocupado—.
¿Te encuentras bien?
—Muy bien —sonrió con esfuerzo—. Sólo cansada.
El hombre le devolvió la sonrisa. El sol de la tarde hacía que sus ojos parecieran
más azules que nunca.
—Ojalá pudiera decirte que te tomaras mañana el día libre como recompensa,
pero necesitamos decidir quién va a sustituir a Hugh. Quiero que prepares las
entrevistas lo antes posible. Así que, desgraciadamente, lo único que puedo hacer es
aconsejarte que te metas pronto en la cama con un buen libro.
Le apretó los hombros con cariño y la besó en la mejilla. Apartó luego el rostro,
con los ojos fijos en un punto detrás de ella.
—No me habías dicho que Nathan había vuelto. Te está esperando en la puerta.
Supongo que no vas a necesitar llevarte un libro a la cama —se había puesto
colorado—. Quizá debería entrar contigo después de todo. Parece algo... extraño.
—No —la joven se quitó el cinturón y tomó su bolso—. Gracias de todos modos.

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Comprendía a qué se refería y por qué parecía incómodo con la situación.


Nathan estaba de pie delante de la puerta abierta, con el rostro duro como la piedra.
Parecía un hombre dispuesto a buscar problemas.
Y Olivia no pensaba ponerse a darle excusas cuando no tenía nada por lo que
excusarse.
Si no le había gustado el abrazo cariñoso y agradecido de James, tanto peor. A
ella no le había gustado llamar a su habitación del hotel a primera hora de la mañana
y que contestara una de sus amantes.
Las cosas que tenía que decirle a su marido no necesitaban testigos. Permaneció
muy recta en la acera, mientras James, que daba la impresión de desear estar en
cualquier lugar menos allí, sacaba su equipaje del maletero. Sostuvo la mirada fría de
Nathan sin volverse ni siquiera cuando James comentó algo a ambos, a lo que
ninguno de los dos contestó.
Y sólo cuando desapareció el sonido del motor, dejando la calle en silencio,
habló al fin Nathan.
—¿Has tenido un buen viaje de negocios, querida?

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Capítulo 9

—SÍ —DIJO Olivia con rigidez—, aunque quizá no tanto como el tuyo.
Entró en la casa con la maleta en la mano. La dejó en el vestíbulo y se volvió
hacia él con la barbilla levantada y los ojos brillantes. Desgraciadamente, había
optado por volver a casa justo cuando ella estaba de viaje con James, y estaba
sacando todo el provecho posible de la situación, olvidando sus propios pecados.
Pero ella no iba a tolerarlo.
Nathan estaba apoyado contra la puerta cerrada, con los brazos cruzados sobre
el pecho. Parecía peligroso, vestido completamente de negro.
—Te negaste a hablar conmigo por teléfono. ¿Qué ocurrió? Te faltó valor en el
último momento, ¿verdad? ¿No te atreviste a decirme que ibas a salir de viaje con
Caldwell?
Aquello la dejó sin aliento y sin habla. ¡Daba la vuelta a la situación e ignoraba
el hecho de que ella había hablado con su compañera de cama!
Apretó los labios y respiró hondo por la nariz, luchando por encontrar alguna
frase coherente en el torbellino emocional que pasaba por su cabeza.
Le hubiera gustado pegarle.
—Llego a casa esta mañana, te llamo al despacho para darte la noticia —apretó
la boca con cinismo—, y tu secretaria me dice que llevas tres días en Italia con tu jefe
—hablaba con amargura—. ¿No podías desaprovechar la oportunidad? Su esposa
estaba en el hospital y tu marido en el otro lado del mundo. ¿Por qué te molestaste en
llamarme, si no tenías intención de hablar conmigo? ¿Querías comprobar que seguía
allí y no estaba de camino a casa?
La miró con dureza.
—No me extraña que te muestres tan reacia a dejar tu precioso empleo. Un
marido rico que te da seguridad y cuyo trabajo le obliga a pasar mucho tiempo fuera,
dándote la oportunidad de estar a solas con tu amante.
—¡Eres un cerdo! —gritó ella con fiereza—. Ha sido un viaje de negocios, nada
más.
Entró en la cocina con piernas temblorosas. Colocó las manos sobre la mesa y
apoyó el peso en los brazos.
Su matrimonio se derrumbaba y no podía creerlo. Deseaba hacerse un ovillo,
cerrar los ojos y no tener que pensar en ello, pero sabía que era preciso que lidiara
con lo que estaba ocurriendo.
El no haberle dicho a James que pensaba marcharse a finales de mes, como
había pensado hacer, la consoló un tanto. Iba a necesitar la seguridad de su trabajo
probablemente más aún que cuando vivía Max.

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Nathan la siguió, demasiado furioso para dejar el tema. Olivia quería estar sola,
pero él no se lo permitía. Se sentía sin fuerzas y buscó una silla, temblorosa. Se dejó
caer en ella y se llevó una mano a la garganta.
El hombre se acercó a ella instintivamente, con una chispa de preocupación en
los ojos.
—¿Estás enferma?
Olivia ignoró la pregunta.
—¿Quién era la mujer? —inquirió con voz pastosa.
—¿Qué mujer? —repuso él con impaciencia.
La joven achicó los ojos. ¡Fingía que no comprendía de qué le hablaba! Sintió
una furia repentina, que se sobrepuso a su debilidad.
—La mujer que estaba en tu hotel a las siete de la mañana, ésa. La mujer que
hablaba como si acabara de salir de tu cama.
—Ah, ahora comprendo —se quedó muy quieto y luego metió las manos en los
bolsillos de los tejanos negros—. Mi secretaria —casi sonrió—. ¿Quién iba a ser?
—Dímelo tú.
—Estás celosa —se sentó frente a ella y la miró con fijeza. Olivia apartó la vista.
Nathan le leía el alma, descubriendo sus secretos, notando su dolor—. No es
importante, nadie que deba preocuparte.
Le tocó la mandíbula con las yemas de los dedos y la obligó a mirarlo.
—La contraté en la agencia que utilizo siempre que voy allí. Es una secretaria de
primera. Tú podrías haber estado en su puesto, de no haberte mostrado tan decidida
a quedarte con Caldwell.
Volvía a dar la vuelta a las cosas y culparla a ella de todo. La joven apretó los
dientes.
—¿Secretaria? ¿Me pides que crea que estaba trabajando a las siete y media de
la mañana? ¿Habla siempre como si acabara de salir de la cama de su jefe? ¿Esperas
que crea que había una razón inocente para que estuviera en tu habitación a una hora
en que todas las mujeres trabajadoras que conozco están metidas en su cama?
Levantó las manos y apartó los dedos de él, levantando la voz casi al borde de la
histeria. Pero él le tomó las manos.
—Estás fría. Hace calor y tú tienes frío. Debes estar enferma.
Su voz era suave, cariñosa. Conseguía que se sintiera inepta y anhelara olvidar
todo aquello, enterrarlo donde jamás pudiera salir de nuevo a la superficie y buscar
consuelo en sus brazos.
Tenía un nudo en la garganta y no podría haber hablado aunque hubiera
encontrado algo que decir.
—Sí, espero que me creas —dijo él—. Igual que tú esperas que crea que tu
estancia en Italia con Caldwell ha sido sólo un viaje de negocios.

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Olivia lo miró angustiada. ¿Podía creerlo? ¿Podía creerla él? Era una cuestión de
confianza para los dos.
Una cuestión a la que tendría que responder. Pero todavía no. En ese momento
no podía lidiar con la enormidad de todo aquello. Y aunque hubiera podido, él no
parecía dispuesto a dejar que lo hiciera.
—Estás agotada.
Se puso en pie y tiró de ella. Dio la impresión de que fuera a tomarla en sus
brazos y luego pareció pensárselo mejor. Su boca sonreía, pero en sus ojos no había
ni rastro de esa sonrisa.
—Dúchate y métete en la cama. Te llevaré una bandeja con la cena. Creo que los
dos necesitamos descansar.
Mientras subía las escaleras, Olivia pensó que aquello era justamente lo que
James le había aconsejado. Sólo que él no podía haber imaginado que fuera a hacerlo
en circunstancias tan tristes.
Recordó su incomodidad cuando se percató de que Nathan lo había visto
besarla. Había sido sólo un beso cariñoso entre viejos amigos, ¡pero cómo deseaba
que no lo hubiera hecho! Esa sencilla caricia había añadido combustible a las ascuas
de los recelos de Nathan.
Al salir de la ducha se preguntó por qué no podría ser más sencilla la vida. En
otro tiempo le había parecido gloriosa y maravillosamente simple. Sólo contaban
Nathan, ella y su amor mutuo, ese amor mágico que había prendido en un instante,
dejándolos incapaces de resistirse el uno al otro.
Todo parecía perfecto y sencillo en aquellos días. Lo único que necesitaban era
estar juntos y quererse.
Y todo se había estropeado, formando una maraña de preguntas que no tenían
respuesta, sospechas que no podían hacer desaparecer, comportamientos que no
podían explicarse ni aceptarse...
Suspiró, anhelando aquellos tiempos felices, y buscó un camisón que
sustituyera la toalla que cubría su cuerpo todavía húmedo.
El problema era que, cuando aceptó la proposición de matrimonio de Nathan,
tiró sus viejos pijamas y camisones de algodón, que sustituyó alegremente por
prendas sensuales de seda y encaje en un esfuerzo por complacerlo.
Apretó más la toalla en torno a su cuerpo, temblando. Sabía de dónde procedía
su miedo. Su cuerpo podía anhelar el éxtasis maravilloso de su relación sexual, pero
su mente sabía que sería peligroso.
Si hacían el amor, no podría evitar pensar en aquella mujer, preguntarse si
Nathan habría dicho la verdad, si habría disfrutado con su secretaria tanto como con
ella, cuál de las dos merecía mejor nota en una escala del uno al diez.
¡Y él podría pensar las mismas cosas de James y ella!

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Cerró el cajón de mal humor, negándose a ponerse nada que excitara el deseo
de él.
Nathan siempre se acostaba desnudo, pero tenía pijamas. Los encontró y se
puso uno. Era demasiado grande y se subió los pantalones con una mano para
meterse en la cama; estaba tapándose hasta la barbilla cuando él entró en la estancia.
—Mueve las piernas.
Se sentó en el borde de la cama, con la bandeja entre ambos. Había llevado
huevos revueltos, tostadas y dos vasos grandes de vino tinto.
Olivia bajó la vista, súbitamente avergonzada, negándose a mirarlo. Al menos
no había hecho comentarios sobre el pijama y le estaba agradecida por ello, aunque
sabía que lo habría hecho si todo hubiera sido normal entre ellos. En ese caso le
habría pedido que se lo quitara.
Tenía la impresión de que fueran dos extraños que no se conocían y se trataban
con cautela, una sensación que se incrementó más aún a medida que él le hablaba de
su viaje.
—Tendré que volver pronto —dijo—. He dejado algunos cabos sueltos. Vine de
inmediato cuando Sasha me dijo que mi esposa había llamado y no había dejado
mensaje —añadió.
Olivia tragó saliva con tristeza. Ya conocía su nombre. Un nombre sensual que
encajaba bien con su voz.
—¿Por qué te marchaste sin despedirte? —preguntó, sin saber muy bien por qué
lo hacía.
No quería volver a sacar ese tema; necesitaba dormir, despertarse descansada,
con la cabeza despejada para poder pensar y aclarar lo que estaba ocurriendo entre
ellos. Pero eso no le impidió continuar.
—No me llamaste en una semana. Tenía la impresión de que me habías
olvidado.
—¿Acaso haría yo eso? —sonrió—. Estaba molesto porque tú habías pasado, no
sólo la velada, sino la noche entera con tu... tus amigos —se encogió de hombros—.
Necesitaba tiempo para superar mi malhumor, nada más. ¿Por qué no comes?
Daba por zanjado el tema sin más ni más. Olivia lo miró desorientada. La
aparente ligereza de él no era real.
Se había marchado sin despedirse y regresado para acusarla de cosas increíbles.
Y de repente había cambiado. Actuaba como si no hubiera ocurrido nada. La trataba
como si fuera una hermana que necesitara sus cuidados.
Aquella impresión se intensificó cuando él tomó un tenedor de huevo y se lo
acercó a la boca, obligándole a comerse al menos la mitad de lo que había en el plato
y haciéndola sentirse como una idiota. Luego la observó beber parte del vino antes
de retirar la bandeja y entrar en el cuarto de baño.

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Todavía era temprano, poco después de las nueve, pero Olivia se hizo un ovillo
y se dispuso a dormir. Las emociones de los últimos días la habían agotado.
Pero aunque su cuerpo anhelaba dormir, su mente se movía en círculos,
impidiéndole el sueño.
¿Por qué Nathan había perdido de repente toda su furia? ¿Había decidido que
podía creerla cuando afirmaba que su viaje a Italia había sido sólo por negocios? Y si
ése era el caso, ¿por qué actuaba como un hermano mayor o un tío amable? Parecía
indiferente a ella.
Se ruborizó al darse cuenta de que ésa era la parte que más odiaba. Quería que
le hiciera el amor, que la poseyera, que le asegurara que todo se arreglaría. Y, sin
embargo, tenía miedo de ello, tendría miedo hasta que hubiera solucionado en su
mente el problema de Sasha.
¿Y si no había creído que James y ella no eran amantes, sino que había decidido
que el suyo podía ser un matrimonio abierto? Ella podría salir con James cuando él
estuviera fuera del país y él se acostaría con una Sasha en cada ciudad. En el futuro
no habría más preguntas ni recriminaciones.
¡No podía soportar pensar en ello!
Se recostó contra la almohada, con el corazón golpeándole con fuerza. Aquello
no encajaba con lo que habían sido, con la alegría que habían encontrado juntos. Era
impensable. Absurdo.
Cerró los ojos, algo más relajada. Tenían que confiar el uno en el otro, era
preciso si querían que su matrimonio sobreviviera.
Confusamente al principio y luego con más claridad, se imaginó a Sasha la
Entregada. Debía ser entregada para estar dispuesta a aparecer tan temprano, ¿no?
Así que no podía tener una vida personal. Una mujer grande y fea, de cabello graso y
granos, pero con un coeficiente intelectual muy alto. O una viuda de mediana edad
que necesitaba mantenerse ocupada.
¡Pero la voz no encajaba!
Volvió a meterse entre las sábanas con un gruñido. No pensaría en aquello hasta
que tuviera la cabeza más despejada, hasta que Nathan y ella pudieran sentarse a
hablar con sinceridad. Estaba a punto de quedarse dormida cuando su marido salió
del baño, pero se despertó de golpe en cuanto lo vio.
Iba desnudo, con el cabello mojado de la ducha y, como siempre, la fuerza de su
cuerpo firme hizo que se estremeciera de deseo.
Cerró los ojos y contuvo el aliento al oír el susurro de las sábanas y sentir el
colchón hundirse bajo el peso de él.
Lo deseaba con tal fuerza que apenas podía respirar, pero sabía que antes tenían
que solucionar muchas cosas juntos.
El cuerpo le dolía de deseo. Quería arrancarse el pijama, volverse y abrazarlo.
Pero antes le diría que había decidido dejar su empleo a finales del mes. Eso
apartaría uno de los obstáculos de su camino.

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Suspiró y esperó con impaciencia a que él se acercara, como hacía siempre. Un


nudo de angustia se formó en su pecho cuando vio que se disponía a dormir de
espaldas a ella.

—Hugh está contando que se marchó por decisión propia —le dijo James en un
descanso para tomar el café que les había llevado Molly—. Según los rumores que
hace circular, se sentía insatisfecho con el modo en que se dirige la compañía. Es
increíble. Si tuviera más tiempo y energía, llevaría a ese bastardo a los tribunales para
obligarlo a devolver todo el dinero que nos ha robado.
Pero Olivia sabía que no lo haría. Después de todo, era su hermano, y James
probablemente sentía cierta culpabilidad porque siempre había estado mejor dotado
que él: en atractivo, carisma, medios económicos y control de la compañía.
Posiblemente se sentía parcialmente responsable del horrible comportamiento de
Hugh.
Y éste también se dedicaba a contar que James y ella mantenían una relación. Se
preguntó cuánto tiempo tardaría en llegar a oídos de su jefe.
Se estremeció, pensando en el daño que aquello había hecho a su matrimonio y
sin querer ni imaginar lo que podía afectar a James y Vanessa. Removió el café con
aire ausente.
—¿Sabes si ha encontrado otro empleo? —preguntó.
Lo cierto era que aquello no le interesaba, pero, cuando no trabajaba, tenía que
ocupar su mente en algo. Nathan se había mostrado muy raro aquella mañana,
amable pero distante.
—No llegaré tarde —le prometió ella, antes de salir.
Su marido le había llevado café a las ocho y le había recordado que, si quería ir
a la oficina, debía levantarse ya. Parecía descansado, bien despierto, como si llevara
horas levantado. Y aunque su rostro estaba en calma, sus ojos brillaban con malicia,
como si le ocultara un secreto.
A Olivia no le gustó nada aquella sensación.
—Muy bien. Hasta esta tarde, pues —respondió a la despedida de ella.
Se volvió hacia su mesa y la joven se marchó decepcionada de que no hubiera
sugerido que comieran juntos.
Y quizá luego no lo viera. Tal vez saliera de viaje de nuevo antes de que ella
llegara a casa. Ya no sabía nunca lo que podía esperar de él.
—No que yo sepa —James se encogió de hombros. Olivia parpadeó y trató de
volver a la realidad—. Sigue en el apartamento de Knightsbridge. Probablemente ha
sacado bastante dinero con su juego sucio para sobrevivir una temporada. Cuando se
le acabe, puede irse al infierno. Después de todo, él se lo ha buscado.

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La joven no podía estar de acuerdo. Sonrió comprensiva y vio cómo se


suavizaba el rostro de él. Apartó a un lado la taza de café.
—¿Continuamos?
Se marchó a las cinco y media en punto. Hacía calor y tenía el rostro sudoroso.
¿Podría hablar con Nathan aquel día de un modo sensato? ¿Abandonaría aquel
humor abstraído, extraño e impredecible y volvería a estar con ella?
Tan inmersa estaba en sus pensamientos que no lo vio hasta que él se acercó a
tomarla del brazo.
Había aparcado el coche. Había ido a buscarla. El corazón le dio un brinco de
alegría.
—Nathan —comentó—, cómo me alegro.
Llevaba una camisa de seda del mismo color que sus tejanos negros y estaba
para comérselo. Su mano acarició despacio el brazo de ella mientras observaba con
atención la boca femenina.
Olivia lo oyó respirar hondo y supo que la deseaba en ese momento. Se acercó
más y el cuerpo de ella se abrió a él.
Pero los dedos masculinos soltaron su brazo y se apartó con una sonrisa
enigmática.
—Tenemos que irnos. He aparcado en zona prohibida.
Eso nunca le había importado antes. Pero Olivia trató de no preocuparse y lo
siguió hasta el vehículo.
—Prepararé la cena —musitó cuando salieron al tráfico—. ¿Qué te parece esa
salsa de pasta que tanto te gusta con una botella de Chianti? Necesitamos estar a
solas. Tenemos que hablar.
Sus ojos estaban fijos en el perfil de él, que no apartaba la vista del tráfico.
—Es una buena idea —repuso con afabilidad—. Otro día, quizá. Ya he hecho
planes para hoy y no puedo cambiarlos. Quiero presentarte a alguien.
La miró un instante, con aquella sonrisa impenetrable que ella empezaba a
odiar.
—¿De acuerdo?
¿Qué podía decir ella? Apartó la vista con rapidez para no dejarle ver la
decepción que mostraban sus ojos. Pensaría que era una niña mimada que siempre
quería salirse con la suya.
—Muy bien —dijo—. No sabía que tuvieras planes. ¿A quién vamos a ver?
No hubiera querido ir aunque se tratara del arcángel San Gabriel, pero, por otra
parte, quizá llegaran a casa con tiempo de sobra para poder hablar.
—Espera y lo verás. He reservado mesa para las siete; nos encontraremos en el
restaurante. He pensado que podíamos pasar una velada entretenida.

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Lo cual probablemente implicaba ir a algún club. Y eso acabó con su esperanza


de tener tiempo para explorar cómo se estaba hundiendo su matrimonio.
Como hombre que era, había hecho planes para los dos sin consultarla. Lo
último que deseaba era salir de juerga. Su invitado sería, probablemente, alguien que
trabajaba con él y tendría que mostrarse encantadora e interesada y ella haría lo
imposible por lograrlo porque el matrimonio era eso: dar y recibir... compartir.
Tendrían que dejar la conversación para otro momento. No era el fin del
mundo, aunque se lo pareciera.
—Date un buen baño —le aconsejó Nathan cuando abrió la puerta de la casa—.
Estás sudando por el calor —la empujó escaleras arriba—. No te vistas demasiado
elegante; no vamos a cenar en el Ritz. Subiré luego, antes tengo que enviar un par de
cosas por fax.
—Voy a beber algo —dijo ella.
Se quitó los zapatos. Hacía lo posible por seguirle la corriente, pero no estaba
dispuesta a permitir que la tratara como a una niña, le dijera lo que tenía que hacer y
cómo.
—¿Quieres tú? —preguntó.
—No —sonrió él—. Adelante, pero no tardes mucho. Tenemos una cita pronto.
Olivia lo mandó interiormente al infierno, entró en la cocina y sacó un cartón de
zumo del frigorífico. Sujetó la fría superficie del vaso contra la frente para enfriarse
un poco y subió luego a darse un baño, aunque no tuvo mucho tiempo para estar en
la bañera todo lo que le hubiera apetecido.
Se puso unos pantalones grises de seda a juego con una chaqueta estampada y
una camisola de seda color crema. Se recogió el pelo encima de la cabeza porque así
resultaba más fresco y optó por un sencillo par de pendientes para las orejas.
Se miró al espejo, justo en el momento en que entraba Nathan en la habitación, y
decidió que no estaba espectacular, pero sí parecía ligeramente sofisticada.
Miró a su marido en el espejo, pero él no miró en su dirección, así que se quedó
sin saber si aprobaba o no su elección. Anduvo por la estancia silbando, sacando ropa
de los cajones y el armario y luego se lo llevó todo al baño.
¿Un ataque repentino de modestia? Olivia miró su imagen y se encogió de
hombros. Se estaba volviendo paranoica en lo concerniente a él, cuestionaba todas
sus acciones, buscaba respuestas improbables a todo.
Nathan sencillamente tenía prisa.
Cuando salió del baño, envuelto en una nube de vapor, contuvo el aliento. Con
pantalones negros, camisa negra y chaqueta blanca, parecía una fantasía sexual hecha
realidad.
—Estás estupendo.
Se acercó a él y lo abrazó, invitándolo así a que la besara con pasión.
Pero el hombre la apartó con gentileza y miró su reloj.

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—He pedido un taxi. Llegará dentro de dos minutos —la miró con
indiferencia—. ¿Lista?
¡Había perdido todo interés en ella!
Sintió deseos de llorar, pero el claxon del taxi en la puerta la ayudó a
controlarse.
Cuando se acomodó en el vehículo, se riñó por ser tan tonta. Nathan sabía que
el taxi llegaría en cualquier momento y era muy lógico que no quisiera empezar
nada, ¿no?
Levantó la cabeza y le sonrió, negándose a recordar el tiempo en el que no
necesitaba que lo alentaran para hacerle el amor, el tiempo en el que lo hubiera
dejado todo para estar a solas con ella.
Se obligó a hablar de nimiedades, cosas sin consecuencia, escuchando las
respuestas breves de él y sintiendo una tensión que no sabía definir. Nathan no
confiaba en ella. No sabía por qué, pero lo notaba así.
Cuando salieron del taxi, miró el nombre del restaurante que había elegido y
tragó saliva.
Rico, exclusivo, tenía una gran reputación. Era un lugar al que los ricos y
famosos iban a mirar y dejarse ver.
—Debiste decirme que veníamos aquí —comentó con rabia. Parecería una
pordiosera entre tanta ropa de diseño—. Me hubiera vestido para la ocasión.
Nathan la miró un instante.
—Estás muy bien.
Olivia creyó verlo sonreír, pero no podía estar segura, así que hizo lo posible
por mostrarse segura de sí misma mientras los conducían a la mesa. Casi antes de
que se hubieran sentado, percibió un murmullo de interés a su alrededor y levantó la
cabeza para mirar con admiración a una de las rubias más deslumbrantes que había
visto nunca. La mujer entró despacio, muy consciente del interés que despertaba.
El cabello largo le caía hasta la cintura. Su cuerpo voluptuoso iba embutido en
una tela dorada que realzaba sus hermosos pechos y terminaba bien por encima de
sus rodillas, mostrando bastantes centímetros de sus muslos sensuales.
Arrastraba con descuido un chal largo y dorado y tenía unos ojos verdes que
lanzaban señales inconfundibles de pasión. Se acercó a su mesa y habló con ligero
acento australiano.
—¡Nathan, querido, qué lugar tan encantador! ¡Cómo me mimas!
—Sasha.
Nathan se puso en pie.
—Olivia, te presento a Sasha. Mi secretaria permanente a partir de ahora.

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Capítulo 10

¡ESA ES TU secretaria! —exclamó Olivia.


Ni siquiera esperó a que se alejara el taxi. Acababan de dejar a Sasha en el
carísimo hotel en el que se hospedaba Nathan cuando se conocieron.
Aquel sitio le traía muchos recuerdos buenos; sus ojos se volvían soñadores
siempre que pensaba cómo la había llevado allí el primer día, empapada por la
lluvia. Ahora esos recuerdos quedarían manchados para siempre.
—¿Se hospeda allí? —lo acusó—. Supongo que se lo pagarás tú. ¿La trajiste
contigo desde Hong Kong? Debe ser una secretaria magnífica para justificar tantas
molestias y gastos.
Sabía que hablaba como una esposa celosa, pero no podía evitarlo. ¡Era una
esposa celosa!
—Oh, créeme, lo es.
Lo vio sonreír y estuvo a punto de explotar.
—Estaba muy pendiente de ti. A mí sólo me ha dicho dos palabras, las he
contado. Y tú también me has ignorado toda la noche; podía haberme quedado en
casa —apretó las manos en el regazo para evitar golpearlo—. ¡Y el modo en que
bailabais los dos es un escándalo público!
—La hemos llevado a un club —gruñó él—. No podía ignorarla, ¿verdad?
—No la «hemos» llevado —comentó ella, enfatizando el plural—. Todo esto ha
sido idea tuya. Y si esa mujer sabe distinguir un ordenador de un tostador, yo soy el
conde Drácula.
—Livvy, Livvy —tomó las manos de ella entre las suyas—. Son las dos de la
mañana, demasiado tarde para discutir. Los dos tenemos que trabajar mañana.
Siento que Sasha te haya ignorado; no ha estado bien —dijo con indulgencia—. Debí
acordarme de que no suele prestar atención a ninguna mujer menor de setenta años.
Debí advertirte. No se lo tomes en cuenta.
Olivia apartó las manos. Notó con amargura que él no hacía ademán de
recuperarlas. En el club al que habían asistido había estado demasiado ocupado
abrazando a la rubia en la pista de baile e incluso acariciando su espalda cuando
creía que su esposa no miraba.
Los celos la estaban volviendo loca. Que aquella supuesta secretaria la hubiera
ignorado no significaba nada. Sólo que la mujer carecía de educación. Pero que
Nathan la hubiera ignorado a su vez le dolía de un modo insoportable.
Salió del taxi en cuanto éste se detuvo y dejó a su marido pagando al conductor.
Entró en la casa y sintió la tentación de cerrarle la puerta en las narices.
Cuando Nathan se dirigió directamente a la cocina y la llamó, deseó haberlo
hecho. Se acercó de mala gana.

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El hombre miraba el frigorífico abierto. Volvió la cabeza hacia ella con aire
acusador.
—No tenemos mucho para hacer una ensalada decente.
—¿Y qué? —lo miró confusa. No podía tener hambre. A diferencia de ella, había
comido como una fiera en el restaurante.
Nathan cerró la puerta de la nevera.
—No te preocupes, tú no lo sabías. Supongo que habrá suficiente, ¿pero podrías
hacer la compra mañana al volver del trabajo? Sasha sólo come ensalada fresca al
mediodía.
—¿De qué estás hablando? —preguntó ella con la boca seca. Se llevó los dedos a
las sienes. Sentía que se estaba volviendo loca.
—Sasha sólo come...
—¡Ya te he oído! —gritó ella—. Pero no lo comprendo.
Nathan respiró hondo.
—¿No fuiste tú la que sugirió que con una secretaria permanente podría hacer
la mayor parte de mi trabajo desde casa? —preguntó con paciencia—. Pues he
decidido hacer precisamente eso. Por ti, para que no pasemos tanto tiempo
separados. ¿No era ésa la idea general? Por supuesto —sonrió con suavidad—, Sasha
y yo tendremos que viajar a veces. A Hong Kong y Australia, por ejemplo. Pero las
próximas dos semanas estaré aquí. Lo que implica que mi secretaria también.
¿Aquella mujer en su casa? ¿Mirándolo con ojos invitadores, acariciándole la
mano y llamándolo querido con voz sedosa? ¿Acercando su cuerpo al de él a la
menor oportunidad? Y Nathan probablemente disfrutaría de cada minuto, en
especial cuando no contara con la presencia entorpecedora de su esposa.
Palideció.
—No la quiero en mi casa —dijo.
Su marido la miró largo rato en silencio.
—¿Celosa, Livvy? —preguntó con frialdad—. Ahora sabes lo que se siente,
¿verdad? —se metió las manos en los bolsillos y sonrió sin alegría—. Y eso que no
hay nadie que vaya por ahí diciendo a todo el mundo que llevo años acostándome
con Sasha y tengo intención de seguir haciéndolo. Ninguna persona que te meta
ideas en la mente. Sólo tú misma. Tú querías que pasara más tiempo aquí y he
decidido obedecerte, así que, te guste o no, Sasha forma parte del trato.
Resultaba claro que estaba utilizando a la otra mujer para darle una lección. ¡Y
la rubia seguramente ni siquiera sabía lo que era una secretaria!
Cuando salió de viaje, estaba de mal humor, receloso de su relación con James.
¿Habría encontrado a Sasha y optado por llevársela consigo o habría sido obra de
ella?
Probablemente un poco de ambas cosas. Olivia había sido testigo toda la noche
de cómo se atraían sus cuerpos.

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—Te odio —susurró; y salió de la estancia.

Se despertó sintiéndose mal. Le costó mucho esfuerzo salir de la cama y afrontar


un nuevo día. Como de costumbre, Nathan había madrugado más y tomaba ya café
mientras leía el Financial Times.
—Trasnochar no te sienta bien —dijo.
Bajó el periódico y la miró con velado regocijo; Olivia le devolvió la mirada con
rabia, sintiendo que la grieta que los separaba se ensanchaba cada vez más. Era una
sensación terrible.
Estaba demasiado agotada para intentar acotar la distancia. Tendría que
intentarlo en un futuro cercano, pero no en ese momento.
—Tu secretaria llegará llena de energía. Supongo que eso te compensará.
Sabía que tenía mal aspecto y el mareo que sentía no la ayudaba precisamente.
Aunque la noche anterior no había cenado mucho, algo le debía haber sentado mal.
—Sí. Imagino que sí —levantó el periódico, pero demasiado tarde para ocultar
su sonrisa.
—En ese caso te dejaré en paz con tus pensamientos —comentó ella. Miró con
furia el periódico, tomó su bolso y salió de la casa.
Cuando regresó, bastante tarde, había tomado algunas decisiones.
Por primera vez le había resultado difícil concentrarse en su trabajo y a la hora
de comer se sorprendió deseando correr a su casa y espiar a su marido y aquella
mujer, ver lo que hacían. Aquello la asustó. Si no tenía cuidado, empezaría a
comportarse como una loca... a espiar a su esposo y tenderle trampas. ¡No podía
permitirse hacer algo tan indigno!
Tenía que usar la cabeza, manejar adecuadamente la situación, no permitir que
aquello se le fuera de las manos y no dejar que los celos la empujaran a hacer
tonterías.
Nathan parecía estar dándole celos con la rubia. Seguro que encontraba aquello
divertido. Así que, el único modo de detenerlo era actuar como si no sintiera celos y
él acabaría por cansarse de su juego.
La noche anterior había comprobado que sus celos evidentes de Sasha Lee sólo
conseguían alentarlo a seguir adelante. En el futuro no le daría ánimos en aquella
dirección.
Pero si, como temía en secreto y apenas se atrevía a pensar, se acostaba con
aquella horrible mujer a sus espaldas o simplemente deseaba hacerlo, su matrimonio
habría terminado.
Y por el momento no tenía fuerzas para contemplar aquel horror.

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Una tarde, pocos días después del supuesto nuevo trabajo de Sasha, volvió a la
casa a la hora de costumbre y encontró a la rubia bajando las escaleras mientras se
abrochaba los botones de la blusa.
—Estaba usando el baño. No te importa, ¿verdad? —sonrió.
Amplió la sonrisa al ver a Nathan aparecer en la parte alta de las escaleras.
—Ya me marcho, querido —lo despidió con la mano, juguetona—. Estaré aquí a
primera hora.
—¿Tú también estabas usando el baño? —preguntó Olivia en cuanto se cerró la
puerta y se quedaron solos.
—No. En realidad buscaba una lista de los vuelos para Hong Kong. No sé
dónde la he puesto —bajó las escaleras despacio, sin dejar de sonreír—. ¿Te importa
que Sasha utilice nuestro baño?
Ignoró el rostro furioso de ella.
—No puedo sacarle un cubo a la acera y decirle que se lave allí, ¿verdad? ¿Qué
pensarían los vecinos?
Estaba dando una vuelta de tuerca más, sin disimular que disfrutaba mucho con
todo aquello. Olivia se negó a darle la satisfacción de mostrar alguna reacción.
Todas las tardes, cuando llegaba a casa, abría de par en par las ventanas para
eliminar los rastros del perfume de Sasha. No podía soportar aquel olor.
Pero no hacía nada más por reconocer la existencia de aquella mujer. Se
mostraba cortés con Nathan, sin preguntarle cómo le había ido durante el día, pero
contándole detalladamente lo que había hecho ella. Preparaba con calma la cena para
los dos y fingía que no le importaba cuando, después de comer, él se instalaba a oír
música con los cascos, excluyéndola de su compañía y sin mostrar deseos de
conversar.
Del mismo modo que no demostraba ningún deseo por ella en la cama, donde le
daba la espalda y se quedaba dormido en el acto, como si estuviera agotado de las
tareas del día.
Varias veces estuvo a punto de exigirle que hablaran de su matrimonio, pero se
detuvo a tiempo.
Antes de embarcarse en una discusión que podía cambiar sus vidas, debía estar
tranquila y serena, y no sólo fingir que lo estaba.
Pero la tensión de esperar el momento oportuno era enorme. Se sentía agotada a
todas horas; apenas conseguía esforzarse por salir de la cama.
El desayuno era algo olvidado en el pasado y, aunque solía acordarse de pedir
que le enviaran sándwiches a la hora de comer, se dejaba la mitad de ellos, incapaz
de terminarlos.
Había perdido peso y eso no la sorprendía. Se debía al trauma emocional que
estaba viviendo. Habría sido más fácil si Nathan se mostrara furioso. Su cortesía fría,
sus sonrisas indiferentes, eran mucho peores que las palabras duras.

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Su indiferencia le hacía sospechar que estaba marcando el tiempo, esperando


con calma a que llegara el momento de explotar. No era de extrañar que se sintiera
tan nerviosa.
Y la falta de su periodo debía ser cosa del estrés.
No podía ser otra cosa.
Aquél sería el peor momento imaginable para estar embarazada. En
circunstancias normales, le habría encantado descubrir que esperaba un hijo de
Nathan. Pero ésas circunstancias no eran normales y él pensaría que quería atraparlo
en un matrimonio que había empezado a aburrirlo.
Una tarde, al llegar a casa del trabajo, decidió que las cosas debían cambiar. Se
sentía cualquier cosa menos tranquila y serena, pero de repente eso ya no le importó.
En cualquier caso, dudaba que fuera a estarlo alguna vez y no podía seguir viviendo
así ni un momento más.
Por una vez no se apresuró a abrir todas las ventanas de la casa, sino que fue
directamente al estudio de Nathan. Allí la atmósfera estaba espesa de perfume, un
odioso recuerdo de la presencia anterior de la otra mujer.
Se preguntó si Sasha y él habrían hecho el amor allí o si había sido lo bastante
insensible para llevarla a su cama; se preguntó por un instante qué ocurría
exactamente durante sus largas horas de intimidad.
¿La tarde que los encontró a ambos arriba acabarían de salir de la cama a toda
prisa, conscientes de que ella estaba a punto de llegar a casa?
El modo en que aquella mujer se comportó la noche que salieron los tres juntos
resultaba indudablemente invitador. Y sabía que Nathan era un hombre muy sexual.
Hacía mucho que no la tocaba. ¿Porque no lo necesitaba? ¿Porque Sasha le daba todo
lo que pudiera desear?
Sintió un nudo en la garganta y se apresuró a alejar aquellos pensamientos. No
eran más que sospechas peligrosas. No eran la verdad, al menos hasta que él le dijera
que lo eran. Entró en el estudio y consiguió al fin atraer la atención de su marido.
—¿Has tenido un buen día? —preguntó éste con aire aburrido.
Volvió la vista al montón de papeles que había en su mesa y empezó a tachar
una lista de nombres con un lápiz.
Cualquier otro día ella habría contestado que sí y luego le habría hablado con
ligereza, sabedora de que él no escuchaba ni una palabra pero fingiendo no darse
cuenta.
—No, ha sido horrible —dijo.
Supo que él no la había oído en realidad. No movería una pestaña aunque le
dijera que había volado en pedazos la oficina o que la reina había acudido a
visitarlos.
No escuchaba lo que decía. Sencillamente, no le interesaba.
Carraspeó con fuerza.

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—Me gustaría salir esta noche —dijo con bastante fuerza para llamar su
atención.
—Si eso es lo que quieres —no levantó la cabeza de sus papeles—. No te
molestes en cocinar para mí, ya me prepararé algo. ¿Adónde vas? ¿Con quién vas a
salir?
Hablaba como si no le interesara ni lo más remoto pero tuviera que fingir que
quería saber dónde estaría ella. Era un experto en causarle un dolor tras otro hasta
que ella creía que su corazón iba a romperse.
—Me gustaría cenar fuera contigo —dijo con claridad—. Sería agradable no
tener que cocinar esta noche. Hace mucho calor.
Sería agradable salir de allí, aunque fuera sólo un par de horas, y estar solos los
dos. Lejos del recuerdo constante de la presencia de otra mujer en su vida. Y durante
la cena podría sacar con gentileza el tema de su matrimonio y recordarle cómo había
sido todo cuando se conocieron, cómo se enamoraron de inmediato.
Nathan había estado enamorado de ella; aquello no lo había fingido. Fue un
sentimiento profundo que se apoderó de ambos, anonadándolos con su intensidad,
haciendo que tuvieran que apoyarse el uno en el otro.
El hombre la miró con rostro inexpresivo. Bajo su escrutinio, Olivia sintió que se
ruborizaba. Se apartó el pelo de la frente sudorosa y trató de sonreír.
—Tengo mucho trabajo en este momento —gruñó él—. Sasha y yo no hemos
avanzado hoy todo lo que deberíamos.
Volvió a sus papeles.
—¿Por qué no descansas y te sirves una copa? Si no te apetece cocinar, yo haré
la cena más tarde.
Acababa de despedirla sin más, pero ella era incapaz de moverse.
¿Por qué su secretaria y él no habían trabajado mucho aquel día? ¿Porque
habían estado ocupados con otra cosa?
—¿Tienes una aventura con esa mujer? —preguntó con rabia.
—¿Por qué preguntas eso?
No se molestó en mirarla. ¿Porque no podía mirarla a los ojos mientras le
mentía? ¿Porque todavía no estaba dispuesto a admitirlo?
—Yo creo que la respuesta es perfectamente obvia.
Lo obligaría a mirarla lo quisiera o no. Se acercó al escritorio con los brazos en
jarras; el sudor hacía que la blusa se le pegara al cuerpo.
—No, para mí no lo es.
La miró un instante antes de volver la vista a los papeles y Olivia sacó la
barbilla.
—¿Y le has dicho que su trabajo termina el día que deje a Caldwell y ocupe yo
su lugar? ¿Sabe que es algo temporal?

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La respuesta de él sería importante.


Si había dicho a aquella horrible mujer que sólo trabajaría para él hasta que su
esposa pudiera ocupar su puesto, significaría que todavía consideraba válido su
matrimonio a pesar de las dificultades presentes. Significaría que, posiblemente,
había elegido a la secretaria más seductora que había podido encontrar sólo para
atormentarla y que su relación con Sasha Lee no tenía nada que ver con el adulterio.
¿Pero y si no era así?
—Te estás poniendo histérica —le informó él, con voz fría y seca—. ¿Por qué no
haces lo que te he sugerido y descansas?
—¿Se lo has dicho? —insistió ella.
No estaba histérica ni mucho menos. Sentía una calma helada, como si estuviera
en el ojo silencioso de un huracán.
Nathan suspiró y arrojó el lápiz sobre la mesa.
—No, no se lo he dicho. ¿Por qué iba a hacerlo? Tú podrías cambiar de idea o
dejar que Caldwell te convenciera de nuevo.
Ya tenía su respuesta. Palideció y salió de la estancia con la espalda recta. Su
marido no tenía intención de despedir a Sasha Lee. Esta era sexy, excitante y
divertida.
Y Olivia sabía que no pasaría mucho tiempo sin que le anunciara que su
secretaria tenía que acompañarlo a Hong Kong para atar los cabos sueltos del trato
con Filipinas.
Ya le había advertido que aquello ocurriría. ¿Cuánto tiempo tardaría en decidir
que en su vida ya no había lugar para ella?
Entró en el cuarto de baño. Sólo le quedaba una cosa pendiente antes de decidir
lo que iba a ocurrir con su matrimonio.
No podía aferrarse a Nathan si él no quería que lo hiciera. Ni siquiera lo
intentaría.
Si aquello había terminado, tendría que reponerse, afrontar su futuro solitario y
apechugar con él. Aprender a vivir con el dolor indescriptible de haberlo perdido.
Pero antes...
Abrió el armario de las medicinas y buscó en la parte de atrás la prueba del
embarazo que había comprado unos días antes. Tenía la sensación de estar
moviéndose a cámara lenta.
No había tenido valor para usarlo antes. Aunque ya no era cuestión de valor.
Actuaba y pensaba mecánicamente, como un robot. Los robots no sentían nada,
¿verdad?
Diez minutos después, eso había cambiado; el mundo entero había cambiado y
temblaba con una emoción intensa.
¡Iba a tener un hijo de Nathan!

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Salió al dormitorio, pálida y temblorosa y se sentó al borde de la cama. Una


parte de ella se alegraba profundamente. La otra parte estaba aterrorizada.
Amaba ya aquel trozo de vida que llevaba en su interior y sabía que amaría a
aquel niño hasta el final de su vida.
¿Pero sentiría Nathan lo mismo? ¿Creería que quería atraparlo?
Su marido quería esperar para tener niños. Poseía demasiada ambición para
coartar su vida con ellos por el momento. Por eso se había mostrado tan brutal con
Angela cuando ella quiso que compraran la casa en el campo.
No quería atarse a una propiedad, a una casa llena de niños. Al menos, no en
ese momento de su vida. Su actitud lo había dejado claro, y eso era antes de que su
matrimonio hubiera empezado a desintegrarse.
Temblaba de modo incontrolable y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Por el momento no tenía otra opción que guardar el secreto. Su embarazo no
sería visible en algunos meses. Eso le daría a Nathan tiempo de sobra para decidir si
todavía quería seguir con ella o no.
Lo que no haría jamás, sería utilizar al niño como excusa. Si él decidía tratar de
salvar el matrimonio sólo porque iba a ser padre, no lo soportaría.
Quería todo su amor o nada en absoluto. No se conformaría con un arreglo en el
que él decidiera hacer lo más honorable y aguantar la relación sólo por deber.
Tenía que ser libre para decidir lo que quería en el futuro. Si le hablaba del niño,
le quitaría esa libertad.
Escondió la cabeza en las manos y su cabello cayó a su alrededor como una
nube negra. Oyó abrirse la puerta y la voz de Nathan.
—Livvy, esto no puede seguir así. Me temo que tengo algo que confesarte —
hablaba con un tono contrito que ella no había oído nunca—. Probablemente me
odiarás por ello y me lo merezco, ¿pero me prometes escucharme? ¿Intentar
comprenderme?
La joven lo miró aturdida. La cabeza le daba vueltas.
Iba a confesar la verdad, a decirle que tenía una aventura con Sasha y no la
quería en su vida. Estaba segura de ello. ¿Qué otra cosa iba a tener que confesar?
Se llevó una mano al corazón. Le rugían los oídos y no podía ver con claridad:
su visión se había hecho borrosa.
Pero lo sintió acercarse a ella.
—Estás enferma —dijo con preocupación—. Cuéntame qué te ocurre.
Olivia negó con la cabeza, incapaz de hablar; necesitaba de toda su fuerza de
voluntad para no desmayarse. Nathan frunció el ceño, le apartó el cabello del rostro
y la recostó contra la almohada.
—Voy a buscar agua. Si no te sientes bien dentro de dos minutos, llamaré al
doctor.

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Tocó la frente de ella y lanzó un juramento.


Olivia lo vio entrar en el cuarto de baño a buscar agua. Estaba claro que lo
irritaba; por eso había maldecido. Había decidido confesarle su aventura con Sasha y
su mareo lo había detenido.
Pero no se lo impediría por mucho tiempo. A menos que entrara en coma
durante el resto de su vida, tendría que oírlo antes o después.
Nathan volvió unos segundos después con el rostro blanco por la rabia.
—¿Cuándo pensabas darme la buena noticia?
—¿Cómo dices?
Se lamió los labios resecos y entonces recordó la prueba de embarazo que había
dejado al lado del lavabo y se ruborizó intensamente.
—¿Es mi hijo o el de Caldwell? —preguntó él con desprecio.

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Capítulo 11

OLIVIA lo miró como si no lo conociera. —¿Cómo te atreves a preguntar eso? —


gritó.
Nathan la miró largo rato.
—¡Qué convincente puedes ser cuando te esfuerzas, cuando te sientes atrapada!
—empezó a recorrer el cuarto con nerviosismo—. Podemos considerarlo desde dos
puntos de vista distintos. O bien seguiste el consejo de mi madre y te has quedado
embarazada en un intento por hacerme echar raíces, lo que implicaría que esos
rumores son falsos y no tienes una aventura con Caldwell. Si quisieras pasar tiempo
con él, no me querrías aquí permanentemente —se detuvo y la miró—. O bien el
embarazo ha sido un accidente. ¿Y bien?
Era inútil intentar razonar con él, un hombre capaz de pensar lo peor de ella. Se
pasaría el resto de su vida dudando de su paternidad o creyendo que ella había sido
lo bastante egoísta para quedarse embarazada a propósito en un esfuerzo por atarlo a
ella.
Se estremeció. Su futuro le había sido arrebatado, pero le quedaba aquel niño;
tendría que conformarse con él.
—Fue un accidente —declaró con frialdad.
Lo cual era cierto. No podía mentir sobre algo así. Y, dijera lo que dijera, ya no
podría salvar su matrimonio. Nathan había estado a punto de confesar su relación
con Sasha, de pedirle la libertad. Ella no utilizaría a su hijo para retenerlo.
Todo había terminado. Podía leerlo en su cara. Y el sonido del teléfono en la
mesilla casi resultó un alivio.
Sería Sasha, que llamaba para saber si le había hablado a su esposa y ella tendría
un gran placer en mandarla al infierno.
Pero no lo era. Suspiró con resignación al oír la voz de su jefe.
—James, ¿qué quieres?
Vio que Nathan salía del cuarto dando un portazo.
—Tú y yo tenemos una aventura desde hace años —dijo James con voz ronca—.
Al menos, eso es lo que le ha contado a mi esposa una amiga suya.
—¡Oh, diablos! Ya me lo temía.
Olivia apretó con fuerza el auricular, con voz impregnada de ansiedad. Eso era
lo último que Vanessa necesitaba en aquel momento. Estaba en un hospital, muy
preocupada por la posibilidad de perder a su hijo.
Se llevó una mano al vientre en ademán protector.

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—¡Tú lo sabías! —exclamó James—. Y no me lo has dicho. Debiste hacerlo.


Podría haberla advertido y haber descubierto quién ha lanzado el rumor. Ahora no
quiere escucharme.
—Hace tiempo que lo sé —suspiró la joven—. Nathan también lo oyó. Tampoco
ha hecho ningún bien a nuestro matrimonio.
—Ya lo imagino —repuso James con sequedad—. Ahora comprendo por qué da
la impresión de que tu marido quiera pegarme cada vez que me ve. ¿Por qué no me
contaste lo que murmuraba la gente? Tenías que saber que nos enteraríamos antes o
después.
Olivia no había pensado en ello, aunque reconocía su error. ¿No había insistido
Nathan en que se lo contaran a James e hicieran algo al respecto? Y ella se había
negado. Lo cual no había ayudado precisamente a que él creyera en su inocencia.
Pero había sido una egoísta y se había preocupado más porque su culpa no saliera a
la luz pública.
—Creí que era lo mejor —explicó con cansancio—. Meter la cabeza en la arena y
confiar en que no oyerais los rumores. Pensé que ya tenías bastantes problemas con
Hugh, la compañía y el estado de Vanessa. Creí que os estaba protegiendo a ambos.
Y también a sí misma, por supuesto. Pero ése no había sido su interés principal,
¿o sí? No podía pensar tan mal de sí misma.
Había intentado proteger a James y, sobre todo, a Vanessa. No había sabido
anticipar bien y, peor aún, no había sabido verlo desde el punto de vista de Nathan.
Había esperado que creyera implícitamente en ella.
—Está bien —dijo James—. ¿Pero puedes hacerme un favor? Habla con
Vanessa, dile que tú y yo no hemos tenido nunca una aventura. Acabo de llegar del
hospital y está en un estado terrible. Al principio se ha negado a verme y, cuando al
fin ha accedido, se ha negado a oír ni una palabra. Ha empezado a tener dolores,
reales o imaginarios, y le ha entrado el pánico. ¿Puedes hacer eso por mí, Liv? ¿Por
los viejos tiempos? —
Le estaba pasando factura. Ella lo necesitó después de la muerte de Max y él
estuvo a su lado. Y Vanessa también.
—Haré lo que pueda —prometió.
Colgó el teléfono con el ceño fruncido. ¿Por qué iba a escucharla Vanessa si
había despreciado las palabras de James? Después de todo, esperaría que ella lo
negara, ¿no?
Sólo una persona tenía alguna posibilidad remota de convencer a Vanessa, y esa
persona era su cuñado, el hombre que una vez la había querido lo suficiente para
presentarle a su familia. El hombre que había lanzado los rumores.
Esperar que Hugh Caldwell, un hombre amargado y expulsado del negocio
familiar, hiciera lo correcto, era poco probable, pero tenía que intentarlo, así que se
puso los zapatos y tomó su bolso.

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James le había dicho que Hugh seguía en su apartamento de Knightsbridge y


era lo bastante temprano para encontrarlo allí y no en los bares. Bajó despacio las
escaleras; el silencio de la casa la envolvía como una capa helada.
No le diría a Nathan a dónde iba ni siquiera que iba a salir. Eso sólo serviría
para tener que dar largas explicaciones, que él probablemente no querría oír.
Posiblemente seguiría furioso, pensando en su embarazo y temiendo que eso
afectara su relación con Sasha. Seguro que deseaba haber tenido ocasión de hacer su
confesión antes de descubrirlo.
Tomó un taxi en Embarkment y repasó el problema en su mente. ¿Cuál sería el
mejor modo de afrontar a Hugh? ¿Apelar a su buen corazón, si es que lo tenía?
¿Amenazarlo?
Pero no había nada con lo que pudiera amenazarlo. Deseó demasiado tarde
haberle dicho a James quién había empezado los rumores. Tal vez él pudiera haberlo
presionado de algún modo.
Su decisión de acudir a Hugh había sido instintiva y la había seguido sin
tomarse tiempo para considerar las alternativas. Estaba acostumbrada a tomar
decisiones, ya que había tenido que defenderse sola toda la vida, y le resultaba difícil
romper el hábito.
Y al menos, pensar en su conversación con Hugh servía para apartar su mente
del desastre de su matrimonio.
Aunque antes o después tendría que enfrentarse a Nathan. En cuando hubiera
hecho lo que pudiera allí, volvería a Chelsea y se sentarían tranquilamente a hablar
de su futuro.
Si quería estar con Sasha, y estaba segura de que así era, no haría nada para
impedírselo. Y jamás le impediría ver a su hijo. Tenía que hacerle comprender eso.
No le había alegrado la posibilidad de su paternidad, pero sabía que querría al niño.
Simplemente, la noticia lo había pillado en un mal momento.
Movió la cabeza. Estaba perdiendo el tiempo. Se obligó a acercarse a la puerta
discreta y elegante del bloque de apartamentos. Llamó al timbre con pocas
esperanzas de lograr su objetivo, pero sabedora de que tenía que intentarlo antes de
ir a ver a Vanessa.
Entonces alguien le agarró el brazo y se lo sacudió con fuerza.
—¿Así que éste es vuestro nido de amor? Sólo tiene que llamarte y acudes
corriendo.
—¡Nathan! —exclamó—. ¿Qué haces tú aquí?
El rostro de él era amenazador; la miró con ojos llenos de furia.
—Si quieres que me marche, olvídalo. Él te llama y tú sales corriendo. Quería
ver por mí mismo adónde ibas. Te he seguido.
Sonó una voz en el telefonillo y Olivia miró a su marido y respondió con voz
temblorosa.

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—Soy Olivia. Necesito hablar contigo.


Empujó la puerta y Nathan le soltó el brazo, como si no pudiera soportar aquel
contacto físico, pero la siguió como una sombra. Gracias a Dios, el apartamento de
Hugh se hallaba en la planta baja. Olivia no hubiera sido capaz de subir las escaleras.
Deseaba más que nada en el mundo apoyarse en el cuerpo fuerte y musculoso
de su marido; extraer parte de su fuerza, pero sabía que no quería que lo tocara.
En la puerta del apartamento se volvió hacia él. El corazón le latía con fuerza.
Apenas podía respirar porque la intensidad de su amor por él, a pesar de su
infidelidad con Sasha, la estaba destrozando.
—Esto no es lo que tú te crees —tragó saliva con ojos brillantes por las
lágrimas—. James me ha llamado para decirme que Vanessa ha oído los rumores
sobre él y yo. Se lo ha tomado muy mal. Quería que la convenciera...
—¡Qué considerado por su parte! —la interrumpió él con frialdad—. Así que
ella está aquí, ¿eh? Me dijiste que estaba en una clínica.
—No, aquí está Hugh —movió la cabeza; las lágrimas caían ya por sus
mejillas—. Él empezó los rumores y he pensado que es la persona indicada para
arreglar esto. Vanessa no ha querido escuchar a James. ¿Por qué iba a escucharme a
mí?
Nathan no respondió.
—Si pierde el niño, no podré soportarlo —prosiguió ella—. Quedaría para
siempre en mi conciencia.
—¿Hay algún peligro de que ocurra eso?
Olivia asintió.
—Con sus antecedentes y el estado en que está ahora...
—¿Y por qué no obliga tu precioso James a su hermano a aclarar las cosas?
—Porque todavía no sabe quién ha iniciado los rumores.
—Entonces tendremos que lograr que ese bastardo le diga que miente, aunque
no sea cierto. No es justo que sufra así una mujer inocente por los hechos de su
marido.
Golpeó la puerta con el puño y Olivia se estremeció. Pensó con amargura que la
hacía sentir como una arrastrada, pero lo siguió al interior. Hugh apareció en el
vestíbulo, vestido para salir, con traje oscuro y corbata negra.
—Vaya, Olivia —sonrió con sorna—. ¡Qué placer tan inesperado!
Desafortunadamente, sólo puedo dedicarte unos minutos. Tengo un compromiso
social, ¿sabes?
—Nos dedicarás todo el tiempo que sea necesario —dijo Nathan con frialdad.
La joven observó que el otro se encogía en su traje ante la amenaza implícita en
las palabras de su esposo. Se maravilló en secreto del poder de Nathan.
—Quizá sea mejor que entréis —dijo el otro.

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—No es necesario. Mi esposa puede decirte aquí lo que necesita —miró con
rapidez las paredes blancas del vestíbulo, la gruesa alfombra azul y las dos sillas
tapizadas colocadas al lado de una mesa pequeña—. ¿Olivia?
La invitaba a hablar, pero la joven tenía la boca seca y la lengua pegada al
paladar. Apartó la vista del rostro rechoncho de Hugh y miró suplicante a su marido.
Nathan frunció el ceño con impaciencia y se hizo cargo de la situación.
—Has estado esparciendo rumores, Caldwell. Y no intentes negarlo. Yo te oí.
Deseé partirte la boca pero mi esposa me disuadió, por motivos que ella sabrá. En
este momento, sin embargo, no hay nada que me impida hacer justamente eso —se
acercó un paso al otro—, a menos que hagas exactamente lo que yo te diga.
Hugh Caldwell lanzó una mirada temerosa en dirección a Olivia, como si
esperara que ella volviera a salvarlo; vio el desprecio que mostraban sus ojos y
murmuró:
—¿Qué es lo que quieres? No sé de qué me habla.
—Está hablando de que le has dicho a todo el mundo que maté a Max y me
acosté con James y no he dejado de hacerlo desde entonces —gritó Olivia,
despreciándose de repente por la cobardía que había demostrado desde que Nathan
apareciera en la puerta.
Éste la miró de soslayo.
—A pesar de lo que creas —dijo con determinación—, ahora irás a ver a tu
cuñada y le dirás que tú iniciaste los rumores y que son falsos. Está esperando un
hijo, como supongo que sabes. Me han dicho que puede perderlo a causa de este
disgusto. Aunque no hubiera peligro de que ocurriera eso, ¿crees que es aceptable
que tenga que sufrir una mujer inocente?
—¿Y si no lo hago? —preguntó Hugh, con nerviosismo.
—Entonces te haré pedazos —repuso Nathan con calma.
No había duda de que hablaba en serio.
Olivia se estremeció. Odiaba la violencia de cualquier tipo. Tenía buenas
razones para ello. Nathan no era violento normalmente. Los rumores esparcidos por
aquel hombre habían sido responsables del desastre de su matrimonio. Hugh
Caldwell había sido el culpable del comienzo del desastre, arruinando algo precioso
que jamás podrían recuperar, y sería sin duda el objeto de la rabia de Nathan.
Hugh se encogió visiblemente y su rostro adquirió una tonalidad gris. Pero no
se rindió por completo.
—No hay necesidad de ponerse así. Haré lo que pueda, aunque implique
mentir. Siempre me ha gustado Vanessa. Una chica encantadora a la que su marido
no ha sabido...
Una mirada de advertencia de Nathan le hizo acercarse a la puerta Pero no
pudo resistir un comentario final. Miró a la joven con desprecio.

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—Los dos sabemos la verdad, ¿no es así, Olivia? Una parte de lo que dije es
cierta, ¿verdad? Bueno, ¿qué me dices? ¿Culpable o inocente?
La joven lo miró con odio. Nathan estaba inmóvil, como si contuviera el aliento,
esperando la respuesta de ella.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, lágrimas de remordimientos. Lágrimas por el
pasado. Lágrimas por el amor que había perdido.
No tenía sentido ocultarse tras las negativas. Su matrimonio había terminado.
Nathan no podría despreciarla más de lo que ya lo hacía. Y quizá admitir su culpa
delante del hombre al que amaba más que a su vida sería una especie de expiación.
No sabía cómo se había enterado Hugh Caldwell de aquello. A menos que
hubiera escuchado detrás de la puerta alguna conversación entre James y ella.
Bajó la cabeza con el rostro muy pálido.
—Culpable —susurró.
Hugh Caldwell hizo una mueca de triunfo.
Nathan le dio un puñetazo.

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Capítulo 12

A TRAVÉS de la puerta de cristal, Olivia vio a Hugh Caldwell salir de la


estancia. Uno de sus ojos lucía ya un color púrpura en su rostro pálido. En el otro
extremo de la sala de espera, Nathan estaba de pie delante de una de las ventanas,
mirando al exterior.
La joven no sabía cómo romper el silencio, decirle que Hugh se había marchado,
que esa parte había terminado. Se estremeció, pero el frío procedía de su interior.
Jamás volvería a sentirse totalmente caliente, no volvería a estar viva del todo.
Nathan había levantado a Hugh del suelo y lo metió en su coche. Preguntó a
Olivia la dirección de la clínica y salió hacia allí a toda velocidad.
La joven no sabía si habían logrado algo. Hugh había estado hablando con
Vanessa, en presencia de James, durante veinte minutos.
James enarcó las cejas cuando los vio llegar a los tres.
—Hemos pensado que Hugh es la única persona que puede arreglar esto —le
explicó Olivia—. Fue él el que inició los rumores. Y va a hacer lo que pueda. ¿Cómo
está Vanessa?
James miró con desprecio a su hermano.
—Más tranquila. Le han puesto un par de inyecciones —contestó—. ¿Por qué no
adiviné antes que tú estarías detrás de esto? Te juro que si lo estropeas ahora...
—No lo hará —intervino Nathan con tono de advertencia.
James le lanzó una mirada de admiración y empujó a su hermano pasillo
adelante.
Nathan y ella estaban desde entonces en la sala de espera. La clínica privada
ofrecía todas las comodidades: sillones de cuero, revistas recientes, café caliente, todo
lo que pudiera distraer la espera de los visitantes.
Pero Nathan se había instalado delante de una de las ventanas, con el cuerpo
rígido y sin decir nada, mientras ella esperaba cerca de las puertas de cristal.
Había visto a una enfermera y luego a Hugh. No sabía lo que había pasado, si la
llamarían para que intentara convencer a su amiga de que no tenía ninguna aventura
con su esposo.
El día le parecía interminable, lleno de traumas. Miró a Nathan y deseó que le
hablara, que rompiera el silencio. Pero seguía de espaldas a ella y parecía sumido en
sus pensamientos. Cuando miró de nuevo la puerta, entró James con una mueca en el
rostro
—¡Juro que mataré a esa rata!
Olivia se llevó una mano a la garganta.
—¿No se lo ha dicho? ¿No lo ha creído ella? —preguntó.

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—Eso está arreglado —su rostro se relajó—. Se lo ha contado todo, empezando


por nuestra infancia, su envidia, su necesidad de vengarse de mí. Y, al parecer,
también de ti, por decirle lo que pensabas de él cuando se te insinuó. No me lo habías
dicho.
Le pasó un brazo en tomo a los hombros y la estrechó contra sí.
—Creo que ha sido su envidia lo que ha convencido a Vanessa de que al fin
decía la verdad. Pero me gustaría partirle el cuello por el daño que ha hecho.
—Entonces, ¿tu esposa está satisfecha? —la voz de Nathan era dura. Sus ojos los
castigaban a ambos—. Te sugiero que te cerciores de que sigue así —se acercó a la
puerta—. Si ha hecho lo que ha venido a hacer, ya no hay razón para seguir aquí.
¿Vienes, Olivia? ¿O prefieres quedarte?
James empezó a decir algo, pero la joven no se detuvo a escuchar. Nathan
cruzaba ya la zona de recepción, como si no le importara si ella lo seguía o no. Lo
alcanzó cuando se disponía a abrir la puerta del coche y él la miró con indiferencia,
como si no supiera quién era.
Olivia, a punto de llorar, sintió que se congelaba por dentro. Tendrían que
hablar de su futuro, aunque sabía que ya no tenían ninguno en común.
Cuando llegaron a casa, él subió directamente las escaleras con el rostro duro
como el granito.
La joven lo siguió con piernas temblorosas. Lo encontró doblando sus cosas, que
guardaba en una maleta.
—¿Qué estás haciendo?
Sabía que su pregunta era bastante tonta. Resultaba bastante obvio lo que hacía.
La brecha entre ambos era inalcanzable. Todo había ocurrido tan deprisa que no
podía asimilarlo; la muerte de algo que había sido precioso se había producido con
una gran rapidez.
—Me iré a un hotel —dijo él con frialdad, sin levantar la vista para mirarla—.
Volveré dentro de un par de días a buscar el resto de mis cosas. Tendré cuidado de
hacerlo mientras estás en el trabajo. En cuanto al resto, a los detalles sombríos... —
hizo un gesto con la mano—, se los dejaremos a los abogados. A tu hijo y a ti no os
faltará de nada.
Todo había acabado. Ella había esperado, contra toda esperanza, que
encontraran un modo de...
Se apoyó contra la puerta y cerró los ojos para ocultar el dolor que la
embargaba.
—También es tu hijo—susurró.
No sabía qué era peor, si que se alejara de ella o que negara a su propio hijo.
—No convirtamos esto en un melodrama —dijo él.
Su voz sonaba distinta, como si le costara trabajo controlarse.

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—Ha terminado —prosiguió—. Soy lo bastante maduro para asumirlo y seguir


adelante con mi vida. ¿Tú no? Después de todo, debías saber que esto iba a ocurrir.
Hablaba como si su separación fuera inevitable, lo hubiera sido siempre, desde
el principio. ¿O sólo desde que Sasha entró en su vida? Le había dicho que su
confesión le haría daño. Sabía ya que nada podía dolerle más que ese momento.
Abrió los ojos, brillantes por las lágrimas.
—Dime por qué —pidió con voz ronca.
Lo vio entrecerrar los ojos con impaciencia y mirar su reloj y se encogió ante
aquel insulto final.
—¿Es necesario pasar por esto? —repuso él. Respiró hondo—. Todo empezó a
estropearse cuando oímos lo que decía ese gusano. Nunca antes había estado celoso.
Lo que sentía por James Caldwell me hacía despreciarme a mí mismo. No dejaba de
asegurarme que estaba confundido, que tenías motivos para hacer lo que hacías, para
negarte a demandar a Hugh y a dejar tu empleo, para salir corriendo siempre que
James te llamaba, para dejar que te besara...

Olivia lo miró confusa. ¡Era él el que se iba con otra mujer y se atrevía a culparla
a ella! No conseguía entenderlo.
—Al fin me has quitado la venda de los ojos al admitir delante de ese gusano y
de mí que había dicho la verdad, que tenías una aventura con James Caldwell —
tomó su maleta—. Ahora quizá podamos olvidar todo eso.
Estaba delante de ella, esperando a salir de la casa, alejarse de ella y olvidar que
la había conocido. Y no había entendido nada.
—No —dijo ella con voz ronca, su garganta reseca por la tensión—. No, James y
yo jamás hemos tenido una aventura. Es mi jefe, mi amigo, nada más. Yo confesé lo...
lo otro.
Le resultaba imposible pronunciar las palabras, pero sabía que debía hacerlo. Su
cuerpo entero temblaba con violencia.
—Maté a mi primer marido. ¡Maté a Max! Ésa es la parte que era cierta.
El horror de aquella noche se apoderó de ella, y ocultó el rostro en sus manos.
Pero Nathan las apartó y la miró con fijeza.
—¿Sabes lo que estás diciendo?
La joven asintió sin palabras; le castañeteaban los dientes y tenía el rostro muy
blanco.
—Después me derrumbé. Me tomé una semana libre para el funeral y esas
cosas. Cuando volví al trabajo, me derrumbé. Traté de controlarme, pero no pude. Se
lo conté todo a James. Supongo que Hugh debió oírnos. James insistió en que me
quedara una temporada con Vanessa y con él. No creo que hubiera podido sobrevivir
sin ellos. Les debo mucho. Aunque hubiera sentido algo por James aparte de

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amistad, cosa que no es cierta, jamás habría hecho nada al respecto. Nunca hubiera
podido hacer nada que hiciera sufrir a Vanessa.
Temblaba de tal modo que apenas podía sostenerse en pie. Nathan la tomó en
brazos y la echó sobre la cama, donde cubrió su cuerpo con el edredón. Salió de la
estancia y volvió un instante después con un vaso de coñac en la mano.
—Bebe esto.
Olivia negó con la cabeza, mirando el vaso que tenía en la mano. Mirando sus
dedos, fuertes y firmes, que la habían tocado a veces con adoración. Jamás volvería a
tocarla.
—Me siento tan culpable.
Lo miró con desesperación. Nathan le acercó el vaso a los labios y la obligó a
beber. El alcohol se le subió directamente a la cabeza, que empezó a darle vueltas
haciendo que creyera ver compasión en los ojos de él cuando sabía que eso no era
posible.
Nathan se sentó en la cama a su lado y le subió más el edredón. No sabía por
qué se mostraba tan amable. ¿Acaso su confesión no le había asqueado? ¿No quería
librarse de ella y correr a los brazos de Sasha?
—El único modo de librarte de la culpa es hacer una confesión completa. A las
autoridades. Pagar el precio. Debiste tener tus motivos para hacer lo que hiciste. No
puedo creer que seas capaz de hacer daño a nadie conscientemente, y mucho menos
matar a un hombre sin que medie una provocación extrema. Arreglaremos esto
juntos, querida; contrataremos a un abogado de primera.
Olivia frunció el ceño. Se llevó las manos a las sienes.
—La encuesta... emitió un veredicto de muerte accidental. El asiento del
acompañante no llevaba airbag, sólo el del conductor, pero si yo hubiera estado más
en control, si me hubiera concentrado como debía, no habría ocurrido. El otro
conductor se lanzó directamente contra mí. Tuve que girar, pero hubiera podido
evitar chocar contra aquel muro.
Empezó a sollozar y él la estrechó contra sí, esperando a que terminara de llorar.
—¿Murió en un accidente de coche? —preguntó luego—. Cuéntamelo todo.
Nunca me has hablado mucho de él ni de su muerte. No sabía si era porque todavía
lo echabas de menos. No quería obligarte a hablar de tu primer matrimonio hasta
que estuvieras preparada. Cuéntamelo ahora.
—No nos compenetrábamos en absoluto —murmuró ella, contra la camisa de él.
No sabía por qué la abrazaba, pero no quería que dejara de hacerlo. Era como si
hubieran vuelto a su relación anterior. Y cuanto más tiempo pudiera mantener
aquella ilusión, más segura se sentiría.
—Cuando lo conocí, me deslumbró. Estaba lleno de entusiasmo. Al año de
nuestro matrimonio, comprendí que lo nuestro jamás funcionaría. Pero no me rendí.
Me había casado con él y tenía que seguir adelante. Max no dejaba de iniciar
negocios distintos, cosas estúpidas que le hacían perder dinero. Al mirar hacia atrás,

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comprendo que todo podía haber sido distinto si yo hubiera sido diferente. Yo podía
haberlo ayudado, haberlo apartado de las empresas más locas, haberlo calmado. Tal
vez una de sus aventuras hubiera salido bien y hubiera podido obtener el éxito que
siempre deseó.
Se sonó la nariz con tristeza.
—Pero no lo hice. Me convencí de que uno de los dos debía conservar un
empleo seguro y bien pagado y tenía que ser yo. Trabajaba todas las horas que podía,
hasta tal punto que apenas nos veíamos. Y luego... —su voz tembló, pero se obligó a
continuar—. Recientemente he empezado a ver paralelismos, cuando decidí
quedarme a ayudar a James porque creía que era lo correcto, sin pensar en lo que eso
nos hacía a nosotros.
Levantó la cabeza y se apartó el pelo del rostro con dedos temblorosos.
—Pensaba decirle a James que tendría que arreglárselas sin mí. No soy
indispensable. Puede arreglar el daño que causó Hugh a la compañía sin mi ayuda.
Tú me necesitabas más —sintió los brazos de él apretándose en torno a su cuerpo—.
Pero todo empezó a ir mal...
Nathan había conocido a Sasha.
Apretó los labios. No volvería a echarse a llorar. No podía mirarlo a los ojos. Su
mirada re recordaría todo lo que había perdido.
—Quieres saber cómo terminó —dijo con brusquedad—. Fue culpa mía. Si
hubiera sido el tipo de esposa que necesitaba, las cosas no tenían por qué haber
salido tan mal. Conoció a una mujer que escribía libros de autoayuda. Ella lo
convenció de que montara una pequeña editorial. Max creyó que era una idea
brillante e hipotecó nuestra casa para sacar fondos. Yo me enteré aquella última
noche. Max la había invitado a cenar para hablar del proyecto y me llamó desde el
restaurante para que fuera a recogerlo —respiró hondo—. Dejamos a la mujer en su
apartamento. Max quería conducir, pero no se lo permití. Había bebido demasiado.
Cuando nos quedamos solos, me contó lo de la hipoteca, dijo que necesitaba aún más
dinero para poner el proyecto en marcha. Me dijo que le pidiera un préstamo a
James. Sabía que nunca lo devolvería, que desaparecería como todo lo demás. Me
negué a hacerlo y me pegó.
Entonces miró a Nathan con ojos atormentados.
—Ya me había pegado antes, al principio de nuestro matrimonio. Después se
mostró muy apenado y tan patético que lo perdoné, pero le advertí que, si volvía a
levantarme la mano, lo dejaría. No volvió a hacerlo hasta aquella noche, pero
siempre estaba presente esa amenaza —su voz se convirtió en un susurró—.
Conseguí controlar el coche, no sé cómo. Debería haberme parado y haber salido de
allí, pero, cuando me pegó, algo explotó dentro de mí. Sabía que estaba borracho, que
la violencia que siempre había estado presente bajo la superficie acababa de estallar.
Su voz se convirtió en un susurro:
—Sin embargo, no me fui. Le dije que ya había tenido suficiente y que iba a
dejarlo. No estaba dispuesta a ser un saco de boxeo para sus frustraciones. Volvió a

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pegarme, me tambaleé y entonces un coche dobló la esquina y eso fue el fin de su


vida —se cubrió el rostro con las manos—. Todavía puedo ver el coche destrozado.
Tuvieron que cortar su cuerpo para sacarlo. Y todo fue culpa mía.
—Cariño, no te tortures así —Nathan le apartó las manos y las tomó entre las
suyas.
Olivia lo miró con extrañeza. Eran las mismas palabras que había usado James.
Tal vez Nathan sentía lástima de ella. Y ella no quería su lástima.
—Max eligió su propio camino. Dudo que tú hubieras podido hacer nada para
cambiarlo —dijo él con gentileza—. Durante vuestro matrimonio no dejó de hacerte
daño, te obligó a asumir responsabilidades por los dos. Estabas tan habituada a
asumir la responsabilidad que te echaste la culpa de su muerte. Fue un accidente y el
hecho de que te pegara contribuyó a él. Se mató él mismo, créeme.
Olivia parpadeó, con los ojos llenos de lágrimas. Nathan las secó suavemente
con su pulgar.
—Créeme, Livvy —repitió con ojos también húmedos.
La joven asintió. Se mordió el labio inferior y el peso de su culpa cayó de sus
hombros. Lo creía.
Nathan había sabido indicarle el motivo de la culpa que llevaba años cargando
y, al hacerlo así, había conseguido también liberarla.
Lo miró a los ojos, con el corazón encogido. ¡Lo amaba tanto! ¡Tanto! Estuvo a
punto de pronunciar aquellas palabras en voz alta, pero se contuvo a tiempo. Se
retorció las manos en el regazo, con la espalda recta.
—Gracias por escucharme. No sabes lo mucho que me has ayudado.
Se apartó de sus brazos y saltó de la cama. Supuso que había llegado el
momento de despedirse.
Nathan la abrazó de nuevo y tiró de ella hacia abajo. Cuando estuvo tumbada,
le quitó los zapatos.
Olivia no entendía nada.
—¿Qué estás haciendo?
—Cuidar de ti. Creo que es hora de que alguien lo haga.
—Puedo cuidarme sola.
—Eso es lo que siempre dices —sonrió—. ¿Por qué será que no me lo creo?
Empezó a desabrocharle la falda. Olivia no podía soportar más aquel tormento.
Le recordaba momentos más felices, momentos perfectos. Le apartó las manos.
—¿No te ibas de casa?
—Sólo porque creía que habías confesado tener una aventura con James. Creí
que mi mundo había terminado, que mi peor pesadilla se había hecho realidad.
Ahora me quedaré donde debo estar, al lado de mi esposa —terminó de quitarle la

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falda y empezó a desabotonarle la blusa—. Te meteré en la cama y me reuniré


contigo para abrazarte y cuidar de ti.
—¡No! ¡No puedes! ¡No lo permitiré! —apartó los dedos de él. No quería su
lástima. No quería que la cuidara una última noche sólo por compasión—. Pensabas
irte con esa mujer. No la hagas esperar por mí.
—¿Qué mujer? —la miró un instante, confuso, y luego respiró hondo—. ¡Oh,
Dios! ¡Sasha! ¡La había olvidado!
—¿Y crees que eso le gustaría? Supongo que se considera inolvidable. ¡Qué
horrible para ella descubrir que no lo es!
—Tesoro —susurró él, abrazándola—. Tengo algo que confesarte. Sé que te
parecerá horrible. En este momento, no tengo una opinión muy buena de mí. Pero
tendrás que intentar perdonarme, ¿me lo prometes? —murmuró contra el pelo de
ella.
Olivia hizo un intento por apartarlo, luego lo pensó mejor y se acurrucó contra
él. Si había tenido una aventura con aquella rubia exuberante y se arrepentía de ello,
lo perdonaría. Lo amaba demasiado para hacer otra cosa.
—Sasha Lee, la secretaria a la que contraté en Hong Kong, tiene cincuenta años,
está felizmente casada y espera su primer nieto.
—¡Embustero! —Olivia le dio un empujón. ¿Pretendía negar lo que ella había
visto con sus propios ojos?
—La Sasha Lee que te presenté es una actriz, a la que contraté a través de una
agencia. Se me ocurrió la idea cuando colgaste el teléfono a la verdadera Sasha.
Evidentemente estabas celosa, creías que había pasado la noche con una mujer.
Cuando salí para Hong Kong estaba de mal humor porque habías decidido seguir
trabajando con Caldwell. Cuando llamaste y te negaste a hablar conmigo, supe que
no podía pasar ni un instante más lejos de ti. Hice el equipaje y regresé a casa, pero
descubrí que te habías ido de viaje con James. Cuando te dejó en la puerta y te besó,
pensé que debía hacerte probar tu propia medicina, así que contraté a una supuesta
secretaria y te la presenté. Sólo la vi aquel día y la tarde en que le pagué para que
bajara las escaleras cuando te oyera abrir la puerta. Envié un cheque por su
interpretación a la agencia, y eso fue todo.
Olivia echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos.
—¿Y las veces que venía aquí? ¿Las ensaladas para comer, por ejemplo? No
olvides que la casa apestaba a su perfume todos los días.
—Compré un frasco del perfume que usó la primera noche —confesó él—. Y
cuando sabía que faltaba poco para que llegaras, lo echaba por toda la casa. Llegué a
odiar su olor. Cariño, te quiero mucho, ¿por qué iba a mirar a otra mujer?
La joven acarició su rostro con ternura y entonces recordó qué era lo que le
había impedido hacer antes su confesión.
La tristeza ensombreció sus ojos.

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—El niño. Nuestro hijo. Ya sé que no querías tener familia hasta más adelante,
cuando estuvieras dispuesto a pasar más tiempo en un sitio. Te he decepcionado. Te
prometo que no fue deliberado. Entre una cosa y otra, olvidé tomar las píldoras. ¿Va
a ser un problema?
Nathan, en respuesta, la recostó sobre la almohada, sujetándola con la pierna
contra el colchón mientras la miraba con adoración.
—El único problema es si me perdonarás mi reacción. Estaba aturdido por los
celos, no pensaba con claridad. Cuando lleguen nuestros hijos serán bienvenidos.
Le acarició los labios con la yema de los dedos.
—En el pasado siempre he tenido que probarme a mí mismo una y otra vez. No
bastaba con una sola. No me conformaba con lo mejor. Tenía que ser más que eso.
Ahora lo único que quiero es probarte cómo te quiero. Formar una familia contigo en
su centro. Y ahora que sé que entre James y tú no hay nada, tienes mi bendición para
seguir trabajando, si eso es lo que quieres en realidad.
—Por eso que acabas de decir, te perdonaría cualquier cosa —le echó los brazos
al cuello—. Sólo un mes más. Terminaré mi periodo de aviso. Hugh nos había puesto
en un brete. Se dedicó a aceptar sobornos de nuestros rivales y robarnos encargos.
James quería que lo ayudara, pero creo que es muy capaz de recuperarse solo.
Después de eso, trabajaré para ti —sonrió; Nathan volvía a ser su mundo, todo lo que
había querido—. Volvemos al punto donde empezamos —suspiró.
—Y no volveremos a apartarnos de él —asintió él, antes de besarla en los labios.

—Casi podrían ser mellizos —comentó Vanessa, mirando a los dos niños
morenos que corrían por el césped.
—Es cierto —repuso Olivia.
Su mirada siguió a los niños. James Caldwell Junior había nacido siete meses
antes que su precioso Harry, pero éste lo había alcanzado ya. A los dos años, era tan
alto como su amigo y mostraba ya un gran parecido con su atractivo padre.
Vanessa se dejó caer en la tumbona, con los brazos colgando a los lados.
—Esto es el paraíso. No dejo de decirle a James que debemos mudarnos al
campo. Londres está bien, pero esto es mejor para los niños. Desgraciadamente,
tendremos que volver en un par de horas.
—Di mejor tres —sonrió Olivia—. Angela y Edward van a venir a tomar el té y
ya sabes lo que habla ella.
Los padres de Nathan se mostraron encantados cuando compraron la mansión
Grange, y más todavía con la noticia de que pronto serían abuelos. Estaban siempre
dispuestos a quedarse con Harry cuando Nathan quería salir a cenar con su esposa.

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El mero hecho de pensar en su maravilloso esposo, en la vida que compartían,


puso una sonrisa en sus labios. Lo miró salir con James de la parte del jardín donde
habían estado colocando un columpio para los niños.
Los dos hombres se habían hecho grandes amigos desde que se aclaró el asunto
de las murmuraciones de Hugh y, desde el nacimiento de Harry, habían pasado
varios fines de semana allí. Hugh, afortunadamente, vivía en Portugal, donde dirigía
un camping con algún amigo suyo. Olivia creía que no se atrevería a volver a
Inglaterra.
Se levantó de la tumbona y echó a andar. Pasó al lado de James, que llevaba a su
hijo a hombros. Harry, más independiente, huía de su padre, quien lanzaba gruñidos
fingiendo querer alcanzarlo.
En cuanto vio a Olivia se detuvo, tomó al niño en brazos y la miró con ternura.
Con su brazo libre la atrajo hacia sí para besarla en los labios.
—Cada día estás más hermosa —murmuró—. Eres todo mi mundo —tomó un
mechón de su largo pelo y lo envolvió en torno a los tres—. Los tres solos, encerrados
en nuestro mundo perfecto.
Harry se echó a reír cuando el cabello le hizo cosquillas en la nariz.
—Tendremos que hacer hueco para otro —dijo Olivia. Tomó la mano de su
marido y la colocó sobre su vientre—. Sólo lo sé de cierto desde esta mañana. Estaba
deseando decírtelo, pero quería esperar a que estuviéramos solos.
La sonrisa radiante de él le dijo que estaba encantado con la noticia, y la pasión
apenas contenida de su beso también que estaba deseando estar de verdad a solas
con ella.

Fin.

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