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La virtud
4.1 Naturaleza
La virtud en sentido amplio significa la excelencia de
perfección de una cosa. Sin embargo, en su sentido estric-
to, según usada significa un hábito de la facultad del alma,
que la dispone a obtener con prontitud actos conformes a
nuestra naturaleza racional, de ahí que San Agustín entien-
de a la virtud como «un buen hábito consonante con nuestra
naturaleza».
Las virtudes ayudan a conducirse en la vida y el
hombre recibe de la naturaleza la capacidad para lograr su
autorrealización. Así las virtudes se constituyen en el patri-
monio moral de la persona.
La persona frente a las disyuntivas ha de elegir el
bien. Así el hombre virtuoso es una persona que actúa
teniendo en cuenta la libertad y la justicia.
Las virtudes son las potencias o facultades que
permiten al hombre realizar ciertas cosas de determinadas
maneras. Estas potencias activas llamadas hábitos operati-
vos, pueden ser virtudes o vicios.
Las virtudes perfeccionan las potencias operativas
disponiéndolas a las obras que están de acuerdo con
la naturaleza del sujeto. Las acercan más a su obrar
propio y le confieren una mayor perfección. Los vicios,
por el contrario, dan a la potencia una disposición
hacia las malas obras (Rodríguez, 2004, p. 17).
Las virtudes ayudan al hombre a alcanzar la perfec-
ción última y lo hacen bueno porque lo conducen al buen
obrar y, al adquirir un hábito operativo estable, le orienta a
vivir acorde a fin último.
Las potencias racionales, y las potencias sensibles
en cuanto son dominadas por las racionales, tienen
un margen amplio de indeterminación en su obrar.
Esto es, pueden tender a diversos objetos, algunos
buenos y otros malos, por lo que necesitan una
disposición accidental que las determine hacia los
actos buenos. Por su parte, los apetitos sensibles,
como tienen un movimiento instintivo propio que les
permite rebelarse frente a las potencias superiores,
necesitan ser perfeccionados por las virtudes mora-
les (Rodríguez, 2004, p. 18).
En este sentido se puede deducir, según Santo
Tomás de Aquino, que la virtud es «habitus operativus
bonus», es decir, un hábito operativo esencialmente bueno.
4.2.4 La prudencia
La prudencia es la primera y más importante virtud
cardinal, puesto que las otras dependen de ella. La pruden-
cia es la capacidad de ver las cosas correctamente, de
apreciar la realidad en su adecuada dimensión. Implica el
recto juicio de las circunstancias del caso, para saber qué
hacer, aplicando la norma general que regula la materia a
ese caso en particular. O, dicho de otra manera, dispone a
la razón práctica para discernir en toda circunstancia nues-
tro verdadero bien y elegir los medios más rectos para
hacerlo.
El contacto objetivo y desprejuiciado con la realidad
resulta vital, particularmente si recordamos que la pruden-
cia es una virtud moral y que, por lo mismo, se encuentra
dentro de la actividad práctica.
Como la razón práctica tiene interés por saber «qué
debe hacerse» y/o «cómo debe actuarse», una correcta
apreciación de las circunstancias resulta imprescindible.
De la prudencia dependerá la forma en que actue-
mos en cada caso. Ahora bien, ¿qué pauta ocuparemos?
¿Qué nos señalará la dirección correcta? Dado que no
cualquier obrar del sujeto es indiferente, o lo que es lo mis-
mo, que no todo uso de la libertad es igualmente aceptable,
la Ética será la encargada de dárnosla (Rodríguez, 2004).
No obstante, la mera enunciación de la Ética no
basta. En efecto, la Ética, que para su mejor comprensión
se expresa en normas es, un precepto general. Siendo así,
resulta evidente que, por su misma generalidad, solo nos
proporcionará una guía básica; que distará mucho de la
solución específica para un caso determinado. ¿Qué
hacer? La solución viene dada por la virtud de la prudencia:
gracias a ella se podrá aplicar al caso concreto la norma
general que resume un precepto ético, teniendo en cuenta
los fines que se pretenden conseguir y los medios con los
que se cuenta.
Frente a un caso concreto el juez sabe qué norma o
normas legales aplicar una vez que se han comprobado los
hechos. Pero no podrá emplear la norma general de manera
directa; sino ponderará todas las circunstancias particulares
para adaptar esa norma general al caso concreto, y obtener
una sentencia lo más justa posible (Rodríguez, 2004).
Aunque el razonamiento anterior es aplicable en los
campos de la necesariedad, es decir, donde ante «tal»
causa se dará «tal» efecto y no otro (la ciencia, por ejem-
plo), cuando nos referimos al actuar del hombre el terreno
es completamente distinto. ¿La razón? A diferencia de la
materia inerte o de los seres inferiores, el hombre posee
libertad.
La libertad, que es original y originaria, supone una
cierta indeterminación a efectos de prever los actos huma-
nos. Las cosas pueden ser de una u otra manera y el terreno
es el de lo contingente, es decir, de aquello que puede tener
una multitud de variantes. A lo sumo podrá pronosticarse de
forma aproximada un posible comportamiento; pero no
conoceremos con exactitud, hasta que haya ocurrido.
Un sistema deductivo que pretenda anticipar con
precisión matemática el futuro, no es aplicable al hombre
precisamente porque es libre y no está determinado. Así, la
prudencia no es deductiva.
Así mediante la prudencia se logrará que el precepto
general se aplique al caso concreto. Lo que en cierta manera
«incomoda» respecto a la prudencia es esta cierta indetermi-
nación en la solución por la que se optará; es decir, en que no
haya manera de prever exactamente qué hacer.
La prudencia es la virtud que dispone la razón prácti-
ca a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien
y a elegir los medios rectos para realizarlo. «El hombre
cauto medita sus pasos» (Pr 14, 15). «Sed sensatos y
sobrios para daros a la oración» (1 P 4, 7). La prudencia es
la “regla recta de la acción”, escribe santo Tomás (Summa
theologiae, 2-2, q. 47, a. 2, sed contra), siguiendo a Aristóte-
les. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la
doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: condu-
ce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la
prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia.
El hombre prudente decide y ordena su conducta según
este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los
principios morales a los casos particulares y superamos las
dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debe-
mos evitar (Catecismo de la Iglesia Católica, 1,806).
4.3 La justicia
La justicia es el hábito que inclina a la voluntad a dar
a cada uno lo suyo. Inspirado en esto, Santo Tomás de
Aquino dice que es «la virtud permanente y constante de la
voluntad que ordena al hombre en las cosas relacionadas al
otro a darle lo que le corresponde». De ahí viene «ajustar»,
lo que denota cierta igualdad en relación a otro.
Todas las virtudes morales aspiran a un doble perfec-
cionamiento: subjetivo y objetivo. Esto es, tienden a perfec-
cionar al hombre y a sus acciones. En este sentido la justicia
es igual a las demás virtudes. Pero posee un rasgo que le es
exclusivo y propio: con ella puede obtenerse la perfección
objetiva de un acto sin necesidad de perfección subjetiva.
La justicia es la virtud moral que consiste en la cons-
tante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es
debido. La justicia para con Dios es llamada «la virtud de la
religión». Para con los hombres, la justicia dispone a respe-
tar los derechos de cada uno y a establecer en las relacio-
nes humanas la armonía que promueve la equidad respec-
to a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado
con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por
la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta
con el prójimo. «Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor
del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu
prójimo» (Lv. 19, 15). «Amos, dad a vuestros esclavos lo
que es justo y equitativo, teniendo presente que también
vosotros tenéis un Amo en el cielo» (Col. 4, 1) (Catecismo
de la Iglesia Católica, 1807).