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La norma por la norma ha perdido mucho valor en nuestro tiempo para dirigir y ordenar la
vida de las personas. Durante muchos años primó una moral de la sola ley, es decir, una
educación moral basada en leyes, preceptos, mandamientos, normas, etc. que, sin duda,
tenía la ventaja de presentar de modo claro y delineado el bien que se debe hacer y el
mal que se debe evitar. Para educar en esa vía bastaba con transmitir órdenes y reglas
de conducta. Pero esto puede significar un grave problema, el sujeto va percibiendo la
buena conducta como algo ajeno a sí mismo, como un simple cumplimiento de normas
con independencia de la convicción personal sobre el bien que se debe realizar. En una
cultura como la nuestra, donde se cuestiona el principio de autoridad por la sola autoridad
y en donde el principio de autonomía de la persona ha tomado un valor central, se exige
pasar de una “moral de la tercera persona” a una “moral de la primera persona”, donde el
sujeto que actúa se compromete e implica en su responsabilidad moral, de modo que la
persona perciba la moral como algo suyo, como algo que la toca y que abarca su vida en
totalidad.
La ética de las virtudes asume que la vida buena es el fin que toda persona anhela, pero
ese fin no es algo ajeno a la persona, sino interior a ella, de modo que lo perciba como
algo vital y real, que desde dentro se irradia hacia fuera. Por eso, debemos partir de la
persona; no solo de un concepto de persona (la moral no es una ciencia teórica) sino de
la persona real y concreta que debe tomar decisiones (la moral es una ciencia práctica) y
por lo tanto de las facultades operativas a través de las cuales pasa la acción moral. Estas
facultades operativas son naturales, aunque están en la persona de modo incipiente e
imperfecto, necesitan ser ordenadas, perfeccionadas e integradas entre sí. Necesitan ser
habilitadas. Esta habilitación es la virtud.
En una moral de la ley o la norma, las virtudes están en función de la ley, reduciéndose a
aquello que nos habilita para el cumplimiento de la norma. En la moral de la virtud, las
leyes, las normas están al servicio de la virtud en el sentido de que los preceptos
personalmente asumidos e integrados en el camino de la realización personal. Es
importante aclarar que la moral de las virtudes no significa despreciar la ley, sino que
busca superar un cumplimiento puramente exterior de la misma. La norma es valiosa en
la medida en que ayuda a la persona a su madurez y crecimiento personal, y a su
realización en la vida con otros. La ética de las virtudes valora al sujeto como principio,
centro y fin de la moral, donde la autonomía no está nunca centrada en el yo sino abierta
al tú, a una relación de reconocimiento y respeto con los demás miembros de la
comunidad y/o sociedad. Además, suscita en la persona el amor por el bien y lo lleva a
buscarlo y realizarlo por todos los medios posibles. La virtud se identifica con la noción de
bien como un llamado a la fidelidad, ve el bien moral como algo bello a vivir y no como un
peso que cargar.
Una de las palabras que sigue resonando con fuerza entre los jóvenes es la de la
autenticidad; hay un verdadero anhelo de ser ellos mismos, más allá de cánones que les
vengan impuestos desde fuera. Por la misma razón, siguen siendo muy críticos y se
rebelan ante las hipocresías e incoherencias que ven a nivel social, familiar, político, etc.
Pero ¿qué significa ser auténtico? ¿cómo se pierde la autenticidad? ¿se puede ser cada
vez más auténtico?
Podríamos preguntarnos ahora ¿quién es más libre? ¿aquel que hace lo que quiere, lo
que le da la gana, aunque viva equivocándose en sus decisiones y en su actuar, haciendo
daño a otros y quedando finalmente incapacitado para realizar cualquier proyecto? ¿o
aquel que es capaz de realizar aquello que se propone porque acierta en sus juicios y
decisiones, porque es realista, tiene en consideración a las demás personas y está
dispuesto a esforzarse para conseguir lo que pensó?
En este sentido, ser libre será no solo tener la capacidad de elegir, sino de dirigir la vida
desde uno mismo. Se puede ser cada vez más libre en la medida en que vamos
fortaleciendo nuestra capacidad de vivir de un modo auténticamente personal. En gran
medida, somos las personas que vamos eligiendo ser o, dicho de otro modo, nuestra
personalidad se va configurando de acuerdo a cómo vamos viviendo en el día a día. Esto
refleja la persona que somos; aquella que vamos forjando cotidianamente. En este
sentido, aunque suene extraño, hay personalidades más libres que otras, pues la libertad
se conquista en la medida en que nos adueñamos de nuestra propia existencia. Ese
forjarse a uno mismo en la vida de todos los días es lo que llamamos virtud.
La virtud es, precisamente, lo que da al alma esa firmeza, facilidad y estabilidad a la hora
de obrar bien. Sucede como con un guitarrista, al inicio le cuesta tocar, le falta constancia
y, sobre todo, lo hace mal; poco a poco va adquiriendo más seguridad, destreza y
armonía; por fin, la guitarra acaba siendo como parte de él mismo, la toca con gran
facilidad y agrada escucharlo, entonces afirmamos que es un virtuoso de la guitarra. Lo
mismo se aplica a otros ámbitos de la vida: el deporte, el estudio, la responsabilidad, la
lealtad, el respeto en las relaciones interpersonales, etc. Todo lo que es objeto de acción
libre es objeto de virtud y, por lo mismo, en todos estos aspectos de la vida humana se
puede elegir vivir bien (o mal) y efectivamente realizar (o no realizar) lo elegido.
1
Macintyre A, Tras la virtud, Ed. Crítica, Barcelona 2001, 237.
La definición clásica de virtud es la de hábito operativo bueno; parece una definición
sencilla, pero es de gran riqueza y profundidad. Revisemos cada uno de estos tres
conceptos:
a. Hábito.
Hace referencia a aquello que se repite. Sin embargo, hay que evitar identificarlo con un
acostumbramiento. De hecho, puede ocurrir que una misma acción responda a una virtud
en una persona y a una simple costumbre en otra; por ejemplo, la acción de agradecer.
En el caso de la simple costumbre de decir gracias es más bien una expresión que
responde a una acción repetida, un buen modal externo socialmente usado, pero no
acompañado de la conciencia de demostrar una verdadera gratitud por un beneficio
recibido. En el caso de la virtud, aun cuando el acto de agradecer se repita con la misma
frecuencia que el de la costumbre, lo que hay detrás es una actitud personal, una
disposición consciente que quiere demostrar esa gratitud frente a otro. Dicho de otro
modo, cualquiera puede estar acostumbrado a decir “gracias”, pero solo en el caso de
quien tiene el hábito de la gratitud, el decir “gracias” manifiesta coherencia con lo que esa
persona es.
Por otra parte, la palabra hábito indica aquello que es estable en la persona. Nadie es
generoso por practicar un día la generosidad, sino porque lo hace habitualmente, es decir,
porque es su modo permanente de ser. Es más, si vamos a la etimología de la palabra
hábito nos encontramos con que ésta viene del latín habere, que dice relación con el
poseer, indicando que lo que uno posee radicalmente es aquel modo de ser que tengo. A
tal punto esto es así, que las personas se identifican con sus hábitos, por eso decimos
que tal persona es generosa, identificando a la persona misma con su modo permanente
de actuar. Pensemos que la gran parte de las cosas que poseemos podemos perderlas
sin que lo queramos: dinero, salud, fama, trabajo, mascotas, personas que queremos, etc.
Todos estos bienes nos los pueden arrebatar aunque no queramos. Pero hay un bien que
podemos perderlo solo si nosotros lo decidimos, este bien es precisamente el hábito.
Nada puede obligar a la persona justa a que deje de serlo, de hecho, alguien puede
permitir que le quiten la vida antes que traicionar su modo habitual de ser, como lo prefirió
Sócrates en el año 399 ac. con la plena conciencia de que siempre es mejor sufrir un mal
que cometerlo, pues padecer una injusticia no te hace injusto, mientras que cometerla, sí.
Tal vez no tengamos que llegar a este extremo, pero todos los días tenemos la posibilidad
de ir cultivando y fortaleciendo nuestras virtudes o ir dejando que se vayan debilitando
hasta que no tengan nada que ver conmigo.
Decía Aristóteles que la virtud es como una segunda naturaleza. Nuestra naturaleza
primera es la de ser humanos, ésta nos viene dada. Sin embargo, sobre ella vamos
adquiriendo voluntariamente, en el uso habitual de nuestra libertad, el tipo de persona que
queremos ser; ese modo de ser que llega a ser tan permanente que es difícil separarlo de
la persona misma, no es fácilmente removible. El mismo Aristóteles define la virtud como
aquello que hace bueno al sujeto que la posee y buena su obra, enfatizando la unidad que
hay entre ser y actuar, mostrando la coherencia que debe darse entre quién se es y cómo
se vive. Es interesante proyectar estas afirmaciones en el ámbito profesional, pues el
trabajo puede realizarse como un simple acostumbramiento, como una obligación externa
que se realiza todos los días, pero que no es expresión de la propia persona. En ese
caso, suele volverse tedioso y se trabaja como yendo en contra de uno mismo. Por otra
parte, el trabajo puede ser manifestación de uno mismo, entonces el trabajo, aunque
puede volverse pesado en ocasiones, se realiza con más compromiso y alegría, ya no se
trata de ir en contra, sino de poner en el trabajo lo que uno mismo es.
b. Operativo.
Este segundo elemento se refiere a que las virtudes dicen relación con una disposición
para realizar un acto u operación de un modo determinado. Las virtudes tienen el valor,
como ya lo hemos expresado, de generar unidad entre ser y actuar; si alguien es veraz es
porque en su actuar se manifiesta esa veracidad; no habría virtud si esa persona que se
dice veraz no dice la verdad cuando y como corresponde. Sin embargo, algunas de
nuestras facultades que tienen la capacidad de realizar una operación determinada, no se
encuentran desde un inicio capacitadas para realizar perfectamente su operación en
orden al objeto que persiguen. Expliquemos esto mediante un ejemplo: los seres
humanos tenemos la facultad de la vista cuyo objeto es conocer las figuras y colores
iluminados. Para realizar la operación de ver no necesitamos adquirir nada nuevo, sino
que, estando la vista sana, podemos ver sin problemas. Sin embargo, hay otras
facultades que necesitan de algo más para realizar su operación de modo óptimo.
Retomando el ejemplo de la guitarra que veíamos anteriormente, es fácil captar que los
seres humanos tenemos la facultad de tocar la guitarra, sin embargo, esto no se nos da
espontáneamente, sino que tenemos que perfeccionar esa capacidad para que
efectivamente toquemos la guitarra y lo hagamos bien, ese perfeccionamiento es lo que
se llama virtud. Dicho de otro modo, el ojo no tiene que “habituarse” para ver, sino que
realiza necesariamente esa operación, pero el guitarrista sí debe “habituarse” a tocar la
guitarra, es decir, debe agregar algo más, debe sobreañadir una perfección que le permita
pasar de la facultad de tocar la guitarra a efectivamente hacerlo de buena manera.
La virtud es, por tanto, un hábito operativo, pues dispone la facultad para que realice una
operación del mejor modo. Es una fuerza que deja bien dispuesta la facultad para actuar.
Veremos, más adelante, cuáles son las facultades que podemos ir perfeccionando para
actuar bien mediante diversas virtudes. Conviene adelantar que, en este sentido, gracias
a las virtudes ganamos en libertad, precisamente porque tenemos mayor capacidad para
actuar cuando nos lo proponemos Es un guitarrista más libre aquel que cuando decide
tocar es dueño de esa capacidad al punto en que toca bien cada vez que lo quiere y que
juzga adecuado hacerlo. Sin embargo, hay otras virtudes que determinan de modo más
radical la vida humana, y que, por lo mismo debemos adquirir, pues en ellas se juega la
verdadera felicidad. Pensemos, por ejemplo, en todas aquellas virtudes que nos
capacitarían para tener verdadera amistad: lealtad, justicia, veracidad, etc. Todas ellas,
también, se pueden desarrollar, dejándonos bien dispuestos y fortalecidos para ser
buenos amigos.
c. Bueno.
Finalmente, vale la pena detenerse en este tercer elemento de la definición de virtud que
estamos tratando: ¿En qué sentido este hábito operativo debe ser bueno?
Como ya lo hemos adelantado, la bondad de las virtudes viene dada por su objeto. Por
una parte, la virtud permite que la facultad quede bien dispuesta para actuar, pero, valga
la redundancia, queda bien dispuesta para operar bien, es decir, para que pueda dirigirse
a su objeto propio. Dejemos el ejemplo del guitarrista, y propongamos uno de otro tipo.
Todos los seres humanos tenemos inteligencia, una facultad que nos permite realizar
operaciones dirigidas al conocimiento (razonar, abstraer, conceptualizar, etc.), y como
toda facultad puede perfeccionarse mediante virtudes que nos permitan conocer cada vez
de mejor manera. Sin embargo, la pregunta central es cuando nuestra inteligencia opera
(conoce), ¿Qué está buscando alcanzar? ¿Cuál es su objeto? O dicho de otro modo:
¿Cuándo la inteligencia sabe que ha conocido bien algo específico? No hay duda de que
la inteligencia conoce cuando ha alcanzado la verdad de algo. En un ejercicio matemático,
por ejemplo, se ha razonado bien cuando se ha alcanzado un resultado correcto o
verdadero. La virtud permite que la persona vaya haciendo un buen uso de su
inteligencia, de modo que pueda dirigirse a su objeto propio que es el conocimiento
verdadero. Incluso podemos afirmar, en este sentido, que se puede ser cada vez más
inteligente, en la medida en que adquiriendo determinadas virtudes la inteligencia queda
dispuesta para actuar de modo más perfecto. No estamos afirmando acá que la
inteligencia tenga que conocer todas las cosas de un modo absoluto y perfecto para
operar bien, sino que más bien se trata de un camino progresivo en el conocimiento
verdadero de la realidad.
Otro elemento valioso de la virtud es que no sólo perfecciona el actuar mismo en relación
con su objeto, sino que contribuye también a que el sujeto quede con mejor disposición
para actuar, por ello se dice que la virtud permite que la persona elija y actúe pronta, fácil,
deleitablemente y con firmeza. La razón es que, según lo visto, la virtud permite que la
persona se identifique con sus elecciones y acciones porque éstas están en coherencia
con lo que ella misma es, por lo tanto, no le resultará costosa una determinada acción 2,
pues no está como yendo en contra de lo que le gustaría hacer; por esto mismo no estará
retrasando la acción y se alegrará en la realización.
Pero el signo que manifiesta que verdaderamente hay virtud es la alegría o deleite que
acompaña a la acción. Alguien puede ser responsable en su estudio, es decir, lo hace con
prontitud cuando toma la decisión, pero sólo el estudioso puede encontrar alegría en el
conocimiento de aquello que estudia. Existe el riesgo de confundir vocación con facilidad;
son cosas muy distintas, la vocación para realizarse en tal o cual profesión no implica que
la preparación tendrá que darse fácilmente, sin embargo, si hay virtud, afrontará las
dificultades con una buena disposición personal.
Conviene agregar otro elemento definitorio de las virtudes, el de término medio. Según lo
expuesto lo que se opone a la virtud es el vicio, ese hábito operativo malo, en el sentido
2
Ver Capítulo 5 “ Ley Natural y voluntad” de este libro.
de dirigirse contra del objeto propio de una operación; pues bien, las facultades en su
actuar pueden fallar tanto por exceso como por defecto, mientras que la virtud acierta al
situarse entre los dos extremos. Tal es el caso, por ejemplo, de la persona generosa a la
que hacíamos referencia anteriormente; ésta se ubica entre un extremo que sería la
tacañería, es decir, el hábito o disposición permanente a no compartir bajo ninguna
circunstancia, y la liberalidad, esto es, el hábito de dar en exceso sin atención a uno
mismo, a las responsabilidades con otras personas ni a los recursos con los que
realmente se cuenta. Ese juicio sobre lo que es el término medio en cada circunstancia lo
dictamina la inteligencia. Conviene aclarar que la vida virtuosa no es una vida plana ni
mediocre. No es en ese sentido en el que se afirma como término medio. De hecho, lo
virtuoso podría implicar en algunos casos compartir y en otros no hacerlo; incluso en
algún caso extremo lo virtuoso puede ser entregar hasta la propia vida.
Por otra parte, las virtudes también pueden perderse y, como es lógico para ello basta con
dejar de practicarlas de modo habitual. El que no avanza retrocede, dice el refrán popular.
Pese a eso, las virtudes no son fácilmente removibles. En realidad, la virtud es algo, como
su nombre lo indica, muy firme y arraigado en uno, por lo que perderla implica en cierto
modo ir contra uno mismo. Alguien que es habitualmente respetuoso no se le dará natural
ser irrespetuoso. Supongamos que por alguna razón esa persona vive aislada mucho
tiempo por lo que no practica el respeto hacia otras personas. En eso caso no perderá la
virtud, pues el hábito sigue siendo parte de sí mismo. Por esta razón, más que el sólo
abandono de la práctica de los actos propios de la virtud, lo que realmente destruye una
virtud son los actos opuestos a ella; bastará que el respetuoso comience a faltar el
respeto a las personas para que la virtud vaya desapareciendo. Esto vale también para
los vicios: el mejor modo de superar un vicio no es sólo evitar cometerlo, sino practicar los
actos contrarios a él. Por ejemplo, el que tiene mal trato con las personas y les falta el
respeto, superará ese defecto no sólo al privarse de hacerlo, sino especialmente tratando
bien a las personas. El mejor modo, por proponer otro ejemplo, de dejar de copiar (para
quien está habituado a hacerlo), no será simplemente no realizar el acto concreto de
copiar, sino que será igualmente valioso trabajar en acciones ligadas a la responsabilidad
personal: tomar apuntes, saber las fechas de las evaluaciones, estudiar, etc.
Las virtudes intelectuales, son aquellas que perfeccionan la inteligencia de modo que
quede bien dispuesta en la adquisición de la verdad que, como ya vimos, es su objeto
propio. Ocurre, sin embargo, que la verdad es buscada por muy diversos motivos que van
desde el anhelo de conocer por conocer hasta un saber para producir. Veamos, por tanto,
cuáles son estas virtudes intelectuales: