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17/9/2021 El transcurso del cine mudo al sonoro como motivo generador de contradicciones / Juan B.

Juan B. Heinink | Biblioteca Virtual Miguel de Cervant…

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El transcurso del cine mudo al sonoro como


motivo
generador de contradicciones
Juan B. Heinink

 
—27→
 
La presente ponencia trata de poner de relieve algunas cuestiones
referentes a comportamientos anómalos relacionados
con el proceso de
incorporación del elemento sonoro al cine-imagen, y sus consecuencias,
que si bien, desde un punto de vista
global, pudieran ser tomados por
excepciones, o transgresiones ocasionales de la normativa imperante, al
encuadrarlos en un
período histórico determinado (el transcurso
del cine silencioso-mudo al sonoro-hablado), adquieren mayor
dimensión.

Cuando hoy día utilizamos el término «cine


español», creo que todos sabemos a lo que nos estamos refiriendo;
sin
embargo, en los primeros años treinta, cuando las escasas
películas de producción española se filmaban en estudios
extranjeros, y una cinematografía ajena al idioma inundaba el mercado
con productos dialogados en castellano, algunos de los
cuales de
carácter netamente español, cabría preguntarse sobre la
existencia del llamado «cine español», o bien, plantearse
una
nueva definición de dicho término que fuera más acorde
con la realidad del momento.

El hecho más destacable de la industria


cinematográfica española durante los dos primeros años de
exhibición de
películas sonoras, es que la actividad en los
estudios españoles fue prácticamente nula. Ese desfase en el
tiempo, entre el
comienzo de la exhibición y el de la producción
propia, es resultado del fuerte componente financiero-comercial que
caracteriza
al cine, y que entonces se puso en evidencia con la sumisión del sector
de la producción a los intereses de los
distribuidores, correa de
transmisión, a su vez, de las directrices promulgadas desde los centros
de decisión de la gran potencia
económica multinacional. Alguien
dijo que la expresión «cine americano» es redundante.
Convendría preguntarse si cabe la
posibilidad de otra alternativa y, si
no es así, por qué motivo.

 
—28→
 

Innovaciones tecnológicas al servicio del


cine
El cine, a lo largo de su historia, ha venido aplicando diversas
innovaciones tecnológicas, que han influido notablemente
en su forma
narrativa, con resultados no siempre satisfactorios desde el punto de vista
artístico -facilitar un trabajo puede traer
consigo un progresivo
deterioro de la capacidad de inventiva y favorecer una producción en
serie cada vez más impersonal-,
pero que en ocasiones han supuesto un
paso fundamental en la evolución del medio.

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Alguno de estos avances de la técnica no llegó a


tener repercusión pública como tal, pero sí sus efectos:
la fabricación
del negativo de tricapa integral, con las tres emulsiones
sensibles a los colores básicos superpuestas sobre un soporte
único,
fue decisiva para la filmación generalizada de
películas en color, que hasta entonces era muy costosa por la necesidad
de
impresionar simultáneamente tres negativos diferentes. Hubo otras
innovaciones que pasado cierto tiempo cayeron en desuso -
el cine en relieve
(3-D), el odorama, el soporte de 70 mm, la VistaVision, etc....-, y otras de
uso intermitente, como el Scope.

Si bien gran parte de estas aplicaciones permitieron ampliar el


horizonte de la expresión, también a su vez abrieron la
posibilidad de ser utilizadas incorrecta o abusivamente, por imperativo de la
moda o para reducir gastos. La dificultad que
encierra la instalación de
un traveling, hace improbable su uso
indiscriminado; no ocurre lo mismo con ciertas ópticas, como
el zoom o el gran angular, o con la reciente steadycam, que proporcionan soluciones
fáciles para fabricantes de productos de
consumo rápido y para
realizadores poco exigentes.

El paso del cine mudo al sonoro fue consecuencia de la


aplicación de una innovación tecnológica (el registro,
proceso y
reproducción de sonido sincronizado con la imagen), tuvo
importantes repercusiones artísticas (cambió la forma de
interpretar,
el montaje, la continuidad...), industriales (hubo que construir
nuevos pabellones insonorizados para filmar en estudio), y
comerciales (fue
necesario sustituir los proyectores antiguos por otros nuevos), y además
fue un proceso irreversible. La moda
del «sonoro» afectó
también a la temática de los argumentos, con la aparición
del género de comedias y revistas musicales, el
incremento de las
adaptaciones de obras teatrales y, en todo caso, un exceso generalizado de
diálogos y fondos musicales
gratuitos que dejaron a la imagen, al menos
por un tiempo, relegada a un segundo plano.

La industria del cine


De las actividades enmarcadas dentro del ámbito de la
creatividad, la producción de películas fue la primera en
revelarse
con capacidad para llegar a
 
—29→
 
amplios sectores de la
población, sobrepasando fronteras y barreras culturales, y pronto
se
consolidó en base a un entramado industrial, con un proceso de
financiación, realización, distribución y
exhibición que será
pionero de lo que en los sistemas sociales
que cultivan la cultura del ocio se conoce como el negocio del entretenimiento.

El poderoso componente industrial del cine y la progresiva


aquiescencia de las instituciones culturales en la
mercantilización de
los logros artísticos para poder incorporarlos con un valor contable al
activo de sus respectivos
patrimonios nacionales -de cuya tutela y
gestión se encargan, con proverbial interés en el volumen de las
contraprestaciones
socioeconómicas a que puede dar lugar la mayor o
menor cuantía de los bienes consignados como de propiedad
pública-, han
coincidido en determinar que la nacionalidad de un film se
corresponde con el país de origen de la compañía que lo
financia,
en detrimento de cualquier otro criterio, como pudo haber sido la
afinidad con ciertas expresiones culturales concretas y
localizadas, el asunto
que trata, el estilo narrativo, el idioma de sus diálogos o (¿por
qué no?) la voluntad expresa del equipo
de realización. Aunque no
es éste el momento para debatir sobre el tema, el criterio establecido
(que personalmente me parece
tan restringido como funcional) se
posicionaría muy lejos de la realidad si pretendiera tratar aquello que
llamamos
«cinematografía» (la francesa, la
española...) como si fuera algo uniforme, con características
comunes a todos los productos
pertenecientes a cada una y, a la vez, distintas
de los producidos por las demás. Por tanto, al hablar de «cine
español», «cine
americano»..., estamos diferenciando
(respecto al todo) y generalizando (respecto a lo particular), en un ejercicio
de
clasificación puramente administrativo, motivo interminable de
controversia, a no ser que sólo reconozcamos el valor
funcional que como
acto administrativo tiene.

Del mismo modo, conviene señalar que cuando se hace


mención a la «industria del cine» sólo se puede
entender como
un ente abstracto que fija las reglas de funcionamiento de la
producción de películas y que ejerce su poder de decisión,
porque
son «industria» tanto las grandes corporaciones
multinacionales como los pequeños empresarios individuales, tanto los

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norteamericanos como los chilenos y, sin embargo, la influencia global llevada


a cabo por unos y otros es abiertamente
desigual.

El paso del mudo al sonoro fue el resultado de una decisión


protagonizada por la industria norteamericana, promovida
inicialmente por un
sector de dicha industria, y seguida por las restantes corporaciones para
amortiguar el peligroso triunfo en
solitario de una compañía que
se debatía entre dar un salto adelante o desaparecer, y que por ello
estaba en disposición de
mostrarse más audaz.
 
—30→
 
En principio, el sonoro se lanza como cualquier otro producto de
consumo ideado por una empresa que pretende
competir en el mercado fabricando
algo que contenga un poderoso atractivo comercial. Me refiero, naturalmente, a
la
compañía Warner Bros. y al sistema de reproducción
sonora patentado por la misma y denominado Vitaphone. Como
consecuencia del
éxito cosechado por la citada empresa, el resto de la industria
norteamericana pone en práctica otros sistemas
alternativos (Movietone,
Photophone, etc.) que introducen variaciones y mejoras técnicas. Sin
embargo, en octubre de 1927
(fecha de presentación de El cantor de jazz) y en los meses
inmediatamente posteriores aún no había motivos para pensar en la
extinción del cine mudo. De hecho, la mayoría de los cronistas de
la época hablan del sonoro como de una moda pasajera;
evidentemente, se
equivocaron. A comienzos de 1928, el film sonoro suponía un
pequeño porcentaje de la producción total.
Tres años
después, a finales de 1930, el film mudo sería una
excepción: la producción es prácticamente nula, incluso en
los
países menos desarrollados, y su exhibición queda relegada a
salas de segundo orden. A lo largo de los cinco años siguientes,
el mudo
irá desapareciendo hasta extinguirse.

Soy de la opinión de los que creen que la depresión


económica que siguió al hundimiento de la Bolsa de Nueva York en
1929, tuvo una importancia decisiva en la desaparición del cine mudo. En
un tiempo récord, las compañías norteamericanas se
pusieron de acuerdo en unificar los distintos sistemas de reproducción
sonora para clarificar y acelerar el proceso de
sustitución de los
equipos de proyección; fue una operación que, intencionada o
casualmente, logró revitalizar el sector
cinematográfico en un
momento crítico. No se puede afirmar rotundamente, pero parece muy
probable que, de no haberse
producido este suceso financiero, la disputa entre
los propietarios de las diferentes patentes de sonido por alcanzar la
hegemonía habría continuado durante algunos años
más, retrasando la sustitución de equipos por un tiempo
indefinido y
prolongado, por ello, la continuidad de la producción de
películas mudas.

El equilibrio artístico-industrial del


cine
La industria del cine que, como todo negocio, persigue la
máxima rentabilidad, es sin embargo una industria atípica
desde
el momento en que los productos que fabrica vienen firmados por sus
responsables, tanto autores como técnicos e
intérpretes. Su
funcionamiento se basa en la conjunción de intereses de dos grandes
grupos -los industriales y los artistas-,
unidos por estrechas relaciones de
interdependencia.

El equipo de producción aprueba un proyecto, lo financia,


reúne un equipo
 
—31→
 
de realización, aporta la
infraestructura y las innovaciones tecnológicas, comercializa los
productos por medio de la distribución y los vende en
campañas
publicitarias; recoge la opinión del público y, en función
de la aceptación o rechazo, toma las medidas oportunas
para futuras
producciones. Se comunican con el equipo de realización por relaciones
de tipo empresarial (recompensando los
logros, penalizando los fracasos), y con
el público a través de la publicidad (información,
persuasión, novedad, moda...).

El equipo de realización da forma a las obras


cinematográficas, a partir de un enfoque más o menos impuesto por
los
productores (censura, limitación presupuestaria...), pero con
responsabilidad tanto en el campo artístico (guión,
diálogos,
dirección, interpretación...), como artesanal
(fotografía, iluminación, decorados, montaje, efectos...). Se
comunican con el

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equipo de producción por relaciones de tipo empresarial


(salario, condiciones de trabajo, libertad de expresión...), y con el
público por medio de la obra realizada (narración, estilo,
personalidad, inventiva...), o por el conjunto de su obra (trayectoria
profesional, popularidad, fama...).

Y de esta conjunción de intereses financieros,


industriales, comerciales, técnicos y artísticos nace la obra
cinematográfica como medio de expresión, como vehículo de
comunicación social y cultural, de difusión de ideas, de
propaganda (explícita o subliminal), o como producto de entretenimiento;
una conjunción que a menudo derivará en
confrontación,
fruto del carácter heterogéneo del colectivo en cuestión,
que llevará al cine a manifestarse como un foco
generador de
contradicciones, aún más pronunciadas durante los procesos de
cambio tecnológico, y tanto más cuando el
cambio es radical.

El cine frente a un proceso de cambio


radical
De todas las transformaciones técnicas experimentadas por
el cine a lo largo de su historia, el paso del silencioso al
sonoro es, sin
duda, la más radical y la que sufre un proceso de transición
más corto. Confirmada la decisión irrevocable de la
industria
norteamericana, las restantes cinematografías del mundo comprendieron
que también estaban obligadas a abandonar
la producción de films
mudos, y como carecían de la tecnología apropiada, tampoco
podían abordar el sonoro a corto plazo, lo
cual se tradujo en una
presencia del cine norteamericano en mayor proporción aún que la
observada hasta fechas
inmediatamente anteriores; es decir, que en los primeros
años treinta, el cine norteamericano se estableció en los
mercados
mundiales casi en régimen de monopolio.

El único obstáculo que amenazaría con frenar


en un principio la práctica de  
—32→
 
dicho monopolio serían
las
barreras idiomáticas, porque naturalmente, los diálogos de
las películas norteamericanas habladas habrían de ser en
inglés.
Los diferentes procedimientos utilizados por la industria para
superar el problema del idioma (versiones, doblaje), permiten
poner en tela de
juicio algunos de los conceptos que vienen determinando el carácter de
toda obra cinematográfica, como son:
la supuesta exigencia de
«realismo» ante un medio que siempre es artificial (trucos
«permitidos» y «no permitidos» para
lograr dicha
sensación); la supuesta dependencia del cine respecto de otras artes
(literatura, teatro, música, pintura, fotografía,
escultura,
arquitectura); la supuesta «versión original» de un film,
respecto a su fase anterior en forma literaria, respecto a la
supuesta
intención del supuesto autor...; la nacionalidad de una obra
fílmica, como medio de expresión (tanto en relación al
asunto que trata, como al idioma de sus diálogos, al estilo narrativo, a
la identificación deliberada o inconsciente con ciertas
raíces
culturales concretas...), como vehículo de propaganda, de
difusión de ideas, de comunicación cultural o social, como
producto industrial de consumo, de entretenimiento...; conceptos asociados, en
mayor o menor medida, a toda obra
audiovisual, excepto cuando por alguna
circunstancia, casual o intencionada, sólo fuera posible la
percepción de una película
como simple objeto, de autor
anónimo, desprovisto de nacionalidad y de referencia comparativa (la
realidad, otras artes, su
guión, otras «versiones»...), es
decir, el cine puro llevado a un caso extremo.

Varios de los puntos expresados no afectan exclusivamente al cine


hablado, ni siquiera al cine en general; también serían
factibles
consideraciones paralelas en relación al teatro, la literatura o la
música, pero, aun teniendo en cuenta que la medida
del tiempo en el
siglo XX no es extensible a épocas anteriores, en la historia de dichas
artes no se producen convulsiones tan
violentas como el hecho de la
conversión de mudas a sonoras en un intervalo tan reducido, ni de forma
tan radical e
irreversible, y esa brevedad en el proceso de
transformación es muy valiosa para preservar el hecho que se analiza de
la acción
disolvente de otros factores, que por estar directamente
asociados a la evolución correspondiente al propio curso del tiempo,
podrían hacerlo más inaprensible. Por otra parte, la natural
predisposición del cine para experimentar con nuevas tecnologías,

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fruto del componente superindustrial que condiciona su proceso de


elaboración, tolera cualquier supuesta aberración
artística
siempre que sea susceptible de producir beneficios, pero eso
es precisamente lo que permite en ocasiones abrir una vía hacia
nuevas
formas de expresión que parecerían inaceptables a priori.

Profundizando en las transformaciones que sufrió el cine


con la llegada del sonoro, tal vez encontremos un punto de
partida para dar
respuesta a alguno de los interrogantes que han surgido en torno a este medio a
lo largo de su historia.
 
—33→
 

Cine sonoro sin banda de diálogos


Ante todo, es preciso señalar la diferencia que existe
entre cine sonoro y cine hablado. El segundo concepto es una
variante del
primero, y consiste en la sustitución de los diálogos que
anteriormente venían escritos en rótulos intercalados en
la
acción del film, por su expresión verbal. Por el contrario, una
película no es muda porque los actores no hablen; solamente
será
muda cuando éstos reciten diálogos inaudibles, que, por ser
necesarios para comprender el desarrollo del argumento,
deben ser escritos en
rótulos o subtítulos. Obras como el film japonés La isla desnuda (Kaneto Shindo, 1960) no son
mudas,
sino que son películas sin diálogo.

El sonoro es un concepto más general. En un sentido amplio,


la casi totalidad del cine había sido sonoro. Tengamos en
cuenta que las
proyecciones iban generalmente acompañadas por interpretaciones
musicales. Y si no encontramos diferencias
apreciables (en cuanto al cine se
refiere) entre una interpretación de piano en directo y el sonido
mecánico de una pianola
accionada por la manivela que arrastra la cinta
perforada (componente sonoro del cine silencioso), tampoco podemos
encontrar
diferencias sustanciales entre el funcionamiento de esa pianola y el
reproductor de grabaciones en disco o banda
óptica (componente sonoro
del cine sonoro).

Admitamos, por lo tanto, que diferenciar entre aquel silencioso y


este sonoro reducido a una banda musical grabada, es
una decisión
puramente convencional. Desde el punto de vista del realizador o del
espectador, la forma narrativa del film no
se ve alterada y el calificativo
diferenciador de «sonoro» se fundamenta exclusivamente en el hecho
de reproducirlo por medio
de un artefacto que funciona con energía
eléctrica. Destaquemos, no obstante, la importancia que tuvo en su
momento la
utilización de este irrelevante truco técnico, que
pudo haber pasado desapercibido de no ser por la campaña publicitaria
que
acompañó la difusión del mismo. Además,
teniendo en cuenta la deficiente calidad de reproducción sonora de
aquellos
equipos, el que vinieran a sustituir a las habituales interpretaciones
en directo de las mismas partituras, no supuso una mejora,
sino, más
bien, un importante retroceso.

Las siguientes fases en la evolución del sonoro trajeron


consigo la incorporación de efectos (pasos, ruidos de tren, de
automóvil, cañonazos, etc....), de música cantada por el
mismo intérprete que aparecía en imagen y, además, la
sensación de
sincronía. Pero tengamos en cuenta que antes de
filmar las canciones se tomaba el registro sonoro correspondiente, y el
trabajo
de sincronización se realizaba a la inversa, de un modo semejante a las
actuaciones de TV con play back. Así pues,
desde el comienzo
del llamado cine sonoro (imagen con sonido acoplado), encontramos el
procedimiento inverso camuflado
dentro de
 
—34→
 
la misma actividad:
canciones (sonido previo) con imágenes postsincronizadas, en parte a la
hora de rodar
y, finalmente, en montaje. Al ponerse en práctica este
método -el cual sigue vigente, tanto en el cine musical como en el
videoclip-, el elemento de nueva incorporación pasa a ser básico
a todos los efectos, con lo que la supremacía indiscutible de
la imagen
sobre la banda sonora -orden jerárquico establecido por los principales
teóricos del audiovisual- queda
frecuentemente en entredicho, y no
sólo en el caso eventual de aplicación incorrecta de la norma,
sino a causa de las propias
limitaciones del medio.

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Versiones de un mismo film: silenciosa y


sonora
Según la lógica comercial, cuando un empresario
decidía instalar un equipo sonoro en una sala, tenía necesidad de
rentabilizar a corto plazo la considerable inversión realizada,
programando preferentemente películas sonoras. En un
principio, la
demanda superó a la oferta y el desfase fue compensado a base de
sincronizar películas que ya habían sido
presentadas en
público en versión muda. Así resulta que nos encontramos
con que durante algún tiempo van a convivir en el
mercado tanto films
originalmente sonoros de los que existía versión silenciosa, como
títulos mudos de los que también
existía disponible una
versión sonora. Podemos añadir a éstos un tercer caso: el
film lanzado al mercado simultáneamente,
tanto en versión muda
como sonora.

Estoy subrayando la circunstancia de qué variante (la muda


o la sonora) es cronológicamente anterior, porque
normalmente se aplica
el criterio de llamar «versión original» a la versión
primitiva, y porque creo que al utilizar el
calificativo de
«original» se sugieren otras acepciones asociadas a dicho
término, como son: genuino, auténtico, puro, virgen,
depurado,
pulido, atractivo, interesante, ejemplar, modélico, óptimo...;
dado que no existe motivo para que estas
características deban concurrir
necesariamente en la versión primitiva, se corre el peligro de valorar
como significativo un
detalle que, en realidad, no tiene mayor importancia.

Evidentemente, un film sonoro musical proyectado sin sonido es un


absurdo. Pero podemos encontrarnos con películas a
las que la
incorporación de sonido no aporta ningún valor adicional, con
independencia de si la versión original (en el orden
cronológico)
es la muda o la sonora. Y también el caso contrario: películas
originalmente silenciosas que en su versión
primitiva carecían de
interés por la ausencia de sonido y que lo recuperan cuando se pone en
práctica un proceso de
sincronización bien estudiado, siendo de
esta nueva forma más fieles a un supuesto propósito original, que
tal vez había
quedado frustrado en la «versión
original» del film. En este sentido, tomando como punto de referencia
 
—35→
 
el
«proyecto original» (que en ocasiones, aunque llega
a realizarse de forma óptima, se adultera posteriormente para su
difusión
comercial), sería muy valioso un estudio pormenorizado
de cada una de las fases de su puesta en escena, pero diferenciar entre
original y secundario atendiendo tan sólo al orden cronológico de
producción, o al de la salida de cierto producto al mercado,
no tiene
mayor trascendencia que la señalada.

Más adelante, con motivo de los rodajes de un mismo film en


diversos idiomas, el calificativo de «versión original»
será
objeto prioritario de estudio por los variados perfiles y
significados que encierra.

Cine hablado
Como decíamos en párrafos anteriores, el cine sonoro
parcial o íntegramente hablado hace acto de presencia cuando los
diálogos pasan, en parte o en todo, de su forma escrita en
rótulos a su expresión verbal, y aparecen sincronizados con los
labios de los actores o, si éstos estuvieran fuera de campo, mediante
voz en off.

El cambio radical que experimenta el cine se puede desglosar en


dos alteraciones básicas: a) la supresión de los rótulos,
supone que los planos, anteriormente seccionados, van a sucederse sin
interrupción, lo cual obligará a replantearse la
construcción de las secuencias, la medida, el ritmo interno de los
planos y el montaje; b) la incorporación de diálogos
audibles requerirá cambios fundamentales en la
interpretación de los actores, sustituyendo el ejercicio de
mímica anterior por
ademanes más contenidos y mayor sutileza en
la expresión de los rostros. Lógicamente, la prueba no
sería superada por un
grupo importante de los actores y directores que
estaban en activo, y sus carreras quedaron truncadas.

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Aunque a primera vista el cambio invitaba a suponer que se


ganaría en naturalidad y, como consecuencia, en realismo,
después
de una primera fase con apariencia de teatro filmado y con diálogo
redundante, el cine derivó hacia formas más
abstractas, casi
oníricas, conectadas directamente con el subconsciente de los
espectadores. Al fundirse en una (audio +
visual), lo que en el cine mudo eran
dos vías de percepción acotadas y diferenciadas (texto o imagen),
se va a crear
automáticamente un efecto de fantasía, con un modo
de lectura similar al de la música, en donde la armonía, el
ritmo, la
cadencia..., dominan sobre cualquier clase de texto, discurso o
razonamiento. Se diría que el hallazgo obtenido por la industria
de
Hollywood, así llamada «la fábrica de sueños»,
sería genial, si no fuera porque podía serlo, y a menudo lo fue,
un
procedimiento de lavado de cerebro colectivo sumamente eficaz, aunque visto
desde hoy parece bastante  
—36→
 
inofensivo, debido probablemente a que
ya se han inventado sustitutos más perfeccionados para llevar a cabo
tales propósitos.

A pesar de la emigración masiva a los estudios


norteamericanos de artistas europeos, corresponsables de primer grado
-
generalizando, por supuesto- en la configuración de lo que entendemos
por el «estilo Hollywood», el cine europeo con
vocación
comercial -y también generalizando- se mantendrá al margen de esa
tendencia hacia la fascinación, bien fuera por
seguir una línea
deliberadamente diferenciada, o porque no logró imitarlo por
algún motivo de carencia tecnológica u
organizativa, o por otros
aspectos que desconocemos. De todas formas, los rasgos que caracterizan al cine
europeo, tanto
respecto a cuestiones de estilo como en lo que atañe al
empleo de los recursos técnicos y artísticos, no pueden
analizarse
correctamente sin tener en cuenta la poderosa influencia ejercida
por el cine norteamericano, no sólo sobre quienes intentaron
copiar el
mismo patrón, sino también sobre aquellos que discreparon con
él. El paso del mudo al sonoro en el cine español
tampoco se
podría entender sin un examen previo y pormenorizado de la experiencia
norteamericana.

El idioma español frente al sonoro


Los partidarios más acérrimos del cine mudo
fundamentan su defensa destacando unánimemente «el lenguaje
universal»
del mismo, como virtud primordial; es obvio que se
referían exclusivamente a la expresión de la imagen muda, porque
para
obtener películas «universales» en su totalidad
sería necesario que los rótulos en donde figuraban escritos los
diálogos fueran
ambivalentes, y no se necesitara manipular los
originales para reemplazarlos por otros traducidos al idioma de cada
país. A
pesar de aquella falta de alusión a la
«adaptación» de los rótulos, tenían
razón, dado que el cine en sí se entendía como la
imagen
en movimiento; los diálogos escritos eran «literatura» -una
vía de apoyo o de contraste, más bien funcional o auxiliar,
desprovista de los matices que confieren al idioma un arraigo cultural
intransferible (acentos, modismos...)-, y como tal
«literatura
neutra» podían ser adaptados a cualquier idioma, del mismo modo
que se traducen los libros de texto, sin por ello
cometer una falta grave.

En el cine sonoro, en cambio, no existía la posibilidad de


traducción. La imagen quedaba vinculada en origen a un
sonido
único y preciso, y cualquier acción encaminada a suplantar la voz
de los actores o alterar los fondos ambientales sería
equiparable a un
delito de falsificación. Por otra parte, el subtitulado, el correctivo
menos maligno para hacer comprensible
una película en cualquier lugar
del mundo, iba a privar a muchos espectadores de percibir plenamente
 
—37→
 
la principal
ventaja que aportaba el nuevo invento, y
desvalorizaba el film hablado al reducirlo, en cierto modo, al formato anterior
del
mudo (imagen + texto escrito), con ciertas modificaciones (texto
sobreimpreso) que harían la lectura aún más molesta. En
resumen, de acuerdo con los líderes de opinión, puristas y
retrógrados al unísono, el lenguaje universal del cine quedaba
destruido con el advenimiento del sonoro; a partir de entonces, ningún
país podría difundir material de producción ajena, a no
ser que se resignara a consumirlo en forma más o menos adulterada.

De lo que ahora se trataba, por tanto, era del desarrollo de una


producción propia, pero la lógica evolutiva del medio no
se
correspondía con una respuesta pareja de la realidad industrial
interior. Los historiadores y cronistas coinciden todos al
afirmar que durante
la época muda no existió dentro del territorio español una
industria cinematográfica estable, sino
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elementos aislados que


eventualmente producían películas, y a los cuales, la
implantación del sonoro pilló de improviso. Los
últimos
lanzamientos mudos apenas si llegaron a entrar en los circuitos de
exhibición, dedicados éstos preferentemente a
promocionar los
lotes de material sonoro, y sus productores sufrieron pérdidas
irreparables que los llevaron a la ruina.

Durante los dos años transcurridos a partir de la apertura


del Coliseum en Barcelona como primera sala equipada con
proyectores acordes
con el sistema «standard» de reproducción sonora
(19/IX/1929), la cinematografía española será incapaz
de
poner en circulación ningún film parlante fabricado
íntegramente en el interior del país; ahora bien, sí va a
proporcionar en
cambio todo un ramillete de casos curiosos, a cual más
pintoresco: uno que no puede comercializarse porque no es compatible
con
ninguno de los proyectores existentes en el mercado (El
misterio de la Puerta del Sol, de Francisco Elías), otro filmado en
Londres bajo la dirección de un inglés (La
canción del día, de G. B. Samuelson), una
coproducción con Francia rodada en
Alemania (El amor
solfeando, de Robert Florey), otro más filmado en Alemania (El embrujo de Sevilla, de Benito Perojo), un
cortometraje que
se rueda en París y que antes de entrar en distribución deciden
reconvertirlo en largometraje (Cinópolis, de
José María Castellví y Francisco Elías), un film
multilingüe filmado en Niza con participación española
-artística, al menos;
no se sabe si también financiera- (La canción de las naciones, de Rudolf Meinert, Maurice
Gleize y, pendiente de confirmar,
Francisco Gargallo), y alguna rareza
más.

La huida al extranjero para realizar o terminar un film


será la norma habitual. La mayoría de las postsincronizaciones,
única vía para dar salida a los últimos productos mudos
más relevantes (La aldea maldita, de
Florián Rey; Prim, de José
Buchs) se llevan a cabo
en París... También en París, Florián Rey dirige a
mediados de 1930 una producción corta de Pedro
Elviro
«Pitouto»,  
—38→
 
finalmente estrenada como El golfillo de Lavapiés, aunque en los
libros de historia siempre figura
con su título primitivo, Tiene su corazoncito (véase
Anexo).

A partir de 1932, el abanico de ejemplares pintorescos se


amplía con Pax, producido por Orphea en Barcelona
solamente
en versión francesa, y con el corto titulado El último día de Pompeyo, que
se filma en español y en francés (Suicide-moi),
todos ellos bajo la batuta de Francisco
Elías. Esta especie de arrebatos francófilos son normales, dado
que la lengua dominante
en los consejos de administración de los
estudios Orphea era entonces el francés.

Aparte de este agitado trasiego de capitales de un país a


otro, una de las notas que caracterizan los primeros años del cine
sonoro español es la notable afluencia de realizadores y técnicos
extranjeros hacia los estudios de Barcelona y Madrid,
algunos oriundos de
países de habla hispana -como el peruano Richard Harlan, el colombiano
Carlos San Martín o el chileno
Adelqui Millar-, pero también
franceses, alemanes y estadounidenses, como Jean Grémillon, Raymond
Chevalier, Heinrich
Gaertner, Max Nosseck, James Bauer, Ray Kirkwood y Harry
D'Arrast (este último nacido en Argentina, pero afincado en
Norteamérica). Mientras tanto, muchos españoles partían
hacia Hollywood y Joinville (París), bien por propia iniciativa, o
contratados en forma de lotes; su objetivo: trabajar en producciones
extranjeras dialogadas en castellano.

Aun ciñéndonos estrictamente a la


«correspondencia con el país de origen de la empresa
productora», el cine español de
comienzos del sonoro se posiciona
con todas estas anomalías al borde del incumplimiento de su propia
definición. Si
tuviéramos en cuenta los requisitos necesarios
para optar a ciertas subvenciones de la Administración Pública
actual, es muy
probable que varias de las películas citadas no
podrían obtenerlas.

Films dialogados en castellano y producidos por


compañías extranjeras
Salvo excepciones -como Niebla, de Benito Perojo, producido por una
empresa francesa-, el grueso del material
cinematográfico dialogado en
castellano que llega a las pantallas españolas entre los años
1930 y 1932, está financiado por
compañías norteamericanas
y viene elaborado directamente desde Hollywood, o del centro de
producción de películas
multilingües instalado por la
Paramount en Joinville, cerca de París.

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17/9/2021 El transcurso del cine mudo al sonoro como motivo generador de contradicciones / Juan B. Heinink | Biblioteca Virtual Miguel de Cervant…

Según se deduce de las crónicas de la época,


los productores norteamericanos temían que las nuevas películas
habladas
en inglés, aunque estuvieran subtituladas en cada idioma,
podían ser objeto de rechazo por los públicos de habla
 
—39→
 
no
inglesa, y decidieron poner en práctica un complicado
plan de filmaciones simultáneas de un mismo guión en diversas
versiones, empleando para ello a intérpretes específicos de cada
lengua. Según fueron comprobando que aquel temor al
rechazo no
tenía razón de ser, la producción de versiones fue
disminuyendo, excepto la correspondiente al idioma español que
se
prolongó hasta el año 1939.

Aunque puede parecer una maniobra insensata de intromisión,


aquella operación enfocada hacia el vasto territorio de
habla
española, que se mantuvo, con altibajos, a lo largo de toda una
década, responde a una lógica comercial muy sencilla: o
la
industria estadounidense quiso atender la llamada del sector hispano de la
exhibición para abastecer aquel populoso
mercado, rentable en potencia
pero desprovisto de infraestructura para abordar la producción propia
-hecho público y notorio-,
o temiendo un equipamiento sorpresa (ya que
era preciso renovarse, ¿por qué no pasar de la nada a
instalaciones último
modelo?) se optó por retrasar en lo posible
ese eventual despegue industrial, desviando camino de Hollywood a los
individuos
de valor que hubieran podido hacerles la competencia.

Más tarde, los norteamericanos declararían que el


plan había sido un fracaso, pero ya sabemos por experiencia lo que
querían decir con eso, porque tienen por costumbre llamar fracaso a las
operaciones comerciales que no superan el volumen
de beneficios que se
habían propuesto de antemano. De hecho, la cifra invertida por film de
habla hispana fue ridícula en
comparación con cualquiera de los
dialogados en inglés (de las dos versiones de Drácula que produjo la Universal en
1930, la
de habla inglesa costó 341.000 dólares, mientras que la
de habla española se filmó en el mismo decorado y en las mismas
fechas con sólo 66.000) y, sin embargo, el índice de cobertura
global de la programación, tanto en España como en
Hispanoamérica, acabó siendo bastante alto en su conjunto. No
sería tal vez un negocio fabuloso, pero de ningún modo
cosecharon
pérdidas. Por otra parte, aquellos films contenían a menudo
propaganda implícita de los estudios de Hollywood
(incluso alguno de
ellos, como La ciudad de cartón, con guión
original de autor hispano) y, además, al tratar preferentemente
temas
con personajes típicamente americanos que, a pesar de serlo, se
presentaban hablando español, servirían como prólogo
educativo a los lanzamientos posteriores de material en inglés doblado
al castellano. Así pues, el objetivo principal quedó
resuelto con
eficacia.

Lo que los norteamericanos no podían sospechar es que cada


pueblo de habla hispana tenía una forma peculiar en el
empleo del
lenguaje castellano, con sus acentos y modismos, y que aquel supuesto vasto
mercado no era, por consiguiente, tan
uniforme como ellos creían.
Mexicanos, argentinos, cubanos, españoles... no estaban dispuestos a dar
su aprobación a
pronunciaciones del castellano  
—40→
 
distintas de
las utilizadas en sus propios territorios, y en el intento por contentar a
todos es preciso reconocer que sí fracasaron; basta con revisar por
encima las crónicas de la época para apreciar el descontento
generalizado existente, el cual no deja tampoco de ser un síntoma
revelador de un fuerte sentimiento de frustración por no
poder abastecer
la demanda interior con productos autóctonos.

Revisión estadística de la
producción norteamericana dialogada en castellano
Marginadas en su país de origen por ser películas
destinadas a los mercados exteriores, y olvidadas también en los
territorios de habla hispana porque en ninguno pueden incluirlas entre el
material de producción propia, aquel conjunto de
obras dialogadas en
castellano requiere un tratamiento aparte, separado de las
cinematografías que, directa o indirectamente,
intervinieron en su
confección: las compañías norteamericanas en el campo
técnico-financiero, y los elementos españoles e
hispanoamericanos
por ellas contratados, que asumieron los trabajos de redacción de
guiones y la interpretación.

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La participación española en estas actividades se


puede valorar de mínima en cuanto a dirección, levemente
mayoritaria
en la interpretación (seguida de cerca por los mexicanos), y
muy superior al porcentaje medio en la redacción de diálogos,
tanto de originales en castellano como de adaptaciones del inglés. Sin
pretender menospreciar la labor llevada a cabo por
algunos supervisores
escénicos, como Edgar Neville, Salvador de Alberich o Gregorio
Martínez Sierra, los únicos directores
españoles
acreditados, o bien son actores, músicos, etc.... que acceden
ocasionalmente a la realización (Xavier Cugat, Ernesto
Vilches, Juan
Duval), o bien se trata de Florián Rey, que sólo dirige un
cortometraje en Joinville (Buenos días), o de
Benito
Perojo, que interviene en dos títulos (Un hombre
de suerte, en París; Mamá, en Hollywood), aunque,
según fuentes bien
informadas, será sustituido en el segundo poco
después de comenzar el rodaje. Mayor fortuna relativa habrían de
tener los
sudamericanos, como Richard Harlan, Carlos Borcosque, Adelqui Millar
o Manuel Romero, que logran en varias ocasiones el
crédito de
dirección, reservado casi exclusivamente para nuevos realizadores
estadounidenses o para veteranos en decadencia.

La ausencia en funciones de dirección será


ampliamente compensada con una ocupación mayoritariamente
española de
los empleos creados para adaptar guiones y redactar
diálogos, con el respaldo adicional que suponen las directrices marcadas
por los jefes de departamento extranjero de los principales estudios,
según las cuales, la pronunciación del castellano tenía
que
ajustarse  
—41→
 
a la forma de hablar más usual en Madrid.
Así se dará el caso de varios intérpretes que se vieron
forzados
a enderezar su dicción; resultaría penoso -y, con
frecuencia, ininteligible- presenciar la actuación de sudamericanos y
andaluces, tratando de neutralizar su acento natural, o pronunciando la
«z» de acuerdo con la normativa imperante, la que en
México
califican con ironía como propia del llamado «Teatro de la
Raza» y que, como advierte José López Rubio, era
sólo
practicada por una abrumadora minoría de entre todo el
espectro hispano.

Original hispano y versión hispana


Hasta la filmación de Mamá en los estudios Fox de Hollywood
(julio de 1931), basado en una obra española, el primero
allí
realizado con director y reparto casi completamente españoles, los
únicos films hispanos que no habían sido versiones de
otros
ingleses, pertenecían al círculo de influencias mexicano,
argentino o cubano, y todos ellos estaban financiados por
productores
independientes. Sin embargo, distinguir simplemente entre «original
hispano» y «versión hispana» es demasiado
esquemático, y para sacar conclusiones útiles es preciso matizar
bastante más, pero, como creo que esto sería objeto de un
estudio
exclusivo, me limitaré a subrayar los casos extremos, reseñando
brevemente los demás.

Entre los «originales hispanos» se pueden observar las


siguientes variantes: films cuyo argumento y guión son originales
en
español expresamente escritos para el cine (La cruz y
la espada, La ciudad de cartón), films basados en
obras teatrales o
literarias de autor hispano (Rosa de
Francia, La Inmaculada), y films basados en
traducciones de obras teatrales o literarias de
autor no hispano (El rey de los gitanos, La melodía prohibida). También
conviene incluir en este apartado los remakes de
films mudos, porque las nuevas
adaptaciones cinematográficas de los mismos incorporan alteraciones
esenciales (las
versiones parlantes de Fazil o Dick Turpin -es decir, La ley del harem o El caballero de la noche, respectivamente-
pasan
incluso a formar parte del género musical), así como
destacar las películas inicialmente hispanas que fueron objeto de
posteriores versiones en inglés (Señora casada
necesita marido, Las fronteras del amor).

En todo caso, el grado de afinidad cultural con alguna de las


cinematografías de lengua española y, por consiguiente, de
distanciamiento de la que figura como productora (la norteamericana),
será mayor según vaya creciendo el número de
participantes
hispanos en el film y su influencia en el resultado final. Atendiendo a su
nacionalidad administrativa, parece
inapropiado excluir de la historia
 
—42→
 
del cine español una película como Angelina o el honor de un brigadier, cuyo
rodaje, en Hollywood pero en castellano, fue supervisado por el mismo autor de
la obra teatral, el madrileño Enrique Jardiel
Poncela. Del mismo modo,
aunque a la inversa, resulta también bastante violento que, sólo
en atención a su lugar de
nacimiento, se pregone la españolidad
de ciertos artistas que jamás trabajaron en España.
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Consideramos que forman parte del sistema de versiones


multilingües de un mismo argumento aquella pareja o grupo de
películas filmadas en un intervalo de tiempo no excesivamente dilatado
(un máximo de dos años, como medida orientativa),
en base a
guiones dialogados en diversos idiomas, pero elaborados a partir de una
única adaptación cinematográfica por cada
asunto
argumental, aun cuando al comparar los resultados finales de las versiones
equivalentes no se aprecie entre ellas
identidad absoluta.

En el caso concreto de las versiones españolas de


producción norteamericana, se tiene por costumbre denominar
«versión original» a la que no es hispana, pero esto no es
completamente cierto, ni por el orden cronológico de los rodajes, ni
por
su fidelidad a la adaptación cinematográfica, ni por la
coincidencia entre el idioma de los diálogos y la nacionalidad de la
producción o el lugar en donde fue rodado el film, ni por el país
de origen de la obra literaria o de su autor, ni por ningún otro
motivo.
Valga como ejemplo la película titulada Un caballero de frac, basada en una obra de
1922, de autores franceses; había
sido adquirida por la Paramount y
producida en Estados Unidos en versión muda (1927); como propietario de
los derechos, el
mismo estudio decidió filmarla en Joinville (1931) en
versiones francesa y española; dado que el precedente
cinematográfico
no era sonoro y la obra era teatral, el adaptador
francés partió lógicamente del origen literario
-también francés- en vez del
fílmico, pero la primera en
rodarse de las dos versiones habladas sería la española.

Analizando en profundidad el conjunto de versiones hispanas,


podremos observar que el número de casos anómalos
como el
relatado se aproxima de forma considerable al de producciones realizadas, y que
es infructuosa la búsqueda de, al
menos, una característica
común que sirva de distintivo entre versiones básicas y versiones
subordinadas. Cualquier norma
que pretendamos establecer para fijar un orden de
prelación entre este tipo de material, corre el riesgo de posicionarse
de
espaldas a la realidad y, por lo tanto, su validez será
discutible.

La práctica de llevar al cine un mismo argumento en


versiones múltiples fue cayendo en desuso (lentamente, en el caso
hispano) para dar paso a una nueva estrategia comercial: el film con
diálogos doblados a cuantos idiomas fuera necesario.

 
—43→
 

El doblaje
Nunca sabremos con seguridad el motivo por el cual la industria
norteamericana consideró imprescindible que los
diálogos del cine
sonoro habrían de ser recitados por los mismos individuos que
aparecían en imagen, cuando, por otra parte,
no ponía reparo
alguno en reemplazarlos íntegramente por dobles en el momento de filmar
ejercicios peligrosos. Permitir la
sustitución de la presencia
física y vetar, en cambio, el doblaje de la voz, no tiene sentido, y
mucho menos en una actividad
que se caracteriza por el empleo generalizado de
todo tipo de trucos. Quizás fuera por aportar un cierto realismo, por
herencia
del medio radiofónico (sería inadmisible emitir por
radio un coloquio o una entrevista en donde los interlocutores hubieran
sido
sustituidos por dobles), o porque las compañías no creyeron
conveniente contratar una plantilla permanente de
locutores... Quede bien claro
que con esta observación no pretendo salir en defensa del doblaje, sino
sólo puntualizar el
comportamiento incoherente del estamento industrial
frente a un hecho concreto, que provocó como consecuencia la retirada
prematura de muchos actores.

Aunque la industria norteamericana reprobó el doblaje de


cualquier film para su difusión en el mercado interno, tanto en
lo que
se refiere a los hablados en inglés como a los dialogados en otros
idiomas, esa misma industria no tendría
inconveniente en promover el
doblaje indiscriminado de sus productos de cara a la exportación.

Por el contrario, las cinematografías europeas, y en


especial la española, no sólo admitieron el doblaje de las
películas
originalmente habladas en idioma extranjero (calificar a
éstas de coproducciones a efectos de nacionalidad, no creo que
sería
tan descabellado), sino que lo practicaron habitualmente para
poner voz a los productos elaborados en su propio país. De

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hecho, la
toma de sonido directo en España todavía es una novedad. Es
cierto que los dobladores han venido siendo los
mismos actores que aparecen en
imagen, pero no siempre.

En cuanto a la coproducción de películas por


compañías originarias de distintos países y con actores de
diversas lenguas
-política practicada en Europa treinta años
después del nacimiento del cine sonoro-, la banda original y la doblada
son en ellas
una misma cosa, y es más, para dichos productos no
sólo se cuenta con un único sonido «standard», sino
con varios, tantos
como países/lenguajes intervengan en la
coproducción. Convendría reflexionar sobre este punto, puesto que
una vez
descartada la toma de sonido directo -bien porque no existe, o porque
la que existe (sonido de referencia) no es válida para la
exhibición-, en tal circunstancia, el proceso de postproducción
equivaldría en la práctica al de sincronizar un supuesto film
mudo, con la diferencia de haber  
—44→
 
sido éste concebido para
ser sonoro, aunque con la particularidad de no
especificarse cuál va a
ser el idioma de los diálogos.

Durante años se ha venido asociando a una imposición


de la censura franquista, pero el doblaje es ante todo una
exigencia comercial,
proclamada al unísono por los sectores de la exhibición y de la
distribución, y con el beneplácito del
gremio de dobladores y de
las productoras multinacionales. El daño causado al cine español
con esa política de doblajes
sistemáticos ha sido devastador
(frenar la práctica del doblaje sigue siendo el método más
razonable de preselección comercial
en favor del cine de
producción propia), mas no se sabe de nadie con coraje suficiente para
abordar este problema.

Conclusión
A lo largo de la exposición precedente hemos contemplado
dos fases diferenciadas en el paso del mudo al sonoro: una
primera, de
aproximación y adaptación tecnológica, que consiste en la
incorporación de música y efectos, pero sin variar la
estructura
anterior de imagen con rótulos intercalados (diálogos escritos);
y la fase subsiguiente, que será la definitiva, en
donde se suprimen los
rótulos, los diálogos se hacen audibles y son recitados en
sincronía con la acción de los intérpretes.

De la primera fase hemos destacado el proceso inverso de


sincronización entre imagen y música (filmación con play-
back) como ejemplo de vulneración
del principio de orden jerárquico de los elementos que conforman una
obra
cinematográfica, mientras que las irregularidades detectadas en la
segunda fase giran en torno al lenguaje hablado y los
problemas derivados de la
apremiante necesidad de superar las barreras idiomáticas para no perder
la opción a competir en
mercados exteriores a propio de cada
país.

También hemos advertido contradicciones al tratar de


establecer un orden de prelación entre las versiones sucesivas de
una
obra cinematográfica (silenciosa-sonora; muda-hablada; en idioma base-en
idioma accesorio; original-doblada), porque,
con la llegada del cine sonoro, la
identificación entre «original» y
«cronológicamente anterior» es, con frecuencia, poco
significativa, y debe complementarse con referencias comparativas
adicionales.

Para terminar, otro de los hechos constatados en el período


estudiado, es el camino dispar, aunque con los lógicos puntos
de
convergencia, que recorre el factor idiomático-cultural asociado a un
film y su nacionalidad administrativa, especialmente
en lo que afecta al caso
español, que se verá obligado a congelar la actividad productiva
interior y doblegarse ante el
despliegue ofensivo
económico-lingüístico-cultural de las cinematografías
más poderosas.
 
—45→
 
Y englobando todo ello, una vez más hemos podido comprobar
que en los dos polos de referencia, tanto en Hollywood
como en Europa, el logro
del máximo rendimiento comercial es el fin último que justifica
cualquier proceso de fabricación de
películas. Preservar la
dignidad de la obra, así como la de sus autores materiales, es un deseo
que permanece latente, pero,
mientras el cine siga sujeto a las normas que
regulan los negocios del entretenimiento, ese objetivo siempre será
secundario.

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El compendio de las estratagemas ideadas por los artistas para


burlar la estrecha vigilancia ejercida sobre ellos por parte
de los estamentos
financiero-censores, constituye el alegato más provocativo y
aleccionador en defensa de la libertad de
expresión de los individuos y
de los grupos, frente al poderío de los que pretenden perpetuar su
privilegiada posición social
controlando los medios de
comunicación de masas. Confiemos en que siempre permanezca en activo
alguien a quien, como
Buñuel, nunca nadie logró domesticar.

Anexo
El golfillo de Lavapiés:
la «película fantasma» de Florián Rey

En el año 1977, con motivo de la publicación de El cine sonoro en la II República,


Román Gubern (págs. 27 y 28), alertó
sobre la existencia
de un corto sonoro filmado en París (Tiene su
corazoncito), que había sido «excluido de las
filmografías
oficiales» de su realizador (Florián Rey), y
lo hace en base a un reportaje de la revista Popular Film, firmado por Juan
Piqueras.

A pesar de dicha información, la película tampoco fue


mencionada en posteriores relaciones acerca de la obra del
director, hasta su
definitiva inclusión en la última reedición en 1989 del
libro del Ministerio de Cultura, Cine Español: 1896-
1983. Curiosamente,
poco antes (en 1988), la Filmoteca de la Generalitat Valenciana había
editado dos volúmenes con la
recopilación de los textos de Juan
Piqueras, e ilustraba sus portadas con una fotografía del rodaje de la
siempre ignorada Tiene
su corazoncito.

De acuerdo con la crónica de Juan Piqueras desde París


(Popular Film, núm. 223, 6 de noviembre de 1930),
el cómico
Pedro Elviro «Pitouto» pidió a
Florián Rey que le ayudara a sonorizar un cortometraje que había
filmado en Valencia,
siguiendo el mismo método experimentado por el
realizador con La aldea maldita, pero, al examinar el material
rodado,
creyeron conveniente repetirlo completamente, debido a que su
sincronización no parecía factible.

Tiene su corazoncito fue filmada nuevamente en


dos días, en los estudios  
—46→
 
Tobis de Epinay-sur-Seine,
producida por Domingo Moya, fotografiada por Tomás Duch y dirigida por
Florián Rey. La primera noticia acerca del rodaje
de este film la
encontramos en La Cinématographie Française, en
su número de fecha 20 de septiembre de 1930, por lo que se
puede
asegurar sin temor a equivocarnos que los hechos relatados tuvieron lugar
dentro del mes de septiembre, o poco antes.

El asunto del film se desarrolla en los bajos fondos


madrileños, y gira en torno a un mendigo enamorado de una
muchacha tan
hambrienta y desamparada como él, que se olvida de su compañero
de infortunio cuando ella logra situarse en
una posición más
desahogada. La pareja protagonista está interpretada por
«Pitouto» y Pilar González Torres, que entonces
era la
esposa de Florián Rey.

El 16 de febrero de 1931 se estrena en el cine Callao de Madrid un


complemento de dos bobinas titulado El golfillo de
Lavapiés, que se anuncia
como «hablado en español» e interpretado por
«Pitouto». Aparentemente, ningún periódico recoge
comentarios sobre dicho cortometraje, hasta que Popular Film publica una crítica en el
número del 12 de marzo de 1931 (pág.
4), de donde extraemos la
línea que resuelve la incógnita: El golfillo de Lavapiés, se
rotuló en su comienzo Tiene su

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17/9/2021 El transcurso del cine mudo al sonoro como motivo generador de contradicciones / Juan B. Heinink | Biblioteca Virtual Miguel de Cervant…

corazoncito. A lo largo de la
reseña se habla de «Pitouto», de la buena fotografía
de Tomás Duch y de su perfecta
sincronización sonora, pero no se
hace mención alguna al nombre de su director, lo que explica, en cierto
modo, que la
película fuera omitida de las filmografías de
Florián Rey durante casi seis décadas.

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