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FRAGMENTO: CAPITULO II
LA CORRIENTE FUNCIONALISTA
DE LA SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN.
EL DEBATE ENTRE EDUCACIÓN Y EMPLEO
2.1. El contexto: la expansión educativa y la nueva
función social de la educación
Como ya hemos avanzado en el capítulo anterior, la expansión educativa sin precedentes de los
años cincuenta promovió cambios importantes en la función social del sistema educativo. En los
países de la OCDE, entre 1950 y finales de la década de los sesenta, el número de estudiantes en
todos los niveles educativos -y especialmente en el superior- aumentó de forma acelerada,
mientras que el gasto público aumentó a una tasa media superior al 10 % anual (Emmerij,
1974). En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, por lo tanto, se produjo una
transformación
del papel social de la educación, observable tanto en el comportamiento de la demanda
-crecimiento y diversificación cualitativa- como en el de la oferta de educación. Se trata de una
profunda transformación cultural de la misma idea de educación que modificó las pautas de
inversión pública y privada.
Desde un punto de vista público, la expansión educativa respondía tanto a factores de orden
económico, como político e ideológico. Desde un punto de vista económico la educación pasaba
a ser considerada como el principal factor explicativo del crecimiento de la riqueza de los
países1 al mejorar cualitativamente uno de los factores de producción (el trabajo) y, en
consecuencia, la productividad del mismo. El auge del keynesianismo aumentó además la
confianza colectiva en la «bondad» de la inversión pública en educación. Desde el punto de
vista político, por otra parte, la guerra fría desencadenó la «batalla de la producción» y, en
consecuencia, una fuerte competencia tecnológica entre Estados Unidos y la antigua Unión
Soviética en la lucha por la hegemonía militar. La inversión en recursos humanos,
especialmente en ingenieros, es, pues, una consecuencia lógica de esta competencia por la
hegemonía político-militar. Finalmente, desde un punto de vista ideológico, la inversión en
educación respondía a la enorme carga de legitimación asignada a la educación como terreno
prioritario de la política social (Dale, 1989). El pacto latente entre Estado y ciudadanos en plena
consolidación de los estados de bienestar (trabajo y oportunidades a cambio de impuestos) está
en la base de la responsabilidad de la educación como prestación para hacer posible la
movilidad social. Así lo demuestra la expansión de la demanda educativa -y los numerosos
conflictos educativos protagonizados por los grupos sociales históricamente marginados del
sistema de enseñanza (mujeres, minorías étnicas, etc.)- y la ineludible necesidad de los
gobiernos de responder a ella hasta la llegada de la crisis fiscal del Estado (O' Connor, 1981).
El interés privado por la inversión en educación, por otra parte, viene motivado tanto por la
hegemonía del individualismo posesivo,2 y principalmente, por las expectativas de movilidad
social de la población, reforzadas por el optimismo social del momento y por la fe en la ciencia
como motor del progreso. La equivalencia entre cantidad de educación y movilidad ocupacional
1. Véase más adelante, en este mismo capítulo, la explicación sobre la teoría del capital humano.
2. affe (1990) o Popkewitz (1994) se refieren al individualismo posesivo como base ideológica clave para la
«proletarización activa» (affe, 1990, págs. 78-79) de la fuerza de trabajo o como elemento clave de la transmisión
educativa. que fomenta en la población la creencia en considerar sus logros como resultado de sus iniciativas y
capacidades «innatas», así como para disponer a la gente a una orientación psicológica que responda a la
mercantilización de los objetos culturales que definen su estilo de vida (Popkewitz, 1994, pág. 159).
intergeneracional es la base tanto del discurso público de la educación como del
comportamiento individual ante la demanda educativa, y solamente se rompió a partir de la
crisis de los años setenta.
Pero para comprender la institucionalización de la sociología de la educación debemos
acercarnos al nuevo papel de las ciencias sociales en la actividad económica y política.
Popkewitz (1994) identifica la mayor profesionalización de la vida social y el papel de la
ciencia en la producción material y en la administración, como elementos fundamentales de la
transformación de la sociedad que están en la base de las reformas educativas desde finales de
los años cincuenta. La profesionalización del saber es fundamental para convertir a las
instituciones sociales en eficientes y a la vez sensibles a las demandas de igualdad social y está
relacionada con la importancia cada vez mayor de la ciencia en la producción material y en la
gestión y administración del sector público. Esta conexión repercutirá en el nuevo papel
asignado a las ciencias sociales como cuerpo de conocimiento experto para la mejora de la vida
social. En el terreno de la educación, el «know-how}}que pueden aportar sociólogos y
economistas pasará a primer plano, desplazando al saber pedagógico como conocimiento para el
cambio y la innovación educativa. La incorporación de científicos sociales en comisiones
gubernamentales y en puestos de asesoramiento a gestores políticos comportará una sociología
o una economía de «ingeniería social», adentrada en los propios aparatos del Estado, que, más
allá de proporcionar un saber para la planificación, financiación y distribución de la actuación
pública, servirá de base de legitimación científica de las decisiones políticas (Karabel y Halsey,
1977).
Existen, por lo tanto, factores de interés individual y colectivo para entender las razones de la
expansión de los sistemas educativos, las transformaciones del currículum (con una orientación
más instrumentalista), y, sobre todo, la nueva función social de la educación en el cambio
social, no sólo para la movilidad social, sino también para la eliminación de la pobreza y la
desigualdad en la sociedad. En el contexto señalado, no es casual que la sociología de la
educación constituya una especialidad central de la sociología funcionalista. El principio
meritocrático liberal de la justicia distributiva -las posiciones sociales son el resultado de la
capacidad y esfuerzo individual- encuentra en la educación la institución perfecta para
identificar, seleccionar y jerarquizar adecuadamente los talentos disponibles, que accederán a
puestos de trabajo cualificados y necesarios para el progreso y el bienestar social. Y
precisamente, para garantizar la justicia y eficiencia del proceso, la igualdad de oportunidades
de acceso a la educación es condición indispensable. De aquí se derivan los dos principales
objetos de estudio de la sociología de la educación funcionalista: la función estratificadora de la
educación por medio de la relación entre educación y empleo, y la igualdad de oportunidades
educativas, básicamente a través del estudio de la movilidad intergeneracional (Floud, Halsey y
Martin, 1956).
Es, por lo tanto, perfectamente visible cómo la sociología de la educación encaja dentro de la
sociología funcionalista norteamericana de la estratificación y la movilidad social. El trabajo de
Davis y Moore (1945) constituye el referente fundamental de esta teoría, al subrayar la
«necesidad funcional de la estratificación}) y, en consecuencia, delimitar el concepto de
igualdad de oportunidades al de igualdad de acceso.3 El vaciar de contenido peyorativo el
concepto de desigualdad (y separado, de este modo, de la idea de injusticia social) sirve de base
para argumentar la explicación de las diferencias sociales a partir de los esfuerzos y méritos
3. A pesar de la restricción de la idea de igualdad al acceso a la educación, no por ello algunos autores funcionalistas
dejan de ser críticos en relación con los impedimentos que repercuten sobre dicho acceso y que pueden producir
inmovilismo social. Véase, por ejemplo, el artículo de Bendix y Lipset (1985), publicado en 1959, donde plantean
críticamente las diferencias de información entre grupos sociales y la restricción de las aspiraciones profesionales a la
ocupación del padre.