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José Martínez de Sousa. Pequeña Historia del Libro. Barcelona: Editorial Labor, 1992.

203 p.
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El Libro Antiguo y medieval

Las tablillas

La forma de libro más antigua que se conoce son las tablillas, pequeñas
placas de arcilla, madera, marfil, oro u otra materia que servían de soporte a
la escritura en la Antigüedad. Las tablillas reúnen las cualidades por que se
distingue lo que hoy llamamos libro: un soporte más o menos permanente,
multiplicable, que en una o varias partes iguales (<<hojas>>) contiene el
texto de un documento, una obra o una parte de ella.

TABLILLAS DE ARCILLA
En Asiria y Babilonia se usaron unos bloques de arcilla, que se empleaba
húmeda y blanda. Se escribía en ella con un estilete de metal, marfil o
madera, romo y de sección triangular, aunque al principio se usó una astilla
de caña puntiaguda. A esta característica del instrumento se debe el hecho
de que los caracteres escritos fueran cuneiformes (es decir, en forma de
cuña).
Las tablillas más pequeñas miden de 2 a 3 cm (como un sello de
correos), y las más grandes, unos 30 cm (como un libro ordinario, en cuarto).
Una vez escritas por las dos caras se cocían al horno. Las más antiguas
encontradas se remontan a fines del milenio a. de C. y llegan hasta los
inicios de nuestra era.

En las excavaciones se han hallado cientos de miles de tablillas, algunas de las


cuales solo tenían escritas unas líneas, pero otras incluían varias columnas (en
algunos casos estas llegan al número de doce) de escritura apretada. En ellas
aparecen todos los géneros literarios: textos religiosos, épicos, sobre aspectos
económicos, históricos, jurídicos, matemáticos, astronómicos, diplomáticos,
epistolares, etc. También se han encontrado tablillas en Etruria y en Grecia (v. p. 67).
El colofón estaba constituido por el título de la obra, situado al inicio del libro,

como más adelante se haría con el rollo, el códice y hasta con el libro impreso.
También figuraba, a veces, el nombre del propietario, el número de tablillas que
formaban la obra o la serie; si se trataba de una copia, el estado del original del que
se tomaba.
La fabricación de libros de arcilla por los sumerios (milenio III a. de C.), los
babilonios y los asirios estaba perfectamente organizada, de modo que los escribas o
copistas disponían, en los templos de Nínive y Babilonia, de departamentos que les
servían de talleres de escritura.

TABLILLAS DE NIADFRA

Las tablillas utilizadas en Roma, a diferencia de las anteriores, eran de madera


dura. Se ahuecaban y cubrían de cera (llamadas pugillares o ceratis codicilli), sobre
la cual se escribía

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EL LIBRO ANTIGUO Y MEDIEVAL

Instrumentos romanos de escritura: arriba. tablillas de madera (políptico), tinte-


ro, cálamo y rollo; en el centro, capsa o scriniurn para guardar los rollos
con un estilete (stylus) o con un buril. En algunos casos también se cubrían con yeso, en
lugar de cera. En uno de los bordes de la tablilla se hacían dos agujeros por los que se
pasaba un alambre o una cinta para sujetarlas, y se protegían colocándolas entre dos
placas (v. p. 66). Si se unían dos, el conjunto se llamaba díptico, si tres, tríptico, y si más de
tres, políptico. La palabra códice, que, como hemos visto, se aplicó en la Antigüedad al
tronco de árbol sobre el que se escribía (en Latín caudex, pot contracción codex), se aplicó
después, por extensión, a estas tablillas antes que a la forma de libro que surgió en Roma a
principios del siglo I d. de C. y que se conoce con este nombre (véase más adelante, p. 49).
Según Aristófanes en su obra Las nubes, que fue compuesta en 423 a. de C., los griegos
también usaron estas tablillas de madera. Se han hallado en una mina de oro de
Transilvania algunos ejemplares de tablillas romanas antiguas, bien conservadas, que
corresponden al año 167 a. de C. También se conservan tablillas de origen alemán,
muchas de ellas de la Edad Media, lo que quiere decir que su uso no desapareció con el
advenimiento del rollo ni con el del códice. En cuanto a las tablillas de arcilla,
afortunadamente han Llegado a nosotros en grandes cantidades, pues aunque los palacios
en que se guardaban fueron derruidos y muchas veces quemados, permanecieron
sepultadas hasta tiempos recientes, en que, al hacer excavaciones, se han hallado
verdaderos tesoros literarios.
El rollo o volumen

La segunda forma del libro corresponde al rollo (rotulus) o volumen (volvere, envolver,
arrollar), así Llamado porque el papiro o el pergamino de que estaba hecho se envolvía en
torno a una varilla cilíndrica de madera o metal llamada umbílico (umbilicus `ombligo'),
que a veces eran dos, y en cuyos extremos podían llevar un adorno de hueso o madera
llamado cuerno (cornua). Su antigüedad no es fácil de establecer, pero se cree que es
anterior al año 2400 a. de C. Al principio, y durante mucho tiempo, se hacían de papiro,
pero desde finales del siglo I d. de C. se empleó también el pergamino.
De una de las puntas del rollo colgaba una membrana o lámina (pittacium o syllabus)
en la que se escribía el nombre del autor y el título de la obra (index, titulus), datos que
también se hacían constar al final del escrito, en el interior del rollo. Una vez terminado de
escribir se guardaba en una caja (capsa, caza o scrinium) para asegurar su conservación,
y las cajas se amontonaban en los plúteos (pluteus) de las bibliotecas.
Cada hoja de un rollo se llama cóllema, y sus dimensiones eran muy variables, tanto
en altura como en anchura (esta podía

PEQUEÑA HISTORIA DEL LIBRO 47

llegar a 40 cm en algunos casos). Las dimensiones de los rollos acostumbraban ser de


unas veinte hojas (scapus) pegadas unas a otras (glutinare), que podían llegar a 100,
y de 15 a 17 cm de altura, aunque tales dimensiones variaban también. La longitud
media era de seis a diez metros, pero en algunos casos supera-ban los cuarenta y aun
podía alcanzar los cien metros.
Para escribir en él, el rollo se extendía y dividía en columnas, que formaban a modo
de páginas. Cada línea (stichoi) constaba, en general, de 35 letras o 16 sílabas. El
número de 11-neas por columna dependía de la altura de las hojas; solía oscilar entre
25 y 30, aunque podía alcanzar a 40 e incluso 45 líneas. El sentido de disposición,
tanto para la escritura como para la lectura, era de derecha a izquierda; así, a medida
que la tira de papiro o pergamino se desenrollaba horizontalmente iban apareciendo
las sucesivas páginas o columnas, todas en una misma cara del material,
precisamente 1« que quedaba en la parte interior del rollo, ya que la exterior era
siempre blanca Hay, no obstante, alguna excepción notable, como la Política de
Aristóteles, que está escrita por ambas caras (v. p. 50). Solo los documentos oficiales
se escribían en el sentido del ancho del papiro (transversa charta). Al pie de la
última línea se hacía constar el número de hojas, columnas y líneas (colofón).
La escritura se realizaba con un junco cortado de través, pero posteriormente, a partir
del siglo III a. de C., se empleó una caña rígida y afilada (calamus), de trazos más
finos. La tinta consistía en una mezcla de hollín o carbón vegetal con agua y goma,
pero los títulos y epígrafes solían escribirse con tinta roja (rúbrica).
La mayor parte de los rollos papiráceos del antiguo Egipto se han encontrado en las
tumbas. AI lado de los cadáveres se depositaban los textos sagrados, las plegarias
para proteger las peregrinaciones de las almas de los difuntos. Este es el origen del
Libro de los muertos, conocido desde principios del milenio II a. de C. Estos textos se
elaboraban en serie por los sacerdotes, y estaban más o menos ilustrados según la
calidad del difunto o de los que lo encargaban. Esta es, por otro lado, la primera
muestra histórica del comercio de libros.
El libro en papiro más antiguo que se conserva es el papiro de

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Timoteo, con escritos del poeta Timoteo de míleto, de finales del siglo IV a. de C. gracias
al los descubrimientos efectuados en Egipto en el siglo pasado y en el presente, se han
podido rescatar obras como la constitución de Atenas de Aristóteles, los Mimiambos, de
Herondas, los escritos de Baquíles y Sófocles, etc..

El rollo era del de dura incómoda y consulta difícil, a lo que hay que añadir su fácil
deterioro a causa de la humedad y del sucesivo enrollado y desenrollado en torno al
umbílico, así como a la incomodidad de guardarlo en las bibliotecas dentro del dos
scrinía, que ocupaban mucho espacio. A consecuencia de estos inconvenientes, así el siglo
I d. de C. fue sustituido por otra forma de libro: el códice. Sin embargo, la transformación
no fue brusca sino paulatina, de manera ya del siglo III d. de C. aún tenía preponderancia
el rollo, y sólo a partir de esa fecha es poco a poco sustituido por el códice.

EL CÓDICE

La tercera forma histórica del libro es el códice, de cuya etimología ya hemos hablado
anteriormente. Es una derivación directa de las tablillas de madera usadas por los
romanos, ya que al adaptar éstos el pergamino lo utilizaron con la misma forma de las
tablillas, dando así nacimiento a lo que se llamó libro cuadrado (liber quadratus),
denominación que crea una diferenciación normal entre el libro en forma de rollo o
volumen y el que imita la estructura de las tablillas. Sus obras aparecen dobladas y
agrupadas en forma cuadrado rectangular, y al conjunto de ellas les ponían tapas de
manera, todo lo cual se parecían más a los dípticos, trípticos, y polípticos que a los rollos.
Sin embargo, con el tiempo la palabra códice a llegado hasta a nosotros como sinónimo de
manuscrito, sinonimia que no es del todo exacta, pues si bien todos los códices son
manuscritos (es decir, escritos a mano), no todos los manuscritos son códices(por ejemplo,
no los o los rollos, que eran asimismo manuscritos, ni todos los documentos eclesiales o
diplomáticos, las cartas, etc.)
CARACTERÍSTICAS DEL CÓDICE

Hasta el siglo v por lo menos, el códice figuraba en pergamino (códice pergamináceo) y en papiro
(códice papiráceo).Por el prestigio que había alcanzado el libro en forma de rollo, en los primeros
tiempos del códice este se destinaba especialmente a ediciones baratas o menos prestigiadas. El
rollo papiráceo, pues, seguía siendo el libro de lujo, pero aquel fue desapareciendo, tanto en lo
que respecta a la materia como a la forma, de manera que a principios del siglo v ya apenas se
hallan restos de una y otra.
Este cambio, aunque lento, se imponía por las ventajas del códice sobre el rollo: era de
consulta más fácil, tenía mayor capacidad de escritura, se transportaba y almacenaba muy
cómodamente y, gracias a la encuadernación con tapas de madera, se conservaba y duraba
mucho más (v. p. 66). A mayor abundamiento, el pergamino permite escribir por ambas caras
(opistógrafo), lo que no era posible en el papiro, como hemos visto anteriormente (el papiro era,
pues, anopistógrafo) (v. pp. 36 y 47). A este respecto, los códices pergamináceos tienen las caras de
sus hojas dispuestas de manera que coincidan las lisas con las de pelo, pero mientras los griegos
preferían iniciarlos con una cara lisa, los romanos se inclinaban por una oscura o de pelo.
Los códices se escribían antes de su encuadernación. Para ello se marcaban los márgenes
con minio o plomo con ayuda de un compás (circinz.us o punctoriunz) y se distribuían armo-
niosamente los espacios escritos y en blanco. El texto se disponía generalmente en dos columnas,
pero también eran corrientes tres e incluso cuatro. La amplitud de los márgenes estaba en
relación con la importancia del códice: los más ricos disponían de márgenes generosos, amplios,
mientras que en los más sencillos el texto llegaba casi hasta el borde del soporte (papiro o
pergamino). A partir del siglo XII los márgenes, en general, se estrecharon, cualquiera que fuese la
calidad o la materia.
Durante los primeros cuatro siglos, el formato fue bastante reducido, la relación de la
anchura con respecto a la altura estaba en la proporción 2:3. A partir del siglo v las dimensiones
de los formatos aumentaron: cuarto y folio eran los más corrientes.
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MEDIEVAL 51

El título de los códices, al modo del de los libros en forma de rollo, se colocó durante los
primeros tiempos al final pero ya al llegar el siglo v se introdujo la innovación de
colocarlo al principio (incipit). Se introdujo también la numeración de las páginas (foliación),
que no se usó en el rollo (si bien solo se numeraban en una cara, el anverso o recto).

PRODUCCIÓN DE CÓDICES

Para la producción de códices existía, sobre todo en los monasterios, una gran sala
llamada escriptorio (scriptoriurn); en ella se sentaban los amanuenses (servi ad manum),
también llamados escribas, copistas, pendolistas o pendolarios (de pendola, pluma de ave o
pluma de escribir), que copiaban un escrito anterior o bien escribían a medida que un
lector, situado en un estrado, iba dictando. Se obtenían así tantos ejemplares de una misma
obra como copistas hubiera. Estos dejaban en blanco los espacios que habían de ser
llenados por los miniaturistas y los iluminadores: iniciales, títulos, viñetas, orlas, frisos,
etc. Los miniaturistas trazaban las figuras e ilustraciones, y los iluminadores les aplicaban el
color. Los crisógrafos eran los encargados de escribir códices con letras de oro. En algunos
casos, especialmente en la Alta Edad Media, los copistas eran al mismo tiempo calígrafos
(escribían), crisógrafos, miniaturistas e iluminadores, y algunos incluso firmaban sus
trabajos (por ejemplo, Bérenger y Liutardo, el Códice áureo de San Emmeran; Stephanus
Gassia, el Apocalipsis de San Severo). A partir del siglo XIII sobre todo en los escriptorios
laicos, estas profesiones se especializaron, pero con la aparición de la imprenta, aunque
colaboraron en algunos de los incunables, acabaron por desaparecer, si bien en algunos
casos subsisten hasta principios del siglo XVI. La labor de copista, que en la Antigüedad
clásica habla estado a cargo de esclavos (semi litterati), la realizaban en Atenas, en el siglo
V, profesionales que se anunciarán en el ágora, pero en el occidente cristiano corresponde,
al menos desde el siglo VI hasta el XII, a los monjes de los monasterios, y sólo en los
siglos VIII y IX se da una excepción en la corte de Carlomagno.

Una vez terminada la escritura, dibujo e iluminación del códice, se procedía a


encuadernarlo, para lo cual se unían los cuadernos con una tira de cuero al lomo y se
forraba con dos tablas de madera, generalmente de nogal (a veces cubiertas de piel), que
se cosían con nervios de buey. Era corriente añadir clavos de bronce para proteger de
róces la piel.

Terminología del códice

La terminología actual del libro debe mucho a la del rollo y el códice, e incluso ala de las
tablillas, como vimos. Ya nos analiza el origen de las palabras como libro (liber), rollo o
volumen, etc. Específicamente, el códice generó una serie de términos que después,
mutatis mutandis, se aplicarían al libro impreso. Por ejemplo, el íncipit, fórmula con que
el copista iniciaba el texto, escrita en letra de distinto color o bien en rojo. La signatura,
número o letra que se colocaba en el margen superior o en el ángulo inferior de la página
(o hay, el nombre del autor, título del libro, o ambos, que se suelen colocar al pie de la
primera página de cada pliego). El reclamo, que consistían escribir, al pie del final de cada
cuaderno, la primera palabra con comenzaba el siguiente, uso que se introdujo en el siglo
XI el que perduró en los primeros incunables. La foliación, es decir, la numeración de
cada hoja (hoy se numeraban las páginas, no las hojas), de modo que un mismo número
servía para la cara impar (recto) y para la par (verso). El ex-libris, indicación situada al
final del códice en la cual se hacía constar quién era el dueño de la copia (o hay, poco
usado, es un elemento ajeno al libro, una cédula en papel en la que se imprime un motivo
y la divisa o nombre del poseedor del libro). El éxplicit, en el que se da el título (titulus) o
colofón, indicación situada también al final del códice en la que se colocaba el título de la
obra; consecuencia se hacía constar el nombre del iluminador o el miniaturista, la fecha de
conclusión del trabajo, invocaciones dando gracias a Dios u otras, e incluso anotaciones
graciosas (en este sentido, el colofón actual, cuando se usa, no varía demasiado).
Por el número de las hojas que constituían el códice, recibía este nombres distintos; por
ejemplo, si constaba de dos hojas de pergamino dobladas por la mitad (ocho páginas) se
llamaban duernos (duerniones); los de tres hojas (doce páginas), ternos (terniones); los de cuatro
(16 páginas), cuadernos (quaterniones), y los de cinco (20 páginas), quinternos (quinterniones).
Abundaban más los de cuatro hojas, por lo que fue general conocerlos con el nombre
genérico de cuadernos.
Se suele denominar también a los códices por la materia de que tratan o que contienen;
por ejemplo, las biblias contienen el Antiguo o el Nuevo Testamento; las liturgias, tratados
de los ritos, ceremonias y rezos de la Iglesia; estas pueden ser góticas o romanas, según los
caracteres en que estén escritas; los hagiógrafos contienen la vida de los santos; los legales,
leyes, y los históricos, cronicones (breves narraciones históricas en orden cronológico),
necrologías, biografías e historia.
Los códices se agrupan también por series, que se relacionan con su materia o con otras
circunstancias; por ejemplo, Ios tumbos (en Galicia), porque se mantenían tumbados en las
bibliotecas o archivos; los becerros (en Castilla), por la piel con que estaban forrados, los
cartularios (en Aragón y Cataluña), porque contenían documentos; los cabreos (en Aragón y
Cataluña), porque contenían extractos de concesiones y títulos de propiedad, derechos
reales de una corporación o de los particulares; libros de cuentas (en Aragón) o lumen domus
(en Castilla), porque contenían la enumeración de las rentas, censos y utilidades de un
patrimonio o de una o más propiedades; los registros eran índices o cuadernos donde se
copiaban o extractaban las escrituras. A veces tomaban el nombre del color de las letras
del epígrafe, y así se hablaba de libro rubio, amarillo, etc.

CENTROS DE PRODUCCIÓN DE CÓDICES

Se hallan especialmente en los monasterios cristianos, distinguiéndose los benedictinos y,


desde el siglo XIV, los jeronimianos, orden fundada en Deventer (Países Bajos) por Geert
Groote (m. 1384). El célebre abad de Fulda Rabano Mauro estableció en su monasterio un
centro para la enseñanza del arte de escribir. No se olvide que en aquella época ni siquiera
los reyes sabían hacerlo, y que poetas como Wolfram de Eschenbach y Ulrich de
Lichtenstein tuvieron que dictar sus obras a otros. También hubo centros importantes en
Bobbio, Verona, Capua, Montecasino, Lyon, Corbie, Flesinga, Tréveris, Sankt Gallen,
Coira, etcétera. La labor desarrollada en estos monasterios hizo posible la conservación de
obras importantes de la Antigüedad clásica, que de otra forma hubieran desaparecido sin
dejar rastro. No obstante, en el siglo xii algunas grandes ciudades de la Alemania
meridional y el norte de Italia disponían de escriptorios.
La era de producción de códices, que se inicia en el siglo r (el resto más antiguo que se
conserva, el De bellis macedonici, data del año 100), se cierra en el siglo XV, con el
nacimiento, primero, del libro xilográfico, y después, con la invención v expansión de la
imprenta.

LOS PALIMPSESTOS

Durante la Edad Media (especialmente en los siglos VIII a x), debido a la escasez de
pergamino y al auge que la copia de obras había adquirido, los códices antiguos (en
especial los de los siglos IV, V y VI) se borraban y utilizaban para nuevas copias de obras.
Tales códices reciben, por ello, el nombre de códices rescripti o palimpsestos, palabra que
significa raspado de nuevo». Este procedimiento, ya antiguo en aquella época (Plutarco se
refiere a manuscritos papiráceos dañados por el raspado), cobra importancia capital.
Los palimpsestos suelen ser de pergamino, ya que el papiro, por su misma naturaleza, se
prestaba mal al raspado, aunque se dio algún caso de palimpsesto papiráceo. Si la tinta era
de escasa adherencia se borraba mediante lavado con esponja (spongiu deletilis), pero si
estaba fuertemente adherida se raspaba con cuchillas o piedra pómez, para lo cual se
ablandaba antes con una mezcla de leche y harina (método empleado durante la Edad
Media).

El borrado, usado especialmente, como es lógico suponer, en los monasterios cristianos,


que hasta el siglo XII eran casi los únicos que se dedicaban a la copia de manuscritos,
trajo como consecuencia la desaparición de numerosas obras de la Antigüedad clásica. ,Se
trataba siempre, como se ha insinuado, de obras de menor interés, o bien de aquellas cuya
lectura se hacía cada vez más difícil por su antigüedad? Los especialistas están de
acuerdo, en general, en que las obras de autores paganos sufrieron los efectos del borrado,
con objeto de reescribir obras cristianas. Hay de ello varios ejemplos: la República de
Cicerón se hallaba bajo el Comentario de san Agustín a los salmos (siglo IV); las
Instituciones de Gayo, bajo obras de san Jerónimo; la Lex wisigothorum. (siglo vi) tenía
encima el i'ractatus de viris illustribus de san Jerónimo; un Plauto en escritura capital
rústica del siglo V tiene sobrepuesto el Libro de los Reyes en escritura semiuncial del
siglo vi. En España existe, en la catedral de León, un palimpsesto que contiene la Historia
eclesiástica de Fusebio (siglo ix) sobre un fragmento del Código teodosiario (siglos VI -
VII). Sin embargo, se dio a veces el caso de borrar textos de las Sagradas Escrituras y de
obras de los Santos Padres, pero un sínodo del año 691 prohibió hacerlo. A partir del
reinado de Carlomagno, los empleados de la cancillería real borraban los códices
merovingios para escribir los hechos de sus príncipes. De muchas obras borradas solo se
dispone hoy de fragmentos hallados bajo otra escritura.
La aparición del papel en Europa (Xátiva, 1150) permitió conservar muchos códices que
de lo contrario habrían desaparecido por el borrado de su escritura.
El conocimiento de los palimpsestos se debe principalmente al cardenal Angelo Mai (1782-
1854). de la Biblioteca Ambrosiana,quien, después de largos estudios, restableció el texto
de fragmentos (por ejemplo, Cicerón, Tito Livio, Salustio y otros clásicos). Otros
investigadores, como Berthold Georg Niebhur en Verona, contribuyeron también al
estudio de los palimpsestos.
Sin embargo, la ciencia moderna ha hallado reactivos químicos para descubrir la primitiva
escritura de estos códices, en los que a veces se descubren hasta tres escrituras
superpuestas (es decir, que han sido borrados tíos veces). Debido al daño, a veces
irreparable, que los productos químicos producían en los códices, se crearon otros
procedimientos, como el de la fotografía, empleado por el italiano Guido Biacci, o la
curastasiogrcyra (resurrección de la escritura), debido al también italiano Giuseppe L.
Perugi, que utiliza rayos ultravioleta con lámpara de cristal de cuarzo.

La ilustración del libro antiguo y medieval

La costumbre de incluir imágenes en el texto es muy antigua, desde los chinos, indios y
persas hasta los griegos y romanos. Los sabios griegos incluían figuras en sus tratados
científicos; por ejemplo, en una obra del astrónomo y geómetra Eudoxo de Cnido (ca.
406-355 a. de C.), y en otra de Dioscórides de hacia mediados del siglo I d. de C. Esta
tendencia a ilustrar los escritos fue tomada por los romanos, entre cuyas obras sobresale
Imagines (39 a. de C.) de M. Terencio Varrón, que contenía, al decir de Plinio, una galería
de hombres célebres con un total de setecientas figuras.
La ilustración del libro medieval se designa con una palabra: miniatura, es decir, pintura
pequeña y primorosa. La palabra se deriva de minio (minium), color rojo con que se pintaban
algunas partes de los códices, corno las iniciales.
La miniatura es de utilización muy antigua, y se inicia en Egipto. El libro de los muertos, cuya
antigüedad se remonta cuando menos al milenio II a. de C., estaba adornado con este tipo
de ilustración. De Egipto pasó a Grecia y de aqui a Roma, donde ya en el siglo ' se
encuentra en un códice con obras de Virgilio. Un foco importante desde donde irradió la
miniatura fue Bizancio, a partir del siglo r, que influye en otras escuelas
Bellas miniaturas cicl AI/sal rica de Cisneros. (Iiihlioteca Nacional, Madrid)

como la siria y la palestina, la copta, la armenia (el monte Athos fue un gran centro de
producción de miniaturas) y sobre todo la rusa, heredera del arte bizantino.
En Occidente la miniatura cobra importancia a partir del siglo v, influida por las escuelas
bizantina y anglosajona. Desde Egipto había llegado a Irlanda e Inglaterra, y después los
predicadores cristianos la llevaron a Alemania. El arte de la miniatura se perfeccionó, lo
que se advierte no solo en las iniciales orladas y adornadas de los manuscritos (que muy a
menudo invaden los márgenes con sus adornos), sino también en las orlas c marcos que a
veces ocupan páginas enteras. En un estadio pos-
PEQUEÑA HISrORIA DEI. 1.113110

terior, además del rojo se utilizaron otros colores, como el azul claro, especialmente a
partir del siglo xn. Los manuscritos de más valor tienen las letras en oro y plata sobre
pergamino de color púrpura. Este arte, de origen bizantino, pasó después a Italia y otros
países europeos. En el monasterio de San Martín *, de Tours, en tiempos de Alcuino
(siglo viii), se desarrolló extraordinariamente. En la biblioteca de la Universidad de
Upsala se conserva el Codex argenteus, magnífico ejemplar de este tipo de manuscritos, que
además contiene la traducción de la Biblia debida al obispo Ulfilas (v. p. 28).
En España dominó la tradición mozárabe, y solo en el siglo XII predominó el estilo
caligráfico común en el resto de Europa, pero la escuela de Compostela adoptó un estilo
de expresividad hispana. En Castilla, la mejor obra es Las Cantigas de Alfonso X el Sabio
(siglo x111), y en Cataluña, el Misal de santa Eulalia. También son dignos de mención los libros
de los Reyes Católicos, la Biblia de Alba y el Misal rico de Cisneros (siglo XVI, 7 vols.), así
como los beatos, nombre que se da a los manuscritos que reproducen los Comentarios al
Apocalipsis del Beato de Liébana (escrito en 776 por el monje del mismo nombre);
ilustrados con gran riqueza, son obras maestras de la miniatura mozárabe y románica.

La letra antigua y medieval

La letra capital o nialníscula fue usada por los romanos (epígrafes, monumentos, etc.) desde
el siglo nl a. de C. hasta el siglo vt d. de C. En su primer período se trataba de una letra de
rasgos rucios y desiguales, la llamada capital arcaica. La etapa de máxima perfección,
coincidente con el reinado del emperador Augusto, corresponde a la capital elegante o
cuadrada, propia de las inscripciones solemnes. Paralela a esta se usó, en la escritura
ordinaria, un tipo de letra menos cuidada, la capital librarla, rústica o actuaria, así como otra,
la capital cursiva. El apogeo de la letra capital puede situarse en los siglos IV y v. La
decadencia empezó a finales del siglo v, y pronto, en el siguiente, quedó relegada al
simple papel de letra ornamental. Su lugar fue ocupado por la uncial.
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PEQIJE.ÑA H1srORIA 1)I;I. I!BR()

La letra uncial, derivada de la capital libraría o rústica, así como la senaiuucial, combinación simplificada cíe la
cursiva ro-mana y de las capitales elegantes, fueron adoptadas por los amanuenses en el siglo vi. El origen de este
cambio se halla en la monotonía de la capital y en la dificultad de su trazo. El tamaño de la letra uncial venía a ser de
unos veinticinco milímetros, y la semiuncial medía la mitad. Posteriormente, la primera, de formas redondeadas, fue
perdiendo parte de esa altura, que, no obstante, conservó en algunas letras.
Los romanos usaron también, paralelamente a la capital redonda y cursiva, una letra
minúscula con dos variantes: la sentada, de elementos gráficos aislados, y la cursiva, en la
que los trazos finales permiten cierta unión con los siguientes. Sobre todo en los siglos ui
y IV, la introducción de la pluma de ave y el pergamino como material escriptóreo dieron
lugar a la creación
de la letra llamada cursiva nriruiscula, de abundantes uniones y difícil lectura; fue usada
especialmente en Ios siglos iv a vi en Italia, Francia y España, y a partir de ella se crearon,
en los siglos vli y vui, otros tipos de letras, como la berzeventina, la lombarda, la merovinia y la
visigótica, conocidas, aunque impropiamente, como escrituras ncuiouales.

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Tras este período, consecuencia de la invasión de los bárbaros, en 771, con el
advenimiento de Carlomagno, se inicia la edad de oro de la cultura medieval. Cristaliza
una tendencia que se apuntaba ya en el siglo anterior: las varias escrituras de diversos
lugares de Francia dan como resultado un nuevo estilo, la letra carolingia o carolina,
basada en la antigua cursiva romana y en la semiunciai. Sin embargo, se mezcló en la
misma página el título en capital romana. tanto cuadrada cono) lil)raria o rústica, y el
subtítulo en uncial y semiuncial. Este estilo se extendió por toda Europa; en el siglo VIII,
por Francia, Alemania y el norte de Italia; en el ix pasó a Cataluña; en el xi, a Inglaterra, y
en el XII remplazó a la letra visigótica que aún se utilizaba en Castilla y León. En el siglo
XIII inició su evolución hacia formas más angulosas, que le llevó, en el siglo XIII, a
convertirse en la letra gótica. La amplia difusión de la letra carolingia se debió, en primer
lugar, al hecho fundamental de haber sido la primera escritura que separaba las palabras,
elemento clarificador que hoy parece lo más lógico pero que no había sitio tenido en
cuenta hasta entonces, y, en segundo lugar, a la facilidad de su trazado.
La letra gótica, que sustituye a la carolingia en casi toda Europa, es caligráfica, uniforme,
regular y geométrica, de rasgos quebrados y angulosos (v. p. 28). En su forma manuscrita
se aplicó según tres estilos distintos: el literario o redondeado, usado en los códices; la
minúscula diplomática o letra de privilegios, utilizada en los diplomas solemnes, y la
cursiva, empleada en los documentos, llamada letra de albalaes, que dio origen a la letra
cortesana, pequeña y adornada, usada en los documentos castellano-leoneses de fines del
siglo XV y parte del XVI.
En los códices, así como en los primeros incunables y aun
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después, era habitual la utilización de iniciales destacadas, generalmente llamadas iniciales
miniadas porque estaban adornadas con miniaturas. Se llamaba orlada la que llevaba
adornos, que podían ser una figura (inicial de figuras), la figura humana (antropomorfa),
paisajes, escenas al aire libre (historiada), flores (floreada), adornos y arabescos (florida).

I.a encuadernación antigua y medieval

La encuadernación, cuyo objeto fundamental es proteger el libro y hacerlo manejable,


nace con el libro mismo. Ya los asirios protegían con tabletas de arcilla las tejuelas o
tejoletas (trozos de barro cocido) con inscripciones cuneiformes. La capsa o scrinirurr en
que se guardaban los rollos griegos y romanos, así como las placas con que se protegían
las tablillas de cera, eran también formas primitivas de encuadernación. Pero la
encuadernación propiamente dicha, tal como la conocemos hoy, tiene su precedente
inmediato en el códice o liber quadratus, que, como hemos visto, se protegía,
especialmente a partir del siglo IV, con tapas de madera que se forraban con piel de
diversos colores (alae, por su parecido con las alas multicolores de las aves), en algunos
casos decoradas con listas doradas horizontales, verticales o en rombo, y sobre el plano
recto o de delante (cara anterior de la tapa) solía haber el retrato del emperador y
generalmente el título.
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A lo largo del período medieval (sobre todo en siglos VI- XIV) se destacaron dos tipos de
encuadernación: la de orfebrería aplicada a los libros litúrgicos y religioso, ( tapas,
cubiertas de esmaltes, piedras preciosas y placas de oro, plata, marfil) en las que era
común el uso de manecillas o cierres, generalmente de metal precioso, y la
encuadernación corriente, en la que los libros se protegían con planchas de madera
revestida de pergamino o piel, a veces decorados con motivos geométricos, vistas o
escenas. Suele denominarse encuadernación monástica o monacal cuando la tapa se
recubre con cuero (siglos XIV -XVI), con estampaciones en gofrado de estilo románico o
gótico, cantoneras y chapas centrales de metal y cierres metálicos, muy usadas en los
monasterios a lo largo de la época. En España. Las encuadernaciones medievales solían
ser hechas por los propios copistas, pergamineros y libreros, especialmente en los
monasterios e iglesias donde se copiaba el libro. Por esta razón se conocen pocos
encuadernadores españoles medievales. A lo largo de la Alta Edad Media, las
encuadernaciones bizantinas, era. enriquecidas con metales y piedras preciosas, esmalte,
tallas de marfil, dan solemnidad a los libros sagrados e influían en influyen en la
encuadernación europea de la época.

Las bibliotecas antiguas y medievales.

Si las tablillas (madera, marfil, arcilla, cera, etc.) son la primera forma de libro, los
conjuntos de ellas constituyen las más antiguas bibliotecas. Parece que las primeras se
fundaron en Mesopotamia y Egipto antes incluso de la antigüedad griega, ya sea con
tablillas de arcilla o con rollos de papiro. Hoy se considera que la más antigua es la de
Ebla, ciudad situada unos ochenta kilómetros al sur de Alepo, cerca del puerto Ugarit.
Fue incendiada y destruida a mediados del siglo XVIII a de C. Reconstruida, los hititas la
destruyeron definitivamente hacia el año 1600 a. de C. Se han descubierto recientemente
(1975) 17000 fragmentos de tablillas, equivalentes a cuatro mil documentos. Los templos
de Babilonia y .Nínive )(siglovii a. de C.) tenían sus talleres de copistas, que alimentaban
las bibliotecas. En el Museo Británico se conservan más de veinte mil tablillas o
fragmentos de esta procedencia. En Caldea destacaron las bibliotecas de Nippur, Kuta,
Borsippa y Uruk (v. p. 41).

Diodoro de Sicilia describió la biblioteca de Tebas, en Egipto, formada con rollos de


papiro por el faraón Osimandias (nombre corrompido de Ramsés II, ca. 1311E-1235 a. de
C.) hace más de tres mil años. En el frontispicio podía leerse una bella inscripción:
»Medicina del alma». En este país hubo bibliotecas dependientes de los templos en
Ramaseum, Karnak, Dencíera y Téll-el-Amarna. Pero la biblioteca más importante. no
sólo de Egipto sino de toda la Antigüedad, fue la de Alejandría, fundada hacia el año 290
a. de C. por Tolomeo I (Sóter) a instancias de Faléreo, que había sido expulsado de Atenas
por Demetrio Poliorcetes. La biblioteca del Serapeum, apéndice de la de Alejandría,
reunía los documentos duplicados o de más reciente adquisición. En el curso de tres
siglos, los manuscrito reunidos entre ambas llegaron a sumar la cifra de 700 000
volúmenes. Sus primeros directores fueron Zenódoto. Calímaco, Eratóstenes, Apolonio de
Rodas, Aristófanes de Bizancio y Aristarco. La de Alejandría ardió en el año 48 a. de C. a
causa del asedio a que la escuadra egipcia sometió a las tropas de Julio César. En el año
391 d. de C., durante el imperio de Teodosio I, fue destruido el resto por los cristianos.

Otra gran biblioteca de la misma época es la de Pérgamo, ampliada por Átalo I (241-197
a. ele C.) y enriquecida por su hijo Eumenes II (ca. 197-159 a. de C.). Ambos
pretendieron emular la grandeza de la de Alejandría (v. p. 35). En Atenas, la primera
biblioteca pública se abrió en 330 a.de C., y en el siglo a. de C. experimentaron notable
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Representación de una
biblioteca de rollos o
volúmenes
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F.I, i FRR.O AN71000 Y MEOIEVAI.

incremento tanto las públicas como las privadas; entre estas se cuentan las colecciones
bibliográficas particulares de Pisístrato, Polícrates, Platón, Jenofonte, Euripides, Euclides,
Isócrates, Aristóteles y Eutidemo. Fue precisamente Aristóteles el primero en sentir la
necesidad de reunir orgánicamente la producción bibliográfica de su tiempo. Al parecer,
su colección fue después dividida entre las bibliotecas de Alejandría y Pérgamo, impor-
tantísimos centros de cultura griega de la época, como hemos visto.
En Roma, Cayo Asinio Polión funda, en el año 37 a. de C., la primera biblioteca pública
en el monte Aventino, con manuscritos de Sila y Varrón; la idea, sin embargo, pertenecía
a Julio César, primer hombre de Estado que propugnó la creación de estas instituciones.
El emperador Augusto funda la Biblioteca Octaviana el año 33 a. de C., y en 28 a. de C.
julio César crea la Palatina, destruida por Nerón cuando prendió fuego a la ciudad
en el año 64 cl. de C. La Ulpiana, que contaba con el mayor número de volúmenes, fue
fundada por Trajano en el siglo II d.de C. En el siglo iv se supone que existían en Roma
unas treinta bibliotecas, sin contar las de Tibur, Milán, Como, etc. En 330 d.
de C. Constantino crea una biblioteca en Bizancio (ciudad que a partir de entonces se
llamaría Constantinopla).

A partir del siglo iv aparecen las primeras bibliotecas cristianas, establecidas en los
monasterios, entre las cuales las de Cesarea, Hipona, Antioquía, el monte Athos y el
convento de Santa Catalina en el Sinaí. En el año 529 san Benito de Nursia, fundador de
los benedictinos, establece una biblioteca en el monasterio de Montecasino (Italia),
ejemplo seguido después por agustinos, franciscanos y dominicos. En el siglo v el papa
san Hilario funda la biblioteca de San Juan de Letrán. Entre las bibliotecas monacales de
la época destacan las de Fulda, Corvey, Reichenau y Ratisbona en Alemania, y la de
Sankt Gallen en Suiza. Carlomagno estableció una en Aquisgrán, y en Inglaterra se
cuentan las de Canterbury, York, Wearmouth, Gladstonbury y Coryland.

Las bibliotecas capitulares surgen en los siglos ix y x con la fundación de los cabildos
catedralicios; por ejemplo, las de Chartres, Ruán, Reims y Clermont. En el siglo XII, las del
monasterio de Cluny y otras también cluniacenses como las de Li-

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moges, Saint-Martin-des Champs de París y la del monasterio benedictino de Fleury.
El siglo xüi marca un declive de la cultura monacal y, paralelamente, un avance de la
cultura laica, con la creación de las primeras universidades, entre ellas la Sorbona de
París, Oxford, Bolonia, Padua, Salamanca, etc. A partir de este momento em-pieza a
cobrar importancia el carácter jurídico, y a veces el cien-tífico, de los conocimientos. En
el siglo xiv se inicia el período que se ha llamado del libro encadenado, es decir, sujeto
mediante una cadena al pupitre en que se lee o consulta, medida que se aplicaba
especialmente a Ios de gran formato, los mejores de cada materia y los más consultados o
leidos. Los ejemplos más antiguos de libros encadenados corresponden a Cesena en Italia
y a Zutphen en los Países Bajos. El más antiguo en Inglaterra data del año 1300 en
Oxford, y en Francia, de 1321 (aunque existe una mención de este uso en el año 1289).

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