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Manual de Derecho Penal Chileno. Parte General - 2 Edición - Nodrm
Manual de Derecho Penal Chileno. Parte General - 2 Edición - Nodrm
M J A R
Catedrática de Filosofía del Derecho
de la Universidad de Valencia
A C L
Catedrática de Derecho Civil
de la Universidad de Málaga
J A. C H
Catedrático de Teoría y Filosofía de Derecho. Instituto Tecnológico Autónomo de México
J R C D
Ministro en retiro de la Suprema
Corte de Justicia de la Nación y
miembro de El Colegio Nacional
E F M -G P
Juez de la Corte Interamericana
de Derechos Humanos
Investigador del Instituto de
Investigaciones Jurídicas de la UNAM
O F
Catedrático emérito de Teoría del Derecho
de la Universidad de Yale (EEUU)
J A G -C G
Catedrático de Derecho
Mercantil de la UNED
L L G
Catedrático de Derecho Constitucional
de la Universidad Carlos III de Madrid
Á M. L L
Catedrático de Derecho Civil
de la Universidad de Sevilla
M L S
Catedrática de Historia del Derecho
de la Universidad Autónoma de Madrid
J L M
Catedrático de Filosofía del Derecho y
Filosofía Política de la Universidad de Valencia
V M C
Catedrático de Derecho Procesal
de la Universidad Carlos III de Madrid
F M C
Catedrático de Derecho Penal de la
Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
A N
Catedrática de Derecho Constitucional
e Internacional en la Universidad
de Colonia (Alemania)
Miembro de la Comisión de Venecia
H O A
Catedrático de Derecho Internacional de la
Universidad del Rosario (Colombia) y
Presidente del Instituto Ibero-Americano
de La Haya (Holanda)
L P A
Catedrático de Derecho Administrativo
de la Universidad Carlos III de Madrid
T S F
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la
Seguridad Social de la Universidad de Valencia
I S G
Magistrado de la Sala Primera (Civil)
del Tribunal Supremo de España
T S. V A
Catedrático de Derecho Penal
de la Universidad de Valencia
R Z
Catedrática de Ciencia Política de la
Universidad de Mainz (Alemania)
Procedimiento de selección de originales, ver página web:
www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales
Ñ
Dr. JEAN PIERRE MATUS ACUÑA
Profesor Titular de Derecho Penal de la Universidad de Chile
Ex Abogado Integrante de la Corte Suprema de Chile (2015-2019)
Mg. M.ª CECILIA RAMÍREZ GUZMÁN
Profesora de Derecho Penal de la Universidad Andrés Bello
Ex Abogada Integrante de la Corte de Apelaciones de Santiago (2015-2021)
tirant lo blanch
Valencia, 2021
Copyright ® 2021
A. Teorías absolutas
a) Idealismo alemán clásico
Según Kant el establecimiento de los delitos y sus penas —y, en
particular, de la pena de muerte— no dependería del cumplimiento de
ninguna nalidad normativa o empírica, sino que estaría determinado
por una razón metafísica, a saber, el cumplimiento del “imperativo
categórico” o absoluto de aplicar la “justicia” correspondiente a cada
caso, “pues cuando la justicia perece, entonces ya no tiene más valor
la vida del hombre sobre la tierra”: “el derecho penal es el derecho
que tiene quien detenta el mando con respecto a un súbdito, de
imponerle un sufrimiento por haber cometido un delito”, pues la pena
“nunca puede ser utilizada como un simple medio para producir un
bien distinto, ni para el delincuente mismo, ni para la sociedad civil,
sino que siempre debe serle a él impuesta, porque él ha delinquido”.
En consecuencia, siendo “la justicia” la razón y medida de la pena, no
podría tener otra función que la retribución o ius talionis: “quien ha
asesinado, debe morir”, pues “no existe ningún otro subrogado para
la satisfacción de la justicia”, de donde se seguiría que “incluso si la
sociedad civil se disolviese con el acuerdo de todos sus miembros (p.
ej., si la población de una isla decide separarse y diseminarse por todo
el mundo), primero debiera ser colgado el último asesino que se
encuentra en la cárcel, para que así todos experimentasen el valor de
sus actos, y la culpa de la sangre no se derrame sobre el pueblo que no
ha impuesto el castigo, pues por ello podría ser tratado como partícipe
en la ofensa pública de la justicia” (Kant, 331. Sobre las implicancias
de este argumento para la justi cación de la pena de muerte, v. Solari
A., 21). Con todo, debe señalarse que existen esfuerzos aislados por
sostener que este rigorismo metafísico de Kant no sería propiamente
kantiano o que, incluso, Kant ofrecería, en realidad una perspectiva de
prevención general (entre nosotros, Mañalich, “Metafísica”). Sin
embargo, tales esfuerzos no han tenido acogida en la doctrina
dominante, atendida la claridad con que Kant expresa sus
pensamientos.
Por su parte, Hegel sostenía que la pena no se trataría de un asunto
de “males” o “bienes” cuya in uencia en el comportamiento humano
deba evaluarse, sino “únicamente de injusto y de justicia”, pues si el
hombre, en tanto ser vivo, puede ser forzado, esto es, “su expresión
exterior puede ser conducida bajo la coerción de otro”, esa coerción o
violencia anulan la libertad y son “por tanto, abstractamente
considerada [s], lo injusto”. Luego, no solo sería “justo”, sino
“necesario”, que esa “coerción”, “sea anulada a través de la
coerción”, esto es, que exista una “segunda coerción que sea la
anulación de una primera coerción”. El delito sería, por tanto, “la
primera coerción ejercida como violencia de la libertad” de otro, una
“proposición negativa y sin n en todo sentido” dirigida contra la
existencia de la voluntad en un sentido concreto, que por lo tanto
“lesiona al derecho en tanto derecho”, pero que “en sí misma es
nada”, pues conduce necesariamente a la realización del derecho como
su anulación. La lesión al derecho solo se produce en la medida que se
considera “la voluntad particular del delincuente” como una
proposición que “debiera valer”, si no es anulada por el derecho. Por
lo tanto, la necesaria anulación de la voluntad particular del
delincuente por medio de la pena (la segunda lesión) sería solo
externamente algo “negativo”, pero no materialmente, ya que
mediante ella se obtendría “el restablecimiento del derecho”. En
consecuencia, si “la pena es vista como continente de su propio
derecho [el del delincuente], con su imposición el delincuente es
honrado como ser racional” y “no es tratado solo como un animal
peligroso” o teniendo en cuenta intimidar a los demás (Hegel, 90).
En un sentido similar, pero partiendo de la idea de la “retribución
jurídica”, Rivacoba a rmaba que la imposición de una pena, “más
que de in igir dolor y provocar sufrimiento a nadie por el delito que
haya ejecutado, se trata de desaprobarlo y signi car y dar realidad a
semejante desaprobación en la pena. Frente a la negación que el delito
representa de los valores consagrados por una comunidad y a cuya
preservación considera ésta ligadas su razón de ser y su organización y
acción política y jurídica, el derecho penal los rea rma mediante la
reprobación y el reproche de los actos que los niegan, expresando y
concretando tal rea rmación en su punición, es decir, denotando de
manera simbólica con ella la permanencia, en la sociedad, de sus
aspiraciones valorativas y sus ideales de vida” (Rivacoba, Retribución,
63. Para un acabado estudio de estas ideas, v. Guzmán D.,
“Rivacoba”). Incluso se ha llegado a a rmar, contra toda experiencia
histórica de los sistemas penales basados en esta idea —donde suelen
predominar la pena de muerte y severos castigos corporales—, que
sería “en el espíritu retributivo y su preocupación por la integridad
moral del hombre, donde adquieren pleno sentido los requerimientos
contemporáneos de descriminalizar, despenalizar y desjudicializar”
(Clavería, 841).
Las aporías de estas formas de pensamiento —que se extienden a
todas las formas de retribución, merecimiento y prevención general
positiva— se pueden resumir en que no se trata más que de “formas
del habla”, “proclamaciones” o “artículos de fe” que carecen de
respaldo lógico o empírico (Klug, “Abschied”, 36; y Schünemann,
“Aporías”, 5). En efecto, en primer lugar, es imposible deducir
lógicamente de un hecho que afecte la libertad de otro o de la
infracción a una norma jurídica la absoluta necesidad —abstracta y
fuera del ámbito de la discusión política— de su sanción con una pena
determinada por la naturaleza del hecho o de la norma que se trate.
Además, si ello fuera posible, supondría que todo el derecho debiera
ser derecho penal, a menos que se contase con otro criterio
diferenciador, que no puede deducirse de las premisas iniciales. Pero,
por otra parte, esas penas determinadas por la naturaleza del delito o
de la culpabilidad no se conocen en los sistemas penales modernos
donde predominan las sanciones privativas de libertad y las
pecuniarias; ni tampoco su absoluta necesidad es compatible con la
existencia en estos sistemas de penas sustitutivas, libertad condicional
y las otras salidas alternativas al proceso y la pena.
Con todo, la explicación de su subsistencia y renacimiento puede
encontrarse en el interés de limitar los excesos de las penas
indeterminadas y ciertos tratamientos supuestamente resocializadores
aplicados sin las garantías y limitaciones constitucionales que aquí se
plantean (como el “Método Ludovico” del lme La Naranja
Mecánica, de S. Kubrick, 1971). En sus nuevas presentaciones, la
retribución se explica como consecuencia de la consagración
constitucional del principio de culpabilidad o como una regla de
merecimiento, prevención positiva general o una necesidad jurídica,
según veremos a continuación. Sin embargo, estas reformulaciones de
la retribución no suponen realmente nuevos fundamentos, “sino más
de lo mismo pero con otro lenguaje y conceptos”, por lo que les son
aplicables todas las consideraciones críticas antes expuestas y, sobre
todo, la de proponer la idea concebir la pena como un mal, sin
justi car si este mal favorece a alguien; al condenado, a la sociedad o
a la víctima” (Durán, “Teorías absolutas”, 43).
Por ahora, diremos que de la premisa de que el principio de
culpabilidad pueda ser inferido de los textos constitucionales no se
deduce lógicamente que la retribución sea una nalidad legítima de las
penas, como se ha planteado por algunos autores que, precisamente,
rescatan el valor de las garantías y límites constitucionales en la
aplicación e interpretación de la ley penal (Rusconi, Sistema, 162). En
efecto, el alcance aceptado del principio de culpabilidad es la
limitación a la imposición de penas por hechos que carecen de una
vinculación subjetiva con el responsable, vinculación de la que no se
puede inferir la naturaleza y cuantía de la pena a imponer, ni mucho
menos negar que éstas deban tener una nalidad reintegradora,
contradiciendo lo dispuesto en los arts. 5.6 CADH y 10.3 PIDCP. Lo
mismo cabe decir de la idea de la proporcionalidad, a la que también
se le atribuye consagración constitucional. Ello explica porqué todas
estas teorías terminan por buscar en criterios ajenos al ordenamiento
constitucional los principios o fundamentos que les permitan justi car
la clase y cuantía de las penas que proponen, vinculando de una u otra
forma el derecho con exigencias morales o losó cas, lo que no es
otra cosa que presentar, en odres modernos, las viejas ideas del
derecho natural.
b) Merecimiento y retribucionismo expresivo
En paralelo a las trasformaciones de la sociedad del cambio de siglo
hacia el predominio del sistema capitalista y liberal, las críticas al
funcionamiento del Estado como proveedor de rehabilitación y el
rechazo a la indeterminación y arbitrariedad judiciales reinantes en la
imposición de las penas las décadas de 1960 y 1970, surgió un
reencantamiento con el retribucionismo en parte del mundo
anglosajón, transformado en lo que ha venido en denominarse teoría
del merecimiento o just deserts, donde no siempre de manera
consciente se reactualizan los planteamientos de Hegel y Kant para
justi car un castigo penal que, se a rma, no puede estar basado en la
persecución del “ideal fracasado” de la resocialización ni en el mero
utilitarismo del Estado de Bienestar, sino en la retribución y la justicia
(merecimiento y proporcionalidad).
Así, se a rma por unos que “castigar a alguien consiste en imponerle
una privación (un sufrimiento), porque supuestamente ha realizado un
daño, en una forma tal que [ese castigo] exprese desaprobación de la
persona [castigada] por su comportamiento”. De este modo, el castigo
considera a quien ha causado el daño como agente moral autónomo al
que se hace una censura sin pretender “cambiar [sus] actitudes
morales”, pues de otro modo se le estaría tratando como “a los tigres
de circo”, “seres que deben ser refrenados, intimidados o
condicionados para cumplir, porque son incapaces de entender que
morder a la gente (o a otros tigres) está mal”. Desde este punto de
vista, “un sistema de penas no debiera ser diseñado como algo que
‘nosotros’ hacemos para prevenir que ‘ellos’ delincan”, sino más bien,
“debiera ser algo que los ciudadanos libres diseñan para regular su
propia conducta”. Y ese castigo merecido ha de ser proporcional al
daño causado, por ofrecer este principio una guía “éticamente
plausible” pues “la justicia importa” y, además, es más o menos
practicable en cuanto a las penas a imponer a ciertos hechos (que
deben ser “graduadas de acuerdo a la gravedad de los delitos”),
existiendo la posibilidad de administrar castigos “benignos” sin
“presuponer unos determinados nes de la pena”, pues “los castigos
dañan a aquellos que los sufren” y “una sociedad decente debiera
intentar mantener en el mínimo la imposición deliberada de
sufrimiento” (Hirsch, 28-37).
En otra variante de esta teoría, admitiendo la idea general del
merecimiento, pero en contra de su establecimiento especulativo o
deontológico, se presenta el planteamiento del llamado “merecimiento
empírico”. Según esta aproximación, todas las teorías tradicionales de
la pena llevan a su justi cación, por lo que correspondería averiguar
cuáles serían los criterios más apropiados para su distribución, esto es,
para resolver la cuestión de “¿quién debe ser sancionado y en qué
medida?”. Estas respuestas no se encontrarían en “los análisis
losó cos” de los defensores del merecimiento deontológico, donde
no existe acuerdo entre los autores sobre cuestiones básicas, como la
relevancia del resultado para determinar la pena “merecida”, p. ej.;
sino en “las intuiciones de justicia en la comunidad”, las cuales
podrían ser formalizadas y generalizadas recurriendo “a la
investigación empírica de los factores que impulsan las intuiciones de
las personas acerca de la culpabilidad”, mediante encuestas en que se
hace a las personas “‘imponer penas’ en una variedad de casos
cuidadosamente diseñados para ver qué factores in uyen de hecho en
sus juicios sobre la pena” (Robinson, Principios, 31 y 163).
Sin perjuicio de que la determinación de las penas a imponer sobre la
base de encuestas es un método poco able al reemplazar el estudio de
decisiones reales que se toman al elegir representantes o resolver casos
concretos en un contexto de responsabilidad controlado por otras
declaradas y sin control externo; los estudios conductuales sobre las
decisiones de castigo tienden más a reconocer la existencia de una
propensión al castigo del free rider con sanciones indiferenciadas
respecto a su magnitud y siempre que su comportamiento antisocial
no esté lo su cientemente extendido para que sea más conveniente
adoptarlo que castigarlo (cooperación condicional), de modo que se
encuentran allí presentes consideraciones utilitaristas bien diferentes a
la idea de un castigo “justo” (Gätcher, 53). Por otra parte, el hecho de
que la sociedad privilegie las salidas alternativas y las sanciones con
cumplimiento en libertad frente a las penas de encierro previstas en el
Código parece también desvirtuar la propuesta de Robinson, al menos
como descripción del sistema de penas chileno (según el Boletín
Estadístico del Ministerio Público, solo un 11,7% del total de los
términos de causas con imputados conocidos del año 2018
corresponde a sentencias judiciales que imponen penas privativas de
libertad). Esta constatación permite desvirtuar la idea de encontrar un
fundamento antropológico que explique una supuesta necesidad o
principio retributivo en las sanciones penales, basado en las ideas de
sentimiento de culpa, sufrimiento y expiación (Guzmán V., 1434).
En Chile, J. P. Mañalich de ende una variante de la teoría del
merecimiento, tributaria de los planteamientos de U. Kindhäuser y J.
Feinberg, que cali ca como “una versión re nada de una teoría
retribucionista de la justi cación de la pena” (Mañalich,
“Retribución”, 135). En esta variante, se a rma que la pena es la
expresión de un reproche por un comportamiento culpable contrario a
la norma y, en este sentido, cumple una función expresiva, declarativa
o comunicativa de la pena como reconocimiento: “retribucionismo
expresivo”. Para esta teoría, la imputación de un hecho es en sí misma
un “reproche de culpabilidad” que entiende como un “resentimiento”,
“una actitud reactiva que forma parte de nuestra experiencia moral
cotidiana y que así presupone la participación en relaciones
interpersonales con otros como un participante en la comunicación”,
pues solo “la adopción de una actitud reactiva, así como la irrogación
de un mal como consecuencia” “presupone que el sujeto sigue siendo
visto como miembro de la comunidad”, de modo que la pena se deja
entender como una “reacción simbólica frente a la defraudación
producida por la deslealtad de su comportamiento” (Mañalich,
“Pena”, 69). Lo anterior puede verse también como una
“institucionalización del principio de retribución”, donde las ideas de
Hegel dominan la explicación: “La equivalencia entre delito y pena se
encuentra, por ende, en su correspondiente valor declarativo como
contradicción del derecho y como restablecimiento del derecho a
través de la contradicción del derecho, respectivamente” (Mañalich,
“Justicia”, 173. Decididamente hegeliano, en “Coacción punitiva”,
49; y comprometido con una versión de Beling, en “Retribucionismo
consecuencialista”, 11).
Con planteamientos similares, otros proponen que la función de la
ley penal sería declarar que “quien cometa un injusto debe
comprender que ha dado lugar a una situación que por sí misma
reclama (como jus) sanción-retribución” (Londoño, “Orientación”,
115). E incluso hay quienes sostienen que esta concepción
comunicativa permite entender los principios ilustrados (legalidad,
pena pública, mínima necesaria en relación con el la el daño social de
delito) desde una “percepción retributiva” (Soto P., “Fin”, 133),
contra la expresa función de prevención que en sus orígenes se
proponía para ellos: “impedir al reo causar nuevos daños a su
ciudadanos, y retraer a los demás de la comisión de otros iguales”
(Beccaria, Delitos, 60).
B. Fuentes
En cuanto a sus fuentes, se distingue entre interpretación auténtica
(realizada por el propio legislador), o cial (realizada por los jueces al
momento de aplicar el derecho), y privada (realizada por los
estudiosos del derecho y los abogados ante los tribunales de justicia).
En los sistemas acusatorios, la interpretación de scales y policías
también puede considerarse como o cial cuando supone no dar curso
a una investigación o acusación por entender que los hechos no son
constitutivos de delito o que el imputado no es responsable de los
mismos, y dicha decisión no está sujeta a revisión judicial.
La interpretación auténtica o legal puede realizarse de dos modos: a
través de una ley interpretativa posterior o mediante alguna de nición
o limitación del alcance de una ley o norma dictada simultáneamente
(p. ej., el art. 12, 1.ª, que de ne la alevosía; el art. 260, que señala a
quiénes debe considerarse empleados públicos; el art. 275 que de ne
las loterías; o el art. 440 N.º 1, que dice cuándo hay escalamiento en
los delitos de robo). En ambos casos, se encuentra sometida a las
limitaciones constitucionales que imponen restringir su efecto
retroactivo solo cuando dicha interpretación sea más favorable al
afectado, con independencia del efecto que se le quiera dar en el texto
legal (Ducci, 50). Luego, la cción del art. 9 inc. 2 CC no rige en
materia penal (Sanhueza, Nociones, 144).
B. Condiciones formales
El procedimiento de extradición pasiva es entregado en primera
instancia a un Ministro de la Corte Suprema y, en segunda, a una Sala
(arts. 441 y 450 CPP). Se inicia por petición del Estado requirente
remitida a la Corte por el Ministerio de Relaciones Exteriores (art.
440 CPP). Dicha petición ha de contener la liación y demás datos
que permitan identi car al extraditable, copia de la sentencia
ejecutoriada que se pretende hacer cumplir o, en su caso, de la orden
de detención, mandato de prisión o de otra medida cautelar decretada
por un juez, la relación precisa del hecho imputado, y una copia de las
leyes penales aplicables, incluidas las referidas a la cali cación del
hecho, la participación del inculpado y la prescripción de la acción
penal y de la pena, según corresponda (art. V Convención de
Montevideo de 1933 y art. 365 CB). En el proceso que así se inicie el
Estado requirente es representado de pleno derecho por el Ministerio
Público, aunque siempre puede nombrar abogado particular exclusivo
(art. 443 CPP). Para cumplir con los requisitos de fondo de la
extradición, se permite presentar pruebas y recibir la declaración
voluntaria del imputado, todo ello en la audiencia oral que se cite al
efecto (arts. 444 a 448 CPP). Esta audiencia no tiene carácter de juicio
oral ni de su preparación, sino únicamente de antejuicio para acreditar
las condiciones que permitan conceder la extradición, por lo que no
son aplicables supletoriamente las normas que regulan el juicio oral
(SCS 31.03.2011, Rol 716-11).
Realizada la audiencia se dictará sentencia en conformidad con el
art. 449 CPP y vencido el plazo para presentar recursos o agotados los
presentados, si la sentencia concediere la extradición, el Ministro de la
Corte Suprema que conoció del proceso en primera instancia “pondrá
al sujeto requerido a disposición del Ministerio de Relaciones
Exteriores, a n de que sea entregado al país que la hubiere
solicitado” (art. 451 CPP). Si la sentencia es absolutoria, se decretará
la libertad del requerido y se comunicará el hecho al Ministerio de
Relaciones Exteriores, remitiéndole copia autorizada de la sentencia
correspondiente (art. 452 CPP).
a) Detención previa y prisión preventiva
La prisión del requerido podrá decretarse, según los dispongan los
tratados aplicables o corresponda según las reglas generales del
procedimiento (art. 446 CPP). Su detención previa, por un plazo de
hasta dos meses antes de recibirse la solicitud de extradición, podrá
ordenarse también según los tratados aplicables o si existe una
solicitud del futuro Estado requirente en que se exprese al menos lo
siguiente: i) la identi cación del imputado; ii) la existencia de una
sentencia condenatoria rme o de una orden restrictiva o privativa de
libertad del imputado; iii) la cali cación del delito que motiva la
solicitud, y el lugar y fecha de su comisión; y iv) la declaración de que
se solicitará formalmente la extradición (art. 442 CPP).
Si el requerido no fuese sometido a prisión preventiva durante el
proceso de extradición, una vez concedida, se decretará su detención
(art. 451 CPP).
La prisión preventiva o la imposición de otras medidas cautelares,
así como la detención previa del extraditable, se tramitarán ante el
Ministro de la Corte Suprema encargado del procedimiento existente
o futuro.
D. Entrega diferida
Si la persona cuya extradición está sometida a la jurisdicción de los
tribunales nacionales por la comisión de un delito distinto a aquél por
el cual se la solicita, ésta podrá concederse, pero la entrega del
requerido se diferirá hasta el término del proceso que se sigue en Chile
o hasta el cumplimiento total de la condena que eventualmente se le
imponga, en su caso.
Las distinciones contenidas en el art. 346 CB y el art. V de la
Convención de Montevideo de 1933 acerca del momento en que se
hubiere cometido el delito sujeto a la jurisdicción nacional con
relación a la solicitud de extradición, aparentemente basadas en la
idea de evitar que el extraditable elija la jurisdicción de nitiva
mediante la comisión de nuevos delitos, no parecen ser su cientes para
impedir el ejercicio de la soberanía nacional y, además, se tornan
irrelevantes si de todos modos se concede la extradición y solo se
di ere la entrega, cumpliéndose de este modo la obligación
internacional adquirida. Así lo ha entendido correctamente nuestra
jurisprudencia, recurriendo al derecho internacional, puesto que la
legislación procesal local no se pronuncia acerca de esta delicada
materia (SCS 8.10.2013, Rol 7724-13).
A. Tipicidad
La tipicidad es la adecuación de una conducta al tipo penal, esto es,
al supuesto de hecho de la ley que la cali ca como delito. Este
elemento de la responsabilidad penal se encuentra explícitamente
previsto en el art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, donde se proclama que
“ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se
sanciona esté expresamente descrita en ella”.
Por conducta se entiende únicamente el comportamiento humano,
incluyendo el que se vale de instrumentos, animales u otras personas.
Ella es requisito también para la con guración de la responsabilidad
de las personas jurídicas, cuya atribución se realiza teniendo como
presupuesto la existencia de una conducta humana constitutiva de los
delitos por los cuales responde (arts. 3 y 5 Ley 20.393). El aspecto
voluntario de la conducta, exigido por el art. 1, importa
necesariamente un primer análisis de esa subjetividad en esta etapa:
quedan fuera de la idea de conducta no solo los meros pensamientos y
sentimientos no manifestados a terceros, sino también aquellos
movimientos corporales que son enteramente independientes de la
voluntad e incontrolables por ésta, como los movimientos re ejos, los
calambres u otros movimientos espasmódicos, los actos inconscientes
y aquellos realizados bajo vis absoluta o fuerza irresistible, como
cuando alguien —contra su voluntad— es lanzado sobre un escaparate
que destruye o empujado a una piscina donde hiere a un nadador, etc.
Comprobada la existencia de una conducta voluntaria como hecho
material, surge la pregunta jurídicamente relevante acerca de si ese
comportamiento realiza o no los elementos de un tipo penal. La
acción u omisión es típica solo si es subsumible en el presupuesto de
hecho o tipo de un delito contenido en el Código penal o en una ley
penal especial. Por tipo se entiende el conjunto de elementos que
describen un delito determinado, p. ej. “el que mate a otro”, art. 391;
o “los que en perjuicio de otro se apropiaren o distrajeren dinero,
efectos o cualquiera otra cosa mueble que hubieren recibido en
depósito, comisión o administración, o por otro título que produzca
obligación de entregarla o devolverla”, art. 470 N.º 1.
Generalmente, los tipos penales comprenden descripciones más o
menos objetivas de la realidad, que no atienden a las intenciones o
estados mentales del autor. Existen, sin embargo, por excepción, tipos
penales que contemplan elementos subjetivos, sin cuya existencia no
hay posibilidad de considerar un hecho determinado como punible, p.
ej., el art. 185 castiga al que “falsi care boletas para el transporte de
personas o cosas, o para reuniones o espectáculos públicos, con el
propósito de usarlas o de circularlas fraudulentamente”, y el art. 316,
al que “diseminare gérmenes patógenos con el propósito de producir
una enfermedad”.
Otra cuestión relevante en esta materia es la vinculación de la
conducta con los resultados que causa y que la ley incluye en la
descripción típica, como la muerte de otro en el homicidio del art.
391. Aquí, la indagación por la causalidad se ve enfrentada a
limitaciones propias de la práctica jurídica, que no pretende indagar
en los misterios del universo sino determinar la responsabilidad penal
de cada cual, limitaciones que conocemos bajo la idea de la
imputación objetiva.
Finalmente, otro problema especialmente complejo que pertenece a
la teoría de la tipicidad es la existencia de dos modos de conducta: la
acción y la omisión. Es fácil comprender la omisión cuando ésta se
describe en la ley como no realización de la conducta esperada
descrita (p. ej., omisión de socorro del art. 195 Ley de Tránsito). Sin
embargo, la cuestión de aquellas omisiones a las que se atribuye la
responsabilidad por un resultado donde la conducta esperada no está
descrita en la ley (delicta commisiva per omissionem), es algo más
compleja, pues aquí deben determinarse con cuidado los casos en que
a una persona se le puede exigir, como garante de un bien jurídico,
que evite un resultado dañoso previsto en la ley como efecto regular
de una conducta positiva, como “matar a otro” (art. 391).
B. Antijuridicidad
La adecuación típica a través de una conducta humana debe ser
antijurídica para que exista un hecho punible.
Como las guras descritas en la ley penal son hechos ilícitos (esto es,
previstos como tales por estimarse socialmente dañosos), debieran en
principio ser también antijurídicas aquellas conductas que
corresponden a alguna de esas descripciones. Y, sin embargo, ello no
es siempre así. Puede decirse que la adecuación típica es un indicio de
que existe una conducta antijurídica, siempre que ella importe la
realización del daño o puesta en peligro del bien jurídico que la ley
pretende evitar (antijuridicidad material). Por eso, a la acusación le
basta con probar la tipicidad de una conducta y su antijuridicidad
material para demostrar la existencia del hecho punible.
Pero, aunque quien destruye la cortina de una sala de cine realiza
una conducta típica dañando la propiedad ajena, no será responsable
del delito de daños del art. 484 si logra demostrar que ese hecho tuvo
por objeto apagar el incendio que se había declarado en la sala y no
había otro medio para ello. El indicio de la antijuridicidad se
desvanece por existir una causal de justi cación formal (en el caso
propuesto, un estado de necesidad, previsto en el art. 10 N.º 7 CP).
Las principales causas de justi cación son la legítima defensa propia,
de parientes y de terceros (art. 10 N.º 4, 5, 6), el estado de necesidad
justi cante (art. 10 N.º 7 y 11), el cumplimiento de deber y el ejercicio
legítimo de una autoridad, derecho, o cio o cargo (art. 10 N.º 10). En
todos estos casos se trata de reglas de excepción (defensas positivas)
cuya prueba corresponde al acusado. No obstante, durante la
investigación, por el principio de objetividad, corresponde a la scalía
hacer las averiguaciones necesarias para comprobar o desvirtuar las
alegaciones de la defensa en este sentido.
La causal de justi cación del art. 10 N.º 10, que exime de
responsabilidad penal al que obra en cumplimiento de un deber o en
ejercicio legítimo de un derecho, profesión, cargo u o cio, permite
entender la teoría de la antijuridicidad como el reverso de las diversas
autorizaciones o permisos de actuación que se hallan no solo en el
Código penal, sino en la totalidad del ordenamiento jurídico
(incluyendo el de los pueblos originarios). Así acontece, p. ej., con el
derecho de los mandatarios de hacerse del pago de su encargo con los
bienes del mandante: en la medida que tales bienes corresponden a su
remuneración, tiene el derecho a retenerlos (art. 2162 CC) y, por
tanto, no incumple con la obligación de restituirlos al mandante, cuyo
incumplimiento constituiría el delito de apropiación indebida (art. 470
N.º 1).
A la teoría de la antijuridicidad incumbe, pues, principalmente, jar
los presupuestos de una eventual exclusión del probable ilícito del que
es indicio la adecuación de la conducta al supuesto típico y la
realización del daño o peligro que la ley pretende evitar
(antijuridicidad material). Por ello, la falta de tipicidad y la falta de
antijuridicidad no son enteramente equivalentes —aunque sí lo sean
desde el punto de vista de la exclusión del injusto y de la punibilidad
—, ya que no es lo mismo diseminar gérmenes patógenos en un
proceso de vacunación masiva que hacerlo para afectar un sector de la
economía o de la población (art. 316), ni es lo mismo matar a un
mosquito que matar a una persona en legítima defensa (art. 191, en
relación con el 10 N.º 4). Por eso, la justi cación formal es una
excepción que requiere un examen cuidadoso de las pruebas
presentadas para alegarla por parte de la defensa, ya que la
adecuación típica signi ca que, en alguna forma, un bien jurídico ha
sido lesionado (antijuridicidad material): el daño causado para evitar
un mal mayor no deja de ser una lesión típica de un bien jurídico,
cuyo amparo cede excepcionalmente ante la necesidad. Esto explica
que el art. 168 CPP imponga la revisión judicial del ejercicio de la
facultad de no iniciar una investigación, cuando se estima que los
hechos no son constitutivos de delito, aún si no ha existido una previa
intervención judicial. En caso de haberse producido esa intervención
previa, p. ej., por acogerse una querella o decretarse medidas
cautelares, la existencia de una causal de justi cación solo puede ser
alegada al solicitar un sobreseimiento por la causal del art. 250 c) CPP
o la absolución en un juicio oral.
C. Conducta. Clasificación
La conducta punible es el aspecto principal sobre el cual recae el
juicio de tipicidad y se identi ca con el núcleo o verbo rector del tipo
penal: “matar” (art. 391), “herir, golpear o maltratar” (art. 397),
“diseminar” (art. 316), “propagar” (art. 291), “solicitar” (art. 248),
“poseer” (art. 3 Ley 20.000), “introducir” o “mandar a introducir”
(art. 136 Ley General de Pesca), “omitir decretar la prisión” (art. 223
N.º 4), “no socorrer o auxiliar a otro” (art. 494 N.º 14), etc.
En atención a sus formas, los delitos se clasi can en delitos de acción
(arts. 390 y 397, p. ej.) y omisión; y estos, en omisión propia (arts.
223 N.º 4 y 494 N.º 14, p. ej.) o impropia (el llamado homicidio en
comisión por omisión, p. ej.), según si las circunstancias de la omisión
punible están o no descritas detalladamente en la ley. Las
particularidades de la tipicidad en estos dos últimos casos las
trataremos más adelante.
Por ahora, solo es necesario tener presente que la variedad de las
conductas humanas descritas en los tipos penales y las diferencias
normativas de su expresión como hechos materiales determinados por
su forma (“golpear”) o su resultado (“matar”), la expresión de una
mera subjetividad (“poseer”) o expresiones verbales (“mandar”), en
los casos de delitos de acción; o, simplemente, como la no realización
de una conducta esperada, en los delitos de omisión; hace inútil
desarrollar un concepto ontológico o pre-jurídico de acción, omisión o
conducta que las englobe y que no sea sino la expresión de una
tautología: son acciones y omisiones penalmente relevantes las
expresiones corporales o verbales voluntarias descritas en la ley como
delitos. La voluntariedad, en este primer nivel de análisis, solo
signi ca que exista un impulso psíquico en la persona del agente que
permita describir la expresión corporal o verbal como propia,
originada en sí mismo, esto es, no forzada físicamente o inconsciente y
por eso atribuible a él (Bunster, “Voluntad”, 607 y 626). Como
veremos al tratar la culpabilidad, tampoco se consideran voluntarias,
en un segundo nivel de análisis, las conductas resultantes de un
engaño, error o fuerza moral.
Dado que el legislador se vale del lenguaje común para las
descripciones típicas, no es posible ir más allá de la identi cación de la
conducta con el verbo empleado en la ley, como expresión lingüística
que sirve para describir los hechos del mundo exterior que deben ser
probados para fundamentar la responsabilidad penal. Por eso, un
concepto normativo de conducta, activa u omisiva, como el aquí
propuesto, no sirve para valorar si un tipo penal se re ere a no a
conductas cuyo concepto sea empíricamente prexistente y, por tanto,
sujeto a las preferencias subjetivas de cada cual, como puede verse en
la disputa de la segunda mitad del siglo pasado entre nalismo y
causalismo (Novoa, Causalismo); pero, en cambio, sí sirve para exigir
como condición de una condena la prueba empírica en un proceso real
de lo que el tipo penal describe como conducta (Bunster, “Acción”,
19). Esto último ya es bastante en comparación con las doctrinas que
pretenden reemplazar la prueba de los hechos punibles por la sola
“adscripción” de signi cado desde el juzgador.
También se distingue entre delitos formales y de resultado, según si
se exige o no para la consumación una modi cación del mundo
exterior como consecuencia de la conducta (mutilación de un
miembro importante, art. 396 inc. 1, p. ej.). En estos delitos se
presenta el problema de la vinculación causal entre la actividad
desplegada por el agente y su resultado, actualmente tratado bajo la
idea de la imputación objetiva. Se habla de delitos formales o de mera
actividad cuando dicho resultado no se exige (violación de domicilio,
art. 144, p. ej.), sino que la ley “describe un hecho cuya realización
completa requiere la intervención corporal del agente” (Cury,
“distinción”, 71). Entre estos últimos, cobran importancia los de
expresión, que se cometen solo mediante la emisión de expresiones
lingüísticas (cohecho, arts. 248 a 250, p. ej.). En estos delitos no se
exige la acreditación de un suceso causal externo diferente a la
realización de la conducta descrita en el tipo, aunque, en el extremo,
la inexistencia del peligro que la ley quiere evitar puede habilitar una
defensa de falta de antijuridicidad material. A este mismo resultado se
arriba si se entiende que la constatación ex ante de falta absoluta de
peligro para el bien jurídico excluye la tipicidad en esta clase de delitos
(Modollel, “Tipo”, 369).
Según su forma de consumación, se distingue entre delitos simples o
instantáneos, permanentes, instantáneos de efectos permanentes,
habituales y de emprendimiento. Se entiende por delitos simples o
instantáneos aquellos en que el hecho punible se perfecciona con una
acción y, en su caso, un resultado, cuya entera realización es inmediata
(hurto, art. 432); permanentes, aquellos en que la situación
antijurídica creada se extiende en el tiempo sin solución de
continuidad (secuestro, art. 141); instantáneos de efectos permanentes,
aquellos en que los efectos del delito pueden seguir constatándose más
allá de su consumación (mutilaciones, art. 396); habituales, los que la
ley sanciona solo cuando se produce la repetición de una determinada
conducta (encubrimiento personal habitual, 17 N° 4 CP). A estas
formas tradicionales se agrega la del delito de emprendimiento o
empresa, esto es, aquellos que la ley de ne con una multitud de
conductas que constituyen formas de participación una y otra vez en
una misma empresa o actividad criminal iniciada o no por el
responsable, como sucede con el trá co de drogas (art. 3 Ley 20.000)
y en los delitos tributarios (art. 97, N.º 4 Código Tributario). Por
último, la ley en ocasiones suele de nir los delitos por la concurrencia
de dos conductas, sea adicionando una a otra (delitos compuestos:
violación con homicidio o femicidio, art. 372 bis) o vinculando la
realización de una como medio o forma de comisión de otra (delitos
complejos: robo con homicidio, art. 433 N.º 1. Con detalle, v.
Vivanco, Robo).
Estas clasi caciones son relevantes para determinar el momento y
lugar de su comisión, así como su prescripción e incluso para resolver
problemas relativos a la posibilidad de invocar la legítima defensa o el
carácter de agrante o no del delito en cuestión.
Pero la ley no solo tipi ca la conducta punible de los autores o
coautores de los delitos consumados, sino también la de sus
instigadores, cómplices y encubridores (arts. 14 a 17), sea que el delito
esté consumado, frustrado o tentado (art. 7). En algunos casos,
además, sanciona también su proposición y la conspiración para
cometerlo (art. 8). Todas estas disposiciones establecen reglas
especiales de extensión de la punibilidad o de atribución de grados de
responsabilidad, necesarias en un sistema basado en el principio de
legalidad, cuando la intervención o el hecho no se encuentran
descritos completamente en el tipo penal que se trata de imputar. Y
aunque estas ampliaciones de la tipicidad van acompañadas,
generalmente, de diferentes grados de responsabilidad expresados en
penas inferiores a las del autor del delito consumado, en muchas
ocasiones, según prevé el art. 55, la ley impone la misma pena tanto al
delito consumado como al tentado y frustrado o, incluso, describe
como un delito consumado hechos que corresponderían a actos
preparatorios impunes, como la fabricación o tenencia injusti cada de
instrumentos conocidamente destinados al robo (arts. 450 y 445,
respectivamente). La constitucionalidad de estas reglas especiales que
extienden la punibilidad y alteran la penalidad de las diferentes etapas
de desarrollo del delito o de la participación en él ha sido declarada de
manera consistente por la jurisprudencia (SCS 22.10.2012, RChDCP
2, N.º 1, 155, con nota aprobatoria de C. Scheechler. En el mismo
sentido, van Weezel, “¿Es inconstitucional el art. 450?”, 193,
criticando la SCA 15.11.2000 que así lo estimaba).
a) La ausencia de conducta como defensa negativa limitada
La falta de una prueba que constate la expresión verbal o el
movimiento corporal voluntario y aprehensible por los sentidos de la
conducta que la ley sanciona o de una diferente a la que la ley espera,
en los casos de omisión, hace imposible fundar la responsabilidad
penal.
Cuando ese movimiento corporal o expresión verbal se originan en
hechos externos a la psiquis del acusado (como la vis absoluta o
fuerza física irresistible, art. 10 N.º 9) o en momentos en que dicha
psiquis no parece en control del agente, por encontrarse inconsciente
el supuesto responsable o ser producto de actos re ejos, tampoco es
posible fundamentar la responsabilidad penal, salvo que a dichos
estados hayan precedido otros en que la fuerza, la pérdida de
conciencia o el acto re ejo fuesen previsibles y evitables y el sujeto no
los evitase o de cuya imposibilidad de evitación fuese plenamente
responsable. Tales situaciones llevan generalmente al establecimiento
de una responsabilidad por negligencia o culpa, como el frecuente
caso del conductor que se duerme al volante y causa un accidente
mortal; o incluso dolosa, si la fuerza, la inconsciencia o el acto re ejo
se emplearon deliberadamente para obtener el resultado buscado,
hacer posible su realización o imposible evitarlo. Así, en los casos
menos habituales del accidente de tránsito causado por un
movimiento defensivo para evitar que una mosca entrase al ojo y en el
del accidente causado por un conductor bajo ataque de epilepsia, la
jurisprudencia comparada ha considerado tales hechos como
imprudentes, por la no evitación de un resultado previsible y evitable
(Casos DPC, 99 y 194). En consecuencia, la defensa basada en la
ausencia de la acción tiene un efecto muy limitado si es que ninguno,
pues lo más probable es que en las situaciones descritas sea la propia
acusación la que se plantee en el ámbito de la imprudencia o la
atribución dolosa por la inimputabilidad o ignorancia deliberadas
(actio liberae in causa).
Tampoco es posible a rmar la falta de voluntariedad o de conducta,
en este nivel, en los actos instintivos, habituales ni en la omisión: en
todos ellos la psiquis puede dirigir a la conducta hacia un
comportamiento ajustado a derecho.
§ 1. Generalidades
Antijurídica es la conducta típica que lesiona o pone en peligro un
bien jurídico y no se encuentra autorizada por la ley. La prueba de la
existencia del hecho punible y la participación culpable del acusado es
también la de la lesión o puesta en peligro del bien jurídico que la ley
protege en cada gura penal (antijuridicidad material). Pero como la
antijuridicidad material ínsita en la realización típica puede ser
excluida por una causal de justi cación (formal), se dice que la
tipicidad es indiciaria de su antijuridicidad, como el humo lo es
respecto del fuego, pues si existiera un permiso, ese permiso excluiría
la antijuridicidad. Por otra parte, aunque la antijuridicidad de un
hecho se basa en un juicio predominantemente objetivo con referencia
a los resultados y peligros descritos en los tipos penales y a los
permisos legales o causales de justi cación, lo cierto es que su
apreciación no puede excluir ciertos elementos subjetivos. Así lo
exigen los tipos penales en los delitos de intención trascendente y
tendencia, respecto de la antijuridicidad material; y ciertos requisitos
de las propias causales de justi cación, como la falta de participación
en la provocación en la legítima defensa o el deber de soportar el
peligro, en el estado de necesidad, que relativizan esa objetividad en el
análisis de la antijuridicidad formal.
Luego, el permiso en que consiste una causal de justi cación formal
es una excepción que requiere un examen cuidadoso, ya que la prueba
de la existencia del hecho punible signi ca que un bien jurídico ha
sido lesionado o puesto en peligro en la forma descrita por un tipo
penal. En nuestro sistema, el fundamento de los permisos que otorga
la ley es la existencia de un interés preponderante: el del agredido que
se de ende o es defendido en la legítima defensa, art. 10 N.º 4, 5 y 6;
el del necesitado en el estado de necesidad, art. 10 N.º 7 y 11; y el de
la imposición del derecho en el cumplimiento de un deber o ejercicio
legítimo de un cargo, autoridad u o cio (art. 10 N.º 10) y en la
omisión por causa legítima del art. 10 N.º 12. Estas últimas causales
remiten también al ordenamiento en su conjunto, que puede contener
permisos excepcionales en cualquiera de sus normas, como sucede, p.
ej., con las reglas procesales que autorizan la detención en caso de
delitos agrantes (arts. 129 y 130 CPP) y excluyen los delitos de
secuestro y detención arbitraria o irregular (arts. 141 a 143 y 148 CP),
pues como el orden jurídico es uno solo, es imposible que una
conducta sea antijurídica, si una norma exterior al derecho penal la
declara conforme a derecho. Cuando este permiso concurre en los
hechos, desaparece no solo la antijuridicidad formal de la conducta
típica, sino también material: por dañosa que sea materialmente una
conducta (p. ej., causar la muerte de otro o privarle de su libertad), si
está autorizada expresamente por la ley no puede considerarse
contraria a derecho. Este mismo razonamiento, lleva a parte de la
doctrina a sostener que las causales de interrupción del embarazo del
art. 1199 Código Sanitario, en casos de aborto voluntario permitido,
deben considerase también causales de justi cación, aunque
especí cas, pues de otro modo no sería lícito ni exigir la
correspondiente prestación de salud ni pretender la impunidad del
equipo médico que la practica (Hernández B., “Legitimidad”, 241).
No obstante, por su carácter especí co, esta causal de justi cación
será tratada en la parte especial de esta obra, como así también se
hará —por la misma razón— con la del art. 145, un caso especí co de
estado de necesidad relativo al delito de violación de domicilio.
En cuanto a sus efectos procesales, en Chile, mientras la defensa de
falta de antijuridicidad material es negativa y absoluta, ya que niega la
existencia del hecho punible (su tipicidad), por lo que su acreditación
puede conducir a la causal de sobreseimiento del art. 250 a) CPP o la
absolución en juicio por no haberse acreditado el hecho punible; la
defensa basada en una causal de justi cación es positiva y relativa,
pues exige probar las concurrencia de condiciones de carácter personal
que deben a rmarse respecto de cada acusado en particular y por ello
conduce a un sobreseimiento del art. 250 c) CPP o a la absolución
únicamente de quien está justi cado.
C. Consentimiento
Aunque el consentimiento nunca ha sido una causal de justi cación
expresamente establecida en nuestro Código, su reconocimiento en
Alemania como parte del derecho consuetudinario (tampoco está
consagrado en el StGB) nos condujo a considerarlo en nuestras obras
anteriores como una causal independiente de justi cación. Sin
embargo, un análisis de los casos propuestos nos lleva ahora a
concluir que el consentimiento no es una causal de justi cación
independiente, sino una expresión de la falta de antijuridicidad
material de las conductas allí donde la ley lo permite en sus
descripciones típicas, p. ej., aborto en ciertos casos, mantener
relaciones sexuales entre adultos aún con sesgos de sadomasoquismo,
apropiación de bienes ajenos, etc. Por ello, bien puede sostenerse que,
más que una causal de justi cación, el consentimiento e caz para
excluir la punibilidad del hecho en estos casos excluye la tipicidad
(Bustos/Hormazábal, Sistema, 88), como la defensa de minimis, lo que
es particularmente cierto en los procedimientos médicos, donde el
consentimiento informado es un requisito de la conducta conforme a
la lex artis (Bullemore, “Relación”, 23).
Finalmente, por faltar una causal legal de justi cación de
consentimiento, parece innecesaria la distinción entre “acuerdo”,
como descripción de los casos de consentimiento que excluyen la
tipicidad, y “consentimiento”, donde existiría una verdadera causal de
justi cación que permitiese abarcar las lesiones causadas en el deporte
o en relaciones sadomasoquistas, e incluso la muerte a ruego más allá
de los casos de eutanasia o limitación del esfuerzo terapéutico
admitidos, como propone parte de la doctrina (Ríos, 3).
D. La actividad deportiva
En los deportes de contacto (boxeo, pero también fútbol y
básquetbol, p. ej.) hay que distinguir dos situaciones: en primer lugar,
en todos los casos que resulten lesiones y muertes por contactos que la
reglamentación admite, el acatamiento de las reglas deportivas es la
base para alegar una justi cante de ejercicio legítimo de un o cio (art.
10 N.º 10). En efecto, es un hecho que las federaciones deportivas, sus
reglamentaciones y las particulares de cada deporte federado tienen
reconocimiento legal en Chile, por lo que los daños derivados de
riesgos inherentes al ejercicio de la actividad deportiva, en la medida
que sean causados en el ámbito reglamentario (golpes reglamentarios
en el karate, p. ej.), han de considerarse parte del legítimo ejercicio del
deporte o actividad autorizada (Matus, “Gallos”, 13).
En cuanto a las lesiones causadas por conductas ejecutadas fuera del
reglamento, parece posible a rmar que deberían considerarse por
regla general como imprudentes, a menos que se trate de casos de
intencionalidad mani esta, como la que se desprende del hecho de
poner pesos de hierro dentro de los guantes de boxeo. Siendo así,
tampoco estas lesiones imprudentes serían punibles, por encontrarse
dentro del riesgo propio de estas actividades, permitido junto con el
permiso general para su práctica, y consentido en particular por los
intervinientes al aceptar participar en ellas (Couso, “Comentario”,
266). Legalmente, ello parece estar refrendado en lo dispuesto por el
art. 241 CPP que permite expresamente los acuerdos reparatorios en
esta clase de delitos. Pero, tratándose de lesiones dolosas (un codazo a
mansalva y fuera de una acción de juego, p. ej.), no se tratará siempre
de un riesgo propio del deporte de contacto. Aquí, el riesgo permitido
solo parece alcanzar a las lesiones dolosas menos graves y leves de los
art. 399 y art. 494 N.º 5 respecto de las cuales el art. 54 CPP solo
permite su persecución previa denuncia del ofendido. Pero no alcanza
a las del art. 397 ni a las mutilaciones de los arts. 395 y 396, como
tampoco a los homicidios.
Tratándose de muertes causadas en la actividad deportiva, el
consentimiento tampoco permite fundamentar la exclusión del castigo,
salvo que la muerte tenga como concausa una condición prexistente
en la víctima y desconocida por el autor (resultado extraordinario).
No obstante, siempre debe tenerse presente que las muertes en estos
casos parecen seguir el mismo derrotero que las lesiones en cuanto a
su imputación subjetiva: se tratará en la mayor parte de delitos
culposos, con infracción de reglamentos, del art. 490. Pero, si la
muerte se produce por un golpe recibido que sea reglamentario o
permitido (un pelotazo en la cabeza, un golpe certero de boxeo, p.
ej.,), al faltar la infracción reglamentaria, no será posible la
imputación a título de culpa, según nuestra legislación; pero sí podría
surgir la responsabilidad a título doloso en caso de que ese golpe
reglamentario se haya empleado intencionalmente para causar la
muerte aprovechando un conocimiento especial del autor, caso en el
cual la justi cación del art. 10 N.º 10 adolecería de causa ilegítima.
Por lo tanto, abandonamos nuestra anterior posición que a rmaba
la existencia de una verdadera costumbre contra legem, lo cual, aparte
de ser contrario al principio de legalidad, tiene como efecto dejar
entregada la valoración de estas conductas a una apreciación
puramente subjetiva, como es la del fallo que a rmó que las lesiones
causadas por un codazo fuera de la disputa de un balón, esto es,
doloso, se había producido en “el desarrollo de un partido
particularmente violento en el que más de uno de los jugadores tuvo
conductas extremadamente agresivas” (SCA San Miguel 17.10.1989,
GJ 112, 83), o los de aquellos que evitan imponer sanciones
recurriendo a la simple a rmación fáctica de la falta de intención o
negligencia de los acusados, aunque ella sí esté presente (González y
Pino, 27).
E. ¿Acciones neutrales?
Según Jakobs, “en un Estado de libertades están exentas de
responsabilidad no solo las cogitationes, sino toda conducta que se
realice en el ámbito privado y, además, toda conducta externa que sea
per se irrelevante” (Jakobs, Estudios, 314). Estas conductas per se
irrelevantes serían las llamadas acciones neutrales: comprar y vender
en una armería autorizada un arma de fuego, un preparado
autorizado en una farmacia, sogas y escalas en una ferretería, etc. Para
esta doctrina, ninguna de estas conductas signi caría externamente
una arrogación ilícita de ámbitos de organización externos, sino
ejercicio del rol o estatus de los ciudadanos que intervienen y serían,
por tanto, lícitas, con total independencia de su intención o
conocimiento sobre el destino y empleo de los objetos que se compran
o venden. La criminalización de tales conductas solo por el añadido de
una subjetividad (el conocimiento o la intención de cometer un delito
con esos objetos de libre venta) sería, entonces, una manifestación del
derecho penal del enemigo, y por tanto ilegítima, pues supondría una
intervención en la esfera íntima sin atención a la capacidad o
incapacidad perturbadora ex re de la conducta. Esta teoría puede
verse como una modernización de la teoría de la adecuación social de
Welzel: ambas suponen que existen criterios fuera del derecho positivo
para a rmar que una conducta que corresponde al tipo penal o a un
hecho de cooperación anterior o simultáneo a su realización no debe
ser sancionada porque carece de antijuridicidad material, esto es, es
neutral para el derecho o socialmente adecuada (Welzel, “Studien”,
419 Para sus orígenes en la escolástica, v. Aquino, I-II, C. 18, a. 8).
El problema es determinar cuándo, objetivamente y sin atención a la
subjetividad del agente, una conducta sería ex re neutral o
perturbadora, esto es, cuándo, quién, cómo y bajo qué reglas
diferentes a las jurídicas se determinaría que ella signi caría solo
expresión de un rol socialmente admitido (ciudadano, vendedor,
cocinero, etc.) y cuándo una arrogación de una esfera de organización
ajena o el incumplimiento de un deber institucionalmente establecido,
en los términos de Jakobs; o cuándo sería socialmente adecuada o
inadecuada, en los de Welzel. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de
algunos autores, no existen respuestas a estas preguntas salvo la
subjetiva apreciación de cada cual, subjetivismo que conduce a una
tópica y casuística imposible de desarrollar exhaustivamente y, sobre
todo, de controlar objetivamente en relación con el derecho positivo
vigente (Rackow, 567). Para con rmar este aserto basta preguntarse
qué debería entenderse por socialmente adecuado en la Alemania de
1939, cuando la dictadura Nazi se imponía en las calles a través de
grupos de choque y acciones directas de amenazas, atentados
personales y contra las propiedades de judíos y opositores, atentados
que, en esas circunstancias concretas, podrían quedar “fuera del
concepto de injusto”, pues se movían “funcionalmente dentro del
orden históricamente constituido” (Welzel, “Studien”, 516).
Desde otros puntos de vista también se ha supuesto la existencia de
conductas libres de valoración jurídica o adiáforas, particularmente
cuando concurren simultáneamente causas de justi cación y
exculpación, p. ej., en el caso de los náufragos que luchan por llegar a
la única tabla de salvación o del novio fogoso que repele al tercero que
lo separa de su amante creyendo evitar una violación inminente, que
no existe. Sin embargo, como señala la doctrina mayoritaria, no hay
aquí un “espacio libre de valoración” sino una valoración
independiente de la conducta de cada uno: si ambos resultan libres de
sanción, uno por una causal de exculpación y otro por una de
justi cación, no es porque exista un espacio libre de valoración
jurídica, sino porque esa es, precisamente, la valoración jurídica de las
conductas de cada cual (Guzmán, “Actividad libre”, 32).
C. La causa ilegítima
La cuestión que aquí se presenta con carácter general es si puede
admitirse una defensa basada en una causal de justi cación cuando “el
peligro en el cual uno se encuentra haya sido ocasionado por un hecho
propio y reprobable” (Carrara, Programa, § 297). Este problema va
más allá de la inexistencia de legítima defensa para el agresor
ilegítimo, como en el caso de quien acepta un duelo o envite, o
participa voluntariamente en una riña o pelea tumultuaria entre varios
(RLJ 48). Así, en la defensa de extraños del art. 10 N.º 6, actuar
impulsado (únicamente) por venganza, resentimiento u otro motivo
ilegítimo es una causa ilegítima que impide considerar al agente
exento completamente de responsabilidad penal. Y en todos los
supuestos del art. 10 N.º 4, 5 y 6 (defensa propia, de parientes y
extraño), la llamada “provocación intencional” o la participación en
ella, en el sentido de provocar una agresión “para pre gurar
arti cialmente en su favor una supuesta situación de legítima defensa
que le permita dar muerte o herir impunemente a su agresor”, es una
causa ilegítima que impide apreciar la eximente completa (Couso,
“Comentario”, 220).
En el caso especial del art. 10 N.º 11, su circunstancia 4.ª también
declara inadmisible el alegato de la eximente completa por parte de a
quien razonablemente puede exigírsele que soporte el mal, no solo por
su especial profesión (personal militar, de policía, sanitario, etc.), sino
también por sus hechos previos: a quien voluntariamente se expone al
mal (o lo causa), se le puede exigir razonablemente que lo soporte sin
dañar bienes ajenos. Este es el mismo razonamiento que permitiría
considerar ilegítima la causa en un estado de necesidad si el mal fuera
originado solo por culpa del necesitado (imprevisión, descuido o
ignorancia), salvo quizás en el caso especial del art. 10 N.º 7, donde
para salvar la vida o los derechos propios o ajenos se afecte
únicamente la propiedad de terceros (Politoff DP, 298). Pero, si el mal
es creado intencionalmente por el propio amenazado, no puede en
ningún caso alegar esta eximente para salvar sus bienes o derechos
sino solo los de terceros, pues el abuso del derecho también es una
causa ilegitima (Etcheberry DP I, 265)
En n, tratándose de cumplimiento del deber o ejercicio legítimo de
un derecho, profesión cargo u o cio del N.º 10 del art. 10 o de la
omisión por causa legítima del art. 10 N.º 12, el Código expresamente
hace referencia a la legitimidad de la causa en el presupuesto mismo
de la causal.
Además, quien voluntariamente rechaza o muestra desinterés por
conocer el derecho y, especialmente, las causales de justi cación
existentes, su alcance o los presupuestos objetivos para su aplicación,
también podría considerarse en una situación de causa ilegítima para
el error que padece, atribuible a su propia responsabilidad, lo que
impediría apreciar la justi cante putativa o el error de prohibición que
se alegase. De allí que, desde el punto de vista de la teoría de las
normas de comportamiento, la causa ilegítima como excepción a la
justi cación se identi ca con el concepto de imputación
extraordinaria, “en que existe una instrumentalización de una causa
de justi cación a favor propio, ya sea por medio de la producción
intencional por un actuar precedente de sus condiciones objetivas o el
aprovechamiento de su concurrencia” (Silva O., “Imputación”, 47. En
el mismo sentido, J. Contesse, en nota a la SCA Valdivia 23.2.2016,
RCP 43, N.º 2, 263).
B. Derechos defendibles
El objeto de la legítima defensa en Chile es amplio: la “persona o
derechos” propios o de terceros, según expresa el encabezado del art.
10 N.º 4, lo que incluye la vida, integridad física, libertad, seguridad,
propiedades, etc. (RLJ 47). Es más, la formulación legal lleva a
concluir que el ataque de una persona a cualquier derecho
constitucional o legalmente reconocido —incluso los colectivos, como
el de “vivir en un ambiente libre de contaminación” (art. 19 N.º 8
CPR)— permite su repulsión en legítima defensa, con tal que la
defensa sea racional, como sucedería, p. ej., ante una agresión
consistente en el vertimiento de sustancias contaminantes en cursos de
agua de los arts. 136 Ley General de Pesca y 315 CP (o. o.
Wilenmann, “Legítima defensa”, 427, quien estima que solo son
defendibles derechos individuales por razones más bien teóricas que
legales).
No obstante, tratándose de ataques al honor, la propia ley no parece
considerar justi cada una reacción siquiera equivalente, al establecer
un régimen especial de compensación de penalidades por injurias
recíprocas en el art. 430 y estimar las expresiones verbales como una
forma de provocación que excluye la legítima defensa tanto del
injuriador como del provocado en los arts. 10 N.º 4 y 11 N.º 3 (RLJ
388). Y tampoco la mera perturbación de un derecho mediante actos
jurídicos (contratos, escrituras, etc.) admite una repulsa que recaiga en
la persona del que los realiza (RLJ 47).
E. Causa legítima
a) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende
La ley chilena considera una causa ilegítima la provocación del
agredido y esta causa, según la naturaleza y entidad de la provocación
puede generar diferentes efectos.
Provocar es, según la RAE, “buscar una reacción de enojo en alguien
irritándolo o estimulándolo con palabras u obras”, reacción que
puede traducirse en una agresión o acometimiento personal.
Luego, “falta provocación su ciente de parte del que se de ende”
cuando ha provocado a otro solo con expresiones injuriosas o
calumniosas, generalmente referidas a la sexualidad, virilidad, o
entereza del otro o de su cónyuge o conviviente. Según la ley, aunque
la provocación exista, quien reacciona ante ella mediante un
acometimiento físico es un agresor ilegítimo. Pero, al mismo tiempo,
la defensa no será legítima, pues se origina en un hecho del que es
responsable quien se de ende: la provocación. En consecuencia,
ninguno de ellos actuará justi cado. Sin embargo, la ley hace una
diferencia en el tratamiento penal de ambos: mientras el provocado
solo puede alegar en su favor la circunstancia atenuante 3.ª del art. 11
(haber precedido inmediatamente al delito provocación
“proporcionada”); el provocador podrá alegar la eximente especial
incompleta del art. 73, que importa una rebaja signi cativa de la pena,
si empleó un medio racionalmente adecuado.
Pero cuando la provocación llega a las vías de hecho o consiste en
amenazas o exhibición de armas que hacen parecer inminente un
ataque, ella se trasforma en una agresión ilegítima o, en otros
términos, es una “provocación su ciente” para que el provocado
reaccione en legítima defensa ante la agresión actual o inminente.
Aquí, el provocado es un legítimo defensor y el provocador un agresor
ilegítimo al que no corresponde siquiera la eximente incompleta (Ortiz
M., “Provocación”, 552).
b) Falta de participación en la provocación del pariente que
defiende
Siguiendo la regulación del modelo español de 1848/1850, el art. 10
N.º 5 contempla la defensa de parientes en un numeral separado de la
propia, señalando a quienes puede defenderse legítimamente bajo esta
causal: cónyuge, consanguíneos en toda la línea recta y colateral hasta
el cuarto grado y a nes en toda la línea recta y colateral hasta el
segundo grado. La defensa de otros parientes se consideraría dentro de
la causal del art. 10 N.º 6, como defensa de extraños. La defensa de
parientes exige, al igual que la propia, que exista agresión ilegítima y
necesidad racional del medio empleado.
Luego, la única diferencia respecto de la legítima defensa propia
radica en el tratamiento de la provocación: mientras el pariente que ha
provocado (sin llegar a ser agresor) no puede alegar la eximente
completa de legítima defensa, el que lo de ende sí puede, siempre que
no hubiera participado en la provocación. La ley parece permitir
incluso la defensa del pariente con conocimiento de la previa
provocación, mientras no se haya tomado parte en ella.
La regulación así descrita, que destaca un aspecto personal o
subjetivo de la eximente produce ciertas perplejidades: Así, según el
clásico ejemplo, si A provoca a B para atacarle y B levanta un arma
para hacerlo, A no estaría justi cado para repeler el ataque, pero sí lo
estaría C, su pariente colateral por a nidad en segundo grado. Pero, si
C solo entrega a su pariente el medio con que se de ende podría
sostenerse su complicidad con A, por las lesiones eventualmente
causadas a B, ya que A no estaría justi cado y C conoce esa situación.
Tratándose de una provocación su ciente, esto es, que hace del
provocador un agresor y del provocado un agredido, el pariente no
estaría justi cado ni por defender ni por participar en la supuesta
defensa. Pero, si no ha intervenido en la provocación, bien podría
alegar una justi cante putativa si al asomarse a la escena ve que un
tercero acomete a su pariente y, creyéndolo un agresor, lo repele.
c) Falta de intervención en la provocación y de motivación
ilegítima en la legítima defensa de terceros
Al igual que la legítima defensa de parientes, la de terceros del art.
10 N.º 6 —incluyendo personas jurídicas (RLJ 54) —, requiere la
existencia de una agresión ilegítima, necesidad racional del medio
empleado para impedirla o repelerla, y del requisito de que, en caso de
preceder provocación por parte del ofendido, no hubiese participado
en ella el defensor, ofreciendo en general similar problemática que la
legítima defensa de parientes ya estudiada.
Su particularidad radica en los alcances del requisito adicional de no
haber obrado el defensor impulsado por venganza, resentimiento u
otro motivo ilegítimo. Al respecto, la jurisprudencia también a rma,
junto con buena parte de la doctrina, que la limitación solo alcanza al
supuesto que el motivo ilegítimo fuese el único que impulsa al
defensor, pero que no excluye la defensa cuando existe una agresión
objetiva a un tercero que el defensor conoce y repele (RLJ 55). La
existencia exclusiva de un motivo ilegítimo daría lugar a la atenuante
de eximente incompleta del art. 73, aunque no existe jurisprudencia en
que, por faltar esta exigencia, la justi cante no se haya considerado
aplicable.
En cuanto a la supuesta legítima defensa de terceros contra sí
mismos (suicidas, masoquistas, etc.), se comparte aquí la opinión de
que es dudoso que la autoagresión pueda considerarse ilegítima, salvo
desde un punto de vista “paternalista”, incompatible con la igual
consideración de la autonomía de todos que promueve la Constitución
(Couso, “Comentario”, 230). Es más, tales hechos ni siquiera pueden
considerarse propiamente agresiones, pues no se trata de
acometimientos de una persona a otra. Luego, frente a las llamadas
“autoagresiones” de personas autoresponsables, la situación que se
presenta es bien la de una justi cante putativa (se cree que existe una
agresión que no es tal) o la de un estado de necesidad putativo del art.
10 N.º 11 (se cree que se está en presencia de un mal grave no evitable
de otro modo). Lo mismo se aplica en el caso de quien cree
razonablemente que el presunto suicida está en un estado de
perturbación mental asimilable a la locura o demencia o a la pérdida
temporal de la razón. Pero en ausencia del ejercicio de la autonomía
personal, como serían las actuaciones de menores de edad, personas
privadas de razón o instrumentalizadas por terceros, el estado de
necesidad agresivo sería real. No obstante, en todos los casos debe
probarse que la reacción fue necesaria o que no existía otro medio
practicable y menos perjudicial para evitar el mal grave que existía o
se creía existir.
B. Bienes salvables
El Ar. 10 N.º 7 no determina la naturaleza del bien que se puede
salvar, por lo que es posible sostener que a su respecto no existe
limitación alguna: se puede pretender evitar un mal para las personas
y sus derechos, individuales y colectivos, como la propiedad, el medio
ambiente o la salud pública, cualquiera sea su naturaleza y contenido,
con tal que para ello solo se afecte la propiedad ajena.
En cambio, el Art. 10 N.º 11, limita los bienes potencialmente
afectados por el mal que se pretende evitar a “su persona o derecho o
los de un tercero”. Esta limitación no es producto de un error de
tipografía, sino de la intención de E. Cury —a cargo de proponer el
texto que sería en de nitiva aprobado— de recoger la observación del
entonces Senador H. Larraín, quien respecto de la expresión de la
proposición original (“mal grave a su persona o derechos o los de otro
u otros”) planteó una duda acerca de su amplitud, expresando que
“esperaría que en la redacción se especi que que la motivación para
actuar que justi ca al victimario en este caso se funde en un mal grave
para su persona o la afectación a uno de sus derechos fundamentales,
y no a cualquier derecho” (Informe de la Comisión Mixta de
26.10.2010, 10). Por ello, se entiende que la sutil diferencia con
respecto a los términos del art. 10 N.º 4, se explicaría por la exclusión
de bienes colectivos de entre aquellos cuya amenaza autoriza la
reacción salvadora: la “persona” se referiría al cuerpo del afectado, y
“su derecho” a los individuales reconocidos en la Carta Fundamental
(Hernández B., “Cometario”, 272).
E. Causa legítima
De manera similar que en la legítima defensa, quien voluntariamente
crea o se expone a una situación de necesidad para sacar un provecho
personal no está exento de responsabilidad penal.
Pero sí está exento de responsabilidad quien, sin intervenir en su
creación, daña la propiedad ajena para evitar un mal a su persona, un
tercero o sus bienes, si se ha expuesto voluntariamente a ello en
bene cio de la comunidad toda, como es típicamente el caso de los
bomberos. Ello, por cuanto, por una parte, el art. 10 N.º 7 no
contiene la limitación que, en este sentido, establece la regla 4.ª de su
N.º 11. Por esto rechazamos la conclusión de una parte de la doctrina,
en el sentido de que los bomberos “no pueden ampararse en el estado
de necesidad cuando realizan su actividad protectora, la que se
extiende a todos los riesgos inherentes a ella, incluso el propio
sacri cio de su vida” (Cousiño PG II, 420).
Tratándose de la generación o exposición imprudente a la necesidad,
como el caso común de los incendios domiciliarios, habría que
distinguir:
i) En el caso del art. 10 N.º 7, como solo se permite dañar la
propiedad, podría aceptarse la eximente para salvar la persona o
bienes propios o ajenos, p. ej., en la salvación de terceros atrapados en
un incendio negligente causado por ellos o por el propio salvador,
mediante la destrucción de parte de la propiedad colindante. Ello por
cuanto, por una parte, la mayoría de la doctrina y jurisprudencia
estima no existir el delito de daño imprudente (que, de aceptarse, solo
sería una falta del art. 495 N.º 21); y, por otra, aquí no está presente
la limitación expresa de la regla 4.ª del N.º 11 del art. 10;
ii) En cambio, es esa limitación expresa lo que hace aparecer como
“razonable” exigir a quien ha creado o se ha expuesto
imprudentemente a un riesgo para su persona, que lo soporte sin
dañar a terceros u otros bienes diferentes a la propiedad para evitarlo.
La regla en cuestión establece que no será posible alegar la eximente
completa de estado de necesidad art. 10 N.º 11 ante un “mal grave”,
si se puede exigir “razonablemente” que sea soportado por quien se
encuentra amenazado por el mal. Se entiende que esa exigencia es
razonable respecto de quienes crean o se exponen voluntaria o
imprudentemente el mal y las personas que tienen deberes especiales
de protección, como los policías y miembros de las fuerzas armadas.
Sin embargo, ese deber de soportar personalmente el mal no se
extiende al tercero amenazado, cuya protección permite la actuación
legítima de policías y otros agentes salvadores que pudieran no tener
derecho para alegar la eximente si se tratase de salvar su propia
persona o derechos. Tampoco se extiende a quienes ejercen
profesiones u o cios que los exponen a peligros en bene cio de
terceros, como los médicos y los bomberos voluntarios, sin tener una
obligación legal de soportarlos.
Tratándose de la reacción necesaria en bene cio de la persona o
derecho de un tercero, la exigencia de soportar el mal que tenga el
necesitado no impide conceder al que actúa en su bene cio la
eximente, a menos que ello “estuviere o pudiere estar” en su
“conocimiento”.
§ 1. Generalidades
A. Los elementos de la culpabilidad como fundamento de la
responsabilidad penal en la teoría del delito
La culpabilidad es el conjunto de condiciones diferenciadas de la
tipicidad y la antijuridicidad del hecho que posibilitan considerar a
una persona responsable por el hecho que se trata: su capacidad de
conocer la realidad y comprender el signi cado del derecho
(imputabilidad), su vinculación subjetiva con el hecho por el que se le
acusa (dolo o culpa) y la ausencia de constricciones externas o
internas de carácter extraordinario que excusarían a cualquiera en su
lugar por la no observancia del derecho en el caso concreto o harían
inexigible otra conducta (error, fuerza irresistible, miedo insuperable,
obediencia debida, estado de necesidad exculpante). Atendido el hecho
de que este conjunto de circunstancias concretas depende también de
la estructura social y los condicionamientos que ésta impone a cada
cual, la medida de la exigibilidad de la responsabilidad también ha de
considerar la corresponsabilidad social en cada caso (Bustos PG, 512).
Sin embargo, dado que se trata de un asunto principalmente personal,
esa medida de corresponsabilidad social ha de admitirse sin
generalizaciones a priori que propongan una reducción o ampliación
de la exigibilidad de grupos de personas por sus características
comunes, salvo en los casos excepcionales que la propia ley así
dispone, como en el tratamiento de los inimputables menores de edad,
donde la ley niega su capacidad de actuación mediante una
generalización que no admite prueba en contrario. Desde el punto de
vista del derecho positivo, no se trata, por tanto, de “reprochar” a una
persona por lo que hizo o dejó de hacer, sino, simplemente, de
declarar su responsabilidad por el hecho, sin hacer ningún juicio
moral sobre la conducta del agente (cualquiera sea el concepto de
moral que se sostenga) o sobre su “ delidad” o no al derecho o a la
vigencia de las normas jurídicas o sociales (o. o. v., entre nosotros,
basada en una teoría moral de la culpabilidad, p. ej., en, Mañalich,
“Culpabilidad y justicia”, 77, quien la de ne culpabilidad como
“dé cit reprochable de delidad al derecho”).
La Constitución consagra en su art. 19 N.º 3 la exigencia de la
culpabilidad en el sentido de responsabilidad subjetiva por el hecho
aquí defendido, al prohibir su presunción de derecho y exigir que el
delito sea una conducta expresada en la ley (STC 28.3.2017, Rol
3199). Por su parte, el Código Penal distingue dos formas generales de
vinculación subjetiva: la dolosa, propia de los delitos, y la culposa,
que corresponde a lo que denomina cuasidelitos (arts. 1 y 2),
siguiendo en esa nomenclatura una tradición italiana de discutible
origen en el Derecho Romano (Carrara, Programa § 86).
Procesalmente, el art. 340 CPP exige probar la “participación
culpable” más allá de toda duda razonable, lo que incluye esos
elementos subjetivos, cuando su concurrencia es discutida.
Luego, tanto la disposición del art. 8 CC, que presume conocida la
ley desde su publicación en el Diario O cial, como la del art. 1 inc. 2
CP, que presume la voluntariedad, solo pueden interpretarse como
presunciones meramente legales, atendido el expreso tenor del art. 19
N.º 3 inc. 7 CPR, que prohíbe presumir de derecho la responsabilidad
penal, y el carácter de ley posterior y especial del citado art. 340 CPP.
No obstante, en la generalidad de los sistemas jurídicos se admite que
se pueda presumir, prima facie, que los adultos son plenamente
responsables y no se encuentran sujetos a condiciones que alterarían
su voluntad, como la enfermedad metal, la fuerza, el error o el engaño
(Hassemer, Fundamentos, 270). Por tanto, corresponde a la defensa la
prueba de que tales condiciones no estén presentes cuando se alega el
sobreseimiento por concurrir una causal de exculpación (art. 250 c)
CPP) o la absolución por falta de culpabilidad, bajo el estándar de la
creación de una duda razonable.
En consecuencia, entendemos que la expresión “voluntaria”
empleada en el art. 1 CP no signi ca únicamente dolo o culpa, sino
que abarca todos los aspectos subjetivos de la responsabilidad
personal. Tal como expresa el Diccionario, se re ere a una acción u
omisión “que nace de la voluntad, y no por fuerza o necesidad
extrañas a aquella”. En palabras del Filósofo: “se podrá considerar
voluntario [el acto] cuyo principio está en uno, y uno conoce [las
circunstancias] particulares en las que se desenvuelve [la acción]”
(Aristóteles, Ética, 83. O. o. Bustos y Soto, 243 y Bustos y Caballero,
54, quienes entienden que lo “voluntario” es una referencia exclusiva
al conocimiento de la ilicitud).
Desde este punto de vista, la culpabilidad no tiene relación con la
investigación acerca del libre albedrío del sujeto u otro concepto
metafísico (como el de Aquino I-II, 37, para quien es una facultad de
voluntad y de razón cuyo objeto propio es el n —Dios, en un sentido
teologal— y el bien), sino con la experiencia subjetiva de la agencia: el
“sentimiento subjetivo de ser causalmente responsable de sus actos y
de las consecuencias de los mismos” (Bigenwald y Chambon, 3).
Es más, bien se puede postular que la sola existencia de un
ordenamiento jurídico, en la medida que se emplea como instrumento
para la dirección de las conductas humanas, demuestra que las
personas no son libres, sino que se encuentran sujetas a estímulos
externos que se espera las motiven o, al menos, hagan reaccionar a su
gran mayoría (Kelsen, Teoría, 105). En este sentido, para el derecho
penal la culpabilidad y la libertad son conceptos indistinguibles del de
responsabilidad o, más precisamente, de las condiciones personales y
sociales, legalmente determinadas, que hacen posible atribuir las
consecuencias jurídicas de un hecho al acusado. Esta identi cación de
libertad con responsabilidad no es diferente de la que permite dar
sentido a la existencia de la democracia y a la posibilidad del ejercicio
de los llamados derechos de libertad que la Constitución garantiza,
como, p. ej., libertad de conciencia, personal, de enseñanza, libertad
de emitir opinión e informar, de trabajo, para adquirir el dominio de
las cosas y para crear y difundir las artes (art. 19 N.º 6, 7, 11, 12, 16,
23 y 25 CPR, respectivamente).
Según el esquema aquí adoptado, los elementos de la culpabilidad o
responsabilidad personal que analizaremos a continuación, como
parte de la teoría del delito, son la imputabilidad o capacidad de
responsabilidad en material penal; el dolo o malicia (incluyendo el
conocimiento de la ilicitud) y la culpa, como elementos positivos y el
requisito de vinculación subjetiva esencial para a rmar la culpabilidad
del agente; y las causales de exculpación, que son todas las
condiciones que la ley establece y cuya presencia permite excusar al
agente por su actuación en el caso concreto. En la precisión de tales
condiciones en concreto deberemos considerar al hombre real y sus
circunstancias sociales para a rmar o negar su responsabilidad por el
hecho imputado.
C. Exclusiones
a) El intervalo lúcido
El art. 10 N.º 1 admite la posibilidad de que el loco o demente sea
imputable si comete el delito en un “intervalo lúcido”. Pacheco,
recordando a Don Quijote (quien “reconoció su delirio antes de
morir”), comentaba que “en casi todo extravío de razón hay
momentos de juicio y de descanso” y concluía que la frase “intervalo
lúcido” “es una expresión técnica que se aplica a casi todos los
delirantes, a casi todos los furiosos, a casi todos los locos” (Pacheco
CP, 157). El avance de las ciencias médicas y la farmacología ha
puesto en evidencia la posibilidad de controlar incluso casos graves de
brotes psicóticos y esquizofrénicos (Náquira PG, 522); contra la
opinión de la doctrina mayoritaria que estima siempre reconducible la
conducta de los enfermos mentales a su condición, aún bajo una
aparente remisión (Cillero, “Comentario”, 193). El caso
paradigmáticamente aceptado de esta clase de intervalos es el de los
enfermos de epilepsia, donde nuestra jurisprudencia sostiene que debe
probarse la existencia de un ataque en el preciso momento del hecho
para admitir la eximente (RLJ 44).
b) Trastorno del comportamiento antisocial y personalidad
psicopática
Según el CEI-11, el trastorno de conducta antisocial se caracteriza
por un patrón de conducta repetitivo y persistente (12 meses o más) en
el que se violan los derechos básicos de otros o las normas, reglas o
leyes sociales apropiadas para su edad, como la agresión hacia
personas o animales; destrucción de propiedad; engaño o robo; y
graves violaciones de las normas. Pero, a pesar de su gravedad, no
importa un trastorno en las funciones cognitivas que permita
fundamentar la eximente de la locura o demencia.
Un caso especial de este trastorno es la psicopatía (a veces también
llamada sociopatía) que, caracterizado por dé cits emocionales
pronunciados, marcados por la reducción de la culpa y la empatía,
implica un mayor riesgo de presentar un comportamiento antisocial,
siendo relativamente estable desde la infancia hasta la edad adulta,
por lo que su diagnóstico tiene una gran utilidad predictiva,
incluyendo la primera comisión de un delito y la futura reincidencia
(Blair, 181). Esta capacidad predictiva se basa en las di cultades para
su tratamiento, aunque existen algunos avances preliminares en el
campo de la neurociencia que permiten alguna esperanza (Kiehl y
Hoffman, 355). Pero, por ser un trastorno antisocial que no afecta las
capacidades cognitivas, nuestra jurisprudencia rechaza, con razón,
considerarlo como base para la eximente de locura o demencia,
aunque existen voces aisladas en la doctrina que sí la aceptan (v. Pérez
G., 1).
En todos estos casos la jurisprudencia tiende a a rmar la existencia
de una disminución de la culpabilidad, generalmente sobre la base de
una imputabilidad disminuida (art. 11, 1.ª), aún incluso respecto de
las psicopatías, a pesar de que ellas suelen determinar actos de inusual
crueldad que bien podrían ser agravados por la circunstancia 4.ª del
art. 12 (RLJ 62). Esta respuesta encuentra un cierto respaldo en la
psicología forense, sobre todo respecto de aquellos trastornos
susceptibles de tratamiento farmacológico (Pavez, Trastornos, 26 y 47)
Sin embargo, en otras legislaciones, estos casos especiales de
imputabilidad disminuida dan lugar eventualmente también a la
medida de seguridad de internamiento en un hospital psiquiátrico para
tratamiento (p. ej., en el §63 StGB y en el art. 104 CP español). Ello
explica la propuesta de autores extranjeros para excluir la
responsabilidad penal del psicópata e imponerle solo medidas de
seguridad adecuadas a su culpabilidad (Cancio, 543).
En Chile, por una vía indirecta, nuestro sistema penal prevé medidas
de seguridad para el tratamiento de los delincuentes que, aún siendo
imputables, padecen trastornos de personalidad de difícil pronóstico,
como la llamada pedo lia o el comportamiento antisocial habitual
(arts. 372 y 453, respectivamente). Además, la relevancia que la
reincidencia tiene para determinar la pena y negar o conceder su
sustitución según las reglas de la Ley 18.216, parece que se hiciera
cargo del trastorno de comportamiento antisocial de manera indirecta,
convirtiendo las penas privativas de libertad en una de sanción de
aseguramiento preferentemente destinada a reincidentes (fraude de
etiquetas al revés).
§ 5. Dolo
A. Concepto, elementos y clasificación
El Código no contiene una de nición del dolo, pero tampoco es
posible, según lo dispuesto en el art. 20 CC, aplicar a esta materia la
de nición general del art. 44 CC, pues si bien el dolo supone malicia,
en los términos del art. 2 CP, la mayor parte de los delitos no dicen
relación con inferir daño o injuria a la propiedad o persona de otro.
Por ello, sobre la base de las explícitas referencias a la voluntariedad,
el conocimiento, el error y la malicia en los arts. 1, 2, 64 y 490, es
posible a rmar que se trata de un estado o hecho mental que consiste
en el conocimiento y la intención de la realización del delito,
incluyendo tanto de los elementos descriptivos y normativos del tipo
como su antijuridicidad (con matices, ahora también aceptan esta
conformación del dolo, cali cándolo como “dolo malo” o imputación
en dos niveles, los autores de la corriente analítica, Wilenmann,
“Injusto”, 170; Mañalich, “Conexión”, 28; y Guerra, “Dolo”, 339,
quien, además, a rma la necesidad de la prueba del dolo como hecho,
identi cándolo con la constatación de “si el agente tiene control de su
cuerpo en la fase de imputación fáctica y cumple con los presupuestos
o el sustrato psicobiológico que exige el juicio de culpabilidad”).
El conocimiento o elemento cognoscitivo del dolo se re ere, en
primer lugar, a las condiciones materiales particulares de la conducta
al momento de realizarse, descritas en el tipo penal y es comprensivo
de sus elementos esenciales, descriptivos y normativos (RLJ 24). Su
desconocimiento involuntario da origen a la defensa del error de tipo.
Pero, si el error es vencible, esto es, atribuible a la falta de cuidado del
que actúa, subsiste la responsabilidad a título de culpa.
A ello se agrega, en un segundo nivel, por la sinonimia que hacen los
arts. 2 y 490 entre “dolo” y “malicia”, la exigencia del conocimiento
de la ilicitud de dicha conducta, cuyo desconocimiento involuntario
habilita la defensa del error de prohibición con similares efectos al del
error de tipo: se exime de responsabilidad a título doloso al que
desconoce la ilicitud de su conducta. Sin embargo, la prueba de esta
ignorancia es más difícil que la de las circunstancias fácticas, pues
“también se castiga a los que ignoran alguna de las cosas que las leyes
establecen, y que se deben conocer y no son arduas” (Aristóteles,
Ética, 95). Por eso, si el error es atribuible a la falta de un mínimo
cuidado en el conocimiento de las circunstancias sociales del actuar,
donde se encuentran las leyes que lo regulan, subsiste la
responsabilidad a título de culpa. Ese conocimiento de la ilicitud se
encuentra, además, muchas veces incorporado a los propios tipos
penales de manera expresa, como cuando el art. 141 habla de la
actuación “sin derecho” o el art. 291 de la propagación “indebida”; a
través de la construcción de leyes penales en blanco, como la
infracción de las reglas sanitarias en tiempos de catástrofe que
sanciona el art. 318; o la existencia de elementos normativos en la
descripción típica, como las referencias a la calidad de empleado y
escritura públicas en el art. 193 (Ortiz Q., “Dolo”, 289).
§ 6. Culpa
A. Concepto, requisitos y clasificación
a) Concepto y requisitos
El art. 2 de ne como cuasidelito el hecho punible en que no hay
dolo, pero existe culpa. En términos generales, se puede decir que
actúa con culpa quien no evita un resultado previsible y evitable. La
jurisprudencia la de ne como la realización de una conducta, sin
asentimiento o aceptación del resultado antijurídico que de ella se
deriva, pero con violación concreta de un deber de cuidado que obliga
a abstenerse de una conducta por ser previsible ese ilícito resultado
(RLJ 27).
En consecuencia, los presupuestos de la responsabilidad penal a
título de culpa serían: i) la acreditación de la tipicidad objetiva en los
casos que especialmente se sanciona la culpa, incluyendo el resultado y
su previsibilidad y evitabilidad objetiva (imputación objetiva); ii) una
infracción concreta de un deber de cuidado objetivo de prever o evitar
el resultado; iii) la ausencia de prueba del dolo, al menos eventual; y
iv) la prueba de la capacidad del agente de prever o evitar el resultado.
El primer requisito hace referencia a la tipicidad y, en nuestro
sistema, es de primer orden, ya que no se sigue un régimen general de
cuasidelitos en todos los casos que falte el dolo (crimen culpae), sino
uno excepcional, en que solo son punibles los cuasidelitos
especialmente penados por la ley (arts. 4 y 10 N.º 13): cuasidelitos
contra las personas mencionados en el Tít. X, L. II CP y algunos casos
excepcionales contenidos en los L. II y III CP (arts. 225, 234, 329,
330, 332, 333, 495 N.º 21, etc.) y en leyes especiales (p. ej., art. 27
Ley 19.913, sobre lavado de activos, donde, por regla general, se exige
la producción de un resultado para su sanción). Sin embargo, también
existen cuasidelitos de mera actividad donde la culpa se vincula a la
simple omisión o no evitación de una conducta objetivamente
peligrosa (arts. 224 N.º 1 y 494 N.º 10 CP, 10 Ley 20.000), y cuya
proliferación en el contexto actual parece obedecer a razones
“exclusivamente de carácter político-criminal” (Hernández B.,
“Comentario”, 109). Este carácter de delitos de resultado que en su
mayoría tienen los cuasidelitos hace muy relevante aquí la teoría de la
imputación objetiva, sobre todo a la hora decidir la objetiva
previsibilidad o imprevisibilidad del resultado como primer ltro de
imputación, como se verá más adelante.
El requisito de la infracción de un deber de cuidado hace referencia a
la antijuridicidad de la conducta imprudente (Politoff DP, 380). Su
constatación es un punto de partida operativo en la determinación de
la responsabilidad en el ámbito de aquellas actividades riesgosas cuya
detallada regulación contempla deberes de cuidado especí cos, como
en las precisas prescripciones de la Ley de Tránsito. En el ámbito de la
actividad médica, nuestra jurisprudencia entiende que la infracción a
la lex artis expresada en los protocolos, guías y bibliografía médica
existentes es su ciente para fundamentar la antijuridicidad en la culpa
(SCS 4.06.2008, Rol 434-8). Sin embargo, ello se discute en la
doctrina, pues se entiende que estas regulaciones extrajurídicas
carecen de la obligatoriedad general que tienen las normas legales,
pero extrapenales, que jan deberes de cuidado (Mayer y Vera,
“Pinzas”, 157; y Contreras Ch., “Riesgos”, 385). Otro ámbito
especialmente regulado es la construcción y seguridad de las
instalaciones domiciliaras de servicios básicos, cuya complejidad no
parece estar al alcance de todos y ha dado pie a discusiones no solo
relativas a su existencia (por su falta de publicación en el Diario
O cial), sino también a la posibilidad de su conocimiento (Varela,
“Comentario”, 367). Al respecto, es importante destacar que en estos
especiales ámbitos de regulación se considera que la existencia de
“grupos de sujeción” a normas profesionales y técnicas les obliga a su
conocimiento, por lo que la ignorancia al respecto sería atribuible a
ellos (STC 27.11.2011, Rol 2154). Ello ha derivado en la
transformación de actividades profesionales a niveles de
comprobación previa de las condiciones de actuación exasperantes y
no siempre oportunos ni adecuados a las necesidades de la función,
como ocurre con el fenómeno de la llamada “medicina defensiva”
(Perin, Prudenza, 119). Pero como tales excesivos cuidados no siempre
pueden tomarse en la práctica, sobre todo en situaciones de
emergencia o manifestaciones agudas de enfermedades, para evitar
transformar la culpa en responsabilidad objetiva por la simple
infracción de un deber cuyo desconocimiento difícilmente podrá ser
alegado o la omisión de un paso de un protocolo estandarizado, es
necesario constatar los restantes requisitos mencionados al comienzo,
referidos a la imputación subjetiva en los cuasidelitos.
El tercer requisito para admitir la culpa es la falta de dolo, al menos
eventual, y por eso se designa también la culpa como una forma de
imputación extraordinaria, alternativa a la ordinaria dolosa
(Mañalich, “Imprudencia”, 15). Esa falta de dolo se traduce, por regla
general, en un error de tipo o de prohibición, que se entiende
atribuible al agente si resulta ser evitable o vencible (en sentido similar,
como “yerro in factum”, cali ca la imprudencia Ovalle,
“Imprudencia”, 328). Así, en la llamada culpa con representación o
consciente, el error radica en la sobrestimación de las propias
capacidades para evitar el resultado, lo que lleva a una conducta
generalmente imprudente; en la sin representación o inconciente, en el
desconocimiento de las circunstancias fácticas que conducen al
resultado y que el agente podía conocer, pero no lo hace, por
negligencia al no aplicar sus capacidades y medios disponibles para
salir de ese error. Pero no todo error lleva a la imprudencia pues,
como hemos visto, cuando no es esencial, p. ej., si recae en la
identidad del objeto material de la acción o consiste en una mala
ejecución de un hecho cuya realización es querida por el agente,
estaremos ante un hecho doloso consumado o tentado,
respectivamente.
Finalmente, el último requisito para admitir la responsabilidad a
título culposo es determinar la imprudencia o negligencia en el actuar
concreto del agente, esto es, la voluntaria falta de actualización de sus
conocimientos y capacidades en el caso concreto, que le lleva a no
prever o evitar lo que sería previsible o evitable de haberlos
actualizado (similar, Mañalich, “Imprudencia”, 16: “inevitabilidad
individual actual de la realización del tipo”). Así, en las causas por
imprudencia médica se ha podido constatar que el error que excluye el
dolo no supone siempre un completo desconocimiento de la realidad,
sino que suele estar antecedido del conocimiento de los riesgos
generales de una determinada intervención o prescripción, que no son
veri cados en el paciente concreto mediante los exámenes o
procedimientos diagnósticos correspondientes, por lo que la culpa
descansaría sobre la voluntaria decisión de no veri car en el caso
concreto ese riesgo general, cuyo desconocimiento particular impide
evitarlo, por infracción del deber médico de precisar sus condiciones
personales ante una anamnesis que ofrece diferentes posibilidades
diagnósticas o un diagnóstico que conduce a diferentes alternativas de
tratamiento según esas condiciones (Vargas y Perin, “Vidente”, 122).
De ese modo, a nivel subjetivo sería posible distinguir entre culpa sin
representación en la realización de una actividad riesgosa con peligros
generales conocidos (la actividad médica, la conducción de vehículos,
el empleo de armas y máquinas peligrosas, etc.), sin haber actualizado
la capacidad para decidir en el caso concreto la conducta menos
riesgosa (realización de los exámenes correspondientes, estar atento a
las condiciones del tránsito, etc.); culpa con representación en la
con anza de evitar el resultado concreto previsible, pero sin actualizar
las capacidades para ello por un errado cálculo en la probabilidad de
su realización (negligencia) o actuando sin tener esas capacidades o
sobrevalorando las que se tienen (imprudencia); y el dolo eventual,
donde los esencial sería el conocimiento (especial) de la alta
probabilidad del riesgo concreto que se acepta y se decide no evitar
(disparar con un arma automática a un grupo de personas, acelerar o
no disminuir la velocidad ante la presencia de peatones en la vía, etc.).
Pero no hay culpa ni dolo en los errores no atribuibles al agente, esto
es, inevitables o invencibles, que le impiden prever o evitar el
resultado, como los que se originan en situaciones de trastorno mental
que no suponga inimputabilidad plena, en un engaño de la víctima o
terceros que pocos pueden descubrir o en la asunción de un estado del
conocimiento compartido en la comunidad o en las ciencias, pero
equivocado.
Traspasado el umbral de la tipicidad, la antijuridicidad y la
culpabilidad subjetiva, todavía en los delitos culposos pueden
plantearse las causales de inexigibilidad de otra conducta: el que no
evita lo que puede por coerción de terceros (fuerza), miedo o
necesidad, se encuentran igual de exculpado que quien actúa movido
por tales estímulos, sea que de ello se derive o no un error, si en la
situación concreta que se trate cualquier persona de su grupo de
pertenencia hubiere actuado (u omitido) de la misma manera.
Finalmente, cabe tener presente la existencia de riesgos especialmente
relevantes en ciertos ámbitos de actividad que hace aparecer como
necesaria la creación de delitos de peligro que adelantan la punición
de lo que sería un cuasidelito a una infracción independiente, descrita
como la dolosa puesta en peligro que se quiere evitar. Ejemplos de
ellos son los delitos de conducción en estado de ebriedad (Art. 196 a
196 ter Ley de Tránsito). En este sentido, se propone también, p. ej., la
introducción de delitos de peligro para la seguridad de los
trabajadores, a n de prevenir más e cazmente la accidentalidad
laboral (Gallo, “Prevención”).
b) Criterio para determinar la existencia de culpa en el agente
De lo dicho anteriormente, es previsible y evitable y, por tanto,
vencible, la infracción a un deber de cuidado externo que depende de
uno mismo. Esa dependencia se valora tomando en cuenta la concreta
situación del agente, según el grupo de pertenencia y los
“conocimientos especiales” y “especí cas particularidades” de cada
cual (Bustos, Delito culposo, 38). No puede exigirse la misma
capacidad de juicio al médico que al lego (ni al médico experimentado
que al novato), al capitán de un buque que a sus pasajeros, etc. Luego,
el fundamento de la culpabilidad en la imprudencia es la falla del
juicio sobre qué hacer o no en concreto, atendidos los conocimientos,
capacidades y recursos de que se dispone (Huigens, 454: el
“defectuoso orden de los deseos, deliberación, y elección que se
evidencia en su conducta”).
Por eso el art. 22 del Código de Ética del Colegio Médico de Chile,
sin hacer referencia a protocolos y deberes de cuidado externos,
describe como “negligente” al “profesional que poseyendo el
conocimiento, las destrezas y los medios adecuados, no los haya
aplicado”; “imprudente” al que “que poseyendo los recursos y
preparación necesarios para atención de un paciente, los aplicare
inoportuna o desproporcionadamente, como también si, careciendo de
los recursos o preparación adecuados, efectuare una atención
sometiendo al paciente a un riesgo innecesario”; y como una
“impericia” “la falta de los conocimientos o destrezas requeridas para
el acto médico de que se trata”.
En consecuencia, se sigue aquí un criterio individualizador para
determinar la culpabilidad o exigencia personal de cuidado en los
cuasidelitos, tomando en cuenta tanto los conocimientos especiales
como las capacidades de cada uno (así también van Weezel,
“Parámetros”, 332, aunque proponiendo un análisis a nivel de
tipicidad y no de culpabilidad, como aquí). Este criterio es contrario al
generalizador o del hombre medio, así como el basado únicamente en
el cumplimiento de expectativas o roles sociales (Novoa I, 505, y
Rosas, “Delimitación”, 10, respectivamente). A nuestro juicio, estos
criterios generalizadores llevan a la paradoja de exonerar al médico
especialista alegando que solo le corresponde el comportamiento del
médico general y sancionar al recién egresado de medicina por no
efectuar un diagnóstico propio de quien puede considerarse un médico
promedio con años de experiencia. Y, además, tienden a confundir la
falta al deber de cuidado objetivo con el subjetivo, lo que produce la
identi cación de la culpa con la responsabilidad objetiva por el
resultado que se seguiría de la sola infracción al deber de cuidado
externo. No obstante, mientras se acepte la exigencia de tomar en
cuenta estos conocimientos y capacidades personales, una ordenación
sistemática que los considere ínsitos o esenciales para la determinación
de ese deber de cuidado externo en cada caso (tipicidad), no altera los
resultados a que aquí se llega (v., p. ej., Reyes R., “Cuidado”, 71).
Sin embargo, aceptar un criterio individualizador no signi ca
tampoco que haya de estarse al juicio sobre el alcance del deber de
actualización de las capacidades y conocimientos del propio del agente
(Contreras, “Injusto”, 233), sino al que pueda hacerse sobre la base de
las pruebas que se presenten, como juicio ex ante, adoptando la
posición del agente al momento del hecho, no la signi cación que éste
le otorga a las circunstancias en el caso concreto. De lo contrario, si
hubiéramos de juzgar los hechos culposos a la luz de lo que a rman
quienes incurren en ellos, deberíamos forzosamente concluir que el
resultado no les fue posible prever o, previéndolo, no les fue posible
evitarlo, bien porque creían que era inevitable para cualquiera o para
ellos en el caso concreto, de donde se seguiría la impunidad
generalizada de esta clase de delitos.
c) Carácter principalmente omisivo de la imprudencia
Por otra parte, como antes se ha advertido, puesto que la
antijuridicidad en la culpa deriva de la omisión de poner el debido
cuidado formalizado en el actuar (no solicitar un práctico al entrar a
un puerto, no hacer una revisión de cierto instrumental antes del
vuelo, no respetar las señales del trá co, no realizar un examen
diagnóstico indicado para la sintomatología del paciente, etc.), esta
clase de delitos puede considerarse como una forma de omisión. Ello
es evidente en la negligencia, pero también en la imprudencia, donde
la conducta arriesgada es la forma que se elige para no hacer lo que se
espera (la conducta prudente que evita el resultado dañoso),
omitiendo cumplir con el deber de cuidado externo y actualizar las
capacidades propias en esa dirección. De allí que, también, la mayor
parte de los delitos de comisión por omisión u omisión impropia sean,
en la realidad, cuasidelitos si no hay prueba del dolo o intención de
que se produzca el resultado, como sucederá en los casos en que el
responsable sea un garante que carezca de interés en el resultado lesivo
o que se vea perjudicado de algún modo (SCS 3.7.2009, Rol 3970-08).
Este carácter omisivo de los cuasidelitos excluye la posibilidad de
apreciar en ellos etapas de desarrollo del delito anteriores a la
consumación o la participación concertada de varias personas, aunque
pueda ser posible una cadena y hasta una conjunción de conductas
imprudentes que conduzcan a un mismo resultado.
d) Clasificación
En cuanto a su clasi cación, no se emplea en el ámbito del derecho
penal la que establece el art. 44 CC, sino que se habla de culpa con o
sin representación. En el primer caso, el sujeto actualiza su poder de
previsión, pero previendo el resultado lesivo no lo evita. En cambio, si
pudiendo preverlo, no lo hace, estamos ante supuestos de culpa sin
representación, donde la existencia del peligro que crea la infracción al
deber de cuidado externo se desconoce, pero se atribuye al agente
como propia por no representársela pudiendo hacerlo, según sus
personales conocimientos y capacidades.
Esta clasi cación no afecta la clase de responsabilidad del agente.
Tampoco la afecta la distinción entre negligencia e imprudencia: se
habla de negligencia cuando producto de la falla de juicio se hace
menos de los esperado (en realidad, se omite hacer lo esperado) y de
imprudencia cuando esa infracción al deber se traduce en un actuar
positivo o temerario, más allá de lo esperado: acercarse a la costa en
un lugar prohibido, despegar sin plan de vuelo, conducir a exceso de
velocidad, realizar una cirugía para la que no se está preparado, etc.
Pero, si en vez de falta de previsión, temeridad o negligencia, hay
indiferencia o aceptación en el agente ante el resultado previsible y
actúa de todos modos, “pase lo que pase”, estaremos ante un caso de
dolo eventual y no de cuasidelito.
B. Requisitos
a) La situación de necesidad: el mal grave
Los requisitos para conceder esta eximente (realidad o inminencia
del estado de necesidad como “mal grave”, subsidiariedad y
proporcionalidad de la acción salvadora y limitación de la excusa
respecto de quienes están razonablemente obligados a soportar el mal)
ya los hemos desarrollado al estudiarla en su faz de estado de
necesidad justi cante (el mal que se causa es distinto a un daño a la
propiedad, pero menor al que se pretende evitar), por lo que nos
remitimos allí para los detalles.
Con todo, cabe destacar nuevamente que el estado de necesidad
exculpante no se concede para evitar “cualquier mal”, sino
únicamente “un mal grave para la persona o su derecho”, lo que
parece apuntar directamente a la exigencia de que se trate de una
amenaza a la vida, la integridad física y la libertad (incluyendo la
sexual) de la persona o terceros necesitados.
El mal debe existir, esto es, ser “actual o inminente”, lo que se
entiende incorpora también los “peligros permanentes” generados por
fuentes de peligro cuya actualidad está contenida por medios técnicos
o eventos naturales, p. ej., la inundación que provocaría la destrucción
de un dique por defectos de su construcción o la acción humana
posterior, incluyendo la colocación de artefactos explosivos en su base
(Santibáñez y Vargas, 199, quienes extienden este concepto, siguiendo
a Roxin, al peligro que importa el “tirano doméstico”, cuya conducta
es, sin embargo, una agresión y no un mal cualquiera). Si no existe, la
creencia razonable en su existencia puede permitir su apreciación
putativa o, si tal creencia afecta el ánimo del agente, incluso un miedo
insuperable del art. 10 N.º 9.
b) Proporcionalidad limitada
Respecto del requisito de la proporcionalidad, es decir, del límite de
la aceptación de la eximente respecto del mal que se causa, la ley exige
que no sea “sustancialmente superior al que se evita”. Esta regla se
introdujo en la versión de nitiva del texto, al parecer debido a la
inquietud planteada por el entonces Senador A. Chadwick,
proponiendo “que se requiera que exista alguna proporcionalidad
justi catoria entre la situación de necesidad y el mal que se hace para
evitarlo”.
La ley permite, entonces, para salvar una persona de un grave mal,
disponer de la vida, la integridad o la libertad de otros que no son
responsables del mal que se pretende evitar (ni mucho menos
agresores, caso en que hablaríamos de legítima defensa), incluso si
únicamente la integridad física o sexual están en peligro. En este
sentido, la ley nacional parece aceptar un estado de necesidad
exculpante tanto agresivo como defensivo (una “pequeña legítima
defensa”), cuando la fuente del peligro es otro cuya actuación no
pueda o sea difícil de cali car como “agresión ilegítima” o “fuerza
irresistible” y no cause un miedo insuperable (hechos imprudentes,
ataques de niños e inimputables reconocidos), siempre que sea actual
o inminente y no exista otro medio practicable ni menos perjudicial
para evitarlas.
Según nuestra legislación, ello incluye el supuesto del llamado
sacri cio o muerte de un inocente o “amenaza inocente”, pues la
proporcionalidad y subsidiariedad no se valoran con relación a la
naturaleza u origen del mal que se trate, sino al que se causa frente al
que se pretende evitar y a los medios que se disponen para evitarlo,
respectivamente. Por eso, en casos reales, como la necesidad de
derribar aviones secuestrados o fuera de control por cualquier causa,
causando la muerte de las personas inocentes a bordo que se dirigen
contra edi cios habitados (lo que se puede extender a la detención
violenta de cualquier medio de transporte cuya circulación cause un
peligro semejante), nuestra ley exculparía su muerte si se puede
calcular que de ello derivaría el salvataje de un número
signi cativamente mayor de personas respecto de las que afectaría la
previsible pérdida del medio de transporte y no existe otro medio
practicable para evitarla (Politoff, “Obediencia”, 530, con referencia a
los dramáticos sucesos de la Torres Gemelas de Nueva York, de
9.11.2001. O. o., Cury, “Estado de necesidad [2013]”, 253, basada
únicamente en el presupuesto no establecido en la ley de la supuesta
“imponderabilidad” de la vida humana. Para la discusión al respecto
en el derecho comparado, v. Wilenmann, “Imponderabilidad”). Junto
a estos casos, podemos mencionar los siguientes en que el mal que se
causa podría considerarse sustancialmente menos grave que el que se
evita: lesionar similares bienes jurídicos a los que amenaza el mal,
como salvar la vida propia o de un tercero, disponiendo de la de otro
(el caso de la Tabla de Carneades) o causar un aborto para salvar la
vida de una mujer fuera de los casos permitidos por la Ley 21.030;
afectar bienes jurídicos diferentes de la propiedad: lesionar a uno para
salvar a otro, como en un trasplante forzado de un órgano no vital, o
privar de su libertad a otro con ese mismo n (como sucedería en
casos de epidemias, con la adopción de cuarentenas forzadas fuera de
las reglas del Código Sanitario). Se trata, por tanto, de una
consideración jurídica y no moral, con independencia del juicio que
cada uno tenga de lo que —desde su propio punto de vista losó co o
político— deba o no hacer en cada caso (v., una aproximación de esta
clase en Guerra, Aproximación, 25, quien desarrolla limitaciones
basadas en una teoría moral á la Nozick).
Con todo, se debe admitir que, “saliendo del ámbito en que está en
juego la vida, no existe mayor claridad”, por lo que la eximente
parece permitir “un amplio margen de apreciación judicial” en la
determinación de lo que es o no un mal “sustancialmente mayor al
que se evita” (Hernández B., “Comentario”, 279).
c) Subsidiariedad
Al igual que en el estado de necesidad justi cante, aquí la ley exige
que “no exista otro medio menos perjudicial y practicable” para evitar
el mal grave. La referencia a lo menos perjudicial, sin embargo, debe
hacerse exclusivamente entre los males posibles de causar para evitar
el grave que provocaría el estado de necesidad, pues ya sabemos que la
necesidad exculpante permite causar males mayores de los que se
evitan.
d) Exclusión por deber de soportar el mal
En cuanto a la limitación personal de la eximente, establecida en el
art. 10 N.º 11, 4.ª, cabe reiterar aquí lo ya expresado: mientras no se
exija el heroísmo como obligación de determinados roles sociales
(militares, policías, bomberos, personal sanitario, etc.), es razonable
imponerles el deber de soportar los riesgos inherentes a su profesión u
o cio, como también lo es imponerle soportar tales riesgos a quien
controla la fuente del peligro, al que voluntariamente se expone al
peligro y el que lo causa intencionalmente (causa ilegítima). Además,
es discutible que quienes voluntariamente asumen riesgos producto de
su conducta ilícita no estén obligados a soportar las consecuencias de
sus actos y puedan alegar esta eximente para exculparse de delitos
contra inocentes, incluso el homicidio (o. o. Cury, “Estado de
Necesidad”, 262, quien no admite la existencia del deber de sacri car
la propia vida en ningún caso). Si se trata de la salvación de la persona
o derecho de un tercero, la ley chilena presenta una particularidad
frente al derecho comparado, consistente en impedir el efecto
eximente “en la medida en que el hecho de que, a su titular [del bien
jurídico amenazado] corresponda la carga de soportar esa exposición
al peligro ‘estuviese o pudiese estar en conocimiento del que actúa’”
(Mañalich, “Estado de necesidad”, 737). En el caso contrario, esto es,
que el salvador desconozca o no haya podido conocer el deber de
soportar el mal que pesaba sobre el salvado, podría alegar la
eximente, pero el salvado bien podría ser responsable por su eventual
intervención en el hecho en alguna de las formas de los arts. 15 y 16,
ya que la exculpación no se extendería a su persona (Hernández B.,
“Comentario”, 275).
§ 1. Generalidades
A. La sanción de la tentativa y los actos preparatorios como
extensiones de la punibilidad
La teoría del delito estudiada en los capítulos anteriores puede
resumirse como aquella que establece los presupuestos de la
responsabilidad penal individual por delitos consumados, descritos en
las normas de la parte especial del CP y en las leyes especiales (art.
50). Esto corresponde a la garantía del principio de legalidad del art.
19 N.º 3 inc. 8 CPR, en el sentido que solo son punibles las conductas
expresamente descritas en la ley como tales.
Luego, según esta garantía, en principio solo sería posible sancionar
a una persona cuando ha realizado completamente la conducta
descrita en el tipo penal. Ello supone la prueba de que el acusado
realizó una conducta que lesionó o puso en peligro el bien jurídico
protegido por el tipo penal respectivo, en la forma descrita en la
propia ley, aunque no haya obtenido los eventuales propósitos
ulteriores que perseguía (agotamiento del delito). Así, el delito de
hurto (art. 432) se consuma con la apropiación de la cosa ajena, sin la
voluntad de su dueño y con ánimo de lucro, tanto si el delincuente
sacó el provecho que buscaba de la cosa sustraída, como si la extravió
en su fuga. Y, por su parte, el envenenamiento de aguas de curso
corriente para el uso público se consuma con la introducción de
venenos o sustancias capaces de provocar “muerte o grave daño a la
salud” en el surtidor de agua potable de una localidad (art. 314), sin
esperar a la producción de un daño efectivo a la vida o salud de las
personas que usan esa agua.
En consecuencia, la garantía del principio de legalidad impone que a
la descripción de los delitos de la parte especial del CP y de las leyes
especiales se añadan disposiciones legales que expresamente extiendan
la punibilidad a hechos no consumados, estableciendo los requisitos
para su sanción y señalando las penas que correspondan imponer en
cada caso. En nuestro sistema legal, esa es la función que cumplen los
arts. 7, 8 y 51 a 55, respectivamente.
Así, en virtud de lo dispuesto en el art. 7 y 8, se sancionan no solo el
crimen o simple delito consumado, sino también el frustrado y el
tentado, excluyéndose las faltas (art. 9, salvo la del art. 494 bis) y, en
los casos especialmente previstos por la ley, la proposición y la
conspiración para cometerlos.
Según estas disposiciones, por una parte, existe tentativa (y
eventualmente frustración punible) cuando se “da comienzo a la
ejecución del delito por hechos directos” sin que el hecho se consume.
Y, por otra, la proposición y la conspiración para cometer un delito
son punibles solo si al menos quien a resuelto cometerlo, propone su
ejecución a otro.
Luego, en su límite superior, exigen que el delito no esté consumado
para su aplicación. En los delitos de resultado y, sobre todo, en
aquellos en que la ley solo describe el resultado de la conducta, falta la
consumación cuando no se produce el resultado punible, p. ej., no
muere la víctima de la acción dirigida a matarle en el caso del art. 391;
o bien cuando, produciéndose el resultado causalmente, no es
imputable objetivamente al acusado, p. ej., por la intervención de un
tercero o de la propia víctima en la alteración del curso causal. Por
otra parte, en los delitos formales o de mera actividad y en los de
peligro, donde la descripción de la conducta punible no incluye un
resultado, la conducta desarrollada por el acusado no será punible
como delito consumado cuando coincide solo parcialmente con
aquella descrita por la ley o solo puede describirse como una que
conduciría a su realización, como sucedería en el ejemplo del art. 314,
si quien pretende envenenar el agua de uso público es repelido por la
autoridad antes de introducir en ella las sustancias nocivas que porta
al efecto.
Pero, en cambio, no es tan sencillo determinar cuándo se estará ante
el comienzo o principio de la ejecución punible de un delito. Al
respecto, lo único seguro es que, en su límite inferior, la simple
ideación del delito o la resolución de cometerlo sin comunicarla a
terceros ni realizar cualquier conducta que la exteriorice no es dar
comienzo a su ejecución. Esto se conoce como la fase interna del iter
criminis. Esta fase es absolutamente impune no solo por razones
teóricas, sino principalmente por no constituir conductas en los
términos del art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, sino pensamientos no
manifestados a terceros, cuya sanción es incompatible con la
existencia de un sistema republicano que, para ser tal, debe aceptar un
mínimo de libertad personal como fundamento político de su
existencia.
Sin embargo, a partir de cuándo es punible la exteriorización de esas
resoluciones de cometer un delito, es materia de un amplio debate
doctrinal, en el que tenemos que distinguir entre la fundamentación de
la sanción de la tentativa y la de los actos preparatorios. Respecto de
la primera podemos observar tres teorías fundamentales: la objetivo-
formal, las subjetivas y la objetivo-material, que expondremos a
continuación, por su importancia práctica. En cuanto a la
fundamentación de la sanción de los actos preparatorios, parece
predominante la referida a la mayor peligrosidad del actuar conjunto,
como se verá al tratar más adelante la materia.
§ 2. Tentativa
A. Tipicidad
El art. 7 describe la tentativa, en su primera parte, como “dar
principio a la ejecución de un crimen o simple delito por hechos
directos, faltando uno o más para su complemento”. Al exigir dar
principio a la ejecución del hecho, la ley impide la sanción a título de
tentativa de toda idea o resolución criminal no externalizada, pero no
se re ere a una parte del tipo, como proponía la teoría objetivo-
formal: el hecho al que se extiende la punibilidad es, por cierto, uno
que puede verse como parte de la realización del tipo, pero también
los anteriores que conducen a ella, creando un peligro de su
realización: disparar un arma no es comenzar a matar, pero si el tiro se
hace a una distancia que puede herir a una persona sí es tentativa de
homicidio punible, al crearse objetivamente el peligro de realización
del tipo penal, según el destino del disparo.
Además, debe ser el caso de que, por cualquier razón objetiva,
independiente de la representación o capacidades del agente, ese
peligro de realización no se produce, faltando uno o más actos para
que el delito se consume. Si no falta acto alguno, pero de todas
maneras el delito no se consuma, estamos ante una frustración: el
delincuente puso todo de su parte para la consumación, pero no se
produce por una causa independiente de su voluntad.
La descripción de aquello en que consisten los hechos tentados se
obtiene de unir el contenido del art. 7 con el respectivo tipo penal
consumado consagrado en la ley. Así, p. ej., en el robo (art. 432), una
tentativa punible consiste en dar principio a la ejecución de la
apropiación de una cosa mueble ajena, sin la voluntad de su dueño y
con ánimo de lucro, usando violencia en las personas, por hechos
directos (RLJ 36). Pero la precisión de lo que sea el principio de
ejecución por hechos directos de cada delito en particular depende de
su propia con guración típica y es un problema de la parte especial:
“No hay ‘comienzo de ejecución’ válido para todo el derecho penal;
hay comienzo de ejecución de homicidio, de hurto, de robo, de
apropiación indebida, etc.” (Cury, “Principio de ejecución”, 1097).
Aún así, es importante reiterar que no todos los actos de tentativa
constituyen la realización de parte del tipo penal (propuesta objetivo-
formal), sino que también la constituyen hechos anteriores al
comienzo de esa ejecución, pero conectados con ella por el peligro
material de su realización en las circunstancias concretas en que se
ejecutan (causalidad hipotética), según una apreciación objetiva de la
representación del agente y teniendo en cuenta sus capacidades y
conocimientos. Así, se estimó que hacer un forado para entrar a un
lugar no habitado era una tentativa de escalamiento del art. 440 N.º 1,
aunque los responsables hubieran sido sorprendidos antes de empezar
a entrar al lugar del robo (SCA Temuco 19.2.2016, RCP 43, N.º 2,
255, con nota crítica de A. Rojas) por el peligro de consumación (los
responsables estaban a punto de ingresar), antes que referirla a la sola
evidencia de la intención manifestada.
La naturaleza del acto externo debe ser la de un movimiento
corporal o acción anterior a la consumación. Esta exigencia hace
imposible concebir la tentativa en los delitos de omisión, pues por
resuelto que se tenga hacerlo, no es posible comenzar a omitir antes
del momento en que es obligatorio actuar y no se hace lo que se espera
(quien desea apropiarse de cosas que provienen de un naufragio no
comete tentativa del delito del art. 448 inc. 2 por acercarse a la playa
todos los días hasta que ve uno: solo cuando toma la cosa proveniente
del naufragio nace la obligación de entregarla a la autoridad). En
cambio, en los delitos de omisión impropia, en la medida que la
conducta puede fraccionarse y aparecer hechos positivos que excluyen
terceros potenciales salvadores, es posible la tentativa desde que se da
comienzo a la ejecución de tales hechos. Tampoco parece posible la
tentativa en los delitos de expresión, donde se sanciona la
manifestación de un mensaje falso, una amenaza, la solicitud de un
hecho ilícito o un insulto (arts. 206, 248, 296, 416, p. ej.). Cuando la
expresión pensamientos sancionada es oral, solo cabe la impunidad
(cogitationem poenam nemo patitur) o la consumación. En cambio, si
la expresión es por escrito o mediante una grabación, es imaginable la
tentativa y aún la frustración desde el momento que el agente pone
todo de su parte que el delito se realice (poner por escrito el
pensamiento y enviarlo a su destinatario). Por ello, hay que convenir
en que el criterio del fraccionamiento para determinar la posibilidad
de una tentativa no puede referirse únicamente al del tipo penal, que
correspondería con la teoría objetivo-formal, sino a la posibilidad de
ejecución de actos anteriores a su realización que importen un peligro
objetivo de consumación del delito que se trate. Esta posibilidad es
una cuestión empírica, dependiente tanto de la descripción del delito
como de las posibilidades y formas de su realización material pero, en
ningún caso, de la sola literalidad de los tipos penales. En el ejemplo
clásico de los delitos de resultado puro, la muerte de la víctima es
instantánea, no admite fraccionamiento y mientras no se produce no
se puede a rmar que se ha cometido un homicidio, pero se acepta
retrotraer la sanción de la tentativa a los hechos anteriores a esa
muerte que supongan un peligro de consumación: apostarse con el
arma a esperar que llegue la víctima, apuntar, disparar. Solo en
contados casos podrá a rmarse que un delito determinado no admite
tentativa porque, según su descripción típica, la conducta descrita en
la ley como delito no admite fraccionamiento (RLJ 36).
Pero la ley exige algo más que la externalización de la conducta para
a rmar la tentativa. Se requiere que esos actos de ejecución sean vistos
como “hechos directos”, esto es, según la teoría objetivo-material aquí
propuesta, que estén directamente encaminados a la realización del
tipo penal o pongan en peligro el bien jurídico respectivo, siempre que
se encuentren en inmediata conexión espacio temporal con la
consumación (RLJ 36). Los criterios de “oportunidad-para-la-acción”
e “inmediatez” propuestos por la teoría analítica podrían servir de
elementos heurísticos para esta determinación, pero no mucho más, ya
que a rmar que una persona “se encuentra en posición de producir la
muerte de otro ser humano” o “de condicionar, mediante engaño, una
disposición patrimonial perjudicial para otra persona”, no parece
resolver la cuestión de en qué consiste estar en esa posición si ella no
se vincula con un peligro real de consumación, por mucho que desde
el punto de vista analítico se quiera negar la relevancia de ese peligro
para a rmar la tentativa (v., sobre dicha teoría, Mañalich, “Inicio”,
826 y 833).
Según la ley chilena, no es un hecho directo el porte de los
instrumentos del delito, aunque se trate de aquellos conocidamente
destinados a su comisión, pues ha establecido tres tipos especiales para
los casos que ha supuesto de su ciente gravedad y que no estarían
incorporados en el concepto de tentativa punible: el porte de armas
prohibidas en la Ley 17.798; el de “llaves falsas, ganzúas u otros
instrumentos destinados conocidamente para efectuar el delito de
robo” (art. 445); y el de “artefactos, implementos o preparativos
conocidamente dispuestos para incendiar” (art. 481). Tampoco lo es la
fabricación de tales instrumentos (en el caso de las falsi caciones, la
de los cuños, planchas, etc., destinados a falsi car monedas y billetes,
se pena especialmente en el art. 181). De allí que, correctamente, se
estimó como actos preparatorios impunes de falsi cación la
fabricación y posesión de formularios de revisión técnica en blanco
(RLJ 36). Sin embargo, la facilitación de los instrumentos con que se
comete el delito constituye una forma de autoría, si existe concierto al
efecto (art. 15 N.º 3); o mera complicidad, si ese concierto no existe o
el medio facilitado no es el que se emplea para realizar el tipo penal,
pero sirve a ello, siempre que exista conocimiento de su utilización
ilícita (art. 16). Pero, en ningún caso, son hechos directos de ejecución,
en el sentido de nuestra ley, proponer a otro la comisión de un delito y
ni siquiera acordarla si no hay un acto exterior adicional, guras que
el art. 8 denomina proposición y conspiración y que solo se castigan
de manera excepcional.
En cambio, sí puede considerarse como hecho directamente
encaminado a la consumación la realización de parte del tipo penal,
cuando su descripción lo permite, como hace el art. 444 cuando
presume que el que entra por vía no destinada al efecto a un lugar
habitado ejecuta una tentativa de robo, según el criterio objetivo-
formal. Pero no todos los delitos se describen de manera que sea
posible a rmar que una conducta es parte de su ejecución formal o
que realizan inmediatamente la descrita en el tipo. No es fácil advertir
cuándo formalmente se comienza a privar de libertad a otro o a darle
muerte. Incluso quien ha dispuesto los artefactos incendiarios y se
apronta a prenderles fuego, no ha dado aún comienzo a la ejecución
formal del incendio, como tampoco ha iniciado formalmente un robo
quien fuera del lugar donde pretende entrar forcejea con la puerta. Por
otra parte, quien comienza a someter físicamente a otro puede estar
dando inicio a la ejecución de un secuestro (art. 141) o de una
violación (art. 361).
Por tanto, de acuerdo con el criterio objetivo-material aquí adoptado
diremos que hechos directos de ejecución son aquellos que representan
un peligro de consumación del tipo penal de referencia, de acuerdo
con las particularidades de su descripción típica, que no consistan en
la adquisición o porte de los instrumentos para su comisión o en la
sola manifestación verbal de la resolución de cometerlos, salvo en los
casos de delitos especiales que sancionan tales hechos. Pero sí es
posible estimar que existe un peligro de consumación en los casos de
autoría mediata, desde el momento en que el autor toma el control de
la voluntad del instrumento. No obstante, solo el conjunto de la
prueba ayudará a dilucidar en cada caso la existencia o no de ese
peligro, mediante un juicio ex ante que queda entregado a la
apreciación de los jueces del fondo (RLJ 36).
Nuestra jurisprudencia ha considerado, en un uso más bien intuitivo
de estos conceptos, que un disparo fallido contra otro es una tentativa
si la falla es producto de la mala puntería del agente; y que llevar a
una mujer a un sitio eriazo y quitarle las ropas es tentativa de
violación, aun “cuando ni siquiera se han aproximado los sexos” por
la resistencia opuesta (RLJ 37).
Es importante señalar que esta concepción objetivo-material de la
tentativa importa un análisis fáctico independiente de las intenciones
del agente: si, p. ej., la intención de matar está demostrada por un
reconocimiento, la declaración que se hace a un tercero, o ello se
in ere de motivos poderosos para la actuación (el dinero que se
recibirá de una herencia, p. ej.), es irrelevante para la tipicidad de la
tentativa (y de la frustración), si ese ánimo o intención no se
mani esta en la ejecución de hechos directos de ejecución del
homicidio (tentativa) y, para el caso de la frustración, si no se pone de
parte del agente todo lo necesario para que la muerte de su víctima se
produzca.
B. Culpabilidad
La prueba del peligro de consumación como condición sine qua non
para a rmar la existencia de una tentativa, no es su ciente para su
sanción, pues se requiere también la prueba de la culpabilidad del
agente. Así se ha fallado que no hay tentativa de parricidio si el
imputado abre las llaves de gas de una cocina para suicidarse,
poniendo en riesgo a sus hijos, pero sin la intención de causarles
lesiones o muerte; y que romper una ventana, sin manifestar en hechos
comprobables la intención de entrar al lugar no constituye tentativa de
robo (RLJ 36).
En la tentativa la subjetividad del agente se dirige a lograr la
consumación del delito, algo que va más allá de lo objetivamente
realizado, por lo que este exceso de subjetividad puede considerarse
un elemento subjetivo del tipo legal, como en los delitos de intención
trascendente; pero también un doble dolo, integrante de la
culpabilidad y fundante de la antijuridicidad, según la teoría de la
doble posición del dolo; o incluso como una “resolución-al-hecho”
diferenciada del hecho mismo (Mañalich, “Inicio”, 822). Pero, más
allá de su ubicación sistemática, lo importante son las consecuencias
que este exceso de subjetividad impone: según la doctrina y
jurisprudencia dominantes la existencia de la nalidad de consumar
excluiría la posibilidad de tentativa y frustración imprudente y con
dolo eventual (Mera, 148; RLJ 31; y SCS 24.10.2012, RChDCP 2, N.º
1, 173, con nota aprobatoria de O. Pino). Para justi car esta
limitación se plantea la existencia de una diferencia estructural entre
tentativa y consumación: la falta objetiva de consumación en la
tentativa sería compensada, para justi car la pena, con un plus de
subjetividad: el dolo directo (Londoño, “Tentativa”, 125).
Sin embargo, mientras la exclusión de la tentativa de delitos
culposos puede fundarse en que ellos pueden describirse como la
omisión de un deber de cuidado sin intención de realización de la
puesta en peligro o resultado lesivo, la aceptación de un resultado
previsible no parece incompatible con el inicio de ejecución de la
conducta que lleva a su realización y existen buenas razones para
admitirlo, como hace la doctrina dominante en Alemania y España (y
reconoce el propio Londoño, “Llave de gas”, 238).
En efecto, en todos los casos en que las conductas son ilícitas por el
objeto material en que recaen (delitos de posesión) o el medio que se
emplea, si se admite dolo eventual sobre ese conocimiento o los
efectos del medio, es perfectamente imaginable un dolo eventual de
consumación del delito, p. ej., de posesión de pornografía infantil o de
la muerte del destinatario del alimento envenenado, basándose en la
aceptación de que los intervinientes en el material pornográ co sean
menores de edad (art. 374 bis) o de que el destinatario del alimento
envenenado comerá lo su ciente del mismo como para morir (art. 391
N.º 1).
En los delitos de resultado puros es todavía más fácil concebir el
dolo eventual en la tentativa: así, en un fallo muy ilustrativo, se tuvo
por probada la existencia de un dolo eventual como aceptación del
resultado de muerte de la persona a quien se hiere y se encuentra junto
a la destinataria principal de los disparos, pero se rechaza cali car el
hecho como homicidio frustrado, sosteniendo que, según el art. 7,
requiere dolo directo (SCA San Miguel 24.2.2015, RCP 43, N.º 2,
273, con nota crítica de M. Schürmann). Sin embargo, esa exigencia
no emana de la disposición legal citada. No es necesario, por tanto, un
dolo directo en la tentativa de un delito, si la producción de los
resultados punibles es previsible y aceptada por el agente. Con mayor
razón esta conclusión es aplicable a los delitos frustrados, donde la
falta de consumación proviene de una circunstancia objetiva
independiente de la voluntad del agente, por lo que no existe
posibilidad de distinguirlos de los delitos consumados en su aspecto
subjetivo: el agente ya hizo todo de su parte para que la consumación
se produjese, con dolo directo o eventual (Mañalich,
“¿Incompatibilidad?”, 176, donde se critica, con razón, la SCS
11.7.2017, Rol 19008-17, que falló en sentido contrario en un caso en
que el agente le quitó los ojos y golpeó la cabeza de una mujer con
una piedra, quien de todos modos sobrevivió). Pero no es necesario
para admitir este resultado aceptar la idea de que el dolo eventual no
tenga re ejo en una prueba sobre el estado mental, como propone
alguna doctrina aislada (Náquira, “Tentativa”, 271).
§ 3. Frustración
El art. 7 inc. 2 de ne al crimen o simple delito frustrado como aquél
en que “el delincuente pone de su parte todo lo necesario para que el
crimen o simple delito se consume y esto no se veri ca por causas
independientes de su voluntad”.
Se distingue de la tentativa por su grado objetivo de peligro de
realización del delito, pues mientras en la primera falta al agente
ejecutar uno o más actos para que el solo curso causal siguiente lo
desencadene; en la frustración el agente ya ha hecho todo lo necesario
al efecto. Pero hay que tener claro que en nuestro sistema la
frustración no consiste en la realización de todos los actos que el autor
considere necesarios según su propia representación (la tentativa
acabada del § 23.3 StGB), sino de todos los que lo sean según una
valoración objetiva del hecho (Mera, “Comentario”, 163). Y esta
diferencia objetiva en el peligro de realización del tipo penal explica la
también objetiva y obligatoria diferencia en la medida de la pena entre
tentativa y frustración en nuestro Código, ordenándose para la
primera una rebaja en dos grados y para la segunda de uno solo; al
contrario de lo que sucede en los sistemas subjetivistas como el
alemán, donde las rebajas de pena por este motivo son meramente
facultativas. En nuestra jurisprudencia es mayoritaria esta concepción
objetiva, como manda el Código, entendiendo que hay frustración
cuando la conducta abandonada a su curso natural objetivamente
conduciría al resultado, sin la intervención de terceros o causas
naturales y con independencia de la representación del autor (RLJ 32).
Además, en el caso de quien dispara con mala puntería, se aprecia
tentativa y no frustración, pues objetivamente faltan actos para su
complemento (RLJ 33).
En cuanto a los presupuestos de la responsabilidad por delito
frustrado, son los mismos que en los delitos tentados, tanto objetivos
como subjetivos, salvo por el grado de peligro de realización: el sujeto
ha llevado adelante todos los actos que conducen objetivamente a la
consumación, que no se produce por un evento natural (caso fortuito)
o la intervención de terceros (p. ej., la oportuna intervención médica),
independientes de la voluntad del delincuente. La defensa de
imputación objetiva, en casos de resultados retardados e intervención
de terceros responsables, no excluye entonces la responsabilidad, pues
conduce también a la apreciación de un delito frustrado. Por otra
parte, tampoco hay inconvenientes para aceptar la frustración con
dolo eventual, pero es imposible la que sea imprudente.
En la doctrina se advierte que, a diferencia de la tentativa, la
frustración solo sería concebible en los delitos materiales y en todos
aquellos que exijan un resultado, entendido como un evento separado
de los actos de ejecución, que pueda o no veri carse después de que el
agente ha puesto todo lo necesario de su parte para que el delito se
consume, excluyendo la frustración de los delitos de mera actividad.
Sin embargo, esa defensa es rechazada por nuestra jurisprudencia que
admite la existencia de la frustración en toda clase de delitos, como en
los casos de quien pretende cometer una violación y se detiene ante la
llegada de un automóvil; intenta cometer un hurto, es sorprendido y al
huir es detenido a pocos metros del lugar de la sustracción; o es
sorprendido saliendo del lugar de donde sustrajo cosas empleando
fuerza (RLJ 34). Esta es la llamada teoría del último acto, según la
cual, debe considerarse frustración el hecho que se encuentra en su
fase nal de ejecución (el último acto), aunque para la producción del
resultado o consumación falten todavía “factores causales
dependientes de terceros o fenómenos naturales o mecánicos” (SCA
Concepción 25.7.2014, RCP 41, N.º 4, 189; Ramírez G.
“Frustración”, 133). La referencia del art. 7 a la consumación y no a
la producción de un resultado abona esta interpretación y la
introducción del art. 494 bis, que expresamente sanciona la
frustración de la falta de hurto, parecen respaldar esta comprensión
del texto legal (o. o. Contardo, 128). Algunos autores admiten
también la frustración en esta clase de delitos por el carácter
valorativo que atribuyen a la distinción, opuesto a una mera
constatación causal, pues resultaría una especie de so sma causal
a rmar que, al mismo tiempo, se ha puesto todo de parte del agente
para que el delito se consume, pero esto no se veri ca, ya que,
entonces siempre faltará haber puesto algo y ese faltante se valora
como frustración cuando intervienen terceros o el acaso no controlado
por el agente (Vera, “Frustración”, 254). En el extremo, también es
cierto que la idea de la existencia de una frustración como
“valoración” en esta clase de delitos ha permitido a los tribunales
rebajar las penas en casos dudosos de consumación, donde la
intervención policial es coetánea a la salida de los acusados del lugar
de los hechos, sin llegar al extremo de hacerlo en dos grados (SCA
Concepción 12.9.2016, RCP 43, N.º 4, 262, con nota crítica de A.
García, en el sentido de que debió a rmarse tentativa y no
frustración).
C. Conspiración
Conforme dispone el art. 8 inc. 2, “la conspiración existe cuando
dos o más personas se conciertan para la ejecución del crimen o simple
delito”. No se castiga a este título la contribución a un plan común sin
conocimiento de los restantes conspiradores, ni la sola pertenencia a
una banda organizada que no llega a ser una asociación ilícita (Matus,
“Formas de responsabilidad”, 374). Tampoco corresponde esta
descripción exactamente a los casos de conspiracy y de joint criminal
enterprise que se conocen en el common law y en el derecho penal
internacional, respectivamente (sobre la primera, v. Katyal, 1307; y
sobre la segunda, Ambos, “Joint Criminal Enterprise”, 159).
En cuanto a su tipicidad, “ni el ocuparse dos personas en la
posibilidad de un delito, ni el desearlo, es conspirar para su
comisión”, se requiere “algo más”: un acuerdo o concierto acerca del
lugar, modo y tiempo de ejecutar un delito determinado y la decisión
seria de ponerlo por obra, aunque no se requiere un acuerdo acerca de
todos y cada uno de los detalles de su ejecución (Pacheco CP, 131).
En síntesis, se conspira para ejecutar un delito determinado, y al
igual que en el caso de la proposición, el castigo por la ejecución de
ese delito impide su sanción también a título de conspiración.
Tampoco hay inducción a la conspiración, complicidad, tentativa ni
encubrimiento, ya que se trata de un anticipo de la punibilidad
especialmente regulado: puesto que la conspiración requiere concierto
para la ejecución de un delito, todos los partícipes en ella deberían
tomar parte en la ejecución del delito para que se conspira,
excluyéndose así la llamada conspiración en cadena y,
particularmente, la conspiración para la inducción, puesto que la
inducción no es un acto de ejecución.
En cuanto a la naturaleza del acuerdo, se requiere uno acerca del
lugar, modo y tiempo de ejecutar un delito determinado y la decisión
seria de ponerlo por obra, aunque no se requiere un acuerdo acerca de
todos y cada uno de los detalles de su ejecución.
Es discutible, sin embargo, que sea posible a rmar que el texto legal
imponga concebir la conspiración como un concierto para cometer un
crimen o simple delito, en el sentido estricto de “tomar parte” en su
ejecución del art. 15 N.º 1, pues el concierto también está presente en
las formas de participación sancionadas como autoría el art. 15 N.º 3
y en los casos de complicidad del 16 no contemplados en el 15.
Estimamos ahora, en cambio, que lo relevante es la división del
trabajo entre personas de igual rango, esto es, donde no exista un
autor mediato y un ejecutor instrumentalizado, pero sin que ello
determine la forma de cooperación empírica al hecho. Lo relevante no
es, como sosteníamos antes, la forma de intervención acordada, cuya
valoración será materia de un juicio independiente de conformidad
con la forma de su realización empírica, sino la existencia de un
acuerdo serio, sin reservas mentales por parte de alguno de los
partícipes y tan rme como se requiere en toda tentativa que tenga, ex
ante, probabilidad de consumación.
D. Entrapment (defensa contra la inducción o proposición de un
agente encubierto)
La exigencia de la seriedad del acuerdo, esto es, de su existencia,
podría hacer pensar que, en principio, no habría lugar a la sanción por
conspiración y su materialización posterior en el delito acordado, si el
concierto tiene lugar únicamente con un agente encubierto (art. 25 Ley
20.000 y 226 bis CPP), pues el tercero que conspira con el agente
desconoce que tal acuerdo no existe en realidad y, por tanto, actuaría
bajo un error (Riquelme, 11). No obstante, vale aquí la asentada
jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos (Jacobson v.
United States, 503 USSC, 1992), que considera exento de pena a
únicamente a quien ha sido atrapado por un agente estatal que le ha
propuesto o lo ha inducido a hacer algo que no hubiera hecho de no
mediar esa inducción (entrapment) y, en cambio, punible a quien se
encontraba dispuesto a cometer el delito de todas maneras, con
independencia de la actuación del agente estatal (Politoff, “Agente
encubierto”, 89. O. o. Guzmán D., “Delito experimental”, 30, para
quien toda provocación al delito o “experimentación”, sea por un
agente policial o un particular es ilícita y así serán las pruebas que se
recojan, con independencia de su nalidad).
En todo caso, siempre será posible alegar esta defensa si el agente
encubierto se ha excedido de sus atribuciones, la autorización de su
empleo no consta en la carpeta de investigación, o no ha sido
designado como tal en la forma legal (SSCS 4.6.2001, criticada en
Artaza, “Conspiración”, 212; 12.1.2016, RCP 43, N.º 2, 157, con
nota aprobatoria de C. Ramos; 29.1.2015, RCP 42, N.º 2, 327, con
nota aprobatoria de J. C. Manríquez; y 22.12.2016, RCP 44, N.º 1,
165, con nota crítica de C. Peña y Lillo sobre la interpretación de la
Corte que declaró legal en este caso el nombramiento del agente
encubierto por parte de la policía sin intervención del scal. En cuanto
a la constancia de la autorización para la actuación encubierta o de un
agente revelador, la SCS 28.4.2020, Rol 20940-20, ha precisado que,
si ésta es otorgada por al Ministerio Público, es el scal que la otorga
quien debe dejar registrarla en la carpeta investigativa, antes de la
realización de la diligencia).
Respecto de la responsabilidad penal del propio agente encubierto,
es pací ca la doctrina que estima se encontraría exento de
responsabilidad por la causal de justi cación del art. 10 N. .º 10, “por
los delitos que deba cometer en el desempeño del deber u o cio que se
la ha impuesto, cuando esos delitos han tenido por nalidad
identi car a los partícipes en organizaciones delictivas” o “recoger las
pruebas que servirán de base al proceso penal” (Fernández G.,
“Inconstitucionalidad”, 964).
§ 5. Defensa común: el desistimiento
A. Desistimiento como excusa legal absolutoria
La defensa del desistimiento consiste en la prueba de que, una vez
realizada la proposición, concertada su realización o iniciada la
ejecución del crimen o simple delito por hechos directos, el agente
interrumpe su actividad o impide la realización del resultado
voluntariamente (“por una causa dependiente de su voluntad”), por sí
o con auxilio de la autoridad.
Esta defensa se considera una excusa legal absolutoria porque no
afecta los presupuestos de la responsabilidad ni tiene relación alguna
con las defensas generales basadas en la falta de antijuridicidad o
culpabilidad, sino que se funda principalmente en razones de política
criminal: ofrecer un estímulo a quienes abandonan la comisión del
delito o impiden sus consecuencias (Politoff, Actos preparatorios,
227). A esta razón se añade la falta de necesidad de la pena respecto
de quien por sí mismo retoma la observancia del derecho, a rmando
que sería “incomprensible” que no se previera este efecto para el
desistimiento en la tentativa y la frustración, si la propia ley en ciertos
casos de desistimiento posterior a la consumación del delito atenúa la
pena, como en los arts. 129 inc. 2, 208 inc. 1 y 456, o incluso exime
de toda responsabilidad penal, según lo prescrito en el art. 129 inc. 1
(Ortiz Q., “Desistimiento”, 390; y Cury, “Desistimiento”, 1375).
B. Requisitos
a) El factor objetivo del desistimiento
El desistimiento en la tentativa requiere que el agente no siga
actuando cuando podía hacerlo. Para que el desistimiento sea efectivo,
basta con que “el autor se abstenga de cualquier acto ulterior que no
esté naturalmente unido con el hecho concreto de la tentativa”
(Politoff, Actos preparatorios, 230): quien tras rociar con para na a
su víctima y fallarle el dispositivo de encendido la deja ir sin haberle
prendido fuego, se encuentra en un caso de desistimiento (RLJ 39). En
cambio, no hay desistimiento si los actos hasta entonces realizados por
el delincuente siguen siendo e caces para proseguir la acción punible,
solo pospuesta hasta mejor momento (p. ej., el ladrón que deja
preparado el forado para entrar a un edi cio la noche siguiente).
En la frustración, el desistimiento requiere algo más que la
suspensión del ataque: se exige que sea el propio autor quien evite el
resultado, por sí mismo o con el concurso de terceros (como cuando se
provee de auxilio médico a la víctima). Pero, si a pesar de los esfuerzos
del autor o de los terceros que procuran evitarlo, el resultado se
produce de todas maneras, no hay desistimiento, y a lo más operará la
atenuante 7.ª del art. 11. Con todo, encontramos ahora la razón a
quienes a rman que, salvo la exigencia de la e cacia del desistimiento
en la frustración, no se requiere que sea mediado por esfuerzos serios,
rmes y decididos, pues lo decisivo no es la calidad de la voluntad del
agente o su entusiasmo, sino su e cacia en impedir del resultado
(Mera, 164). Lo mismo vale en el caso de que el desistimiento consista
en colaborar con terceros que espontáneamente intervienen para evitar
el resultado, siempre que esa colaboración sea e caz para impedir el
resultado, aunque haberlo impedido no sea atribuible exclusivamente
al agente.
Es interesante notar que esta diferencia entre las exigencias del
desistimiento en la tentativa y la frustración permiten también una
diferenciación objetiva entre ellas: si basta para que el resultado no se
produzca con el solo hecho de suspender la ejecución del delito,
estaremos ante una tentativa; en cambio, si se requiere objetivamente
de una intervención del curso causal que impida la producción del
resultado, será el caso de un delito frustrado.
En la conspiración, en cambio, la ley exige algo más para aceptar el
desistimiento, según el inc. nal del art. 8, atendido el mayor peligro
de la realización conjunta, que no solo refuerza la voluntad de cada
cual, sino también, en la medida que todos los que acuerdan la
comisión del hecho son responsables del mismo y no están
instrumentalizados por otros pueden llevar a la realización del hecho,
aunque uno de los conspiradores se arrepienta. Por ello la ley exige al
conspirador no solo el arrepentimiento, sino realizar los esfuerzos
su cientes y e caces para impedir que se dé comienzo a la ejecución
del delito, denunciando el plan y sus circunstancias a la autoridad,
antes de iniciarse la persecución penal en su contra (esto es, antes de
adquirir la calidad de imputado según el art. 7 CPP). Pero, si el
conspirador arrepentido realiza similares esfuerzos y logra el
desistimiento de los demás, antes de dar comienzo a la ejecución y sin
dar aviso a la autoridad, de facto se habrá evitado la persecución
penal del hecho y podrá también gozar de la excusa. Luego, en ningún
caso bastará con la mera renuncia o abandono de la ejecución, pues la
ley exige algo más, esto es, disminuir activamente el peligro de
realización del delito por parte del resto de los conspiradores, que el
solo arrepentimiento o abandono individual no puede conseguir (o. o.
Mera, “Comentario”, 175).
Finalmente, el desistimiento en la proposición tiene los mismos
efectos y requisitos que en la conspiración, pues al envolver a terceros
responsables en la comisión de un delito ya resuelto en sus detalles, se
ha creado un peligro de consumación que quien lo ha propuesto debe
evitar, no bastando para ello que se reste a su ejecución tras el rechazo
inicial del tercero. Las críticas de la doctrina mayoritaria a estas
exigencias yerran al entender que no habría diferencia entre proponer
un hecho colectivo cuyo progreso no depende de quien así lo hace y
dar comienzo a la ejecución de un hecho individual cuyo abandono
por el agente es su ciente para evitar su consumación.
Tratándose de la tentativa de un hecho colectivo de aquellos en que
no se sanciona la proposición y la conspiración, a falta de regulación
expresa como en la de estos últimos casos, el desistimiento se bastaría
con la cesación en la intervención, a pesar de que ello no sea su ciente
para evitar el peligro de consumación. Para evitar esta anomalía, el
art. 295 exige, para aceptar el desistimiento respecto de la asociación
ilícita, que el que alega la exención haya “revelado a la autoridad la
existencia de dichas asociaciones, sus planes y propósitos”.
b) El factor subjetivo en el desistimiento: la voluntariedad
Voluntario es el desistimiento si el autor, sin intimidación ni engaño,
aunque considere el resultado todavía posible, por motivos propios
(autónomos) renuncia alcanzarlo, con independencia del juicio ético
que pueda hacerse sobre dichos motivos. Así, el desistimiento surte
efectos aun cuando esté motivado por la sola conveniencia del autor
—que se ve reconocido por la víctima del delito, p. ej.—. Incluso se
acepta que el desistimiento del autor de un robo consistente en
interrumpir su actividad es válido, aunque posteriormente haya sido
sorprendido ocultándose de la presencia de carabineros en el lugar
(RLJ 39). También se destaca que la voluntariedad no equivale a
espontaneidad y, por tanto, sería también voluntario el desistimiento a
ruego de un tercero o, como se ha expresado, en caso de
descubrimiento casual del hecho, mientras sea posible aún su
consumación (Mera, “Comentario”, 152. Sin embargo, aquí se
rechaza la posibilidad que insinúa este autor, en orden a que también
el desistimiento obtenido mediante engaño sería voluntario).
Al contrario, no hay desistimiento si la posibilidad de elección del
autor ha desaparecido y, aunque quisiera, no puede consumar su
delito. En este caso, el motivo para no seguir actuando es una causa
independiente de su voluntad (p. ej.: huye porque es sorprendido en
una redada policial al momento de iniciar una venta de sustancias
prohibidas). Tampoco hay desistimiento, si el delito no se consuma
por inadvertencia del autor (p. ej.: da vuelta la taza en que servía el
veneno) o porque crea erróneamente que el delito se ha consumado (p.
ej.: al ver caer a su víctima, deja de disparar creyéndola muerta,
aunque solo está herida).
c) Efectos del desistimiento
Como excusa legal absolutoria, la defensa exime de la pena por los
hechos que constituyen una proposición, conspiración, tentativa o
frustración, pero no por aquellos ya consumados. Así, en la llamada
“tentativa cali cada” el desistimiento de la violación no obsta a la
punibilidad de las lesiones corporales ya causadas a la víctima para
vencer su resistencia, ni el que se desiste del homicidio queda liberado
de la pena por la eventual posesión ilegal del arma de fuego con que
intentaba ultimar a su víctima ni por las lesiones que cause.
d) El desistimiento fracasado
En los casos en que la ley exige un desistimiento activo, como en la
conspiración, proposición y frustración, su fracaso objetivo conduce a
la imposición de la pena del delito doloso que se trate, con la eventual
consideración de la atenuante 7.ª del art. 11, si se acredita el celo con
que se procuró reparar el mal causado o impedir las ulteriores
consecuencias del hecho. En cambio, el desistimiento fracasado en la
tentativa es conceptualmente imposible, pues si la sola abstención de
continuar la ejecución no impide la consumación, lo cierto es que,
según a ley chilena, no habría tentativa sino frustración (el agente ya
habría puesto todo su parte para que el delito se veri case), y por ello
debe rechazarse la propuesta de trasladar a nuestro ordenamiento la
solución planteada para este caso por alguna doctrina alemana,
consistente en considerar un concurso entre el delito tentado doloso y
su consumación imprudente (Mañalich, “Desistimiento”, 175).
Capítulo 10
Autoría y participación
Bibliografía
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Yáñez, S., “Problemas básicos de la autoría y la participación en el Código penal chileno”,
Clásicos RCP II.
§ 1. Generalidades
A. Principio de intervención y tipos especiales de participación
Según el principio de intervención, sólo es posible sostener la
imputación penal contra una persona natural si ésta ha intervenido o
tomado parte personalmente en el hecho delictivo. Se encuentra
consagrado, a nivel constitucional, en el artículo 19 N.° 3 CPR, que
prohíbe presumir de derecho la responsabilidad penal, y garantiza que
nadie será sancionado sino por sus conductas (propias), todo lo que
necesariamente implica la exigencia de una actuación personal del
agente en el hecho típico, en alguna de las formas expresadas en los
arts. 14 a 17 CP.
Este principio aparece también en su el art. 1 CP, que de ne delito
como “una acción u omisión voluntaria penada por la ley”, lo que
exige al menos acreditar la intervención personal en un hecho que
pueda considerarse punible, con un extremo objetivo (la acción u
omisión) y uno subjetivo (la voluntariedad, presunta sólo legalmente).
Procesalmente, se re eja en el artículo 340 CPP, según el cual “nadie
puede ser condenado por el delito sino cuando el tribunal que lo
juzgare adquiriere, más allá de toda duda razonable, la convicción de
que realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la
acusación y que en el hubiere correspondido al acusado una
participación punible y penada por la ley”.
Sobre esta base, existe acuerdo en que la persona a quien puede
imputarse objetiva y subjetivamente la realización de todos los
elementos del tipo penal puede considerarse autor del delito que
describe (Cury y Matus, “Comentario”, 231). Según esta idea, la
teoría del delito sería también la teoría del delito del autor individual
del delito consumado y para fundamentar su responsabilidad e
imponerle la pena correspondiente no parecería existir necesidad de
ninguna disposición de la parte general que diga que el autor del
homicidio consumado del art. 391 es quien “mata a otro” o el de las
lesiones graves el que “hiere, golpea o maltrata de obra a otra”,
causándole las descritas en el art. 397, y que por esos hechos les
corresponde la pena asignada por la ley a tales delitos, como exige la
garantía del principio de legalidad del art. 19 N.º 3, inc. 8 CPR (Soto
P., “Autor”, 45).
No obstante, la realidad no siempre se presenta así, de manera que
en todos los casos sea posible a rmar que a cada delito corresponde
un autor individual que, sin intervención de terceros, realiza todos los
elementos de un tipo penal, ni muchos menos que todos los que
intervienen voluntariamente en un hecho realizan alguno de esos
elementos. Por ello, del mismo modo que ha establecido reglas
especiales que extienden la punibilidad a los casos de tentativa y
frustración, la ley ha debido aquí establecer reglas que autorizan a
imponer penas determinadas a quienes intervienen en la realización
del tipo penal, aunque no realicen total o parcialmente alguno de los
elementos de la descripción típica y que, por lo mismo, pueden ser
consideradas como “disposiciones especiales que aparecen como
causas de extensión penal” o “tipos complementarios de coautoría,
inducción y complicidad” (Yáñez, “Autoría”, 1552; y Cury,
“Concurso”, 9, respectivamente).
Entre nosotros, esas “disposiciones especiales” o “tipos
complementarios” que amplían el alcance de cada una de las guras
de la parte especial se encuentran en los arts. 14 a 17, que señalan
como responsables de los delitos a los autores, cómplices y
encubridores, y describen los requisitos empíricos para considerarlos
como tales en cada uno de sus casos: tomar parte inmediata y directa
en su ejecución o evitar o procurar impedir que se evite (art. 15 N.º 1),
inducir o forzar directamente a otro a realizarlo (art. 15 N.º 2),
concertadamente facilitar los medios con que se lleva a efecto o
presenciarlo previo concierto (art. 15 N.º 3), o cooperar en su
realización por cualquier otro hecho anterior o simultáneo (art. 16).
Nuestra ley, además, considera responsables de los delitos no solo a
quienes intervienen antes o durante su ejecución, sino también a
quienes lo hacen después, en alguna de las formas indicadas en el art.
17, bajo la gura del encubrimiento. Para cada uno de esos supuestos,
la ley chilena impone diferentes penas, según la valoración que hace de
su intervención voluntaria en cada uno de ellos.
Una intervención voluntaria en un delito es una conducta que
contribuye a la realización de un delito, expresada total o
parcialmente en su tipo penal o referida a él, siempre que sea
subsumible en una de las formas empíricas que describen los arts. 15 a
17. Cuando se trata de un hecho propio, esto es, realizado sin
intervención de terceros, su cali cación será siempre de autoría
(inmediata o mediata), pero para ello exige al menos dar inicio a la
ejecución del delito por hechos directos (tentativa). Si el hecho es
colectivo, porque existe un acuerdo o concierto para su realización
conjunta, se cali cará como autoría o complicidad, según si las formas
concretas de intervención corresponden a una de las descritas en el
arts. 15, N.º 1 o 3, o 16, y el grado de desarrollo a que el delito haya
llegado (tentativa o frustración); a menos que se trate de los supuestos
especialmente sancionados de proposición, conspiración y
asociaciones ilícitas punibles. Si recae en un hecho ajeno, su
cali cación como inducción, complicidad o encubrimiento dependerá
de la forma empírica en que se mani este, según los arts. 15 N.º 2, 16
y 17 y de que el autor haya, al menos, dado inicio a la ejecución del
delito por medios directos (tentativa). Procesalmente, la cali cación de
una conducta como intervención punible en el hecho imputado exige
la prueba, más allá de toda duda razonable, de los hechos que
constituyen alguna de esas formas empíricas de participación en el
delito (art. 340 CPP).
En consecuencia, se excluye la responsabilidad por los pensamientos
no manifestados a terceros y todas aquellas contribuciones causales
que no puedan encuadrarse en las descripciones de los arts. 15 a 17,
como la mera asunción de un cargo o la adscripción de deberes,
posiciones, roles o estatus (van Weezel, “Actuar”, 283). Para que ese
cargo, posición, deber, etc., fundamente la responsabilidad penal del
que lo asume se requiere, además, la intervención en el hecho en
alguna de las formas previstas en los arts. 15 a 17. Esta exigencia es
especialmente relevante en la imputación de hechos cometidos al alero
o en la ejecución de actividades empresariales o en el seno de un
organismo público, para evitar la responsabilidad puramente objetiva,
por el cargo o posición, ahora que se estima que las relaciones de
subordinación y dependencia en la organización empresarial y de los
organismos del Estado hacen necesario orientar la búsqueda de la
responsabilidad por los hechos directamente desde la cúpula dirigente,
esto es, los jefes, directores, liquidadores, ejecutivos principales,
administradores y gerentes, según el modelo up down, y no a partir
del actuar responsable de un trabajador o empleado concreto, según se
procedía en el tradicional modelo bottom up (Hernández, “Apuntes”,
176). La regla especial del art. 39 inc. 2 Ley 19.733 no altera esta
conclusión, pues hace responsables a los directores de medios de
comunicación por las injurias cometidas en su medio, pero no por su
posición jurídica, sino por el ejercicio del cargo efectivamente al
momento de la publicación y su negligencia en evitarlas (SSCS
23.1.2013, RChDCP 2, N.º 2, 121, con nota favorable de U. Figueroa;
y 11.6.2015, RCP 42, N.º 3, 367, con nota aprobatoria de C.
Scheechler). Tampoco contrarían estas conclusiones disposiciones
como las del art. 99 del Código Tributario que atribuyen la
responsabilidad por delitos de esa naturaleza cometidos en el seno de
personas jurídicas a quien aparezca en la organización como gerente,
representante u obligado al cumplimiento de las obligaciones
tributarias, siempre que se las entienda como referidas a quienes
efectivamente intervienen en su cumplimiento (SCA 4.10.13, RCP 41,
N.º 1, 201, con nota aprobatoria de O. Pino, donde, no obstante, se
confunde la intervención voluntaria con la exigencia del “dolo” en la
realización del hecho). Lo mismo cabe decir de las reglas
comprendidas en los arts. 133 Ley 18.045, 155 Ley 18.046 y 159 Ley
General de Bancos, donde la presunción de responsabilidad para
gerentes y directores sólo puede entenderse en sentido procesal, esto
es, como meramente legal, sujeta a prueba en contrario (inversión de
la carga probatoria) y a la apreciación de nitiva del tribunal de que al
imputado le cabe una “participación culpable” en el hecho, “más allá
de toda duda razonable”, según el art. 340 CPP (en similar sentido,
ahora, Bustos D., “Responsabilidad”, 542).
Además, se excluye, como en la responsabilidad por el hecho
individual, toda contribución causal que no sea objetivamente
imputable, advirtiendo, eso sí, que las reglas de los arts. 15 a 17 son
de aquellas que limitan el efecto de llamada prohibición de regreso, al
extender la responsabilidad a terceros por hechos de los que otros son
o pueden ser plenamente responsables.
Acreditada la intervención en el hecho, el grado de responsabilidad
de cada cual dependerá de la forma empírica en que intervino, que se
cali ca de autoría, complicidad o encubrimiento, conforme a las
descripciones de los arts. 15 a 17 (Winter, “Esquema”, 73).
Esta cali cación, en la ley chilena, se trata de “algo convencional o
cticio”, que no atiende a consideraciones conceptuales, de causalidad
u otro tipo (Pacheco CP, 269; Novoa, “Concurso de personas”, 1047).
Por ello, a pesar de los esfuerzos de la doctrina nacional, resulta muy
difícil la adecuación de la interpretación de nuestra legislación a
criterios formales o materiales desarrollados para la legislación
extranjera (particularmente los §§ 25 StGB), cuyas múltiples
teorizaciones justi can la sentencia, vigente más de un siglo después de
su formulación, que las describe como “el capítulo más oscuro y
confuso de la ciencia penal” (Kantorowicz, 306).
A. Exterioridad
La tipicidad de las diferentes formas de responsabilidad por un
hecho ajeno exige su manifestación exterior como un hecho punible,
esto es, que al menos se encuentre en grado de tentativa (art. 7), pues
la ley chilena no castiga la tentativa de participación en un delito (art.
59). En Alemania, en cambio, una forma de tentativa de participación,
que incluye el ofrecerse a colaborar en un hecho ajeno, se encuentra en
el § 30 StGB (parágrafo Duchesne).
B. Accesoriedad
El hecho del colectivo o ajeno en que se participa no solo debe
exteriorizarse como un hecho punible, al menos en grado de tentativa,
sino que, además, debe ser antijurídico, esto es, que no concurran
causales de justi cación, pues se a rma que no es posible ser
responsable penalmente por participar en un hecho lícito. Este es el
llamado criterio de accesoriedad media, por contraposición a la
máxima, que exige punibilidad del autor; y la mínima, que se basta
con la tipicidad objetiva del hecho.
En consecuencia, por regla general, no habría responsabilidad por
participar en un hecho ajeno justi cado: quien entrega el arma a quien
se de ende legítimamente no responde por la muerte del agresor. Sin
embargo, la ley establece ciertas excepciones relevantes: i) Si dos
de enden a un tercero y uno de ellos ha participado en la provocación
previa o lo hace por venganza, odio u otro motivo ilegítimo, el hecho
no está justi cado para él, pero sí para quien no ha provocado ni
actúa por motivos ilegítimos (art. 10 N.º 5 y 6); ii) Si un mismo mal es
apartado por varios conjuntamente cometiendo un delito, solo quienes
no tienen obligación de soportarlo están exentos de responsabilidad
(art. 10 N.º 11); y iii) Si existe otra causa ilegítima en la justi cación,
la ilegitimidad solo afecta a la persona a que se re ere.
C. Convergencia y culpabilidad
Conforme a este principio, para que exista participación se
requeriría una convergencia subjetiva, entendida como una
coincidencia de voluntades o dolo común. Sin embargo, según la ley
chilena, esta coincidencia no exige un acuerdo, el que solo se requiere
en los casos de coautoría del art. 15 y de complicidad concertada del
art. 16.
Por otra parte, la coincidencia en el contenido del dolo tampoco se
requiere en todos los casos. Desde luego, los encubridores no pueden
querer hechos del pasado (dolo subsequens). Y los inductores tampoco
pueden querer lo que depende del inducido, pues no está
verdaderamente bajo su poder ejecutarlo o no, aunque sí es razonable
pensar que exista al menos una coincidencia entre el contenido de
voluntad del dolo del inducido y el deseo del inductor de que esa
voluntad se materialice, admitiéndose incluso la inducción con dolo
eventual. Tampoco tendrá posibilidad de querer verdaderamente el
hecho el simple cómplice que coopera con otro en la esperanza de que
ejecute un hecho que desea, pero para cuya realización no se han
concertado.
Por tanto, parece más adecuada a la legislación nacional la
propuesta de reemplazar la idea del dolo común o acuerdo de
voluntades por la exigencia subjetiva del conocimiento que la propia
actuación “importa una colaboración en tal hecho” (Novoa PG II,
152). En efecto, la culpabilidad del partícipe en un hecho ajeno solo
puede consistir en un hecho psicológico relativo a los actos propios de
su participación, pero no se exige que el resto de los responsables
conozcan o acuerden esta colaboración. Además, supone al menos la
aceptación por parte del partícipe de la realización del hecho ajeno o
colectivo.
Como consecuencia de lo anterior, el exceso o desviación del autor o
de los coautores respecto de lo conocido y aceptado por el partícipe
no agrava su responsabilidad: el que instiga a cometer un delito
responde del delito instigado y no del exceso, como si se indujera a un
hurto y se cometiese un robo, a menos que exista dolo eventual o
aceptación respecto de ese exceso (RLJ 11).
Un problema más sutil es el caso de la desviación a un delito de
menor cuantía, como sería el caso de quien contrata a una persona
para cometer un parricidio que no se lleva a efecto porque el supuesto
sicario lo engaña y solo lesiona a la víctima sin intentar nunca darle
muerte (Etcheberry DPJ II, 8). Como causar la muerte necesariamente
supone herir, quien realiza un encargo de homicidio desviado por el
inducido a un delito de lesiones, bien podría ser cali cado de inductor
de las lesiones efectivamente realizadas según el art. 15 N.º 2. Sin
embargo, la solución es discutida, en la medida que hacer menos de lo
encargado pueda verse también una tentativa de participación no
aceptada, atendida la existencia de un desvío causal relevante
atribuible únicamente al pretendido mandatario (Hernández B.,
“Comentario”, 372).
§ 11. Encubrimiento
A. Tipicidad
Conforme al art. 17, son encubridores los que, “con conocimiento
de la perpetración de un crimen o de un simple delito o de los actos
ejecutados para llevarlo a cabo, sin haber tenido participación en él
como autores ni como cómplices, intervienen, con posterioridad a su
ejecución”, de alguna de las formas que taxativamente señala en sus
cuatro numerales: aprovechamiento (N.º 1), favorecimiento real (N.º
2), favorecimiento personal ocasional (N.º 3), y favorecimiento
personal habitual (N.º 4).
Mientras en el sistema del common law estas formas de
participación en el hecho ajeno subsisten como formas de complicidad
tras el hecho, en el continental han ido desapareciendo de los Códigos,
transformándose en guras autónomas de obstrucción a la justicia,
como desde hace medio siglo, de lege ferenda, propone nuestra
doctrina (Etcheberry, “Encubrimiento”, 295). Así se contempla en
todos los Proyectos y Anteproyectos desde 2005 en adelante.
Entre tanto, las limitaciones de las formas empíricas de
encubrimiento del art. 17, que, entre otros supuestos, no sanciona la
omisión de denuncia ni el encubrimiento negligente (SCA Iquique
6.5.1920, GT 1er. Sem., N.º 80, 399 y SCS 23.9.1946, GT 1946, 2.º
Sem., N.º 52, 314, respectivamente), han llevado a la creación de
guras especiales tendientes a llenar las reales y supuestas lagunas de
punibilidad que ellas dejarían: los delitos de omisión de denuncia del
art. 175 CPP, obstrucción a la investigación de los arts. 269 bis y ter,
la receptación del art. 456 bis-A, y el lavado de dinero del art. 27 Ley
19.913. Incluso ya el propio Código ha debido independizar
completamente del delito que se encubre el caso del favorecimiento
personal habitual (art. 17 N.º 4), donde junto con no exigir en el
encubridor que conozca los delitos de quienes acoge, le impone una
pena completamente autónoma en el art. 52. En caso de que respecto
de un mismo encubridor se acrediten distintas formas de
encubrimiento, tanto del art. 17 como de las guras especialmente
creadas, se debe aplicar únicamente la modalidad que considere, por
su mayor penalidad, el conjunto de las situaciones concurrentes. Sus
requisitos comunes son:
i) Solo hay encubrimiento de crímenes y simples delitos, aunque su
forma de realización se encuentre en grado de tentativa o frustración.
No hay encubrimiento de faltas, aunque así lo admite un antiguo fallo
(SCA Valparaíso 22.12.1926, GT, 2.º Sem., N.º 105, 480). En cambio,
sí hay encubrimiento de cuasidelitos que, en atención a su pena
pueden clasi carse como simples delitos para estos efectos (SCS
11.4.1945, GT, 1er Sem., N.º 24, 136);
ii) Solo hay encubrimiento con posterioridad a la comisión del hecho
(SCS 19.5.1941, GT 1er. Sem. N.º 34, 188). Los autores y cómplices
solo responden a ese título: el inductor que oculta el arma homicida
solo responde con la pena del autor por el art. 15 N.º 2. Y quien se
concierta previamente al hecho, ofreciéndose a ocultar el arma,
tampoco es encubridor, sino coautor o cómplice concertado, según las
formas concretas de su intervención. Sin embargo, un fallo de mayoría
consideró encubrimiento un caso de concierto para el bene cio
posterior de una especie animal hurtada, aunque el voto disidente
estimó, correctamente, que el concierto en ese caso transforma a todos
en coautores del art. 15 N.º 3 (SCS 14.12.1938, GT 1938, 2.º Sem.,
N.º 56, 250); y
iii) Se excluye el autoencubrimiento punible. Esta regla se extiende a
los casos de encubrimiento sancionados como delitos autónomos o
formas especiales de agotamiento del delito: así, castigado A como
autor del delito de trá co ilícito de estupefacientes, no puede serlo
como autor del de lavado de dinero proveniente exclusivamente de su
propio trá co; lo mismo vale para el autor del robo, quien no puede
ser castigado a su vez como receptador del art. 456 bis A; ni el autor
de homicidio puede castigarse como obstructor de la investigación del
art. 269 bis o por el delito de inhumación ilegal del art. 320. Sin
embargo, si el delito encubierto no puede sancionarse por cualquier
causa, incluyendo la insu ciencia probatoria, resurge la posibilidad de
castigar al agente únicamente por el delito especial de encubrimiento
que se pueda probar, lo que sucede frecuentemente en los casos de
lavado de dinero y receptación. También surge la posibilidad de
castigar conjuntamente el delito principal y el que sirve para
encubrirlo, si esa forma de encubrimiento tiene una signi cación
autónoma: quienes lavan dinero procedente de su actividad criminal y
la de terceros, para obstruir la investigación imputan a inocentes o,
tras la inhumación ilegal, violan la sepultura en que la han practicado,
responden por todos los delitos cometidos.
B. Culpabilidad en el encubrimiento
Conforme señala el encabezado del art. 17, en los casos de sus N.º 1,
2 y 3, el encubridor no solo ha de conocer y querer la realización de
los actos propios que realiza, sino también debe tener “conocimiento”
de la perpetración del hecho delictivo determinado que se encubre o
de los actos ejecutados para llevarlo a cabo (RLJ 116). Según nuestra
jurisprudencia, incluso es posible admitir el encubrimiento, aunque no
se sepa la identidad del autor del delito, con tal que se conozca el
hecho realizado y, por lo mismo, es punible, aunque se desconozcan
detalles materiales irrelevantes o las circunstancias que solo
modi carían la responsabilidad criminal (SCS 3.6.1935, GT 1935, 1er
Sem., N.º 65, 301). Este conocimiento puede presentarse en forma
similar al dolo eventual, esto es, representación de la posibilidad de su
existencia y su aceptación como una alternativa indiferente (Cury y
Matus, “Comentario”, 250). Luego, quien oculta el arma de lo que
cree fue solo un disparo que causó heridas en la víctima, es imputable
a título de encubridor de lesiones respectivas, pero no del homicidio
eventualmente cometido y que desconocía, a menos que haya
aceptado esa posibilidad. Por otra parte, el conocimiento de la
perpetración del crimen o simple delito debe existir en el momento en
que se realiza la conducta descrita como encubrimiento por la ley. Un
conocimiento posterior hace la conducta impune, salvo que los actos
de encubrimiento se encuentren todavía en desarrollo y el agente
persista en ellos: así, quien recibe un arma con encargo de guardarla,
no comete encubrimiento si no sabe que ella fue el instrumento con el
que se cometió un homicidio; pero adquiere responsabilidad penal si,
con posterioridad, le llegan noticias de tal hecho y persiste en
mantenerla oculta.
Capítulo 11
Concursos
Bibliografía
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imputado. Sobre las consecuencias sustantivas del principio de no autoincriminación”, R.
Derecho (Coquimbo) 23, N. .º 1, 2016.
A. Casos de especialidad
Existe una relación de especialidad entre dos preceptos penales, en
su sentido lógico formal, cuando en la descripción del supuesto de
hecho de uno de ellos, el especial, se contienen todos los elementos del
otro, el general, más uno o varios otros especí cos, como el
parentesco en el caso del parricidio frente al homicidio (especialidad
por extensión o adición); o cuando la descripción de uno o varios
elementos del supuesto de hecho de la ley especial suponen conceptual
y necesariamente la de todos los de la ley general, porque es una parte
de un todo o una especie de un género conceptual (especialidad por
comprensión o especi cación), como el caso de la relación entre el
homicidio cali cado por alevosía y el infanticidio (arts. 391 N.º 1 y
394).
Dicho en términos más comprensivos, especialidad es la relación que
existe entre dos supuestos de hecho, cuando todos los casos concretos
que se subsumen en el de una norma, la especial, se subsumen también
dentro del de otra norma, la general, que es aplicable al menos a un
caso concreto adicional no subsumible dentro del supuesto de hecho
de la primera.
B. Casos de subsidiariedad
Este principio es rechazado por la doctrina mayoritaria,
considerando que se re ere a situaciones abarcables por el de
especialidad o el de consunción, o a simples delimitaciones del alcance
de ciertas normas, sin contenido material (Etcheberry DP II, 127). Sin
embargo, aunque es cierto que las reglas de los arts. 8, 16 y 17 pueden
verse de esa última manera, no lo es menos que existen una serie de
casos no abarcables por esas reglas ni por las de especialidad o
consunción, que van más allá de consideraciones “puramente
utilitarias” de “política criminal” (Cury PG, 670).
Son los casos en que en la relación entre dos preceptos legales por lo
menos un caso concreto que es subsumible en uno de dichos preceptos
lo es también en el otro, y por lo menos un caso concreto que es
subsumible en el primero no lo es en el segundo, y viceversa, pues
ambos preceptos tienen en común al menos una propiedad o elemento
del tipo relevante, aunque ninguno es especial o general respecto del
otro. Conforme a este concepto, podemos a rmar que existe una
relación de subsidiariedad tácita, en los siguientes casos: i) Entre las
diversas especies de un mismo delito básico, p. ej., la relación entre
parricidio homicidio cali cado; y ii) En ciertos casos de delitos
progresivos, donde el paso de una infracción penal a otra supone la
mantención de una misma propiedad subjetiva u objetiva del hecho,
como en el caso del paso del delito de peligro al de lesión lo constituye
la puesta en peligro del objeto de protección penal, lo que sucede, p.
ej., con las distintas modalidades del manejo en estado de ebriedad del
art. 196 Ley de Tránsito.
En estos casos, y siguiendo los criterios propuestos por el legislador
al regular la concurrencia de circunstancias atenuantes y agravantes,
donde en general las primeras tienen un mayor valor que las segundas,
y éstas solo permiten aumentar en grado la pena cuando concurren
dos o más y ninguna atenuante, podemos ofrecer las siguientes reglas
de solución:
i) Si concurren dos o más guras cali cadas de una básica, como en
el caso de las relaciones entre lesiones graves-gravísimas y
mutilaciones, ha de ser preferente y principal la que contenga la
cali cación más grave; y
ii) Si concurren una gura privilegiada con una o más privilegiada o
cali cada, se considerará preferente y principal la gura más benigna.
C. Casos de consunción
En los casos de consunción no estamos ante relaciones lógicas, sino
ante valoraciones del sentido de cada una de las normas en juego,
según su forma de realización concreta en los hechos enjuiciados y,
por tanto, se incluyen en él todos aquellos supuestos en que, no siendo
apreciable una relación de especialidad o subsidiariedad, se rechaza el
tratamiento concursal común, porque uno de los preceptos
concurrentes regula un hecho que solo puede considerarse como
accesorio o meramente acompañante, en sentido amplio, del que
regula el precepto principal que lo desplaza: los llamados actos
anteriores, propiamente acompañantes y posteriores copenados. Esto
lo reconoce expresamente el legislador respecto del delito de daños, al
disponer el art. 488 que solo se castigará cuando el hecho no pueda
considerarse constitutivo de otro delito que merezca mayor pena
(Etcheberry DP II, 125).
Al faltar el fundamento lógico de la relación de que se trata, y
depender ésta de factores empíricos, resultará difícil decidir en cada
caso la regla a aplicar, presentándose una serie de supuestos limítrofes
que no pueden ser determinados a priori. A esta di cultad hay que
sumar el hecho de que tampoco es posible establecer a priori cuál de
los preceptos concurrentes va a ser preferente, ya que esto lo
determina solo la intensidad relativa que tenga cada uno de ellos en el
caso concreto, debiéndose descartar la tesis que sostiene que siempre
será preferente la ley más grave. No obstante, es posible ofrecer una
serie de grupos de casos en que se encuentra más o menos consolidada
la opinión según la cual el precepto que regula un hecho anterior,
posterior o simultáneo a otro no puede ser aplicado junto con aquél
en que es subsumible, por ser insigni cante. En caso de que el hecho
no sea considerado insigni cante, por la pena que para él se prevé o el
daño que causa, y siempre que su prueba se produzca con
independencia de la del hecho principal, resurgen las reglas
concursales comunes.
Por otra parte, la consunción incluso puede excluir toda la pena
(“consunción inversa”), en el caso de que la sanción por un hecho
ilícito impida ejercer ciertos derechos mínimos de autonomía personal:
la mujer que se intenta suicidar estando embarazada porque no puede
recurrir a ninguno de los casos en que se permite el aborto, pero
sobrevive, no debe castigarse como si hubiese cometido un aborto,
pues el hecho principal impune —suicidio— absorbe al meramente
acompañante —aborto—; lo mismo cabe decir del porte y el cultivo de
drogas en pequeñas cantidades para su consumo personal, próximo y
exclusivo en el tiempo, pues no es posible mantener el carácter lícito
del consumo personal si se ha de castigar el cultivo o el porte posterior
a su compra para ese objeto.
Como actos anteriores copenados se pueden considerar los
siguientes:
i) Los que consisten en la realización de tentativas fallidas de
comisión de un mismo delito antes de su consumación y con relación a
ésta, siempre que no varíe el objeto material del delito tentado;
ii) Los que consisten en actos preparatorios especialmente punibles
con relación a la tentativa y la consumación del delito preparado,
como, p. ej., sucedería entre las disposiciones del art. 445 (porte de
instrumentos conocidamente destinados al robo) y las de robo con
fuerza de los arts. 440 y 442;
iii) Las relaciones existentes entre los delitos de peligro, concreto o
abstracto, y los delitos de lesión a los bienes jurídicos puestos en
peligro, como sucede en las amenazas seguidas del mal amenazado, en
el fraude que sigue a la negociación incompatible (SCS 4.12.2012, Rol
496-12), y en el incendio en lugar habitado seguido de incendio con
resultado de muerte, siempre que no exista una disposición legal en
contrario (como la del art. 406) o el peligro efectivamente producido
sea de carácter general y se extienda más allá del bien jurídico dañado
en concreto; y
iv) Las relaciones existentes entre los llamados delitos progresivos —
de tránsito en la nomenclatura alemana— y el delito a que conducen
(las formas más graves de consumación absorben a las menos graves),
p. ej., el paso de lesiones menos graves a graves o de éstas a un
homicidio doloso.
Por su parte, como actos propiamente acompañantes típicos o
copenado, se comprenden los consistentes en hechos de escaso valor
criminal que acompañan regularmente la comisión de ciertos delitos,
como las injurias de hecho y las lesiones leves acompañantes de ciertos
delitos de homicidio y lesiones; los daños y el allanamiento de morada
que acompañan típicamente al robo con fuerza de los arts. 440 y 442,
etc.
Finalmente, como actos posteriores copenados se mencionan:
i) Los que consisten en el aprovechamiento o destrucción de los
efectos del delito en cuya comisión se ha tomado parte, como sucede
típicamente en los casos de delitos contra la propiedad.
ii) Los que consisten en el agotamiento de la intención puesta en el
delito preferente, como el uso del documento o billete falsi cado por
parte de quien lo falsi ca, arts. 162 a 196 CP y 64 Ley 18.840, y
también el uso exclusivo de bienes provenientes del trá co ilícito de
estupefacientes y otras actividades ilegales por parte de quien comete
esos delitos (art. 27 Ley 19.913). No obstante, interpretando el último
inc. de dicha disposición como una excepción de carácter general, los
tribunales tienen a sancionar por trá co y lavado al autor del primero,
aunque no haya pruebas de su participación en el lavado de activos
provenientes de otros delitos, lo que parece constituir una infracción
al non bis in idem (N. Oxman y H. Cerda, en nota crítica a la SCA
Santiago 3.4.2012, DJP Especial I, 629). El nuevo inc. 4 art. 456 bis
A, introducido por la Ley 21.170, de 26.7.2019, contempla una regla
de consunción expresa, respecto de la receptación de vehículos
motorizados provenientes de un robo con violencia o intimidación,
cuyo alcance puede extenderse a todos los delitos de los cuales es
origen del objeto receptado.
iii) Los que consisten en actos de autoencubrimiento, como la
inhumación ilegal del cadáver de la víctima de un homicidio (SCS
17.10.2012, RChDCP 2, N.º 1, 123, con nota aprobatoria de M.
Araya).
Recientemente, se ha destacado por la doctrina que para la exclusión
de la sanción por actos posteriores de encubrimiento o favorecimiento
propio o de terceros relacionados, habría una razón adicional a su
insigni cancia frente al acto principal para su impunidad, pues ellos
deberían entenderse vinculados al derecho constitucional de no
declarar contra sí mismo (Wilenmann, “Autofavorecimiento”, 136, y
Mancilla, 137, con referencia a fallos que refuerzan la idea del alcance
limitado de este principio cuando los hechos probados exceden a la
idea de la insigni cancia o falta de autonomía del acto posterior).
Pero no se considera, por regla general, acto copenado, la creación
de un peligro común frente a la realización de un daño concreto, p. ej.,
el porte de armas de fuego frente a los delitos que con ellas se
comenten, art. 17 B Ley 17.798 (SCA Valparaíso 18.1.2016, RCP 43,
N.º 2, con nota crítica de J. Cabrera).
B. Tratamiento penal
La regla del art. 75, no está pensada como agravación, sino como
una atenuación de la regla de la acumulación del art. 74, aunque su
resultado exaspere la pena mayor del delito más grave y por eso se la
denomine de “absorción agravada” (Mañalich, “¿Discrecionalidad?”,
645). Su mayor benignidad deriva del carácter aparentemente
obligatorio de imponer “solo” la pena mayor asignada al delito más
grave, lo que se fundamentaría en el menor disvalor de la conducta de
quien, por necesidad, para cometer un delito, debe cometer otro
(Fuenzalida CP I, 326).
En estos casos, la “pena mayor asignada al delito más grave” es la
que corresponda de entre las distintas penas señaladas por la ley al
delito, en los respectivos tipos penales, previo al juego de las
circunstancias atenuantes y agravantes, que solo operarán una vez
hecha la decisión que ordena este art. 75. Por regla general, delito más
grave es el que tiene asignada la pena más alta en la respectiva Escala
Gradual del art. 59, esto es, “aquélla que en su límite superior tenga
una mayor gravedad” (Novoa PG II, 235). Los problemas se producen
cuando se debe elegir entre penas privativas y restrictivas de libertad,
si éstas son de mayor duración temporal que aquéllas. En estas
situaciones, “la ponderación de hechos punibles para los que se
conminan penas de distinta naturaleza tiene que efectuarse siempre
caso a caso” (Cury PG, 667). Pena mayor, es la que constituye el
grado superior de la más grave o solo la más grave, si ésta está
compuesta de un único grado. Entre penas de igual duración, pero
diferente naturaleza, es mayor siempre la privativa de libertad.
Sin embargo, en su aplicación práctica, esta regla puede llevar al
absurdo de imponer penas mayores que las que corresponderían de
seguir la regla del art. 74, lo que sucede especialmente cuando
concurre un crimen cuya la pena es compuesta de dos o más grados.
En estos casos, el principio de favorabilidad que predomina en la
aplicación de las reglas concursales lleva al resurgimiento de la regla
del art. 74 por ser más bene ciosa y, al mismo tiempo, imponer las
penas previstas por la ley para cada delito cometido, sin producir una
agravación inesperada.
B. Tratamiento penal
Determinado que se trata de reiteración de delitos de la misma
especie, para aplicar la pena en estos casos la ley establece dos
regímenes diferenciados en cada uno de sus incisos (o. o. Couso,
“Comentario”, 646, para quien basta aplicar a todos los casos el
régimen del inc. 2).
Primero, si las diversas infracciones se pueden “estimar como un
solo delito”, se impone la pena de ese único delito, aumentada en uno
o dos grados. El problema es que no existe acuerdo en la doctrina
acerca de cuándo los hechos pueden estimarse o no un único delito:
mientras para un sector de la doctrina únicamente puede considerarse
“como un solo delito” la reiteración de “un mismo delito” o
“concurso real homogéneo” (Mañalich, “Reiteración”, 517 y
Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 339); nosotros adherimos, por su
mayor alcance práctico y el origen histórico de la disposición, a la
doctrina para la cual también es posible “estimar como un solo delito
aquellos tipos que pueden ser medidos en magnitudes o cuya
caracterización o pena toman en cuenta ciertas cuantías pecuniarias”,
como las estafas y los daños, lo que es consistente con la
jurisprudencia mayoritaria (Novoa PG II, 227). La determinación de
la pena en este caso se hace tomando como punto de partida la pena
resultante de la suma de las cuantías (como en las estafas) o la
gravedad del hecho (como en las diversas lesiones, arts. 395 a 399) y,
a partir de allí aumentar en uno o dos grados, desde el grado máximo,
aunque en la práctica se suele hacer este aumento desde el mínimo,
“en bloque”, pero nunca solo desde el mínimo (SCS 11.11.2013, RCP
41, N.º 1, 183, con nota crítica de L. Cisternas). Solo una vez hecho
ese aumento se aplican las circunstancias concurrentes para la
individualización de la pena y su posterior comparación con la que
resultaría de aplicar el régimen general del art. 74 (Maldonado,
“Reiteración”, 597).
En el segundo caso, si las diversas infracciones no pueden
considerarse como un único delito, se aplica la pena de aquélla que
“considerada aisladamente, con las circunstancias del caso, tenga
asignada pena mayor, aumentada en uno o dos grados”. Aquí, a
diferencia de la regla anterior, el aumento se hace a partir de la pena
determinada en concreto para cada delito y, a partir de allí, se hace la
comparación con el art. 74.
Contra su aparente benignidad, en sus efectos prácticos las reglas del
art. 351 CPP producen una exasperación superior a la aplicación del
art. 74 CP en la reiteración de simples delitos de pena baja y de
crímenes cuya pena no es superior a presidio mayor en su grado
mínimo y en el caso en que la suma de las cuantías supone aumentos
de grados en la penalidad, lo que debe calcularse caso a caso por las
defensas, para evitar la aplicación de un régimen penológico más
severo que el correspondiente. Con todo, la SCA Santiago 7.8.2015
(RCP 42, N.º 4, 329) a rma que es obligación del tribunal de instancia
realizar estos cálculos y aplicar siempre el régimen penológico más
favorable al condenado.
El principio de favorabilidad ínsito en esta regulación permite
también su aplicación en casos en que este régimen concursal concurra
con otros, como sería en supuestos de una acusación que
comprendiera delitos de una misma especie junto con otros que, de
ningún modo pudieran considerarse como tales (p. ej., posesión de
diversos objetos prohibidos y agresiones sexuales). La solución aquí es
la determinación de la pena por grupos de delitos: aplicación de las
reglas del art. 351 CPP a los de una misma especie, en concurso real o
medial, según los casos, con los restantes (Oliver, “Exasperación”,
182. O. o. Solari y Rodríguez Collao, 268).
C. Medidas de seguridad
En términos generales, podemos entender las medidas de seguridad
como consecuencias jurídicas que limitan o restringen derechos a
sujetos que cuentan con un pronóstico de peligrosidad, fundado en
una alta probabilidad de reiteración delictiva, según parámetros
establecidos en la ley. No obstante, la doctrina nacional critica, con
razón, la falta de regulación constitucional y de sistematización del
sistema de medidas de seguridad, acusando que “la ley no ha tomado
en serio esta forma de reacción criminal” (Falcone, “Medidas”, 254).
a) Medidas de seguridad para inimputables
Consisten en el internamiento y tratamiento en establecimientos
psiquiátricos únicamente al “enajenado mental que hubiere realizado
un hecho típico y antijurídico, y siempre que existieren antecedentes
cali cados que permitieren presumir que atentará contra sí mismo o
contra otras personas” (art. 455 CPP).
Su duración no podrá “extenderse más allá de la sanción restrictiva
o privativa de libertad que hubiere podido imponérsele o del tiempo
que correspondiere a la pena mínima probable” (art. 481 CPP). No
obstante, a pesar de esta estricta proporcionalidad, el Código
Sanitario permite la internación administrativa de enajenados,
alcohólicos y dependientes de drogas que constituyan un peligro para
sí o para terceros, aunque no se cumplan las condiciones del art. 455
CPP y también más allá del tiempo de duración de la medida de
seguridad impuesta por un juez en lo criminal, mientras se mantenga
“el pronóstico de peligrosidad futura del sujeto” (Guzmán D.,
“Medidas de seguridad”, 167).
Lamentablemente, no se contemplan expresamente medidas de
seguridad curativas similares para imputables, sea que se apliquen de
manera conjunta, sustitutiva o con posterioridad a las penas, aún en
los casos de imputabilidad disminuida por trastorno o enfermedad
mental que no llegan a constituir enajenación.
b) Medidas de seguridad para imputables
Aunque sin designarlas como tales, el CP ha contemplado desde su
origen varias penas no privativas de libertad, orientadas
principalmente a la evitación de un peligro de reiteración por parte del
condenado que, por lo mismo, parecen cumplir similar función a las
de las medidas de seguridad para inimputables peligrosos: la “sujeción
a la vigilancia de la autoridad” como sanción para imputables,
aplicable facultativamente en casos de reincidencia de hurtos y robos
(art. 452), y la prohibición de ejercer labores educacionales
relacionadas con menores de edad impuesta a autores de delitos
sexuales del art. 372, inc. 2. En este sentido, las inhabilitaciones y
privaciones de derechos impuestas como penas principales y, sobre
todo, accesorias, pueden entenderse también como medidas de
seguridad, para evitar que el condenado reincida en la comisión de
delitos en el ejercicio de la actividad o derecho para los que está
inhabilitado (Maldonado, “Consecuencias accesorias”, 325). Ese
mismo sentido parece tener la inhabilitación perpetua y la cancelación
de la licencia de conducir al reincidente en infracciones graves de
tránsito o que ha incurrido en delitos relativos al manejo en estado de
ebriedad o bajo la in uencia del alcohol o las drogas. También es
posible considerar como medidas de seguridad para imputables los
tratamientos y demás sanciones previstas para la falta de consumo
público de drogas (art. 50 Ley 20000). Además, de gran importancia
práctica en esta función preventiva son las sanciones accesorias
previstas en el art. 9 Ley 20.066 que, pensadas como medidas
cautelares durante el proceso, se deben imponer también en las
sentencias condenatorias por delitos de violencia intrafamiliar, tales
como la prohibición de acercarse a las víctimas, el abandono del hogar
común, la asistencia a programas terapéuticos, etc.
En el derecho comparado encontramos, además, medidas de
seguridad para imputables que sí importan privación de libertas
efectiva, como el “internamiento en custodia de seguridad” para
reincidentes múltiples, inde nido pero con revisión judicial periódica,
aplicable con posterioridad a la ejecución de la pena principal (§ 66
StGB), y la famosa regla de los “tres strikes y afuera”, que permite
imponer a los reincidentes penas de presidio más o menos extensas
(por regla general, de más de 20 años) en varios Estados
norteamericanos, además de la pena prevista para el delito que comete
al nal. En cambio, la libertad vigilada de hasta diez años prevista en
el art. 106 CP español, a cumplirse después de ejecutada la pena
privativa de libertad, en casos de delitos contra la vida, lesiones y de
carácter sexual es más bien un revival de la tradicional sujeción a la
vigilancia de la autoridad, adaptada a las valoraciones de esta época.
No obstante, parte de la doctrina a rma la ilegitimidad de las
medidas de seguridad para imputables, asegurando que su aplicación
“es contraria a los principios que deben regir el Estado de derecho”,
donde solo serían legítimas las penas fundadas en la culpabilidad del
agente y no en su peligrosidad (Tapia B., “Medidas de seguridad”,
578). Según esta doctrina la objeción señalada sería aplicable a toda
medida de seguridad impuesta a imputables, sea de manera sustitutiva,
conjunta o copulativa (Maldonado, “Medidas de seguridad”, 447.
Ahora, considerando a medio camino entre penas propiamente tales y
medidas de seguridad a las tradicionales penas accesorias y actuales
medidas cautelares, como las prohibiciones de ejercer ciertos derechos
o acercarse a determinados lugares o personas, respectivamente, este
autor estima que su imposición conjunta con las penas no sería
incompatible con el principio, mientras no importen privación más o
menos total de libertad o un tratamiento de resocialización destinado
a modi car al individuo [Maldonado, “Consecuencias accesorias”,
65]).
Esta crítica debe rechazarse pues se basa en la asunción no
demostrada de que las penas tienen como única nalidad la
retribución por la culpabilidad o el merecimiento, lo que no es
compatible con el reconocimiento de la nalidad resocializadora de las
penas en los arts. 10.3 PIDCP y 5.6 CADH. Es más, la adecuación de
las medidas de seguridad para imputables a las Convenciones
Internacionales de Derechos Humanos ha sido a rmada por el TEDH,
siempre que ellas se impongan en un debido proceso y exista una
adecuada conexión entre el delito cometido y la medida de seguridad
(STEDH 19.9.2013, con nota crítica de G. Basso).
La exigencia mínima de responsabilidad personal, esto es, de
culpabilidad en un amplio sentido, se puede compartir como
fundamento de un sistema jurídico no arbitrario que contempla las
garantías de los principios de legalidad, reserva y debido proceso para
imponer cualquier clase de sanción de carácter penal, pero de allí no
se puede deducir directamente la naturaleza y cuantía de la
consecuencia jurídica que de esa responsabilidad se sigue. Esa
naturaleza y cuantía dependen de la nalidad de su imposición, la que
según los tratados internacionales vigentes debe consistir en la
reintegración social del condenado, por lo que las medidas de
seguridad que cumplan con los requisitos mínimos de ser establecidas
legalmente, imponerse en un debido proceso y a quienes se pueden
considerar responsables de un hecho determinado, son compatibles
con un Estado de Derecho, en la medida que ofrezcan posibilidades de
rehabilitación y no constituyan tratamientos forzados ni otras formas
de torturas.
La crítica general a las medidas de seguridad para imputables
desconoce también que, en su aplicación, la privación de libertad
como pena cumple también funciones objetivas de aseguramiento
(prevenir el peligro de reiteración de delitos en libertad) y que, al
menos en el sistema chileno, al ser destinatarios de ellas
principalmente los reincidentes múltiples y reiterantes (los primerizos
se ven bene ciados, por regla general, con alguna de las sustituciones
de la Ley 18.216), cumplen en la realidad el rol de medidas de
seguridad para imputables, aunque con una duración de nida,
generalmente corta, y sin ofrecer programas efectivos de
resocialización para la totalidad de los condenados. Desde el punto de
vista criminológico, su rechazo a priori no toma en consideración los
avances en materia de intervención y reinserción social, donde una
combinación entre penas privativas y medidas de seguridad
posteriores se considera una alternativa mucho más e ciente en
términos de reducción de la reincidencia que la sola privación de
libertad por un tiempo de nido, por largo que éste sea (así, respecto
de los tratamientos para delincuentes de carácter sexual, v. Quijada,
67).
En de nitiva, la exigencia de responsabilidad personal por el hecho y
del debido proceso legal parece excluir de nuestro sistema
constitucional solo la imposición de medidas de seguridad para
imputables que no se fundamenten en la prueba de esa
responsabilidad, como las que, en carácter de predelictuales, en la
primera mitad del siglo XX se proponía respecto, p. ej., de vagos y
mendigos (Labatut, “Peligrosidad”, 222).
E. Exclusiones especiales
a) De los condenados por delitos de tráfico ilícito de
estupefacientes
El art. 1 inc. 3 Ley 18.216 excluye completamente de la sustitución
de penas a las personas que hubieren sido condenadas con
anterioridad por crímenes o simples delitos señalados por las leyes
sobre trá co de drogas N.º 20.000, 19.366 y 18.403, hayan cumplido
o no efectivamente la condena, a menos que les hubiere sido
reconocida la circunstancia atenuante prevista por el art. 22 Ley
20.000.
Además, se excluye de manera absoluta la posibilidad de sustituir la
pena privativa de libertad por la prestación de servicios en bene cio de
la comunidad a los condenados por crímenes o simples delitos
señalados por las leyes sobre trá co de drogas N.º 20.000, 19.366 y
18.403.
No es claro que exista una razón por la cual los condenados por
simples delitos en estos casos deban excluirse de los bene cios, si en
los casos de simples delitos de porte y tenencia de armas y elementos
controlados se estimó desproporcionada la limitación general. Con
todo, la restricción no opera si las condenas anteriores fueron
impuestas y cumplidas diez o cinco años antes de la nueva pena, según
si se trató de crímenes o simples delitos, respectivamente, pues esta
restricción se encuentra en un inciso anterior al que permite esa
especial prescripción.
b) De los autores de delitos consumados de robo con violencia
del art. 436
Respecto de los condenados por este delito y en ese grado de
desarrollo, el inc. 4 art. 1 Ley 18.216 les impide acceder a la
sustitución si hubiesen sido condenados anteriormente por alguno de
los delitos contemplados en los arts. 433, 436 y 440 del mismo
Código. Aquí se ha entendido que la exclusión no opera cuando se
aplica el art. 450 y, tratándose de delitos tentados, se impone la pena
del consumado.
c) De los condenados por los delitos de los art. 196 Ley de
Tránsito y 62 DL 211, de 1974
Respecto de ambas disposiciones citadas, referidas a los delitos de
conducción en estado de ebriedad causando muerte o lesiones graves
(Ley Emilia) y de acuerdos de precio o zonas de mercado, se establece
que el condenado al que se sustituya la pena solo podrá gozar de la
sustitución después de haber cumplido al menos un año de prisión
efectiva. Al respecto, el TC había decidido de manera reiterada que
ello produce efectos contrarios a la Carta Fundamental, por privar
absolutamente al condenado de alternativas de resocialización y solo
perseguir la intimidación de la comunidad (STC 23.6.2018, Rol
3612), hasta el último cambio de integración, donde esta doctrina ya
no tiene mayoría (STC 20.8.2019, Rol 5414).
G. Alcance de la sustitución
El art. 1 Ley 18.216 se re ere a la sustitución de las penas privativas
y restrictivas de libertad, siendo discutido su alcance respecto de las
penas impuestas conjuntamente, pero de diversa naturaleza, y las
accesorias propiamente tales.
Tratándose de las primeras, las penas pecuniarias y las restrictivas o
privativas de derechos impuestas conjuntamente por así preverlas el
tipo penal correspondiente, hay consenso en que no se sustituyen. Lo
mismo aplica para el comiso que, aunque se trata de una pena
accesoria, lo es con carácter obligatorio respecto de toda condena por
crimen o simple delito (art. 31), y facultativo, en el caso de las faltas
(art. 500), pero no con relación a una clase de penas en particular.
Este mismo razonamiento se aplica a las penas de inhabilitación y
suspensión de empleos establecidas como principales en delitos
especí cos, como el fraude al sco del art. 239 (SCS 28.6.2016, DJP
27, 117).
En cuanto a lo segundo, tratándose de penas accesorias propiamente
tales, según los arts. 27 a 30 CP, aunque la Ley 18.216 nada dice, se
entendía por la jurisprudencia mayoritaria y la doctrina de la CGR
que, antes de la modi cación de 2016, si la pena a la que accedían
quedaba en suspenso, pareciera corresponder que las accesorias no
podrían imponerse mientras tal suspensión no fuere revocada (Araya,
98). Sin embargo, tras la alteración sustantiva del sistema, que impone
la sustitución y no la suspensión de las condenas, el DCGR 7986, de
22.3.2018, ha reconsiderado toda la jurisprudencia administrativa
anterior y resuelto que, salvo fallo diverso y expreso de un tribunal, el
otorgamiento de una de las penas sustitutivas del art. 1 Ley 18.216,
no conlleva la conmutación de las penas accesorias de inhabilitación y
suspensión del cargo público, por lo que el condenado: i) está
obligado a poner en conocimiento de sus superiores la condena y su
sustitución; ii) incurre en una causal de destitución, por inhabilidad
sobreviniente; y iii) queda inhabilitado para ingresar a la
administración pública, salvo posterior rehabilitación (v., en este
mismo sentido, la SCA Concepción, 30.4.2015, DJP 27, 93, con
relación la anterior pena de reclusión nocturna, ahora reclusión
parcial, única que en el sistema anterior era sustitutiva y no suspensiva
de la pena privativa de libertad impuesta, con nota favorable de S.
Salinero).
H. Reemplazo, incumplimiento y quebrantamiento
Las penas sustitutivas pueden reemplazarse durante su cumplimiento
por otras menos intensas (p. ej., pasar de libertad vigilada intensiva a
libertad vigilada, y de ésta a remisión condicional), si ha transcurrido
la mitad de la condena y se cuenta con informe favorable de
Gendarmería de Chile (art. 32).
En cuanto a su incumplimiento, las penas sustitutivas están
sometidas a un régimen gradual, que en términos generales considera:
i) la posibilidad de ordenar la detención para darle inicio; ii) acreditar
un incumplimiento justi cado sin efectos inmediatos para el
condenado; iii) aumentar el control en la medida que se reitere el
incumplimiento injusti cado; y iv) solo en casos de incumplimientos
graves y reiterados, sustituir la medida por otra más intensa o
revocarla, con reglas especiales en el caso de la pena de prestación de
servicios en bene cio de la comunidad (arts. 24, 25 y 29 a 31).
La revocación de estas penas sustitutas solo es posible en audiencia
citada al efecto, en casos de incumplimientos graves y reiterados, o si
el bene ciado es condenado por sentencia rme por un nuevo crimen
o simple delito (arts. 25 a 27).
La revocación someterá al condenado al cumplimiento del saldo de
la pena inicial, abonándose a su favor el tiempo de ejecución de la
pena sustitutiva revocada de forma proporcional a la duración de
ambas, según lo dispuesto en el art. 9 Ley 18.216.
A. Penas principales
a) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la
personalidad jurídica
De acuerdo con los arts. 8 y 9 Ley 20.393, esta pena producirá la
pérdida de nitiva de la personalidad jurídica. La sentencia que la
declare designará “de acuerdo a su tipo y naturaleza jurídica y a falta
de disposición legal expresa que la regule, al o a los liquidadores
encargados de la liquidación de la persona jurídica”, a quienes se
encomienda la realización de los actos o contratos necesarios para
efectos de concluir toda actividad de la persona jurídica, salvo
aquellas que fueren indispensables para el éxito de la liquidación;
pagar los pasivos de la persona jurídica, incluidos los derivados de la
comisión del delito; y repartir los bienes remanentes entre los
accionistas, socios, dueños o propietarios, a prorrata de sus
respectivas participaciones.
Sin embargo, “cuando así lo aconseje el interés social, el juez,
mediante resolución fundada, podrá ordenar la enajenación de todo o
parte del activo de la persona jurídica disuelta como un conjunto o
unidad económica, en subasta pública y al mejor postor”.
b) Prohibición de celebrar actos y contratos con organismos del
Estado
De acuerdo con el art. 10 Ley 20.393, “esta pena consiste en la
prohibición de contratar a cualquier título con órganos o empresas del
Estado o con empresas o asociaciones en que este tenga una
participación mayoritaria; así como la prohibición de adjudicarse
cualquier concesión otorgada por el Estado”. Esta pena puede ser
perpetua o temporal. Si es temporal, su duración se graduará de la
siguiente forma: en su grado mínimo, de dos a tres años; en su grado
medio, de tres años y un día a cuatro años; y en su grado máximo, de
cuatro años y un día a cinco años.
c) Pérdida parcial o total de beneficios fiscales o prohibición
absoluta de recepción por un período determinado
El art. 11 Ley 20.393 señala que se entenderá por “bene cios
scales”, “aquellos que otorga el Estado o sus organismos por
concepto de subvenciones sin prestación recíproca de bienes o
servicios y, en especial, subsidios para nanciamiento de actividades
especí cas o programas especiales y gastos inherentes o asociados a la
realización de estos, sea que tales recursos se asignen a través de
fondos concursables o en virtud de leyes permanentes o subsidios,
subvenciones en áreas especiales o contraprestaciones establecidas en
estatutos especiales y otras de similar naturaleza”.
Esta pena se graduará, de acuerdo con el porcentaje de pérdida del
bene cio scal, como sigue: en su grado mínimo, pérdida del veinte al
cuarenta por ciento; en su grado medio, pérdida del cuarenta y uno al
setenta por ciento; y en su grado máximo, pérdida del setenta y uno al
cien por ciento.
En caso de que la persona jurídica no sea acreedora de “bene cios
scales”, la Ley 20.393 contempla la sanción de la prohibición
absoluta de percibirlos por un período de entre dos y cinco años, el
que se contará desde que la sentencia que declare su responsabilidad
se encuentre ejecutoriada.
d) Multa a beneficio fiscal
El art. 12 contempla la pena de la multa a bene cio scal. Respecto
de la aplicación de esta multa, el tribunal podrá autorizar que su pago
se efectúe por parcialidades, en un plazo no superior a veinticuatro
meses, “cuando la cuantía de ella pueda poner en riesgo la
continuidad del giro de la persona jurídica sancionada, o cuando así lo
aconseje el interés social”.
La pena de multa a bene cio scal podrá graduarse del siguiente
modo: en su grado mínimo, desde cuatrocientas a cuatro mil unidades
tributarias mensuales; en su grado medio, desde cuatro mil una a
cuarenta mil unidades tributarias mensuales; y en su grado máximo,
desde cuarenta mil una a trescientas mil unidades tributarias
mensuales.
B. Penas accesorias
Además de las penas señaladas anteriormente, la Ley 20.393
contempla en su art. 13 las siguientes penas accesorias:
a) Publicación de un extracto de la sentencia
En virtud de esta pena, el tribunal ordenará la publicación de un
extracto de la parte resolutiva de la sentencia condenatoria en el
Diario O cial u otro diario de circulación nacional, y será la persona
jurídica sancionada quien tendrá que correr con los costos de dicha
publicación (una forma especí ca de shaming para personas jurídicas).
b) Comiso
El producto del delito y demás bienes, efectos, objetos, documentos e
instrumentos serán decomisados. La reforma de 2018 agregó
expresamente para este caso la posibilidad del comiso sustitutivo de
tales especies, cuando no fuera posible su decomiso directo, por “una
suma de dinero equivalente a su valor”. Y, sobre todo, se agregó un
comiso adicional, especialmente necesario para hacer operativa la
sanción, consistente en el de “los activos patrimoniales cuyo valor
correspondiere a la cuantía de las ganancias obtenidas a través de la
perpetración del delito”, entendiendo por tales los “frutos obtenidos y
las utilidades que se hubieren originado, cualquiera que sea su
naturaleza jurídica”, donde perfectamente caben los intereses
corrientes de lo obtenido, correspondientes al concepto de frutos
civiles.
Este comiso adicional no se impone “respecto de las ganancias
obtenidas por o para una persona jurídica y que hubieren sido
distribuidas entre sus socios, accionistas o bene ciarios que no
hubieren tenido conocimiento de su procedencia ilícita al momento de
su adquisición”. La disposición, con un propósito loable, por una
parte, tiende a confundir el patrimonio de las personas jurídicas con el
de sus socios, accionistas o bene ciarios, lo que constituye un
retroceso en el avance que signi ca la ampliación de comiso y, por
otra, puede ser una fuente de incentivo al retiro anticipado y
automatizado de utilidades, que dejaría sin efecto esta importante
medida.
c) Entero en arcas fiscales
En los casos en que el delito cometido suponga la inversión de
recursos de la persona jurídica superiores a los ingresos que ella
genera, se impondrá como pena accesoria el entero en arcas scales de
una cantidad equivalente a la inversión realizada.
A. Penas de crímenes
i) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad
jurídica. Esta pena se podrá imponer únicamente en los casos de
crímenes en que concurra la circunstancia agravante establecida en el
art. 7, esto es, el haber sido condenada, dentro de los cinco años
anteriores, por el mismo delito. Asimismo, se podrá aplicar cuando se
condene por crímenes cometidos en carácter de reiterados, de
conformidad a lo establecido en el art. 351 CPP;
ii) Prohibición de celebrar actos y contratos con el Estado en su
grado máximo a perpetuo;
iii) Pérdida de bene cios scales en su grado máximo o prohibición
absoluta de su recepción de tres años y un día a cinco años; y
iv) Multa a bene cio scal, en su grado máximo.
A. Circunstancias atenuantes
Serán circunstancias atenuantes de la responsabilidad penal de la
persona jurídica, las siguientes: i) la 7.ª del art. 11 CP, esto es, haber
procurado con celo reparar el mal causado, o impedir sus ulteriores
perniciosas consecuencias; ii) la 9.ª del art. 11 CP, es decir, haber
colaborado sustancialmente a esclarecimiento de los hechos. Se
entenderá especialmente que la persona jurídica colabora
sustancialmente cuando, en cualquier estado de la investigación o del
procedimiento judicial, sus representantes legales hayan aportado
antecedentes para su esclarecimiento o, antes de conocer que el
procedimiento judicial se dirige contra ella, hayan puesto el hecho
punible en conocimiento de las autoridades; y iii) la adopción por
parte de la persona jurídica, antes del comienzo del juicio, de medidas
e caces para prevenir la reiteración de la misma clase de delitos objeto
de la investigación.
B. Circunstancia agravante
De acuerdo con el art. 7 Ley 20.393, es circunstancia agravante de la
responsabilidad penal de la persona jurídica, el haber sido condenada,
dentro de los cinco años anteriores, por el mismo delito.
Capítulo 13
Ejecución de las penas privativas de
libertad y defensas penitenciarias
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C. La libertad condicional
a) Concepto
La libertad condicional es en nuestro sistema el equivalente a la
parole o libertad bajo palabra de los sistemas anglosajones. Fue
incorporada en nuestra legislación por el DL 321, de 1925, como uno
de los primeros éxitos de la escuela positiva en las reformas legales de
la primera mitad del siglo XX, para hacer frente a la deshumanización
e incapacidad para resocializar a los condenados del estricto régimen
del Código. Entonces se concebía como última etapa del régimen
penitenciario de ejecución progresiva de las penas, dividido en
períodos que iban desde el aislamiento extremo hasta el tratamiento
en libertad, conocido también como sistema irlandés e instaurado en
Chile por el ya derogado Reglamento Carcelario de 1928 (Sepúlveda y
Sepúlveda, 86). Hoy en día, el actual Reglamento Penitenciario lo
considera como la última etapa de las “actividades y acciones para la
reinserción social” que debe desarrollar la administración
penitenciaria conforme a dicho cuerpo normativo, cuyos sustentos
ideológicos se encuentran en la concepción de la ejecución de la pena
como un sistema que ofrece alternativas para que los condenados
puedan ser capaces de resolver los con ictos pasados y futuros que
suponen su condición (Bustos, Bases, 149).
Según la actual redacción del DL 321, la libertad condicional es “un
medio de prueba de que la persona condenada a una pena privativa de
libertad y a quien se le concediere, demuestra, al momento de postular
a este bene cio, avances en su proceso de reinserción social”. (art. 1)
Se obtiene y se revoca por resolución fundada de la Comisión de
Libertad Condicional (art. 5). Su duración comprende todo el tiempo
restante de la condena, pero quienes hayan cumplido la mitad de este
tiempo y hubieran cumplido las condiciones establecidas en su plan de
seguimiento e intervención individual, “podrán ser bene ciadas con la
concesión de su libertad completa” a través de una resolución de la
Comisión respectiva (art. 8). Una vez que el penado termina el período
de libertad condicional sin que haya sufrido una nueva condena o sin
que se haya revocado su libertad, “la pena se reputará cumplida” (art.
3 Reglamento).
Ya no puede discutirse si ella consiste o no en un “derecho” del
condenado, pues el DL 321 no emplea más esa expresión. En cambio,
se la de ne también como un “bene cio que no extingue ni modi ca
la duración de la pena, sino que es un modo particular de hacerla
cumplir en libertad por la persona condenada” (art. 1, inc. 2). La
actual redacción del DL 321 destaca, además, el carácter facultativo
de su concesión al emplear sus arts. 2 a 3 ter la expresión “podrá
concederse” y señalar en su art. 5 que su concesión, rechazo o
revocación “será facultad de la Comisión de Libertad Condicional”.
Esta Comisión, compuesta por un ministro de Corte de Apelaciones
y cuatro jueces de garantía o de tribunales orales en lo penal de la
jurisdicción respectiva (en Santiago, diez) se reúne dos veces al año,
los primeros quince días de los meses de abril y octubre, y decide
sobre la base del informe elaborado por Gendarmería de Chile sobre
el cumplimiento de los requisitos de tiempo, conducta y riesgo de
reincidencia ya mencionados de los condenados que postulen (art. 4).
El art. 5 entrega completamente a la Comisión la evaluación del
cumplimiento de los requisitos que permiten la concesión del
bene cio, para cuya constatación se pueden tener a la vista no solo los
antecedentes emanados de Gendarmería de Chile, sino todos los
demás que “considere necesarios para mejor resolver”.
En todo caso, puesto que la resolución que concede, rechaza o
revoca el bene cio ha de ser fundada, debe dar cuenta de esos
antecedentes y su relación con la denegación u otorgamiento del
bene cio, esto es, si se puede o no demostrar avances en el proceso de
reinserción social del condenado, al momento de postular, más allá del
transcurso del tiempo previsto en cada caso y la buena conducta en el
penal. Luego siempre será posible la litigación acerca del
cumplimiento de esta exigencia de fundamentación, por la vía del
amparo constitucional.
b) Requisitos
Para poder postular a la libertad condicional, los condenados deben
reunir tres requisitos de distinta naturaleza: i) un determinado tiempo
servido de la condena impuesta, ii) comportamiento intachable dentro
del penal, y iii) demostrar avances en su proceso de resocialización.
En cuanto al tiempo servido de la pena impuesta, la regla general del
cumplimiento de la mitad de la condena se ha modi cado en diversas
ocasiones, exigiendo un mayor tiempo servido de la condena impuesta
según la clase de delito o cuantía de la pena que se trate, como
“concesiones a los atavismos vindicativos, y una renuncia lamentable
a las responsabilidades impuestas por la prevención especial” (Cury
PG, 724). Además, para evitar que los condenados obtengan la
libertad condicional mientras cumplen otra pena, la actual redacción
del N.º 1) art. 2 establece que, si “la persona condenada estuviere
privada de libertad cumpliendo dos o más penas, o si durante el
cumplimiento de éstas se le impusiere una nueva, se sumará su
duración, y el total que así resulte se considerará como la condena
impuesta para estos efectos”.
Este requisito se cumple, por regla general a la mitad del tiempo de
la condena, salvo en los siguientes casos: i) en los condenados a
presidio perpetuo cali cado, a los cuarenta años; ii) en los condenados
a presidio perpetuo y a penas que sumen más de cuarenta años de
privación de libertad, a los veinte años; iii) en los condenados por los
delitos de parricidio, femicidio, homicidio cali cado, infanticidio,
robo con homicidio, violación con homicidio, violación, abuso sexual
impropio simple y agravado, producción de pornografía infantil,
promoción y facilitación de la prostitución infantil, trata de personas,
robo en lugar habitado y robo con violencia e intimidación simple
(arts. 365 bis, 366 bis, 366 quinquies, 367, 411 quáter, 436 y 440);
homicidio de miembros de las policías, de integrantes del Cuerpo de
Bomberos de Chile y de Gendarmería de Chile, en ejercicio de sus
funciones; conducción en estado de ebriedad causando muerte o
lesiones graves (art, 196 Ley de Tránsito); y el de elaboración o trá co
de estupefacientes, cuando hubieren cumplido dos tercios de la
condena. Excepcionalmente, es estos últimos casos, “se podrá
conceder la libertad condicional una vez cumplida la mitad de la pena
privativa de libertad de forma efectiva a las mujeres condenadas en
estado de embarazo o maternidad de hijo menor de 3 años” (art. 3
ter).
El tiempo de cumplimiento se aumenta también a los dos tercios de
la condena (salvo que se trate de presidio perpetuo) para los
condenados por delitos que la sentencia, de conformidad con el
derecho internacional, hubiere considerado como genocidio, crímenes
de lesa humanidad o crímenes de guerra, cualquiera haya sido la
denominación o clasi cación que dichas conductas hubieren tenido al
momento de su condena; o por alguno de los delitos tipi cados en la
Ley 20.357, exigiéndose, además, al momento de postular, acreditar
colaboración sustancial con la justicia durante el proceso, amén de
otras consideraciones relativas a la afectación de la seguridad pública,
la facilitación de la ejecución de las resoluciones judiciales y
reparación para las víctimas, y la presunción de que el liberto no
afectará a las víctimas o a sus familiares con acciones o expresiones
inapropiadas.
Excepcionalmente, todos los requisitos temporales se reducen a diez
años para los condenados a presidio perpetuo por delitos
contemplados en la Ley 18.314, que determina conductas terroristas y
ja su penalidad y, además condenadas por delitos sancionados en
otros cuerpos legales, “siempre que los hechos punibles hayan
ocurrido entre el 1 de enero de 1989 y el 1 de enero de 1998 y
suscriban, en forma previa, una declaración que contenga una
renuncia inequívoca al uso de la violencia”.
Por otra parte, el requisito de buen comportamiento (“haber
observado conducta intachable durante el cumplimiento de la
condena”), se ha reducido a obtener nota “muy buena” en los cuatro
bimestres anteriores a la postulación o, si la pena es menor de 541
días, en los tres anteriores. (art. 2 N.º 2).
El tercer requisito para conceder la libertad condicional corresponde
al hecho de demostrar avances en el proceso de resocialización. Según
el art. 2 N.º 3 esto se constata por la valoración del riesgo de
reincidencia, lo que determina sus posibilidades para reinsertarse
adecuadamente en la sociedad. El riesgo de reincidencia se determina
mediante la aplicación de test estandarizados según el modelo
adoptado en 2010 por el Ministerio de Justicia (modelo “Riesgo-
Necesidad-Responsividad”), que considera como factores generales
para su determinación la historia delictual, educación/empleo,
familia/pareja, uso del tiempo libre, pares, consumo de alcohol/drogas,
actitud y orientación “procriminal” y patrón antisocial; y como
factores especí cos las características de personalidad con potencial
criminógeno (p. ej., de ciente manejo de la ira, habilidades de
autocontrol, etc.) y los antecedentes de agresión de tipo sexual,
violenta y otras formas de comportamiento antisocial (para una
exposición crítica de este modelo, de origen canadiense, basado en la
psicología conductual, v. Velásquez, 72). Dado que estos factores se
encuentran presentes desde el momento del ingreso del condenado,
será relevante para determinar sus “avances” en el proceso de
reinserción, demostrar el cambio en los mismos, que principalmente
puede tener relación con el producido en el comportamiento y
personalidad del condenado con relación a su adherencia o
“responsividad” al plan de intervención individual. El art. 2 N.º 3 DL
321 impone a Gendarmería de Chile la obligación de informar a la
Comisión acerca de estos factores explicitando en el informe “los
antecedentes sociales y las características de personalidad de la
persona condenada, dando cuenta de la conciencia de la gravedad del
delito, del mal que éste causa y de su rechazo explícito a tales delitos”.
c) Condiciones a que quedan sujetos los reos libertos y
revocación
Obtenida la libertad condicional, el liberto queda sujeto a un
Delegado de Libertad Condicional de Gendarmería de Chile, quien
deberá elaborar un plan de intervención individual, “el que deberá
comprender reuniones periódicas, las que durante el primer año de
supervisión deberán ser a lo menos mensuales, la realización de
actividades tendientes a la rehabilitación y reinserción social del
condenado, tales como la nivelación escolar, la participación en
actividades de capacitación o inserción laboral, o de intervención
especializada de acuerdo a su per l”. La ley exige, además, que “la
persona condenada deberá rmar un compromiso de dar
cumplimiento a las condiciones de su plan” (art. 6).
La revocación del bene cio es facultativa para la Comisión de
Libertad Condicional (art. 5), quien resolverá previo informe de
Gendarmería de Chile, en caso de que el liberto fuere condenado por
cualquier delito (incluye las faltas) o incumpliere las condiciones
establecidas en su plan de intervención individual, sin justi cación
su ciente. Revocado el bene cio, se podrá volver a solicitar una vez
cumplida la mitad del tiempo restante de la condena que se vuelve a
cumplir (art. 7).
Curiosamente, la ley no dispone la revocación en caso de que el
liberto no se presente dentro de los 45 días siguientes a la concesión
del bene cio al proceso de elaboración y suscripción de su plan
individual de intervención, de modo que, indirectamente, se favorece
que tales planes no se suscriban, dejando al liberto sin control y sin
posibilidad clara de revocar su bene cio, al no existir causal para ello
en este art. 7.
C. Régimen del DS 64
El art. 8 de este DS, que reglamenta la eliminación de prontuarios
penales, de anotaciones, y el otorgamiento de certi cados de
antecedentes, permite al Director del Registro Civil la eliminación
administrativa de ciertas anotaciones en los prontuarios de los
condenados en los siguientes casos especiales: i) cuando se trate de
faltas, respecto de las cuales han transcurrido tres años desde el
cumplimiento de la condena; ii) cuando se trate de personas
sancionadas por cuasidelito, simple delito o crimen, con multa o con
pena corporal o no corporal hasta de tres años de duración y hayan
transcurrido diez años, a lo menos, desde el cumplimiento de la
condena en los casos de crimen, y cinco años o más, en los casos
restantes; y iii) cuando se trate de condenados que hayan cumplido
una pena no a ictiva y que a la fecha de la comisión del delito tenían
menos de 18 años, caso en el cual se procederá a eliminar la anotación
del prontuario desde el mismo momento en que se cumple la condena.
No obstante, los menores de 18 años a la fecha de la comisión del
delito, que sean condenados con una pena a ictiva, deberán esperar
que transcurran tres años. En este último caso, la eliminación
requerirá que el interesado acredite irreprochable conducta anterior,
mediante los antecedentes que el Director del Servicio de Registro
Civil exija, y siempre que la anotación de que se trate sea la única que
exista en su prontuario. Pero no se requerirá probar irreprochable
conducta anterior y el Director del Servicio podrá eliminar de o cio la
única anotación existente, transcurridos 20 años o más desde el
cumplimiento de la pena.
Se podrá también omitir la constancia de los antecedentes en los
certi cados emitidos para terceros, antes de eliminarlos, cumplidos los
requisitos del art. 13, que son, básicamente, acompañar a la autoridad
un certi cado de ejecutoria, otro de cumplimiento de condena y uno
del pago de la multa (Achiardi, 850).
SEXTA PARTE
EXTINCIÓN Y EXCLUSIÓN DE
LA RESPONSABILIDAD PENAL
Capítulo 14
Defensas no exculpatorias
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§ 2. La muerte
Conforme dispone el art. 93 N.º 1, la responsabilidad penal se
extingue “por la muerte del responsable”, esto es, su muerte en
sentido natural o legal (“muerte cerebral”, art. 19 Ley 20.584). Por
tanto, no alcanza a extinguir la responsabilidad penal la muerte
presunta del CC.
Sin embargo, al añadirse que, respecto de las penas pecuniarias, ellas
se extinguen “solo cuando a su fallecimiento no hubiere recaído
sentencia ejecutoria”, se plantea un problema de constitucionalidad al
contradecir el principio de “personalidad de las penas”, según el cual
la responsabilidad penal ha de ser siempre personal y no puede
extenderse a terceros inocentes del delito, como en este caso serían los
herederos del responsable difunto (Beccaria, Delitos, 125). Parece más
o menos evidente que cuando el art. 19 N.º 3 CPR asegura a todas las
personas que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta
que sanciona esté expresamente descrita en ella”, se re ere a las
conductas propias, y no de terceros, por causantes civiles que sean
(véanse además las acertadas críticas de la doctrina nacional
indiferente a este problema en Guzmán D., “Comentario”, 442; y
Piña y Moreno, 484. Para una discusión sobre el fundamento de esta
limitación, a la luz de los llamados nes de las penas, v. Mañalich,
“Destierros”, 287).
B. Indulto
a) Concepto y alcance
El indulto es una gracia, pero se diferencia de la amnistía por la
menor amplitud de su alcance y sus efectos (art. 93 N.º 4). Desde
luego, solo procede respecto de personas condenadas por sentencia
ejecutoriada y “solo remite o conmuta la pena; pero no quita al
favorecido el carácter de condenado para los efectos de la reincidencia
o nuevo delinquimiento y demás que determinan las leyes”.
El indulto es general, cuando se dicta por ley de quórum cali cado
aplicable a todos quienes se encuentren en sus supuestos; y particular,
cuando se produce por Decreto Supremo del Presidente de la
República. En este último caso, la gracia se encuentra limitada por las
normas de la Ley 18.050 y su Reglamento, que impiden su
otorgamiento a quienes estuviesen condenados por un delito cali cado
de terrorista, según la Ley 18.314. Como expresión de la voluntad
soberana, una ley de indulto general también puede comprender
limitaciones especiales y establecer conmutaciones incluso por penas o
formas de cumplimientos de penas no existentes en el ordenamiento
común, como hace la Ley 21.228, de 21.4.2020, que, para reducir los
riesgos de muerte en prisión por COVID-19 de personas mayores de
75 años y, en ciertos casos, de mujeres mayores de 55 y hombres
mayores de 60, sustituyó sus penas privativas de libertad por la nueva
pena de reclusión domiciliaria total, excluyendo del bene cio a los
condenados por delitos graves (apremios ilegítimos, tortura,
homicidios, secuestros, violación, atentados sexuales contra menores
de edad, robos cali cados, etc.), incluyendo, además, a los delitos de
lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar, extendiendo
de ese modo al indulto las limitaciones existentes para esa clase de
delitos respecto de la amnistía y la prescripción.
Aunque es discutible el fundamento del ejercicio de esta gracia por el
representante del Poder Ejecutivo, como una suerte de remedo de la
Gracia Real, lo cierto es que parece un buen recurso práctico “en
tanto subsistan penas perpetuas y otras dotadas de un rigor o una
duración incompatibles con la sensibilidad valorativa de nuestro
tiempo” (Guzmán D., 453). Además, según el art. 4 CADH, mientras
permanezca en nuestro ordenamiento vigente la pena de muerte aún
en casos excepcionales, la gracia del indulto debe permanecer vigente
en nuestro país.
b) Indulto y penas privativas de derechos
Los arts. 43 y 44 regulan los efectos del indulto con relación a las
inhabilitaciones. Según estas disposiciones, el indultado es repuesto en
el ejercicio de las profesiones titulares, y en la capacidad para ejercer
cargos públicos, pero no tiene el derecho a ser repuesto en los cargos,
empleos u o cios de que fue privado, lo que es coincidente con lo
dispuesto en el art. 119 c) EA, que obliga a la destitución del
funcionario “condenado por crimen o simple delito”. Cuando la
inhabilitación es pena accesoria, el indulto de la principal no la
comprende, a menos que se extienda expresamente a ella (art. 43).
En todo caso, el indulto particular nunca puede alcanzar la
rehabilitación para el ejercicio de los derechos políticos derivados de
la calidad de ciudadano, facultad privativa del Senado mediante la
acción constitucional respectiva (art. 17 inc. 2 CPR).
Por otra parte, se debe tener en cuenta lo dispuesto en el DL 409,
que establece la obligatoriedad de conceder el indulto de las penas
accesorias a quienes cumplan con los requisitos que allí se establecen.
c) Requisitos para que el condenado indultado pueda
reingresar a la Administración
El indultado, para poder reingresar a la Administración Pública
necesita cumplir los requisitos de los arts. 11 e) y f) EA y 38 f)
LOCGR. Estos son:
i) No haber sido condenado por crimen o simple delito (art. 11 f)
EA): Este requisito ha de entenderse cumplido también tras la
eliminación de las anotaciones en el prontuario del condenado,
obtenida mediante el decreto supremo a que hace referencia el art. 1
DL 409, pues se veri ca por comunicación del Servicio de Registro
Civil (art. 12 inc. 5 EA);
ii) Haber transcurrido más de cinco años desde la destitución
subsecuente a la condena por crimen o simple delito (arts. 11 e) y 119
c) EA); y
iii) Estar en posesión de un decreto supremo de rehabilitación,
conforme a lo dispuesto en el art. 38 f) de la Ley Orgánica de la
Contraloría General de la República, organismo que mantiene el
registro general de personas incapacitadas para ingresar a la
Administración. La rehabilitación por decreto supremo es una
facultad discrecional del Presidente de la República, tendiente a
acreditar la idoneidad moral del postulante a un cargo público, no
susceptible de revisión por autoridad alguna, según jurisprudencia
constante del órgano contralor (Dictámenes 68.693 de 1969, 254 y
30.081 de 1990 y 2.444 de 1993).
C. Principio de oportunidad
Conforme dispone el art. 170 CPP, transcurridos los plazos que allí
se establecen y sin que el Juez de Garantía o el Fiscal Regional, en su
caso, revoquen la decisión del Fiscal del Ministerio Público
correspondiente, el ejercicio del principio de oportunidad extingue la
acción penal respecto del hecho de que se trate, dejando subsistente
únicamente la posibilidad de una acción civil contra el imputado.
Las limitaciones que impone la ley al ejercicio de esta especie de
perdón o cial son las siguientes: i) la pena del delito debe contemplar
en su marco inferior una igual o inferior a presidio o reclusión menor
en su grado mínimo; ii) no puede tratarse de un delito cometido por
un empleado público en ejercicio de sus funciones (§4 Tít. III y Tít. IV
L. II CP); y iii) No debe “comprometer gravemente el interés público”.
Nuevamente ha dejado aquí el legislador abierta la puerta a una
disputa doctrinal y a decisiones jurisprudenciales contradictorias sobre
qué ha de entenderse por comprometer gravemente el interés público.
F. Perdón privado
a) En delitos de acción privada
Son delitos de acción penal privada aquellos que solo pueden ser
perseguidos por la víctima, a saber, los delitos y faltas de injurias, la
calumnia, la provocación al duelo y la denostación pública por no
haberlo aceptado, y la celebración por menores de un matrimonio sin
el consentimiento de sus representantes legales (art. 55 CPP).
En esta clase de delitos, según el art. 93 N.º 5, el perdón del
ofendido solo operaría respecto de penas impuestas restándole
aparentemente valor a una declaración previa al proceso en ese
sentido o durante el mismo. De este modo, la ley pareciera prevenir un
eventual derecho del querellado de obtener una sentencia absolutoria
en esta clase de delitos, tal como lo establecería el art. 401 CPP, al
permitirle rechazar el desistimiento del querellante.
Sin embargo, esta prevención es irrelevante en la práctica, pues el
art. 402 del mismo cuerpo legal deja entregada a la voluntad del
querellante la decisión de abandonar la acción penal, abandono que
produce exactamente el mismo efecto que el desistimiento:
sobreseimiento de nitivo, pero sin que el querellado pueda oponerse.
b) En delitos de acción privada previa instancia particular
Son delitos de acción pública previa instancia particular, aquellos en
que no puede procederse de o cio, sin que el ofendido por el delito
hubiere al menos denunciado el hecho a la justicia, al ministerio
público o a la policía. El art. 54 CPP numera entre ellos las lesiones de
los arts. 399 y 494 N.º 5; la violación de domicilio; la violación de
secretos prevista en los arts. 231 y 247 inc. 2; las amenazas de los arts.
296 y 297; los previstos en la Ley 19.039, que establece normas
aplicables a los privilegios industriales y protección de los derechos de
propiedad industrial; la comunicación fraudulenta de secretos de la
fábrica en que el imputado hubiere estado o estuviere empleado; y los
que otras leyes señalaren en forma expresa (como los delitos
tributarios, del art. 162 del Código del ramo, p. ej.).
Tratándose de esta clase de delitos, el art. 19 CP establece de antiguo
un efecto oclusivo de la acción penal en “el perdón de la parte
ofendida” “respecto de los delitos que no pueden ser perseguidos sin
previa denuncia o consentimiento del agraviado”. Se trata aquí, de
una “renuncia a la acción penal”, tal como lo reconoce ahora
expresamente el art. 56 CPP: “la renuncia de la víctima a denunciarlo
extinguirá la acción penal, salvo que se tratare de delito perpetrado
contra menores de edad” (Mera, “Comentario”, 722). En los casos en
que la ley entrega esta previa denuncia a las autoridades como una
alternativa incompatible con la persecución penal (p. ej., art. 162
Código Tributario), esta renuncia puede entenderse implícita en la
decisión de perseguir el hecho exclusivamente por la vía
administrativa o judicial de su elección.
c) En delitos de acción pública (acuerdos reparatorios)
Tratándose de los delitos de acción pública, pero también en los de
acción privada previa instancia particular denunciados por la víctima,
el Juez de Garantía debe aprobar un acuerdo reparatorio celebrado
entre la víctima y el imputado, siempre que se haya convenido
libremente entre ellos y con pleno conocimiento de sus derechos y el
delito que se trate fuese de aquellos “que afectaren bienes jurídicos
disponibles de carácter patrimonial, consistieren en lesiones menos
graves o constituyeren delitos culposos” (art. 241 CPP). Parte de la
doctrina propone, ahora, no solo que el juez apruebe los acuerdos que
se presentan, sino que activamente los promueva en aquellos casos que
correspondería, antes de resolver sobre medidas cautelares o de la
audiencia de preparación de juicio, esto es, mientras pueda mantener
su imparcialidad acerca del fondo del asunto debatido (Delgado y
Carnevali, 24).
La reparación a que se re ere la ley no importa necesariamente una
prestación económica pues “existirán algunos casos en los que al
ofendido le interese a modo de indemnización una prestación de
servicios, una disculpa pública o cualquier otra prestación” (Videla,
296). Aprobado el acuerdo por el juez, “se extinguirá, total o
parcialmente, la responsabilidad penal del imputado que lo hubiera
celebrado” (art. 242 CPP).
El principal problema práctico de esta disposición es determinar qué
haya de entenderse por delitos que afecten “bienes jurídicos
disponibles de carácter patrimonial”. Aquí podemos entender, en
primer lugar, los delitos mencionados en el art. 489, donde la ley
concede una excusa legal a ciertos parientes por hechos que no
parecen ir más allá de lo estrictamente patrimonial: hurtos,
defraudaciones y daños. Pero también aquellos robos con fuerza
donde ese interés patrimonial es preponderante, aunque no
necesariamente absoluto; y los delitos que protegen el interés scal,
como los aduaneros y tributarios. Más complejo es admitir este
carácter en el robo por sorpresa del art. 436 inc. 2, donde existe un
peligro concreto para la persona del afectado, aunque no
necesariamente perceptible a primera vista.
Además, como la ley permite al juez rechazar un acuerdo reparatorio
cuando exista un “interés público prevalente en la persecución penal”,
es necesario determinar el sentido de esta fórmula amplia y
aparentemente carente de contenido, pues en todo delito de acción
pública es, precisamente, el interés público en su persecución lo que le
da ese carácter, con independencia de la voluntad del ofendido. La ley
señala al respecto que este interés existe en los casos en que “el
imputado hubiera incurrido reiteradamente en hechos como los que se
investigaren en el caso particular”, lo que no tiene relación con la
naturaleza del delito investigado, sino con una curiosa y rocambolesca
reintroducción de la peligrosidad como criterio de decisión en
materias penales, aunque el hecho no sea grave y con ello el ofendido
pierda la oportunidad de una efectiva reparación del mal causado, a
quien poco podría importar la vida anterior de quien solo le ha
causado un cuasidelito de lesiones o sustraído alguna especie (SCA
Concepción 6.2.2015, RCP 42, N.º 2, 407). Otra limitación expresa es
la prohibición del art. 19 Ley 20.066 para recurrir a esta salida
alternativa en los casos de delitos vinculados con fenómenos de
violencia intrafamiliar, solución legal que ha dado lugar a una
especí ca defensa cultural, ya estudiada, que permite de todos modos
recurrir a los acuerdos reparatorios como método alternativo de
solución de con ictos de los pueblos originarios, reconocido en su
costumbre.
§ 5. Prescripción
A. Concepto y alcance
El art. 93 N.º 6 y 7 establece la prescripción como causal de
extinción de acción penal y de la pena, que consiste en la cesación de
la pretensión punitiva del Estado por el transcurso del tiempo, sin que
el delito haya sido perseguido o sin que pudiese ejecutarse la condena,
respectivamente, siempre que durante ese lapso no se cometa por el
responsable un nuevo crimen o simple delito.
Aunque la doctrina mayoritaria comparte la idea de que el
fundamento de esta institución radica en el principio de la seguridad
jurídica, similar acuerdo no existe en cuanto a su naturaleza y alcance.
En efecto, mientras al fuego de la discusión acerca de su carácter penal
o puramente procesal penal parecen agregar combustible los arts. 233
a), 248, inc. nal, y 250, inc. nal CPP, que contienen una regulación
acerca de la prescripción antes desconocida en el ordenamiento
procesal, este mismo cuerpo normativo lo apaga de nitivamente, al
menos en lo que toca a sus efectos prácticos, al establecer que, en todo
caso, las leyes procesales, al igual que las penales, no tienen efecto
retroactivo, salvo que sean más favorables al imputado (art. 11).
B. Límites de la prescripción
Por lo que respecta a su alcance, la doctrina que hacía prescriptibles
toda clase de delitos ya no es predicable de nuestro sistema, pues
existen diversas excepciones que, probablemente, se amplíen con el
tiempo, según se advierte de diferentes mociones parlamentarias
presentadas al efecto. Estas reformas sucesivas producen y producirán
problemas de aplicación temporal de la ley que deben resolverse de
conformidad con la regla general de entender los plazos de
prescripción como reglas que pueden o no ser más favorables al
imputado (eximiendo de pena o imponiendo una más benigna, en caso
de aplicarse la media prescripción, art. 103), por lo que están sujetas a
las disposiciones del art. 18 CP y 11 CPP (Oliver, “Cómputo”, 265).
a) Delitos imprescriptibles
i) Delitos de tortura, genocidio, crímenes de guerra y de lesa
humanidad, comprendidos en los tratados internacionales: según el
art. 250 inc. nal CPP, no se puede sobreseer de nitivamente una
causa cuando los delitos investigados “sean imprescriptibles”,
“conforme a los tratados internacionales rati cados por Chile y que se
encuentren vigentes”, a saber, tortura, genocidio, lesa humanidad y
crímenes de guerra.
Sin embargo, hasta nes del siglo XX nuestros tribunales rechazaban
consistentemente que la cali cación de un delito como genocidio,
crimen de guerra o de lesa humanidad pudiera importar que no fueran
prescriptibles. Así se falló a propósito de la solicitud de extradición del
Walter Rauff, un criminal nazi residente en Punta Arenas en los años
1960 (Novoa, Grandes Procesos, 59).
Solo muy posteriormente se ha aceptado la imprescriptibilidad de
esta clase de delitos, a propósito del juzgamiento de los cometidos
durante la Dictadura Militar de 1973-1989. En estos casos, se admite
que su prescripción se encontraba prohibida por el derecho
internacional antes de 1973 y, consecuentemente por nuestro
ordenamiento, por aplicación del principio de “primacía del derecho
internacional sobre el derecho interno”. Esta es la doctrina dominante
también en la doctrina y en el derecho internacional penal. La amplia
producción jurisprudencial en este sentido puede resumirse en las
SSCS 12.1.2015, Rol 11964-14, con comentario favorable de C.
Cárdenas, “Londres 38”, 444; y 29.1.2015, RCP 42, N.º 2, 253, con
nota aprobatoria de C. Suazo; en la doctrina, v. González-Fuente,
Limitations, 199. No obstante, subsisten autores para quienes bastaría
en estos casos con una interpretación sustancial de las reglas de
suspensión de la prescripción, para no hacerla correr durante la
dictadura y todo el tiempo posterior en que la judicatura no estuvo en
condiciones de procesar adecuadamente estos hechos (Hernández B.,
“Crímenes”, 210, Guzmán D., “Crímenes”; y Cabezas,
“Prescripción”, 36. En el mismo sentido, cali cando estos hechos
como “crímenes de impunidad”, cuya prescripción empezaría a correr
solo una vez terminado el estado de impunidad, Mañalich,
“Secuestro”, 28; y Horvitz, “Amnistía y prescripción”, 224.
Finalmente, para Girao, “Naturaleza”, 39, la imprescriptibilidad en
esta clase de delitos “no puede ser considerada una norma
consuetudinaria” del derecho internacional y, por tanto, no resultaría
legítima su aplicación retroactiva).
La jurisprudencia se inclina, además, a considerar que la acción civil
derivada de estos delitos es también imprescriptible (v. SCS
14.11.2019, DJP 40, 59, con comentario favorable de F. J. Parra,
quien a rma que esta imprescriptibilidad corre incluso contra cosa
juzgada, para sobrepasar el fenómeno de la “impunidad
institucional”).
ii) Delitos de carácter sexual contra menores de edad: según el art.
94 bis, introducido por la Ley 21.160, de 2019, “No prescribirá la
acción penal respecto de los crímenes y simples delitos descritos y
sancionados en los artículos 141, inciso nal, y 142, inciso nal,
ambos en relación con la violación; los artículos 150 B y 150 E,
ambos en relación con los artículos 361, 362 y 365 bis; los artículos
361, 362, 363, 365 bis, 366, 366 bis, 366 quáter, 366 quinquies, 367,
367 ter; el artículo 411 quáter en relación con la explotación sexual; y
el artículo 433, N° 1, en relación con la violación, cuando al momento
de la perpetración del hecho la víctima fuere menor de edad”. Según la
jurisprudencia, esta limitación no es aplicable a los adolescentes
responsables de esta clase de delitos, por regir para ellos las reglas
especiales de prescripción del art. 5 Ley 20.084 (SCS 13.9.2019, DJP
40, 77, con comentario crítico de C. Ramos, quien comparte la
decisión, pero no su fundamento); ni tampoco es aplicable a los
hechos ocurridos con anterioridad a su establecimiento (SCS
12.2.2019, DJP 40, 111).
b) Paralización del cómputo de la prescripción
Según el art. 260 bis, en los delitos funcionarios de malversación de
caudales públicos, fraude, exacciones ilegales, y cohecho a empleados
públicos y funcionarios extranjeros, “el plazo de prescripción de la
acción penal empezará a correr desde que el empleado público que
intervino en ellos cesare en su cargo o función”, agregándose que, “sin
embargo, si el empleado, dentro de los seis meses que siguen al cese de
su cargo o función, asumiere uno nuevo con facultades de dirección,
supervigilancia o control respecto del anterior, el plazo de prescripción
empezará a correr desde que cesare en este último”. Este es el
fenómeno que en derecho comparado se conoce bajo el nombre de
“suspensión de la prescripción” (Yuseff, 121). Antes de la reforma de
2019, se había establecido también para los delitos sexuales cometidos
contra menores de edad por la Ley 20.207, de 2007.
D. Prescripción de la pena
a) Tiempo de la prescripción
Mientras la medida del tiempo de prescripción de la acción penal ha
de hacerse con relación a la pena señalada en abstracto por la ley al
delito, tratándose de la prescripción de la pena, ésta se re ere
únicamente a las “impuestas por sentencia ejecutoria”, y prescriben,
según su art. 97: i) las de presidio, reclusión y relegación perpetuos, en
quince años; ii) las demás penas de crímenes, en diez años; iii) las de
simples delitos, en cinco años; y iv) las de faltas, en seis meses. Pero,
hay que insistir aquí, para evitar confusiones, que la cali cación que
hace el art. 97 es de las penas concretas impuestas, no de los delitos:
así, si un simple delito es penado con la sanción de prisión mayor de
41 días, por concedérsele al condenado una rebaja de grados, la pena
concreta impuesta es una de falta y ni de simple delito y, por tanto,
prescribe en seis meses (SCS 27.8.2014, RCP 41, N.º 4, 2014, 143,
con nota aprobatoria de C. Cabezas).
La forma mecánica en que la ley ha reiterado el tiempo de la
prescripción de la acción penal en la de las penas impuestas, puede
llevar a la absurda situación de que una pena impuesta a un partícipe
del delito pueda prescribir antes que la acción penal con relación a
otro; y viceversa: que la acción penal prescriba antes que el
cumplimiento efectivo de una pena impuesta (la llamada pena del
torpe, Guzmán D., “Comentario”, 477).
b) Forma de contar el tiempo
La prescripción de la pena “comenzará a correr desde la fecha de la
sentencia de término o desde el quebrantamiento de la condena, si
hubiere ésta principiado a cumplirse” (art. 98).
No se presentan en este caso problemas especiales con relación a la
naturaleza del delito cometido, sino solo respecto a la determinación
de cuándo una sentencia es de término, cuestión su cientemente
resuelta: es “la que no admite recurso legal capaz de revocarla o
modi carla”, con independencia de su noti cación, es decir, la que se
encuentra ejecutoriada (Del Río DP II, 385); y SCS 3.9.2014, RCP 41,
N.º 4, 2014, 137, con nota crítica de C. Ramos, citando a favor de
considerar la fecha de la sentencia de término la de su dictación a
Etcheberry DP II, 259).
Tratándose de un quebrantamiento de condena, la fecha se cuenta
desde el día en que se produce, pero para determinar el tiempo de la
prescripción se ha de descontar de la condena impuesta el tiempo
servido antes del quebrantamiento.
En todo caso, también se aplica aquí el aumento del tiempo en caso
de ausencia del país del condenado.
c) Interrupción de la prescripción de la pena
La prescripción de la pena se interrumpe por la misma razón que lo
hace la de la acción penal, esto es, “cuando el condenado, durante
ella, cometiere nuevamente crimen o simple delito, sin perjuicio de que
comience a correr otra vez” (art. 99).
La interrupción de la prescripción produce el efecto de borrar el
tiempo transcurrido con anterioridad a ella y dar inicio a un nuevo
plazo, comenzando a computarse un nuevo plazo desde el nuevo
crimen o simple delito (Vargas V., Extinción, 154; y Guzmán D.,
“Comentario”, 472). Sin embargo, para romper la presunción de
inocencia e interrumpir la prescripción, la doctrina mayoritaria
entiende que ese nuevo crimen o simple delito se debe establecer en
una sentencia condenatoria rme (Mera, “Comentario”, 729).