Está en la página 1de 805

COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH

M J A R
Catedrática de Filosofía del Derecho
de la Universidad de Valencia
A C L
Catedrática de Derecho Civil
de la Universidad de Málaga
J A. C H
Catedrático de Teoría y Filosofía de Derecho. Instituto Tecnológico Autónomo de México
J R C D
Ministro en retiro de la Suprema
Corte de Justicia de la Nación y
miembro de El Colegio Nacional
E F M -G P
Juez de la Corte Interamericana
de Derechos Humanos
Investigador del Instituto de
Investigaciones Jurídicas de la UNAM
O F
Catedrático emérito de Teoría del Derecho
de la Universidad de Yale (EEUU)
J A G -C G
Catedrático de Derecho
Mercantil de la UNED
L L G
Catedrático de Derecho Constitucional
de la Universidad Carlos III de Madrid
Á M. L L
Catedrático de Derecho Civil
de la Universidad de Sevilla
M L S
Catedrática de Historia del Derecho
de la Universidad Autónoma de Madrid
J L M
Catedrático de Filosofía del Derecho y
Filosofía Política de la Universidad de Valencia
V M C
Catedrático de Derecho Procesal
de la Universidad Carlos III de Madrid
F M C
Catedrático de Derecho Penal de la
Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
A N
Catedrática de Derecho Constitucional
e Internacional en la Universidad
de Colonia (Alemania)
Miembro de la Comisión de Venecia
H O A
Catedrático de Derecho Internacional de la
Universidad del Rosario (Colombia) y
Presidente del Instituto Ibero-Americano
de La Haya (Holanda)
L P A
Catedrático de Derecho Administrativo
de la Universidad Carlos III de Madrid
T S F
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la
Seguridad Social de la Universidad de Valencia
I S G
Magistrado de la Sala Primera (Civil)
del Tribunal Supremo de España
T S. V A
Catedrático de Derecho Penal
de la Universidad de Valencia
R Z
Catedrática de Ciencia Política de la
Universidad de Mainz (Alemania)
Procedimiento de selección de originales, ver página web:

www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales

MANUAL DE DERECHO PENAL


CHILENO
PARTE GENERAL
2.ª edición, actualizada con las modi caciones
legales hasta el 2 de enero de 2021,
incluyendo la Ley 21.212, en materia de
tipi cación del femicidio

Ñ
Dr. JEAN PIERRE MATUS ACUÑA
Profesor Titular de Derecho Penal de la Universidad de Chile
Ex Abogado Integrante de la Corte Suprema de Chile (2015-2019)
Mg. M.ª CECILIA RAMÍREZ GUZMÁN
Profesora de Derecho Penal de la Universidad Andrés Bello
Ex Abogada Integrante de la Corte de Apelaciones de Santiago (2015-2021)

tirant lo blanch
Valencia, 2021
Copyright ® 2021

Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede


reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico,
incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de
información y sistema de recuperación sin permiso escrito de los autores y del editor.

En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la


pertinente corrección en la página web www.tirant.com.

© Jean Pierre Matus Acuña


M.ª Cecilia Ramírez Guzmán
© TIRANT LO BLANCH
EDITA: TIRANT LO BLANCH
C/ Artes Grá cas, 14 - 46010 - Valencia
TELFS.: 96/361 00 48 - 50
FAX: 96/369 41 51
Email: tlb@tirant.com
www.tirant.com
Librería virtual: www.tirant.es
ISBN: 978-84-1378-652-0

Si tiene alguna queja o sugerencia, envíenos un mail a: atencioncliente@tirant.com. En caso


de no ser atendida su sugerencia, por favor, lea en
www.tirant.net/index.php/empresa/politicas-de-empresa nuestro procedimiento de quejas.
Responsabilidad Social Corporativa: http://www.tirant.net/Docs/RSCTirant.pdf
Abreviaturas
art./arts. Artículo/artículos. Si no tienen otra indicación, corresponden al Código Penal, salvo
cuando aparezcan claramente referidos a una ley especial o reglamento que se esté
explicando
CADH Convención Americana de derechos Humanos
CA Corte de Apelaciones
CB Código de Bustamante (Código de Derecho Internacional Privado)
CC Código Civil
CGR Contraloría General de la República
CIDH Corte Interamericana de derechos Humanos
CJM Código de Justicia Militar
COT Código Orgánico de Tribunales
CP Código Penal
CPC Código de Procedimiento Civil
CPP Código Procesal Penal
CPR Constitución Política de la República
CS Corte Suprema
DCGR Dictamen Contraloría General de la República
DFL Decreto con Fuerza de Ley
DL Decreto Ley
DS Decreto Supremo
DUDH Declaración Universal de derechos Humanos
DJP Revista Doctrina y Jurisprudencia Penal
EA Estatuto Administrativo
FM Fallos del Mes
GJ Gaceta Jurídica
o. o. otra opinión, en sentido contrario
PIDCP Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos
R. Revista (de)
RChD Revista Chilena de Derecho
RChDCP Revista Chilena de Derecho y Ciencias Penales
RCP Revista de Ciencias Penales
RDJ Revista de Derecho y Jurisprudencia y Gaceta de los Tribunales. Si no se especi ca, la
cita corresponde a la Segunda Parte, Sección 4.ª
REJ Revista de Estudios de la Justicia
RLJ Matus, J. P. (Dir.), Repertorio de Legislación y Jurisprudencia Chilenas. Código Penal y
Leyes Complementarias, Santiago, 3.ª Ed., 2016
RPC Revista Política Criminal
SCA/ SSCS, etc. Sentencia de la Corte de Apelaciones / Sentencias de la Corte Suprema, etc.
StGB Código Penal alemán
TC Tribunal Constitucional
TEDH Tribunal Europeo de Derechos Humanos
USSC Corte Suprema de los Estados Unidos de América
v. Ver, véase
ZStW Zeitschrift für die gesamte Strafrechtswissenschaft
Bibliografía general
Actas Actas de las sesiones de la Comisión Redactora del Código Penal Chileno, Santiago:
Imp. de la República, 1874
Aristóteles, Ética Aristóteles, Ética nicomaquea, Trad. E. Sinnott, Buenos Aires, 2007
Beccaria, Delitos Beccaria, C., De los Delitos y de las Penas, 3.ª Ed., Trad. J. De las Casas,
Madrid, 1764
Beccaria 250 Matus, J. P. (Coord.), Beccaria, 250 años después, Buenos Aires, 2011
Balmaceda PG Balmaceda, G., Manual de Derecho Penal. Parte General, Santiago, 2014
Bullemore/Mackinnon DP Bullemore, V. y Mackinnon, J., Curso de Derecho Penal, T. I a IV,
4.ª ed., Santiago, 2018
Bustos PG Bustos, J., Manual de Derecho Penal. Parte General, 3.ª ed., Barcelona, 1989
Bustos/Hormazábal, Sistema Bustos, J. y Hormazábal, H., Nuevo sistema de Derecho Penal,
Madrid, 2004
Carrara, Programa Carrara, F., Programa de Derecho Criminal, 9 T. y un Apéndice, Bogotá,
1956-1967 (se cita por §)
Casos PG Vargas P., T. (Dir.), Casos destacados de Derecho Penal. Parte General, Santiago,
2015
Casos DPC Hendler, E. y Gullco, H., Casos de Derecho Penal Comparado, 2.ª Ed., Buenos
Aires, 2003
Clásicos RCP Londoño, F. y Maldonado, F. (Eds.), Clásicos de la literatura penal en Chile. La
Revista de Ciencias Penales en el Siglo XX: 1935-1995, 2 T., Valencia,
2018
CP Comentado Couso, J. y Hernández, H. (Dirs.), Código Penal comentado, Parte General,
Santiago, 2011 (T. I) y 2019 (T. II)
Cousiño PG Cousiño, L., Derecho Penal chileno, T. I a III, Santiago, 1975, 1979 y 1992
Cury PG Cury, E., Derecho Penal. Parte General, 7.ª Ed., Santiago, 2007
Cury PG I Cury, E., Derecho Penal. Parte General, 11.ª Ed., revisada, actualizada y con notas
de C. Feller, y M.ª Elena Santibáñez, T. I, Santiago, 2020
Del Río DP Del Río, R., Derecho Penal, 3 T., Santiago, 1935
Doctrinas GJ Verdugo, M. y Hernández, D. (Dirs.), Doctrinas esenciales Gaceta Jurídica.
Derecho penal, 2 T., Santiago, 2011
Dressler CL Dressler, J., Understanding Criminal Law, 7.ª Ed., Kindle, 2015
Etcheberry DP Etcheberry, A., Derecho Penal, T. I a IV, 3.ª Ed., Santiago, 1998
Etcheberry DPJ Etcheberry, A., El Derecho Penal en la Jurisprudencia, 2.ª Ed., T. I a IV,
Santiago, 1987
Fuenzalida CP Fuenzalida, A., Concordancias y comentarios del Código Penal chileno, 3 T.,
Lima, 1883 (por error, en la portada gura el nombre “Fuensalida”)
Garrido DP Garrido, M., Derecho Penal, T. I a IV, Santiago, 2003-2010
Historia Ley Biblioteca del Congreso Nacional, Historia de la Ley. Se indica el N.º de la ley
respectiva en cada caso
Jakobs AT Jakobs, G., Strafrecht. Allgemeiner Teil. Die Grundlage und die Zurechnungslehre,
2.ª Ed., Berlín, 1993
Jescheck/Weigend AT Jescheck, H.-H. y Weigend, T., Tratado de Derecho Penal. Parte
General, 5.ª Ed., Granada, 2002
Labatut/Zenteno DP Labatut, G. y Zenteno, J., Derecho Penal. 2 T., 7.ª Ed., Santiago, 1990
Lazo CP Lazo, S., Código penal. Orígenes, concordancias. Jurisprudencia, Santiago, 1917
LH Bustos Urquizo, J. (Ed.) y Salazar, N. (Coord.), Modernas Tendencias de Dogmática Penal
y Política Criminal. Libro Homenaje al Dr. Juan Bustos Ramírez, Lima
2007
LH Cury van Weezel, A. (Ed.), Humanizar y renovar el Derecho Penal. Estudios en memoria
de Enrique Cury, Santiago, 2013
LH Etcheberry Cárdenas, C. y Ferdman, J. (Coords.), El derecho penal como teoría y como
práctica. Libro en homenaje a Alfredo Etcheberry Orthusteguy,
Santiago, 2016
LH Hormazábal Carrasco, E. (Coord.), Libro homenaje al profesor Hernán Hormazábal
Malarée, Santiago, 2015
LH Novoa-Bunster Fernández C., J. (Coord.), Estudios de ciencias penales. Hacia una
racionalización del derecho penal. IV Jornadas nacionales de derecho
penal y ciencias penales en homenaje a los profesores Eduardo Novoa
Monreal y Álvaro Bunster Briceño, Santiago, 2008
LH Penalistas Schweitzer, M. (Coord.), Nullum crimen, nulla poene sine lege. Homenaje a
grandes penalistas chilenos, Santiago, 2010
LH Profesores Mañalich, J. P. (Coord.), La ciencia penal en la Universidad de Chile. Libro
homenaje a los profesores del Departamento de Ciencias Penales de la
Facultad de derecho de la Universidad de Chile, Santiago, 2013
LH Rivacoba Figueiredo, J. et al (Dirs.), El penalista liberal. Controversias nacionales e
internacionales en derecho Penal, Procesal Penal y Criminología. Libro
homenaje a Manuel de Rivacoba y de Rivacoba, Buenos Aires, 2004
LH Solari Rodríguez Collao, L. (Coord.), Delito, pena y proceso. Libro homenaje a la
memoria del profesor Tito Solari Peralta, Santiago, 2008
von Liszt, Tratado von Liszt, F., Tratado de Derecho Penal, 20.ª Ed., 3 T., Trad. L. Jiménez de
Asúa, Madrid, ca. 1917
Matus/Ramírez, Fundamentos Matus, J. P. y Ramírez, M.ª C., Lecciones de derecho penal
chileno. Fundamentos y límites constitucionales del derecho penal
positivo, Santiago, 2015
Medina J. PG Medina J., G., Manual de Derecho Penal, Santiago, 2004
Modollel PG Modollel, J. L., Derecho penal. Teoría del Delito, Caracas, 2014
Náquira PG Náquira, J., Derecho Penal. Parte General I, 2.ª Ed., Santiago, 2015
Novoa PG Novoa, E., Curso de Derecho Penal chileno. Parte General, T. I y II, 3.ª Ed.,
Santiago, 2005
Ortiz/Arévalo, Consecuencias Ortiz Q., L. y Arévalo, J, Las consecuencias jurídicas del delito,
Santiago, 2013
Pacheco CP Pacheco, J., El Código Penal concordado y comentado, 3.ª ed., Reimp., Madrid,
2000
Piña, Fundamentos Piña, J. I., Derecho Penal. Fundamentos de la responsabilidad, Santiago,
2010
Politoff DP Politoff, S., Derecho Penal, 2.ª Ed., Santiago, 2001
Politoff/Bustos/Grisolía PE Politoff, S., Bustos, J. y Grisolía, F., Derecho Penal chileno. Parte
especial, 2.ª Ed., Santiago, 1992
Rettig DP Rettig, M., Derecho Penal. Parte General. Fundamentos, T. I y II, Santiago, 2017-
2019
Roxin AT Roxin, C., Strafrecht. Allgemeiner Teil, T. I y II, 4.ª Ed., Múnich, 2006
Sanhueza, Nociones Sanhueza, J., Cruces, R. y González-Fuente, Nociones Fundamentales de
Derecho Penal, Concepción, 2015
Tamarit, Casos Tamarit, J., La tragedia y la justicia penal. Casos penales en el teatro y en la
ópera, Valencia, 2009
Texto y Comentario Politoff, S., Ortiz Q., L. y Matus, J. P., Texto y Comentario del Código
Penal chileno, Santiago, 2002.
Wessels/Beulke/Satzger AT Wessels, J., Beulke, W. y Satzger, H., Strafrecht. Allgemeiner Teil.
44.ª ed., Múnich, 2014
Nota de los autores a la 2.ª edición
Este texto pretende servir como herramienta de estudio y trabajo
para alumnos, profesores, jueces, scales, querellantes y defensores,
actualizado con las reformas legales producidas hasta enero de 2021.
Con esa nalidad, se ha reformulado la presentación de las materias,
empleando ahora el esquema usual en las universidades chilenas:
fundamentos, teoría de la ley penal, teoría del delito, formas especiales
de aparición del delito, teoría de la pena y extinción de la
responsabilidad penal. Para destacar las características acusatorias de
nuestro sistema procesal penal, hemos trasladado al Cap. 1 la
presentación del esquema general de la materia en relación con las
diferentes “teorías del caso” de los intervinientes, esto es, las
alegaciones y defensas sobre las que deben decidir los jueces. Además,
se ha corregido y ampliado la exposición de la mayor parte de los
capítulos, procurando asumir coherentemente las exigencias de los
principios de legalidad, reserva y del debido proceso como
fundamentos de la imposición de las penas, incorporando referencias
más amplias a la bibliografía y jurisprudencia nacionales que se ha
podido revisar, lo que permite al lector hacerse una idea del panorama
actual de la discusión nacional en cada materia, donde una nueva
generación de profesores ha dado lugar a una abundante literatura
que permite profundizar prácticamente en todos los temas tratados.
Las obras propias que aparecen en la bibliografía de cada capítulo no
se citan en el texto sino salvo excepciones puntuales, en el entendido
de que el lector interesado puede recurrir a ellas teniendo presente que
nuestra última opinión en cada materia que se trate es la que aquí se
expone.
Agradecemos a la abogada Srta. Josefa Bejarano, quien realizó una
completa revisión formal de la primera versión de esta obra, y a
nuestros estudiantes de los cursos de pre y posgrado que impartimos
en las universidades de Chile y Andrés Bello durante los años 2019 y
2020, quienes no solo han debido lidiar con la exposición y discusión
en clases de este nuevo texto, sino también han aportado correcciones
formales y material bibliográ co, razón por la cual hemos escogido la
denominación de esta obra, precisamente, como un Curso de la
materia del ramo.
Los autores
Santiago
PRIMERA PARTE
FUNDAMENTOS
Capítulo 1
Esquema general
Bibliografía
Bacigalupo, E., La técnica de resolución de casos penales, 2.ª Ed., Madrid, 1995; Del Río,
C. “Problemas de aplicación del derecho penal en el ordenamiento chileno”, RChDCP 1,
2012; Eser, A., “Justi cation and Excuse: A Key Issue in the Concept of Crime”, en Eser,
A. y Fletcher, G., Rechtfertigung und Entschuldigung, T. I, Freiburg i. Bgr., 1987; Fernández
C., J., “Bases para una reconstrucción estructural de los principios penales en el ámbito del
control de constitucionalidad”, Problema. Anuario de Filosofía y Teoría del derecho, N.º
13, 2019; González G., C., “Gestión, gerencialismo y sistema penal, Montevideo, 2018;
Guzmán D., “La adaptación de la penalidad y sus factores”, LH Cury; Programa analítico
de derecho penal común chileno, Valparaíso, 2004; Jakobs, G., “Schriftum: Oliver Stich,
‘Sachlogik als Naturrecht? Zur Rechtsphilosophie Hans Welzel (1904-1977)’”,
Goldtdammer’ s Archiv 148, 2001; Jiménez de Asúa, L., La Ley y el Delito, Caracas, 1945;
Matus, J. P., “La justicia penal consensuada en el nuevo Código de Procedimiento Penal”,
R. Crea (Temuco) N.º 1, 2000; La transformación de la Teoría del Delito en el derecho
penal internacional, Barcelona, 2008; Evolución histórica de la doctrina penal chilena desde
1874 hasta nuestros días, Santiago, 2011; ¿Hacia un nuevo Código Penal? Evolución
histórica de la legislación penal chilena desde 1810 hasta nuestros días, Santiago, 2015;
Moreno, L., Teoría del caso, Buenos Aires, 2012; Novoa, E., Causalismo y nalismo en
derecho penal (Aspectos de la enseñanza penal en Hispanoamérica), San José de Costa Rica,
1980; Oliver, G. “Re exiones sobre los mecanismos de justicia penal negociada en Chile”,
RChD 46, N.º 2, 2019; Peña W., “La raíces histórico-culturales del derecho penal chileno”,
R. Estudios Histórico-Jurídicos (Valparaíso) 7, 1982; Politoff, S., Koopmans, F. y Ramírez,
M.ª C., IEL Criminal Law: Chile, Holanda, 2003; Rivacoba, M., “La reforma penal de la
ilustración”, Doctrinas GJ II; Robinson, P., “Criminal Law Defenses: A Systematic
Analysis”, Columbia Law Review 82, N.º 2, 1982; Vargas P., T., Manual de derecho penal
Práctico, 3.ª Ed., Santiago, 2013.

En este texto se presenta la parte general del derecho penal chileno


organizada según el esquema tradicional de nuestra doctrina:
fundamentos, teoría de la ley penal, teoría del delito, formas especiales
de aparición del delito, determinación y ejecución de las penas y
extinción de la responsabilidad penal (defensas no exculpatorias). Solo
se excluye el tratamiento de su desarrollo histórico, que debiera ser
parte de un programa completo de la materia (Guzmán D.,
Programa), pero que ya no lo es —con el detalle requerido— en los
cursos actuales de la Universidad de Chile. Al respecto, remitimos al
lector interesado a nuestras obras de referencia que se encuentran en
la bibliografía de este capítulo (especialmente, Matus/Ramírez,
Fundamentos, Cap. 1. Para el desarrollo anterior a nuestra
independencia, v. Peña W., “Raíces”. Una aproximación histórico-
losó ca de los orígenes del derecho penal actual, en la ilustración del
siglo XVIII, v. en Rivacoba, “La reforma”).
Tampoco es posible comprender el funcionamiento de nuestro
sistema penal sin tener en consideración las peculiaridades del proceso
penal aplicable, de carácter principalmente acusatorio. En efecto, el
Código Procesal Penal de 2000 modi ca sustancialmente la
aproximación al derecho penal, antes centrada en la labor de jueces
que debían investigar y producir pruebas por sí mismos de los hechos
materia de su análisis jurídico posterior, tanto en primera como en
segunda instancia, así como determinar e individualizar las penas.
Nada de eso existe hoy en día en nuestro sistema, a pesar de las
críticas de algunos autores (Guzmán D., “Adaptación”, 355). Es más,
éste se caracteriza por un fuerte componente contradictorio, con su
correlativa dosis de justicia penal consensuada y los riesgos de
overcharging y undercharging subyacentes, ajenos a la verdad material
y procesal que sustentan las categorías jurídicas de la aplicación de la
ley penal, pero consistentes con los incentivos del sistema para lograr
acuerdos entre scalía, defensa y víctimas, sin intervención real de los
tribunales para su control (Oliver, “Re exiones”, 469). Es más,
incluso necesidades de pura gestión administrativa determinan la
oferta por parte del Ministerio Público de ciertas salidas alternativas,
aún sin acuerdo previo de los intervinientes, pero altamente
convenientes para “el sistema” por su ahorro de tiempo y recursos,
como las suspensiones condicionales del procedimiento y los
procedimientos monitorios por faltas (sobre los demás efectos del
“gerencialismo” en el sistema penal, v., por todos, González G.,
Gestión). Luego, buena parte de lo que aquí se dirá está pensado para
los supuestos de contradicción real y no necesariamente para las
soluciones consensuadas o negociadas, aunque es claro que una
acusación bien fundada o una defensa adecuadamente sostenida
promoverán esa clase de soluciones, pero sin asegurar que la salida
de nitiva sea un pronunciamiento judicial, como sucede, p. ej., con las
suspensiones condicionales y la comunicación de la decisión de no
perseverar (arts. 237 y 248 c) CPP), ni mucho menos que en casos de
que tales pronunciamientos se produzcan éstos digan relación exacta
con los hechos y las posiciones jurídicas en juego, sino más bien con el
resultado de una negociación de hechos, cali caciones y penas,
tendencialmente apartadas de la exigencia de legalidad y de la reserva
de la facultad de decidir los asuntos criminales entregada por el art. 76
CPR en exclusiva a los Tribunales de Justicia, pero convenientes para
todos los intervinientes, incluidos los jueces, por el ahorro de tiempo y
trabajo que tales acuerdos importan, como sucede en la mayor parte
de los procedimientos abreviados y simpli cados (Del Río,
“Problemas”, 270). Pero, en lo que resta de los procesos
verdaderamente contradictorios, las exigencias procesales de un
sistema acusatorio para el establecimiento de los hechos y la sentencia
correspondiente han de tenerse especialmente en cuenta y así se hará,
aún dentro del esquema tradicional de exposición de las materias,
para adecuar sus contenidos a una visión más cercana del
funcionamiento real de nuestro sistema penal.
Desde el punto de vista de la scalía, en lo que respecta al contenido
de la acusación y lo que ésta debe probar para establecer la
responsabilidad penal del imputado, se ha procurado conciliar la
exposición tradicional de la teoría del delito con las exigencias de los
arts. 259 y 340 CPP, que imponen acreditar ante el tribunal, “más allá
de toda duda razonable, la convicción de que realmente se hubiere
cometido el hecho punible objeto de la acusación y que en él hubiere
correspondido al acusado una participación culpable y penada por la
ley”. Antes, en cambio, no solíamos destacar este relevante aspecto
probatorio, privilegiando la exposición desde la perspectiva del juez,
con un método que consideraba niveles sucesivos de análisis: en
primer lugar, la determinación de la existencia de una acción u
omisión (conducta, circunstancias y su resultado); luego, la
corroboración de su adecuación a la descripción legal (tipicidad);
enseguida, la a rmación de su carácter contrario al ordenamiento
jurídico (antijuridicidad material y formal por ausencia de causales de
justi cación, como la legítima defensa y otras); y, nalmente, la
comprobación de la responsabilidad personal del autor, por su
actuación dolosa o culposa y su capacidad de conducirse conforme a
derecho por ausencia de causales de exculpación (error, fuerza, miedo,
etc.).
Por su parte, desde el punto de vista del imputado, en el texto se
emplea el término “defensas”, para referirnos a todas las alegaciones
que permiten eximir de la pena, mitigarla o sustituirla, antes o durante
su cumplimiento. Estas defensas pueden clasi carse, en relación con
sus fundamentos, en constitucionales, jurisdiccionales, probatorias,
justi cantes, exculpantes, concursales, penitenciarias y no
exculpatorias; en atención a si pretende excluir un elemento de la
acusación o agregar un nuevo punto de debate sin rebatir la prueba
acusatoria, en negativas o positivas; y en atención a su efecto
excluyente de la condena o meramente de disminución de la pena, en
completas o incompletas, distinción equivalente a la anglosajona entre
defensas y mitigaciones (para el sistema norteamericano, v. Robinson,
“Defenses”).
En cuanto a la operatividad del sistema, lo más relevante es que, con
independencia del esquema analítico, la mayor parte de las defensas se
pueden alegar en la oportunidad que el imputado estime conveniente,
antes, durante y después del juicio oral, ya que tiene derecho a
solicitar en cualquier momento su sobreseimiento por las mismas
razones que podría solicitar su absolución y algunas defensas pueden
surgir como consecuencia del propio juicio oral o su sentencia. Así, p.
ej., si el imputado quiere alegar la prescripción, una defensa no
exculpatoria basada en una causal de extinción de la responsabilidad
penal, lo puede hacer sin esperar el juicio (art. 250 d) CPP). Pero
tampoco necesita esperar el juicio si puede demostrar anticipadamente
su inocencia por inexistencia del delito o falta o insu ciencia
probatoria de alguno de los elementos del delito (art. 250 a) y b)
CPP); o que se encuentra exento de responsabilidad penal (p. ej., por
concurrir una causal de justi cación o exculpación, art. 250 c) CPP).
Además, previa a la discusión de fondo en los tribunales ordinarios, el
imputado puede recurrir al TC para solicitar la declaración de
inaplicabilidad de la ley que establece el delito por el que es
perseguido, por producir efectos contrarios a la Constitución y,
particularmente, a los principios del derecho penal que en ella se
consagran (Fernández C., “Bases”). Y también puede el imputado
recurrir a los tribunales superiores de justicia por vía de amparo
constitucional, sin discutir en la judicatura ordinaria su
responsabilidad, en caso de violaciones demasiado agrantes del
debido proceso o de la mínima legalidad en la persecución penal, que
priven, perturben o amenacen la libertad personal del imputado (art.
21 CPR). Por otra parte, el imputado necesariamente tendrá que
negociar antes del juicio alguna forma de perdón o cial o salida
alternativa al procedimiento (principio de oportunidad y suspensión
condicional, arts. 170 y 237 CPP), si está dispuesto a aceptarla y el
scal a ofrecerla. Y todavía el sistema permite, especí camente y
durante la audiencia de preparación del juicio oral, oponer como
excepciones de previo y especial pronunciamiento las defensas de cosa
juzgada, falta de autorización para proceder criminalmente, cuando la
Constitución o la ley lo exigieren, y extinción de la responsabilidad
penal (art. 264 c), d) y e) CPP). La práctica demuestra, además, que la
resolución del caso sin juicio oral, por cualquiera de las vías procesales
disponibles, es la regla general en nuestro sistema. Incluso, tratándose
de sentencias condenatorias, su inmensa mayoría no proviene de
juicios orales, sino de la imposición de multas por hechos constitutivos
de faltas, que suelen resolverse sin audiencia (art. 392 CPP).
Esta aparente divergencia entre el esquema de exposición de las
materias y la operatividad del sistema penal real se explica porque el
esquema es solo una formulación de carácter analítica o “pedagógica”
(Jakobs, “Schriftum”, 493; y, antes, Novoa, Causalismo, 144). En
cambio, ante los casos concretos, el “orden de tratamiento de los
problemas y su solución” es, de hecho, guiado “por consideraciones
pragmáticas” y no por disputas sistemáticas (Bacigalupo, Casos, 30).
Para conciliar estas diferencias, creemos necesario presentar, como
guía de estudio y trabajo, un esquema general de la materia que,
partiendo del orden tradicional, destaque las diversas funciones o
posiciones que cumplen la acusación y la defensa en un sistema
acusatorio, esto es, sus diferentes y posibles “teorías del caso”
(Moreno, Teoría, 85; Vargas P., Manual, 317; antes, Jiménez de Asúa,
La ley, 259). Al mismo tiempo, ello permite aproximar nuestra mirada
continental a la del derecho anglosajón, donde la diferencia entre las
exigencias procesales de la acusación y la defensa son de primera
relevancia (así, en Alemania, Eser, “Justi cations”, 52; y, entre
nosotros, Politoff, Koopmans y Ramírez).
Siguiendo la línea de los ejemplos citados, ofrecemos un esquema de
adaptación de las materias tradicionales de la Parte General a las
exigencias de la práctica, destacando el rol o “teoría del caso” de cada
interviniente: el acusador, probar más allá de toda duda razonable la
existencia de los hechos materia de la acusación y la responsabilidad
culpable del imputado (art. 340 CPP) u ofrecerle una salida
alternativa; la defensa, negar tales hechos y la responsabilidad, pero
también aceptar o rechazar los ofrecimientos de la scalía, negar la
validez constitucional de la ley que se trata de aplicar, o alegar la
existencia de impedimentos procesales para perseguirlo, de causales
que extinguen su responsabilidad, de circunstancias que permitan
mitigar la pena, etc. (aunque no necesariamente en ese orden). En este
esquema, el juez ya no controla la investigación ni puede, por tanto,
realizar por sí mismo averiguaciones para completar cada uno de los
niveles de análisis, sino que debe concentrarse en la labor de
determinar en cada caso cuál de las versiones de los hechos y las
teorías jurídicas presentadas, la de la acusación o la defensa, es la más
verosímil a la luz de la prueba producida y conforme con la ley
aplicable. El esquema es el siguiente:
CONTENIDOS DE TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA
TEORÍA DEL CASO
LA PARTE
DE LA ACUSACIÓN DEFENSAS NEGATIVAS DEFENSAS POSITIVAS
GENERAL
FUNDAMENTOS
CONTENIDOS DE TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA
TEORÍA DEL CASO
LA PARTE
DE LA ACUSACIÓN DEFENSAS NEGATIVAS DEFENSAS POSITIVAS
GENERAL
Principios de Alegación de Defensas Defensas constitucionales
legalidad y reserva legitimación constitucionales -Exclusión de prueba ilícita
-Proporcionalidad -Inaplicabilidad de la (art. 276 CPP)
de la intervención ley penal por infracción -Nulidad por infracción al
penal: al principio de legalidad debido proceso (arts. 373 a) y
a) Fines legítimos (art. 19 N.º 3 CPR); 374 b) a f) CPP)
de protección, -Inaplicabilidad de la -Petición ante CIDH (art. 44
b) Idoneidad, y ley penal por infracción CADH)
c) al principio de reserva o -Non bis in idem (cosa juzgada,
Proporcionalidad proporcionalidad (art. arts. 250 f), 264 c) y 374 g) CPP)
19 N.º 26 CPR, con
relación a garantías
determinadas)
-Inaplicabilidad de la
ley penal por infracción
a la nalidad de
prevención especial
positiva de las penas
(art. 5 CPR)
TEORÍA DE LA LEY
PENAL
Aplicación de la Defensa jurisdiccional: Defensa jurisdiccional:
ley en el tiempo -Irretroactividad -Retroactividad favorable (arts.
desfavorable (arts. 19 19 N.º 3 CPR y 18 CP)
N.º 3 CPR y 18 CP)
CONTENIDOS DE TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA
TEORÍA DEL CASO
LA PARTE
DE LA ACUSACIÓN DEFENSAS NEGATIVAS DEFENSAS POSITIVAS
GENERAL
Aplicación de la Alegaciones: Defensas
ley en el espacio -Territorio y jurisdiccionales:
principio ubicuidad -Falta de jurisdicción
-Supuestos de territorial
aplicación (incompetencia
extraterritorial de absoluta, arts. 5 CP, 374
la ley penal a) CPP)
chilena (art. 6 COT; -Falta requisitos
art. 5 CJM) extradición
-Extradición
Aplicación de la Defensa jurisdiccional: Defensas jurisdiccionales:
ley en las -Falta de legitimación o -Inmunidades personales
personas de autorización para basadas en el derecho
proceder (arts. 369 internacional (arts. 297 a 300
quinquies CP, y 53, 54, CB, 27 y 32 CONVEMAR, 4
171, 252, 264 d) y 416 a Código Aeronáutico,
430 CPP) Convenciones de Viena
Relaciones Diplomáticas y
Consulares)
-Inmunidades personales
basadas en el derecho Interno
(art. 61 CPR, 324 COT)
TEORÍA DEL
DELITO
CONTENIDOS DE TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA
TEORÍA DEL CASO
LA PARTE
DE LA ACUSACIÓN DEFENSAS NEGATIVAS DEFENSAS POSITIVAS
GENERAL
Tipicidad Alegación Defensas probatorias:
probatoria: -Insu ciencia
-Prueba de la probatoria (exclusión
existencia del de prueba)
hecho punible (art. -Falta de imputación
340 CPP) objetiva
-Falta de tipicidad del
hecho
Antijuridicidad Defensa probatoria Causales de justi cación
-Falta de antijuridicidad -Legítima defensa (art. 10 N.º 4
material (principio de a 6 CP)
lesividad o defensa de -Estado de necesidad
minimis) (agresivo y defensivo, art. 10 N.º
7 CP)
-Ejercicio legítimo de un
derecho, cumplimiento del
deber, etc. (art. 10 N.º 10 CP)
-Omisión por causa legítima
(art. 10 N.º 12 CP)
CONTENIDOS DE TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA
TEORÍA DEL CASO
LA PARTE
DE LA ACUSACIÓN DEFENSAS NEGATIVAS DEFENSAS POSITIVAS
GENERAL
Culpabilidad Alegación Defensas probatorias Causales de exculpación
probatoria -Error de tipo (art. 1 CP) -Inimputabilidad (art. 10 N.º 1 y
-Prueba de la -Inevitabilidad objetiva 3 CP)
participación o caso fortuito (art. 10 -Fuerza irresistible (art. 10 N.º 9
culpable (art. 340 N.º 8 CP) CP)
CPP): -Error de prohibición -Defensa cultural (art. 373 a)
i) Dolo o culpa y (art. 1 CP) CPP)
ii) Conocimiento Defensa jurisdiccional -Obediencia debida (CJM)
de la ilicitud -Inexistencia del delito -Encubrimiento de parientes
culposo (art. 10 N.º 13 (arts. 17 y 269 bis)
CP) -Miedo insuperable (art. 10 N.º
9 CP)
-Estado de necesidad
exculpante (art. 10 N.º 11 CP)
-Omisión por causa
insuperable (art. 10 N.º 12)
FORMAS
ESPECIALES DE
APARICIÓN DEL
DELITO
Grados de Alegación Defensa probatoria Excusa legal absolutoria
desarrollo (iter probatoria -Realización de actos -Desistimiento
criminis) -Prueba del grado preparatorios no
de desarrollo (arts. punibles
7 y 8 CP y 340 CPP) -Inexistencia de puesta
en peligro de
realización del hecho
(de minimis)
CONTENIDOS DE TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA
TEORÍA DEL CASO
LA PARTE
DE LA ACUSACIÓN DEFENSAS NEGATIVAS DEFENSAS POSITIVAS
GENERAL
Autoría y Alegación Defensas probatorias -Incomunicabilidad del título
participación probatoria -Falta de intervención
-Prueba del grado (alibi o coartada)
de participación o -Falta de contribución
forma de en la forma prevista en
responsabilidad los arts. 15, 16 y 17
(arts. 14 CP y 340 -Falta de concierto o
CPP) conocimiento
Concursos de Alegaciones Defensas concursales
delitos probatorias -Unidad de delito y delito
-Prueba de los continuado
diferentes hechos -Concurso aparente de leyes
imputados (arts. 74 -Concurso ideal (art. 75 CP)
CP y 340 CPP) -Reiteración (arts. 351 CPP)
-Uni cación de penas (art. 164
COT)
-Regla de la favorabilidad
TEORÍA DE LA
PENA
Determinación de Alegaciones Defensas generales
la pena probatorias -Circunstancias atenuantes
-Prueba de (art. 10 N.º 11 CP)
circunstancias -Cumplimiento anticipado de
agravantes (art. 12 la pena (art. 20 CP)
CP y 340 CPP) -Sustitución de la pena (Ley
18.216 y Ley 20.084
CONTENIDOS DE TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA
TEORÍA DEL CASO
LA PARTE
DE LA ACUSACIÓN DEFENSAS NEGATIVAS DEFENSAS POSITIVAS
GENERAL
Ejecución de la Defensas penitenciarias
pena Salidas al medio libre
(Reglamento Penitenciario)
- Reducción de la pena (Ley
19.856)
- Pena mixta art. 33 Ley 18.216
-Libertad condicional (DL 321)
-Supresión de antecedentes
(DL 409, Ley 18.216 y DS 64)
-Indulto (art. 93 N.º 4)
EXTINCIÓN Y
EXCLUSIÓN DE LA
RESPONSABILIDAD
PENAL
CONTENIDOS DE TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA
TEORÍA DEL CASO
LA PARTE
DE LA ACUSACIÓN DEFENSAS NEGATIVAS DEFENSAS POSITIVAS
GENERAL
- Extinción de la Alegaciones Defensas no exculpatorias
responsabilidad - -Perdón o cial: amnistía (art.
penal Imprescriptibilidad 93 N.º 3 CP) y salidas
e imposibilidad de alternativas (arts. 170, 237, 398
amnistiar CPP)
crímenes de lesa -Perdón del ofendido (art. 93
humanidad (art. N.º 5 CP y 241 y 402 CPP);
250 inc. nal CPP); -Prescripción (art. 93 N.º 6 y 7
-Excepción CP)
especial de delitos
cometidos contra
menores de edad
(art. 94 bis CP)
-Paralización de la
prescripción en
delitos
funcionarios (art.
260 CP)
-Exclusión de la Defensas no exculpatorias
responsabilidad -Arrepentimiento e caz (arts.
penal por razones 8 y 205 CP, 63 DL 211. Como
de política defensa incompleta: arts. 260
criminal quáter, 411 sexies CP; 395 y 407
CPP; 22 Ley 20.000 y 33 Ley
19.913)
-Excusas legales absolutorias
(arts. 129, 153, 233, 235 y 489 CP,
art. 22 Ley de Cuentas
Corrientes)
-Pena natural
Capítulo 2
Fundamentos
Bibliografía
Accatino, D., “¿Por qué no a la impunidad? Una mirada desde las teorías comunicativas al
papel de la persecución penal en la justicia de transición”, RPC 14, N.º 27, 2019; Aldunate,
E., “Derecho penal del amigo: fundamento y nalidad de la pena”, LH Novoa-Bunster,
2008; Alexy, R., “Rechtsregeln und Rechtsprinzipien”, Archiv für Rechts und
Sozialphilosophie, Separata 22, 1985; Ambos, K., “¿Es posible el desarrollo de un derecho
penal sustantivo común para Europa? Algunas re exiones preliminares”, Cuadernos de
Política Criminal 88, 2006; Der Allgemeine Teil des Völkerstrafrechts, 2.ª Ed., Berlín, 2004;
Treatise on International Criminal Law, 3 T., Oxford, 2013-2016; Nationalsozialistisches
Strafrecht. Kontinuität und Radikalisierung, Baden-Baden, 2019; Ambos, K., y Maleen, A.,
“Terroristas y debido proceso. El derecho a un debido proceso para los presuntos terroristas
detenidos en la bahía de Guantánamo”, R. General de Derecho 20, 2013; Aracena, P., “Una
interpretación alternativa a la justi cación de garantías penales en el derecho administrativo
sancionador para Chile”, REJ 26, 2017; Aristóteles, Política, Madrid, 1873; Arnold, R.,
Martínez, J., Zúñiga, F., “El principio de proporcionalidad en la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional”, Estudios Constitucionales 10, N.º l, 2012; Arroyo, L., “Fundamento y
función del sistema penal: el programa penal de la Constitución”, R. Jurídica de Castilla-La
Mancha l, 1987; Austin, J. L., How to do things whit words, Oxford, 1962; Balliet, D.,
Mulder, L. y Lange, P., “Reward, Punishment, and Cooperation: A Meta-analysis”,
Psychological Bulletin 137, N.º 4, 2011; Báez, D., “¿Estándar de convicción o arbitrariedad
judicial? Bases y propuesta para la interpretación del estándar de ‘duda razonable’ en el
Código Procesal Penal”, Doctrinas GJ I; Balmaceda, G. (Coord.), Problemas actuales de
derecho penal, Santiago, 2007; Barrientos, I., “El uso de argumentos culturales en la
defensa penal”, DJP 34, 2018; Bascuñán, A., “Derechos fundamentales y derecho penal”,
REJ 9, 2007; “El derecho penal chileno ante el estatuto de Roma”; REJ 4, 2004;
“Grabaciones subrepticias en el derecho penal chileno. Comentario a la sentencia de la
Corte Suprema en el caso Chilevisión II”, RCP 41, N.º 3, 2014; Bascuñán, A. et al, “La
inconstitucionalidad del artículo 365 del Código penal. Informe en derecho”, REJ 14, 2011;
Bassiouni, M., Introduction to international Criminal Law, Nueva York, 2003; Bazelon, D.,
“The Morality of the Criminal Law”, California Law Review 49, 1976; Becker, G. “Crime
and Punishment: An Economic Approach”, Journal of Political Economy 76, 1968;
Bentham, J., Teoría de las Penas y de las Recompensas, T. I, Trad. R. Salas, de la ed.
francesa de E. Dumont, Paris, 1826; Berdugo, I., “Revisión del contenido del bien jurídico
honor”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales 1984; Bernardi, A., “Il ruolo del
terzo pilastro UE nella europeizzazione del diritto penale”, en Rivista Italiana di Dirito
Piblicco Comunitario XVII, N.º 6, 2007; Binding, K., Die Normen und ihre Übertretung, T.
I a VI, Utrecht, reimp., 1965; Birnbaum, J., Sobre la necesidad de una lesión de derechos
para el concepto del delito, Valparaíso, 2010; Bottoms, A., “The Philosophy and Politics of
Punishmentand Sentencing”, en Clarkson, C. M. V. y Morgan, R. (eds.), The Politics of
Sentencing Reform. Oxford, 1995; Bricola, F., “Teoria Generale del Reato”, Novissimo
Digesto Italiano, T. XIX, Torino, 1973; Bullemore, “De un género particular de delitos”,
Beccaria 250; Bustos, J. y Aldunate, E., “Inadmisibilidad de autoamnistías en el derecho
penal”, Doctrinas GJ I; Cancio, M., Derecho penal del enemigo, 2 T., Buenos Aires, 2006;
Cárdenas, C., “Los crímenes del Estatuto de la Corte Penal Internacional en el derecho
chileno, necesidad de una implementación”, RPC 1, N.º 2, 2006; “Antecedentes y procesos
de negociación de la Corte Penal Internacional”, en Olea H. y Salvo, P., Corte Penal
Internacional: condiciones políticas, jurídicas y ciudadanas para la rati cación del Estatuto
de Roma [Chile], T. II, Santiago, 2008; “El principio de culpabilidad: estado de la
cuestión”, R. Derecho (Coquimbo) 15, N.º 2, 2009; “Sobre la valoración jurídica de la
muerte de Osama Bin Laden”, R. Tribuna Internacional 1, N.º 1, 2012; “La aplicabilidad
del derecho internacional por tribunales chilenos para interpretar la ley N° 20.357”, R.
Derecho (Coquimbo) 20, N.º 2, 2013; Cardozo, R., “De lo ‘Moderno’, la ‘Expansión’ y la
falsa encrucijada del derecho penal actual”, R. Derecho y Ciencias Penales (U. San
Sebastián) 9, 2007; Carnevali, R. “Armonización de la normativa europea: algunos
problemas jurídico penales”, RChD 26, N.º 2, 1999; “Algunas re exiones en relación a la
protección penal de los bienes jurídicos supraindividuales”, RChD 27, N.º 1, 2000; Derecho
penal y derecho sancionador de la Unión Europea, Granada, 2001; “Hacia la conformación
de un Tribunal Penal Internacional. Evolución histórica y desafíos futuros”, R. Derecho
(Coquimbo) 10, 2003; “El multiculturalismo: un desafío para el derecho penal moderno”,
RPC 2, N.º 3, 2007; Carrasco, E., “El concepto de “expansión” del derecho penal puesto en
cuestionamiento. Su relación con ictiva con el concepto de “in ación” penal”, Estudios
Penales y Criminológicos 37, 2017; Clavería, O., “Humanización del derecho penal y
función de la pena”, Doctrinas GJ II; Coloma, R., “Vamos a contar mentiras tralalá …, o
de los límites a los dichos de los abogados”, R. Derecho (Valdivia) 19, N.º 2, 2006;
Cordero, E., “El derecho administrativo sancionador y su relación con el derecho penal”,
R. Derecho (Valdivia) 25, N.º 2, 2012; Correa, C., “La jurisprudencia de la Corte Europea
de derechos Humanos en relación con la prueba obtenida con infracción de garantías
fundamentales y el derecho aun procedimiento equitativo, con especial referencia a la
doctrina y jurisprudencia alemanas”, RCP 43, N.º 1, 2016; “Más allá de la regla de
exclusión: prohibiciones probatorias en el derecho chileno —con especial referencia al
derecho alemán—”, RPC 13, N.º 25, 2018; “Relación causal y exclusión de prueba”, RPC
14, N.º 28, 2019; Couso, J., “Multiculturalismo y derecho penal: el caso chileno”, LH
Hormazábal; Covarrubias, I., “La falsedad deliberada como exclusión de la libertad de
informar. Esbozo de una propuesta con ocasión de un fallo que desestimó sanción del
CNTV a un canal de televisión”, en Fermandois, A. y Soto V., S., Sentencias Destacadas
2015, Santiago, 2004; Cox, J. P., “Contexto político-criminal de los delitos de posesión.
War on crime y expansión del derecho penal”, LH Solari; Crespo, D., “Constitución y
derecho penal. El derecho penal visto desde sus límites”, en González-Cuéllar, N. y Crespo,
D. (Dirs.), “Legalidad y Defensa. Garantías constitucionales del derecho y la justicia penal,
Madrid, 2015; Cúneo, S., “Prisión perpetua y dignidad humana. Una re exión tras la
muerte de Manuel Contreras”, RPC 11, N.º 21, 2016; Cury, E., La ley penal en blanco,
Bogotá, 1988; “Proporción entre los delitos y las penas”, Beccaria 250; Del Río F., C.,
“Problemas en la aplicación del derecho penal en el ordenamiento chileno. Una perspectiva
procesal”, RChDCP 1, 2012; Descartes, R., Meditaciones metafísicas. Primera meditación,
Trad. V. Peña, Madrid, 1977; Díez-Ripollés, J. L., La racionalidad de las leyes penales, 2.ª
Ed., Madrid, 2013; Donini, “La herencia de Bricola y el constitucionalismo penal como
método. Raíces nacionales y desarrollos supranacionales”, Nuevo Foro Penal 77, 2011; “El
problema del método penal: de Arturo Rocco al europeísmo judicial”, RChDCP 1, 2012;
Dropelmann, C., “Elementos claves en la rehabilitación y reinserción de infractores de ley
en Chile”, Conceptos (Fundación Paz Ciudadana) 14, 2010; Dudley, S. y Bargent, J., “El
dilema de las prisiones: incubadoras del crimen organizado en Latinoamérica”, InSight
Crime (2017); Duff, A., Sobre el castigo. Por una justicia penal que hable el lenguaje de la
comunidad, Buenos Aires, 2015; The Real of Criminal Law, Oxford, 2018; Dufraix, R.,
“Algunas re exiones sobre el moderno derecho penal y sus consecuencias”, R. Corpus Iuris
Regionis (Iquique), 2007; Durán, M., “Prevención especial e ideal resocializador. Concepto,
evolución y vigencia en el marco de la legitimación y justi cación de la pena”, R. Filosofía
67, 2011; Estudios Criminológicos y Penitenciarios VIII, N°13, 2008; “Justi cación y
legitimación político-criminal de la pena. Concepto, criterios y orientaciones en la actual
jurisprudencia nacional”, RPC 4, N.º 8, 2009; “Teorías absolutas de la pena: Origen y
fundamentos: conceptos y criticas fundamentales a la teoría de la retribución moral de
Immanuel Kant a propósito del neo-retribucionismo y del neo-proporcionalismo en el
derecho penal actual”, R. Filosofía 67, 2011; “Constitución y legitimación de la pena:
Apuntes teleológicos sobre el rol de la Constitución en el sistema penal”, RPC 6, N.º 11,
2011; “El planteamiento teleológico constitucional de la Escuela de Bologna y la obra de
Franco Bricola como antecedentes históricos y metodológicos de la noción de derecho penal
constitucional”, R. Derecho (Coquimbo) 20, N.º 2, 2013; “Propuesta de contenidos para
una nueva Constitución penal. Prolegómenos para una discusión necesaria”, RCP 42, N.º 3,
2015; “Constitución penal y teoría de la pena: apuntes sobre una relación necesaria y
propuesta sobre un posible contenido desde la prevención especial”, R. Fundamentación
Jurídica Díkaion 24, N.º 2, 2015; “Teoría de la pena y constitución penal. Apuntes sobre
una relación necesaria y propuesta sobre un posible contenido”, LH Hormazábal; “La
prevención general positiva como límite constitucional de la pena. Concepto, ámbitos de
aplicación y discusión sobre su función”, R. Derecho (Valdivia) 29, N.º 1, 2016; Dworkin,
R., “Is Law a System of Rules?”, The Philosophy of Law. Oxford Readings in Philosophy,
Oxford, 1977; Errázuriz, C., “La ley meramente penal ante la losofía del derecho”,
Santiago, 1981; Escrivá, J., “Algunas consideraciones sobre derecho penal y Constitución”,
Pappers (R. Sociología) 13, N.º 1, 1980; Etcheberry, A., “Introducción”, Beccaria 250;
“Cambios necesarios en la función y enfoque de las penas privativas de libertad”, en
Rodríguez L., A. (Ed.), Algunas visiones del derecho penal hoy, Santiago, 2014; Feller, C.,
“Orientaciones básicas del derecho penal en un Estado democrático de derecho”, Clásicos
RCP II; “El derecho penal en la sociedad actual: un riesgo para las garantías penales”, R.
Derecho (Valparaíso) 26, N.º 1, 2005; Fernández C., J., “Control constitucional de las leyes
penales: prolegómenos”, LH Novoa-Bunster; “Conciencia jurídica del pueblo” y reserva de
ley (sentencia del tribunal constitucional)”, R. Derecho (Valdivia) 22, N.º 2, 2009; “La
legitimación social de las leyes penales: límites y ámbitos de su aplicación”, R. Derecho
(Valparaíso) 33, N.º 2, 2009; “La legitimación de las leyes penales y teoría de la legislación,
re exiones desde la ética procedimental”, R. Derecho (Valdivia) 22, N.º 2, 2009; “El juicio
constitucional de proporcionalidad de las leyes penales: ¿la legitimación democrática como
medio para mitigar su inherente irracionalidad?”, R. Derecho (Universidad Católica del
Norte) 17, N.º 1, 2011; “El incumplimiento de la mínima protección exigible al Tribunal
Constitucional en el control de las leyes penales”, LH Cury; “Tribunal Constitucional y
derecho penal: Un estudio crítico”, Estudios Constitucionales 12, N.º 2, 2014;
“Principialismo, garantismo, reglas y derrotabilidad en el control de constitucionalidad de
las leyes penales”; Fernández C. y Boutaud, E., “Los apremios personales en la
jurisprudencia del Tribunal Constitucional: un análisis crítico desde la dogmática de los
principios y límites penales”, RPC 13, N.º 25, 2018; Fernández D., A., “Rechazo de
desafuero: un asunto de fondo sin resolver”, en Fermandois, A. y Soto V., S. (Eds.),
Sentencias Destacadas 2004, Santiago, 2005; Fernández D., G., Bien Jurídico y Sistema del
Delito, Montevideo, 2004; Fernández G., M. A., La nueva justicia penal frente a la
Constitución, Santiago, 2006; Fernández N., K., “Breve análisis de la jurisprudencia
chilena, en relación a las graves violaciones a los derechos humanos cometidos durante la
dictadura militar”, Estudios Constitucionales 8, N.º 1, 2010; Ferrajoli, L., Derecho y
Razón. Teoría del garantismo penal, Madrid, 1995; Feuerbach, A., Lehrbuch des gemeinen
in Deutschland gültigen peinlichen Rechts, 11.ª Ed., Giessen, 1832; Fiandaca, G., “Il bene
giuridico como probleme teorico e como criterio di politica criminale”, Rivista Italiana di
Diritto e Procedura Penale, Nuova Serie, 1, 1982; Fuentealba, P., Larraín, B., Barriga, O.,
“¿Adhiere la ciudadanía a los principios del derecho penal y procesal penal? El caso del
Gran Concepción, Chile”, RPC 13, N.º 25, 2018; Castigar al prójimo. Por una refundación
democrática del derecho penal, Buenos Aires, 2016; Gagliano, J., y Aracena, P.,
“Aproximación al tipo penal introducido por la Ley 20.945: Delito de colusión”, REJ 29,
2018; Gallego, J., “El problema del moralismo legal en el derecho penal”, REJ 14, 2011;
Gallego, M., “Tratamiento penitenciario y voluntariedad”, R. Estudios Penitenciarios
Extra, 2013; Gargarella, R, “El derecho y el castigo: de la injusticia penal a la justicia
social”, Derechos y Libertades, N.º 25, 2011; Garland, D., La cultura del control, Trad. M.
Sozzo, Barcelona, 2005; Gätcher, S., “Human Prosocial Motivation and the Maintenance of
Social Order”, en AA.VV., The Oxford Handbook of Behavioral Economics and the Law,
Oxford, 2014; González R., J., Bien jurídico y constitución (bases para una teoría), Madrid,
1983; Gracia, L., Modernización del derecho penal y derecho penal del enemigo, Lima,
2007; Grez, P. y Wilenmann, J., “Un desarrollo preocupante: sobre una tendencia reciente
en el control constitucional de las leyes penales”, R. Derecho (Coquimbo) 24, N.º 14, 2019;
Grisolía, F., “El objeto jurídico del delito”, Clásicos RCP I; Gómez, R., “El non bis in idem
en el derecho administrativo sancionador. Revisión de sus alcances en la jurisprudencia
administrativa”, R. Derecho (Valparaíso) 49, N.º 2, 2017; Guzmán D., J. L., Cultura y
Delito, Bogotá, 2000; “Del concepto a la función de la pena en el pensamiento de Manuel
de Rivacoba y Rivacoba”, Anuario Facultad de Ciencias Jurídicas (Antofagasta) 7, 2001;
Di cultades jurídicas y políticas para la rati cación o implementación del Estatuto de Roma
de la Corte Penal Internacional, Santiago, 2006; “Consecuencias”, Beccaria 250; “Derecho
penal y minorías étnicas: planteamiento y liquidación criminalista de un problema
político”, R. Derecho Penal y Criminología 11, 2014; Figuras y pensamientos del derecho
penal contemporáneo, Buenos Aires, 2014; “Caso ‘Norín Catrimán contra Chile’”, Casos
PG; “Acerca del valor de la fraternidad en el derecho penal”, RCP 43, N.º 4, 2016; “La idea
de proporción y sus implicaciones en la dogmática penal”, RPC 12, N.º 24, 2017; “Per les
penales de la debacle de la economía chilena en 1982-1983”, REJ 27, 2017; Guzmán V.,
M., “El principio de la retribución y algunos aportes de la antropología”, Clásicos RCP II;
Hassemer, W., “Derecho penal simbólico y protección de bienes jurídicos”, en Nuevo Foro
Penal 51, 1991; Hegel, G., Grundlinien der Philosophie des Rechts Oder Naturrecht und
Staatswissenschaft im Grundrisse (1821), Hamburg, 1955; Henríquez, R., “El principio non
bis in idem en la Ley de Tránsito 18.290: Comentarios a la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional”, R. Derecho Público 88, 2018; Hermosilla, J. P., “La función del derecho
penal”, LH Cury; Hernández B., La Exclusión de la prueba ilícita en el nuevo proceso penal
chileno, Santiago, 2005; “Comentario a los arts. 1 a 4 y 20”, CP Comentado I; “Actividad
administrativa, procedimiento sancionatorio-administrativo y proceso penal: algunas
necesidades de coordinación legal”, en Arancibia, J. y Alarcón, P. (Coords.), Sanciones
Administrativas. X Jornadas de derecho administrativo, Santiago, 2014; Hernández M., R.,
Historia de la losofía del derecho contemporánea, 2.ª Ed. Madrid, 1989; Hirsch, A.,
Censurar y castigar, Trad. E. Larrauri, Madrid, 1998; Hormazábal, H., “Bien jurídico:
debate continuo”, en Araque, D. (Coord.), Estudios de derecho penal. Libro homenaje a
Juan Fernández Carrasquilla, Medellín, 2012; Horvitz, M.ª I., “Dulzura de las penas”,
Beccaria 250; “Seguridad y garantías: derecho penal y procesal penal de prevención de
peligros”, REJ 16, 2012; Jakobs, G., Estudios de derecho penal, Madrid, 1997; “Die Schuld
der Fremden”, ZStW 111, 2006; “Prólogo”, y “Derecho penal del ciudadano y derecho
penal del enemigo”, en Jakobs, G. y Cancio, M., Derecho penal del enemigo, Madrid, 2003;
Kant, I., Die Metaphysik der Sitten, Akademische Aufgabe, 1797; Kelsen, H., Teoría pura
del derecho, Trad., R. Vernengo, México, 1979; Problemas capitales de la teoría jurídica del
Estado, México, 1987; Klug, U., “Abschied von Kant und Hegel”, en Baumann, J.,
Programm für ein neues Strafgesetzbuch. Der alternativ-Entwurf der Strafrectslehrer,
Frankfurt, 1968; Krause, M.ª S., “Responsabilidad y deberes de responder”, RChDCP 2,
N.º 3, 2013, 11; Künsemüller, C., “El principio de culpabilidad en el derecho penal
chileno”, en Arroyo, L. y Berdugo, I. (Eds.), Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos, In
Memoriam, T. I., Cuenca, 2001; “Culpabilidad y Pena, Santiago, 2001; “El derecho penal
en la jurisprudencia”, LH Novoa-Bunster; “Falsas ideas de utilidad”, Beccaria 250; “Crisis
del derecho penal”, RCP 41, N.º 4, 2014; El derecho penal liberal. Los Principios
Cardinales, Valencia, 2018; Larrauri, E., “Populismo punitivo … y cómo resistirlo”, en
Jueces por la Democracia 55, 2006; Letelier, R., “Garantías penales y sanciones
administrativas”, RPC 12, N.º 24, 2017; Letelier L., E., “La imputación penal como
garantía de una persecución racional”, en Perin, A., Imputabilidad penal y culpabilidad,
Valencia, 2020; Levitt, S., “The Effect of Prison Population Zise on Crime Rates: Evidence
from Prison Overcrowding Litigation”, Quarterly Journal of Economics 111, N.º 2, 1996;
Loader, I., “Fall of the ‘platonic guardians’: Liberalism, criminology and political responses
to crime in England and Wales”, British Journal of Criminology 46, N.º 4, 2006; Londoño,
F., “Tipicidad y legalidad en el derecho administrativo-sancionatorio”, R. Derecho
(Valdivia) 27, N.º 2, 2014; “Legalidad y pena: orientación y retribución en el derecho
penal”, LH Etcheberry; Lopera, G., “Principio de proporcionalidad y control constitucional
de las leyes penales: Una comparación entre las experiencias de Chile y Colombia”, R.
Derecho (Valdivia) 24, N.º 2, 2011; Lorca, R., “Asesinatos selectivos en la guerra contra el
terrorismo”, Anuario de Derecho Público (UDP), 2012; “Pobreza y responsabilidad penal”,
en Gargarella, R. (Coord.), El castigo penal en sociedades desiguales, Buenos Aires, 2012;
“Hacia un nuevo Código Penal para Chile. Consideraciones sobre los principios en el
anteproyecto de Alfredo Etcheberry”, REJ 26, 2017; “La presunción de castigo. Una
revisión crítica de sus orígenes en el pensamiento de la modernidad temprana”, En Letra:
Derecho Penal 5, N.º 8, 2019; “Libertad personal y seguridad individual. Una revisión del
artículo 19 número 7 de la Constitución Política de Chile”, REJ 32, 2020; Maldonado, F.,
“Derecho penal excepcional y delincuencia cotidiana. Re exiones sobre la extensión y
alcances de los nuevos modelos de legislación penal”, en LH Solari; “Delitos cometidos en
torno al desarrollo de los procesos electorales: consideraciones sobre sus fundamentos y
sistematización”, Ius et Praxis 24 N.º 3 (2018); Mañalich, J. P., “La prohibición de
infraprotección como principio de fundamentación de normas punitivas ¿Protección de los
derechos fundamentales mediante el derecho penal”, R. Derecho y Humanidades 11, 2005;
“Pena y ciudadanía”, REJ 6, 2005; “La pena como retribución”, R. Estudios Públicos 108,
2007; “Norma e imputación como categoría del hecho punible”, REJ 12, 2010;
“Retribución como coacción punitiva”, R. Derecho y Humanidades 16, N.º 1, 2010;
“Retribucionismo expresivo”, en Kindhäuser, U. y Mañalich, J. P., Pena y culpabilidad,
Montevideo, 2011; “Pena de muerte”, Beccaria, 250, 2011; “Justicia, propiedad y
prevención”, LH Profesores; “El principio ne bis in idem frente a la superposición del
derecho penal y el derecho administrativo sancionatorio”, RPC 9, N.º 18, 2014;
“Retribucionismo consecuencialista como programa de ideología punitiva”, InDret 2015/2;
“El principialismo político-criminal como fetiche”, REJ 29, 2018;” Respeto y retribución:
la pena jurídica en la Metafísica de las Costumbres”, R. Ciencia Política 38, N.º 3, 2018;
Mapelli, B., Principios fundamentales del sistema penitenciario español, Barcelona, 1983;
Marcazzolo, X., “Hallazgos casuales en relación con los delitos de trá co ilícito de droga”,
R. Jurídica del Ministerio Público 34, 2008; “Comentario al fallo dictado por la Corte
Suprema en el cual se analiza la teoría de la ilicitud de la prueba y la actuación de agentes
encubiertos en el marco de la Ley N.º 20.000”, R. Jurídica del Ministerio Público 43, 2010;
Marín, H., “Conciencia y rehabilitación”, Doctrinas GJ II; Marinucci, G. y Dolcini, E.,
“Derecho penal ‘mínimo’ y nuevas formas de criminalidad”, R. Derecho Penal y
Criminología, 2.ª Época 9, 2000; Martí, J., “The Republican Democratization of Criminal
Law and Justice”, Legal Republicanism: National and International Perspectives, Oxford,
2009; Martínez, M., “Tres principios cardinales del derecho penal: aportes y perspectivas
del sistema anglosajón”, AA.VV., Algunas visiones del derecho penal de hoy, Santiago,
2014; Martinson, R., “What Works?—Questions and Answers about Prison Reform”,
Public Interest 35, 1974; Matus, J. P., “Sobre la necesidad constitucional de la existencia de
un bien jurídico a proteger por los tipos penales”, Universum 11, 1996; La transformación
de la teoría del delito en el derecho penal internacional, Barcelona, 2008; “La protección de
la seguridad personal en el Código penal”, REJ 12, 2010; derecho penal, Criminología y
Política Criminal en el cambio de Siglo, Santiago, 2011; Evolución histórica de la doctrina
penal chilena desde 1874 hasta nuestros días, Santiago, 2011; “De las ciencias.
Magistrados. Recompensas. Educación. Beccaria: la invención de la política criminal y de la
utopía penal”, Beccaria 250; “La política criminal de los tratados internacionales”, Derecho
Penal Contemporáneo 19, 2007; “La Ley como único título de imputación de la
responsabilidad penal y su diferencia con la responsabilidad civil”, RChDCP 2, N.º 3, 2013;
“¿Populismo punitivo en Chile? Apuntes a propósito del caso de la fallida Ley Emilia”,
RChDCP 2, N.º 4, 2013; “Ensayo sobre la función objetiva de las penas privativas de
libertad”, LH Cury; “Nacionalsocialismo y derecho penal. Apuntes sobre el caso de H.
Welzel. Un homenaje tardío a Joachim Vogel, en ZIS 9, N.º 12, 2014; ¿Hacia un nuevo
Código Penal? Evolución histórica de la legislación penal chilena desde 1810 hasta nuestros
días, Santiago, 2015; Estudios sobre derecho penal internacional, Santiago, 2017; “La
denuncia del ‘populismo penal’ en la utopía de Tomás Moro”, Cuadernos de Extensión
Jurídica (U. Los Andes) 29, 2017; Derecho penal del medio ambiente chileno. Parte especial
y política criminal, Valencia, 2019; Matus, J. P. y Cruz, M., “Acerca de la existencia de
obligaciones internacionales de establecer delitos medioambientales, contempladas en los
tratados suscritos por la República de Chile”, RDJ 98, N.º 4, 2001; Matus, J. P. y van
Weezel, A., “Comentario al art. 70”, en Texto y Comentario; Muñoz G., S., “La técnica
legislativa y la ley penal”, Doctrinas GJ II; Rainforth, M., Alexander, Ch. y Cavanaugh, K,
“Effects of the Transcendental Meditation Program on Recidivism Among Former Inmates
of Folsom Prison”, Journal of Offender Rehabilitation 36, N.º 1-4, 2003; Mayer, M. E.,
Normas jurídicas y normas de cultura, Buenos Aires, 2000; Mera, J., Derechos Humanos en
el derecho penal chileno, Santiago, 2005; Meza-Lopehandía, M. y Collado, R., “Caso
Norín Catrimán y otros (dirigentes, miembros y activistas del pueblo indígena mapuche) vs.
Chile”, RCP 42, N.º 1, 2015, 373; Mir, S., Derecho penal. Parte General. 9.ª Ed.,
Barcelona, 2010; Modollel, J. L., “Breves consideraciones sobre la posible responsabilidad
penal de sujetos pertenecientes a grupos culturalmente diferenciados (casos del indígena y
costumbres de origen afroamericano)”, en Derecho Penal y Pluralidad Cultural, Anuario de
Derecho Penal, 2006; Molina, F., Antijuridicidad penal y sistema del delito, Bogotá, 2003;
Moreno, L. “Los límites en la búsqueda de la verdad en el proceso penal. Comentario del
fallo del caso ‘Orellana Cifuentes’”, RCP 41, N.º 3, 2014; “Manifestaciones jurídico-
constitucionales del debido proceso en Chile: a propósito de la sentencia de la Corte
Suprema de abril de 2010, Rol N.º 9521-2009”, DJP 32, 2018; Náquira, J., “Constitución
Política y fundamento material del principio de culpabilidad”, RChD 22, N.º 2, 1995;
“Comentario al art. 10 N.º 1, 8 y 9”, Texto y Comentario; Náquira, J., Izquierdo, C, Vial,
P. y Vidal, V., “Principios y penas en el derecho penal chileno”, R. Electrónica de Ciencia
Penal y Criminológica 10, 2008; Navarro D., R., “Los efectos en el sistema chileno de
fuentes del derecho penal de la incorporación de los Tratados Internacionales y del
fenómeno de la globalización”, Ius et Praxis 10, N.º 1, 2004; Derecho Procesal Penal
Chileno I, Santiago, 2018; Niño, L., “Derecho penal del enemigo en el marco del Estado de
Derecho”, en y Niño, L. y Matus, J. P., Dogmática jurídica y ejercicio del poder. Riesgos del
vasallaje cultural en la doctrina penal latinoamericana, Buenos Aires, 2016; Novoa, E.,
Cuestiones de derecho penal y Criminología, Santiago, 1987; Nash, C. y Núñez D., C.,
Derechos Humanos y juicio penal en Chile, Santiago, 2015; Núñez D., C., “Control de
convencionalidad: Teoría y aplicación en Chile”, Cuadernos del Tribunal Constitucional 60,
2015; Navarro B., “Principios que rigen en materia de derecho administrativo sancionador
reconocidos por la jurisprudencia nacional chilena”, LH Penalistas; Nilo, J., “Impacto de la
globalización en la normativa sustantivo-penal nacional durante los gobiernos de Aylwin,
Frei y Lagos”, RCP 41, N.º 2, 2014; Núñez L., I., “Un análisis abstracto del derecho penal
del enemigo a partir del constitucionalismo garantista y dignatario”, RPC 4, N.º 8, 2009;
Núñez, R., Beltrán, R. y Santander, N., “Los hallazgos casuales en las diligencias de
incautación e intervención de las comunicaciones digitales en Chile. Algunos problemas”,
RPC 14, N.º 28, 2019; Olguín, M.ª J., “Problemas de tipicidad por factores culturales”,
DJP 34, 2018; Oliver, G., “Seguridad jurídica y derecho penal”, REJ 11, 2009;
“Acusaciones secretas”, Beccaria 250; Ossandón, M.ª M., “Oscuridad de las leyes”,
Beccaria 250; “Caso ‘Antuco’”, Casos PG; “El principio ne bis in idem en el sistema
jurídico chileno. Análisis de la jurisprudencia constitucional”, RCP 43, N.º 3, 2015; Parra,
O., “La jurisprudencia de la corte interamericana respecto de la lucha contra la impunidad:
algunos avances y re exiones”, R. Jurídica Universidad de Palermo 13, N.º 1, 2012;
Paredes, J. M., “Punitivismo y democracia: las “necesidades sociales” y la “voluntad
popular” como argumentos político-criminales”, Libertas (R. Fundación Internacional de
Ciencias Penales) 4, 2016; Pastor, D., “La deriva neopunitivista de organismos y activistas
como causa del desprestigio actual de los derechos humanos”, en Nueva Doctrina Penal
2005/A; Pettit, Ph., “Is Criminal Justice Politically Feasible?”, Buffalo Criminal Law Review
2, 2001; Piña, J., “Algunas consideraciones acerca de la (auto) legitimación del derecho
penal ¿es el problema de la legitimidad abordable desde una perspectiva sistémico-
constructiva?, RChD 31, N.º 3, 2004; Rol social y sistema de imputación. Una
aproximación sociológica a la función del derecho penal, Barcelona, 2005; “Violencias”,
Beccaria 250; “La función del derecho penal. Breves consideraciones sobre un problema
clásico”, LH Penalistas; Poblete, O., “El interrogatorio policial autónomo y el derecho a
guardar silencio y a la no incriminación”, en Fermandois, A. y Soto V., S. (Eds.), Sentencias
Destacadas 2004, Santiago, 2005; Politoff S., “Justicia y fascismo”, Araucaria de Chile 3,
1978; “Derecho penal con mesura: una respuesta reduccionista a la mala conciencia del
jurista”, R. Universum 10, 1995; Pozo, N., “Presunción de inocencia en el nuevo proceso
penal”, Doctrinas GJ I; Prado, G. y Durán, M., “Sobre la evolución de la protección penal
de los bienes jurídicos supraindividuales. Precisiones y limitaciones previas para una
propuesta de protección penal del orden público económico en Chile”, R. Derecho
(Coquimbo) 24, N.º 1, 2017; Pratt, J., Penal populism, Londres, 2007, “Populismo penal”,
RCP 41, N.º 4, 2014; Ramírez G., M.ª C., “Reforma procesal penal: revitalización de la
discusión constitucional del derecho en Chile”, R. Jurídica del Ministerio Público 32, 2008;
“Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional Rol N° 1432-09-INA (5 de agosto
de 2010). Artículo 390 del Código Penal: convivencia”, R. Jurídica del Ministerio Público
44, 2010; Ramsay, P., “A Democratic Theory of Imprisonment”, en Dzur, A., Loader, I. y
Sparks, R., (Eds.), Democratic Theory and Mass Incarceration, Nueva York, 2016; Ramírez
G., M.ª C., “La vigencia del pensamiento de Beccaria en la doctrina del Tribunal
Constitucional chileno”, en Velásquez, F. (Comp.), Cesare Beccaria y el control del poder
punitivo del Estado. Doscientos cincuenta años después”, Bogotá, 2016; Reyes V., J.,
Derecho penal moderno, T. I., Santiago, 2009; Rivacoba, M., Evolución histórica del
derecho penal chileno, Valparaíso, 1991; Función y aplicación de la pena, Buenos Aires,
1993; La retribución penal, Santiago, 1995; Robespierre, M., “Discurso sobre la
trascendencia y la personalidad de las penas”, Trad. M. de Rivacoba, Valparaíso, 2009;
Robinson, P., Principios distributivos del derecho penal. A quién debe castigarse y en qué
medida, Trad. M. Cancio e I. Ortiz, Madrid, 2012; Rodley, N. S., Informe sobre la cuestión
de los derechos Humanos de todas las personas sometidas a cualquier forma de detención o
prisión y, en particular: la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes,
E/CN.4/1997/7, Naciones Unidas, 1997; Rodríguez Collao, L. y De la Fuente, F., “El
principio de culpabilidad en la Constitución de 1980”, R. Derecho (Valparaíso) 13, 1989-
1990; Rodríguez H., D., “Nulla poena sine lege, materialismo y retroactividad de cambios
jurisprudenciales: la ‘doctrina Parot’ y la STEDH as. Del Río Prada c. España (21/10/2013)
como banco de pruebas”, RCP 41, N.º 1, 2014; Comportamiento humano y pena estatal:
disuasión, cooperación y equidad, Madrid, 2017; Rodríguez, M. “Jurisprudencia reciente
de la Corte Suprema de Chile sobre control de identidad”, RPC 15, N.º 29, 2020; Royo,
M., “Derecho penal e interculturalidad como manifestación del principio de igualdad”,
RPC 10, N.º 19, 2015; Rudolphi, H.-J., “Los diferentes aspectos del concepto de bien
jurídico”, Nuevo Pensamiento Penal 7, 1975; Rüping, H., “Nationalsozialismus und
Strafrecht”, Quaderni Fiorentini per la Storia del Penseiro Giuridico Moderno 36, 2007;
Rusconi, M., El sistema penal desde las garantías constitucionales, Buenos Aires, 2013;
“Apostillas sobre la evolución de la dogmática penal al compás del sistema procesal: ¿Un
sistema de imputación construido en base a la necesidad de exibilizar el estándar
probatorio?”, RCP 41, N.º 1, 2014; Silva S., J. M.ª, La expansión del derecho penal.
Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales. 2.ª ed., Madrid, 2001;
Sancinetti, M., Casos de derecho penal. Parte General, 3 Vols., 3.ª Ed., Buenos Aires, 2005;
Suárez, C., “Análisis constitucional de la pena de con scación y comiso en el Código Penal
y en la ley de estupefacientes”, en Politoff, S. y Matus, J. P. (Eds.), Gran criminalidad
organizada y trá co ilícito de estupefacientes, Santiago, 2000; Szczaranski V., F., “Sobre la
evolución del bien jurídico penal: un intento de saltar más allá de la propia sombra”, RPC
7, N.º 14, 2012; Shammas, V. L., “Who’ s afraid of penal populism? Technocracy and ‘the
people’ in the sociology of punishment”, Contemporary Justice Review: Issues in Criminal,
Social, and Restorative Justice 19, N.º 3, 2016; Shiller, R., y Akerlof, G., Animal Spirits:
Cómo in uye la psicología humana en la economía, Kindle, 2009; Schumann, E. (ed.),
Kontinuitäten und Zäsuren. Rechtswissenschaft und Justiz im “Dritten Reich” und in der
Nachkriegszeit, Göttingen, 2010; Schünemann, B., “Aporías de la teoría de la pena en la
losofía”, InDret 2/2008; Silva A., M., “¿Es realmente viable el control de
convencionalidad?”, RChD 45, N.º 3, 2018; Solari A., E., “La pena de muerte según Kant”,
LH Solari; Soto P., M., “Fin de las penas”, Beccaria 250; Terradillos, J., “La satisfacción de
necesidades como criterio de determinación del objeto de tutela jurídico penal”, R. la
Facultad de Derecho (U. Complutense) 63, 1981; Valenzuela, J., “La pena como penitencia
secular. Apuntes sobre el sentido de la ejecución de la pena”, R. Derecho (Valdivia) 23,
2010; Vera-Sánchez, J., “Sobre la relación del derecho penal con el derecho procesal penal”,
RChD 44, N.ª 3, 2017; Viganó, F., “Ne bis in idem y combate de los abusos de mercado”,
RCP 44, N.º 2, 2017; Villalobos, S., Figueroa, R. y Maggiolo, J., Conducción bajo la
in uencia del alcohol y estado de ebriedad, Santiago, 1999; Villegas D., M., Derecho penal
del enemigo y criminalización del pueblo mapuche, Santiago, 2009; “Sistemas
sancionatorios indígenas y derecho penal. ¿Subsiste el Az Mapu?”, RPC 9, N.º 17, 2014;
“Derecho propio indígena y derecho penal chileno: abriendo camino para su
reconocimiento”, RCP 43, N.º 3, 2015; “Incorporando la interculturalidad en los
razonamientos jurídico-penales. La cuestión indígena”, DJP 34, 2018; Villegas, M. y Mella,
E., Cuando la costumbre se vuelve ley. La cuestión penal y la pervivencia de los sistemas
sancionatorios indígenas en Chile, Kindle, 2017; Vivanco, J., “El destino de las faltas frente
al principio de oportunidad del nuevo Código Procesal Penal”, Corpus Iuris Regionis
(Iquique), 2003; Voltaire, “Comentario sobre el libro ‘De los delitos y de las penas’ por un
abogado de provincias”, en la ed. de dicho libro de J. A. Deval, Madrid, 1990; van Weezel,
A. v., La Garantía de Tipicidad en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional, Santiago,
2011; “Contra la responsabilidad penal de las personas jurídicas”, RPC 5, N.º 9, 2010;
“Sobre la necesidad de un cambio de paradigma en el derecho sancionatorio
administrativo”, RPC 12, N.º 24, 2017; “Injerencia y solidaridad en el delio de omisión de
auxilio en caso de accidente”, RChD 45, N.º 3, 2018; Welzel, H., “Über den substantiellen
Begriff des Strafrechts”, Festschrift für Kohlrausch, Berlín, 1944; Das deutsche Strafrecht in
seinen Gründzugen, 3.ª Ed., Berlín, 1944; derecho penal alemán. Parte General, 11.ª Ed.,
Trad. J. Bustos y S. Yáñez, Santiago, 1976; Werle, G. Tratado de derecho penal
internacional, Valencia, 2005; Wilenmann, J., “Control institucional de decisiones
legislativas político-criminales”, Estudios Constitucionales 15, N.º 2, 2017; “Sobre el
discurso de legitimación política de la pena estatal”, R. Derecho (Valdivia) 31, N.º 1, 2018;
“La imposición constitucional de disciplina en la práctica sancionadora del estado”, Latin
American Legal Studies 6, Especial, 2020; Winter, J., “El ‘principio’ de legalidad como regla
incompleta”, LH Etcheberry; “Derecho penal e impunidad empresarial en Chile”, REJ 19,
2013; Wolfe, N., “Mala in se, a dissapearing doctrine?”, Criminology 19, 2006; Zaffaroni,
R., Manual de derecho penal, Parte General, 2.ª ed., Buenos Aires, 2006; Zapata, M.ª F., La
Prueba Ilícita, 4.ª Ed., Santiago, 2009; Zelaya, R., “Interpretación y aplicación de la Corte
Suprema de las exigencias del control de identidad. Propuesta para una interpretación
exible”, en Fermandois, A. y Soto V., S. (Eds.), Sentencias Destacadas 2015, Santiago,
2016.

§ 1. El programa penal de la Constitución: principios de


legalidad, reserva y debido proceso como únicos criterios de
legitimación del derecho penal
Lo distintivo de las leyes que se consideran como penales o
criminales en los diversos ordenamientos jurídicos es que imponen un
mal que recae sobre el cuerpo de una persona natural o consiste en la
privación de derechos o bienes de una persona natural o jurídica, sin
que dicho mal o privación de derechos o bienes esté condicionado a, o
consista en la reparación de un daño exigida por un particular; o esté
condicionado a, o consista en privaciones y restricciones de derechos
aplicadas temporalmente para forzar el cumplimiento de una
obligación determinada que cesa con su cumplimiento
(Matus/Ramírez, Fundamentos, 117). Y ese mal se impone en un
proceso público, donde el interés del Estado es preponderante a la
hora de institucionalizar los mecanismos de persecución, sanción y
ejecución, en el entendido que “cualquier delito, aunque privado,
ofende a la sociedad” y por ello el soberano tiene la “necesidad de
defender el depósito de la salud pública de las particulares
usurpaciones” (Beccaria, 42 y 9).
Aceptada la existencia del derecho penal como entidad jurídica
positiva, es necesario tratar, siquiera someramente, el problema de su
legitimidad política: ¿Corresponde recurrir a esta clase de
consecuencias jurídicas para sancionar conductas que importan
exclusivamente lesión a intereses personales?, ¿se debe limitar esta
clase de sanciones a quien lesiona la libertad, la propiedad o la
existencia de las personas?, ¿se puede recurrir a ellas para proteger la
existencia de la sociedad y la forma del Estado?, ¿se admite que el
derecho penal proteja los intereses de una Iglesia o de ciertas doctrinas
morales, castigando el pecado y el vicio?, ¿es admisible para regular el
comportamiento económico o conseguir una mejor distribución de la
riqueza, proteger determinadas industrias o una forma particular de
organización económica del Estado?, ¿se puede torturar al imponer un
castigo o para obtener una confesión?, ¿toda forma procedimental es
legítima si está legitimada la amenaza de una pena?, etc.
La doctrina penal tradicional, cuyo desarrollo es anterior al de los
Estados constitucionales actuales y, además, no se preocupa
mayormente de los aspectos procesales, suele responder a estas
preguntas a rmando que existiría algún criterio de legitimación
universal y abstracto, ajeno al derecho positivo, que harían posible
esbozar un juicio del estilo “la norma que castiga el hecho X con la
pena Y es legítima o ilegítima, porque ese hecho X puede o no puede
ser penalmente sancionado, y en caso a rmativo, puede o no
imponerse esa pena Y, según los criterios de legitimación W y Z
adoptados, respectivamente”. Entre dichos criterios se mencionan el
de la protección de bienes jurídicos, normas de cultura, valores éticos
sociales, la vigencia de la norma social, o la promoción de ciertos
valores políticos o morales. De este modo, la pena aparece como
respuesta “justa” o “necesaria” para castigar o prevenir esas
conductas, según los criterios de justi cación que se adopten. Esta es
la llamada “presunción del castigo” (Lorca, “Presunción”, 179).
Lamentablemente, como el desarrollo histórico demuestra, no sólo no
es claro que la pena sea la única respuesta ante tales conductas, sino
que la búsqueda o aceptación de los criterios que las de nen como
merecedoras de penas, ajenos a la existencia de una sociedad
democrática, no ha pasado de ser una racionalización de las
preferencias subjetivas de quienes los a rman en un momento y lugar
dados para sostener la legitimidad de un ordenamiento concreto,
incluyendo los de la dictadura nacionalsocialista en Alemania, entre
1933 y 1945, las latinoamericanas de la década de 1970, el derecho
penal monárquico, el revolucionario, etc.
En esta obra se adopta, en cambio, un punto de partida normativo
de derecho positivo —en el sentido de basado en la Constitución como
norma fundamental y superior del derecho positivo vigente y las leyes
dictadas en su conformidad—, e históricamente condicionado a la
existencia de nuestra actual sociedad democrática, inmersa en una
comunidad de naciones que acepta como único criterio legitimador del
ejercicio de la soberanía nacional el respeto de los derechos y garantías
contemplados en los tratados internacionales sobre derechos humanos
vigentes. En dichos tratados se contemplan disposiciones jurídicas que
hacen inútil cuestionarse, a nivel de derecho positivo, sobre la bondad
o conveniencia política de su adopción o sobre su compatibilidad o no
con determinadas doctrinas morales o políticas. En este cuerpo
normativo las principales propuestas de Beccaria —revolucionarias a
nes del siglo XVIII— son parte de las bases jurídicas de los Estados
que adhieren a él y lo hacen parte de su ordenamiento constitucional:
el principio de legalidad, la nalidad preventiva de las penas, la
proporcionalidad entre delitos y penas, la reducción del empleo de la
pena de muerte y la prohibición de la tortura (Etcheberry,
“Introducción”, 10). Y, lo más relevante, desde el punto de vista
normativo, para su interpretación y aplicación en los tribunales
locales, es “la imposibilidad de desconocerlos o modi carlos
unilateralmente”, según lo dispuesto en el art. 27 de la Convención de
Viena sobre el derecho de os Tratados (Fernández G., Nueva justicia,
31).
Desde este punto de vista, se concibe al derecho penal como uno de
los instrumentos de que dispone el Estado para servir a las personas y
promover el bien común, creando “las condiciones sociales que
permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad
nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno
respeto a los derechos y garantías” que la Constitución y los tratados
internacionales rati cados por Chile establecen (arts. 1 y 5 CPR).
Luego, para nosotros, la legitimidad o validez de una disposición
penal y su aplicación al caso concreto proviene exclusivamente de su
conformidad con la Constitución en tres aspectos fundamentales: i)
debe ser establecida o estar reconocida democráticamente, de
conformidad con las exigencias formales y materiales que la propia
Constitución establece (principio de legalidad); ii) debe ser idónea
para la protección de bienes, derechos, garantías e instituciones
constitucionalmente reconocidas y la pena dispuesta orientada a la
reintegración social del condenado, de manera que pueda salvar la
barrera del test de proporcionalidad constitucional, tanto en su
formulación al limitar con la amenaza penal otros derechos y
garantías como en la naturaleza de las penas que establece (principio
de reserva); y iii) su aplicación a un caso concreto y la consecuente
imposición de una pena, solo será legítima si también el proceso en
que materialmente se impone es conforme con las garantías y derechos
constitucionales (principio del debido proceso). Desde nuestra
perspectiva, además, estos requisitos de legitimidad no constituyen un
conjunto de principios más o menos abstractos para enarbolar como
crítica externa al derecho vigente, sino los fundamentos de las
acciones constitucionales existentes para su alegación en el derecho
positivo: recursos de amparo (art. 21 CPR), nulidad (art. 373 a) CPP),
inaplicabilidad e inconstitucionalidad (art. 93 N.º 6 y 7 CPR).
El principio de legalidad legitima positiva y normativamente la
forma de creación y aplicación del derecho penal, subordinando las
decisiones del legislador democrático a los límites que establece el art.
19 N.º 3 incs. 7, 8 y 9 CPR: “La ley no podrá presumir de derecho la
responsabilidad penal”; “Ningún delito se castigará con otra pena que
la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración,
a menos que una nueva ley favorezca al afectado” y “Ninguna ley
podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté
expresamente descrita en ella” (nullum crimen, nulla poena sine lege).
De allí se deriva el principio de legalidad, como garantía formal, en el
sentido de que solo por ley aprobada por el Congreso Nacional se
puede establecer delitos y a ella deben someterse los tribunales, el
Ministerio Público y la doctrina penal en una sociedad democrática,
respetuosa de la separación de poderes y ajena a las experiencias
históricas de manipulación del sistema legal en bene cio de una clase,
doctrina moral, política o ideología determinadas (Politoff, “Justicia y
Fascismo”). Como garantía material, el principio de legalidad exige
que dichas leyes describan expresamente las conductas que sancionan,
no puedan tener efectos perjudiciales retroactivamente, o sancionar
estados personales o meros pensamientos no expresados, ni meros
movimientos corporales o hechos sin vinculación a la subjetividad del
agente (principio de culpabilidad). Estos principios permiten validar
no solo la creación de las leyes penales, sino también las propuestas de
interpretación que de ellas se hagan, en la medida que sean conformes
a la Constitución y los principios que reconoce.
El principio de reserva legitima positivamente el poder de creación
del legislador y de interpretación aplicación de las leyes,
subordinándolo a la protección de bienes, derechos, garantías e
instituciones constitucionalmente reconocidas; y también,
negativamente, al subordinarlo al respeto a los derechos y garantías
constitucionales y a las contempladas en los Tratados de derechos
Humanos vigentes, pues como señala el art. 19 N.º 26 CPR, la Carta
Magna garantiza a todas las personas, “la seguridad de que los
preceptos legales que por mandato de la Constitución regulen o
complementen las garantías que ésta establece o que las limiten en los
casos que ella lo autoriza, no podrán afectar los derechos en su
esencia, ni imponer condiciones, tributos o requisitos que impidan su
libre ejercicio”. De allí se derivan limitaciones fundadas en el principio
de proporcionalidad y la garantía de que las penas han de tener una
nalidad de reintegración social y las subsecuentes prohibiciones
especí cas de imponerlas como apremios ilegítimos, tratamientos
forzados, sobre la base de un mero incumplimiento contractual y de la
con scación como pena que afecta a terceros.
Finalmente, la garantía del debido proceso se expresa en el art. 19
N.º 3 CPR, cuando establece el derecho a la defensa letrada (inc. 4), el
del juez natural (inc. 5) y la garantía de que toda sentencia “debe
fundarse en un proceso previo legalmente tramitado”, que cuente con
“las garantías de un procedimiento y una investigación racionales y
justos”. Esas garantías, por remisión del art. 5 inc. 2 CPR se
encuentran explicitadas en los arts. 14 PIDCP y 8 CADH, y entre ellas
se cuentan el derecho a conocer los cargos, presentar pruebas de
descargos, recurrir de los fallos desfavorables, etc. La infracción de
estas garantías puede acarrear la exclusión de pruebas (art. 276 CPP)
o la nulidad del juicio (art. 373 a) CPP), con total independencia de la
responsabilidad que sobre los hechos que se trate tenga el imputado.
En la práctica, las garantías del debido proceso irradian otras, como la
de la libertad personal (art. 19 N.º 7 CPR) y la de la inviolabilidad de
la morada y las comunicaciones privadas (art. 19 N.º 5), cuya
infracción también puede producir el efecto de declarar ilegal una
detención (art. 95 CPP) y excluir los medios de pruebas que así se
hayan obtenido (art. 276 CPP).
Esta vinculación positiva del derecho penal con la Constitución, que
legitima su formación o aceptación democrática, asignándole la
función material de garantizar los derechos, bienes e instituciones que
en la ella se establecen, con pleno respeto al debido proceso, se puede
identi car con la llamada orientación sustancial o teleológica sobre el
rol de la Constitución en el derecho penal o Escuela de Bolonia,
originada en los aportes del profesor de dicha Universidad, Franco
Bricola (Donini, “Bricola”, 47). Esta aproximación permite reconocer
la existencia de un “programa penal de la Constitución” como
derecho positivo vinculante y de carácter superior, cuyos principios
deben servir de guía o marco para determinar la validez,
interpretación y aplicación del derecho penal, particularmente en la
selección de los bienes jurídicos a proteger (que se limitarían a los
constitucionalmente reconocidos), en contraposición a la restricción
que ello supone a la libertad personal, valor que se entiende como
superior dentro del ordenamiento jurídico (Arroyo, 97. Para una
exposición completa y sintética del conjunto de los postulados de esta
Escuela, v. Durán, “Bologna”).
Entre nosotros, la vinculación positiva del derecho penal con los
principios de reserva y legalidad fue anticipada por E. Novoa, J. Mera
y J. P. Matus, y ahora es promovida con fuerza por J. A. Fernández y
M. Durán (Novoa, Cuestiones, 25; Mera, Derechos humanos; Matus,
Interpretación [1.ª Ed., 1992]; Fernández C., “Proporcionalidad”; y
Durán “Constitución” y “Propuesta”). La asunción de la Constitución
como criterio de legitimación del derecho penal, a través del respeto
de los principios de legalidad, reserva y debido proceso también se
aprecia en parte de la doctrina tradicional e incluso en algunos
marcadamente funcionalistas, para quienes el rol del sistema penal no
se legitima únicamente con la a rmación de la vigencia de la norma
mediante la imposición de la pena, sino también por su no imposición
cuando ello se fundamenta en el cumplimiento de las expectativas que
la sociedad ha puesto en el sistema penal, como garante de la
aplicación de los principios de “legalidad y sus derivados (legitimación
formal), proporcionalidad, humanidad, igualdad y protección
exclusiva de bienes jurídicos (legitimidad material)” (Piña, Rol social,
427. Para la doctrina tradicional, v. Etcheberry DP I, 65; y ahora,
Cury PG I, 105, quien aboga por la aplicación directa de la
Constitución en la interpretación de las leyes penales).
Pero, como en toda aproximación teórica, existen en esta corriente
diferentes matices y aproximaciones a los aspectos fundamentales que
plantea. Así, p. ej., hay quienes a rman que la única función legítima
del derecho penal es la protección de los derechos fundamentales, y
preferentemente los de carácter individual (Bricola, 16; G. Fernández
D., 147, Escrivá, 175, y González R.); mientras, otros aceptan su
ampliación a otros valores o intereses constitucionalmente
reconocidos (Fiandaca, 65, Berdugo, 308, Terradillos, 141, Rudolphi,
346, Rusconi, Sistema, 46 y Crespo, 69).
A este respecto, para nosotros no es posible restringir la función del
derecho penal a la exclusiva protección del catálogo de derechos
constitucionalmente reconocidos, pues el texto de la Carta
Fundamental lo desmiente categóricamente. Pero sí es posible a rmar
que la legitimidad (validez), interpretación y aplicación del derecho
penal depende, positiva y negativamente, de su correspondencia con
los principios constitucionales de legalidad, reserva y debido proceso.
Y sostener que por esa dependencia es posible controlar la aplicación e
interpretación de las leyes penales no solo por los tribunales
ordinarios, sino también por el TC, a pesar de las di cultades,
contradicciones y decepciones que ello ha supuesto en la práctica
(Díez-Ripollés, 253 y Fernández C., “Control”, 341).
Además, atendido que el art. 5 CPR limita la soberanía estatal
obligando a los órganos del Estado a respetar el contenido de los
derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana,
garantizados no solo por la Constitución, sino también por los
tratados internacionales rati cados por Chile y que se encuentran
vigentes, las limitaciones de los principios de legalidad, reserva y
debido proceso deben entenderse referidas también al contenido de
dichos tratados. De particular importancia en este aspecto es la
CADH, a cuyo órgano jurisdiccional, la Corte Interamericana de
derechos Humanos, se le ha concedido la autoridad de interpretación
obligatoria y sus decisiones se han estimado por nuestros tribunales de
obligatorio cumplimiento (SCS 3.10.2016, RCP 44, N.º 1, 87, con
nota aprobatoria de F. Gómez).
De este modo, el derecho penal no se presenta como una “restricción
de derechos”, cuya existencia absoluta sea anterior al derecho
positivo, sino como un instrumento legítimo para lograr los nes
constitucionales, en la medida que su empleo sea democráticamente
acordado, con pleno respeto de los principios de legalidad, reserva y
debido proceso.
Ello no signi ca, sin embargo, que a partir de nalidad de protección
de derechos fundamentales se puedan derivar supuestas obligaciones
de establecer determinados delitos, de carácter absoluto y sin sujeción
a la deliberación democrática y a dichos principios de legalidad,
reserva y del debido proceso. Este parece ser el caso de las
pretensiones de algunas organizaciones internacionales y locales que
abogan por la protección penal de determinados intereses que asocian
al ejercicio o desarrollo de ciertos derechos fundamentales, de manera
absoluta y preferente. A nuestro juicio, no hay razón lógica que
justi que este predicamento, pues de la existencia de nalidades
constitucionales legítimas no se deriva que el único instrumento para
alcanzarlas sea el derecho penal, a menos que estemos ante
regulaciones internacionales y constitucionales expresas (como las que
se re eren al terrorismo y su sanción penal). La crítica liberal, según la
cual este procedimiento supone una “inversión” de la función
limitadora del derecho penal que se atribuye a la Constitución tiene
aquí razón (Bascuñán, “Derechos”, 51; y Mañalich,
“Infraprotección”, 245. Más críticamente, Pastor caracteriza esta
tendencia como “neopunitivismo” y le atribuye el “desprestigio” de la
noción de Derechos Humanos).
Pero también se incurre en una desviación de las nalidades y
principios constitucionalmente reconocidos cuando, por su sola
necesidad de protección se admite la legitimidad de disposiciones que
infringen los principios de legalidad, reserva o debido proceso. Esto es
lo que, lamentablemente, ocurrió entre nosotros cuando el TC
enarboló principios tales como la seguridad de la paz social o el
interés preferente del menor para declarar conformes a la Constitución
el establecimiento del delito de hurto de energía eléctrica por un DFL
y no por una ley propiamente tal, así como el castigo discriminatorio
de la homosexualidad masculina en el delito de sodomía del art. 365,
infringiéndose los principios de legalidad y reserva, respectivamente
(Fernández C., “Principalismo”, 92).
No obstante, frente a estas di cultades, explicables sin duda por el
carácter político del debate sobre el contenido de la legislación y su
control, habrá que convenir en el hecho de que, aún así, la perspectiva
constitucional, mediante el empleo de las acciones constitucionales
que existen en el derecho positivo está en mejor pie para discutir la
legitimidad y validez de ciertas actuaciones estatales en la creación y
aplicación de las normas penales que la perspectiva tradicional aquí
criticada (o. o. Wilenmann, “Control”, 427, para quien ninguna de
estas dos perspectivas puede superar la barrera de la ineludible
discusión política subyacente en la decisión de criminalizar o no un
determinado hecho).

§ 2. Teorías divergentes de fundamentación material del


derecho penal o ius puniendi
La doctrina penal dominante, básicamente debido a su tradición
histórica, previa y por tanto alejada del proceso de
constitucionalización del derecho en el cambio de siglo, ha procurado
determinar la legitimidad del derecho penal, entendido como ejercicio
del poder punitivo o ius puniendi, a partir de diferentes criterios,
aparentemente ajenos al régimen político en que se vive y con
pretensión de universalidad, como veremos a continuación.
Con carácter general, sin embargo, estas doctrinas con pretensión de
validez universal y ajenas a los fundamentos constitucionales de una
sociedad democrática moderna deben rechazarse, pues como lo
demuestra la experiencia histórica en Alemania, ellas bien pueden
llevar al extremo de considerar materialmente legítimo el derecho
penal de una dictadura tan atroz como la nacionalsocialista (1933-
1945), por compartir y considerar válidos sus fundamentos
ideológicos, como sostuvo la inmensa mayoría de la doctrina penal
alemana de la época (Rüping, 1009). Por otra parte, todas ellas
comparten la idea ius naturalista de que es posible determinar la
existencia de hechos que deben cali carse como delito sin atención al
proceso democrático (mala in se) y otros que, provenientes del mismo,
deben rechazarse por carecer de similar fundamento (mala quia
prohibita), propia del derecho común previo a la codi cación y que,
de manera relevante, subsiste en el common law y parece encontrarse
en el fondo de las discusiones que —provenientes de la tradición
losó ca angloamericana— recurren a ideas morales para
fundamentar del derecho penal, sea a través del descubrimiento de una
verdad universal o de alcanzar un consenso social que no necesitaría
ser expresado legalmente, sino, a lo sumo, declarado por la ley
(Wolfe).
En particular, las principales doctrinas de legitimación material del
derecho penal, ajenas a los principios constitucionales de legalidad y
reserva, son las siguientes:

A. Teoría del bien jurídico


Conforme a esta doctrina, solo sería legítimo recurrir, por una parte,
a la conminación penal cuando fuese necesario para la protección de
determinados bienes jurídicos respecto de la cual el derecho común es
ine caz (principio de ultima ratio); y por otra, a su aplicación en un
caso concreto cuando se produjese una efectiva afectación de dichos
bienes (principio de lesividad).
Sin embargo, sin una referencia al ordenamiento constitucional y la
legalidad conforme al texto fundamental, la doctrina del bien jurídico
tradicional se enfrenta a serias di cultades para determinar cuáles
serían esos bienes jurídicos y cómo se obtendría su conceptualización
autónoma del derecho vigente. Así, mientras en su versión original se
a rma que serían los intereses cuya lesión “razonablemente puede ser
considerada como punible en la sociedad civil” (Birnbaum, 39); otros
sostienen que se trata de los “intereses vitales del individuo y la
sociedad” (von Liszt, Tratado II, 6); que su fundamento no se hallaría
en la Constitución ni en el derecho natural, sino en la vida, esto es, en
dichos intereses vitales (Politoff DP I, 20); o que englobaría las
“conductas cali cadas ya de antijurídicas” por el ordenamiento
extrapenal (Grisolía, “Objeto jurídico”, 799). En la versión
dominante en la actualidad, se a rma que garantizar su protección
sería “la función del derecho penal” y ello supondría, además,
“garantizar a sus ciudadanos una convivencia libre y pací ca, al
tiempo que asegura todos los derechos fundamentales garantizados
por la Constitución”, extrayéndose de allí las siguientes consecuencias:
que serían ilegítimas las disposiciones penales arbitrarias, las
ideológicamente motivadas, las contrarias a los derechos
fundamentales, las que solo pretenden conseguir nes estatales o evitar
el propio daño (como la prohibición del autoconsumo de drogas
basada en la pretensión de lograr una sociedad libre de drogas, o la
mera prohibición del trá co de órganos), y las que castigan actos
meramente inmorales, contrarios a las buenas costumbres, o a la
propia dignidad (como las relaciones sexuales con animales); aunque
se admite que los “fuertes sentimientos”, como el honor, las creencias
religiosas, el cariño por los animales domésticos o el respeto a los
muertos puedan considerarse bienes jurídicos protegidos penalmente
de manera legítima, así como que pueda recurrirse a la protección de
bienes colectivos mediante delitos de peligro (incluyendo los de peligro
abstracto), lo mismo que se protegen los bienes individuales con el
castigo de la tentativa en todas sus formas (Roxin AT I, 16). Esta es la
formulación de la doctrina mayoritaria en Chile (Rettig DP I, 63).
Entre nosotros, Bustos desarrolló otro concepto de bien jurídico,
entendiéndolo como “una relación social concreta, sintético-jurídica,
dialéctica y necesaria”, que “da fundamento y limita la intervención
estatal”, insistiendo en que se trata de un concepto independiente del
ordenamiento jurídico, derivado de las relaciones interpersonales y
que no puede confundirse con derechos fundamentales, en tanto se
trata de una conceptualización que recoge el carácter autónomo de los
personas frente al Estado y su capacidad para resolver con ictos, con
o sin la intervención estatal (Bustos/Hormazábal, Sistema, 32). Su
función, en esta perspectiva, no sería legitimar el derecho penal, sino
servir de “límite al ius puniendi” (Hormazábal, “Bien jurídico”, 432).
No obstante, quienes aceptan este concepto de bien jurídico tienden a
considerarlo también como uno que permite la legitimación del
derecho penal, sobre todo tratándose del nuevo que se crea para la
protección de los bienes jurídicos colectivos, de nidos como
complementarios de los individuales, en el sentido de una relación
social basada en la satisfacción de necesidades de cada uno de los
miembros de la sociedad o de un colectivo y en conformidad al
funcionamiento del sistema social (Prado y Durán, 277).
A nuestro juicio, sin embargo, ninguna de estas formulaciones logra
superar la objeción fundamental que deriva del hecho de que la
Constitución entrega la facultad de con gurar las normas penales al
legislador, como representante de la soberanía nacional, facultad que
no está limitada por conceptos sociológicos, dogmáticos o de
cualquier origen externo a la propia Constitución (Szczaranski V.,
“Evolución”, 442). Por eso, no es de extrañar que un concepto donde
se “entreveran elementos lógico-abstractos y valorativos” carezca de
un reconocimiento explícito en los ordenamientos positivos vigentes,
al punto que uno de sus partidarios cali ca de “prudencia política
rayana en la pusilanimidad” el hecho de que las resoluciones de los
tribunales constitucionales de Italia y Alemania no lo hayan así
reconocido hasta ahora (Guzmán D., Figuras, 25 nota N.º 39).

B. Teoría de las normas de cultura


Según M. E. Mayer, normas de cultura son “la totalidad de aquellos
mandatos y prohibiciones que se dirigen al individuo como exigencias
religiosas, morales, convencionales, de trá co y de profesión” que
preforman, delimitan y modelan “la e cacia normativa externa de las
leyes”, que “se funda, no en la naturaleza jurídica de las normas
jurídicas, sino en la coincidencia de éstas con las normas de cultura”
(Mayer, 56 y 81).
Lo mismo que la teoría del bien jurídico, esta variante cultural de la
teoría de las normas tiene la ventaja de poner en cuestión la
legitimidad de las normas jurídicas positivas, enfrentándolas a las
normas de cultura, que se suponen serían empíricamente
contrastables. Desde este punto de vista, se sostiene que la teoría
reseñada “hinca su núcleo con más hondura que lo que solemos
advertir y persiste, reanimada a la sordina, en la Dogmática penal de
la actualidad” (Guzmán D., Cultura, 15); y se ve en ella la forma de
subsanar los problemas que la teoría de las normas de Binding
enfrenta delitos, como el de traición de los arts. 106 y 107, que no
tendrían re ejo en normas de conducta independientes de la de
sanción (Sanhueza, Nociones, 74).
Sin embargo, aunque la teoría de las normas de cultura parece
alejarse del fantasma del derecho natural en su formulación original,
mantiene un peligroso subjetivismo en la decisión acerca de qué ha de
considerarse o no una norma de cultura, pues ni Mayer ni sus
seguidores han fundado sus categóricas a rmaciones en estudios
sociológicos que vayan más allá de su propia intuición.

C. Teoría de la protección de los valores ético-sociales


Según Welzel, la “misión del derecho penal es proteger los valores
elementales de la vida en comunidad” y no primariamente “la
protección actual de bienes jurídicos”, ya que “al castigar el derecho
la efectiva inobservancia de los valores de la conciencia jurídica,
protege al mismo tiempo los bienes jurídicos a los que están referidos
aquellos valores de acto”. “Así, por ejemplo —continúa—, la delidad
al Estado está referida al bien del Estado; el respeto a la personalidad,
a la vida, a la salud y al honor del prójimo; la honradez, a la
propiedad ajena, etc.” (Welzel, Derecho penal, 11).
La principal crítica que puede hacerse a esta teoría es que no solo se
trata de proponer una fundamentación de la legitimación material del
derecho penal basada en una teoría subjetiva de los valores del acto y
nal de la acción, sino que ella tiene como consecuencia la negación
del principio de legalidad como criterio delimitador de la acción del
Estado y la judicatura. En efecto, para su autor, la “mera”
formulación o formalidad legal no era su ciente para captar esos
valores y el modo en que se haría necesaria su protección, y por eso
aprobó categóricamente la introducción de la cláusula de aplicación
analógica del derecho penal por el régimen Nazi conforme “al sano
sentimiento del pueblo alemán”, pues ella permitiría aplicar el derecho
penal, sin limitaciones positivas, a quienes infringieran su “contenido
material”, esto es, “los valores de acto de la recta conciencia que se
encuentran detrás de las normas del derecho penal”, (Welzel,
“Begriff”, 108). Con todo, se debe dejar en claro que el caso de Welzel
no es aislado en el panorama de la dogmática alemana de la primera
mitad del siglo pasado, pues casi la totalidad de sus cultores en la
época, incluyendo a Mezger, aparente rival cientí co de Welzel,
estuvieron de acuerdo en acomodar sus doctrinas al régimen nazi, sin
necesidad de cambios profundos o, a lo más, por medio de su
radicalización, lo que no deja de ser perturbador, atendida la
continuidad de las doctrinas defendidas por esos autores tras la caída
de la dictadura nacionalsocialista y su indiscutible in uencia posterior
en Latinoamérica (Schumann, 65. Sobre la in uencia de estas
doctrinas en Latinoamérica, en una versión “despolitizada”, v. Ambos,
NS Strafrecht, 130).

D. Teoría de la garantía de la vigencia de la norma


Según la versión dominante de esta teoría, desarrollada por el Prof.
G. Jakobs, la legitimación material del derecho penal “reside en que
las leyes penales son necesarias para el mantenimiento de la forma de
la sociedad y del Estado”. La forma social se determina por las
normas sociales, cuya observancia, al recogerse en una disposición
penal, constituirían “expectativas institucionalizadas de
comportamiento”, esto es, actos comunicativos que permitirían
orientar las decisiones y conductas de todos los ciudadanos. Luego, su
“infracción” equivaldría a la “defraudación de la expectativa de
conducta”. Pero esta defraudación no se re ere al aspecto material de
la conducta que se trate, sino a su contenido comunicativo: en el
ejemplo del delito de homicidio, lo reprochable no sería “la causación
de una muerte”, “sino la oposición a la norma subyacente en el
homicidio evitable”, pues “la norma obliga a elegir la organización a
la que no siguen daños, pero el autor se organiza de modo que causa
daño imputablemente: su proyecto de conformación del mundo se
opone al de la norma”. Por eso, la función que le atribuye al derecho
penal y su legitimación material no está dada por la evitación de los
daños que se siguen de tales conductas ni su simple castigo: “la
garantía consiste en que las expectativas imprescindibles para el
funcionamiento de la vida social, en la forma dada y en la exigida
legalmente, no se den por perdidas en caso de que resulten
defraudadas”. En consecuencia, el derecho penal actuaría
signi cativamente, mediante una reacción ante esa “negación del
signi cado de la norma” por parte de quien defrauda la expectativa
social, reacción consistente en “el reforzamiento de perseverar en el
signi cado de la norma por medio de la reacción punitiva” (Jakobs
AT, 35). La imposición de una pena cumpliría así la función de
comunicar a la sociedad que la expectativa de comportamiento vigente
es la que protege el derecho penal y no la que pretende imponer el
delincuente: “si la sociedad no reaccionara con un comunicado de
signo contrario al del hecho del autor, el quebrantamiento de la norma
se transformaría en pauta consentida, en forma posible de
comportarse y se perdería, pues, la con anza de la generalidad en la
norma como modelo de orientación del contacto social” (Sancinetti 1,
48).
Una consecuencia de lo anterior es que aún si se limita la idea de
norma a una forma de expresar el contenido del derecho vigente, pero
sin atención a sus consecuencias jurídicas sino únicamente como
normas de comportamiento, no será posible diferenciar la
responsabilidad civil de la penal sino únicamente por sus
consecuencias (Krause, “Responsabilidad”, 26). Luego, para evitar la
confusión del derecho penal con el resto del ordenamiento jurídico
que también tiene pretensión de vigencia contra la defraudación
individual de una expectativa de conducta determinada por un sujeto
responsable y establece sanciones para comunicar dicha pretensión
(como en el caso, p. ej., del cumplimiento forzado de los contratos), se
sostiene la existencia de defraudaciones a expectativas que “nunca
puede[n] ser contravención, sino solo una infracción penal”: “la
infracción de las normas del ámbito central o nuclear, por difusos que
sean sus límites”, mencionando como tales las relativas a los delitos
contra la vida, la propiedad y el patrimonio, y extrayendo de ello la
conclusión que aún la bagatela en tales delitos “deba pertenecer al
ámbito central” (Jakobs AT, 48 y 55).
Sin embargo, un criterio que permita determinar cuáles son, fuera
del derecho penal, las normas centrales de una sociedad, queda
entregado a la subjetividad de cada cual y allí radica nuestra principal
objeción a la teoría expuesta. Esta crítica no se subsana con
referencias sociológicas al pensamiento de Luhmann (Piña,
“Función”, 301), pues lo relevante aquí no es la a rmación abstracta
acerca de la supuesta existencia de tales normas centrales, sino de
determinar en concreto cuáles serían.
En efecto, aún aceptando que existan “normas nucleares” fuera del
derecho que sean objeto de protección del Derecho penal, se presenta
el problema de identi car cuáles serían tales, si son algo diferente a
otra forma de expresar el contenido de la ley, lo que importa desplazar
el método de interpretación de la ley por uno de “descubrimiento” de
las supuesta normas (diferentes a ella) que protegería para, después,
a rmar que la infracción a tales normas sería lo que constituye el
delito y no la realización de los presupuestos de hecho del tipo penal
como describe la ley, incurriéndose así en el mismo problema que
presenta la teoría del bien jurídico y, en general, todas las teorías que
procuran determinar la existencia de normas fuera del Derecho: dar
pie a la entrada del subjetivismo (“yo a rmo que tal es la norma
violada, no la que tú sostienes”) y el iusnaturalismo (“existe fuera de
la ley el verdadero Derecho, sus normas, al que la ley debe ajustarse”).
Un ejemplo de esta clase de disputa sobre la “verdadera” norma
infringida puede verse en la discusión planteada por uno de los
seguidores en Chile de Jakobs, a propósito de la introducción del
delito de omisión de denuncia y auxilio del art. 195 Ley de Tránsito
(van Weezel, “Injerencia y solidaridad”).
Piña, consciente de las limitaciones de la idea de la
“autolegitimidad” del sistema penal que expresa su sola existencia
como garantía de la vigencia de las normas (y, en ese sentido,
compartida por todo el sistema jurídico), ofrece otra medida de
legitimación “funcionalista”, en el sentido de asignar al sistema penal
funciones adicionales a la garantía de la vigencia de la norma, que se
habrían desarrollado evolutivamente y permitirían, al mismo tiempo,
su diferenciación del resto de los sistemas jurídicos y su legitimación
material: sujeción al principio de legalidad en la imposición y
ejecución de las penas, al debido proceso, a las propias estructuras
dogmáticas y la “autolimitación del sistema a la existencia de ‘bienes
jurídicos’ que proteger, la subsidiariedad, la fragmentariedad, la
‘humanidad de las penas’, la proporcionalidad, la culpabilidad, etc.”
(Piña, “Consideraciones”, 521). Sin embargo, por una parte, con ello
no se resuelve el problema de identi car las elusivas “normas
nucleares” y, por otra, se introducen principios que no solo tienen
fundamentos diferentes y efectos contradictorios a la idea de
garantizar la vigencia de la norma (¿siempre que protejan bienes
jurídicos?, ¿subsidiariamente?), sino difícil respaldo tanto en el
derecho positivo como en la sociología. Tampoco se resuelve
recurriendo a la autorizada voz de Beccaria (Piña, “Violencias”, 211),
quien establecía la necesidad del Derecho penal en la proporción
exigida para mantener la seguridad y libertad de los ciudadanos,
concibiendo el delito como un atentado a la existencia de la sociedad,
en diversos grados, pues el ilustre milanés no estaba en condiciones de
informarnos sobre cuál sería el alcance para la sociedad actuar de tales
deberes de protección y, sobre todo, no estaría en condiciones de
hacerlo respecto de una sociedad democrática, donde las valoraciones
de los grados de seguridad y libertad exigibles al Estado no dependen
de un soberano como el del siglo XVIII, sino del juego de las
mayorías.
Finalmente, cabe señalar que la estricta normativización del derecho
penal que derivaría de su sola función comunicativa ya no parece
formar parte del pensamiento de Jakobs, quien ahora reconoce en la
pena una nalidad ajena a la meramente signi cativa de a rmación de
la vigencia de la norma, planteando que también tendría que
garantizar cognitivamente esa vigencia en el mundo real (Jakobs,
“Schuld”, 831). Este giro, aunque siempre con base sociológica, se
había anticipado cuando a rmaba que dicha función no se cumpliría
“cuando un esquema normativo, por muy justi cado que esté, no
dirige la conducta de las personas, carece de realidad social. Dicho con
un ejemplo: mucho antes de la llamada liberalización de las distintas
regulaciones respecto del aborto [en Alemania], estas rígidas
prohibiciones ya no eran verdadero derecho (y ello con total
independencia de qué se piense acerca de su posible justi cación)”
(Jakobs, “Prólogo”, 12).
a) Derecho penal del ciudadano y del enemigo
Como una consecuencia lógica de establecer a priori un ámbito
exclusivo del derecho penal (la protección de las normas “centrales”)
y la nalidad de rea rmación de su vigencia como exclusiva del
derecho penal, Jakobs considera que la protección de normas no
centrales o de las normas centrales por otras vías (aseguramiento del
delincuente) constituyen una manifestación del “derecho penal del
enemigo” que parece criticar, pero también justi car como una
necesidad de las sociedades modernas. Así, por una parte, sostiene que
existiendo un estatus de ciudadano constitucionalmente reconocido
que asegura, como en la Ley Fundamental alemana, “una esfera
privada que consta, por ejemplo, de vestido, contactos sociales
reservados, vivienda y propiedad (de dinero, herramientas, etc.)”, las
comunicaciones que se realicen dentro de esa “esfera civil interna”, no
podrían ser consideradas “perturbaciones” de las “normas centrales”
del ordenamiento, a menos que se considere al autor no como
ciudadano, sino como una fuente de peligro, un enemigo, por lo que,
p. ej., la sanción de la conspiración y la asociación ilícita como un
simple un acuerdo a través de una comunicación privada, sin la
prueba de otra conducta que pueda interpretarse ex re como
perturbadora de la paz social (como en nuestros arts. 8 y 292) sería
manifestación de un derecho penal de enemigos y no de ciudadanos
(Jakobs, Estudios, 293). Pero, por otra, a rma que el derecho penal
del enemigo tendría “en determinados ámbitos, su lugar legítimo”,
como el terrorismo y el tratamiento de los reincidentes, pues “hay
que” recurrir a él “si no se quiere sucumbir”: “Quien no presta una
seguridad cognitiva su ciente de un comportamiento personal, no solo
no puede esperar ser tratado como persona, sino que el Estado no
debe tratarlo ya como persona, ya que de lo contrario vulneraría el
derecho a la seguridad de las demás personas. Por lo tanto —concluye
—, sería completamente erróneo demonizar aquello que aquí se ha
denominado derecho penal del enemigo; con ello no se puede resolver
el problema de cómo tratar a los individuos que no permiten su
inclusión en una constitución ciudadana” (Jakobs, “Enemigo”, 19).
Estas ideas han generado un extenso debate en el ámbito de la
dogmática penal (véanse solo los dos extensísimos tomos de la obra en
su homenaje, editados por Cancio). Críticamente, en la medida que se
estime necesario contar con un “derecho penal del enemigo” y se le
identi que como “no persona”, se a rma que se trata de propuestas
basadas exclusivamente en la supuesta “peligrosidad” de las no
personas o enemigos, algo propio de gobiernos autoritarios e, incluso,
inconstitucional (Maldonado, “Derecho penal excepcional”, 62; Niño,
1; y Núñez L., 374, respectivamente). No obstante, desde otros puntos
de vista, se acepta el valor descriptivo del concepto, tanto para criticar
la legislación vigente y su aplicación a situaciones puntuales como la
cali cación de terrorista de los delitos cometidos en el llamado
“con icto mapuche”, e incluso para ofrecer una alternativa de política
criminal contraria (Villegas, Enemigo, 92; y Aldunate, “Derecho penal
del amigo”, 373, respectivamente).

E. Teoría del garantismo penal (“derecho penal mínimo”)


Según L. Ferrajoli, el garantismo penal es “una doctrina no jurídica,
sino política, modelada en torno a criterios de política criminal”, que
“signi ca precisamente tutela de aquellos valores o derechos
fundamentales cuya satisfacción, aun contra los intereses de la
mayoría, es el n justi cador del derecho penal: la inmunidad de los
ciudadanos contra la arbitrariedad de las prohibiciones y de los
castigos, la defensa de los débiles mediante reglas del juego iguales
para todos, la dignidad del imputado y por consiguiente la garantía de
su libertad mediante el respeto también de la verdad”; luego, “las
únicas prohibiciones penales justi cadas” serían las “prohibiciones
mínimas necesarias, esto es, las establecidas para impedir
comportamientos lesivos que, añadidos a la reacción informal que
comportan, supondrían una mayor violencia y una más grave lesión
de derechos que las generadas institucionalmente por el derecho
penal”. De allí se seguirían las siguientes consecuencias: i) que los
principales sino únicos bienes objeto de tutela penal sean los derechos
fundamentales cuya lesión se concreta en un ataque lesivo a personas
de carne y hueso; ii) que dicha tutela reprimiese un daño material o
puesta en peligro veri cable de los mismos, como entiende presente en
los casos de tortura y los delitos ambientales; y iii) que el daño o
peligro que la amenaza penal pretende evitar no pudiese ser evitado
por otras medidas preventivas más e caces, como las del derecho
administrativo. Por tanto, según este autor, no sería legítimo el
establecimiento de los delitos contra el Estado, los ultrajes y todos los
delitos de opinión; el castigo penal de la prostitución, los delitos
contra natura, la tentativa de suicidio y, en general, todos los actos
contra uno mismo, desde la embriaguez al uso personal de
estupefacientes; el del aborto, el adulterio, el concubinato, la
mendicidad, la evasión de presos o la tóxico-dependencia; el de ciertos
delitos patrimoniales, como el hurto o la estafa, los meros atentados,
los delitos de peligro abstracto o presunto, ni los delitos de asociación,
conspiración, instigación para ciertos delitos contra la seguridad
interior del Estado, provocación, insurrección, guerra civil; el de los
llamados delitos de bagatela y los hechos castigados solo con multas o
penas cortas de prisión; el de los delitos culposos, y especialmente los
accidentes automovilísticos o laborales (Ferrajoli, 463. Entre nosotros,
Künsemüller, Principios, 47, y Hermosilla, 89, adhieren a estos
postulados, recordando el primero, además, que ellos contemplan
también la protección del infractor frente a las sanciones informales
que se seguirían de la ausencia del derecho penal en aquellos ámbitos
que debiera proteger).
Sin embargo, no es compatible con una sociedad democrática la
pretensión contra mayoritaria de Ferrajoli, no basada en limitaciones
constitucionales, sin perjuicio de sus buenas intenciones, pues una
legislación no legitimada por la regla de la mayoría o una constitución
democrática es, por de nición, autoritaria. En efecto, de los derechos
y garantías constitucionalmente reconocidos no parecen deducirse
lógica y categóricamente las exclusiones que Ferrajoli propone: así, p.
ej., sostener sin matices que la prostitución no debe ser sancionada,
por ser un acto contra uno mismo, importa no considerar los escasos
grados de libertad de algunas personas que ejercen tal o cio,
sometidas a explotadores o inmersas en redes más o menos ma osas
que funcionan sobre la base de la extorsión, la amenaza y la violencia
continua. Por otra parte, someter el control de armas únicamente al
aparato administrativo parece ingenuo y poco realista, si se consideran
las clases de armas que hoy existen y el peligro concreto en que ellas
ponen a la comunidad. Tampoco se ve con claridad por qué se a rma
la legitimidad del castigo de los delitos ambientales y al mismo tiempo
se niega la de los delitos de peligro abstracto, que es la fórmula como
los delitos ambientales se castigan en casi todo el mundo, dado que
esperar el daño efectivo puede signi car la destrucción permanente de
ecosistemas, modos de vidas y especies animales o vegetales. Además,
el rechazo al castigo de las asociaciones y conspiraciones reniega de la
constatación de que dos o más personas reunidas para un n
potencian sus capacidades y ponen un peligro diferente al del autor
solitario (Aristóteles, Ética, 284). Finalmente, no deja de perturbar
que se a rme sin más que ciertos delitos y atentados contra la
seguridad interior del Estado sean en sí mismos hechos cuya punición
resulte ilegítima, pues la experiencia histórica demuestra que la
destrucción de la democracia por medio de conspiraciones exitosas
para cometer esa clase de delitos no produce un mayor respeto a los
derechos fundamentales, sino al contrario.
Otras versiones de garantismo o minimalismo, que ponen especial
acento en el daño a bienes jurídicos y la protección de la autonomía
individual como fundamento y límites del derecho penal son las
Escuelas de Frankfurt, con la obra del profesor Hassemer a la cabeza;
y de Salamanca, dirigida por el profesor Berdugo Gómez de la Torre,
de gran in uencia en un grupo de profesores latinoamericanos y, en
Chile, en Villegas y Balmaceda (por todos, v. Hassemer, “Derecho
penal simbólico”; y Balmaceda, Problemas actuales).

F. Teoría del minimalismo radical


Para esta aproximación, defendida desde Latinoamérica por el
profesor argentino R. Zaffaroni, “la función del derecho penal no es
legitimar el poder punitivo, sino contenerlo y reducirlo, elemento
indispensable para que el estado de derecho subsista, y no sea
reemplazado brutalmente por un estado totalitario”. En consecuencia,
la primera labor del jurista en su intervención en la vida política sería
procurar limitar la criminalización primaria, esto es, el establecimiento
de delitos o el perfeccionamiento de las normas destinadas a su
represión, pues “cuanto más poder punitivo autorice un estado, más
alejado estará del estado de derecho, porque mayor será el poder
arbitrario de selección criminalizante y de vigilancia que tendrán los
que mandan”. En este contexto, el derecho penal se presentaría como
“la rama del saber jurídico que, mediante la interpretación de las leyes
penales, propone a los jueces un sistema orientador de decisiones que
contiene y reduce el poder punitivo, para impulsar el progreso del
estado constitucional de derecho”; y su enseñanza y difusión como
“un programa de lucha por el reforzamiento del poder jurídico de
acotamiento o supresión del castigo como hecho irracional de la
política” (Zaffaroni, 3).
A pesar de la in uencia que este planteamiento tiene en muchos
juristas de nuestro subcontinente, resulta difícil sostenerlo sin aceptar
una concepción que procure el retiro del Estado de todos los asuntos
relevantes, mundo en el cual sería deseable que no se sancionaran las
actividades empresariales peligrosas y dañinas para el medio ambiente,
la libre competencia y la seguridad de los productos. Sin embargo, no
parece ser ese el parecer de la doctrina que ve en esa impunidad una
manifestación de la desigualdad estructural de nuestras sociedades
(Winter, “Impunidad”, 92). Por otra parte, el minimalismo radical
supone —sin que exista prueba de ello— que al restituir a las víctimas
e infractores los con ictos que existan, unas y otros no recurrirán a la
violencia, el poder del dinero y su posición social para favorecer sus
intereses en perjuicio del público, al contrario de lo sucedido en Chile
en los años 1982-1983 por la previsible falta de reacción penal ante
los desfalcos en las instituciones bancarias que contribuyeron a
acrecentar el impacto local de la crisis de esa época (Guzmán D.,
“Debacle”, 154). También olvida que hay diferencias entre el Estado
democráticamente organizado y los regímenes dictatoriales y
totalitarios del siglo XX, pues donde haya democracia y rijan directa o
indirectamente los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos,
no puede a rmarse al mismo tiempo que hay un estado policial por el
solo hecho de que exista derecho penal y un sistema organizado que lo
hace operativo, caso en el cual debería sostenerse que el Estado de
Derecho no existe siquiera en las más desarrolladas democracias
occidentales, que se encontrarían, en este aspecto, casi al mismo nivel
que las dictaduras latinoamericanas de los años 1960-1990 y los
regímenes nazi y bolchevique.

G. Teoría de la legitimación moral o ética del derecho penal


La adecuación entre las reglas positivas y una determinada
concepción moral es el más antiguo de los criterios de legitimación del
derecho penal, enraizado en el derecho natural. Ejemplo de ello es el
concepto de “ley meramente penal”, elaborado por la doctrina
católica, que concibe la existencia de leyes obligatorias como hechos
de carácter temporal, pero que “no sean moralmente vinculantes en la
situación concreta” (Errázuriz, 181).
Modernizando en parte las ideas iusnaturalistas tradicionales, hoy,
en el mundo anglosajón y especialmente en un sector de la llamada
teoría analítica, se sostiene que la supuesta corrección moral de una
disposición legal debe ser el criterio para su legitimación. Así, se
a rma que “aunque no toda conducta cali cada de inmoral por la
mayoría debiera transformarse en delito, ningún delito debiera crearse
si la conducta que se sanciona no es considerada inmoral” (Bazelon,
387), y subsiste la discusión acerca de qué hechos pueden cali carse
como mala in se y cuáles como mala prohibita (Wolfe, 113).
Hoy en día, destaca en este planteamiento moralista del derecho
penal la propuesta de A. Duff, según la cual “un ciudadano no debe
ver el derecho penal como un conjunto de prohibiciones, establecidas
por alguna autoridad para que obedezca, como un conjunto de
requisitos que le impone un poder externo, sino que debe ver el
derecho penal como una expresión (o un intento de expresión) de
normas y valores que se le pide que reconozca y acepte como propios
(los suyos como ciudadano); su conducta debe estar guiada por esas
normas, ya que puede interpretarlas honestamente de buena fe” (Duff,
Real, 2491). En síntesis, “en una sociedad decente” se tratará de
“normas que los ciudadanos deben reconocer como propias, o hacer
propias” (Duff, Sobre el castigo, 32. En Chile, esta teoría es adoptada
plenamente por Accatino, 51).
El punto fuerte de esta tradición radica en que es innegable que los
juicios morales y la subjetividad de cada cual intervienen, aún en las
sociedades democráticas, en el proceso de formación de las leyes. Ello
puede verse con claridad en las discusiones sobre cuestiones jurídicas
complejas y actuales, como en los casos de con ictos de interés que se
presentan al jar los límites de la eutanasia y el aborto punible, donde,
p. ej., los criterios tomistas del doble efecto y del mal menor
permanecen subyacentes en las discusiones, aunque varían sus usos y
los puntos de partida para las valoraciones acerca de si es aceptable o
no que para ejercer un derecho o conseguir un cierto n o bien se
cause un mal evitable o, en casos extremos, si para evitar un mal
mayor sea lícito causar otro menor. Sin embargo, una cosa es que en
ese proceso tales preferencias, como las políticas, se puedan objetivar
en la historia dedigna de su establecimiento y, al ser compartidas por
la mayoría, adquieran un valor de reconocimiento intersubjetivo que
no puede desconocerse; y otra muy distinta que, una vez terminado el
debate democrático, se pretenda juzgar la decisión adoptada con la
moral de cada cual (Gallego, “Moralismo”, 194).
Desde una perspectiva semejante, se plantea la necesidad de
racionalizar la discusión política y la perspectiva de la ética discursiva.
Así, se señala que en la formación y legitimación del Derecho penal, se
debe tomar en consideración “el debate ético (Estado de Derecho), las
consecuencias sociales derivadas tanto de la disfunción social como
del propio modelo penal (el Estado social) y el debate articulado a
través de procesos discursivos (el Estado democrático)”; contexto en el
cual “el sistema bienestarista debería intervenir en el derecho penal
con dos clases de medidas”: “las primeras, destinadas a mitigar los
efectos discriminatorios estructurales del sistema liberal penal, y las
segundas, consignadas a eliminar aquellos otros efectos
discriminatorios que, desde los principios y posibilidades, el propio
sistema liberal está en condiciones de superar” (Fernández C.,
“Legitimación social”, 234; y “Ética procedimental”, 174,
respectivamente). Esta perspectiva, sin embargo, adolece del mismo
problema que la anterior: supone un acuerdo intersubjetivo que no
existe, de manera que se pueda excluir de la discusión política
decisiones que no estén legitimadas en el “reconocimiento” o en el
“discurso”, en este último caso, de las propuestas socialdemócratas,
transformadas en la exigencia ética de la creación y mantención de un
Estado de bienestar.
No obstante, producto de ese debate democrático es posible
encontrar referencias a esa moral intersubjetivamente aceptada incluso
en el propio texto de la legislación positiva, como en la remisión a la
fuerza moral irresistible (art. 10 N.º 9), las ofensas al pudor o las
buenas costumbres (art. 373 CP) y las obligaciones especiales de
solidaridad que se establecen en la falta de omisión de socorro del art.
494 N.º 13 y 14 CP, ahora elevada a delito en el caso especial del art.
195 Ley de Tránsito. Las di cultades de distinguir entre un daño
objetivo y la moral intersubjetiva son todavía son más evidentes en el
tratamiento de los delitos contra la libertad e integridad sexual,
cuando la ley parece poner énfasis únicamente en ésta (como la
indirecta sanción de las relaciones entre adolescentes púberes y adultos
en los arts. 365 y 367, p. ej.). Pero también se presentan en delitos
aparentemente no vinculados a problemas morales, como las
falsedades, cuando se debe juzgar el tratamiento penal de la mentira
frente a la estafa y el falso testimonio, p. ej. (Bullemore, “Género”,
456).
a) Elitismo, populismo y republicanismo penales
La determinación del contenido del derecho penal a través de alguna
concepción moral previa de lo que debe o no debiera ser penado ha
generado entre quienes adhieren a esta doctrina discusiones
predecibles, atendida su subjetividad, sobre quién debiera estar en
condiciones de proclamar esos deberes y prohibiciones, generando tres
respuestas básicas: elitismo, populismo y republicanismo penales.
El elitismo penal, en tanto doctrina normativa sobre lo que el
sistema penal debiera ser, podría caracterizarse críticamente como
“una doctrina que favorece entregar exclusivamente a expertos y
profesionales la autoridad para dar forma a la política criminal”
(Shammas, 325). La cerrada defensa que se hace del llamado “buen,
viejo y decente derecho penal liberal” (Künsemüller, “Crisis”, 65) y las
propuestas de Duff pueden verse como un ejemplo de esta clase de
aproximación al derecho penal. Sin embargo, al menos en las
sociedades occidentales del hemisferio norte, parece que esta
aproximación y sus defensores no tendrían la in uencia y poder de
antaño (Loader, 561).
Por su parte, el populismo penal es entendido como una forma de
aproximación al fenómeno y la legislación penal “en la cual se cree
que criminales y presos han sido favorecidos a expensas de sus
víctimas, en particular, y de quienes cumplen la ley, en general”,
alimentado con “expresiones de ira, distanciamiento y desilusión con
el sistema de justicia criminal” y el rechazo al conocimiento “experto”
de los penalistas, jueces y criminólogos “liberales” o de “elite” (Pratt,
Populism, 11). Ello tendría como consecuencia que “el centro de la
gravedad política se ha corrido y se ha formado un nuevo consenso
rígido en torno de medidas penales que se perciben como duras y
agradables por parte del público” (Garland, 50). Sin embargo, más
allá del alejamiento de estos planteamientos con los de la losofía
liberal de la ilustración (Guzmán D., “Fraternidad”, 78), producto del
“resentimiento público con lo establecido”, la “reducción de la
con anza en los políticos y en los proceso políticos existentes”, la
“globalización de la inseguridad” y la irrupción de medios de
comunicación desregulados y ávidos de avisaje (Pratt, “Populismo”,
43), lo cierto es que el respaldo social de estas políticas penales, al
menos el que se mani esta en ganancias electorales (Bottoms, 39),
parece ser más real de lo que sus críticos quisieran creer (Larrauri,
“Populismo”, 21), como demuestran la propia actividad política y
estudios sociológicos respecto de las percepciones de la población
general frente al fenómeno del delito (Fuentealba et al, 251).
Finalmente, el “republicanismo penal” se presenta hoy en día como
alternativa al populismo y al elitismo, bajo los principios de la no-
dominación, el autogobierno y la democracia deliberativa; teoría que,
en su versión fuerte, fomenta la activa participación de los ciudadanos
en las deliberaciones del proceso legislativo, en la revisión y control de
las agencias del sistema penal (policías, scalías, jueces y prisiones) y
en la decisión judicial, a través de sistemas de jurados (Martí, 123). En
su versión débil, el republicanismo penal preferiría, en cambio, evitar
los peligros del populismo, restringiendo la participación de los
ciudadanos en la deliberación de los asuntos penales, que quedaría
entregada a una mesa predominantemente técnica, con participación
de grupos de víctimas, presos, criminólogos y expertos en derecho
penal, autónoma e independiente como los actuales Bancos Centrales,
que reportaría al Congreso y al Gobierno sus proposiciones en estas
materias (Pettit, 427). En todo caso, existen también entre los
“republicanos” exigencias morales cuyo carácter imperativo y no
sujeto a discusión democrática no siempre es distinguible del
“elitismo”, a pesar de su diferente contenido. Eso sucede, p. ej.,
cuando se a rma que no podría considerarse al excluido por falta de
educación, necesidad, discriminación, etc., como responsable de un
delito determinado, si las leyes que lo castigan le son, por su propia
situación de exclusión, ajenas (Gargarella, “Derecho”, 37); que en un
sistema penal republicano las penas deben cumplir una función de
“retribucionismo democrático” (Ramsay, 95; y Mañalich,
“Principialismo”, 68); o que para realizar un programa político
criminal “radicalmente democrático”, fundado en una “ética critica”
contraria al “elitismo” y al “populismo”, son necesarios cambios
estructurales en la sociedad (Paredes, “Punitivismo”, 186).

§ 3. Principio de legalidad y fuentes del derecho penal


democrático (nullum crimen, nulla poena sine lege)
A. La ley, única fuente inmediata de creación de delitos y del
derecho penal nacional
El principio de legalidad, consagrado en el art. 19 N.º 3 incs. 8 y 9
CPR, asegura a todas las personas que “ningún delito se castigará con
otra pena que la que le señala una ley promulgada con anterioridad a
su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado” y
que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se
sanciona esté expresamente descrita en ella”. Por su parte, el art. 11.2
DUDH establece como obligación de los Estados suscriptores, entre
ellos Chile, que “nadie será condenado por actos u omisiones que en
el momento de cometerse no fueron delictivos según el derecho
nacional o internacional”, obligación que consagran, en casi idénticos
términos, el art. 15.1 PIDCP y el art. 9 CADH. En nuestra república
democrática (art. 4 CPR), el principio de legalidad exige la formación
democrática de la ley, con concurrencia de los dos poderes
representantes del pueblo soberano, el Presidente y el Congreso
Nacional. Se entiende que la aceptación del sistema normativo
heredado, en la medida que no es modi cado expresamente por el
legislador democrático ni contraviene los mandatos de la
Constitución, también puede considerarse legítimo, si las normas que
lo componen fueron elaboradas de conformidad con el ordenamiento
constitucional que regía en ese momento (Disposiciones transitorias
Primera a Sexta CPR).
Luego, en nuestro sistema constitucional solo una ley
democráticamente aprobada o aceptada, esto es, “una declaración de
la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la
Constitución, manda, prohíbe o permite” (art. 1 CC), legitima la
actuación del Estado en materias penales. Como la ley se expresa en
las palabras de los textos aprobados en la forma prescrita por la
Constitución, diremos que el principio de legalidad fundamenta y
limita la actuación legítima de los órganos del Estado y de la doctrina
nacional dentro del marco del sentido literal posible de las palabras
empleadas en la ley por el legislador (art. 6 CPR: “Los preceptos de
esta Constitución obligan tanto a los titulares o integrantes de dichos
órganos como a toda persona, institución o grupo”).
Este principio limitador del derecho penal, consagrado en la mayor
parte de las democracias liberales modernas es, no obstante, fruto del
acuerdo político que les da forma, pues existen y han existido sistemas
jurídicos donde la creación de delitos y la imposición de penas se
entrega a la exclusiva autoridad del rey, del partido gobernante o del
derecho común con base judicial. Su formulación obedece a la idea de
la separación de poderes del programa político de la losofía del pacto
social, con su pretensión de radicar la soberanía en el legislador,
limitando al poder real (y de sus funcionarios encargados de juzgar),
siendo compatible con aquellos otros principios que inspiraron la
revolución francesa y el resto de las revoluciones liberales de los siglos
XVIII y XIX, incluyendo la de nuestra independencia: imperio de la
ley, división de los poderes, limitación del arbitrio judicial y seguridad
jurídica: “Solo las leyes pueden decretar las penas de los delitos; y esta
autoridad debe residir únicamente en el Legislador, que representa a
toda la Sociedad unida en el contrato social” (Beccaria, Delitos, 14).
Así, la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano de la
Revolución Francesa de 1789, en su art. 8 declara: “nul ne peut être
puni qu’ en vertu d’ une Loi établie et promulguée antérieurement au
délit, et légalement appliquée”. Adicionalmente, se entendía que el
empleo estricto de la ley como única fuente del derecho penal
permitiría hacerla conocida por todos y así lograr que sus
destinatarios pudiesen adecuar su conducta a ella; de este modo, se
consagraría también la pretensión política de transformar el derecho
penal en un instrumento útil para la conducción de la vida social: el
“motivo sensible” para la “cancelación del impulso sensual” de
ejecutar una conducta socialmente dañosa (Beccaria, Delitos, 8 y 14),
o al menos una “coacción psicológica” (Feuerbach, 15 y 20). Ello
supone para el legislador la necesidad de emplear una técnica
legislativa con un lenguaje adecuado, que reduzca los espacios de
incertidumbre y, en lo posible, no los acreciente con disposiciones
contradictorias, cargadas de elementos normativos o tan vagas que su
interpretación permita que demasiadas propuestas normativas puedan
ser posibles y compatibles con el texto legal, creando inseguridad
jurídica (Muñoz, 739).
a) Ley y normas penales
Según Binding, sería posible distinguir entre la norma o imperativo y
el precepto o ley penal. El “imperativo”, encabezado por las palabras
“debes …” o “debéis …”, exigiría a los ciudadanos un
comportamiento conforme a derecho y como “norma” de conducta
tendría una existencia propia e independiente de los preceptos penales,
antecedente a ellos, constituyendo un “precepto del derecho no
estatuido”, al que el precepto penal se vincularía, pues el delincuente
no “viola” o “infringe” la ley sino “aquella regla que le prescribe la
pauta de su conducta” (Binding, Normen I, 6).
A partir de aquí, se a rma que en derecho penal existirían dos
niveles o clases de normas: en el nivel superior se encontrarían las
normas primarias, de conducta o de valoración, cuya infracción
constituiría el injusto culpable o lo objetivamente injusto, según se
entienda esta norma superior como una norma de conducta
(imperativa, prescriptiva o directiva, según la teoría que se trate) o
como una norma de valoración más o menos objetiva del hecho, que
no haría referencia a las consecuencias jurídicas que acarrearía la
responsabilidad de una persona por esa infracción, cuestión que se
determinaría por las normas secundarias. Estas normas secundarias,
ubicadas en el nivel inferior, serían los preceptos penales legalmente
establecidos o normas de sanción, que impondrían a los jueces la
obligación de imponer penas determinadas por la infracción a las
normas primarias (Molina, 640; Mañalich, “Norma”, 171).
Sin embargo, aceptar la existencia de normas primarias, de conducta
o valoración como entidades independientes del acuerdo alcanzado
por los representantes de la soberanía en un Estado democrático
expresado en los signos lingüísticos inscritos en las leyes, disposiciones
o “normas secundarias” penales, implica graves peligros para la
vigencia del principio de legalidad: Por una parte, aceptar la
posibilidad de traspasar al intérprete y al juez la capacidad para
construir el “contenido preceptivo” de las normas “también en
sentido general” equivale a sostener el carácter de fuente inmediata del
derecho penal de la jurisprudencia, vinculado al paradigma de un
“derecho penal analógico y libre de legalidad” (Donini, “Método”,
61). Y, por otra, considerar que existen normas de conductas
diferenciadas de las disposiciones de las leyes penales y que éstas solo
sancionarían o reforzarían importa hacerse una pregunta sobre la
legitimidad de tales normas y, a reglón seguido, la de las leyes que
reforzarían su vigencia, pero no conforme a los criterios que legitiman
la legislación positiva (principios de legalidad y reserva), sino a otros
ajenos al derecho vigente (morales, políticos, sociológicos, etc.) y no
sujetos a disposición por la soberanía nacional ni veri cación objetiva.
Como esos criterios quedan entregados al acuerdo subjetivo de
quienes los admitan como tales, la teoría de las normas, llevada a sus
últimas consecuencias, se trataría no de un simple recurso analítico o
pedagógico, sino nada más ni nada menos que de una manifestación
del “derecho natural, en el peor sentido de la palabra” (Kelsen,
Problemas, 243). Por eso, en este texto, la expresión norma penal se
referirá únicamente a las expresiones lingüísticas inscritas en los textos
legales, sin atención a la clasi cación derivada de la propuesta de
Binding.

B. Concepto y clasificación legal del delito


Al establecer el principio de legalidad, la Constitución acepta
implícitamente un concepto normativo de delito que lo de ne como
una “conducta” “descrita expresamente” “en la ley” y “sancionada”
con una “pena”. Este concepto no es muy diferente del art. 1 que lo
de ne como “toda acción u omisión voluntaria penada por la ley”.
Esta semejanza no es casual, pues en su origen el texto constitucional
se redactó teniendo como modelo la disposición del art. 18 CP (Sesión
112 Comisión de Estudios de la Nueva Constitución) y la pretensión
de regular las llamadas leyes penales en blanco (Sesión 399 Comisión
de Estudios de la Nueva Constitución), dentro de un contexto
normativo ya de nido en la legislación común. Luego, en la
Constitución la expresión “conducta sancionada” no parece signi car
otra cosa que una forma de economía lingüística para referirse a las
“acciones u omisiones penadas por la ley”, en el sentido del art. 1 CP,
normativa que se tenía como referente al momento de su redacción,
sin atención a la discusión acerca de si, conceptualmente, es posible tal
reunión.
Según el Código, las acciones u omisiones penadas por la ley pueden
ser dolosas (delitos propiamente tales) o culposas (cuasidelitos, art. 2),
castigándose solo excepcionalmente las últimas (art. 10 N.º 13); ellas
pueden estar en grado de consumación, frustración o tentativa (art. 7);
y de su comisión puede derivarse responsabilidad por la intervención
en ellas a título de autor, cómplice o encubridor (arts. 14 a 17).
Además, excepcionalmente, puede castigarse la proposición o
conspiración para cometerlo (art. 8), y la intervención en otras formas
especí camente descritas en la ley (p. ej., art. 150-A CP, 99 Código
Tributario o art. 35 Ley 20.357).
En cuanto a su clasi cación, el art. 3 establece que “los delitos,
atendida su gravedad, se dividen en crímenes, simples delitos y faltas y
se cali can de tales según la pena que les está asignada en la escala
general del art. 21”. Aunque es claro que con esta tripartición se ha
querido indicar una escala de gravedad de los delitos, no parecen
existir a la fecha criterios materiales para fundamentar esta distinción
en los casos concretos, la que se sustenta únicamente en la valoración
del legislador histórico acerca de la gravedad de los hechos punibles,
valoración que el TC ha considerado una prerrogativa exclusiva del
Congreso Nacional en la determinación de la política criminal del
Estado (SSTC 6.3.2008, Rol 825, y 8.8.2019, Rol 6673). Así, el CP
castiga como falta al que “no socorriere o auxiliare a una persona que
encontrare en despoblado herida, maltratada o en peligro de perecer,
cuando pudiere hacerlo sin detrimento propio” (art. 494 N.º 14), en
tanto que constituye simple delito la incitación a provocar o aceptar
un duelo (art. 407), para citar tan solo algunos ejemplos cuya
valoración hoy pudiera parecernos incomprensible.
Para los efectos de la clasi cación precedente no se atiende a la pena
que se impone en concreto, sino a la pena asignada por la ley al delito
que, de conformidad con la literalidad del art. 50, corresponde a
aquella con que la ley amenaza en abstracto al autor del delito
consumado en las guras de la parte especial, lo que re eja la
valoración del legislador acerca de la gravedad del hecho. En los casos
de tentativa y frustración, la ley se re ere a estos grados de desarrollo
de un “crimen o simple delito” (art. 7), por lo que no es posible
desatender el hecho de que el legislador presupone que primero ha de
establecerse la gravedad del hecho para luego atender a sus grados de
desarrollo; y respecto de la complicidad y el encubrimiento, estas
formas de participación recaen en un hecho consumado, frustrado o
tentado cuya cali cación, según su gravedad, ya está presupuesta. En
caso de duda, por comprender los delitos de que se trata penas de
diferente naturaleza, hay que atenerse a la pena privativa de libertad
(art. 94), y si no hay, a la más grave que corresponda a la Escala del
art. 21 o, si ello no es posible, a la mayor de la escala que se encuentre
en primer lugar en el art. 59. Si solo se imponen multas, el art. 25
ofrece una escala de gravedad (las de faltas son inferiores a 4 UTM;
las de simples delito, inferiores a 20 UTM, pero mayores que las de
multas; y las de crímenes, todas las superiores a 20 UTM), cuya
aplicación práctica puede conducir a inconsistencias, tales como
cali car de pena a ictiva un hecho que solo contempla una multa de
más de 20 UTM, mientras no lo sería uno que contemplase esa multa
y, además, presidio menor en su grado mínimo (Matus y van Weezel,
“Comentario”, 376). Lo mismo ocurre cuando se contemplan penas
privativas de derechos como penas únicas. Sin embargo, respecto de
las penas de multa, parece posible suponer que el art. 61 N.º 5
permitiría cali carlas como de faltas, cuando se presentan como penas
únicas, por ubicarlas así al nal de todas las escalas del art. 59, pero
no se podría emplear para unos casos la cali cación del art. 25 y para
otros no, según la valoración del intérprete acerca de la “gravedad”
del hecho (Hernández B., “Comentario”, 129).
La distinción es relevante para determinar la prescripción de la
acción penal (art. 94), pero no opera respecto de la prescripción de la
pena ni de la sustitución de penas de la Ley 18.216, cuyos plazos y
requisitos atienden exclusivamente a la pena en concreto impuesta y
no a la gravedad abstracta del hecho. En términos generales, la
sustitución completa de penas de presidio o reclusión por otras de
cumplimiento en libertad solo es posible para aquellos delitos en que
la impuesta no exceda de 5 años. Ello es posible para los condenados
por simples delitos, siempre que su pena no se agrave por reiteración o
por otra condena simultánea; y también para los condenados por
crímenes, siempre que concurran atenuantes u otras circunstancias
especiales que les permitan una rebaja de pena de grados, su ciente
para la imposición de una inferior a 5 años. De allí que, en la práctica,
la jación del término de la pena efectivamente a imponer reviste, por
cierto, una importancia vital para el condenado, más allá de la
cali cación del hecho como crimen o simple delito. No obstante,
cuando ciertas reglas de la propia Ley 18.216 u otras leyes especiales
hacen expresa referencia a la cali cación de crimen o simple delito, ha
de estarse a su gravedad abstracta para establecerla.
Con todo, subsisten diferencias entre los crímenes y simples delitos y
las faltas, a saber: i) las faltas solo se castigan cuando están
consumadas (art. 9), lo que signi ca que no son punibles la falta
frustrada ni la tentativa de falta, salvo en el caso del hurto-falta del
art. 494 bis; ii) no es punible el encubrimiento de falta (art. 17); iii) el
cómplice de falta no es castigado de acuerdo con las reglas generales
del art. 51, sino con arreglo al art. 498, que prevé para él una pena
que no exceda de la mitad de la que corresponda a los autores; iv) la
ley penal chilena no se aplica extraterritorialmente a las faltas
perpetradas fuera del territorio de la República (art. 6); v) el comiso
de los efectos e instrumentos del delito no es obligatorio en casos de
faltas (art. 500); vi) la comisión de una falta no interrumpe la
prescripción de la acción penal o de la pena (arts. 96 y 99); vii) la
imposición de las penas por faltas pueden suspenderse
condicionalmente, con arreglo al art. 398 CPP; viii) en caso de faltas
sancionadas solo con penas de multa, el procedimiento monitorio del
art. 392 CPP permite su imposición sin audiencia del imputado; y ix)
los adolescentes no son responsables de las faltas que comenten, salvo
los mayores de 16 años y exclusivamente tratándose de aquellas
relativas a la provocación de desórdenes públicos, amenazas con arma
blanca, lesiones leves, daños e incendios de objetos por menos de 1
UTM, hurto de cosas cuyo valor no exceda de media UTM, ocultación
de identidad o domicilio y lanzamiento de objetos peligrosos a la vía
pública (art. 1, inc. 3 Ley 20.084). Estas diferencias, sumadas al hecho
de que, salvo el caso de las faltas de hurto del art. 494 bis y de acoso
sexual del art. 494 ter, todas las del L. III CP son sancionadas con
pena exclusiva de multa, permiten concordar con la observación de
que, su gran mayoría, las faltas se encuentran, en la práctica, “al
margen de la persecución penal” (Vivanco, “Faltas”, 33). Ello impone
una revisión para determinar cuáles debieran efectivamente subsistir
como hechos punibles y transformar todo el resto en simples
infracciones administrativas, alivianando de paso la carga del sistema
punitivo jurisdiccional.

C. El derecho penal como conjunto de leyes penales


De lo antes dicho se desprende que, normativamente, el derecho
penal es el conjunto de expresiones lingüísticas inscritas en
disposiciones o leyes vigentes (Hernández M., 27), y que describen
conductas cuyas consecuencias jurídicas son algunas de las penas y
medidas de seguridad indicadas en el art. 21 (presidio, reclusión,
prisión, destierro, relegación, extrañamiento, con namiento,
inhabilitaciones para el ejercicio de cargos, profesiones o derechos,
comiso y multa) u otras especialmente establecidas, siempre que su
imposición sea competencia exclusiva de los tribunales de la
jurisdicción penal. Esta clase de normas se identi ca en este texto con
las expresiones tipo, norma o ley penal, indistintamente
Un examen super cial del CP permite concluir que también
pertenecen al derecho penal las expresiones lingüísticas que extienden
el ámbito de lo punible mediante una generalización de las
condiciones que ordenan imponer penas en ciertos casos en los cuales
las conductas no se presentan con todas o algunas de las propiedades
descritas en los tipos penales, como los arts. 2, 7, 8 y 14 a 17.
Existen, además, disposiciones que generalizan las condiciones en
que no se debe imponer sanción penal, a pesar de que un caso pueda
describirse como una conducta que se sanciona penalmente. En
nuestro CP, la mayor parte de ellas se encuentran en su art. 10, que
declara “exentos de responsabilidad criminal” a quienes se encuentren
en los casos que allí se describen. Hay otras que se re eren a grupos de
casos determinados, como la del art. 9, en relación a la faltas; la del
art. 17, inciso nal, en relación con el encubrimiento; la del inciso
nal del art. 269 bis, en relación con la obstrucción de la justicia; la
del art. 159, en relación con los delitos cometidos por empleados
públicos; la del inciso nal del art. 369, en relación con los delitos de
violación, estupro y otros atentados sexuales; y la del art. 489, en
relación con delitos contra la propiedad.
Otras contemplan de niciones que explicitan las propiedades de los
casos comprendidos en las disposiciones a que hacen referencia, como
las de los arts. 361, 366 ter y 390 bis, que de nen la violación, lo que
se entiende por acción sexual y el femicidio, respectivamente.
Por otra parte, existe una multiplicidad de disposiciones que regulan
exclusivamente el tipo, naturaleza y cuantía de las penas aplicables,
(todo el Tít. III L. I CP; su art. 449; la Ley 18.216, sobre Penas
Sustitutivas a las Penas Privativas de Libertad; la Ley 20.084 sobre
Responsabilidad Penal de los Adolescentes; y la Ley 20.393 sobre
Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas, entre otras), que
también deben considerarse como parte del derecho penal y, por tanto,
sujetas a sus garantías.
a) Derecho procesal penal y de ejecución penitenciaria
Un concepto amplio de derecho penal como el aquí esbozado incluye
el procesal penal y el de ejecución penitenciaria, atendido que sin las
reglas del procedimiento no existe posibilidad de imponer penas en un
ordenamiento constitucionalmente reglado, y que es en las
regulaciones precisas de su ejecución donde se mani esta su
contenido.
En cuanto al primero de ellos, históricamente y durante un largo
periodo, el derecho penal y el derecho procesal penal formaron un
cuerpo único (como en Las Siete Partidas y en La Carolina) pero, en
los sistemas continentales actuales, se encuentran en codi caciones
independientes y, en la tradición universitaria latina, incluso en
cátedras separadas. Sin embargo, la experiencia enseña que el estudio
del derecho penal sustantivo sin referencia a las implicaciones y
consecuencias procesales en el caso concreto constituye una especie de
álgebra abstracta, desconectada del mundo de la vida real. Y,
viceversa, un estudio del derecho procesal penal sin atender a su
relevancia en la materialización de los principios constitucionales
como límites para la determinación de la responsabilidad y la
imposición de nitiva de penas no permite explicar adecuadamente el
funcionamiento real del sistema penal (Vera-Sánchez, 850; Del Río F.,
256). De hecho, en esta obra abordaremos algunas instituciones
contempladas en disposiciones del Código Procesal Penal que
corresponden al derecho penal sustantivo, como las reglas de
reiteración de su art. 351 y las instituciones que permiten poner
término al proceso sin condena (principio de oportunidad, suspensión
condicional y acuerdos reparatorios, principalmente), además de
explicar las garantías básicas del debido proceso.
Esta proximidad entre ambas ramas del derecho penal se ha hecho
evidente también en el ámbito de los principios: así, donde antes se
contraponía la prohibición de la aplicación retroactiva de la ley penal
a la aplicación in actum de las normas procesales, hoy rige la
prohibición de la retroactividad en perjuicio del inculpado también en
el ámbito procesal, por expresa disposición del art. 11 CPP; cuerpo
legal que en su art. 5 inc. 2 también contempla, como en el derecho
penal sustantivo, la prohibición de la analogía para aplicar las
disposiciones que autorizan la restricción de la libertad o de otros
derechos del imputado.
En cuanto al derecho de ejecución penitenciaria, su situación
institucional en Chile no es alentadora: buena parte de la regulación
aplicable es de carácter meramente reglamentario (DS 518 Justicia, de
1998) y en ésta se conceden amplias facultades a la administración
penitenciaria, incluyendo las disciplinarias y la posibilidad de imponer
castigos en celdas solitarias, sin posibilidades de revisión judicial. En
la jurisprudencia, además, no parece clara la aplicación de los
principios básicos del derecho penal a las escasas disposiciones legales
relativas al derecho de ejecución penitenciaria, por la confusión
existente en ellas de aspectos administrativos y penales, siendo
doctrina dominante su aplicación in actum, incluyendo las reglas del
DL 321 sobre Libertad Condicional, lo que el TC ha con rmado, al
considerar compatible con la Constitución una disposición de la ley
que modi ca la libertad condicional y hace aplicable sus reglas in
actum (SCS 22.6.2017, Rol 30161-17; y-STC 2.1.2019, Rol 5677).
Mutatis mutandi, lo mismo debe decirse de la Ley 19.856, que crea un
Sistema de Reinserción Social de los Condenados sobre la base de la
Observación de Buena Conducta. Sin embargo, no parece ser ésta la
doctrina dominante en el derecho comparado, donde el TEDH ha
declarado que también es parte del derecho penal y están sujetas a sus
garantías la regulación de los bene cios penitenciarios como la
libertad condicional y otras salidas anticipadas (STEDH 21.10.2013,
Caso Del Río Prada v. España, RCP 41, N.º 1, 217. Sobre los efectos
de esta sentencia en el derecho español, v. Rodríguez H.,
“Retroactividad”, 237).
b) El derecho penal como parte del derecho público, limitado
por las reglas del sistema procesal acusatorio
El carácter público del derecho penal se mani esta en el aspecto
o cial que tiene la investigación de los hechos punibles, cuya dirección
se entrega exclusivamente al Ministerio Público a través de la
actuación de sus scales regionales y adjuntos, salvo en los escasos
casos de delitos de acción penal privada (art. 54 CPP). Ni los
particulares ni otras autoridades, con excepción de las policías bajo la
dirección de los scales y autónomamente en casos limitados, pueden
asumir la investigación de los delitos (art. 83 CPP). Su juzgamiento
también es o cial, incluso en los casos de delitos de acción penal
privada, en el sentido que no puede ser sustraído de la autoridad de
los tribunales ordinarios jados de antemano por la ley mediante
cláusulas compromisorias o con acuerdos particulares de prórroga
jurisdiccional. Se trata, por tanto, de un conjunto de normas que, en
principio, no son disponibles por la autoridad, las víctimas ni los
imputados.
Sin embargo, en nuestro sistema penal no solo la investigación de los
hechos punibles se entrega exclusivamente al Ministerio Público, sino
también el ejercicio de la acción penal pública, que tiene como
requisito fundamental la formalización de la acusación, audiencia en
la cual el scal comunica al imputado, en presencia del juez de
garantía “que desarrolla actualmente una investigación en su contra
respecto de uno o más delitos determinados” (art. 129 CPP). Antes de
esa comunicación, el scal puede resolver archivar provisionalmente la
investigación, si no aparecen “antecedentes que permitieren
desarrollar actividades conducentes al esclarecimiento de los hechos”
(art. 167 CPP), ejercer la facultad de no iniciar la investigación, si
estima que los hechos denunciados no son constitutivos de delito o se
encuentra extinguida la responsabilidad penal del imputado (art. 168)
o incluso ejercer la facultad de perdonar al inculpado, siempre que el
hecho no tuviere pena de presidio o reclusión menor en su grado
medio o superior o no se trate de delitos funcionarios (“principio de
oportunidad”, art. 170). Aunque la facultad de no iniciar la
investigación y de ejercer el principio de oportunidad son controladas
judicialmente, se trata de un control limitado que, aún en el caso de
hacerse efectivo, no obliga al scal a formalizar la investigación y, por
tanto, no lo obliga tampoco a acusar. El mismo efecto produce la
intervención anterior en la investigación del juez o la querella,
respecto del archivo provisional y el eventual control de la
investigación por parte del afectado (art. 186 CPP). Ello, por cuanto
una vez terminada la investigación en el plazo máximo de 2 años o en
el jado judicialmente, si no se ha formalizado la investigación, solo
corresponde comunicar la decisión de no perseverar en el
procedimiento, del art. 248 c) CPP, facultad que impide, a falta de
formalización, que los querellantes pueden forzar la acusación (STC
14.6.2015, Rol 2858, aunque con empate de votos). Todo lo anterior
es reforzado por el art. 232 inc. nal CPP cuando establece recursos
solo ante el Fiscal Regional para reclamar por una formalización
arbitraria y solo en caso de que se produzca, pero no en caso de que
no se formalice.
Tratándose de delitos de acción penal privada y pública previa
instancia particular, el aspecto dispositivo del ejercicio de la acción
penal, sin control judicial en el caso de que no se ejerza, es todavía
más evidente, pues el ministerio público no está autorizado a
sobrepasar el obstáculo procesal que supone la inacción de quien debe
presentar la denuncia o querella respectiva (SCA Santiago 6.5.2019,
Rol 1923-19) y, tratándose de delitos de acción privada, el perdón del
ofendido —incluso posterior al ejercicio de la acción penal— extingue
la responsabilidad del inculpado (art. 94 N.º 5).
Con posterioridad a la formalización, todavía existen facultades
dispositivas de los intervinientes de la mayor relevancia, con un
mínimo control judicial. Así, entre scal y la defensa del imputado se
puede acordar la suspensión condicional del procedimiento (art. 237
CPP), la pena en los procedimientos simpli cado con admisión de
responsabilidad y abreviado con aceptación de hechos y antecedentes
de la investigación (arts. 395 y 406 CPP), y la prueba a rendir en el
juicio oral (art. 275 CPP). Y también existe la posibilidad de que, en
determinados casos, exista un arreglo entre víctima e imputado
(“acuerdos reparatorios”, art. 241).
Este conjunto de arreglos, y otros que pueden traducirse en
formalizaciones por hechos de menor entidad, acuerdos sobre las
circunstancias atenuantes y agravantes a ser apreciadas, di cultades
prácticas por falta de colaboración de las víctimas que habrían de ser
testigos, etc., producen el efecto de limitar las facultades
jurisdiccionales y permiten a rmar que la introducción del sistema
acusatorio genera la posibilidad de una justicia penal consensuada, de
carácter dispositivo y con una evidente inclinación a reducir el uso de
las condenas privativas de libertad (principio pro reo) como forma de
término de los procesos, bien diferente al carácter o cial de la
persecución penal inquisitiva (o. o. Horvitz, “Seguridad”, 114, quien
desde una perspectiva retributiva condena por “e cientistas” esta clase
de negociaciones, que cali ca de “una cción de reproche basada en
una pseudoaceptación del imputado del contenido de las actas de
investigación del ministerio público, no sobre hechos probados
cognoscitivamente, lo que afecta la legitimación retrospectiva del
proceso y de la pena exigida por el principio de legalidad penal”).
A lo anterior se suman los criterios de actuación del Ministerio
Público, sintetizados en la Política Nacional de Persecución Penal de
2018, según la cual se priorizarán los esfuerzos de investigación y
enjuiciamiento en ciertos delitos, favoreciéndose las salidas
alternativas y términos consensuados en el resto. Los delitos
priorizados para su persecución a nivel nacional en son, por ahora, los
siguientes: i) delitos violentos contra la propiedad, incluyendo el robo
en lugar habitado; ii) trá co de drogas, delitos contemplados en la ley
de control de armas, lavado de activos y asociaciones ilícitas; iii)
femicidios, delitos sexuales que afecten a niños, niñas y adolescentes y
personas en situación de vulnerabilidad y delitos cometidos en
contexto de violencia intrafamiliar; iv) delitos de corrupción y delitos
económicos que afecten el funcionamiento del mercado; v) delitos de
tortura y apremios ilegítimos, trata de personas y trá co ilícito de
migrantes; vi) homicidio; y vii) manejo en estado de ebriedad con
resultado de muerte. Luego, en todos los delitos contra la propiedad
“no violentos” (hurtos y robos con fuerza) o por engaño (estafas) y en
todas las lesiones no cometidas en contexto de violencia intrafamiliar,
así como los cuasidelitos de cualquier naturaleza, se preferirán las
salidas consensuadas y los términos que no importen sentencias
condenatorias privativas de libertad.

D. Fuentes mediatas del derecho penal


En nuestro sistema jurídico, de conformidad con la garantía
constitucional del principio de legalidad, no es posible fundamentar
una acusación penal sobre la base de la existencia de un hecho punible
no contemplado en la ley penal. A ello se re eren el art. 1 CP al de nir
legalmente el delito como “acción u omisión voluntaria penada por la
ley” y el art. 259 CPP al exigir que la acusación contenga “la
expresión de los preceptos aplicables” para cali car jurídicamente el
hecho, las circunstancias modi catorias de la responsabilidad penal, el
grado de participación del acusado y la pena cuya aplicación se
solicitare. En consecuencia, los tratados internacionales no auto
ejecutables, la costumbre, la jurisprudencia, y la doctrina penal solo
constituyen fuentes mediatas del derecho penal.
a) La jurisprudencia como fuente creadora del derecho en el
caso concreto
Según el inc. 2 del art. 3 CC, “Las sentencias judiciales no tienen
fuerza obligatoria sino respecto de las causas en que actualmente se
pronunciaren”. Esto signi ca que, aunque los fallos de cada tribunal
obligan en el caso concreto y, por tanto, constituyen normas del
sistema jurídico real, cuya creación, “para el caso concreto”, se
encuentra autorizada por la Constitución (Kelsen, Teoría, 349 y 354),
no pueden invocarse como autoridad con carácter obligatorio frente a
otro tribunal en un caso diferente. En nuestro sistema, “solo toca al
legislador explicar o interpretar la ley de un modo generalmente
obligatorio”, como dispone el inc. 1 de dicho art. 3 CC. No obstante,
la interpretación del derecho que hace el juez en un caso concreto o la
que haga suya de entre las propuestas por la doctrina privada, servirá
para la concreta cali cación de un hecho como delito o no y para
determinar la clase y medida de la pena a imponer, con efectos reales y
no meramente declarativos: una persona será encarcelada o no según
el tenor de esa decisión jurisprudencial, pues las Fuerzas de Orden y
Seguridad se encuentran obligadas a darle cumplimiento, sin
cuestionar su mérito o fundamentos (art. 76 CPR). Este es el sentido
perlocucionario de una formulación lingüística (Austin, 101): la
interpretación de la ley en el caso concreto hecha por el tribunal
competente produce efectos contrastables objetivamente más allá de
su expresión, declaración o comunicación: una persona cumple
condena o es liberada. En la medida que los tribunales superiores,
sobre todo la Corte Suprema, interpreten de manera constante y
uniforme ciertas disposiciones, resuelvan diferentes interpretaciones de
las Cortes de Apelaciones sobre un mismo punto de derecho (art. 373
b) CPP) y los tribunales inferiores acepten estas propuestas, tales
interpretaciones podrían constituir también precedentes que permitan
un tratamiento igualitario y previsible de la ley. Sin perjuicio de ello, el
art. 3 CC otorga a las sentencias judiciales un carácter relativo, que
permite la necesaria evolución de la jurisprudencia mediante las
sucesivas diferenciaciones que deban hacerse respecto del material
fáctico y el derecho aplicable a través de tiempo, por lo que, en ningún
caso, puede considerarse la vinculación a los precedentes como
absoluta (Künsemüller, “Jurisprudencia”, 417).
b) La doctrina privada y jurisprudencial como fuente mediata
En el caso del dogmático o estudioso del derecho, su doctrina, de
carácter privado, puede considerarse una propuesta de reconstrucción
del signi cado semántico de una norma concreta y, por eso, es una
fuente mediata y no inmediata del derecho penal. Sin embargo, al
contrario que la jurisprudencia de los tribunales, que al menos tiene
efecto obligatorio en los casos en que se pronuncia, la de los autores
solo puede pretender convencer de la corrección de sus propuestas a
dichos tribunales, cuando son de lege lata, o al legislador, tratándose
de aquellas de lege ferenda.
Pero tanto la doctrina privada como la contenida en los fallos de los
tribunales, sobre todo los superiores cuando deciden la existencia o no
de errores de derecho en los fallos de los inferiores, tiene una
pretensión que va más allá de la simple declaración del sentido de la
ley (sentido locucionario) o de la aplicación de uno particular en un
caso concreto (sentido perlocucionario). Ambas tienen también un
sentido pragmático, argumentativo o ilocucionario, esto es, pretenden
convencer al resto de la comunidad y, especialmente a quienes son
competentes para adoptar decisiones vinculantes, para adoptar como
propio lo que se propone como sentido del texto de la disposición
interpretada y aplicarlo con efectos reales en la decisión de un caso
concreto (v., sobre las diferencias de estos sentidos del habla en la
práctica forense chilena, Coloma, “Mentiras”, 28. La distinción fue
propuesta originalmente por Austin, 101).
A esta capacidad de la doctrina privada y jurisprudencial para in uir
argumentativamente en los fallos de los tribunales se re ere el 342 d)
CPP, cuando impone al sentenciador la obligación de exponer “las
razones legales o doctrinales que sirvieren para cali car jurídicamente
cada uno de los hechos y sus circunstancias y para fundamentar el
fallo”. Dichas “razones doctrinales” permiten fundamentar un fallo,
pero solo en la medida que contribuyen a la interpretación de la ley
vigente y aplicable al caso concreto, pues, como se ha dicho, ni la
jurisprudencia ni los autores son fuentes de normas de carácter general
y obligatorio que puedan crear delitos, circunstancias modi catorias o
determinar la imposición de penas no contempladas en la ley.
No obstante, es discutible que la limitación que establece el principio
de legalidad a las fuentes mediatas del derecho penal para crear delitos
y establecer penas se extienda también a las proposiciones normativas
que permiten establecer exenciones, limitaciones o atenuaciones a la
punibilidad no contempladas legalmente. Una interpretación del
referido art. 342 d) CPP que aparentemente no pugna con la garantía
constitucional podría llevar a esa conclusión, al suponer la
consideración alternativa (no copulativa) de las razones legales o
doctrinales para la cali cación de los hechos materia de la acusación.
Defensas como la del error de prohibición o falta de dolo, no
comprendidas expresamente en el art. 10, sino basadas en una
interpretación del art. 1, son aplicables por esta vía.

E. La costumbre. Defensa cultural basada en la costumbre de los


pueblos originarios
Según el art. 2 CC, “la costumbre no constituye derecho sino en los
casos en que la ley se remite a ella”, lo que es concordante con la
prohibición constitucional de considerar otras fuentes diferentes a la
ley en el establecimiento de delitos y penas. No obstante, nada impide
que los términos de la remisión legal permitan a la costumbre no solo
integrarse en la interpretación de la ley, como en el caso de las razones
doctrinales a que hace referencia el art. 342 d) CPP, sino también
constituir fuente autónoma de eximentes y atenuantes. Esta es la
llamada “defensa cultural”, basada en el reconocimiento legal y
constitucional de la normatividad de los pueblos originarios.
Originada en los arts. 13 y 14 Ley 16.641, que establecen un
régimen excepcional y más favorable de penalidad para la etnia Rapa
Nui respecto de los delitos de carácter sexual y contra las personas y
la forma de su cumplimiento y en el art. 54 Ley 19.253, que reconoce
la costumbre de los pueblos originarios “cuando ello pudiere servir
como antecedente para la aplicación de una eximente o atenuante de
responsabilidad”, su principal fuente normativa actual es la
rati cación por el Estado de Chile del Convenio 169 de la OIT, que
otorgó a la normatividad de los pueblos originarios, re ejada en sus
costumbres, un carácter constitucional autónomo, que permite hacer
excepción a la garantía de igual aplicación de la ley (art. 19 N.º 2) y
a rmar una aplicación diferenciada de la ley que no se entiende como
arbitraria, sino manifestación del reconocimiento de ese pluralismo
normativo. Con ello, se reconoce incluso la posibilidad de la licitud de
la actuación sobre la base de una normatividad que, eventualmente,
no coincida con la aplicable a todo el resto de los ciudadanos dentro
de un mismo marco cultural (Couso, “Multiculturalismo”, 186. Con
reservas, Carnevali, “Multiculturalismo”, 24).
Con este reconocimiento, la costumbre de los pueblos originarios ya
no se emplea únicamente para establecer la eximente de ejercicio
legítimo de un derecho, una defensa basada en la creencia de que tal
derecho existía (error de prohibición) o interpretar la ley en aquellos
casos que se deja un margen su ciente para recurrir a principios
regulativos, como cuando se habla de la “necesidad racional” del
medio empleado en defenderse, lo “irresistible” de la fuerza moral que
representan las costumbres ancestrales, el carácter no
signi cativamente superior del mal que se causa en comparación con
el evitado en estado de necesidad, o el obrar “por celo de la justicia”,
entre otras disposiciones más o menos abiertas a la valoración cultural
de los arts. 10 y 11 (con referencias jurisprudenciales, v. Villegas,
“Exculpación y justi cación”, 194, donde se mencionan los casos de
una absolución por una supuesta usurpación donde se alegó el
derecho ancestral como fuente del de propiedad de los acusados el año
2008; el de un sacri cio para calmar el mar tras el terremoto de 1960;
y la muerte de una mujer acusada de bruja en 1953). Para aceptar
estas defensas, no es necesario atender a la mayor o menor
“integración” a la sociedad no indígena que se pueda predicar de los
miembros de los pueblos originarios, como se sugería antes por parte
de la doctrina (Modollel, “Consideraciones”, 285), sino únicamente al
reconocimiento objetivo de la costumbre de los pueblos que se trate.
Hoy en día, además, es deber del Estado “al aplicar la legislación
nacional a los pueblos interesados”, tomar “debidamente en
consideración sus costumbres o su derecho consuetudinario” y
respetar “el derecho de conservar sus costumbres e instituciones
propias, siempre que éstas no sean incompatibles con los derechos
fundamentales de nidos por el sistema jurídico nacional ni con los
derechos humanos internacionalmente reconocidos” (art. 8 Convenio
169). Particularmente, el art. 9.1 del Convenio señala que “deberán
respetarse los métodos a los que los pueblos interesados recurren
tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus
miembros”, a condición de “ello sea compatible con el sistema
jurídico nacional y con los derechos humanos reconocidos”; que los
tribunales y demás autoridades deben tener en cuenta la costumbre
indígena en materia penal en sus pronunciamientos (art. 9.2); y que, al
imponer penas, se tomen también en cuenta las características
económicas, sociales y culturales de los miembros de los pueblos
originarios (art. 10.1); dando “la preferencia a tipos de sanción
distintos del encarcelamiento” (art. 10.2).
Las defensas culturales más recurrentes e indiscutidas son aquellas
en que la forma de vida del imputado determina su comprensión de la
realidad fáctica o de la normatividad dominante, atendida su
pertenencia a un pueblo originario determinado, la prueba de las
costumbres de dicho pueblo y, sobre todo, de las condiciones de vida
del imputado, particularmente su grado de aculturación o inmersión
en la cultura dominante. Así, p. ej., la creencia de ser heredero o
dueño de un terreno, de que es legítimo el acceso carnal a todas las
jóvenes púberes que viven con él, de que el transporte de mercancías
ha de hacerse sin preguntar ni cuestionar sobre la naturaleza de los
objetos transportados en paquetes cerrados, de que es lícita la
adquisición de fulminantes empleados en el trabajo, etc., parecen
corresponder a este concepto. También se han acogido, como defensas
culturalmente fundadas, aquellas en que se excluye el elemento
volitivo del dolo, particularmente en delitos de usurpación, aduciendo
que la ocupación de terrenos, violenta o no, hecha con la nalidad de
que las instituciones estatales realicen las diligencias para traspasar los
predios a las comunidades indígenas, excluiría el dolo de apropiación;
y también en casos de posesión de hojas de coca para realización de
tratamientos y rituales ancestrales (v. sobre ambos tipos de defensas,
con las respectivas referencias a los fallos, mayoritariamente de
instancia, Barrientos, “Uso”, 24).
Además, es posible plantear como defensa cultural el principio de
preferencia por la sanción no privativa de libertad si se trata de elegir
entre una pena de reclusión o multa, como en el caso de las lesiones
menos graves del art. 399 CP o de otorgar o no una pena sustitutiva
de la Ley 18.216. Incluso nuestra Corte Suprema ha estimado que no
existe grave falta o abuso y es una interpretación legítima del
Convenio 169 la que permite aceptar los acuerdos reparatorios en
casos violencia intrafamiliar entre miembros de la etnia mapuche,
contra la expresa prohibición del art. 19 Ley 20.066 (SCS 4.01.2012,
Rol 10635-11). La preferencia por acuerdos reparatorios y
negociaciones entre miembros de un grupo cultural también ha sido
aceptada y promovida por nuestros tribunales tratándose de
delimitación de derechos de aguas, deslindes y daños en las
propiedades comunes y de los miembros del grupo (v. Barrientos,
“Uso”, 33).
Sin embargo, la Corte Suprema estima también que la aplicación de
este Convenio no importa la obligatoriedad de esas consecuencias
(SCS 26.12.2012, GJ 387, 171). Y se ha señalado también que para la
alegación de esta defensa cultural no es su ciente invocar la referencia
patronímica de los involucrados, sino que debe acreditarse que se
encuentran inmersos en la cultura del pueblo originario a que dichos
apellidos hacen referencia (SCA Santiago, Rol 61.2013, RChDCP 2,
N.º 4, 283, con nota crítica de I. Barrientos, aduciendo que la
pertenencia a un grupo originario es parte de la identidad personal,
que no puede ser de nida por criterios externos). A la inversa,
tampoco parece necesario ni su ciente para alegar una defensa
cultural, en los términos del Convenio 169, que el delito que se trate
sea uno “culturalmente motivado”, esto es, “aceptado como una
conducta normal y aprobado o, incluso, respaldado y promovido en
determinada situación” por un grupo cultural y en un momento
determinado (v. Broeck, cit. por Barrientos, “Uso”, 7), sino que ella
debe referirse a la normatividad prexistente del pueblo originario, sin
confundirla con sus aspiraciones políticas o de otra naturaleza, que no
afectan la comprensión de la realidad fáctica y del sistema normativo
dominante en que el miembro del pueblo originario se encuentra
inserto. Otra cosa es que, como todo fenómeno cultural, la costumbre
de los pueblos originarios pueda ir variando con el tiempo y que, en
cada caso, ha de referirse a la asentada en el momento de los hechos
(Olguín, 52).
La resistencia a la consideración de esta defensa cultural en procesos
nacionales ha sido reprochada por la doctrina y el Sistema
Interamericano de derechos Humanos (Royo, 379). Así, en el asunto
Gabriela Blas (Solución Amistosa, Informe CIDH N.º 155/18,
21.11.2018), pastora aimara condenada por la muerte de su hijo en el
altiplano durante un arreo (SCA Arica 30.8.2010, DJP 34, 85, con
comentario crítico de B. Alarcón y V. Ruiz-Tagle), se impuso por el
órgano supranacional la necesidad de dictar un indulto y dar una
declaración pública de disculpas por parte de nuestro Ministro de
Relaciones Exteriores, por no haberse considerado en el juicio las
diferencias culturales y de género que, desde la cosmovisión de la
condenada, perteneciente a la etnia Aimara, la exculparían por el
abandono de la criatura fallecida.
Esta modi cación al sistema legal se seguirá desarrollando en el
futuro y para el adecuado empleo de la defensa cultural que de allí se
sigue será necesario contar —más allá del Manual y la Guía
elaboradas por la Defensoría Penal Pública al respecto— con estudios
actualizados sobre las costumbres y sistemas normativos de nuestros
pueblos originarios, labor que ya ha comenzado, al menos respecto de
los sistemas aimara y mapuche o Az Mapu (Villegas D., “Sistemas”,
222; y Villegas y Mella, 1390). Sin embargo, se advierte que una cosa
es la integración de la costumbre de los pueblos originarios como
fuente mediata del derecho nacional y otra, bien diferente, la
existencia de una justicia indígena “ancestral que presupone el control
de un territorio, autonomía y cosmovisión”, con tribunales
autónomos cuya competencia excluya la de los ordinarios y sujetos
únicamente a la superintendencia de la Corte Suprema (Villegas D.,
“Derecho propio”, 206). Más allá, para la “liquidación” de raíz del
problema de la compatibilidad entre los sistemas jurídicos de los
pueblos originarios y el dominante en nuestro país, se propone no sólo
en el reconocimiento de esa autonomía jurisdiccional de los pueblos
originarios, sino también la exclusión personal de sus miembros de la
justicia ordinaria, salvo que su remisión a ésta sea considerada por las
propias instituciones indígenas como la respuesta adecuada al hecho
que se trate (Guzmán, D., “Minorías étnicas”, 114).
De todas maneras, cualquiera sea su desarrollo futuro, la defensa
cultural se ve enfrentada a límites normativos expresados en las
propias disposiciones legales que la fundamentan: el respeto a los
derechos fundamentales consagrados en la Constitución y a los
derechos humanos internacionalmente reconocidos (art. 54 ley 19.253
y art. 9.1 Convenio OIT). Sobre esta base, lo que actualmente es
indiscutido es que la defensa cultural no alcanza para avalar la
comisión de delitos de homicidio, tortura y sujeción a la esclavitud.
Según el acuerdo del TC de 3.9.2020, al declarar inaplicables los arts.
13 y 14 Ley 16.641, tampoco se permite su alegación para rebajar la
pena en casos de delitos de carácter sexual contra las mujeres.
Tampoco parece posible, en nuestro sistema constitucional, que el
derecho de los pueblos originarios pueda convertirse en fuente directa
del derecho penal, estableciendo sus propios delitos y sanciones
(Olguín, 47. O. o., Villegas, “Interculturalidad”, 68, trayendo a
colación el ejemplo colombiano).

F. Derecho penal internacional, derecho internacional de los


derechos humanos y derecho internacional humanitario. Su
influencia en el derecho penal local
El derecho penal internacional es un sistema normativo sui generis,
cuyo objetivo es el juzgamiento y la imposición de penas a los
principales responsables de los más graves crímenes de genocidio,
guerra y de lesa humanidad por parte de la comunidad de naciones
toda. Se trata, por tanto, de una “parte del derecho internacional”
(Ambos, Völkerstrafrecht, 41). Sus fuentes son el conjunto de normas
y decisiones jurisprudenciales internacionales y nacionales que
determinan cada uno de sus aspectos; y, en particular, en lo que toca a
sus “aspectos penales”, las convenciones internacionales, la costumbre
y los Principios Generales del Derecho derivados de los sistemas
jurídicos del mundo (Bassiouni, Introducción, 51). La competencia
general para establecer tribunales destinados a juzgar tales hechos y
los estatutos que los rigen está entregada hoy en día al Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas, como garante de la paz y seguridad
internacionales (Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas).
Además, tras un tortuoso proceso interno, Chile ha rati cado el
Estatuto de Roma sobre la Corte Penal Internacional, que entrega
convencionalmente a dicho tribunal competencia para juzgar y
conocer los crímenes de genocidio, de guerra y de lesa humanidad que
en dicho tratado se de nen y sancionan (Carnevali, “Conformación”,
27; Cárdenas, “Antecedentes”. Sobre las di cultades para su
rati cación e implementación, v. Guzmán, “Di cultades”. Y sobre las
criticas actuales al funcionamiento y legitimidad de la Corte Penal
Internacional, v. Lorca, “Castigar sin Estado”).
Fuertemente relacionado con este sistema, cabe señalar que en el
derecho internacional existen dos cuerpos normativos que establecen
limitaciones y excepciones a la aplicación del derecho penal local: i) el
derecho internacional de los derechos humanos, al que hace referencia
el art. 5 inc. 2 CPR que, como limitación al derecho penal local, se
expresa en el principio de reserva; y ii) el derecho internacional
humanitario (básicamente, Convenios de Ginebra de 1949) que, como
regulación de la guerra, admite con ciertos límites el empleo de la
fuerza letal contra combatientes sin necesidad de justi car la legítima
defensa o el estado de necesidad ordinario, sino únicamente con base a
las necesidades militares de imponerse al enemigo en un con icto
armado, aún cuando ello importe daños colaterales a propiedades y
personas no combatientes.
El conjunto de estos tres órdenes de tratados puede considerarse
dentro de la referencia que el art. 5 inc. 2 CPR hace a los tratados
sobre derechos humanos como límites de la soberanía nacional. Y, en
ese sentido, su contenido, trabajos preparatorios, la jurisprudencia de
los tribunales internacionales y la doctrina de los organismos
encargados de su aplicación, se transforman no solo en fuente mediata
para determinar su sentido y alcance del derecho nacional que los
implementa; sino que sirven también para limitar la validez y alcance
de las disposiciones locales que eventualmente los contradicen.
Así, p. ej., respecto de las atrocidades cometidas por los agentes de la
Dictadura Militar de 1973-1989, su cali cación como crímenes de
guerra o de lesa humanidad por nuestros tribunales nacionales habilita
la exclusión de las defensas de prescripción, amnistía y cosa juzgada
fraudulenta, según el derecho internacional reconocido por la Corte
Interamericana de Derechos Humanos y nuestra Corte Suprema (SCS
26.8.2015, RCP 43, N.º 4, 243, con nota favorable de R. González-
Fuente; Parra, 9; y Fernández N., 478). Se trata, por tanto, de hechos
juzgados de conformidad con el derecho penal nacional, pero que, por
su cali cación como delitos de lesa humanidad, están sujetos además a
esas reglas especiales, derivadas del derecho internacional, como
consecuencia de la obligatoriedad de estas disposiciones, cuya
superioridad normativa está reconocida expresamente en el art. 5 CPR
como límite de la soberanía nacional (Núñez D., 92). En la actualidad,
cabe destacar, además, la importancia que adquiere la aplicación de
las reglas del derecho internacional de los derechos humanos y del
derecho internacional humanitario en la llamada “guerra contra el
terrorismo”, donde la cali cación de quienes intervienen en ella como
“combatientes” o no es relevante para su detención inde nida y
eventual muerte selectiva (sobre la situación en Guantánamo v. Ambos
y Maleen; y sobre la muerte de Bin Laden, Lorca, “Asesinatos
selectivos”, y Cárdenas, “Bin Laden”, 134).
A veces, aparte de las normas que en dichos ámbitos del derecho
internacional se comprenden y son indisponibles para los Estados (el
llamado ius cogens), muchos de los tratados internacionales sobre
estas materias requieren la implementación a nivel local de
determinadas normas, sobre todo cuando en ellos se establecen
obligaciones de perseguir delitos en la jurisdicción de los Estados Parte
o crear ciertas instituciones u organismos locales. Así, p. ej., dado que
las reglas del Estatuto de Roma sobre la Corte Penal Internacional
solo son aplicables a los casos que no hayan podido ser juzgados
seriamente en los países donde tuvieron lugar (principio de
complementariedad, art. 17 Estatuto de Roma), la Ley 20.357 tipi ca
en Chile también crímenes de lesa humanidad y genocidio y crímenes
de guerra, aplicables directamente como derecho nacional por
nuestros tribunales de justicia, sin perjuicio de que su interpretación
ha de estar referida a la que la jurisprudencia y doctrina
internacionales hacen del mentado Estatuto de Roma para cumplir
con el requisito de persecución seria que impide el ejercicio de la
jurisdicción por parte de la Corte Penal Internacional (Cárdenas,
“Implementación”, 10). Ello, aunque los términos del Estatuto
parecen solo obligar a sus suscriptores a establecer especiales delitos
de obstrucción a la justicia internacional (Bascuñán, “Estatuto”, 114).
En la academia, la importancia de esta materia ha permitido la
creación de cursos especializados y de una amplia literatura en la que
destacan, entre nosotros, los aportes de C. Cárdenas, quien sucedió en
la primera cátedra de la materia creada en la U. de Chile a don A.
Etcheberry —representante nacional en la Conferencia de Roma
donde se aprobó el texto del Estatuto de la Corte Penal Internacional
—; J. Couso (discípulo, como C. Cárdenas, de Werle); F. Girão y J. L.
Guzmán, ambos a través de su constante trabajo en el Grupo de
Estudios sobre la Corte Penal Internacional, actualmente al alero del
Centro de Estudios de Derecho Penal Latinoamericano, de la
Universidad de Gotinga, dirigido por el Prof. K. Ambos, el principal
exponente en la materia en el Derecho continental (Ambos, Treatise).

G. Derecho penal transnacional y derecho penal local


El derecho penal transnacional está compuesto por las disposiciones
contenidas en los tratados y convenciones internacionales que
establecen crímenes de trascendencia internacional o international
crimes que no forman parte del derecho penal internacional (Werle,
92). Ellas obligan, con diversos matices, a establecer ciertas conductas
como delitos e imponerles penas, pero sus disposiciones no son
autoejecutables ni existen tribunales u organismos internacionales
creados o que se puedan crear para su aplicación directa por la
comunidad internacional, sino que requieren de implementación en
cada Estado Parte, mediante la dictación de una ley, formalmente
diferenciada del tratado que se trate, que describa la conducta punible
y señale la pena o medida de seguridad aplicable, como exigen los
arts. 19 N.º 3, 54 y 63 N.º 2 y 3 CPR (STC 3.11.2009, Rol 1504). No
obstante, su contenido normativo como fuente mediata para la
determinación del sentido y alcance de las leyes nacionales que los
implementan es innegable, particularmente en tanto la ley interna
contiene referencias conceptuales y normativas al tratado
internacional que le dio origen (Cárdenas, “Aplicabilidad”, 125. O. o.
Navarro D., 109). Así, p. ej., la Ley de Caza, N.º 19.300, se remite
directamente en sus arts. 30 y 31 al Convenio CITES para determinar
las especies en peligro de extinción cuya caza y trá co ilícito se
sanciona.
La importancia del derecho penal transnacional para la formación
del derecho penal local en el cambio de siglo ha sido fundamental y ha
determinada buena parte de las reformas a los delitos de trá co ilícito
de drogas (Ley 20.000), lavado de activos (Ley 19.913),
nanciamiento del terrorismo (Ley 18.314), trá co de animales en
peligro de extinción (Ley 20.962), pornografía infantil (art. 467),
cohecho y otros delitos de corrupción de empleados públicos y
particulares (arts. 233 a 250), trata de personas y trá co de
inmigrantes (arts. 411 bis a quinquies), entre otras materias. Esta
in uencia de los tratados en la reforma del derecho penal local se
extiende también a su parte general, incorporándose para su
implementación nuevas reglas que amplían las posibilidades de
extradición y juzgamiento para evitar los paraísos jurisdiccionales (art.
6 COT), y la importantísima modi cación que establece la
responsabilidad penal de las personas jurídicas por la Ley 20.393
(para un panorama de la in uencia de estos tratados en la legislación
nacional, v. Nilo, “Globalización”, 69).
En Europa, a partir de las regulaciones expresas del llamado Tercer
Pilar del Tratado de la Unión (reglas penales de protección del sistema
de justicia europeo) y la sucesión de Directivas y acuerdos de los
Estados miembros en materias penales se habla de un derecho penal
supranacional, esto es, de un derecho penal originario de la Unión,
con sus propias sanciones y órganos competentes de aplicación,
diferenciado de los derechos locales (Carnevali, Unión Europea). Sin
embargo, estas disposiciones funcionan propiamente como un sistema
de derecho penal transnacional de carácter regional en vez de uno
supranacional, sin que se haya llegado a la constitución de tales
órganos independientes, razón por la cual más de un autor cali ca de
“ilusión” la supuesta existencia de un derecho penal comunitario
(Bernardi, 1159. Las di cultades para la creación de un verdadero
derecho penal supranacional en un continente con diversas tradiciones
jurídicas pueden verse en Ambos, “Desarrollo”, 51; y Carnevali,
“Armonización”).

H. Derecho administrativo sancionador y derecho penal


a) El aspecto problemático de la distinción
Toda norma que no emane del Poder legislativo está impedida de
crear delitos, sancionando penalmente conductas determinadas. Del
mismo modo, toda autoridad diferente del Poder Judicial está
impedida de imponer sanciones penales. Sin embargo, la mayor parte
de las sanciones que el art. 21 identi ca como penas pueden,
materialmente, también ser impuestas por las autoridades
administrativas para el aseguramiento del orden y las nalidades de
servicio y control del Estado. Ello ocurre particularmente las multas e
inhabilidades para ejercer ciertos cargos, profesiones, o cios, derechos
o actividades determinadas. De allí que el art. 20 ha debido aclarar
que no se reputan penas, entre otras sanciones, las “correcciones que
los superiores impongan a sus subordinados y administrados en uso de
su jurisdicción disciplinal o atribuciones gubernativas”. El conjunto de
normas que establecen estas sanciones se conoce como derecho
administrativo sancionador, que comprende las atribuciones
gubernativas generales para imponer sanciones a todos los ciudadanos
y el llamado derecho disciplinario, que solo rige para quienes tienen
una especial relación de subordinación y servicio con el Estado, como
los funcionarios públicos regidos por el EA y los de las Fuerzas
Armadas, en relación con sus ordenanzas de disciplina interna, o los
Diputados y Senadores respecto de las faltas contempladas en la Ley
Orgánica del Congreso Nacional, p. ej. Ocasionalmente, estas normas
disciplinarias se extienden a terceros sujetos a la potestad de los
órganos del Estado, como sucede con las medidas disciplinarias que
pueden adoptar los Tribunales de Justicia respecto de quienes
desempeñan funciones auxiliares de la administración de justicia
(abogados, notarios, conservadores, receptores, relatores, etc.), se
presentan a litigar ante ellos o en las audiencias que celebren (art. 530
COT) o se encuentran detenidos, presos o condenados.
Por lo anterior, hay que convenir que, en términos normativos, la
delimitación entre el derecho penal y el administrativo sancionador es
“enteramente formal: son penas o multas penales las impuestas por un
tribunal con competencia en materia penal y en el marco de un
procedimiento penal”, y el resto, no (Hernández B, “Comentario”,
446. O. o. Letelier, 672; Aracena, 113; Londoño, “Tipicidad”, 152; y
van Weezel “Paradigma”, 1008, quienes ven una diferencia material
en las diferentes funciones que cumplirían ambos ordenamientos).
Sin embargo, el TC ha señalado que sí existiría un límite material al
derecho administrativo sancionador que permitiría diferenciarlo del
derecho penal, no en cuanto a sus funciones, pero sí referido a la
naturaleza de las sanciones a imponer: la imposibilidad de que la
Administración imponga sanciones privativas de libertad que no sean
al menos revisables por un tribunal con competencia en lo criminal
(STC 21.10.2010, Rol 1518). Es dudosa, por tanto, la
constitucionalidad de las ordenanzas municipales que imponen
sanciones restrictivas de libertad o privaciones temporales de éstas,
como la N.º 1756 de 2007, de la Municipalidad de Arica que impone
la sanción de trabajo en bene cio de la comunidad a sus infractores.
Del mismo modo, parecen contrarias al orden constitucional las
disposiciones de carácter local que pretenden interpretar con carácter
general la ley penal —labor reservada al legislador, art. 3 CC—,
declarando que los gra tis o rayados en muros constituyen el delito de
daños del art. 484 del CP, como el art. 8 Ordenanza Municipal de
Coquimbo, de 8.10.2009, N.º 5927. En cambio, los apremios o
arrestos temporales para forzar el cumplimiento de obligaciones
determinadas no son penas y se admiten por regla general, en la
medida que respeten los principios de legalidad y proporcionalidad
(Fernández C. y Boutaud, 363).
Esta delimitación material entre las sanciones disponibles entre uno
y otro ordenamiento explicaría por qué la multa-pena si no es
satisfecha por el condenado, puede convertirse por vía de sustitución y
apremio en pena de reclusión, hasta un máximo de seis meses o de
trabajo en bene cio de la comunidad (art. 49); mientras las multas
administrativas no son convertibles y el Estado solo podría cobrar el
importe por la vía ejecutiva o propiamente administrativa que la
regulación particular establezca. Tampoco se hacen constar en el
registro de antecedentes del sancionado ni obstan la procedencia de la
circunstancia atenuante 6.ª del art. 11, sobre conducta anterior
irreprochable. Lo mismo se aplica a todas las otras sanciones
administrativas, como la clausura del establecimiento, la cancelación
del permiso para ejercer determinada actividad, la revocación de la
personalidad jurídica, la suspensión de actividades u obras, etc. No
obstante, de manera excepcional, nuestro sistema legal conoce la
posibilidad de imponer privaciones administrativas de la libertad
personal por exigencias sanitarias con posibilidad de revisión judicial,
en casos de enfermedades contagiosas o problemas graves de salud
mental, alcoholismo o dependencia a las drogas (arts. 22, 34 y 130
Código Sanitario; y SCS 12.9.2019, Rol 13279-19).
Por otra parte, cada vez se ha ido abandonando con más fuerza la
idea de que el derecho administrativo sancionador sería
sustancialmente semejante al derecho penal por ser ambos expresión
de un mismo ius puniendi, existiendo entre ellos solo una diferencia
cuantitativa, debiendo aplicarse a las sanciones administrativas las
garantías mínimas de derecho penal, aunque “con matices” (DCGR
26202, de 2017; Cordero, 155). En efecto, la aplicación “con
matices” de las garantías penales al derecho administrativo
sancionador no parece más que una declaración retórica cuando
dichos matices se reducen a su mínima expresión, como sucede con la
exibilidad aceptada para dar “aplicación” al principio de tipicidad en
el derecho administrativo (Krause, “Taxatividad”, 236). Ello explica el
abandono de esta propuesta por la actual jurisprudencia
administrativa, que sostiene: “si bien en épocas pretéritas parecía
indispensable acudir al ordenamiento penal para alcanzar la
protección del ciudadano frente al ejercicio de la potestad
sancionatoria de la Administración, el estado actual de desarrollo del
derecho administrativo, tanto por la vía normativa como
jurisprudencial, hacen innecesaria esa operación”, por lo que
“descartada la necesaria aplicación de las normas y principios del
derecho penal al ejercicio de la potestad sancionatoria de la
Administración para alcanzar la nalidad garantista que la justi caba,
resulta menester entonces acudir al derecho común en aquellas
materias no reguladas por el derecho administrativo, el que en nuestro
caso corresponde al Código Civil” (DCGR 24731, de 12.9.2019).
No obstante, la jurisprudencia judicial parece mantener el criterio de
la aplicación “con matices” de las garantías del derecho penal al
Administrativo Sancionador, como si fuesen parte de un mismo
sistema (STC 27.07.2006, Rol 480 y SCS 30.10.2014, RCP 42, N.º 1,
141, con nota crítica de J. I. Núñez). Esta tesis, según la doctrina
administrativa, signi caba que “los principios de legalidad y tipicidad
y, desde luego, todos aquellos que garantizan el derecho de las
personas a la defensa jurídica y la protección de sus derechos, en la
aplicación del derecho penal, como el debido proceso, el justo y
racional procedimiento, proporcionalidad, razonabilidad,
culpabilidad, deben ser aplicables también al ámbito del ius puniendi
ejercido por el Estado Administrador (Navarro B., 243). Sin embargo,
en la práctica reciente de los tribunales superiores también se ha ido
dejando de lado, particularmente en relación con la aplicación de las
reglas de la prescripción de las sanciones administrativas, que se
remiten al derecho civil (SCS 23.10.2018, Rol 44510-17) y, sobre
todo, a la habilitación de la imposición de sanciones simultáneas o
sucesivas por hechos sujetos a la jurisdicción administrativa y a la
penal (SCS 6.9.2019, Rol 14091-19).
Para una reforma futura, parece razonable la propuesta de
diferenciar formal y materialmente entre la imposición de sanciones
privativas o restrictivas de libertad, a cargo del sistema penal, y las
otras sanciones pecuniarias y privativas de derechos, que podrían
quedar a cargo de un sistema administrativo, posibilitando así su
aplicación conjunta, restando únicamente el problema de
coordinación de las penas a imponer a las personas jurídicas, cuyas
sanciones no pueden ser corporales, como las de las personas
naturales (similar, pero distinguiendo dos subsistemas de sanciones
privativas de libertad, según el carácter atribuido de “prospectivo” y
“perspectivo” —algo que no corresponde a la naturaleza de la
sanción, sino al observador o a la intencionalidad de quien la impone
—, v. en Wilenmann, “Imposición”, 59).
b) Inexistencia, en principio, de bis in idem y reglas de
coordinación
El art. 20 establece la regla general de separación de jurisdicciones
en nuestro ordenamiento, de conformidad con la cual son
independientes y compatibles entre sí las sanciones y procesos penales,
administrativos disciplinarios y administrativos sancionadores
(gubernativos), que pueden imponerse y desarrollarse
simultáneamente (SCS 6.9.2019, Rol 14091-19, y SCA Santiago
20.1.2017, RCP 44, N.º 2, 295, con nota aprobatoria de R. Collado).
Muchas leyes que imponen sanciones administrativas y penales
reiteran esta regla con frases de estilo que dejan a salvo la
responsabilidad penal o declaran que las sanciones impuestas son “sin
perjuicio” de las establecidas por la ley penal, etc. (p. ej., arts. 174
Código Sanitario, 136 Ley General de Pesca y art. 63 Ley 18.045).
Estas reglas no se oponen a la Constitución, que nada dice al respecto,
ni tampoco a los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos,
cuyas disposiciones solo limitan la doble persecución penal (art. 8 N°
4 CADH y art. 14 N° 7 PIDCP), y así lo han resuelto nuestros
tribunales, con el argumento de que las diferentes jurisdicciones
cumplen distintas funciones (SCS 28.9.2020, Rol 21.054-20; STC
26.11.2013, Rol 2402). Una regulación similar rige la separación de
jurisdicciones respecto de la responsabilidad civil extracontractual,
que puede perseguirse con total independencia del proceso penal, aún
en casos de dictarse sentencia absolutoria (arts. 67, 68, 170 CPP y 179
CPC). Esta es la doctrina que se aplica, de antiguo, tratándose de
hechos que constituyen infracción de tránsito y delito de la Ley 18.290
(Villalobos, Figueroa y Maggiolo, 32). En el extremo, la
indemnización civil por el daño causado por un delito incluso tiene su
propio plazo de prescripción (4 años), que corre con total
independencia del de las acciones penales que se ejerzan, sin perjuicio
de su eventual suspensión por aplicación del art. 167 CPC (SSCS
12.8.2014, RCP 41, N.º 4, 147, con nota aprobatoria de R. González;
y 12.9.2019, Rol 13143-18). La razón de fondo para admitir este
cúmulo de sanciones parece encontrarse en la respuesta a la siguiente
pregunta: “¿Por qué el legislador que puede disponer legítimamente la
imposición simultánea de varias penas no puede prever la imposición
conjunta de penas y sanciones administrativas solo porque para ello
deben actuar distintos órganos competentes?” (Hernández B.,
“Actividad administrativa”, 571).
Sin embargo, la completa compatibilidad y duplicidad de sanciones
no es la única forma de coordinación entre estas jurisdicciones que la
ley reconoce. Es posible emplear mecanismos de prevención de la
acción penal, como la acción pública previa instancia particular, para
subordinar la sanción penal a la decisión de un organismo
especializado, como sucede respecto de los delitos electorales, art. 27
quáter Ley 19.884, y los que atentan contra la libre competencia, art.
64 DL 211 (Maldonado, “Delitos”, 701; y Gagliano y Aracena, 144,
respectivamente). Y también es posible emplear un sistema de
uni cación de competencia, como lo dispone el art. 14 e) COT que
hace competentes a los Juzgados de Garantía para conocer y fallar
“las faltas e infracciones comprendidas en la Ley de Alcoholes”, de
modo que nunca se produciría una doble sanción impuesta por
tribunales diferentes por los hechos constitutivos de infracción y falta.
c) Efectos del derecho penal en el derecho administrativo
En los Títs. III y V L. II CP y en otras leyes especiales hay diversos
delitos que sancionan ciertos hechos que pueden constituir también
infracciones de deberes especí cos de empleados públicos. Además, los
efectos administrativos de sufrir una sanción de carácter penal, con
independencia del delito de que se trate, no dejan de ser relevantes: de
acuerdo a lo dispuesto en el art. 125 c) EA, se castiga con la medida
disciplinaria de destitución al funcionario que ha sufrido una
“condena por crimen o simple delito”, en tanto que el art. 12 e) y f)
del mismo cuerpo legal establece como requisitos para ingresar a la
Administración del Estado “no haber cesado en un cargo público”
“por medida disciplinaria” y “no hallarse condenado o acusado por
crimen o simple delito”. En consecuencia, la condena por cualquier
crimen o simple delito trae aparejada la privación del empleo o cargo
público que se desempeñe y la incapacidad para ejercerlo en el futuro,
traducida en la imposibilidad de ingresar nuevamente a la
Administración Pública. A ello se agrega que quien ha cumplido el
tiempo de su condena y de las accesorias correspondientes, para poder
reingresar a la Administración Pública necesita el transcurso de cinco
años desde la fecha de la destitución (art. 12 e) EA) y un decreto
supremo de rehabilitación (art. 38 f) Ley Orgánica CGR). La anterior
doctrina de la Contraloría, según la cual las penas impuestas no
obligaban a la destitución si se suspendían por aplicación de la Ley
18.216 ha sido modi cada, entendiéndose ahora que el cambio de los
bene cios originales de suspensión de penas en la Ley 18.216 por
“penas sustitutivas”, operado por la Ley 20.603, hace obligatoria la
destitución, pues el condenado no deja de sufrir la pena accesoria
correspondiente ni de cumplir una pena, aunque distinta, sin que su
condena se encuentre suspendida como antes (DCGR N.º 60385,
22.3.2018).

§ 4. Principio de legalidad como garantía


La garantía del principio de legalidad contemplada en el art. 19 N.º
3 CPR es complementada por las normas de distribución de
competencias de la propia Constitución, que dispone en su art. 63 N.º
2 y 3, que “solo son materias de ley” “las que la Constitución exija
que sean reguladas por una ley” y “las que son objeto de codi cación,
sea civil, comercial, procesal, penal u otra”, y en los art. 65 y 75 un
proceso legislativo en que supone el acuerdo entre el Congreso
Nacional y el Presidente de la República en la tramitación y formación
de la ley, como autoridades políticas electas y representantes de la
soberanía nacional.
En consecuencia, puede que “un hecho especialmente re nado y
socialmente dañoso, claramente merecedor de pena, quede sin castigo,
pero este es el precio (no demasiado alto) que el legislador debe pagar
para que los ciudadanos estén a cubierto de la arbitrariedad y
dispongan de la seguridad jurídica (esto es, que sea previsible la
intervención de la fuerza penal del Estado)” (Roxin AT I, 140). Esto
sucede, p. ej., cuando un hecho no está contemplado en el sentido
literal de una ley penal vigente o lo estuvo en una que ha sido
derogada.
En tales casos, el art. 21 CPR permite al imputado recurrir de
amparo directamente ante las Cortes de Apelaciones y la Corte
Suprema, sin esperar los resultados de la investigación y juicio
criminal. Ante el Juez de Garantía y, en apelación, ante la Corte
respectiva, también se puede alegar la improcedencia de una
persecución criminal apartada de los límites del principio de legalidad,
por medio de la solicitud de sobreseimiento de nitivo del art. 250 a)
CPP (“cuando el hecho investigado no fuere constitutivo de delito”).
Y frente a condenas por hechos no constitutivos de delito, cabe el
recurso de nulidad por errónea aplicación del derecho del art. 373 b)
CPP.
Pero más allá de los aspectos formales, el principio de legalidad
también tiene un aspecto material o positivo, al comprender los de
tipicidad, conducta y retroactividad favorable, cuya potencial
infracción en un caso concreto puede ser objeto tanto de un recurso de
inaplicabilidad ante el TC como uno de amparo o de simple nulidad
por infracción de derecho ante las Cortes respectivas. No está de más
insistir que no se trata aquí de un sistema de garantías que pueda
derivarse de principios ajenos a su consagración constitucional, como
proponen quienes ven en ellos manifestaciones de principios
inmanentes e independiente de toda organización política, como la
seguridad jurídica (Oliver, “Seguridad”, 196). Hay que insistir en que,
por más que pueda encontrarse en tales explicaciones coincidencias
con los resultados de una regla constitucional, lo cierto es que la
historia de la humanidad y su realidad actual demuestran que las
garantías de que ahora disfrutamos son resultado de una
transformación política y contingente, expresada en un ordenamiento
positivo concreto y siempre en peligro frente a una potencial regresión
autoritaria.

A. Principio de legalidad como garantía formal


a) Exclusión de los decretos con fuerza de ley como fuente legítima
del derecho penal
El art. 64 CPR autoriza al Congreso para delegar facultades
legislativas en el Presidente de la República, siempre que no se
extienda “a materias comprendidas en las garantías constitucionales”.
Luego, como el principio de legalidad es una garantía constitucional,
el Presidente de la República está impedido de legislar delegadamente
en materias penales, estableciendo delitos o circunstancias que
agravan la responsabilidad penal.
Sin embargo, el TC ha validado esta forma de legislación penal
delegada, en la medida que ella solo reformule o exprese el contenido
de disposiciones vigentes con anterioridad e incorporadas en “la
conciencia jurídica del pueblo” (STC 19.05.2009, Rol 1191, con
comentario crítico de Fernández C., “Conciencia”, 243). Con esta
argumentación no solo se trae a la memoria la fraseología del sistema
penal nacionalsocialista, sino que se permite al Presidente simplemente
no aplicar la Constitución vigente cuando legisla de manera delegada,
traspasando todos los “límites impuestos, tanto por el modelo
procedimental, como del minimalista de control constitucional de las
leyes penales” (Fernández C., “Tribunal”, 195).
b) Exclusión de la normatividad de facto: el problema de la
aplicación de los decretos leyes
Los decretos leyes no son leyes, “carecen de existencia en cuanto
normas y por consiguiente sus mandatos y prohibiciones dejan de
surtir efecto cuando desaparece la autoridad de facto que les otorgaba
la coactividad en que se basaba su imperio” (Cury PG I, 206).
Sin embargo, es inútil negar que antes de la dictadura de 1973-1989
se sostuvo la necesidad de asumir, por “razones prácticas” de diversa
índole, la vigencia de los decretos leyes dictados entre 1925-1933 por
los gobiernos de facto de entonces (Novoa PG I, 127); y que, con
posterioridad a 1989 la revisión de los, literalmente, miles de decretos
leyes y “leyes” dictadas por la última Junta Militar resultó
impracticable por evidentes razones políticas, entre ellas, el hecho de
mantenerse el General Pinochet como Comandante en Jefe del
Ejército, primero, y luego como Senador designado, durante los
primeros diez años de retorno a la democracia, sin contar con que la
Constitución vigente se promulgó también por decreto ley. En
obedecimiento a esta situación de necesidad, la fórmula que de hecho
se ha empleado es suponer que el legislador democrático acepta
tácitamente que dichas regulaciones sean parte del ordenamiento
jurídico mientras no las derogue. Pero esta aceptación no importa más
que una validación transitoria, por razones de necesidad, que está
siempre sujeta a revisión por el legislador democrático y, en caso de no
ser ello posible, por los propios tribunales, como aconteció con el
proceso que llevó a la inaplicabilidad del DL 2.191, de auto amnistía,
según veremos en el Cap. 14, §  2, A. Lo que ocurre aquí es que la
aceptación por razones de necesidad de los DL no importa su validez
(solo son válidas las leyes dictadas conforme a la Constitución) y, por
tanto, en casos extremos de incompatibilidad de tales disposiciones
con el ordenamiento democrático su desconocimiento es lícito, si
mantener su vigencia importa la no aplicación de normas superiores
como la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos
Humanos (Gargarella, Castigar, 152). Ello ocurre con el citado DL
2.191 que, desde la perspectiva del derecho penal internacional penal
puede verse como un acto de auto encubrimiento y, por tanto,
“mani estamente delictivo” al que no alcanzan las razones de
necesidad que imponen el mantenimiento del resto de los DL en
nuestro sistema (Bustos y Aldunate, 530. O. o., van Weezel, 763, para
quien la validez de ese DL y de las sentencias absolutorias y los
sobreseimientos dictados en su aplicación no es discutible, al menos,
hasta la entrada en vigor en Chile de la CADH, a partir de la cual solo
podría considerarse inaplicable y, eventualmente, inconstitucional, por
el TC).

B. Principio de legalidad como garantía material (I): Principio de


tipicidad
a) Inconstitucionalidad de las leyes penales que no describen
expresamente la conducta sancionada
El art. 19 N.º 3 inc. 9 prescribe que “ninguna ley podrá establecer
penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita
en ella”. Esta exigencia se conoce también como principio de
tipicidad, recogido por el TC aludiendo indirectamente a las ideas de
Beccaria, para quien solo la ley puede establecer delitos y debe hacerlo
de manera clara y sencilla, de manera que las personas puedan
adecuar su conducta a ella y evitar cometerlos (Ramírez G.,
“Vigencia”, 329). Así, se a rma que esta exigencia de tipicidad se
cumple cuando “la conducta que se sanciona esté claramente descrita
en la ley, pero no es necesario que sea de modo acabado, perfecto, de
tal manera llena que se baste a sí misma, incluso en todos su aspectos
no esenciales” (STC 4.12.1984, Rol 24); y su función sería asegurar a
las personas “la facultad de actuar en sociedad con pleno
conocimiento de las consecuencias jurídicas de sus actos” (STC
19.5.2009, Rol 1191).
En consecuencia, mientras “más precisa, pormenorizada sea la
descripción directa e inmediata contenida en la norma” mejor cumple
la ley penal con la garantía del principio de legalidad, pero la ley
“también puede consignar términos que a través de la función
hermenéutica del juez, permitan igualmente obtener la representación
cabal de la conducta”, como cuando la ley sanciona un hecho
únicamente mencionando la conducta que se trata (STC 30.03.2007,
Rol 549, que declaró conforme a la Constitución el art. 434, en tanto
sanciona los “actos de piratería”, dejando a la discusión
jurisprudencial su delimitación). De conformidad con esta doctrina,
serían también constitucionalmente admisibles los delitos en que solo
se menciona el verbo rector o el resultado (“el que mate a otro” del
art. 391 N.º 2), si ello habilita el conocimiento de la norma por el
ciudadano, dejando para la discusión doctrinal la jación de los
límites del alcance del delito (quién es el otro, qué conductas pueden
“matar”, cuándo se produce la muerte para con gurar el delito, etc.).
Y también aquellos en que cualquier persona puede comprender su
contenido, como es el del art. 277, que sanciona el abrir casas de
juego de azar sin la competente autorización, que no constituiría ni ley
penal en blanco ni un tipo abierto (STC 10.9.2015, DJP 32, 121). Esta
doctrina es similar a la del TC Alemán cuando sostiene que “la
exigencia de precisión en la ley no debe ser exagerada, de otra forma,
las leyes serían demasiado rígidas y casuísticas” y que las
descripciones generales y remisiones normativas son admisibles, si
pueden concretizarse por la jurisprudencia con la ayuda de los
métodos tradicionales de interpretación, sobre todo teniendo en
cuenta los destinatarios de las normas, pues las disposiciones referidas
a ámbitos de actividad especí cos y muy regulados admiten mayor
referencia a esa regulación (BVerG 48, 48, de 1978, Casos DPC, 9. En
sentido similar, la sentencia de 23.6.2010, BVerG 126, 170, enfatiza
en que, mediante la interpretación, es posible concluir que casos
comprendidos en la letra de la ley se estimen no punibles, pero no
ampliar la penalidad a casos no comprendidos en su sentido literal
posible, lo que constituiría una analogía prohibida).
En cambio, se ha estimado que producen un efecto contrario a la
Constitución aquellos supuestos en que la ley entrega al juez la
decisión de considerar como delito hechos no descritos siquiera
someramente en ella, como en el caso del art. 433 CJM (STC
28.1.2006, Rol 2773). También se ha considerado contrario a la
Constitución un proyecto de ley en que la descripción del delito era,
por su “vaguedad e imprecisión” tan “extraordinariamente genérica”
que permitía “que cualquier conducta pueda ser cali cada como
su ciente para con gurar el delito” (STC 22.4.1999, Rol 286: Se
trataba de una disposición que pretendía sancionar penalmente al que
“continuare entorpeciendo la investigación [de la Fiscalía Nacional
Económica] o se rehusare a proporcionar antecedentes que conozca o
que obren en su poder”). Este parece ser el mismo sentido en que la
Corte Suprema de los Estados Unidos entiende la “doctrina de la
vaguedad”, a rmando que “una ley vaga no es ley en absoluto”,
transgrede el principio de separación de poderes y la exigencia de que
las leyes “le den a la gente común una advertencia justa sobre lo que
exige de ellos”, pues “trans ere la responsabilidad de la legislatura de
de nir la conducta criminal a scales y jueces” “y deja a la gente sin
una manera segura de saber qué consecuencias tendrá su conducta”
(US v. Davis and Gloverd, 588 USSC, 2019. Antes, en similar sentido
Papachristou v. City of Jaksonville, 405 US 1972, negando la
constitucionalidad de la de nición de vagancia como pasar
“habitualmente” en “lugares en los que se vendan o se sirvan bebidas
alcohólicas” o vivir “de los ingresos de sus esposas o hijos”,
actividades en las que cualquiera podría incurrir, como miembros de
clubes exclusivos y cesantes, p. ej. En Casos DPC, 9, se cita, en ese
mismo sentido, una sentencia de la Corte Suprema de Argentina de
12.2.1988).
Por su parte, el TC español admitió la existencia de cláusulas
abiertas o necesitadas de complementación judicial en la formulación
de los tipos penales siempre y cuando, admitida la necesidad de su
establecimiento (lo que nosotros entendemos como “principio de
reserva”), su concreción sea posible en virtud de criterios lógicos,
técnicos o de experiencia y “no aboque a una inseguridad jurídica
insuperable con arreglo a los criterios normativos” (SCT España
29.4.1989, Rol 69/1989).
Sin embargo, salvo casos excepcionales, las declaraciones de
inaplicabilidad por infringir la garantía de tipicidad en Chile son
escasas, primando el criterio de que la existencia de una posible
interpretación conforme a la Constitución es su ciente para rechazar
los requerimientos, como en la doctrina del TC Alemán. Este criterio
ha sido criticado por permitir la sustitución de una garantía que se
entiende formal (“la de nición típica es su ciente o no lo es” para
describir la conducta punible) por una apreciación subjetiva que
dependería de la “benevolencia” de los tribunales en darle a la ley en
el caso concreto la interpretación conforme a la que el propio TC
propone (van Weezel, Tipicidad, 57).
A nuestro juicio, aunque el ideal de claridad y sencillez en las leyes
propuesto por Beccaria como expresión del principio de legalidad se
enfrenta a una imposibilidad lingüística (el lenguaje siempre es
impreciso), la inconveniencia política (siempre es posible un acuerdo
sobre términos vagos antes que precisos) y su impracticable aplicación
directa (la inevitable mediación de doctrina y jurisprudencia en su
interpretación y aplicación), no por ello debe abandonarse si tales
di cultades pueden subsanarse aceptando que “la decisión penal
fundamental provenga de quien está democráticamente legitimado
para adoptarla”, procurando que la ley favorezca “la estabilidad en
las interpretaciones a través de la máxima taxatividad posible”
(Ossandón, “Oscuridad”, 83); y, sobre todo, ofreciendo
interpretaciones acordes con ese ideal, sometidas a las reglas legales
que lo objetivan (arts. 19 a 24 CC) y, en casos de enfrentarse a una
absoluta indeterminación de los términos de la ley o a la constatación
de una irresoluble diferencia de interpretaciones que produzca
inseguridad jurídica, expresar con claridad esa problemática, para
habilitar a los jueces y abogados el empleo de los recursos
constitucionales y procesales disponibles para declarar el efecto
contrario a la constitución que esas disposiciones legales producen
(art. 93, N.º 5 CPR) o procurar un pronunciamiento de la Corte
Suprema que uni que las interpretaciones divergentes (Art. 376 CPP).
b) Ley penal en blanco propiamente tal
Leyes penales en blanco propiamente tales son las que remiten la
determinación de la materia de la prohibición a una norma de rango
inferior, generalmente un reglamento u otra disposición normativa
emanada de la autoridad administrativa. Un ejemplo es la Ley 20.000,
que sanciona el trá co ilícito de estupefacientes, cuyo art. 63 delega
expresamente en el Presidente de la República la facultad de
reglamentar cuáles son las sustancias y especies vegetales a las que se
re eren sus arts. 1, 2, 5 y 8; y otro el del art. 318 CP, que sanciona al
que “pusiere en peligro la salud pública por infracción de las reglas
higiénicas o de salubridad, debidamente publicadas por la autoridad,
en tiempo de catástrofe, epidemia o contagio”.
Según el TC, tales normas se ajustan al texto de la Constitución
cuando “el núcleo de la conducta que se sanciona está expresa y
perfectamente de nido” en la ley propiamente tal, dejando a las
normas de rango inferior “la misión de pormenorizar” los conceptos
legales (STC 4.12.1984, Rol 24). Pero no resultan admisibles cuando
tal determinación se entrega únicamente al tribunal, como sucede en el
caso del art. 299 N.º 3 en relación con el art. 433 CJM, que radica en
el juez militar decidir si una falta es o no constitutiva de delito, sin
referencia legal (STC 28.1.2016, RCP 43, N.º 3, 73, con nota crítica
de J. Vásquez. Además, v. Ossandón, “Caso ‘Antuco’”, 20, con
referencias a la evolución del TC en esta materia).
Además, según el TC, en los casos que es admisible la remisión, la
norma complementaria no debe contener expresiones vagas e
imprecisas y debe estar comprendida en un decreto supremo emanado
de la potestad reglamentaria del Presidente y publicado en el Diario
O cial y no en otros actos normativos de menor jerarquía (STC
27.9.2007, Rol 781. Esta exigencia había sido anticipada ya en 1985
por Yáñez, “Ley penal en blanco”, 235).
Finalmente, debería tenerse en cuenta que la determinación de hasta
qué punto es admisible o no la remisión o lo precisado o no que debe
estar el “núcleo esencial de la conducta”, puede verse como un
ejercicio de ponderación entre el principio de legalidad y la necesidad
práctica de la existencia de esta clase de remisiones, por lo que, a falta
de su ciente justi cación de esa necesidad, podría estimarse
inconstitucional la remisión en sí misma, con independencia del
cumplimiento de las formalidades previstas al efecto (Winter,
“Legalidad”, 143).
c) Ley penal en blanco impropia
Leyes penales en blanco impropias son aquellas en que el
complemento de la conducta o la sanción se halla previsto en el mismo
código o ley que contiene el precepto en blanco o en otra ley, producto
de lo que, con razón se denomina “pereza legislativa” (Politoff DP,
81). Ejemplos de ese modo de proceder son el art. 470, N.º 1 CP, que
se remite, en cuanto a la penalidad, a lo dispuesto en el art. 467 CP.
Puesto que en tales casos tanto la conducta como sus circunstancias,
así como la pena prevista para el delito, se encuentran comprendidas
en normas que revisten el carácter de ley en sentido estricto, no
presenta problemas relativos al principio de legalidad, que no parece
exigir una determinada técnica legislativa. No obstante, cuando la
determinación del ámbito de lo punible y sus penas se haga
extremadamente difícil para el ciudadano común, por la multiplicidad
eventual de remisiones o el recurso a disposiciones de carácter civil o
administrativo vagas e imprecisas, bien podría enfrentarse también un
problema de constitucionalidad (Cury PG I, 213). Este podría ser el
caso del art. 64 inc. 1 Ley 16.271, que remite la sanción penal del
fraude en el impuesto a las herencias al art. 97 N.º 4 del CT, cuyos
cuatro incisos contienen penas diversas. Aunque según el TC no existe
un vicio en esa remisión, no es menos cierto que la pena no se
encuentra determinada y debe hacerse un verdadero esfuerzo
interpretativo para establecer a cuál de los incisos se remite la
disposición cuestionada (STC 14.3.2017, RCP 44, N.º 4, con nota
crítica de M. Schürmann).
d) Inconstitucionalidad de las leyes penales que contemplan
elementos normativos que remiten a normas inferiores no
comprendidas en decretos supremos
En la descripción de las conductas punibles no solo se recurre a
elementos puramente descriptivos, que indican sus propiedades
comprobables empíricamente (verbo rector, objeto material, resultado
y circunstancias), sino también a términos cuyo sentido solo es
aprehensible por medio de valoraciones culturales (p. ej., las buenas
costumbres del. art. 373), o propiamente jurídicas (p. ej., la de nición
de empleado público del art. 260). Aquellos son los llamados
elementos normativos del tipo, cuya constitucionalidad no es discutida
(STC 13.8.2009, Rol 1281).
Pero cuando estos elementos normativos hacen referencia a
valoraciones jurídicas que debieran comprenderse en regulaciones
legales o de rango inferior que autorizan, prohíben o permiten ciertas
conductas, se trataría de un caso especial de ley penal en blanco sujeto
también a las exigencias de que la regulación complementaria se
contenga en normas contempladas en un decreto supremo, dictado en
ejercicio de la potestad reglamentaria del Presidente de la República y
publicado en el Diario O cial, a rmándose la inconstitucionalidad de
remisiones a otros cuerpos normativos de rango inferior (STC
27.9.2007, Rol 781). Además, el TC no exige que esta clase de
remisiones normativas sea expresa, en el sentido que la ley penal
debiese indicar que sería complementada por una norma inferior,
bastando que ello se in era de la existencia de un elemento normativo
y se cumpla con el requisito de que la norma de complemento esté
contemplada al menos en un DS (STC 3.11.2011, Rol 1973. O. o.
Ortiz Q., “Leyes penales en blanco”, 159).
e) Inconstitucionalidad de las leyes penales en blanco al revés
Ley penal en blanco al revés es aquella en que la ley describe
completamente la conducta punible, pero entrega su sanción a una
potestad normativa de jerarquía inferior. Un ejemplo se contiene en el
art. 21, que remite la determinación de la pena de “incomunicación
con personas extrañas al establecimiento penal” al Reglamento
Carcelario, sin jar ni su límite máximo ni las modalidades de su
aplicación.
Esta clase de disposiciones son inconstitucionales pues, al contrario
de las situaciones recién analizadas, estamos ante una técnica
legislativa claramente contraria al texto del art. 19, N.º 3 inc. 8 CPR,
en esta disposición “no existe posibilidad de encomendar a otra
instancia legislativa [inferior] la determinación de la punibilidad del
hecho” (Cury, Ley penal, 43). Afortunadamente, la disposición del art.
21 carece en el presente de aplicabilidad, al no contemplar el
Reglamento de Establecimientos Penitenciarios la regulación a que
hace referencia.

C. Principio de legalidad como garantía material (II): Principio de


conducta
El art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR se re ere expresamente a la conducta
sancionada como objeto de la legislación penal. En su sentido natural
y obvio, la expresión conducta signi ca la “manera con que los
hombres se comportan en su vida y acciones”. Los Tratados
Internacionales sobre Derechos Humanos especi can esas maneras
re riéndose precisamente a acciones u omisiones.
La cuestión relevante es cómo se describen legalmente esas maneras
de comportarse o, en otros términos, cómo se de nen las clases de
comportamiento a los que se atribuye como consecuencia una pena.
La forma usual del lenguaje es recurrir a los verbos que en él existen.
Por eso pueden considerarse “conductas” casi todos los hechos de que
dan cuenta los verbos del lenguaje (“maneras de comportarse”), como
dar muerte a otro, poseer objetos ilícitos, ofrecer su venta, proponer
negocios prohibidos, solicitar favores sexuales a los litigantes,
expender productos nocivos para la salud, diseminar gérmenes
patógenos, ejercer profesiones o actividades comerciales sin el título
correspondiente o la competente autorización, etc. Luego, es la
con guración normativa de estas conductas, de acuerdo con el uso del
lenguaje empleado lo que les otorga tal carácter y no una idea
losó ca acerca del comportamiento humano, ajena al derecho
positivo y únicamente aceptable desde una determinada subjetividad,
sin posibilidad de contrastación objetiva.
a) Inconstitucionalidad del derecho penal de autor
El Estagirita a rmaba que “aun al injusto y al intemperante al
principio les era posible no llegar a ser tales, y por eso lo son
voluntariamente; mas una vez que llegaron a serlo, ya no les es posible
no serlo” (Aristóteles, Ética, 96). De allí y otros pasajes que identi can
la virtud y el vicio como hábitos, objeto de estudio del Filósofo, se ha
pretendido fundamentar la llamada “culpabilidad por la forma de
vida”, “por el carácter” o “de autor”, conceptos que signi can
abandonar el principio básico de la culpabilidad por el hecho en el
derecho penal, reemplazándolo por uno propiamente de autor que, sin
describir conductas, considere punibles características, pensamientos,
sentimientos, estados o condiciones humanas: el llamado derecho
penal de la raza y la persecución penal por la sola pertenencia a una
religión o partido político son los ejemplos extremos del abandono del
principio de culpabilidad por el hecho y su reemplazo por la
culpabilidad por el modo de vida, o de autor. Esta especie de
culpabilidad no existe en nuestro derecho y es contraria al art. 19 N.º
3 inc. 8 CPR, que garantiza el castigo por las conductas de que
“somos dueños desde el principio hasta el n si conocemos las
[circunstancias] particulares”, pero no de los hábitos, de los que
“somos dueños solo del principio” (Aristóteles, Ética, 99).
Sin embargo, parece aceptado que ciertas características personales
ajenas al hecho punible, como la edad y la conducta anterior y
posterior al delito sean consideradas como factores decisivos en la
clase y medida de pena a imponer, como la demuestra la existencia de
regímenes sancionatorios diferenciados entre adultos y adolescentes
(Ley 20.084) y el valor que se otorga a reincidencia, como agravante
(art. 12, 14.ª a 16.ª) y como requisito negativo para la sustitución de
las penas privativas de libertad (Ley 18.216).
Pero debe rechazarse la subsistencia de medidas de seguridad pre-
delictuales, es decir, impuestas en atención a la condición personal del
autor sin relación con la realización de una conducta punible, al
menos en su aspecto objetivo, como la contemplada en el art. 197 bis
de la Ley de Tránsito, que permite por los jueces con competencia en
lo criminal, “aunque no medie condena por concurrir alguna
circunstancia eximente de responsabilidad penal, decretar la
inhabilidad temporal o perpetua para conducir vehículos motorizados,
si las condiciones psíquicas y morales del autor lo aconsejan”.
b) Inconstitucionalidad del castigo de los meros pensamientos.
Principio de exterioridad
La exigencia constitucional de la “perpetración de la conducta”
como fundamento de la responsabilidad penal implica que para
condenar por un delito deba probarse un comportamiento exterior,
perceptible por los sentidos, que pueda describirse como la realización
material de la acción o la omisión penada por la ley. En términos
generales, en el caso de las acciones, ello requiere probar al menos la
realización de ciertos movimientos corporales (delitos formales) o de
dichos movimientos, un resultado y la relación causal entre ellos
(delitos de resultado); en el de las omisiones, que se realizó una
conducta diferente a la esperada.
Por lo tanto, rige el principio cogitationem poenam nemo patitur
(Ulpiano, D. 48, 19, 18: “Nadie sufre pena por su pensamiento”) o
principio de exterioridad, que excluye como hechos punibles los meros
pensamientos, ideas, planes, deseos o intenciones no comunicados a
terceros. Luego, la exigencia mínima para la constitucionalidad de una
sanción penal es la comunicación a terceros de ciertas ideas, deseos,
intenciones o planes o expresión de ciertas palabras (delitos de
expresión). Pero en tales casos, su sanción se encuentra limitada por el
ejercicio de la garantía constitucional de emitir opinión e informar, sin
censura previa y por cualquier medio (art. 19 N.º 12 CPR), que
protege la expresión de ideas políticas, críticas e informaciones de
interés público.
En relación con los delitos en que se sanciona la aprehensión o un
conjunto de hechos equivalentes que denoten control sobre una cosa
(delitos de posesión o tenencia), donde la conducta se de ne como
poseer o tener determinados objetos que se consideran ilícitos, como
las drogas (Ley 20.000) o la pornografía infantil (art. 374 bis), la
doctrina especializada, que reconoce en general la existencia de una
conducta en la tenencia o posesión (y así lo expresa el lenguaje
natural, al considerar como verbos el tener y el poseer), discute, no
obstante, su legitimidad en aquellas situaciones en que se establecen
delitos “más allá de toda justi cación”, como cuando se confunde la
peligrosidad del objeto con la de la persona que lo posee (Cox,
“Delitos de posesión”, 142).
c) Principio de conducta y responsabilidad penal de las
personas jurídicas
Las reglas reseñadas en los apartados anteriores suponen que la
conducta punible es realizada por seres humanos, por lo que algunos
autores han expresado que no sería posible el castigo penal de las
personas jurídicas (van Weezel, “Contra”, 114). Sin embargo, en la
interpretación que se ha hecho de la expresión con que se encabeza el
art. 19 CPR (“la constitución asegura a todas las personas”), se ha
dado a entender que la expresión persona incluye a los entes colectivos
o personas jurídicas (STC 20.8.2013, Rol 2381). Por lo tanto, las
garantías que la CPR asegura se extienden también a las personas
jurídicas. De allí que la expresión “conducta” y la exigencia de la
culpabilidad para la sanción de las personas naturales ha de tener
también un signi cado para dichos entes, que no actúan por sí mismos
y carecen de subjetividad. Y así lo ha reconocido el propio legislador,
al establecer las condiciones y modo de hacer efectiva la
responsabilidad penal de las entidades colectivas en la Ley 20.393,
donde la conducta punible de las personas jurídicas se entiende como
el hecho delictivo imputable a ella, por no contar con una
organización interna que contemple un sistema efectivo de prevención
de delitos.

D. Principio de legalidad como garantía material (III): Principio


de culpabilidad y prohibición del versari in re illicita
El art. 19 N.º 3 inc. 7 CPR prohíbe al legislador presumir de derecho
la culpabilidad. Esta prohibición se reconoce generalmente como el
fundamento del principio de presunción de inocencia, de carácter
procesal, que se mani esta en el art. 340 CPP según el cual “nadie
podrá ser condenado por delito sino cuando el tribunal que lo juzgare
adquiriere, más allá de toda duda razonable, la convicción de que
realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la acusación
y que en él le hubiere correspondido al acusado una participación
culpable y penada por la ley”. Desde el punto de vista probatorio, la
regla constitucional prohíbe imputar la comisión de un delito con la
sola prueba de hechos indiciaros, pero diferentes a los que constituyen
el delito en sí, si no se ofrece la posibilidad de probar la inexistencia
del delito, directamente o mediante otros indicios. Por ello, nuestra
jurisprudencia considera constitucionalmente válidas las llamadas
presunciones legales, que pueden ser destruidas con pruebas contrarias
(SCS 28.2.2013, GJ 393, 143).
Sin embargo, desde el punto de vista del derecho sustantivo, parece
que el Constituyente va más allá y reconoce el principio de
culpabilidad, al menos al dar por supuesta la exigencia de requisitos
subjetivos de la responsabilidad penal, como el conocimiento y la
intención (la voluntariedad) que, al momento de dictarse su texto se
entendían como elementos del delito, según el art. 1 CP (Rodríguez
Collao y De la Fuente, 125; Künsemüller, “Principio de culpabilidad”,
1097). Ese es el sentido que el Diccionario da al término culpabilidad:
“reproche que se hace a quien le es imputable una actuación contraria
a derecho, de manera deliberada o por negligencia, a efectos de la
exigencia de responsabilidad”.
Más delante (Cap. 12, §  4, N), se discutirá si el principio de
culpabilidad puede entenderse, además, como un límite a la medida de
la pena, en el sentido de exigir que ésta sea “proporcional” al delito,
según propone una parte de la doctrina dominante (Cárdenas,
“Culpabilidad”, 69). Por otra parte, desde un punto de vista
“antropológico”, hay autores que remiten al reconocimiento de la
libertad y dignidad personal en el art. 1 CPR el del principio de
culpabilidad como “presupuesto normativo constitucional”,
extrayendo de allí incluso conclusiones sobre el supuestamente
necesario carácter retributivo de la pena (Náquira, “Constitución”,
192).
En el sentido que aquí estudiamos del principio de culpabilidad, esto
es, exigencia subjetiva de la responsabilidad penal, el CP la establece,
en términos generales, como exigencia del dolo y la culpa (Rettig DP I,
185). Sin embargo, la ley contempla también formas más complejas de
imputación subjetiva que las descritas en los arts. 1 y 2, agregando
elementos como la ignorancia especí ca de ciertos elementos del delito
que “se debe o puede conocer” en la receptación (art. 456 bis A); el
conocimiento determinado de otros (“el que conociendo las relaciones
que lo ligan” del art. 490); la voluntad directa de cometerlo (el actuar
“con malicia”, del art. 396); y otras intencionalidades adicionales,
como el “propósito de impedir la promulgación o la ejecución del las
leyes” del art. 126, etc.
En consecuencia, la admisión del principio de culpabilidad supone el
rechazo por el constituyente de las doctrinas de la responsabilidad
penal objetiva, del versari in re illicita y de todas aquellas
interpretaciones que no exijan prueba de al menos una de las formas
de subjetivad que la ley considera fundamento de la responsabilidad
penal.
Por ello, cuando art. 10 N.º 8 exime de responsabilidad penal al que,
“con ocasión de ejecutar un acto lícito, con la debida diligencia, causa
un mal por mero accidente” y el art. 71 remite las consecuencias de la
correspondiente eximente incompleta al art. 490, no debe entenderse
que en caso de ejecutarse un acto ilícito el azar o caso fortuito sean de
todos modos imputables al agente al menos a título culposo, como
quiere la doctrina del versari, sino de modo que la remisión del art. 71
exija la necesaria prueba de la imprudencia o negligencia que
constituyen los cuasidelitos a que hace referencia (Náquira,
“Comentario”, 146).
Además, la interpretación de aquellas disposiciones de la parte
especial que podrían aparentemente ser vistas también como re ejos
del versari, los llamados delitos cali cados por el resultado, p. ej., el
secuestro y la sustracción de menores con resultado de “daño grave”
(arts. 141 inc. 3 y 142 N.º 1, respectivamente), y el delito de incendio
“si a consecuencia de explosiones… resultare la muerte o lesiones
graves de personas que se hallaren a cualquier distancia del lugar del
siniestro” (art. 474, inc. nal), etc., debe entenderse limitada por la
regla constitucional que hace punibles solo las conductas, de donde
siempre sería exigible una mínima subjetividad, negligencia o
incumplimiento de la obligación de conocer las consecuencias del
hecho en el momento de realizar una conducta (STC 17.6.2010, Rol
1584).
No obstante, es difícil a veces distinguir la responsabilidad por el
versari de la derivada de las formas admitidas de dolo o culpa, pues la
previsibilidad de los resultados es una cuestión de hecho que ha de
apreciarse en el caso concreto, y por eso la doctrina tiende a a rmar
que en la praxis de los tribunales el versari sobrevive “residualmente”
ya que el antecedente ilícito se suele tomar en cuenta a la hora de
acreditar la previsibilidad de sus consecuencias, a lo que contribuye no
poco la presunción meramente legal de voluntariedad del art. 1
(Politoff DP, 330). Lamentablemente, esa praxis no solo parece propia
de los tribunales sino también de buena parte de dogmática de origen
alemán, empeñada en estas últimas décadas en eliminar la prueba de
la subjetividad en el proceso y reemplazarla por la apreciación
subjetiva del juez acerca del sentido objetivo de las conductas
(Rusconi, “Apostillas”, 142).

§ 5. Principio de reserva y test de proporcionalidad como


criterios de legitimación del derecho penal
A. Principio de reserva
No basta con que la ley penal sea formada democráticamente para
que sea legítima. Ella también debe respetar, en su contenido, el
principio de reserva. Este principio exige, positivamente, que la ley
penal, como parte de la actividad del Estado, debe estar orientada a
garantizar los derechos, garantías, bienes e instituciones
constitucionalmente reconocidos; y, negativamente, que nadie puede
ser sancionado por conductas que impliquen el ejercicio legítimo de
los derechos y garantías de las personas, de conformidad con lo
dispuesto en la Constitución y los tratados internacionales. Su
consagración se encuentra en los arts. 1, 5 y 19 N.º 26 CPR. El
primero de ellos dispone en sus incs. 4 y 5 que el Estado se encuentra
“al servicio de la persona humana y su nalidad es promover el bien
común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales
que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad
nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno
respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece”,
agregando que es deber del Estado “dar protección a la población” y
“asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de
oportunidades en la vida nacional”. El segundo, obliga al Estado y sus
organismos a respetar y promover los derechos humanos consagrados
en los Tratados Internacionales vigentes. Y el tercero asegura que los
derechos y libertades que garantiza la Constitución nunca podrán ser
afectados en su esencia, ni imponer condiciones que impidan su libre
ejercicio. De allí se seguiría que, cuando la aplicación de una ley penal
determinada afecta en su esencia un derecho fundamental sin hacer
posible la realización en el caso concreto de una nalidad
legítimamente reconocida, debe considerarse inaplicable, por producir
efectos contrarios a la Constitución (art. 93 N.º 6 CPR); y si ello no es
posible en caso alguno, inconstitucional (art. 96 N.º 7 CPR).
B. Texto de proporcionalidad
Según el TC, para realizar ese control de legitimidad, debería
recurrirse al test de proporcionalidad, que haría operativo el principio
homónimo (también llamado prohibición de exceso, racionalidad o
razonabilidad, proporcionalidad de los medios, proporcionalidad del
sacri cio o proporcionalidad de la injerencia), en una forma
aproximada a la desarrollada por el Tribunal Constitucional Federal
de Alemania.
Este test exige que las leyes penales: a) contribuyan a la realización
de una nalidad de protección de derechos y garantías, bienes o
instituciones constitucionalmente reconocidas; b) sean idóneas o
necesarias al efecto; c) no vulneren los límites precisos impuestos por
la Constitución, como son la prohibición de establecer apremios
ilegítimos, sancionar con la con scación de bienes o la pérdida de
derechos previsionales; y d) contemplen sanciones que se
“correspondan con la gravedad de las faltas cometidas y la
responsabilidad de los infractores en ellas” (STC 21.10.2010, Rol
1518), esto es, proporcionales en sentido estricto (SSTC 4.9.2018, Rol
4660; 6.3.2008, Roles 825 y 829; y 13.06.2007, Rol 786,
respectivamente).
Respecto de los dos primeros criterios, tanto la elección de nes (la
protección de derechos y garantías, bienes o instituciones
constitucionalmente reconocidas) como de medios (idoneidad para tal
n), permiten jar ciertos puntos de partida que dan sustento a la idea
de limitar el uso del derecho penal, excluyendo del mismo las llamadas
“ilusiones legislativas”, esto es, la creación de delitos que no protegen
esos nes o que son incapaces de protegerlos por la imposibilidad de
su aplicación práctica, imposibilidad compensada por su efecto
comunicacional o político, como reacción a determinados hechos que
conmocionan la opinión pública (Künsemüller, “Falsas ideas”, 461).
Sin embargo, no siempre será fácil apreciar estos defectos en una ley
concreta.
También existen graves di cultades, salvo en los casos de
vulneración de los límites precisos establecidos en la Constitución,
para determinar la idoneidad (necesidad) o proporcionalidad en
sentido estricto de una disposición o sanción penal. En la práctica del
TC, esta proporcionalidad no se re ere a su equivalencia matemática
sino, únicamente, al hecho de no aparecer tan desproporcionadas
como para constituir una infracción a la prohibición de establecer
diferenciaciones arbitrarias del art. 19 N.º 2 CPR, pues “hay penas
distintas para cada delito e incluso puede haber penas más altas para
delitos que nos pueden parecer menos graves” y se estima que el
legislador incluso puede alterar en cada caso la regulación de la forma
de su determinación, como en los casos de los arts. 449 CP y 17 B Ley
de Control de Armas (SSTC 6.8.2009, Rol 1328; y 4.9.2018, Rol
4660 y 14.11.2017, Rol 3399, respectivamente). Tampoco parece que
pueda avanzarse mucho más en este punto, salvo advertir que no son
compatibles con este criterio los sistemas de penas absolutamente
indeterminadas, que dejan radicada en la judicatura la naturaleza y
medida de la pena a imponer sin limitación legal alguna (Cury,
“Proporción”, 90). Si se espera que las penas no digan relación con la
calidad de las personas ni con intereses particulares sino la medida del
daño social de cada delito, la determinación de la proporción entre la
pena y el daño social que se pretende evitar está entregada en primer
lugar a los representantes democráticos y no a los jueces. Y en este
juego de ponderación de intereses (los del futuro condenado y de la
sociedad), los criterios para determinar la medida de la pena que
permita evitar ese daño social no producen siempre respuestas
uniformes. Así, p. ej., en el pensamiento ilustrado con base económica,
aunque se insiste en imponer la mínima pena posible para la necesidad
de evitar nuevos delitos, se a rma al mismo tiempo que la dulzura de
las penas depende de factores contingentes, como su prontitud y la
in exibilidad de los magistrados (“no es la crueldad de las penas uno
de los más grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas”)
y que “si se destina una pena igual a dos delitos, que ofenden
desigualmente la sociedad, los hombres no encontrarán estorbo muy
fuerte para cometer el mayor, cuando hallen en él unida mayor
ventaja” (Beccaria, Delitos, 35 y 134). Y aunque Becker, desde la
moderna teoría económica del delito de corte neoclásico, procuró
modelar matemáticamente estos criterios; su carácter contingente se
enfrenta a la crítica retribucionista, que estima no hay en esos criterios
limitación interna alguna y propone, en cambio, una proporcionalidad
que podría derivarse de versiones moderadas de la ley del talión, como
el merecimiento, retribución o proporción entre la culpabilidad del
autor y la pena (Horvitz, “Dulzura”, 321).
Además, la relación de proporcionalidad entre derechos, garantías,
nes y principios constitucionalmente reconocidos, se hace todavía
más compleja cuando ellos no se presentan como reglas, en el sentido
de normas binarias cuya aplicación depende de la constatación o no
de sus presupuestos de hecho, sino, en términos de principios, esto es,
normas por medio de las cuales se establecen deberes de optimización
aplicables prima facie y en varios grados, según las posibilidades
normativas (dependen de los otros principios y reglas que a ellos se
contraponen) y fácticas (la forma cómo optimizar el deber es solo
determinable ante los hechos concretos), sujetos a ponderación, según
su peso y efecto relativo, caso a caso (Alexy, 20).
Como, por otra parte, no existe en la Constitución ni en los
principales Tratados sobre Derechos Humanos una consagración
positiva de este principio de proporcionalidad ni de su test operativo
(Lopera, 113), su aplicación ha conducido a una dispersión de
fundamentaciones, exigencias y efectos con riesgos de subjetivismo y
de una cierta dosis de irracionalidad (Arnold, Martínez y Zúñiga, 85;
y Fernández C., “Proporcionalidad”, 51, respectivamente).
En Chile, ello ha quedado en evidencia con el cambio de criterio del
TC en los casos relativos a los requerimientos de inaplicabilidad del
art. 196 ter Ley de Tránsito, en cuanto ordena cumplir en forma
efectiva la pena privativa de libertad por al menos un año,
suspendiendo en ese lapso el efecto de las penas sustitutivas de la Ley
18.216 (“Ley Emilia”). Estos recursos eran acogidos consistentemente
hasta mediados del año 2019, declarando la inaplicabilidad de dicha
disposición por considerar desproporcionada y contraria al principio
de igualdad ante la ley esa regla especial de sustitución de penas (SSTC
23.6.2018, Rol 3612 y 13.12.2016, RCP 44, N.º 1, 51, con notas de
M. Reyes L. y C. Ramos. En contra de las fundamentaciones de estas
sentencias, v. Grez y Wilenmann, “Desarrollo”). Sin embargo, como
nunca se logró el quórum necesario para declarar su
inconstitucionalidad y la norma permaneció vigente, al modi carse la
integración del TC, los recursos interpuestos comenzaron a rechazarse
con el argumento de que la limitación “parcial” o “temporal” del
acceso a las penas sustitutivas de la Ley 18.216 solo “da lugar a un
tratamiento desproporcionado, mas no de forma mani esta, sustancial
o excesiva” (STC 20.8.2019, Rol 5414).
En cambio, se ha estimado sin variaciones que resulta
desproporcionada la exclusión del bene cio de sustitución de penas de
la Ley 18.216 para los simples delitos de porte y tenencia ilegal de
armas y cartuchos (SSTC 4.9.2018, Rol 4660; y 27.3.2017, RCP 44,
N.º 2, 109, con nota crítica de G. Silva).
En otro caso, se discutió la constitucionalidad de la sanción penal
que subsiste en el art. 365 para el varón que accede carnalmente a un
menor de 18 y mayor de 14 años, donde parece que la protección del
desarrollo del menor entra en con icto con su propia libertad sexual y
con la prohibición de la discriminación en atención a la edad, sexo,
raza, origen social o nacional del sujeto activo, dado que no se castiga
ni la homosexualidad femenina ni el acceso carnal de un varón menor
de 18 años a un adulto (para una extensa fundamentación de esta
inconstitucionalidad, v. Bascuñán et al, “Informe”). Sin embargo, el
TC estableció —contra lo previsible según la anterior jurisprudencia
sobre discriminación por sexo (STC 06.03.2008, Rol 829)— que el
delito de sodomía se encontraría ajustado a la Constitución, pues
entendió que la nalidad de la legislación impugnada (salvaguardar el
“interés superior del menor”) sería constitucionalmente lícita y las
diferenciaciones planteadas no arbitrarias o irrazonables, dado el
“impacto que produce la penetración anal en el desarrollo psicosocial
del menor varón, lo que no podría predicarse, en los mismos términos,
de una relación entre mujeres en las mismas condiciones” (STC
4.1.2011, Rol 1683).
Estas di cultades para establecer límites a la legislación basados en
el principio de reserva han llevado a la doctrina a sugerir
modi caciones en la forma de integración del TC (Fernández C,
“Incumplimiento”, 242); e, incluso, reemplazar el test de
proporcionalidad por un análisis de la correspondencia entre normas e
instituciones, “como armonía de los conceptos jurídicos” (Guzmán
D., “Proporción”, 1255). No es claro, en todo caso, que estas
propuestas puedan mejorar la situación denunciada.

C. Proporcionalidad y non bis in idem material


La entidad de las penas a aplicar y su diferente naturaleza podrían
llevar a a rmar que, aún siendo legítima la intervención penal, sus
consecuencias no lo serían por exceso en la reacción, con infracción al
non bis in idem material.
En cierto sentido, la cuestión que aquí se plantea es la cara inversa
de la discusión sobre la compatibilidad entre sanciones penales y
administrativas, pero también presenta un cariz autónomo, cuando se
habla de la imposición de diversas sanciones por un mismo hecho en
una misma jurisdicción, aunque sea en diferentes procesos. Así, p. ej.,
se estableció en relación con el art. 207 b) Ley del Tránsito, que
importa necesariamente que el afectado sea sancionado, nuevamente
en la misma sede, por hechos que en su debida oportunidad fueron
objeto de castigo (STC 10.1.2017, Rol 3000). No obstante, la
jurisprudencia constitucional en esta materia es “vacilante”, pues
existen fallos anteriores en sentido contrario y no se ha alcanzado
mayoría para declarar la inconstitucionalidad de esta norma
(Ossandón, “Non bis in idem”, 88). Ello facilita, además, que su
aplicabilidad o no a los casos concretos quede entregada a la
composición del TC al momento de verse los recursos que se
interpongan (Henríquez, 34), por lo que no es posible “responder con
cierto grado de certeza cuándo, en qué casos y bajo qué exigencias
podrá ser aplicado por la autoridad llamada a imponer la sanción”
(Gómez, 135). También, en una suerte de asimilación algo impropia
de la jurisdicción militar disciplinaria con la de los Tribunales
Militares, se ha sostenido que es contraria al principio non bis in idem
la imposición de una sanción administrativa y de una pena por el
delito de infracción a los deberes militares del art. 433 CJM (STC
28.1.2016, DJP 32, 126).
Este problema no se soluciona, sino que se agrava, cuando se
fundamenta la aplicación o no del principio non bis in idem
exclusivamente “en la prohibición de exceso que se deriva del
principio de proporcionalidad” (Mañalich, “Superposición”, 548),
pues no parece existir una medida de la proporcionalidad de las penas
que sea intersubjetivamente aceptada más allá de las formulaciones
legales.
El tema de la duplicación de sanciones en el sistema penal puede
verse agravado con la entrada en vigor de la Ley 20.393, que
estableció la responsabilidad penal de las personas jurídicas para los
delitos que indica, que ha hecho más difusa la diferenciación de
sanciones, ya difícilmente practicable respecto de las inhabilidades y
las multas administrativas de cuantías muy superiores a las 4 UTM
(art. 501 CP), tanto para personas naturales como jurídicas. En estos
casos sí es posible imaginar la imposición de penas y sanciones
administrativas idénticas o muy similares y hasta más graves que las
penales en su cuantía y duración, por un mismo hecho y a los mismos
imputados, sean personas naturales o jurídicas, donde la separación
formal de jurisdicciones no parece una razonable justi cación para tal
duplicidad. Esta triple identidad de imputados, hechos punibles y
graves sanciones de la misma naturaleza justi can en estos casos el
reclamo de la doctrina contra “el cúmulo de responsabilidad
administrativa y penal” que aquí sí se produce con infracción al non
bis in idem (Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 105). Esta es la razón de
fondo por la que el TEDH acogió el recurso en el caso Grande
Stevens, estimándose que las multas administrativas impuestas a los
recurrentes por infracciones a la libre competencia tenían carácter
penal, atendida su enorme cuantía; por lo que su imposición a las
mismas personas por los mismos hechos, pero en sede criminal,
constituía una violación al derecho a un juicio justo del art. 6.1. de la
Convención Europea de derechos Humanos, idéntico en lo sustancial
al art. 8.1 CADH (STEDH 4.3.2014, caso Grande Stevens v. Italia,
N.º 18640/10; con detalle, v. las implicancias de este fallo en Viganó,
“Ne bis in idem”, 21).

D. Principios de reserva y de exclusiva protección de bienes


jurídicos
Si se acepta que la aplicación del test de proporcionalidad como
método para hacer operativo el principio de reserva impone la
exigencia de que cada ley penal persiga la protección de derechos,
bienes e instituciones que el Texto Fundamental reconoce, entonces el
principio de exclusiva protección de bienes jurídicos ha de entenderse
como la constitucionalización de que la nalidad de la ley penal,
reconocible en ella o en su historia dedigna (art. 19 inc. 2 CC), no
puede ser otra que la protección de esos derechos, bienes e
instituciones constitucionalmente reconocidos. Se abandona así la idea
de identi car los bienes jurídicos con intereses vitales ajenos al
ordenamiento jurídico y todas las variaciones que sobre el concepto
existen, sin referencia a las nalidades constitucionalmente
reconocidas.
Desde este punto de vista, y en términos generales, es posible
considerar que buena parte de nuestra legislación penal puede
sobrepasar el primer requisito del test de proporcionalidad. Así,
siguiendo el orden de la Constitución, podemos observar que el
derecho a la vida y a la integridad física y psíquica de las personas
(art. 19 N.º 1 CPR) encuentra protección penal en los delitos de
homicidio, lesiones y las guras de peligro para la vida y la salud;
mientras la protección que la ley penal dispensa al que está por nacer
se traduce en los delitos de aborto. Por otra parte, la prohibición
constitucional de aplicar apremios ilegítimos y la internacionalmente
reconocida prohibición de la tortura y otros tratos crueles, inhumanos
y degradantes encuentra su implementación penal en los delitos de
apremios ilegítimos y torturas de los arts. 150 ss. Los delitos contra la
integridad y libertad sexuales, del Tít. VII L. II CP, también pueden
verse como protección frente a una afectación a la garantía del respeto
a la integridad física y psíquica de las personas, desde el momento que
muchos de ellos suponen la cosi cación y el abuso de las víctimas
cuyas decisiones en materia de sexualidad no son tomadas en cuenta
por los agresores. Por su parte, la garantía de igualdad ante la ley (art.
19 N.º 2 CPR) encuentra protección penal directamente en el delito de
incitación al odio a través de medios de comunicación masiva del art.
31 Ley 19.733, e indirectamente en la agravante de discriminación del
art. 12, 21.ª, agregada por la Ley 20.609 (Ley Zamudio). En lo que
respecta a las garantías de igual protección ante la ley, debido proceso
y legalidad de los delitos y las penas (art. 19 N.º 3 CPR), se establecen
para su protección los delitos de imposición arbitraria de penas por
parte de empleados públicos que se arrogasen facultades judiciales
(arts. 152, 153 y 154), y prevaricación (arts. 223 a 225). La garantía
de respeto y protección a la vida privada y honra de la persona (art.
19 N.º 4 CPR) encuentra parcialmente protección penal en los arts.
161-A y 161-B, que establecen los delitos de grabación y difusión
ilegales de comunicaciones habidas en lugares privados; en los arts.
412 a 431, que imponen penas por los delitos de calumnias e injurias;
y en la Ley 19.733, que regula las sanciones a imponer en los casos
que estos delitos se cometan a través de un medio de comunicación
social. La garantía de la inviolabilidad del hogar y de toda forma de
comunicación privada (art. 19 N.º 5 CPR) se protege penalmente a
través de los delitos de violación de domicilio, apertura y registro de
correspondencia, allanamiento ilegal, interceptación y apertura de
correspondencia por parte de empleados públicos, divulgación no
autorizada de telegramas, no entrega de los mismos y falsedad en su
transcripción (arts. 144, 146, 155, 156, 193 y 195). Indirectamente,
los arts. 161-A y 161-B, también hacen referencia a esta garantía, en
cuanto protegen las comunicaciones privadas en lugares privados.
Además, el art. 36 B c) Ley 18.168, General de Telecomunicaciones,
sanciona penalmente la interceptación y captación de señales emitidas
a través de un servicio público de telecomunicaciones. La libertad de
conciencia y culto (art. 19 N.º 6 CPR), regulada en la Ley 19.638, está
protegida penalmente en los delitos de los arts. 138 a 140, que
sancionan a quienes con violencia o intimidación impiden el ejercicio
de un culto, lo interrumpen con tumulto o desorden, ultrajan los
objetos que en él se emplean o a su ministro; y también en el art. 155,
allanamiento irregular de un templo. La libertad y seguridad
individual (art. 19 N.º 7 CPR), se encuentran especialmente reguladas
en el único Título del Código que hace expresa referencia a la
Constitución, el Tít. III L. II: “De los crímenes y simples delitos que
afectan los derechos garantidos en la Constitución”. Allí se protege la
libertad ambulatoria y la seguridad personal a través de los delitos de
secuestro, sustracción de menores, detención arbitraria o ilegal,
impedimento ilegal de permanecer en un punto de la República,
trasladarse de un lugar a otro o salir o entrar del país, el atropello a
las garantías que regulan el encarcelamiento, la incomunicación ilegal,
la detención arbitraria en lugares no destinados al efecto y la
formación de causa y arresto de un senador o diputado, violando sus
prerrogativas (arts. 141 a 151, y 158 N.º 4). Fuera de ese Título, la
libertad y la seguridad personales son protegidas en términos
generales, como atentados contra la autonomía personal por la falta
de coacciones y el delito de amenazas de los arts. 494 N.º 16 y 296 a
298, respectivamente (Lorca, “Libertad personal”, 100); y
especí camente, en lo que toca a la libertad de desplazamiento y la
seguridad personal, por el delito de trata de personas (arts. 411 ter y
quáter). El derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación (art.
19 N.º 8), no regulado en la Constitución de 1833 no podía ser
tratado especialmente por el Código hecho bajo su égida, pero ello no
impide que en el mismo se encuentren algunas disposiciones aisladas
que lo protegen, siquiera indirectamente, como los delitos de
propagación de enfermedades animales, plagas vegetales u otros
elementos contaminantes “que por su naturaleza sean susceptibles de
poner en peligro la salud animal o vegetal”, así como el
envenenamiento y usurpación de aguas y las faltas consistentes en la
infracción de las reglas de policía en la elaboración de objetos fétidos
o insalubres o en arrojarlos a las calles, no entregar basuras o
desperdicios oportunamente a la policía de aseo y construcción de
hornos, chimeneas o estufas contra los reglamentos (arts. 289, 290,
291, 315, 459 y 496 N.º 20, 22 y 29). En las leyes especiales se
encuentran también guras que protegen el medio ambiente, en sus
diversas manifestaciones y elementos. Así, p. ej., respecto a la ora, el
art. 38 Ley 17.288, de Monumentos Nacionales, castiga el causar
daño o modi car la integridad de un Santuario de la Naturaleza; y los
arts. 17, 18 y 21 a 22ter de Ley de Bosques, la tala, roce a fuego y
quema ilegales de bosques, disposiciones complementadas por el art.
476 N.º 3 CP. Los suelos son protegidos ahora del depósito de
residuos peligrosos por el art. 44 Ley 20.920, que sanciona el trá co
no autorizado de residuos peligrosos o prohibidos, con una especial
agravante en caso de que dicho trá co genere algún tipo de impacto
ambiental. Por su parte, en cuanto a la fauna, los arts. 30 y 31 Ley de
Caza sancionan el comercio, la caza y captura ilegales de especies
protegidas; y los arts. 136 a 140 Ley General de Pesca, la
contaminación de aguas y la pesca y captura ilegales de especies
vedadas o protegidas o con artes prohibidas, así como el
procesamiento de especies vedadas. La libertad de emitir opinión y de
informar sin censura previa se encuentra regulada penalmente, de
conformidad con la remisión que hace el art. 137, en la ya
mencionada Ley 19.733, por dos vías: en primer lugar, de manera
negativa, al declararse en su art. 29 que “no constituyen injurias las
apreciaciones personales que se formulen en comentarios
especializados de crítica política, literaria, histórica, artística,
cientí ca, técnica y deportiva, salvo que su tenor pusiere de mani esto
el propósito de injuriar, además del de criticar”; y, en segundo
término, de manera positiva al castigar en su art. 36 al que, “fuera de
los casos previstos por la Constitución o la ley, y en el ejercicio de
funciones públicas, obstaculizare o impidiere la libre difusión de
opiniones o informaciones a través de cualquier medio de
comunicación social”. En lo que respecta a los derechos de reunión,
petición y asociación (art. 19 N.º 13, 14 y 15 CPR), el art. 158 N.º 3 y
4 contempla sancionar al empleado público que “prohibiere o
impidiere una reunión o manifestación pací ca y legal o la mandare
disolver o suspender”, y al que impidiere a un habitante de la
República “concurrir a una reunión o manifestación pací ca y legal;
formar parte de cualquier asociación lícita, o hacer uso del derecho de
petición que le garantizan las leyes”. De conformidad con los límites
constitucionales de estas garantías, el art. 292 sanciona “toda
asociación formada con el objeto de atentar contra el orden social,
contra las buenas costumbres, contra las personas o las propiedades”,
existiendo disposiciones especiales para castigar las asociaciones
ilícitas destinadas a la comisión de delitos especí cos, tales como los
de trá co ilícito de estupefacientes, lavado de dinero y terrorismo
(arts. 16 Ley 20.000, 28 Ley 19.913 y 2 N.º 5 Ley 18.314). La
libertad del trabajo y su protección (art. 19 N.º 16 CPR) son el bien
jurídico en los delitos que sancionan la “imposición ilegal de servicios
personales” e impedir ejercer un trabajo legítimo, tanto por parte de
particulares como de empleados públicos (arts. 147, 157 y 158 N.º 2).
Por su parte, en cuanto a la “seguridad del trabajo”, el art. 171 Ley
16.464 sanciona a “los empleadores o patrones que, sin justa causa de
error, paguen a sus empleados u obreros un sueldo o salario inferior al
jado por la autoridad competente”, lo que actualmente solo puede
referirse al salario o sueldo mínimo, único regulado legalmente;
mientras el art. 12 Ley 12.927, de Seguridad del Estado, sanciona a
los “empresarios o patrones que declaren el lock out” o que estuvieren
comprometidos en una paralización ilegal. El castigo de las
paralizaciones ilegales, que responde en cierto modo a su prohibición
constitucional, se encuentra en el art. 11 Ley 12.927, donde se pena
“toda interrupción o suspensión colectiva, paro o huelga de los
servicios públicos o de utilidad pública, o en las actividades de
producción, del transporte o del comercio, producido sin sujeción a
las leyes y que produzcan alteraciones del orden público o
perturbaciones en los servicios de utilidad pública o de
funcionamiento legal obligatorio o daño a cualesquiera de las
industrias vitales”. El derecho a la seguridad social (art. 19 N.º 18),
que no existía en 1874, se ampara penalmente en las diversas
disposiciones que protegen el pago regular de las cotizaciones
previsionales a las entidades encargadas de su administración,
comprendidas en leyes posteriores y especiales, a saber, los arts. 12 a
14 Ley 17.322, 19 DL 3.500 y 186 DFL 1 (2006) de Salud. En lo que
respecta a la protección del derecho de propiedad, consagrado con
especial detalle en el art. 19 N.º 24 CPR, el Tít. III L. II CP contempla
dos delitos que hacen referencia a su privación ilegítima sin ánimo de
lucro: las exacciones y la expropiación ilegales (arts. 147, 157 y 158
N.º 6); aparte del Tít. IX L. II, que castiga en los arts. 432 a 489 los
robos, hurtos, usurpaciones, estafas y daños. También la propiedad
intelectual e industrial son protegidas penalmente por las disposiciones
pertinentes de las Leyes 19.039, 17.336 y 19.342, así como por los
delitos de privación ilegal de la propiedad industrial y violación de
secretos industriales (arts. 158 N.º 5 y 284). Indirectamente, el
derecho a la protección de la salud recibe protección en todas las
guras que regulan los llamados delitos contra la salud pública y,
especialmente, en los delitos de trá co ilícito de estupefacientes de la
Ley 20.000. Además, la Constitución reconoce otros intereses dignos
de protección jurídica y, especialmente, penal, como aparece
claramente en sus arts. 9, 52 y 79, donde se hace referencia a ciertos
delitos que, aunque “graves”, no se pueden vincular de modo directo
a la necesidad de protección de algunos de los derechos
constitucionalmente reconocidos. En efecto, aunque el terrorismo,
mencionado en el art. 9 CPR pueda vincularse a la protección de las
personas, es difícil encontrar una vinculación similar en los delitos de
traición, concusión, malversación de fondos públicos y soborno,
mencionados en su art. 52, o en los de prevaricación, cohecho, falta de
observancia en materia sustancial de las leyes que reglan el
procedimiento, denegación y torcida administración de justicia, que se
señalan en su art. 79. Estos grupos de delitos, reconocidos
constitucionalmente, están destinados a proteger la institucionalidad
que permite nuestra vida organizada a través de reglas jurídicas antes
que derechos y libertades individuales.
La exposición detallada de esos delitos y su vinculación con los
derechos, bienes e instituciones constitucionalmente reconocidas es
materia de la Parte Especial. Aquí solo añadiremos que el hecho de
que exista un valor constitucional o derecho fundamental no obliga
necesariamente a su protección por la vía penal, decisión que queda
entregada al ámbito de la discreción política. Así, en Chile, no reciben
una protección penal especial los derechos a la educación, la libertad
de enseñanza, a ser admitido a todas las funciones y empleos públicos,
la libertad sindical, la igual repartición de los tributos, el derecho a
desarrollar cualquier actividad económica lícita, la no discriminación
arbitraria en el trato económico, ni la libertad para adquirir el
dominio de las cosas (art. 19 N.º 10, 12, 17, y 19 a 23 CPR,
respectivamente).

E. Principios de reserva y de ultima ratio


El principio de reserva y el test de proporcionalidad pueden
fundamentar también la idea político criminal de concebir el derecho
penal como ultima ratio, siempre que ella se precise en la a rmación
de que no es necesaria o legítima la legislación penal que no proteja
una nalidad constitucionalmente reconocida y que sería preferible no
recurrir a ella en los casos en que el n constitucionalmente
reconocido pueda alcanzarse por otras vías (Politoff, “Mesura”, 95).
Se trata de una consideración sujeta a criterios de evaluación
pragmática, dado su fundamento utilitarista: conseguir un “mayor
bienestar con un menor costo social” (Carnevali, “Ultima ratio”, 15).
Sin embargo, como la idoneidad o no del derecho penal para la
consecución de esa nalidad constitucionalmente reconocida no es
excluyente de otras herramientas legales, no parece que la exigencia de
la proporcionalidad puede llevar más allá de lo dicho ni fundamentar
un criterio de subsidiariedad estricta del derecho penal respecto de
otras ramas del ordenamiento jurídico para regular la misma materia.
Luego, la presencia o no del derecho penal en un ámbito determinado
de relaciones sociales no se encuentra vedada a priori por conceptos
ajenos al principio de reserva constitucionalmente reconocido: la
exigencia de una respuesta penal que ofrezca a los miembros de la
comunidad la seguridad de que podrán ejercer sus derechos libres de
violencia y temor es también parte de la lucha por la ampliación de la
democracia y por el desarrollo de un Estado de Derecho material.
Por tanto, se rechaza la crítica genérica contra una supuesta
“in ación penal” y su “expansión” a nuevas áreas, como el derecho
penal ambiental o económico, basada en ideas preconcebidas acerca
del contenido mínimo o nuclear del derecho penal, seguida de la
propuesta de concebir una subsidiariedad en la creación y aplicación
del derecho penal que deje para una “segunda” y “tercera”
velocidades la protección de los bienes supraindividuales y la reacción
ante los peligros del terrorismo y la delincuencia habitual,
respectivamente (Silva S., Expansión. En Chile, Carnevali,
“Re exiones”, 135 y Feller, “Riesgo”, 51). Estas ideas olvidan, por
una parte, que la legislación también debe pretender dar protección a
amplias capas de la población cuyas garantías constitucionales a la
libertad y seguridad personales se ven amagadas por la permanente
amenaza de la violencia y la pérdida de su vida, salud, libertad y
bienes (Carrasco, 79). Y, por otra, pueden conducir a la
descriminalización de facto o de iure de conductas que los poderosos
no tienen intención de perseguir, por lo que provocarían,
“probablemente, un vibrante aplauso en una asamblea de dirigentes
industriales de todos los países, felices de evitar los riesgos de la
cárcel” (Marinucci y Dolcini, 162). De hecho, eso ocurrió en Chile
cuando en el año 2003 se despenalizaron las conductas monopólicas,
penalización que hubo de reponerse en 2016 tras varios escándalos de
acuerdos de precios y cuotas de mercado en las áreas farmacéutica,
alimenticia y de papel sanitario. Por eso, desde un punto de vista
político, estas ideas contra la modernización del derecho penal se
estiman propias de una posición “alejada de toda ‘voluntad de saber’,
a la que normalmente acompaña una ideología conservadora u
reaccionaria” (Gracia, 102).
Luego, quizás la mesura que puede pedirse al empleo del derecho
penal sobre la base del principio de reserva se oriente no a una
reacción más bien atávica y contraria a su aplicación a nuevas
realidades sino a su utilización como instrumento para “el
sometimiento del impulso de la violencia reactiva”, sujeto a “un
proceso de deliberación y persuasión”, donde la pena se origina
“como una práctica distinta de la venganza”, tal cual en la tragedia de
“Las Euménides” retrata Esquilo la transformación de la Furias
(Lorca, 251). La disyuntiva entre modernización y expansión del
derecho penal es, por tanto, “falsa” (Cardozo, “Encrucijada”, 44): lo
único relevante es que las nuevas y viejas tipi caciones y, sobre todo,
la imposición de las penas asociadas, respeten las garantías de
legalidad, reserva y debido proceso, teniendo claro que, p. ej., la
protección del medio ambiente y del normal desarrollo de la economía
son nes constitucionalmente reconocidos (art. 19 N.º 8 y 23 CPR),
tanto como la protección de la vida y la propiedad (art. 19 N.º 1 y 24
CPR). Y siempre recordando los consejos que diera en su oportunidad
don Quijote a Sancho, investido de Gobernador en la Ínsula de
Barataria: “No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres, procura
que sean buenas, y sobre todo que se guarden y se cumplan, que las
pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen”
(Cervantes, M., El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Segunda parte, Cap. LI. La advertencia termina evocando la Fábula
XXII de Esopo, recordando que leyes que no se cumplen son como el
madero, Príncipe de las Ranas, a quien nadie respeta).

F. Principio de reserva y libertades de expresión e información


El art. 13.1 CADH establece que “toda persona tiene derecho a la
libertad de pensamiento y de expresión”, el que “comprende la
libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda
índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o
en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su
elección”. En esta última disposición se establece, sin embargo, que el
ejercicio del derecho a la libertad de pensamiento y expresión que allí
se contempla puede limitarse “por la ley” “para asegurar” “el respeto
a los derechos o la reputación de los demás” o “la protección de la
seguridad nacional, el orden público o la salud o moral públicas”. En
similares términos el art. 19.3 PIDCP permite limitar el derecho a la
libertad de expresión de su art. 19.2. Por su parte, el art. 19 N.º 12
CPR reconoce que el ejercicio de la “libertad de emitir opinión” y “de
informar”, puede acarrear sanciones posteriores respecto de “los
delitos y abusos que se cometan”.
La regulación especí ca respecto de la comunicación de opiniones e
informaciones a personas indeterminadas por medios de comunicación
social se encuentra en la Ley 19.733, en cuyo art. 29 inc. 2, se
establece, además, la garantía legal de que en tales casos, “no
constituyen injurias las apreciaciones personales que se formulen en
comentarios especializados de crítica política, literaria, histórica,
artística, cientí ca, técnica y deportiva, salvo que su tenor pusiere de
mani esto el propósito de injuriar, además del de criticar”. Esta
garantía se ve complementada con la posibilidad de invocar la
exceptio veritatis, esto es, la prueba de la verdad de los hechos
imputados que sean de interés público y cometidos por funcionarios,
reconocida por el art. 30 de dicha ley.
Un punto de vista más amplio es el que ha adoptado la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, sosteniendo que: “las leyes que
penalizan la expresión de ideas que no incitan a la violencia anárquica
son incompatibles con la libertad de expresión y pensamiento
consagrada en el art. 13 y con el propósito fundamental de la
Convención Americana de proteger y garantizar la forma pluralista y
democrática de vida” (Informe Sobre la Compatibilidad entre las
Leyes de Desacato y la Convención Americana sobre derechos
Humanos de la Comisión Interamericana de derechos Humanos, N.º
22 de 1994, Cap. V, Sección IV). Por ello, se consideraron
incompatibles con los términos del art. 13 CADH, las leyes que
penalizaban en Chile “la expresión que ofende, insulta o amenaza a
un funcionario público en el desempeño de sus funciones o ciales”,
como sucedía en los hoy derogados arts. 263 y 265 CP y en el todavía
vigente art. 284 CJM (Informe del Relator Especial de la OEA para la
Libertad de Expresión de 1999, 32 y 47).
Tratándose de comunicaciones entre personas determinadas, la
necesidad de conservar la forma pluralista y democrática de vida se
traduce en la de sancionar cierta clase de comunicaciones que “sea en
sí misma, por la manera en que tiene lugar y por el contexto social en
que acontece, constitutiva de un peligro cierto y grave para un bien
jurídico digno de tutela penal” (Politoff DP, 36). Este es el fundamento
del castigo de los llamados delitos de expresión, como sucede, entre
otros, en la proposición y conspiración y en los delitos de falso
testimonio, solicitud indebida de favores sexuales, propuesta de
negocios ilícitos entre funcionarios públicos y particulares y amenazas
(arts. 8, 206 a 210., 223 N.º 3, 248 a 250, y 296 a 298,
respectivamente). En todos ellos existe un acto comunicativo entre
personas determinadas que puede describirse como un fenómeno del
mundo exterior susceptible de prueba y que, según los casos, puede
provocar modi caciones en ese mundo exterior más allá del acto de
emitir y recibir un mensaje lingüístico (temor en las personas
amenazadas o solicitadas; adquirir una motivación para actuar
indebidamente, en los casos de cohecho; u ofrecer el fundamento
fáctico para una sentencia injusta, en los casos de falso testimonio,
etc.).
Pero, tratándose de injurias y calumnias (arts. 412 a 420), para
mantener nuestra sociedad democrática es preciso un margen de
tolerancia a las expresiones que pudieran parecer ofensivas, si son
verdaderas y existe un interés público para su difusión. Por ello, el
derecho común reconoce la exceptio veritatis en casos de calumnias y
de injurias dirigidas contra empleados públicos sobre hechos
concernientes al ejercicio de su cargo (arts. 415 y 420). Además, esa
tolerancia ha de incluir la posibilidad de emitir opiniones y
a rmaciones de hecho equivocadas pero que se creen verdaderas o, al
menos, respecto de cuya correspondencia con la realidad se ha
realizado un esfuerzo mínimo de veri cación o “un cierto nivel de
diligencia en la búsqueda de la verdad”, particularmente tratándose de
informaciones difundidas por los medios de prensa (A. Fernández D.,
“Desafuero”, 211). En este sentido, la Corte Suprema ha establecido
“como principio general”, que “aquel que atribuye públicamente por
razones de interés social un hecho que razonablemente cree cierto, no
incurre en delito, aunque esté equivocado, porque su creencia en la
verdad de lo que sostiene, excluye el dolo inherente a estas guras
penales” (SCS [Pleno] 5.7.1999, FM 488, 158). Por lo anterior, parece
razonable jar el límite de la libertad de expresión en la emisión de
falsedades deliberadas, esto es, conscientemente no correspondientes a
la verdad, según la información veri cada o disponible por el que la
emite y que provoca daños en personas e instituciones (Covarrubias,
54).
El interés público que reviste la difusión de comportamientos ilícitos
motiva también, en resguardo de la libertad de información, la
jurisprudencia de la Corte Suprema que estima lícitas las grabaciones
subrepticias y su posterior difusión, cuando recaen en conversaciones
en que se mani estan ilícitos, como las condiciones para otorgar una
licencia médica falsa, excluyendo la aplicación a tales grabaciones del
tipo penal del art. 161-A (SCS 21.8.2013, RChDCP 2, N.º 4, 243, con
nota crítica de C. Suazo, recordando el fallo en sentido completamente
contrario de la SCS 9.8.2007, Rol 3005-6, con comentario crítico de
Bascuñán, “Grabaciones”, 61. Ambos enfatizan en que la grabación
subrepticia debe ser sancionada siempre, con independencia de su
contenido y del tratamiento de su difusión).
§ 6. Función de las penas y prevención especial positiva como
única nalidad constitucionalmente reconocida de las penas
privativas de libertad
A. Función normativa de las penas. La prevención especial positiva
En sentido estrictamente normativo una pena es la “consecuencia
jurídica que se impone a una persona que ha cometido un delito”
(Ortiz/Arévalo, 17). Por tanto, la primera función de las penas es
cali car un hecho determinado como delito, pues solo los delitos las
contemplan como consecuencias jurídicas.
En consecuencia, como los delitos, solo son legítimas las penas
establecidas con estricta sujeción al principio de legalidad, respetando
el principio de reserva y el debido proceso.
En cuanto a su naturaleza, la Constitución y los tratados
internacionales reconocen diferentes clases de penas, cuya imposición
resulta, por ello, legítima en principio: i) inhabilidades para ejercer
cargos públicos; la enseñanza; explotar o dirigir medios de
comunicación y ser dirigente de organizaciones políticas o gremiales
(art. 9 CPR, en relación con los delitos terroristas); ii) pérdida de la
nacionalidad, en caso de prestación de servicios durante una guerra
exterior a enemigos de Chile o de sus aliados (art. 11, N.º 2 CPR); iii)
pérdida de la calidad de ciudadano, en casos de delitos castigados con
penas a ictivas, esto es, privativas de libertad de más de tres años de
duración (art. 17 N.º 3 CPR); iv) pena de muerte, en caso de
aprobarse por ley de quórum cali cado (art. 19 N.º 1 inc. 3); e)
restricción de la libertad personal (art. 19 N.º 7 b) CPR); v) privación
de libertad personal en lugares públicos (art. 19 N.º 7 b) y d) CPR);
vi) incomunicación con personas ajenas al establecimiento (art. 19 N.º
7 d) CPR); h) comiso (art. 19 N.º 7 g) CPR); vii) con scación de
bienes de sociedades ilícitas (art. 19 N.º 7 g) CPR); viii) pérdida de
derechos patrimoniales (multas), excepto la de los derechos
previsionales (art. 19 N.º 7 h) CPR); y ix) trabajos forzados
acompañados de prisión (art. 8.3 b) PIDCP y 6.3 a) CAHD). En el
sistema penal de adultos, las penas que se pueden imponer se
encuentran precisadas, con carácter general, en el art. 21 CP y en la
Ley 18.216, sobre penas sustitutivas. Además, para los adolescentes y
las personas jurídicas existen sistemas sancionatorios especí cos,
contemplados en las Leyes 20.084 y 20.393, respectivamente.
Sin embargo, la privación de derechos y la imposición de multas
también pueden ser consecuencias jurídicas previstas por la legislación
para ser impuestas por los órganos de la administración del Estado y
no como consecuencia jurídica de un delito. Por ello es preciso
destacar que cuando hablamos de derecho penal, hoy en día hablamos
principalmente de leyes que amenazan con penas privativas de
libertad, las que “constituyen prácticas ampliamente aceptadas como
legítimas por la comunidad internacional” y son “un elemento común
a casi todos los sistemas penales” (Rodley, 6). Ello es coincidente con
lo expresado por nuestro TC en el sentido de que lo propiamente
penal son las privaciones de libertad con carácter sancionatorio, esto
es, las que no están destinadas al cumplimiento de una obligación que
requiere la presencia del privado de libertad, como los apremios para
comparecer en juicio, de manera que solo una disposición legal de
carácter penal podría imponer penas privativas de libertad (STC
21.10.2010, Rol 1518).
Pero no basta que las penas estén establecidas legalmente para ser
constitucionalmente legítimas: los Tratados Internacionales sobre
Derechos Humanos obligan a orientar su ejecución hacia la
prevención especial positiva. Así, mientras el art. 10.3 PIDCP
establece que “el régimen penitenciario consistirá en un tratamiento
cuya nalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los
penados”, el art. 5.6 CADH dispone que “las penas privativas de
libertad tendrán como nalidad esencial la reforma y la readaptación
social de los condenados”. Ello no solo importa la necesidad de
proveer sustituciones de las penas privativas de libertad por otras
sanciones que favorezcan la reintegración social (Ley 18.216), sino
también contar con régimen penitenciario que prepare al condenado
para la libertad mediante una “acción educativa necesaria para la
reinserción social” (art. 1 Reglamento de Establecimientos
Penitenciarios), contemple la reducción de condenas por buena
conducta y un régimen progresivo de salidas previas hasta su libertad
condicional (DL 321), excluyendo del sistema aquellas penas que
pudieran producir por sí mismas efectos desintegradores o di cultaren
gravemente la reinserción social.
Luego, en nuestro sistema constitucional, para ser legítima toda pena
privativa de libertad ha de tener como nalidad la prevención especial
positiva, esto es, ofrecer tratamientos de reintegración social a los
condenados, que permitan disminuir los efectos desocializadores de la
privación de libertad y faciliten su reinserción al término de la
condena, reduciendo la probabilidad de reincidencia. Se trata de una
orientación en que la resocialización no se entiende “como imposición
de un determinado esquema de valores u orden social, sino como la
creación de las bases para la autorrealización o autodesarrollo libre
del individuo o, al menos, como la remoción de las condiciones que
impidan que el sujeto vea empeorado, a consecuencia de la
intervención penal, su estado de socialización” (Durán, “Prevención
especial [2015]”, 298).
Contra esta constatación normativa de orden superior no vale el
argumento de que la función resocializadora no sería posible frente a
“los delincuentes de cuello blanco, quienes se alzan en armas contra el
gobierno legítimo sin conseguir su propósito de derrocarle, o el sujeto
de una in delidad diplomática o el juez que en un tribunal supremo
admite una dádiva”, que no requerirían resocialización (Rivacoba,
Función, 143). En efecto, tales personas, si bien no se encuentran
limitadas psicológica o socialmente, sí pueden presentar rasgos de
personalidad, hábitos, destrezas, cargos, profesiones y relaciones que
hagan más probable su reincidencia y a los cuales deba apuntar un
programa de reintegración social para evitarla. Esta función de
resocialización de las penas concretamente impuestas, entendida como
oferta de oportunidades para la autorrealización fuera del delito, es
incluso aceptada como legítima por alguna parte de la doctrina que
de ende ideas más bien retribucionista sobre la legitimidad de su
imposición (así, p. ej., Valenzuela, “Penitencia secular”, 266, a rma
“que las reglas que determinen el destino de los penados en el sistema
chileno deben tener por sentido posibilitar el aprendizaje o la opción
moral de los penados de alejarse de una carrera criminal”).
Siendo la resocialización la nalidad legítima de las penas privativas
de libertad, su sustitución por otras restrictivas de libertad y derechos,
como las contempladas en la Ley 18.216 (probation), es también
legítima, en la medida que dicha sustitución se encuentre orientada a
la reintegración social del condenado. Lo mismo vale para las salidas
al exterior y otros bene cios durante la ejecución de la pena privativa
de libertad, la reducción de la duración y su cumplimiento en libertad
(parole). Pero el principio de resocialización exige también “la
adopción de medidas que van más allá de la ejecución de la pena, por
ejemplo, el término del sistema de antecedentes penales y otros que
impliquen efectos estigmatizantes y discriminadores” (Durán,
“Prevención especial [2008]”, 71).
Otra consecuencia de la exigencia normativa de que las penas
privativas de libertad tengan como nalidad la reintegración social del
condenado, es que las penas perpetuas que no contemplen
mecanismos de libertad condicional o similares que permitan su
revisión, deben considerarse inconstitucionales. En Alemania y
España, donde también rige el PIDCP, así lo ha declarado su
jurisprudencia constitucional (STC Alemania 21.6.1977, Rol 14/76, y
STC España 30.3.2000, Rol 91/2000). Entre nosotros, las penas
privativas de libertad perpetuas, aún en su forma más grave (presidio
perpetuo cali cado, art. 32 bis), al permitir ciertas formas de revisión
jurisdiccional para conceder la libertad condicional del condenado
parecen encontrarse en el límite de lo admisible, aunque son
discutibles las limitaciones sobre la base de un tiempo jo de
cumplimiento de pena (20 o 40 años, según los casos) o la naturaleza
de los delitos cometidos (Cúneo, 2). De lege ferenda, la doctrina
nacional rechaza de plano las penas perpetuas, estimando alrededor de
15 años el tiempo máximo de privación de libertad para que pueda
cumplirse la función resocializadora (Etcheberry, “Cambios”, 113 y
121).
No obstante, siendo la orientación a la prevención especial positiva
o reintegración social una nalidad material y normativamente
reconocida de las penas privativas de libertad, no es exigible en cuanto
a sus resultados sino en su establecimiento, imposición y formas de
ejecución, pues lograr la efectiva reintegración de un condenado, esto
es, conseguir su retraimiento de la actividad criminal tras el
cumplimiento de la pena, depende de muchos factores sociales e
individuales que los encargados del sistema penitenciario no están en
condiciones de controlar o modi car. Con todo, se debe dejar
constancia del avance de las ciencias conductuales en esta materia, que
ha dejado de lado el pesimismo de los años 1970 (el “nothing works”
de Martinson, 22), para dar paso a un moderado optimismo en las
posibilidades de la reintegración social mediante tratamientos y
modi caciones conductuales voluntarias y efectivas (Dropelmann, 3;).
Entre ellos se encuentran, p. ej., experiencias de rehabilitación y
reducción efectivas de la reincidencia mediante programas de
meditación trascendental, cuya e cacia ha sido demostrada incluso en
internos de cárceles de alta seguridad, como el penal de Folsom en
Estados Unidos (Rainforth, Alexander y Cavanaugh, 181; una visión
comparada de estos efectos positivos de la meditación trascendental,
incluyendo experiencias nacionales, puede verse en Marín, 145). Otros
programas respaldados con la evidencia son los tribunales de
tratamiento de drogas, los basados en el paradigma riesgo-necesidad-
respuesta que propone adoptar nuestro Reglamento Penitenciario, los
de distanciamiento y reinserción al momento del egreso, etc. (Cullen,
299).

B. Funciones empíricas de las penas privativas de libertad:


prevención especial negativa (aseguramiento), prevención
general (disuasión) y cohesión social (prevención general
social). Su limitación por la finalidad de prevención especial
positiva
Cuando los tratados y la Constitución admiten como legítimas las
penas privativas de libertad orientadas hacia la reintegración social de
los condenados, admiten también los eventuales efectos empíricamente
contrastables de dicha privación de libertad: el aseguramiento del
condenado (prevención especial negativa) y la disuasión de terceros
(prevención general). El aseguramiento, que puede fundamentarse
losó camente en el argumento de la persistencia de los estados de las
cosas mientras no se produzca un cambio real (Descartes,
Meditaciones, 9), es la exclusión de los condenados de la vida social
por un tiempo determinado, impidiéndoles o di cultándoles la
reiteración delictiva (Levitt, “Overcrowding”, 319). Y la disuasión de
terceros es el resultado de la combinación de las probabilidades de
aprehensión y condena y la gravedad de las penas en el
comportamiento general de la población (Becker, 204).
Por otra parte, los estudios conductuales han demostrado que la
imposición de penas privativas de libertad apropiadas no solo disuade,
sino también mantiene el comportamiento cooperativo (Balliet,
Mulder y Lange, 600). Esta constatación empírica ha llevado incluso a
la formulación de un criterio de legitimación del sistema penal
diferente a los tradicionales: la prevención general social (Rodríguez
H., Comportamiento, 62).
Sin embargo, todas las consecuencias empíricas de las sanciones son
eventuales, pues su efectiva imposición y la forma concreta en que ello
se hace depende de los recursos destinados tanto al sistema de
persecución criminal como al penitenciario. Un sistema penitenciario
cuya organización no evite la comisión de delitos al o desde el interior
de los recintos carcelarios, no solo impide la reintegración social, sino
que genera un efecto menor de aseguramiento y una mayor
desintegración, al incorporar a los internos a redes y organizaciones
criminales, como sucede en buena parte de las cárceles
latinoamericanas (Dudley y Bergent, 4). Y un sistema de persecución
penal con una baja probabilidad de condena por los delitos que
conoce (o que asegura una pena desproporcionadamente baja en
comparación con la ganancia que reporta el delito) no disuade y puede
hasta considerarse un factor que induce a la actividad criminal
(Bentham, 26). Finalmente, un sistema que permite a muchos free
riders salir permanentemente con la suya, produce desazón social y la
pérdida de respeto por la ley, a pesar de que algunos pocos sean
efectivamente sancionados (Shiller y Akerlof, 906).
Por otra parte, el aseguramiento, la disuasión y la integración social
como efectos empíricos de la imposición de penas privativas de
libertad, no se legitiman por sí mismos, sino que su legitimidad
proviene de la de éstas: una pena que solo asegure al condenado sin
ofrecer tratamientos o formas de ejecución orientadas a su
resocialización o que consista en su aseguramiento a través de su
incapacitación corporal, no será legítima. Y tampoco será legítima la
disuasión o la cohesión social intentadas sancionando con penas que
no estén orientadas a la reintegración social.

§ 7. Teorías divergentes de fundamentación material de las


nalidades de la pena
Traspasado el umbral de la constatación de las funciones normativas
y empíricas de las penas, y particularmente de las privativas de
libertad, la discusión acerca de otras nalidades y funciones que
puedan cumplir es de política criminal, cuyas pretensiones basadas en
teorizaciones losó cas de diferente origen no constituyen argumentos
para la discusión empírica ni normativa acerca de los límites de la
soberanía democrática en la materia.
Y aunque es indesmentible que el Código de 1874, por la data de su
promulgación, se enmarca entre aquellos derivados de la Escuela
Clásica y de corte retribucionista, y que buena parte de la
jurisprudencia sigue aferrada a esta doctrina a la hora de determinar
en concreto las penas aplicables, bajo conceptos tales como “castigo
proporcional”, “razones de justicia”, “pena proporcionalmente
retributiva al ilícito cometido” y/o “sanción condigna al hecho
reprobado” (Durán, “Justi cación”, 276); también es cierto que tales
conceptos no superan el umbral de la mera a rmación de
subjetividades acerca de lo que cada quién estima proporcional, justo,
digno o adecuado a la medida de la culpabilidad. De hecho, la sola
idea de la existencia de un derecho a castigar o ius puniendi que
fundamente la idea de la retribución es una a rmación que “no tiene
sustento en el derecho, sino que constituye un postulado ideológico”
(Novoa, Cuestiones, 74). Por otra parte, se a rma que la idea de que
exista un fundamento para legitimar la pena fuera del orden político
en que está inserto el derecho penal que se trate produce la paradoja
de legitimar de entrada ese orden político, lo que “no solo es
insu ciente sino que además conduce a un conformismo político
peligroso con lo cual el potencial crítico de estas teorías es muy
reducido” (Wilenmann, “Legitimación”, 363).

A. Teorías absolutas
a) Idealismo alemán clásico
Según Kant el establecimiento de los delitos y sus penas —y, en
particular, de la pena de muerte— no dependería del cumplimiento de
ninguna nalidad normativa o empírica, sino que estaría determinado
por una razón metafísica, a saber, el cumplimiento del “imperativo
categórico” o absoluto de aplicar la “justicia” correspondiente a cada
caso, “pues cuando la justicia perece, entonces ya no tiene más valor
la vida del hombre sobre la tierra”: “el derecho penal es el derecho
que tiene quien detenta el mando con respecto a un súbdito, de
imponerle un sufrimiento por haber cometido un delito”, pues la pena
“nunca puede ser utilizada como un simple medio para producir un
bien distinto, ni para el delincuente mismo, ni para la sociedad civil,
sino que siempre debe serle a él impuesta, porque él ha delinquido”.
En consecuencia, siendo “la justicia” la razón y medida de la pena, no
podría tener otra función que la retribución o ius talionis: “quien ha
asesinado, debe morir”, pues “no existe ningún otro subrogado para
la satisfacción de la justicia”, de donde se seguiría que “incluso si la
sociedad civil se disolviese con el acuerdo de todos sus miembros (p.
ej., si la población de una isla decide separarse y diseminarse por todo
el mundo), primero debiera ser colgado el último asesino que se
encuentra en la cárcel, para que así todos experimentasen el valor de
sus actos, y la culpa de la sangre no se derrame sobre el pueblo que no
ha impuesto el castigo, pues por ello podría ser tratado como partícipe
en la ofensa pública de la justicia” (Kant, 331. Sobre las implicancias
de este argumento para la justi cación de la pena de muerte, v. Solari
A., 21). Con todo, debe señalarse que existen esfuerzos aislados por
sostener que este rigorismo metafísico de Kant no sería propiamente
kantiano o que, incluso, Kant ofrecería, en realidad una perspectiva de
prevención general (entre nosotros, Mañalich, “Metafísica”). Sin
embargo, tales esfuerzos no han tenido acogida en la doctrina
dominante, atendida la claridad con que Kant expresa sus
pensamientos.
Por su parte, Hegel sostenía que la pena no se trataría de un asunto
de “males” o “bienes” cuya in uencia en el comportamiento humano
deba evaluarse, sino “únicamente de injusto y de justicia”, pues si el
hombre, en tanto ser vivo, puede ser forzado, esto es, “su expresión
exterior puede ser conducida bajo la coerción de otro”, esa coerción o
violencia anulan la libertad y son “por tanto, abstractamente
considerada [s], lo injusto”. Luego, no solo sería “justo”, sino
“necesario”, que esa “coerción”, “sea anulada a través de la
coerción”, esto es, que exista una “segunda coerción que sea la
anulación de una primera coerción”. El delito sería, por tanto, “la
primera coerción ejercida como violencia de la libertad” de otro, una
“proposición negativa y sin n en todo sentido” dirigida contra la
existencia de la voluntad en un sentido concreto, que por lo tanto
“lesiona al derecho en tanto derecho”, pero que “en sí misma es
nada”, pues conduce necesariamente a la realización del derecho como
su anulación. La lesión al derecho solo se produce en la medida que se
considera “la voluntad particular del delincuente” como una
proposición que “debiera valer”, si no es anulada por el derecho. Por
lo tanto, la necesaria anulación de la voluntad particular del
delincuente por medio de la pena (la segunda lesión) sería solo
externamente algo “negativo”, pero no materialmente, ya que
mediante ella se obtendría “el restablecimiento del derecho”. En
consecuencia, si “la pena es vista como continente de su propio
derecho [el del delincuente], con su imposición el delincuente es
honrado como ser racional” y “no es tratado solo como un animal
peligroso” o teniendo en cuenta intimidar a los demás (Hegel, 90).
En un sentido similar, pero partiendo de la idea de la “retribución
jurídica”, Rivacoba a rmaba que la imposición de una pena, “más
que de in igir dolor y provocar sufrimiento a nadie por el delito que
haya ejecutado, se trata de desaprobarlo y signi car y dar realidad a
semejante desaprobación en la pena. Frente a la negación que el delito
representa de los valores consagrados por una comunidad y a cuya
preservación considera ésta ligadas su razón de ser y su organización y
acción política y jurídica, el derecho penal los rea rma mediante la
reprobación y el reproche de los actos que los niegan, expresando y
concretando tal rea rmación en su punición, es decir, denotando de
manera simbólica con ella la permanencia, en la sociedad, de sus
aspiraciones valorativas y sus ideales de vida” (Rivacoba, Retribución,
63. Para un acabado estudio de estas ideas, v. Guzmán D.,
“Rivacoba”). Incluso se ha llegado a a rmar, contra toda experiencia
histórica de los sistemas penales basados en esta idea —donde suelen
predominar la pena de muerte y severos castigos corporales—, que
sería “en el espíritu retributivo y su preocupación por la integridad
moral del hombre, donde adquieren pleno sentido los requerimientos
contemporáneos de descriminalizar, despenalizar y desjudicializar”
(Clavería, 841).
Las aporías de estas formas de pensamiento —que se extienden a
todas las formas de retribución, merecimiento y prevención general
positiva— se pueden resumir en que no se trata más que de “formas
del habla”, “proclamaciones” o “artículos de fe” que carecen de
respaldo lógico o empírico (Klug, “Abschied”, 36; y Schünemann,
“Aporías”, 5). En efecto, en primer lugar, es imposible deducir
lógicamente de un hecho que afecte la libertad de otro o de la
infracción a una norma jurídica la absoluta necesidad —abstracta y
fuera del ámbito de la discusión política— de su sanción con una pena
determinada por la naturaleza del hecho o de la norma que se trate.
Además, si ello fuera posible, supondría que todo el derecho debiera
ser derecho penal, a menos que se contase con otro criterio
diferenciador, que no puede deducirse de las premisas iniciales. Pero,
por otra parte, esas penas determinadas por la naturaleza del delito o
de la culpabilidad no se conocen en los sistemas penales modernos
donde predominan las sanciones privativas de libertad y las
pecuniarias; ni tampoco su absoluta necesidad es compatible con la
existencia en estos sistemas de penas sustitutivas, libertad condicional
y las otras salidas alternativas al proceso y la pena.
Con todo, la explicación de su subsistencia y renacimiento puede
encontrarse en el interés de limitar los excesos de las penas
indeterminadas y ciertos tratamientos supuestamente resocializadores
aplicados sin las garantías y limitaciones constitucionales que aquí se
plantean (como el “Método Ludovico” del lme La Naranja
Mecánica, de S. Kubrick, 1971). En sus nuevas presentaciones, la
retribución se explica como consecuencia de la consagración
constitucional del principio de culpabilidad o como una regla de
merecimiento, prevención positiva general o una necesidad jurídica,
según veremos a continuación. Sin embargo, estas reformulaciones de
la retribución no suponen realmente nuevos fundamentos, “sino más
de lo mismo pero con otro lenguaje y conceptos”, por lo que les son
aplicables todas las consideraciones críticas antes expuestas y, sobre
todo, la de proponer la idea concebir la pena como un mal, sin
justi car si este mal favorece a alguien; al condenado, a la sociedad o
a la víctima” (Durán, “Teorías absolutas”, 43).
Por ahora, diremos que de la premisa de que el principio de
culpabilidad pueda ser inferido de los textos constitucionales no se
deduce lógicamente que la retribución sea una nalidad legítima de las
penas, como se ha planteado por algunos autores que, precisamente,
rescatan el valor de las garantías y límites constitucionales en la
aplicación e interpretación de la ley penal (Rusconi, Sistema, 162). En
efecto, el alcance aceptado del principio de culpabilidad es la
limitación a la imposición de penas por hechos que carecen de una
vinculación subjetiva con el responsable, vinculación de la que no se
puede inferir la naturaleza y cuantía de la pena a imponer, ni mucho
menos negar que éstas deban tener una nalidad reintegradora,
contradiciendo lo dispuesto en los arts. 5.6 CADH y 10.3 PIDCP. Lo
mismo cabe decir de la idea de la proporcionalidad, a la que también
se le atribuye consagración constitucional. Ello explica porqué todas
estas teorías terminan por buscar en criterios ajenos al ordenamiento
constitucional los principios o fundamentos que les permitan justi car
la clase y cuantía de las penas que proponen, vinculando de una u otra
forma el derecho con exigencias morales o losó cas, lo que no es
otra cosa que presentar, en odres modernos, las viejas ideas del
derecho natural.
b) Merecimiento y retribucionismo expresivo
En paralelo a las trasformaciones de la sociedad del cambio de siglo
hacia el predominio del sistema capitalista y liberal, las críticas al
funcionamiento del Estado como proveedor de rehabilitación y el
rechazo a la indeterminación y arbitrariedad judiciales reinantes en la
imposición de las penas las décadas de 1960 y 1970, surgió un
reencantamiento con el retribucionismo en parte del mundo
anglosajón, transformado en lo que ha venido en denominarse teoría
del merecimiento o just deserts, donde no siempre de manera
consciente se reactualizan los planteamientos de Hegel y Kant para
justi car un castigo penal que, se a rma, no puede estar basado en la
persecución del “ideal fracasado” de la resocialización ni en el mero
utilitarismo del Estado de Bienestar, sino en la retribución y la justicia
(merecimiento y proporcionalidad).
Así, se a rma por unos que “castigar a alguien consiste en imponerle
una privación (un sufrimiento), porque supuestamente ha realizado un
daño, en una forma tal que [ese castigo] exprese desaprobación de la
persona [castigada] por su comportamiento”. De este modo, el castigo
considera a quien ha causado el daño como agente moral autónomo al
que se hace una censura sin pretender “cambiar [sus] actitudes
morales”, pues de otro modo se le estaría tratando como “a los tigres
de circo”, “seres que deben ser refrenados, intimidados o
condicionados para cumplir, porque son incapaces de entender que
morder a la gente (o a otros tigres) está mal”. Desde este punto de
vista, “un sistema de penas no debiera ser diseñado como algo que
‘nosotros’ hacemos para prevenir que ‘ellos’ delincan”, sino más bien,
“debiera ser algo que los ciudadanos libres diseñan para regular su
propia conducta”. Y ese castigo merecido ha de ser proporcional al
daño causado, por ofrecer este principio una guía “éticamente
plausible” pues “la justicia importa” y, además, es más o menos
practicable en cuanto a las penas a imponer a ciertos hechos (que
deben ser “graduadas de acuerdo a la gravedad de los delitos”),
existiendo la posibilidad de administrar castigos “benignos” sin
“presuponer unos determinados nes de la pena”, pues “los castigos
dañan a aquellos que los sufren” y “una sociedad decente debiera
intentar mantener en el mínimo la imposición deliberada de
sufrimiento” (Hirsch, 28-37).
En otra variante de esta teoría, admitiendo la idea general del
merecimiento, pero en contra de su establecimiento especulativo o
deontológico, se presenta el planteamiento del llamado “merecimiento
empírico”. Según esta aproximación, todas las teorías tradicionales de
la pena llevan a su justi cación, por lo que correspondería averiguar
cuáles serían los criterios más apropiados para su distribución, esto es,
para resolver la cuestión de “¿quién debe ser sancionado y en qué
medida?”. Estas respuestas no se encontrarían en “los análisis
losó cos” de los defensores del merecimiento deontológico, donde
no existe acuerdo entre los autores sobre cuestiones básicas, como la
relevancia del resultado para determinar la pena “merecida”, p. ej.;
sino en “las intuiciones de justicia en la comunidad”, las cuales
podrían ser formalizadas y generalizadas recurriendo “a la
investigación empírica de los factores que impulsan las intuiciones de
las personas acerca de la culpabilidad”, mediante encuestas en que se
hace a las personas “‘imponer penas’ en una variedad de casos
cuidadosamente diseñados para ver qué factores in uyen de hecho en
sus juicios sobre la pena” (Robinson, Principios, 31 y 163).
Sin perjuicio de que la determinación de las penas a imponer sobre la
base de encuestas es un método poco able al reemplazar el estudio de
decisiones reales que se toman al elegir representantes o resolver casos
concretos en un contexto de responsabilidad controlado por otras
declaradas y sin control externo; los estudios conductuales sobre las
decisiones de castigo tienden más a reconocer la existencia de una
propensión al castigo del free rider con sanciones indiferenciadas
respecto a su magnitud y siempre que su comportamiento antisocial
no esté lo su cientemente extendido para que sea más conveniente
adoptarlo que castigarlo (cooperación condicional), de modo que se
encuentran allí presentes consideraciones utilitaristas bien diferentes a
la idea de un castigo “justo” (Gätcher, 53). Por otra parte, el hecho de
que la sociedad privilegie las salidas alternativas y las sanciones con
cumplimiento en libertad frente a las penas de encierro previstas en el
Código parece también desvirtuar la propuesta de Robinson, al menos
como descripción del sistema de penas chileno (según el Boletín
Estadístico del Ministerio Público, solo un 11,7% del total de los
términos de causas con imputados conocidos del año 2018
corresponde a sentencias judiciales que imponen penas privativas de
libertad). Esta constatación permite desvirtuar la idea de encontrar un
fundamento antropológico que explique una supuesta necesidad o
principio retributivo en las sanciones penales, basado en las ideas de
sentimiento de culpa, sufrimiento y expiación (Guzmán V., 1434).
En Chile, J. P. Mañalich de ende una variante de la teoría del
merecimiento, tributaria de los planteamientos de U. Kindhäuser y J.
Feinberg, que cali ca como “una versión re nada de una teoría
retribucionista de la justi cación de la pena” (Mañalich,
“Retribución”, 135). En esta variante, se a rma que la pena es la
expresión de un reproche por un comportamiento culpable contrario a
la norma y, en este sentido, cumple una función expresiva, declarativa
o comunicativa de la pena como reconocimiento: “retribucionismo
expresivo”. Para esta teoría, la imputación de un hecho es en sí misma
un “reproche de culpabilidad” que entiende como un “resentimiento”,
“una actitud reactiva que forma parte de nuestra experiencia moral
cotidiana y que así presupone la participación en relaciones
interpersonales con otros como un participante en la comunicación”,
pues solo “la adopción de una actitud reactiva, así como la irrogación
de un mal como consecuencia” “presupone que el sujeto sigue siendo
visto como miembro de la comunidad”, de modo que la pena se deja
entender como una “reacción simbólica frente a la defraudación
producida por la deslealtad de su comportamiento” (Mañalich,
“Pena”, 69). Lo anterior puede verse también como una
“institucionalización del principio de retribución”, donde las ideas de
Hegel dominan la explicación: “La equivalencia entre delito y pena se
encuentra, por ende, en su correspondiente valor declarativo como
contradicción del derecho y como restablecimiento del derecho a
través de la contradicción del derecho, respectivamente” (Mañalich,
“Justicia”, 173. Decididamente hegeliano, en “Coacción punitiva”,
49; y comprometido con una versión de Beling, en “Retribucionismo
consecuencialista”, 11).
Con planteamientos similares, otros proponen que la función de la
ley penal sería declarar que “quien cometa un injusto debe
comprender que ha dado lugar a una situación que por sí misma
reclama (como jus) sanción-retribución” (Londoño, “Orientación”,
115). E incluso hay quienes sostienen que esta concepción
comunicativa permite entender los principios ilustrados (legalidad,
pena pública, mínima necesaria en relación con el la el daño social de
delito) desde una “percepción retributiva” (Soto P., “Fin”, 133),
contra la expresa función de prevención que en sus orígenes se
proponía para ellos: “impedir al reo causar nuevos daños a su
ciudadanos, y retraer a los demás de la comisión de otros iguales”
(Beccaria, Delitos, 60).

B. Teorías unitarias basadas en la retribución (culpabilidad)


Según la teoría unitaria, dominante en el siglo XX, las penas son en
su esencia retribución por el mal causado, que se identi caría con la
idea de la culpabilidad del agente, y, al mismo tiempo, cumplen
nalidades preventivas, sea en su establecimiento (prevención general)
como en su ejecución (prevención especial, negativa y positiva). Se
trata de una teoría que combina las disputas acerca de las funciones
que históricamente se les atribuyeron a las penas estatales, sobre todo
en la discusión de nes del siglo XVIII y principios del XIX, pero
teniendo como punto de partida la retribución por la culpabilidad del
agente, por lo que adolece de los mismos problemas de justi cación
que las teorías absolutas.
En su versión más extendida “la pena sirve a las nalidades de la
prevención especial y general”, pero “debe ser limitada en su máximo
por el principio de culpabilidad”, aunque puede imponerse una pena
menor a ese máximo (y aún prescindirse de ella), “si así lo exigen
necesidades de prevención especial y a ello no se oponen exigencias
mínimas de prevención general” (Roxin AT I, 85). Esta es, con los
matices personales de cada caso, la teoría dominante entre nosotros
(por todos, v. Cury PG I, 68; Sanhueza, Nociones, 36; y
Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 55).
C. Teoría de la prevención general positiva (simbólica)
En sus diferentes variantes, esta teoría sostiene que la función del
derecho penal es comunicar, expresar, signi car o de otro modo
simbólico (no contrastable empíricamente), reprochar o retribuir al
autor por el hecho ilícito, demostrando, reforzando o garantizando a
la comunidad por esta vía la vigencia o el restablecimiento del
ordenamiento jurídico por sobre la voluntad o deslealtad del infractor.
Desde este punto de vista, la única función de la pena es la
prevención general positiva, entendida como “prevención general a
través de la práctica del reconocimiento de [la validez de] la norma”,
reconocimiento que se produce solo a nivel comunicativo, con la
condena penal como comunicación de sentido contraria a la
pretensión normativa del delincuente, que se agota en sí misma
(Jakobs AT, 13. En Chile, en el mismo sentido, Piña Fundamentos, 42,
y Reyes V., Derecho penal, 15).
Entre nosotros, con total independencia del desarrollo dogmático
alemán, Etcheberry veía ya en la década de 1960 que la imposición de
las penas tenía efectos puramente normativos, al a rmar que “la
nalidad primaria y esencial del derecho penal es la prevención
general”, pero no en sentido empírico, sino “estrictamente jurídico”:
“si la orden de la norma tiene un carácter imperativo, y ella prohíbe
determinadas conductas, parece hasta tautológico a rmar que ella
desea que no se produzcan. Luego, la pena, que es la consecuencia
jurídica de la trasgresión, ha sido establecida para reforzar el mandato
de la norma, para evitar, en general, que se cometan delitos”, pero no
para suprimirlos, lo que conduciría a una elevación sin término de las
penas (Etcheberry DP I, 34). No obstante, respecto de las penas
privativas de libertad este autor ahora es partidario de reducir su
nalidad a “la protección de los bienes jurídicos y procurar la
reincorporación adecuada del condenado a la vida en sociedad”,
insistiendo en que incluso se debiera hacer una “declaración de
principios” en la propia ley “que descarte todo carácter meramente
punitivo o retributivo de la pena” (Etcheberry, “Cambios”, 113).

D. La prevención general positiva en un Estado Social y


Democrático de Derecho
Para S. Mir Puig, “la retribución, la prevención general y la
prevención especial no constituyen opciones ahistóricas, sino diversos
cometidos que distintas concepciones del Estado han asignado en
diferentes momentos al derecho penal”. Luego, en el Estado Social y
Democrático de Derecho, nacido en Europa al término de la II Guerra
Mundial, el derecho penal cumpliría también una función
históricamente determinada. En consecuencia, los nes de la pena en
un Estado Social y Democrático de derecho se entrelazarían de la
siguiente manera: “en el momento de la conminación legal no puede
buscarse la prevención especial frente al delincuente que todavía no
puede existir; luego, procederá entonces la función de prevención
general” que “tiende a evitar ataques a bienes jurídicos en la medida
de su gravedad y de su peligrosidad”; función que se mantendría en
las “fases de aplicación judicial y ejecución de la pena” donde,
además, en la fase judicial “puede intervenir la prevención especial,
junto con la idea de la proporcionalidad”, “dentro del marco,
estrecho, que permiten los márgenes penales jados por la ley a cada
delito”, incluyendo la posibilidad de otorgar una suspensión de la
pena (libertad condicional, según la legislación española); mientras en
la de ejecución, “la Constitución” “impone expresamente la función
de prevención especial, como resocialización” (Mir, Derecho penal,
93).
Entre nosotros, Garrido ha adoptado esta teoría a rmando que de la
concepción del Estado Social y Democrático de derecho “se
desprenden los principios que restringen el ejercicio del ius puniendi,
los que en conjunto constituyen un todo inseparable”: “El Estado de
derecho supone el principio de legalidad o de reserva; el Estado social,
el de intervención mínima y el de protección de bienes jurídicos; el
Estado democrático, los principios de humanidad, culpabilidad,
proporcionalidad y resocialización” (Garrido DP I, 30. Adoptan
también esta concepción, de lege lata, Feller, “Consideraciones”, y
Rettig DP I, 109; y de lege ferenda, Durán, “Prevención General”,
291, aunque dejando a salvo la función de prevención especial
positiva como la única constitucionalmente aceptable al momento de
la imposición de las penas).

§ 8. Principio de reserva y límites constitucionales de las penas


A. Prohibición de la tortura, apremios ilegítimos y tratos
inhumanos y degradantes
El art. 19 N.º 1 inc. 4 CPR “prohíbe la aplicación de todo apremio
ilegítimo”, también en caso de que se cometa como manifestación de
una forma irregular de dar cumplimiento a una orden legítima de la
autoridad (STC 21.10.2010, Rol 1518). Se recoge así, en la forma que
en el momento de redactarse pareció adecuada a la tradición nacional,
la prohibición universal de la tortura y los tratos crueles inhumanos y
degradantes, establecida en el art. 7 PIDCP y en el art. 5 N.º 2 CADH
(Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 73). Especí camente, el art. 1 de la
Convención contra la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos o
Degradantes prohíbe “todo acto por el cual se in ija
intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya
sean físicos o mentales, con el n de obtener de ella o de un tercero
información o una confesión, de castigarla por un acto que haya
cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar
a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier
tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean
in igidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de
funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o
aquiescencia” y no se trate de “dolores o sufrimientos que sean
consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes
o incidentales a éstas”.
La imposición de tales apremios ilegítimos durante el proceso penal
debe traducirse en una defensa de ilicitud de los actos en que dichos
apremios tienen lugar (generalmente, la detención) y de las pruebas
que de ellos se derivan (informaciones y las evidencias que dichas
informaciones permiten recabar), lo que probablemente conducirá al
ejercicio de la facultad de no perseverar por parte del scal, el
sobreseimiento o absolución por falta de pruebas. Cuando tales
apremios se imponen con posterioridad a la condena, se traduce en la
presentación de recursos de amparo con el propósito de regularizar o
cambiar el régimen penitenciario. En el derecho comparado, estas
infracciones han dado origen a una defensa penitenciaria especí ca de
reducción de la pena o su sustitución por una forma cumplimiento en
libertad por la vía jurisprudencial, basada en la necesidad de poner
término a los apremios ilegítimos a que las condiciones del encierro en
particular han dado lugar.
La CIDH ha declarado que constituyen tratos inhumanos y
degradantes los castigos que se ejecutan en el cuerpo del condenado,
como las agelaciones, latigazos, azotes, lapidación y mutilaciones; la
incomunicación prolongada y el encierro en “celda oscura” o
“hueco”; y mantener a una persona presa en condiciones de
hacinamiento, con falta de ventilación y luz natural, sin cama para su
reposo ni condiciones adecuadas de higiene, en aislamiento e
incomunicación o con restricciones indebidas al régimen de visitas
(SSCIDH 11.3.2005, Caso Caesar vs. Trinidad y Tobago; 25.11.2006,
Caso del Penal Miguel Castro vs. Perú; y 7.9.2004, Caso Tibi vs.
Ecuador, respectivamente). Por su parte, el TEDH consideró como
una forma de trato inhumano y degradante la aplicación de penas
privativas de libertad en celdas colectivas con hasta menos de 3 metros
cuadrados por preso, aunque rechazó que fuesen también formas de
tratos inhumanos la falta de tiempo al aire libre y de oportunidades de
trabajar en la prisión; y que el aislamiento en celdas solitarias con
privación sensorial y por tiempos prolongados (“celdas negras”)
constituye un castigo inhumano, aunque en sí mismo el aislamiento no
se estima que sea una pena cruel o inhumana, si es limitado en el
tiempo y no concurren otras circunstancias como la privación
sensorial o de alimentos (SSTEDH 16.7.2009, Sulejmanovic v. Italia;
4.2.2003, Van der Ven v. Holanda, respectivamente). Por su parte, la
Corte Suprema de los Estados Unidos considera que superar el 130%
de la capacidad de un establecimiento penal puede ser la causa
primaria de que sus internos no reciban el su ciente cuidado médico,
especialmente aquellos con serios problemas mentales y de salud, lo
cual viola la octava enmienda de su Constitución, constituyendo una
pena inusitada y cruel, por lo que ordenó a la administración la
reducción del hacinamiento mediante la liberación del número
su ciente de presos para lograrlo, sea a través de reducciones de
condena o de anticipos de la libertad condicional (Brown et al. v. Plata
et al., 563 USSC, 2011).
Tratándose de medidas de detención preventiva a la espera de juicio,
la CIDH ha señalado que estos estándares han de ser todavía más
“rigurosos”, incluyendo, entre otros: i) celdas ventiladas y con acceso
a luz natural; ii) acceso a sanitarios y duchas limpias y con su ciente
privacidad; iii) alimentación de buena calidad; y iv) atención de salud
necesaria, digna, adecuada y oportuna (SCIDH 26.6.2012, Caso Díaz
Peña vs. Venezuela, RChDCP 1, 393).
En Chile, desconocemos una litigación que ponga en cuestión las
condiciones generales de encierro, salvo la esporádica a través de
recursos de amparo acogidos por condiciones particulares de falta de
seguridad personal o castigos puntuales a reclusos (SSCS 3.4.2017,
Rol 10437-17; 30.5.2018, Rol 10834-18). Con todo, al menos
institucionalmente, desde el año 1949 no existe la pena de azotes y el
Reglamento de Establecimientos Penitenciarios establece en su art. 6
que ningún “interno será sometido a torturas, a tratos crueles,
inhumanos o degradantes, de palabra o de obra, ni será objeto de un
rigor innecesario en la aplicación de las normas del presente
Reglamento”, limitando la sanción disciplinaria de aislamiento en
celda solitaria a una extensión máxima de 4 nes de semana o 10 días
(art. 81 i), j) y k)).
Nótese que la consideración como tortura de la imposición de
dolores o sufrimientos graves intencionales con el solo propósito de
castigar al que los padece parece también indicar que ese no puede ser
el propósito de las penas y que el sufrimiento que causan las privativas
de libertad impuestas legítimamente solo se admite como condición
necesaria para ofrecer posibilidades de reintegración social, y no como
mera retribución.

B. Prohibición de tratamientos forzados


La prohibición de las penas crueles, inhumanas y degradantes
establecida en términos generales en los arts. 5.2 CADH y en el art. 7
PIDCP, signi ca, entre otras cosas y como ya se dijo, que las penas no
pueden exigir prestaciones corporales y, por tanto, tampoco consistir
en formas de tratamientos conductuales, físicos, médicos o
psicológicos forzados. Entre nosotros, el art. 14 Ley 20.584, establece
como principio básico para realizar cualquier acción de salud el
consentimiento informado del paciente. En consecuencia, para no
transformarse en apremios ilegítimos, las ofertas de tratamiento de
resocialización o reeducación de los condenados solo pueden
implementarse con su consentimiento, es decir, deben tratarse de
ofertas de actividades voluntarias. Ello es, por lo demás, coherente con
las mínimas exigencias de las ciencias de la conducta que requieren
adherencia voluntaria a los tratamientos como punto de partida para
su éxito en el mundo del ser (Gallego, 100). Por su parte, el Comité de
Derechos del Niño de Naciones Unidas recomienda que las sanciones
alternativas a la prisión (probation) que supongan la remisión de la
pena para efectuar tratamientos conductuales se impongan solo si se
cuenta con el consentimiento informado del afectado: “El niño debe
dar libre y voluntariamente su consentimiento por escrito a la
remisión del caso, y el consentimiento deberá basarse en información
adecuada y especí ca sobre la naturaleza, el contenido y la duración
de la medida, y también sobre las consecuencias si no coopera en la
ejecución de ésta” (CRC/C/GC/10, 25.4.2007, párr. 27).
De este modo, la exigencia de voluntariedad limita la función
resocializadora de las penas privativas de libertad prescrita en esos
mismos Tratados Internacionales, en el sentido de que su
cumplimiento ha de entenderse como un esfuerzo permanente para
reducir y evitar la desocialización que produce la imposición de penas
privativas de libertad, ofreciendo tratamientos y actividades
consentidas durante su ejecución para facilitar la reintegración social a
su término.
Pero para que este consentimiento sea realmente voluntario, la falta
de participación en los programas de tratamiento no puede acarrear
agravamientos ni consecuencias desfavorables en la ejecución de las
penas ni, a la inversa, ventajas o consecuencias favorables para
quienes participan en ellos distintas a los objetivos del tratamiento
(Mapelli, 26).

C. Derogación parcial de la pena de muerte


La supresión de la pena de muerte del art. 21 CP por la Ley 19.734,
sustituyéndola por la de presidio perpetuo cali cado, signi có un gran
avance en esta materia, aunque dicha sanción subsiste en el Código de
Justicia Militar en un número no menor de infracciones, entre ella la
no entrega de suministros a las tropas, el amotinamiento, sedición,
deserción, rendición injusti cada, abandono del mando y la
desobediencia frente al enemigo y otras conductas de similar gravedad
y peligro para las tropas y buques nacionales en tiempos de guerra
(arts. 347, 270, 272, 287, 288, 303, art. 304 N.º 1, art. 327, 336 N.º
1, 337 N.º 1, 379, 383 N.º 1, 384, 385, 391 y 392), pero también la
traición a la patria cometida por militares (art. 244) y el maltrato de
obra a un superior causándole la muerte o lesiones graves (art. 339).
No obstante, el art. 4 CADH parece asegurar que, al menos
tratándose de delitos comunes, dicha pena no podrá ser reinstaurada
entre nosotros.
Más allá del fundamento normativo de esta limitación, es claro que
ella es fruto de la continua desacralización y crítica de esta pena
iniciada por Beccaria, 141, al cali carla de “inútil prodigalidad de
suplicios, que nunca ha conseguido hacer mejores a los hombres”,
críticas que hoy encuentran eco con distinto fundamento incluso en
autores de tendencia retribucionista, que ven en ella la destrucción “de
un presupuesto esencial de la oferta de entendimiento normativo que
se traduce en el reproche de culpabilidad: la continuidad de la
personalidad del condenado como centro de agencia racional”
(Mañalich, “Pena de muerte”, 343).

D. Prohibición de la pena de pérdida de derechos previsionales y


de la confiscación. Principio de personalidad de las penas
El art. 19 N.º 7 e) CPR dispone que “no podrá aplicarse como
sanción la pérdida de los derechos previsionales”, expresando de esta
manera la necesidad de conservar un espacio de reintegración a la vida
en común a través de las instituciones de seguridad social, incluso para
los condenados.
Por su parte, la con scación, entendida como la privación total de
los bienes de una persona natural, se encuentra prohibida en el art. 19
N.º 7 g) CPR, que dispone: “No podrá imponerse la pena de
con scación de bienes, sin perjuicio del comiso en los casos
establecidos por las leyes, pero dicha pena será procedente respecto de
las asociaciones ilícitas”.
Aunque desde antiguo se reprocha la inconveniencia política de un
sistema de con scaciones arbitrario, por conducir generalmente a
rebeliones (Aristóteles, Política, 254); su prohibición actual es
resultado de las criticas liberales al sistema monárquico, donde la
con scación se empleaba como pena recurrente para los suicidas, los
acusados de traición y otros atentados, dejando a las familias de los
condenados en la miseria (Robespierre, 115, y Voltaire, 150), y por
eso se encuentra fuertemente vinculada al principio de personalidad de
las penas, como explícitamente aparece en el art. 5.3 CADH, donde se
dispone que “la pena no puede trascender de la persona del
delincuente”, permitiéndose únicamente el comiso de bienes
determinados.
Luego, es legítima la pena que consiste en la privación de bienes
determinados, como el comiso del art. 31, que consiste en la pérdida
de los efectos del delito y de los instrumentos con que se ejecutó. Las
di cultades surgen, sin embargo, en los casos de los delitos
contemplados en las Leyes 19.913 y 20.000, que sancionan el lavado
de activos y el trá co ilícito de estupefacientes, respectivamente,
estableciendo lo que se denomina el comiso ampliado, el cual alcanza
a todos los bienes provenientes de la actividad ilícita, incluyendo las
sustancias tra cadas, armas, dineros y bienes muebles e inmuebles y
sus frutos pendientes (Suárez, 483). Sin embargo, mientras el comiso
no se extienda a bienes adquiridos legítimamente antes de comenzar la
actividad criminal o con fondos no procedentes de ella, su mayor o
menor amplitud dependerá, en los hechos, de la mayor o menor
amplitud de la actividad criminal de base y su mayor o menor
extensión será responsabilidad del condenado, sin infracción a la
prohibición constitucional.

E. Prohibición de la prisión por deudas


El art. 11 PIDCP dispone que “nadie será encarcelado por el solo
hecho de no poder cumplir una obligación contractual”. Por su parte,
el art. 7.7 CADH establece que “nadie será detenido por deudas”,
frase seguida de la declaración de que “este principio no limita los
mandatos de autoridad judicial competente dictados por
incumplimiento de deberes alimentarios”. La cuestión relevante es
determinar a qué clase de deudas y obligaciones se re eren estas
reglas.
Nuestro TC ha declarado que el arresto y la reclusión nocturna
previstas como formas de apremio para el cumplimiento de las
obligaciones que tienen su origen en la ley no infringirían dichos
preceptos, ya que no tendrían una fuente contractual, como sucedería
en las decretadas por incumplimiento del pago de las cuotas de la
compensación económica (art. 66 Ley 19.947); incumplimiento de
pago de cotizaciones previsionales (arts. 12 y 14 Ley 17.322); no pago
de las obligaciones tributarias (arts. 93 a 95 Código Tributario); e
incumplimiento de la obligación de reincorporar al trabajador
despedido por prácticas antisindicales, entre otras (SSTC 16.08.2018,
Rol 4465; 21.11.2013, Rol 2265; 27.09.2012, Rol 2102; y
13.12.2011, Rol 1971).
Pero tratándose de delitos de carácter patrimonial o económico, es a
veces difícil trazar una frontera entre un mero incumplimiento
contractual y un delito. El ejemplo más claro de ello son los delitos de
fraudes en la entrega, de los arts. 467 y 469 N.º 1 y 2 y de
apropiación indebida del art. 470 N.º 1: se trata de situaciones donde
un contrato civil válidamente otorgado obliga a hacer entrega o
restitución de cosas de una determinada calidad y cantidad, pero
donde su incumplimiento deriva de un engaño, en el caso del fraude
en la entrega, o del abuso de con anza, en el caso de la apropiación
indebida. Lo mismo sucede con el delito de giro doloso de cheques del
art. 22 Ley sobre Cuentas Corrientes Bancarias y Cheques, que puede
verse como un engaño formalizado mediante la emisión de un
documento con aparente poder liberatorio, no teniendo fondos para
cubrirlo o retirando después dichos fondos para no hacerlo (SCS
18.6.2008, Rol 2054-8). Así también lo ha resuelto el TC en general,
respecto de “las diversas guras penales de defraudación, que
importan una infracción de ley” y, en particular respecto del giro
doloso de cheques por su carácter de fraude especial, salvo en aquellos
casos en que dichos instrumentos aparecen claramente como garantía
del incumplimiento de una obligación contractual (SSTC 27.9.2012,
Rol 2102; 27.9.2017, Rol 3381; y 21.11.2014, Rol 2744).

F. Prohibición de penas indeterminadas


El TC ha estimado, en un asunto atingente a la cuantía de una
sanción gubernativa, que la imposición de una sanción basada en una
norma que no entrega parámetros o baremos objetivos para
determinar cómo, porqué y en qué cuantía se aplica no supera el test
de proporcionalidad si esas cuantías pueden variar muy
signi cativamente produciría un efecto contrario a la Constitución
(STC 29.9.2016, RCP 44, N.º 1, 67, con nota crítica de R. Collado).
La aplicación estricta de este criterio a las sanciones penales parece
pugnar con las normas de los arts. 65 a 69 CP, que permiten, según los
casos, recorrer al juez la pena en toda su extensión, objeción que
puede salvarse entendiendo que la limitación propuesta por el TC se
re ere a los casos en que la extensión de la pena a determinar
judicialmente sea de tal magnitud que recorrerla libremente pudiera
signi car no solo una desproporción por la cuantía impuesta, sino una
infracción al principio de igualdad, al no poder distinguirse las
razones por las cuales se determinan las cuantías de las penas en los
casos concretos.

§ 9. Debido proceso como fundamento material de la


imposición de penas
A. Concepto y efectos de su infracción: exclusión de pruebas,
nulidades y requerimiento ante la CIDH
La garantía del debido proceso legal, reconocida en el art. 19 N.º 3
inc. 6 CPR, que asegura a todas las personas un “justo y racional
procedimiento e investigación”, consiste en “un sistema de garantías
que condicionan el ejercicio del ius puniendi del Estado y que buscan
asegurar que el inculpado o imputado no sea sometido a decisiones
arbitrarias” (SCIDH 23.11.2012, Caso Mohamed Vs. Argentina,
RChDCP 2, N.º 1, con nota de H. Alarcón). Está constituido por “un
conjunto de garantías que la Constitución Política de la República, los
tratados internacionales rati cados por Chile, actualmente en vigor, y
las leyes, le entregan a las partes de la relación procesal, por medio de
las cuales se procura que todos puedan hacer valer sus pretensiones
ante los tribunales, que sean escuchados, que puedan protestar cuando
no están conformes, que se respeten los procedimientos jados en la
ley, que las sentencias sean debidamente motivadas y fundadas, entre
otros” (SCS 31.5.2010, Rol 1618-10). Su centralidad en un sistema
democrático es tal que sin su consagración no parece que un sistema
político actual pueda considerarse material o estructuralmente como
una democracia constitucional (Navarro D., Derecho Procesal, 399).
En sentido estricto, sus principales fuentes se encuentran, por
remisión del art. 5 CPR, en los arts. 8 CADH y 14 PIDCP. Allí se
mencionan las garantías mínimas de presunción de inocencia, juez
imparcial y natural, plazo razonable, publicidad del juicio, derecho a
conocer el contenido de la acusación, contar con defensa letrada, no
declarar contra sí mismo, presentar pruebas, contrainterrogar testigos
y recurrir contra la sentencia condenatoria. En sentido amplio,
importa el respeto de esas y las restantes garantías constitucionales,
particularmente las relativas a la prohibición de la tortura como
método para obtener informaciones útiles a un proceso penal (art. 19
N.º 1 CPR), la protección de la inviolabilidad del hogar y de toda
forma de comunicación privada (art. 19 N.º 5 CPR) y la garantía de la
libertad y seguridad personales (art. 19 N.º 7 CPR), que delimitan la
actividad de investigación de policías y scales.
Positivamente, esta garantía, a través de la presunción de inocencia,
importa la necesidad de que la existencia del hecho punible y la
participación en él sean probadas en juicio antes de imponer una pena,
según dispone el art. 14.2 PIDCP: “Toda persona acusada de un delito
tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su
culpabilidad conforme a la ley”, lo que el art. 340 CPP traduce en la
exigencia de que la convicción más allá de toda duda razonable acerca
de la existencia del hecho punible y la participación culpable del
condenado, sea adquirida por el tribunal “sobre la base de la prueba
producida durante el juicio”. Esto signi ca que ni las convicciones
personales, ni las atribuciones puramente normativas o las alegaciones
de las partes son su cientes para determinar la existencia del hecho
punible y la participación culpable del acusado: se requiere que cada
hecho imputado, atribución normativa o alegación de las partes que
constituya un elemento del hecho punible o de la participación
culpable sean probados en juicio (sobre la discusión acerca del alcance
de la exigencia de la prueba más allá de una duda razonable, que
parece oscilar entre la íntima convicción y la certeza objetiva, v. Báez,
“¿Estándar”?, 869, quien la equipara a una “certeza jurídica motivada
en razones justi catorias” basadas en la valoración de la prueba
conforme a la “sana crítica” y la “teoría de la argumentación
jurídica”). Mientras esa prueba y su adecuada valoración en juicio no
acontezca y se traduzca en una sentencia condenatoria, la
Constitución impone considerar a cada imputado en un “estado de
inocencia” y “como tal debe ser tratado” (Pozo, “Presunción”, 704).
La exigencia de probar la responsabilidad penal no solo es relevante
como garantía procesal, sino que debería ponernos a resguardo de
teorías penales que tiendan a hacerla innecesaria, como las
atribuciones causales basadas en teorías “normativas” del riesgo que
no exigen prueba material de su aumento ni de la causalidad
subyacente, o “normativas” del dolo, que se conforman con su
“atribución” “potencial” (Rusconi, Sistema, 50).
Negativamente, la garantía del debido proceso importa que esas
pruebas no se pueden obtener de cualquier modo, sino legítimamente,
esto es, con pleno respeto a los derechos y garantías
constitucionalmente reconocidos, de modo que infracciones materiales
de las garantías del debido proceso y de otras garantías
constitucionales, como la inviolabilidad de la morada o de las
comunicaciones privadas (art. 19 N.º 5 CPR), y la libertad y seguridad
personales (art. 19 N.º 7 CPR), cometidas con ocasión de una
investigación criminal, importen la exclusión del juicio o de su
valoración como tales de los medios de prueba así obtenidos, pues “de
no veri carse la exclusión de la prueba obtenida con inobservancia de
tales garantías fundamentales el Estado estaría usando como
fundamento de una eventual condena el resultado de una vulneración
constitucional” (Hernández B., “Prueba ilícita”, 66).
Por ello, las defensas basadas en la infracción a las garantías del
debido proceso pueden conducir a la declaración de ilegalidad o
nulidad de otras actuaciones, la exclusión de pruebas diferentes a las
obtenidas con infracción de garantías y la nulidad del juicio o de la
sentencia, según el momento procesal en que se esgriman y la
trascendencia de la infracción respecto de las actuaciones consecutivas
que de ella dependan o emanen, de conformidad con la doctrina del
“fruto del árbol envenenado”, expresada, respecto a la nulidad
procesal, en el art. 160 CPP. Pero la exclusión de la prueba derivada
de una obtenida con ilicitud exige para su operatividad que “la prueba
se haya obtenido verdaderamente gracias a la prueba contaminada y
no a resultas de otros procedimientos investigativos” (Zapata, 29). De
allí que los efectos de esta defensa no son siempre idénticos: es
evidente que las más completas defensas en esta materia son aquellas
que permiten la exclusión de medios probatorios y la nulidad de la
sentencia, con sentencia de reemplazo absolutoria por falta de
pruebas, pero incluso las infracciones a la sola ritualidad procesal,
fácticamente pueden producir similares resultados si en la repetición
de la actuación anulada o del juicio no se producen o presentan
pruebas su cientes para acreditar la responsabilidad del imputado
(arts. 276, 385, 159 y 374 CPP).
Si de la exclusión probatoria efectivamente practicada no restan
otras pruebas que permitan al tribunal adquirir la convicción, más allá
de toda duda razonable, de la existencia del delito y de la
participación culpable del acusado en su ejecución, el tribunal estará
obligado a absolverlo (art. 340 CPP), del mismo modo que debe
hacerlo en caso de que se acreditase una de las eximentes del art. 10
CP, por lo que se trata de un grupo de defensas de la mayor relevancia
en el ejercicio diario de la profesión.
Lo mismo sucede si en la audiencia de preparación del juicio oral se
excluyen pruebas lícitas, pero que el tribunal estima impertinentes o
redundantes, según el art. 276 CPP, si las aceptadas resultan
insu cientes para probar la responsabilidad del acusado. La doctrina
plantea, además, que similares efectos debe producir la prohibición de
valorar pruebas obtenidas con infracción de garantías, tanto en etapa
de investigación como de juicio, con independencia de su formal
nulidad o exclusión (Correa, “Exclusión”, 163).
Respecto a las formas de presentar esta defensa, hay que distinguir:
el conocimiento de las infracciones producidas durante la etapa de
investigación recae en el Juez de Garantía (arts. 95, 132, 159 y 276
CPP). El juez puede declarar ilegal una detención, anular actuaciones
judiciales y excluir pruebas que hubieren sido realizadas u obtenidas
con inobservancia de garantías fundamentales, respectivamente,
pudiendo incluso decretar el sobreseimiento temporal de una causa en
caso de que no sea de otro modo posible asegurar el respeto de los
derechos del imputado (art. 10 CPP). Durante el juicio oral, si bien el
tribunal no puede formalmente excluir pruebas, materialmente puede
no valorarlas si se comprueba su origen ilícito y no formarse una
convicción a partir de ellas, evitando la eventual nulidad que
correspondería en caso de fallar teniéndolas como fundamento de una
condena (Hernández, “Prueba ilícita”, 90. O. o. Moreno, “Límites”,
87, para quien, siguiendo a J. López, el tribunal de juicio oral debiera
valorar explícitamente la prueba ilícita para facilitar la declaración de
nulidad del fallo).
Tratándose de sentencias de nitivas, el art. 373 a) CPP entrega
competencia a la Corte Suprema para declarar la nulidad de la
sentencia y, en su caso, del juicio, cuando, en cualquier etapa del
procedimiento, se hubieren infringido sustancialmente derechos o
garantías asegurados por la Constitución o por los tratados
internacionales rati cados por Chile que se encuentren vigentes. Y el
juicio y la sentencia serán siempre anulados, en los casos que la
infracción al debido proceso consista precisamente en alguno de los
casos del art. 374 CPP, cuyo conocimiento es entregado por la ley, en
primer lugar, a las Cortes de Apelaciones.
Además, nuestra Corte Suprema ha admitido la posibilidad de
recurrir de amparo constitucional del art. 21 CPR como medida
preventiva para evitar o impugnar la realización de diligencias
probatorias ilegales que amenacen o perturben la libertad personal
(SCS 11.11.2014, RCP 42, N.º 1, 211, con nota aprobatoria de F.
García M.).
Extraordinariamente, y aun tras haberse rechazado un recurso de
nulidad, la falla del deber del Estado en la protección de las garantías
fundamentales reconocidas en los Tratados Internacionales sobre
Derechos Humanos dentro de un proceso penal puede ser
“remediada” mediante un requerimiento ante la Comisión
Interamericana de derechos Humanos según los arts. 43 y 44 CADH
(“control de convencionalidad”, Nash y Núñez D., 72). Ello puede
derivar en condenadas a nivel internacional al Estado de Chile y en
formas extraordinarias de dejar sin efecto las penas impuestas por
delitos o procesos que se estiman incompatibles con los derechos y
garantías consagrados en la CADH (SCS 16.5.2019, Rol AD 1384-14,
que da cumplimiento a la SCIDH 29.5.2014, Caso Norín Catrimán y
otros contra Chile). Para estos casos, puesto que la CIDH más de
alguna vez ha recurrido a la jurisprudencia europea en la materia,
tanto de la Corte Europea de Derechos Humanos como de tribunales
nacionales, conviene tener un panorama de la situación en el Viejo
Continente al momento de hacer las alegaciones respectivas (v. Correa,
“Jurisprudencia”, 79).
Un problema particular se presenta respecto de la obtención de
pruebas ilícitas por parte de la defensa y el querellante. No siendo
órganos del Estado, parece que sus actuaciones no tienen las
limitaciones de la scalía y las policías. Sin embargo, durante la
investigación la aportación de pruebas debe hacerse por el proceso
regular (art. 183 CPP), de donde las pruebas generadas por esa vía
han de ser sin infracción a las garantías fundamentales de terceros o
del imputado. El art. 276 CPP no distingue al respecto. No obstante,
es cierto que en determinadas ocasiones el imputado, la víctima, el
denunciante o el querellante podrían obtener objetos, documentos o
grabaciones que acrediten su inocencia o alguna de las defensas o
alegaciones planteadas, con infracción de derechos de terceros y hasta,
eventualmente, constitutivas de delito. No obstante, según nuestra
jurisprudencia, en tales casos, no existe infracción de garantías que
generen nulidad y la obligación de exclusión de prueba, pues “falta la
actuación a nombre del Estado”, como en el caso de los guardias de
seguridad que, en el contexto de una denuncia por delito agrante de
hurto o robo, registran la cartera de la imputada hallando los
instrumentos y efectos del delito en su interior, con su consentimiento
voluntario (SSCS 18.10.2017, Rol 37972-17 y 1.12.2006, RCP 44,
N.º 1, 208, con nota crítica de D. Becerra. Para una justi cación
general de la no exclusión de estas pruebas, sobre la base de la idea de
la existencia de un “estado de necesidad defensivo”, v. Echeverría D.,
Prueba ilícita).

B. Principales garantías del debido proceso en materia penal


a) Juez natural e imparcialidad del tribunal
Los arts. 8.1. CADH y 14.1 PIDCP establecen el derecho a ser oído
por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial,
legalmente establecido. Respecto de la legalidad del tribunal y su
imparcialidad formal, el art. 374 CPP precisa como causales de
nulidad absoluta del juicio y la sentencia, la incompetencia o irregular
constitución del tribunal —incluyendo la presencia de jueces inhábiles
o recusados—, la realización del juicio sin la presencia del defensor del
acusado, y haber impedido al defensor ejercer las facultades que la ley
le otorga.
Respecto de la independencia e imparcialidad del tribunal en su
actuación como tal, su infracción ha sido alegada por la vía del art.
373 a) CPP, a rmándose que ésta debe re ejarse en su pasividad al
momento de recibir pruebas, sin que pueda producirla por sí mismo
mediante interrogatorios y contrainterrogatorios que sustituyan la
labor de las partes, más allá de lo permitido por el art. 329 CPP, para
aclarar los dichos de un testigo o perito. Así, se ha estimado que
infringe esta garantía el juez que a través de preguntas al acusado
desarrolla su propia “teoría de caso” sobre la cual decide la condena,
sustituye la declaración de la víctima que se desiste por su propias
impresiones y recuerdos de otras audiencias en que ella compareció
visiblemente golpeada, o emite una valoración anticipada de pruebas,
denunciando por falso el testimonio a un testigo al término de su
declaración y antes de dictarse sentencia (SSCS 19.6.2014, RCP 41,
N.º 3, 211, con nota de C. Scheechler; 7.4.2016, RCP 43, N.º 3, 133,
con nota aprobatoria de F. Abbott; y 2.7.2018, Rol 10637-18,
respectivamente). La imparcialidad como garantía material también
parece ser el fundamento de la anulación de una sentencia en que el
tribunal sencillamente no consideró en su valoración probatoria las
presentadas por la defensa ni se hizo cargo de sus alegaciones (SCS
3.6.2013, RChDCP 2, N.º 3, 207, con nota en el sentido aquí
expuesto de G. Echeverría).
En el caso de que la parcialidad del tribunal se mani este solo en los
considerandos de la sentencia que dan por probados o no los hechos
en un sentido u otro, su errónea fundamentación puede también ser
recurrida de nulidad, según el art. 373 f) CPP, en relación con lo
dispuesto en los arts. 342 c) y 297 del mismo cuerpo legal, por
contradecir los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y
los conocimientos cientí camente a anzados.
b) Non bis in idem procesal (cosa juzgada)
Una de las garantías procesales más antiguas es la prohibición de
doble persecución penal por el mismo hecho o non bis in idem
procesal, cuya formulación originaria se atribuye a Gayo (Bona des
non patitur, ut bis idem exigatur, D. 50, 17, 57), y ahora expresa el
art. 14.7. PIDCP con las siguientes palabras: “nadie podrá ser juzgado
ni sancionado por un delito por el cual haya sido ya condenado o
absuelto por una sentencia rme”. Este carácter procesal del principio
es reconocido en forma unánime por la doctrina y jurisprudencia
(Ossandón, “Non bis in idem”, 88).
Su materialización como defensa procesal se establece en el art. 264
CPP que contempla la posibilidad de enervar el procedimiento
oponiendo como excepción de previo y especial pronunciamiento la de
cosa juzgada; y en el art. 250 f) CPP, que considera causal de
sobreseimiento de nitivo que “el hecho de que se tratare hubiere sido
materia de un procedimiento penal en el que hubiere recaído sentencia
rme respecto del imputado”; y el art. 374 g) CPP que estima como
causal absoluta de nulidad de la sentencia y del juicio fallarlo en
oposición a otra pasada en autoridad de cosa juzgada. Lo
determinante para la cosa juzgada en materia penal es exclusivamente
la identidad del imputado y de los hechos materia de la imputación,
no su cali cación jurídica (Letelier L., “Imputación”, 134).
Es importante destacar que en nuestro sistema no se requiere un
pronunciamiento de fondo expresado en una sentencia absolutoria o
condenatoria para que opere la garantía indicada, pues también es
posible enervar una nueva persecución por un hecho antes sobreseído
de nitivamente por cualquier razón: cumplimiento de las condiciones
de una suspensión condicional o un acuerdo reparatorio (arts. 240 y
242 CPP); o como consecuencia de la falta de cierre de la investigación
o acusación oportuna y formalmente bien presentada (arts. 247 y 270
CPP); del cumplimiento de las condiciones para suspender la condena
en un procedimiento simpli cado (art. 398 CPP); del desistimiento de
la querella o su abandono en los delitos de acción privada (arts. 401 y
402 CPP); del rechazo de una solicitud de desafuero contra un
diputado o senador (art. 421 CPP) o de una querella de capítulos (art.
427 CPP); o de una declaración de enajenación mental incurable,
aunque sea posterior al hecho juzgado (art. 465 CPP). Aunque la ley
no lo señala expresamente, el mismo efecto ha de producir la
aprobación de la decisión de no investigar, “cuando los hechos
relatados en la denuncia no fueren constitutivos de delito o cuando los
antecedentes y datos suministrados permitieren establecer que se
encuentra extinguida la responsabilidad penal del imputado” (art. 168
CPP) o de aplicar el principio de oportunidad, que la ley procesal
considera una forma especial de “extinción de la acción penal” (art.
170 CPP).
Salvo que el sobreseimiento se dicte en virtud del art. 250 a) CPP,
por no ser los hechos constitutivos de delito, en el sentido de no estar
descritos como tales en la ley (ausencia de tipicidad), éste tiene un
carácter personal, pues aun cuando sea total, solo puede referirse a
todos los hechos e imputados identi cados en la causa y no a quienes
no han sido previamente imputados, especialmente caso de fundarse
en la concurrencia de alguna de las exenciones de responsabilidad del
art. 10 o de su extinción del art. 93, que tienen también un carácter
personal.
c) Derecho a la libertad y seguridad personales (legalidad de la
detención)
El art. 19, N.º 7 CPR garantiza el derecho a la libertad personal y a
la seguridad individual, disponiendo en su letra c) que “nadie puede
ser arrestado o detenido sino por orden de funcionario público
expresamente facultado por la ley y después de que dicha orden le sea
intimada en forma legal. Sin embargo, podrá ser detenido el que fuere
sorprendido en delito agrante, con el solo objeto de ser puesto a
disposición del juez competente dentro de las veinticuatro horas
siguientes”. Según la Constitución, cuando la autoridad lleva a efecto
la detención, el plazo para poner al detenido a disposición del tribunal
es de 48 hrs, prorrogables por resolución judicial hasta por 5 días o
hasta por 10, en caso de delito terrorista. La Constitución chilena
precisa así en dos supuestos: la orden del funcionario legalmente
facultado y la agrancia, los casos en que la detención no se
considerará “arbitraria”, en los términos de los arts. 7.3 CADH y 9.1
PCIDCP. Luego, la defensa constitucional en este caso consiste en
a rmar que la detención ha tenido lugar por un funcionario sin
facultades para ello o fuera de los casos de agrancia. Y de allí se
sigue que las pruebas emanadas de esta detención han de ser excluida
por ilícitas, lo que incluye, generalmente, los objetos incautados que el
detenido portaba en sus ropas, vehículo o domicilio o que son
obtenidos gracias a sus declaraciones y las de terceros que las oyen, así
como las de quienes lo reconocen estando ilícitamente detenido.
Tratándose de las actuaciones policiales autónomas, una detención es
ilegal cuando no concurren los presupuestos del control de identidad o
agrancia de los arts. 85 y 130 CPP.
Así, se ha resuelto que, por regla general, una denuncia anónima
telefónica no es “algún indicio” su ciente para proceder a un control
de identidad del art. 85 CPP, por lo que debe excluirse como prueba el
hallazgo de un arma en el consiguiente registro de vestimentas (SCS
28.5.2018, Rol 7345-18); pero sí lo es una efectuada personalmente
(SSCS 7.5.2018, Rol 5353-18, y 11.6.2015, RCP 42, N.º 3, 349, con
nota aprobatoria de R. Contreras) o la acompañada de una relación
detallada de otros indicios (SCS 25.7.2016, RCP 43, N.º 4, con nota
crítica de J. P. Donoso). Y que los resultados de una interceptación
telefónica debidamente autorizada son también indicios su cientes
para proceder a la detención en agrancia del delito cuya futura
comisión se descubre por esa vía, aun cuando el delito se cometa por
persona distinta a quien cuyas comunicaciones se autorizó interceptar
(SCS 5.9.2016, RCP 43, N.º 4, 223, con nota crítica de M.
Schürmann).
También se ha a rmado que el solo hecho de huir ante la presencia
policial no es indicio para realizar un control de identidad, pero sí lo
es el “descargarse” o desprenderse de objetos ante ella, de cuyo
examen resulta que son ilícitos (SSCS 24.2.2020, Rol 36168-19;
22.12.2016, RCP 44, N.º 1, 179, con nota crítica de C. Gallardo, y
1.10.2015, RCP 43, I, N.º 1, 177, con nota reprobatoria de M. Reyes,
quien no ve agrancia ni indicio de ésta en esos hechos, dado que el
descubrimiento de la ilicitud del objeto es posterior o simultáneo a la
detención). Del mismo modo, se estima su ciente indicio para
practicar un control de identidad e incautar las drogas que se porten el
hecho de entrar y salir de un lugar que ha sido previamente
denunciado como de venta de sustancias prohibidas (SCS 2.11.2015,
RCP 43, N.º 1, 187, con nota aprobatoria de J. Winter). Pero el solo
hecho de ir encapuchado no parece ser indicio su ciente para la
detención si no va acompañado de otros hechos, como el alejamiento
súbito frente a la presencia policial (SCS 26.9.2016, RCP 43, N.º 4,
200, con nota aprobatoria de D. Lema). Y se ha terminado por
decantar la doctrina según la cual la sola comisión de una infracción a
la Ley del Tránsito, Alcoholes o cualquiera de carácter meramente
administrativo no es su ciente indicio para realizar un control de
identidad y revisión del vehículo que se conduce (SCS 22.5.2020, Rol
41221-19. Antes, en contra, la SCS 1.6.2016, RCP 43, N.º 3, 249, con
comentario reprobatorio de G. Silva. Para un panorama completo
sobre la materia, hasta el año 2019, v. Rodríguez, “Jurisprudencia”).
Pero si al realizar los procedimientos derivados de la noti cación de la
infracción surge un indicio de gravedad su ciente —un fuerte olor a
marihuana, la exhibición involuntaria de un arma prohibida, p. ej.—,
puede realizarse el control de identidad legítimamente (SCS
30.4.2020, Rol 20936-20).
Finalmente, se ha fallado que si el imputado entregase un arma que
mantenía oculta durante la ejecución de una orden judicial de registro
por otro delito, no puede considerarse el hecho como descubrimiento
de delito agrante del art. 130 CPP y, por tanto, la detención sería
ilegal y con ella, debe excluirse la prueba del arma así encontrada
(SCS 19.2.2018, Rol 358-18). Pero sí es agrante, en el sentido de la
ley nacional, la detención del imputado tras su reconocimiento por la
víctima que acompaña a la policía en ronda inmediatamente posterior
al delito denunciado (SCS 20.12.2012, RChDCP 2, N.º 1, 325, con
nota de P. Vial). Con todo, no se admite que los particulares, en una
detención agrante lícita, registren la ropa o pertenencias del detenido,
actividad que se estima sólo pueden realiza legítimamente la policía,
cuando la ley la autoriza (SCS 21.2.2020, Rol 33352-19). Y tampoco
que lo haga la policía, aduciendo el nerviosismo que aprecian en el
imputado en un control de identidad preventivo del art. 12 Ley
19.231, circunstancia que se estima una apreciación subjetiva que no
constituye indicio su ciente para el registro autorizado por los arts. 83
y 85 CPP (SCS 17.2.2020, Rol 309-20).
No obstante, tratándose de registros de identidad y corporales de las
visitas a un recinto penitenciario, se estimo que la seguridad de los
recintos justi caba su realización, aunque no existiese ley ni orden
judicial habilitantes (SCA Santiago 22.6.2012, RChDCP 1, 375, con
nota aprobatoria de O. Pino quien, de todos modos, hace énfasis en la
necesidad, de lege ferenda, de regular legalmente esta clase de
limitaciones a los derechos personales. O. o. Zelaya, 224, para quien
las limitaciones a los registros de pertenencias establecidas por la
Corte Suprema desconocen el rol preventivo que cumplen estas
actividades, como se aprecia en aeropuertos y en los propios
tribunales y en las o cinas del Ministerio Público y la Defensoría
Penal Pública donde se practican tales controles y registros,
generalmente por guardias privados).
En cuanto a los seguimientos de personas en la vía pública, se ha
estimado que son lícitos mientras no importen una detención, la que
será lícita o no, según las circunstancias concretas, pero no por el
hecho de haber sido o no precedidas de un seguimiento, como el que
se realiza en un lugar de venta frecuente de drogas a un tercero que, en
de nitiva, resulta ser un comprador que, al adquirir las sustancias
prohibidas en la vía pública en presencia de agentes policiales, habilita
a éstos a detener a la vendedora, por constituir tal acto un indicio
su ciente para ello, en los términos de los arts. 83 y 85 CPP (SCS
6.1.2020, Rol 29063-19).
d) Inviolabilidad de la morada y de las comunicaciones
personales (legalidad de diligencias intrusivas)
El art. 19 N.º 5 CPR garantiza la inviolabilidad del hogar y de toda
forma de comunicación privada, precisando que “el hogar solo puede
allanarse y las comunicaciones y documentos privados interceptarse o
registrarse en los casos y formas determinados por la ley”, de donde
los registros e incautaciones fuera de las normas de los arts. 205, 206
y 215 CPP pueden considerarse inconstitucionales y habilitan la
exclusión de pruebas recogidas en tales circunstancias.
Sobre esta base, se ha resuelto que la orden de detención de una
persona con facultades de allanamiento del domicilio de otra no
permite considerar legítimo el registro del domicilio indicado para
buscar prueba de otro delito del que sería responsable el dueño de
casa y no la persona cuya detención se había ordenado, en la especie,
cultivo de marihuana (SCS 20.11.2017, Rol 40698-17). Además, se ha
dicho que la persecución de sujetos sobre la base a una denuncia
anónima no habilita registrar el domicilio donde se detienen, por lo
que el hallazgo de un arma en tales condiciones es ilícito (SCS
6.12.2016, Rol 82306-16). E incluso, que la autorización voluntaria
de un responsable para el registro no es válida si no se está en los
casos del art. 206 CPP y no hay una orden previa especí ca dada por
el scal (SCS 27.8.2015, RCP 42, N.º 4, 249, con nota crítica de C.
Correa). Por el contrario, se estima que aun sin orden judicial,
autorización de un scal ni consentimiento del propietario es posible
el ingreso a un lugar cerrado si desde fuera se puede identi car una
especie sustraída, lo que constituiría un delito agrante de receptación
(SSCS 17.4.2017, Rol 6783-17, y 15.12.2015, RCP 43, N.º 1, 355,
con nota reprobatoria de R. Collado). Y que el consentimiento de un
adulto encargado del lugar valida la diligencia aún contra la voluntad
del resto de los residentes, adolescentes y adultos (SCS 26.12.2016,
Rol 88852-16).
Indirectamente, esta garantía ha servido de respaldo para considerar
ilícitas las pruebas obtenidas aún en casos de entrada y registro por
delitos agrantes, si ello ha derivado de una investigación policial
autónoma (vigilancia), no comunicada al scal ni autorizada por un
juez de garantía (SCS 13.7.2016, RCP 43, N.º 4, 106, con nota
aprobatoria de C. Ramos). Lo mismo ocurre cuando la actividad
policial se dirige a establecer una infracción administrativa, como el
funcionamiento regular de un establecimiento de comercio o industrial
y, sin autorización del scal o del tribunal, realizan actividades de
investigación dentro del local, incautando objetos ilícitos cuya
posesión es constitutiva de delito (SCS 16.12.2015, RCP 43, N.º 1,
367, con nota de J. Valenzuela).
Pero el registro del celular de la víctima que el imputado deja caer en
su huida y la entrada con autorización del dueño en casos agrantes y
sin orden del scal, se estiman lícitos (SCS 25.7.2016, RCP 43, N.º 4,
172, con nota crítica de F. Gómez). Tampoco se considera que los
detenidos en agrancia puedan tener una expectativa razonable de
privacidad sobre el uso de los celulares ajenos que se les incautan, que
pueden ser respondidos por la policía (SCS 4.11.2015, RCP 43, N.º 1,
203, con nota aprobatoria de F. Abbott).
Además, se ha considerado que la grabación subrepticia por un
particular de una conversación en que interviene y en la que otro
comete un delito de expresión puede ser presentado como prueba
lícita, si se hace para comprobar la existencia de un delito en marcha o
ya anticipado por expresiones similares del acusado (SCS 2.1.2014,
RCP 41, N.º 2, 129, con nota crítica de M. Schürmann).
Tampoco se considera infracción a este derecho la obtención de
fotografías de las vestimentas del imputado al momento de su
detención (SCA Santiago 3.5.2013, GJ 395, 154).
e) Derecho a guardar silencio (legalidad de la interrogación)
El art. 19 N.º 7 f) CPR garantiza que, “en las causas criminales no se
podrá obligar al imputado o acusado a que declare bajo juramento
sobre hecho propio”, garantía de menor intensidad que la recogida
por los arts. 8.2 g) CADH y 14.23 g) PIDCP, que establecen
categóricamente el derecho a no ser obligado a declarar contra sí
mismo ni declararse culpable. Los arts. 194 a 197 y 326 CPP
desarrollan este derecho, a nivel legal, a través de las exigencias
impuestas para obtener la declaración del imputado durante la
investigación y en el juicio oral.
Respecto de los adolescentes responsables de delitos, el art. 31 Ley
20.084 impone la exigencia de que su declaración, para ser válida, sea
prestada frente a un abogado, de donde la falta de asesoría letrada se
convierte en fuente recurrente de ilegalidad (SCS 1.4.2015, Rol 2304-
15).
Tratándose de adultos, los problemas se suscitan en torno a la
valoración los testimonios de las policías sobre las expresiones de los
inculpados, antes o durante la investigación. Así, se ha estimado ilegal
el de agentes reveladores o informantes que no están autorizados en la
carpeta de investigación (SCS 12.1.2016, Rol 26838-15); pero
conforme a derecho el de los agentes encubiertos, informantes y
provocadores, debidamente autorizados, aunque den cuenta de
declaraciones inculpatorias realizadas fuera del proceso penal y
provocadas por la policía (SCS 27.2.2018, Rol 45630-17).
Finalmente, dado que el art. 302 CPP considera como derecho del
testigo —y no del imputado— el de no declarar en causas de parientes
cercanos, no se admite la exclusión de estas declaraciones, aunque
re eran de oídas el reconocimiento del imputado acerca de los hechos
de la acusación (SCS 23.12.2013, RCP 41, N.º 1, 189, con nota
aprobatoria de C. Correa).
Por otra parte, la inexistencia de una regulación legal especí ca
sobre la forma de efectuar los reconocimientos a que debe exponerse
el imputado o sus registros fotográ cos, ha suscitado, entre nosotros,
más de una di cultad a la hora de su valoración probatoria (SCS
21.7.2016, RCP 43, N.º 4, 132, con nota aprobatoria de M. Reyes). El
riesgo de condenas a inocentes por reconocimientos errados a que
conduce esta omisión legal solo puede subsanarse por posteriores
recursos de revisión (SCS 14.1.2014, RCP 41, N.º 2, 149, con nota
crítica de M. Araya).
f) Otras infracciones al debido proceso
La infracción al derecho a contar con defensa letrada (art. 19 N.º 3
inc. 4 CPR) es de tal relevancia que incluso se han acogido recursos de
nulidad fuera de todo plazo legal, con el argumento de que no es
posible mantener la validez de una condena una vez acreditado que el
defensor del condenado carecía del título de abogado (SSCS
13.7.2012, RChDCP 1, 339, con nota de H. Alarcón, quien destaca
que no basta la nulidad del juicio si, durante la investigación,
intervino ngiendo ser abogado una persona que no era tal; y
16.10.2013, RCP 41, N.º 1, 165, con nota de G. Echeverría R., quien
advierte la necesidad de profundizar en esta garantía para el caso en
que, contándose con abogado, su actuación sea tan de ciente que sea
equivalente a la ausencia de una defensa letrada. En la misma línea,
véase el comentario a esta última sentencia de J. P. Astudillo, en DJP
35, 43).
Por otra parte, se ha resuelto que impedir la declaración de un
testigo de la defensa que se encontraba formalmente mal identi cado
en el auto de apertura infringe el debido proceso y produce la nulidad
del juicio condenatorio, por infracción al derecho a “obtener la
comparecencia de testigos” del art. 8.2. f) CADH (SCS 16.6.2015,
RCP 42, N.º 3, 395, con nota favorable de D. Lama); y que escuchar
privadamente una prueba aportada solo por la scalía contraviene el
derecho a conocer y refutar las pruebas (SCS 28.1.2013, RChDCP 2,
N.º 2, 139, con nota aprobatoria de O. Pino).
En cuanto a los llamados “testigos sin rostro”, la CIDH estimó que
la valoración contra los acusados de las declaraciones de testigos con
reserva de identidad sin control judicial su ciente era contraria a la
garantía del debido proceso en el sentido del derecho a interrogar a los
testigos de cargo (SCIDH 29.5.2014, Caso Norín Catrimán y otros
contra Chile, razonamiento que Meza-Lopehandía y Collado, 374,
aprueban; pero Guzmán D., “Norín Catrimán”, 457, critica por
estimar que todo testigo anónimo debe ser proscrito, al existir otros
medios de preservar su seguridad). Luego, aplicando dicha
jurisprudencia, no habría prueba ilícita si las medidas de protección
del testigo del art. 308 CPP permiten que su identidad sea conocida
por el tribunal, que éste presencie su declaración, que la defensa pueda
contrainterrogar y siempre que su declaración no sea la única prueba
de cargo (SCS 16.4.2020, Rol 147771-20. V., sobre la legitimidad de
los llamados testigos sin rostro, en términos generales, con referencia a
la jurisprudencia del sistema interamericano, Oliver, “Acusaciones
secretas”).
También se ha considerado una infracción al debido proceso, en el
sentido del derecho a interrogar los testigos de cargo, la lectura de
testimonios incorporados a un proceso civil que se presenta como
“documento” en juicio (SCS 26.9.2006, DJP Especial II, 739, con
comentario aprobatorio de F. Wünsch). Pero la Corte Suprema ha
estimado que no constituye una infracción sustancial al debido
proceso que el tribunal impida la lectura de declaraciones para aclarar
contradicciones durante el interrogatorio a un testigo, contra lo
dispuesto en el art. 332 CPP (SCS 7.1.2014, RCP 41, N.º 2, 2014,
139, con comentario aprobatorio de C. Correa); ni que,
excepcionalmente se incorporen pruebas de cargo al juicio oral, no
disponibles al momento de dictarse su auto de apertura (SCS
27.6.2012, RChDCP 1, 327, con nota crítica de M. Schürmann).
Tampoco se ha estimado que infrinja el derecho a la defensa impedir
al acusado declarar en otro momento diferente al del inicio de la
audiencia probatoria en el juicio oral (SCS 11.12.2012, RChDCP 2,
N.º 1, 303, con nota crítica de G. Echeverría, quien destaca que este
razonamiento no considera que la defensa ante las acusaciones debe
hacerse una vez escuchadas éstas y no antes, por lo que lo más
apropiado es que el acusado declare, como medio de defensa y si así lo
estima, al nal y no al comienzo del juicio).
Finalmente, tratándose del pronunciamiento de las sentencias, se ha
establecido que darlas a conocer por escrito, íntegramente, es una
garantía esencial que asegura el derecho a recurrir y cuya infracción
importa la nulidad de la condena que se pronuncie verbalmente o de
la cual solo se deje un registro de audio o en cualquier otra forma
diferente a darla a conocer por escrito, en los términos del art. 396
CPP, tanto en juicios orales como en procedimientos simpli cados
(SCS 3.3.2020, Rol 40952-19).

C. Límites de la defensa de infracción al debido proceso


Nuestra Corte Suprema ha establecido tres límites a la aceptación de
la infracción a las garantías del debido proceso como causales de
nulidad de una sentencia o un juicio: Primero, se a rma que dicha
infracción debe existir como tal. P. ej., no existiría vulneración de
garantías del imputado si, en el marco de un procedimiento lícito de
detención por agrancia, la policía registra y manipula un celular que
le es incautado, pero pertenece a la víctima del delito (SCS 23. 5.2016,
RCP 43, N.º 3, 177, con nota crítica de C. Ramos). Del mismo modo,
no se admite como infracción de garantía la sola constatación de
contradicciones entre las declaraciones de los testigos en la etapa de
investigación y en el juicio oral, pues la garantía de la contradicción y
el derecho a interrogar a los testigos se ejerce, precisamente, en el
juicio donde se valora la prueba producida (SCS 7.4.2016, RCP 43,
N.º 3, 143, con nota aprobatoria de J. Arévalo). Tampoco habría
infracción al debido proceso en la presentación de documentos que
deban ser exhibidos, leídos, reconocidos o explicados en el juicio oral
ni de testigos de cuyas declaraciones no se tenga registro previo (SCA
Santiago 3.5.2013, GJ 395, 154).
En segundo lugar, se sostiene que la infracción de garantías
establecida respecto de una actuación determinada, para producir el
efecto anulatorio debe in uir en la decisión de condena, esto es, ser
trascendente o sustancial en lo dispositivo del fallo (art. 375 CPP).
Así, aun cuando en un juicio se reciba una prueba estimada ilícita, su
efecto no será la nulidad del juicio si ella no ha sido valorada o tenida
en cuenta para fundamentar la condena (SCS 14.02.2019, Rol 151-
19); ni tampoco en el caso de que, suprimiendo hipotéticamente la
prueba ilícita, el resto de las pruebas producidas fuera su ciente para
acreditar el hecho o la participación del responsable (SCS 20.12.2018,
Rol 16687-18). Tampoco es trascendente una simple desviación
procedimental que no se vincula con la infracción de una garantía:
cuando se autoriza en casos urgentes una entrada y registro no es
necesaria la motivación exigida para una resolución dictada en
situaciones normales y la garantía no se infringe si el allanamiento ha
sido autorizado por el tribunal, que es lo exigido por la Constitución
(SCS 19.5.2016, RCP 43, N.º 3, 193, con nota aprobatoria de D.
Lema). Del mismo modo, la comparecencia de testigos protegidos, en
la forma legalmente autorizada, aunque de facto colisiona con el
derecho a interrogarlo, por las limitaciones que supone desconocer su
identidad, se ha entendido no trascendente, en la medida que no sea su
testimonio la única prueba de cargo contra el condenado (SCS
21.12.2015, RCP 43, N.º 1, 383, con nota crítica de F. Gómez). Por
otra parte, no será trascendente una infracción reglamentaria que no
afecta la cadena de custodia, como la tardanza en entregar las especies
decomisadas a la o cina encargada de su resguardo por encontrarse
cerrada en nes de semana y festivos, ni tampoco diferencias
irrelevantes en el peso o descripción de los objetos que hacen los
funcionarios en la documentación de respaldo de dicha cadena (SCS
10.3.2020, Rol 14749-20).
Y, nalmente, se a rma que, tratándose del efecto de la infracción
respecto de los actos consecutivos, ella solo implica su nulidad o
carácter ilícito en caso de que efectivamente “dependan” o “emanen”
de aquél en que se produjo la infracción material de la garantía
involucrada, esto es, que exista entre una y otra una relación de
causalidad, por lo que a falta de tal vinculación no existiría prueba
ilícita (Correa, “Relación causal”, 198). Los principales casos en que
esta desvinculación se acepta son los siguientes:
i) Hallazgo casual: Se entiende que es lícito el hallazgo en un lugar
cerrado de evidencias de un delito diferente al que se investiga, si se
produce en el marco de una entrada y registro legítimos, sea por
agrancia u orden judicial, excepción regulada en el art. 215 CPP,
cuya actual redacción, dada por la Ley 20.931, resolviendo la
discusión jurisprudencial antes existente (SCS 9.12.2014, RCP 42, N.º
1, 277, con nota de R. Contreras). La doctrina del hallazgo causal se
extiende a la escucha de comunicaciones privadas que dan cuenta de
la comisión de un delito distinto de aquél para el cual se autorizó
judicialmente la interceptación telefónica si una vez escuchada esa
información, es comunicada al Fiscal para iniciar una investigación
diferente, regulada por el art. 223 CPP (SCS 6.4.2016, RCP 43, N.º 3,
153, con nota crítica de C. Cabezas. V. también Núñez et al, 175. La
perspectiva del Ministerio Público puede consultarse en Marcazzolo,
“Hallazgos casuales”). Se advierte, no obstante, que la doctrina
plantea la necesidad de limitar la validez del hallazgo casual en la
interceptación de comunicaciones, excluyendo los que se re eran a
crímenes cometidos por terceros no involucrados con las personas
cuyas comunicaciones se interceptan y, en general, todos los que se
re eran a la comisión de simples delitos (Núñez, Beltrán y Santander,
“Hallazgos casuales”, 170).
ii) Hallazgo inevitable o necesario (fuente independiente): Es válido
el hallazgo de una evidencia si no emana ni depende de una actuación
ilícita que también conduciría a su descubrimiento Así, se ha
declarado que, aunque se constate que se ha tomado una declaración
de manera ilegal a un adolescente, por no estar presente su abogado, si
el declarante señala el lugar donde se encuentra el cuerpo de la
víctima, el descubrimiento del cadáver no se encontraría contaminado
con la ilicitud de la declaración si se acredita que su hallazgo sería
inevitable o necesario en el desarrollo de actividades de investigación
previas e independientes que conducirían al mismo resultado (SCS
3.11.2015, RCP 43, N.º 1, 159, con nota aprobatoria de C. Correa).
De la misma manera, en un procedimiento de drogas se estimó que,
con independencia de las irregularidades que pudieran atribuirse a la
designación de los agentes encubiertos y reveladores que intervinieron,
la existencia de información proporcionada por un informante o
fuente independiente validaba la actuación (SCS 25.5.2010,
favorablemente comentada, desde la perspectiva del Ministerio
Público, por Marcazzolo, “Ilicitud de la prueba”).
iii) Reconocimiento espontáneo: Es lícito el reconocimiento de una
persona por un testigo o víctima, aunque no se realice en rueda o por
identi cación fotográ ca, si no ha sido inducido por la policía, aun
cuando el imputado se encuentre ilegalmente detenido. Así, si el
detenido (ilegalmente) por un delito es reconocido en la comisaría por
la víctima de un delito diferente y por el cual en de nitiva se le
condena, sin que se practicase una diligencia de reconocimiento
propiamente tal, dicho “reconocimiento casual y espontáneo” es
válido (SCS 5.1.2017, Rol 92880-16);
iv) Declaración espontánea: Es lícito el testimonio de los
funcionarios aprehensores de un imputado que reconoce
espontáneamente y a viva voz su participación en el hecho, sin esperar
la presencia de un abogado y fuera del contexto de un interrogatorio
(SCS 10.2.2020, Rol 29950-19). Así, se estimó que en el caso de un
adolescente que reconoce a viva voz su participación, por
requerimiento de su madre y en presencia policial, los policías podían
referir dicho conocimiento en juicio, aunque no se trate de una
declaración propiamente tal, que solo es lícita, en caso de
adolescentes, frente a un scal y su abogado defensor (SCS 3.3.2016,
Rol 38069-15). También se estimó lícito referir una declaración
espontánea hecha frente a la madre (pero no a su requerimiento),
durante un empadronamiento de testigos (SCS 23.6.2015, RCP 42,
N.º 3, 409, con nota aprobatoria de C. Suazo). Tratándose de adultos,
se consideró, asimismo, lícita la declaración y confesión voluntaria de
un imputado en un cuartel policial, sin presencia de abogado y sin
previa delegación del scal, conocida por el Tribunal Oral a través de
la declaración de los policías que la recibieron como testigos de oídas
(SCS 27.4.2004, Rol 922-4, con comentario crítico de Poblete, 247;
SCS 20.2.2014, RCP 41, N.º 2, 157, con nota crítica de M. Reyes);
v) Examen corporal voluntario: Es discutible la ilicitud de tomar
exámenes corporales voluntarios a quienes así lo autorizan, aunque se
presenten en calidad de testigos, si no ha mediado engaño o coerción
por parte de los investigadores (SCS 7.4.2015, RCP 42, N.º 3, 425,
con voto en contra de J. P. Matus y nota reprobatoria del fallo de
mayoría de M. Schürmann). Ello, por cuanto no parece posible la
aplicación de las garantías del imputado ni que es voluntario su
consentimiento si no se le informa esa calidad (SCS 30.12.2014, RCP
42, N.º 1, 231, con nota aprobatoria de C. Correa); y
vi) Vínculo atenuado o saneamiento posterior: Según esta doctrina,
si la dependencia de una actuación con la infracción anterior de
garantías es tan débil que no puede a rmarse la relación causal
denunciada, entonces la actuación consecuente no puede considerarse
ilícita. Así, la mera omisión de dar aviso al scal de la práctica de un
registro de un vehículo robado autorizada por quien aparece, al
mismo tiempo, como encargada del lugar y denunciante de otro delito,
no puede considerarse per se ilícita, si puede acreditarse la existencia
de la denuncia previa de la sustracción del vehículo que se trata (SCS
28.6.2018, Rol 8332-2918). También se a rma la existencia de un
vínculo atenuado si la infracción comprobada no tiene vinculación
con un delito posterior que gracias a ella se descubre, como en el caso
de un control de identidad irregular del que se sigue un delito de
cohecho por ofrecer el detenido dinero a los aprehensores para no
seguir las pesquisas (SCS 29.12.2016, RCP 44, N.º 1, 237). Un
supuesto común de vínculo atenuado es la reiteración de una
declaración prestada originalmente como testigo y luego rati cada
como imputado, con todas las garantías correspondientes (SCS
31.12.2013, RCP 41, N.º 1, 195; aquí la Corte también estimó que
existía la excepción de “buena fe” en la primera declaración, lo que es
criticado con razón en la nota de M. Schürmann). En la jurisprudencia
norteamericana se estima también que una nueva declaración
voluntaria y sin vicio alguno de un testigo o imputado, hecha un
tiempo después de la viciada, puede ser también valorada por la
atenuación del vínculo causal (Won Sun v. U.S., 371 USSC, 1963).
Este criterio es preferible al de la “ponderación de intereses” que
acepta considerar lícitas y valorar pruebas de dudosa legitimidad en
casos de “criminalidad grave” (SCS 23.12.2013, RCP 41, N.º 1, 189,
con nota aprobatoria de C. Correa).
Tampoco se acepta que la existencia de un vicio sobre un
procedimiento determinado, p. ej., una detención declarada ilegal, sea
su ciente para impedir la imputación y condena por hechos
posteriores, como un delito de maltrato de obra a carabineros,
cometido minutos después de la detención declarada ilegal (SCS
22.1.2020, Rol 29160-19).
Sin embargo, no se acepta entre nosotros la excepción de “buena
fe”, desarrollada por la jurisprudencia norteamericana, con el
argumento de que una actuación ilegítima no deja de ser tal ni de
afectar los derechos del imputado por la posición subjetiva del agente
policial, la que ha de ser considerada al enjuiciar su responsabilidad
por la infracción, pero no al determinar la existencia o no de tal
infracción, como en el caso del carabinero que toma la declaración de
un imputado formalmente en el marco del cumplimiento de una orden
amplia de investigar, pero sin previa delegación expresa del scal y sin
presencia de un abogado defensor (Moreno, “Manifestaciones”, 23,
analizando positivamente la SCS 12.4.2010).
Capítulo 3
Método
Bibliografía
Aebi, M., “Crítica de la criminología crítica: Una lectura escéptica de Baratta”, Programma
2, 2007; Antony, C., Las mujeres con nadas: estudio criminológico sobre el rol genérico en
la ejecución de la pena en Chile y América Latina, Santiago, 2000; “Violencia intrafamiliar:
un enfoque de género”, LH Rivacoba; Aristóteles, Retórica, Madrid, 2000; Tratados de
Lógica (Órganon), E-book, Madrid, 2000; Ariza, L. e Iturralde, M., “Mujer, crimen y
castigo penitenciario”, RPC 12, N.º 24, 2017; Arriagada, I., “Cárceles privadas: La
superación del debate costo-bene cio.”; RPC 8, N.º 15, 2013; Ávila, H., Teoría de los
principios, Madrid, 2011; Bello, A., Obras Completas XIII, Santiago, 1890; Baratta, A.,
Criminología crítica y crítica del derecho penal, Buenos Aires, 2004; Beltrán, “La tópica
jurídica y su vinculación argumentativa con el precedente y la jurisprudencia”, R. Derecho
(Valparaíso) 39, N.º 2, 2012; Berríos, G., “La ley de responsabilidad penal del adolescente
como sistema de justicia: análisis y propuestas”, RPC 6, N.º 11, 2011; Bustos, J., “Presente
y futuro de la víctimología”, RCP 40, N.º 1, 1993; “Política criminal y estado”, Doctrinas
GJ II; Cabezas, C., “El principio de ofensividad y su relación con los delitos de peligro
abstracto en la experiencia italiana y chilena. Un breve estudio comparado”, R. Derecho
Universidad Católica del Norte, 20, N.º 2, 2013; Cadena, P. y Letelier, L., “Determinantes
de los Delitos de Mayor Connotación Social en la Región Metropolitana. Análisis en base a
un modelo de regresión logística”, RPC 13, N.º 26, 2018; Cárdenas, C., “La aplicabilidad
del derecho internacional por tribunales chilenos para interpretar la ley N° 20.357”, R.
Derecho (Coquimbo) 20, N.º 2, 2013; Cardozo, R., “Mas allá del puente: algunas
consideraciones sobre el rol de la política criminal”, R. Derecho (Coquimbo), 16, N.º 1,
2009; “Bases de política criminal de la seguridad vial en Chile y su ilegítima tendencia
actual de tolerancia cero”, DJP Especial I, 2013; Carnevali, R., “Las políticas de orientación
a la víctima examinadas a la luz del Derecho penal”, R. Derecho (Valparaíso) 26, N.º 2,
2005; “Es adecuada la actual política criminal estatal”, en Problemas de política criminal y
otros estudios, Santiago, 2009; “La mujer como sujeto activo en el delito de violación. Un
problema de interpretación teleológica”, GJ 252, 2001; “La ciencia penal italiana y su
in uencia en Chile”, RPC 3, N.º 6, 2008; Carrington, K., Hogg, R. y Sozzo, M.,
“Criminología del Sur”, en Delito y Sociedad 27, N.º 45, 2018; Castillo, J. P.,
“Metodología y comparación jurídica en el derecho penal. La incidencia del derecho
comparado en la estructura de la dogmática jurídico-penal”, R. Derecho (Concepción) 87,
N.º 246, 2019; Cea, M., Ruiz, P. y Matus, J. P., “Determinantes de la criminalidad: revisión
bibliográ ca”, RPC 1, N.º 2, 2006; Cesano, J., El derecho penal comparado. Una
aproximación metodológica, Córdoba, 2017; Chia, E., “El Tribunal Constitucional chileno
y los límites del derecho penal: breve examen crítico”, R. Derecho Público 76, 2012;
Chiesa, L., “Estado actual de la convergencia entre dogmática continental y common law”,
en AA.VV., El derecho penal continental y el anglosajón en la era de la globalización,
Santiago, 2016; Cousiño, L., “La interpretación de la ley penal en la dogmática chilena”,
Clásicos RCP II; Coloma, R., “La Función de Garantía del Tipo legal: Límites Lingüísticos y
Lógicos”, en AA.VV., Problemas Actuales de derecho penal, UC Temuco, 2003:
cooperación y equidad, Madrid, 2016; Couso, J., “El rol uniformador de la jurisprudencia
de la Sala Penal de la Corte Suprema: anatomía de un fracaso”, R. Derecho (Valdivia) 20,
N.º 2, 2007; Cox, J. P., “Hampty Dumpty y los límites del voluntarismo”, en Carnevali, R.
(Coord.), Derecho, sanción y justicia penal, Montevideo, 2017; Cúneo, S.,
“Encarcelamiento en Chile. Necesidad de una nueva regulación a nivel constitucional”,
Nova Criminis 15, 2018; Cury, E., “Re exiones sobre la evolución del derecho penal
chileno” y “Culpabilidad y criminología”, Clásicos RCP II; Díez-Ripollés, J. L., “La política
legislativa penal iberoamericana a principios del siglo XXI”, RPC 3, N.º 5, 2008; Dubber,
M., “Criminal Law in Comparative Context”, Journal of Legal Education 56, 2006; Ducci,
C., Interpretación Jurídica, Santiago, 1977; Echeverría R., G., La garantía de igual
aplicación de la ley penal, Santiago, 2013; Fernández C., J. A., “El Nuevo Código Penal:
una lucha por el discurso de la criminalidad”, RPC 1, N.º 1, 2006; “El discurso de la
criminalidad y del poder punitivo: representaciones sociales, previsibilidad y principio de
economía cognitiva”, R. Derecho (Coquimbo) 20, N.º 2, 2013; “La interpretación
conforme a la Constitución: una aproximación conceptual”, Ius et Praxis 22, N.º 2, 2016;
Foucault, M., Vigilar y Castigar: nacimiento de la prisión, Trad. A. Garzón, Buenos Aires,
2002; De la Fuente, M., H., Mejías, C. y Castro, P., “Análisis econométrico de los
determinantes de la criminalidad en Chile”, RPC 6, N.º 11, 2011; Galdámez, L., Impunidad
y tutela judicial de graves violaciones a los derechos Humanos, Santiago, 2011; Gandulfo,
E., “Qué queda del Principio de Nullum Crimen Nulla Poena sine Lege? Un enfoque desde
la argumentación jurídica”, RPC 4, N.º 8, 2009; Garland, D., La cultura del control, Trad.
M. Sozzo, Barcelona, 2005; Gimbernat, E., “¿Tiene un futuro la dogmática jurídico-
penal?”, en Estudios de Derecho Penal, 2.ª Ed., Madrid, 1981; “Concurso de leyes, error y
participación en el delito (a propósito del libro del mismo título del profesor Enrique
Peñaranda)”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales 45, 1992; González B., M. A.,
“Con guración y des guración del castigo”, LH Rivacoba; González G., C., “La política
criminal aplicada (PCA): La deriva de la política criminal hacia la política pública”, Nuevo
Foro Penal 13, N.º 88, 2017; González W., L., Prueba pericial, litigación con peritos y
Medicina Legal. Manual para abogados, jueces y peritos, Santiago, 2018; Guzmán D., J. L.,
“Una especial versión del autoritarismo penal en sus rasgos fundamentales: La “doctrina”
de la seguridad ciudadana”, GJ 265, 2002; “Justicia penal y principio de humanidad”,
Doctrinas GJ I; Harari, Y., Sapiens. De animales a dioses: Una breve historia de la
humanidad, Kindle, 2014; Henkel, H., Exigibilidad e inexigibilidad como principio
regulativo, Trad. J. L. Guzmán, Buenos Aires, 2008; Hulsman, L. y Bernat, J., Sistema penal
y seguridad ciudadana: hacia una alternativa, Barcelona, 1984; Husak, D., The Philosophy
of Criminal Law, Oxford, 2010; Jiménez, M.ª A., Goycolea, R. y Santos, T., “Convivencia,
disciplina y con icto: las Secciones Juveniles de las cárceles de adultos en Gendarmería de
Chile. Análisis de las actas de la Comisión Interinstitucional de Supervisión de los Centros
de Privación de Libertad (2014-2017)”, RPC 15, N.º 29, 2020; Künsemüller, C., Derecho
penal y Política Criminal, Santiago, 2012; “La relevancia del bien jurídico protegido en la
jurisprudencia de la Corte Suprema”, RCP 43, N.º 4, 2017; Lascuraín, A., Introducción al
derecho penal, Madrid, 2011; Larrauri, E., La herencia de la criminología crítica, 3.ª Ed.,
Madrid, 2000; Levitt, S. “Understanding Why Crime Fell in the 1990s: Four Factors that
Explain the Decline and Six that Do Not”, Journal of Economics Perspectives 18, N.º 1,
2004; von Liszt, F. v., La idea de n en el derecho penal, Trad. M. de Rivacoba, Valparaíso,
1984; Maf oletti, F., “La inimputabilidad penal por trastorno mental desde la perspectiva
de la psicología jurídica”, LH Hormazábal, 2091; Maldonado, F., “Anticipación de la tutela
penal, seguridad ciudadana y delincuencia común o cotidiana”, REJ 21, 2014; Mañalich, J.
P., “El principio ne bis in idem en el derecho penal chileno”, REJ 15, 2011; Marcurán, G.,
La Prueba Pericial Psicológica en los Delitos de Abuso Sexual Infantil, Santiago, 2015;
Martorell, D., “E ciencia, disuasión y derecho penal. Algunos comentarios acerca del
funcionamiento del sistema penal y sus consecuencias criminológicas”, R. Derecho y
Ciencias Penales (U. San Sebastián) 24, 2018; Matus, J. P., “¿Por qué no bajan las tasas de
criminalidad en Chile?”, R. Derecho Penal y Criminología (UNED) 18, 2006; “Fernández,
Fuenzalida y Vera: Comentaristas, autodidactas y olvidados. Análisis diacrónico y
sincrónico de la doctrina penal chilena del siglo XIX”, Ius et Praxis 12, N.º 1, 2006; La
transformación de la teoría del delito en el derecho penal internacional, Barcelona, 2008;
“El Ministerio Público y la política criminal en una sociedad democrática”, R. Derecho
(Valdivia) 19, N.º 2, 2006; “Ocho años de política criminal: balance de la gestión en la
materia del primer Fiscal Nacional”, LH Novoa-Bunster; “Por qué citamos a los alemanes y
otros apuntes metodológicos”, RPC 3, N.º 5, 2008; “¿Por qué deberíamos conocer más y
no menos? Respuesta a A. van Weezel”, RPC 4, N.º 7, 2009; Evolución histórica de la
doctrina penal chilena: desde 1874 hasta nuestros días, Santiago, 2011; ¿Hacia un nuevo
Código Penal?: Evolución histórica de la legislación penal chilena desde 1810 hasta
nuestros días, Santiago, 2014; “De las ciencias. Magistrados. Recompensas. Educación.
Beccaria: la invención de la política criminal y de la utopía penal”, Beccaria 250; “Beccaria
y la política criminal con base cientí ca”, en Velásquez, F. (Comp.), Cesare Beccaria y el
control del poder punitivo del Estado. Doscientos cincuenta años después, Bogotá, 2016; La
ley penal y su interpretación, 3.ª ed., Santiago, 2018; Montesquieu, De l’ esprit des lois, T.
I., Londres, 1877; Morales P., A. M.ª, “Las huellas de la criminología crítica en la obra del
profesor Juan Bustos”, REJ 12, 2010; “La política criminal contemporánea: In uencia en
Chile del discurso de la ley y el orden”, RPC 7, N.º 13, 2012; Morales P., A. M.ª y Welsh,
G., “Modi caciones introducidas por la Ley 20.603 y la conveniencia de robustecer el
sistema de medidas alternativas a la cárcel”, R. Derecho Penitenciario 5, 2014; Nilo, J.,
“Normativa sustantivo-penal durante los gobiernos de Aylwin, Frei y Lagos. Chile: ¿un caso
de expansión o intensi cación del Derecho penal”, REJ 13, 2010; Novoa, E., Cuestiones de
derecho penal y Criminología, Santiago, 1987; Ossandón, M.ª M., La formulación de los
tipos penales. Valoración crítica de los instrumentos de técnica legislativa, Santiago, 2009;
“La técnica de las de niciones en la ley penal: Análisis de la de nición de “material
pornográ co en cuya elaboración hubieren sido utilizados menores de dieciocho años”,
RPC 9, N.º 18, 2014; “El legislador y el principio ne bis in idem”, RCP 13, N.º 26, 2018;
Oxman, N., “Aspectos político-criminales y criminológicos de la criminalización de la
posesión de pornografía infantil en Estados Unidos de Norteamérica”, RPC 6, N.º 12,
2011; Palacios, F., Estructura de la interpretación de la ley penal chilena, Santiago, 2010;
Paredes, J. M., “La interacción entre los medios de comunicación social y la política
criminal en las democracias de masas”, Teoría y Derecho 24, 2018; Pavez, M., Trastornos
mentales e imputabilidad, T. I., Santiago, 2012; Perelman, Ch., La lógica jurídica y la nueva
retórica, Madrid, 1979; Piña, J. I., “La dogmática como trauma”, LH Cury; Pozo, N.,
Razonamiento judicial, Santiago, 2009; Radin, M., “Statutory Interpretation”, Harvard
Law Review, 43 (1930); Rojas A., L., “Accesoriedad del derecho penal”, LH Cury;
Quinteros, D., Medina, P., Jiménez, M.ª A., Santos, T. y Celis, J., “¿Cómo se mide la
dimensión subjetiva de la criminalidad? Un análisis cuantitativo y cualitativo de la Encuesta
Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana en Chile”, RPC 14, N.º 28, 2019; Ramírez H.,
T., “Apuntes para una política criminal con memoria”, REJ 17 2012; Robinson, P.,
“Criminal Law Defenses: A Systematic Analysis”, Columbia Law Review 82, N.º 2, 1982;
Roldán, H., “La criminología crítica en lo que llevamos de siglo: de la confrontación a la
paz”, R. Derecho penal y Criminología (UNED) 18, 2017; Ross, A., Sobre el derecho y la
justicia, Buenos Aires, 1963; Roxin, C., Política Criminal y sistema del derecho penal, 2.ª
Ed., Buenos Aires, 2000; Ruiz, P., Cea, M., Rodríguez, C. y Matus, J. P., “Determinantes de
la criminalidad: análisis de los resultados”, RPC 2, N.º 3, 2007; Ruiz D., F., “El delito de
trá co de pequeñas cantidades de droga. Un problema concursal de la Ley 20.000”, RPC 4,
N° 8, 2009; Salinero, S., “El crimen organizado en Chile. Una aproximación criminológica
al per l del delincuente a través de un estudio a una muestra no representativa de
condenados por delitos de trá co de estupefacientes”, RPC 10, N.º 19, 2015; Silva S., J.
M.ª, La expansión del derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades
postindustriales. 2.ª ed., Madrid, 2001; Schürmann, M., “¿Es cientí co el discurso
elaborado por la dogmática jurídica? Una defensa de la pretensión de racionalidad del
discurso dogmático elaborado por la ciencia del derecho penal”, RPC 14, N.º 27, 2019;
Sepúlveda O., “Las lagunas en la ley penal. Aproximación al tema”, Doctrinas GJ II; Sordi,
B., “Programas de rehabilitación para agresores en España: un elemento indispensable de
las políticas del combate a la violencia de género”, RPC 10, 19; Teke, A., Medicina Legal &
Criminalística, 2.ª ed., Santiago, 2010; Tversky, A. y Kahneman, D., Judgment under
Uncertainty: Heuristics and Biases, Science 185, N.º 4157, 1974; van Weezel, A. v., La
Garantía de Tipicidad en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional, Santiago, 2011;
“¿Por qué no citamos más (por ejemplo) a los alemanes? Réplica a J. P. Matus”;
Wilenmann, J., “Contra las prácticas argumentativas de apelación a la ‘teoría de la pena’ en
la dogmática penal”, RPC 12, N.º 24, 2017; Winden, F. y Ash, E., “On the Behavioral
Economics of Crime”, Review of Law and Economics 8, N.º 1, 2012.

§ 1. La dogmática penal como disciplina académica


En un sentido muy amplio, la dogmática o doctrina privada de los
autores puede de nirse como la actividad de los profesores de derecho
penal y de quienes escriben textos de estudios y artículos sobre la
materia consistente en la publicación de proposiciones de lege lata
sobre el alcance y sentido del derecho vigente (“dogmas”) y de lege
ferenda sobre su reforma. En ese sentido, es una disciplina práctica
que pretende in uir en las decisiones que los scales, defensores,
jueces y legisladores adoptan para resolver casos concretos o
establecer regulaciones abstractas. Sujeta al reconocimiento,
aprobación y aplicación de sus propuestas por los operadores del
sistema jurídico real, parece encontrarse permanentemente en crisis,
cuya magnitud sería directamente proporcional a su real in uencia en
la vida práctica del derecho (Piña, “Dogmática”, 468). Entre nosotros,
ese distanciamiento se explica, en parte, por la no poco frecuente
costumbre de trasponer de manera acrítica al sistema nacional la
doctrina de los autores de países extranjeros —basada en su propia
legislación y costumbres—, otorgándole una especie de autoridad
supra legal que no necesitaría contrastarse con la realidad normativa
nacional ni nuestra jurisprudencia, sino que exige más bien nuestra
adaptación a ellas, pasando del predominio de la tradición española y
francesa de nes del siglo XIX a la italiana hasta mediados del siglo
XX, siendo hoy dominante la alemana (sobre la in uencia de cada una
de estas tradiciones, v. Matus, “Comentaristas”; Carnevali, “Italia”; y
van Weezel, “Alemanes”, respectivamente).
A nuestro juicio, la mejor manera de reducir la distancia entre la
práctica y la dogmática es realizar propuestas de lege lata y lege
ferenda que posibiliten una discusión a partir de los únicos aspectos
objetivables del trabajo dogmático: la interpretación de las
expresiones lingüísticas inscritas en los textos legales (“dogmas”),
mediante un método contrastable (aquí, el ofrecido por los arts. 19 a
24 CC), ofreciendo proposiciones de lege lata para determinar su
validez de conformidad con las limitaciones constitucionales y, dentro
del límite de su sentido literal posible, las que permitan determinar su
sentido y alcance en un sistema en que todas ellas guarden la debida
correspondencia y armonía, con el objetivo de facilitar su segura y
previsible aplicación, dando soluciones semejantes a casos parecidos.
La determinación de la política criminal del legislador concreto,
reducida a su telos o nalidad subyacente de protección (bien
jurídico), re ejada en la historia dedigna del establecimiento de las
leyes (art. 19 CC) y no en ideas propias o preconcebidas de cómo
debiera ser esa política criminal es también parte de la labor
dogmática. Además, atendido que las decisiones de los tribunales de
justicia son normas particulares de nuestro sistema de derecho
positivo, aplicables a la solución de casos concretos, la dogmática no
solo debe dar cuenta de la ley y las opiniones de los autores sobre ella,
sino también de la doctrina regular de los tribunales de justicia y de
sus irregularidades, para facilitar el trabajo de superarlas y hacer más
previsible sus decisiones.
Solo sobre la base de todos estos antecedentes objetivables tendrán
sentido las propuestas de lege ferenda que promuevan las reformas
legales necesarias para superar esas irregularidades y las
contradicciones, lagunas e imprecisiones subsistentes. En este
cometido, el recurso al derecho comparado, como fuente de soluciones
diferenciadas a problemas de regulación comunes, apreciándolo con
un espíritu constructivo y crítico a la vez, permite ofrecer propuestas a
nivel local que recojan la experiencia extranjera, pero sin llegar a la
simple trasposición acrítica de ideas, normas y soluciones que se
reciben como verdades a priori o como si su origen en un
ordenamiento determinado supusiera una autoridad per se, superior a
otras alternativas existentes y practicables.
En esta perspectiva se excluye también la pretensión de ofrecer
propuestas normativas basada en puntos de partidas apriorísticos,
losó cos o sociológicos, ajenos al derecho positivo, como la
imposible derivación de todas las instituciones del derecho penal de
una teoría de la pena (Wilenmann, “Prácticas argumentativas”, 773).
Luego, estimamos que para tener pretensiones de validez en el
derecho chileno toda proposición sistemática ha de ser coherente con
la ley nacional, cuyo sentido y alcance se determina a través de su
interpretación. Y esa interpretación tiene que ser susceptible de
veri cación por terceros, siguiendo un método que permita la
reproducción del razonamiento del intérprete, su contraste objetivo
con las fuentes invocadas, su correspondencia y armonía con el resto
del ordenamiento jurídico y su coherencia con las restantes
explicaciones y sistematización que se ofrecen, pero no con teorías o
fundamentos de cualquier naturaleza extrajurídicos o de carácter
subjetivo. En Chile, ese método es el que establecen los arts. 19 a 24
CC, como normas básicas, y que permite contrastar las propuestas de
interpretación con datos objetivos o al menos intersubjetivamente
veri cables, como son, principalmente, el signi cado de las palabras
según el Diccionario o una ciencia o arte determinado, su nalidad
expresada en la historia de su establecimiento y sus relaciones lógicas
con el resto de las disposiciones del ordenamiento. La aplicación
sistemática de este método nos permitirá reconocer y evitar, en la
medida de lo posible, los sesgos propios del juicio humano derivados
de las heurísticas que acortan los caminos de la decisión y hacen que
anticipemos conclusiones erradas, motivados inconscientemente por el
afán de con rmar prejuicios o ideas preconcebidas (Tversky y
Kahneman, 1130). Solo así es posible, a nuestro juicio, la promesa de
lograr “una aplicación segura y calculable del derecho penal”,
sustrayéndole a “la irracionalidad, a la arbitrariedad y a la
improvisación” (Gimbernat, “Futuro”, 126). Para ello es necesario no
solo una aproximación objetiva o cientí ca a la materia (Schürmann,
“Dogmática”), sino también evitar el colonialismo, esto es, la simple
trasposición a la ley nacional de formulaciones basadas en legislación
extranjera, y el subjetivismo subyacente en las ideas y prejuicios
propios o adoptados (Novoa, Cuestiones, 275). La crítica que al
método aquí propuesto se hace como de un “intransigente
formalismo” (Castillo, 41), olvida que su aplicación no excluye el
“diálogo” con otras ciencias (criminología, sociología y política
jurídica), sino solo pide a los participantes una aproximación objetiva
y no una adhesión subjetiva, moral o emocional.
El método de interpretación y reconstrucción dogmática que aquí se
propone no obsta a que la sistemática externa de este texto se base en
el modelo alemán, dominante entre nosotros, siempre que ello se
entienda como un recurso pedagógico, del mismo modo que lo es la
pretensión de dar cuenta en los diversos apartados de la importancia
de la distinción entre la explicación de los presupuestos de la
punibilidad y las defensas, según el modelo del common law. Mal que
mal, lo importante no es la ubicación sistemática, denominación ni
presentación de los problemas, sino la concordancia de las propuestas
para resolverlos con el derecho vigente y comprender las diferencias y
similitudes entre ellas y las que se ofrecen en otros ordenamientos,
más allá de las barreras idiomáticas y culturales (Chiesa, 187). De lo
que se trata es de comprender “que los grandes sistemas extranjeros
contienen bases estructurales valiosísimas”, pero que por ello “no
debemos renunciar al análisis minucioso de cada una de ellas,
sometiéndolas a prueba en la continua comparación con nuestros
preceptos legales positivos y rechazándolas sin vacilación, por
perfectas, simétricas o estéticas que parezcan, tan pronto lleguemos a
la convicción de que no son aceptadas por la ley o carecen de
fundamento en ella” (Cury, “Re exiones”, 1109).
Y, aunque se pre ere hacer referencia a la literatura actual y de
nuestro ámbito cultural, se tiene presente que “no está escrito en
ninguna parte que un libro de 1989 tenga que aportar mejores
soluciones y razonamientos más convincentes que otro de 1919, de
1931 o de 1969” (Gimbernat, “Concurso”, 833), como tampoco que
los autores anglosajones, latinoamericanos, italianos, franceses o
chilenos no están completamente huérfanos de soluciones y
razonamientos propios y convincentes, atendida su capacidad
explicativa del funcionamiento de nuestro sistema penal y no su lugar
o momento de origen.

§ 2. Concepto, límites y fuentes de la interpretación legal


como método dogmático
A. Concepto y límites
Interpretar la ley es ofrecer proposiciones de lege lata acerca de su
sentido y alcance en un sistema en que ella guarde la debida
correspondencia y armonía con el resto de la legislación vigente, con el
objetivo de facilitar su segura y previsible aplicación, dando soluciones
semejantes a casos parecidos, siguiendo un método prestablecido y
contrastable. Se trata de una labor ineludible para los jueces,
intervinientes y estudiosos del sistema de justicia criminal, pues no es
posible la aplicación del derecho sin su interpretación. La pretensión
política del principio de legalidad como garantía, esto es, que los
ciudadanos sean juzgados por la ley y no por la opinión particular de
los jueces, que debieran ser “la boca que pronuncia las palabras de la
ley: seres inanimados que no le pueden moderar ni la fuerza ni el
rigor” (Montesquieu, 327), alcanza solo para asegurar que su
interpretación se circunscriba a los límites impuestos por las palabras
con que la ley se expresa en el idioma o cial de la República, cuyo
conocimiento y comprensión se entienden como presupuestos de la
comunicación entre el Estado y los ciudadanos. Ello tiene como
consecuencia inevitable que las limitaciones de ese lenguaje natural se
trans eran a las palabras de la ley: ¿Qué es un aborto?, ¿Es aplicable
el art. 432 a la apropiación de restos humanos o vale para ese caso
únicamente la norma que castiga la exhumación ilegal de art. 322?,
¿Puede tomarse en cuenta la circunstancia agravante de cometerse el
delito de noche (art. 12, 12.ª) si el lugar estaba iluminado y
concurrido o si, por su índole (p. ej., falsi cación de documento) el
hecho de la nocturnidad es indiferente?, ¿Cabe subsumir en la gura
legal del art. 314, que castiga al que “expendiera substancias
peligrosas para la salud”, al que venda leche mezclada con agua,
inocua en sí, pero cuyo valor alimenticio aparece afectado?, etc.
En efecto, la ley expresada en el lenguaje natural de una comunidad
compartirá sus características de vaguedad, recursividad y textura
abierta y, por ello, será relativamente indeterminada. Además, por su
carácter general y abstracto, todas las descripciones de los supuestos
de hecho o tipos penales son, por de nición, incapaces de re ejar las
múltiples formas que pueden adoptar las conductas en la vida real,
siendo ello inevitable ante la imposible alternativa de hacer un
catálogo de todas las manifestaciones concretas de la conducta
humana. La ambigüedad y vaguedad del lenguaje natural se presenta
incluso respecto de expresiones aparentemente simples y fáciles de
comprender, como el uso de los conectores “o” e “y”, la expresión
“habitualmente”; la extensión de la cláusula “imposibilidad de valerse
por sí mismo o de ejecutar funciones naturales que antes ejecutaba”
(art. 396); y el entendimiento del hecho de “matar a otro” (art. 391),
que cuenta con amplios campos de imprecisión, desde el clásico
cuestionamiento sobre la idoneidad de los medios comisivos hasta la
determinación de quién es la víctima del hecho, por las di cultades
para jar, en los casos límite, el comienzo y n de la vida humana
(Coloma, 47).
Sin embargo, lo anterior no es impedimento para que, dentro de la
indeterminación relativa a que conduce el uso del lenguaje natural,
pueda seguir sosteniéndose que permite limitar el ámbito de aplicación
de la ley que lo emplea. En efecto, el art. 391 CP no se re ere a matar
moscas, el art. 396 no aplica a los casos en que no se producen
lesiones, lo habitual no ocurre una sola vez, y las conjunciones “o” e
“y” no signi can “en ningún caso”. Ello por cuanto, a pesar de la
imperfección del lenguaje y la comunicación humana, dentro de la
literalidad del texto legal existe la posibilidad de reconocer
signi cados compartidos intersubjetivamente, esto es la existencia de
signi cados semánticos objetivos que habilitan el uso del lenguaje
natural como medio de comunicación social e interpersonal, pues “si
bien las palabras no son como cristales tampoco son como baúles de
viaje, no podemos poner en ellas todo lo que queramos” (Radin, 866).
En el extremo, por cierto, una cláusula absolutamente
indeterminada, que deje en manos del juez la completa determinación
del contenido de lo punible producirá un efecto contrario a la
Constitución y frente a su existencia cabrán los recursos que ésta
franquea para declarar su inconstitucionalidad o, al menos, su
inaplicabilidad en el caso concreto.
Por eso, aun teniendo en cuenta la indeterminación relativa del
lenguaje, todavía es posible a rmar que las garantías de los principios
de legalidad y reserva (arts. 19 N.º 3 inc. 8 y N.º 26) limitan no solo al
legislador si no también la actividad del intérprete en dos sentidos
objetivos: por una parte, la interpretación está enmarcada dentro de
las posibilidades lingüísticas que ofrece el sentido literal posible de la
ley; y por otra, las proposiciones interpretativas que se ofrezcan no
pueden suponer hacer absolutamente imposible el ejercicio de los
derechos fundamentales ni contradecir prohibiciones y limitaciones
expresas de la Constitución y de los Tratados Internacionales sobre
Derechos Humanos vigentes (también expresados lingüísticamente),
respectivamente. Así, el producto de la interpretación de una
disposición legal es una proposición normativa acerca de su sentido
basada en la reconstrucción de los signi cados semánticos de las
palabras que emplea, sus relaciones con otras disposiciones legales y
los límites constitucionales vigentes (v., para distinguir entre
reconstrucción limitada por el sentido semántico, como limitación
emanada del principio de legalidad, de la simple estipulación de
signi cados a voluntad, Ávila, Principios, 32).
Sin embargo, la existencia del principio de legalidad en el art. 19 N.º
3 inc. 8 CPR no garantiza su materialización en el foro y la academia.
Es altamente probable que los abogados, en defensa de los intereses de
sus clientes, pretendan imponer sus convicciones personales sobre la
voluntad del legislador democrático, desvinculándose de la
obligatoriedad de la ley. O peor, que escudándose en consideraciones
“metodológicas” supuestamente novedosas se pretenda superar las
limitaciones del lenguaje natural empleado por las leyes, al que
modestamente debiera someterse la dogmática en un Estado de
derecho (Cox, “Hampty Dumpty”, 193); o a través de ciertas “teorías
de la argumentación” se pretenda la búsqueda de su “verdadero”
espíritu, función social o nalidad, olvidando la idea de la garantía de
la tipicidad, dejando “escapar por la ventana lo que tanto costó
introducir por la puerta” (Lascuraín, 57). Ello, sin contar con que
todas estas variantes metodológicas se expresan también en el lenguaje
natural y, por tanto, comparten las limitaciones estructurales de
vaguedad, recursividad y textura abierta del lenguaje empleado por las
leyes, con el agravante que al no reconocer un texto autoritativo
(como el Diccionario de la Lengua Española, p. ej.), las propuestas de
“interpretación” así realizadas no pasan de ser propuestas subjetivas,
imposibles de contrastar objetivamente. Por eso, desde nuestro punto
de vista, la forma de resguardar la garantía del principio de legalidad
no es su abandono o reemplazo por alguna propuesta de metodología
argumentativa (Gandulfo, 292), sino la sujeción del intérprete al
método establecido en las reglas de los arts. 19 a 24 CC que también
puede verse como una concreción de la garantía del principio de
legalidad, en la medida que su observancia permite evaluar la
corrección o no de las propuestas interpretativas en juego dentro del
sentido literal posible de la norma interpretada con un método que
puede ser compartido intersubjetivamente, teniendo en cuenta las
limitaciones del lenguaje común y el carácter retórico de la
argumentación jurídica. Esta garantía supone concebir la
interpretación como la determinación del sentido y alcance del texto
de la ley, esto es, de las expresiones lingüísticas inscritas en ella, de
modo que los restantes elementos de la interpretación y el método
previsto en la ley han de servir para delimitar ese sentido literal y no
para establecer uno diferente.

B. Fuentes
En cuanto a sus fuentes, se distingue entre interpretación auténtica
(realizada por el propio legislador), o cial (realizada por los jueces al
momento de aplicar el derecho), y privada (realizada por los
estudiosos del derecho y los abogados ante los tribunales de justicia).
En los sistemas acusatorios, la interpretación de scales y policías
también puede considerarse como o cial cuando supone no dar curso
a una investigación o acusación por entender que los hechos no son
constitutivos de delito o que el imputado no es responsable de los
mismos, y dicha decisión no está sujeta a revisión judicial.
La interpretación auténtica o legal puede realizarse de dos modos: a
través de una ley interpretativa posterior o mediante alguna de nición
o limitación del alcance de una ley o norma dictada simultáneamente
(p. ej., el art. 12, 1.ª, que de ne la alevosía; el art. 260, que señala a
quiénes debe considerarse empleados públicos; el art. 275 que de ne
las loterías; o el art. 440 N.º 1, que dice cuándo hay escalamiento en
los delitos de robo). En ambos casos, se encuentra sometida a las
limitaciones constitucionales que imponen restringir su efecto
retroactivo solo cuando dicha interpretación sea más favorable al
afectado, con independencia del efecto que se le quiera dar en el texto
legal (Ducci, 50). Luego, la cción del art. 9 inc. 2 CC no rige en
materia penal (Sanhueza, Nociones, 144).

§ 3. Aplicación de la ley e interpretación de los hechos


(subsunción)
Una de las principales funciones de los jueces del fondo, derivadas de
su inmediación en el conocimiento de la causa que se trata, es la
determinación de los hechos (“en tal día, a tal hora y en tal lugar
Pedro realizó tal conducta”), cuya correspondencia o no se establecerá
respecto del grupo de casos comprendido en la disposición penal que
se invoca como aplicable antes del proceso de subsunción. En este
ámbito del arte forense, la labor del abogado consiste en presentar al
juez las pruebas necesarias que le lleven a convencerse de que los
hechos ocurrieron de una forma o de otra y que esos hechos
corresponden o no a los grupos de casos designados en la ley.
En los sistemas acusatorios, la importancia de esta actividad es
superlativa y no debe desdeñarse por pretensiones teóricas: las
acusaciones penales deben acreditarse por los scales más allá de toda
duda razonable y ello exige no solo una mínima actividad probatoria,
sino que ésta sea pertinente y recaiga sobre los hechos de la acusación
de modo que los jueces puedan darle un sentido fáctico que permita
comprenderla dentro de los casos sancionados por la disposición penal
fundante de la acusación. Por su parte, corresponde a los defensores
probar y a los scales desvirtuar las defensas fácticas, como la
coartada o alibi (“no estuve en tal lugar a tal hora y en tal fecha”) y la
falta de realización empírica de los presupuestos de hecho del tipo
penal (“no ejecuté la conducta que se me imputa sino otra”, “la
conducta que ejecuté no produjo el resultado que se le atribuye sino
otro”, etc.). La responsabilidad penal también depende en estos
sistemas de la licitud de los procedimientos para establecerla y
defensas y acusadores han de probar o desacreditar las alegaciones de
exclusión de pruebas por infracción de garantías constitucionales
relativas al debido proceso y falta de idoneidad, pertinencia o
reiteración, que pueden llevar a decidir en un sentido u otro los juicios
concretos.
Solo una vez determinados los hechos de relevancia jurídica por los
medios probatorios admisibles es posible pasar a la operación de
aplicación de la ley o subsunción, “operación lógica que consiste en
determinar que un hecho jurídico reproduce la hipótesis contenida en
una norma general”, según la de nición del Diccionario de Español
Jurídico de la RAE. La norma general es, en este caso, la ley penal que
se estima aplicable, cuyo sentido y alcance ha sido determinado
mediante su interpretación, según el método jurídico que pasamos a
exponer.

§ 4. Método de interpretación de la ley penal


A. Determinación del sentido literal posible de la ley penal:
elementos gramatical y lógico (sistemático)
Según el art. 19 CC, “cuando el sentido de la ley es claro, no se
desatenderá su tenor literal so pretexto de consultar su espíritu”.
Luego, la determinación del sentido literal posible ha de tener
preeminencia sobre los restantes elementos o recursos interpretativos y
es su punto de partida y límite. Pero como los signi cados de las
expresiones lingüísticas empleadas por la ley no son siempre unívocos,
el CC ha dispuesto reglas para su delimitación:
i) La regla general es interpretar las palabras de la ley en su sentido
natural y obvio, esto es, “según el uso general de las mismas palabras”
(art. 20 CC). Ese uso, según la opinión dominante en la
jurisprudencia, se recoge en el Diccionario de la Lengua Española
Academia Española (Etcheberry DPJ I, 14). Aunque ello no siempre es
satisfactorio por las diferentes acepciones que muchas voces tienen
(muchas de ellas inaplicables al contexto de la ley que se trata), es la
única fuente objetiva disponible y contrastable no solo por los juristas
sino también por el público destinatario de las normas;
ii) El art. 20 CC impone sobre ese sentido natural y obvio el que les
ha dado a las palabras el legislador cuando “las haya de nido
expresamente para ciertas materias”, regla de la que se deriva la idea
de accesoriedad conceptual y que tiene su origen en el llamado
carácter cticio del derecho (Harari, 499);
iii) Tampoco se considerará el sentido del Diccionario o natural,
tratándose de “las palabras técnicas de toda ciencia o arte”, las que
“se tomarán en el sentido que les den los que profesan la misma
ciencia o arte; a menos que aparezca claramente que se han tomado en
sentido diverso” (art. 21 CC). En la práctica, se acepta también que se
recurra a la doctrina de los autores y la jurisprudencia para la
interpretación de los términos jurídicos que carecen de de nición legal
o sentido natural, asimilando la doctrina asentada a una especie de
ciencia o arte (van Weezel, Tipicidad, 77; Cárdenas, “Aplicabilidad”,
130). Esa es la función de la doctrina y la jurisprudencia como fuente
mediata del derecho y uno de los sentidos a la referencia a las
“razones doctrinales” para fundar una sentencia del art. 342 d) CPP.
Y ese es también el sentido que parece haberle dado el TC a la
doctrina de los autores y la jurisprudencia, al admitir la
constitucionalidad de expresiones que pueden tener sentidos diversos,
en la medida que exista una “cultura jurídica” que los delimite o una
“precedente interpretación judicial y doctrinaria” que entregue
“su ciente contenido al concepto como para ser aplicado por el
tribunal de fondo”, como en el caso de la expresión “conviviente” en
el art. 390 (SSTC 30.3.2007, Rol 549; y 5.8.2010, Rol 1432); y
iv) Para decidir cuál es el más probable signi cado natural y obvio,
técnico o legal de una expresión lingüística en un texto legal, se ha de
tener presente el contexto en que se enuncia, el que “servirá para
ilustrar el sentido de cada una de sus partes, de manera que haya entre
todas ellas la debida correspondencia y armonía” (art. 22 CC). Esta
regla se denomina elemento sistemático o lógico, pues exige aplicar las
premisas de esta forma de pensamiento al descubrimiento de las
relaciones internas y externas de las disposiciones interpretadas
(Carrasco, “La relación”, 155). Ello importa que se respeten al menos
los principios lógicos de identidad (algo no puede ser y no ser la
mismo tiempo: si A es A, A es A y no otra cosa); transitividad (si A es
B, y B es C, entonces A es C); no contradicción (es imposible que un
atributo pertenezca y no pertenezca al mismo tiempo a un sujeto: si A
es B, A no es lo contrario de B); y tercero excluido (dos proposiciones
contradictorias no pueden ser verdaderas al mismo tiempo: no es
posible que A sea B y no sea B al mismo tiempo). Del principio lógico
de identidad se deriva el jurídico de vigencia o utilidad, según el cual
“el sentido en que la ley puede producir algún efecto debe prevalecer
sobre aquel según el cual no produce efecto alguno” (Etcheberry DP I,
107), tal como expresa el art. 1562 CC respecto de la interpretación
de los contratos; y del de tercero excluido, el de especialidad (“las
disposiciones de ley relativas a cosas o negocios particulares
prevalecerán sobre las disposiciones generales de la misma ley, cuando
entre las unas y las otras hubiere oposición”, art. 13 CC).
a) Definiciones legales y accesoriedad normativa y conceptual
del derecho penal con las otras ramas del derecho
Las de niciones legales, como los conceptos de armas del art. 132,
de pornografía infantil del art. 366 quinquies o de intimidación del
art. 439, delimitan la interpretación de las disposiciones a que se
re eren, precisando nominalmente su sentido y alcance para otorgar
mayor seguridad en su aplicación (Ossandón, “Técnica”, 290). Esa
preferencia por la de nición del legislador se impone en derecho penal
según lo dispuesto en el art. 20 CC y el principio de legalidad. Pero el
derecho penal es una parte integrante del ordenamiento jurídico. Por
lo tanto, en la interpretación de sus disposiciones también ha de
guardarse la debida correspondencia y armonía con el conjunto del
ordenamiento y las de niciones que en ellas se contemplan, “para
ciertas materias”. En consecuencia, a menos que exista una de nición
para efectos penales (como la de empleado público del art. 260) o que
aparezca que una expresión o de nición legal ha sido empleada
únicamente para una materia especí ca que no se extiende al derecho
penal (como sucede con los llamados inmuebles por destinación del
art. 570 CC, que para el derecho penal son siempre cosas muebles),
los conceptos y de niciones del resto del ordenamiento jurídico han de
prevalecer en la interpretación de la ley penal: Quien es miembro del
Congreso Nacional para el derecho Constitucional lo es también para
aplicar lo dispuesto en el art. 267 CP; las referencias a grados de
parentesco del art. 390 CP, la prueba del depósito a que hace
referencia el inciso segundo del art. 470 N.º 1 CP, y la cuantía de las
indemnizaciones por el daño producido al cometerse un delito deben
remitirse a las disposiciones del Código Civil; qué sea un seguro, según
el N.º 10 del art. 470 CP es materia regulada por el Código de
Comercio, etc. Este es el principio de accesoriedad conceptual. Esta
accesoriedad se extiende a los conceptos del derecho internacional
cuando la ley o la historia de su establecimiento hacen expresa
remisión a ellos como fuente del derecho interno, como sucede
paradigmáticamente en los casos en que las leyes locales se dictan para
implementar disposiciones contenidas en tratados internacionales.
Lo anterior vale también para los casos legítimos de legislación
delegada, accesoriedad normativa o leyes penales en blanco, cuyo
contenido se complementa con normas de carácter reglamentario,
como sucede con la Ley 20.000, que entrega la precisión de la
determinación de las drogas prohibidas a un reglamento (DS 867 de
2007).
Además, en la parte general también juega la accesoriedad normativa
y conceptual un rol relevante en la delimitación del ámbito del riesgo
permitido y el prohibido a efectos de imputación objetiva, como ltro
de la atribución de responsabilidad penal por el resultado, según
veremos al explicar la relación de causalidad; las fuentes formales de
la posición de garante en los delitos de omisión impropia; y los límites
del debido cuidado en la imprudencia (Rojas A., “Accesoriedad”, 103,
aunque entendiendo la legislación extra penal como fuente de las
“normas de conducta” que la penal sancionaría, conforme a la teoría
de las normas que aquí se rechaza).
b) El problema de la accesoriedad del derecho penal respecto
de los actos administrativos (no sancionadores)
Los actos de los funcionarios de la Administración, que otorgan
autorizaciones e imponen ciertas condiciones a los particulares para el
ejercicio de determinadas actividades, no son parte de la legislación y
reglamentación vinculante para los tribunales en lo penal, aunque
muchas veces son parte del supuesto de hecho de las leyes penales,
bajo la fórmula “el que sin la competente autorización etc.” (art. 1 Ley
20.000, p. ej.).
En estos casos, quien realiza la conducta punible sin la autorización
exigida al momento de su perpetración, comete el delito que se trate,
con independencia de si materialmente cumplía o no con los requisitos
para obtenerla. Y, al contrario, quien realiza una conducta autorizada
no cometería el delito, aunque tal autorización se hubiese otorgado
por error de la Administración, salvo que haya sido obtenida
fraudulentamente (por cohecho o engaño). El incumplimiento de las
condiciones especiales impuestas por una autorización no es, sin
embargo, equivalente a actuar sin ella, a menos que la propia ley así lo
establezca, como sucede en el art. 136 Ley General de Pesca.

B. Especificación del sentido literal posible: elementos teleológico


e histórico
Conforme al art. 19 CC, “bien se puede, para interpretar una
expresión obscura de la ley, recurrir a su intención o espíritu,
claramente manifestados en ella misma o en la historia dedigna de su
establecimiento”. En consecuencia, la intención o espíritu de la ley
jugará un rol decisivo en la interpretación solo cuando el sentido
literal de la misma sea oscuro, esto es, según el Diccionario, “confuso,
falto de claridad, poco inteligible”, lo que usualmente ocurrirá en la
disputa entre dos interpretaciones dentro del marco del sentido literal
posible o las palabras empleadas se conviertan en anacrónicas o
padezcan de impropiedades técnicas o lingüísticas. Este es el elemento
teleológico de la interpretación.
Este elemento puede identi carse como la intención inmanente o
subyacente de las disposiciones penales en orden a proteger de ciertos
intereses particulares o sociales que pueden ser lesionados con las
conductas sancionadas (bienes jurídicos en sentido sistemático). Para
su determinación, el intérprete contaría con dos vías: intentar
desentrañar la intención o espíritu de la ley en ella misma manifestado
(sentido objetivo) o recurrir a la intención o voluntad del legislador
(sentido subjetivo). Sin embargo, nuestra ley se decanta por un sistema
de interpretación de marcado corte objetivo, donde la voluntad de la
ley actualizada al momento de su aplicación predomina
(interpretación teleológica) y la voluntad del legislador se subordina a
ese propósito: descubrir la “intención o espíritu de la ley”. Aquí cobra
especial importancia la vinculación de la nalidad de la ley penal con
las nalidades de protección constitucionalmente admisibles, pues
toda legislación que restrinja la libertad y la propiedad, como hacen
las leyes penales, ha de sobrepasar el test de proporcionalidad
constitucional, esto es, que su establecimiento se encuentre justi cado
por una nalidad constitucionalmente aceptada.
En la búsqueda objetiva del sentido de la ley el intérprete puede
recurrir nuevamente al elemento contextual, en la forma expresada en
el citado inc. 2° del art. 22 CC, esto es, ilustrando el texto a
interpretar mediante otras leyes que versan sobre el mismo asunto, y
también al análisis de los epígrafes y títulos de la ley que, aunque
imprecisos en general y sin carácter dispositivo (STC 31.08.2012, Rol
2253), ayudan a dar cuenta del objetivo general de ésta, como sucede
particularmente con los epígrafes y denominaciones de los primeros
nueve títulos L. II CP, donde se describen y sancionan crímenes y
simples delitos “contra la seguridad exterior y soberanía del Estado”,
“contra la seguridad interior del Estado”, que “afectan los derechos
garantidos por la Constitución”, “contra la fe pública”, etc.
La historia dedigna del establecimiento de nuestra legislación penal
se contempla tanto en las Actas de la Comisión Redactora del Código
Penal (1874), como en las del proceso legislativo de sus sucesivas
modi caciones y de las leyes especiales posteriores, así como en los
materiales preparatorios y en la opinión de los autores consultados,
donde generalmente se explicitan los fundamentos de las
modi caciones legales, recurso ineludible por la ventaja de contar con
una fuente de autoridad objetiva y contrastable por otros intérpretes,
más allá de las preferencias personales de cada cual. En atención a su
carácter contrastable, para jar su telos o ratio legis y aclarar pasajes
oscuros y precisar incertidumbres, pareciera preferible atender a ella y
no a una especulación propia, mientras no se sobrepongan las
intenciones declaradas del legislador histórico con el texto aprobado
de la propia la ley (Cousiño, “Interpretación”, 1035).

C. Elección de una propuesta normativa: El espíritu general de la


legislación, principios e interpretación conforme a la
Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos
Humanos. Rol de la retórica y la argumentación jurídica
El art. 24 CC dispone que, “en los casos a que no pudieren aplicarse
las reglas de interpretación precedentes, se interpretarán los pasajes
obscuros o contradictorios del modo que más conforme parezca al
espíritu general de la legislación y a la equidad natural”. Sin embargo,
a pesar del aspecto aparentemente excepcional de esta disposición, el
espíritu general de la legislación hoy en día, manifestado en las
normas y principios que contemplan la Constitución y los Tratados
Internacionales sobre Derechos Humanos vigentes en Chile, por su
carácter normativo superior, impone considerar como parte del
derecho penal nacional los principios que en ellas se expresan, de
modo que su interpretación resulte, en todos los casos, conforme con
la Constitución, excluyendo las propuestas de interpretación que no lo
sean, según sostiene la STC 31.12.2009, Rol 1584 (Palacios, 45 y, con
detalle, Fernández C., “Interpretación”, 154. O. o., proponiendo la
inaplicabilidad de disposiciones no unívocas, Chia, 360). De allí se
sigue que, por aplicación del art. 1 CADH, la interpretación y
aplicación de cualquier disposición nacional debe ser, también,
conforme a dicha Convención, el llamado control de convencionalidad
(críticamente, Silva A., 717), aplicable incluso a la interpretación de la
propia Constitución (Galdámez, Impunidad, 170).
Pero aún superada la barrera de la legitimidad constitucional de una
norma, los principios de la legislación, su espíritu general, también
impregnan la elección de las diferentes alternativas de interpretación
conformes a la Constitución dentro del sentido literal posible. Este es
la lectura tradicional del art. 24 CC a nivel interno, y, en la normativa
internacional, del art. 38 del Estatuto de la Corte Internacional de
Justicia. En este nivel, se ha de reconocer que no solo en los textos
fundamentales se encuentran normas que no responden al carácter
binario de las reglas de la legislación ordinaria, sino que de éstas
pueden extraerse también ciertos principios, que explican su existencia
y permiten su interpretación. Sin embargo, estos principios no se
encuentran en un nivel constitucional superior al de las reglas
propiamente tales y, por lo mismo, no tienen carácter preminente
sobre ellas, sino que cumplen la función de entregar razones para
adoptar una decisión cuando no es posible con la aplicación
automática de las reglas (por su vaguedad, imprecisión, las
contradicciones con otras reglas, etc.), como propone Dworkin, 38.
Estas razones para adoptar una decisión se presentan en el derecho
penal generalmente como principios regulativos, donde la línea que
separa lo permitido de lo prohibido solo está indicada por el
legislador, no señalándose el contenido preciso de la decisión “pero sí
el camino que lleva a ella”, quedando al intérprete su determinación
en cada caso particular (Henkel, 73). Un ejemplo evidente es la regla
del art. 10 N.º 9, donde, por muy claramente que la ley exima de
responsabilidad penal al que actúa motivado por una fuerza
“irresistible” o un miedo “insuperable” (art. 10 N.º 9), la decisión de
cuán irresistible o insuperable han de ser una u otro para eximir de la
responsabilidad penal en un caso concreto no puede determinarse
mediante la simple enunciación del sentido natural y obvio de dichas
expresiones. Aquí, cuál sea el límite de lo superable o lo irresistible
dependerá de cómo aplicar al caso concreto el principio regulativo de
la culpabilidad como inexigibilidad de otra conducta. Por eso, se
a rma que el espíritu general de la legislación se mani esta en
“determinados principios muy generales, y con toda certeza
formalistas, esto es, a ciertas valoraciones sociales que inspiran los
fundamentos de nuestra organización jurídica”, donde la equidad
natural es solo un elemento “ético-valorativo” más (Etcheberry DP I,
106).
Según la doctrina dominante, entre estos principios regulativos se
contarían, “además del de legalidad, el principio de intervención
mínima, el principio de ‘última ratio’, el principio de protección de
bienes jurídicos, el principio de lesividad u ofensividad social de la
conducta, el principio de culpabilidad, el principio de
proporcionalidad de la pena, el principio de humanidad en la sanción”
(Künsemüller, Derecho penal, 199). A ellos se agregarían los de
protección de bienes jurídicos, resocialización, humanidad de las
penas, etc. (Garrido DP I, 29; Sanhueza, Nociones; Rettig PG I, 199;
Náquira et al, 3-27. Sobre el principio de humanidad, en especí co, v.
Guzmán D., “Humanidad”).
En nuestra opinión, entre los principios regulativos derivados del
espíritu general de la legislación deben encontrarse no solo los que se
desprenden de la legislación común y la tradición jurídica a que
apunta la doctrina dominante, sino también los que se comprenden en
las convenciones y tratados internacionales que han servido de
fundamento para el establecimiento de ciertas regulaciones especí cas
o su modi cación y, por cierto, en la Constitución y los Tratados
Internacionales sobre Derechos Humanos que limitan la soberanía
nacional.
De este modo, la interpretación jurídica no solo es un método que
permite a rmaciones intersubjetivamente compartidas acerca del
sentido y alcance posible de una disposición legal, de conformidad con
su tenor literal posible, las reglas de la lógica y la nalidad expresada
en ella y en la historia dedigna de su establecimiento, sino también,
en el límite, el producto de un razonamiento práctico que debiera
fundarse en razones (principios) y argumentos acerca de su peso y
aplicación en el caso concreto (ponderación). Y aquí cobra pleno vigor
la advertencia del Estagirita acerca de que, en el ámbito forense, la
necesidad del pensamiento lógico no es su ciente para decidir sobre el
sentido de una disposición legal discutible, pues aquí “deliberamos
sobre lo que parece resolverse de dos modos” o, en general, “de un
modo diferente” (Aristóteles, Retórica, 49). A nuestro juicio, la mejor
forma de reducir esta incertidumbre no es su negación, sino la
aceptación de este espacio para el “renacimiento del saber clásico”
(Tamarit, Casos, 23). Pero ello, como se ha insistido, dentro del marco
delimitado por la sujeción a reglas intersubjetivas de interpretación
contempladas en el CC, que implican una labor de concreción del
alcance de la ley dentro del límite del sentido literal posible, hasta
cierto punto metódicamente contrastable. Las argumentaciones que se
re eren a lo probable o lo posible, aunque no de modo absoluto, son
parte del arsenal retórico tradicional, cuyo concurso es inevitable allí
donde dos o más posibilidades se presentan dentro del marco jado
por el sentido literal de la ley, tomando ahora en consideración para
su aplicación la vigencia de los principios constitucionalmente
reconocidos. Entre ellos podemos mencionar como los más relevantes
los argumentos a contrario sensu, a fortiori (quien puede lo más,
puede lo menos); a coherentia (la corrección de una propuesta
depende de su coherencia con la sistematización doctrinaria de la ley
de conformidad con algún punto de partida ordenador que se haya
elegido al efecto); apagógico o ad absurdum (reducción al absurdo de
determinadas propuestas contrarias); y normativista (no se puede
desprender de un hecho natural la existencia una norma jurídica y
viceversa). A ellos se pueden agregar otros argumentos (Rettig DP I,
278), como los de autoridad de la jurisprudencia y los autores más
reconocidos; no redundancia (es preferible dar un signi cado a las
palabras de una ley antes que decir que son una repetición de otras); y
pragmático o de vigencia (es preferible dar a las palabras de la ley una
interpretación que sea útil a otra que las convierta en letra muerta).
Incluso, atendida la necesidad judicial de jar hechos sobre los cuales
aplicar el derecho, esto es, decidir acerca del sustrato fáctico de la
norma a aplicar, la argumentación como mecanismo para inferir de lo
conocido algo desconocido es también parte fundamental del
razonamiento judicial y de los intervinientes en el proceso, quienes a
través de la exposición de los medios de prueba deben convencer al
tribunal acerca de las inferencias fácticas que de ellos extraen, para
aplicar a ellas una nueva argumentación sobre el signi cado jurídico
de tales hechos y su subsunción en una norma cuyo sentido también se
determina argumentativamente (Pozo, 253).
Diferente es, sin embargo, el empleo que la SCS 19.7.2006, Rol
1990-5, ha hecho del concepto de “cláusula regulativa”, especialmente
en la determinación del concepto de “pequeña cantidad” de droga
tra cada para efectos de aplicar o no la pena atenuada del art. 4 de la
Ley 20.000, a rmando que tales expresiones producirían el efecto de
liberar la interpretación de un juicio acerca de su corrección o no, de
modo que ella y su consecuencia penal quedarían entregadas
únicamente a la valoración, en el caso concreto, del juez de instancia,
sin posibilidad de control de legalidad, ni siquiera sobre la base de la
adecuación o no de la decisión respecto del “principio” en que se
sustenta (Ruiz D., 414).
A nuestro juicio, como principios regulativos, cardinales o
limitadores que permiten precisar la proposición normativa derivada
de una interpretación y que se desprenden del espíritu general de
nuestra legislación y no de preferencias subjetivas, podemos
mencionar, entre los principales, los siguientes:
a) Principio non bis in idem sustantivo y prohibición de la doble
valoración
Según una idea generalmente admitida, el principio non bis in idem
se remonta a la sentencia de Gayo: Bona des non patitur, ut bis idem
exiguatur (D. 50, 17, 57 [la buena fe no consiente que se exija dos
veces la misma cosa]); y tendría manifestaciones tanto en el ámbito
procesal, en la excepción la cosa juzgada y la prohibición del doble
juzgamiento; como en el sustantivo, donde justi cará la preferencia
que normalmente se otorga a una sola disposición cuando dos o más
concurren en la regulación de un caso determinado, evitando tomar en
cuenta contra el reo dos o más veces un mismo elemento jurídico
penalmente relevante y común (STC 10.1.2017, Rol 3000; y SCA
Concepción 24.7.2014, RCP 41, N.º 4, 219).
En nuestro sistema, este principio se reconoce con efectos precisos en
la prohibición de la doble valoración de circunstancias agravantes del
art. 63 CP, según la cual se impide tomar en cuenta para la agravación
de un delito una circunstancia que es en sí misma constitutiva de
delito o se contempla para describirlo o sancionarlo. Esta regla re eja
el mismo principio subyacente a la especialidad del art. 13 CC,
aplicable a los casos de concurso aparente de leyes: no se pueden
imponer sanciones penales provenientes de diferentes leyes aplicables a
un hecho cuya sanción comprende la de otro, debiendo preferirse la
más especial.
Es discutible, sin embargo, que el principio alcance a una supuesta
limitación del legislador en orden a la tipi cación de las conductas o
las clases de sanciones a imponer como propone Ossandón, “Ne bis in
idem”, 975 (ni que todos los problemas que de allí surgen deban
resolverse acudiendo al principio proporcionalidad), como sugiere
(Mañalich, “Ne bis in idem”, 558).
b) Principio de culpabilidad
Según este principio, en la interpretación de las normas penales, debe
existir siempre la exigencia de un aspecto subjetivo que vincule a la
persona responsable con el hecho que se le imputa, prohibiéndose las
interpretaciones que conduzcan a la a rmación de una
responsabilidad objetiva en esta materia. Este principio se
desprendería de las reglas de los arts. 1, 2, 10 N.º 13, 64 CP, y aún del
art. 42 CPP (Künsemüller, Culpabilidad, 34), y de lo dispuesto en el
art. 19 N.º 3 inc. 7 CPR, que prohíbe presumir de derecho la
culpabilidad en materias penales, asumiendo como requisito de la
responsabilidad en este ámbito dicha exigencia (STC 31.12.2009, Rol
1584).
c) Principio pro-reo o de favorabilidad
El principio pro-reo ha sido discutido por gran parte de la doctrina
nacional, sosteniendo que solo tiene aplicación procesal, pero no
material (Garrido DP I, 103). Ello, por cuanto, en lo relativo a la
interpretación de la ley se aplicaría lo dispuesto en el art. 23 CC,
según el cual “lo favorable u odioso de una disposición no se tomará
en cuenta para ampliar o restringir su interpretación”. En cambio, en
materia procesal regiría el art. 340 CPP, que establece el sistema de
convicción más allá de una duda razonable para fundamentar la
existencia probada de los hechos que supongan la existencia del delito
y la participación punible en el mismo del condenado.
Sin embargo, aunque no puede admitirse la validez de una
proposición normativa resultado de la interpretación prejuiciada a
favor de su absoluta restricción, lo cierto es que el proceso de
interpretación supone una progresiva delimitación o restricción del
alcance y sentido de la ley, a partir de su sentido literal posible, según
el mandato del principio de legalidad. En consecuencia, mientras la
prohibición de la interpretación extensiva del art. 23 CC debe
entenderse consecuencia del principio de legalidad, el límite a la
interpretación restrictiva ha de entenderse en el sentido que no se
admite como razón para proponer una determinada interpretación la
sola voluntad del intérprete, basada en un argumento más o menos
emotivo (“lo favorable” o “lo odioso”).
En cambio, el principio pro-reo no está basado en un argumento
emotivo, sino en la constatación de que nuestro sistema jurídico, en su
conjunto, lo asume cuando se trata de decidir sobre la aplicación entre
diferentes normas, unas más graves que otras y así lo reconoce
habitualmente la jurisprudencia: en las disposiciones constitucionales
y las contenidas en el art. 18, relativas a la retroactividad de la ley más
favorable al reo; en las establecidas en el art. 74 COT, respecto del
efecto a favor del reo de los empates en las votaciones del tribunales
colegiados; en las reglas del error de los arts. 1 y 64; en las de
prohibición de doble valoración (non bis in idem) del art. 63; en el
diferente efecto de la concurrencia de circunstancias atenuantes y
agravantes en la determinación de la pena (arts. 65 a 68 bis); y en los
efectos benignos que se atribuyen a las reglas concursales de los arts.
75 CP (concurso ideal) y 351 CPP (reiteración). Su reconocimiento
emana también de la no despreciable autoridad de A. Bello para quien
“en las leyes penales se adopta siempre la interpretación restrictiva, si
falta la razón de la ley, no se aplica la pena, aunque el caso esté
comprendido en la letra de la disposición” (Bello, Obras, xIii). Y esta
es, por cierto, la opinión dominante en nuestra jurisprudencia
tradicional: “en caso de duda sobre el signi cado y alcance del texto
legal, este deberá interpretarse en el sentido más favorable al reo”
(Etcheberry DPJ I, 22 y IV, 6).
d) Principio de lesividad. Rol del concepto de bien jurídico y
defensa de minimis
La consideración del daño social o la lesión del bien jurídico
sistemático causado por cada hecho punible en particular no solo
puede considerarse una regla que permita delimitar la interpretación
de la ley para excluir aquellas propuestas que consideran delito hechos
que no afectan en modo alguno el bien jurídico protegido en cada
caso, sino también para establecer los márgenes precisos de su
aplicación y, sobre todo, de la determinación de la pena aplicable en
cada caso (principio de proporcionalidad, en sentido estricto). Este
principio regulativo de la penalidad se encuentra expresamente
recogido en nuestra legislación, cuando, por regla general, los arts. 50
a 55 imponen penas menores a los delitos frustrados y tentados frente
a los consumados y a los cómplices y encubridores frente a los
autores, se limitan los casos de imposición de penas por la
conspiración y proposición para delinquir (art. 8) y se imponen penas
diferenciadas por la cuantía de las lesiones causadas (arts. 395 a 399),
el monto de lo hurtado (art. 444) o de los defraudado (art. 467).
Por lo anterior, la determinación del bien jurídico protegido, en
sentido sistemático, como equivalente a la de la nalidad de
protección constitucionalmente reconocida de la norma en cuestión
(elemento teleológico), vuelve a jugar en la elección de la propuesta
de nitiva un rol relevante: permitir la adopción, de entre las distintas
posibilidades de interpretación, solo aquellas de las que resulta la
protección del bien jurídico especí co que la ley quiere amparar. Así,
no podrá comprenderse dentro del delito de bigamia, del art. 382 CP,
la “renovación” formal de un matrimonio contraído por dos menores
de edad sin autorización de sus padres, pues en tal caso, a la luz del
bien jurídico tutelado —que es el matrimonio monogámico (una de las
formas de “familia” a que se re ere el art. 1 inc. 2 CPR) y que no ha
sido afectado por el doble matrimonio entre las mismas personas—,
debe el intérprete concluir que el hecho no es materialmente
antijurídico. A veces, desatender el bien jurídico protegido en cada
norma puede llevar a interpretaciones equivocadas que atribuyan a
guras penales funciones de protección que no tienen, como ocurre en
la delimitación del alcance del art. 285 como un delito contra la libre
concurrencia en los mercados o la libre competencia, frente a las
guras penales que sí la protegen, contempladas en el DL 211 (la
libertad de empresa y la libre competencia son bienes reconocidos en
el art. 19 N.º 22 y 23 CPR).
Luego, el llamado principio de lesividad o insigni cancia se
transforma en la determinación de los límites interpretativos de cada
disposición penal en particular, es decir, de su tipicidad. En efecto,
determinado el bien jurídico que cada ley penal protege en particular y
su forma de afectación, es posible a rmar que, de no comprobarse
dicha afectación en un proceso concreto, no puede a rmarse la
existencia del delito, esto es, su tipicidad. Nuestra Corte Suprema ha
tenido más de una oportunidad de pronunciarse sobre este aspecto,
particularmente en torno al delito de trá co ilícito de drogas, donde a
pesar de los fallos contradictorios en cuanto a la forma de probar la
naturaleza y cantidad de las sustancias que se tratan (si se requiere o
no el protocolo de análisis del Servicio de Salud a que hace referencia
el art. 43 Ley 20.000), el principio de que su carácter de droga nociva
debe ser probado no se altera (Künsemüller, “Relevancia”, 85. V., por
todas la SSCS 19.2.2018, Rol 362-18, que no exige el protocolo;
26.5.2014, RCP 41, N.º 3, 221, y 28.1.2013, RChDCP 2, N.º 2, 169,
ambas exigiendo el protocolo y con notas aprobatorias de L. Cisternas
y M. Schürmann, respectivamente). En el caso de la posesión de armas
y municiones, este es el mismo criterio que guía la jurisprudencia que
excluye del ámbito de lo punible la posesión de tales elementos que no
están en condiciones de disparar o ser disparados, por no poner de
ninguna manera en peligro el bien jurídico protegido (SCA
Concepción 23.9.2016, RCP 43, N.º 4, 248, con nota crítica de A.
Rojas, pues en el caso concreto las municiones sí eran aptas para el
disparo, aunque no en el arma que se portaba).
En Estados Unidos, la función del principio de lesividad se expresa
en la llamada defensa de minimis, formalizada en el art. 2.12 del
Model Penal Code, según la cual el tribunal puede desestimar una
acusación si la conducta no causó ni amenazó con causar el daño o
mal que se pretendía evitar por la ley o lo hizo solo de manera muy
trivial (Husak, 363). La defensa en el common law se aplica también a
la exención de la responsabilidad por la intervención irrelevante o de
minimis en el daño causado (Dressler CL, 7986). Por ello se clasi ca
también junto a las defensas de tentativa imposible, desistimiento e
insu ciencia probatoria como offense modi cation, esto es, como una
defensa que apunta a a rmar la falta de tipicidad del hecho, derivada
de la interpretación de la ley (Robinson, “Defenses”, 210). Llevada a
nuestra realidad normativa, esta defensa permitiría materializar el
principio de lesividad, restringiendo el alcance de la ley al excluir
aquellos supuestos que no dañan el bien jurídico protegido, en el
sentido sistemático, afectando a la exigencia de antijuridicidad
material en cada delito. Sin embargo, salvo en el caso del desistimiento
en la tentativa y en la frustración (art. 7) —que nosotros tratamos
como una excusa legal absolutoria—, ella no se encuentra
expresamente establecida. Formalmente, una regla similar solo parece
contemplarse en la regulación del principio de oportunidad del art.
170 CPP, pero solo referida a hechos de menor gravedad y entregada
exclusivamente a la iniciativa del ministerio público. No obstante, la
facultad de sobreseer las causas por no ser los hechos constitutivos de
delito (art. 250 a) CPP) puede, materialmente, cumplir idéntica
función si la scalía decide perseverar en la persecución de hechos que
no lesionan ni ponen en peligro alguno el bien jurídico que la ley
pretende proteger, lo que supondría la aplicación de una ley
incompatible con su interpretación conforme a la Constitución (STC
21.8.2007, Rol 739. En el extremo, Cabezas, 109, estima todos los
delitos de peligro derechamente contrarios a los principios de
protección del bien jurídico y lesividad).
Por contra, no está permitido, en el afán de dar protección a ciertos
intereses o bienes jurídicos, extender la interpretación de la ley a casos
no comprendidos en su sentido literal posible. En esto consiste
precisamente la garantía del principio de legalidad y la prohibición de
la analogía: que a pesar de enfrentarse el juez y el operador jurídicos a
supuestos reprobables incluso desde el punto de vista de la nalidad
de la ley expresada en la sanción de otros hechos similares, esa
nalidad no puede emplearse como fundamento para imponer
sanciones penales a casos no comprendidos en la literalidad de la ley,
aunque también dañen o perjudiquen el mismo bien jurídico o interés
cuya lesión se encuentra castigada por otra disposición legal, pero
limitada a una forma de comisión especial, a un medio determinado, a
la producción de ciertos resultados, a consideraciones acerca de las
cualidades personales de la víctima o del autor, o a cualquier otra
circunstancia de tiempo, modo o lugar que el legislador haya
expresado para sancionar el hecho efectivamente penado y no otro. Es
por eso que nosotros sostenemos que el delito de violación del art. 361
CP no puede leerse tanto como la descripción del delito que comete
“el que accede carnalmente” como la de un delito consistente en “ser
accedido carnalmente”, por mucho que en ambos casos se lesione la
integridad o libertad sexual (o. o. Carnevali, “La mujer”, 25); o que
no es posible castigar con las penas del art. 397 la no evitación por
omisión de los resultados de lesiones que allí se describen, pues la ley
en ese caso expresamente indica que éstas han de cometerse hiriendo,
maltratando o golpeando a otro “de obra” (o. o. Garrido DP III,
157).
e) Principio de igualdad ante la ley y rol del precedente
El principio de igualdad ante la ley fundamentaría la pretensión de la
obligatoriedad del precedente o uniforme interpretación de Corte
Suprema, pues ante un mismo o similar supuesto fáctico, el ciudadano
tendría el derecho a esperar un igual trato ante la ley (art. 19 N.º 2
CPR), re ejado en una misma o similar sentencia. Según esta idea, la
doctrina que expresa el Máximo Tribunal cuando interpreta la ley
debiera ser obligatoria para los tribunales inferiores, a menos que se
produzca un cambio en las circunstancias del hecho que la origina que
permita apartarse de ella. El tribunal de instancia podría así
fundamentar la interpretación de la ley que aplica en sus fallos
recurriendo a la autoridad de la doctrina de la Corte Suprema (art.
342 d) CPP). Lo mismo debiera aplicarse a la jurisprudencia del TC.
El topos que aquí se encierra es el de la semejanza, expresado
jurídicamente en el aforismo según el cual “donde existe la misma
razón, debe existir la misma disposición”; pero también la exigencia
de la igual aplicación de la ley según la entienden los tribunales
superiores está en la base misma del razonamiento dialéctico, que
consiste en suponer que en los asuntos discutibles, es más plausible lo
que parece “bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos
últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más conocidos y reputados”
(Aristóteles, Órganon, 1208 y 1968. Es discutible, sin embargo, que la
doctrina y los precedentes de los tribunales superiores puedan
considerarse en sí mismos fuentes de topoi [Beltrán, Tópica, 602]).
Sin embargo, nuestros tribunales han tenido di cultades en hacer
realidad este principio, tanto desde el punto de vista vertical, esto es,
la vinculación de los tribunales inferiores al contenido doctrinal de los
fallos de la CS y del TC; como horizontal, referido a la vinculación de
la Corte Suprema a sus fallos anteriores en casos similares (Couso,
“Rol”, 148). Ello suele justi carse recurriendo al llamado efecto
relativo de las sentencias, contemplado en el art. 3 inc. 2 CC, según el
cual “las sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino
respecto de las causas en que actualmente se pronunciaren”. Sin
embargo, dicha disposición no se opone a una igual aplicación de la
ley por parte de la jurisprudencia, porque el hecho de fallar cada caso
según sus circunstancias probadas y respecto de las partes
concurrentes al pleito, no es incompatible con aplicar en tales casos de
manera igualitaria la ley, respetando la doctrina sobre su sentido y
alcance jada por los tribunales superiores (Echeverría R., Garantía,
66). Ello solo se justi ca, en términos generales, cuando “no existe la
misma razón”, esto es, cuando el topos de la semejanza no puede
encontrarse en el origen del razonamiento en el caso concreto.
f) Otros tópicos jurídicos
Al momento de interpretar la ley, el espíritu general de la legislación
y la equidad natural, como recursos retóricos, se mani estan también
a través de los llamados tópicos jurídicos, generalmente presentados
como entimemas en las formulaciones retóricas de los intervinientes.
Estos tópicos provienen en buena parte de las máximas y principios
generales del derecho contenidos en el Digesto (50, 17, De diversis
regulis iuris antiqui) y del desarrollo del derecho moderno, y se
expresan en máximas, adagios, bocardos o proverbios del derecho,
que deben ser considerados como tales y no como reglas jurídicas y ni
siquiera como principios, dado su carácter incompleto, incierto e
impreciso, producto de su origen en la experiencia y tradición
milenarias, ajenas a la codi cación moderna (Perelman, 117 y 123).
Por lo mismo, su empleo ha de ser cuidadoso, procurando siempre
llegar a proposiciones dentro del sentido literal posible de la norma
que se trate, respetando su intención o espíritu y los principios
generales de la legislación. Entre esos tópicos, están los que a rman
que donde la ley no distingue, no cabe al intérprete distinguir; que
donde existe la misma razón debe aplicarse igual disposición; que la
ley, cuando quiso decir, dijo y cuando no quiso, calló; que el derecho
favorece lo legitimo o que no debe ceder ante su violación; que las
excepciones son de interpretación estricta; que lo necesario está
permitido; que lo insoportable no puede ser derecho; que a lo
imposible nadie está obligado; que la negligencia no excusa la
responsabilidad; que importa lo que se ha querido y no lo que se
hubiere deseado, etc.

D. El espíritu general de la legislación y el derecho comparado


Aunque el espíritu al que se re ere el Código de Bello es el de la
legislación nacional, la creciente globalización económica y cultual, la
in uencia de los tratados internacionales en la legislación local y la
impresionante producción bibliográ ca de la doctrinas alemana,
italiana, anglosajona y española, así como ciertas vinculaciones y
preferencias personales hacen que, entre nosotros, sea frecuente el
recurso al derecho comparado, y particularmente a las opiniones de
autores alemanes y de quienes siguen sus postulados, para la
determinación del fundamento y hasta del sentido y alcance de
precisas disposiciones locales, especialmente las que regulan los
presupuestos de la responsabilidad penal. Este Manual es ejemplo
también del recurso a las proposiciones de los profesores alemanes
como fuente para la argumentación en la determinación del sentido y
alcance de las normas que regulan la responsabilidad penal.
Sin embargo, se rechaza aquí aquella parte del método dogmático
alemán que consiste en la deducción del fundamento y hasta del
alcance y sentido de tales normas a partir de la elección subjetiva de
un punto de partida, una idea de la sociedad, del hombre o del
derecho apriorística, no sujeta a contrastación empírica ni, mucho
menos, a refutación por las reglas existentes en el ordenamiento
jurídico positivo. Y, sobre todo, se rechaza la cita de un autor
extranjero como argumento de autoridad para fundamentar una
interpretación de disposiciones legales nacionales que, muchas veces,
carecen de relación semántica con aquellas interpretados por la
doctrina que se pretende trasponer.
A nuestro juicio, como ya se ha anunciado, el recurso al derecho
comparado no debe entenderse como la participación en la discusión
de la consistencia interna de las teorías explicativas del derecho
extranjero, ni mucho menos en su acrítica trasposición a nuestra
realidad normativa, sino como una búsqueda honesta de
aproximaciones a problemas similares, con clara consciencia de las
diferencias normativas, históricas y culturales que fundamentan cada
solución propuesta, de manera que ellas nos sirvan como una mirada
ajena que permita un mejor entendimiento de nuestro sistema
normativo y de las necesidades de su perfeccionamiento. Se trata más
bien de “un espíritu, un enfoque, una actitud, más que una disciplina
formal” donde “cualquier comparación entre jurisdicciones,
nacionales o extranjeras, internas o externas, promete una nueva
perspectiva” (Dubber, “Comparative”, 436). Luego, que las teorías y
proposiciones normativas utilizadas en la comparación tengan origen
alemán, norteamericano o argentino es, para estos efectos, irrelevante,
si fundamentan la formulación de teorías y proposiciones normativas
que permitan explicar y predecir adecuadamente el funcionamiento de
nuestro sistema penal en general y en particular, respecto a
determinados problemas más o menos concretos, según su alcance. En
materia penal, el recurso al derecho comparado es, también,
obligatorio cuando se trata de resolver problemas relativos a la
extradición pasiva, particularmente la delimitación del requisito de la
doble incriminación del hecho (Cesano, 71).

E. Prohibición de la analogía y de la interpretación extensiva in


malam partem (nullum crimen, nulla poena sine lege stricta)
La exigencia del art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, en el sentido que la
conducta sancionada se encuentre expresamente descrita en una ley
previa a la perpetración del hecho que se juzga impone la prohibición
de la analogía y la interpretación extensiva como métodos de
interpretación e integración de la ley en que “las consideraciones
pragmáticas se traducen en la aplicación de la regla a situaciones que,
contempladas a la luz del sentido lingüístico natural, se encuentran
claramente fuera de su campo de referencia” (Ross, 144). Esto expresa
el art. 23 CC, en cuanto determina que “lo favorable u odioso de una
disposición no se tomará en cuenta para ampliar o restringir su
interpretación” y que “la extensión que deba darse a toda ley se
determinará por su genuino sentido”.
Sin embargo, como hemos visto, la restricción de una norma penal,
cuando existe duda acerca de su alcance dentro de su sentido literal
posible responde a los principios pro-reo y de favorabilidad,
considerados principios generales de nuestro derecho, no
condicionados emotivamente, único condicionamiento que el Código
de Bello prohíbe.
No obstante, en un desafortunado juego de palabras, la SCT
14.8.2009, Rol 1281, al mismo tiempo que a rma la prohibición
constitucional de la analogía, pues implica transferir “una regla de un
caso normado, a uno que no lo está, argumentando la semejanza
existente”, sostiene que “no existe un criterio restrictivo de
interpretación en materia penal que el intérprete deba seguir” y que
“la interpretación extensiva de la ley es perfectamente lícita”. Por
fortuna, el TC emplea en este fallo un concepto de interpretación
extensiva diferente al del art. 23 CC, pues se sostiene que ella se debe
hacer “respetando” el “límite” del “sentido literal posible” para
determinar “el caso” que “está comprendido en la ley, pese a las
de ciencias del lenguaje”, sin aplicarla nunca a un caso de que “no
está contemplado” pero “se asemeja” o “es muy similar”; esto es, sin
hacer analogía o verdadera interpretación extensiva, que vaya más allá
del sentido literal posible del texto legal.
Luego, la única forma de interpretación analógica permitida es
aquella que la propia ley habilita, contemplando en la descripción del
hecho punible algunos ejemplos junto con expresiones tales como
“otros casos semejantes” o “análogos”. Aquí no se integran a la ley
otros casos no previstos en ella, sino los que están comprendidos en su
tenor literal, pero que la ley no ha podido o querido nombrar
explícitamente. Ejemplos de esta interpretación analógica permitida se
encuentran en los arts. 203 (falsi cación de certi cados), 227 N.º 3
(prevaricación por compromisarios, peritos o quienes ejerzan
funciones análogas), 440 N.º 2, 442 N.º 3 y 443 (instrumentos aptos
para ingresar al lugar del robo), 468 y 473 del CP (engaños para
defraudar). En el límite entre integración e interpretación analógica,
nuestra jurisprudencia, con buen criterio, ha rechazado la
interpretación analógica extensiva (Etcheberry DPJ I, 25).
La eventual y probable existencia de lagunas de punibilidad que la
aplicación estricta de estos criterios importa se convierte así en un
problema de lege ferenda, pero no de interpretación, pues en este
punto, el principio de reserva legal signi ca una opción del
constituyente en orden a favorecer “la seguridad y tranquilidad
actuales que a los ciudadanos ofrece la certeza de conocer, de
antemano, las únicas acciones que merecerán castigo y su pena” frente
a la “la injusticia, futura y eventual, que puede signi car no sancionar
una conducta que lo merece”, pero que no está comprendida en el
sentido literal posible del texto legal (Sepúlveda O., “Lagunas”, 97).
Aunque se discute, es dominante la idea de que esta prohibición se
extienda al establecimiento de circunstancias que eximen de
responsabilidad penal o la atenúan en casos no comprendidos en la
literalidad de las existentes en la legislación, pero semejantes, tanto
por razones puramente legales (no existe disposición que así lo
autorice) como relativas a la división de poderes entre juez y
legislador: cuando el legislador ha otorgado facultades a los jueces
para extender el sentido y alcance de las eximentes y atenuantes lo ha
hecho expresamente, como en el caso del art. 54 Ley Sobre Pueblos
Originarios. Otra cosa es que, dentro del sentido literal posible de los
textos que el juez debe aplicar, y conforme a la apreciación de los
hechos de la causa, no se logre convencer más allá de una duda
razonable que una persona es responsable del hecho que se le imputa
o llegue al convencimiento que existe una eximente o atenuante
legalmente establecida “si existen motivos para a rmar que la
voluntad extraída del contexto normativo es la de no castigar o
conceder una morigeración de la pena en la situación de que se trata”
(Cury PG I, 252). Aquí podría encontrarse el fundamento de la
defensa no exculpatoria de la “pena natural”, que no está
contemplada en la legislación, y que podría servir tanto para eximir de
la pena prevista en la ley como para ofrecer a quien la padece una
salida alternativa (Cap. 14, § 8).

§ 5. Otras disciplinas cientí cas relativas al derecho penal


A. Medicina legal y criminalística
La determinación de los presupuestos de la responsabilidad criminal
en un sistema acusatorio, donde en caso de juicio no se cuenta con la
confesión del imputado para probar los hechos de la acusación,
requiere la existencia de pruebas o evidencias capaces de generar en el
tribunal la convicción de que esos hechos ocurrieron de la manera que
los presenta la acusación o sostiene, en su caso, el acusado. Las
ciencias desarrolladas en torno a esta exigencia son la medicina legal y
la criminalística.
La medicina legal o forense se ocupa de los hechos médicos que
puedan tener relevancia jurídica, como la identi cación de las
personas, sus condiciones mentales y físicas, las causas del
fallecimiento de una persona, las características de las lesiones
corporales, relaciones sexuales, etc. (Teke). Por ello tiene especial
vinculación con la justicia penal, pero es también de utilidad en otros
ámbitos de la actividad judicial: informes en decisiones sobre curatela,
determinación de edad, etc., labores todas que desarrolla o cialmente
el Servicio Médico Legal. Entre nosotros, principalmente debido a la
necesidad de valorar la credibilidad de los testimonios prestados en
juicios orales, a partir del cambio de siglo también se ha desarrollado
con fuerza la psicología jurídica (Marcurán; Maf oletti; Pavez), e
incluso la medicina legal de carácter privado (González W.).
La criminalística, por su parte, no es una ciencia autónoma sino la
aplicación del conocimiento cientí co a la reconstrucción de los
hechos materia del juicio criminal y la determinación de sus
responsables. Para ello se recurre a diferentes técnicas cientí cas,
como la que permite el registro de huellas dactiloscópicas y de ADN,
las investigaciones químicas, físicas, biológicas, contables, nancieras,
etc.

B. Criminología y política criminal


a) Estado actual de la criminología en Chile
La criminología es una ciencia fáctica, que trabaja con los métodos
de las ciencias naturales y sociales. Su objetivo es alcanzar un grado
razonable de control de la criminalidad a través del conocimiento
empírico de sus manifestaciones y los factores que la determinan.
Cuando a partir de tales conocimientos se propone la implementación
de políticas públicas destinadas a su prevención y tratamiento, se
habla de política criminal, disciplina inicialmente desarrollada
Beccaria con sus propuestas de mecanismos de control de la actividad
criminal basados en la intervención del Estado no solo mediante la
efectiva aplicación de la ley penal, sino también la iluminación de
calles, la reducción de la pobreza y la educación (Beccaria, Delitos, 55,
237 y 248).
En estas labores conviven diferentes aproximaciones teóricas, desde
las perspectivas etiológicas o descriptivas propias del desarrollo de la
sociología positivista y el análisis económico de la Escuela de Chicago
hasta las propuestas sociológicas “criticas” basadas en la teoría del
discurso y la “sociología del control” (Levitt, “Understanding”;
Foucault; Garland, respectivamente). Más a la izquierda, si se quiere,
se encuentran la “criminología crítica” de orientación marxista y
contracultural de los años 1960 y 1970, la Criminología del Sur y el
radical abolicionismo nórdico (Baratta, Criminología crítica, y
Larrauri, “Herencia”; Carrington, Hogg y Sozzo; Hulsman y Bernat,
respectivamente. Una visión crítica, v. Aebi). Y a la derecha, desde
otra perspectiva positivista, la sicología conductual (Winden y Ash,
“Behavioral Economics”).
En Chile, perspectivas vinculadas al discurso sociológico de D.
Garland y de la criminología critica pueden verse Lorca, “Pobreza” y
Cúneo, “Encarcelamiento masivo”; y en la perspectiva de la
criminología crítica Jiménez, Goycolea y Santos, “Secciones
juveniles”, Quinteros et al, y también, en el ámbito dogmático, la obra
de J. Bustos (v. Morales P., “Huellas”).
Por otra parte, investigaciones más cercanas al positivismo
anglosajón y el análisis económico, incluyendo la producción de
estadísticas, se encuentran, entre otras, en las desarrolladas en las
Facultades de Economía e Ingeniería de la Universidad de Chile
(Cadena y Letelier), en la U. de Talca (Cea et al, donde se encontrará
una bibliografía detallada al respecto, y Ruiz et al, ambos bajo la
dirección de J. P. Matus) y en las publicaciones de la actual
Subsecretaría para la Prevención del Delito (Martorell).
Muy relevante entre nosotros ha sido la perspectiva positivista de
corte británico que, sin abandonar la perspectiva crítica, lo hace
basándose en las evidencias, según el planteamiento desarrollado a la
vuelta del siglo por el equipo de la Fundación Paz Ciudadana, con
impacto real en los cambios legislativos y, sobre todo, en la reforma a
la Ley 18.216 por la 20.603 (Morales P., “Política criminal”; Morales
P. y Welsh). Ello no es de extrañar, pues fue la criminología positiva,
aunque de corte tradicional, la inspiradora de la gran expansión de las
medidas alternativas a la privación de libertad en 1982, consagrada en
la versión original de la Ley 18.216 (González B.). Esta aproximación
empírica también ha impactado en otras áreas, como las salidas
alternativas en el proceso penal y el original sistema de sanciones de la
justicia penal adolescente de la Ley 20.084 (Roldán; Berríos)
La perspectiva positivista tradicional se mani esta también en los
trabajos que se publican regularmente en la Revista de Estudios
Criminológicos y Penitenciarios, a cargo de Gendarmería de Chile y en
nuevas aproximaciones a la identi cación de las características de la
población criminal (Salinero, “Crimen organizado”). También, de
manera incipiente, hay estudios de género y de criminología feminista
propiamente tales (Antony, Mujeres con nadas y “Violencia
intrafamiliar”; Ariza e Iturralde, quienes incorporan la variable de
género en su análisis de la población penitenciaria; y, últimamente,
Sordo).
Incluso la llamada víctimología ha sido foco de atención de nuestra
doctrina, descartando el enfoque positivista tradicional (y sus
consecuencias en materia de atribuir responsabilidad a la víctima por
los hechos punibles a que se expone “responsablemente”), y
propiciando uno que la reintegre a la consideración del sistema penal,
especialmente en las salidas alternativas (Bustos, “Victimología”, 34).
Estas propuestas se re ejaron en la estructura del CPP 2000, que,
devolviendo en parte los con ictos a la sociedad, da un mayor
protagonismo a las víctimas, reconociéndolas como tales
integrándolas como intervinientes al proceso penal (arts. 108 y 109
CPP) y aún permite, en ciertos casos, prescindir del proceso por delitos
de acción penal pública en casos de llegar a un “acuerdo reparatorio”
con el imputado (art. 241 CPP), aunque sin llegar a establecerse
procesos formales de mediación (Carnevali, “Políticas”, 31).
b) Política criminal en el siglo XXI
La política criminal, concebida como política legislativa, ha sido
campo de un extenso debate acerca de la legitimidad y e cacia del
derecho penal en el cambio de siglo, tanto desde perspectivas liberales
como socialdemócratas y hasta marxistas. Desde un punto de vista
sociológico, se puede entender como el “poder de de nir los procesos
criminales de la sociedad y, por tanto, de dirigir, y organizar el sistema
social en relación a la cuestión criminal” (Bustos, “Política criminal”,
708). Ese poder se expresa materialmente en la profusa legislación que
en la materia se ha dictado en esta época (v. Nilo, “Normativa”, 253).
Desde el punto de vista liberal se critica esta objetiva proliferación de
normas punitivas como expresión de una expansión no justi cada del
Derecho penal con base a una sobrevaloración de la víctima, presiones
de grupos de interés moralizantes y un inadecuado empleo de vías
administrativas o sanciones no privativas de libertad (Silva S.,
Expansión); una especie de “huida hacia el derecho penal” en una
sociedad de riesgos que se aleja del ideal propuesto por la Escuela de
Frankfurt, en orden a que solo los derechos fundamentales
individuales deben ser objeto de protección penal (Carnevali, “Ultima
ratio”, 17; y “Política criminal”, 63). En particular, pero agregando la
defensa de los derechos humanos como “barrera infranqueable de la
política criminal”, se critica, p. ej., la evolución de los delitos relativos
a la seguridad vial, re ejados en la llamada Ley Emilia (Cardozo,
“Bases”, 67). Por su parte, sobre la base de la idea de preservar los
principios del liberalismo ilustrado decimonónico, se cali ca de
“autoritarismo penal” la actual situación legislativa en la materia,
presentada como respuesta a las demandas de “seguridad ciudadana”
(Guzmán D., “Autoritarismo”). Y, entre los socialdemócratas, se
aborda el problema desde la teoría del discurso y se a rma la
existencia de una disputa acerca de la selección de “qué con ictos
sociales ameritan una protección penal y decidir cómo deben
protegerse”, donde los medios de comunicación parecen jugar un rol
preponderante (Fernández C., “Nuevo Código”, 4, y “Discurso”).
Desde esta perspectiva se a rma que nuestra política criminal se
caracteriza por “la de ciente implementación de las leyes”, “la
proliferación y abuso de leyes especiales, con los consiguientes dé cit
de seguridad jurídica y de calidad técnica legislativa”, y, sobre todo,
por la “supravaloración securitaria, paradigma bajo el cual se produce
un notable aumento penológico como respuesta a la delincuencia
clásica y a ciertas guras delictivas que se amplían a nuevos ámbitos,
junto con un uso extensivo e intensivo de la pena de prisión” (Díez-
Ripollés, “Política legislativa”, 1), lo que se propone enfrentar con un
“discurso de la resistencia” por la racionalización de la labor
legislativa (Dufraix, “Re exiones”, 93. Así, p, ej., respecto de la
criminalización de la posesión de la pornografía infantil, con relación
a la criminalidad común y habitual contra la propiedad, pueden verse
los trabajos de Oxman, “Aspectos”, 253, y Maldonado,
“Anticipación”, 99, respectivamente). La disputa acerca de la clase de
sociedad en que se quiere vivir también se expresa a la hora de valorar
y proponer soluciones al problema carcelario, como puede verse en las
críticas al sistema de cárceles concesionadas a privados y otras
próximas a tendencias marxistas propiamente tales (v., entre nosotros,
Arriagada, “Cárceles”, 211; y, en España, Paredes, “Medios”).
No obstante, con independencia de los distintos puntos de partida
críticos, parece ser cierto que la política criminal de la sociedad
chilena ha mantenido desde 1874 una constante preocupación por
sancionar gravemente las diferentes manifestaciones del robo violento,
el cuatrerismo, el pillaje y la rapiña (¡incluyendo el restablecimiento de
la pena de azotes para ciertos robos en 1876, derogada recién en
1949!) con medidas siempre urgentes y que parecen desvinculadas de
los ideales de un sistema penal “liberal” (T. Ramírez H., 192). En este
fenómeno, es posible constatar la pérdida de in uencia del derecho
penal tradicional en el diseño de la política criminal, desplazado por
“la idea de rendimiento y de gestión (gerencialista)”, que habría
provocado un reemplazo en las disciplinas y sujetos preocupados por
el fenómeno delictual, donde la “coyunturalidad política” “ha
provocado que la política criminal se centre en brindar soluciones
concretas para problemas delictuales especí cos”, sin atención a un
diseño político criminal global (González C., “Política criminal”,
210).
Una concepción diferente de política criminal, vinculada a la
tradición germánica, la de ne como la correcta determinación de las
penas y medidas de seguridad aplicables a los condenados para evitar
o reducir la comisión de delitos en el futuro, según sus condiciones
personales (von Liszt, Fin, 115). Por ello se sostiene su tarea consiste
en diseñar un sistema de penas y medidas de seguridad que permita
dar cumplimiento a los nes de “protección de los bienes jurídicos y
procurar la reincorporación adecuada del condenado a la vida en
sociedad” (Etcheberry, “Política criminal”, 240). Esta fue la idea
dominante en el siglo XX entre los penalistas iberoamericanos.
No obstante, desde los años 1970, C. Roxin promueve en Alemania
otra idea de política criminal, que aspira a “dejar penetrar las
decisiones valorativas político-criminales en el sistema del derecho
penal”, particularmente a la hora de enjuiciar la “creación y
realización de riesgos que son insoportables para la convivencia segura
de las personas” y en la determinación de “las soluciones socialmente
más exibles y justas de las situaciones con ictivas”, pues “la
vinculación al derecho y la utilidad político-criminal no pueden
contradecirse, sino que tienen que compaginarse en una síntesis”
(Roxin, Política Criminal, 8. En Chile, Cardozo, “Política criminal”,
82, acepta sin matices esta forma en entendimiento de la política
criminal: “dentro de la idea de un ‘sistema penal’ el Derecho penal
será re ejo de la política criminal y esta, a su vez, manifestación de la
forma de Estado”; de lo que “se sigue como esencial, y no solo como
potencial, que la política criminal no se base solo en criterios de
‘e cacia’ sino que han de considerarse, de la misma manera, las
garantías formales y materiales propias del Estado Social y
Democrático de Derecho” y ello se lograría, precisamente, asumiendo
el rol de la política criminal desde las bases del sistema”). Sin
embargo, a pesar de la innegable in uencia de esta doctrina en el
último cuarto del siglo XX, sobre todo en la doctrina española, no
deja de ser cierto que ello se explica por su deliberada confusión entre
aspectos empíricos y normativos, que hace perder a la política
criminal su carácter cientí co y a la dogmática su carácter objetivo,
transformándose en otra forma de expresar propuestas políticas
subjetivas que se pueden compartir o no, según las preferencias de
cada cual, pero cuyo lugar natural parece ser la arena política y no la
interpretación de la ley (salvo en cuanto las decisiones previas de
política criminal o legislativa deben ser expresadas como parte de la
historia dedigna de su establecimiento y pueda, por tanto, emplearse
para dilucidar sus pasajes oscuros y contradictorios).
Por todo lo anterior, aunque parece existir un “paralelismo
irreductible” entre criminología y política criminal como ciencias
sociales y el derecho como ciencia normativa (Cury, “Criminología”,
1365), es posible a rmar que en más de una ocasión ese paralelismo se
transforma en líneas secantes y tangentes, sobre todo a la hora de
discutirse la formulación y evaluación de reformas legales en materia
de penas, incluso bajo la pretensión de ofrecer solo propuestas
técnicas que, en la medida que inciden en la formulación de delitos y
sanciones, inevitablemente se mezclan con las ideas acerca del mundo
que se quiere vivir, esto es, de la propia política criminal, en el primer
sentido expuesto (v., p. ej., Ossandón, Formulación, 23-43 y,
especialmente, 425-486, donde introduce como límites a la
formulación de tipos penales los criterios político criminales de
subsidiariedad, igualdad y proporcionalidad).
SEGUNDA PARTE
TEORÍA DE LA LEY PENAL
Capítulo 4
Ámbito de aplicación de la ley y defensas
jurisdiccionales
Bibliografía
Aguilar C., G., “Extradición y derechos humanos: algunas re exiones a partir del caso
Fujimori”, RPC 2, N.º 4, 2007; Ambos, K., Internationales Strafrecht, 4. Ed., München,
2014; Baldomino, R., “(Ir) retroactividad de las modi caciones a la norma complementaria
de una ley penal en blanco”, RPC 4. N.º 7, 2009; Bascuñán, A., “¿Aplicación de leyes
penales que carecen de vigencia?”, R. Del Abogado 22, 1999; “La preteractividad de la ley
penal”, LH Cury; “El principio lex mitior ante el Tribunal Constitucional”, REJ 23, 2015;
“El derecho intertemporal penal chileno y el Tribunal Constitucional”, REJ 26, 2017; “La
formación de lex tertia: una defensa diferenciada”, RPC 14, N.º 27, 2019; Bassiouni, M.,
“Universal Jurisdiction for International Crimes: Historical Perspectives and Contemporary
Practice”, Virginia Journal of International Law Association 42, 2001; Benadava, S., El
Crimen de la Legación Alemana, Santiago, 1986; Caballero, F., “El Artículo 324 del Código
Orgánico de Tribunales y el Principio de Igualdad en el Ordenamiento Jurídico Chileno”, R.
Derecho (Valdivia) 18, N.º 2, 2005; “Derecho penal sustantivo y efectos en el tiempo de la
sentencia del Tribunal Constitucional que declara la inconstitucionalidad de un precepto
legal”, R. Derecho (Valdivia) 19, N.º 2, 2006; Cárdenas, C., “El lugar de comisión de los
denominados ciberdelitos”, RPC 3, N.º 6, 2008; “La extradición pasiva en Chile”, en
AA.VV., Informes en Derecho (Centro de Documentación Defensoría Penal Pública),
Santiago, 2009; “La cooperación de los Estados con la Corte Penal Internacional a la luz
del principio de complementariedad”, R. Derecho (Valparaíso) 34, N.º 1, 2010; “Asilos” y
“De la Talla”, Beccaria 250; Carnevali, R., “Los principios de primacía y
complementariedad. Una necesaria conciliación entre las competencias de los órganos
penales nacionales y los internacionales”, R. Derecho (Valdivia) 22, N.º 1, 2010; Couso, J.,
“Comentario a los arts. 5 a 6 y 18”, CP Comentado I; Echeverría D., I., Los derechos
fundamentales y la prueba ilícita. Con especial referencia a la prueba ilícita aportada por el
querellante particular y por la defensa, Santiago, 2010; Echeverría R., G., “Ultractividad en
la persecución penal publica de las ofensas a la autoridad”, REJ 11, 2009; Fernández C., J.
A., “Sentencia sobre el ámbito de aplicación y retroactividad más favorable al reo en el
delito de microtrá co (Corte de Apelaciones de Valdivia)”, R. Derecho (Valdivia) 19, N.º 1,
2006; Fuentes T., X., “La jurisdicción universal y la Corte Penal Internacional”, REJ 4,
2004; Gaete, E., La extradición ante la doctrina y la jurisprudencia (1935-1965), Santiago,
1972; Garrido, M., “División de los delitos”, Beccaria 250; González J., M. A., “Delito
común, delito político, delito terrorista”, Doctrinas GJ I; Guzmán D., J. “Cooperación y
asistencia judicial con la Corte Penal Internacional: El caso de Chile”, LH Solari; “El aborto
delito arcaico, punibilidad regresiva y explotación social”, RChDCP 1, 2012; Horvitz, M.ª
I., “Problemas de aplicación de la ley penal en el tiempo en los delitos aduaneros” REJ N.º
3, 2003; Krause, M.ª S., “Caso ‘Control de armas y ley penal más favorable’”, Casos PG;
Mañalich, J. P., “El principio de ejecución del hecho y la vigencia de la ley procesal en el
tiempo”, en AA.VV., Informes en Derecho (Defensoría Penal Pública); Matus, J. P., “Dos
problemas de la aplicación retroactiva de la ley penal favorable en el derecho y la justicia de
Chile”, R. Derecho Penal (España) 19, 2006; “La política criminal de los tratados
internacionales”, Ius et Praxis 13, N.º 1, 2007; Oliver, G., “El fundamento del principio de
irretroactividad de la ley penal”, R. Derecho (Valparaíso) 21, 2000; “Irretroactividad de las
variaciones jurisprudenciales desfavorables en materia penal?”, R. Derecho (Valparaíso) 24,
2003; “¿Debe aplicarse la ley penal intermedia más favorable?”, R. Derecho (Valparaíso)
25, 2004; “La aplicación temporal de la nueva regla de cómputo del plazo de prescripción
de la acción penal a delitos sexuales con víctimas menores de edad”, R. Derecho
(Valparaíso) 29, N.º 2, 2007; Retroactividad e irretroactividad de las leyes penales,
Santiago, 2007; “Modi caciones en la regulación del delito de giro fraudulento de cheque:
análisis desde la teoría de la sucesión de leyes”, RPC 4, N.º 7, 2009; Palma G., C., “El
derecho internacional del trá co ilícito de estupefacientes y los problemas de territorialidad
de la ley penal chilena”, en Politoff, S. Y Matus, J. P. (Coords.), Lavado de dinero y trá co
ilícito de estupefacientes, Santiago 1999; Palma V., F., La expulsión de extranjeros. Análisis
jurisprudencial de los recursos de amparo conocidos por la Segunda Sala de la Corte
Suprema (2015-2018), Santiago, 2019; Pfeffer, E., “El desafuero en el marco del nuevo
Código Procesal Penal”, Doctrinas GJ I; Quintano, A., Tratado de derecho penal
internacional e internacional penal, T. II., Madrid, 1957; Satzger, H., Internationales und
Europäishes Strafrecht, 4.ª Ed., Baden-Baden, 2010; Szczaranski, C. y Muñoz, M.ª T., “De
tempore delicti”, Doctrinas GJ II; Velásquez, J. C., “El derecho del espacio ultraterrestre en
tiempos decisivos: ¿estatalidad, monopolización o universalidad?”, Anuario mexicano de
derecho internacional XIII, 2013.

§ 1. Aplicación de la ley penal el tiempo


A. El principio de legalidad como prohibición de retroactividad de
la ley penal desfavorable (nullum crimen, nulla poena sine lege
praevia)
El art. 19, N.º 3 inc. 8 CPR (“ningún delito se castigará con otra
pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su
perpetración”) establece como consecuencia del principio de legalidad
la garantía de la irretroactividad de la ley penal, esto es, que una
persona solo podrá ser juzgada con las leyes vigentes al momento de la
comisión del hecho e imponérseles las penas allí previamente
establecidas, a menos que la nueva ley sea más favorable. Contenido,
entre otros textos internacionales, en los arts. 15 PIDCP y 9 CADH,
su fundamento es principalmente político, pues se reconoce aquí el
carácter contingente de la ley penal: su creación y vigencia depende de
las valoraciones presentes de los representantes de la voluntad popular
manifestada a través de la ley (o. o. Oliver, “Fundamento”, 107, quien
ve su fundamento en la idea abstracta de “seguridad jurídica”, lo que
difícilmente explica las excepciones a la irretroactividad que,
precisamente, tanto en el ámbito civil como penal se sobreponen a
dicha idea).
Esta garantía o principio de irretroactividad se aplica a todas las
consecuencias jurídicas del derecho penal material, incluyendo las
medidas de seguridad, medidas y sanciones para menores de edad y las
penas sustitutivas, pues conforme al art. 18, “ningún delito se
castigará con otra pena que la que le señale una ley promulgada con
anterioridad a su perpetración”. Luego, la ley vigente al momento de
la comisión del delito determina si una persona debe ser castigada y en
tal caso cuál habría de ser la pena o medida de seguridad que deba
imponérsele, a menos que una nueva ley sea más favorable al reo. Por
esta razón, la garantía se extiende también a las modi caciones de las
reglas que establecen los presupuestos de la responsabilidad penal, la
determinación legal y la individualización judicial de las penas, así
como las que regulan la extinción de la responsabilidad penal y de la
pena, incluyendo la prescripción. Pero se ha rechazado que una
sentencia impuesta válidamente en un momento anterior no deba
tomarse en cuenta si en el futuro se alteran las reglas de la reincidencia
o sus efectos por una ley posterior (SCA Valparaíso 8.10.2012, GJ
388, 203).
También se aplica esta garantía a las modi caciones posteriores de
las normas complementarias extrapenales, p. ej., leyes penales en
blanco y, en general, todas aquellas que establezcan requisitos o
condiciones de aplicación de las penales. Si son desfavorables, no
tienen efecto retroactivo; pero sí las favorables, en la medida que
importen eximir el hecho de toda pena al declarar la licitud de la
conducta, p. ej., si posteriormente a la detención del acusado por
porte de drogas, se suprime de la lista de drogas prohibidas la que
poseía o se rebaja la edad para contraer matrimonio sin autorización
paterna (RLJ 126); o que “signi que una disminución efectiva,
obligatoria, y no meramente facultativa, del marco penal”
(Baldomino, 138).
En cuanto a las reglas procesales, el art. 11 CPP establece que “Las
leyes procesales penales serán aplicables a los procedimientos ya
iniciados, salvo cuando, a juicio del tribunal, la ley anterior contuviere
disposiciones más favorables al imputado”. Por tanto, a nivel legal,
también en nuestro sistema procesal rige el principio de la
irretroactividad de las leyes perjudiciales al reo y de la ultractividad de
las favorables, incluyendo las que eliminan obstáculos procesales o
transforman en delitos de acción pública los que antes eran de acción
privada o previa instancia particular. Esta disposición hace irrelevante
la discusión acerca de si ciertas reglas, como la prescripción, tienen o
no el carácter de penales o procesales: cualquiera sea su cali cación, si
producen un efecto desfavorable al reo no pueden tener efectos
retroactivos (Oliver, “Prescripción”, 263).
En el caso de las reglas relativas a la ejecución de las penas,
particularmente las referidas a concesión de bene cios penitenciarios y
libertad condicional, la mayoría de la Sala Penal de nuestra Corte
Suprema ha mantenido el principio de su vigencia in actum,
entendiendo que no forman parte del derecho penal material y no les
es aplicable el art. 18 CP, por no modi car la pena impuesta (SCS
21.12.2017, Rol 44660-17. O. o. Couso, “Comentario”, 429).
Tratándose de los cambios jurisprudenciales desfavorables, también
se ha estimado que no deberían tener efecto retroactivo, incluso si
recaen en materias relativas ejecución penitenciaria (Oliver,
“Irretroactividad”, 355). En el derecho comparado así se ha
establecido respecto de la jurisprudencia en el common law, por su
concepción como fuente inmediata de derecho (Casos DPC, 20); pero
también respecto de la jurisprudencia en sistemas del civil law
(STEDH 21.10.2013, Caso Del Río Prada v. España, RCP 41, N.º 1,
217, con el comentario de Rodríguez H., “Retroactividad”, 232. Es
interesante anotar, además, que esta sentencia se refería a la
jurisprudencia respecto de bene cios penitenciarios). Con todo, la
irretroactividad de los cambios jurisprudenciales no es admitida por la
doctrina alemana dominante, por entender que no afecta a la ley que
vincula a los ciudadanos, sino solo a su interpretación (Casos DPC,
31).

B. Retroactividad de la ley más favorable (lex mitior)


El art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, junto con consagrar el principio de
irretroactividad de la ley penal desfavorable, agrega el de
retroactividad de la más favorable o lex mitior con la frase “a menos
que una nueva ley favorezca al afectado”, principio que se entiende
obligatorio para los tribunales y el legislador. Se trata de una decisión
de política criminal que traslada a hechos del pasado las valoraciones
sociales presentes, cuyo fundamento se encuentra en el Art. 5 CADH
(“si con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la
imposición de una pena más leve, el delincuente se bene ciará de
ello”), aunque algunos autores ven en ella también una manifestación
del principio de proporcionalidad (Oliver, “Modi caciones”, 70). El
desarrollo legal de este principio se encuentra en el art. 18 CP, donde
se especi ca que “Si después de cometido el delito y antes de que se
pronuncie sentencia de término, se promulgare otra ley que exima tal
hecho de toda pena o le aplique una menos rigorosa, deberá arreglarse
a ella su juzgamiento”.
Según dicha disposición, si la ley más favorable se promulga
“después de ejecutoriada la sentencia, sea que se haya cumplido o no
la condena impuesta, el tribunal que hubiere pronunciado dicha
sentencia, en primera o única instancia, deberá modi carla de o cio o
a petición de parte”. En la práctica, la revisión de o cio solo parece
exigible en los casos que los condenados se encuentren cumpliendo
pena. No obstante, los tribunales se encontrarán obligados a revisar
fallos ejecutoriados y con penas cumplidas si una ley posterior exime
al hecho de toda pena y esa declaración es la que pretende el
condenado, para efectos, p. ej., de la reincidencia.
a) Determinación de la ley más favorable
Según la jurisprudencia, una ley posterior es más favorable cuando
deroga la anterior, establece nuevas eximentes o atenuantes de
responsabilidad criminal aplicables al caso concreto, suaviza las penas
antes vigentes reduciendo su duración temporal o agrega facultades
para rebajar su grado mínimo, las sustituye por otras menos gravosas,
limita temporalmente las fórmulas de conversión de penas pecuniarias
en prisión, modi ca los tipos penales agregando circunstancias que
antes no se contemplaban o altera las circunstancias relativas a la
tipicidad, contenidas o no en una ley penal y, en de nitiva, “la que
resulte para el procesado como menos rigurosa” (RLJ 126).
No obstante, salvo el caso de modi car una pena privativa de
libertad por una de multa, parece problemático resolver situaciones en
que la nueva ley contempla penas de distinta naturaleza, p. ej., si se
cambia una pena corta de prisión por un período mayor de reclusión
nocturna (Krause, “Control de armas”, 25): en tales casos, el sistema
procesal contradictorio permite que la opinión del condenado sirva de
referencia inmediata, pues ella es exigida en toda audiencia que
recaiga sobre este asunto.
La doctrina dominante a rma que el modo de determinar la
existencia o no de una ley más favorable es juzgando, caso a caso, el
hecho concreto completamente y con todas sus circunstancias,
considerando separadamente los efectos de aplicar las dos leyes en
juego, sin que esté permitido al juez “combinar los aspectos más
favorables de ambas para aplicarlas simultáneamente” (Novoa PG I,
187). Sin embargo, la práctica jurisprudencial del cambio de siglo
admite combinar disposiciones de una y otra ley, si su aplicación
conjunta produce un efecto más bene cioso, como aplicar la pena de
una ley antigua con una atenuante contemplada en la nueva ley y un
bene cio (p. ej., libertad vigilada) de la antigua (SSCS 31.12.96, en GJ
198, 98; y 13.12.2016, RCP 44, N.º 1, 202, con nota crítica de T.
Ramírez H. V. también Bascuñán, “Lex tertia”, 184). Lo fundamental
es que la aplicación del ordenamiento jurídico en su conjunto a la
misma situación de hecho produzca en el momento presente una
solución más favorable al reo que lo resuelto con anterioridad. Por
ello, será irrelevante que al hecho ahora sancionado más levemente se
le otorgue una nueva ubicación en la legislación o una nueva
denominación, como sucedió al crearse la gura de microtrá co del
art. 4 Ley 20.000, que redujo signi cativamente las penas del trá co
de estupefacientes en pequeñas cantidades (Fernández C.,
“Retroactividad”, 252).
La prevalencia en este ámbito del principio de favorabilidad o pro-
reo, hace también necesario admitir la posibilidad de introducción de
pruebas con posterioridad a la sentencia condenatoria, si ello permite
acreditar los presupuestos de la ley posterior favorable sin modi car
los hechos del juicio, como en el caso de introducirse nuevas
circunstancias atenuantes, para lo cual la existencia del procedimiento
contradictorio en la ejecución penitenciaria abre un espacio de
discusión antes inexistente (arts. 466 y 467 CPP).
b) Vigencia y promulgación: momento desde el cual se aplica la
ley más favorable
Tanto el art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR como el 18 CP se re eren
expresamente a la ley penal más favorable que hubiere sido
promulgada, sin mencionar la fecha de su publicación en el Diario
O cial o de entrada en vigor. Luego, las diferencias establecidas en los
arts. 6 y 7 CC entre promulgación, publicación y vigencia solo tienen
efecto en materia penal tratándose de disposiciones que crean nuevos
delitos o agravan las penas de los existentes. Pero tratándose de leyes
penales más favorables, su aplicación procede desde el momento de su
promulgación, no importando que su vigencia se encuentre diferida
(RLJ 125). Una ley ha de entenderse promulgada cuando lo decrete el
Presidente de la República o cuando, habiendo transcurrido el plazo
constitucional para ello, así lo declare el TC en su lugar (arts. 72 a 75
y 93 N.º 8 CPR).
En consecuencia, debe descartarse la doctrina minoritaria que a rma
la exigencia de vigencia formal de la ley penal para su aplicación,
tanto si es desfavorable como favorable, basada en la identi cación de
las expresiones “vigente” y “promulgada”, que no tiene asidero en el
texto constitucional ni en el Código Civil: “la ley es ley y obliga como
tal, desde su promulgación, incluso en aquella parte que posterga la
vigencia de sus disposiciones sustantivas, pues el legislador no es
competente, según la Constitución, para limitar el momento de
aplicación de una disposición penal más favorable a los ciudadanos:
ella empieza a ser aplicable, en lo favorable, desde su promulgación”
(Etcheberry DP I, 149).
c) Principio de retroactividad de la ley más favorable y
declaración de inconstitucionalidad por el TC
El art. 94 inc. 3 CPR establece que, una vez declarado
inconstitucional un precepto legal, “se entenderá derogado desde la
publicación en el Diario O cial de la sentencia que acoja el reclamo, la
que no producirá efecto retroactivo”. Esta disposición plantea el
problema de saber si, una vez derogada por esta vía una ley penal, es
posible o no recurrir a los tribunales de conformidad con el art. 18 CP,
pues, por una parte, la sentencia del tribunal constitucional no es una
“nueva ley”, aunque evidentemente su efecto derogatorio puede
favorecer al imputado o condenado, como sería en el caso más obvio
de declararse inconstitucional una ley que estableciese una gura
agravada, como el parricidio respecto del homicidio; y, por otra,
aunque se admitiese que la sentencia del TC que declara la
inconstitucionalidad de un precepto legal pueda considerarse un
equivalente funcional a una ley derogatoria propiamente tal, ella “no
producirá efecto retroactivo”.
Al respecto, lo primero que debe a rmarse es que, en nuestro sistema
jurídico, no hay duda de que la sentencia del TC que declara
inconstitucional una norma produce su derogación. Se restablece así la
conformidad del derecho con la Constitución y la ley derogada deja de
producir efectos obligatorios para los tribunales y demás operadores
del sistema jurídico. Luego, aunque no es una ley formalmente, su
efecto es constitucional y funcionalmente equivalente al de una ley
derogatoria: expulsa del sistema jurídico una norma, que deja de estar
vigente para fundamentar una condena o sentencia más grave.
Y, en segundo término, que la retroactividad favorable, como
principio consagrado a nivel constitucional y en los tratados
internacionales no es incompatible con negar efecto retroactivo a una
sentencia dictada en una causa particular que, por esa razón, no puede
tener per se efecto retroactivo para alterar situaciones jurídicas
consolidadas, como las derivadas de las sentencias anteriores pasadas
en autoridad de cosa juzgada. Sin embargo, ello no signi ca que,
respecto de las sentencias que no se han dictado el juez esté habilitado
para imponer una pena en virtud de una ley derogada de conformidad
con un procedimiento constitucional. Y tampoco, que no pueda
modi carse una sentencia si, en el caso concreto, se estima que la no
aplicación de la ley derogada es más bene ciosa para el condenado.
No obstante, es discutible que el procedimiento a seguir para este
último caso sea el de un recurso de revisión del art. 473 d) CPP
(Caballero, “Efectos”, 181), pues asumido el carácter funcionalmente
equivalente de la sentencia de inconstitucionalidad con una ley
derogatoria, no existe ninguna razón para que no se resuelva en
audiencia ante el Juez de Garantía competente para la ejecución de la
pena, de conformidad con lo dispuesto en el art. 18 CP.

C. Sucesión de leyes y aplicación ultractiva de leyes penales


(favorables) formalmente derogadas
a) Leyes intermedias
Se llama ley intermedia aquella promulgada después que el hecho se
ejecuta, pero que es derogada o modi cada antes de que se pronuncie
sentencia de término. La opinión mayoritaria en la doctrina y
jurisprudencia considera desde antiguo que la ley intermedia más
favorable, debe ser aplicada, aun cuando tuviere plazo de vigencia
diferido, pues el cambio de valoración política del hecho se produce
con la aprobación de la ley intermedia, que pasa a ser la más
favorable. Nada dicen en contrario la Constitución o el art. 18 CP, y
no podría perjudicarse al reo solo por la lentitud en la tramitación de
los procesos judiciales (RLJ 128; Etcheberry DPJ I, 95; y Novoa PG I,
192. O. o., R. Mera, 200; Bascuñán, “¿Aplicación?”, 18; y Oliver,
“Ley intermedia”, 320, todos por diferentes razones).
b) Leyes temporales y excepcionales
En el muy excepcional caso de que una ley je el término para su
vigencia en un día determinado del calendario, no parece ser discutible
que las disposiciones penales desfavorables que contemple dejarán de
tener efecto a su término y, al contrario, las favorables para los hechos
cometidos durante su vigencia surtirán los efectos ultractivos que la
Constitución prevé.
Una situación diferente, que suele aparecer confundida con el caso
anterior, es el de las leyes que no tienen plazo de vigencia, pero
disponen sanciones o agravaciones de darse ciertas condiciones que no
son permanentes en el tiempo, conocidas como leyes excepcionales.
Esto sucede, p. ej., con el art. 5 Ley 16.282, que contempla los delitos
de negativa infundada de venta al público de elementos de primera
necesidad y venta de bienes a ser distribuidos gratuitamente, así como
una especial agravación para los delitos contra las personas o las
propiedades cometidos en zonas afectadas por un sismo o catástrofe,
zona que se determina por decreto de la autoridad correspondiente
dentro de un plazo determinado. Como al término de dicho plazo la
ley sigue vigente y sin modi caciones, esto es, no se ha promulgado
formalmente una ley más favorable, la doctrina mayoritaria sostiene
su ultractividad, con el argumento adicional de que, en estos casos, al
término de las condiciones de excepción, no se produce “una
revaloración del hecho” que conduzca a “desincriminarlo o tratarlo en
forma más benigna” (Cury PG I, 294).
Lo anterior no signi ca, sin embargo, validar sentencias dictadas en
estados de excepción irregulares, como el “Estado de Guerra”
declarado por la Junta Militar en el DL 5, de 1973, con el solo
propósito de hacer aplicable a personeros de la Unidad Popular y
opositores a la recién instalada Dictadura Militar las drásticas
disposiciones procesales y sustantivas del Código de Justicia Militar
entonces vigente, que incluían procesos en Consejos de Guerra sin
garantía alguna y con la posibilidad, cierta en muchos lamentables
casos, de imponer penas de muerte (Informe de la Comisión de
Verdad y Reconciliación, de 8 de febrero de 1991, T. I, 75).
c) Ultractividad de leyes favorables formalmente derogadas
Según la doctrina y la jurisprudencia dominantes, sin perjuicio de lo
dispuesto en los arts. 52 y 53 CC, la derogación expresa o tácita de
una ley que contiene disposiciones penales no importa necesariamente
la de dichas disposiciones, si ellas se contemplan en la ley derogatoria,
pero con consecuencias penales diferentes, efecto se conoce como
ultractividad de la ley penal derogada (Couso, “Comentario”, 442).
Lo mismo sucedería si la nueva ley sustituye el texto de las
disposiciones anteriormente vigentes por otras nuevas. En ambos
casos, lo decisivo sería la comparación de las consecuencias del hecho
punible: si el mismo hecho es regulado por dos leyes que se suceden en
el tiempo sin solución de continuidad, siempre sería aplicable aquella
que conduzca a la pena más favorable al condenado, sea que deba
aplicarse ultractiva o retroactivamente.
Sin embargo, no siempre es posible discernir con toda certeza y en
todos los casos si se ha producido una derogación tácita (en principio,
las leyes penales no son “incompatibles” entre sí, pues la imposición
de diversas penas a un mismo hecho es algo que desde siempre se ha
contemplado) y, en tal caso, cuál de las normas, la derogada o la
nueva, puede considerarse ultractiva o retroactiva (Echeverría R.,
“Ultractividad”).
Para a rmar la aplicación de la ley más favorable a pesar de su
derogación expresa o tácita, la jurisprudencia del siglo pasado exigía
que los textos de las leyes sucesivas fuesen “enteramente semejantes o
idénticos”, de modo que, faltando dicha identidad, se entendía que la
ley anterior había sido formal y materialmente derogada, por lo que el
hecho no podía ser perseguido penalmente ni por dicha ley ni por la
posterior (SCS 17.6.1991, FM 391, 219). Sin embargo, para la
jurisprudencia más reciente lo decisivo no es la identidad literal de los
textos de las leyes sucesivas, sino que el hecho como tal sea
subsumible en ambas (SCS 24.3.2008, Rol 3662-7. Al mismo
resultado, pero con otro fundamento, llega Bascuñán,
“Preteractividad”, 200).
Sin embargo, cuando la nueva ley exime al hecho de toda pena o
contempla una solución de continuidad que hace imposible su
persecución penal, como si lo trasformase en una falta administrativa
o hiciese depender su persecución de la decisión de una autoridad o de
la denuncia o querella de un particular, no es posible la ultractividad
de la ley anterior, que en ningún caso será más favorable (por suponer
la punibilidad de un hecho ya no punible o no perseguible con acción
pública), ni mucho menos su resurgimiento en caso de que la nueva
ley deje de regir con posterioridad, pues una ley formal y
materialmente derogada no puede revivir sin decisión del legislador
(SCA Santiago 29.12.2015, Rol 1339-15). En ese caso, estaríamos
ante una nueva ley que solo operaría hacia el futuro.
d) Efectos limitados de la declaración legal de ultractividad
En ciertas ocasiones, el legislador intenta dar expresamente efecto
ultractivo a las disposiciones legales que deroga, sustituye o modi ca
profundamente, declarándolo así en disposiciones transitorias como
los arts. 9 transitorio Ley 19.738, 12 transitorio Ley 20.720 y
transitorio Ley 21.121.
Pro, en la medida que con esta clase de declaraciones se procure
mantener la vigencia de leyes potencialmente desfavorables, se
producirían efectos contrarios a la Constitución (Oliver,
Retroactividad, 325). Para evitarlo, es necesaria una interpretación de
dichas normas que sea conforme con la Carta Magna, entendiéndolas
en el sentido de que solo reiteran la regla de la ultractividad de las
leyes más favorables que se derogan o modi can, pues la ley no puede
alterar la garantía constitucional que niega ese efecto a las
perjudiciales (SSTC 1.10.2015, Rol 2673 y 24.1.2017, Rol 2957. En
la doctrina, v. Horvitz, “Problemas”, 123. O. o., Bascuñán, “Lex
mitior”, 63, y “Derecho intertemporal”, 195, para quien la regla
constitucional no prohibiría darle efecto ultractivo, “preteractivo” en
sus términos, a las desfavorables).
e) Anacronismo y derogación
El paso del tiempo, las necesidades de cada momento histórico y las
limitaciones del proceso legislativo van dejando subsistentes en la ley
disposiciones que, desde el punto de vista de las valoraciones
dominantes en la actualidad, pueden considerarse anacrónicas
(involutivas o arcaicas, en la clasi cación de Guzmán D., “Aborto”,
210). Este es el caso, p. ej., del privilegio que supone para la
celebración de un duelo regular la regulación del Código, inalterada
desde 1874, sobre todo si se compara con los delitos comunes de
lesiones y homicidio. Parece cierto que ninguno de los intereses que
dicha regulación pretende tutelar representaría alguno que pudiese
considerarse de valor en las sociedades actuales, por lo que esas
disposiciones están a la espera de la inevitable decisión del legislador
de suprimirlas del catálogo de delitos, de un momento a otro. Sin
embargo, mientras tal decisión no se adopte, no puede privarse a los
imputados de la defensa consistente en alegar la existencia de un duelo
regular para reducir su posible condena.
Otra cosa sería que la contraposición valórica supusiese una
infracción al principio de reserva constitucional, razón válida para
rechazar la aplicación de cualquier gura penal, independiente de la
época de su promulgación. Probablemente este será el camino de la
regulación del aborto causado o consentido por la mujer embarazada,
como demuestra su progresiva despenalización a partir de la Ley
21.030, de 2017.

D. Limitaciones de los efectos de la defensa de ley más favorable


a) Indemnizaciones pagadas e inhabilidades
En el inciso nal del art. 18 CP se advierte que, tras la aplicación de
las reglas de la ley más favorable, “en ningún caso” se “modi cará las
consecuencias de la sentencia primitiva en lo que diga relación con las
indemnizaciones pagadas o cumplidas o las inhabilidades”.
La existencia de derechos adquiridos por terceros hace razonable la
limitación del efecto retroactivo de la ley favorable respecto de las
indemnizaciones pagadas. Y lo mismo puede decirse de las costas
personales y procesales causadas en juicio (Etcheberry DP I, 147).
Pero la mantención de las inhabilidades impuestas, en cuanto penas
accesorias, parece de muy discutible constitucionalidad, sobre todo si
se piensa en supuestos que ya han dejado de ser delito completamente.
Otra cosa es que no exista la obligación de restituir al condenado
primitivamente al cargo o función que se desempeñaba con
anterioridad a la condena que se levanta, pues ello alteraría no solo la
buena marcha de la administración, sino sobre todo eventuales
derechos de terceros que estén ocupando dichos cargos o funciones en
su reemplazo.
b) Limitaciones derivadas del derecho internacional
El PIDCP, luego de consagrar el principio de la retroactividad, añade
en su art. 15.2: “Nada de lo dispuesto en este artículo se opondrá al
juicio o a la condena de una persona por actos u omisiones que, en el
momento de cometerse, fueran delictivos según los principios
generales del derecho reconocidos por la comunidad internacional”.
Parcialmente, esta limitación es recogida por el art. 250 inc. 2 CPP, al
prohibir que se decrete el sobreseimiento por prescripción en tales
casos.
La jurisprudencia internacional y, particularmente, la de los
Tribunales de Núremberg, dejó claramente establecido que respecto de
los graves crímenes de guerra y contra la humanidad no era admisible
una defensa basada en una supuesta aplicación retroactiva de la ley
penal, según el derecho interno, y debían los hechos juzgarse de
conformidad con el derecho internacional. Por su parte, tanto la
CIDH como nuestra jurisprudencia a rman que, de ser los hechos
juzgados susceptibles de cali carse como crímenes de lesa humanidad
(desapariciones forzadas y torturas) o crímenes de guerra (ejecución
ilegal de prisioneros), no les son aplicables los plazos de prescripción
ordinarios vigentes al momento de su comisión, debiendo considerarse
imprescriptibles (SCIDH 26.9.2006, Caso Almonacid Arellano y otros
vs. Chile, y SCS 18.6.2012, Rol 12566-211).
c) Imposibilidad de aplicación de penas y sanciones
aparentemente más favorables por inexistencia de organismos e
instituciones referidas. Limitación parcial
La accesoriedad normativa del derecho penal y, en particular, del
derecho penal penitenciario, respecto de ciertas instituciones reguladas
por el derecho administrativo, como son los organismos del Estado
encargados de ejecutar las penas, puede hacer depender la aplicación
de una regla más favorable de la existencia legal de las instituciones y
organismos del Estado que debieran permitir su aplicación. En tanto
la actuación de esos organismos del Estado se debe sujetar también al
principio de legalidad del art. 6 CPR que los tribunales no pueden
desconocer, es posible que no pueda ordenarse ejecutar sanciones
especiales por organismos o instituciones inexistentes legalmente o que
carecen de competencia legal o los medios materiales precisos
indicados por la ley para ello, aunque sean más favorables al
condenado (SCA San Miguel 18.10.2012, GJ 388, 191).
No obstante, aún a pesar de esas limitaciones, la jurisprudencia más
reciente propone que, en tales casos, ha de adaptarse la ejecución de la
pena más favorable a las condiciones y recursos disponibles. Así, p.
ej., se falló que, a falta de sistema de control telemático, podrían
emplearse rondas aleatorias de Carabineros (SCA Antofagasta
2.4.2014, RCP 41, N.º 3, 247, con nota aprobatoria de F. García).

E. Momento de comisión del delito (tempus delicti)


La aplicación del principio de irretroactividad de la ley desfavorable
y de la retroactividad y ultractividad de la favorable supone el
conocimiento del momento en que se ha perpetrado el delito que
determina la ley aplicable. Según las formas de la conducta punible, se
han desarrollado los siguientes criterios:
i) En los delitos formales, el momento de su comisión es aquél en
que se ejecuta la acción prohibida, o en el que el agente debía ejecutar
la acción debida, tratándose de omisiones.
ii) En los delitos materiales o de resultado, la opinión dominante
considera que hay que atender al momento de la acción o de la
omisión, aun cuando sea otro el tiempo del resultado (Cury PG I,
298). Ello puede conducir, sin embargo, a que el tiempo de la
prescripción ya haya transcurrido antes de producirse el resultado, lo
que es absurdo, ya que permitiría la plani cación de delitos con
tiempo retardado mediante dispositivos tecnológicos, delitos que
podrían estar prescritos al momento de su consumación. La
ocurrencia de terremotos en nuestro país ha demostrado, además, que
tal alegato no resulta admisible cuando se trata de juzgar el
cumplimiento de las normas de construcción algunos años antes de los
derrumbes que demuestran lo contrario (SCS 4.4.2014, Rol 185-14).
En consecuencia, en los delitos de resultado ha de entenderse la voz
“perpetración” del texto constitucional como “consumación”, esto es,
realización del resultado que se trate (Novoa PG I, 193). No obstante,
se debe admitir que, para los efectos de la irretroactividad de la ley
desfavorable, el tiempo de comisión del delito debe jarse en el
momento de realización de la conducta, dado que esa era la única ley
cognoscible por el agente y cuya observancia le era exigible,
aplicándosele en todo caso si resulta más favorable que las posteriores
(Couso, “Comentario”, 427; y Mañalich, “Principio de ejecución”,
214).
iii) En los delitos permanentes, es decir, aquellos en que el delito crea
un estado antijurídico que se hace subsistir por el agente sin
interrupción en el tiempo (p.ej.: el secuestro de personas, art. 141), el
delito se comete desde que el autor crea el estado antijurídico hasta su
terminación. Esta misma regla debiera aplicarse a los delitos de
emprendimiento, donde el agente participa una y otra vez en una
actividad ilícita, iniciada o no por él, que la ley castiga como una
unidad (los delitos trá co de objetos ilícitos y de lavado de dinero, p.
ej. Sobre este último delito, v. Szczaranski y Muñoz, 1000, con crítica
a la SCS 20.5.1999, que lo estimó como un delito de actividad única).
iv) Si se admite la cali cación de los hechos como delito continuado,
por tratarse de la reunión de pluralidad de actos individuales (cada
uno de los cuales tendría carácter delictivo autónomo, si se considera
por separado) que constituirían un solo hecho por la homogeneidad
de las formas de comisión y del propósito único, así como la
existencia de un mismo bien jurídico afectado (p.ej.: la malversación
de caudales públicos, art. 233), el delito se cometería desde el primer
acto parcial y hasta el término de la serie. En este caso, la ley aplicable
sería la más favorable de entre las que han estado vigentes durante la
realización de la serie.
v) En los delitos habituales, es decir, aquellos en que la conducta
antijurídica se vuelve delictiva por su repetición, de manera que la
acción aislada no es típica (p. ej.: el encubrimiento del art. 17 N.º 4),
rige la misma regla que en el caso anterior.
vi) Si durante el tiempo de comisión de un delito permanente,
continuado o habitual se produce una sucesión de leyes penales, según
la doctrina mayoritaria, debe considerarse la más favorable de todas
ellas como la vigente al momento de su comisión, solución discutible
dado que el estado antijurídico como tal sí ha sido regido por la
ultima ley, aunque no sea la mas favorable.
vii) Tratándose de partícipes que colaboran con anterioridad a la
ejecución material del delito (instigadores, autores y cómplices de los
arts. 15 N.º 2, 15 N.º 3 y 16), la ley aplicable es la del momento de su
actividad, por regla general, o del resultado del hecho, si se trata de un
delito material con resultado retardado. En casos de autoría mediata,
valen las mismas reglas anteriores, salvo que el instrumento por
cualquier razón no lleve a cabo el delito, caso en el cual la tentativa
punible del autor mediato queda jada al momento de su actuación
sobre aquél.

§ 2. Aplicación de la ley penal en el espacio


El derecho internacional reconoce los principios básicos de igualdad
soberana de los Estados y de no injerencia en sus asuntos propios.
Desde el punto de vista jurisdiccional, dichos principios se traducen en
el de par in parem non habet imperium, en virtud del cual ningún
Estado tiene soberanía sobre otro en cuanto tal (STEDH 21.11.2001,
Al-Adsani v. Reino Unido, N.º 35763/97). Por tanto, los tribunales
locales son competentes para conocer de los delitos cometidos en el
territorio nacional y son absolutamente incompetentes para conocer y
juzgar delitos cometidos en el extranjero, salvo los casos excepcionales
que autoriza el derecho internacional, sobre la base de determinados
“puntos de anclaje” o “principios” de reconocida “razonabilidad”
(Fuentes T., 130).
En Chile, esta materia se encuentra regulada en los arts. 5 y 6 CP, 6
COT, en el Código Aeronáutico, el Código de Derecho Internacional
Privado de 1928 (Código de Bustamante), y en la Convención de las
Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982 (CONVEMAR).
Además, dado que la aplicación de estas reglas excepcionales no
impide que en muchos casos un delincuente se fugue de un país a otro
cuyos tribunales carecen de competencia para juzgarlo, los Estados
han suscrito tratados y convenciones de extradición que permiten
solicitar la entrega de esas personas para procesarlas o hacerles
cumplir una pena impuesta. Ello ha dado lugar, además, a la
formación de un cuerpo de normas consuetudinarias que permite
incluso solicitar y conceder la extradición entre Estados que no son
parte de dichos tratados y convenciones, lo que limita
considerablemente el efecto de la defensa de falta de jurisdicción o
incompetencia absoluta.
A. Competencia territorial de los tribunales chilenos. Concepto de
territorio
Los tribunales chilenos son competentes para conocer de todos los
delitos cometidos en el territorio de Chile, su mar territorial o
adyacente y el espacio aéreo bajo su soberanía, incluso por
extranjeros.
El territorio de Chile es el espacio de tierra, mar y aire sujeto a la
soberanía del Estado, según el derecho internacional. El espacio físico
o terrestre se encuentra delimitado por las fronteras con Perú, Bolivia
y Argentina y por nuestro mar territorial. Puede añadirse todavía al
ámbito del territorio físico aquel que, siendo por su naturaleza
extranjero, se encuentre ocupado por fuerzas armadas chilenas. En
tales casos rige la ley nacional, pero solo para los delitos de
jurisdicción militar, según el art. 3 N.º 1 CJM (Garrido DP I, 135).
El mar territorial o adyacente es el que baña nuestras costas “hasta
la distancia de doce millas marinas medidas desde las respectivas
líneas de base”, que se jan a partir de “la línea de bajamar a lo largo
de la costa” (arts. 593 CC y 3 CONVEMAR). Todas las aguas
situadas en el interior de la línea de base del mar territorial forman
parte de las aguas interiores del Estado y deben entenderse dentro del
concepto de territorio o espacio físico de Chile.
El espacio aéreo sobre el cual Chile ejerce soberanía es la columna de
aire en forma de cono que se eleva sobre el territorio nacional y su
mar territorial y que se extiende hasta el espacio ultraterrestre. La
costumbre internacional ha terminado por jar esa distancia en
alrededor de unos 90 a 100 km sobre el nivel del mar, lo que es más o
menos coincidente con la órbita de los satélites arti ciales (Velásquez,
583).
a) Extensión limitada de la soberanía nacional a las zonas
contigua y económica exclusiva en el mar
En cuanto a la zona marítima contigua, esto es, la que se extiende
desde el mar territorial y hasta las veinticuatro millas marinas
contadas desde la línea de base, no es territorio nacional y solo pueden
ejercerse en ella actos de scalización “concernientes a la prevención y
sanción de las infracciones de sus leyes y reglamentos aduaneros,
scales, de inmigración o sanitarios”, según los arts. 593 CC y 33
CONVEMAR (Palma G., 273).
Respecto de la denominada zona económica exclusiva (las restantes
176 millas siguientes a la zona contigua hasta alcanzar el máximo de
200 millas contadas desde las líneas de base que con guran mar
adyacente), el art. 596 CC remite al derecho internacional para
establecer los límites de la jurisdicción nacional. Según el art. 56
CONVEMAR esta jurisdicción se limita a: “i) El establecimiento y la
utilización de islas arti ciales, instalaciones y estructuras; ii) La
investigación cientí ca marina; iii) La protección y preservación del
medio marino”. Y su art. 73.3 agrega que “las sanciones establecidas
por el Estado ribereño por violaciones de las leyes y los reglamentos
de pesca en la zona económica exclusiva no podrán incluir penas
privativas de libertad, salvo acuerdo en contrario entre los Estados
interesados, ni ninguna otra forma de castigo corporal”.

B. Excepciones: casos de aplicación extraterritorial de la ley penal


chilena
El derecho internacional reconoce la práctica de los Estados que
hace posible extender, excepcionalmente, la jurisdicción nacional más
allá del territorio de cada uno, sobre la base de ciertos principios o
“puntos de conexión”, como la bandera, nacionalidad o universalidad
(Ambos, Internationales, 26). En estos casos no tiene lugar la defensa
de incompetencia absoluta, sin perjuicio de los eventuales con ictos de
jurisdicción que se susciten entre los Estados, al perseguirse hechos
que eventualmente podrían estar sujetos a doble soberanía, lo que
podrían originar una defensa incompleta, al buscar el inculpado la
jurisdicción más favorable a la nacionalidad, como sucede en el
derecho interno con los con ictos de jurisdicción relacionados con el
fuero militar (Ley 20.477). Los tribunales competentes para conocer
de estos hechos son los de Garantía y Juicio Oral de la Corte de
Apelaciones de Santiago, según el turno jado al efecto (art. 167
COT).
a) Principio de la bandera (territorio ficto)
Según este principio, los tribunales chilenos tienen jurisdicción
respecto de los delitos cometidos fuera de su territorio por los
pasajeros, miembros de la tripulación, visitantes ocasionales, etc.,
cualquiera que sea su nacionalidad: i) a bordo de un buque mercante
chileno en alta mar (art. 6 N.º 4 COT); ii) a bordo de un buque
mercante o artefacto naval chileno en aguas sometidas a otra
jurisdicción, “cuando pudieren quedar sin sanción” (art. 3 DL 2.222);
o iii) a bordo de un buque de guerra chileno en alta mar o surto en
aguas de otra potencia (art. 6 N.º 4 COT). Buque de guerra o nave
pública es aquél al mando de un o cial de la Armada chilena, aunque
no pertenezca a ella (art. 428 CJM).
Tratándose de aeronaves, la jurisdicción nacional se extiende a ellas
en los siguientes casos: i) tratándose de aeronaves civiles chilenas,
cuando se encuentren en vuelo, aunque lo hagan sobre “espacio aéreo
sujeto a la soberanía de un Estado extranjero”, pero solo “respecto de
los delitos cometidos a bordo de ellas que no hubieren sido juzgados
en otro país”; y ii) tratándose de aeronaves militares chilenas, siempre,
“cualquiera sea el lugar en que se encuentren” (arts. 2 y 5 Código
Aeronáutico).
b) Principio de nacionalidad o personalidad (activa y pasiva)
Este principio, de muy amplia aplicación en diversos sistemas
legislativos, tiene su origen en la protección jurisdiccional que algunos
Estados otorgan a sus nacionales, impidiendo su extradición y, en
consecuencia, obligándose a su persecución y sanción por sus propios
tribunales, en una especie de subrogación jurisdiccional. En Chile no
existe limitación para conceder la extradición de nacionales y, además
se admite su juzgamiento en caso de negarse por otra razón (art. 345
CB), por lo que el efecto de la aplicación de este principio como
defensa es más bien restringido.
Lo anterior explica también el restringido alcance de este principio
en la ampliación de nuestra jurisdicción que solo opera conjuntamente
con el principio de personalidad pasiva, esto es, extendiendo la
competencia a ciertos delitos cometidos por chilenos, siempre que la
víctima sea también un nacional, a saber: i) de crímenes y simples
delitos “cometidos por chilenos contra chilenos si el culpable regresa a
Chile sin haber sido juzgado por la autoridad del país en que
delinquió” (art. 6 N.º 6 COT); y ii) de los delitos “sancionados en los
artículos 366 quinquies, 367 y 367 bis N.º 1, del Código Penal
[producción de pornografía infantil y promoción de la prostitución de
menores de edad], cuando pusieren en peligro o lesionaren la
indemnidad o la libertad sexual de algún chileno o fueren cometidos
por un chileno o por una persona que tuviere residencia habitual en
Chile; y el contemplado en el artículo 374 bis, inciso primero
[almacenamiento de pornografía infantil], del mismo cuerpo legal,
cuando el material pornográ co objeto de la conducta hubiere sido
elaborado utilizando chilenos menores de dieciocho años y los delitos
se cometieran por un chileno” (art. 6 N.º 10 COT).
c) Principios del domicilio y de la sede
Adicionalmente, la jurisdicción nacional puede extenderse sobre la
base de un criterio que no exige la nacionalidad del imputado, sino
únicamente que se encuentre domiciliado en el país que la reclama o
tenga en él residencia habitual (principio del domicilio). Este es el caso
que prevé el art. V.2 de la Convención Interamericana Contra la
Corrupción de 1999, que permite extender la jurisdicción de los países
suscriptores “cuando el delito sea cometido por uno de sus nacionales
o por una persona que tenga residencia habitual en su territorio”, lo
que nuestra legislación recoge en el art. 6 N.º 2 COT, respecto de los
delitos de “cohecho a funcionarios públicos extranjeros, cuando sea
cometido por un chileno o por una persona que tenga residencia
habitual en Chile”. También se recoge, mezclado con el principio de
personalidad pasiva en el ya citado art. 6 N.º 10 COT. Finalmente, y
solo respecto a materias impositivas, el art. 3 Ley Sobre Impuesto a la
Renta extiende la jurisdicción por los delitos de evasión tributaria y
demás contemplados en el art. 97 del Código Tributario a hechos
realizados en el extranjero por contribuyentes obligados a declarar y
tributar en Chile, sean nacionales o extranjeros residentes.
Tratándose de personas jurídicas, el equivalente funcional a los
principios de nacionalidad y domicilio es el de la sede o casa matriz,
entendiéndose que el Estado donde ella se encuentre es competente
para conocer de los delitos cometidos en el extranjero en su nombre o
bene cio. La Ley 20.393, que establece en Chile la Responsabilidad
Penal de las Personas Jurídicas en ciertos delitos limita su aplicación
“a las personas jurídicas de derecho privado y a las empresas del
Estado” (art. 2), de donde se desprendería que las empresas
extranjeras que operen acá no serían, en principio, responsables bajo
esta ley en Chile, mientras no se constituyan formalmente, quedando
sujetas a la legislación de su sede o casa matriz. Pero, si se constituyen
en Chile, pasan a ser regidas por la ley nacional, aunque solo respecto
de los delitos cometidos en nuestro territorio.
d) Principio real o de defensa
En estos casos, no interesa la nacionalidad de los delincuentes ni el
lugar en que el hecho se cometió, ya que están en juego intereses o
valores que el Estado considera de primordial importancia, como su
seguridad e integridad, y por eso se denomina también principio de
protección. Por ello, el Código de Bustamante permite a los Estados
parte ejercer jurisdicción respecto de quienes cometieren un delito
contra su seguridad interna o externa, su independencia o crédito
público, sea cual fuere la nacionalidad o el domicilio del delincuente
(arts. 305 y 306 CB).
La legislación chilena contempla un importante número de casos de
aplicación de este principio, a saber: i) los crímenes y simples delitos
“cometidos por un agente diplomático o consular de la República en
el ejercicio de sus funciones” o por “militares en el ejercicio de sus
funciones o en comisiones del servicio” (art. 6 N.º 1 COT y 3 N.º 2
CJM); ii) “la malversación de caudales públicos, fraudes y exacciones
ilegales, la in delidad en la custodia de documentos, la violación de
secretos, el cohecho cometidos por funcionarios públicos o por
extranjeros al servicio de la República” (art. 6 N.º 2 COT, primera
parte); iii) “los que van contra la soberanía o contra la seguridad
exterior del Estado, perpetrados ya sea por chilenos naturales, ya por
naturalizados” (art. 6 N.º 3 COT, primera parte), que sean
competencia de la jurisdicción militar o se hayan cometido
“exclusivamente por militares, o bien por civiles y militares
conjuntamente” (art. 3 N.º 3 y 4 CJM); iv) los “contemplados en el
Párrafo 14 del Título VI del Libro II del Código Penal”, “cuando ellos
pusieren en peligro la salud de los habitantes de la República” (art. 6
N.º 3 COT), a los que cabe añadir los de trá co ilícito de
estupefacientes, según el art. 65 Ley 20.000, siempre que ellos pongan
en peligro la salud de los habitantes; v) “la falsi cación del sello del
Estado, de moneda nacional, de documentos de crédito del Estado, de
las Municipalidades o establecimientos públicos, cometida por
chilenos, o por extranjeros que fueren habidos en el territorio de la
República” (art. 6 N.º 5 COT); vi) los delitos contra la libre
competencia “sancionados en el artículo 62 del Decreto con Fuerza de
Ley 1, del Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción, de
2004, que ja el texto refundido, coordinado y sistematizado del
decreto ley N.º 211, de 1973, cuando afectaren los mercados
chilenos” (art. 6 N.º 11 COT); vii) “los delitos cometidos a bordo de
aeronaves extranjeras que sobrevuelen espacio aéreo no sometido a la
jurisdicción chilena, siempre que la aeronave aterrice en territorio
chileno y que tales delitos afecten el interés nacional” (art. 5 inc. 3
Código Aeronáutico); y viii) los contemplados en el art. 1 Ley 5.478
(“el chileno que, dentro del país o en el exterior, prestare servicios de
orden militar a un Estado extranjero que se encuentre comprometido
en una guerra respecto de la cual Chile se hubiese declarado neutral”)
y en el art. 4 g) Ley 12.927 sobre Seguridad del Estado (“los chilenos
que, encontrándose fuera del país, divulgaren en el exterior” “noticias
o informaciones tendenciosas o falsas destinadas a destruir el régimen
republicano y democrático de gobierno, o a perturbar el orden
constitucional, la seguridad del país, el régimen económico o
monetario, la normalidad de los precios, la estabilidad de los valores y
efectos públicos y el abastecimiento de las poblaciones”).
e) Principio de universalidad: la piratería en alta mar
El derecho internacional ha consagrado desde antiguo la facultad de
los Estados para perseguir ciertos hechos que afectan los intereses de
la comunidad internacional y de cada uno de ellos pero que, por
cometerse fuera de toda jurisdicción nacional, podrían quedar sin
sanción o, lo que es peor, podrían convertir a ciertos territorios en
paraísos jurisdiccionales para quienes cometen esa clase de delitos.
Este es el caso tradicional de la piratería en alta mar (arts. 308 CB y
101 CONVEMAR).
La limitada extensión del principio de universalidad en el derecho
chileno, que el art. 6 N.º 7 COT reduce a “la piratería” (art. 434 CP),
es compatible con el actual ordenamiento internacional, pero solo en
la medida que se trate de perseguir y capturar buques y personas que
hayan cometido actos de piratería en alta mar o en el mar territorial
chileno (Bassiouni, 112). Es discutible, en cambio, que el derecho
internacional público imponga o favorezca siquiera el establecimiento
de un principio general de jurisdicción universal respecto de hechos
ocurridos en territorios sujetos a la soberanía de otros Estados.
f) Crímenes bajo el derecho penal internacional: principios de
complementariedad y supremacía
La persecución por algunos tribunales nacionales, particularmente
europeos, de los crímenes contra el derecho internacional o delitos de
derecho penal internacional (principalmente, genocidio, crímenes de
lesa humanidad —incluyendo la tortura y desaparición de personas—
y crímenes de guerra) se entiende también comprendida en el principio
de universalidad como punto de conexión legítimo de la jurisdicción
nacional, atendido el hecho de que serían casos en que, en principio, la
jurisdicción se ejercería, en representación de la comunidad de todas
las naciones, sin atención al lugar de comisión de los hechos o la
nacionalidad del responsable o la víctima, debido a la repulsa
generalizada de esta clase de crímenes en el conjunto de las naciones
(Ambos, Internationales, 67).
Este fue el argumento empleado por el juez Baltasar Garzón para
solicitar a Inglaterra la extradición del exdictador chileno Augusto
Pinochet por los delitos de genocidio, tortura y terrorismo, sobre la
base, principalmente, de lo dispuesto en el art. 23.4. de la entonces
vigente Ley Orgánica del Poder Judicial de España (Auto de
3.11.1998, en Sumario 19/97- J del Quinto Juzgado de Instrucción de
la Audiencia Nacional de España). Sin embargo, la aceptación por
parte de Inglaterra de la extradición de Pinochet a España, no pareció
estar fundada en un reconocimiento amplio del principio de
universalidad, sino en la aplicación de la Convención Internacional
contra la Tortura, que entró en vigor en el Reino Unido el 29 de
septiembre de 1988 y que, en la interpretación de la mayoría de la
segunda sentencia de la Cámara de los Lores (24.3.1999), obliga a los
países suscriptores a extraditar o enjuiciar y a no conceder inmunidad
a los representantes de los Estados extranjeros, concediendo la
extradición únicamente por los delitos de tortura presuntamente
cometidos después de esa fecha (Regina v Bow Street Metropolitan
Stipendiary Magistrate, ex parte Pinochet Ugarte 3 WLR 1, 456 [H.
L. 1998]; también en Casos DPC, 44). No obstante, tras la
tramitación del caso Pinochet, que abrió la posibilidad de presentar en
España numerosas querellas respecto de hechos ocurridos en cualquier
parte del mundo sin vinculación con el territorio, buques, aeronaves o
ciudadanos españoles, e incluso contra gobernantes de otros países en
ejercicio, se reformó su legislación para restringir el alcance del
principio de universalidad, sobre la base de los criterios de
complementariedad y la exigencia de la presencia del imputado en
territorio español.
En Chile, aunque el art. 298 CB permite ampliar la jurisdicción
nacional hacia toda clase de crímenes contra el derecho internacional,
al menos cuando son cometidos en alta mar o en lugares no sujetos a
jurisdicción de algún Estado, no existe ninguna norma que autorice tal
extensión, sin que se innovara al dictarse la Ley 20.357, que estableció
localmente los delitos de genocidio, crímenes contra la humanidad y
los crímenes de guerra. No es claro tampoco que exista una norma de
derecho consuetudinario o convencional internacional que obligue a la
persecución universal de tales crímenes, aunque su carácter de ius
cogens permite a los Estados, pero sin obligarlos, a extender su
jurisdicción en estos casos, bajo el principio de universalidad
(Bassiouni, 115).
Ni siquiera el Estatuto de Roma de 1998 parece otorgar a Chile y al
resto de los suscriptores más jurisdicción que las derivadas de los
principios tradicionales de territorialidad, bandera y personalidad
activa, aún en los graves casos que trata. Ello se explica porque
incluso en este tratado la supuesta universalidad de la jurisdicción de
la Corte está limitada por el principio de complementariedad (art. 17
Estatuto de Roma), que limita su intervención solo al evento en que el
Estado Parte competente por el territorio, la bandera o la nacionalidad
del responsable no tenga la capacidad de ejercerla o no esté dispuesto
a hacerlo seriamente, a pesar de la gravedad del hecho (Cárdenas,
“Cooperación”, 283).
En cambio, cuando la jurisdicción internacional por esta clase de
crímenes se ejerce directamente por la comunidad internacional toda,
como ocurrió al establecerse los Tribunales Militares de Núremberg y
Tokio al término de la II Guerra Mundial, los Tribunales ad hoc para
Ruanda y la ex Yugoslavia en la década de 1990, y en los casos en que
la competencia de la Corte Penal Internacional es “gatillada” por una
decisión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o se
establece un tribunal especial, híbrido o local al que con ere
competencia originaria para conocer y sancionar los crímenes bajo el
derecho internacional, opera el principio de la primacía o supremacía
del ordenamiento internacional sobre los locales aplicables, y el
derecho penal internacional se impone sin atención a las regulaciones
nacionales (Carnevali, “Primacía”, 181).
g) Principio de representación
La característica principal de la representación es que no supone
aplicación por los tribunales locales de leyes penales de otros Estados,
sino exclusivamente el ejercicio de la jurisdicción a nombre de ese otro
Estado, aplicando la ley penal nacional como Estado de captura (art.
304 CB). Así, el art. 307 CB reconoce que “también estarán sujetos a
las leyes penales del Estado extranjero en que puedan ser
aprehendidos y juzgados, los que cometan fuera del territorio un
delito, como la trata de blancas, que ese Estado contratante se haya
obligado a reprimir por un acuerdo internacional”, disposición
plenamente compatible con lo señalado en el art. 6 N.º 8 COT, que
extiende la jurisdicción de los tribunales chilenos a los crímenes y
simples delitos “comprendidos en los tratados celebrados con otras
potencias”. También opera en los casos en que no se concede la
extradición a un nacional y el hecho es punible en Chile (art. 345 CB).
Sin embargo, el carácter extraordinario del ejercicio de la
jurisdicción más allá del territorio nacional impone un cuidadoso
examen del texto de los tratados que se trate, que no siempre, por
importante que considere el hecho, conceden la facultad de perseguir
bajo la legislación local delitos cometidos en otra jurisdicción. Así, p.
ej., el art. 15 de la Convención de las Naciones Unidas Contra la
Delincuencia Organizada Trasnacional de Palermo del año 2000
dispone que los Estados Parte ejercerán su jurisdicción sobre los
hechos que se trata, según los principios de territorialidad,
personalidad, defensa y representación, como último recurso, “cuando
el presunto delincuente se encuentre en su territorio y el Estado Parte
no lo extradite por el solo hecho de ser uno de sus nacionales”, lo que
limita la amplia autorización del art. 345 CB.
Además, una extensión de la jurisdicción local a los crímenes bajo el
derecho penal internacional solo puede fundarse en las facultades
especí cas que otorgan los tratados relevantes en la materia (la ley
nacional no conoce una extensión de su jurisdicción por la vía del
derecho internacional consuetudinario). Pero estos tratados no
siempre permiten una amplia extensión de la jurisdicción local. Así, p.
ej., el art. VI Convención contra el Genocidio de 1948 solo obliga
incondicionalmente a conceder la extradición al “Estado en cuyo
territorio el acto fue cometido, o ante la Corte Penal Internacional que
sea competente respecto a aquellas de las Partes contratantes que
hayan reconocido su jurisdicción”. Por su parte, el art. 7 Convención
Contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o
Degradantes, de 1984, exige para ejercer la representación en estas
materias que el responsable sea hallado en el territorio del Estado y la
extradición no se haya concedido.

C. Lugar de comisión del delito y conflictos de jurisdicción


a) Lugar de comisión del delito
La aplicación de las reglas anteriores supone la previa determinación
del lugar donde se ha cometido el delito que se trata, particularmente
en aquellos de carácter trasnacional, cometidos a distancia y de
tránsito. En los primeros, la conducta o parte de ella se ejecuta en un
Estado y la otra, sus resultados o efectos se producen en otro, como
sucede en los delitos cometidos aprovechando la Internet, p. ej., el
llamado grooming infantil que el art. 366 quáter CP cali ca
expresamente como delito a distancia. En los de tránsito, parte del
hecho global se realiza en un país “de tránsito”, pero la conducta
principal y el resultado en otros diferentes, como en el trá co ilícito de
estupefacientes, la trata de personas y la corrupción internacional y
demás delitos comprendidos en el derecho penal trasnacional.
Según la doctrina dominante, se deben considerar cometidos en
Chile todos los delitos cuyo principio de ejecución se encuentre en el
territorio nacional (principio de actividad), pues así lo dispondría el
art. 157 inc. 3 COT (“el delito se considerará cometido en el lugar
donde se hubiere dado comienzo a su ejecución”), regla que se
reproduciría, respecto de las injurias y calumnias cometidas a través
de medios extranjeros, en el art. 425 CP (Etcheberry DP II, 72). Esta
doctrina es correcta, pero incompleta, pues la legislación nacional
también acepta que los tribunales nacionales sean competentes para
conocer de hechos cuyos efectos se produzcan en Chile, aunque su
principio de ejecución se encuentre en el extranjero. Así, el art. 366
quáter CP dispone expresamente que el delito de grooming es de
competencia de los tribunales chilenos, aunque su principio de
ejecución se encuentre en el extranjero, al establecer que “las penas
señaladas en el presente artículo se aplicarán también cuando los
delitos descritos en él sean cometidos a distancia, mediante cualquier
medio electrónico”.
La admisión simultánea de los principios de ejecución y resultado
para jar la competencia de los tribunales nacionales se conoce como
principio de ubicuidad, admitido por la mayor parte de nuestra
doctrina y también por cierta práctica de nuestros tribunales como la
solución aplicable a los delitos a distancia, tanto de resultado como de
mera actividad (Cárdenas, “Lugar de comisión”, 10). Esta es también
la solución aceptada por el derecho comparado e internacional
(Satzger, 49).
En cambio, en los delitos de tránsito, cuando tienen un carácter
empresarial (delito de emprendimiento, en el sentido de ser una
actividad criminal en que se participa una y otra vez, iniciada o no por
el autor, aún con separaciones temporales o espaciales, típicamente, el
trá co de drogas), permanente o habitual, es posible sin di cultad el
fraccionamiento de la jurisdicción, esto es, atribuir a cada Estado por
donde la actividad criminal pasa o transita plena competencia sobre el
hecho, considerando exclusivamente las características que se
mani estan en su territorio y sin atención a su lugar de origen o
destino. Así lo dispone, además, el art. 302 CB, según el cual, “cuando
los actos de que se componga un delito un delito se realicen en
Estados contratantes diversos, cada Estado puede castigar el acto
realizado en su país, si constituye por sí solo un hecho punible”.
b) Concurrencia de jurisdicciones
El reconocimiento en el derecho internacional de diferentes “puntos
de conexión” que hacen legítima la extensión de la jurisdicción a
hechos ocurridos fuera del territorio de un país y de los principios de
ubicuidad y fraccionamiento, es fuente de potenciales con ictos de
jurisdicción en que dos o más Estados pretendan tenerla sobre un
mismo hecho. Ello no genera ningún problema si el Estado de captura
del responsable ejerce la jurisdicción que estima le corresponde sobre
los hechos de que se trata. Así, los tribunales chilenos pueden ejercer
sin limitación alguna su jurisdicción sobre los crímenes y simples
delitos cometidos en el extranjero y mencionados principalmente en el
art. 6 COT, respecto de personas que se encuentren en Chile,
independiente de su nacionalidad. Esta facultad originaria de los
Estados fue reconocida por la Corte Internacional de Justicia en el
caso Lotus, de donde se desprende que la defensa basada en la
competencia concurrente de otro Estado para conocer del hecho no es
su ciente para enervar la acción penal en el Estado de captura que
también es competente para conocerlo (SCIJ 7.9.1927, Francia v.
Turquía, PCIJ, Serie A, N.º 10. Fallo N.º 9).
Entre los Estados suscriptores del Código de Bustamante, si uno
solicita la extradición de imputado sujeto por el mismo hecho a la
jurisdicción de otro, el art. 358 CB dispone que “no será concedida la
extradición si la persona reclamada ha sido ya juzgada y puesta en
libertad, o ha cumplido la pena, o está pendiente de juicio, en el
territorio del Estado requerido, por el mismo delito que motiva la
solicitud”. Si un Estado de captura no tiene jurisdicción sobre el
hecho, y otro u otros Estados solicitan la extradición del capturado,
hay que distinguir: a) si el requerido es nacional del Estado de captura,
se pude denegar la extradición y ejercer jurisdicción por
representación; b) si las solicitudes recaen sobre un mismo hecho, la
preferencia la tiene el Estado del territorio donde se cometió; c) si las
solicitudes recaen sobre diferentes hechos, la preferencia la tiene el
Estado donde se cometió el delito más grave, según la legislación del
Estado requerido, o la del que presentó primero la solicitud, si son de
igual gravedad (arts. 347 a 349 CB y VII Convenio de Montevideo de
1933).

c) Defensa de exclusión de jurisdicción en favor del Estado del


pabellón
Respecto de hechos ocurridos en el mar, el art. 97 CONVEMAR
alteró la regla reconocida a partir del caso Lotus, estableciendo una
auténtica defensa de exclusión de jurisdicción, en favor de la del
pabellón, incluso tratándose de colisiones o abordajes en altamar.
Así, se establece en su N.º 1 que “en caso de abordaje o cualquier
otro incidente de navegación ocurrido a un buque en la alta mar que
implique una responsabilidad penal o disciplinaria para el capitán o
para cualquier otra persona al servicio del buque, solo podrán
incoarse procedimientos penales o disciplinarios contra tales personas
ante las autoridades judiciales o administrativas del Estado del
pabellón o ante las del Estado de que dichas personas sean
nacionales”. Y el N.º 3. añade que “no podrá ser ordenado el
apresamiento ni la retención del buque, ni siquiera como medida de
instrucción, por otras autoridades que las del Estado del pabellón”,
como defensa personal de los involucrados ante la pretensión punitiva
de los Estados de los otros pabellones involucrados.

d) Defensa de cosa juzgada basada en el principio non bis in


idem
Desde el punto de vista del derecho internacional, la garantía del
principio de non bis in idem contemplada en el art. 14.7 PIDCP no
limita la posibilidad de enjuiciar un mismo hecho bajo jurisdicciones
diferentes. En consecuencia, el reconocimiento de una concurrencia de
jurisdicciones hace posible un doble juzgamiento y sanción por los
mismos hechos, a cargo de cada uno de los Estados legitimados para
su persecución (Ambos, Internationales, 89).
Sin embargo, el art. 13 CPP establece también la garantía del non bis
in idem, otorgando pleno valor a las sentencias extranjeras aún en
casos en que también serían competentes nuestros tribunales, y
declarando, en consecuencia “que nadie podrá ser juzgado ni
sancionado por un delito por el cual hubiere sido ya condenado o
absuelto”, salvo en dos hipótesis: i) cuando el procedimiento en el
extranjero tuviere el propósito de eludir la jurisdicción nacional; y ii)
cuando, a petición del imputado, se determine que el procedimiento
extranjero se hubiere llevado adelante sin las debidas garantías o “en
términos que revelaren falta de intención de juzgarle seriamente”.
De este modo, se establece una defensa de cosa juzgada sui generis,
pues es evidente la falta de identidad de la acción ejercida ya que la
acusación y sentencia que recaiga sobre un hecho juzgado en otro país
necesariamente han de tener un contenido diverso a las que se
interpondrían en Chile, tanto en la identi cación de la ley penal que
las fundamenta como en la naturaleza y medida de la pena que se
hubiese impuesto. Por eso, resultaba más acorde con el derecho
internacional vigente la antigua solución del art. 3 inc. 3 CPP 1906,
que establecía al respecto que “si la sentencia penal extranjera recae
sobre crímenes o simples delitos perpetrados fuera del territorio de la
República que queden sometidos a la jurisdicción chilena, la pena o
parte de ella que el procesado hubiere cumplido en virtud de tal
sentencia, se computará en la que se le impusiere de acuerdo con la ley
nacional, si ambas son de similar naturaleza y, si no lo son, se
atenuará prudencialmente la pena”.

§ 3. La colaboración internacional como mecanismo para


limitar la defensa de falta de jurisdicción. Generalidades
Para “hacer efectiva la competencia judicial internacional en
materias penales” (art. 344 CB), limitando así el efecto de la defensa
de falta de jurisdicción territorial, surge la extradición, como principal
mecanismo de cooperación internacional (Cárdenas, “Extradición”,
7). Mediante ella, un Estado entrega a una persona a otro Estado que
la reclama para juzgarla penalmente o para ejecutar una pena ya
impuesta. Este mecanismo “impone a los Estados un deber de
asistencia recíproca en la persecución de los delincuentes y el castigo
de sus fechorías” (Guzmán D., “Cooperación”, 188). La extradición
se llama activa si se considera desde el punto de vista del Estado que
pide la entrega (Estado requirente), y pasiva si se la contempla desde el
del Estado al que se la solicita (Estado requerido)
Los requisitos de fondo y los efectos de la extradición se encuentran
en el denominado derecho internacional penal, anterior al derecho
penal internacional surgido después de la Segunda Guerra Mundial
(Quintano, 9 y 401). Así lo acreditan nuestro viejo Código de Derecho
Internacional Privado de 1928 (Código de Bustamante), la
Convención de Montevideo de 1933 y antiguos tratados bilaterales de
extradición, como los celebrados con Argentina (1870), Perú (1932),
Bolivia (1910), Paraguay (1897), Uruguay (1897), Brasil (1935),
Colombia (1914), Ecuador (1897), Estados Unidos (1900, sustituido
por uno de 2015), Bélgica (1899) y Gran Bretaña (1897).
Actualmente, se siguen celebrando tratados bilaterales en la materia,
como los suscritos con Corea (1994), Australia (1995) y China
(2016). Además, la globalización de la economía y la existencia de la
llamada criminalidad internacional ha dado un nuevo impulso a la
regulación en la materia, a través de convenciones multilaterales,
como el Acuerdo sobre Extradición entre el Mercosur, la República de
Bolivia y la República de Chile, de 1998, la Convención de Naciones
Unidas contra la Corrupción, de 2003, y la Convención de las
Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional de
2000 (UNTOC o Convención de Palermo), donde se expresa la
principal preocupación de los Estados en esta materia: evitar que la
defensa de falta de jurisdicción permita crear Estados “paraísos”
desde donde dirigir la comisión de delitos en otros Estados,
estableciéndose la obligación general de “extraditar o juzgar”.
En cuanto a su regulación de derecho interno, una característica de
nuestro sistema es su carácter deferente con los requerimientos de
cooperación internacional, re ejados en la decisión de no limitar los
procesos de extradición ni en atención a la nacionalidad del afectado
ni a la existencia o no de un tratado especí co de extradición con el
otro Estado involucrado, dando entrada a su concesión de
conformidad con “los principios del derecho internacional”, incluso
respecto de chilenos, a menos que se trate de un Estado donde no
exista un régimen jurídico con able (Gaete, 278). Según nuestra
jurisprudencia, estos principios se cristalizan en las exigencias
contenidas en el Código de Bustamante de 1928 y en el Tratado de
Extradición de Montevideo de 1933 (SCS 24.07.2013, Rol 4146-13),
aplicables a todos los requerimientos de extradición, salvo en cuanto a
ello se opongan las regulaciones especí cas de los tratados bilaterales
que pudiesen aplicarse, según la regla, recogida en el art. 449 b) CPP,
de “preeminencia de los tratados” (Labatut/Zenteno DP I, 67).
Su tramitación se encuentra regulada en los arts. 431 a 454 CPP,
siendo una característica de nuestro sistema la decisión de no limitar
los procesos de extradición ni en atención a la nacionalidad del
afectado ni a la existencia o no de un tratado especí co de extradición
con el otro Estado involucrado.
En consecuencia, la defensa jurisdiccional de incompetencia absoluta
tiene como límite la imposibilidad de ser invocada en un proceso de
extradición. Tampoco puede ser invocada para evitar otras formas de
colaboración internacional que tiendan a la recolección de pruebas
que permitan llevar adelante el proceso ante el tribunal competente.
No obstante, en ambos casos, es posible sostener la defensa de falta de
doble incriminación del hecho perseguido, pues si el hecho no es
punible en Chile (art. 449 CPP), tampoco se podrá solicitar su
extradición ni serán procedentes diligencias para su persecución. Sin
embargo, ya existen convenciones que habilitan, conforme al derecho
interno de cada país, la extradición por delitos especí cos, aunque no
exista doble incriminación, como expresamente establece el art. 44.2
UNTOC.

§ 4. Extradición pasiva ordinaria


La extradición pasiva se concederá únicamente respecto de un delito
que sea “de aquellos que autorizan la extradición según los tratados
vigentes y, a falta de estos, en conformidad con los principios de
derecho internacional” (art. 449 b) CPP), previa solicitud realizada
por intermedio del Ministerio de Relaciones Exteriores a la Corte
Suprema (art. 440 CPP).
Luego, por el principio de preeminencia de los tratados, lo primero
que ha de observarse para determinar su procedencia es el eventual
tratado existente entre el Estado requirente y Chile. Ello es muy
relevante en cuanto al requisito de doble incriminación, puesto que la
mayor parte de los tratados bilaterales previos a la Segunda Guerra
Mundial jaban listados de delitos por los cuales conceder la
extradición a modo de numerus clausus, limitando las posibilidades de
lograr una extradición por hechos de igual o mayor gravedad que no
estén allí mencionados. Sin embargo, tratándose de delitos que caen
bajo el derecho penal internacional o bajo el derecho penal
trasnacional, las convenciones multilaterales respectivas suelen
incorporar cláusulas en las que los países contratantes declaran que
los delitos a que se re eren se entenderán también comprendidos en
los tratados bilaterales de extradición suscritos entre ellos.
En cambio, las convenciones multilaterales, como el Código de
Bustamante (1928) y la Convención de Montevideo de 1933, cuya
vigencia está en principio limitada dentro del sistema interamericano,
se re eren a los requisitos de procedencia generales de la extradición
entre los países suscriptores, sin hacer mención a los delitos especí cos
que fueren extraditables sino más bien recurriendo al concepto general
de que se trate de delitos comunes castigados con penas superiores a
un año de privación de libertad. Sin embargo, en caso de existencia de
un tratado bilateral con un listado de delitos extraditables, ha de
estarse a ese listado y sus eventuales complementos a través de otros
tratados y convenciones.
Si el Estado requirente no es suscriptor de dichas convenciones ni de
un tratado bilateral con Chile (como Japón, China, Países Bajos y
Alemania, p. ej.), todavía es posible conceder la extradición solicitada,
si ello es conforme con “los principios de derecho internacional” (art.
449 b) CPP) que, según nuestra jurisprudencia, se cristalizan en las
exigencias contenidas en el Código de Bustamante de 1928 y en el
Tratado de Extradición de Montevideo de 1933, más una garantía de
reciprocidad (SCS 24.07.2013, Rol 4146-13). Además, en caso de
aspectos no regulados por los tratados correspondientes, el principio
de preeminencia de los tratados no se opone a la aplicación supletoria
del derecho internacional penal (Aguilar C., “Extradición”, 426).

A. Condiciones de fondo para la extradición pasiva ordinaria


Según el derecho internacional penal y el art. 449 CPP, ellas son: i)
falta de jurisdicción de los tribunales nacionales y correlativa
jurisdicción del Estado requirente; ii) la calidad del hecho (doble
incriminación, gravedad, su carácter de delito común y no político, y
su punibilidad); iii) la garantía de reciprocidad; y iv) la existencia de
antecedentes serios contra la persona que se solicita la extradición.
a) Falta de jurisdicción de los tribunales nacionales y la
correlativa jurisdicción del Estado requirente
Para que el Estado de Chile entregue a una persona para ser juzgada
o sufrir una pena en otro Estado, lo primero que debe determinarse es
si el hecho por el que se solicita la extradición se encuentra o no sujeto
a nuestra jurisdicción, pues de ser a rmativa la respuesta, habremos
de concluir que la extradición debe denegarse y serán nuestros
tribunales los competentes para juzgar y sancionar al responsable (art.
358 CB). Incluso si solo por la solicitud de extradición se descubre que
el hecho es punible también en Chile, esta debe rechazarse, para
iniciar el procedimiento correspondiente, pues los tribunales
nacionales no pueden evitar su competencia para conocer los hechos
delictivos (SCS 28.12.2000, Rol 4376-00). Si al juzgarse el hecho se
impone una pena, rige lo dispuesto en el art. 13 CPP, para abonar a su
duración la que se haya cumplido en el extranjero.
Correlativamente, el Estado requirente ha de justi car su jurisdicción
sobre los hechos que se tratan, pues solo puede concederse la
extradición si se comprueba “que el Estado requirente tenga
jurisdicción” (art. I. a) Convención de Montevideo de 1933), sobre la
base de los puntos de conexión reconocidos por el derecho
internacional: “Para conceder la extradición, es necesario que el delito
se haya cometido en el territorio del Estado que la pida o que le sean
aplicables sus leyes penales de acuerdo con el libro tercero de este
Código” (art. 351 CB).
b) Doble incriminación
A falta de regulación especí ca en los tratados o convenciones
aplicables, el requisito de doble incriminación importa que, para
conceder la extradición, el hecho que la motiva constituya delito en la
legislación del Estado requirente y en la del requerido (art. I, b) de la
Convención de Montevideo de 1933). Lo mismo señala el art. 353 CB:
“es necesario que el hecho que motive la extradición tenga carácter de
delito en la legislación del Estado requirente y en la del requerido”. Lo
punible en ambos países debe ser el hecho que se trata, con
independencia de la denominación que tenga y de la literalidad de las
disposiciones aplicables en ellos (SCS 24.9.1954, RDJ 51, 197). En los
casos de tratados con listados nominativos de delitos extraditables, es
necesario establecer, además, la denominación o identi cación de esos
hechos como un delito determinado en la legislación nacional y
extranjera aplicable. Esta última limitación no es aplicable a las
convenciones multilaterales que habilitan la extradición por delitos
descritos en ellas, aunque no exista doble incriminación en los
tratados especí cos como, p. ej., expresamente establece el art. 44.2
UNTOC.
Pero es un hecho que, al comparar la legislación de los diversos
países, las descripciones de los delitos suelen ser divergentes en más de
un aspecto, aun cuando se denominen de la misma manera. Ello
ocurre, especialmente, cuando los delitos se describen en relación con
las instituciones propias de cada Estado, esto es, lo que allí se entiende
por instrumento público, empleado público, sus propias instituciones
(Congreso, tribunales, etc.), o su regulación tributaria y aduanera.
Para resolver las di cultades que presenta la extradición en esos casos
en que los delitos contemplan elementos referidos a la organización de
cada Estado que, por lo mismo, no se contemplan en la de los otros,
en los últimos tratados bilaterales suscritos por Chile y que siguen las
orientaciones del Tratado Modelo de Extradición del Consejo
Económico y Social de las Naciones Unidas, se contempla una
disposición que no permite denegar la extradición por delitos que
entrañen una infracción de carácter tributario, arancelario o scal, a
pretexto de que en la legislación del Estado requerido no se establece
el mismo tipo de impuesto o gravamen. Tratándose de delitos de
corrupción, Chile ha suscrito la Convención Americana contra la
Corrupción y otras convenciones multilaterales en la materia, que
también permiten la extradición en relación con esta clase de delitos.
De allí emana un principio general según el cual, para determinar la
doble incriminación del hecho no son relevantes la nacionalidad del
responsable, el territorio donde ocurre, la forma jurídica de las
instituciones en cada país, el nomem iuris o las semejanzas o
diferencias en los textos legales aplicables. Lo importante es realizar
un juicio hipotético que determine la potencial subsunción del hecho
en algún delito contemplado en la legislación del Estado requerido,
suponiendo que se hubiera cometido en su territorio, por un nacional
y en relación con sus instituciones.
Luego, para responder a la pregunta de si existe doble incriminación
en Chile respecto de un delito cometido en el extranjero, únicamente
hay que hacerse la pregunta acerca de si el hecho por el cual se solicita
la extradición, de cometerse bajo la jurisdicción de Chile, sería
perseguible penalmente por nuestros tribunales sobre la base de un
delito previamente establecido en la legislación nacional, en relación
con las autoridades, instituciones y normativa nacionales. Esto vale
especialmente para todos los delitos en cuya descripción se contienen
ingredientes o elementos normativos que se re eren a instituciones
típicamente nacionales o vinculadas al territorio nacional, como el
“ scal del Ministerio Público” y el “defensor penal público” de art.
268 quáter CP, o la “entrada” y “salida” “del país” con nes de
explotación sexual a que hace referencia el delito del art. 411 ter CP.
Lo que importa no es la nacionalidad de los intervinientes en el hecho,
ni el territorio donde ocurren ni la forma jurídica de las instituciones
en cada país, sino que los hechos, de haberse cometido en Chile por
habitantes de la República y en relación con la normativa e
instituciones locales, pudiera ser punible. De otro modo, ni siquiera el
simple caso de una violación de una ciudadana boliviana en Argentina
podría considerarse incriminado doblemente, pues Chile carece de
jurisdicción sobre tales hechos, que no han sido cometidos en su
territorio, donde es aplicable la ley nacional, no encontrándose tal
supuesto en un caso de aplicación extraterritorial de nuestra ley (art. 6
COT).
Abandonamos así, por innecesario, el concepto de interpretación
analógica de los tipos penales (Politoff DP, 123): la exigencia de la
doble incriminación del hecho lo que pide es considerar la posibilidad
de subsumir el hecho por el que se solicita la extradición en un delito
de la legislación local, posibilidad que supone, de antemano, el
incumplimiento del requisito esencial para aplicar la ley penal chilena,
esto es, que los delitos se hayan cometido en Chile o se trate de
supuestos sujetos a su jurisdicción extraterritorial. Es decir, en estricto
rigor, un robo cometido en Perú no está incriminado por las leyes
chilenas como no lo está el homicidio de un argentino en Bolivia. Lo
que la doble incriminación exige es, entonces, suponer que los hechos
en cuestión han ocurrido en Chile y de serlo así, determinar si serían
punibles por la ley nacional.
c) Gravedad
La extradición solo es admisible por delitos graves. Por esta razón,
los tratados de extradición celebrados hasta mediados del siglo XX
especi caban taxativamente los delitos por los cuales se concedía. En
el presente se opta por una regla general de gravedad consistente en
que la pena mínima prevista para el delito por la ley de ambos países
no sea inferior a un año de privación de libertad (arts. 440 CPP, 354
CB y I. b) Convención de Montevideo de 1933). Si se trata, en
cambio, de una solicitud de extradición para cumplir una pena ya
impuesta, debe ser efectivamente superior a un año de privación de
libertad. Por lo tanto, se excluye la extradición por faltas.
d) Prohibición de la extradición por delitos políticos
Esta prohibición, como principio obligatorio del derecho
internacional se contiene en todos los tratados y convenciones sobre la
materia a partir del siglo XIX (Garrido, “División”, 109). Su origen
proviene del rechazo ya manifestado por los iluministas a la confusión
entre delitos de lesa majestad y el castigo de “la palabra” (Beccaria,
Delitos, 42), recogido en el art. 10 DUDH que expresa “Nadie de ser
molestado por sus opiniones”. La cali cación última acerca de si el
hecho que se persigue es formal o materialmente un delito político o
conexo recae, según el derecho internacional vigente, en nuestros
propios tribunales como representantes del Estado requerido (arts.
355 y 356 CB y IV Convención de Montevideo de 1933).
Sin embargo, es difícil determinar qué hechos serían puramente
políticos. Un criterio subjetivo considera fundamentalmente los
móviles o propósitos que llevaron al autor a querer cambiar el
régimen de su país. Uno objetivo atiende a la índole del derecho o
interés tutelado, según si concierne o no a la organización institucional
del Estado y los derechos que de ella uyen para los ciudadanos, sin
atender a los móviles que guiaron al delincuente para afectarlos.
Además, incluso en los llamados delitos políticos puros, que solo se
dirigen en contra de la institucionalidad, lo corriente es que ellos
puedan lesionar además otros bienes jurídicos, como la vida, salud o
propiedad de personas determinadas. Por eso el art. III. e) Convención
de Montevideo de 1933 declara expresamente que “no se considerará
delito político el atentado contra la persona del Jefe de Estado y sus
familiares”; agregando el art. 357 CB que “no se reputará delito
político” el homicidio o asesinato de “cualquier persona” que “ejerza
autoridad”. Tampoco se pueden considerar delitos políticos los
crímenes bajo el derecho penal internacional (genocidio, crímenes de
guerra, delitos de lesa humanidad, tortura, desaparición de personas,
etc.), los comprendidos en los tratados de derecho penal trasnacional
(terrorismo, trá co ilícito de drogas, trá co de personas, corrupción
internacional, etc.), ni en general, los inspirados en motivos de odio,
racial o religioso. Finalmente, respecto a determinados hechos
violentos que se cometen, p. ej., para favorecer la consumación del
delito propiamente político (la extorsión y el robo violento que
preceden al atentado), deben considerarse delitos comunes y no
políticos ni conexos con ellos, aunque tuvieran una nalidad política
(Cury PG I, 278. Respecto de la exclusión del terrorismo v. González
J., “Delito”, 224).
Por otra parte, la Convención de Montevideo de 1933 otorga al
Estado requerido la posibilidad de denegar la extradición cuando, aún
no cali cándose de político el hecho como tal, el procedimiento a que
se someterá en el Estado requirente haga presumir que la solicitud se
basa en una persecución de ese carácter, como cuando la persona
requerida “haya cumplido su condena en el país del delito o cuando
haya sido amnistiado o indultado”, “hubiera de comparecer ante
tribunal o juzgado de excepción del Estado requirente” o se trate de
“delitos puramente militares o contra la religión” (art. III b), d) y f).
e) Punibilidad
Este requisito importa, desde el punto de vista de la sanción del
hecho incriminado, que para proceder a la extradición del presunto
responsable el hecho no esté prescrito tanto en el Estado requirente,
como en el requerido. Por ello, el art. V. b. Convención de
Montevideo de 1933 impone la exigencia de acompañar, junto con la
solicitud de extradición, documentos que acrediten las leyes que rigen
la prescripción en el derecho del país requirente.
Supuesto que el Estado requirente no va a solicitar la extradición por
un hecho que sus tribunales no pueden perseguir porque esté prescrito,
el requisito ser agotaría en la comprobación de que, en el supuesto que
el delito se hubiere cometido en Chile, no estuvieren prescritas la
acción penal o la pena impuesta (arts. 94 a 102 CP). Con todo, las
reglas al respecto varían según sea el tratado aplicable, ya que algunos
atienden únicamente a la ley del país requirente (p. ej., el tratado de
Chile con Bolivia o con Ecuador), y en ese caso no se podría denegar
la extradición alegando la legislación nacional. No obstante, la regla
general es que la prescripción que impide la extradición es la prevista
en la ley local (p. ej., el tratado con Bélgica y el sistema de los arts. III.
a) del Tratado sobre Extradición de Montevideo de 1933 y 359 CB).
Sin embargo, según dispone el inciso nal del art. 250 CPP y en
conformidad con el desarrollo posterior del derecho internacional tras
la Segunda Guerra Mundial, los crímenes bajo el derecho penal
internacional (genocidio, crímenes de guerra y de lesa humanidad) no
prescriben y, por tanto, a su respecto no cabe rechazar la extradición
alegando su prescripción, como si se tratase de delitos comunes.
Por último, si una modi cación de la ley nacional posterior al
requerimiento exime el hecho de pena, deberá denegarse la extradición
por aplicación del art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR que, a este respecto, sería
preferente frente a la regla contraria del art. 360 CB, en el sentido que
la legislación posterior de Chile como Estado requerido no puede
obstar a la extradición.
f) La garantía de reciprocidad
Este requisito solo es exigible cuando entre Chile y el Estado
requirente no existe un tratado bilateral o una convención multilateral
vinculante. Una garantía seria de reciprocidad existe cuando se
cumplen los siguientes requisitos materiales: i) ausencia de
información de que el requirente haya dejado en el pasado de cumplir
un fallo de algún tribunal chileno; y ii) existencia de compromisos
internacionales que unen a ambos países en la tarea común de
combatir e cazmente la delincuencia, aunque no se trate de un tratado
de extradición propiamente tal. En la práctica, suele cumplirse este
requisito con una declaración formal de reciprocidad del Estado
requirente, contenida en la solicitud respectiva (SMCS [Aránguiz]
2.5.2016, RCP 43, N.º 3, 209).
Es discutible la subsistencia de esta exigencia adicional frente a los
principios generales del derecho, principalmente porque supone una
cierta descon anza entre los Estados, fundada en un criterio
puramente político y no jurídico que debiera reemplazarse en el futuro
por otro criterio, como el principio de mejor justicia, que preferiría sin
más otorgar jurisdicción al juez natural del territorio donde se cometió
el delito e impedir que los países se conviertan en refugios de
criminales (Politoff, 129). En este sentido, nuestra Corte Suprema ha
señalado que la reciprocidad es solo uno de los aspectos a considerar
en un proceso de extradición, donde tiene preferencia el de
cooperación internacional, incluso si no se presenta formalmente una
garantía de reciprocidad (SCS 3.12.2015, RCP 43, N.º 1, 305, con
nota aprobatoria de J. P. Donoso, quien entiende subyace a este
razonamiento “un voto de con anza deferente entre los Estados”).
g) Existencia de antecedentes serios contra el extraditable
Según el art. 449 c) CPP, la seriedad de los antecedentes
acompañados a la solicitud de extradición y en el procedimiento
seguido para llevara a efecto debe ser tal que de ellos “pudiere
presumirse que en Chile se deduciría acusación en contra del
imputado por los hechos que se le atribuyen”. Estos deben constituir
fundamento serio para enjuiciar, o llevar a juicio al imputado, esto es,
que al menos ameriten la sustanciación de un juicio contradictorio que
permita decidir acerca de la absolución o condena” y que “sean
graves”, pero sin que ello importe “en modo alguno alcanzar plena
convicción de que se obtendrá una sentencia condenatoria en el juicio
que con posterioridad se veri que”, “pues de ser así a priori se
impediría al ente persecutor iniciar juicios contra el extraditable y
formular acusación por falta de certeza absoluta en la obtención de
una condena” (SSCS 14.09.2012, Rol 5902-12; y 24.03.2008, Rol
476-8). Ello no exime de la obligación de un análisis de las probanzas
rendidas en el procedimiento de extradición que pudieran desvirtuar
las conclusiones que de dichos antecedentes se deriven (M. Schürmann
en su nota crítica a la SMCS [Aránguiz] 2.5.2016, RCP 43, N.º 3,
209).
En efecto, si en el procedimiento de extradición se demuestra la
insu ciencia de los antecedentes aportados, se produce el desistimiento
de la víctima cuando su declaración es esencial, o se prueba de la
inocencia del imputado, p. ej., por falta de participación o de un error
de tipo o de prohibición, correspondería rechazar la solicitud (SMCS
[Künsemüller] 26.9.2016, RCP 43, N.º 4, 186, con nota de D. Lema,
donde se plantea el problema que representa el art. 449 c) CPP, al
ordenar que este juicio de probabilidad lo realice un juez contra la
opinión del Ministerio Público —como representante del Estado
requirente— cuya decisión de acusar en el procedimiento ordinario no
está sujeta a control judicial).
Por tanto, la valoración de estos antecedentes (regulada en el art.
444 CPP), a los que se puede añadir la declaración voluntaria del
imputado (art. 445 CPP), y su discusión en la audiencia respectiva
(art. 448 CPP), no constituye un juicio sobre la culpabilidad o
responsabilidad del requerido, sino a lo más antejuicio para
determinar la concurrencia o no de las exigencias señaladas en el art.
449 c) CPP y sus letras anteriores, incluyendo al resto de las
condiciones de fondo establecidas para conceder la extradición según
el derecho internacional a las que remite su letra b).

B. Condiciones formales
El procedimiento de extradición pasiva es entregado en primera
instancia a un Ministro de la Corte Suprema y, en segunda, a una Sala
(arts. 441 y 450 CPP). Se inicia por petición del Estado requirente
remitida a la Corte por el Ministerio de Relaciones Exteriores (art.
440 CPP). Dicha petición ha de contener la liación y demás datos
que permitan identi car al extraditable, copia de la sentencia
ejecutoriada que se pretende hacer cumplir o, en su caso, de la orden
de detención, mandato de prisión o de otra medida cautelar decretada
por un juez, la relación precisa del hecho imputado, y una copia de las
leyes penales aplicables, incluidas las referidas a la cali cación del
hecho, la participación del inculpado y la prescripción de la acción
penal y de la pena, según corresponda (art. V Convención de
Montevideo de 1933 y art. 365 CB). En el proceso que así se inicie el
Estado requirente es representado de pleno derecho por el Ministerio
Público, aunque siempre puede nombrar abogado particular exclusivo
(art. 443 CPP). Para cumplir con los requisitos de fondo de la
extradición, se permite presentar pruebas y recibir la declaración
voluntaria del imputado, todo ello en la audiencia oral que se cite al
efecto (arts. 444 a 448 CPP). Esta audiencia no tiene carácter de juicio
oral ni de su preparación, sino únicamente de antejuicio para acreditar
las condiciones que permitan conceder la extradición, por lo que no
son aplicables supletoriamente las normas que regulan el juicio oral
(SCS 31.03.2011, Rol 716-11).
Realizada la audiencia se dictará sentencia en conformidad con el
art. 449 CPP y vencido el plazo para presentar recursos o agotados los
presentados, si la sentencia concediere la extradición, el Ministro de la
Corte Suprema que conoció del proceso en primera instancia “pondrá
al sujeto requerido a disposición del Ministerio de Relaciones
Exteriores, a n de que sea entregado al país que la hubiere
solicitado” (art. 451 CPP). Si la sentencia es absolutoria, se decretará
la libertad del requerido y se comunicará el hecho al Ministerio de
Relaciones Exteriores, remitiéndole copia autorizada de la sentencia
correspondiente (art. 452 CPP).
a) Detención previa y prisión preventiva
La prisión del requerido podrá decretarse, según los dispongan los
tratados aplicables o corresponda según las reglas generales del
procedimiento (art. 446 CPP). Su detención previa, por un plazo de
hasta dos meses antes de recibirse la solicitud de extradición, podrá
ordenarse también según los tratados aplicables o si existe una
solicitud del futuro Estado requirente en que se exprese al menos lo
siguiente: i) la identi cación del imputado; ii) la existencia de una
sentencia condenatoria rme o de una orden restrictiva o privativa de
libertad del imputado; iii) la cali cación del delito que motiva la
solicitud, y el lugar y fecha de su comisión; y iv) la declaración de que
se solicitará formalmente la extradición (art. 442 CPP).
Si el requerido no fuese sometido a prisión preventiva durante el
proceso de extradición, una vez concedida, se decretará su detención
(art. 451 CPP).
La prisión preventiva o la imposición de otras medidas cautelares,
así como la detención previa del extraditable, se tramitarán ante el
Ministro de la Corte Suprema encargado del procedimiento existente
o futuro.

C. Condiciones humanitarias, debido proceso y principio de no


devolución
El actual desarrollo del derecho internacional permite denegar una
solicitud de extradición, aun cuando se cumplan todos los requisitos
de fondo y forma, si existen razones humanitarias para ello, como
cuando se solicita la extradición para imponer una pena de muerte; el
proceso en el Estado requirente no se ajusta a las exigencias del debido
proceso; o que, en procesos migratorios, exista el peligro de que la
vida y seguridad del extraditable pudieren ser puestas en peligro o
sufrir torturas (principio de no devolución).
Respecto de la pena de muerte, el art. 378 CB, dispone que “en
ningún caso se impondrá o ejecutará la pena de muerte por el delito
que hubiese sido causa de la extradición”. Y la Convención de
Montevideo obliga a los Estados requirentes “a aplicar al individuo la
pena inmediatamente inferior a la pena de muerte, si, según la
legislación del país de refugio, no correspondiera aplicarle la pena de
muerte”. Otras razones humanitarias, como la senilidad del eventual
extraditado o el padecimiento de enfermedades terminales, presentes
expresamente en legislaciones donde la intervención del gobierno en
los procesos de extradición es más decisiva, pueden estimarse también
razones su cientes para denegar la extradición.
En cuanto a la exigencia que la persecución penal en el Estado
requirente sea gobernada por un debido proceso, lo que permite en
caso contrario denegar la extradición, su reconocimiento se encuentra
en el art. III. d) de la Convención de Montevideo, que permite denegar
la extradición si el juzgamiento en el Estado requirente se hace ante un
tribunal de excepción, pues en ese caso “se estaría colaborando no con
la justicia, sino con la vulneración de derechos esenciales” (Cárdenas,
“Asilos”, 421).
El principio de no devolución, por su parte, se basa en las
disposiciones de la Convención de Ginebra de 1951 y de los arts. 3 y 4
Ley 20.430, que protege a los refugiados de la persecución y torturas
en sus países de origen y cuyo alcance se extiende también a los
procesos de extradición (SCS 18.11.2015, RCP 43, N.º 1, 277, con
nota crítica de G. Zaliasnik fundada en la falta de aplicación de estos
criterios en el caso concreto).

D. Entrega diferida
Si la persona cuya extradición está sometida a la jurisdicción de los
tribunales nacionales por la comisión de un delito distinto a aquél por
el cual se la solicita, ésta podrá concederse, pero la entrega del
requerido se diferirá hasta el término del proceso que se sigue en Chile
o hasta el cumplimiento total de la condena que eventualmente se le
imponga, en su caso.
Las distinciones contenidas en el art. 346 CB y el art. V de la
Convención de Montevideo de 1933 acerca del momento en que se
hubiere cometido el delito sujeto a la jurisdicción nacional con
relación a la solicitud de extradición, aparentemente basadas en la
idea de evitar que el extraditable elija la jurisdicción de nitiva
mediante la comisión de nuevos delitos, no parecen ser su cientes para
impedir el ejercicio de la soberanía nacional y, además, se tornan
irrelevantes si de todos modos se concede la extradición y solo se
di ere la entrega, cumpliéndose de este modo la obligación
internacional adquirida. Así lo ha entendido correctamente nuestra
jurisprudencia, recurriendo al derecho internacional, puesto que la
legislación procesal local no se pronuncia acerca de esta delicada
materia (SCS 8.10.2013, Rol 7724-13).

§ 5. Extradición pasiva simpli cada


A. Aceptación del extraditado
El art. 454 CPP establece un procedimiento especial para conceder la
extradición basado en el consentimiento del extraditable, que hace
improcedente el análisis de las exigencias de fondo de este
procedimiento, disponiendo que “si la persona cuya extradición se
requiere, luego de ser informada acerca de sus derechos a un
procedimiento formal de extradición y de la protección que este le
brinda, con asistencia letrada, expresa ante el Ministro de la Corte
Suprema que conociere de la causa, su conformidad en ser entregada
al Estado solicitante, el Ministro concederá sin más trámite la
extradición”.

B. Prohibición de ingreso y expulsión administrativa como


mecanismos de entrega de personas extranjeras
Los N.º 2 y 3 del art. 15 DL 1.094, de 1975, prohíben el ingreso y la
permanencia en el país de las personas extranjeras que se “dediquen al
comercio o trá co ilícito de drogas o armas, al contrabando, al trá co
ilegal de migrantes y trata de personas y, en general, los que ejecuten
actos contrarios a la moral o a las buenas costumbres”; y de “los
condenados o actualmente procesados por delitos comunes que la ley
chilena cali que de crímenes y los prófugos de la justicia por delitos
no políticos”. En consecuencia, a dichas personas la Policía les puede
prohibir el ingreso en la frontera para ser entregadas sin más trámite a
las autoridades de los países limítrofes o de origen para que dispongan
de ellos en conformidad con su propio ordenamiento interno.
Además, las personas dedicadas a la comisión de los delitos y actos
contrarios a las buenas costumbres mencionadas podrán ser
expulsadas administrativamente del país y entregadas a las
autoridades de los países de origen que las requiriesen, de
conformidad con lo dispuesto en el art. 17 DL 1.094. Dicha expulsión
podrá ser decretada por el Ministro del Interior y por el Intendente
Regional respectivo (art. 84 DL 1.094).
Las decisiones de estas autoridades pueden ser revisadas por los
tribunales de justicia mediante el recurso de amparo del art. 21 CPR,
cuya jurisprudencia tiende a un control escrupuloso de la legalidad de
los procedimientos empleados, considerando, p. ej., que el arraigo en
el país de los expulsados hace improcedente esta clase de medidas
administrativas, si se demuestra que tienen una familia constituida,
hijos que alimentar o vínculos laborales más o menos extendidos en el
tiempo (Palma V., 197).

§ 6. Extradición activa


El art. 431 CPP habilita al Ministerio Público o al querellante a
solicitar al juez de garantía que eleve los antecedentes a la Corte de
Apelaciones respectiva, a n de que este tribunal pida al Ministerio de
Relaciones Exteriores que practique las gestiones diplomáticas que
fueren necesarias para obtener la extradición de una persona que se
encontrase en el extranjero.
Los requisitos que la ley chilena exige para declarar procedente la
extradición son diferentes, según se trate de solicitar la entrega a una
persona para su enjuiciamiento o para el cumplimiento de una
condena.

A. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se


encuentran en el extranjero para ser enjuiciadas en Chile
Sus requisitos son los siguientes:
i) Que se trate de un delito que tuviere pena señalada en la ley cuya
duración mínima excediere de un año.
ii) Que se trate de un delito cometido en Chile o en el extranjero,
respecto del cual los tribunales chilenos tengan jurisdicción, según el
art. 6 COT (art. 431 CPP).
iii) Que se hubiere formalizado la investigación en contra del
imputado, ordinaria o extraordinariamente, en el caso de imputados
ausentes (arts. 232 y 432 CPP). En este último caso, se exige, además,
que se reúnan los requisitos que hacen procedente la prisión
preventiva según el art. 140 CPP. Sin embargo, dado que la detención
y prisión preventiva del imputado en el extranjero son decisiones
diferenciadas de la concesión de la extradición (que podría otorgarse
sin necesidad de ordenar al mismo tiempo su detención o prisión
durante su tramitación), deberemos entender que los requisitos para
conceder la extradición de un imputado ausente son, exclusivamente,
la acreditación de antecedentes que justi quen la existencia del delito
y la responsabilidad que en él le cabe al imputado como autor,
cómplice o encubridor.
iv) Que conste en el procedimiento el país y el lugar en que el
imputado se encontrare al momento de solicitar la extradición.
En este procedimiento no se exige que se acredite ante los tribunales
chilenos que el delito es extraditable, de conformidad con el derecho
interno del Estado requerido y, por tanto, no se debe probar la
cali cación del hecho que allí se haga ni el tiempo de prescripción que
esa legislación establezca (SCS 26.7.2010, Rol 2642-10). Será el
Ministerio de Relaciones Exteriores el que, en la tramitación de la
solicitud de extradición ante los tribunales extranjeros deba acreditar
ante el Estado requerido si el hecho es o no extraditable, de
conformidad con los tratados suscritos y los principios generales del
derecho aplicables, realizando “las gestiones necesarias para dar
cumplimiento a la resolución de la Corte de Apelaciones”.

B. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se


encuentran en el extranjero a fin de que cumplan su condena en
Chile
De conformidad con el inciso nal del art. 431 CPP, “la extradición
procederá, asimismo, con el objeto de hacer cumplir en el país una
sentencia de nitiva condenatoria a una pena privativa de libertad de
cumplimiento efectivo superior a un año”. La principal diferencia
frente al supuesto anterior, en cuanto a los requisitos para conceder la
extradición, radica en la gravedad del delito que se trate, pues ya no se
atiende a la pena señalada por la ley en abstracto, sino a la impuesta
judicialmente en concreto: se requiere que se trate de un condenado a
pena efectiva superior a un año de privación de libertad, esto es, que
no haya sida sustituida por alguna de las penas no privativas de
libertad de las Leyes 18.216 y 20.084.
Del hecho de encontrarse la persona requerida condenada en Chile,
parece deducirse que la competencia de nuestros tribunales al respecto
se haya ya jada. Además, puesto que la formalización no es requisito
para todos los supuestos de condena (en procedimientos simpli cados
basta un requerimiento del art. 390 CPP y en los de acción penal
privada, por de nición no hay formalización), el único requisito
adicional a la condena ejecutoriada para que el Juez de Garantía
solicite a la Corte de Apelaciones la extradición es que conste en el
proceso el país y lugar de residencia del condenado.

C. Solicitud de detención previa u otra medida cautelar durante o


previo al procedimiento de extradición activa
La actual regulación del CPP distingue entre el pedido de extradición
activa y la solicitud de detención, prisión preventiva u otra medida
cautelar respecto de la persona cuya extradición se solicita. Para
solicitar una medida de esta naturaleza no solo es requisito la
comprobación de antecedentes que justi quen la existencia del delito y
la responsabilidad como autor, cómplice o encubridor de la persona
cuya extradición se solicita, sino también que, de encontrarse presente
en Chile, pudiera decretarse su detención, prisión preventiva u otra
medida cautelar, de conformidad con los arts. 127, 140 y 155 CPP.
Además, el art. 435 CPP exige, para el caso de solicitarse la
detención u otra medida destinada a evitar su fuga previo a solicitar su
extradición a través de la vía diplomática correspondiente, que “la
solicitud de la Corte de Apelaciones deberá consignar los antecedentes
que exigiere el tratado aplicable para solicitar la detención previa o, a
falta de tratado, al menos los antecedentes contemplados en el artículo
442”, a saber: a) la identi cación del imputado; b) la existencia de la
decisión del Juzgado de Garantía que autoriza la detención o medida
cautelar que se solicita; c) la cali cación del delito que motiva la
solicitud, el lugar y fecha de su comisión; y d) la declaración de que se
solicitará formalmente la extradición.
Naturalmente, aun cuando no se haya solicitado separadamente la
detención, concedida la extradición por el Estado requerido y hasta su
entrega por parte del Ministerio de Relaciones Exteriores a la Corte de
Apelaciones solicitante (art. 437 CPP), el extraditado debería
permanecer detenido, pues de otro modo el procedimiento se
transformaría en uno voluntario que haría inútil la intervención de
terceros Estados o imposible el ejercicio de nuestra jurisdicción.

§ 7. Efectos de la extradición


A. Especialidad
La especialidad signi ca que el Estado requirente no puede juzgar a
la persona entregada por otro delito cometido antes de la extradición,
pero que no fuera mencionado en la solicitud respectiva, ni hacerlo
cumplir condenas diferentes de aquella que se invocó como
fundamento para pedir la entrega, salvo que se solicite una nueva
extradición por esos otros delitos y que el Estado requerido la acoja,
autorizando el procesamiento o la ejecución de la pena, en su caso
(arts. 377 CB y XVII a) Convención de Montevideo).
Pero bien puede el Estado requirente solicitar la ampliación de la
extradición concedida para juzgar tales hechos (SCS 13.11.2012).
También puede el extraditado manifestar expresamente su
conformidad con la ampliación de cargos (art. XVII a) Convención de
Montevideo, in ne). Lo mismo ocurre si, una vez absuelto en el
Estado que requirió la extradición o cumplida la pena, permanece
voluntariamente por más de tres meses en el territorio del Estado
requirente (art. 377 CP, in ne).
B. Cosa Juzgada
La extradición produce efecto de cosa juzgada, ya que, “negada la
extradición de una persona, no se puede volver a solicitar por el
mismo delito” (art. 381 CB). En similares términos establece este
efecto el art. XII Convención de Montevideo.
Aunque el art. 452 CPP nada dice al respecto, limitándose a señalar
los efectos procesales de la negativa a concederla (levantar las medidas
cautelares y comunicar el hecho al Ministerio de Relaciones
Exteriores), este criterio sí se encuentra consagrado legalmente, como
resulta de relacionar los arts. 374 g) y 450 CPP, que conceden recurso
de nulidad contra las sentencias dictadas en procesos de extradición
pasiva “en oposición a otra sentencia criminal basada en autoridad de
cosa juzgada”.

§ 8. Otros mecanismos de cooperación internacional


A. Reconocimiento general de las sentencias, resoluciones
judiciales y administrativas extranjeras, para efectos de persecución
penal
Producto del actual proceso de integración de la comunidad
internacional, la cooperación en estas materias va mucho más allá del
mero reconocimiento de la existencia de una ley extranjera y del valor
que a las sentencias foráneas le asigna el art. 13 CPP, lo que se re eja
en la creciente aceptación de solicitudes de extradición, exhortos y
demás peticiones de cooperación internacional más o menos
simpli cadas basadas en “autoridades centrales” (generalmente el
Ministerio de Relaciones Exteriores o el Ministerio Público), que no
requieren necesariamente una decisión judicial de base que haya sido
aprobada mediante el procedimiento ordinario de exequátur, y a veces
pueden referirse incluso al cumplimiento de peticiones de órganos de
carácter administrativo, como las policías o scalías de cada país. En
el ámbito americano, particular importancia tiene a este respecto la
Convención Interamericana de Asistencia Mutua en Materia Penal, de
1992.
El requisito básico para que estos mecanismos de cooperación sean
efectivos, es la veri cación de la doble incriminación del hecho, en
términos similares a los estudiados en relación con la extradición.

B. Cumplimiento en Chile de penas dictadas por tribunales


extranjeros
El art. 13 CPP establece como regla general que, en cuanto a la
ejecución en Chile de las sentencias penales extranjeras, ello será
posible sujetándose “a lo que dispusieren los tratados internacionales
rati cados por Chile y que se encontraren vigentes”.
Así, siguiendo la lógica de que los inculpados y condenados queden
liberados de la alienación que signi ca una persecución penal y la
ejecución de la pena en un ambiente y en un idioma ajenos, Chile ha
suscrito al respecto un tratado con Brasil (DS 225 de 1999), y se ha
adherido a la Convención Interamericana para el Cumplimiento de
Condenas penales en el Extranjero (DS 1859, de 1998) y a la
Convención sobre el traslado de personas condenadas adoptada por el
Consejo de Europa (DS 1317, de 1998).
También contemplan esta posibilidad ciertas convenciones referidas
a delitos especí cos, como la Convención de Viena sobre Trá co
Ilícito de Estupefacientes, de 1988, implementada en este aspecto por
el art. 49 Ley 20.000 que dispone: “El Ministro de Justicia podrá
disponer que los extranjeros condenados por alguno de los delitos
contemplados en esta ley puedan cumplir en el país propio de su
nacionalidad las penas corporales que les hubieren sido impuestas”.
En cuanto al cumplimiento en el extranjero de sentencias dictadas
por los tribunales chilenos, ello también es posible hoy en día, tanto
por aplicación del principio de reciprocidad como del derecho
internacional convencional, que así lo permite.

§ 9. Aplicación de la ley penal en las personas


Entre nosotros, el principio fundamental que rige en la materia es el
de igualdad ante la ley de todos los habitantes de la República,
inclusos los extranjeros (arts. 19 N.º 2 CPR y 5 CP). Este principio no
admite excepciones personales, sino las derivadas de las funciones de
ciertos individuos (Couso, “Comentario”, 133). Éstas se clasi can,
por su fundamento legal, en excepciones de derecho internacional
(donde se contemplan verdaderas inmunidades de jurisdicción) y
derecho nacional (cuya gran mayoría son, en realidad, procedimientos
especiales que no constituyen excepciones de fondo).

A. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho


internacional
a) Delitos cometidos en Chile a bordo de naves y aeronaves
extranjeras
Respecto de las naves o buques de guerra extranjeros, el art. 300 CB
dispone que están exentos de las leyes penales de cada Estado, “los
delitos cometidos en aguas territoriales o en el aire nacional, a bordo
de naves o aeronaves extranjeras de guerra”, exención también
reconocida por el art. 32 CONVEMAR y lo dispuesto el art. 165 Ley
General de Navegación. Esta inmunidad es aplicable, por extensión, a
las aeronaves de guerra extranjeras, según remisión del art. 4 Código
Aeronáutico.
En cuanto a las naves mercantes extranjeras, el art. 27 CONVEMAR
limita la jurisdicción de Chile como Estado ribereño, en los siguientes
términos: “1. La jurisdicción penal del Estado ribereño no debería
ejercerse a bordo de un buque extranjero que pase por el mar
territorial para detener a ninguna persona o realizar ninguna
investigación en relación con un delito cometido a bordo de dicho
buque durante su paso, salvo en los casos siguientes: a) Cuando el
delito tenga consecuencias en el Estado ribereño; b) Cuando el delito
sea de tal naturaleza que pueda perturbar la paz del país o el buen
orden en el mar territorial; c) Cuando el capitán del buque o un agente
diplomático o funcionario consular del Estado del pabellón hayan
solicitado la asistencia de las autoridades locales; o d) Cuando tales
medidas sean necesarias para la represión del trá co ilícito de
estupefacientes o de sustancias sicotrópicas”, que especi can similar
limitación contemplada en el art. 301 CB. Esta limitación no es, sin
embargo, aplicable a las aeronaves (particulares) extranjeras, pues el
art. 2 Código Aeronáutico no prevé ninguna excepción a la soberanía
nacional a su respecto y no está reconocida en la Convención de
Chicago de 1944, posterior al Código de Bustamante.
b) Delitos cometidos en Chile dentro del perímetro de las
operaciones militares extranjeras autorizadas
En el caso de que se autorice a un Estado extranjero a desarrollar
operaciones militares en el territorio nacional, los delitos cometidos en
su “perímetro” no están sujetos de la jurisdicción penal chilena y se
someten a la extranjera, “salvo que no tengan relación legal con dicho
ejército” (art. 299 CB).
c) Delitos cometidos en Chile por representantes de un Estado
extranjero: Jefes de Estado, agentes diplomáticos y consulares
Con arreglo al art. 297 CB, la ley penal chilena no es aplicable a “los
Jefes de los otros Estados, que se encuentren en su territorio”, sin
distinción alguna de la razón por la cual se realiza la visita, por lo que
la inmunidad se extiende tanto a las visitas o ciales como privadas e
incluso a las visitas de incógnito. Según el derecho internacional
consuetudinario, esta inmunidad no se pierde por la cesación del cargo
y se extiende hasta la muerte del Jefe de Estado o la renuncia que haga
el Estado.
El art. 31 Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas,
declara que “el agente diplomático gozará de inmunidad de la
jurisdicción penal del Estado receptor” declarándolo, además, en su
art. 29, “inviolable”, por lo que no puede “ser objeto de ninguna
forma de arresto o detención”. Su art. 37 extiende dicha inmunidad a
“los miembros de la familia de un agente diplomático que formen
parte de su casa”, “siempre que no sean nacionales del Estado
receptor”; a “los miembros del personal administrativo y técnico de la
misión, con los miembros de sus familias que formen parte de sus
respectivas casas, siempre que no sean nacionales del Estado receptor
ni tengan en él residencia permanente”; y a los empleados “del
servicio de la misión” extranjeros, pero solo respecto a los delitos
cometidos en el ejercicio de sus funciones, precisando así la extensión
general de dicha inmunidad que prevé para empleados y familiares de
los representantes diplomáticos el art. 298 CB. A diferencia de la regla
consuetudinaria vigente respecto de los Jefes de Estado, la inmunidad
de los agentes diplomáticos, empleados y familiares cesa con el
término del cargo que sirven los primeros, salvo en cuanto a los
delitos cometidos “en ejercicio de sus funciones”, que es absoluta e
intemporal, a menos que exista renuncia del Estado correspondiente.
El problema radica en determinar cuáles serían esas “funciones”,
pues el agente diplomático representa al país extranjero en todos sus
actos y es difícil concebir a su respecto “actuaciones privadas”, como
sí son perfectamente imaginables respecto de los empleados de la
misión. El debate se presentó en Chile a propósito del llamado crimen
de la Legación Alemana, cuyo responsable fue el entonces Canciller de
la Embajada, Guillermo Beckert, respecto de quien, a pesar de lo
horroroso del suceso (para aparentar su propia muerte y huir con los
dineros de la embajada, Beckert emborrachó al jardinero, le puso sus
ropas de aristócrata e incendió el edi cio de la legación con la víctima
dentro), el Gobierno Alemán pretendía se respetara su inmunidad
diplomática hasta que renunció formalmente a ella para permitir la
persecución y castigo en Chile del responsable (Benadava, 75).
En lo que respecta a los funcionarios consulares, según el art. 43.1
Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, gozan de
inmunidad de jurisdicción exclusivamente “por los actos ejecutados en
el ejercicio de las funciones consulares” (típicamente, delitos de
corrupción y falsi caciones en relación con los documentos y
certi caciones que autorizan o emiten), lo que signi ca que, por regla
general, no son inviolables y carecen de inmunidad respecto de los
delitos comunes que cometan en Chile y no afecten el interés del
Estado al que sirven.
Finalmente, se debe tener presente que diversas convenciones
multilaterales acuerdan inmunidades limitadas de jurisdicción a
determinados funcionarios, sobre todo extranjeros, de ciertas
organizaciones internacionales y organismos especializados, como los
de Naciones Unidas, la OEA y de la Corte Penal Internacional.
No obstante, en la medida que las inmunidades reseñadas se
reconocen y otorgan en bene cio de los Estados por respeto a su
soberanía (y de ciertas organizaciones internacionales, para un
adecuado ejercicio de sus funciones) y no de las personas responsables
de los hechos delictivos y que los representan de un modo u otro, ellas
son renunciables, lo que permite evitar con ictos de jurisdicción. Así,
p. ej., requerida la extradición de un ex Mandatario por el mismo
Estado donde ejerció el mando, no es posible alegar la inmunidad,
dado que ésta está otorgada a favor de dicho Estado y no de la
persona que alguna vez encarnó su mando, como sucedió al requerirse
a Chile la extradición del ex Presidente de Perú, Alberto Fujimori (SCS
21.09.2007, Rol N° 3744-07).
Tampoco pueden alegarse estas inmunidades respecto de los
crímenes bajo el derecho penal internacional, como el genocidio, los
crímenes de guerra y de lesa humanidad. Este fue el caso del ex
Dictador chileno Augusto Pinochet, en el proceso de extradición
seguido ante las Cortes inglesas a requerimiento de España, por delitos
de tortura (Regina v. Bow Street Metropolitan Stipendiary Magistrate,
ex parte Pinochet Ugarte 3 WLR 1, 456 [H. L. 1998]).
B. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho
interno
a) Inviolabilidad de los parlamentarios por sus opiniones
Con arreglo al art. 61 CPR, “los diputados y senadores solo son
inviolables por las opiniones que mani esten y los votos que emitan en
el desempeño de sus cargos, en sesiones de sala o de comisión”. El
fundamento de esta inmunidad, referida básicamente a los delitos de
injurias y calumnias, es proteger la libre discusión política, liberando a
los representantes populares de la necesidad de medir las palabras al
momento de ejercer sus funciones.
Sin embargo, a pesar de la pretensión del Constituyente en orden a
darle un sentido restringido a esta inmunidad (lo que explica el uso del
adverbio “solo”), lo cierto es que el texto es confuso en su redacción y
alcance, pues, por una parte, los parlamentarios son autoridades que
se encuentran permanentemente en ejercicio de sus funciones y, por
otra, no es claro cómo se limitarían éstas al interior de la Sala y en las
comisiones.
b) Inmunidad de los miembros de la Corte Suprema
El art. 79 CPR dispone que, “los jueces son personalmente
responsables por los delitos de cohecho, falta de observancia en
materia substancial de las leyes que regulan el procedimiento, de
negación y torcida administración de justicia y, en general, de toda
prevaricación en que incurran en el desempeño de sus funciones”,
añadiendo, respecto de los miembros de la Corte Suprema, que “la ley
determinará los casos y el modo de hacer efectiva esta
responsabilidad”.
Sin embargo, el art. 324 COT establece que la disposición
constitucional “no es aplicable a los miembros de la Corte Suprema en
lo relativo a la falta de observancia de las leyes que reglan el
procedimiento ni en cuanto a la denegación ni a la torcida
administración de la justicia”. Esto equivale a “establecer para dichos
magistrados una auténtica inmunidad en relación con los delitos
aludidos, que son prácticamente todos los mencionados por la
disposición constitucional, con excepción del cohecho” (Cury PG I,
303). Y, por ello, queda “la duda de que el encargo constitucional
para que la ley determine los casos y el modo de hacer efectiva una
responsabilidad se cumpla determinando que dicha responsabilidad no
existe” (Etcheberry DPJ I, 108). Incluso se a rma sin más su
“inconstitucionalidad” por contradecir tanto el texto del art. 76 CPR
como la garantía de igualdad ante la ley de su art. 19 N.º 2
(Caballero, “324”, 166). No obstante, mientras no se declare la
inconstitucionalidad de este precepto por el TC, para reprimir casos
de reiterado y permanente alejamiento de la ley expresa y vigente en
las resoluciones de los miembros de la Corte Suprema siempre podrá
recurrirse a la acusación constitucional por notable abandono de sus
deberes, en los términos del art. 52 N.º 2 CPR, pues aunque sus
resoluciones no puedan enmendarse por el Congreso ni el Presidente,
tampoco están habilitados para sustituir ni enmendar al legislador
democrático, sino para interpretar y aplicar la Constitución y las leyes
vigentes.
c) Procedimientos especiales que no constituyen inmunidades
Salvas las excepciones anteriores, en Chile se desconoce el principio
princeps legibus solutus est (Ulpiano, D. 1, 3, 31), esto es, que “el
Príncipe está desligado de las leyes”, propio de las tradiciones
monárquicas. Por tanto, no se acepta forma alguna de inviolabilidad
para el Presidente de la República, sus Ministros ni ninguna autoridad
en general, quienes están sometidas a la ley penal, como cualquier
ciudadano, de conformidad con el principio de igualdad ante la ley.
Los procedimientos especiales que la ley procesal establece como
antejuicios para el juzgamiento de algunos funcionarios o dignatarios
que derivan de la índole de sus cargos no alteran ese principio de
igualdad, pues una vez llevadas a cabo las exigencias procesales
prescritas (desafuero de diputados y senadores, querellas de capítulos),
son de aplicación irrestricta las normas del derecho penal material
(Novoa PG I, 203. Sobre el procedimiento de desafuero
constitucional, v. Pfeffer, 833).

§ 10. Falta de legitimación para ejercer la acción penal contra


una persona determinada y otros obstáculos procesales
En el apartado anterior se mencionó la existencia de ciertos
procedimientos especiales previos destinados a proteger a las
autoridades de investigaciones y procesos arbitrarios: desafuero y
querella de capítulos.
El fuero que los arts. 30, 61 y 124 CPR con eren a diputados,
senadores, ex presidentes de la República, intendentes, gobernadores y
delegados presidenciales se restringe únicamente a la autorización para
acusar o privar de la libertad a dichas autoridades, suspendiéndoles en
el ejercicio del cargo. Pero ella no es necesaria para iniciar una
investigación criminal por delitos de acción penal pública ni solicitar
la respectiva formalización, mientras no se soliciten medidas
cautelares en su contra.
Por su parte, la querella de capítulos es un antejuicio que tiene por
objeto hacer efectiva la responsabilidad criminal de jueces, scales
judiciales y scales del ministerio público, una vez cerrada la
investigación, permitiendo antes de su admisión incluso su
formalización y la eventual solicitud de medidas cautelares (art. 424
CPP).
En los delitos de acción penal privada (calumnias e injurias,
provocación al duelo, denuesto por no aceptarlo y matrimonio del
menor sin autorización, art. 55 CPP), la querella del ofendido y su
propia actuación procesal son requisitos sine qua non para su
persecución, no jugando en ella rol alguno el Ministerio Público. Por
eso, se ha establecido que no produce un efecto contrario a la
Constitución que el desafuero se decrete con la sola presentación de la
querella (STC 24.12.2015, RCP 43, N.º 1, 133, con nota crítica de D.
Serra).
En los delitos de acción penal pública previa instancia particular, la
acción penal se ejerce por el Ministerio Público, pero no es posible
formalizar una investigación sin previa denuncia o querella de la
víctima o de quienes designe la ley. Tampoco parece posible realizar
diligencias de investigación directas a su respecto, aunque los hechos
hayan llegado a conocimiento del Ministerio Público por otras vías
(denuncias de terceros, declaraciones de testigos en causas vinculadas,
etc.), salvo para realizar los actos urgentes de investigación o los
absolutamente necesarios para impedir o interrumpir la comisión del
delito (art. 166 CPP). En estos casos, la actuación del Ministerio
Público sin previa denuncia o querella pueda ser enervada ante los
tribunales superiores mediante los recursos constitucionales de
amparo (art. 21 CPR) y protección (art. 20, en relación con el art. 19
N.º 3 CPR), y ante el Juez de Garantía mediante la cautela de
garantías (art. 10 CPP) y la excepción de previo y especial
pronunciamiento del art. 264 d) CPP. Según el O cio FN 487/2016,
en los casos de delitos tributarios conocidos por los scales y cuyos
antecedentes se transmiten al Servicio de Impuestos Internos para que
tome una decisión acerca de iniciar o no la acción penal, transcurrido
un año sin que se haya tomado esa decisión, correspondería la adoptar
decisión de no perseverar en la investigación (art. 248 c) CPP).
Por otra parte, el art. 252 CPP también permite enervar la acción
penal, al menos temporalmente, por la constatación de otros
obstáculos que hacen imposible el ejercicio de la acción penal: a) la
resolución previa de una cuestión civil (art. 171 CPP, en relación con
loas arts. 173 y 174 COT); b) la rebeldía del imputado; y c) su
enajenación mental después de cometido el delito. En el primero de los
casos, las defensas que enervan la acción penal son las basadas en
cuestiones sobre validez de matrimonio, estado civil en relación con
los delitos relativos a su usurpación, ocultación o supresión, las
excepciones fundadas en el dominio y otros derechos reales sobre
inmuebles, y las relativas a las cuentas scales.
TERCERA PARTE
TEORÍA DEL DELITO
Capítulo 5
Teoría del delito y presupuestos de la
responsabilidad penal. Visión general
Bibliografía
Bleckmann, F., Strafrechtsdogmatik-wissenschaftstheoretisch, soziologisch, historisch,
Freiburg i. Br., 2002; Cardozo, R., “Bases de política criminal de la seguridad vial en Chile
y su ilegítima tendencia actual de tolerancia cero”, DJP Especial I, 2013; Chiesa, L.,
“Estado actual de la convergencia entre dogmática continental y common law”, en AA.VV.,
El derecho penal continental y el anglosajón en la era de la globalización, Santiago, 2016;
De la Fuente, F., ¿Qué prohíben las normas de comportamiento?: una re exión sobre las
normas de conducta de los delitos resultativos. A la vez, un comentario crítico a la Teoría
Analítica de la Imputación, Bogotá, 2019; Durán, M., Introducción a la ciencia jurídico-
penal contemporánea, Santiago, 2006; Fontecilla, T., “El concepto jurídico de delito y sus
principales problemas técnicos”, Clásicos RCP I; Greenawalt, K., “The Perplexing Borders
of Justi cation and Excuse”, Columbia Law Review 84, 1984; Guzmán D., J. L., Programa
analítico de derecho penal común chileno, Valparaíso, 2014; Hall, J., General Principles of
Criminal Law, Indianápolis, 1960; Jakobs, G., Sobre la normativización de la dogmática
jurídico-penal, Trad. M. Cancio y B. Feijoo, Madrid, 2003; “Das Strafrecht zwischen
Funktionalismus und ‘alteurpäischen’ Prinzipiendenken”, ZStW 107, 1995; Kant, I., Die
Metaphysik der Sitten, Akademische Aufgabe, 1797; Liszt, F. v., Das Strafrecht der Staten
Europa, Berlin, 1894; Mañalich, J. P., “Norma e imputación como categoría del hecho
punible”, REJ 12, 2010; “El delito como injusto culpable: Sobre la conexión funcional
entre el dolo y la consciencia de la antijuridicidad en el derecho penal chileno”, R. Derecho
(Valdivia) 24, N.º 1, 2011; “Estado de necesidad exculpante. Una propuesta de
interpretación del artículo 10 N.º 11 del Código Penal chileno”, LH Cury; Matus, J. P., La
transformación de la teoría del delito en el derecho penal internacional, Barcelona, 2008;
“La doctrina penal de la (fallida) recodi cación chilena del siglo XX y principios del XXI”,
RPC 5, N.º 9, 2010; “Origen, consolidación y vigencia de la Nueva Dogmática Chilena (ca.
1955≈1970)”, RPC 6, N.º 11, 2011; Evolución histórica de la doctrina penal chilena, desde
1874 hasta nuestros días, Santiago, 2011; “Ley Emilia”, Doctrina y Jurisprudencia Penal,
Edición Especial, 2014; Niño, L. y Matus, J. P., Dogmática jurídica y ejercicio del poder.
Riesgos del vasallaje cultural en la doctrina penal latinoamericana, Buenos Aires, 2016;
Novoa, E., Causalismo y nalismo en derecho penal (Aspectos de la enseñanza penal en
Hispanoamérica), San José de Costa Rica, 1980; Ortiz M., P., Nociones Generales de
derecho penal, Santiago, 1933-1937; Politoff, S., “Sistema jurídico-penal y legitimación
política en el estado democrático de derecho”, Doctrinas GJ II; Radbruch, G.,
“Jurisprudence in the Criminal Law “, Journal of Comparate Legislation and International
Law 18, 1936; Rettig, M., “Desarrollo previsible de la relación entre la antijuridicidad y la
culpabilidad”, R. Derecho (Valdivia) 2, N.º 2, 2009; Simester, A. P. y Sullivan, G. R.,
Criminal Law. Theory and doctrine, 2.ª Ed., Oxford, 2003; Vargas P., T., “Derecho penal:
¿una tensión permanente?”, Ius Publicum 16, 2006; Welzel, H., “Die deutsche
strafrechtliche Dogmatik der letzten 100 Jahre und die nale Handlungslehre”, JuS 1966.

§ 1. Teoría del delito como esquema analítico


La teoría del delito, tal como la conocemos en Chile, es una
adaptación local de la desarrollada por la dogmática alemana desde
nes del siglo XIX. Ella organiza los presupuestos de la
responsabilidad penal contemplados en la parte general del Código
penal que el juez debiera tener en consideración para condenar o
absolver, según estén o no presentes en el caso concreto. En Alemania,
esta teoría se ha desarrollado teniendo únicamente como referente el
sistema legal alemán del Código Imperial de 1871 y sus grandes
reformas a partir de la década de 1970, sin o con muy poca
consideración de los aspectos constitucionales y procesales que hoy se
entienden como límites y fundamentos para su construcción y
aplicación (Durán, Introducción, 161-259). Al contrario, ella se ha ido
desarrollando con referencia a diferentes ideas losó cas o
sociológicas dominantes en cada época, ajenas al ordenamiento
constitucional, y que se aplican a la sistematización del material legal.
Así, en el siglo XX, tras el predomino de una aproximación positivista
basada en el dogma causal (sistema Liszt-Beling) y las modi caciones
introducidas por el neokantismo de Radbruch y Mezger, Welzel probó
con una ontología de la conducta que sobre todo corresponde a la de
Hartmann; Ziegert, con la psicología; Kindhäuser y Hruschka con la
losofía del lenguaje; Burkhardt y otros, con la teoría del acto a través
del habla en el sentido de Searle y otros; Lampe, apelando a una
ontología social; Jakobs, con la sociología de Luhman y su teoría
funcional de los sistemas; y Lesch, con Hegel (Bleckmann, 2). Por ello,
sus diferentes versiones reciben nombres relativos a las ideas losó cas
que las sustentan: el positivismo causalista de von Liszt y Beling, el
neokantismo de Mezger, el nalismo de Welzel y el funcionalismo de
Jakobs. Sin embargo, según la propuesta del “sistema abierto” de
Roxin, actualmente dominante, se discute la idea de que a partir de las
premisas que se adopten las conclusiones serían inevitables, como
exigiría una verdadera sistemática lógico-deductiva y, en cambio, se
acepta que una orientación a los problemas o “realista” que no se
disuelva en una casuística inabarcable y permita al menos su
reconducción a principios reconocibles y de general aplicación,
vinculados preferentemente con la política criminal (Vargas P.,
“Tensión”, 87)
En su versión original (sistema Liszt-Beling), la presentación de la
teoría del delito suponía una estricta división entre los aspectos
objetivos del hecho punible (tipicidad y antijuridicidad) y los
subjetivos (dolo y culpa), entendiéndose el dolo con un carácter
predominantemente psicológico (voluntad como conocimiento e
intención). La principal característica de este sistema, y que lo
diferenciaría tanto de la distinción entre offense (actus reus y mens
rea) y defenses del sistema anglosajón como de la distinción entre
diversos elementos (materiales y morales) del francés, sería la estricta
distinción entre antijuridicidad y culpabilidad, “piedra angular de la
teoría del delito” (Jescheck/Weigend AT, 425). Esta distinción
permitiría, p. ej., preguntarse sobre la culpabilidad de quienes realizan
un hecho en situación de necesidad aunque carezcan de un permiso o
causal de justi cación, mientras ello no sería posible en el sistema
anglosajón, donde la alegación de la defense de necessity o estado de
necesidad se limita normativamente, según la clase de delitos y la
posición de las personas, sin atención a la prueba de la capacidad y
posibilidad concreta del imputado de actuar o no conforme a derecho
(Radbruch, 217). Así lo resolvió la Cámara de los Lores inglesa en el
caso de La Mignonette, estimando que los marineros de la Reina no
podían alegar la defensa de estado de necesidad para preservar la
propia vida alimentándose de otro marinero moribundo, pues entre
sus deberes como miembros de la Marina Real se encontraría el de dar
la vida y no el de quitarla a quienes no son sus enemigos (Queen’ s
Bench Division 14, 273, 1884). Según la doctrina alemana, aquí
correspondería juzgar el hecho no en atención a los deberes o
justi caciones de los acusados como empleados de la Reina, sino
únicamente en relación con sus posibilidades de actuar o no conforme
a derecho ante la amenaza de una muerte próxima. La doctrina
alemana suele remontar esta distinción a Kant, quien respecto del caso
de la Tabla de Carneades (dos náufragos enfrentados en el agua por la
posesión de una tabla de salvamento que solo resiste el peso de uno),
sostenía que habría un equívoco en la designación de “la necesidad”
como “un derecho”, pues no sería más que un “supuesto derecho”,
cuya contradicción con la “Teoría del derecho” sería evidente (“es fällt
in die Augen”), dado que no existiría ningún derecho “objetivo”,
“prescrito por la ley”, para “tomar la vida de otro [el náufrago que
llegó primero a la tabla] que no me ha hecho ningún mal”, aún “en
caso de peligro de perder mi propia vida”; sino solo una pretensión
“subjetiva” que pertenece a la “ética” y que el sentenciador
eventualmente “podría llegar a comprender”, pero no a justi car
(Kant, 235).
Sin embargo, no es claro que esta distinción entre justi cación y
excusa sea tan absoluta y fundamental como se pretende, pues para
quien alega exitosamente la legítima defensa o el estado de necesidad,
justi cante o exculpante, la respuesta es la misma: sobreseimiento o
absolución, cualquiera sea el sistema jurídico en que se encuentre. Por
esa razón en Inglaterra ya no se hace más la distinción que
antiguamente se hacía entre homicidios justi cados y exculpados, caso
este último que permitía imponer la pena de con scación (Simester y
Sullivan, 541). Por otra parte, la normativización de las causales de
exculpación en la legislación y doctrina alemanas de mediados del
siglo XX incorporó a la posibilidad de alegar en estado de necesidad
exculpante limitaciones normativas parecidas a las del sistema inglés
que fundamentaron el fallo de La Mignonette (§ 35 StGB: exposición
voluntaria a un riesgo y cumplimiento de deberes). Ellas también han
sido recogidas en nuestro nuevo art. 10 N.º 11. Además, no parece
tampoco cierto que, como se sostiene por la doctrina alemana, el
estado de necesidad justi cante tendría siempre efecto liberatorio de la
responsabilidad civil, mientras ello no se podría a rmar del estado de
necesidad exculpante; y que si el hecho está justi cado para el autor
también lo estaría para los partícipes, lo que tampoco se predicaría de
una causal de exculpación (Radbruch, 217). En efecto, en primer
lugar, podemos convenir que los efectos civiles de un hecho
determinado dependen de la legislación civil, no de la penal, y menos
de un criterio extrajurídico (Hall, 234). Así, en nuestro sistema, si bien
es cierto que una autorización puede encontrarse en cualquier parte
del ordenamiento jurídico y ello importa un actuar justi cado en el
derecho penal (art. 10 N.º 10), lo contrario no es efectivo siempre: la
fuente de la responsabilidad civil por daños es la propia legislación
civil y ella regula quiénes y el modo en que han de responder, como se
reconoce indirectamente en los art. 67 CPP y 179 CPC y se sostiene de
antiguo por nuestra doctrina (Novoa PG II, 421). Es más, en materia
de navegación aérea y seguridad nuclear, la ley expresamente establece
la responsabilidad civil derivada de una conducta que podría estar
justi cada penalmente, como en la causación de daños en un aterrizaje
forzoso para salvar la vida de los pasajeros de una aeronave (art. 10
N.º 7 CP, en relación con los arts. 155 Código Aeronáutico y 49 Ley
18.302). En segundo lugar, en Chile, del hecho que una persona esté
justi cada no se sigue que todos los intervinientes lo estén: según el
art. 10 N.º 4, 5 y 6, quien no ha participado en una provocación está
plenamente justi cado si de ende al provocador que no lo está,
aunque actúen juntos contra el agresor. Por todo lo anterior podemos
a rmar que, si bien la distinción entre justi cantes y exculpantes
mantiene un valor pedagógico o analítico, es tan problemática entre
nosotros como en el derecho anglosajón (Greenawalt, 1913).
En su evolución posterior, el cambio más signi cativo en la teoría del
delito desarrollada en Alemania, desde el punto de vista de la
presentación de los componentes internos de las categorías principales,
cuya distinción fundamental entre antijuridicidad y culpabilidad se
mantuvo, se produjo a mediados del siglo XX. Ella consistió en la
progresiva normativización de la culpabilidad, mediante el
reconocimiento de exigencias normativas a los supuestos de
inexigibilidad de otra conducta; normativización que la doctrina
nalista profundizó, despojando a la culpabilidad de sus aspectos
subjetivos (dolo y culpa), que pasaron a considerarse como la faz
subjetiva del tipo penal. Este cambio, que se cali có en su época como
“el más importante progreso dogmático en las últimas dos o tres
generaciones” (Welzel, “Dogmatik”, 421), ha permanecido
básicamente inalterable hasta nuestros días, incluso tras el abandono
de los presupuestos de la teoría nal de la acción. Sin embargo, la
propia subjetivación de los elementos del tipo y la admisión de
componentes subjetivos en las causales de justi cación, esto es, la idea
del injusto personal introducida por la teoría de la acción nal, así
como la identi cación del delito con la infracción a normas y no con
el daño social causado, parecen llevar al colapso de esta distinción, a
través de la idea del “injusto culpable”, “con lo cual la frontera entre
la antijuridicidad y la culpabilidad se hace cada vez más difusa”
(Rettig, “Injusto culpable”, 187).
En la actualidad, dos versiones funcionalistas de la teoría del delito
dominan el panorama: por una parte, la de Roxin, quien reintrodujo
al sistema las consideraciones valorativas que deriva de su idea de
política criminal, incluyendo transformaciones en la idea de la
causalidad, que también se normativiza mediante el concepto de
imputación objetiva, y en la vinculación de la medida de la pena con
exigencias relativas a las diferentes funciones preventivas que le
asigna. Y por otra, la de Jakobs, quien ha retornado a una idea más
bien holística del sistema, donde lo único relevante para con gurar un
delito es la determinación de la culpabilidad, entendida ahora de
manera estrictamente normativa como infracción a los deberes
sociales subyacentes de no evitación del daño a terceros
(responsabilidad o competencia por organización o infracción a
deberes negativos de actuación) o de actuación positiva
(responsabilidad o competencia institucional o por infracción a
deberes positivos de actuación): “de lo que se trata es exclusivamente
de alcanzar un entendimiento acerca de qué es un grado su ciente de
delidad al ordenamiento jurídico y de cuándo este falta” (Jakobs,
“Normativización”, 9). Este consciente alejamiento de las exigencias
típicas, catalogadas como meramente descriptivas, provoca no solo
desapego de la ley a la hora de determinar los presupuestos de la
infracción penal, sino una confusión entre la ley, la sociología y la
moral, pues la determinación de los deberes cuya infracción
fundamentaría la responsabilidad penal no se vincula al derecho
positivo sino a proposiciones sociológicas o losó cas subjetivas
acerca del contenido del estatus de cada cual, según su rol en la
sociedad, y del contenido del supuesto deber negativo de no dañar
(neminem laedere), los positivos institucionales y los mínimos de
solidaridad que fundamentarían a su vez deberes positivos de
actuación, etc.
La capacidad de la doctrina alemana de presentar en forma abstracta
estas diferentes sistematizaciones, fundamentándolas en perspectivas
losó cas o sociológicas que exceden los términos de su derecho
positivo, en el entendido de que “el concepto de responsabilidad penal
es el mismo en Francia y en Suecia” (Liszt, Das Strafrecht, xxiv), ha
permitido su fácil adopción por la doctrina latinoamericana como
parte de un fenómeno de vasallaje cultural bien extendido,
generalmente coincidente con la in uencia personal de profesores
alemanes y españoles en la formación de posgrado de los nuestros.
Así, entre los autores de obras generales, en la década de 1930, P.
Ortiz M. adoptó el primer sistema de von Liszt sin modi cación
alguna, tras interiorizarse del Proyecto de Código Penal alemán de
1927 a través de v. Bohlen. Más tarde R. Fontecilla, in uenciado por
la obra de Jiménez de Asúa, trajo a nosotros el modelo von Liszt-
Beling. Posteriormente, a principios de 1960, E. Novoa M., se ciñó al
de Mezger; y a nales de esa década, E. Cury adoptó la sistemática
nalista de Welzel sin variación alguna, a la que se sumó
posteriormente L. Cousiño. Esta perspectiva dominó en la doctrina
nacional hasta principios de 1990 y se mantiene viva en la obra de V.
Bullemore y J. Mackinnon. En este panorama, solo A. Etcheberry
ofrecía, desde la década de 1960, una propuesta diferente a la
adopción casi íntegra de algún sistema en boga, pues si bien acepta la
idea de la acción nal, mantiene el sistema clásico (Liszt-Beling) en la
presentación de la materia. En la década de 1980, J. Bustos fue el
primer autor nacional en presentar un sistema que puede cali carse
propiamente de post nalista y, en cierto modo, funcionalista,
abandonando la idea de la acción nal como fundamento y,
adoptando, en cambio, la de la función de protección de bienes
jurídicos desde una perspectiva crítica del derecho. Con el retorno de
la democracia en 1990 y el cambio de siglo, aparecen entre nosotros
también obras generales que recogen las ideas funcionalistas
dominantes en Alemania desde los años 1970: Así, M. Garrido M. y el
profesor venezolano a ncado en Chile, J. L. Modollel, adoptan el
sistema de Roxin; J. I. Piña, el de Jakobs; y J. P. Mañalich, las ideas de
Kindhäuser y Hruschka, junto con una actualización de las teorías de
la imputación del siglo XVIII y de las normas de Binding, a partir de
las cuales establece criterios de imputación de la culpabilidad
diferenciados (ordinaria y extraordinaria) y admite considerar el
conocimiento de la ilicitud como parte del dolo, como en el sistema
clásico, aunque en un nivel diferente del de los hechos (para una
exposición crítica de los fundamentos de esta teoría, v. De la Fuente,
¿Qué prohíben las normas?).
Nosotros, asumiendo que los elementos de la responsabilidad penal
se vinculan a las exigencias de los fundamentos constitucionales de la
ley vigente en cada país y a los problemas que se deben abordar en su
interpretación, no a las preferencias subjetivas que se tengan sobre
sistemas losó cos, políticos o sociológicos ajenos al derecho positivo,
estimamos que la forma de su exposición analítica —en el sentido de
“distinción y separación de las partes de algo para conocer su
composición”, según la de nición del Diccionario— solo debe estar
guiada por las necesidades de su mejor enseñanza (Novoa,
Causalismo, 2 y 158). O, con otras palabras, que las ideas de
tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad (y sus contenidos asociados),
no son más que “categorías auxiliares” con un propósito “didáctico”,
pues cualquiera sea su orden de exposición y los contenidos asociados,
la pregunta esencial acerca de la responsabilidad individual por un
hecho determinado solo tiene dos respuestas posibles: se a rma o se
niega (Jakobs, “Funktionalismus”, 864). Esta perspectiva, no concede
al sistema o esquema de presentación de la teoría del delito y de sus
formas especiales de aparición más valor que el analítico o didáctico
para favorecer la exposición de los materiales de estudio, pues
estimamos que la experiencia forense universal demuestra que las
“proposiciones generales no deciden casos concretos” (Holmes, 457) y
que la pretensión de coherencia racional dogmática “muchas veces
conduce a abstracciones exageradas e inútiles y a discusiones triviales”
(Cury DP I, 171). Al mismo tiempo, considera que, más allá de las
divergencias históricas e idiomáticas, existen concretos problemas que
regula la ley vigente en distintos países y continentes respecto de los
cuales los puntos de convergencia entre las diferentes tradiciones
jurídicas son más que los que pueden aparecer en un simple examen
super cial de los diversos “sistemas dogmáticos” y de los presupuestos
extrajurídicos en que se fundan (Chiesa, 194). En este sentido, nuestra
perspectiva es más problemática que sistemática, ofreciendo al lector
un sistema abierto que, sin perjuicio de su pretensión de coherencia, se
enfoca en los problemas de interpretación y aplicación de la ley
nacional, de manera que las propuestas de solución ofrecidas y
discutidas a los problemas subyacentes se pueden contrastar con las
propuestas de cualquier preferencia sistemática o legislación
extranjera que cada uno adopte o considere como modelo.
Con esa advertencia debe considerarse el esquema de exposición de
la materia que aquí se adopta, coincidente parcialmente con los
modelos de Politoff y Guzmán D. Así, la de nición del delito como
realización de una conducta típica, antijurídica y culpable, donde los
aspectos subjetivos de la responsabilidad personal, dolo y culpa,
permanecen anclados a la categoría de la culpabilidad, es una
ordenación de los presupuestos legales de la responsabilidad penal que
no tiene la pretensión de ofrecer distinciones categóricas. Y, aunque se
adopta una perspectiva unitaria en el tratamiento del error, se admite
la distinción entre error de tipo y error de prohibición; y mientras se
sostiene que la culpabilidad tiene como componente positivo principal
la vinculación subjetiva del agente con el hecho (dolo y culpa), no se
niega que las exculpantes basadas en la inexigibilidad de otra
conducta tienen un importante contenido normativo. Tampoco se
niegan ciertos elementos subjetivos en el tipo y en la imputación
objetiva de resultados, o el carácter personal de las causales de
justi cación, pues lo objetivo y lo subjetivo se encuentran presentes en
todos los niveles de imputación, incluyendo no solo las cuestiones
relativas a la teoría del delito, sino también a las vinculadas a su grado
de desarrollo (tentativa y frustración), a la autoría y participación y a
la determinación de la pena. Pero este esquema sí se distingue de los
sistemas post nalistas en boga, materialmente, en la propuesta de
considerar el dolo como un hecho psicológico actual y no potencial,
con la correlativa exigencia de su prueba, de conformidad con el art.
340 CPP. Además, se rechaza el principio del injusto personal, que
identi ca la naturaleza de lo punible con la voluntad o nalidad del
autor contraria, hostil o desleal al derecho, independientemente de la
existencia del hecho objetivo sobre que recaería y debe probarse.
Desde esta perspectiva, los aspectos subjetivos de la conducta se
presentan como exigencias probatorias adicionales a la realización
objetiva del hecho punible, tanto tratándose del dolo y la culpa, como
exigencia general, como de ciertos aspectos de la descripción de cada
supuesto de hecho punible o elementos subjetivos del tipo, allí donde
la ley los contempla. De este modo, entendemos la culpabilidad
principalmente como un juicio sobre la subjetividad del autor, sus
estados mentales al momento del hecho (imputabilidad, dolo y culpa)
y las condiciones en que actúa (inexigibilidad de otra conducta);
mientras estimamos de carácter principalmente objetivo los juicios de
tipicidad y antijuridicidad (que conciernen a la idea del injusto). Pero,
como se dijo, aceptando que en todas las categorías encontraremos
elementos subjetivos, objetivos y normativos, más allá de su
con guración general.

§ 2. El objeto de la teoría: el delito o hecho punible


La de nición legal de delito como acción u omisión voluntaria
penada por la ley (art. 1 CP), es su ciente para delimitar nuestro
objeto de estudio. Ella permite identi carlo como la realización de un
hecho descrito en la ley (los tipos penales o presupuestos de hecho de
la pena), cuya sanción depende de acreditar que ese hecho fue
voluntario y no concurría una causal de exención de responsabilidad
del art. 10.
El delito puede así ser considerado como una entelequia jurídica,
cuya existencia y contornos dependen de la legislación positiva de
cada Estado. De allí que resulten inútiles, salvo en discusiones de lege
ferenda o de política criminal, los esfuerzos por proponer un concepto
de delito natural, esto es, una noción que exprese lo que sería el delito
fuera de su concreción en el derecho vigente como presupuesto para la
imposición de una pena. Nociones que acuden a criterios tales como
“atentado contra las normas fundamentales de la comunidad
jurídica”, “acciones que ofenden gravemente el orden ético-jurídico” o
“violación de los sentimientos altruistas fundamentales de piedad y
probidad” (Cousiño PG I, 241), provienen de visiones ideales de la
ética social y carecen de signi cación jurídica.
Sin embargo, en la vida real el delito se presenta siempre como un
hecho concreto no como una abstracción jurídica: alguien con un
disparo mata a otro, o lo amenaza y le exige una cantidad de dinero
para no matarle, o en vez de dinero le exige mantener relaciones
sexuales, etc. Su responsable, en el evento de ser condenado, no solo
recibirá una copia de la sentencia en que se indique que es responsable
del hecho imputado, sino que, probablemente, sufrirá una pena que
signi que una privación o limitación real de sus bienes y derechos que,
en el peor de los casos, lo mantendrá encerrado en una cárcel por un
tiempo determinado. Por ello, no debe perderse de vista que, como
fenómenos sociales reales, la distribución de los delitos y de las penas
en la comunidad no siempre responderá a los criterios abstractos de la
ley ni encarnará el ideal constitucional de igualdad ante ella. Por una
parte, no es probable que todas las personas cometan delitos, pero
tampoco que solo las personas condenadas los hayan cometido,
atendida la existencia de una importante cifra negra de hechos no
denunciados o que, siendo denunciados, sus responsables no son
identi cados o sancionados. Por otra, salva las excepciones que
con rman la regla, la práctica real del sistema de justicia criminal
suele inclinarse por procesar delitos agrantes contra las personas, la
propiedad o de trá co y posesión de drogas prohibidas, hechos de
fácil persecución que son cometidos por personas a las que también es
fácil aprehender y que suelen ser reincidentes o reiterantes en ellos,
como se desprende de una simple revisión de las estadísticas
disponibles. Y basta una visita a los tribunales con jurisdicción en lo
criminal y las cárceles de cualquier país, para apreciar que la mayor
parte de los imputados y condenados son personas que pertenecen a
los sectores más carentes de recursos, menos educados y peor
integrados de cada sociedad. Pero esas estadísticas y observaciones
muestran, asimismo, que la mayor parte de las víctimas de los delitos
que se procesan también pertenecen a los sectores más excluidos y
empobrecidos de la sociedad, cuya protección es una obligación del
Estado en la búsqueda del bien común, respetando los principios
constitucionales de legalidad, reserva y debido proceso.

§ 3. Visión de conjunto


La teoría del delito que aquí se adopta es una variante del sistema
propuesto por Politoff DP, que lo de ne como conducta típica,
antijurídica y culpable. Según esta perspectiva, los presupuestos de la
responsabilidad penal son: i) la realización de una conducta —acción
u omisión— que sea objetivamente subsumible en una descripción o
tipo legal (tipicidad); ii) que esa conducta lesione o ponga en peligro el
bien jurídico que la ley pretende proteger sin estar autorizado por ella
(antijuridicidad); y iii) que esa conducta sea imputable subjetivamente
a quien la realiza (culpabilidad).
A estas exigencias comunes a todo hecho punible hay que añadir
todavía, en casos excepcionales, las condiciones de procesabilidad que
son “presupuestos necesarios para ejercer válidamente la acción penal
respectiva” (Garrido DP I, 250). Entre estas últimas podemos
mencionar la falta de pago del cheque protestado en el caso del art. 22
D.F.L. 707, la denuncia del Servicio de Impuestos Internos del art. 162
del Código Tributario o la del veedor, liquidador o Superintendente de
Insolvencia o Reemprendimiento, tratándose de delitos concursales,
art. 465 CP. Pero, por tratarse de condiciones que no son constitutivas
del delito, puede prescindirse de ellas para su de nición.
Procesalmente, sin embargo, para condenar a un acusado no todos
los componentes de cada uno de los elementos de la teoría del delito
deben ser probados más allá de toda duda razonable. Según prescribe
el art. 340 CPP, la acusación debe probar: i) los hechos que permiten
fundamentar la “existencia del hecho punible”, esto es, la conducta
típica, incluyendo la efectiva lesión o puesta en peligro del bien
jurídico protegido (antijuridicidad material); y ii) la “participación
culpable” del acusado, a saber, el dolo o la culpa del acusado y su
grado de participación en el hecho (autor, cómplice o encubridor). En
consecuencia, corresponde a la defensa presentar y probar en juicio las
causales de justi cación y exculpación que se aleguen (defensas
positivas), sin perjuicio que, durante la investigación, el scal está
obligado a evacuar las diligencias que sean necesarias para su
comprobación o descarte, según el principio de objetividad (art. 3 Ley
19.640).
Estas obligaciones probatorias no siguen en juicio el orden analítico
de la teoría del delito, sino el dispuesto por el art. 328 CPP, donde se
exige la presentación en un acto continuado de la prueba del caso de
la acusación y la defensa, de forma separada y consecutiva, de modo
que las defensas positivas y negativas (p. ej., la negación de la
tipicidad por falta de imputación objetiva), se presentan solo una vez
que la scalía ha expuesto su caso completamente, incluyendo las
pruebas que crea tener de la participación culpable del acusado.
Tratándose de personas jurídicas, la acusación ha de probar, en su
caso, además, la concurrencia de los requisitos establecidos en los arts.
3 y 5 Ley 20.393 para la correspondiente atribución de
responsabilidad.

A. Tipicidad
La tipicidad es la adecuación de una conducta al tipo penal, esto es,
al supuesto de hecho de la ley que la cali ca como delito. Este
elemento de la responsabilidad penal se encuentra explícitamente
previsto en el art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, donde se proclama que
“ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se
sanciona esté expresamente descrita en ella”.
Por conducta se entiende únicamente el comportamiento humano,
incluyendo el que se vale de instrumentos, animales u otras personas.
Ella es requisito también para la con guración de la responsabilidad
de las personas jurídicas, cuya atribución se realiza teniendo como
presupuesto la existencia de una conducta humana constitutiva de los
delitos por los cuales responde (arts. 3 y 5 Ley 20.393). El aspecto
voluntario de la conducta, exigido por el art. 1, importa
necesariamente un primer análisis de esa subjetividad en esta etapa:
quedan fuera de la idea de conducta no solo los meros pensamientos y
sentimientos no manifestados a terceros, sino también aquellos
movimientos corporales que son enteramente independientes de la
voluntad e incontrolables por ésta, como los movimientos re ejos, los
calambres u otros movimientos espasmódicos, los actos inconscientes
y aquellos realizados bajo vis absoluta o fuerza irresistible, como
cuando alguien —contra su voluntad— es lanzado sobre un escaparate
que destruye o empujado a una piscina donde hiere a un nadador, etc.
Comprobada la existencia de una conducta voluntaria como hecho
material, surge la pregunta jurídicamente relevante acerca de si ese
comportamiento realiza o no los elementos de un tipo penal. La
acción u omisión es típica solo si es subsumible en el presupuesto de
hecho o tipo de un delito contenido en el Código penal o en una ley
penal especial. Por tipo se entiende el conjunto de elementos que
describen un delito determinado, p. ej. “el que mate a otro”, art. 391;
o “los que en perjuicio de otro se apropiaren o distrajeren dinero,
efectos o cualquiera otra cosa mueble que hubieren recibido en
depósito, comisión o administración, o por otro título que produzca
obligación de entregarla o devolverla”, art. 470 N.º 1.
Generalmente, los tipos penales comprenden descripciones más o
menos objetivas de la realidad, que no atienden a las intenciones o
estados mentales del autor. Existen, sin embargo, por excepción, tipos
penales que contemplan elementos subjetivos, sin cuya existencia no
hay posibilidad de considerar un hecho determinado como punible, p.
ej., el art. 185 castiga al que “falsi care boletas para el transporte de
personas o cosas, o para reuniones o espectáculos públicos, con el
propósito de usarlas o de circularlas fraudulentamente”, y el art. 316,
al que “diseminare gérmenes patógenos con el propósito de producir
una enfermedad”.
Otra cuestión relevante en esta materia es la vinculación de la
conducta con los resultados que causa y que la ley incluye en la
descripción típica, como la muerte de otro en el homicidio del art.
391. Aquí, la indagación por la causalidad se ve enfrentada a
limitaciones propias de la práctica jurídica, que no pretende indagar
en los misterios del universo sino determinar la responsabilidad penal
de cada cual, limitaciones que conocemos bajo la idea de la
imputación objetiva.
Finalmente, otro problema especialmente complejo que pertenece a
la teoría de la tipicidad es la existencia de dos modos de conducta: la
acción y la omisión. Es fácil comprender la omisión cuando ésta se
describe en la ley como no realización de la conducta esperada
descrita (p. ej., omisión de socorro del art. 195 Ley de Tránsito). Sin
embargo, la cuestión de aquellas omisiones a las que se atribuye la
responsabilidad por un resultado donde la conducta esperada no está
descrita en la ley (delicta commisiva per omissionem), es algo más
compleja, pues aquí deben determinarse con cuidado los casos en que
a una persona se le puede exigir, como garante de un bien jurídico,
que evite un resultado dañoso previsto en la ley como efecto regular
de una conducta positiva, como “matar a otro” (art. 391).

B. Antijuridicidad
La adecuación típica a través de una conducta humana debe ser
antijurídica para que exista un hecho punible.
Como las guras descritas en la ley penal son hechos ilícitos (esto es,
previstos como tales por estimarse socialmente dañosos), debieran en
principio ser también antijurídicas aquellas conductas que
corresponden a alguna de esas descripciones. Y, sin embargo, ello no
es siempre así. Puede decirse que la adecuación típica es un indicio de
que existe una conducta antijurídica, siempre que ella importe la
realización del daño o puesta en peligro del bien jurídico que la ley
pretende evitar (antijuridicidad material). Por eso, a la acusación le
basta con probar la tipicidad de una conducta y su antijuridicidad
material para demostrar la existencia del hecho punible.
Pero, aunque quien destruye la cortina de una sala de cine realiza
una conducta típica dañando la propiedad ajena, no será responsable
del delito de daños del art. 484 si logra demostrar que ese hecho tuvo
por objeto apagar el incendio que se había declarado en la sala y no
había otro medio para ello. El indicio de la antijuridicidad se
desvanece por existir una causal de justi cación formal (en el caso
propuesto, un estado de necesidad, previsto en el art. 10 N.º 7 CP).
Las principales causas de justi cación son la legítima defensa propia,
de parientes y de terceros (art. 10 N.º 4, 5, 6), el estado de necesidad
justi cante (art. 10 N.º 7 y 11), el cumplimiento de deber y el ejercicio
legítimo de una autoridad, derecho, o cio o cargo (art. 10 N.º 10). En
todos estos casos se trata de reglas de excepción (defensas positivas)
cuya prueba corresponde al acusado. No obstante, durante la
investigación, por el principio de objetividad, corresponde a la scalía
hacer las averiguaciones necesarias para comprobar o desvirtuar las
alegaciones de la defensa en este sentido.
La causal de justi cación del art. 10 N.º 10, que exime de
responsabilidad penal al que obra en cumplimiento de un deber o en
ejercicio legítimo de un derecho, profesión, cargo u o cio, permite
entender la teoría de la antijuridicidad como el reverso de las diversas
autorizaciones o permisos de actuación que se hallan no solo en el
Código penal, sino en la totalidad del ordenamiento jurídico
(incluyendo el de los pueblos originarios). Así acontece, p. ej., con el
derecho de los mandatarios de hacerse del pago de su encargo con los
bienes del mandante: en la medida que tales bienes corresponden a su
remuneración, tiene el derecho a retenerlos (art. 2162 CC) y, por
tanto, no incumple con la obligación de restituirlos al mandante, cuyo
incumplimiento constituiría el delito de apropiación indebida (art. 470
N.º 1).
A la teoría de la antijuridicidad incumbe, pues, principalmente, jar
los presupuestos de una eventual exclusión del probable ilícito del que
es indicio la adecuación de la conducta al supuesto típico y la
realización del daño o peligro que la ley pretende evitar
(antijuridicidad material). Por ello, la falta de tipicidad y la falta de
antijuridicidad no son enteramente equivalentes —aunque sí lo sean
desde el punto de vista de la exclusión del injusto y de la punibilidad
—, ya que no es lo mismo diseminar gérmenes patógenos en un
proceso de vacunación masiva que hacerlo para afectar un sector de la
economía o de la población (art. 316), ni es lo mismo matar a un
mosquito que matar a una persona en legítima defensa (art. 191, en
relación con el 10 N.º 4). Por eso, la justi cación formal es una
excepción que requiere un examen cuidadoso de las pruebas
presentadas para alegarla por parte de la defensa, ya que la
adecuación típica signi ca que, en alguna forma, un bien jurídico ha
sido lesionado (antijuridicidad material): el daño causado para evitar
un mal mayor no deja de ser una lesión típica de un bien jurídico,
cuyo amparo cede excepcionalmente ante la necesidad. Esto explica
que el art. 168 CPP imponga la revisión judicial del ejercicio de la
facultad de no iniciar una investigación, cuando se estima que los
hechos no son constitutivos de delito, aún si no ha existido una previa
intervención judicial. En caso de haberse producido esa intervención
previa, p. ej., por acogerse una querella o decretarse medidas
cautelares, la existencia de una causal de justi cación solo puede ser
alegada al solicitar un sobreseimiento por la causal del art. 250 c) CPP
o la absolución en un juicio oral.

C. Culpabilidad (responsabilidad personal)


Luego de la indagación sobre la tipicidad y la antijuridicidad es
posible a rmar que el hecho es injusto. La información que hemos
reunido hasta aquí es principalmente objetiva. Las capacidades del
autor, sus intenciones o los motivos de su actuación no han sido
considerados, salvo en aspectos puntuales, para decidir sobre la
adecuación típica y sobre la antijuridicidad, donde el énfasis aparece
puesto en la adecuación de la conducta a la descripción típica y el
daño o lesión de bienes jurídicos que causa sin autorización legal.
Pero con ello no hemos a rmado, sin embargo, que de ese hecho
pueda ser responsable el que lo realizó. La exigencia de culpabilidad
signi ca que ese hecho puede atribuirse o imputarse subjetivamente a
una persona capaz y que podría haber actuado de otra manera, esto
es, que no es un enajenado mental o menor de edad ni actuó engañado
o forzado por las circunstancias. Esta es la esencia del principio de
culpabilidad: no se trata de imponer la pena a quien “la merece”
como si se le hiciese un reproche “moral” por su “in delidad” u otra
consideración ajena a la observancia externa del derecho, sino solo
como “garantía para fundamentar la exclusión de la pena, si el hechor
no estaba subjetivamente vinculado con el hecho dañoso que se le
imputa o no le era socialmente exigible obrar de manera distinta de
como lo hizo” (Politoff, “Sistema”, 587). Los elementos que permiten
a rmar esa vinculación son:
i) Imputabilidad e inimputabilidad
Imputabilidad es capacidad de culpabilidad o responsabilidad,
condición que no existe, en el sentido de nuestra ley, si falta la salud
mental (art. 10 N.º 1) o la madurez o desarrollo su ciente de la
personalidad (art. 10 N.º 2).
ii) Dolo y culpa
Al autor del hecho no se le imputa sin más el resultado o la conducta
objetivamente realizada, sino, la circunstancia de que esa conducta o
resultado hayan sido dolosos o culposos (arts. 1 y 2). En el primer
caso se habla de delitos, en el segundo, de cuasidelitos. De ahí que se
denomine formas o especies de culpabilidad al dolo o malicia y a la
culpa (imprudencia o negligencia).
Existe dolo si el agente conoce los elementos del tipo penal y tiene
voluntad de su realización, p. ej., en el delito de homicidio del art.
391, hay dolo si sabe que mata a una persona y es esto precisamente
lo que quiere hacer. Pero también forma parte del dolo o malicia la
comprensión del carácter antijurídico de la conducta. Por eso, actúa
sin dolo tanto el que desconoce las condiciones fácticas de su actuar
por que, p. ej., cree que dispara a una pieza de caza, pero el blanco es
otro cazador disfrazado de animal (error de tipo); como quien cree
que actúa al amparo de una causal de justi cación, p. ej., cree que le
dispara a un ladrón mientras escala de noche su casa, pero la víctima
es su hijo borracho que entra por la ventana tratando de no ser
descubierto (error de prohibición). El arraigo de la antigua doctrina
consagrada por el art. 8 CC que niega efecto excluyente de
responsabilidad penal al error de derecho, no puede alterar la
exigencia de voluntariedad de los arts. 1 y 2 CP (ley posterior y
especial).
Pero el desconocimiento de la realidad o de las normas aplicables,
deliberado y atribuible a la propia responsabilidad no impide sino
fundamenta, por ese mismo actuar voluntario y consciente, aunque
previo, la imputación a título de dolo.
Por otra parte, hay culpa o imprudencia si el autor, que no había
previsto ni querido el resultado por él producido, podía y debía
haberlo previsto y evitado, p. ej., en el caso de quien, al manipular
descuidadamente los materiales con que repara el techo de una casa,
deja caer inadvertidamente un ladrillo que da muerte a un transeúnte,
comete un homicidio culposo o, lo que es lo mismo, un cuasidelito de
homicidio (art. 490). La sanción por la culpa se funda en que si el que
causó el resultado hubiera actuado con el debido cuidado, según sus
conocimientos y capacidades, hubiera podido prever y evitar la muerte
del transeúnte. Vale la pena señalar que, si bien legalmente los delitos
culposos constituyen legalmente una excepción con un tratamiento
penal muy benigno (art. 10 N.º 13, en relación con los arts. 490 a
492), en la práctica su juicio social ha ido mutando, sobre todo
respecto a los que constituyen accidentes de tránsito, como lo
demuestra toda la regulación del manejo en estado de ebriedad, a
propósito de la llamada Ley Emilia (arts. 195 a 196 ter Ley de
Tránsito. V., una crítica a esta evolución, re ejada en importantes
cambios en las descripciones típicas y la penalidad de esta clase de
delitos, desde un punto de vista político criminal, en Cardozo,
“Bases”, 57).
iii) Exigibilidad de otra conducta conforme a derecho
Este requisito es consecuencia de que la responsabilidad penal solo
es exigible de las actuaciones voluntarias o libres, en sentido jurídico,
esto es, exentas no solo de error o engaño, sino también de coerción,
temor o necesidad. Las circunstancias extraordinarias que eximen de
responsabilidad por considerar que no es exigible otra conducta en las
situaciones que señalan son la fuerza moral irresistible, el miedo
insuperable (art. 10 N.º 9), el estado de necesidad (art. 10 N.º 11) y
otras situaciones equivalentes (p. ej., el encubrimiento de parientes,
art. 17, inciso nal y la obediencia debida en el ordenamiento militar).
En todos esos casos se a rma que, jurídicamente, era inexigible otra
conducta.
Desde el punto de vista procesal, corresponde al scal probar los
elementos positivos de la culpabilidad, esto es el dolo y la culpa, que
se encuentran en la de nición del delito de los arts. 1 y 2 CP y
determinan la “participación culpable” del acusado (art. 340 CPP). Y
corresponde a la defensa la prueba de las eximentes de la
responsabilidad penal basadas en la falta de culpabilidad por error o
inexigibilidad de otra conducta. Sin embargo, la existencia de una
causal de inimputabilidad (locura o demencia y menor edad, art. 10
N.º 1 y 2), como presupuesto de la participación culpable, también es
de comprobación obligatoria por la scalía, previa a la formulación de
una acusación (art. 354 CPP).
Capítulo 6
Tipicidad
Bibliografía
Ananías, I., “Prohibición de regreso”, REJ 13, 2010; Ambos, K., “La posesión como delito
y la función del elemento normativo —Re exiones desde una perspectiva comparada”, RCP
42, N.º 1, 2015; Balmaceda, G., Castro, C. y Henao, L., Derecho penal & Criminalidad
postindustrial, Santiago, 2007; Bunster, A., “La voluntad del acto delictivo”, Clásicos RCP
I; “Acerca de la concepción roxiniana de acción penal”, REJ 3, 2003; Bustos, J., Flis sch,
C. y Politoff, S., “Omisión de socorro y homicidio por omisión”, Clásicos RCP II;
Carnevali, R., “El delito de omisión. En particular, la comisión por omisión”, R. Derecho
(Coquimbo) 9, 2002; “Un examen a los problemas de relación de causalidad y de
imputación objetiva conforme a la doctrina penal chilena”, en Vargas P., T. (Ed.), La
relación de causalidad. Análisis de su relevancia en la responsabilidad civil y penal,
Santiago, 2008; Cho, B.-S., “Cuestiones de causalidad y autoría en el derecho penal del
medio ambiente coreano y japonés, desde la perspectiva del derecho comparado”, R. Penal
4, 1999; Contesse, J., “La omisión impropia como hecho punible. Acerca de la
incorporación de una regla general de punibilidad de los así llamados ‘delitos de omisión
impropia’ en el Anteproyecto de Nuevo Código Penal”, en AA.VV., Reformas penales,
Santiago, 2017; Contreras Ch., L. “La posición de garante del fabricante en el derecho
penal alemán”, RPC 12, N.º 23, 2017; Productos defectuosos y derecho penal. El principio
de con anza en la responsabilidad penal por el producto, Santiago, 2018; “La prohibición
de colocar en el mercado productos que sean peligrosos en caso de utilización conforme a
su nalidad o racionalmente previsible”, Ius et Praxis 25, N.º 2, 2019; Cox, J. P., Los
abusos sexuales, Santiago, 2003; “La conducta en los delitos de posesión”, RChDCP 2, N.º
3, 2013; Cury, E., “La ausencia de tipicidad en el Código penal”, Clásicos RCP I;
“Contribución a la distinción entre delitos de resultado y de simple actividad”, RCP 40, N.º
1, 1993; Etcheberry, A., “Re exiones críticas sobre la relación de causalidad”, Clásicos
RCP I; “¿Hacia el n de los delitos de comisión por omisión?”, en García V., C. et al
(Coords.), Estudios penales en homenaje a Enrique Gimbernat, Madrid, 2008; Flis sch, C.,
La omisión, Santiago, 1968; Frisch, W., Comportamiento típico e imputación de resultado,
Madrid, 2004; Gimbernat, E., “Concurso de leyes, error y participación en el delito (a
propósito del libro del mismo título del profesor Enrique Peñaranda)”, Anuario de Derecho
Penal y Ciencias Penales 45, 1992; Granger, C. W. J., “Investigating causal relations by
econometric models and cross spectral methods”, Econometrica 37, 1969; Greco, L., “Das
Subjektive an der objektiven Zurechnung: Zum ‘Problem’ des Sonderwissens”, ZStW 117,
2005; Hernández B., “El problema de la ‘causalidad general’ en el derecho penal chileno
(con ocasión del art. 232 del Anteproyecto de Nuevo Código Penal)”, RPC 1, N.º 1, 2006;
“Comentario al art. 1”, CP Comentado I; “El fundamento de la posición de garante de los
directivos de empresa respecto de delitos cometidos por terceros en la misma”, LH Cury;
Izquierdo, C., “Comisión por omisión: algunas consideraciones sobre la injerencia como
fuente de la posición de garante”, RChD 33, N.º 2, 2006; Jakobs, G., “La imputación penal
de la acción y la omisión”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales 49, N.º 3, 1996;
Krause, M.ª S., “La relación de causalidad ¿Quaestio facti o quaestio iuris?”, R. Derecho
(Valdivia) 27, N.º 2, 2014; Künsemüller, C., “Las hipótesis preterintencionales”, Doctrinas
GJ II; Larrauri, E., “Introducción a la imputación objetiva”, en Bustos, J. y Larrauri, E., La
imputación objetiva, Bogotá 1998; Mañalich, J. P., “El derecho penal de la víctima”, R.
Derecho y Humanidades 10, 2004; “Omisión del garante e intervención delictiva. Una
reconstrucción desde la teoría de las normas”, R. Derecho (Coquimbo) 21, N.º 2, 2014;
Norma, causalidad y acción. Una teoría de las normas para la dogmática de los delitos de
resultado puros, Madrid, 2014; Matus, J. P., “Dogmática de los delitos relativos al trá co
de estupefacientes”, en Politoff, S. y Matus, J. P., Lavado de dinero y trá co ilícito de
estupefacientes, Santiago, 1999; Mayer, L., “Autonomía del paciente y responsabilidad
penal médica”, R. Derecho (Valparaíso) 37, N.º 2, 2011; Modollel, J. L., “El tipo objetivo
en los delitos de mera actividad”, RPC 11, N.º 22, 2016; Navas, I., “Acción y omisión en la
infracción de deberes negativos en derecho penal”, RPC 10, N.º 20, 2015; Novoa, E.,
Causalismo y nalismo en derecho penal (Aspectos de la enseñanza penal en
Hispanoamérica), San José de Costa Rica, 1980; Fundamentos de los delitos de omisión,
Buenos Aires, 1984; Grandes procesos, Santiago, 1988; Ossandón, M.ª M., “Los elementos
descriptivos como técnica legislativa. Consideraciones críticas en relación con los delitos de
hurto y robo con fuerza”, R. Derecho (Valdivia) 22, N.º 1, 2009; Piña, J. I., “Causalidad e
imputación. Algunas consideraciones sobre su ubicación y relevancia en el derecho penal”,
RChD 30, N.º 3, 2003; Politoff, S., Los elementos subjetivos del tipo legal, Santiago, 1965;
“El ‘autor detrás del autor’. De la autoría funcional a la responsabilidad penal de las
personas jurídicas”, en Politoff, S. y Matus, J. P., Gran Criminalidad Organizada y trá co
ilícito de estupefacientes, Santiago, 2000; Reyes V., J., Manual de imputación objetiva,
Santiago, 2010; Rivera, J., “La intervención de la víctima en el hecho delictivo”, LH Solari;
Rodríguez Collao, L., Delitos sexuales, 2.ª Ed., Santiago, 2014; Rojas A., L. E., “Lo
subjetivo en el juicio de imputación objetiva: ¿aporía teórica?”, R. Derecho (Valdivia) 23,
N.º 1, 2010; “Delitos de omisión entre libertad y solidaridad”, RPC 13, N.º 26, 2018;
“Caso ‘Michelson’”, Casos PG; “Dimensiones del principio de solidaridad: un estudio
losó co”, RChD 46, N.º 3, 2019; Sepúlveda W., J., “De la relación de causalidad,
causación o relación causal, en el derecho penal”, Clásicos RCP I; Soto P., M., La
apropiación indebida (acción, autor y resultado típico), Santiago, 1994; “Una
jurisprudencia histórica: hacia el reconocimiento del ‘principio de culpabilidad’ en el
derecho penal chileno”, R. Derecho (U. Finis Terrae) 3, N.º 3, 1999; Tapia B., P., “El
estatuto de la víctima en el ordenamiento jurídico chileno”: estado de la cuestión y algunas
consideraciones”, RCP 43, N.º 2, 2016; Vargas P., T., La relación de causalidad. Análisis de
su relevancia en la responsabilidad civil y penal, Santiago, 2008; “Caso ‘Variante de la
ambulancia por falta de atención’”, Casos PG; Responsabilidad penal por imprudencia
médica, Santiago, 2018; Vivanco, J., El delito de robo con homicidio: ensayo de una
interpretación desde la doctrina del delito tipo, 2.ª Ed., Santiago, 2000; van Weezel, A.,
“¿Es inconstitucional el Artículo 450, inciso primero, del Código Penal?”, RChD 28, N.º 1,
2001; “Optimización de la autonomía y deberes penales de solidaridad”, RPC 13, N.º 26,
2018; Wilenmann, J., “Conocimientos especiales en la dogmática jurídico-penal y teoría de
las ciencias”, REJ 13, 2010; “Sobre la estructura argumentativa de los delitos de omisión
impropia. Al mismo tiempo, sobre los usos y problemas de una dogmática penal orientada
sustantiva o formalmente”, LH Etcheberry.

§ 1. Tipicidad como objeto de la teoría del caso de la


acusación. Su prueba
El primer elemento del delito es la existencia de una conducta típica.
Y la primera obligación del scal es probar, más allá de toda duda
razonable, que tal conducta ha existido en el mundo real y que reúne
los caracteres que la hacen punible, descritos en un tipo penal. Esta
prueba es la primera parte de su teoría del caso.
Se llama tipo penal a la descripción del hecho penado por la ley o, en
otros términos, al presupuesto de hecho de la sanción penal
(Tatbestand, en alemán). Comprende la descripción de la conducta y
las circunstancias fácticas que la hacen punible. La mayor parte las
veces esas circunstancias son de gran relevancia: si bien la conducta
homicida parece en sí misma grave (art. 391 N.º 2), para la ley no es
igual matar a otro que a un pariente o a una mujer por su condición
de tal (arts. 390 y 390 bis y ter), o si se hace o no a traición (art. 391
N.º 1). Además, cuando, como en tales casos, se exige un resultado,
surge también la necesidad de la prueba de la relación causal. Por otra
parte, conductas que en la vida normal carecen de signi cación
jurídica autónoma, pueden considerarse delito según el objeto en que
recaen, las circunstancias y el contexto en que se desarrollan. Así, la
tenencia o posesión de determinadas cosas, que es una forma de
relación económica básica generalmente lícita, puede constituir delito
según la naturaleza del objeto que se tenga o posea, como sucede en
los delitos de receptación de objetos robados (art. 456 bis A), tenencia
de armas prohibidas (art. 9 Ley de Control de Armas) o posesión de
drogas no permitidas (art. 3 Ley 20.000). Por otra parte, tratándose
de conductas que tienen que ver con la libertad o propiedad de otro
(adulto), como tener relaciones sexuales o apropiarse de cosas ajenas,
estas pueden constituir o no delito según se hagan sin o con la
voluntad del otro (arts. 361 y 432, respectivamente). También el lugar
donde se realiza la conducta que en sí misma puede no ser delito,
como encender una fogata, puede transformarla en delito: empleo del
fuego en Áreas Silvestres Protegidas (art. 22 bis Ley de Bosques). A la
hora de describir los hechos punibles, el legislador puede incluir,
además, menciones especí cas relativas al tiempo (“en tiempo de
catástrofe”, art. 5 Ley 16.282); al lugar (“lugar habitado”, art. 440); a
determinados medios o modos de perpetrar el hecho (“por sorpresa o
engaño”, art. 384), etc., que alteran la cuantía de la pena asignada al
hecho.
Luego, la tipicidad es la adecuación o subsunción del hecho —que
incluye a la conducta— descrito en la acusación al presupuesto o
descripción fáctica del delito (tipo penal). En el delito de homicidio
simple el tipo penal está en el Art. 391 N.º 2: “El que mate a otro”.
Un hecho concreto contenido en una acusación, en el sentido del art.
259 b) CPP, puede ser —en una versión muy resumida— el siguiente:
“A las 20:00 hrs del 1 de enero de 2020, tras una breve discusión, A,
cogiendo una piedra en el suelo golpeó el cráneo de B, causándole una
herida que provocó su muerte por hemorragia a las 20:30 hrs”. Ese
hecho es típico y constituye un delito de homicidio del art. 391 N.º 2,
porque puede subsumirse en sus elementos: i) A, una persona; ii)
realiza una acción (con un movimiento corporal dirigido por la
voluntad golpea con una piedra la cabeza de B); y iii) que causa la
muerte de otro, B. La a rmación de la tipicidad de una conducta
signi ca entonces, traspasar también el primer ltro valorativo o
normativo de la ley, al identi car un hecho concreto con la clase de
hecho abstracto o general o descrito en ella. Además, puesto que los
ingredientes que integran la tipicidad son inseparables de los bienes
jurídicos tutelados a través de la respectiva gura legal (vida, libertad
ambulatoria, libertad sexual, propiedad, ejercicio correcto de la
función pública, etc.) y de la forma de lesión o peligro que se quiere
evitar a través de la incriminación, el juicio acerca de la tipicidad
expresa ya un conjunto de informaciones provisionales acerca del bien
jurídico tutelado y su lesión (antijuridicidad material): solo desde esta
perspectiva es posible resolver problemas actuales como el de si una
casa de veraneo es o no —durante el invierno— un lugar habitado de
los mencionados en el art. 440.
Las dos defensas generales que de aquí surgen son negar la existencia
del hecho como tal (las cosas no pasaron como dice la acusación) o,
sin disputar su existencia y circunstancias, negar su tipicidad,
a rmando que no es subsumible en el tipo penal que señala la
acusación. En casos de persecución penal que de manera muy evidente
se re eran a hechos que de ninguna manera puedan considerarse
subsumibles en algún tipo penal, es posible, por falta de tipicidad,
recurrir a la vía constitucional del amparo del art. 21 CPR para poner
término a una persecución penal ilegal que amenaza, perturba o priva
de libertad, según su estadio procesal.

§ 2. Elementos de la descripción típica


A. Autor (sujeto activo). Clasificación
Autor es la persona que realiza el tipo penal. En los términos del art.
15 N.º 1, es quien “toma parte inmediata y directa en su ejecución”.
Cuando la ley especi ca una característica personal para identi car
al autor en el tipo penal, los delitos se llaman especiales, por
contraposición a los comunes, donde gura como autor cualquiera
(“el que”). Son delitos especiales propios aquellos que solo pueden ser
cometidos por determinadas personas: la prevaricación judicial del art.
223 N.º 1 o el incesto del art. 375. Son especiales impropios, aquellos
donde la característica personal parece únicamente agravar o
disminuir la pena de un delito común: respecto del homicidio (art. 391
N.º 2) ser determinado pariente agrava la pena en el parricidio (art.
390), y la atenúa en el infanticidio (art. 393).
En algunos delitos, la ley designa como sujetos activos únicamente a
quienes se encuentran en la cúspide de una organización, aunque
materialmente el hecho pueda ser cometido por cualquiera y no exista
delito base común —lo que no sucede en los delitos especiales propios,
donde materialmente solo los indicados por la ley pueden cometer el
hecho que se trata: nadie que no sea juez puede dictar sentencia contra
ley expresa y vigente (la puede falsi car, pero no dictar) —. Esto
sucede, p. ej., en la publicidad falsa de valores, de la cual el art. 59 f)
Ley 18.045 hace responsables únicamente a “los directores,
administradores y gerentes de un emisor de valores de oferta pública”.
Estos casos pueden denominarse de “autoría funcional” (Politoff, “El
‘autor detrás del autor’”, 333). Sin embargo, al establecerse la autoría
funcional la ley no siempre excluye la responsabilidad de los
inferiores, como sucede en la atribución de responsabilidad penal que
hace el art. 99 CT a todos los obligados al cumplimiento de una
obligación tributaria de un contribuyente que sea persona jurídica o
en el art. 136 Ley General de Pesca que castiga tanto al que introduce
o “manda introducir” contaminantes en el mar.
En otros casos, la ley supone en la descripción típica la intervención
de dos o más personas para la con guración de un delito. Estos son
los delitos de “participación necesaria” o “plurisubjetivos”, donde
debemos distinguir aquellos casos de delitos “de convergencia”, donde
todos los intervinientes responden por su participación como autores
de un mismo delito, aunque a veces varía el título designado por la ley
(p. ej., en el alzamiento armado del art. 121 y en la asociación ilícita
del art. 292, donde se distingue entre las calidades de caudillo y alzado
o jefe y miembro, respectivamente); de los “de encuentro”, donde no
necesariamente todos los intervinientes responden penalmente a un
mismo título, como sucede con el cohecho pasivo y el activo (arts. 248
y 250) o el aborto consentido fuera de los casos permitidos por la ley
(arts. 342 N.º 3 y 344), e incluso hay situaciones en que la
intervención de la víctima parece necesaria para la consumación del
delito, como en las estafas (arts. 467 a 473), la violación y el robo
mediante intimidación (arts. 362 y 436), y la concusión (art. 241),
donde solo el autor es responsable penalmente.
La determinación especí ca del sujeto activo en cada delito es un
asunto de la parte especial. Sin embargo, puesto que en la realidad es
frecuente la intervención de varias personas en un mismo hecho, sin
que todas ellas participen de igual forma ni compartan idénticas
características personales, corresponde a la parte general determinar la
extensión y grado de responsabilidad que cabe asignarles a cada una
de ellas (arts. 14 a 17), donde la responsabilidad a título de “autor” se
extiende más allá del sujeto activo del delito, según las formas
empíricas de intervención en el hecho, aspectos que trataremos en
detalle en el Cap. 10.

B. Víctima (sujeto pasivo)


La víctima, esto es, la persona “ofendida por el delito” (art. 108
CPP), se encuentra presente en muchos tipos penales. En aquellos que
afectan derechos personales (como la vida, la salud, la integridad
personal o la libertad sexual, etc.), se indica con la expresión “otro”.
En muchos delitos, la intervención de la víctima es determinante para
su con guración: acceder a las amenazas agrava ese delito y, si éstas
son intimidatorias, se con guran otros delitos como violación o robo
(arts. 296, 361 y 436); entregar una cosa engañado o por un acto de
con anza en su restitución, puede generar delitos de estafa y
apropiación indebida (arts. 468, 470 N.º 1 y 473). A veces, la relación
de la víctima con el autor es determinante en la cali cación del hecho,
como sucede en el art. 390 respecto de las relaciones que constituyen
el parricidio y en el art. 390 bis, de los que constituyen el femicidio
íntimo. En otros casos, el género o la menor edad de la víctima
determina la gravedad del delito, como sucede con el femicidio del art.
390 ter, la sustracción de menores (art. 142), la violación de menores
de 14 años (art. 362), la agravación del trá co de migrantes menores
de edad (art. 411 bis, inc. 3). El hecho de ser mujer la víctima de
determinados delitos también se presenta como una característica
personal relevante que agrava la pena, como aparece en la gura de
femicidio (art. 390 bis) y, en la legislación española, en las lesiones y
amenazas (arts. 148 N.º 4, 153.1 y 171.1 CP español de 1995). La
mayor edad de la víctima también tiene in uencia en algunos casos,
como sucede en la exclusión de la excusa legal absolutoria del art.
489, cuando la víctima es un adulto mayor de 60 años.
En ciertos delitos, no solo la calidad de la víctima sino,
principalmente, su actividad procesal, son determinantes para su
persecución y sanción, como ocurre con los delitos de acción privada
(calumnia e injuria, p. ej.) y pública previa instancia particular
(lesiones menos graves y leves, amenazas y delitos de carácter sexual
contra mayores de edad), según disponen los arts. 54 y 55 CPP. En
ellos, además, la renuncia previa a la acción penal la extingue (art. 56
CPP).
Además, procesalmente, la ley atribuye a las víctimas ciertos
derechos de participación formal en el proceso penal y a la reparación
del daño, mediante el ejercicio de acciones civiles en el proceso penal,
con independencia de la presentación o no de una querella, e incluso
con la posibilidad de paralizar la persecución penal mediante acuerdos
reparatorios en cuasidelitos y delitos que solo tengan interés
pecuniario, según el art. 341 CPP (Tapia B., “Estatuto”, 32). Esta
especial consideración, que incluye la sustitución de su anterior
denominación (“sujeto pasivo”), parece ser fruto al mismo tiempo de
los esfuerzos de la llamada “víctimología” y de la in uencia en la
política criminal de las críticas abolicionistas de las décadas de 1960 y
1970, que pugnaban por “buscar mecanismos de solución al con icto
distintos al punitivo —‘dejar en manos de la sociedad su
resolución’—” (Carnevali, “Víctima”, 29). Pero también la
“victimodogmática” ha desplazado hacia el análisis de la
responsabilidad de la víctima una fuente de exclusión de la imputación
objetiva de resultados, como veremos más adelante (con detalle,
Mañalich, “Víctima”, 281).
Sin embargo, la existencia de una víctima no es un elemento esencial
para la con guración del hecho punible. Nuestro sistema contempla
numerosos delitos “sin víctima”, donde no existe una persona
directamente ofendida por el delito, sino que el fundamento de la
punición es el daño o puesta en peligro de bienes jurídicos colectivos o
supraindividuales, como la organización y existencia del Estado, del
sistema de justicia, el medio ambiente, la libre competencia, etc.,
donde las potenciales víctimas indeterminadas de tales hechos solo
muy excepcionalmente pueden comparecer en juicio como
querellantes, personalmente, en casos de delitos terroristas o
funcionarios, o representadas por organismos estatales especialmente
habilitados al efecto (art. 111 CPP). Y aunque siempre les es posible
denunciar, tampoco ello se permite en todos los casos (p. ej., en delitos
tributarios, electorales y contra la libre competencia, entre otros,
donde la capacidad para denunciar queda radicada en organismos
estatales especializados).

C. Conducta. Clasificación
La conducta punible es el aspecto principal sobre el cual recae el
juicio de tipicidad y se identi ca con el núcleo o verbo rector del tipo
penal: “matar” (art. 391), “herir, golpear o maltratar” (art. 397),
“diseminar” (art. 316), “propagar” (art. 291), “solicitar” (art. 248),
“poseer” (art. 3 Ley 20.000), “introducir” o “mandar a introducir”
(art. 136 Ley General de Pesca), “omitir decretar la prisión” (art. 223
N.º 4), “no socorrer o auxiliar a otro” (art. 494 N.º 14), etc.
En atención a sus formas, los delitos se clasi can en delitos de acción
(arts. 390 y 397, p. ej.) y omisión; y estos, en omisión propia (arts.
223 N.º 4 y 494 N.º 14, p. ej.) o impropia (el llamado homicidio en
comisión por omisión, p. ej.), según si las circunstancias de la omisión
punible están o no descritas detalladamente en la ley. Las
particularidades de la tipicidad en estos dos últimos casos las
trataremos más adelante.
Por ahora, solo es necesario tener presente que la variedad de las
conductas humanas descritas en los tipos penales y las diferencias
normativas de su expresión como hechos materiales determinados por
su forma (“golpear”) o su resultado (“matar”), la expresión de una
mera subjetividad (“poseer”) o expresiones verbales (“mandar”), en
los casos de delitos de acción; o, simplemente, como la no realización
de una conducta esperada, en los delitos de omisión; hace inútil
desarrollar un concepto ontológico o pre-jurídico de acción, omisión o
conducta que las englobe y que no sea sino la expresión de una
tautología: son acciones y omisiones penalmente relevantes las
expresiones corporales o verbales voluntarias descritas en la ley como
delitos. La voluntariedad, en este primer nivel de análisis, solo
signi ca que exista un impulso psíquico en la persona del agente que
permita describir la expresión corporal o verbal como propia,
originada en sí mismo, esto es, no forzada físicamente o inconsciente y
por eso atribuible a él (Bunster, “Voluntad”, 607 y 626). Como
veremos al tratar la culpabilidad, tampoco se consideran voluntarias,
en un segundo nivel de análisis, las conductas resultantes de un
engaño, error o fuerza moral.
Dado que el legislador se vale del lenguaje común para las
descripciones típicas, no es posible ir más allá de la identi cación de la
conducta con el verbo empleado en la ley, como expresión lingüística
que sirve para describir los hechos del mundo exterior que deben ser
probados para fundamentar la responsabilidad penal. Por eso, un
concepto normativo de conducta, activa u omisiva, como el aquí
propuesto, no sirve para valorar si un tipo penal se re ere a no a
conductas cuyo concepto sea empíricamente prexistente y, por tanto,
sujeto a las preferencias subjetivas de cada cual, como puede verse en
la disputa de la segunda mitad del siglo pasado entre nalismo y
causalismo (Novoa, Causalismo); pero, en cambio, sí sirve para exigir
como condición de una condena la prueba empírica en un proceso real
de lo que el tipo penal describe como conducta (Bunster, “Acción”,
19). Esto último ya es bastante en comparación con las doctrinas que
pretenden reemplazar la prueba de los hechos punibles por la sola
“adscripción” de signi cado desde el juzgador.
También se distingue entre delitos formales y de resultado, según si
se exige o no para la consumación una modi cación del mundo
exterior como consecuencia de la conducta (mutilación de un
miembro importante, art. 396 inc. 1, p. ej.). En estos delitos se
presenta el problema de la vinculación causal entre la actividad
desplegada por el agente y su resultado, actualmente tratado bajo la
idea de la imputación objetiva. Se habla de delitos formales o de mera
actividad cuando dicho resultado no se exige (violación de domicilio,
art. 144, p. ej.), sino que la ley “describe un hecho cuya realización
completa requiere la intervención corporal del agente” (Cury,
“distinción”, 71). Entre estos últimos, cobran importancia los de
expresión, que se cometen solo mediante la emisión de expresiones
lingüísticas (cohecho, arts. 248 a 250, p. ej.). En estos delitos no se
exige la acreditación de un suceso causal externo diferente a la
realización de la conducta descrita en el tipo, aunque, en el extremo,
la inexistencia del peligro que la ley quiere evitar puede habilitar una
defensa de falta de antijuridicidad material. A este mismo resultado se
arriba si se entiende que la constatación ex ante de falta absoluta de
peligro para el bien jurídico excluye la tipicidad en esta clase de delitos
(Modollel, “Tipo”, 369).
Según su forma de consumación, se distingue entre delitos simples o
instantáneos, permanentes, instantáneos de efectos permanentes,
habituales y de emprendimiento. Se entiende por delitos simples o
instantáneos aquellos en que el hecho punible se perfecciona con una
acción y, en su caso, un resultado, cuya entera realización es inmediata
(hurto, art. 432); permanentes, aquellos en que la situación
antijurídica creada se extiende en el tiempo sin solución de
continuidad (secuestro, art. 141); instantáneos de efectos permanentes,
aquellos en que los efectos del delito pueden seguir constatándose más
allá de su consumación (mutilaciones, art. 396); habituales, los que la
ley sanciona solo cuando se produce la repetición de una determinada
conducta (encubrimiento personal habitual, 17 N° 4 CP). A estas
formas tradicionales se agrega la del delito de emprendimiento o
empresa, esto es, aquellos que la ley de ne con una multitud de
conductas que constituyen formas de participación una y otra vez en
una misma empresa o actividad criminal iniciada o no por el
responsable, como sucede con el trá co de drogas (art. 3 Ley 20.000)
y en los delitos tributarios (art. 97, N.º 4 Código Tributario). Por
último, la ley en ocasiones suele de nir los delitos por la concurrencia
de dos conductas, sea adicionando una a otra (delitos compuestos:
violación con homicidio o femicidio, art. 372 bis) o vinculando la
realización de una como medio o forma de comisión de otra (delitos
complejos: robo con homicidio, art. 433 N.º 1. Con detalle, v.
Vivanco, Robo).
Estas clasi caciones son relevantes para determinar el momento y
lugar de su comisión, así como su prescripción e incluso para resolver
problemas relativos a la posibilidad de invocar la legítima defensa o el
carácter de agrante o no del delito en cuestión.
Pero la ley no solo tipi ca la conducta punible de los autores o
coautores de los delitos consumados, sino también la de sus
instigadores, cómplices y encubridores (arts. 14 a 17), sea que el delito
esté consumado, frustrado o tentado (art. 7). En algunos casos,
además, sanciona también su proposición y la conspiración para
cometerlo (art. 8). Todas estas disposiciones establecen reglas
especiales de extensión de la punibilidad o de atribución de grados de
responsabilidad, necesarias en un sistema basado en el principio de
legalidad, cuando la intervención o el hecho no se encuentran
descritos completamente en el tipo penal que se trata de imputar. Y
aunque estas ampliaciones de la tipicidad van acompañadas,
generalmente, de diferentes grados de responsabilidad expresados en
penas inferiores a las del autor del delito consumado, en muchas
ocasiones, según prevé el art. 55, la ley impone la misma pena tanto al
delito consumado como al tentado y frustrado o, incluso, describe
como un delito consumado hechos que corresponderían a actos
preparatorios impunes, como la fabricación o tenencia injusti cada de
instrumentos conocidamente destinados al robo (arts. 450 y 445,
respectivamente). La constitucionalidad de estas reglas especiales que
extienden la punibilidad y alteran la penalidad de las diferentes etapas
de desarrollo del delito o de la participación en él ha sido declarada de
manera consistente por la jurisprudencia (SCS 22.10.2012, RChDCP
2, N.º 1, 155, con nota aprobatoria de C. Scheechler. En el mismo
sentido, van Weezel, “¿Es inconstitucional el art. 450?”, 193,
criticando la SCA 15.11.2000 que así lo estimaba).
a) La ausencia de conducta como defensa negativa limitada
La falta de una prueba que constate la expresión verbal o el
movimiento corporal voluntario y aprehensible por los sentidos de la
conducta que la ley sanciona o de una diferente a la que la ley espera,
en los casos de omisión, hace imposible fundar la responsabilidad
penal.
Cuando ese movimiento corporal o expresión verbal se originan en
hechos externos a la psiquis del acusado (como la vis absoluta o
fuerza física irresistible, art. 10 N.º 9) o en momentos en que dicha
psiquis no parece en control del agente, por encontrarse inconsciente
el supuesto responsable o ser producto de actos re ejos, tampoco es
posible fundamentar la responsabilidad penal, salvo que a dichos
estados hayan precedido otros en que la fuerza, la pérdida de
conciencia o el acto re ejo fuesen previsibles y evitables y el sujeto no
los evitase o de cuya imposibilidad de evitación fuese plenamente
responsable. Tales situaciones llevan generalmente al establecimiento
de una responsabilidad por negligencia o culpa, como el frecuente
caso del conductor que se duerme al volante y causa un accidente
mortal; o incluso dolosa, si la fuerza, la inconsciencia o el acto re ejo
se emplearon deliberadamente para obtener el resultado buscado,
hacer posible su realización o imposible evitarlo. Así, en los casos
menos habituales del accidente de tránsito causado por un
movimiento defensivo para evitar que una mosca entrase al ojo y en el
del accidente causado por un conductor bajo ataque de epilepsia, la
jurisprudencia comparada ha considerado tales hechos como
imprudentes, por la no evitación de un resultado previsible y evitable
(Casos DPC, 99 y 194). En consecuencia, la defensa basada en la
ausencia de la acción tiene un efecto muy limitado si es que ninguno,
pues lo más probable es que en las situaciones descritas sea la propia
acusación la que se plantee en el ámbito de la imprudencia o la
atribución dolosa por la inimputabilidad o ignorancia deliberadas
(actio liberae in causa).
Tampoco es posible a rmar la falta de voluntariedad o de conducta,
en este nivel, en los actos instintivos, habituales ni en la omisión: en
todos ellos la psiquis puede dirigir a la conducta hacia un
comportamiento ajustado a derecho.

D. Objeto material. Distinción entre objeto material y objeto


jurídico
El objeto material de la conducta u objeto de la acción es la cosa o
persona sobre la que recae: el “otro” en el homicidio (391 N.º 2), la
“correspondencia o papeles” en la violación de ésta (art. 146 CP); el
“dinero u otra cosa mueble” en la apropiación indebida (art. 470 N.º
1), etc.
Las propiedades del objeto material deben ser conocidas por el
agente, pero salvo indicación legal expresa (como en el art. 390, que
exige conocimiento de las relaciones que ligan a la víctima con el
sujeto activo), este conocimiento no puede ser otro que el propio de la
esfera del profano y a su respecto cabe el dolo eventual (esto es, se
admite su atribución con la sola aceptación de su posibilidad): p. ej.,
la menor edad de la víctima de violación (art. 362) o el carácter
psicotrópico o estupefaciente de la droga (Ley 20.000).
Por otra parte, la existencia de ciertos objetos prohibidos o de
circulación restringida a autorizaciones especiales ha creado una
categoría especial de delitos, los llamados delitos de tenencia o
posesión, donde la tipicidad de la conducta está conformada por una
relación subjetiva entre el agente y el objeto. Desde el punto de vista
normativista, se a rma que en estos delitos lo relevante es el control
sobre el objeto, entendido como una relación de custodia que importe
disponibilidad (Cox, “Delitos de posesión”, 58). Sin embargo, esta
última perspectiva deja fuera muchos casos legalmente reconocidos de
tenencias punibles donde terceros tienen ese poder de disposición. Por
eso es preferible un concepto de posesión que apunte directamente a la
relación subjetiva existente: una “voluntad de poseer y un mínimo de
conciencia” acerca de su naturaleza (Ambos, “Posesión”, 28). Esta
relación puede manifestarse en múltiples conductas que, de no ser por
la naturaleza de su objeto material, serían perfectamente lícitas:
fabricar, producir, comprar, vender, importar o exportar, etc., y en
general, la mera posesión y el trá co de ciertas drogas (Ley 20.000),
ciertas armas (Ley 17.798), ciertos residuos y objetos peligrosos (art.
44 Ley 20.920), pornografía infantil (arts. 366 quinquies y 374 bis),
objetos robados o hurtados (art. 456 bis A), e instrumentos
conocidamente destinados a la comisión de robos (445).
No debe confundirse el objeto material con el objeto jurídico del
delito, que es el objeto de tutela o bien jurídico: la vida, la
inviolabilidad de la correspondencia y el patrimonio en los ejemplos
anteriores, respectivamente. El objeto material tiene, pues, un
signi cado principalmente descriptivo, mientras que el objeto o bien
jurídico uno normativo: el interés de protección, nalidad o telos de la
ley. Por lo mismo, puede haber delitos que no hagan referencia a un
objeto material, como en la omisión de denuncia de las actividades de
una asociación ilícita (art. 295 bis); pero no puede haber hechos
punibles que no estén destinados a la protección o evitación de un
daño a un bien jurídico, expresado algunas veces en la literalidad de
su texto o, las más, en la historia dedigna de su establecimiento, que
permite su adecuada interpretación. Así mientras en el art. 292 no es
posible identi car un objeto material, sí es posible sostener que su
nalidad es la protección de la seguridad pública, bien jurídico cuyo
daño o peligro de daño pretenden evitar los delitos que reprimen las
asociaciones ilícitas.

E. Elementos subjetivos. Clasificación


Los llamados elementos subjetivos del tipo penal hacen referencia a
especiales motivaciones o nalidades del acusado que deben probarse
antes de a rmar la tipicidad del hecho. Su importancia radica en que
su presencia en el tipo importa la de su prueba en juicio y la exclusión
de la imprudencia como forma de imputación subjetiva, por parecer
incompatibles tales motivaciones o nalidades con un actuar
involuntario. Por regla general, importarán también la exclusión del
dolo eventual, pero solo respecto de los elementos de la descripción
típica a que hagan referencia, como el conocimiento de las relaciones
con el ofendido o el género de la víctima en el parricidio y el
femicidio, respectivamente (arts. 390, 390 bis y 390 ter), pero no
respecto del efecto de los medios que se emplean, como el veneno (o.
o., ampliando el efecto de la exclusión a todos los elementos del tipo,
la SCA Concepción 6.7.2012, RChDCP 1, 381, con nota favorable de
J. Winter, pero no por razones dogmáticas, sino únicamente de política
criminal).
Según la naturaleza y función de dichos elementos subjetivos, los
delitos se clasi can en de intención trascendente y de tendencia. En los
primeros se precisa que el sujeto quiera algo externo, situado más allá
de la conducta descrita en la ley. Ellos se clasi can, a su vez, en delitos
imperfectos en dos actos y delitos de resultado cortado: en los
primeros el sujeto tiene una mira por alcanzar que debiera tener lugar,
con una propia actuación suya, después de la consumación del delito
(p. ej., la sustracción de un menor de edad para cobrar rescate, art.
142 N.º 1). También se consideran imperfectos en dos actos, los
delitos de apropiación (hurtos, robos y apropiación indebida), donde
el animus rem sibi habiendi cali ca la conducta, pero no requiere un
acto de materialización adicional a la sustracción, aprehensión o
negativa de restitución de la cosa, como sería su efectiva disposición,
uso o consumo. En los de resultado cortado, la acción típica se
complementa con la mira de conseguir un resultado externo que va
más allá del tipo objetivo, sin intervención del agente (p. ej., en el
delito de diseminación de gérmenes patógenos del art. 316, el
propósito de causar una enfermedad). Los delitos de tendencia se
caracterizan porque es el ánimo del sujeto el que tiñe de sentido la
conducta en cuanto peligrosa para el bien jurídico tutelado. En estos
casos, el elemento subjetivo no es trascendente, sino, en cuanto
presupuesto psíquico, parece situado más bien antes o detrás de la
conducta objetiva, la cual sería susceptible de interpretarse de modos
diversos y solo mediante esa especial intención adquiere su verdadera
signi cación como hecho socialmente dañoso, tal como sucede con la
intención lasciva o propósito voluptuoso en los abusos sexuales de los
arts. 366 a 366 ter, o el ánimo de injuriar del art. 416 (Politoff,
Elementos subjetivos, 124. Con todo, la existencia o no de un ánimo
de injuriar o del ánimo lascivo en los delitos sexuales es objeto de
intenso debate en la jurisprudencia y la doctrina: RLJ 330 y 384;
Rodríguez Collao, Delitos sexuales, 212; Cox, Abusos sexuales, 124 y
Garrido DP III, 202).
F. Circunstancias, presupuestos y condiciones objetivas de
punibilidad
En muchas ocasiones la ley con gura el hecho punible incorporando
referencias de carácter objetivo que deben probarse, como la forma,
los medios, el tiempo o el lugar de su comisión. Cuando se trata de la
forma o medios de comisión, puesto que su existencia depende de la
voluntad del agente, la prueba de su conocimiento depende de la
prueba de la intención de realización para la imputación dolosa.
Respecto de las circunstancias de tiempo y lugar, para su imputación a
título de dolo, a la prueba del conocimiento de su existencia debe
sumarse la de la intención de su aprovechamiento.
Sin embargo, a veces la ley contempla circunstancias que solo
pueden cali carse como presupuestos objetivos de la conducta, donde
la exigencia subjetiva se limitaría a constatar únicamente el
conocimiento de su existencia, como sucede con los elementos de
contexto de los crímenes de lesa humanidad descritos en el art. 1 Ley
20.357 (la existencia de un ataque generalizado contra la población
civil como parte de un plan que responda a una política estatal o de
un grupo con control territorial o que tenga la impunidad
garantizada); y el carácter despoblado del lugar donde se encuentra al
herido en la omisión de socorro y sus condiciones (art. 494 N.º 14).
Como no es posible dirigir la voluntad hacia la existencia o
aprovechamiento de tales presupuestos, ya que ello no depende del
agente, la exigencia del dolo a su respecto se limita a la de su
conocimiento. Según la naturaleza de este presupuesto y la
formulación legal especí ca, este conocimiento será exigible como un
hecho psíquico actual (dolo directo) o, al menos, la aceptación de que
ese presupuesto esté presente en la realidad (dolo eventual).
Muy excepcionalmente, en cambio, algunas descripciones legales
contienen condiciones objetivas de punibilidad que, como su nombre
lo indica, son circunstancias fácticas de las que depende la punibilidad
del hecho, que se expresan en términos puramente objetivos y
condicionales, habitualmente mediante la preposición “si”, como en el
caso de la muerte del suicida en el art. 393; aunque ello no siempre es
necesario, como en la referencia al desconocimiento del autor de la
muerte en el homicidio en riña del art. 392. Se establecen
habitualmente por puras razones de política criminal y su efecto más
signi cativo es excluir la posibilidad del castigo a título de tentativa o
frustración. Sin embargo, al contrario de lo sostenido en nuestras
obras anteriores, debemos aquí abandonar la idea de que tales
circunstancias no exigirían una vinculación subjetiva del agente, por
no corresponder al “núcleo de lo injusto” (Soto P., Apropiación
indebida, 67). Ello por cuanto esta a rmación, por una parte, no es
consecuencia necesaria del carácter incierto de la punibilidad a título
exclusivo de consumación que imponen tales condiciones; y, por otra,
porque no es compatible con las exigencias del principio de
culpabilidad, en orden a establecer siempre una vinculación subjetiva
entre el hecho punible y el responsable. Por esos motivos, tales
condiciones han de entenderse como generadoras de lo que se conoce
como delitos cali cados por el resultado impropios, donde respecto de
los resultados que se expresan como condición debe acreditarse al
menos su previsibilidad, junto con el dolo de la conducta base. Por esa
razón, tampoco sería posible con gurar un delito imprudente con una
condición objetiva de punibilidad.

§ 3. El problema de los llamados elementos normativos del


tipo
Dado que las descripciones de los hechos constitutivos de delito se
hacen empleando el lenguaje natural, se podría esperar que todas las
expresiones correspondiesen a conceptos descriptivos de la realidad
tangible, susceptibles de prueba mediante evidencia física, documental
o testimonial. Sin embargo, los tipos penales no se limitan siempre a
emplear expresiones o elementos descriptivos como el verbo matar
(art. 391 N.º 2) o ser la víctima menor de 14 años (art. 362) que,
aunque requieren interpretación y una cierta valoración propia de los
idiomas naturales, permiten comparar la realidad probatoria con esa
interpretación y a rmar su correspondencia o no con ella mediante un
juicio de verdad o falsedad (o. o., Ossandón, “Elementos
descriptivos”, 167, para quien todos los elementos del tipo son
“adscriptivos” y siempre importan una valoración no susceptible de
comprobación empírica).
Muchas veces, en cambio, la ley emplea términos cuyo sentido solo
es discernible por medio de valoraciones culturales o jurídicas, como
las “buenas costumbres” (art. 374) o el “instrumento público” (art.
193), respectivamente, y que son difícilmente reducibles a juicios de
verdad o falsedad fáctica. Estos son los llamados elementos
normativos del tipo que, según nuestro TC, cuando se re eren a
valoraciones jurídicas, están sujetos a las mismas exigencias que la ley
penal en blanco: su contenido debe estar contemplado en otra ley o un
decreto supremo publicado en el Diario O cial con anterioridad a la
perpetración del hecho (STC 27.9.2007, Rol 781).
No obstante, su carácter más bien abstracto y valorativo no exime a
la acusación de probar su existencia más allá de toda duda razonable
con antecedentes probatorios que trasciendan a su mera a rmación
(art. 340 CPP). La importancia de esta exigencia probatoria puede ser
descubierta con una revisión de los arts. 193 a 205, donde se podrán
apreciar las diferencias en las descripciones y sanciones de la
falsi cación de diferentes documentos, según su cali cación como
instrumentos públicos, privados, títulos de crédito, certi cados,
pasaporte o porte de armas, etc.
Por otra parte, la ley también emplea a veces en las descripciones
legales expresiones tales como “sin derecho”, “indebidamente”,
“abusivamente”, etc., que no hacen referencia a los elementos del tipo
(autor, víctima, conducta, objeto material o circunstancias). Se trata de
referencias generales a la antijuridicidad de la conducta o a la
posibilidad de que exista una causal de justi cación de cumplimiento
del deber, ejercicio legítimo de una profesión, cargo u o cio (art. 10
N.º 10), que se dice podrían ser redundantes. Sin embargo, por
aplicación del principio de vigencia, su incorporación al tipo penal
puede entenderse como algo más que una llamada de atención al juez
acerca de la existencia de esas potenciales autorizaciones, sino también
una exigencia probatoria adicional: la acusación debe indicar cuál es
la norma legal o reglamentaria infringida y probar esa infracción o, al
menos, hacer referencia a la ausencia de autorizaciones o permisos,
cuando corresponda, de manera que la defensa pueda, si tiene prueba,
demostrar lo contrario.

§ 4. Teoría de los elementos negativos del tipo


Un sector de la doctrina italiana y alemana sostiene que las
descripciones típicas incluyen, como elementos negativos, la ausencia
de causales de justi cación. Un delito, según la forma tradicional de
esa teoría, no sería ya una conducta típica, antijurídica y culpable,
sino una típicamente antijurídica y culpable, donde el adverbio y la
ausencia de separación sintáctica indican que la antijuridicidad sería
no un elemento, sino la esencia del delito. Se critica esta doctrina
porque haría equivalentes situaciones que no lo serían para el derecho,
como la compra de un periódico con un homicidio justi cado: en
ambos casos el hecho sería lícito.
Para nosotros, que adoptamos un criterio analítico basado en las
exigencias del sistema procesal acusatorio, la razón del rechazo de la
teoría de los elementos negativos del tipo no radica solo en sus
consecuencias valorativas, sino en la simple constatación que no es
exigible para la acusación probar la inexistencia de las causales de
justi cación, cuando ello es discutible. En nuestro sistema, la
existencia de una causal de justi cación no reconocida de antemano
por la scalía mediante una decisión de no iniciar una investigación o
por el simple expediente de no formalizarla, debe ser planteada y
probada por la defensa (art. 250 c) CPP), sin perjuicio de que la
acusación ante tal alegación deba plantear pruebas contrarias para
sostener la responsabilidad del acusado.

§ 5. Tipicidad en los delitos de resultado. Prueba del nexo


causal. Defensas basadas en la falta de imputación objetiva
A. Causalidad natural como hecho. Necesidad de su prueba
científica
En los delitos de resultado, para a rmar la responsabilidad penal se
requiere probar la conducta, el resultado y el nexo causal entre ambos.
El problema se presenta en los casos en que el resultado aparece
distanciado temporal o espacialmente de la conducta del acusado. El
caso más común es la muerte de la víctima en un hospital días después
de haber sido herida: ¿su muerte fue causada por quien lo hirió o por
la intervención o falta de intervención médica posterior?
La teoría dominante para explicar la causalidad, desde el punto de
vista natural o cientí co, es la de la equivalencia de las condiciones o
conditio sine qua non (but for, en la denominación anglosajona). Ella
propone, como fórmula heurística, la supresión mental hipotética:
causa es aquella condición que no se puede suprimir mentalmente sin
que el resultado, en la forma concreta en que se produjo, también
desaparezca. Su ventaja radica en que, aplicada en casos concretos,
elimina el problema de determinar la contribución causal de cada cual
en el hecho que se trata y la discusión temporal: quien lesiona a otro
que muere posteriormente, causa esa muerte del mismo modo que la
causa la propia víctima si ha querido curar la herida con emplastos de
barro y contrae tétanos o el médico que yerra en su tratamiento. Pero
tiene la desventaja de ser super ua (para saber si una condición es
causa, hay que identi carla como tal primero), sorprendente (si dos
condiciones son equivalentes, ninguna de ella es causa, pues retirar
cualquiera de ellas no impide el resultado) y hasta absurda (conduce a
la regresión hasta el in nito: solo los muertos serían ajenos a una
investigación causal [art. 93 N.º 1], pues la más mínima condición
sería causa del resultado). Por eso, actualmente, se abre paso la
doctrina según la cual la causalidad natural ha de investigarse bajo la
pregunta acerca de si la conducta del acusado sería su ciente, por sí
misma, para causar el resultado (en Chile, desde la teoría de las
normas, v. Mañalich, Causalidad, 98). No obstante, en los casos
límite, es difícil la distinción fáctica entre una causa que se considere
insu ciente y una condición que no es “causa real” en el sentido de la
conditio, como en el caso de la venta de una de las drogas que sirven a
un cóctel mortal, donde bastarían las restantes del preparado para
causar la muerte (USSC 17.1.2014, RCP 41, N.º 2, 183, con nota de J.
Cabrera). Por otra parte, cualquiera sea la teoría explicativa empleada,
se debe considerar además que, desde la física cuántica a la teoría de
la relatividad de Einstein y las postulaciones de la teoría del caos,
existe consenso en el mundo de las ciencias acerca de las dimensiones
limitadas de las teorías causales, que en rigor solo expresan
a rmaciones estadísticas y criterios de probabilidad entre dos sucesos,
uno acaecido antes y otro después (Granger, 424).
No obstante, aún teniendo en cuenta esas limitaciones, se ha de
aceptar, también, que el establecimiento de las relaciones de
causalidad natural es una cuestión de hecho, esto es, de carácter
probatorio, por lo que cuando se discute corresponde hacerlo
mediante la presentación de las pruebas cientí cas disponibles al
efecto (pericias). En la elaboración de dichas pruebas se aplica el
método cientí co al uso para determinar, con imparcialidad, las
probabilidades existentes de que un suceso anterior haya causado otro
posterior, “ateniéndose a los principios de la ciencia” que profesare el
perito (art. 314 CPP). Solo una pericia en sentido contrario, que
desechara la controvertida por errores metodológicos tales como no
haber examinado la persona o cosa objeto de la pericia, no ser capaz
de dar cuenta de las operaciones realizadas para ello, la insu ciencia
de los datos considerados o la discordancia de las conclusiones
expuestas con los principios de la ciencia que profesa podría alterar
sus conclusiones (art. 315 CPP). Probada de este modo la causalidad
natural, el tribunal no puede a rmar su inexistencia sobre la base de
alguna teoría ajena al ámbito cientí co de las pruebas presentadas,
pues el art. 297 CPP obliga, al momento de su valoración, apreciarlas
“sin contradecir los principios de la lógica, las máximas de la
experiencia y los conocimientos cientí camente a anzados”. En
consecuencia, la ausencia de relación causal natural, como hecho y en
los casos que ella se discute, solo puede fundarse judicialmente en la
insu ciencia o falta de prueba (RLJ 17). Ello es manifestación de la
exigencia constitucional de que la condena debe ser precedida de un
debido proceso en que se establezcan los hechos materia de la
imputación, la que no puede ser soslayada por una especulación
losó ca o jurídica.
Sin embargo, la sola constatación procesal de la existencia de la
causalidad natural, de conformidad con el método cientí co, no
importa atribución de responsabilidad, según la idea de la antigua
distinción entre imputatio facti (imputación del hecho) e imputatio
iuris (imputación jurídica): que entre un movimiento corporal y un
resultado exista relación de causalidad no signi ca que el agente sea
penalmente responsable, pues puede haber actuado en legítima
defensa o en estado de necesidad (art. 10 N.º 4 y 11), etc. Es más,
como veremos más adelante, incluso es posible rechazar la imputatio
facti y no pasar de la averiguación de la tipicidad si puede a rmarse la
falta de imputación objetiva del hecho. Pero incluso esa negación
supone la existencia de lo que se niega, por lo que la causalidad
natural, cuando la ley la exige como elemento del delito, no puede ser
reemplazada por una simple adscripción o a rmación sin sustrato
probatorio (o. o., Piña, “Causalidad”, 533, para quien, desde su
punto de vista funcionalista, “es el propio sistema [penal] el que
determina si los hechos son fácticamente imputables sin ninguna
necesidad de considerar para ello determinados datos naturalísticos
(como la causalidad)”).
Procesalmente la distinción es relevante, pues el establecimiento de la
casualidad natural como un hecho de la causa, acreditado sobre bases
cientí cas, no es susceptible de recurso de nulidad por infracción al
derecho (art. 373 b) CPP). No obstante, siempre puede ser recurrido
de nulidad absoluta, según el art. 373 f) CPP, en relación con lo
dispuesto en los arts. 342 c) y 297 del mismo cuerpo legal, si al
establecerse o negarse los hechos se contradicen los principios de la
lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos
cientí camente a anzados.
a) El problema de la causalidad general
En ciertos hechos donde parece encontrarse en la base causal una
afectación más o menos indiscriminada a bienes jurídicos individuales
o colectivos, como en la llamada responsabilidad por el producto
defectuoso que causa daños a muchas personas previamente
indeterminadas y en los delitos contra el medio ambiente, la relación
natural de causalidad puede verse enfrentada a serios problemas
probatorios, debido a la multiplicidad de causas concurrentes: ¿la
administración del Contergan o talidomida fue la causante de las
deformaciones de los hijos de algunas de las embarazadas que la
tomaron, si muchos no sufrieron daño alguno (arts. 315 y 317)?, ¿fue
ese vertimiento conditio sine qua non para el daño a las especies
hidrobiológicas producido con posterioridad o eran las condiciones
prexistentes en el agua (art. 136 Ley General de Pesca)?, ¿puso en
peligro la salud animal o vegetal o el abastecimiento de la población la
propagación de esos contaminantes o dicho peligro ya existía (art.
291)?, ¿causó esa contaminación las lesiones o muertes de personas
expuestas a ella o fueron sus condiciones personales, si otras personas
expuestas a los mismos agentes no sufrieron lesión alguna (art. 490)?
Para enfrentar estas di cultades probatorias, se ha propuesto
recurrir a la idea de “causalidad estadística” o “general”, cuyos
criterios se resumen como sigue: un factor determinado (producto,
vertido o contaminación) es causa respecto a los peligros o daños que
se presentan con posterioridad a su introducción al mercado o el
ambiente, i) si el factor (producto, vertido o contaminación) tiene
incidencia en el medio durante un tiempo determinado antes de la
aparición de la enfermedad o contaminación constatables; ii) si el
número de enfermos, el efecto del producto o la contaminación crece
tanto más cuanto más fuerte es la incidencia del factor; iii) si la
propiedad epidemiológica de la enfermedad o la realidad de su peligro
se explica sin lugar a dudas a través del hecho de que las personas o
medios afectados aparecen solo en el ámbito de incidencia del
producto, vertido o contaminación; y iv) si las ciencias naturales
aportan una explicación sobre el mecanismo biológico, químico o
físico desencadenado por los efectos del producto, vertido o
contaminación (Cho, 44). Se discute, no obstante, la conveniencia de
incorporar estos criterios u otros enfocados en la correlación
estadística y la exclusión de causas alternativas, dominantes en la
tradición alemana (Hernández B., “Causalidad general”, 23).
Que no se trata aquí de una disquisición teórica lo comprueba, entre
nosotros, el caso conocido como “ADN-Nutricoporp”, en que se
acusaba a los directivos de la empresa productora no sólo de haber
distribuido un suplemento alimenticio al que faltaba la dosis de
potasio exigida (art. 315, hecho por el que se les condenó), sino
también de que ese producto habría producido hipocalemia en quienes
lo consumieron y la muerte de algunos (art. 317, acusación rechazada
por insu ciencia probatoria). El argumento principal para rechazar la
acusación por la causación de la hipocalemia y la muerte fue, en
primer lugar, entender que la hipocalemia no sería una enfermedad y,
en segundo término, que las contradicciones de la prueba pericial
rendida no permitirían demostrar, más allá de una duda razonable, la
relación causal entre el consumo del producto defectuoso y la
hipocalemia padecida por los pacientes (SCS 27.12.2012, DJP 37, 23,
con comentario de P. Contreras G., quien rechaza —a nuestro juicio
incorrectamente—, que los tribunales hayan adoptado en este punto
una posición que favorece la prueba cientí ca sobre la
“normativización” de la causalidad, entendida como posibilidad de
a rmación de ésta sin prueba cientí ca, sino sobre la base de alguna
teoría “jurídica” alternativa. En efecto, la causalidad es un elemento
del tipo penal en los delitos de resultado y, como tal, un hecho que
debe ser probado más allá de toda duda razonable según el art. 340
CPP, tanto si se quiere a rmar desde el punto de vista de la conditio
como de la causalidad estadística o general: “el juez que pase por alto
eso y, en su lugar sencillamente dé por sentada, según su concepción
personal, la existencia de determinadas regularidades causales,
aplicaría incorrectamente el derecho” [Frisch, Comportamiento,
555]).

B. Límites normativos de la causalidad natural. Diferencia entre


causalidad natural y responsabilidad penal
La prueba cientí ca de la vinculación causal entre una conducta y un
resultado, en los delitos que la ley lo exige, es un presupuesto de la
responsabilidad penal del acusado. Esto signi ca, en primer lugar, que
sin dicha prueba el acusado no puede ser condenado por la
producción del resultado que se trate. Y, en segundo término, que aun
cuando se pruebe el nexo causal como hecho de la causa, de allí no se
sigue necesariamente que el acusado sea penalmente responsable. Ello
por cuanto la pregunta acerca de la responsabilidad penal es de
carácter jurídico y no fáctico. Los hechos probados en un proceso son,
por regla general, presupuesto necesario para a rmar la
responsabilidad penal, pero no su ciente.
En un caso sencillo: A es lmado por una cámara de seguridad
mientras dispara en la cabeza a B, quien muere instantáneamente. Es
muy improbable que en juicio se discuta el nexo causal entre la
conducta de A (disparar) y la muerte de B. Sin embargo, probado este
presupuesto, de allí no se sigue necesariamente que A sea responsable
penalmente. Si se prueba, además, que A era en ese momento menor
de 14 años, estaba demente o respondía a una agresión ilegítima (art.
10 N.º 1, 2 o 4), no será penalmente responsable por el hecho.
La respuesta no es tan fácil en los casos complejos, como en la
tragedia donde Helena a rma que los causantes de la guerra de Troya
fueron Hécuba, “quien engendró el origen de los males cuando
alumbró a Paris”, el anciano que no lo mató de niño, las Diosas que la
ofrecieron en premio, y el propio Menelao que, negligentemente, lo
dejó solo con ella en su propia casa (Eurípides, Las Troyanas, Madrid,
2000, 919). Para tales supuestos, donde existen múltiples
intervinientes o el tiempo y la distancia separan la conducta probada
del acusado respecto de los resultados típicos, se han elaborado
diferentes criterios normativos para a rmar o negar la responsabilidad
penal, con independencia o a pesar de la existencia de prueba
cientí ca de una relación causal, siendo los más relevantes entre
nosotros las teorías de la adecuación típica, de la previsibilidad
objetiva de la acción nal y la actualmente dominante de la
imputación objetiva (Sepúlveda W., 348; Etcheberry, “Causalidad”,
922; y Vargas P., Relación de causalidad, 241, respectivamente).

C. Teoría de la imputación objetiva. Defensas que excluyen o


modifican la responsabilidad penal por la causación natural de
resultados
a) Concepto y alcance de la defensa
Conforme a esta teoría, solo puede imputarse objetivamente un
resultado causado naturalmente por una conducta humana, si ella ha
creado o aumentado un riesgo jurídicamente desaprobado y ese
peligro se ha materializado en el resultado (Roxin AT I, 372). En
consecuencia, resultados que provienen de la creación de riesgos
permitidos, de su disminución o que sean imprevisibles o inevitables,
no serían imputables objetivamente (Larrauri, “Imputación objetiva”,
231, con un detalle de casos. En la doctrina nacional, puede
consultarse también un detalle de la casuística, aunque mezclando las
propuestas de Roxin y Jakobs, en Reyes V., Imputación objetiva, 255).
Sin embargo, a pesar de su amplia difusión, se critica esta doctrina
por su “exasperante y caótica” tópica, que no haría sino recopilar
bajo una denominación especial el necesario examen de otros
requisitos de la responsabilidad penal o de las defensas ya existentes
(Gimbernat, “Concurso”, 834). Así, el recurso a la evitabilidad o
previsibilidad del resultado atiende a criterios vinculados con la
determinación de la subjetividad de la conducta, esto es dolo o culpa
(Greco, 519). En cuanto a los denominados conocimientos especiales,
vinculados también con el dolo, se trata de una anomalía o “aporía”
difícil de superar por una teoría pretendidamente “objetiva” (Rojas
A., “Aporía”, 243; Wilenmann, “Conocimientos especiales”, 163,
quien extiende esta anomalía también a la propuesta funcionalista más
radical de Jakobs). Por su parte, aludir a la ilicitud del riesgo apunta a
su antijuridicidad y, especí camente, al carácter legítimo o no del
ejercicio de un derecho, profesión, cargo u o cio, ya contemplado en
la legislación como una causal de justi cación (art. 10 N.º 10). Incluso
el criterio de la disminución del riesgo, que se sostiene para a rmar la
falta de imputación del resultado lesivo al auxiliador que desvía hacia
el hombro de la víctima un golpe que, dirigido contra la cabeza de
ésta, le habría ocasionado probablemente la muerte, puede
reconducirse sin problema al estado de necesidad (art. 10 N.º 11).
También hay quienes sostienen que toda delimitación del riesgo
permitido no es otra cosa que la delimitación de las conductas
permitidas o prohibidas y, por tanto, un asunto de tipicidad de la
conducta y no de imputación de resultados (Contreras Ch.,
Responsabilidad por el producto, 64). Por último, el criterio del
ámbito de protección de la norma no parece ser sino una forma
diferente de hablar de interpretación de la ley y sus límites en relación
con el bien jurídico protegido. Incluso se discute su ubicación
sistemática y hay autores que la ubican dentro de la antijuridicidad
(Bustos PG, 199), mientras otros escinden sus elementos, para
considerar el “riesgo permitido” una especial causa de justi cación,
separada de la imputación objetiva del resultado (Balmaceda, Castro y
Henao).
Por otra parte, se debe tener presente que la aceptación de la defensa
de falta de imputación objetiva produce diferentes resultados según
sus fundamentos: si se a rma porque se ha creado un riesgo
permitido, no se ha aumentado uno existente o se ha disminuido otro,
puede conducir a la absolución por la falta de tipicidad o
antijuridicidad material del hecho. Lo mismo podría decirse respecto
de la aceptación de falta de imputación objetiva por encontrarse el
hecho fuera del ámbito de protección de la norma. Pero cuando se
acepta porque el resultado no se produce por intervención de la
víctima, terceros o del acaso, queda subsistente la responsabilidad a
título de tentativa y, sobre todo, de frustración, amén de los delitos
consumados que pudieron haberse cometido antes (como en la
progresión de las lesiones hacia el homicidio), lo que producirá un
concurso a resolverse según las reglas del concurso aparente de leyes.
No obstante, en la forma propuesta por Roxin, esta teoría todavía es
útil como fórmula heurística que reúne diversos criterios normativos o
defensas que permiten negar relevancia jurídica a la mera causalidad
natural, previamente determinada conforme al criterio de la conditio
(Carnevali, “Relación de causalidad”, 229). Sin embargo, por las
razones expuestas por sus críticos, es discutible que la aceptación o no
del alegato de falta de imputación objetiva sea una cuestión jurídica
autónoma que habilite per se un recurso de nulidad por infracción al
derecho del art. 373 b) CPP, como sí podrían serlo las infracciones a
las regulaciones que establecen las causales de justi cación y
exculpación, los elementos subjetivos de la responsabilidad o la propia
interpretación del tipo penal a que se re eren los criterios de
imputación objetiva. Esta distinción se ha planteado también, en un
sentido similar, desde el punto de vista de la losofía de los actos del
habla, diciendo que el contenido descriptivo o locucionario de la
a rmación de la existencia de una relación de causalidad en el mundo
es una cuestión de hecho; mientras que el contenido valorativo o de
imputación, tendría un carácter de “acto ilocucionario que contribuye
a la generación de un hecho social”, susceptible de justi cación en las
normas a que hace referencia y no de prueba y, por lo tanto
susceptible de nulidad por infracción de derecho (Krause,
“Causalidad”, 99).
Con todo, siempre es posible recurrir de nulidad, según el art. 373 f)
CPP, en relación con lo dispuesto en los arts. 342 c) y 297 del mismo
cuerpo legal, cuando la aceptación o negación de los criterios de
imputación objetiva supongan el asentamiento de un hecho (p. ej., la
intervención voluntaria de la víctima o de un tercero) que contradiga
los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los
conocimientos cientí camente a anzados.
b) Prohibición de regreso, auto responsabilidad, intervención
de terceros y principio de confianza
En su origen, la prohibición de regreso se conceptualizó como la de
impedir atribuir responsabilidad por el hecho libre de una persona a
terceros que actuaron con anterioridad y contribuyeron causalmente a
ese hecho mediante la creación de las condiciones tomadas en cuenta
por el responsable (Ananías, “Prohibición”, 230). Luego, la defensa de
prohibición de regreso supone probar que existió después de la
intervención del acusado, la de terceros que actuaron de manera
independiente y pueden ser responsabilizados por el hecho, “de modo
que se debe estar al [último] hecho concreto en examen y no
retroceder más allá de él” (Garrido DP III, 42). En tales casos, la
actuación posterior independiente o auto responsable de terceros
supone que solo a ellos se les imputa objetivamente el aumento del
riesgo, de modo que pueda a rmarse que, para quienes actuaron con
anterioridad, la posterior actuación del tercero es imprevisible o
inevitable. Sin embargo, esta prohibición no alcanza en nuestro
sistema al que instrumentaliza a otro (autoría mediata), contribuye al
hecho ajeno previo concierto (coautoría y complicidad, arts. 15, N.º 1
y 3, y 16), induce a su realización (art. 15 N.º 2) o coopera a su
realización con conocimiento del alcance de su contribución
(complicidad, art. 16).
En el conocido caso de la ambulancia que, por correr
precipitadamente al hospital termina incrustada en un poste,
muriendo el paciente herido a bala que transportaba, se dice que la
intervención negligente del conductor excluye la imputación objetiva
del resultado mortal a quien disparó: aunque la conducta realizada
[disparar] se encontrase prohibida y el riesgo puesto fuese ciertamente
mortal, ese riesgo no se realizó en el resultado, sino otro muy
diferente, imprevisible e inevitable para quien disparó. De antiguo,
este es el parecer de nuestra jurisprudencia respecto a los resultados
mortales derivados de errores en las intervenciones quirúrgicas no
vinculados con las heridas que las hacen necesarias
(Politoff/Bustos/Grisolía PE, 64).
Lo mismo vale en el supuesto, abordado por nuestra jurisprudencia,
de quien encontrándose herido, rehúsa voluntariamente la ayuda de
sus agresores compañeros de juerga, y se deja desangrar a la vera del
camino, pereciendo por falta de atención médica oportuna
(Etcheberry DPJ IV, 34). El riesgo producido por la herida, no
necesariamente mortal, fue llevado a ese grado por una actuación
voluntaria de la víctima (impedir la asistencia oportuna), no imputable
a sus autores. Aquí operaría el principio de auto responsabilidad o
ámbito de imputación a la víctima (Hernández B., “Comentario”, 51).
La auto responsabilidad de la víctima excluye la imputación objetiva
tanto si es ella la que se causa la lesión (autolesión) o lo hace con la
colaboración consentida de otro (heterolesión), siempre que actúe
libremente, esto es, sin coerción, engaño o prevalimiento, como sucede
en la relación entre quien muere producto de una mezcla de sobredosis
de drogas y alcohol en una noche de juerga y quien le provee solo
parte de la droga que consumió (SCS 19.1.2011, Rol 1131-9; y Rojas
A., “Omisión”, 179). En el caso más complejo de puesta en peligro
creado simultánea e imprudentemente por el autor y la víctima, como
en el ejemplo del pasajero que sale expedido de un vehículo que choca,
lo que es atribuible no solo a la colisión, sino principalmente a la falta
de uso de cinturón de seguridad, la regla será que cada uno
responderá por su propia actuación imprudente a menos que la de la
víctima sea lo su cientemente relevante como para desplazar al autor
como causante del hecho, lo que debiera decidirse caso a caso (Rivera,
315)
En cambio, en el caso de la ambulancia, si ésta se estrella producto
de que el autor de las heridas del paciente que conduce al hospital
previamente había dañado sus componentes mecánicos o se había
concertado con un tercero para provocar el accidente, o la atención
médica no se presta por su intervención para evitarla, podría a rmarse
que la intervención de terceros o su falta de intervención, no excluye
la imputación objetiva.
Hoy en día, se conceptualiza esta defensa también bajo la idea del
principio de con anza, según el cual la actuación responsable de
terceros no concertados excluye la responsabilidad personal en
aquellos casos donde concurren diversas personas a la creación de
riesgos, de gran importancia en los delitos culposos (cuasidelitos en el
trá co rodado, derivados de la actividad médica, la construcción o la
industria). Aquí, la generación de riesgos para sí mismo parece indicar
que difícilmente serán queridos y, por tanto, estamos en el ámbito de
la imprudencia: p. ej., la conducción de vehículos motorizados es
riesgosa para el que conduce y terceros, lo mismo que la producción
de alimentos y la distribución de agua potable. Pero la ley chilena
admite la sanción tanto a título doloso como imprudente de la puesta
en peligro de personas indeterminadas por la distribución de aguas
envenenadas y productos alimenticios o medicinales defectuosos (arts.
315 a 319). Y nada impide la atribución a título doloso de delitos de
homicidio y lesiones por los peligros generados en actividades
industriales, si existe conocimiento del riesgo generado y voluntad o,
al menos, aceptación, de su realización, como sucede con la
colocación en el mercado de productos defectuosos cuya peligrosidad
en su uso cotidiano no es parte de la autorización general o particular
recibida, lo que habrá de probarse caso a caso (para la casuística
alemana, con una propuesta de aplicación a la situación chilena, v.
Contreras Ch., “Prohibición”, 25). Aquí, contra la idea de que el
principio de con anza puede delimitar a priori los deberes de cuidado,
excluyendo per se la imputación objetiva, se debe considerar que en
las actividades industriales existe, por regla general, libertad de
contratación y una relación de subordinación y dependencia entre el
empleador y los trabajadores (art. 2 Código del Trabajo), de modo
que los directivos están siempre en posición de elegir a sus
trabajadores, ordenarles acciones determinadas y variar sus
condiciones laborales o despedirlos en caso de insatisfacción. Luego,
ellos asumen la responsabilidad por su elección y supervisión, en tanto
trabajadores capacitados para cumplir las funciones que les asignan,
lo que origina una eventual responsabilidad imprudente en la elección,
conducción o vigilancia, salvo enajenación del subordinado o actos de
sabotaje. Pero también podría existir una responsabilidad dolosa si,
con pleno conocimiento del riesgo generado por los empleados o los
productos de la empresa, se acepta su colaboración o distribución al
mercado, respectivamente, para obtener con ello bene cios o reducir
pérdidas. Lo mismo sucederá en caso de que la elección o la falta de
vigilancia sean deliberadas o instrumentales a la voluntad de los
directivos, donde incluso podría haber responsabilidad dolosa por
autoría mediata con instrumento bajo error.
c) Concausalidad y resultados extraordinarios (causas
desconocidas)
Dada la complejidad del suceder causal natural, es probable que
muchos o algunos resultados de las conductas humanas aparezcan, a
la luz de un agente razonable, como extraordinarios, y, por tanto, no
imputables a su persona, por no corresponder al riesgo creado por su
conducta, según un criterio razonable o normativo, ex ante. Así,
aunque no es extraordinario el resultado mortal de una herida corto
punzante en el tórax del ofendido, ni el de una herida en la región
abdominal que deriva primero en una peritonitis y luego en la muerte
(RLJ 17); quien golpea a otro con una cuchara de palo en la cabeza
difícilmente esperará producir el mismo resultado mortal que si lo
hiciera con un martillo de acero. Luego, si la víctima de un simple
golpe de puño o con un arma de madera se desvanece y fallece, el
imputado podría alegar en su defensa que el resultado fue, para él,
extraordinario, como lo sería para cualquier agente razonable en
similares circunstancias: el que desconoce el potencial mortal de su
conducta no puede ser imputado por un resultado no querido ni
previsto.
Sin embargo, si se prueba que el autor conocía las condiciones que
desencadenaron el resultado y que, por tanto, para él era previsible y
evitable, la defensa cae y el acusado puede ser responsable del hecho
imputado, con lo cual el carácter objetivo o normativo de este criterio
se reserva solo para los casos de agentes con “conocimientos
generales”, excluyéndose de la defensa quienes poseen “conocimientos
especiales”. Así, nuestra jurisprudencia ha eximido de pena por la
muerte de un hemofílico si quien lo hiere desconoce esa calidad, pero
no por la de quien golpea a otro en la cabeza, conociendo su debilidad
capilar (SC Marcial 10.5.1995 y SCA Santiago, RDJ 61, 244, ambas
citadas por Künsemüller, “Hipótesis”, 830). Pero por previsible que
sea el resultado, si es inevitable para el agente, no habrá imputación
objetiva, por más que trate de evitarlo infructuosamente o, como
sucede en ciertas intervenciones médicas incluso negligentes frente a
condiciones extremas de los pacientes, éstas no lo evitarían aún de
seguirse estrictamente las indicaciones y protocolos aplicables (SCS
22.7.2009, DJP Especial I, 667, con comentario crítico de J. Rondón).
En el caso hipotético extremo, no es autora de un homicidio la
amante que da a su pareja una “pócima de amor” a base de productos
marinos inútiles para ese propósito e inocuos para la generalidad de
las personas, pero a la que el amado reacciona con un shock
ana láctico a causa de su alergia al yodo que la amante desconoce, lo
que provoca su muerte. En este supuesto, la conducta de la mujer ni
siquiera es prohibida por la ley, ya que el hecho corriente de hacer
ingerir a otro un alimento es un riesgo permitido. Pero, si se prueba
que la amante conoce la condición extraordinaria de la víctima y le
sirve tal “pócima”, entonces la imputación causal no puede ser
desvirtuada. El juicio acerca de la muerte de la madre de Margarita
por el somnífero que Fausto le ha proporcionado para evitar ser
descubiertos se enfrenta a esta perplejidad: ¿el somnífero causa la
muerte porque la madre tenía una condición prexistente?, ¿conocían
los amantes esta condición?, ¿equivocan la dosis?, ¿conocían los
efectos de la sobre dosis?, etc.: la imputación objetiva se transforma
así en el problema muy poco objetivo de la determinación del dolo
sobre la base de los conocimientos especiales de los intervinientes o de
la existencia de un supuesto preterintencional o imprudente (Tamarit,
Casos, 131).
Luego, todos los casos posibles se reducen a la prueba de la
previsibilidad y evitabilidad o control por parte del imputado, no
pudiéndose dar una solución general, que a rme la existencia de
resultados extraordinarios per se no imputables objetivamente, como
sugeríamos en obras anteriores.
Así, la cuestión que se suscita con el antiguo problema del “puñetazo
fatal” es un asunto que debe resolverse a nivel probatorio: el que
empuja o golpea a otro, quien cae al suelo producto de su estado de
embriaguez y muere días después por el TEC causado por la caída,
causa esa muerte, en el sentido natural, pero a título imprudente, por
regla general; solo será responsable del homicidio (doloso) si se prueba
que el golpe y la caída estuvieron precisamente dirigidos a azotar la
cabeza de la víctima en un suelo duro o pedregoso, apto para causarle
un TEC mortal, o al menos su ocurrencia fue aceptada (dolo
eventual). El asunto dista mucho de ser un caso de laboratorio, como
aparece en la obra de Novoa, quien primero estuvo por considerar
aplicable la solución del dolus generalis (el que golpea a otro responde
de todos los resultados, sin atención a su intención), para tiempo
después aceptar una solución en la línea de la que aquí se propone
(Novoa, Grandes procesos, 107. Ahora, v. SCA Santiago 30.1.2008,
DJP Especial II, 863, estimando dolo eventual, con comentario crítico
de J. I. Piña).
Finalmente, también se podría considerar “extraordinario” (y no
imputable objetivamente) el resultado de muerte si, según la autopsia,
ésta se produce por falta de “servicios médicos oportunos y e caces” y
se desconoce la causa de esa falta de atención, lo que podría
considerarse un supuesto de “prohibición de regreso” por
indeterminación procesal (Vargas P., “Variante”, 69).
d) Resultado retardado
Es un hecho de la experiencia diaria que a la conducta homicida no
sigue necesariamente la muerte del ofendido y que ésta se puede
retardar, pero de todos modos producirse, a pesar de los esfuerzos
infructuosos practicados por terceros para evitarlo. Así, en un caso en
que la muerte de la infortunada víctima se produjo cinco días después
de recibidas las heridas, por una peritonitis generalizada causada por
ellas, la Corte Suprema condenó igualmente por homicidio, aunque
mejores cuidados médicos pudieron salvar a la víctima (Etcheberry
DPJ IV, 34).
En consecuencia, la sola alegación de la existencia de un resultado
retardado no constituye una defensa que sirva para poner en duda la
relación de causalidad, si no va acompañada de una prueba que
indique la presencia de la intervención posterior responsable
(penalmente) de terceros o de causas sobrevinientes o concomitantes
desconocidas o no controlables por el agente. Pero, según la
jurisprudencia, el deceso del accidentado cuatro meses después del
hecho no puede imputarse al acusado por el solo lapso transcurrido
(RLJ 482), una regla bastante más estricta que la del derecho común
americano que impide acusar por homicidio al responsable de una
agresión cuando la víctima ha fallecido transcurrido más de un año
desde aquella (Dressler CL, 19982).
e) Caso fortuito
La defensa de caso fortuito consiste en alegar que la producción del
resultado no es imputable a dolo o culpa del agente, careciendo ese
hecho de la vinculación subjetiva (dolo o culpa) que exigen los arts. 1
y 2 para la existencia de un delito o cuasidelito. Luego, toda la
cuestión radicaría en determinar fácticamente si estaban o no en
conocimiento y bajo control del acusado las condiciones de
producción del supuesto caso fortuito o accidente, o al menos si éstas
eran previsibles y evitables, esto es, la existencia o no de prueba sobre
la culpabilidad del agente. La disposición que en el Código lo
reconoce explícitamente, art. 10 N.º 8, sería, por tanto, super ua
(Fuenzalida CP I, 60).
Sin embargo, los hechos de la naturaleza y humanos previsibles, pero
inciertos, como terremotos, inundaciones, hundimientos de buques,
descarrilamientos de ferrocarril, caída de aeronaves y otros similares,
presentan problemas que no pueden ser resueltos únicamente
recurriendo a la falta de previsibilidad (son previsibles, pero inciertos
o poco probables), ni tampoco a la noción civil de caso fortuito o
fuerza mayor (“imprevisto que no se puede resistir”, art. 45). Aquí es
donde la creación de riesgos permitidos (construir un edi cio que se
derrumba o inunda, armar un buque que se hunde o una aeronave que
cae, etc.) aparece como una concausa de las muertes o lesiones por
tales hechos de la naturaleza o de los hombres y donde la imputación
objetiva juega un rol excluyente de la tipicidad en actividades
altamente reguladas. El cumplimiento de las normas de seguridad
establecidas para el caso de la ocurrencia de tales hechos es vital para
determinar si se ha puesto un riesgo permitido o no y, por tanto, si ya
a nivel de tipicidad (o de antijuridicidad, si ese cumplimiento
normativo quiere verse como la eximente del art. 10 N.º 10) es posible
o no excluir la imputación, sin atención a elementos subjetivos. Luego,
es posible en estos casos tanto presentar la defensa positiva de
cumplimiento de las normas que regulan el riesgo permitido como la
negativa de falta de prueba sobre su incumplimiento, pues
corresponde a la scalía acreditar el hecho punible y no a la defensa,
según el art. 340 CPP (SCA Talca 31.7.2012, GJ 385, 217, con nota
aprobatoria de J. P. Matus)
Por otra parte, la legislación nacional parece limitar la defensa del
caso fortuito al que “con ocasión de ejecutar un acto lícito, con la
debida diligencia, causa un mal por mero accidente”, dando pie a
sostener que, en caso de ejecutar actos ilícitos, todos los resultados
serían imputables, fueran o no previsibles, al menos a título de
imprudencia, como ordenaría el art. 71. Si bien esta interpretación es
acorde con la idea del versari in re illicita, dominante en Chile hasta
mediados del siglo XX (Del Río DP II, 184), resulta inconciliable con
nuestro texto constitucional, en la medida que la exigencia de la
subjetividad en la responsabilidad penal de las personas naturales se
desprende de la concepción del delito como una “conducta” (art. 19
N.º 3 inc. 8 CPR). Por ello, están en lo correcto la doctrina y
jurisprudencia actualmente dominantes, al rechazar por “anacrónica”
la teoría del versari, y sostener que la remisión del art. 71 ha de
entenderse como un mandato para que “se observe” lo previsto en el
art. 490, esto es, para que se averigüe si efectivamente concurren o no
los requisitos para con gurar un cuasidelito en el caso concreto
(Etcheberry DPJ I, 286).

§ 6. Tipicidad en la omisión


A. Delitos de omisión propia
En estos casos, la conducta típica consiste en la no realización de
una conducta esperada y descrita en el tipo penal. Así, en el art. 494
N.º 14 la ley espera que, en las circunstancias que señala, se socorra o
auxilie a otro. Otros tipos de omisión propia se hallan en nuestro
Código en los arts. 134; 149 N.º 2, 4, 5 y 6; 156 inc. 2; 224 N.º 3, 4 y
5; 225 N.º 3, 4 y 5; 226; 229; 237; 252 y 253; 256 y 257; 281; 295
bis; 355 y 448, etc. La legislación moderna, además, por la frecuencia
e importancia de los accidentes de tránsito, eleva la omisión de
socorro en tales circunstancias a simple delito en el art. 195 Ley de
Tránsito, con un régimen especial para la determinación de su pena y
una regla concursal que impone su aplicación aun cuando el que omite
haya sido responsable del accidente. También es posible que,
excepcionalmente, se establezcan delitos de omisión propia de
resultado, como el art. 253 inc. 2, donde se suele recurrir a la idea de
la causalidad hipotética para la imputación del resultado, lo que es
imposible desde el punto de vista de la conditio entendida como
causalidad natural. Y también, solo por excepción, están previstos
delitos culposos de omisión propia, como en el art. 229, que sanciona
al empleado público que, por negligencia inexcusable y faltando a las
obligaciones de su o cio, no procediere a la persecución o aprehensión
de los delincuentes, después de requerimiento o denuncia formal hecha
por escrito.
Luego, es innecesario y podría llevar a extensiones desmedidas de la
responsabilidad en esta clase de delitos, fundamentar la
responsabilidad en estos casos en la omisión de supuestos deberes de
solidaridad éticos, políticos o sociales, diferenciables de las precisas
obligaciones de actuación de cada delito de omisión propia (o. o., van
Weezel, “Optimización”, 1094 quien, por el contrario, basado en
consideraciones éticas vinculadas con la losofía del derecho de Hegel,
ve en esta vinculación la posibilidad de limitar la expansión de la
solidaridad en perjuicio de la libertad de cada cual).
Por otra parte, la doctrina está de acuerdo en exigir para la sanción
en estos casos que el omitente tenga capacidad de realización de la
conducta esperada, por sí o por medio de terceros, como da a
entender el art. 494 N.º 14 al agregar el requisito de poder actuar “sin
detrimento propio” (Bustos/Hormazábal, Sistema, 107).

B. Delitos de omisión impropia


En los delitos de resultado puro, donde la ley describe una conducta
que se identi ca con su resultado y no con el modo de su producción,
como en “el que mate a otro” del art. 391, se admite
mayoritariamente que es posible imputar ese resultado a quien,
teniendo el deber de evitarlo, no lo evita pudiendo hacerlo (RLJ 16).
Sin embargo, existen voces que reclaman su inconstitucionalidad o
niegan su posibilidad empírica (Novoa, Delitos de Omisión, 188 y
Contesse, “Omisión”, 31, por una parte; y Etcheberry, “Omisión”,
898, por otra).
Pero su aceptación se fundamenta en que así lo daría a entender el
art. 492 inc. 1, que se re ere explícitamente no solo a acciones, sino
también a omisiones que constituirían un crimen o simple delito
contra las personas, aunque en dichos delitos (Tít. VIII, L. II CP) no se
contienen guras de omisión formalmente descritas. Esto permite
adelantar que el legislador entiende, además, que el lugar natural
donde la comisión por omisión se mani esta es en los cuasidelitos o
delitos culposos. Sin embargo, esta asimilación solo es posible siempre
que la ley no la excluya explícitamente, como en las guras que
suponen un comportamiento personal o corporal, como la bigamia
(art. 382 CP) o el incesto (art. 375 CP) o que describen un modo
preciso de conducta previa al resultado, como el causar ciertas lesiones
“hiriendo, golpeando o maltratando de obra a otro” (art. 397) u
obligar a otro “con violencia o intimidación a suscribir, otorgar o
entregar un instrumento público o privado” (art. 438). En tales casos
la estructura del tipo impedirá su sanción a título de omisión, aunque
por la existencia de un resultado puedan concebirse intelectualmente
casos en que ciertas personas se encontrasen obligadas a evitarlo.
Tampoco se admite para agravar la responsabilidad en las omisiones
propias, sustituyendo estas guras por las de los resultados no
evitados (p. ej., arts. 346 a 352 y 494 N.º 13 a 15 CP, y en el art. 195
Ley de Tránsito). Por tanto, la sola creación de un riesgo no es
fundamento su ciente para “adscribir” la no evitación de su
realización a un delito de comisión por omisión (doloso), como ha
propuesto algún sector de la doctrina (Carnevali, “Omisión”, 77). Ello
debe rechazarse, pues en los casos en que la ley restringe la
punibilidad a conductas activas, el principio de legalidad impone que
no sea posible, legalmente, su sanción a título de comisión por
omisión, aunque se pudiese imaginar algún caso, como sucede
precisamente con las lesiones del art. 397: es probable que un padre o
un médico no evite una lesión de esa clase, pero no podrá ser
sancionado a ese título, que exige actuación “de obra”, sino solo a
título de la gura residual del art. 399, que castiga todas las lesiones
“no comprendidas” en los artículos anteriores.
A nuestro juicio, el único fundamento plausible de la sanción de los
delitos de omisión impropia es su entendimiento como delitos
especiales (Mañalich, “Omisión”, 241). Esto signi ca que se trata de
delitos basados en el incumplimiento de una obligación legal o
contractual especial de evitar un resultado descrito en un tipo penal,
impuesta a determinadas personas, esto es, los garantes (o. o. Rojas
A., “Solidaridad”, 724, para quien la posición de garante es un
concepto prescindible si se limita a deberes especiales emanados
exclusivamente de la ley o el contrato). Y ello, solo en los casos de
delitos de resultado puro, en los que el tipo penal no restringe el hecho
punible a formas concretas de conductas activas.
Pero no basta la habilitación legal y la posición de garante para la
imputación de un delito de comisión por omisión. Se requiere,
además, la efectiva asunción de esa posición de garante, la producción
causal del resultado, y que el resultado sea imputable objetivamente a
la omisión, de modo que pueda a rmarse que ésta equivale a la acción
penada por la ley.
Son fuentes indiscutidas de la posición de garante la ley y el contrato
(Bustos, Flis sch y Politoff, “Omisión”, 1203). De la ley surgen los
deberes de protección de los cónyuges entre sí y de los padres a sus
hijos (arts. 102, 131, 219 a 223, 276 y 277 CC). Pero ha de tenerse
siempre en consideración para su exigencia la edad y condiciones
reales de cada cual, pues, p. ej., respecto de la obligación de cuidar a
los hijos, esta “tiene una gran amplitud si se trata de menores de corta
edad, pero es indudable que se atenúa considerablemente a medida
que el menor aumenta de edad” (Flis sch, 119). Alguna doctrina
incluye entre las fuentes de la posición de garante los cuasicontratos,
como p. ej. la posición del médico que asume el tratamiento de un
enfermo inconsciente al que luego no presta la atención necesaria,
resultado de lo cual el paciente muere (Etcheberry DP I, 205). Ello
puede aceptarse sin problemas pues el cuasicontrato no es sino la
forma de una obligación legal derivada de hechos de la naturaleza o
conductas propias, como la comunidad hereditaria o la gestión
o ciosa de negocios ajenos, respectivamente (art. 2284 CC). También
es posible homologar a la ley, como fuente de la posición de garante,
los decretos supremos dictados en ejercicio de la potestad
reglamentaria autónoma del Presidente y los que sean necesarios para
el cumplimiento de las leyes, en la medida que sean de aplicación
general (art. 32 N.º 4 CPR).
De la ley y los contratos surgen también las posiciones de garante en
las actividades empresariales, particularmente aquellas sometidas a
detalladas regulaciones industriales, laborales y sanitarias. Aquí, el
deber de garante se identi ca con el de aseguramiento de las fuentes de
peligro bajo control propio, como el que tendrían los encargados de
una industria en la evitación de los daños que sus instalaciones
causaren al ambiente o sus productos a los consumidores (Hernández
B., “Comentario”, 26; Contreras Ch., “Garante”, 18). Según parte de
la doctrina, ese deber de aseguramiento se transformaría en un deber
de vigilancia tratándose de la conducta de los empleados de las
empresas, aun cuando sean plenamente responsables, lo que permitiría
fundar una posición de garante de los directivos que no evitan la
comisión de delitos, dado que en la actividad empresarial como fuente
de peligro no sería distinguible el que proviene de la actividad de los
empleados del que se deriva de las instalaciones y los productos
(Hernández B., “Directivos”, 575). Sin embargo, este deber de
vigilancia que permitiría fundar una imputación a los directivos por
todas las conductas de los empleados (incluso las imprudentes y las
dolosas no concertadas ni aceptadas), parece difícilmente conciliable
con las complejidades de las formas de organización de las empresas
modernas y las restricciones propuestas a la imputación objetiva según
los principios de auto responsabilidad y la consecuente prohibición del
regreso. En todo caso, de aceptarse esta extensión de la
responsabilidad, siempre cabría una defensa general de cumplimiento,
basada en el establecimiento ex ante de mecanismos de prevención, en
la denuncia oportuna de los hechos y sus responsables y en la
reparación de los daños causados, pero no acordados ni aceptados.
Por tanto, se debe rechazar la idea de fundamentar las posiciones de
garante en un supuesto deber general de evitar daños a terceros, sea en
la propia organización (competencia por organización) o derivado de
un rol social (competencia institucional), como quieren ciertas
corrientes funcionalistas, de donde se derivaría que entre la comisión
activa y la omisiva solo habría una diferencia técnica —de elección de
medios— a disposición de los responsables (Jakobs, “Imputación”,
859; y Navas, 680). Estas ideas llevan, por una parte, a una ilimitada
extensión de la responsabilidad penal mediante “una argumentación
sustantiva relativamente libre”, sin restricción alguna en la legalidad
(Wilenmann, “Omisión”, 319); y, por otra, son contrarias a nuestro
sistema jurídico, como lo demuestra el art. 16 Ley 20.584 que permite
a los prestadores de salud (a pesar de estas obligados
institucionalmente a su conservación) omitir aplicar tratamientos
médicos contra la voluntad del paciente, aunque pudieran ser útiles
para alargar su vida, pero al mismo tiempo prohíbe acelerar
activamente la muerte de los pacientes, aunque estén en la fase nal de
una enfermedad terminal, distinguiendo con ello la omisión permitida
de la acción prohibida, sin que ellas sean equivalentes o
intercambiables entre sí.
Por otra parte, el problema de la extensión de las posiciones de
garante más allá de las fundadas en deberes jurídicos especiales de
evitación (ley y contrato) es mani esto en nuestra jurisprudencia, que
admite también como fuentes de la posición de garante obligaciones
indeterminadas, fundadas en algún deber “ético social” y en el
llamado hacer precedente peligroso o injerencia (RLJ 16). Esta
extensión es rechazada por la doctrina, ya que carece de todo
contorno objetivable conforme a la ley (Rojas A., “Omisión”, 730).
Por lo mismo, se debe rechazar también la idea de fundar una posición
de garante en la llamada comunidad de peligro, como la que surgiría
de la realización conjunta de una actividad riesgosa (Cury PG, 683).
No obstante, dado que el hacer precedente o injerencia (y también la
comunidad de peligro) suponen una combinación de acción inicial
que, de alguna manera, desemboca en el resultado que la ley pretende
evitar (p. ej., llevando a la víctima de un atropello a un lugar donde
solo el conductor imprudente puede brindarle auxilio, o conduciendo
a un grupo por un sendero peligroso), se puede comprender esta
constelación de casos no como delitos de omisión, sino de simple
comisión, donde una vez demostrada la causalidad natural a partir de
la primera conducta activa, deben también superarse los ltros de la
imputación objetiva. Ello importa excluir de la imputación los
resultados que se siguen de conductas justi cadas, pues el peligro
realizado está permitido y no prohibido (Soto P., “Jurisprudencia”,
250). Pero también aquellos que son consecuencia de un error o de
acciones exculpadas, pues no puede ser cierto que un mismo hecho sea
impune y punible al mismo tiempo, solo por el acaso y el transcurso
del tiempo. Por eso consideramos errada la SCS 4.8.1988, GJ 218, 96,
donde se estimó que herir a un tercero en un caso de error sobre los
presupuestos objetivos de la causal de justi cación era un error de
prohibición que excluiría la responsabilidad del agente si la víctima
hubiese muerto al instante, pero que hacía nacer simultáneamente una
posición de garante con obligación de evitar su muerte si sobrevivía,
condenándose al acusado por homicidio en comisión por omisión. En
todos los demás casos, la cuestión fundamental no es si un resultado
puede imputarse a una conducta voluntaria anterior (la injerencia) que
se encuentra en su curso causal, un simple problema de causalidad
natural, si no el título de esa imputación. Y aquí lleva razón la
doctrina que estima que si ese primer hecho (la injerencia o hacer
precedente) no contempla la intención de la comisión de un delito
doloso (conocimiento y voluntad de realización), aunque el resultado
fuese previsible y evitable, no genera un delito doloso (comisión por
omisión) por el solo paso del tiempo o la falta u omisión de injerencia
posterior: un cuasidelito de lesiones producto de un atropello no se
transforma en un homicidio en comisión por omisión por el solo paso
del tiempo, sino solo en un cuasidelito de homicidio más un eventual
delito de omisión de denuncia y auxilio del art. 195 Ley de Tránsito
(Garrido DP I, 243. O. o. Izquierdo, “Omisión”, 340, quien insiste en
la idea de que, si el actuar precedente fue doloso o culposo, es
irrelevante para la generación de la obligación de evitar el resultado,
lo que permitiría a rmar comisión por omisión dolosa en ambos
supuestos. A nuestro juicio, en cambio, la única posibilidad de que un
actuar precedente culposo genere responsabilidad dolosa a título de
comisión por omisión, sería la actuación posterior dolosa que
interviene en el curso causal: quien atropella a una persona y la
socorre, no comete homicidio doloso en comisión por omisión si el
atropellado muere desangrado a la vera del camino, a menos que al
atropello haya seguido el ocultamiento del herido para excluir terceros
cursos salvadores).
Pero no basta con la existencia de una especial obligación legal o
contractual de evitación de un resultado para imputar un hecho a
quien se identi ca como garante del bien jurídico. Se requiere, además,
que el garante asuma efectivamente esa posición en el caso concreto,
excluyendo la posibilidad de actuación de terceros salvadores de modo
que quede en sus manos la evitación del resultado. Esta es una
cuestión de hecho, que debe probarse por la acusación, y que puede
contradecirse probando que, en el caso concreto, no se excluyó a
terceros salvadores. La importancia de esta prueba es tal, que ella es
prácticamente la única que permite distinguir la comisión por omisión
de otros delitos en que intervienen garantes o la omisión es su
fundamento: el abandono de niños y personas desvalidas, cuya
penalidad se encuentra disminuida frente a los delitos de homicidio y
lesiones, incluso cuando quienes abandonan a niños y personas
desvalidas que fallecen a causa del abandono son sus padres, hijos y
cónyuges (arts. 346 a 352); la de denunciar o auxiliar en accidentes de
tránsito (art. 195 Ley de Tránsito); y la mera omisión de socorro y el
abandono-falta cuando la persona que no se salva o se abandona
resulta herida o muerta (art. 494 N.º 13, 14 y 15). Por ello, algunos
autores funcionalistas la consideran como la verdadera fuente de la
posición de garante, pues se atribuye a la propia organización del
agente que genera su responsabilidad (Piña, Fundamentos, 171).
Pero tampoco basta con la asunción de la posición de garante para
imputar responsabilidad a título de comisión por omisión. El
resultado producido también debe ser objetivamente imputable. Esto
signi ca a rmar, en primer lugar, una causalidad hipotética (si el
garante hubiera actuado, el resultado se habría evitado) o normativa
(RLJ 18). Para ello, la acusación debe probar, en primer lugar, la
evitabilidad del resultado. La defensa contra esa prueba es a rmar que
en el caso concreto el resultado era inevitable para cualquiera, como
en el caso del salvavidas que ve con impotencia cómo un bañista se
ahoga a 500 metros de la playa, lugar desde él ni cualquiera, aunque
quieran y deban, pueden rescatarle. La defensa también puede alegar
que no hay imputación objetiva, porque el resultado se produce por la
intervención independiente de un tercero autoresponsable o de la
propia víctima. Así, p. ej., un fallo absolvió a una madre por la muerte
en comisión por omisión de su hijo, pues se acreditó que quien agredía
al menor era el conviviente, un tercero autoresponsable, sin
intervención de la acusada en ninguna de las formas del art. 15 o 16,
aun cuando se probó que ella no había denunciado las lesiones que
sufrió previamente a su muerte el menor a manos de su conviviente —
denuncia a la que no se encontraba especialmente obligada—
agregando, en clave de exculpante, una referencia la condición de
desamparo e indigencia a que la acusada y su hijo fallecido se
encontraban expuestos (RLJ 348). Respecto de la intervención
autoresponsable de la víctima, el caso más destacado es el de la no
evitación de un suicidio, donde se a rma que si es causado por la
intervención plenamente responsable de la víctima parece excluir la
imputación a título omisivo del cónyuge o familiar que no la evita
(Hendler y Gullco, en Casos DPC, 219, quienes, con fundamento en
los arts. 17.1 PIDCP y 11.2 CADH que establecerían un espacio de
vida privada —incluyendo en él la capacidad de ejecutar un suicidio
—, rechazan la conclusión contraria de un fallo del Tribunal Supremo
alemán que estimó obligación del cónyuge evitar el suicidio del otro).
Probada la existencia de la posición de garante, su asunción efectiva
y la imputación objetiva del resultado, es posible a rmar que la
comisión equivale a la acción en los delitos de resultado, siempre que
la descripción típica no limite la sanción a conductas positivas y la
omisión que se trate no esté especialmente regulada.
Finalmente, hay que insistir en que la a rmación de la tipicidad
objetiva de un hecho a título de omisión impropia no determina su
aspecto subjetivo, pues la mayor parte de estos supuestos
corresponden a la negligencia, como sucede particularmente con la
responsabilidad penal médica (Vargas P., Responsabilidad, 8); y su
atribución a título doloso requiere, además, la prueba de la intención
de que el resultado se produzca.
Capítulo 7
Antijuridicidad
Bibliografía
Acosta, J. D., “Artículo 10 N.º 7 y 11 del Código Penal. Algunos criterios de delimitación”,
LH Cury; Aquino, T., Suma Teológica, T. I a III, Madrid, 1994; Astrosa, R., Código de
Justicia Militar Comentado, Santiago, 1985; Braghetto, I. y Vicente, J., Riesgos y
complicaciones. Procedimientos anestésicos y quirúrgicos, Santiago, 2000; Bullemore, V.,
“La relación médico paciente como integrante de la lex artis”, LH Penalistas; Bustos, J. y
Politoff, S., “Los delitos de peligro”, Clásicos RCP II; Campos, J., “La responsabilidad
médica de carácter culposo en la legislación y jurisprudencia”, Clásicos RCP II; Canteros, J.
et al, “Limitación al esfuerzo terapéutico”, R. Chilena de Medicina Intensiva 22, 2007;
Castillo, J. P., “El estado de necesidad del artículo 10 N° 11 del Código penal chileno: ¿Una
norma bifronte? Elementos para una respuesta negativa”, RPC 11, N.º 22, 2016; Contreras
Ch., L., “El principio de con anza como criterio delimitador de la responsabilidad penal de
los médicos”, R. Acta Bioethica 25, N.º 1, 2019: Cousiño, L. “Los integrantes subjetivos de
la justi cación”, Clásicos RCP II; Couso, J., “Comentario al art. 10 N.º 4 a 7 y 10”, CP
Comentado I; Cury, E., “El estado de necesidad en el Código penal chileno y la ampliación
de su alcance por vía supralegal”, LH Bustos; “El estado actual de la doctrina y
jurisprudencia nacionales en torno a los problemas del error de prohibición”, LH Solari;
“El estado de necesidad en el Código penal chileno”, LH Profesores; Drapkin, A., “Defensa
legítima. Estudio de la jurisprudencia nacional”, Clásicos RCP, 2018; Etcheberry, A., “Los
trasplantes de órganos ante los principios jurídicos generales”, Clásicos RCP II; “Caso
‘Ebrio herido’”, Casos PG; Fuentes F., D., La ponderación de los males en el estado de
necesidad, Santiago, 2009; García S., M., El estado de necesidad en materia penal,
Santiago, 1999; González, S. y Pino, J. P., Análisis jurisprudencial de los delitos de
mutilaciones, lesiones y duelo, Talca, 2002; Guzmán D., J. L., “’ Dignidad humana’ y
‘moderatio’ en la legítima defensa (notas sobre una interpretación restrictiva de la
institución)”, R. Derecho Penal y Criminología 4, 1994; “La actividad libre de valoración
jurídica y el sistema de las causas de justi cación en el Derecho penal”, Anuario de la
Facultad de Ciencias Jurídicas (Antofagasta) 9, 2003; Guzmán V., M., “Responsabilidad
penal del médico y personal paramédico en el tratamiento de la muerte próxima”, Clásicos
RCP II; Hernández B., H., “Consentimiento informado y responsabilidad penal médica: una
relación ambigua y problemática”, Cuadernos Jurídicos (UDP) 6, 2010; “Comentario a los
arts. 1 a 4 y 10 N.º 8 a 9 y 11 a 13”, CP Comentado I; “Sobre la legitimidad de los delitos
de peligro abstracto, a propósito de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional chileno”,
LH Etcheberry; “La legitimidad de las indicaciones del aborto y su necesario carácter de
causas de justi cación”, en Casas, L. y Lawson, D. (Comps.), Debates y re exiones en
torno a la despenalización del aborto en Chile, Santiago, 2016; Husak, D., The Philosophy
of Criminal Law, Oxford, 2010; Jakobs, G., Estudios de derecho penal, Madrid, 1997;
Jiménez de Asúa, L., Tratado de derecho penal, T. IV, Buenos Aires, 1952; Künsemüller, C.,
“Responsabilidad penal del acto médico”, RChD 13 N.º 2, 1986; Mañalich, J. P., “Normas
permisivas y deberes de tolerancia”, RChD 41, N.º 2, 2014; Maldonado, F., “Re exiones
sobre las técnicas de tipi cación de los llamados “delitos de peligro” en el moderno derecho
penal”, REJ 7, 2006; Matus, J. P., La transformación de la teoría del delito en el derecho
penal internacional, Barcelona, 2008; “Acerca de la licitud de ‘las peleas de gallos’ y el
alcance del delito del artículo 291 bis del Código penal”, GJ 370, 2011; Muñoz, A. y de
Mussy, O., “Legítima defensa personal”, Doctrinas GJ II; Noriega, F., La negligencia médica
ante la doctrina y jurisprudencia nacionales, Santiago, 2011; Novoa M., E., El trasplante de
corazón, Santiago, 1969; Ortiz M., P., “Provocación, agresión y defensa”, Clásicos RCP I;
Ortiz Q., L., “La legítima defensa putativa”, R. Chilena de Ciencia Penitenciaria y de
Derecho Penal 15, N.º 9, 1962; “Algunas consideraciones sobre la teoría de la acción
nalista”, Clásicos RCP II; Perin, A., “Responsabilidad penal por mala praxis médica y
política criminal (mirando hacia el futuro)”, DJP 35, 2018; “La relevancia de los cursos
causales hipotéticos en la imputación normativa del resultado a la conducta imprudente. Su
signi cado práctico en materia de responsabilidad médica por error de diagnóstico”, RChD
47, 2020; Piña, J. I., “La solidaridad como fuente de deberes. Elementos para su
incardinación en el sistema jurídico penal”, RPC 14, N.º 27, 2019; Rackow, P., Neutrale
Handlungen als Problem des Strafrechts, Frankfurt a. M., 2007; Ramírez G., M.ª C.,
“Delito de desacato asociado a causas de violencia intrafamiliar y error de prohibición.
Perspectiva de los tribunales con competencia en lo penal”, GJ 381, 2012; Ríos, J., “El
consentimiento en materia penal”, RPC 1, N.º 1, 2006; Robinson, P., “Criminal Law
Defenses: A Systematic Analysis”, Columbia Law Review 82, N.º 2, 1982; Rojas A., L.,
“Autotutela ilícita y error. Nota a la sentencia de la Corte Suprema en el caso “Comercial
Antivero”, Rol 1739/03, 2.ª Sala, 27/10/2005”, LH Profesores; Silva O., G., “Imputación y
causas de justi cación”, REJ 18, 2013; Santibáñez, M.ª Elena y Vargas P., T., “Re exiones
en torno a las modi caciones para sancionar el femicidio y otras reformas relacionadas (Ley
N° 20.480)”, RChD 38, N.º 1, 2011; Tapia B., “Legítima defensa en supuestos de violencia
de género”, RCP 42, N.º 3, 2015; Vargas P., T., Delitos de peligro abstracto y resultado.
Determinación de la incertidumbre penalmente relevante, Pamplona, 2007; “Caso
‘Chépica’”, Casos PG; Responsabilidad penal por imprudencia médica, Santiago, 2018;
Vargas P., T., “Algunos antecedentes sobre el complejo ‘deber de previsión’ médico”, R.
Derecho (Valdivia) 30, 2017; Vargas P., T. y Henríquez, I., “La defensa de necesidad en la
regulación penal chilena”, Estudios Socio-Jurídicos 15, N.º 2, 2013; Vásquez, G.,
“Incidencia de la quiebra en los delitos de infracción de la Ley de Cheques”; Doctrinas GJ
II; Vera, J. S., “Legítima defensa y elección del medio menos lesivo”, Ius et Praxis 25, N.º 2,
2019; Villegas, M., “Homicidio de la pareja en violencia intrafamiliar. Mujeres homicidas y
exención de responsabilidad penal”, R. Derecho (Valdivia) 23, N.º 2, 2010; Villena, M.ª I.,
Ureta, F., y Villalón, E., “Aproximación a los criterios para la determinación del deber
objetivo de cuidado en la lex artis médica. Una perspectiva médica”, DJP Especial I, 2013;
Walker, L., The Battered Woman Syndrome, 4.ª Ed., New York, 2016; Welzel, H., “Studien
zum System des Strafrechts”, ZStW, 158, 1939; van Weezel, A., “Caso ‘Agresor
desarmado’”, y “Caso ‘Agresor dormido. El problema del tirano doméstico’”, Casos PG;
“Necesidad justi cante y solidaridad”, LH Etcheberry; Wilenmann, J., “El sistema de
derechos de necesidad y defensa en el Derecho Penal”, InDret 3/2014; “El fundamento del
estado de necesidad en el derecho penal chileno. Al mismo tiempo, introducción al
problema de la dogmática del estado de necesidad en Chile”, R. Derecho (Valdivia) 27, N.º
1, 2014; “Injusto y agresión en la legítima defensa. Una teoría jurídica de la legítima
defensa”, RPC 10, N.º 20, 2015; “Imponderabilidad de la vida humana y situaciones
trágicas de necesidad”, InDret 1/2016; “La legítima defensa sin contención material sobre
la defensa frente a agresiones incorporales y omisivas”, Ius et Praxis 23, N.º 1, 2017;
“Lesión punible e intervención terapéutica en un incapaz de consentir en el derecho
Chileno”, RChD 44, N.º 1, 2017; La justi cación de un delito en situaciones de necesidad,
Madrid, 2017; “El control del ejercicio de la fuerza pública durante el estallido social en la
práctica judicial chilena”, DJP N.º 41, 2020; van Weezel, A., “Optimización de la
autonomía y deberes penales de solidaridad”, RPC 13, N.º 26, 2018.

§ 1. Generalidades
Antijurídica es la conducta típica que lesiona o pone en peligro un
bien jurídico y no se encuentra autorizada por la ley. La prueba de la
existencia del hecho punible y la participación culpable del acusado es
también la de la lesión o puesta en peligro del bien jurídico que la ley
protege en cada gura penal (antijuridicidad material). Pero como la
antijuridicidad material ínsita en la realización típica puede ser
excluida por una causal de justi cación (formal), se dice que la
tipicidad es indiciaria de su antijuridicidad, como el humo lo es
respecto del fuego, pues si existiera un permiso, ese permiso excluiría
la antijuridicidad. Por otra parte, aunque la antijuridicidad de un
hecho se basa en un juicio predominantemente objetivo con referencia
a los resultados y peligros descritos en los tipos penales y a los
permisos legales o causales de justi cación, lo cierto es que su
apreciación no puede excluir ciertos elementos subjetivos. Así lo
exigen los tipos penales en los delitos de intención trascendente y
tendencia, respecto de la antijuridicidad material; y ciertos requisitos
de las propias causales de justi cación, como la falta de participación
en la provocación en la legítima defensa o el deber de soportar el
peligro, en el estado de necesidad, que relativizan esa objetividad en el
análisis de la antijuridicidad formal.
Luego, el permiso en que consiste una causal de justi cación formal
es una excepción que requiere un examen cuidadoso, ya que la prueba
de la existencia del hecho punible signi ca que un bien jurídico ha
sido lesionado o puesto en peligro en la forma descrita por un tipo
penal. En nuestro sistema, el fundamento de los permisos que otorga
la ley es la existencia de un interés preponderante: el del agredido que
se de ende o es defendido en la legítima defensa, art. 10 N.º 4, 5 y 6;
el del necesitado en el estado de necesidad, art. 10 N.º 7 y 11; y el de
la imposición del derecho en el cumplimiento de un deber o ejercicio
legítimo de un cargo, autoridad u o cio (art. 10 N.º 10) y en la
omisión por causa legítima del art. 10 N.º 12. Estas últimas causales
remiten también al ordenamiento en su conjunto, que puede contener
permisos excepcionales en cualquiera de sus normas, como sucede, p.
ej., con las reglas procesales que autorizan la detención en caso de
delitos agrantes (arts. 129 y 130 CPP) y excluyen los delitos de
secuestro y detención arbitraria o irregular (arts. 141 a 143 y 148 CP),
pues como el orden jurídico es uno solo, es imposible que una
conducta sea antijurídica, si una norma exterior al derecho penal la
declara conforme a derecho. Cuando este permiso concurre en los
hechos, desaparece no solo la antijuridicidad formal de la conducta
típica, sino también material: por dañosa que sea materialmente una
conducta (p. ej., causar la muerte de otro o privarle de su libertad), si
está autorizada expresamente por la ley no puede considerarse
contraria a derecho. Este mismo razonamiento, lleva a parte de la
doctrina a sostener que las causales de interrupción del embarazo del
art. 1199 Código Sanitario, en casos de aborto voluntario permitido,
deben considerase también causales de justi cación, aunque
especí cas, pues de otro modo no sería lícito ni exigir la
correspondiente prestación de salud ni pretender la impunidad del
equipo médico que la practica (Hernández B., “Legitimidad”, 241).
No obstante, por su carácter especí co, esta causal de justi cación
será tratada en la parte especial de esta obra, como así también se
hará —por la misma razón— con la del art. 145, un caso especí co de
estado de necesidad relativo al delito de violación de domicilio.
En cuanto a sus efectos procesales, en Chile, mientras la defensa de
falta de antijuridicidad material es negativa y absoluta, ya que niega la
existencia del hecho punible (su tipicidad), por lo que su acreditación
puede conducir a la causal de sobreseimiento del art. 250 a) CPP o la
absolución en juicio por no haberse acreditado el hecho punible; la
defensa basada en una causal de justi cación es positiva y relativa,
pues exige probar las concurrencia de condiciones de carácter personal
que deben a rmarse respecto de cada acusado en particular y por ello
conduce a un sobreseimiento del art. 250 c) CPP o a la absolución
únicamente de quien está justi cado.

§ 2. Defensas basadas en la falta de antijuridicidad material


A. Ausencia de lesividad (de minimis)
La defensa de inexistencia de antijuridicidad material se asienta en la
negación de la lesión o peligro para el bien jurídico que se pretende
proteger por la conducta que se ha tenido probada, en relación con los
requisitos de cada tipo penal.
En el derecho anglosajón esta defensa se conoce como de minimis,
prevista en el art. 2.12. del Model Penal Code como una obligación
del tribunal para desestimar una acusación si el hecho no causa o
amenaza realmente con causar el daño o el mal que la ley pretende
evitar (Husak, 363). La doctrina anglosajona entiende esta defensa
también como una de negación de la tipicidad u offense modi cation,
aplicable a toda clase de delitos (Robinson, “Defenses”, 211). Esto
ocurre en Chile, particularmente cuando el daño o peligro que la ley
pretende evitar se señala explícitamente en el tipo penal (las precisas
lesiones que se describen el art. 397 o el “grave daño a la salud” del
art. 315, p. ej.); o este contiene elementos normativos relativos a la
antijuridicidad (la actuación “sin derecho” del art. 141 o
“indebidamente” del art. 246). Con todo, la clasi cación es irrelevante
para sus efectos: la absolución por falta de prueba del daño o peligro
que la ley pretende evitar o por la prueba contraria de su inexistencia.
Así, ya en el siglo XIX, la SCA Valparaíso 12.9.1896 (GT 1896, T.
II, 109) estimó que alterar la edad de un declarante no es falsi cación
del art. 193 N.º 3 si no “afecta de alguna manera la integridad del
mismo documento y a los efectos legales que debe producir”.
Actualmente, esta defensa ha adquirido gran importancia en materia
de drogas, donde se ha fallado que no se puede tener por acreditada
una lesión a la salud pública ni constituido el delito de cultivo de
especies vegetales prohibidas, si el cultivo está exclusivamente
destinado al consumo personal o colectivo del o los acusados (SSCS
4.6.2015, RCP 42, N.º 3, 325, con nota reprobatoria de X.
Marcazzolo respecto de la exclusión de punibilidad del cultivo
colectivo; y 11.11.2015, RCP 43, N.º 1, 253, con nota crítica de G.
Medina); que está excluido el castigo por la falta de porte de
sustancias prohibidas, si el porte no trasciende al público y éstas están
destinadas al consumo personal (RLJ 601); y que no procede castigar
por porte el transporte de hojas de coca para nes religiosos (RLJ
575). Además, haciendo excepción al principio de libertad probatoria,
se ha estimado que la única forma de probar el peligro que constituye
para la salud pública las sustancias prohibidas sería el informe del
Servicio de Salud prescrito en el art. 43 Ley 20.000 para determinar su
naturaleza, peso y pureza, considerándose insu cientes al efecto las
pruebas de campo (SCS 22.3.2016, RCP 43, N.º 2, 197, con nota
crítica de J. Winter). No obstante, esta doctrina ha ido cambiando en
el tiempo, junto con el cambio de integrantes de la Sala Penal de la
Corte Suprema, pues ahora la mayoría considera su ciente la prueba
de campo (SCS 7.4.2020, Rol 40959-19. Antes, las SSCS 29.9.2015,
RCP 42, N.º 4, 307, con nota reprobatoria de C. Cabezas; 11.2.2015,
RCP 42, N.º 2, 267, con nota favorable de M. Reyes; y 26.5.2014,
RCP 41, N.º 3, 221, con nota crítica de L. Cisternas).

B. Principio de lesividad en los delitos de peligro


Son delitos de lesión aquellos en que la ley describe una conducta
que trae consigo la efectiva destrucción o menoscabo de un bien
jurídico (p. ej., homicidio, art. 391; hurto, art. 432; estafa, art. 468;
violación, art. 361, etc.). Delitos de peligro son aquellos en que la ley
se contenta con describir un hecho que estima riesgoso, atendida la
probabilidad de que de él se deriven daños para intereses sociales o
individuales protegidos, pero sin considerar el daño o lesión a esos
bienes jurídicos como elementos del tipo penal respectivo. Esto es
particularmente necesario cuando la lesión puede tener efectos
catastró cos (p. ej., en los delitos relativos a la seguridad nuclear, arts.
41 a 46 Ley 18.302); el peligro se encuentra estadísticamente
demostrado (conducción de estado de ebriedad, art. 196 Ley de
Tránsito); el daño causado por un hecho particular, que puede parecer
ín mo o acotado, adquiere sentido por su potencial acumulación con
otros hechos similares (como en los delitos de contaminación de
aguas, art. 291 CP y 136 Ley General de Pesca); o el peligro para un
bien jurídico individual pero indeterminado es previsible y evitable,
como en la fabricación o expendio de sustancias peligrosas para la
salud (arts. 313 d) y 314), en los delitos relativos a las drogas
prohibidas de la Ley 20.000 y el trá co de residuos peligrosos (art. 44
Ley 20.920).
En todas estas guras lo relevante es que en el propio texto de la ley
se especi ca el peligro que se trata de evitar: la calidad de material
nuclear, la graduación alcohólica que hace temer una mala
conducción, la naturaleza de la sustancia que se emite o del objeto
sobre que recae la conducta, etc. Este peligro es un juicio de
probabilidad (Bustos y Politoff, “Peligro”, 1272) que puede expresarse
en el texto legal (delitos de peligro abstracto, p. ej., art. 352) o se
entrega a la apreciación judicial en el caso (delitos de peligro concreto,
p. ej., art. 136 Ley General de Pesca). Por tanto, el peligro o juicio de
probabilidad constituye la antijuridicidad material en cada caso y
corresponde a la acusación su prueba, de modo que su ausencia se
convierte en una defensa basada en la falta de lesividad, aunque
muchas veces confundida con la discusión de la acreditación de la
tipicidad. Así, en los ejemplos propuestos, se debe probar y no se
puede presumir el carácter radioactivo de las sustancias que se tratan,
el grado de alcohol en la sangre del conductor, la propagación o
introducción a las aguas de elementos contaminantes, la naturaleza de
la droga tra cada o el carácter peligroso de las sustancias expendidas
o de los residuos transportados. Según nuestra monogra sta en la
materia, estos estados de cosas que deben probarse pueden
caracterizarse, en términos generales, como la creación de un “estado
de incontrolabilidad” resultado de la conducta del agente (Vargas T.,
Delitos de peligro, 393). Desde este punto de vista se puede rechazar el
argumento de que tales delitos entrañarían presunciones de derecho
no admitidas por la Constitución, pues ni ésta ni los tratados
internacionales en materia de derechos humanos exigen que la
descripción de los delitos contemple un resultado equivalente a una
lesión a un bien jurídico personal o colectivo, pero sí la prueba del
contenido de la acusación, esto es, de la existencia del hecho punible
con todas sus características particulares, entre ellas, la creación del
peligro o “estado de incontrolabilidad” que se pretende evitar. De allí
que las diferentes clasi caciones de los delitos de peligro existentes
carezcan de mayor sentido en nuestro sistema, pues aunque el delito se
cali que de “peligro abstracto”, “hipotético”, “acumulación”,
“preparación”, “intención”, “aptitud” o “idoneidad”, siempre se debe
interpretar en el sentido de exigir la prueba de su peligrosidad según lo
previsto en el tipo penal correspondiente, sea ésta, “concreta” o al
menos “general” (STC 21.8.2007, Rol 739; Hernández B.,
“Legitimidad”, 156. O. o. Maldonado, “Delitos de peligro”, 60, para
quien la exigencia de prueba no es su ciente para considerar
“legítimos”, según los criterios que adopta, los delitos de
acumulación, preparación o intención).

C. Consentimiento
Aunque el consentimiento nunca ha sido una causal de justi cación
expresamente establecida en nuestro Código, su reconocimiento en
Alemania como parte del derecho consuetudinario (tampoco está
consagrado en el StGB) nos condujo a considerarlo en nuestras obras
anteriores como una causal independiente de justi cación. Sin
embargo, un análisis de los casos propuestos nos lleva ahora a
concluir que el consentimiento no es una causal de justi cación
independiente, sino una expresión de la falta de antijuridicidad
material de las conductas allí donde la ley lo permite en sus
descripciones típicas, p. ej., aborto en ciertos casos, mantener
relaciones sexuales entre adultos aún con sesgos de sadomasoquismo,
apropiación de bienes ajenos, etc. Por ello, bien puede sostenerse que,
más que una causal de justi cación, el consentimiento e caz para
excluir la punibilidad del hecho en estos casos excluye la tipicidad
(Bustos/Hormazábal, Sistema, 88), como la defensa de minimis, lo que
es particularmente cierto en los procedimientos médicos, donde el
consentimiento informado es un requisito de la conducta conforme a
la lex artis (Bullemore, “Relación”, 23).
Finalmente, por faltar una causal legal de justi cación de
consentimiento, parece innecesaria la distinción entre “acuerdo”,
como descripción de los casos de consentimiento que excluyen la
tipicidad, y “consentimiento”, donde existiría una verdadera causal de
justi cación que permitiese abarcar las lesiones causadas en el deporte
o en relaciones sadomasoquistas, e incluso la muerte a ruego más allá
de los casos de eutanasia o limitación del esfuerzo terapéutico
admitidos, como propone parte de la doctrina (Ríos, 3).

D. La actividad deportiva
En los deportes de contacto (boxeo, pero también fútbol y
básquetbol, p. ej.) hay que distinguir dos situaciones: en primer lugar,
en todos los casos que resulten lesiones y muertes por contactos que la
reglamentación admite, el acatamiento de las reglas deportivas es la
base para alegar una justi cante de ejercicio legítimo de un o cio (art.
10 N.º 10). En efecto, es un hecho que las federaciones deportivas, sus
reglamentaciones y las particulares de cada deporte federado tienen
reconocimiento legal en Chile, por lo que los daños derivados de
riesgos inherentes al ejercicio de la actividad deportiva, en la medida
que sean causados en el ámbito reglamentario (golpes reglamentarios
en el karate, p. ej.), han de considerarse parte del legítimo ejercicio del
deporte o actividad autorizada (Matus, “Gallos”, 13).
En cuanto a las lesiones causadas por conductas ejecutadas fuera del
reglamento, parece posible a rmar que deberían considerarse por
regla general como imprudentes, a menos que se trate de casos de
intencionalidad mani esta, como la que se desprende del hecho de
poner pesos de hierro dentro de los guantes de boxeo. Siendo así,
tampoco estas lesiones imprudentes serían punibles, por encontrarse
dentro del riesgo propio de estas actividades, permitido junto con el
permiso general para su práctica, y consentido en particular por los
intervinientes al aceptar participar en ellas (Couso, “Comentario”,
266). Legalmente, ello parece estar refrendado en lo dispuesto por el
art. 241 CPP que permite expresamente los acuerdos reparatorios en
esta clase de delitos. Pero, tratándose de lesiones dolosas (un codazo a
mansalva y fuera de una acción de juego, p. ej.), no se tratará siempre
de un riesgo propio del deporte de contacto. Aquí, el riesgo permitido
solo parece alcanzar a las lesiones dolosas menos graves y leves de los
art. 399 y art. 494 N.º 5 respecto de las cuales el art. 54 CPP solo
permite su persecución previa denuncia del ofendido. Pero no alcanza
a las del art. 397 ni a las mutilaciones de los arts. 395 y 396, como
tampoco a los homicidios.
Tratándose de muertes causadas en la actividad deportiva, el
consentimiento tampoco permite fundamentar la exclusión del castigo,
salvo que la muerte tenga como concausa una condición prexistente
en la víctima y desconocida por el autor (resultado extraordinario).
No obstante, siempre debe tenerse presente que las muertes en estos
casos parecen seguir el mismo derrotero que las lesiones en cuanto a
su imputación subjetiva: se tratará en la mayor parte de delitos
culposos, con infracción de reglamentos, del art. 490. Pero, si la
muerte se produce por un golpe recibido que sea reglamentario o
permitido (un pelotazo en la cabeza, un golpe certero de boxeo, p.
ej.,), al faltar la infracción reglamentaria, no será posible la
imputación a título de culpa, según nuestra legislación; pero sí podría
surgir la responsabilidad a título doloso en caso de que ese golpe
reglamentario se haya empleado intencionalmente para causar la
muerte aprovechando un conocimiento especial del autor, caso en el
cual la justi cación del art. 10 N.º 10 adolecería de causa ilegítima.
Por lo tanto, abandonamos nuestra anterior posición que a rmaba
la existencia de una verdadera costumbre contra legem, lo cual, aparte
de ser contrario al principio de legalidad, tiene como efecto dejar
entregada la valoración de estas conductas a una apreciación
puramente subjetiva, como es la del fallo que a rmó que las lesiones
causadas por un codazo fuera de la disputa de un balón, esto es,
doloso, se había producido en “el desarrollo de un partido
particularmente violento en el que más de uno de los jugadores tuvo
conductas extremadamente agresivas” (SCA San Miguel 17.10.1989,
GJ 112, 83), o los de aquellos que evitan imponer sanciones
recurriendo a la simple a rmación fáctica de la falta de intención o
negligencia de los acusados, aunque ella sí esté presente (González y
Pino, 27).
E. ¿Acciones neutrales?
Según Jakobs, “en un Estado de libertades están exentas de
responsabilidad no solo las cogitationes, sino toda conducta que se
realice en el ámbito privado y, además, toda conducta externa que sea
per se irrelevante” (Jakobs, Estudios, 314). Estas conductas per se
irrelevantes serían las llamadas acciones neutrales: comprar y vender
en una armería autorizada un arma de fuego, un preparado
autorizado en una farmacia, sogas y escalas en una ferretería, etc. Para
esta doctrina, ninguna de estas conductas signi caría externamente
una arrogación ilícita de ámbitos de organización externos, sino
ejercicio del rol o estatus de los ciudadanos que intervienen y serían,
por tanto, lícitas, con total independencia de su intención o
conocimiento sobre el destino y empleo de los objetos que se compran
o venden. La criminalización de tales conductas solo por el añadido de
una subjetividad (el conocimiento o la intención de cometer un delito
con esos objetos de libre venta) sería, entonces, una manifestación del
derecho penal del enemigo, y por tanto ilegítima, pues supondría una
intervención en la esfera íntima sin atención a la capacidad o
incapacidad perturbadora ex re de la conducta. Esta teoría puede
verse como una modernización de la teoría de la adecuación social de
Welzel: ambas suponen que existen criterios fuera del derecho positivo
para a rmar que una conducta que corresponde al tipo penal o a un
hecho de cooperación anterior o simultáneo a su realización no debe
ser sancionada porque carece de antijuridicidad material, esto es, es
neutral para el derecho o socialmente adecuada (Welzel, “Studien”,
419 Para sus orígenes en la escolástica, v. Aquino, I-II, C. 18, a. 8).
El problema es determinar cuándo, objetivamente y sin atención a la
subjetividad del agente, una conducta sería ex re neutral o
perturbadora, esto es, cuándo, quién, cómo y bajo qué reglas
diferentes a las jurídicas se determinaría que ella signi caría solo
expresión de un rol socialmente admitido (ciudadano, vendedor,
cocinero, etc.) y cuándo una arrogación de una esfera de organización
ajena o el incumplimiento de un deber institucionalmente establecido,
en los términos de Jakobs; o cuándo sería socialmente adecuada o
inadecuada, en los de Welzel. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de
algunos autores, no existen respuestas a estas preguntas salvo la
subjetiva apreciación de cada cual, subjetivismo que conduce a una
tópica y casuística imposible de desarrollar exhaustivamente y, sobre
todo, de controlar objetivamente en relación con el derecho positivo
vigente (Rackow, 567). Para con rmar este aserto basta preguntarse
qué debería entenderse por socialmente adecuado en la Alemania de
1939, cuando la dictadura Nazi se imponía en las calles a través de
grupos de choque y acciones directas de amenazas, atentados
personales y contra las propiedades de judíos y opositores, atentados
que, en esas circunstancias concretas, podrían quedar “fuera del
concepto de injusto”, pues se movían “funcionalmente dentro del
orden históricamente constituido” (Welzel, “Studien”, 516).
Desde otros puntos de vista también se ha supuesto la existencia de
conductas libres de valoración jurídica o adiáforas, particularmente
cuando concurren simultáneamente causas de justi cación y
exculpación, p. ej., en el caso de los náufragos que luchan por llegar a
la única tabla de salvación o del novio fogoso que repele al tercero que
lo separa de su amante creyendo evitar una violación inminente, que
no existe. Sin embargo, como señala la doctrina mayoritaria, no hay
aquí un “espacio libre de valoración” sino una valoración
independiente de la conducta de cada uno: si ambos resultan libres de
sanción, uno por una causal de exculpación y otro por una de
justi cación, no es porque exista un espacio libre de valoración
jurídica, sino porque esa es, precisamente, la valoración jurídica de las
conductas de cada cual (Guzmán, “Actividad libre”, 32).

§ 3. Defensas basadas en la falta de antijuridicidad formal


En nuestro ordenamiento jurídico las causales de justi cación
formales, de carácter general, son la legítima defensa (art. 10 N.º 4, 5
y 6), el estado de necesidad justi cante (arts. 10 N.º 7 y 11), el
cumplimiento del deber y el ejercicio legítimo de un derecho,
autoridad, cargo u o cio (art. 10 N.º 10) y la omisión por causa
legítima (art. 10 N.º 12). Sin embargo, antes de entrar a su estudio
detallado, es conveniente analizar ciertos problemas comunes a todas
ellas.

A. Elementos subjetivos (intencionales) en las causales de


justificación
En un sistema jurídico que no exige sentimientos de delidad ni de
otra clase a los ciudadanos, sino únicamente la observancia del
derecho, la exigencia de elementos subjetivos especí cos en las
causales de justi cación, como el ánimo de defensa, no es requerida.
Los aspectos personales ínsitos en las causas de justi cación
particulares, incluyendo los llamados elementos subjetivos que en
algunas de ellas aparecen —la falta de provocación en el art. 10 N.º 4,
los motivos ilegítimos en el 10 N.º 6 y el no estar obligado a soportar
el mal del art. 10 N.º 11— no dicen relación con una expresión de
delidad o especial ánimo respecto del ordenamiento como tal, sino
exclusivamente con esos requisitos especí cos.
Sin embargo, a pesar del carácter excepcional de estas exigencias,
una parte de la doctrina, inspirada en el nalismo y sus variantes,
entiende que “no es su ciente, para la justi cación de la conducta, la
presencia de los presupuestos objetivos determinados en la respectiva
justi cante, sino que se requiere, además, una actitud psicológica
dirigida a esa justi cación” (Cousiño, “Integrantes subjetivos”, 1491):
el ánimo especí co que se expresaría en la preposición “en” del
encabezado del art. 10 N.º 4, de la actuación “para” evitar un mal del
art. 10 N.º 7, y de la ejecutada “en” cumplimiento del deber del art.
10 N.º 10, etc. (Ortiz Q., “Consideraciones”, 1160). La ausencia de
prueba de ese elemento subjetivo haría decaer la justi cante que se
trate, con independencia del cumplimiento u observancia de todas las
restantes exigencias previstas en la ley. Sin embargo, las expresiones
aludidas no tienen en el Diccionario únicamente un signi cado
subjetivo, por lo que a ellas ha de dársele el sentido que sea más
acorde con su contexto. A nuestro juicio, en el de las justi caciones,
dichas expresiones no pueden signi car la imposición de un
sentimiento o actitud subjetiva de delidad hacia el derecho, impropia
de una sociedad democrática, que solo puede exigir su observancia
objetiva. Una supuesta obligación de delidad al derecho existente, si
se toma en serio, haría incluso sospechosa toda tentativa de reforma
legal por los medios democráticos, tentativa que supone un
desacuerdo o falta de lealtad subjetiva con la legalidad vigente. Por lo
anterior, creemos que no encontrándose expresamente establecido en
la ley dicho requisito subjetivo, la interpretación propuesta por los
seguidores del nalismo no puede imponerse solo por ser coherente
con la adopción de dicho esquema sistemático (Politoff DP, 262).
Además, tratándose de eximentes de responsabilidad y no de sus
presupuestos, tampoco es exigible a su respecto la vinculación
subjetiva que el principio de culpabilidad impone para fundamentar la
responsabilidad penal, ni mucho menos la prueba de su existencia más
allá de toda duda razonable, como sí se exige para la comprobación
de la participación culpable (art. 340 CPP).

B. Justificantes putativas y error sobre los presupuestos fácticos de


una causal de justificación
El rechazo de los elementos subjetivos intencionales para con gurar
una causal de justi cación, aparte del caso excepcional del art. 10 N.º
6 —expresamente establecido como motivación ilegítima—, no debe
llegar al extremo de olvidar que una cosa es no exigir un cierto ánimo
de justi cación para las eximentes y otra, bien diferente, que para
a rmar la responsabilidad penal en nuestro sistema se exige siempre
una subjetividad, basada al menos en el conocimiento de los hechos
que se realizan y su contexto, cuando es exigible, según el principio de
culpabilidad que rige para las personas naturales. Por ello, la prueba
del error sobre la existencia, alcance o los presupuestos fácticos de una
causal de justi cación que objetivamente no está presente, pero que el
agente cree racionalmente que sí lo está, permite elaborar la defensa
conocida desde antiguo como justi cante putativa (SCA La Serena
6.8.1928, en Ortiz Q., “Legítima defensa”, 26). Aunque esta clase de
errores son tratados más adelante junto con el resto de los que
excluyen la culpabilidad, conviene adelantar a este lugar su
tratamiento especí co, por su incidencia en la comprensión de las
causas de justi cación e importancia práctica como teoría del caso de
las defensas.
La doctrina dominante suele considerar hoy en día el problema de
las justi cantes putativas como un grupo especial de errores de
prohibición indirectos, en que el agente cree que existe una
justi cación que no existe, p. ej., que se puede mantener relaciones
sexuales con una mujer púber menor de 14 años, con el
consentimiento de su madre; o piensa que la situación presente
permite alegar una causal de justi cación existente, pero que no
alcanza a su situación de origen, p. ej., que cualquier enfermedad de
un hijo es su ciente mal como para entrar al hogar al que tiene
prohibido acercarse; o yerra en el presupuesto de hecho de la
justi cación: confunde con un ladrón al hijo que viene tarde de juerga,
cree que existe un incendio que no es tal, piensa que se dan los
presupuestos para ejercer su deber, etc. Para nosotros, en todos estos
casos la respuesta ante el error acreditado debiera ser idéntica: si es
invencible o excusable, esto es, se basa en la prueba de una creencia
razonable acerca de la existencia, alcance o presupuestos objetivos de
una causal de justi cación, se trata como si dicha causal existiera en
realidad y exime, por tanto, de responsabilidad. Pero, si esa creencia
es irrazonable, por basarse en un error vencible o inexcusable, aunque
no se admite la justi cación, se excluye de todos modos la
culpabilidad a título doloso (el sujeto no sabe realmente lo que está
haciendo y no actúa voluntariamente), pero queda subsistente el
castigo a título de culpa, siempre que exista el correspondiente
cuasidelito, como en los casos de muertes o lesiones imprudentes (arts.
490 a 492). En un contexto diferente, esta es la solución que se ofrece
en el common law al incorporar la creencia razonable en una agresión
como fundamento de la legítima defensa, despojándola de la exigencia
de probar su realidad (Dressler CL, 9121). No obstante, la
responsabilidad dolosa siempre subsiste en caso de que el error sea
atribuible al agente, esto es, querido o aceptado conscientemente
(ignorancia deliberada). Además, como esta defensa afecta la
subjetividad de cada cual, no se extiende a los partícipes en quienes no
concurre el error, tal como en todas las causales de exculpación. Y de
ninguna manera lleva como corolario la a rmación de que el agresor
putativo no pueda repeler al supuesto defensor pues, aunque el error
pudiera excluir el carácter de “agresión” de la conducta del defensor
putativo, el supuesto agresor puede reaccionar ante ella como una
fuente de peligro que no está obligado a tolerar, según el estado de
necesidad defensivo (Art. 10 N.º 11).
De este modo, nuestra actual propuesta di ere parcialmente en sus
resultados de la llamada teoría limitada de la culpabilidad que antes
sostuviéramos, siguiendo la doctrina mayoritaria en Alemania y en
Chile (Roxin AT I, 626; y Politoff DP, 346, respectivamente). En
efecto, conforme a esa teoría solo en el caso del error sobre los
presupuestos objetivos en una causal de justi cación (el padre que
abate al hijo que llega tarde por confundirlo con un ladrón)
correspondería apreciar una responsabilidad culposa por la falta de
cuidado al actuar (no haber “abierto más los ojos”). En cambio, si el
error recae sobre la existencia o el alcance de una causal de
justi cación, la teoría limitada de la culpabilidad sostiene que si es
vencible subsiste la imputación a título doloso y correspondería
aplicar analógicamente una atenuante de eximente incompleta (art.
11, 1.ª, en relación con el art. 10 N.º 1), de difícil sustento en el texto
legal. A similar resultado se llega desde el punto de vista de la teoría
de la culpabilidad que remite sus efectos al error de tipo (Cury, “Error
de prohibición”, 246).
En la jurisprudencia actual, aunque en los considerandos de algunos
fallos relevantes de la Corte Suprema nuestro máximo tribunal parece
decantarse por alguna de las teorías de la culpabilidad en esta materia
(SSCS 4.8.1998, con nota de Vargas P., “Caso ‘Chépica’”, 190), lo
cierto es que en las decisiones de los fallos se adopta en realidad el
tratamiento que aquí se propone para todos los supuestos de
justi cantes putativas o errores de prohibición indirectos. Así, p. ej.,
respecto del delito de desacato (art. 240 CPC), una situación de gran
incidencia práctica por la existencia de numerosas órdenes impuestas
judicialmente para impedir el acercamiento a lugares o personas
determinadas, especialmente en casos de violencia intrafamiliar, se ha
demostrado que en la inmensa mayoría de los casos conocidos por los
tribunales sobre errores en la compresión jurídica de las condiciones
impuestas, no se re eren a los presupuestos objetivos de una eventual
causal de justi cación sino a la creencia de que tal causal existe (el
consentimiento de la persona de la que debe alejarse, p. ej.) o que una
causal existente lo autoriza (la supuesta necesidad de ofrecer un
auxilio inmediato al hijo, a pesar de la negativa de la madre). Y en
todos ellos los tribunales a rman la impunidad del agente, con la sola
prueba del error, independientemente de su evitabilidad o no, atendida
la inexistencia de una gura imprudente de desacato para sancionar en
caso de error vencible acerca de la existencia y alcance de las
prohibiciones judiciales de acercamiento (Ramírez G., “Desacato”,
23). Es más, incluso la SCS 27.10.2005, que se decantó explícitamente
en sus considerandos por la teoría de la culpabilidad que remite a las
consecuencias jurídicas del error de tipo, termina aplicando la misma
solución que nosotros proponemos a un caso en que el agente creía
justi cada la recuperación de propia mano de un auto vendido cuyo
precio no se pagó oportunamente, esto es, la impunidad por ser un
error vencible y no existir la gura culposa correspondiente, en vez de
la teoría que dice seguir, que importaría la sanción del hecho a título
doloso con una eventual atenuante genérica (Rojas A., “Caso
Antivero”, 290).
Por otra parte, al igual que cualquier defensa subjetiva basada en un
error, no basta su alegación para con gurar la justi cante putativa,
sino que debe demostrarse en juicio como hecho mental al momento
de actuar (criterio ex ante). Quien ve a otro amenazar con un arma de
fuego recién disparada puede creer razonablemente que el ataque
continuará (RLJ 21). En cambio, no parece admisible la alegación del
acusado de creer que podría ser atacado por la víctima, si estaba
probado que ella se encontraba en mani esto estado de ebriedad y
apenas se sostenía en pie (SCA Concepción 18.7.2016, Rol 460-16); ni
la de que el acusado creía que la víctima iba a sacar un arma de la
pretina del pantalón si ninguno de los testigos presenciales rati ca sus
dichos (SCA Valparaíso 6.5.2016, Rol 542-16). En estos últimos
casos, la falta o insu ciencia de prueba no transforma el error alegado
de invencible a vencible, sino de alegado a inexistente y no producirá
efecto alguno.
Finalmente, tratándose la justi cante putativa de una exculpante
basada en el error, en el caso de que la persona del supuesto agresor
repela el ataque de quien erróneamente crea estar defendiéndose, ello
podría considerarse un supuesto de estado de necesidad defensivo del
art. 10 N.º 11, al enfrentarse un mal que no puede considerarse una
agresión ilegítima. Lo mismo ocurre en caso de quien repele al que
pretende destruir sus bienes creyendo estar en estado de necesidad o
cumplir una orden legítima.
En cuanto a la participación de otras personas, ésta ha de valorarse
individualmente, pues siendo el error un hecho mental, solo cabe
apreciarlo en quienes concurra (art. 64).

C. La causa ilegítima
La cuestión que aquí se presenta con carácter general es si puede
admitirse una defensa basada en una causal de justi cación cuando “el
peligro en el cual uno se encuentra haya sido ocasionado por un hecho
propio y reprobable” (Carrara, Programa, §  297). Este problema va
más allá de la inexistencia de legítima defensa para el agresor
ilegítimo, como en el caso de quien acepta un duelo o envite, o
participa voluntariamente en una riña o pelea tumultuaria entre varios
(RLJ 48). Así, en la defensa de extraños del art. 10 N.º 6, actuar
impulsado (únicamente) por venganza, resentimiento u otro motivo
ilegítimo es una causa ilegítima que impide considerar al agente
exento completamente de responsabilidad penal. Y en todos los
supuestos del art. 10 N.º 4, 5 y 6 (defensa propia, de parientes y
extraño), la llamada “provocación intencional” o la participación en
ella, en el sentido de provocar una agresión “para pre gurar
arti cialmente en su favor una supuesta situación de legítima defensa
que le permita dar muerte o herir impunemente a su agresor”, es una
causa ilegítima que impide apreciar la eximente completa (Couso,
“Comentario”, 220).
En el caso especial del art. 10 N.º 11, su circunstancia 4.ª también
declara inadmisible el alegato de la eximente completa por parte de a
quien razonablemente puede exigírsele que soporte el mal, no solo por
su especial profesión (personal militar, de policía, sanitario, etc.), sino
también por sus hechos previos: a quien voluntariamente se expone al
mal (o lo causa), se le puede exigir razonablemente que lo soporte sin
dañar bienes ajenos. Este es el mismo razonamiento que permitiría
considerar ilegítima la causa en un estado de necesidad si el mal fuera
originado solo por culpa del necesitado (imprevisión, descuido o
ignorancia), salvo quizás en el caso especial del art. 10 N.º 7, donde
para salvar la vida o los derechos propios o ajenos se afecte
únicamente la propiedad de terceros (Politoff DP, 298). Pero, si el mal
es creado intencionalmente por el propio amenazado, no puede en
ningún caso alegar esta eximente para salvar sus bienes o derechos
sino solo los de terceros, pues el abuso del derecho también es una
causa ilegitima (Etcheberry DP I, 265)
En n, tratándose de cumplimiento del deber o ejercicio legítimo de
un derecho, profesión cargo u o cio del N.º 10 del art. 10 o de la
omisión por causa legítima del art. 10 N.º 12, el Código expresamente
hace referencia a la legitimidad de la causa en el presupuesto mismo
de la causal.
Además, quien voluntariamente rechaza o muestra desinterés por
conocer el derecho y, especialmente, las causales de justi cación
existentes, su alcance o los presupuestos objetivos para su aplicación,
también podría considerarse en una situación de causa ilegítima para
el error que padece, atribuible a su propia responsabilidad, lo que
impediría apreciar la justi cante putativa o el error de prohibición que
se alegase. De allí que, desde el punto de vista de la teoría de las
normas de comportamiento, la causa ilegítima como excepción a la
justi cación se identi ca con el concepto de imputación
extraordinaria, “en que existe una instrumentalización de una causa
de justi cación a favor propio, ya sea por medio de la producción
intencional por un actuar precedente de sus condiciones objetivas o el
aprovechamiento de su concurrencia” (Silva O., “Imputación”, 47. En
el mismo sentido, J. Contesse, en nota a la SCA Valdivia 23.2.2016,
RCP 43, N.º 2, 263).

§ 4. Legítima defensa


A. Concepto y clasificación
El Estado, imposibilitado de socorrer por medio de sus agentes a
quien está siendo agredido, lo faculta para repeler la agresión, pero
con carácter excepcional y cumpliendo determinados requisitos (RLJ
47). Según una de nición estándar en la doctrina, la legítima defensa
es “la repulsa de la agresión ilegítima, por el atacado o tercera
persona, contra el agresor, sin traspasar la necesidad de la defensa y
dentro de la racional proporción de los medios empleados para
impedirla o repelerla” (Jiménez de Asúa, Tratado IV, 26). Este
concepto es válido siempre que se entienda como una generalización
que necesariamente ha de completarse en cada caso con los especí cos
requerimientos de la ley aplicable, en nuestro caso, los N.º 4, 5 y 6 del
art. 10.
En cuanto a su clasi cación, la ley distingue entre defensa propia, de
parientes, y de extraños, que se diferencian por las diferentes
restricciones impuestas al régimen de la causa legítima (provocación,
participación en ella y motivo de la actuación, respectivamente). Esta
clasi cación está superada en el Código penal español de 1995, cuyo
art. 20.4 no hace distinción entre defensa propia o de terceros. En el
common law norteamericano, en cambio, se sigue otra clasi cación,
que apunta principalmente a determinar la racionalidad del medio
empleado para la defensa según la clase de agresión que se trate: i) self
defense, o repulsa de quien realiza un ataque corporal, que afecte la
vida o integridad física del que se de ende; ii) defense of property and
habitation, o rechazo del ingreso ilegítimo al hogar; y iii) crime
prevention, o impedir la comisión de cualquier otro delito (Dressler
CL, 10646).
Indirectamente, sin embargo, esta distinción respecto de los medios
necesarios para ejercer la defensa aparece en nuestro Código que,
siguiendo el modelo belga y lo dispuesto en la Partida 7, T. VIII, L. III,
incorporó la llamada legítima defensa privilegiada (art. 10 N.º 6 inc.
nal). En este caso, tratándose de repeler agresiones constitutivas de
ciertos delitos en determinadas circunstancias, la ley presume la
racionalidad del medio empleado en la defensa, “cualquiera sea el
daño que se ocasione al agresor”.

B. Derechos defendibles
El objeto de la legítima defensa en Chile es amplio: la “persona o
derechos” propios o de terceros, según expresa el encabezado del art.
10 N.º 4, lo que incluye la vida, integridad física, libertad, seguridad,
propiedades, etc. (RLJ 47). Es más, la formulación legal lleva a
concluir que el ataque de una persona a cualquier derecho
constitucional o legalmente reconocido —incluso los colectivos, como
el de “vivir en un ambiente libre de contaminación” (art. 19 N.º 8
CPR)— permite su repulsión en legítima defensa, con tal que la
defensa sea racional, como sucedería, p. ej., ante una agresión
consistente en el vertimiento de sustancias contaminantes en cursos de
agua de los arts. 136 Ley General de Pesca y 315 CP (o. o.
Wilenmann, “Legítima defensa”, 427, quien estima que solo son
defendibles derechos individuales por razones más bien teóricas que
legales).
No obstante, tratándose de ataques al honor, la propia ley no parece
considerar justi cada una reacción siquiera equivalente, al establecer
un régimen especial de compensación de penalidades por injurias
recíprocas en el art. 430 y estimar las expresiones verbales como una
forma de provocación que excluye la legítima defensa tanto del
injuriador como del provocado en los arts. 10 N.º 4 y 11 N.º 3 (RLJ
388). Y tampoco la mera perturbación de un derecho mediante actos
jurídicos (contratos, escrituras, etc.) admite una repulsa que recaiga en
la persona del que los realiza (RLJ 47).

C. Requisito esencial: agresión ilegítima


a) Concepto
La existencia de una agresión ilegítima es el requisito esencial de la
defensa. Si no concurre, tampoco puede apreciarse una eximente
incompleta de los arts. 11 N.º 1 y 73.
La agresión es de nida en el Diccionario como un “acto de
acometer”, esto es, el ataque de un ser humano que genera un riesgo
objetivo para la persona o derechos de otro. Según la jurisprudencia,
comprende no tan solo el acometimiento físico de una persona en
contra de otra, sino que, además, “el quebranto de todo derecho
ajeno, la injuria, amenaza o provocación, que una persona haga a otra
de cualquier manera” (SCS 15.11.1968, RDJ 65, 307). Y no se agota
con el primer ataque del ofensor, sino que subsiste mientras subsistan
sus arrestos ofensivos o los acometimientos que dirija contra quien lo
repele después del primer enfrentamiento.
Luego, en primer término, la literalidad del texto legal excluye la
posibilidad de defenderse de una omisión como propone parte de la
doctrina (Etcheberry DP I, 253. Wilenmann, “Legítima defensa”, 441,
quien admite que esta propuesta excede la literalidad del texto que
dice, pero justi ca este alejamiento de la ley “por ser un concepto
sistemático”). Sin embargo, es posible forzar a quien está obligado a
realizar ciertas conductas para evitar un mal grave, siempre que no
exista otro medio practicable y menos perjudicial para evitarlo y el
mal que se cause al forzado sea inferior o no signi cativamente
superior al que se evita: estado de necesidad agresivo (el forzado no es
la fuente del peligro) del art. 10 N.º 11. Este sería el caso de quien
fuerza al que omite liberarlo al término de un encierro voluntario (p.
ej., en un parque de entretenciones o en un monasterio). Lo mismo
aplica respecto de las conductas imprudentes: no son agresiones, pero
quien rechaza a un ciclista que ha omitido toda prudencia al circular
sobre la acera, sigue estando justi cado, pero no por legítima defensa,
sino por el estado de necesidad defensivo (el forzado es la fuente de
peligro) del art. 10 N.º 11.
Enseguida, la agresión debe ser ilegítima, esto es, contraria a
derecho, aunque no necesariamente constitutiva de delito.
Por lo tanto, el cumplimiento de un deber, el ejercicio legítimo de un
derecho, profesión, cargo u o cio, la repulsión de una agresión
ilegítima y la actuación en estado de necesidad justi cante no pueden
considerarse agresiones ilegítimas, aunque supongan acometimiento y
empleo de la fuerza, incluso letal, siempre que ello sea racionalmente
necesario y se cumpla el resto de las condiciones legales en cada caso.
Las reacciones de los terceros que sufren las consecuencias del
acometimiento legítimo han de juzgarse por sí mismas: si el acometido
cree que el agente estatal no está autorizado, podría encontrarse en
una situación de justi cante putativa, como también podría estar
exculpado si actúa motivado por un miedo insuperable o una fuerza
irresistible. De allí que no sea claro que de estas y otras situaciones
similares pueda desprenderse la existencia de deberes generales de
tolerancia o “solidaridad”, como se propone por las doctrinas
funcionalistas (Piña, “Solidaridad”, 257. Con otros fundamentos,
Mañalich, “Normas permisivas”, 503, también rechaza la existencia
de estos deberes generales de tolerancia o solidaridad derivados de las
causales de justi cación o, en sus términos, “normas de permiso”).
Pero, según nuestra jurisprudencia, no habilita la defensa legítima el
hecho de que errores de procedimiento u otra circunstancia similar
terminen por considerar “ilegal” una detención, por lo que las
agresiones a los funcionarios aprehensores, después de la detención,
no estarían justi cadas (SCS 22.1.2020, DJP 41, 109).
Por eso, sí será posible la legítima defensa ante actos de autoridad
fuera de su competencia y aún frente a hechos dañosos que no
constituyan delito, como el uso no autorizado de vehículos o hurto de
uso. Y también lo será en la repulsa de quien por un error atribuible a
sí mismo, por ignorancia deliberada o supina, actúa creyendo que se
está defendiendo de una agresión inexistente, evitando un mal
imaginario, cumpliendo un deber o ejerciendo un derecho que no
tiene: la imposibilidad del agresor de invocar una justi cante putativa
en estos casos excluye la legitimidad de su conducta y habilita al
agredido para defenderse legítimamente de ese acometimiento
objetivamente injusti cado.
Más discutible es la situación de quien repele ataques de incapaces,
personas forzadas, que actúan impulsadas por un error excusable
(justi cante putativa), un miedo insuperable o para evitar un mal no
causado por la persona a quien acometen, es decir, exentas de
responsabilidad por una causal de inimputabilidad o exculpación.
Antes de la incorporación del nuevo art. 10 N.º 11 estas situaciones
solían resolverse acudiendo al criterio de la racionalidad del medio,
especialmente cuando se trataba de ataques de enajenados o niños
muy pequeños. Sin embargo, todas estas situaciones deberían ser
reconducibles al estado de necesidad defensivo exculpante de esa
nueva disposición, pues el acometimiento de tales personas
difícilmente puede considerarse ilegítimo (están exentas de
responsabilidad) y ni siquiera una agresión, tratándose de
inimputables o personas que actúan imprudentemente; pero sí
constituye una fuente de peligro de un mal grave que el que lo padece
no está obligado a soportar. Por eso se le permite, cumpliendo los
requisitos de proporcionalidad y subsidiariedad de esa disposición,
acudir a este estado de necesidad defensivo exculpante, como
“pequeña legítima defensa”.
En la doctrina se rechaza también que los ataques de animales
puedan ser una agresión, a rmándose que constituyen un mal que
justi can la actuación en estado de necesidad defensivo (art. 10 N.º 7
y 11). Pero, si un animal (p. ej., un perro) es excitado por otro para
que ataque a una persona, el animal es un instrumento en manos de
ese otro que pasa a ser un agresor y la muerte del animal o del que lo
gobierna estarían en tal caso justi cadas por la legítima defensa si ello
es necesario racionalmente para terminar la agresión. Lo mismo cabe
decir respecto de la destrucción, mediante el acto defensivo, de
cualquier otro medio empleado por el atacante y los daños que se
causen al agresor mismo que los controla.
Finalmente, tratándose de hechos derivados de una provocación, un
acometimiento mutuo, la participación en una riña o un desafío o
envite a pelear, sea en un duelo regular o irregular, nunca habrá
legítima defensa para ninguno de los intervinientes (SCA La Serena,
15.12.1970, RDJ 67, 485), como no la hay en el duelo entre Hamlet y
Laertes en la escena nal de la tragedia (Tamarit, Casos, 83).
La amplia casuística desarrollada por la jurisprudencia en esta
materia, aunque algunas veces contradictoria en los detalles, no se
aleja en lo sustancial de lo que aquí se ha expuesto (RLJ 47).
b) Actualidad o inminencia de la agresión
La agresión debe ser actual o inminente, según se deduce del tenor
de la circunstancia segunda del art. 10 N.º 4, que habla de repelerla o
impedirla. Se entiende como actual la agresión que objetivamente
existe, con independencia de si es conocida o no por los intervinientes
y perdura mientras subsisten los arrestos ofensivos del agresor: de ahí
que cabe la justi cante de legítima defensa en el evento que la víctima
persiga al ladrón que huye con el botín (en este caso, el delito está
consumado, pero no agotado, porque subsiste para el agredido la
posibilidad de recuperar los bienes arrebatados). La agresión subsiste
durante todo el tiempo que se ejecutan delitos permanentes, como el
secuestro, y en la repetición de los actos constitutivos de delitos
habituales y continuados (RLJ 47).
Inminente es la agresión “lógicamente previsible” (Labatut/Zenteno
DP I, 95). Puede, en efecto, ejercerse la defensa sin esperar el daño
previsible, si hay indicios de su proximidad, como los que surgen de
una amenaza acompañada de la exhibición de un arma, rodear entre
varios a un tercero, cerrar las vías de escape, etc. En estos casos, una
mayor espera podría frustrar las posibilidades de la defensa y no es
razonable exigir al agredido que pruebe la fuerza del agresor antes de
defenderse. No se exige tampoco que la agresión se encuentre
técnicamente en grado de tentativa, pues ya hemos señalado que no es
requisito de ésta su carácter delictivo, sino solamente el ser ilícita. En
el límite, y precisamente porque la apreciación ex post de una agresión
inminente en estas circunstancias pudiera llevar a la conclusión de que
no existía objetivamente (el arma exhibida era de utilería, existían vías
de escape, etc.), cobra a este respecto gran valor la justi cante putativa
para eximir de responsabilidad al que yerra sobre los presupuestos
objetivos de una causal de justi cación (RLJ 21, donde se cita la
importante SCS 4.8.1998, que cali ca de error invencible de
prohibición la creencia en una agresión cuando se apunta a otro con
un arma que tiene el seguro pasado, lo que no es percibido por quien
repele al que le apunta). En el sistema del common law
norteamericano, tratándose de la legítima defensa personal, la
di cultad de apreciar en la práctica la inminencia de la agresión ha
llevado a con gurarla de forma completamente subjetiva, basándola
no en la existencia objetiva de una agresión actual o inminente, sino
en una apreciación subjetiva ex ante, tomando en cuenta las
circunstancias del momento, de la existencia en el sujeto de una
creencia razonable de la inminencia de la agresión, aunque se pruebe
que no existía (Dressler CL, 9144).
c) Exceso temporal: ataque ante una agresión agotada
Nuestra ley reconoce, en principio, solo una atenuante para el que
actúa en “vindicación próxima de una ofensa” (art. 11, 4.ª), atendido
el hecho de que, faltando la agresión, no hay defensa posible, pues
lógicamente no puede uno defenderse de lo ya pasado, como en el
caso de atacar a otro, por haber cometido anteriormente un robo o
una vez que se ha retirado del lugar donde tuvo ocasión un
enfrentamiento verbal (SCA Santiago, 18.6.1990, RDJ 87, 101; y SCS
18.6.2019, con nota aprobatoria de H. Corrales, DJP N.º 41, 61).
Según nuestra jurisprudencia, tampoco hay legítima defensa en el
hecho de acometer con un medio letal a un agresor que ya ha sido
reducido por terceros (SCA Santiago 3.5.2019, DJP 41, 115). Siendo
todo lo anterior cierto, no debe descartarse, en todo caso, la
posibilidad que este exceso en el tiempo de la reacción defensiva
pueda verse como un supuesto de legítima defensa putativa o miedo
insuperable, como en el de una mujer que ha sido violada y ataca al
agresor que se retira y le da la espalda, creyendo o temiendo que
volverá a atacarla (o. o. Garrido II, 180, quien considera el exceso
temporal solo una forma de eximente incompleta).
d) Anticipación en el tiempo: las ofendicula
La instalación preventiva de mecanismos de defensa estáticos
(alambres de púas, etc.) o automáticos (rejas electri cadas),
tradicionalmente llamados ofendicula, podrían de alguna manera
considerarse no legitimados en tanto el daño previsto es previo a
cualquier conato de agresión. Sin embargo, nuestra jurisprudencia ha
admitido la legitimidad de dichos mecanismos, en la medida que sean
ostensibles y anunciados, no pongan en peligro a miembros inocentes
de la comunidad, actúen solo cuando se produzca la agresión, y la
gravedad de sus consecuencias no sobrepasen los límites de la
necesidad (Labatut/Zenteno DP I, 96). En cambio, las armas
automáticas (spring guns), dispuestas para herir gravemente o matar a
cualquiera que traspase los límites de una propiedad no responden en
modo alguno a estas limitaciones y deben considerarse, en nuestro
derecho, ilegítimas (para la discusión en el common law
norteamericano, v. Dressler CL, 10813).

D. Necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler


la agresión
Si la existencia de la agresión ilegítima fundamenta la posibilidad de
una defensa, su legitimidad no depende de ésta ni de su objeto (los
bienes defendibles), sino de la necesidad racional del medio empleado
en impedirla o repelerla.
Ello signi ca, en primer término, que una defensa racionalmente
necesaria debe dirigirse contra el agresor (RLJ 47). Si recae sobre un
tercero, puede todavía alegarse una justi cante putativa (creyó que era
el agresor), un error en la persona irrelevante (si solo erró en la
persona como objeto de la acción, art. 1 inc. 3), un estado de
necesidad del art. 10 N.º 11 o un caso fortuito. Un descontrol
absoluto producto del miedo o la respuesta a la coerción sufrida y que
importe una acción defensiva sobre terceros no responsables de la
agresión, también podría estar exento de responsabilidad penal, si se
acreditan los presupuestos de la eximente del art. 10 N.º 9.
Se requiere, además, una valoración del acto defensivo en cada caso
en relación con la agresión sufrida, pues la necesidad racional de
impedir o repeler esa agresión concreta determina el límite de la
autorización concedida para defenderse: no en todo caso, no de
cualquier manera, no con cualquier medio, sino cuando la agresión se
produce, con los medios con que se cuente en ese momento y que sean
racionalmente necesarios para impedir o repeler la agresión que se
sufre.
Pero la necesidad del medio empleado no es un asunto de
proporcionalidad matemática o en relación con los que emplea el
agresor, sino una exigencia en relación con los medios de que dispone
el agredido en el momento y respecto de la agresión que sufre, en el
sentido de que debe emplearse el medio defensivo de que se disponga y
del cual no se puede prescindir para repeler de nitivamente la
agresión, de acuerdo con las circunstancias objetivas del caso,
apreciadas ex ante, tal como aparecen a los ojos del agredido, y no a
través de una valoración ex post. Por eso, se ha estimado que es
posible defenderse, p. ej., atendidas las circunstancias, con un arma de
fuego frente a la agresión con un erro o atropellando al que para
robar un vehículo amenaza con un cuchillo a sus ocupantes (SCA
Santiago, GJ 386, 166; y SCA San Miguel 16.8.2019, DJP 41, 69, con
comentario aprobatorio de C. Izquierdo, respectivamente). Se discute
si ese medio ha de ser el “menos lesivo” disponible, pues ante la
existencia o creencia de la agresión, el impulso psicológico de la
defensa apuntaría a la extinción del peligro de acuerdo a prototipos de
actuación aprendidos y que se creen e caces para ello, y no a dilucidar
los efectos de la defensa en el agresor, razonamiento que no podría ser
exigido en personas que toman decisiones ante un estrés semejante
(Vera, “Legítima defensa”, 284). Por eso, la muerte del comisario
Scarpia, acuchillado por Tosca en la ópera homónima, para evitar ser
violada tras ser intimidada por la amenaza de ejecutar en el acto a su
amante, que Scarpia tiene prisionero en la habitación contigua, se ha
entendido como una reacción racional (Tamarit, Casos, 170). Un caso
similar se presentó en la SCA Antofagasta 22.11.2019, en que una
mujer repele con un cuchillo las agresiones con puño de su conviviente
(DJP 41, 85, con comentario crítico de B. Sanhueza, por haberse
resuelto el caso con base a la idea de que la acusada solo podría
pretender lesionar y no matar al occiso, atendido el medio empleado).
Además, como a rma parte importante de la jurisprudencia, la
defensa debe ser subsidiaria, aunque no absolutamente, sino en el
sentido que habrá casos excepcionales donde no sea en sí necesaria y
sea preferible la elusión del ataque, como cuando el agresor es un niño
de corta edad, alguien que sufre un ataque de epilepsia, o el agredido
puede huir sin peligro del lugar de la agresión (RLJ 53). Para un autor,
siguiendo la doctrina francesa, la subsidiariedad en la legítima defensa
sería obligatoria ante agresiones que pueden repelerse materialmente
sin afectar la persona del agresor (p. ej., cuando se trata de una
alteración de límites o del curso de las aguas) o ante lesiones de poca
importancia, como en los “pequeños robos”, que no debieran
repelerse a tiros (Drapkin, 215).
No obstante, siguiendo el parecer mayoritario de la doctrina
alemana, la mayoría de nuestros autores suele rechazar estas
limitaciones a rmando que “la legítima defensa consiste en repeler la
agresión, no en evitarla” y que “ante el injusto —de la agresión—
nadie está obligado a ceder” (Garrido DP II, 173, y Cury PG I, 543,
respectivamente). Según nuestro más reciente monogra sta en la
materia, la base para fundamentar la legitimidad de la defensa sin
exigir una respuesta subsidiaria ni proporcional radica en entender la
agresión ilegítima como “la puesta en peligro plenamente responsable
por parte del agresor”, de modo que las consecuencias de su actuación
solo son atribuibles a él, por lo que no habría nunca para el defensor
obligación de ceder, buscar ayuda o someter la respuesta “a margen de
proporcionalidad alguno, pese al reconocimiento de un límite ‘ético-
social’ en caso de extrema desproporción” (Wilenmann, “Legítima
defensa”, 639 y 624, respectivamente). Con todo, se debe señalar que
esta doctrina no es unánime en Alemania, donde también algunos
autores modernos reconocen limitaciones como las aquí expuestas
(Politoff DP, 361 y Guzmán D., “Dignidad”, 359).
a) El exceso intensivo
Exceso intensivo en la defensa es el empleo irracional de medios que
producen daños innecesarios al agresor. Sería el caso, p. ej., de quien
realiza maniobras conductivas para arrojar de un vehículo en
movimiento a un agresor que se ha puesto sobre el capó a golpear con
sus manos el parabrisas: la expulsión del agresor sería legítima, pero el
exceso de la fuerza o velocidad con que se expulsa, innecesaria (este el
supuesto de la SCA Rancagua 13.11.2001, DJP Especial II, 841,
donde, sin embargo, no se planteó la posibilidad de una defensa
legítima a pesar de constatarse la agresión, con cometario crítico de C.
Ortega).
No obstante, a diferencia de lo que sucede con el exceso temporal,
donde falta la agresión en la defensa, en el exceso intensivo, al existir
la agresión, el que se de ende puede alegar la eximente incompleta del
art. 73, que otorga una rebaja sustantiva en la pena, de hasta tres
grados.
Sin perjuicio de lo anterior, también existe la posibilidad de alegar
una justi cante putativa si se creyó en la racionalidad del medio que se
empleó, esto es, que no se tenía otro a mano menos perjudicial o que
era el único capaz de repeler la agresión de los que se disponía; o la
eximente del miedo insuperable (art. 10 N.º 9), atendida la naturaleza
de la agresión y el efecto que pueda haberle provocado en su ánimo al
que se de ende, como en el supuesto de la mujer que logra zafarse de
su asaltante y coger un arma de fuego con la que dispara contra la
cabeza o el pecho de su agresor, cuando hubiera bastado apuntar a las
piernas.

E. Causa legítima
a) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende
La ley chilena considera una causa ilegítima la provocación del
agredido y esta causa, según la naturaleza y entidad de la provocación
puede generar diferentes efectos.
Provocar es, según la RAE, “buscar una reacción de enojo en alguien
irritándolo o estimulándolo con palabras u obras”, reacción que
puede traducirse en una agresión o acometimiento personal.
Luego, “falta provocación su ciente de parte del que se de ende”
cuando ha provocado a otro solo con expresiones injuriosas o
calumniosas, generalmente referidas a la sexualidad, virilidad, o
entereza del otro o de su cónyuge o conviviente. Según la ley, aunque
la provocación exista, quien reacciona ante ella mediante un
acometimiento físico es un agresor ilegítimo. Pero, al mismo tiempo,
la defensa no será legítima, pues se origina en un hecho del que es
responsable quien se de ende: la provocación. En consecuencia,
ninguno de ellos actuará justi cado. Sin embargo, la ley hace una
diferencia en el tratamiento penal de ambos: mientras el provocado
solo puede alegar en su favor la circunstancia atenuante 3.ª del art. 11
(haber precedido inmediatamente al delito provocación
“proporcionada”); el provocador podrá alegar la eximente especial
incompleta del art. 73, que importa una rebaja signi cativa de la pena,
si empleó un medio racionalmente adecuado.
Pero cuando la provocación llega a las vías de hecho o consiste en
amenazas o exhibición de armas que hacen parecer inminente un
ataque, ella se trasforma en una agresión ilegítima o, en otros
términos, es una “provocación su ciente” para que el provocado
reaccione en legítima defensa ante la agresión actual o inminente.
Aquí, el provocado es un legítimo defensor y el provocador un agresor
ilegítimo al que no corresponde siquiera la eximente incompleta (Ortiz
M., “Provocación”, 552).
b) Falta de participación en la provocación del pariente que
defiende
Siguiendo la regulación del modelo español de 1848/1850, el art. 10
N.º 5 contempla la defensa de parientes en un numeral separado de la
propia, señalando a quienes puede defenderse legítimamente bajo esta
causal: cónyuge, consanguíneos en toda la línea recta y colateral hasta
el cuarto grado y a nes en toda la línea recta y colateral hasta el
segundo grado. La defensa de otros parientes se consideraría dentro de
la causal del art. 10 N.º 6, como defensa de extraños. La defensa de
parientes exige, al igual que la propia, que exista agresión ilegítima y
necesidad racional del medio empleado.
Luego, la única diferencia respecto de la legítima defensa propia
radica en el tratamiento de la provocación: mientras el pariente que ha
provocado (sin llegar a ser agresor) no puede alegar la eximente
completa de legítima defensa, el que lo de ende sí puede, siempre que
no hubiera participado en la provocación. La ley parece permitir
incluso la defensa del pariente con conocimiento de la previa
provocación, mientras no se haya tomado parte en ella.
La regulación así descrita, que destaca un aspecto personal o
subjetivo de la eximente produce ciertas perplejidades: Así, según el
clásico ejemplo, si A provoca a B para atacarle y B levanta un arma
para hacerlo, A no estaría justi cado para repeler el ataque, pero sí lo
estaría C, su pariente colateral por a nidad en segundo grado. Pero, si
C solo entrega a su pariente el medio con que se de ende podría
sostenerse su complicidad con A, por las lesiones eventualmente
causadas a B, ya que A no estaría justi cado y C conoce esa situación.
Tratándose de una provocación su ciente, esto es, que hace del
provocador un agresor y del provocado un agredido, el pariente no
estaría justi cado ni por defender ni por participar en la supuesta
defensa. Pero, si no ha intervenido en la provocación, bien podría
alegar una justi cante putativa si al asomarse a la escena ve que un
tercero acomete a su pariente y, creyéndolo un agresor, lo repele.
c) Falta de intervención en la provocación y de motivación
ilegítima en la legítima defensa de terceros
Al igual que la legítima defensa de parientes, la de terceros del art.
10 N.º 6 —incluyendo personas jurídicas (RLJ 54) —, requiere la
existencia de una agresión ilegítima, necesidad racional del medio
empleado para impedirla o repelerla, y del requisito de que, en caso de
preceder provocación por parte del ofendido, no hubiese participado
en ella el defensor, ofreciendo en general similar problemática que la
legítima defensa de parientes ya estudiada.
Su particularidad radica en los alcances del requisito adicional de no
haber obrado el defensor impulsado por venganza, resentimiento u
otro motivo ilegítimo. Al respecto, la jurisprudencia también a rma,
junto con buena parte de la doctrina, que la limitación solo alcanza al
supuesto que el motivo ilegítimo fuese el único que impulsa al
defensor, pero que no excluye la defensa cuando existe una agresión
objetiva a un tercero que el defensor conoce y repele (RLJ 55). La
existencia exclusiva de un motivo ilegítimo daría lugar a la atenuante
de eximente incompleta del art. 73, aunque no existe jurisprudencia en
que, por faltar esta exigencia, la justi cante no se haya considerado
aplicable.
En cuanto a la supuesta legítima defensa de terceros contra sí
mismos (suicidas, masoquistas, etc.), se comparte aquí la opinión de
que es dudoso que la autoagresión pueda considerarse ilegítima, salvo
desde un punto de vista “paternalista”, incompatible con la igual
consideración de la autonomía de todos que promueve la Constitución
(Couso, “Comentario”, 230). Es más, tales hechos ni siquiera pueden
considerarse propiamente agresiones, pues no se trata de
acometimientos de una persona a otra. Luego, frente a las llamadas
“autoagresiones” de personas autoresponsables, la situación que se
presenta es bien la de una justi cante putativa (se cree que existe una
agresión que no es tal) o la de un estado de necesidad putativo del art.
10 N.º 11 (se cree que se está en presencia de un mal grave no evitable
de otro modo). Lo mismo se aplica en el caso de quien cree
razonablemente que el presunto suicida está en un estado de
perturbación mental asimilable a la locura o demencia o a la pérdida
temporal de la razón. Pero en ausencia del ejercicio de la autonomía
personal, como serían las actuaciones de menores de edad, personas
privadas de razón o instrumentalizadas por terceros, el estado de
necesidad agresivo sería real. No obstante, en todos los casos debe
probarse que la reacción fue necesaria o que no existía otro medio
practicable y menos perjudicial para evitar el mal grave que existía o
se creía existir.

F. Legítima defensa privilegiada


Esta institución, consagrada en el inc. nal del art. 10 N.º 6, fue
reformado a nes del siglo XX (Ley 19.164, de 1992), pero sus
orígenes se remontan al texto bíblico (Éxodo 22:1-2). Allí se establece
una presunción simplemente legal acerca de la concurrencia de los
requisitos de necesidad racional del medio empleado para impedir o
repeler la clase de agresiones que se enumeran, falta de provocación
su ciente y de que el tercero no obró impulsado por venganza,
resentimiento u otro motivo ilegítimo. Los casos en que opera la
presunción son los siguientes:
i) El rechazo, de día o de noche, al escalamiento (entrar por vía no
destinada al efecto) en una casa, departamento u o cina, o en sus
dependencias, siempre que ellos estén habitados (no basta que estén
destinados a la habitación);
ii) El rechazo de noche a un escalamiento de un local comercial o
industrial, esté o no habitado; y
iii) El rechazo, de día o de noche, de la consumación (sea
impidiendo, sea tratando de impedir) de los delitos de secuestro,
sustracción de menores, violación, parricidio, homicidio, robo con
violencia o intimidación en las personas y robo por sorpresa.
Sin embargo, esta presunción no alcanza al requisito de la agresión,
la que deberá probarse en todos los casos, pues la ley exige, para hacer
efectivo el privilegio que establece, la prueba del escalamiento o de la
comisión de los delitos que se repelen (Etcheberry DP I, 259). Según la
doctrina más reciente, esta prueba solo alcanza a la existencia de la
agresión, no a su ilegitimidad, que también se presumiría una vez
acreditada aquella (Couso, “Comentario”, 233).
Por otra parte, la jurisprudencia ha limitado el alcance de esta
presunción, al a rmar que el escalamiento o fractura deben existir en
el momento en que se rechaza al atacante, de modo que el rechazo de
quien ya ha traspasado las barreras externas del lugar quedaría
regulado por la regla general de la legítima defensa y no será aplicable
el privilegio (RLJ 55).

G. Uso de armas por la fuerza pública


El legislador ha establecido otros casos de defensa privilegiada,
mezclados con una regulación precaria del cumplimiento del deber, de
suma importancia práctica:
i) El art. 128 CP, que permite el uso de la fuerza pública para
disolver a los sublevados que no se disolvieren después de dos
intimaciones o “desde el momento en que los sublevados ejecuten
actos de violencia”;
ii) El art. 410 CJM, según la cual “será causal eximente de
responsabilidad penal para los Carabineros, el hacer uso de sus armas
en defensa propia o en la defensa inmediata de un extraño al cual, por
razón de su cargo, deban prestar protección o auxilio”, extendida por
el art. 208 de ese cuerpo legal a todo “el personal de las Fuerzas
Armadas que cumplan funciones de guardadores del orden y
seguridad públicos”. Además, los arts. 411 y 412 establecen casos
especiales de justi cación del uso de armas en procesos de detención y
cumplimiento de órdenes judiciales; y
iii) El art. 23 DL 2.460, Ley Orgánica de la Policía de
Investigaciones de Chile, que señala: “estará exento de
responsabilidad criminal, el funcionario de la policía de
Investigaciones de Chile, que con el objeto de cumplir un deber que
establezca este decreto ley, se viere obligado a hacer uso de armas,
para rechazar alguna violencia”. La obligación aquí debe entenderse
en el sentido de la medida de la racionalidad del medio (proporcional
y subsidiario) y no como una situación psicológica, que derivaría en
una causal de exculpación.
Según la doctrina especializada, el art. 428 CJM (y lo mismo puede
decirse de la norma equivalente del DL 2.460) consagra un caso
especial de defensa propia personal privilegiada, respecto del uso del
arma de servicio para evitar la comisión de “delitos contra las
personas (homicidio, lesiones, violencias innecesarias)”, siempre que
exista necesidad racional de uso. Aquí se entiende por “arma” “todo
implemento que la institución entrega a sus miembros para el
cumplimiento de sus deberes y que les sirve para atacar cuando hay
que vencer una resistencia o para defenderse cuando son objeto de una
agresión” y no solo las de fuego; y que el privilegio consistiría en que
no se exigiría el requisito de “falta de provocación su ciente”,
entendiéndose que nunca el cumplimiento del deber de mantenimiento
del orden público pueden considerarse provocación para terceros
(Astrosa, 563).
Luego, se aplicarían los mismos criterios generales antes referidos, en
el sentido de una comprensión amplia del criterio de necesidad
racional, vinculada a la de ejecutar las órdenes y deberes que la ley
impone, incluyendo la protección personal y de terceros frente a
agresiones ilegítimas, procurando causar el menor daño posible con
los medios de que se disponen. Ello supone, por regla general, que el
uso de armas de fuego letales y “menos letales”, debe reservarse para
enfrentar agresores ilegítimos. Sin embargo, como en la defensa de
particulares, para juzgar la racionalidad del empleo del arma de
servicio no ha de tomarse en cuenta los medios de que disponen los
agresores o quienes se enfrentan con la fuerza pública: una turba
armada con piedras y elementos explosivos no puede repelerse con
similares elementos; al que huye de la fuerza sin haber sido detenido
no se le puede disparar a matar; un hurto o cualquier atentado que
recaiga exclusivamente sobre la propiedad no debiera ser repelido con
armas de fuego o de cualquier clase si no hay resistencia violenta al
arresto, etc. También han de considerarse las situaciones especiales
que permiten la legítima defensa privilegiada para repeler delitos
graves (art. 10 N.º 6, inc. nal). Pero tratándose del control del orden
público, mientras no se trate de una sublevación en los términos del
art. 128 CP, disparar cualquier clase de armas sin control sobre la
multitud, con un riesgo conocido de lesionar a manifestantes que no
están agrediendo a la fuerza, podría no ser necesario. Pero si el único
medio de que dispone la fuerza pública en un caso determinado es de
un arma disuasiva “menos letal”, dispararla contra una turba que
agrede a una patrulla es más racional que emplear un arma de fuego,
como lo es disparar ésta a las extremidades antes que al cuerpo de los
agresores, si con ello se puede mantener el imperio de la ley. Y siempre
ha de tenerse presente que, al contrario que los particulares, la fuerza
pública sí tiene una obligación genérica de imponer la ley (el
cumplimiento de su deber), por lo que no debe esperarse ni exigirse su
retiro ante los agresores, salvo en caso de extrema necesidad para la
salvación propia, pero no la de los agresores. Por todo lo anterior, no
es posible establecer criterios a priori para excluir o permitir el empleo
de la fuerza legítima en todas y cada una de las situaciones fácticas,
que deben ser juzgadas caso a caso. De allí que los “protocolos” o
“reglas de uso de la fuerza”, expresados en circulares, órdenes
generales o decretos supremos, deben estimarse como lo que son:
regulaciones administrativas para ordenar la actuación de la fuerza
pública, cuya infracción podría desencadenar responsabilidades de esa
clase, pero cuyo nivel normativo no puede limitar ni extender las
reglas legales vigentes (O. o., Wilenmann, “Control”, 17, para quien
“los principios generales establecidos en los instrumentos
administrativos cumplen la función de concretizar las exigencias de
necesidad y proporcionalidad del uso de la fuerza pública”). En la
práctica, será también relevante determinar, desde la posición del
agente, las posibilidades de errores de apreciación: ¿Es un arma de
fuego lo que blande al supuesto agresor?, ¿Quien sale de un lugar es
un ladrón o una víctima del robo? ¿Existe una violación en curso o
una pareja fogosa y desinhibida?, etc.

H. El problema de la defensa de la mujer maltratada y la muerte


del tirano doméstico
Todas las di cultades de admitir una legítima defensa completa por
exceso temporal, anticipación o intensidad excesiva de la reacción se
concentran en los casos de la muerte del llamado tirano doméstico o
reacción de la mujer ante hechos de violencia intrafamiliar reiterados,
matando al agresor mientras duerme o se encuentra en un estado de
sopor por el alcohol. A ello contribuye una supuesta “neutralidad de
género” de las categorías dogmáticas, que parece conducir, en delitos
contra la vida en contexto de violencia intrafamiliar, a que “las
interpretaciones de la ley en nombre de la ‘igualdad’ se tornen
discriminatorias y gravosas” (Villegas, “Homicidio”, 150).
En efecto, en un principio, la jurisprudencia de casi todos los países
de nuestra órbita cultural rechazaba acoger en estos casos la eximente
de legítima defensa, con el argumento de que la mujer actuaba cuando
la agresión había cesado o ni siquiera comenzado; que siempre
podrían existir alternativas de actuación diferentes (subsidiarias); o
que la reacción mortal no era proporcional a las reiteradas lesiones
que se padecían (RLJ 50). Entre nosotros, se llegó a fallar que no era
racional repeler con una tijera una agresión violenta con los puños, sin
atender a las diferencias corporales entre el agresor y la que se
de ende ni al resto de las circunstancias fácticas del hecho (SCA
Santiago 11.4.1977, cit. por Muñoz y De Mussy, 43) Por ello, sin
cuestionar esta interpretación, un primer impulso en nuestra doctrina
fue discutir si la nueva eximente del art. 10 N.º 11, entendida como
estado de necesidad exculpante, abarcaría también el caso de la
muerte del “tirano doméstico” por sus víctimas mientras duerme, sin
haber recurrido antes a las autoridades, entendiendo que la conducta
reiterada de violencia representaba un peligro de mal grave
permanente no evitable de otro modo, como lo aceptó la sentencia del
Tribunal Oral en lo Penal de Puente Alto, de 21.6.2013 y proponía el
propio redactor del texto legal (Cury, “Estado de necesidad [LH
Profesores]”, 259; Santibáñez y Vargas P., 199). Sin embargo, ello
también ha sido rechazado por parte de la doctrina al entender que,
según el texto legal chileno, el peligro que se pretende evitar en estado
de necesidad debe cumplir idénticos requisitos de actualidad o
inminencia que la agresión en la legítima defensa, lo que si se a rma
no existe para esta justi cación, tampoco existiría para la exculpación
(Hernández B., “Comentario”, 269).
Para salir de este dilema, es necesario, en primer lugar, atender a los
diferentes presupuestos de la legítima defensa y del estado de
necesidad: la primera es una reacción ante una agresión humana; el
segundo, una respuesta (agresiva o defensiva) ante un mal que no es
una agresión humana. Y el caso del “tirano doméstico” se enmarca en
la respuesta ante sus agresiones, no ante un mal cualquiera. Luego, la
cuestión es determinar si esas agresiones pueden considerarse
inminentes o no en el caso concreto. Si es así, estaríamos ante una
legítima defensa y nunca ante un estado de necesidad. Al respecto, los
estudios psicológicos han demostrado la existencia de un “ciclo de la
violencia” en ciertas relaciones que terminan en la creación en la
mujer que es permanentemente maltratada de un “síndrome de
adaptación aprendida” o “síndrome de Estocolmo”, donde la mujer
puede prever las diferentes reacciones del tirano doméstico en sus
distintas fases de enamoramiento, violencia, reconciliación y nueva
violencia (Walker). Este es el fenómeno psicológico que se denomina
también síndrome de la mujer maltratada. En estos contextos, la
violencia del tirano doméstico no parece distinguible de la que ejercen
los captores de un secuestrado a quien no parece razonable exigirle
que espere a que estén despiertos, de frente y armados para
enfrentarlos y así asegurar su liberación, por lo que la actualidad de la
agresión debe enfrentarse a una investigación fáctica, caso a caso,
sobre todo si la inminencia de la agresión es previsible tras la ingesta
de ciertas cantidades de alcohol, un brusco despertar o cualquier
detonante propio del ciclo de violencia en que se vive.
Luego, al igual que en el caso del secuestro, en el del tirano
doméstico no se está frente a un mal asimilable al peligro de un hecho
que causa la caída de un edi cio, una inundación o el ataque de una
jauría de animales, sino ante una agresión o conducta humana
inminente que, por lo mismo, puede considerarse constitutiva de una
agresión ilegítima (maltratos y violencias reiteradas contra la mujer y
los hijos), lo que constituye el fundamento fáctico de la legítima
defensa y no del estado de necesidad (SCA Rancagua 4.3.2010, GJ
375, 241). Es más, la misma interpretación “con perspectiva de
género” de la exigencia de la actualidad o inminencia del mal, que
permitiría concluir que en casos de “peligro permanente” existe un
mal que genera el estado de necesidad del art. 10 N.º 11, debería
llevar a concluir que si ese mal es una conducta, el “peligro
permanente” de su actualización mediante una agresión ilegítima
genera una situación de legítima defensa y no de estado de necesidad
exculpante (Tapia B., “Legítima defensa”, 181).
En el caso de que esa agresión no pueda, objetivamente, considerarse
siquiera inminente, podrá alegarse también una justi cante putativa
basada en la razonabilidad de la creencia en su existencia, sobre la
base de constatar la existencia del “síndrome de la mujer maltratada”,
solución generalmente aceptada en el derecho norteamericano donde
esta defensa especí ca se originó (Dressler CL, 9563). En el extremo,
las eximentes de fuerza moral o miedo insuperable, basadas en el
impulso de evitar ataques futuros a los hijos o el temor de sufrirlos en
carne propia, respectivamente, también serían posibles de alegar,
según las pruebas existentes respecto de la subjetividad del agente y el
trastorno anímico que pueda padecer la mujer (o. o. van Weezel,
“Agresor dormido”, 348, quien, rechazando todas estas alternativas,
propone una reforma legal que permita tratar estos casos como estado
de necesidad defensivo contra el tirano doméstico, considerado una
fuente de peligro y no un agresor).

§ 5. Estado de necesidad justi cante


A. Concepto y clasificación
La necesidad de reaccionar ante un mal que se presenta como peligro
de daño a bienes e intereses propios o ajenos, se entiende como
fundamento de una eximente o defensa general desde la época
medieval, bajo el aforismo necessitas non habet legem: “si la necesidad
es tan evidente y tan urgente que resulte mani esta la premura de
socorrer la inminente necesidad con lo que se tenga, como cuando
amenaza peligro a la persona y no puede ser socorrida de otro modo,
entonces puede cualquiera lícitamente satisfacer su necesidad con las
cosas ajenas, sustrayéndolas ya mani esta, ya ocultamente” (Aquino
II-II, C. 66, a. 7 y III, C. 80, a.8). Sin embargo, la pretensión de
encontrar un fundamento a esta institución ha generado una
inabarcable discusión (al respecto, v. Castillo, “Estado de necesidad”,
340, y Wilenmann, Justi cación, 27). Ello quizás puede explicarse por
su carácter marcadamente político y contingente, no sujeto a una
concepción del derecho predeterminada, losó ca o sociológica, pues
se trata de establecer casos excepcionales en que se impone a terceros
que no son agresores ilegítimos soportar la pérdida de sus derechos en
bene cio del necesitado, lo que ha originado muy diversas
regulaciones en los diferentes Estados y épocas, como demuestran el
severo tratamiento penal del mismo ejemplo del Aquinense en la
Francia del siglo XIX, según el relato de Los Miserables de V. Hugo, y
la evolución de la propia legislación nacional, transformada
signi cativamente solo hace un par de lustros con la introducción del
nuevo art. 10 N.º 11 (o. o. Wilenmann, “Fundamento”, 239, y
“Sistema”, donde plantea la idea de organizar el tratamiento de estas
cuestiones sobre la base de los principios de autonomía, solidaridad y
responsabilidad).
Con relación al derecho vigente, y conforme a la doctrina
dominante, se entiende por estado de necesidad la existencia de un
peligro inminente de producción de un mal para las personas o sus
derechos, que no consiste en una agresión ilegítima y que no puede
evitarse sino produciendo un mal que constituye delito, siempre que el
mal que se cause sea menor que el que se pretende evitar (estado de
necesidad justi cante), o no sustancialmente superior (estado de
necesidad exculpante).
Tradicionalmente, la diferencia entre el estado de necesidad
justi cante y el exculpante se hace residir en que uno sería parte del
injusto y el otro de la culpabilidad y, por ello, mientras respecto del
primero no existiría el derecho a la legítima defensa, sí lo habría frente
al segundo. No obstante, esta distinción no parece tan categórica, por
diferentes motivos: la común regulación de ambos estados de
necesidad cuando se está frente a un “mal grave”; el siempre posible
alegato de una justi cante putativa por parte del que repele al
necesitado; la falta de responsabilidad penal de los incapaces, tanto
por el mal que generan como por su eventual repulsión al necesitado;
y la constatación de que, puesto que el necesitado está igualmente
exento de responsabilidad, tanto si actúa en estado de necesidad
justi cante como exculpante, se hace difícil cali car su conducta de
ilícita en un caso e ilícita en otro, respectivamente.
En cuanto a la regulación existente, se distingue, además, entre
estado de necesidad agresivo y defensivo. En el primero se encontraría
quien, para evitar el mal, afecta a terceros o sus bienes que no son la
fuente del peligro que se trata de evitar, como la propiedad del vecino
dañada por el agua empleada para apagar un incendio. En el segundo,
quien para evitar el mal afecta directamente su fuente, sean cosas,
como un vehículo que sin conductor se desliza calle abajo, al haberse
estacionado sin freno de mano; los animales feroces que atacan a uno;
o las personas que no actúan voluntariamente por imprevisión,
descuido o ignorancia, o cuya conducta no puede considerarse una
agresión (menores de edad o dementes).
Entre nosotros, hasta la introducción del nuevo art. 10 N.º 11 por la
Ley 20.480, de 2010, el estado de necesidad justi cante se regulaba en
el CP como reacción legítima ante cualquier mal, pero limitando las
posibilidades de reacción únicamente al daño a la propiedad ajena, sea
o no la fuente del peligro (art. 10 N.º 7). De manera excepcional, se
admitía también la posibilidad de afectar la inviolabilidad de la
morada en el art. 145. Por ello, parte importante de la doctrina
estimaba que se necesitaba una reforma legal para incorporar el
estado de necesidad defensivo en el caso de que el mal causado
recayese sobre la persona que es fuente de peligro (Cury, “Estado de
necesidad [LH Bustos]”, 266).
El art. 10 N.º 11 modi có esta situación. Aunque el consciente
propósito del legislador al aceptar la propuesta de redacción de este
nuevo numeral era incorporar una amplia regulación del estado de
necesidad exculpante (Informe de la Comisión Mixta de 26.10.2010,
9), su amplitud se extiende también al estado de necesidad justi cante,
pues admite la afectación de cualquier clase de derechos, incluso de la
vida y salud de las personas, cuando el mal causado sea de menor
entidad que el “mal grave” que se pretende impedir (Santibáñez y
Vargas, 198).
Sin embargo, la nueva regulación no excluye la anteriormente
existente, por cuanto, por una parte, el art. 10 N.º 11 solo autoriza la
reacción ante un “mal grave para su persona o derecho o de un
tercero”, mientras el N.º 7 la permite ante cualquier mal, grave o no;
y, por otra, el N.º 7 limita la reacción justi cada solo a la comisión de
delitos que causen daños en la propiedad ajena, mientras el N.º 11 la
amplía a la de cualquier delito, incluso contra las personas, siempre
que (en su aspecto justi cante), el mal que se cause sea inferior al que
se pretende evitar (o. o. Cury, “Estado de necesidad [2013]”, para
quien esta eximente del N.º 7 del art. 10 estaría tácitamente derogada
por la nueva del N.º 11, atendida su aparente mayor amplitud; y
Wilenmann, Justi cación, 447, para quien el art. 10 N.º 11, solo
abarca casos de estado de necesidad exculpante).
Por tanto, atendidas estas diferentes condiciones y requisitos,
entendemos ahora que ambas disposiciones regulan casos especiales de
estado de necesidad, no siendo ninguna de ellas gura especial o
genérica de la otra (Acosta, 697).

B. Bienes salvables
El Ar. 10 N.º 7 no determina la naturaleza del bien que se puede
salvar, por lo que es posible sostener que a su respecto no existe
limitación alguna: se puede pretender evitar un mal para las personas
y sus derechos, individuales y colectivos, como la propiedad, el medio
ambiente o la salud pública, cualquiera sea su naturaleza y contenido,
con tal que para ello solo se afecte la propiedad ajena.
En cambio, el Art. 10 N.º 11, limita los bienes potencialmente
afectados por el mal que se pretende evitar a “su persona o derecho o
los de un tercero”. Esta limitación no es producto de un error de
tipografía, sino de la intención de E. Cury —a cargo de proponer el
texto que sería en de nitiva aprobado— de recoger la observación del
entonces Senador H. Larraín, quien respecto de la expresión de la
proposición original (“mal grave a su persona o derechos o los de otro
u otros”) planteó una duda acerca de su amplitud, expresando que
“esperaría que en la redacción se especi que que la motivación para
actuar que justi ca al victimario en este caso se funde en un mal grave
para su persona o la afectación a uno de sus derechos fundamentales,
y no a cualquier derecho” (Informe de la Comisión Mixta de
26.10.2010, 10). Por ello, se entiende que la sutil diferencia con
respecto a los términos del art. 10 N.º 4, se explicaría por la exclusión
de bienes colectivos de entre aquellos cuya amenaza autoriza la
reacción salvadora: la “persona” se referiría al cuerpo del afectado, y
“su derecho” a los individuales reconocidos en la Carta Fundamental
(Hernández B., “Cometario”, 272).

C. Requisito esencial: la amenaza de un mal


a) Clase del mal que se pretende evitar
Requisito esencial y fundamento de la eximente es la existencia del
mal que se pretende evitar, esto es, de cualquier peligro o amenaza de
daño a un bien jurídicamente protegido, siempre que no se trate de
una agresión (legítima defensa) o de un daño que se siga de un acto
justi cado, debido u ordenado por el derecho (García S., 110).
No obstante, el N.º 11 del art. 10 limita los males que crean el
estado de necesidad a aquellos que amenacen a una persona o su
derecho, siempre que seas “graves”. No hay en la historia de la ley
indicación acerca de la gravedad de la amenaza exigida para autorizar
la reacción defensiva. Según el Diccionario, “grave” es algo “grande,
de mucha entidad o importancia”, lo que debe entenderse solo en
relación con el mal que se pretende evitar. Así, en el ejemplo del
automóvil que lleva curso de estrellarse contra una casa o habitación
modesta, su gravedad se determina no por la entidad de las
potenciales reacciones sobre el vehículo (y sus eventuales ocupantes),
sino por el peligro que crea: arruinar a los moradores o lesionar
gravemente a personas que se encuentren en su interior, etc. En todos
los otros casos, cuando exista un mal que no pueda cali carse de
grave, solo podrá causarse de manera justi cada un daño en la
propiedad ajena para evitarlo, según el art. 10 N.º 7. Este carácter
residual del régimen del art. 10 N.º 7 que, además, solo permite causar
daños a la propiedad ajena, parece explicar el hecho de que también se
haya planteado que la gravedad del mal a evitar “se de ne frente al
mal causado” (Vargas P. y Henríquez, 16). Sin embargo, al jar la
relación con el mal causado, el requisito de la gravedad sería
super uo, pues ya estaría contenido en el de la proporcionalidad de la
reacción.
Luego, quedaría un solo caso en que el art. 10 N.º 11 desplazaría al
N.º 7: aquél en que el mal grave se evitaría afectando la propiedad de
otros. Pero de allí se seguiría que la reacción en estado de necesidad
que solo afecta la propiedad tendría más requisitos (la regla 4.ª del art.
10 N.º 11) si es ante un mal grave que si es frente a cualquier otro
mal. Luego, para evitar esta incoherencia, habrá que sostener que toda
reacción que afecta la propiedad está regulada por el N.º 7, mientras
que la que afecta a las personas o cualquier otro de sus derechos, por
el N.º 11.
Por otra parte, salvo para la distinción académica entre estado de
necesidad defensivo y agresivo, en los N.º 7 y 11 del art. 10 no tiene
importancia cuál sea el origen del peligro, siempre que no se trate de
una agresión humana, donde opera la legítima defensa. Puede tratarse
de fenómenos naturales, como avalanchas, terremotos o inundaciones;
o del efecto de un acto no intencional o negligente de un tercero, p. ej.,
incendios, accidentes de la construcción, el descuido de un animal
feroz que ataca a otras personas y hasta el de quien transita en
bicicleta por la vereda sin poner atención a los peatones.
b) Realidad o peligro inminente del mal que se pretende evitar
Según la circunstancia primera de los N.º 7 y 11 del art. 10, el mal
que se evita debe ser real, actual o inminente. Actual o real signi ca
que sea directamente perceptible por los sentidos. Que sea inminente,
importa que exista un alto grado de probabilidad de que se
materialice, sobre la base de la experiencia común, p. ej., la
propagación de un incendio existente, la destrucción al paso de la lava
que se aproxima o de una inundación que recién se inicia, el curso
descontrolado de un medio de transporte, etc.
En caso de error sobre la existencia o inminencia del mal, cabe
apreciar una justi cante putativa. Si el mal que se causa para evitar el
peligro recae exclusivamente en la propiedad ajena, será irrelevante si
el error es vencible o invencible, pues los daños a la propiedad
imprudentes no serían punibles, según la doctrina mayoritaria, salvo
en el caso de la falta del art. 495 N.º 21. Pero si el mal recae en la
persona fuente del peligro o en un tercero, el error vencible
determinará la responsabilidad a título de culpa, si el hecho es
especialmente punible a tal título (p. ej., las lesiones sí; pero la
privación de libertad, no).
D. Racionalidad de la reacción del necesitado
La autorización de nuestra ley no solo para reaccionar ante la fuente
de un peligro, sino para cometer delitos contra la persona o
propiedades de terceros inocentes o no plenamente responsables del
mal que se pretende evitar, es compensada por la ley con una
especi cación del criterio de la racionalidad del medio empleado para
su evitación, que exige sea estrictamente proporcional y subsidiario.
Si se cumplen tales requisitos, la consecuencia correlativa de la
justi cación que se otorga parece ser la obligación de soportar la
reacción del necesitado por quien resulta afectado por ella, en su
persona, derechos o propiedades. Esta obligación se ha interpretado
como manifestación de la existencia de ciertos deberes generales de
solidaridad (van Weezel, “Necesidad”, 228). Ello parece correcto,
pero siempre que tales deberes no sean otra cosa que una forma de
expresar esa obligación legal de soportar la reacción del necesitado (y,
también, la de soportar las consecuencias del cumplimiento del deber,
la defensa legítima y la ejecución de otros actos debidos o autorizados
legalmente). En cambio, remitir estos deberes a consideraciones
sociológicas o morales supondrían una forma de iusnaturalismo o
integrismo no controlable objetivamente (Piña, “Solidaridad”, 243).
Pero, en ningún caso, se trata de un deber absoluto: p. ej., quien
desconoce la necesidad de actuación de otro puede considerarlo como
un agresor ilegítimo y actuar en legítima defensa putativa y no será
responsable.
a) Proporcionalidad
Aquí es donde se aprecia otra diferencia importante entre el estado
de necesidad del Art. 10 N.º 7 y el del N.º 11: el primero incluso
restringe los bienes susceptibles de dañar en estado de necesidad a la
propiedad ajena, mientras que el segundo no, jando la regla de
proporcionalidad únicamente con relación a los males evitados y
causados. Pero, en ambos casos, no se trata de ponderar bienes en
juego, sino de males a evitar y los que se pueden cometer (Fuentes F.,
Ponderación, 59).
En cuanto a la regla 2.ª del art. 10 N.º 7, ella limita la justi cación a
la posibilidad de cometer un delito que cause daño a la propiedad
ajena, siempre que el mal que amenaza sea mayor que el causado para
evitarlo. Según la doctrina dominante, por delitos que causen daño a
la propiedad, no deben entenderse exclusivamente los de daños del
art. 484, sino “todo hecho que afecte o lesiones derechos
patrimoniales como ser hurtos, apropiaciones indebidas, etc.” (Novoa
PG I, 405). Enseguida, para realizar la ponderación que la ley obliga
se debe distinguir entre dos grupos de casos, teniendo presente en
ambos que la ponderación no es aritmética, pero debe haber una
indudable superioridad del bien que se trata de salvar para que exista
la justi cación:
i) Comparación entre la evitación de males diferentes a un daño a la
propiedad y este. Aquí parece claro que todo bien personal es de
mayor valor a la propiedad, según la ordenación del Código, y que
también lo es todo bien colectivo especialmente protegido, como la
salud y seguridad públicas, etc.
ii) Comparación entre daños potenciales y reales a la propiedad. En
estos casos no solo habrá que considerar el valor y la magnitud de los
daños, sino también el signi cado funcional de los bienes en juego y la
posibilidad de su reparación, respecto de las personas y comunidades
a quienes sirven. Así, la choza del campesino, que constituye su único
patrimonio, será seguramente más valiosa que el costoso automóvil
del magnate (Cury PG, 380). Especial atención debe prestarse al caso
de los animales, cuyo valor superior al de su simple avaluación
económica, “como seres vivos y parte de la naturaleza”, impone darles
“un trato adecuado y evitarles sufrimientos innecesarios” (art. 1 Ley
20.380), especialmente, tratándose de mascotas y animales de
compañía (Ley 21.020).
Si el delito que se comete recae en otros bienes jurídicos, operaría el
estado de necesidad del art. 10 N.º 11, siempre que se pueda acreditar
que se trata de evitar un “mal grave” contra una persona y su
derecho. En estos casos, la proporcionalidad exige que el delito
cometido cause un mal inferior al que se impide, aunque recaiga en la
vida, salud, libertad u otros derechos de las personas.
Por ello, al contrario del caso del art. 10 N.º 7, no es posible aquí
una valoración anticipada de los diferentes con ictos a resolver. No
obstante, la doctrina ofrece una guía más o menos segura para ello:
los bienes establecidos como derechos constitucionales valen más que
los que no y, entre unos y otros, la valoración de su lesión o puesta en
peligro, expresada en las penas previstas para los delitos que los
afectan, puede servirnos para reconocer una escala de valores
(Garrido DP II, 187). En este sentido, podría decirse que el peligro de
muerte del necesitado justi ca lesionar o privar de la libertad a un
tercero. Ese mismo peligro, así como el de afectación grave a la salud,
podría justi car la comisión de delitos de peligro que no provoquen
daños a terceros. También, por analogía con lo dispuesto en el art.
145, los peligros vitales justi carían la violación de la morada, la
grabación oculta de comunicaciones, su interceptación, etc. La
justi cación podría extenderse, además, a las estafas y a los robos con
fuerza y hasta violentos, siempre que no se de muerte o lesione
gravemente a otro y el producto del delito se aplique inmediata y
exclusivamente a la salvación propia o de un tercero. Respecto del
manejo en estado de ebriedad y la comisión de otros delitos de la Ley
de Tránsito para concurrir a un hospital, ellos estarían justi cados
siempre que no se causen accidentes o ellos provoquen daños
inferiores a la salvación propia o del tercero que se transporta (o. o.,
Etcheberry, “Ebrio herido”, 371, quien propone tratar este caso como
uno de fuerza irresistible).
Por lo anterior es posible a rmar que, aunque la eximente del art. 10
N.º 11 no deroga la del N.º 7, sí amplía el estado de necesidad
justi cante. Así, p. ej., tratándose del estado de necesidad agresivo, se
extendería la justi cación al caso de afectarse la vida de terceros si ello
es necesario para evitar un mal grave signi cativamente superior,
como la muerte de un número mayor de personas, si no existe otro
medio practicable para impedirla. Estos casos, enmarcados en la idea
de “comunidades de peligro vitales” no son puramente teóricos (el
ejemplo del desvío del ferrocarril matando a una persona que se
encuentra en la vía imposibilitada de moverse para salvar a los
pasajeros de un choque mortal), ni es una discusión teórica sobre el
lugar sistemático de la eximente, como lo demostró al ataque a las
Torres Gemelas en Nueva York el año 2001. Por eso, parece acertada
la cali cación de “eufemística” que respecto de su tratamiento por la
doctrina mayoritaria se ofrece, que niega la posibilidad de una
justi cación argumentando “que las vidas no son conmensurables”
pero, al mismo tiempo, ofrece tratar el caso como un estado de
necesidad “exculpante”, con similar resultado: la exención de
responsabilidad (Cury, “Estado de necesidad [2013]”, 253). La
cali cación de “eufemística” de esta solución, dominante en
Alemania, es de J. Wilenmann, quien, con todo, tampoco acepta la
idea de una justi cación plena en esos casos y pre ere encapsular su
solución dentro de una categoría excepcional que denomina
“situaciones de necesidad trágica”, donde también incluiría el caso de
la admisión de la tortura para descubrir y desarmar una bomba de
tiempo que pudiera matar a cientos de personas (Wilenmann,
“Imponderabilidad”, 42). Sin embargo, a nuestro juicio, según la ley
chilena ambas situaciones deben ser juzgadas de conformidad con la
misma regla común, el art. 10 N.º 11, y no recurriendo a categorías
ajenas a la legislación vigente.
Por otra parte, el Art. 10 N.º 11 también hace posible, ahora,
extender el rol del estado de necesidad defensivo al de una “pequeña
legítima defensa” frente a ataques de inimputables que no puedan
cali carse como una agresión ilegítima, pero sí de amenaza de un mal
grave (van Weezel, “Optimización”, 1118). Y también en el caso de
los que reducen mediante la fuerza, causándoles lesiones, a los que se
comportan de manera imprudente, como los conductores, pilotos o
maquinistas que se desempeñan ebrios, poniendo en peligro a sus
pasajeros.
Además, se ha de tener presente que, si ante un mal grave que afecta
a la persona o su derecho, la reacción deriva en un daño similar o no
muy sustancialmente superior al que se impide, no por ello desaparece
el estado de necesidad ni la eximente del art. 10 N.º 11, sino que se
trata, por razones sistemáticas, como un supuesto de inexigibilidad de
otra conducta o estado de necesidad exculpante.
b) Subsidiariedad
La segunda limitación de la racionalidad del medio empleado para
conjurar el mal que amenaza al necesitado es la subsidiariedad en su
empleo. Las circunstancias 3.ª del N.º 7 y la 2.ª del N.º 11 del art. 10
lo expresan exigiendo que “no haya” o “no exista” “otro medio
menos perjudicial para evitarlo” o para “impedirlo”.
Esta estricta subsidiariedad es aplicable a todos los estados de
necesidad y es una de sus principales diferencias con la legítima
defensa, que no contempla limitaciones estrictas a la necesidad
racional del medio. En estado de necesidad, si existen varios medios
para impedir el mal que se trata de evitar, la ley solo acepta que se
escoja el menos perjudicial, que a la vez sea practicable, esto es, que
sea posible de realizar en las circunstancias concretas. Si existe otro
medio salvador menos o igual de perjudicial y también practicable,
aunque más engorroso o lento que el utilizado, la justi cante no es
aplicable, y solo cabría recurrir a la eximente incompleta del art. 73.
No obstante, se debe tener presente que la existencia de este exigente
requisito para acoger el estado de necesidad podría explicar porqué en
ciertos cosos de hurto famélico la jurisprudencia pre ere recurrir al
miedo insuperable como eximente, contra el parecer mayoritario de la
doctrina (RLJ 56): esta última eximente no exige acreditar la
racionalidad del medio salvador, sino únicamente la conmoción
anímica del agente, una cuestión de hecho, no susceptible de nulidad
por error de derecho.

E. Causa legítima
De manera similar que en la legítima defensa, quien voluntariamente
crea o se expone a una situación de necesidad para sacar un provecho
personal no está exento de responsabilidad penal.
Pero sí está exento de responsabilidad quien, sin intervenir en su
creación, daña la propiedad ajena para evitar un mal a su persona, un
tercero o sus bienes, si se ha expuesto voluntariamente a ello en
bene cio de la comunidad toda, como es típicamente el caso de los
bomberos. Ello, por cuanto, por una parte, el art. 10 N.º 7 no
contiene la limitación que, en este sentido, establece la regla 4.ª de su
N.º 11. Por esto rechazamos la conclusión de una parte de la doctrina,
en el sentido de que los bomberos “no pueden ampararse en el estado
de necesidad cuando realizan su actividad protectora, la que se
extiende a todos los riesgos inherentes a ella, incluso el propio
sacri cio de su vida” (Cousiño PG II, 420).
Tratándose de la generación o exposición imprudente a la necesidad,
como el caso común de los incendios domiciliarios, habría que
distinguir:
i) En el caso del art. 10 N.º 7, como solo se permite dañar la
propiedad, podría aceptarse la eximente para salvar la persona o
bienes propios o ajenos, p. ej., en la salvación de terceros atrapados en
un incendio negligente causado por ellos o por el propio salvador,
mediante la destrucción de parte de la propiedad colindante. Ello por
cuanto, por una parte, la mayoría de la doctrina y jurisprudencia
estima no existir el delito de daño imprudente (que, de aceptarse, solo
sería una falta del art. 495 N.º 21); y, por otra, aquí no está presente
la limitación expresa de la regla 4.ª del N.º 11 del art. 10;
ii) En cambio, es esa limitación expresa lo que hace aparecer como
“razonable” exigir a quien ha creado o se ha expuesto
imprudentemente a un riesgo para su persona, que lo soporte sin
dañar a terceros u otros bienes diferentes a la propiedad para evitarlo.
La regla en cuestión establece que no será posible alegar la eximente
completa de estado de necesidad art. 10 N.º 11 ante un “mal grave”,
si se puede exigir “razonablemente” que sea soportado por quien se
encuentra amenazado por el mal. Se entiende que esa exigencia es
razonable respecto de quienes crean o se exponen voluntaria o
imprudentemente el mal y las personas que tienen deberes especiales
de protección, como los policías y miembros de las fuerzas armadas.
Sin embargo, ese deber de soportar personalmente el mal no se
extiende al tercero amenazado, cuya protección permite la actuación
legítima de policías y otros agentes salvadores que pudieran no tener
derecho para alegar la eximente si se tratase de salvar su propia
persona o derechos. Tampoco se extiende a quienes ejercen
profesiones u o cios que los exponen a peligros en bene cio de
terceros, como los médicos y los bomberos voluntarios, sin tener una
obligación legal de soportarlos.
Tratándose de la reacción necesaria en bene cio de la persona o
derecho de un tercero, la exigencia de soportar el mal que tenga el
necesitado no impide conceder al que actúa en su bene cio la
eximente, a menos que ello “estuviere o pudiere estar” en su
“conocimiento”.

§ 6. Cumplimiento del deber y ejercicio legítimo de un


derecho, autoridad, o cio o cargo
Se discute la conveniencia o no de contar con una regla como la del
art. 10 N.º 10, que el Código alemán no contempla, por cuanto la
unidad del orden jurídico haría innecesario reconocer la existencia de
normas permisivas en la ley penal. Sin embargo, estimamos que más
allá de la conveniencia “pedagógica” en la inclusión de un precepto de
esa índole como “advertencia al juez para que tenga en cuenta todas
las reglas de derecho incluso extrapenales, que en el caso concreto
pueden tener como efecto la excepcional legitimidad del hecho
incriminado” (Jiménez de Asúa, Tratado IV, 490), existen buenas
razones para mantener esta advertencia, tal como hizo el art. 20 N.º 7
del CPE 1995.
En primer lugar, su positivización destaca el hecho de que la
actuación debida o conforme a derecho puede causar males
susceptibles de describirse como hechos típicos, aún en casos que la
ley no hace referencia expresa a su antijuridicidad (Novoa PG I, 371).
Así, p. ej., mientras en el secuestro del art. 141 se menciona la
exigencia del actuar “sin derecho”; ella no aparece en la de nición del
hurto y el robo del art. 432, a pesar de que tales delitos no existen
cuando se embargan bienes con auxilio de la fuerza pública; tampoco
en las lesiones de los arts. 395 a 399, a pesar de que ellas pueden ser
resultados de cirugías y de la prescripción de medicamentos; ni en las
injurias (art. 416), a pesar de que ellas parecen ínsitas en las denuncias
de delitos y en las expresiones que se vierten en el ámbito del derecho
de familia para determinar, p. ej., la idoneidad o no de los padres que
disputan el cuidado personal de sus hijos.
Y, en segundo término, la exigencia de la “legitimidad” en el
ejercicio del derecho, profesión, cargo u o cio importa la necesidad de
una valoración de los hechos que, más allá de la simple a rmación de
la existencia de una profesión, cargo u o cio y de los derechos y
deberes asociados, ponga atención en el modo concreto de su ejercicio,
dando entrada aquí también a la excepción de la causa ilegítima y
limitando la justi cación al que, teniendo derecho, no abusa del
mismo ni emplea medios que no sean los necesariamente racionales
para hacerlo valer.

A. Obrar en cumplimiento de un deber


Se trata de aquellos casos donde la ejecución de ciertos actos
aparentemente constitutivos de delito, que suponen el empleo de la
fuerza contra personas o la supresión de sus derechos, se impone por
la ley al agente, directamente o a través de los funcionarios encargados
de su cumplimiento; lo que importa el correlativo deber de los
ciudadanos de tolerar el así legítimo empleo de la fuerza.
La expresión “deber” tiene aquí un signi cado estrictamente
jurídico, con exclusión de los deberes morales, los consuetudinarios no
reconocidos por la ley (salvo los emanados de la costumbre de los
pueblos originarios, art. 54 Ley 19.253) y los derivados de
interpretaciones analógicas, más allá de lo permitido por los arts. 19 a
24 CC. Cuando el deber consiste en el cumplimiento de órdenes de
servicio se habla de obediencia debida, que también se encuentra al
amparo de esta justi cante, siempre que se trate de órdenes lícitas,
emanadas de funcionario competente y en la forma prevista por la ley.
Se suele identi car esta eximente con la idea de un con icto de
deberes, entre el de ejecutar la ley o la orden y el de evitar dañar a
otros o cometer delitos. Sin embargo, tal colisión es meramente
aparente, desde el momento en que, por una parte, no existe un deber
general de evitar causar daños a otro; y, por otra, no todo daño que se
cause puede considerarse delito y ni siquiera ilícito, pues no puede
sostenerse al mismo tiempo la licitud del ejercicio legítimo de la fuerza
y su carácter de actuación contraria a derecho (Novoa PG I, 373).
En la vida diaria, los ejemplos más frecuentes de conductas
amparadas por esta eximente son el cumplimiento de los deberes de
persecución penal, que suponen no solo una actividad preventiva
policial (incluyendo detenciones y allanamientos en caso de agrancia
y forcejeos físicos en caso de resistencia a la detención), sino también
la investigación criminal por medio de escuchas telefónicas y otras
intromisiones en la vida privada, y una actividad acusatoria
consistente en la imputación de delitos a personas determinadas que,
de otro modo, podrían cali carse de injurias y calumnias.
Tratándose de la actuación policial, los arts. 411 y 412 CJM
precisan los términos de esta eximente en cuanto a la racionalidad del
medio empleado para cumplir el deber, permitiendo que el Carabinero
“haga uso de sus armas en contra del preso o detenido que huya y no
obedezca a las intimaciones de detenerse”, por una parte; y, por otra,
el “uso de sus armas en contra de la persona o personas que
desobedezcan o traten de desobedecer una orden judicial que dicho
Carabinero tenga orden de velar, y después de haberles intimado la
obligación de respetarla, como cuando se vigila el cumplimiento del
derecho de retención, el de una obligación de no hacer, la forma de
distribución de aguas comunes, etc.”. En ambos casos, se añade que
“no obstante, los tribunales, según las circunstancias y si éstas
demostraren que no había necesidad racional de usar las armas en
toda la extensión que aparezca, podrán considerar esta circunstancia
como simplemente atenuante de la responsabilidad y rebajar la pena
en su virtud en uno, dos o tres grados”, y así lo ha resuelto, p. ej., la
SCS 23.12.2014 (RCP 42, N.º 1, 255, con nota crítica de C. Ramos).
Por su parte, el art. 23 DL 2.460, Ley Orgánica de la Policía de
Investigaciones de Chile, señala que “estará exento de responsabilidad
criminal, el funcionario de la policía de Investigaciones de Chile, que
con el objeto de cumplir un deber que establezca este decreto ley, se
viere obligado a hacer uso de armas, para […] vencer alguna
resistencia a la autoridad”. Como se indicó respecto de esta misma
disposición en cuanto a la legítima defensa, para que esta
especi cación del cumplimiento del deber permanezca en el ámbito de
la justi cación, la expresión “se viere obligado” debe entenderse en un
sentido objetivo, esto es, como indicación de la racionalidad del medio
(“no existiere otra alternativa”) más que como una situación
psicológica.
Un caso común a ambos cuerpos policiales son las autorizaciones
para realizar acciones como agentes reveladores o encubiertos, en las
investigaciones por delitos de drogas (art. 23 Ley 20.000), trá co de
migrantes y trata de personas (art. 411 octies) y corrupción de
menores (art. 369 ter). En todos estos casos, para la legitimidad de la
eximente por inducir o participar en la comisión de los delitos
investigados, se requiere el cumplimiento de las formalidades del art.
227 CPP, es decir, el registro de la autorización concedida por el
Ministerio Público (SCS 28.4.2020, Rol 20940-20).
Respecto de los particulares, se advierte que también es posible
concebir esta eximente en cuanto la ley les impone deberes y
facultades de actuación, como en los casos de declarar “la verdad”
ante los tribunales del art. 299 CPP o detener en agrancia del art.
130 CPP (Couso, “Comentario”, 261; y, antes, Novoa PG I, 372).
Obviamente, ello también aplica al caso del cumplimiento voluntario
de las resoluciones judiciales por parte de las partes en un pleito, sobre
todo tratándose de la ejecución de sentencias de nitivas.
Pero la ley no exime al que tiene un deber únicamente por la sola
existencia del mandato o la posición que con ere al que lo ejecuta o
recibe la orden de ejecutarlo, sino al que lo cumple en la forma
prevista por la ley, lo que importa su cumplimiento material bajo el
amparo de las disposiciones legales o reglamentarias pertinentes, sin
desvío o abuso, esto es, racionalmente (Politoff DP, 302). Por ello, el
Código contempla, siguiendo con los ejemplos anteriores, una
distinción entre el cumplimiento legítimo y el arbitrario o abusivo de
estos deberes de persecución criminal, constituyendo este último
diversos delitos, entre los cuales destacan la detención y allanamientos
ilegales y las torturas (arts. 148 a 155).
El error sobre la licitud de la orden, el alcance del deber o los
presupuestos fácticos de la actuación (incluyendo la racionalidad de
los medios empleados) bien pueden servir como base para una
justi cante putativa, salvo el caso de errores o desvíos groseros del
marco jurídico del deber que se trata, atribuibles a una deliberada
voluntad o desinterés por su conocimiento o a falta de diligencia en
ello, caso en el cual la atribución de responsabilidad será dolosa o
imprudente, respectivamente, según ya se ha explicado.
Tampoco será constitutivo de delito el cumplimiento de órdenes de
servicio ilícitas por parte de los miembros de las fuerzas del orden, si
se encuentran en alguno de los supuestos de inexigibilidad de otra
conducta por obediencia debida de los arts. 214, 334 y 335 CJM y 38
Ley 20.357. Una disposición similar, para los empleados del orden
civil se encuentra en el art. 159 CP. Según las circunstancias del caso,
los particulares también podrían alegar el cumplimiento de órdenes de
servicio como base para una defensa de inexigibilidad por fuerza
moral irresistible (art. 10 N.º 9), en tanto se encuentren sujetos a
relaciones de subordinación y dependencia, como las que regula el art.
2 Código del Trabajo, siempre que materialmente ellas deriven en una
verdadera coerción. En casos extremos, la fuerza moral irresistible,
expresada en forma de coerción directa, incluso permitiría a los
subordinados militares y policiales alegar la eximente del art. 10 N.º
9, aunque no puedan probar el cumplimiento de los requisitos de la
obediencia debida.
Excepcionalmente, se presenta una verdadera colisión de deberes en
el cumplimiento de órdenes ilícitas sin error en ciertos casos
especialmente regulados de autoría mediata por prevalimiento de
posición de superioridad, donde solo el que da la orden ilícita
responde de ella. Aquí únicamente se eximirá de responsabilidad al
que cumple el mandato, aun cuando conozca su ilicitud, pues la ley
considera como un valor superior la disciplina y el cumplimiento de
las órdenes judiciales. Así, en el ámbito militar, es obligatorio el
cumplimiento de órdenes ilícitas que no tiendan notoriamente a la
comisión de un delito (art. 335 y 336). Por otro lado, en el orden civil,
el art. 76 CPR establece una regla absoluta para la fuerza pública y el
resto de las autoridades, imponiendo a éstas el deber de “cumplir sin
más trámite el mandato judicial” junto con la prohibición de “cali car
su fundamento u oportunidad […] justicia o legalidad”. De allí se
deduce que el cumplimiento de una orden ilegal emanada de un
tribunal exime de responsabilidad a la autoridad que la ejecuta
(siempre que lo haga empleando un medio racional), con
independencia de su ilicitud y del conocimiento que sobre ésta se
tenga, caso en el cual responderá exclusivamente el juez que la dicta
(art. 79 CPR).
Finalmente, tratándose del cumplimiento de un deber contemplado
en el derecho interno (o de una orden conforme a ese derecho) con
violación del derecho penal internacional o de los tratados sobre
derechos humanos vigentes, la defensa no es admisible a nivel
internacional y tampoco a nivel local, si tales deberes u órdenes
conllevan a la comisión de genocidio, crímenes de guerra o de lesa
humanidad (Así se pronunció el TC alemán en el caso de los
“tiradores del muro de Berlín”, BVerG 24.101996, Casos DPC, 14).
En tales casos, solo subsiste la potencial eximente del art. 10 N.º 9, si
puede probarse la existencia de una coerción, por hechos diferentes a
la sola recepción de la orden ilícita (art. 38 Ley 20.357).

B. Obrar en ejercicio legítimo de un derecho


Aunque con las reservas ya mencionadas acerca de la necesidad de
su inclusión explícita en el texto del Código, coincide la mayor parte
de la doctrina nacional en reconocer al ejercicio legítimo de un
derecho el carácter de causal de justi cación, que en ciertos casos
puede verse incluso como excluyente de la tipicidad, por estar
incorporada en el presupuesto del hecho punible (defensa de minimis).
La doctrina propone un extenso elenco de casos de ejercicio legítimo
de un derecho que incluye, entre otros, el ejercicio de acciones en
pleito civil o en causa criminal, aunque al hacerlo se pro eran frases
que objetivamente aparezcan como lesivas del honor ajeno; el ejercicio
del derecho de retención; el del derecho disciplinario por quien lo
posee; y la revisión de la correspondencia de los menores de edad
(Jiménez de Asúa, Tratado IV, 517; Couso, “Comentario”, 268). Con
todo, la exigencia de que el ejercicio del derecho sea legítimo signi ca
excluir del ámbito de la justi cante la causa ilegítima, el exceso y el
abuso en dicho ejercicio por la falta de racionalidad de los medios
empleados para hacerlo efectivo, casos en que solo podrán alegarse las
justi cantes putativas o las eximentes de inexigibilidad de otra
conducta que se encuentren presentes, si se cumplen sus requisitos.
La pregunta acerca de si esta eximente alcanza a la ejecución
particular del propio derecho o justicia de mano propia, es rechazada
en términos generales por la doctrina nacional, que estima como única
vía para lograr la ejecución forzada de los derechos el recurso a los
tribunales de justicia, incluso cuando se trata de la recuperación de los
bienes propios en manos de terceros (Novoa PG I, 377). No obstante,
deben distinguirse los casos de ejercicio arbitrario del propio derecho
o justicia de mano propia punibles, básicamente por el ejercicio de la
violencia, de aquellos supuestos excepcionales en que la ley no castiga
esa forma de ejecución particular, aunque concurra fuerza, engaño o
simple sustracción, como demuestran los casos del derecho de
retención ya mencionados y los supuestos de usurpación, hurto de
posesión, sustracciones y engaños impunes ejercidos por el legítimo
dueño o poseedor de las cosas para recuperarlas del ilegítimo (arts.
458, 471 N.º 2, y 494 N.º 20). En estos casos, aunque no opere esta
eximente, el principio de legalidad impone considerarlos como no
constitutivos de delito, por lo que corresponde su sobreseimiento de
conformidad con los dispuesto en el art. 250 a) CPP.

C. El ejercicio legítimo de una autoridad, oficio o cargo


Se trata, según la doctrina dominante, de meras “especi caciones de
la misma idea” de los casos anteriores, es decir, la justi cante reside en
el ejercicio legítimo de derechos y deberes inherentes al o cio o
profesión, legalmente reconocidos (Cury PG I, 562).
Sin embargo, lo dicho vale principalmente respecto del ejercicio
legítimo de una autoridad o cargo, debiendo realizarse ciertas
precisiones en el caso del ejercicio legítimo de un o cio, pues su
legitimidad no se encuentra dada solo por la ley o sus reglamentos,
sino también por su autoregulación, que de ne principalmente la
necesidad y racionalidad de los medios que se emplean para su
ejercicio.
Así, en los casos de la profesión de abogado, el Código de Ética
profesional delimita su actuación, pudiendo a rmarse, p. ej., que,
aunque tenga permitido señalar hechos dañosos para la reputación de
la contraparte en sus alegatos o escritos, en interés de su cliente, no
tiene permitido insultarle gratuitamente ni tampoco ofender al colega
que lo representa (art. 97 Código de Ética Profesional del Colegio de
Abogados de Chile). Pero, sin duda, las cuestiones más relevantes que
se presentan en este ámbito dicen relación con la actividad médica,
que pasaremos a analizar a continuación.

§ 7. Problemas especiales del ejercicio de la profesión médica


A. Presupuestos del ejercicio legítimo de la medicina. Lex artis
como deber objetivo de cuidado
Según el art. 313 a) las profesiones médicas tienen como objeto la
“ciencia y arte de precaver y curar las enfermedades del cuerpo
humano”, ciencia y arte en permanente evolución dentro del mismo
propósito. Al curar las enfermedades, las intervenciones médicas
pueden afectar la integridad física o psíquica de los pacientes, p. ej.,
cuando se realizan intervenciones quirúrgicas o se prescriben
medicamentos psicotrópicos. En tales casos faltaría la antijuridicidad
material, al ser mayor el bene cio que se obtiene (curación o alivio de
la enfermedad) que el daño colateral o necesario que se causa para
curarle o aliviarle, de modo que la salud del paciente, su integridad
física y psíquica, no resulta lesionada.
Sin embargo, los problemas prácticos derivados de la actividad
médica no se suscitan cuando ésta ha resultado exitosa, sino cuando
fracasa y se produce un daño a la salud; por cuanto en esa actividad,
en tanto arte, ningún médico “puede asegurar la precisión de su
diagnóstico ni garantizar la curación del paciente”, sino únicamente su
sujeción a los procedimientos adecuados o lex artis para realizar el
diagnóstico y la curación esperada (art. 21 Código de Ética del
Colegio Médico de Chile). Tradicionalmente se ha entendido que la
actividad médica realizada conforme a esa la lex artis se encuentra
amparada por esta causal de justi cación (Etcheberry DP III, 119). No
obstante, parece preferible considerar que los resultados lesivos de una
intervención practicada conforme a la lex artis, exitosa o fracasada, se
encontrarían dentro del riesgo permitido en el ejercicio profesional y
su realización no sería siquiera objetivamente imputable (Garrido DP
II, 203; Vargas P., Responsabilidad, 37). Se trataría, por tanto, de un
supuesto de falta de antijuridicidad material que excluye la tipicidad
(defensa de minimis), sin perjuicio de estar formalmente expresado
como eximente el art. 10 N.º 10 (SCS 7.9.2011, DJP 35, 101: la
actividad médica conforme a la lex artis es un hecho que “no se
encuentra sancionado penalmente”; en el mismo sentido, como
“lítica” y “atípica” la cali can la SCS 22.7.2009, RLJ 488, y demás
fallos que allí se citan). Al considerar la actuación médica dentro de la
lex artis un asunto de tipicidad se evita, además, la paralización de la
actividad médica que seguiría de considerarse únicamente como una
causal de justi cación, en un plano similar al de la legítima defensa, y
seguirse un criterio estricto y uniforme para su persecución penal:
como toda operación quirúrgica importa causar lesiones, todas ellas
deberían ser investigadas criminalmente por “revestir caracteres de
delito”, para solo posteriormente declarar que no hay responsabilidad
en una audiencia de sobreseimiento de nitivo del art. 250 c) CPP, por
haberse comprobado la actuación conforme a la lex artis del médico
imputado y, por tanto, exenta de responsabilidad por una causal del
art. 10 CP.
La intervención médica es conforme a la lex artis en Chile si: i) tiene
nalidad terapéutica; ii) se practica siguiendo los procedimientos
enseñados en las Facultades de Medicina, descritos en la bibliografía
existente o en las instrucciones de los Servicios de Salud o Entidades
Prestadoras de Salud, que sean los adecuados para el diagnóstico y
tratamiento de la enfermedad de que se trate; y iii) cuenta con el
consentimiento expreso del paciente, en las condiciones que ja la Ley
20.584, desde el año 2012.
Tienen carácter terapéutico todas las actividades médicas indicadas
para curar o prevenir enfermedades.
La discusión acerca del carácter terapéutico o no de la intervención
médica con propósitos estéticos se encuentra superada, tanto desde el
punto de vista del cuerpo médico como del reconocimiento social, por
sus efectos positivos en la personalidad de los pacientes (o. o., Garrido
DP III, 183 y Vargas P., Responsabilidad, 55, para quienes, dentro de
la actividad médica, también podría distinguirse entre la intervención
estética terapéutica o reconstructiva y la simplemente embellecedora).
Luego, como toda intervención médica, la estética es, en principio,
terapéutica, y realizada conforme a lex artis, previo consentimiento
informado del paciente se encuentra justi cada, aunque sus resultados
di eran de lo esperado respecto de la mayor o menor ganancia en
belleza u otros atributos personales intangibles. En estos casos, en
tanto esta diferencia sea solo relativa a la apreciación respecto de la
mayor o menor ganancia en belleza u otros atributos personales
intangibles como resultado de la intervención, no hay lugar a una
acción penal, sino solo, eventualmente, a las acciones civiles o
sanitarias que correspondan, cuya procedencia es muy discutible,
atendida la consideración de la actividad médica como una que genera
obligaciones de medios y no de resultados (Noriega, 135). Distinta es
la respuesta ante los tratamientos estéticos que se ofrecen fuera del
sistema sanitario (implantaciones subcutáneas de botox, aplicación de
sistemas lumínicos, masajes, etc.), no sujetos a la lex artis sino a las
reglas generales de la imprudencia, donde las alteraciones físicas
indeseadas siempre pueden verse como lesiones o daños no
consentidos.
También es conforme a la lex artis la intervención médica con
carácter experimental, pues el art. 21 Ley 20.584 concede a todas las
personas el “derecho a elegir su incorporación en cualquier tipo de
investigación cientí ca biomédica”, tanto si se trata de personas
enfermas como sanas (cuya participación es necesaria si se quiere
establecer un grupo de control). Este tipo de experimentación se
encuentra regulado en la Ley 20.120, que exige contar con un
“consentimiento informado”, que incluya la posibilidad de retirarse en
cualquier momento del tratamiento experimental, y que los
procedimientos e investigaciones se realicen considerando los criterios
de proporcionalidad y subsidiariedad propios de toda causal de
justi cación, a saber: i) la insigni cancia del daño a la salud que
pudiera producirse en relación al bene cio esperado; ii) la importancia
y seriedad de la investigación; iii) la conformidad de sus objetivos y
procedimientos en el plano sociocultural donde se realiza, y iv) el
acatamiento de las normas de la lex artis médica en su desarrollo,
tanto técnicas como éticas. En este último sentido, se establecen dos
exigencias adicionales para su licitud: i) no podrá realizarse “si hay
antecedentes que permitan suponer que existe un riesgo de
destrucción, muerte o lesión corporal grave y duradera para un ser
humano” (art. 10 inc. 2); y ii) “toda investigación cientí ca
biomédica, deberá contar con la autorización expresa del director del
establecimiento dentro del cual se efectúe, previo informe favorable
del Comité Ético Cientí co que corresponda” (art. 10 inc. 3).
Además, es conforme a la lex artis, la intervención médica que
suponga la entrega de partes u órganos corporales desde una persona
viva y sana a otra enferma, siempre que se realice en las condiciones
especialmente establecidas por la Ley 19.451, a saber: i) que el
trasplante tenga nalidad terapéutica en bene cio de un tercero (art.
1); ii) que se practique en los hospitales y clínicas autorizados por el
Servicio Nacional de Salud al efecto (art. 2); iii) que el donante sea
mayor de edad (“legalmente capaz”) y sea pariente, cónyuge o
conviviente del receptor (arts. 4 y 4 bis); iv) que conste el
consentimiento, libre, expreso e informado del donante acerca de la
donación y de los órganos que precisamente se entregan (art. 6); v)
que se certi que —por dos médicos no pertenecientes al equipo de
trasplante— la capacidad física del donante (art. 5), y vi) que el
donante actúe únicamente a título gratuito (art. 3). Similares
exigencias se aplican a la autorización para donar uidos o parte de la
piel, regulada en el art. 145 Código Sanitario. Esta regulación, precisa
y detallada, prima sobre las propuestas que, ante el silencio legal de
décadas, tuvo que realizar nuestra doctrina sobre la base de los
criterios vigentes al tiempo de su formulación, donde no se
consideraba la primacía de la autonomía del paciente sobre la
necesidad terapéutica, como es la regla hoy (Etcheberry,
“Trasplantes”; Novoa M., “El trasplante”). Por otra parte, respecto
del requisito de actuación a título gratuito en el trasplante, el art. 13
Ley 19.451 estima como delictivo el trasplante que no se hace a título
gratuito. Las modalidades de la conducta en este delito dependen de la
posición que ocupen los participantes del trasplante, y son las
siguientes: i) respecto del donante: facilitar o proporcionar órganos
propios con ánimo de lucro; ii) respecto del bene ciario: ofrecer o
proporcionar dinero o cualquier otra prestación económica diferente
al costo de la operación, con el objeto de obtener algún órgano
necesario para la extracción; y iii) respecto del que consigue o entrega
órganos por cuenta ajena: se sanciona con una pena más grave al que
actúa por cuenta de terceros en esta clase de hecho, tanto al ofrecer o
proporcionar dinero o cualquiera otra prestación económica, con el
objeto de obtener o proporcionar algún órgano necesario para la
extracción. Es importante destacar que, al sancionarse la oferta de una
recompensa pecuniaria, se anticipa la punibilidad del tercero que
busca el órgano por esta vía; en tanto que, para el donante, el delito
sólo puede entenderse consumado cuando la entrega del órgano se ha
materializado efectivamente.
En cuanto al consentimiento del paciente, según el art. 14 Ley
20.084, deberá otorgarse de manera libre, voluntaria, expresa,
informada, en forma verbal o escrita, pero deberá constar por escrito
en el caso de intervenciones quirúrgicas, procedimientos diagnósticos
y terapéuticos invasivos y, en general, para la aplicación de
procedimientos que conlleven un riesgo relevante y conocido para la
salud del afectado (para la regulación del consentimiento en esta
materia, con anterioridad a esa fecha, v. Hernández B.
“Consentimiento”). Solo en casos de peligro para la salud pública,
imposibilidad de obtener el consentimiento en situaciones de riesgo
vital o incapacidad para prestarlo o negarlo, el art. 15 Ley 20.584
autoriza la actuación médica para “garantizar la vida”, basada
exclusivamente en la necesidad terapéutica o principio de bene cencia
(sobre los problemas de interpretación del consentimiento presunto y
por representantes en estos casos, v. Wilenmann, “Intervención
terapéutica”, 217).
Aunque sobre decirlo, el consentimiento del paciente, en todos los
casos, no se re ere a una aceptación de cualquier eventualidad, sino
únicamente a que se practique la operación consentida en la forma
prescrita por la lex artis esto es, dentro de los términos del riesgo
permitido y aceptado (Vargas P. “Imprudencia médica”, 120). Entre
estos riesgos han de considerarse no solo los propios de la enfermedad
o condición del paciente, sino también las “complicaciones del
procedimiento descritos en la práctica médica”, informados al
paciente y sobre los cuales su consentimiento excluye la
antijuridicidad (Braghetto y Vicent, 5). Pero el médico incompetente,
negligente o imprudente, que no realiza la intervención conforme a la
lex artis, no se encuentra amparado en su impericia o culpa por el
consentimiento del paciente (SCS 2.6.1993, FM 415, 379).
En el caso de una intervención médica que resulte objetivamente
bene ciosa para la salud del paciente, pero realizada sin su
consentimiento expreso o informado, podría derivarse una
responsabilidad civil o administrativa, pero no penal, al faltar la
antijuridicidad material de la conducta (defensa de minimis. O. o.,
Mayer, “Autonomía”, 383, para quien toda intervención realizada sin
el consentimiento del paciente generaría responsabilidad penal, sea
exitosa o no, opinión que desconoce la necesidad de prueba de la
antijuridicidad material del hecho).
Por otra parte, aun en el caso de que el tratamiento sea inadecuado
conforme a la lex artis, pero pueda demostrarse que el adecuado
produciría o no evitaría el mismo resultado dañoso (como en el viejo
ejemplo del paciente que recibe un sedante diferente del prescrito,
comprobándose que el prescrito en su caso también desencadenaría un
resultado mortal), es todavía posible sostener la atipicidad, por
inexistencia de imputación objetiva, pues “entonces el error o fallo
cometido no ha sido el por qué jurídico de ese resultado”
(Künsemüller, “Responsabilidad”, 266). La prueba pericial de la
causalidad hipotética será en este punto determinante (o. o. Perin,
“Causalidad hipotética”, 228, para quien deben abandonarse los
criterios causales y adoptarse únicamente los de “imputación
normativa del resultado a la conducta imprudente en cuanto el
incumplimiento del cuidado debido haya generado un aumento del
riesgo (tratándose de comisión), o bien, haya disminuido las
oportunidades de preservación del bien jurídico (en las hipótesis de
comisión por omisión)”. Sin embargo, no es claro cómo el abandono
del criterio de la inevitabilidad objetiva, re ejado en la idea de la de la
prueba de la causalidad hipotética, vaya a impedir —en los casos
límite—, imputar la imprudencia por un hecho inevitable y, con ello,
retroceder al simple versari in re illicita, esto es, la imputación del
resultado por el solo incumplimiento de un deber de cuidado que no
lo evitaría en caso alguno).
Finalmente, se debe tener siempre presente que, salvo casos muy
excepcionales de abusos o excesos groseros asimilables a conductas
dolosas, la intervención médica fuera de la lex artis permitirá
construir, por regla general, solo una responsabilidad a título culposo
en caso de producción de muerte o de lesiones que no sean necesarias
terapéuticamente (Campos, 1666). Pero para ello no será su ciente
acreditar la infracción a la lex artis, en los términos hasta aquí
explicados, sino también el aspecto subjetivo de la actuación
negligente o imprudente del médico, esto es, la posibilidad real, en el
caso concreto, de representarse el resultado lesivo y evitarlo, que se
fundamenta en la actualización de sus personales conocimientos y
aptitudes (para una discusión acerca del contenido de esta posibilidad
y el efecto cercano a admitir el versari in re illicita de su negación, v.
Vargas P., “Deber de previsión”, 368). La necesidad de esta
vinculación subjetiva es incluso reconocida por parte de la doctrina
que rechaza estimar la imprudencia o negligencia como formas de la
culpabilidad y remiten todo su contenido a la antijuridicidad, pues no
deja de considerar en ese lugar sistemático “tanto la capacidad
individual como los conocimientos especiales” (Rosas,
“Delimitación”, 390).
Por esa razón, los procedimientos de auditoría médica atienden
tanto a establecer la adecuación o no de la intervención a la regla
técnica contenida en la literatura como al hecho de que cada uno de
los intervinientes realice aquello para lo que está capacitado, “sin
hacer menos ni más de lo que sabe y puede”, atendidas las
circunstancias y lugar en que se realizó, a saber, establecimientos
urbanos, rurales, públicos, privados, con sus diferentes complejidades
y recursos disponibles (v., con ejemplos sobre la forma de realizar la
auditoría médica, Villena, Ureta y Villalón, 37).

B. El principio de confianza y el trabajo en equipo en la actividad


médica
Las prestaciones de salud complejas, como las realizadas en
hospitales y clínicas, suelen ejecutarse en equipos de profesionales con
diferentes funciones (cirugía, anestesia, arsenal, enfermería, etc.). Aquí
surge el problema de la atribución de responsabilidades a cada cual en
los resultados dañinos para la salud del paciente y que exceden el
riesgo permitido de la intervención, que puede ser visto como un caso
especial de imputación objetiva o de delimitación de la lex artis.
Según la doctrina actualmente dominante, basada en el principio de
con anza, para delimitar esas responsabilidades hay de atender a la
clase de organización que se trata: la colaboración entre profesionales
puede entenderse como una organización horizontal en que cada uno
responde por sus propios actos y puede con ar lícitamente en los de
los demás, según los protocolos o la lex artis aplicable (SCS
23.4.2007, cit. por R. Romero en comentario a SCS Santiago
13.5.2008, DJP Especial I, 619); mientras que en la delegación a
enfermeras y personal auxiliar (organización vertical) subsistiría la
responsabilidad por la elección, dirección y supervigilancia de los
delegados (art. 113 inc. 2 Código Sanitario). Sin embargo, el principio
de con anza, que excluiría la responsabilidad en el primer grupo por
los hechos de colegas descuidados, “no rige cuando resulta
cognoscible que el colega no está en condiciones de cumplir
correctamente con la labor que le compete, o que está infringiendo o
infringirá la lex artis” (Contreras Ch., “Principio de con anza”, 42).
Pero la sola constitución de un equipo médico no genera
responsabilidades colectivas atribuibles a cada uno de sus miembros,
ni siquiera a quien aparece como “jefe”, si no se prueba el concierto
para distribuir o delegar las funciones del modo que generaron el daño
y la falta de cuidado en esa distribución o delegación (SCS
22.11.2016, DJP 35, 99). Tampoco aparece plausible para la
jurisprudencia que en una intervención en equipo existan actos
“indelegables”, enfatizando que debe investigarse la responsabilidad
de todos los que intervienen en el acto médico que se trate (SCS
16.6.2009, RLJ 487).
El principio de con anza sería también aplicable frente a la exigencia
de protocolos cada vez más detallados de actuación en los servicios
médicos públicos y privados, a rmándose que excluiría la
responsabilidad penal el hecho de seguir esos protocolos, aunque ellos
no se encuentren su cientemente actualizados ni correspondan
exactamente a la lex artis o produzcan dilaciones que conduzcan a
resultados lesivos previsibles y evitables de no haberlos seguido (Perin,
“Responsabilidad”, 11). Pero del hecho de no seguir esos protocolos
no puede derivarse inmediata responsabilidad si con ello se disminuye
el riesgo y se evita una enfermedad o sus consecuencias más graves y
previsibles (falta de antijuridicidad material); o si su falta de
seguimiento no deriva de una culpa atribuible al médico por su
imprudencia o negligencia al asumir riesgos que no era capaz de
mitigar o no realizar las intervenciones para las que estaba capacitado,
respectivamente, siempre que hubiese estado materialmente en
condiciones de evitar tales riesgos o realizar esas intervenciones (falta
de culpabilidad o responsabilidad personal).

C. El problema de decidir la administración de medios de


sobrevida artificial
Como es sabido, en la actualidad existen dispositivos de emergencia
que, ante eventos agudos, son capaces de rescatar pacientes y,
literalmente, salvarles a la vida, mediante la mantención o
recuperación arti cial de las principales funciones vitales (respiración,
circulación, funcionamiento renal, etc.).
La decisión de emplear estos medios o poner n a su uso se conoce
como el problema del límite del esfuerzo terapéutico. En Chile, el art.
14 inc. 3 Ley 20.584, establece, junto al derecho del paciente a
otorgar o denegar su consentimiento a cualquier tratamiento, que “en
ningún caso el rechazo a tratamientos podrá tener como objetivo la
aceleración arti cial de la muerte, la realización de prácticas
eutanásicas o el auxilio al suicidio”. Sin embargo, el art. 16 del mismo
cuerpo legal permite la limitación de los esfuerzos terapéuticos y los
tratamientos paliativos en casos de enfermedades terminales, por lo
que es posible sostener que, conforme a los dispuesto en los arts. 19 y
20 CC, solo están prohibidas las acciones médicas que tienen por
nalidad directa causar la muerte del paciente, con o sin su
consentimiento o solicitud. En consecuencia, no es lícito a nuestro
cuerpo médico recetar sustancias que aceleren arti cialmente la
muerte ni colaborar con su administración, aún a ruego del paciente.
Pero sí es conforme a la lex artis la no conexión o la desconexión
consentida de medios de sobrevivencia extraordinarios que no acelere
arti cialmente la muerte, sino únicamente no prolongue
arti cialmente la vida; y aún la administración de analgésicos que
contribuyan a la producción de la muerte, si se trata del tratamiento
terapéutico paliativo indicado en el caso concreto, de conformidad
con la llamada teoría del doble efecto (Guzmán V.,
“Responsabilidad”, 1635, observa que, no obstante, un “exceso” en el
tratamiento paliativo bien podría con gurar responsabilidad a título
de dolo eventual o imprudencia). Con todo, se debe reconocer que
subsisten dudas en el cuerpo médico acerca del límite del esfuerzo
terapéutico y, en particular, del “retiro de drogas vaso activas o la
ventilación mecánica” (Canteros et al, 95). En casos de desacuerdo
entre el personal médico y los pacientes, la Ley 20.584 ha establecido
Comités de Ética en los establecimientos hospitalarios para procesar
tales divergencias con un recurso nal ante la Corte de Apelaciones
respectiva.
Un problema adicional es la escasez de tales medios o dispositivos,
que se torna notoria en situaciones de emergencia (piénsese en
catástrofes naturales, pandemias o accidentes de tránsito, aviación o
ferrocarril masivos). ¿Cómo decidir la administración de tales medios
sin incurrir en el delito de homicidio, al desconectar a un paciente con
pocas probabilidades de vida o no proveer un tratamiento de
emergencia al que tenía muchas?
En primer lugar, cabe señalar que, de acuerdo con las prescripciones
de la Ley 19.451, tras comprobarse la muerte cerebral no existe
obligación alguna de mantener arti cialmente la sobrevida de los
órganos del muerto que fue un paciente y ahora es un cadáver,
procediendo su desconexión sin más trámite para salvar personas que
tengan expectativas de sobrevivencia. En cambio, a falta de tal
acreditación, no podría el médico desconectar legítimamente a un
paciente sin su voluntad, cualquiera sea la situación de crisis que se
enfrente, pues la desconexión o limitación del esfuerzo terapéutico,
para ser legítima en Chile, requiere expresamente la voluntad del
paciente o de sus representantes. No obstante, la necesidad de evitar
una muerte puede permitir la exculpación del que causa otra, siempre
que se cumplan los requisitos del art. 10 N.º 11 para este estado de
necesidad agresivo, aun cuando no concurra el consentimiento del
paciente cuya muerte no se detiene ni se acelera arti cialmente en pos
de salvar la vida de otro.
Tratándose de elegir qué pacientes conectar o no, en caso de
insu ciencia de máquinas, la cuestión debiera resolverse, a nuestro
juicio, atendiendo a los criterios de proporcionalidad y subsidiariedad
subyacentes en todas las causales de justi cación y, en particular
ahora, a la del art. 10 N.º 11, por lo que la decisión entre uno y otro
paciente solo sería justi cable cuando exista una prognosis acerca de
las mayores posibilidades de sobrevida del bene ciado, y siempre que
la utilización de ese escaso recurso vital sea el único medio disponible
para dicha sobrevida.
Finalmente, cabe señalar que, por la vía del recurso de protección, en
el caso de la transfusión de sangre y otros procedimientos ante la
necesidad aguda de salvar vidas, como la hidratación y alimentación
forzada de huelguistas de hambre, nuestros tribunales han resuelto el
eventual de desacuerdo entre el cuerpo médico y los pacientes o sus
representantes, sobreponiendo el derecho a la vida a la autonomía de
los pacientes y su credo religioso (SCA Rancagua 22.8.1995, FM 443,
1378).

§ 8. Omisión por causa legítima


El art. 10 N.º 12 exime de responsabilidad criminal al que “incurre
en alguna omisión, hallándose impedido por causa legítima o
insuperable”. La segunda parte de este precepto no corresponde ser
tratada aquí: si la situación que hace insuperable la omisión consiste
en la “imposibilidad real de actuar”, no hay técnicamente omisión, ya
que falta la conducta; si la palabra “insuperable” se entiende como
una hipótesis de no exigibilidad de otra conducta (al igual que en el
concepto de miedo “insuperable” del art. 10 N.º 9), se trataría de un
caso de exculpación.
Aquí también, como en el caso del art. 10 N.º 10, en la omisión de
un deber de actuación podría verse un supuesto de colisión de deberes
o derechos. Sin embargo, esta colisión es también aparente, en la
medida que la ley pre ere los que se cumplen o ejercen frente a los que
se omiten (Novoa PG I, 373).
Ejemplo de este con icto aparente es el que existe entre el deber
positivo de declarar ante los tribunales frente al deber negativo de
mantener el secreto en ciertas profesiones (omitir su divulgación),
resuelto legalmente en favor del segundo (art. 303 CP); ese mismo
deber de declarar frente al de no hacerlo por razones de seguridad
nacional, resuelto a favor de este último por el art. 38 Ley 19.974; y al
de obedecer órdenes del servicio frente al de no hacerlo cuando
tiendan a la comisión de genocidio, crímenes de guerra y delitos de
lesa humanidad (art. 38 Ley 20.357). Para los casos en que una
respuesta a estos aparentes con ictos no encuentre respaldo legal, se
sugiere preferir la omisión antes que la acción, siempre que el delito de
omisión que se comete tenga menor pena que el de acción que no se
ejecuta (Hernández B., “Comentario”, 278, quien pone el ejemplo de
omitir denunciar un delito, una simple falta del art. 175 CPP,
conocido en el marco de la intervención sujeta a secreto profesional,
cuya revelación es el delito más grave del art. 247).
Un caso especial en este ámbito es la colisión de deberes justi cantes
equivalentes, donde la omisión de actuación pudiera derivar en una
responsabilidad a título de comisión por omisión, es el del médico que
no atiende a un paciente mientras está atendiendo a otro. Al optar por
cualquiera de los pacientes se estaría siempre cumpliendo con el deber
y, al mismo tiempo, omitiendo el deber de actuación especial (salvar a
otros pacientes), por lo que “en cierto modo el ordenamiento jurídico
‘deja libertad’ al autor, de forma que en todo caso estaría justi cado
sea cual sea el deber que observe” (Jescheck/Weigend AT, 394);
razonamiento que también podría extenderse al caso de la necesaria
elección de pacientes que se encuentren en similares condiciones,
frente a la escasez medios de sobrevida arti cial. Pero hay que insistir
en que esa “libertad” de actuación está, en realidad, justi cada por el
cumplimiento del deber conforme a la lex artis, esto es, en la medida
que las decisiones que se adopten conduzcan a la salvación del mayor
número de personas (Guzmán D., “Actividad libre”, 33).
En todo caso, siempre se debe valorar la existencia de una jerarquía
de los males causados y evitados que permita entender justi cada la
omisión de un deber por cumplir otro (principio del interés
preponderante). Si los males son equivalentes o el que se evita es de
menor magnitud que el que se produce, solo cabría la posibilidad de
alegar la omisión por causa insuperable, como exculpante del art. 10
N.º 12. Pero, si la omisión es producto del miedo o la coerción,
valdría también para ella la eximente del art. 10 N.º 9.
No obstante, las di cultades que encierra la apreciación de esta
eximente pueden verse en la sentencia que consideró que no se oponía
al deber “personal” de pagar un cheque el hecho de encontrarse la
empresa representada por el girador declarada en quiebra y, por tanto,
obligada a no hacer pagos a acreedores individuales fuera del proceso
concursal, sentencia quizás motivada por el efecto “engañoso” de su
emisión, la voluntariedad subyacente en algunos procesos concursales
y no convencida por la imposibilidad de su pago, pero sin tomar en
cuenta que los pagos anticipados acreedores individuales pueden
constituir otros tantos delitos concursales (SCS 23.7.2012, GJ 385,
189, con nota crítica de M. Schürmann. O. O., aprobando una
resolución en el mismo sentido del fallo criticado, Vásquez,
“Incidencia”, 257, respecto de la SCA Talca 23.10.1985, a rmando
que la causa del protesto es no haberse pago el cheque al momento de
su giro con los fondos que debían disponerse al efecto).
Capítulo 8
Culpabilidad (responsabilidad personal)
Bibliografía
Ambos, K., “Capítulo XVI. Del tormento. Cesare Beccaria y la tortura: comentarios críticos
desde una perspectiva actual”, Beccaria 250; Antúnez, Z. y Vinet, E., “Problemas de salud
mental en estudiantes de una universidad regional chilena”, R. Médica de Chile 141 N.º 2,
2013; Aquino, T., Suma Teológica, T. I a III, Madrid, 1994; Binding, K., Die Normen und
ihre Übertretung, T. I a VI, Utrecht, reimp., 1965; Bigenwald, A. y Chambon, V., “Criminal
responsability and neuroscience: Not revolution yet”, Frontiers in Psychology 10, N.º 1406,
2019; Blair, J., “Psychopathy: cognitive and neural dysfunction”, Dialogues in Clinical
Neurosciencies 15 N.º 2, 2013; Brito, H., y Faine, M., “La fórmula de la inimputabilidad
en el Código penal chileno y la responsabilidad objetiva”, en Rivacoba, M. (Ed.), Actas de
las Jornadas Internacionales de derecho penal en la celebración del centenario del Código
Penal chileno, Valparaíso, 1975; Bullemore, V. y Mackinnon, J., “El error de prohibición y
la reforma del ordenamiento penal”, R. Derecho (Valparaíso) 26, N.º 2, 2005; Bustos, J.,
“El tratamiento del error en la reforma de 1983: art. 6 bis a”, Anuario de Derecho Penal y
Ciencias Penales 1985; “Política criminal y derecho penal”, Estudios de Deusto 35, N.º 1,
1987; “Política criminal y dolo eventual”, Doctrinas GJ II; El delito culposo, Santiago,
2002; Bustos, J. y Soto, E., “’ Voluntaria’ signi ca culpabilidad en sentido restringido”,
RCP 23, N.º 3, 1964; Bustos, J. y Caballero, F., “Comentario a los arts. 1 a 4”, Texto y
Comentarios; Cancio, M., “Psicopatía y derecho penal: algunas consideraciones
introductorias”, en Crespo, D., Neurociencias y derecho penal, Buenos Aires, 2013;
Carmona, C., “Hacia una comprensión “trágica” de los con ictos multiculturales: acuerdos
reparatorios, violencia intrafamiliar y derecho propio indígena”, RChD 42, N.º 3, 2015;
Carnevali, R., “El derecho penal frente al terrorismo. Hacia un modelo punitivo particular
y sobre el tratamiento de la tortura”, R. Derecho (Valparaíso) 35, N.º 2, 2010; Carnevali,
R., y Artaza, O., “¿Incide la imputabilidad en la atribución del dolo?”, en Perin, A. (Ed.),
Imputabilidad penal y culpabilidad, Valencia, 2020; Cillero, M., “Comentario al art. 10,
N.º 1 y 2”, CP Comentado I; Contreras Ch., L., Productos defectuosos y derecho penal. El
principio de con anza en la responsabilidad penal por el producto, Santiago, 2018; “Reglas
extrajurídicas y creaciones de riesgos toleradas o desaprobadas en los delitos culposos de
homicidio y lesiones”, RPC 13, N.º 25, 2018; “Tratamiento penal de los casos de
concurrencia de riesgos en el trá co rodado a través de la teoría de la imputación objetiva
del resultado”, REJ 30, 2019; “La autorización administrativa como pauta para determinar
la conducta típica en los delitos culposos de homicidio y lesiones: una cuestión de orden
primario de comportamiento ejempli cada a través del otorgamiento de registros
sanitarios”; RPC 14, N.º 28, 2019; “El injusto de comportamiento en los delitos de
homicidio y lesiones imprudentes. Al mismo tiempo una crítica a la teoría de la doble
posición”, en Imputabilidad penal y culpabilidad, 2020; Contreras Ch., L. y García P., G.,
“Caso ‘atropello de Johnny H.’. Rendimiento del Principio de Con anza”, Casos PG;
Corral, H., El proceso contra Tomás Moro, Madrid, 2015; Couso, J., Fundamentos del
derecho penal de la culpabilidad, Valencia, 2006; “Culpabilidad y sujeto en la obra de Juan
Bustos Ramírez”, REJ 11, 2009; Cury, E., “Algunas consideraciones sobre el error de
prohibición a la luz de la ley positiva chilena”, en Vallejo, M., Sistemas penales
iberoamericanos. Libro Homenaje al Profesor Dr. D. Enrique Bacigalupo en su 65
Aniversario, Lima, 2003; “Sobre el dolo eventual como forma básica del dolo en general”,
LH Penalistas; “El estado de necesidad en el Código penal chileno”, LH Profesores;
Etcheberry, A., “Consideraciones sobre el error”, LH Penalistas; Fernández, J. A., “El
Delito imprudente: la determinación de la diligencia debida en el seno de las
organizaciones”, R. Derecho (Valdivia) 13, 2002; Frank, R., Das Strafgesetzbuch für das
Deutsche Reich, 18.ª Ed., Tubinga, 1931; Gallaher, A., La presunción de inocencia y la
presunción de voluntariedad, Santiago, 1996; Gallo, P., “La prevención penal de riesgos
laborales en Chile: la necesidad de un delito de peligro”, RPC 14, N.º 27, 2019; García P.,
G. y Valenzuela P., S., “Objeción de conciencia y nuevo protocolo del Ministerio de Salud”,
R. Hospital Cínico U. de Chile 28, 2017; Gómez, F., “La actio liberae in causa. Evolución,
problemáticas y perspectivas de una construcción doctrinal”, LH Etcheberry; Guerra, R.,
“Impulso irresistible en el miedo insuperable”, RPC 14, N.º 28, 2019; “Aproximación a la
amenaza inocente en casos de extrema necesidad”, DJP N.º 41, 2020; Guzmán D., “La
actividad libre de valoración jurídica y el sistema de las causas de justi cación en el derecho
penal”, LH Rivacoba; Harel, A., “Ef ciency and Fairness in Criminal Law: The Case for a
Criminal Law Principle of Comparative Fault”, California Law Review 82, N.º 5, 1994;
Hassemer, W., Fundamentos del derecho penal, Barcelona, 1984; Hernández B., “El
régimen de la autointoxicación plena en el derecho penal chileno: deuda pendiente con el
principio de culpabilidad”, LH Bustos; “Comentario a los arts. 1 a 4 y 10 N.º 8 a 9 y 11 a
13”, CP Comentado I; Horvitz, M.ª I., Valenzuela, J. y Aguirre, L. “El tratamiento del
inimputable enajenado mental en el proceso penal chileno”, REJ 10, 2008; Huigens, K.,
“Virtue and criminal negligence”, Buffalo Law Review 1, 1997-1998; Hurtado, P. y
Valencia, A. (Coords.), Justicia penal y adicciones, Santiago, 2009; Kelsen, H., Teoría Pura
del Derecho, Trad., R. Vernengo, México, 1979; Kiehl, K. y Hoffman, M., “The criminal
psychopath: history, neuroscience, treatment, and economics”, Jurimetrics 51, 2011;
Krause, M.ª S., “Caso ‘cinta adhesiva y la no aceptación de la muerte”, Casos PG;
Künsemüller, C., “Las hipótesis preterintencionales”, Doctrinas GJ II; Culpabilidad y pena,
Santiago, 2001; “El error de prohibición en el derecho penal chileno”, LH Bustos; “Praeter
intentionem y principio de culpabilidad”, LH Solari; Lackner, K. y Kühl, K.,
Strafgestzbuch. Kommentar. 26.ª Ed., München, 2007; Libedinsky, S., “Disponibilidad de la
vida y la salud: cuestiones penales”, Doctrinas GJ II; Londoño, F., Tres peldaños para la
prueba del dolo. Consideraciones a propósito de un polémico caso de femicidio frustrado”,
en Perin, A., Imputabilidad penal y culpabilidad, Valencia, 2020; Mañalich, J. P.,
“Consideraciones acerca del error sobre la concurrencia de los presupuestos objetivos de las
causas de justi cación”, REJ 3, 2003; “Condiciones generales de la punibilidad”, R.
Derecho (U. A. Ibáñez) 2, 2005; “Miedo insuperable y obediencia jerárquica”, R. Derecho
(Valdivia) 21, N.º 1, 2008; “¿Responsabilidad jurídico-penal por causaciones de menoscabo
patrimonial a propósito de fallas en la construcción de inmuebles?”, RPC 5, N.º 10, 2010;
“El delito como injusto culpable: Sobre la conexión funcional entre el dolo y la consciencia
de la antijuridicidad en el derecho penal chileno”, R. Derecho (Valdivia) 24, N.º 1, 2011;
“Sobre la conexión funcional entre el dolo y la consciencia de la antijuridicidad en el
derecho penal chileno”, REJ 16, 2012; “La exculpación como categoría del razonamiento
práctico”, InDret 2013/1; “Estado de necesidad exculpante. Una propuesta de
interpretación del artículo 10 N.º 11 del Código Penal chileno”, LH Cury; “La imprudencia
como estructura de imputación”, RCP 43, N.º 3, 2015; “Culpabilidad y justicia
procedimental”, en Perin, Imputabilidad penal, 2020; Martínez, M., “La graduación del
deber de cuidado en el delito culposo por actos de mala praxis médica: un análisis
dogmático, jurisprudencial y económico”, RPC 6, N.º 12, 2011; Marcazzolo, X., “Justicia
terapéutica y tribunales de tratamiento de drogas”, R. Jurídica del Ministerio Público 47,
2011; Matus, J. P., “El positivismo en el derecho penal chileno. Análisis sincrónico y
diacrónico de una doctrina de principios del siglo XX que se mantiene vigente”, R. Derecho
(Valdivia) 20, N.º 1, 2007; La transformación de la teoría del delito en el derecho penal
internacional, Barcelona, 2008; “Mala praxis como sinónimo de negligencia y la
‘normativización’ de la responsabilidad penal médica en la reciente jurisprudencia de la
Corte Suprema de Chile ¿un camino hacia la responsabilidad penal objetiva?”, Microjuris,
MJD 362, 2009; “El error en la Ley 20.357 a la luz del Estatuto de la Corte Penal
Internacional y sus efectos en la regulación general del error en Chile”, RPC 9, N.º 17,
2014; Mayer, L. y Vera, J., “Caso ‘pinzas’: ¿responsabilidad penal por delito culposo en el
ámbito médico” y “Caso ‘Alto Río’”, Casos PG; “Autorización de plantas de revisión
técnica e imputación objetiva en delitos culposos de trá co vehicular”, R. Derecho
(Valdivia) 31, N.º 1, 2018; Melo, S., “Imputabilidad y valoración penal”, Doctrinas GJ I;
Náquira, J., Imputabilidad y alteración de la percepción. Exención y atenuación de la
responsabilidad criminal, Granada, 2013; Novoa M., E., Grandes procesos. Mis alegatos,
Santiago, 1988; Ortiz M., P., “Voluntariedad y otras cuestiones. Comentario a una
sentencia de la Corte Suprema”, Clásicos RCP I; Ortiz Q., L., Teoría sobre las hipótesis
preterintencionales, Santiago, 1959; “Dolo y conciencia del injusto en la ley penal chilena”,
LH Penalistas; Ossandón, M.ª M., “El delito de receptación aduanera y la normativización
del dolo”, Ius et Praxis 14, N.º 1, 2008; Oxman, N., “Una aproximación al sistema de
imputación subjetiva en el derecho penal anglosajón”, Ius et Praxis 19, N.º 1, 2013; “El
dolo como adscripción de conocimiento”, RPC 14, N.º 28, 2019; Ovalle, G., “Imprudencia
y cognición”, DJP Especial I, 2013; Pavez, M., Trastornos mentales e imputabilidad, T. I.,
Santiago, 2012; Pavez, M. y Salas, J., “Apuntes sobre la noción de miedo insuperable”, en
Mercurio Legal, 4.6.2018; Peña W., S., Der entschuldigende Notstand, Tubinga, 1979;
Pérez G., P., “La psicopatía como causal de inimputabilidad”, en Boletín del Centro de
Estudios de Derecho, U. C. Coquimbo, N° 4, 2003; Pérez M., “Di cultad de prueba de lo
psicológico y naturaleza normativa del dolo”, RCP 41, N.º 2, 2014; Perin, A., “La
rede nición de la culpa (imprudencia) penal médica ante el fenómeno de la medicina
defensiva. Bases desde una perspectiva comparada”, RPC 13, N.º 26, 2018; Prudenza,
dovere di conoscenza e colpa penale. Proposta per un metodo di giudizio, Luglio, 2020;
“¿Cabe personalizar el juicio de imprudencia? culpa sin actio libera in causa y la
imputabilidad de lo normal”, Imputabilidad penal, 2020; Piña, J. I., “Comentario de la SCS
de 2 de julio de 2009”, Doctrina y Jurisprudencia Penal 4, 2011; “Conocimiento y sistemas
cognitivos. Algunas consideraciones sobre la imprudencia”, RCP 42, N.º 3, 2015; Politoff,
S., “Obediencia y delito en contextos cambiantes”, LH Rivacoba; Pozo, N., “Error de
derecho penal y error de derecho extrapenal”, Doctrinas GJ I; Imputabilidad penal y mente,
Santiago, 2010; Queirazza, F., Sample, D. y Lawrie, S., “Transition to schizophrenia in
acute and transient psychotic disorder”, The British Journal of Psychiatry 204, N.º 4, 2014;
Ragués, R., “Consideraciones sobre la prueba del dolo”, REJ 4, 2004; Ignorancia
deliberada en derecho penal, Barcelona, 2008; Ramírez G., M.ª C., “Delito de desacato
asociado a causas de violencia intrafamiliar y error de prohibición. Perspectiva de los
tribunales con competencia en lo penal”, GJ 381, 2012; Reyes R., I., “Sobre la construcción
de la exigencia de cuidado”, RPC 10, N.º 19, 2015; “El cuasidelito con resultado múltiple”,
LH Etcheberry; Rivacoba, M., “La obediencia jerárquica en el derecho penal chileno”,
Clásicos RCP II; Rosas, J. I., “La delimitación de del deber de cuidado en la imputación de
responsabilidad penal por imprudencia médica”, DJP 5, 2011; “Caso ‘imprudencia mortal
en el equipo médico’”, Casos PG; Rodríguez Collao, L. y De la Fuente, F., “El principio de
culpabilidad en la Constitución de 1980”, R. Derecho UC Valparaíso XIII, 1989-1990;
Rosas, J. I., “La delimitación del deber de cuidado en la imputación de responsabilidad
penal por imprudencia médica”, DJP Especial I, 2013; Roxin, C., “Una vez más sobre el
tratamiento jurídico-penal del hecho de conciencia”, RCP 41, N.º 1, 2014; Rusconi, M.,
“Apostillas sobre la evolución de la dogmática penal al compás del sistema procesal: ¿Un
sistema de imputación construido en base a la necesidad de exibilizar el estándar
probatorio?”, RCP 41, N.º 1, 2014; Scheechler, Ch., “Caso ‘Naufragio’”, Casos PG;
Santibáñez, M.ª Elena y Vargas P., T., “Re exiones en torno a las modi caciones para
sancionar el femicidio y otras reformas relacionadas (Ley N° 20.480)”, RChD 38, N.º 1,
2011; Schiavo, N., El juicio por jurados, Buenos Aires, 2016; Spangenberg, M., “La
ignorancia responsable en Aristóteles. Una solución al atolladero dogmático penal en los
casos de ignorancia deliberada”, R. Derecho, Empresa y Sociedad 111, 2017; Toro, J.,
“Delito imprudente y conducta de la víctima en el derecho penal: aproximación normativa
y revisión crítica a las eventuales soluciones vigentes conforme al sistema penal chileno”,
Doc. Legal Publishing CL/DOC/3044/2010; Varela, L., “Comentario sentencia de derrumbe
edi cio Alto Río Concepción”, RCP 42, N.º 2, 2015; Vargas P., T, “¿Tiene la necesidad cara
de hereje? Necesidad justi cante y exculpante a la luz del artículo 10 N.º 11”, LH Cury;
“La “desgraciada” conducta de la víctima: Un problema de imputación”, RPC 9, N.º 18,
2014; “Breves re exiones sobre el error en la jurisprudencia”, LH Etcheberry; Vitale, G.,
“Dolo eventual como construcción desigualitaria y fuera de la ley. Un supuesto de culpa
grave”, Buenos Aires, 2013; Weber, C. M., “Uber die verschiedenen Arten des Dolus”,
Neues Archiv des Criminalrechts 7, N.º 4, 1825; van Weezel, A., “Parámetros para el
enjuiciamiento de la infracción al deber de cuidado en los delitos imprudentes”, RChD 26,
N.º 2, 1999; Error y mero desconocimiento en el derecho penal, Santiago, 2008;
“Desconocimiento como expresión de sentido”, LH Novoa-Bunster; “El dolo eventual
como espacio de discrecionalidad”, DJP Especial I, 2013; Vargas P., T.; Responsabilidad
penal por imprudencia médica, Santiago, 2018; “Neuroderecho y nalismo jurídico-penal.
Consecuencias de los avances neurocientí cos para la imputación jurídica”, LH Cury;
Vargas P., T. y Perin, A., ““La “vidente” imputación imprudente. Peligrosidad de la
conducta y consciencia del riesgo en la de nición del dolo y la imprudencia”, RPC 15, N.º
29, 2020; Wilenmann, J., “Injusto, justi cación e imputación”, en Pawlik, M., Kindhäuser,
U., Wilenmann, J. y Mañalich, J. P. (Coords.), La antijuridicidad en el derecho penal.
Estudio sobre las normas permisivas y la legítima defensa, Montevideo, 2013; Winter, J.,
“Situaciones actuales en la frontera del principio de culpabilidad”, REJ 17, 2012.

§ 1. Generalidades
A. Los elementos de la culpabilidad como fundamento de la
responsabilidad penal en la teoría del delito
La culpabilidad es el conjunto de condiciones diferenciadas de la
tipicidad y la antijuridicidad del hecho que posibilitan considerar a
una persona responsable por el hecho que se trata: su capacidad de
conocer la realidad y comprender el signi cado del derecho
(imputabilidad), su vinculación subjetiva con el hecho por el que se le
acusa (dolo o culpa) y la ausencia de constricciones externas o
internas de carácter extraordinario que excusarían a cualquiera en su
lugar por la no observancia del derecho en el caso concreto o harían
inexigible otra conducta (error, fuerza irresistible, miedo insuperable,
obediencia debida, estado de necesidad exculpante). Atendido el hecho
de que este conjunto de circunstancias concretas depende también de
la estructura social y los condicionamientos que ésta impone a cada
cual, la medida de la exigibilidad de la responsabilidad también ha de
considerar la corresponsabilidad social en cada caso (Bustos PG, 512).
Sin embargo, dado que se trata de un asunto principalmente personal,
esa medida de corresponsabilidad social ha de admitirse sin
generalizaciones a priori que propongan una reducción o ampliación
de la exigibilidad de grupos de personas por sus características
comunes, salvo en los casos excepcionales que la propia ley así
dispone, como en el tratamiento de los inimputables menores de edad,
donde la ley niega su capacidad de actuación mediante una
generalización que no admite prueba en contrario. Desde el punto de
vista del derecho positivo, no se trata, por tanto, de “reprochar” a una
persona por lo que hizo o dejó de hacer, sino, simplemente, de
declarar su responsabilidad por el hecho, sin hacer ningún juicio
moral sobre la conducta del agente (cualquiera sea el concepto de
moral que se sostenga) o sobre su “ delidad” o no al derecho o a la
vigencia de las normas jurídicas o sociales (o. o. v., entre nosotros,
basada en una teoría moral de la culpabilidad, p. ej., en, Mañalich,
“Culpabilidad y justicia”, 77, quien la de ne culpabilidad como
“dé cit reprochable de delidad al derecho”).
La Constitución consagra en su art. 19 N.º 3 la exigencia de la
culpabilidad en el sentido de responsabilidad subjetiva por el hecho
aquí defendido, al prohibir su presunción de derecho y exigir que el
delito sea una conducta expresada en la ley (STC 28.3.2017, Rol
3199). Por su parte, el Código Penal distingue dos formas generales de
vinculación subjetiva: la dolosa, propia de los delitos, y la culposa,
que corresponde a lo que denomina cuasidelitos (arts. 1 y 2),
siguiendo en esa nomenclatura una tradición italiana de discutible
origen en el Derecho Romano (Carrara, Programa §  86).
Procesalmente, el art. 340 CPP exige probar la “participación
culpable” más allá de toda duda razonable, lo que incluye esos
elementos subjetivos, cuando su concurrencia es discutida.
Luego, tanto la disposición del art. 8 CC, que presume conocida la
ley desde su publicación en el Diario O cial, como la del art. 1 inc. 2
CP, que presume la voluntariedad, solo pueden interpretarse como
presunciones meramente legales, atendido el expreso tenor del art. 19
N.º 3 inc. 7 CPR, que prohíbe presumir de derecho la responsabilidad
penal, y el carácter de ley posterior y especial del citado art. 340 CPP.
No obstante, en la generalidad de los sistemas jurídicos se admite que
se pueda presumir, prima facie, que los adultos son plenamente
responsables y no se encuentran sujetos a condiciones que alterarían
su voluntad, como la enfermedad metal, la fuerza, el error o el engaño
(Hassemer, Fundamentos, 270). Por tanto, corresponde a la defensa la
prueba de que tales condiciones no estén presentes cuando se alega el
sobreseimiento por concurrir una causal de exculpación (art. 250 c)
CPP) o la absolución por falta de culpabilidad, bajo el estándar de la
creación de una duda razonable.
En consecuencia, entendemos que la expresión “voluntaria”
empleada en el art. 1 CP no signi ca únicamente dolo o culpa, sino
que abarca todos los aspectos subjetivos de la responsabilidad
personal. Tal como expresa el Diccionario, se re ere a una acción u
omisión “que nace de la voluntad, y no por fuerza o necesidad
extrañas a aquella”. En palabras del Filósofo: “se podrá considerar
voluntario [el acto] cuyo principio está en uno, y uno conoce [las
circunstancias] particulares en las que se desenvuelve [la acción]”
(Aristóteles, Ética, 83. O. o. Bustos y Soto, 243 y Bustos y Caballero,
54, quienes entienden que lo “voluntario” es una referencia exclusiva
al conocimiento de la ilicitud).
Desde este punto de vista, la culpabilidad no tiene relación con la
investigación acerca del libre albedrío del sujeto u otro concepto
metafísico (como el de Aquino I-II, 37, para quien es una facultad de
voluntad y de razón cuyo objeto propio es el n —Dios, en un sentido
teologal— y el bien), sino con la experiencia subjetiva de la agencia: el
“sentimiento subjetivo de ser causalmente responsable de sus actos y
de las consecuencias de los mismos” (Bigenwald y Chambon, 3).
Es más, bien se puede postular que la sola existencia de un
ordenamiento jurídico, en la medida que se emplea como instrumento
para la dirección de las conductas humanas, demuestra que las
personas no son libres, sino que se encuentran sujetas a estímulos
externos que se espera las motiven o, al menos, hagan reaccionar a su
gran mayoría (Kelsen, Teoría, 105). En este sentido, para el derecho
penal la culpabilidad y la libertad son conceptos indistinguibles del de
responsabilidad o, más precisamente, de las condiciones personales y
sociales, legalmente determinadas, que hacen posible atribuir las
consecuencias jurídicas de un hecho al acusado. Esta identi cación de
libertad con responsabilidad no es diferente de la que permite dar
sentido a la existencia de la democracia y a la posibilidad del ejercicio
de los llamados derechos de libertad que la Constitución garantiza,
como, p. ej., libertad de conciencia, personal, de enseñanza, libertad
de emitir opinión e informar, de trabajo, para adquirir el dominio de
las cosas y para crear y difundir las artes (art. 19 N.º 6, 7, 11, 12, 16,
23 y 25 CPR, respectivamente).
Según el esquema aquí adoptado, los elementos de la culpabilidad o
responsabilidad personal que analizaremos a continuación, como
parte de la teoría del delito, son la imputabilidad o capacidad de
responsabilidad en material penal; el dolo o malicia (incluyendo el
conocimiento de la ilicitud) y la culpa, como elementos positivos y el
requisito de vinculación subjetiva esencial para a rmar la culpabilidad
del agente; y las causales de exculpación, que son todas las
condiciones que la ley establece y cuya presencia permite excusar al
agente por su actuación en el caso concreto. En la precisión de tales
condiciones en concreto deberemos considerar al hombre real y sus
circunstancias sociales para a rmar o negar su responsabilidad por el
hecho imputado.

B. Otras funciones del principio de culpabilidad


Más allá de las implicaciones para la teoría del delito, como
expresión material de la garantía del principio de legalidad, hemos
señalado que el principio de culpabilidad cumpliría también una
función legitimadora y limitadora del ius puniendi (Cap. 2, § 4, D), al
prohibir el establecimiento por ley de la responsabilidad objetiva en
materia penal, los delitos cali cados por el resultado y toda
manifestación que parezca favorecer un derecho penal de autor
opuesto a uno de hechos (Künsemüller, “Principio de culpabilidad”,
252. Para una exposición detallada de la historia dogmática y las
distintas formulaciones del principio de culpabilidad, v. Couso,
Fundamentos, 62-272; y Cárdenas, “Culpabilidad”).
Sin embargo, más allá de los recursos constitucionales en los casos
de evidente violación de este principio por parte del legislador, todas
las manifestaciones legislativas que pudieran adolecer de los vicios
señalados pueden contrarrestarse mediante una correcta interpretación
y aplicación de las disposiciones constitucionales y legales vigentes y,
sobre todo, del art. 340 CPP que exige la prueba, más allá de toda
duda razonable, de la participación culpable del acusado en el hecho
imputado. Ello importa la prueba de su subjetividad en los hechos: así,
recae en el sistema judicial alejar el peligro de una condena sin
culpabilidad, entendida como relación subjetiva entre el hecho y el
responsable.
De allí que el mayor peligro para la vigencia de este principio no
radique en el legislador, sino en las interpretaciones que atacan esa
exigencia probatoria y la pretenden reemplazar por una mera
adscripción desde el juzgador; o proponen concebir los aspectos
subjetivos del hecho punible de tal manera normativizados que la
subjetividad del agente se reemplaza por la mera constatación objetiva
de una infracción de deberes; o reemplazar la prueba de la
intervención en los hechos por la atribución de responsabilidad por la
posición o cargo en los delitos cometidos en contextos organizados,
como las empresas u organismos del Estado, etc. (Winter, 122).
Distinta es la pretensión de que el principio de culpabilidad se
mani este no solo como fundamento de la declaración de
responsabilidad penal en los casos concretos, sino también como
regulador de la clase y medida de las penas a imponer (Etcheberry,
“Culpabilidad”, 1413). Ello por cuanto, como hemos señalado, la
reintegración social es la única nalidad constitucionalmente
reconocida de las penas privativas de libertad, por lo que su
establecimiento e imposición deben orientarse en ese sentido y no en
uno que importe un reproche o castigo “por la culpabilidad” sin
nalidad resocializadora. De allí que, en nuestro sistema, si bien la
culpabilidad es fundamento de la responsabilidad penal, no lo es de la
clase y medidas de penas que la ley establece. Y no lo es en ningún
sistema occidental, orientados en general, por una parte, a distinguir
entre primerizos y reincidentes para efectos de sustituir las penas de
prisión por tratamientos en libertad (probation, en Chile, salidas
alternativas en el proceso penal y penas sustitutivas de la Ley 18.216);
y, por otra, a reducir el cumplimiento de las impuestas mediante
mecanismos de liberación anticipada basados en el comportamiento
de los condenados y sus probabilidades de resocialización (parole, en
Chile, libertad condicional).
Otra cosa es que, como se dirá más adelante, los grados e intensidad
del dolo y de la culpa, así como las restantes circunstancias que
rodean el hecho y la actuación del agente, permitan considerar su
culpabilidad en la individualización judicial de la pena, según
prescribe el Art. 69 y, en un proceso posterior, la sustitución que
eventualmente corresponda por aplicación de la Ley 18.216 (Cap. 12,
§ 10, N).
Tampoco parece que el principio de culpabilidad imponga la
existencia de un acuerdo subjetivo o político entre el responsable y la
sociedad sobre el contenido o legitimidad de la ley en cada caso
concreto, como alguna doctrina propone (Couso, “Culpabilidad”,
166). En los sistemas democráticos, esa legitimidad deriva del ejercicio
de la soberanía por el pueblo a través de sus representantes que, por
de nición, se expresa en el establecimiento de reglas heterónomas,
esto es, no sujetas a discusión o acuerdo particular por sus
destinatarios una vez adoptadas por el procedimiento democrático,
según la regla de la mayoría, sin perjuicio de la posibilidad de su
permanente revisión y modi cación por los mismos mecanismos.
Tratándose de las reglas relativas a la responsabilidad penal de las
personas jurídicas, carentes de una real posibilidad de vinculación
subjetiva con los hechos y ajenas a los condicionamientos sociales, es
comprensible que no les sean aplicables las exigencias subjetivas de la
culpabilidad que se pretenden de las personas naturales (aunque sí a
quienes actúan por ellas). Estas exigencias tampoco se predican de las
medidas sanitarias que facultan la imposición de medidas de seguridad
a enajenados mentales peligrosos, hayan o no cometido delitos (arts.
455 CPP y 130 Código Sanitario).
§ 2. Imputabilidad y capacidad de responsabilidad como
presupuesto de la responsabilidad penal
El derecho penal parte del supuesto o presunción de que toda
persona es capaz de responsabilidad, salvo la existencia de
circunstancias anómalas que se lo impidan: la enfermedad mental o
haber perdido temporalmente la razón (art. 10 N.º 1) y la minoría de
edad (art. 10 N.º 2).
En el primer caso, este supuesto se expresaría diciendo “todo mayor
de 18 años cumplidos se presume mentalmente sano, salvo que se
pruebe lo contrario”; mientras en el segundo la regla sería “todo
menor de 14 años cumplidos se presume incapaz de responder
penalmente como adulto, sin lugar a prueba en contrario”, sin
perjuicio de las disposiciones de la Ley 20.084, aplicables a los
adolescentes entre 14 y 18 años.
Esta suerte de presunción de derecho de inimputabilidad respecto de
la edad o madurez mental permite una clara delimitación del ámbito
de la responsabilidad penal, lo que se entiende perfectamente
constitucional (Cillero, 179). Sin embargo, ello no debe hacer perder
de vista su carácter más bien arti cial. Para el CP, en 1874 solo los
menores de 10 años eran inimputables y durante casi todo el siglo XX,
los de 16 años, existiendo un régimen de discernimiento caso a caso
para los mayores de esa edad y menores de 18; mientras fácticamente,
según los actuales conocimientos cientí cos, la inmadurez mental
parece prolongarse más allá de los 18 años (Antúnez y Vinet, 209). De
allí que, si bien pueda admitirse la constitucionalidad de las reglas que
excluyen la responsabilidad penal por supuesta inmadurez mental, no
puede aceptarse lo contrario: una vez comprobada fácticamente la
inmadurez mental en un adulto (p. ej., si se prueba que su edad mental
es la esperable en un niño de 10 años), se podría a rmar la
inexistencia de un delito, aunque no por la aplicación del art. 10 N.º
2, sino directamente por falta de voluntariedad (art. 1), al ser el sujeto
incapaz de comprender el sentido de sus actos como se esperaría de un
adulto responsable (Rodríguez Collao y De la Fuente, 149). A la
inversa, del solo hecho de ser una persona imputable, no se sigue la
atribución de responsabilidad penal: queda establecer su actuación
dolosa y culposa y su eventual respuesta excusable ante la fuerza, el
miedo o la necesidad. Y en la valoración de la concurrencia de tales
circunstancias, el grado de imputabilidad del agente será
determinante, pues la existencia de un error será más fácil de probar
en personas con imputabilidad disminuida que en otras plenamente
responsables. Lo mismo puede decirse de las diferencias en la forma en
que la fuerza, el miedo o la necesidad afectan la psiquis de unas
personas y de otras.
Por otra parte, la falta de capacidad penal tampoco conduce
necesariamente a la exclusión de toda consecuencia jurídica para los
inimputables. Respecto de los inimputables por locura o demencia,
existe una detallada regulación en el CPP y en el Código Sanitario, que
veremos más adelante. Y, en relación con los jóvenes mayores de 14 y
menores de 18, ellos están sujetos a un régimen sancionatorio especial,
previsto en la Ley 20.084, sobre Responsabilidad Penal del
Adolescente, que prevé sanciones diferentes y de menor duración que
las que les correspondería siendo adultos, con un límite máximo de 10
años, y donde el internamiento se considera como sanción solo para
los más graves casos y de manera excepcional. Tratándose de menores
de 14 años, quedan bajo la jurisdicción de los Tribunales de Familia,
los que pueden imponerles alguna de las medidas de protección
contempladas en el art. 30 Ley 16.618, a saber, someterlos a
programas de apoyo, reparación u orientación, o ingresarlos a
establecimientos especiales de tránsito o rehabilitación (por un
máximo de un año, renovable y revocable), hogares sustitutos o
establecimientos residenciales.

§ 3. Inimputabilidad por enajenación mental


A. Noción: fórmula mixta
Desde antiguo se entiende que los enajenados mentales no pueden
ser capaces de responsabilidad si por su padecimiento no están en
condiciones de conocer o comprender cabalmente la realidad y las
normas jurídicas o de adecuar su comportamiento a ellas (Aristóteles,
Ética, 82). El CP se re ere a ellos coloquialmente con la expresión
“loco o demente” en el art. 10 N.º 1, y como “enajenados o
trastornados mentales” en el art. 361 N.º 3; mientras que el CPP
emplea el término “enajenados mentales”. Por su parte, el art. 130
Código Sanitario habla de “enfermedad mental”, que el art. 6.2 DS
570 hace equivalente a “trastorno mental”, de nido como “una
condición mórbida que sobreviene en una determinada persona,
afectando en intensidades variables, el funcionamiento de la mente, el
organismo, la personalidad y la interacción social, en forma
transitoria o permanente”, remitiendo para su especi cación a la
Clasi cación Internacional de Enfermedades de la Organización
Mundial de la Salud. La última de estas clasi caciones es la ICD-11,
de 2018, cuya versión en español está disponible como CIE-11
(https://icd.who.int/browse11/l-m/es). Allí se de nen los “trastornos
mentales, del comportamiento y del desarrollo neurológico” como
“síndromes que se caracterizan por una alteración clínicamente
signi cativa en la cognición, la regulación emocional o el
comportamiento de un individuo que re eja una disfunción en los
procesos psicológicos, biológicos o del desarrollo que subyacen al
funcionamiento mental y comportamental”, y se agrega: “estas
perturbaciones están generalmente asociadas con malestar o deterioro
signi cativos a nivel personal, familiar, social, educativo, ocupacional
o en otras áreas importantes del funcionamiento”. Por eso se entiende
generalmente que la capacidad para ser responsable no involucra
únicamente aspectos cognitivos o volitivos, sino también factores
emocionales y socioculturales que determinan las condiciones del
“proceso de interacción social” y “le permiten conocer las normas que
rigen la convivencia en el grupo a que pertenece y regir sus actos de
acuerdo con dichas normas”, esto es, su “capacidad de motivación”
(Pozo, Imputabilidad, 115).
La diversidad y gradualidad de los trastornos mentales, del
comportamiento y del desarrollo neurológico conducen
necesariamente a su valoración en cada caso para determinar si la
enfermedad concreta que se trata importa un deterioro de tal
magnitud de la cognición, de la regulación emocional o del
comportamiento que lleven a la a rmación de que el enfermo, en el
momento del hecho, no era capaz de conocer o comprender
cabalmente la realidad y las normas jurídicas o de adecuar su
comportamiento a ellas o, en términos del art. 6.3. DS 570, si existe
una “pérdida, total o parcial, de la capacidad de control sobre sí
mismo y/o sobre su situación vital”. Luego, no es bastante para la
exención de responsabilidad la mera constatación, con arreglo a la
ciencia médica, de la existencia del trastorno mental, del
comportamiento o del desarrollo neurológico. Se requiere, además,
determinar jurídicamente si por causa del trastorno mental el autor
fue incapaz o no de “comprender la ilegalidad del hecho o de actuar
conforme a esa comprensión” (Jescheck/Weigend AT, 469).
Se trata, en síntesis, de un juicio acerca de la capacidad del agente
para comprender el injusto del hecho y determinarse conforme a esa
comprensión en el caso concreto, juicio que corresponde
preferentemente al tribunal del fondo (RLJ 42). Este es el llamado
criterio mixto para la determinación de la enajenación mental, que no
se basta con la sola constatación médica ni tampoco es ajena a ella,
aceptando la realidad de la decisión judicial como un juicio basado en
evidencia cientí ca, pero no absolutamente predeterminado por ella.
En la práctica de nuestros tribunales, este criterio mixto se asienta en
la valoración de la constatación médica del trastorno mental a partir
de cuatro factores: i) la naturaleza de la perturbación (cualitativo); ii)
su intensidad y grado (cuantitativo); iii) su duración y permanencia
(cronológico); y iv) su relación con el hecho delictivo o causalidad
(Melo, Imputabilidad, 599).
El hecho de que el tribunal pueda disponer, además, una medida de
seguridad respecto del enajenado delincuente sobre la base de su
peligrosidad acentúa el carácter jurídico de la decisión, que permite
también la liberación del que ha sido declarado médicamente
enajenado, pero que el juez no considera peligroso. Ese es el
argumento legal para imponer o no una medida de seguridad al
inimputable. En cambio, si se acepta la teoría del injusto personal y se
considera que el dolo y la culpa son elementos del injusto, se podría
llegar a concluir que, en la mayor parte de los casos de hechos
realizados por inimputables no podría imponérsele una medida de
seguridad pues actuaría con un error psíquicamente condicionado o
sin voluntad, producto de la enfermedad que padece (Carnevali y
Artaza, “Inimputabilidad”, 320, quienes dan a entender que, para
evitar esta paradoja, debería considerarse que, a efectos de la
aplicación de las medidas de seguridad de conformidad con el art. 255
CPP, un concepto diferente de delito, de carácter objetivo. Estas
di cultades sistemáticas no existen en esta obra, donde se considera el
dolo y la culpa como elementos de la culpabilidad, objeto de un
análisis posterior y no anterior a la imputabilidad.
Además, si el tribunal considera que el acusado no está exento de
responsabilidad penal por enajenación mental, puede acoger las
atenuantes de eximente incompleta del art. 73 o del 11 N.º 1, según la
gravedad del trastorno que se trate, graduando la pena en
consecuencia, como frecuentemente hace nuestra jurisprudencia ante
los trastornos del aprendizaje, de la personalidad y del desarrollo
neurológico leves a moderados (RLJ 62).

B. Trastornos mentales, del comportamiento o del desarrollo


neurológico que pueden servir de base para admitir la eximente
de locura o demencia
a) Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos primarios
Según el CIE-11, la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos
primarios se caracterizan por de ciencias signi cativas en las pruebas
de la realidad y las alteraciones en el comportamiento se mani estan
en síntomas positivos, como delirios persistentes, alucinaciones
persistentes, pensamiento o lenguaje desorganizado, comportamiento
sumamente desorganizado y experiencias de pasividad y control; así
como también síntomas negativos tales como afecto y avolición
embotados o planos, y trastornos psicomotores. Los síntomas ocurren
con la frecuencia y la intensidad su cientes para desviarse de las
normas culturales o subculturales esperadas y no surgen como una
característica de otro trastorno mental y del comportamiento (p. ej.,
un trastorno del estado de ánimo, delirio o un trastorno debido al uso
de sustancias).
b) Trastornos bipolares graves
Según el CIE-11, los trastornos bipolares y relacionados son
trastornos del estado de ánimo episódicos, de nidos por la aparición
de síntomas maníacos, mixtos o hipomaníacos. En el caso grave
(trastorno bipolar I, con síntomas psicóticos), los episodios maníacos
se mani estan como estados de ánimo extremo que duran más de una
semana sin intervención médica, caracterizados por euforia,
irritabilidad y expansividad, y por un aumento de la actividad o una
experiencia subjetiva de mayor energía, acompañado de otros
síntomas característicos tales como habla rápida o a presión, fuga de
ideas, aumento de la autoestima o la grandiosidad, disminución de la
necesidad de dormir, distracción, comportamiento impulsivo o
imprudente y cambios rápidos entre los diferentes estados de ánimo
(es decir, labilidad del humor), los cuales pueden estar acompañados
por delirios o alucinaciones.
c) Trastornos severos y profundos del desarrollo intelectual
Según el CEI-11, un trastorno severo del desarrollo intelectual es una
condición que se origina durante el período de desarrollo
caracterizado por un funcionamiento intelectual y comportamiento
adaptativo signi cativamente por debajo del promedio, comprobado
mediante pruebas estandarizadas administradas individualmente o por
indicadores de comportamiento comparables. Las personas afectadas
exhiben lenguaje y capacidad muy limitados para la adquisición de
habilidades académicas. También pueden tener discapacidades
motoras y, por lo general, requieren apoyo diario en un entorno
supervisado para una atención adecuada, pero pueden adquirir
habilidades básicas de cuidado personal con capacitación intensiva.
Los trastornos graves y profundos del desarrollo intelectual se
diferencian exclusivamente sobre la base de las diferencias de
comportamiento adaptativo porque las pruebas estandarizadas de
inteligencia existentes no pueden distinguir de manera con able o
válida entre individuos con un funcionamiento intelectual por debajo
del percentil en que se encuentran quienes padecen de trastorno del
desarrollo intelectual severo.
Esta di cultad diagnóstica parece explicar por qué, en nuestros
tribunales, la regla general ante personalidades borderline y personas
que sufren otros trastornos del comportamiento o del desarrollo no
severos o profundos, aún con síntomas neuróticos (ansias, angustias,
fobias, etc.), sean considerarlas capaces de responsabilidad penal,
aunque disminuida (RLJ 64).
d) Demencia severa
Según el CEI-11, la demencia es un síndrome cerebral adquirido que
puede permitir excluir la responsabilidad penal cuando es severa. Se
caracteriza por la disminución del nivel previo de funcionamiento
cognitivo, con deterioro en dos o más dominios cognitivos (como la
memoria, las funciones ejecutivas, la atención, el lenguaje, la
cognición social y el juicio, la velocidad psicomotora, las capacidades
visuales y espaciales). El deterioro cognitivo no es totalmente
atribuible al envejecimiento normal e inter ere signi cativamente con
la independencia de la persona en el desempeño de sus actividades
diarias. Según la evidencia disponible, el deterioro cognitivo se
atribuye o se supone que es atribuible a una afección médica o
neurológica que afecta el cerebro, trauma, de ciencia nutricional, uso
crónico de medicamentos o sustancias especí cas, o exposición a
metales pesados u otras toxinas.

C. Exclusiones
a) El intervalo lúcido
El art. 10 N.º 1 admite la posibilidad de que el loco o demente sea
imputable si comete el delito en un “intervalo lúcido”. Pacheco,
recordando a Don Quijote (quien “reconoció su delirio antes de
morir”), comentaba que “en casi todo extravío de razón hay
momentos de juicio y de descanso” y concluía que la frase “intervalo
lúcido” “es una expresión técnica que se aplica a casi todos los
delirantes, a casi todos los furiosos, a casi todos los locos” (Pacheco
CP, 157). El avance de las ciencias médicas y la farmacología ha
puesto en evidencia la posibilidad de controlar incluso casos graves de
brotes psicóticos y esquizofrénicos (Náquira PG, 522); contra la
opinión de la doctrina mayoritaria que estima siempre reconducible la
conducta de los enfermos mentales a su condición, aún bajo una
aparente remisión (Cillero, “Comentario”, 193). El caso
paradigmáticamente aceptado de esta clase de intervalos es el de los
enfermos de epilepsia, donde nuestra jurisprudencia sostiene que debe
probarse la existencia de un ataque en el preciso momento del hecho
para admitir la eximente (RLJ 44).
b) Trastorno del comportamiento antisocial y personalidad
psicopática
Según el CEI-11, el trastorno de conducta antisocial se caracteriza
por un patrón de conducta repetitivo y persistente (12 meses o más) en
el que se violan los derechos básicos de otros o las normas, reglas o
leyes sociales apropiadas para su edad, como la agresión hacia
personas o animales; destrucción de propiedad; engaño o robo; y
graves violaciones de las normas. Pero, a pesar de su gravedad, no
importa un trastorno en las funciones cognitivas que permita
fundamentar la eximente de la locura o demencia.
Un caso especial de este trastorno es la psicopatía (a veces también
llamada sociopatía) que, caracterizado por dé cits emocionales
pronunciados, marcados por la reducción de la culpa y la empatía,
implica un mayor riesgo de presentar un comportamiento antisocial,
siendo relativamente estable desde la infancia hasta la edad adulta,
por lo que su diagnóstico tiene una gran utilidad predictiva,
incluyendo la primera comisión de un delito y la futura reincidencia
(Blair, 181). Esta capacidad predictiva se basa en las di cultades para
su tratamiento, aunque existen algunos avances preliminares en el
campo de la neurociencia que permiten alguna esperanza (Kiehl y
Hoffman, 355). Pero, por ser un trastorno antisocial que no afecta las
capacidades cognitivas, nuestra jurisprudencia rechaza, con razón,
considerarlo como base para la eximente de locura o demencia,
aunque existen voces aisladas en la doctrina que sí la aceptan (v. Pérez
G., 1).
En todos estos casos la jurisprudencia tiende a a rmar la existencia
de una disminución de la culpabilidad, generalmente sobre la base de
una imputabilidad disminuida (art. 11, 1.ª), aún incluso respecto de
las psicopatías, a pesar de que ellas suelen determinar actos de inusual
crueldad que bien podrían ser agravados por la circunstancia 4.ª del
art. 12 (RLJ 62). Esta respuesta encuentra un cierto respaldo en la
psicología forense, sobre todo respecto de aquellos trastornos
susceptibles de tratamiento farmacológico (Pavez, Trastornos, 26 y 47)
Sin embargo, en otras legislaciones, estos casos especiales de
imputabilidad disminuida dan lugar eventualmente también a la
medida de seguridad de internamiento en un hospital psiquiátrico para
tratamiento (p. ej., en el §63 StGB y en el art. 104 CP español). Ello
explica la propuesta de autores extranjeros para excluir la
responsabilidad penal del psicópata e imponerle solo medidas de
seguridad adecuadas a su culpabilidad (Cancio, 543).
En Chile, por una vía indirecta, nuestro sistema penal prevé medidas
de seguridad para el tratamiento de los delincuentes que, aún siendo
imputables, padecen trastornos de personalidad de difícil pronóstico,
como la llamada pedo lia o el comportamiento antisocial habitual
(arts. 372 y 453, respectivamente). Además, la relevancia que la
reincidencia tiene para determinar la pena y negar o conceder su
sustitución según las reglas de la Ley 18.216, parece que se hiciera
cargo del trastorno de comportamiento antisocial de manera indirecta,
convirtiendo las penas privativas de libertad en una de sanción de
aseguramiento preferentemente destinada a reincidentes (fraude de
etiquetas al revés).

D. Régimen del enfermo mental exento de responsabilidad en la


legislación nacional
Actualmente, todo lo relativo a las medidas de seguridad aplicables
al enfermo mental exento de responsabilidad penal, se encuentra
regulado en el Título VII del Libro Cuarto CPP. Allí se contienen
disposiciones que se ocupan también de la situación del sujeto que
cayere en enajenación mental después de cometido el delito. Dicha
regulación distingue entre el enajenado absuelto por locura o
demencia, y el que lo ha sido por otro motivo.
a) Tratamiento del trastornado o enajenado mental exento de
responsabilidad penal por locura o demencia
En síntesis, el sistema procesal respecto del enajenado mental
permite su internación, como medida de seguridad de carácter penal,
si “hubiere realizado un hecho típico y antijurídico y siempre que
existieren antecedentes cali cados que permitieren presumir que
atentará contra sí mismo o contra otras personas” (art. 455 CPP. Para
el detalle de la regulación, v. Horvitz, Valenzuela y Aguirre, 110).
Dado que la inimputabilidad por esta causa se basa, entre otros
factores, en la afectación de las facultades cognitivas del enfermo
mental, esta disposición indirectamente viene a con rmar la idea de
que la vinculación psíquica entre el hecho y su autor es también un
elemento de su culpabilidad, como aquí se sostiene, y no
exclusivamente de su tipicidad ni de su antijuridicidad. Pero si la
exención se declara en el juicio oral, no es necesario seguir el
procedimiento especial si ella deriva de las pruebas aportadas por las
partes y se abre debate al respecto (SCS 18.4.2013, GJ 394, 218, con
comentario aprobatorio de N. Cisternas en DJP 32, 2018, 31).
Decretada la internación como medida de seguridad, ésta solo podrá
durar mientras subsistan las condiciones que la hubieran hecho
necesaria, y no podrá extenderse más allá de la sanción que hubiere
podido imponérsele o del tiempo que correspondiere a la pena mínima
probable, tiempo que debe señalar el tribunal al imponerla (art. 481
CPP). Vencido el período de internación, el enajenado mental queda
entregado a lo que disponga a su respecto la autoridad administrativa,
de conformidad con lo dispuesto en el art. 130 del Código Sanitario.
Materialmente, no obstante, muchas veces tanto las medidas de
seguridad impuestas por los tribunales como por la autoridad
sanitaria no se cumplen en los hospitales, por falta de medios para
ello, y se terminan ejecutando en dependencias habilitadas al efecto en
las propias prisiones, lo que, no sin motivo, se ha venido en llamar un
fraude de etiquetas.
En todo caso, si el que delinquió siendo enajenado mental se
encuentra recuperado de su enfermedad al momento de la absolución,
será puesto en libertad, si se encontrare sometido a internamiento o
prisión preventiva.
b) Absolución por motivo distinto de la locura o demencia
En caso de que el hecho no sea típico o antijurídico, absolviéndose al
imputado por una causa diferente a su locura o demencia, el
enajenado mental será entregado a su familia, guardador, o a alguna
institución pública o particular de bene cencia o caridad. En estos
casos, el juez o cualquier interesado pueden remitir al enajenado a la
autoridad sanitaria para disponer su internamiento si se constata que
es un peligro para él o terceros (art. 130 Código Sanitario y 9 DS
570). Por el contrario, también debe ponerse en libertad al que
delinquió siendo enajenado, pero está recuperado al tiempo de la
sentencia.
c) La enfermedad mental sobreviniente y otros aspectos
procesales relevantes. Remisión
El Título VII del Libro Cuarto CPP regula detalladamente los
procedimientos a seguir si el imputado, que se encontraba sano al
momento de delinquir, cae en enfermedad mental con posterioridad a
la comisión del delito, durante el proceso o durante el tiempo en que
se ejecuta su condena. Las cuestiones que este hecho suscita, acerca de
si se solicita o decreta un sobreseimiento, su naturaleza y la
oportunidad para hacerlo, son aspectos propios del procedimiento,
que no corresponde analizar en detalle en este lugar, sino en los
respectivos textos de derecho procesal penal.
Lo mismo cabe decir respecto del procedimiento a seguir cuando se
discute la imputabilidad antes de la dictación de la sentencia,
particularmente si la suspensión del procedimiento que ello importa
supone o no la imposibilidad de imponer cualquier medida cautelar
mientras se evacúan los exámenes periciales sobre la salud mental del
imputado (a modo ejemplar, sobre esta discusión, v. SCS 17.12.2015,
DJP 27, 77, con comentario crítico de N. Cisternas y S. Fernández).

§ 4. Privación total de razón


A. Concepto
El art. 10 N.º 1, segunda parte, exime de responsabilidad criminal al
que “por cualquier causa independiente de su voluntad se halla
privado totalmente de razón”. Se trata de un concepto histórico que,
en la actualidad, debe remitirse a lo que el CEI-11 describe como
“trastorno psicótico agudo y transitorio; caracterizado por la
aparición aguda de síntomas psicóticos que emergen sin un pródromo
(señal o malestar que precede a una enfermedad) y alcanzan su
máxima gravedad en dos semanas, con síntomas que pueden incluir
delirios, alucinaciones, desorganización de los procesos de
pensamiento, perplejidad o confusión, trastornos del afecto y el estado
de ánimo, e incluso alteraciones psicomotoras similares a la catatonia.
Su principal particularidad es que los síntomas remiten y cambian
rápidamente, tanto en naturaleza como en intensidad, de un día a
otro, o incluso en un solo día. Su duración no excede los tres meses,
con una fase aguda que dura desde unos pocos días hasta un mes. Son
características de este trastorno la ausencia de una enfermedad mental
base o de otra condición de salud, como un tumor cerebral o un
síndrome de abstinencia, y que no se debe al efecto de una sustancia o
medicamento en el sistema nervioso central (p. ej., corticosteroides).
No obstante, existen estudios que demuestran la vinculación de estos
episodios con la primera manifestación de una enfermedad mental
más o menos permanente como, p. ej., la esquizofrenia (Queirazza,
Sample y Lawrie, 299).
Los ataques de pánico y las reacciones desesperadas de quienes
padecen fobias, síndromes obsesivos-compulsivos y otras
enfermedades con síntomas de neurosis que habitualmente no eximen
de responsabilidad, podrían considerarse dentro de la privación
temporal de razón siempre que vayan acompañados de la
sintomatología descrita y puedan estimarse como expresiones del
tránsito hacia el primer episodio de una enfermedad más grave y
propiamente base de la eximente.
Pero la ley, con mucha razón, excluye el simple arrebato pasional de
la eximente, al considerar la ira ante la provocación, la sed de
venganza y la obcecación causada por alguna afrenta anterior solo
como circunstancias atenuantes (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª). Esas pasiones
no excluyen la voluntariedad de la conducta, pues, según el Estagirita,
“los ‘afectos’ irracionales no son menos humanos, así que también [lo
son] las acciones de los hombres que proceden del impulso y del
deseo” (Aristóteles, Ética, 84).

B. Exclusión: autointoxicación o acciones libres en su causa (actio


liberae in causa)
El conductor que se queda dormido al volante está inconsciente al
momento del accidente. El ebrio no está en uso de su razón al
momento de actuar. El que por su negligencia anterior yerra al actuar,
no sabe lo que hace. En todos estos casos existe un problema de
carácter general que va más allá del tratamiento de la embriaguez,
donde suele estudiarse: el sujeto, en un estado de plena libertad, pone
en movimiento, dolosa o culposamente, la cadena causal que conduce
a un determinado hecho que él ejecuta después de haberla perdido.
Para el Estagirita aquí existe verdadera voluntad y el responsable
puede ser incluso más severamente sancionado que en los casos
comunes, como cuando la ignorancia proviene de la embriaguez
voluntaria (Aristóteles, Ética, 95), pues la inimputabilidad ordenada a
la comisión del delito conduce a la ignorancia fáctica lo mismo que la
ignorancia deliberada. Nuestra ley no agrava la responsabilidad en
tales casos, como en los ejemplos del Filósofo, pero declara
expresamente que quien se encuentra privado de razón por una causa
dependiente de su voluntad, no está exento de responsabilidad penal
(art. 10 N.º 1).
Como es sabido, a través de esta regla los miembros de la Comisión
Redactora quisieron impedir que el ebrio, aun en la hipótesis de
delirium tremens, pudiera cali carse como inimputable (Actas, Se.
120, 216). Por otra parte, la legislación incluso considera la ebriedad
un supuesto de conducta peligrosa especialmente punible en el trá co
rodado, castigándose de manera independiente en el delito de manejo
en estado de ebriedad del Ar. 196 Ley de Tránsito, lo que no ha sido
cuestionado por nuestro TC, a pesar de los múltiples recursos
resueltos por las consecuencias penales que para dicho delito se prevén
(Ley Emilia). Ello explica la tendencia de nuestra jurisprudencia a no
considerar exento de responsabilidad al ebrio ni, en general, a todo el
que se ha drogado o intoxicado voluntariamente, incluso en casos
graves de episodios con síntomas sicóticos no atribuibles a otro
trastorno subyacente (RLJ 45).
No obstante, este tratamiento indiferenciado de la embriaguez y la
autointoxicación no parece del todo acorde con el principio de
culpabilidad.
Desde luego, en los casos de delirium tremens y embriaguez
patológica o consuetudinaria, parece más apropiado el reconocimiento
de la eximente de enajenación mental y someter al paciente a los
tratamientos previstos en el art. 130 Código Sanitario, incluyendo su
internación forzosa, pues tales estados son manifestaciones agudas de
un trastorno psicótico derivado del alcoholismo crónico y no de una
privación temporal de la razón como la que sufre el ebrio común (RLJ
46).
Por otra parte, como enajenación mental transitoria, no dependiente
de la voluntad del agente, debe considerarse la embriaguez y la
intoxicación forzada y la que deriva del engaño, hoy posibilitado por
la existencia de sustancias insípidas que pueden mezclarse sin
di cultad en bebidas comunes, pero de antiguo conocido, como en el
episodio del incesto entre Lot y sus hijas (Génesis 19:31-33).
A partir de aquí, dado que el art. 10 N.º 1 no decide el título de
imputación del hecho del que es responsable el que se ha puesto
voluntariamente en situación de inimputabilidad, sino únicamente que
no se encontrará exento de responsabilidad, la doctrina se divide en la
aceptación de la teoría tradicional de la actio libera in causa como
forma de imputación ordinaria o extraordinaria (Gómez, 359).
Quienes entienden que se trata de una forma de imputación ordinaria,
retrotraen el título al momento anterior a la pérdida de la razón: si
ésta deriva de la ingesta consciente y voluntaria de determinadas
sustancias, se admite la responsabilidad a título doloso, excluyendo
únicamente “los casos de inimputabilidad que implica la ebriedad
accidental o involuntaria” (Brito y Faine, 162), como regla general;
pero aceptándose que la voluntaria, “pero sin tener conciencia de que
perderá totalmente sus facultades intelectivas y la aptitud para
adecuar su conducta a aquéllas”, puede también eximir de
responsabilidad “a menos que medie culpa de su parte” (Garrido DP
II, 291). Aunque de este modo no se producen problemas de
imputación en los casos de embriaguez ordenada al delito, incluso con
dolo eventual, se debería considerar también como dolosa toda
conducta del ebrio que llega a ese estado por la imprudencia de beber
“unos tragos de más”, que es la situación más frecuente. Sin embargo,
ello no es coherente con la general aceptación de tratar como
conducta imprudente la del que comete un delito durante el sueño (la
madre que aplasta a su criatura durante la noche, o el conductor que
se duerme al volante, p. ej.); ni con el tratamiento penal especial del
art. 196 Ley de Tránsito respecto del ebrio que al conducir causa
muertes y daños.
En consecuencia, aquí se pre ere admitir la doctrina de la actio
libera in causa como una forma de imputación extraordinaria que, en
la generalidad de los casos, permite la imputación a título imprudente,
dada la previsibilidad y evitabilidad de los hechos descontrolados que
se in ere de la experiencia común de los efectos de la embriaguez y del
uso de las drogas: el ebrio que se acuesta junto a su criatura y durante
el sueño la aplasta, no parece diferenciarse de la madre que, a pesar de
haberse ido a dormir sobria, causa el mismo resultado, con total
independencia de la previsibilidad de la embriaguez o del sueño. En
los casos que la ley eleva a delitos autónomos la imprudencia, como el
disparo injusti cado del art. 14 D Ley 17.798, el peligro que crea el
disparo del ebrio no se diferencia del que generaría el de un sobrio y, si
producen un daño a terceros, ambos deberían sancionarse por su
disparo injusti cado en concurso con las lesiones o muerte causadas.
Luego, la imputación a título doloso (incluso dolo eventual) del hecho
posterior requerirá de pruebas adicionales: la predeterminación al
delito, esto es, que el propósito de cometerlo haya surgido en la mente
del sujeto cuando estaba sobrio y siempre que entre el curso causal
previsto y el resultado no exista una desviación signi cativa, de
conformidad con los criterios de imputación objetiva (Hernández B.,
“Autointoxicación”, 446); o que la embriaguez se produzca contando
con la posibilidad de su comisión (dolo eventual, al menos), como
sucede en los casos de violencia intrafamiliar donde los ataques a las
mujeres y niños son frecuentes y altamente previsibles en este estado; o
que se acredite que el sujeto, contando con la posibilidad de cometer
el delito, se haya envalentonado con la intoxicación o emplee la
embriaguez como una forma de inimputabilidad deliberada para, por
decirlo así, utilizarse a sí mismo como instrumento inimputable.
Similar solución ha de darse al caso de los intoxicados y de los
enajenados que dejan voluntariamente de tomar sus medicamentos.

C. Adicciones que no constituyen eximente. Su necesario


tratamiento diferenciado y los Tribunales de Tratamiento de
Drogas y/o Alcohol
Según el CIE-11, los trastornos debidos al consumo de sustancias y
comportamientos adictivos se desarrollan como resultado del
consumo de sustancias predominantemente psicoactivas, incluyendo
medicamentos, o comportamientos especí cos y repetitivos de
búsqueda de recompensa y de refuerzo. No todas las drogas y
medicamentos producen los mismos trastornos; pero todos tienen en
común la gradualidad de la dependencia que generan, la potencialidad
para desarrollar comportamientos nocivos y antisociales para
satisfacer la adicción y la severidad potencial de la pérdida de
conexión con la realidad durante el síndrome de abstinencia, con
comportamientos psicóticos y similares, como el llamado delirium
tremens.
En todos estos casos la respuesta penal coherente con el principio de
culpabilidad es la expuesta en el apartado anterior: los supuestos de
brotes sicóticos deben tratarse como casos de inimputabilidad, pero el
resto de los comportamientos antisociales no gozan de la eximente si
el agente es en alguna medida responsable de la intoxicación o del
hecho, dolosa o negligentemente.
Sin embargo, la práctica chilena y norteamericana evidencian que
buena parte de los delitos cometidos por adictos podrían evitarse en el
futuro no con una sanción penal sino con una medida de seguridad
que los ayudase a liberarse de esa adicción (Hurtado y Valencia,
Adicciones). A este enfoque del sistema penal se la ha denominado
“justicia terapéutica”, basada en la idea de buscar “soluciones a
ciertos con ictos legales para los cuales el sistema de justicia
tradicional no resulta e caz” (Marcazzolo, “Justicia terapéutica”,
133). Puesto que la ley chilena no contempla la posibilidad de
imponer tratamientos forzados como penas sustitutivas ni medidas de
seguridad para personas que no son declaradas locas o dementes, este
importante vacío se ha procurado llenar con los llamados Tribunales
de Tratamiento de Drogas y/o Alcohol. Estos “Tribunales” no
constituyen en Chile una jurisdicción separada como en los Estados
Unidos, sino que operan dentro del procedimiento penal común,
ofreciendo como condición voluntariamente aceptada para la
suspensión condicional del procedimiento del art. 237 CPP, la
aceptación de someterse a un tratamiento de desintoxicación. Con
tasas de reducción de la reincidencia relevantes, lamentablemente,
todavía son un “programa” del Ministerio de Justicia, sin
reconocimiento legal y que opera como “piloto” en buena parte de las
regiones y tribunales, pero no en la mayoría de ellos, según las
informaciones públicas de esa cartera. Reformas legales que permitan
ampliar el programa a más delitos mediante una suspensión
condicional ampliada solo para estos efectos, su establecimiento como
condición para todas las penas sustitutivas y no solo para la libertad
vigilada (art. 17 bis Ley 18.216) y la consiguiente implementación de
centros de salud donde se puedan realizar tratamientos efectivos,
harían de esta medida de seguridad previa o posterior a la sentencia
una fórmula e ciente para hacer realidad la nalidad resocializadora
de las penas, constitucionalmente exigida.

D. Alteración de la percepción y otras situaciones excepcionales


El art. 20 N.º 3 CP español contiene una causal de inimputabilidad
que nuestra ley no conoce: las alteraciones en la percepción,
congénitas o adquiridas, que afectan la conciencia de la realidad,
donde se incluye, p. ej., al sordomudo, que —aunque no sea
psíquicamente enfermo— por sus condiciones de incomunicación
puede presentar una visión deformada o equivocada de la realidad
social circundante. Se discute, además, si una especial situación
sociocultural, que suponga una formación estricta en valores y normas
extranjeras puede originar similar exención, sobre todo por
incomprensión de la cultura y normas de las sociedades que los
reciben como migrantes (o. o. Náquira, Imputabilidad, 197).
A nuestro juicio, resulta inútil el esfuerzo de asimilar estas
situaciones a manifestaciones de algunos de los trastornos mentales
que fundamentan la exención por locura o demencia del art. 10 N.º 1.
Ello no excluye, sin embargo, la posibilidad de alegar la pérdida total
de la razón en un momento determinado, atendidas las circunstancias
del hecho y las condiciones vitales de quien padece esta clase de
alteraciones, si éstas permiten a rmar que, en el hecho que se trate, se
carecía del conocimiento de las circunstancias fácticas y la
comprensión de la normativa vigente exigidas para sostener su
participación culpable, producto de un acto voluntario. Lo mismo se
aplica a los hipnotizados (como el Cesare del lme de R. Wiene, El
Gabinete del Dr. Caligari, 1920), sonámbulos y otros supuestos de
perturbación de la conciencia (burnout, etc.), cuya variada casuística
habrá que analizar caso a caso.

§ 5. Dolo
A. Concepto, elementos y clasificación
El Código no contiene una de nición del dolo, pero tampoco es
posible, según lo dispuesto en el art. 20 CC, aplicar a esta materia la
de nición general del art. 44 CC, pues si bien el dolo supone malicia,
en los términos del art. 2 CP, la mayor parte de los delitos no dicen
relación con inferir daño o injuria a la propiedad o persona de otro.
Por ello, sobre la base de las explícitas referencias a la voluntariedad,
el conocimiento, el error y la malicia en los arts. 1, 2, 64 y 490, es
posible a rmar que se trata de un estado o hecho mental que consiste
en el conocimiento y la intención de la realización del delito,
incluyendo tanto de los elementos descriptivos y normativos del tipo
como su antijuridicidad (con matices, ahora también aceptan esta
conformación del dolo, cali cándolo como “dolo malo” o imputación
en dos niveles, los autores de la corriente analítica, Wilenmann,
“Injusto”, 170; Mañalich, “Conexión”, 28; y Guerra, “Dolo”, 339,
quien, además, a rma la necesidad de la prueba del dolo como hecho,
identi cándolo con la constatación de “si el agente tiene control de su
cuerpo en la fase de imputación fáctica y cumple con los presupuestos
o el sustrato psicobiológico que exige el juicio de culpabilidad”).
El conocimiento o elemento cognoscitivo del dolo se re ere, en
primer lugar, a las condiciones materiales particulares de la conducta
al momento de realizarse, descritas en el tipo penal y es comprensivo
de sus elementos esenciales, descriptivos y normativos (RLJ 24). Su
desconocimiento involuntario da origen a la defensa del error de tipo.
Pero, si el error es vencible, esto es, atribuible a la falta de cuidado del
que actúa, subsiste la responsabilidad a título de culpa.
A ello se agrega, en un segundo nivel, por la sinonimia que hacen los
arts. 2 y 490 entre “dolo” y “malicia”, la exigencia del conocimiento
de la ilicitud de dicha conducta, cuyo desconocimiento involuntario
habilita la defensa del error de prohibición con similares efectos al del
error de tipo: se exime de responsabilidad a título doloso al que
desconoce la ilicitud de su conducta. Sin embargo, la prueba de esta
ignorancia es más difícil que la de las circunstancias fácticas, pues
“también se castiga a los que ignoran alguna de las cosas que las leyes
establecen, y que se deben conocer y no son arduas” (Aristóteles,
Ética, 95). Por eso, si el error es atribuible a la falta de un mínimo
cuidado en el conocimiento de las circunstancias sociales del actuar,
donde se encuentran las leyes que lo regulan, subsiste la
responsabilidad a título de culpa. Ese conocimiento de la ilicitud se
encuentra, además, muchas veces incorporado a los propios tipos
penales de manera expresa, como cuando el art. 141 habla de la
actuación “sin derecho” o el art. 291 de la propagación “indebida”; a
través de la construcción de leyes penales en blanco, como la
infracción de las reglas sanitarias en tiempos de catástrofe que
sanciona el art. 318; o la existencia de elementos normativos en la
descripción típica, como las referencias a la calidad de empleado y
escritura públicas en el art. 193 (Ortiz Q., “Dolo”, 289).

B. El elemento cognoscitivo del dolo. Grados de conocimiento


exigidos
El grado de conocimiento exigido para con gurar el dolo, respecto
de los elementos descriptivos del tipo penal, es el propio del hombre
común en “el mundo de la vida” (Politoff DP, 344): no es necesario
acreditar conocimientos de balística, física ni biología para a rmar
que quien dispara un arma en el pecho de otro sabe que lo puede
matar. Tampoco se debe demostrar que quien accede carnalmente a
una muchacha impúber conocía su fecha de nacimiento para
con gurar el delito del art. 362. En algunos casos, es la propia ley la
que delimita el alcance del conocimiento exigido, como hace el art. 37
Ley 20.357 respecto de la existencia de un ataque generalizado contra
la población civil al referirse al elemento de contexto en los delitos de
genocidio, lesa humanidad y crímenes de guerra, que exige únicamente
el conocimiento “de que el acto forma parte de un ataque
generalizado o sistemático contra una población que responde a un
plan o política” del Estado o de una organización con control
territorial o poder su ciente para asegurar su impunidad, pero sin
requerir “el conocimiento de ese plan o política, ni de los aspectos
concretos del ataque distintos del acto imputado”.
Tratándose del conocimiento de los elementos normativos del tipo
(“escritura pública”, “empleado público”, etc.), las normas
complementarias de las leyes penales en blanco o la existencia de las
disposiciones legales que constituyen la ilicitud del hecho, se considera
su ciente que su comprensión corresponda a la de “un profano” pues
de otro modo solo los juristas más avezados podrían actuar con dolo
(Binding, Normen III, 144). No obstante, ese conocimiento o
desconocimiento sigue siendo una cuestión de hecho y no de
atribución o valoración por parte del juez de la clase de conocimiento
jurídico exigible a cada cual (Pozo, “Error”, 522). Luego, su
constatación no depende de lo que se estime debiera conocer un lego,
sino de las condiciones sociales de cada cual y sus grados y
posibilidades fácticas de recibir la información correspondiente al
“conocimiento jurídico” y comprenderla. Por ello, será más fácil o
difícil probar ese conocimiento según la calidad de persona que se
trate. Así, respecto de quienes por su profesión, o cio o formación
académica están en mejores condiciones que otros de conocer tales
normas y regulaciones, ese conocimiento especial podrá inferirse de
esos hechos con más facilidad que respecto de los profanos, sobre
todo cuando la regulación que se trata recae en ámbitos propios de su
actividad, como sucede, p. ej., con las regulaciones especí cas del
mercado nanciero respecto de quienes dirigen las empresas del rubro,
sus abogados, representantes y agentes.
En todos los casos, el conocimiento de los elementos del tipo y de la
ilicitud de la conducta debe ser actual, esto es, un hecho mental
comprobable más allá de toda duda razonable (art. 340 CPP). Sin
embargo, la representación y aceptación de su existencia es su ciente
para considerar el conocimiento de tales circunstancias como actual,
asimilable a la idea de dolo eventual, como veremos enseguida.

C. Elemento volitivo. Dolo directo y dolo eventual


a) Dolo directo
La intención o elemento volitivo del dolo consiste en la decisión de
cometer el delito, con pleno conocimiento del hecho y su signi cado
jurídico, que se expresa en una conducta. Como hecho mental, el dolo
es también susceptible de prueba, más allá de la que acredite la
conducta objetiva mediante la cual se expresa. En este sentido, aunque
el dolo no requiere una motivación o nalidad ajena a la voluntad de
realización del delito, como sería heredar o deshacerse de una amante
o un marido molesto, etc.; se debe admitir que la principal forma de
acreditar su existencia puede ser, precisamente, la prueba de esas
motivaciones y nalidades trascendentes (“ganancias secundarias”,
como se les denomina en la jerga procesal nacional, equivalente al
“motivo” en el sistema norteamericano).
Por otra parte, se debe señalar que el dolo como intención es
independiente de la seguridad o inseguridad acerca de la realización
del delito: quien dispara un arma para matar a otro que muere
producto del disparo, actúa dolosamente, aunque haya considerado
poco probable su éxito por la gran distancia en que se hallaba la
víctima, la escasa visibilidad o su propia falta de destreza, mientras
haya disparado con la intención de matarle, expresando fácticamente
su decisión mediante la generación del riesgo que se materializó en el
resultado. Pero no se basta con la manifestación de un deseo o la
esperanza de que las cosas sucedan: al que desea la muerte de otro
para cobrar un seguro (dolo antecedens) no ha de considerársele como
un agente doloso si el asegurado muere por cualquier causa no
derivada de su conducta, pues “no esta previsto en ninguna ley o
costumbre de ningún país que alguien sea condenado a la pena capital
por querer la muerte de su adversario si no ha hecho nada para que
ésta se produzca” (Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación,
L. XLI-XLV, Madrid, 2000, 311).
Se asimila al dolo directo o de primer grado, el de las consecuencias
necesarias o de segundo grado, que recae en todas las consecuencias
inherentes del actuar querido por el agente, aunque no las desee o
incluso le causen una repulsión anímica, como en el caso de quien por
encargo quiere dar muerte a B empleando un mecanismo explosivo en
su automóvil, pero sabe que con ello también va a morir C, su
secretaria, por cuya muerte no recibirá la recompensa prometida
(Caso Letelier, SSMVE 12.11.1993).
Finalmente, cabe señalar que no consideramos en esta obra una
forma de dolo el antes llamado “dolo especí co”, denominación
abandonada por la doctrina actualmente dominante y con la que la
jurisprudencia tendía a identi car los ya estudiados elementos
subjetivos del tipo penal (RLJ 25).
b) Dolo eventual
El dolo eventual, según se admite mayoritariamente por la
jurisprudencia, consiste en la aceptación o indiferencia frente al
resultado representado como posible, pero no altamente probable
(RLJ 25). Según la segunda fórmula de Frank, se trata del caso en que
“si se dijo el hechor: sea así o de otra manera, suceda esto o lo otro,
en todo caso actúo” (Frank, 190). La fórmula es útil para casos donde
está probado que la intención del agente es producir un resultado
determinado, pero causa otros que se representa como posibles,
aunque no deseados, necesarios ni altamente probables, como sucede
cuando se envía nominativamente un alimento envenenado, pero sin
tener control sobre quiénes realmente lo consumirán (RLJ 26). Este el
caso de la muerte de la madre de Hamlet, al beber de una copa
envenenada que su marido, el Rey, había preparado para el Príncipe
de Dinamarca, la que bebe sin que el envenenador lo evite, pudiendo
advertirla, aceptando así su muerte para no ser descubierto (W.
Shakespeare, Hamlet, Acto V, Esc. Primera, en Obras Completas,
Madrid, 1965, 1394. O. o. Tamarit, Casos, 77, para quien habría un
error de ejecución y, por tanto, un delito imprudente).
La fórmula puede extenderse a los casos en que el tipo penal exige
únicamente conocimiento y no voluntad respecto de ciertos elementos,
como los presupuestos objetivos o el objeto material del tipo: si el
conocimiento es dubitativo porque se representa la posibilidad de su
existencia, pero de todos modos se actúa, aceptando esa posibilidad,
habrá dolo eventual. Estos son los casos de quien duda acerca de la
menor de edad de la mujer con la que tiene relaciones sexuales (art.
362) o de la real naturaleza del objeto que hace ilícitos los delitos de
posesión, como el de trá co de drogas (art. 3 Ley 20.000),
respectivamente. También se admite el dolo eventual si se crea un
peligro que se puede realizar y se deja correr la causalidad,
“esperando” que los resultados previsibles y aceptados no se
produzcan por azar o intervención de terceros fuera del control del
agente (creación de un “peligro sin resguardo”, SCS Alemania
4.11.1998, Casos DPC, 107).
La diferencia entre las penas de los delitos dolosos y los culposos en
nuestro sistema debería llevar a tomar en serio la exigencia de estos
dos elementos o estados mentales (representación y aceptación) deban
acreditarse y, en caso de duda razonable acerca de su existencia,
decantarse por cali car el hecho como supuesto de imprudencia con
representación, como lo exige el art. 340 CPP. Este parece haber sido
el caso de un fallo sobre la muerte de una criatura en un jardín infantil
por haberle puesto una cinta sobre la boca, donde se estimó que esa
muerte era tan contraria al interés de quienes ofrecían el servicio de
guardería de infantes, que no podría entenderse como aceptada, por lo
que solo se condenó a título de culpa (SCS 2.7.2009, RLJ 26; también
en DJP Especial II, 923, con comentario crítico de J. I. Piña). Además,
si se prueba la aceptación o indiferencia, las diferencia entre el dolo
eventual y el directo bien puede considerarse en la medida de la pena,
según el art. 69 (o. o., van Weezel, “Dolo eventual”, 252, quien
propone aceptar un espacio de discrecionalidad en esta materia y
exibilizar los criterios de imputación para, desde su perspectiva,
“atribuir” el dolo, sin atención a la prueba rendida sino solo a la
valoración de la gravedad del hecho y la pena que se estime
corresponda imponer, según las “representaciones de riesgos” que
puedan atribuirse en cada caso). Luego, la exigencia de la
representación más la aceptación o indiferencia como fundamento del
dolo eventual no es un asunto teórico sobre las condiciones de
imputación o atribución, sino también un asunto de la mayor
importancia práctica, vinculado a las exigencias probatorias que, por
indiciarias que sean, deben permitir deducir el estado mental
respectivo. En consecuencia, la prueba indiciaria del rechazo o
negativa de aceptación excluye el dolo, pero deja subsistente la culpa
con representación: la realización del hecho en tales circunstancias
debe entenderse como un error en la ejecución, al faltar el debido
cuidado para evitar el resultado o consumación del delito (SCS
18.11.2008, DJP Especial II, 915, con comentario aprobatorio de G.
Balmaceda).
Por tanto, se rechazan aquí las teorías puramente cognoscitivas del
dolo eventual, que se bastan con la “representación” del resultado
posible, aunque no probable (Mañalich, “Responsabilidad”, 349) y
tienden a identi carlo con el concepto general de dolo (Cury, “Dolo
eventual”, 91). También se rechaza la idea de asumir sin más que todo
lo que excede a la culpa es dolo para evitar la impunidad del hecho en
los casos que no existe la gura culposa a que remitirse (Cousiño,
“Dolo eventual”), pues no es labor dogmática llenar los vacíos de
punibilidad. Pero tampoco es necesario llegar al extremo de rechazar
completamente esta categoría y subsumirla en la idea de culpa grave,
como algunos autores proponen (Vitale, Dolo eventual, 121), En
cambio, aquí se propone establecer los límites necesarios para evitar la
crítica que ve en la expansión de esta categoría una “política criminal
eminentemente autoritaria, represiva y moralizante, para la cual la
gravedad se mide por la maldad subjetiva del individuo” (Bustos,
“Dolo eventual”, 411).
c) Dolo en los delitos de omisión
Tratándose de delitos de omisión, el dolo también supone
conocimiento e intención. Si el delito es de omisión propia, el
conocimiento se re ere a las circunstancias que generan la obligación
de actuar, legalmente descritas; y la intención, a la de realizar la
conducta diferente a la esperada o no hacer la que es esperable. Si el
delito es de omisión impropia, el conocimiento se re ere a sus aspectos
objetivos (posición de garante y su asunción, curso causal potencial y
posibilidad real de evitar el resultado); mientras la intención se re ere
tanto a la producción del resultado típico como a la realización de la
conducta diferente a la que lo evitaría. Advertimos nuevamente, que,
sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos reales de comisión
por omisión, su subjetividad corresponde a la de los delitos culposos,
esto es, la de no evitar un resultado previsible, pero sin la intención de
que se produzca, por lo que se ha de insistir en que, si se quiere
imputar dolo, ha de probarse la intencionalidad (para lo cual será
también relevante la prueba de las motivaciones, nalidades o
“ganancias secundarias”, trascendentes a la producción del resultado).
d) Formas especiales de subjetividad en determinados tipos
penales
Lo que hemos dicho hasta hora se re ere a las exigencias generales
del dolo. No obstante, debe tenerse presente que la subjetividad
requerida en cada delito particular puede variar, según su propia
regulación.
A veces la ley pide especí camente que la conducta sea “maliciosa”
(p. ej., arts. 342 y 395), “a sabiendas” (p. ej., arts. 207 y 398),
“conociendo las relaciones que los ligan” (art. 375), lo que
generalmente se entiende como exigencia de dolo directo —al menos
respecto del elemento típico a que se hace referencia especí ca—,
excluyendo, aunque no siempre, la sanción a título de dolo eventual y
culpa, según la con guración particular de cada delito (SCS 4.8.2015,
RCP 43, N.º 4, 187, con nota crítica de I. Reyes). El mismo efecto se
atribuye a la presencia de elementos subjetivos del tipo, como el
propósito de causar una enfermedad o el ánimo lascivo (arts. 316 y
366, respectivamente).
Por otra parte, cuando la ley impone penas sin esperar el resultado,
p. ej., en el delito trá co de residuos peligrosos o prohibidos, art. 44
Ley 20.920 y, en general, en todos los delitos de peligro, se habla de
un correlativo “dolo de peligro”. Sin embargo, ello no es más que una
forma de destacar que no se requiere para castigar el hecho la prueba
de una intención o nalidad más allá del peligro creado sino, como en
el ej., basta con probar que se conocía la calidad de la sustancia y se
tenía la intención de transportarla, siendo irrelevante que con ello se
pretendiera o no contaminar o crear un peligro de contaminación
diferente del generado por ese transporte.
Pero, por excepción, la ley también rebaja a veces la exigencia del
contenido de la subjetividad. Así, el art. 456 bis A, permite el castigo
de la tenencia de especies robadas, hurtadas o producto de un delito
de receptación o abigeato, “sabiendo o no pudiendo menos que saber
su origen”, una forma de consagrar legislativamente el castigo a título
de dolo eventual. Y, en no pocos casos, los presupuestos objetivos del
tipo penal no pueden ser queridos por el agente, sino que a su respecto
solo es exigible el conocimiento, como la edad en la violación
impropia (art. 362) o la existencia de un proceso judicial en el falso
testimonio (art. 206). Por último, el desarrollo legislativo y social
también puede transformar en dolosos hechos que de otro modo se
verían como culposos, tal como sucede con el manejo en estado de
ebriedad, que de no estar penado de manera autónoma se consideraría
una forma muy peligrosa de imprudencia al conducir (art. 196 Ley de
Tránsito).
Es importante, además, notar que la complejidad de las
descripciones típicas admite también la posibilidad de la presencia en
un mismo hecho de diversos estados mentales: así, en la violación del
art. 362, el acceso carnal requiere dolo directo, pero respecto de la
edad de la víctima, basta el dolo eventual. Y, al revés, en el parricidio
del art. 390, la identidad de la víctima requiere dolo directo, pero la
conducta parricida, como la homicida, se basta con el dolo eventual.
Incluso es posible una combinación de dolo en el actuar y culpa en el
resultado, como en el aborto sin propósito de causarlo (art. 343) y en
todos los delitos cali cados por el resultado (art. 474 inc. nal, p. ej.).
En otros sistemas, como el common law, se tiende a reconocer en
todas estas formas diferenciadas de exigencias subjetivas no solo
distintas formas de mens rea (intent, knowledge, willfull blindness,
recklessness, neglect), sino también diferentes consecuencias penales
que, por regla general, se expresan en cada tipi cación, para facilitar
la presentación de los casos ante los jurados (con detalle, v. Oxman,
“Aproximación”, 143).

D. Prueba del dolo y dolo como adscripción


Como el dolo importa un estado mental actual al momento del
hecho que determina la participación culpable, su existencia, en caso
de disputa, debe ser probada más allá de toda duda razonable (art.
340 CPP). Ello se hace mediante el reconocimiento del imputado o de
pruebas indiciarias que contradigan sus dichos o expliquen su silencio.
En el futuro, estos indicios puede que sean complementados por
pruebas siológicas (escáner y otras pruebas neurológicas). En la
práctica, la prueba de la nalidad, motivo o interés en la realización
del hecho (“ganancias secundarias”) puede servir de indicio para
acreditar la voluntad de su realización: si se prueba que quien inició el
fuego tenía un seguro contratado que le reporta un mayor bene cio
que la pérdida padecida, será más difícil discutir que no tenía
intención de causar el incendio del que se aprovecha. Por otra parte, si
se prueba la intención no es necesario probar el conocimiento, pues la
primera es un indicio su ciente del segundo (el querer algo supone su
conocimiento). Pero ello no ocurre al revés, pues si se prueba solo el
conocimiento, todavía es posible discutir la intención: si A reconoce
que golpeó a B con intención de matarle, no es necesario probar —
adicionalmente— que sabía que lo mataría; pero probado que A
conocía que golpeaba a B, puede negar la intención de matar y a rmar
solo la de lesionar (SCS 11.7.2017, Rol 19008-17. Lamentablemente,
en esta sentencia, junto con a rmar la necesidad de la prueba del dolo
como hecho mental, se confunde ésta con la valoración de la prueba
de inferencia realizada por el tribunal de instancia, al punto de que la
Corte reconstruye los hechos sobre otras inferencias difícilmente
justi cables, como asumir que golpear con un bloque de concreto la
cabeza de la víctima no importa dolo de matar si, después, se vuelve
sobre ella para enuclearle los ojos en vez de “rematarla”. Los errores
de inferencia de este último razonamiento, cali cado de “herida
sangrante” del voto de mayoría, pueden verse en Londoño, “Tres
peldaños”, 425).
Luego, como se anticipara hace casi siete décadas, la presunción
simplemente legal del art. 1 inc. 2 no juega sino un rol muy reducido
en la comprobación de este hecho mental (Ortiz M., 297), cobrando
relevancia solo en aquellos casos en que la voluntariedad no se discute
por la defensa (espontáneo reconocimiento), pues en el resto, tanto la
culpa como el dolo del agente deben comprobarse con los medios de
prueba indiciarios disponibles, deduciéndolo de cuantas circunstancias
giran alrededor del acto, antes, durante o después de su ejecución,
dando cuenta de ello en la fundamentación de la sentencia
condenatoria (RLJ 19). Esta prueba es especialmente exigible por
nuestra jurisprudencia para distinguir la frustración del homicidio de
las lesiones causadas, donde a falta de la prueba del dolo homicida la
condena solo puede imponerse por éstas últimas (SCS 22.4.2013, GJ
394, 199). Incluso en el sistema procesal penal antiguo, de corte
inquisitivo, se a rmaba que, si del conjunto de probanzas reunidas
surgiese “una duda o posibilidad” contraria a dicha presunción, “el
juez debe absolver al imputado, pues la duda de la voluntariedad pone
en duda al hecho penado por la ley” (Gallaher, 75).
No obstante, existe un importante sector doctrinal que, a partir de
las di cultades probatorias del dolo, rechaza tanto su posibilidad
como el concepto mismo de la idea del dolo como estado mental. Así,
se a rma que la falibilidad de la prueba del dolo como estado mental
o hecho psicológico mediante indicios haría necesario modi car su
entendimiento psicológico por uno de normativo, según el cual, dolosa
sería la conducta que se adscriba o impute como tal por el juez para
efectos de su penalidad, sin que se exija prueba alguna del hecho
mental que lo constituye (Ragués, “Consideraciones”, 19). Se trataría
de reemplazar la idea del dolo como descripción de un estado mental
por “un signi cado que nosotros (un tercero) construimos” (Oxman,
“Dolo”, 462). Este es el planteamiento dominante entre nuestros
autores jóvenes y la doctrina funcionalistas (Krause, “Cinta adhesiva”,
112; Ossandón, “Receptación”, 68; y Piña, “Comentario”, 75). Desde
ese punto de vista se sostiene incluso que aún de ser posibles la prueba
del estado mental mediante instrumentos cientí cos, ella no
determinaría la existencia de una categoría de imputación que,
siguiendo a Hegel, prescinde a priori de toda exigencia probatoria —
siquiera por presunciones o indicios— del estado mental (van Weezel,
“Neuroderecho”, 512). Esta argumentación, en la medida que se
fundamenta en supuestas di cultades probatorias de los hechos
mentales, desconoce el carácter indiciario y probabilístico de toda la
prueba del proceso penal como medio para la reconstrucción
intelectual de un hecho del pasado irrepetible en el presente (Pérez M.,
85). De este modo, se termina construyendo una “teoría normativa”
sobre la base de un hecho obvio: que es el juez quien debe decidir, de
conformidad con la prueba recibida, si en el caso concreto se probó o
no la responsabilidad del agente. Pero de ese hecho no puede
deducirse que el juez deba prescindir de esa prueba ni menos sustituir
con su propia intuición (“adscripción”) las exigencias legales de lo que
se debe probar (art. 340 CPP). Por otra parte, aunque uno pudiera
pensar que la crítica de la debilidad probatoria de los indicios podría
conducir a la exigencia de mayores evidencias para acreditar el estado
mental, como ordenaría un respeto intransigente del principio de
culpabilidad, los autores citados llegan a una conclusión muy
diferente: negar la necesidad y exigencias probatorias y, en su lugar,
a rmar la existencia del dolo solo desde la adscripción o atribución
del juez desde sus propias valoraciones (o las que él a rme serían las
del “sistema”), lo que parece completamente contrario a un sistema
penal de garantías (Rusconi, “Apostillas”, 136). Con esa idea se
expresa, en realidad, una propuesta que pone en peligro la posibilidad
de preservar los límites conocidos de la imputación subjetiva y su
prueba, reemplazándolos por meras atribuciones no susceptibles de
control probatorio ni de ninguna clase (Hernández B., “Comentario”,
81).
Con todo, la sugerencia de uno de los más destacados discípulos de
Jakobs entre nosotros, en orden a vincular la investigación del
conocimiento y la voluntad en materia penal a los procesos
psicológicos reales, en la forma que los describe la psicología moderna
(Piña, “Conocimiento”, 56), también debiera llevar a sostener la
necesidad de acreditarlos procesalmente como hechos mentales
propios de los sistemas psicofísicos que la psicología estudia. El lector
observará que esta idea se aleja de cualquier normativismo que se
profese, “enérgico” o no, pero no es muy diferente a entender el
conocimiento y la intención como hechos mentales y no meras
atribuciones, según el concepto que en esta obra se de ende.

E. Error de tipo como defensa basada en la falta involuntaria de


conocimiento de sus elementos
a) Concepto y efectos
El error es la ignorancia o falso concepto de la realidad. Tratándose
del error de tipo, recae en cualquiera de sus elementos y su efecto es la
exclusión del dolo. Su efecto es excluir la responsabilidad a título
doloso, dejando subsistente la culposa —cuando el cuasidelito existe
—, si es atribuible a imprudencia o negligencia del agente. Su
fundamento es la exigencia del carácter voluntario de los delitos del
art. 1, pues “la ignorancia de las [circunstancias] particulares en las
que [se desarrolla] la acción y a las que ésta se re ere”, “hace que un
acto sea involuntario”, destinatario de “conmiseración e indulgencia”
(Aristóteles, Ética, 81).
Así, es destinatario de indulgencia, eximiéndose de responsabilidad a
título doloso, quien cree que “su hijo es un enemigo, o que una lanza
provista de punta tenía un botón, o que la piedra común era una
piedra pómez” o en el caso de “que se mate a alguien al darle una
bebida con el n de que se salve, o que cuando se quiere tocar a
alguien se le dé un golpe a la manera de los luchadores” (Aristóteles,
Ética, 82). Este es el caso de quien, creyéndose víctima de un engaño,
acusa a otro de ejercer ilegalmente la profesión de abogado (art. 213),
porque le da como teléfono el de un café público y su propio hijo
niega que sea abogado (SCS 7.1.2011, Rol 1521-9). Pero es más
frecuente el caso, tratándose del delito de transportar drogas
prohibidas (art. 3 Ley 20.000), de los conductores de medios de
transporte público que las transportan sin saberlo, porque se
encuentran en el equipaje de un pasajero cuyo contenido no es
ostensible.
Pero, si el error es atribuible a la responsabilidad del agente, quien
no actualiza sus propios conocimientos y potencialidades o, dicho
coloquialmente, “no abre bien los ojos”, la responsabilidad del agente
no se extingue, sino que muta en un hecho imprudente, castigado en
Chile como cuasidelito, excepcionalmente y con penas mucho más
bajas que el delito doloso respectivo. Este es el caso de la muerte de
Atys, quien al participar en una cacería es muerto por un dardo que
Adrasto dirigió a un jabalí (Heródoto, Los Nueve Libros de la
Historia, Libros I-II, Madrid, 2000, 49). Adrasto sigue siendo
homicida, como le llama el Historiador, pero en Chile solo a título
culposo (arts. 2 y 490), como ocurre en la mayor parte de los
accidentes de tránsito: se yerra en la ejecución de hechos que, de
haberse realizado “atento a las condiciones del tránsito” (art. 108 Ley
del Tránsito) no causarían daños. Pero el automovilista que por
imprudencia causa lesiones graves a quien resulta ser su enemigo
mortal, no comete homicidio doloso por felicitarse de ello al darse
cuenta posteriormente de quién era su víctima, dado que la identidad
de la víctima no determina la con guración del tipo penal y un dolo
posterior (dolo subsequens) no es admisible para la imputación de
hechos desconocidos al momento de la actuación
b) Dolo de Weber
Si se puede probar que a una tentativa de homicidio que el agente
cree exitosa, pero fracasada en la realidad, le sigue efectivamente el
entierro de la víctima por su agresor, correspondería sancionar el
primer hecho a título de homicidio doloso frustrado, excluyendo el
dolo del segundo por un error esencial en el objeto de la acción: se
pensaba que se enterraba a un muerto, no que se mataba a otro vivo.
En tal caso, si la supervivencia de la víctima era previsible y el agente
tenía la capacidad para percibirlo, no hay dolo o malicia, pero subsiste
la negligencia e imprudencia en su actuar y podría castigarse ese
segundo hecho a título de culpa (art. 2, en relación con el art. 490)
junto con el primero doloso, en concurso real del art. 74. Así, se
decidió que quien entierra vivo a quien cree muerto tras una reyerta
familiar no comete homicidio doloso, sino cuasidelito de homicidio
(SCS 13.3.2017, RCP 44, N.º 2, 193, con nota de N. Acevedo).
Sin embargo, un sector importante de la doctrina a rma que si “el
sujeto desde el principio de la comisión del delito pretende realizar la
segunda actividad”, “el dolo inherente a la actividad delictiva
comprende o abarca el acto posterior que provoca la muerte”, por lo
que el error al momento del entierro no sería esencial y habría que
condenar por un único delito de homicidio (Garrido DP III, 47). Esta
es la propuesta original del difusor de este caso en la doctrina
alemana, basada en la idea la existencia de un dolus generalis (Weber,
28).
c) Aberratio ictus o error en el golpe
Si quien al ejecutar un hecho puede probar que el objeto o la
persona afectada eran distintos a los que se proponía ofender, errando
en el golpe por su imprudencia al actuar, su situación sería parecida a
la anterior: habría cometido una tentativa dolosa y consumado un
hecho culposo, pero no ya uno tras la otra, sino simultáneamente, por
lo que se aplicaría la regla más favorable del concurso ideal del art. 75
(Politoff DP, 352). Sin embargo, la jurisprudencia mayoritaria y un
sector importante de la doctrina estiman que estamos aquí ante un
error no esencial en el curso causal: se quería matar o herir a una
persona y a una persona se mató o hirió y, por tanto, se aplicaría el
art. 1 inc. 3, esto es, se impone solo la pena del homicidio o lesiones
consumadas dolosas que se pretendía cometer (RLJ 19; Garrido DP
III, 48).
Pero esa disposición parece estar destinada a resolver el problema
del error en la identi cación de la víctima, no en la ejecución (Actas,
Se. 116, 212). Y así lo ha resuelto también parte de nuestra
jurisprudencia, en un caso de interposición de la propia víctima y en
otro de disparos con revólver a un grupo donde solo se suponía una
persona era la destinataria de ellos, cali cando los resultados no
queridos como culposos (RLJ 20).
En todo caso, debe tenerse siempre presente que esta discusión gira
en torno a hechos probados. En efecto, es muy distinto disparar con
un revólver a una persona que se encuentra rodeada de otras, que
hacerlo con un arma de repetición o disparando a discreción desde un
vehículo en movimiento. En el primer supuesto podemos reconocer, si
el resto de los indicios probatorios así lo permiten, un problema en la
ejecución debido a la interposición de terceros, un inusual movimiento
de la víctima original, etc. En el segundo, en cambio, el medio
empleado parece llevarnos a deducir que en la mente del agente se
aceptaba la posibilidad de herir o matar a todo el que apareciera en la
línea de tiro. En ese caso no hay error y, por tanto, el hecho se
transforma en un concurso real o reiteración (art. 74 CP o 351 CPP,
según la regla que resulte más favorable) de los sucesivos homicidios
consumados o lesiones causadas.
Si los objetos del ataque son desiguales la solución es más fácil de
comprender: p. ej., el sujeto quiere romper un valioso vitral incrustado
en la ventana de su enemigo, pero alcanza sin proponérselo al propio
dueño de casa; aquí se castigaría la tentativa de daños en concurso con
las lesiones culposas, si este segundo resultado era previsible.
d) Preterintención y dolo general
La defensa de preterintención consiste en probar que el resultado
acreditado no era el querido por el agente, sino uno que iba más allá
de su intención original (también ilícita), transformando un error en el
curso causal de irrelevante a esencial: A golpea repetidamente a B,
quien resulta muerto, sin que haya sido la intención de A matarle. La
solución dominante desde antiguo es considerar que existe una
combinación entre el actuar doloso al lesionar y la muerte imprudente
que se causa praeter intentionem (Carrara, Programa §  271). Su
tratamiento penal en Chile es el de un concurso ideal del art. 75 entre
el delito doloso y el imprudente consumados (Ortiz Q., “Teoría”, 96;
Etcheberry DPJ I, 281. En la jurisprudencia, v. RLJ 353 y SCS
20.7.2014, RCP 41, N.º 4, 185).
Para ello no se requiere que los delitos en juego afecten o al menos
pongan en peligro el mismo bien jurídico o se encuentren “en la
misma línea de ataque”, p. ej., en las lesiones seguidas de muerte,
como sugiere parte de la doctrina (Künsemüller, “Hipótesis”, 820). De
hecho, en esos casos la defensa de la preterintención es más compleja,
pues el límite entre la actuación con dolo eventual o con culpa es más
difícil de probar. Todo dependerá, por tanto, de la prueba respecto de
“los medios empleados para la comisión del delito, la región del
cuerpo en que se in rió la lesión, las relaciones existentes entre el
ofensor y la víctima, las amenazas o manifestaciones hechas por el
culpable; si el homicidio se realizó con arma de fuego, la clase y el
calibre del arma, la dirección y la distancia a que se hizo el disparo,
etc.” (Labatut/Zenteno DP II, 160). Así, los golpes de puño se
consideran, por regla general, golpes con intención lesiva, estimándose
el resultado mortal en tales condiciones, meramente culposo
(Etcheberry DPJ I, 279).
Sin embargo, la incertidumbre acerca de la naturaleza de las lesiones
provocadas, por la di cultad de determinar sus efectos y duración tras
la muerte de la víctima, puede llevar incluso a la perplejidad de
castigar únicamente por el homicidio culposo, lo que debe rechazarse
pues siempre podrá estimarse al menos lesiones del art. 399, salvo
que, por su insigni cancia clínica, éstas puedan ser absorbidas por la
pena del homicidio culposo consumado, como en el famoso caso del
“puñetazo fatal” (Politoff/Bustos/Grisolía PE, 78, nota 102; sobre el
caso, v. Novoa, Grandes Procesos, 108). Por otra parte, si no se
prueba la culpa, tampoco habrá delito de homicidio culposo, como en
el caso de quien golpea a otro que imprevisiblemente pierde el
equilibro por su estado de ebriedad y muere por el golpe en el suelo
(RLJ 482. V., también, la SCA Santiago 30.1.2008, DJP Especial II,
863, donde se estimó dolo eventual por el voto de mayoría, mientras
el de minoría consideraba imprudente, el puñetazo mortal dado por
un guardia de seguridad, acudiendo a la valoración de sus
conocimientos especiales y experiencias anteriores en un hecho similar,
cali cado de cuasidelito en su oportunidad, con nota crítica de J. I.
Piña, basada en la perspectiva funcionalista que solo exige
conocimiento para a rmar el dolo).
Finalmente, cabe mencionar la posibilidad de una combinación entre
un delito más grave doloso y uno menos grave, pero no querido, como
sería el caso de quien queriendo matar a uno, consigue su objetivo y,
además, hiere en el intento a otro. Aquí la solución sería similar:
sanción a título de dolo del delito consumado querido, en concurso
ideal del art. 75 con el delito imprudente adicional. Sin embargo, en
un caso de estas características se estimó que, si con un mismo disparo
se mata a una persona y se hiere levemente a otra, habría una única
acción homicida con dos resultados “reiterados”: un homicidio
consumado y otro frustrado, sancionables por la regla de la
favorabilidad según el régimen general el art. 74 CP (SCA Santiago
7.8.2015, RCP 42, N.º 4, 329, con nota reprobatoria de G. Ovalle,
solo en cuanto a la cali cación de las lesiones, que estima no
constituyen delito frustrado de homicidio sino, a lo más, lesiones leves
con dolo eventual).

F. Errores que no excluyen el dolo


a) Error accidental
El conocimiento debe recaer en los elementos de la descripción legal,
según se entienden por la generalidad de los ciudadanos a quienes se
dirigen las incriminaciones penales. Por ello, para la ley solo son
relevantes a efectos del error los aspectos de la realidad que el tipo
penal describe en relación con cada delito en particular: Si A cree que
mata a B, porque lo engaña con su mujer, pero en realidad el amante
es C, el error en el motivo no excluye la pena por el art. 391 N.º 1.
Tampoco excluye el dolo el error en la identi cación de la víctima: Si
en el caso anterior A sabe que el amante de su mujer es C, pero mata a
B, confundiéndolo físicamente con C, su error es igual de irrelevante.
En ambos casos estamos ante errores no esenciales o accidentales que
no excluyen el dolo.
b) Error en el curso causal
En los delitos de resultado, el conocimiento necesario para la
existencia del dolo debe recaer también en la relación causal, pero tan
solo en sus rasgos esenciales, pues no es posible exigir a los
ciudadanos conocimientos cientí cos, ni acerca de todas las
particularidades de la realidad, especialmente de un curso causal en
concreto. De ahí que el dolo no se excluya por desviaciones
insigni cantes del curso causal respecto del que se había representado
el agente, si éstas se mantienen en los límites de lo que enseña la
experiencia común y no requieren de una nueva valoración
(Wessels/Beulke/Satzger AT, 112). Si A empuja a B por la borda de un
buque en altamar para darle muerte, es irrelevante para el dolo de
matar que B muera ahogado, por el golpe en la quilla o destrozado
por las hélices de la nave: A realiza con pleno conocimiento una
acción que causalmente conduciría a la muerte, según el conocimiento
exigido al hombre común, no siendo el modo en que ella se produce
parte de la descripción del delito (no existe el delito de “ahogar a
otro”). En una discusión ante tribunales, cobra aquí valor la remisión
que el art. 340 CPP hace a las “máximas de la experiencia”, pues de
acuerdo con ellas (y en la medida que no contradigan los
conocimientos cientí cos), el que lanza a una persona desde un buque
en altamar no solo crea el peligro de su muerte por ahogamiento, sino
también el del golpe con los elementos del buque en su caída.
c) Error en el objeto y en la persona
El error en las características del objeto material no mencionadas en
la descripción del delito constituye una de las formas más propias de
error accidental. El caso recurrente es el error de identi cación: A
mata a B, creyéndolo C; A se apropia de bienes de D, creyéndolos
propiedad de E, sin fuerza ni intimidación. Se cometen los delitos
dolosos de homicidio y hurto, respectivamente, porque el primero no
incluye el nombre de la víctima en el tipo (art. 391 N.º 1) y el segundo
solo exige conocimiento de que la cosa sea ajena, no a quién pertenece
(art. 432). Cuando el objeto material del delito es una persona, se
llama error in persona vel objecto. Yerra en la persona el ladrón que
da muerte a su cómplice, creyéndolo un perseguidor (Roxin AT I,
530). Y Hamlet, cuando mata a Polonio creyéndolo su tío, el Rey, al
encontrarlo detrás de un tapiz en la habitación de su madre, la Reina
(W. Shakespeare, Hamlet, Acto III, Esc. Cuarta, en Obras Completas,
Madrid, 1965, 1370). Sin embargo, atendidas las particularidades de
la ley nacional, que castiga muy gravemente la muerte de personas
relacionadas (art. 390), existe en el art. 1 inc. 3 una regla especial para
regular el efecto del error en tales casos, que veremos enseguida.
d) El error en la persona, según el CP
El art. 1 inc. 3 no hace más que consagrar la irrelevancia del error in
persona vel objecto (en su identidad), pero añade que, en tal caso, “no
se tomarán en cuenta las circunstancias, no conocidas por el
delincuente, que agravarían su responsabilidad; pero sí aquellas que la
atenúen”, alterando con ello la solución dogmática en los casos en que
una característica personal es relevante en el tipo penal, como sucede
especialmente si el agente yerra en la existencia de un parentesco del
art. 390 con su víctima, matándolo creyéndolo un extraño, caso para
el cual la Comisión Redactora estableció esta regla especial (Actas, Se.
116, 212).
En efecto, según la ley chilena, si el agente quería cometer un
parricidio y mata a alguien que no es su padre, solo es castigado por
un homicidio doloso, pues le aprovecha la circunstancia atenuante
desconocida. Y quien quiere cometer un homicidio y mata por error a
su padre, solo debiera castigado por homicidio, ya que no le perjudica
la circunstancia agravante desconocida, solución mucho más benigna
que la expresada en la tragedia de Edipo Rey, de donde parece tomado
el ejemplo de la Comisión Redactora (Sófocles, Tragedias, Madrid,
2000, 169).
Pero no se acepta la atenuación cuando todas las víctimas comparten
la característica personal, como resolvió la Corte Suprema en un caso
de envenenamiento indiscriminado: el padre que pone veneno en el
alimento de toda la familia, “solo” para matar a su cónyuge, responde
por los resultados mortales, al mismo tiempo previsibles y aceptados,
causados a sus hijos, a título de parricidio (Etcheberry DPJ IV, 97).
Por ello, en el femicidio, el error puede desplazar la gura de femicidio
íntimo del art. 390 bis a femicidio del art. 390 ter, si recae en el
reconocimiento de la mujer como la persona con la que se tiene o tuvo
una relación íntima de las allí mencionadas, o a simple femicidio, si
recae en el reconocimiento de su condición de mujer.
G. Error de prohibición como defensa basada en el
desconocimiento involuntario de la ilicitud de la conducta
La conciencia de la ilicitud es un componente indispensable de la
“malicia” exigida por los arts. 1 y 2: quien actúa sin conciencia actual
de la ilicitud no actúa maliciosa o dolosamente. Luego, salvo por el
nivel de análisis, sus tratamiento penal es igual del error de tipo:
excluye el dolo, pero deja subsistente la culpa en caso de ser un error
evitable. Y, por lo mismo su concurrencia o no en el hecho requiere ser
probada, sirviendo las disposiciones de los arts. 1 CP y 8 CC solo
como meras presunciones de carácter legal (RLJ 22).
El error de prohibición es, entonces, la ignorancia o falso concepto
de la realidad normativa institucional que regula la conducta. Si el
error proviene de la creencia en la licitud del hecho o la ignorancia
acerca de encontrarse comprendido en una descripción típica, se llama
error de prohibición directo. Pueden incluirse también aquí los casos
en que el autor crea que la norma ya no está vigente o, por
interpretarla equivocadamente (error de subsunción), piensa que la ley
se re ere a otra clase de conductas. Lo mismo ocurre tratándose de
errores sobre remisiones reglamentarias contempladas en las leyes
penales en blanco o en los elementos normativos de cada tipo penal.
Si el error recae sobre la existencia, alcance o presupuestos objetivos
de las causas de justi cación se llama error de prohibición indirecto.
Para nosotros, su tratamiento penal es el mismo que el directo, como
se ha adelantado al estudiar las justi cantes putativas. Pero, en ciertos
casos especiales, la ley reconoce expresamente las condiciones y
efectos de este error, directamente, como en la prevaricación judicial
(arts. 224 y 225), las relaciones existentes en el orden militar (art. 207
CJM) y en el ámbito tributario (arts. 107 y 110 Código Tributario); o
indirectamente, como en el art. 143 CP.
Sin embargo, la distinción predominante en el siglo XIX entre
errores de hecho y de derecho, que restaba toda relevancia a estos
últimos por mor de lo dispuesto en el art. 8 CC, hizo que durante
buena parte el siglo pasado se suscitaran dudas y un rechazo absoluto
acerca de la aceptación de cualquier error de prohibición (o “de
derecho”) como defensa para excluir la culpabilidad (Politoff DP,
450). Solo a nes de dicha centuria, se aceptó en la jurisprudencia
nacional el efecto excluyente de la culpabilidad del error de
prohibición excusable o invencible, en los siguientes términos: i) solo
se exige un conocimiento del carácter lícito o ilícito de la conducta “en
la esfera paralela del profano” y no de su concreta sanción penal; y ii)
dicha exigencia ha de tomar en cuenta las características personales
del autor y las posibilidades de integración en la sociedad que le han
sido dadas (RLJ 21). Así, se ha admitido la prueba de este error como
exculpante al absolver a un Alcalde acusado de negociación
incompatible que, sin conocimientos ni asesoría jurídica, adquiere
mercaderías para el uso de la Municipalidad en el establecimiento de
que es propietario; a la acusada de bigamia que entendía disuelto su
matrimonio anterior por el largo tiempo de separación transcurrido; y
al acusado de violación impropia de una menor de 14 años, cuyo
analfabetismo y ruralidad hacen creíble que desconociera la norma
penal aplicable (RLJ 22).
A partir de aquí, salvo la aceptación de la exclusión de la
culpabilidad por el error inevitable de prohibición, ninguno de los
restantes aspectos de detalle es pací co, empezando por su
consideración o no como causal de exclusión del dolo o solo de la
culpabilidad (como hacen las doctrinas nalistas y post nalistas, v.,
por todos, Bustos, “Error”, 711) y, en especial, con relación al
tratamiento y ubicación sistemática que habría que darle al error
sobre los presupuestos objetivos de las causales de justi cación,
derivando la discusión en un verdadero “caos de las teorías” (Roxin
AT I, 626, nota N.º 88). Así, para los partidarios de la teoría estricta
de la culpabilidad, originada en el nalismo, el error de prohibición no
afecta el carácter doloso de la conducta, por lo que, si es vencible, solo
constituiría una atenuante (Bullemore y Mackinnon, “Error”, 111).
Pero en los casos de error sobre los presupuestos objetivos de las
causas de justi cación, unos proponen tratarlo como error de tipo
(teoría limitada de la culpabilidad) y otros, seguir sosteniendo que se
trata de un error de prohibición, pero cuyas consecuencias “se
remiten” a las del error de tipo, doctrina dominante entre nosotros
(Cury PG I, 666).
En cambio, para los partidarios de la teoría del dolo, el
conocimiento de la ilicitud es parte del conocimiento exigido en el
dolo, y, por tanto, en caso de error vencible, se trataría igual que un
error de tipo, esto es, como delito culposo —siempre que exista su
sanción— (para un panorama de estas teorías, v. Mañalich, “Error”,
147). A similar conclusión se llega también por la variante post
nalista que concibe el dolo como indiciario de la malicia y el error
invencible respecto del tipo o la prohibición como excluyente del
injusto en su totalidad, dejando solo la posibilidad de una imputación
imprudente en caso de ser vencible (Bustos, “Política criminal”, 225).
A ello se puede agregar que, aun cuando se aceptase alguna variante
de la teoría de la culpabilidad y una estricta división en niveles del
conocimiento fáctico y normativo, el conocimiento de la ilicitud es
siempre parte del tipo en todos aquellos casos en que ella es
presupuesto de su realización, como en los delitos que contemplan
elementos normativos y referencias volitivas y valorativas (“a
sabiendas”, “maliciosamente”, “arbitrariamente”, “sin derecho”,
“ilegítimamente”, etc.), así como en todos los casos de leyes penales
en blanco (Ortiz Q., “Dolo”, 289).
Sobre la base de estas últimas consideraciones, admitiendo que el
principio de culpabilidad consagrado en la Constitución impide
presumirla de derecho y que es posible acreditar la existencia de
errores sobre el contenido del derecho y el alcance y presupuestos de
las causales de justi cación, lo único relevante desde el punto de vista
constitucional será determinar a quién corresponde acreditar ese
conocimiento o desconocimiento cuando la culpabilidad es discutida,
así como los efectos del error, cuando se prueba. Y, en ese sentido,
acreditado un verdadero error (y no una duda o una aceptación de
una posibilidad) en lo que es exigible al ciudadano común, en atención
a sus grados de socialización y demás circunstancias vitales, solo cabe
excluir el dolo y, con ello, la culpabilidad, a menos que el error sea
vencible o inexcusable, caso en el cual nuestro Código solo permite su
imputación a título de imprudencia, siempre que exista la gura
culposa respectiva (Etcheberry, “Error”, 104).
De hecho, en la práctica judicial actual, a pesar de las declaraciones
de los fallos en favor de las teorías de la culpabilidad, el tratamiento
que se da al error de prohibición en todos los casos relevantes es el
unitario propuesto por Etcheberry y que aquí ahora se sigue, como
demuestra la casuística en el caso más frecuente: las justi cantes
putativas respecto del delito de desacato a las prohibiciones judiciales
de acercamiento (art. 240 CPC), en procesos vinculados a la violencia
intrafamiliar (Ramírez G., “Desacato”, 23). En estos casos, sea cual
sea la clase de error alegado (no se entendió el sentido de una
prohibición de acercamiento, se creyó que la prohibición podía alzarse
por el mero consentimiento o llamado de la persona a cuyo favor se
otorgó o incluso de los menores a su cargo, etc.) los tribunales
invariablemente fallan de acuerdo con la prueba que entienden existir
acerca de su existencia o no, y en caso de entenderse que el error
existe, se exculpa al acusado sin atención al carácter vencible o
invencible de la ignorancia acerca de la existencia y alcance de las
prohibiciones judiciales de acercamiento. Pero, si la jurisprudencia
realmente siguiese una teoría de la culpabilidad, dado que no existe
gura culposa de desacato, debiera distinguir entre el error vencible y
el invencible y sancionar en el primer caso por un delito de desacato
doloso, con la atenuante 1.ª del art. 11, lo que no hace. Y sería
bastante sencillo alegar que dada la existencia de defensa penal
profesional otorgada por el Estado, la mayor parte de los errores de
comprensión de una prohibición dictada en una audiencia judicial
podrían solucionarse con un mínimo de diligencia, consultando al
abogado defensor. Es más, incluso la sentencia de la Corte Suprema
que se decantó en sus considerandos expresamente por la teoría de la
culpabilidad que remite a las consecuencias jurídicas del error de tipo
en caso de error sobre los presupuestos objetivos de las causales de
justi cación, termina aplicando igual tratamiento que el del error de
tipo al caso juzgado que consistía en la creencia de existir un supuesto
derecho del engañado a recuperar de manos de un tercer poseedor el
bien del que había sido desposeído (SCS 27.10.2005, Rol 1739-3).

H. Ignorancia deliberada y culpable


El error voluntario, esto es, el que es atribuible a una conducta
anterior plenamente responsable del que lo padece excluye la defensa
del error y no exime de responsabilidad (Ragués, Ignorancia, 109 y
121). Estos son los casos de ignorancia o ceguera deliberadas (willful
blindness), como el de los directivos que indican a sus subordinados
que no quiere enterarse de la forma en que logran los objetivos que les
imponen, para no ser responsables por ello. Esta doctrina puede
generalizarse a todos los supuestos en que, deliberadamente, el agente
se pone en condiciones de no saber concretamente lo que hace, como
las llamadas acciones libres en su causa, ya estudiadas, pues desde
antiguo se a rma que “se castiga aun por el propio hecho de ignorar si
se cree que se es causante de la ignorancia” (Aristóteles, Ética, 95). Lo
mismo se aplica al caso de quien decide la realización del delito en un
momento futuro, desentendiéndose de sus consecuencias: poner una
bomba de tiempo que mata a varios es un hecho doloso, tanto si
existía el conocimiento de la concurrencia de víctimas indeterminadas
al lugar y en la hora de la explosión, como si ella era aceptada por ser
muy probable, según las máximas de la experiencia.
Luego, la ignorancia responsable o deliberada es también una fuente
de responsabilidad subjetiva asimilable al dolo, porque la decisión de
ignorar es voluntaria (Spangenberg, 73). Por eso se puede considerar
también una forma de “imputación extraordinaria”, donde la prueba
de la responsabilidad se limita a la voluntariedad de la ignorancia,
siendo indiferente el motivo que se tuviera para ignorar (United States
v. Heredia (9.º Circ.), 11.12.2007, Harvard Law Review 121, N.º 4,
2008).
Si la ignorancia voluntaria se traduce en un error inexcusable en la
apreciación de las circunstancias o en la ejecución de la conducta, el
hecho, aunque no puede cali carse de doloso, sí puede ser imputable a
título de culpa en caso de que exista el cuasidelito correspondiente.
Esta ignorancia culpable es el fundamento de las condenas por
cuasidelito en accidentes automotrices cuya causa basal es no conducir
atento a las condiciones del tránsito.
Estas consideraciones se extienden también al error de prohibición.
En efecto, para decidir la sanción o no de quien alega desconocimiento
de las leyes debe atenderse, en primer lugar, a la di cultad que existe
para su conocimiento pues solo parece razonable, en general,
sancionar “a los que ignoran algunas de las cosas que las leyes
establecen, y que se deben conocer y no son arduas” (Aristóteles,
Ética, 95). Esto signi ca que mientras el error de prohibición
inevitable excluye la culpabilidad y el que es imputable al descuido
debe recibir un tratamiento penológico privilegiado como delito
imprudente, cuando dicha gura exista; el imputable a la propia
voluntad del agente, por su falta de interés o deliberada ignorancia, no
exime de pena y se encuentra en similar situación del que se pone
voluntariamente en estado de inimputabilidad o ignorancia deliberada
de los hechos, por lo que su conducta se sanciona a título doloso o
deliberado, caso en el cual corresponde la imputación extraordinaria a
título doloso (Mañalich, “Injusto culpable”, 95). Estos son los casos
de errores groseros sobre las reglas sociales básicas que provienen de
un mani esto desinterés en su existencia, a pesar de la escolarización y
socialización del sujeto (ignorantia crassa e supina), o del interesado
desconocimiento de las reglas especí cas de profesiones o actividades
especialmente reguladas y donde se requiere permiso o autorizaciones
para intervenir, como en los ámbitos bancario, del mercado de
capitales y del comercio exterior, p. ej., a cargo de profesionales
especialmente autorizados para llevarlas a cabo y que suelen contar
con asesoría jurídica, también especializada. Esa falta de interés o
interesado desconocimiento son los hechos materiales actuales que
deben probarse para fundamentar la imputación extraordinaria a
título de dolo, no bastando la mera atribución de un conocimiento
potencial o de la infracción a un deber de conocer, como propone un
sector de la doctrina (v. Cury, “Error de prohibición”, 718, y van
Weezel, “Desconocimiento”, 363, respectivamente).
Estos razonamientos se extienden también al error que recae sobre la
existencia, alcance y presupuestos objetivos de las causales de
exculpación: solo exime de responsabilidad aquél que no es atribuible
a la voluntad del que lo padece.

§ 6. Culpa
A. Concepto, requisitos y clasificación
a) Concepto y requisitos
El art. 2 de ne como cuasidelito el hecho punible en que no hay
dolo, pero existe culpa. En términos generales, se puede decir que
actúa con culpa quien no evita un resultado previsible y evitable. La
jurisprudencia la de ne como la realización de una conducta, sin
asentimiento o aceptación del resultado antijurídico que de ella se
deriva, pero con violación concreta de un deber de cuidado que obliga
a abstenerse de una conducta por ser previsible ese ilícito resultado
(RLJ 27).
En consecuencia, los presupuestos de la responsabilidad penal a
título de culpa serían: i) la acreditación de la tipicidad objetiva en los
casos que especialmente se sanciona la culpa, incluyendo el resultado y
su previsibilidad y evitabilidad objetiva (imputación objetiva); ii) una
infracción concreta de un deber de cuidado objetivo de prever o evitar
el resultado; iii) la ausencia de prueba del dolo, al menos eventual; y
iv) la prueba de la capacidad del agente de prever o evitar el resultado.
El primer requisito hace referencia a la tipicidad y, en nuestro
sistema, es de primer orden, ya que no se sigue un régimen general de
cuasidelitos en todos los casos que falte el dolo (crimen culpae), sino
uno excepcional, en que solo son punibles los cuasidelitos
especialmente penados por la ley (arts. 4 y 10 N.º 13): cuasidelitos
contra las personas mencionados en el Tít. X, L. II CP y algunos casos
excepcionales contenidos en los L. II y III CP (arts. 225, 234, 329,
330, 332, 333, 495 N.º 21, etc.) y en leyes especiales (p. ej., art. 27
Ley 19.913, sobre lavado de activos, donde, por regla general, se exige
la producción de un resultado para su sanción). Sin embargo, también
existen cuasidelitos de mera actividad donde la culpa se vincula a la
simple omisión o no evitación de una conducta objetivamente
peligrosa (arts. 224 N.º 1 y 494 N.º 10 CP, 10 Ley 20.000), y cuya
proliferación en el contexto actual parece obedecer a razones
“exclusivamente de carácter político-criminal” (Hernández B.,
“Comentario”, 109). Este carácter de delitos de resultado que en su
mayoría tienen los cuasidelitos hace muy relevante aquí la teoría de la
imputación objetiva, sobre todo a la hora decidir la objetiva
previsibilidad o imprevisibilidad del resultado como primer ltro de
imputación, como se verá más adelante.
El requisito de la infracción de un deber de cuidado hace referencia a
la antijuridicidad de la conducta imprudente (Politoff DP, 380). Su
constatación es un punto de partida operativo en la determinación de
la responsabilidad en el ámbito de aquellas actividades riesgosas cuya
detallada regulación contempla deberes de cuidado especí cos, como
en las precisas prescripciones de la Ley de Tránsito. En el ámbito de la
actividad médica, nuestra jurisprudencia entiende que la infracción a
la lex artis expresada en los protocolos, guías y bibliografía médica
existentes es su ciente para fundamentar la antijuridicidad en la culpa
(SCS 4.06.2008, Rol 434-8). Sin embargo, ello se discute en la
doctrina, pues se entiende que estas regulaciones extrajurídicas
carecen de la obligatoriedad general que tienen las normas legales,
pero extrapenales, que jan deberes de cuidado (Mayer y Vera,
“Pinzas”, 157; y Contreras Ch., “Riesgos”, 385). Otro ámbito
especialmente regulado es la construcción y seguridad de las
instalaciones domiciliaras de servicios básicos, cuya complejidad no
parece estar al alcance de todos y ha dado pie a discusiones no solo
relativas a su existencia (por su falta de publicación en el Diario
O cial), sino también a la posibilidad de su conocimiento (Varela,
“Comentario”, 367). Al respecto, es importante destacar que en estos
especiales ámbitos de regulación se considera que la existencia de
“grupos de sujeción” a normas profesionales y técnicas les obliga a su
conocimiento, por lo que la ignorancia al respecto sería atribuible a
ellos (STC 27.11.2011, Rol 2154). Ello ha derivado en la
transformación de actividades profesionales a niveles de
comprobación previa de las condiciones de actuación exasperantes y
no siempre oportunos ni adecuados a las necesidades de la función,
como ocurre con el fenómeno de la llamada “medicina defensiva”
(Perin, Prudenza, 119). Pero como tales excesivos cuidados no siempre
pueden tomarse en la práctica, sobre todo en situaciones de
emergencia o manifestaciones agudas de enfermedades, para evitar
transformar la culpa en responsabilidad objetiva por la simple
infracción de un deber cuyo desconocimiento difícilmente podrá ser
alegado o la omisión de un paso de un protocolo estandarizado, es
necesario constatar los restantes requisitos mencionados al comienzo,
referidos a la imputación subjetiva en los cuasidelitos.
El tercer requisito para admitir la culpa es la falta de dolo, al menos
eventual, y por eso se designa también la culpa como una forma de
imputación extraordinaria, alternativa a la ordinaria dolosa
(Mañalich, “Imprudencia”, 15). Esa falta de dolo se traduce, por regla
general, en un error de tipo o de prohibición, que se entiende
atribuible al agente si resulta ser evitable o vencible (en sentido similar,
como “yerro in factum”, cali ca la imprudencia Ovalle,
“Imprudencia”, 328). Así, en la llamada culpa con representación o
consciente, el error radica en la sobrestimación de las propias
capacidades para evitar el resultado, lo que lleva a una conducta
generalmente imprudente; en la sin representación o inconciente, en el
desconocimiento de las circunstancias fácticas que conducen al
resultado y que el agente podía conocer, pero no lo hace, por
negligencia al no aplicar sus capacidades y medios disponibles para
salir de ese error. Pero no todo error lleva a la imprudencia pues,
como hemos visto, cuando no es esencial, p. ej., si recae en la
identidad del objeto material de la acción o consiste en una mala
ejecución de un hecho cuya realización es querida por el agente,
estaremos ante un hecho doloso consumado o tentado,
respectivamente.
Finalmente, el último requisito para admitir la responsabilidad a
título culposo es determinar la imprudencia o negligencia en el actuar
concreto del agente, esto es, la voluntaria falta de actualización de sus
conocimientos y capacidades en el caso concreto, que le lleva a no
prever o evitar lo que sería previsible o evitable de haberlos
actualizado (similar, Mañalich, “Imprudencia”, 16: “inevitabilidad
individual actual de la realización del tipo”). Así, en las causas por
imprudencia médica se ha podido constatar que el error que excluye el
dolo no supone siempre un completo desconocimiento de la realidad,
sino que suele estar antecedido del conocimiento de los riesgos
generales de una determinada intervención o prescripción, que no son
veri cados en el paciente concreto mediante los exámenes o
procedimientos diagnósticos correspondientes, por lo que la culpa
descansaría sobre la voluntaria decisión de no veri car en el caso
concreto ese riesgo general, cuyo desconocimiento particular impide
evitarlo, por infracción del deber médico de precisar sus condiciones
personales ante una anamnesis que ofrece diferentes posibilidades
diagnósticas o un diagnóstico que conduce a diferentes alternativas de
tratamiento según esas condiciones (Vargas y Perin, “Vidente”, 122).
De ese modo, a nivel subjetivo sería posible distinguir entre culpa sin
representación en la realización de una actividad riesgosa con peligros
generales conocidos (la actividad médica, la conducción de vehículos,
el empleo de armas y máquinas peligrosas, etc.), sin haber actualizado
la capacidad para decidir en el caso concreto la conducta menos
riesgosa (realización de los exámenes correspondientes, estar atento a
las condiciones del tránsito, etc.); culpa con representación en la
con anza de evitar el resultado concreto previsible, pero sin actualizar
las capacidades para ello por un errado cálculo en la probabilidad de
su realización (negligencia) o actuando sin tener esas capacidades o
sobrevalorando las que se tienen (imprudencia); y el dolo eventual,
donde los esencial sería el conocimiento (especial) de la alta
probabilidad del riesgo concreto que se acepta y se decide no evitar
(disparar con un arma automática a un grupo de personas, acelerar o
no disminuir la velocidad ante la presencia de peatones en la vía, etc.).
Pero no hay culpa ni dolo en los errores no atribuibles al agente, esto
es, inevitables o invencibles, que le impiden prever o evitar el
resultado, como los que se originan en situaciones de trastorno mental
que no suponga inimputabilidad plena, en un engaño de la víctima o
terceros que pocos pueden descubrir o en la asunción de un estado del
conocimiento compartido en la comunidad o en las ciencias, pero
equivocado.
Traspasado el umbral de la tipicidad, la antijuridicidad y la
culpabilidad subjetiva, todavía en los delitos culposos pueden
plantearse las causales de inexigibilidad de otra conducta: el que no
evita lo que puede por coerción de terceros (fuerza), miedo o
necesidad, se encuentran igual de exculpado que quien actúa movido
por tales estímulos, sea que de ello se derive o no un error, si en la
situación concreta que se trate cualquier persona de su grupo de
pertenencia hubiere actuado (u omitido) de la misma manera.
Finalmente, cabe tener presente la existencia de riesgos especialmente
relevantes en ciertos ámbitos de actividad que hace aparecer como
necesaria la creación de delitos de peligro que adelantan la punición
de lo que sería un cuasidelito a una infracción independiente, descrita
como la dolosa puesta en peligro que se quiere evitar. Ejemplos de
ellos son los delitos de conducción en estado de ebriedad (Art. 196 a
196 ter Ley de Tránsito). En este sentido, se propone también, p. ej., la
introducción de delitos de peligro para la seguridad de los
trabajadores, a n de prevenir más e cazmente la accidentalidad
laboral (Gallo, “Prevención”).
b) Criterio para determinar la existencia de culpa en el agente
De lo dicho anteriormente, es previsible y evitable y, por tanto,
vencible, la infracción a un deber de cuidado externo que depende de
uno mismo. Esa dependencia se valora tomando en cuenta la concreta
situación del agente, según el grupo de pertenencia y los
“conocimientos especiales” y “especí cas particularidades” de cada
cual (Bustos, Delito culposo, 38). No puede exigirse la misma
capacidad de juicio al médico que al lego (ni al médico experimentado
que al novato), al capitán de un buque que a sus pasajeros, etc. Luego,
el fundamento de la culpabilidad en la imprudencia es la falla del
juicio sobre qué hacer o no en concreto, atendidos los conocimientos,
capacidades y recursos de que se dispone (Huigens, 454: el
“defectuoso orden de los deseos, deliberación, y elección que se
evidencia en su conducta”).
Por eso el art. 22 del Código de Ética del Colegio Médico de Chile,
sin hacer referencia a protocolos y deberes de cuidado externos,
describe como “negligente” al “profesional que poseyendo el
conocimiento, las destrezas y los medios adecuados, no los haya
aplicado”; “imprudente” al que “que poseyendo los recursos y
preparación necesarios para atención de un paciente, los aplicare
inoportuna o desproporcionadamente, como también si, careciendo de
los recursos o preparación adecuados, efectuare una atención
sometiendo al paciente a un riesgo innecesario”; y como una
“impericia” “la falta de los conocimientos o destrezas requeridas para
el acto médico de que se trata”.
En consecuencia, se sigue aquí un criterio individualizador para
determinar la culpabilidad o exigencia personal de cuidado en los
cuasidelitos, tomando en cuenta tanto los conocimientos especiales
como las capacidades de cada uno (así también van Weezel,
“Parámetros”, 332, aunque proponiendo un análisis a nivel de
tipicidad y no de culpabilidad, como aquí). Este criterio es contrario al
generalizador o del hombre medio, así como el basado únicamente en
el cumplimiento de expectativas o roles sociales (Novoa I, 505, y
Rosas, “Delimitación”, 10, respectivamente). A nuestro juicio, estos
criterios generalizadores llevan a la paradoja de exonerar al médico
especialista alegando que solo le corresponde el comportamiento del
médico general y sancionar al recién egresado de medicina por no
efectuar un diagnóstico propio de quien puede considerarse un médico
promedio con años de experiencia. Y, además, tienden a confundir la
falta al deber de cuidado objetivo con el subjetivo, lo que produce la
identi cación de la culpa con la responsabilidad objetiva por el
resultado que se seguiría de la sola infracción al deber de cuidado
externo. No obstante, mientras se acepte la exigencia de tomar en
cuenta estos conocimientos y capacidades personales, una ordenación
sistemática que los considere ínsitos o esenciales para la determinación
de ese deber de cuidado externo en cada caso (tipicidad), no altera los
resultados a que aquí se llega (v., p. ej., Reyes R., “Cuidado”, 71).
Sin embargo, aceptar un criterio individualizador no signi ca
tampoco que haya de estarse al juicio sobre el alcance del deber de
actualización de las capacidades y conocimientos del propio del agente
(Contreras, “Injusto”, 233), sino al que pueda hacerse sobre la base de
las pruebas que se presenten, como juicio ex ante, adoptando la
posición del agente al momento del hecho, no la signi cación que éste
le otorga a las circunstancias en el caso concreto. De lo contrario, si
hubiéramos de juzgar los hechos culposos a la luz de lo que a rman
quienes incurren en ellos, deberíamos forzosamente concluir que el
resultado no les fue posible prever o, previéndolo, no les fue posible
evitarlo, bien porque creían que era inevitable para cualquiera o para
ellos en el caso concreto, de donde se seguiría la impunidad
generalizada de esta clase de delitos.
c) Carácter principalmente omisivo de la imprudencia
Por otra parte, como antes se ha advertido, puesto que la
antijuridicidad en la culpa deriva de la omisión de poner el debido
cuidado formalizado en el actuar (no solicitar un práctico al entrar a
un puerto, no hacer una revisión de cierto instrumental antes del
vuelo, no respetar las señales del trá co, no realizar un examen
diagnóstico indicado para la sintomatología del paciente, etc.), esta
clase de delitos puede considerarse como una forma de omisión. Ello
es evidente en la negligencia, pero también en la imprudencia, donde
la conducta arriesgada es la forma que se elige para no hacer lo que se
espera (la conducta prudente que evita el resultado dañoso),
omitiendo cumplir con el deber de cuidado externo y actualizar las
capacidades propias en esa dirección. De allí que, también, la mayor
parte de los delitos de comisión por omisión u omisión impropia sean,
en la realidad, cuasidelitos si no hay prueba del dolo o intención de
que se produzca el resultado, como sucederá en los casos en que el
responsable sea un garante que carezca de interés en el resultado lesivo
o que se vea perjudicado de algún modo (SCS 3.7.2009, Rol 3970-08).
Este carácter omisivo de los cuasidelitos excluye la posibilidad de
apreciar en ellos etapas de desarrollo del delito anteriores a la
consumación o la participación concertada de varias personas, aunque
pueda ser posible una cadena y hasta una conjunción de conductas
imprudentes que conduzcan a un mismo resultado.
d) Clasificación
En cuanto a su clasi cación, no se emplea en el ámbito del derecho
penal la que establece el art. 44 CC, sino que se habla de culpa con o
sin representación. En el primer caso, el sujeto actualiza su poder de
previsión, pero previendo el resultado lesivo no lo evita. En cambio, si
pudiendo preverlo, no lo hace, estamos ante supuestos de culpa sin
representación, donde la existencia del peligro que crea la infracción al
deber de cuidado externo se desconoce, pero se atribuye al agente
como propia por no representársela pudiendo hacerlo, según sus
personales conocimientos y capacidades.
Esta clasi cación no afecta la clase de responsabilidad del agente.
Tampoco la afecta la distinción entre negligencia e imprudencia: se
habla de negligencia cuando producto de la falla de juicio se hace
menos de los esperado (en realidad, se omite hacer lo esperado) y de
imprudencia cuando esa infracción al deber se traduce en un actuar
positivo o temerario, más allá de lo esperado: acercarse a la costa en
un lugar prohibido, despegar sin plan de vuelo, conducir a exceso de
velocidad, realizar una cirugía para la que no se está preparado, etc.
Pero, si en vez de falta de previsión, temeridad o negligencia, hay
indiferencia o aceptación en el agente ante el resultado previsible y
actúa de todos modos, “pase lo que pase”, estaremos ante un caso de
dolo eventual y no de cuasidelito.

B. El nexo causal y la defensa de falta de imputación objetiva en


los cuasidelitos de resultado. Intervención de la víctima y
principio de confianza
En los delitos culposos de resultado el problema causal tiene el
mismo tratamiento que en los dolosos: determinación de la causalidad
natural y de la imputación objetiva, como ltro y elemento adicional a
la mera constatación de una infracción de cuidado especí ca, como
dispone el art. 166 Ley del Tránsito: “el mero hecho de la infracción
no determina necesariamente la responsabilidad civil del infractor, si
no existe relación de causa a efecto entre la infracción y el daño
producido por el accidente”.
El primer ltro en este tratamiento es determinar la previsibilidad y
evitabilidad objetivas del resultado. Así, se ha fallado que, si el
resultado es objetivamente imprevisible, aun cuando la conducta
inicial sea ilícita, se excluye la responsabilidad por culpa (RLJ 482). Y
tratándose de resultados previsibles, si son inevitables en el caso
concreto, tampoco hay culpa, fallándose que aún siendo conocidas las
de ciencias de un sistema de control de incendios, si impiden
objetivamente apagar un fuego iniciado por terceros, los obligados a
apagarlo no son responsables de sus inevitables consecuencias al serles
objetivamente imposible hacerlo (SCA San Miguel 28.8.2014, RCP 41,
N.º 4, 179); y que el médico que yerra en el diagnóstico preliminar no
es responsable de la extirpación posterior de un testículo, si esa era la
indicación para la verdadera afección sufrida por el paciente y mal
diagnosticada (SCA Rancagua 24.4.2008, DJP Especial II, 1005, con
comentario de T. Vargas, quien ve aquí la posibilidad de generalizar en
la existencia de errores insustanciales admisibles en la praxis médica).
En cuanto al criterio general de disminución del riesgo, como
excluyente de la responsabilidad penal, se absolvió a un equipo
médico que dejó una pinza en el cuerpo de un paciente al que salvó la
vida, a pesar de la infracción al deber de cuidado en la intervención
(SCS 23.7.2007, en Mayer y Vera, “Pinzas”, 162).
Y, a la inversa, con independencia de la producción causal de un
resultado dañoso, si el agente realiza una conducta que genera un
riesgo contemplado en la autorización que tiene, no podría
imputársele objetivamente dicho resultado por no haber puesto ni
aumentado un riesgo reprobado jurídicamente. Esta idea se
corresponde de alguna manera con el tradicional concepto de caso
fortuito en materia penal (que no corresponde al del art. 45 CC),
recogido en el N.º 8 el art. 10, como exención de responsabilidad
penal para el que “con ocasión de ejecutar un acto lícito, causa un mal
por mero accidente” (Bustos, Delito culposo, 67). En el ámbito de la
responsabilidad por el producto defectuoso, se propone que, si el
defecto o peligro que su comercialización pone a destinatarios
indeterminados está considerado en una autorización administrativa,
como ocurre con los productos farmacéuticos y alimenticios
envasados, su distribución en las condiciones de la autorización
impide la imputación objetiva de los resultados previsibles pero
evitables, lo que sería válido solo si la autorización no se ha obtenido
con omisión de los riesgos relevantes, engaño o cohecho a los
funcionarios que autorizan (Contreras Ch., “Autorizaciones”, 413). El
problema es más complejo cuando las autorizaciones no son
especí cas para un producto determinado o no se re eren a los
elementos peligrosos de los productos. Aquí lo determinante será el
conocimiento sobre la peligrosidad del producto en sí y de los
resultados previsibles de su distribución, de donde podría surgir una
responsabilidad culposa, como si se falla al intentar evitar el peligro
con advertencias convenientes y restricciones de venta a un público
conocidamente preparado para evitar riesgos; o dolosa, con dolo
eventual al menos, si no se limita su distribución y se acepta la
propagación del peligro distribuyendo los productos a un público
indeterminado y esperando que los daños no se materialicen o se
materialicen en muy pocos casos, por razones ajenas a la peligrosidad
del producto (este parece ser el caso del Lederspray, en Casos DPC,
215).
Pero tampoco puede extenderse tanto la culpa como para exceder el
ámbito de protección de las normas en juego. La ley espera que los
conductores obtengan y porten su licencia, pero no portarla en el
momento una colisión no constituye culpa, si dicha infracción no está
vinculada con la mecánica del accidente (RLJ 492). Lo mismo ocurre
con la obligación de revisión técnica anual de los vehículos
motorizados: ni su cumplimiento asegura que al momento del
accidente el vehículo se encontrase en condiciones de seguridad para
transitar, ni su incumplimiento lo contrario (Mayer y Vera, “Plantas de
revisión”, 333). Por otra parte, la ley también espera que los médicos
den a sus pacientes los cuidados que necesitan, pero no puede hacerles
responsables por la falta de recursos materiales para proveerlos
adecuadamente. Por eso el art. 22 del Código de Ética del Colegio
Médico de Chile señala que “la falta de recursos tecnológicos, cuya
existencia no dependa del médico tratante, no acarrea responsabilidad
alguna para el facultativo”. Sin embargo, si la existencia de tales
recursos depende de gestiones administrativas al alcance del
profesional, sí puede ser responsable de la negligente falta de
derivación oportuna. Y tampoco excusará la falta de recursos respecto
de un acto negligente que no los requiere (RLJ 489).
Por otra parte, con independencia de lo descuidada o cuidadosa que
sea la conducta del agente, los resultados causales no son
objetivamente imputables si pueden atribuirse a una conducta de
terceros o de la víctima que conduce a la objetiva imprevisibilidad del
hecho o a la imposibilidad de su evitación, en el caso concreto. Así, si
un peatón (sobre todo si está ebrio) cruza intempestivamente la vía,
por lugar no habilitado, resulta irrelevante que el automovilista
conduzca o no a exceso de velocidad; lo mismo si la víctima no
respeta el signo PARE, aun cuando se conduzca bajo la in uencia del
alcohol (RLJ 492. V., además, el caso del peatón ebrio dormido sobre
la calzada de un camino de ripio no iluminado que es atropellado por
un conductor carente de licencia y en que se absuelve a éste por
cuasidelito, al estimarse la conducta del fallecido la causa basal del
atropello, SCS 18.4.2006, DJP Especial II, 893, con nota aprobatoria
de J. Toro). Así se falló también en un caso en que se atribuyó el
naufragio de un vapor no a su capitán que previamente lo había
encallado para capear una tormenta, sino a la conducta de sus
pasajeros de agolparse súbitamente a estribor para evitar el frío (SCS
16.10.1954, comentada favorablemente por Scheechler, “Naufragio”,
130). Se a rma que en estos casos la infracción reglamentaria del
agente no alcanza a con gurar el riesgo que aparece como la “causa
basal” de los accidentes, pues un comportamiento alternativo
conforme a derecho no lo hubiera evitado, dada la magnitud del
riesgo puesto por la víctima (Vargas P., “Víctima”, 361). Pero también
hay fallos en sentido contrario, donde el exceso de velocidad se estima
“causa basal” del atropello de un grupo de peatones ebrios que cruzan
intempestivamente a la calzada por un lugar no habilitado (SCA
Concepción 31.7.2010, DJP Especial II, 835, con comentario
favorable de S. Olivares). Este juego de “todo o nada” en que parece
desarrollarse la aplicación práctica del criterio de la falta de
compensación de culpas en derecho penal, sin valorar de modo abierto
la exposición imprudente al riesgo por parte de la víctima en los
términos del art. 2330 CC para determinar el quantum de la
imprudencia y pena del agente, pero al nal haciéndolo mediante la
idea de la imprevisibilidad objetiva solo para absolver o condenar,
hace preferible, para mantener una cierta coherencia en la
interpretación del ordenamiento civil y penal, la perspectiva planteada
en el derecho anglosajón que sostiene la posibilidad de una extensión
de las reglas civiles de compensación de culpas a las criminales,
evitando, de paso, la aparente contradicción en la existencia de hechos
que no generen una responsabilidad civil equivalente a las más
gravosas sanciones penales que terminan imponiéndose (Harel, 1181).
Pero, si la actuación del tercero no es su ciente para considerar
inevitable o imprevisible el resultado respecto del acusado, la
responsabilidad por la infracción a las reglas de cuidado permanece
inalterable, aunque la intervención culposa de la víctima pueda
considerarse en la determinación de la pena. Estos supuestos, ahora
conocidos como de “concurrencia de riesgos”, han sido resueltos en el
mismo sentido aquí propuesto desde antiguo por nuestros tribunales y
parece ser el caso del atropello de una persona ebria que cruzaba por
la esquina con luz roja, conducta que se estimó insu ciente para que el
conductor no pudiera evitarla si no hubiera conducido a exceso de
velocidad y también ebrio (sentencia Tribunal Oral en lo Penal
27.6.2013, Rol 94-13. Antes, SCA Talca 17.9.1952, RLJ 483. Con
detalle, sobre esta constelación de casos, v. Contreras Ch.,
“Tratamiento”, 96). Desde otro punto de vista, se a rma que en estos
casos no hay una autolesión atribuible exclusivamente a la víctima,
sino también una heterolesión, por la generación de riesgos de la que
cada cual es responsable (Toro, 32).
Contra esta solución, que atiende a la determinación en el caso
concreto de los riesgos que crean todos los intervinientes, se ha
planteado que en ámbitos muy regulados, como el derecho del tránsito
y aquellos en que existe división del trabajo (responsabilidad penal
derivada de la actuación médica, la que se deriva de los productos
defectuosos, la construcción y la que surge de los delitos ambientales)
existiría la posibilidad de dar aplicación con carácter general al
principio de con anza, que “tiene el efecto de limitar los deberes de
cuidado del sujeto” (Contreras, Productos defectuosos, 63). Según esta
generalización, en el ámbito del trá co rodado no sería exigible la
obligación de prever o evitar el comportamiento descuidado de
terceros y, por tanto, no existiría imputación objetiva o conducta
punible si ese comportamiento descuidado de la víctima infringe
preferencias de paso reguladas, como los semáforos y los signos PARE
y CEDA EL PASO u otras reglas semejantes, p. ej. (Contreras Ch. y
García P., 81). Sin embargo, la existencia de deberes residuales de
cuidado, p. ej., el de conducir atento a las condiciones del tránsito del
art. 108 Ley del Tránsito, limita considerablemente un efecto
plenamente excluyente de la responsabilidad del principio de
con anza así expresado en este ámbito (Mañalich, “Condiciones”,
412). En efecto, “este principio tiene como límite fundamental que las
circunstancias concomitantes incluyan señales o indicios concretos,
claros y especí cos (por ende, claramente reconocibles), de que las
pautas de cuidado que incumben a los demás participes de la vida de
relación no serán o no están siendo respetadas, resultando
objetivamente previsible un resultado lesivo como consecuencia de la
interacción entre el agente —en principio— con ante y el agente —
reconociblemente— descuidado” (Perin, “¿Personalizar?”, 254).
En los casos de división del trabajo, el principio de con anza se
esgrime como fundante de la exclusión de la imputación objetiva de
los resultados imprudentes, a modo de regla inversa de la imputación
recíproca en los delitos dolosos concertados: cada interviniente
respondería aisladamente por su propia imprudencia y ninguno
tendría el deber de cuidar lo que otros plenamente responsables hacen.
Así, se resolvió al absolver a los médicos cirujanos participantes en
una intervención que resultó en la muerte por shock ana láctico de un
paciente, sancionando únicamente al anestesista por su
responsabilidad al suministrar un anestésico indicado en la cha
clínica como alergénico para el paciente (SCA 3.4.2005,
favorablemente comentada en Rosas, “Imprudencia”, 135). Sin
embargo, otra vez aquí el principio debe matizarse, pues no es
aplicable cuando la distribución del trabajo se ha hecho con el
propósito de evitar la responsabilidad (una forma especial de ceguera
deliberada), con conocimiento de la incapacidad que tienen partícipes
determinados para realizar adecuadamente su función o, en general,
cuando “las circunstancias concretas impiden seguir con ando, como
es el caso en que consta o hay indicios de un comportamiento
incorrecto por parte de otros” (Hernández B., “Comentario”, p. 51).
Tampoco aplicaría cuando, a pesar de la división del trabajo formal,
en los hechos los directivos u organizadores toman el control
detallado de las actividades de los subordinados: aquí los directivos
responderían por su propia intervención negligente,
independientemente de la eventual responsabilidad de los
subordinados que cumplen las instrucciones que en esas intervenciones
se dan (Varela, “Comentario”, 375). Desde otra perspectiva, se suele
distinguir entre división de trabajo con delegación de
responsabilidades vertical u horizontal. En la primera, el delegante
conservaría el control de la designación del delegado y, por tanto, la
responsabilidad por su elección y la supervisión del delegado en tanto
capacitado para cumplir las funciones que le asigna; en la segunda, la
responsabilidad correspondería plenamente a quien asume funciones
para las cuales no está capacitado: “culpa por asunción”. Por otra
parte, no se debe perder de vista que, en los equipos establecidos para
la formación de personas, como en los Hospitales Clínicos, pero
también en todos los procesos de formación en o cios y profesiones
riesgosas (escuelas de conducción, p. ej.), existe un riesgo permitido
algo mayor respecto de las conductas de quienes se encuentran en
formación con relación a quienes ya se han formado o son
especialistas, aunque ello no excluye la responsabilidad de unos y
otros por su propia negligencia, atendidas las capacidades y
conocimientos del pupilo en su propia actuación y las del tutor, al
vigilarlo (Fernández C., “Delito imprudente”, 117).

C. Los cuasidelitos en el Código penal


Si bien los arts. 490 a 492 aluden a aquellos hechos que, de mediar
dolo o malicia, constituirían crímenes o simples delitos contra las
personas, la interpretación de la doctrina y jurisprudencia nacionales
ha reducido el alcance de esa regulación, de entre los delitos previstos
en el Tít. VIII, L. II CP, únicamente al homicidio y las lesiones,
quedando excluidas otras guras de ese título, como el duelo y las
injurias y calumnias. El duelo culposo es conceptualmente imposible,
pues es precedido de un envite o provocación. Respecto de los delitos
de injuria y calumnia, la necesidad de acreditar el animus injuriandi,
los vuelve incompatibles con una hipótesis culposa. Otro tanto
acontece con aquellos delitos que llevan incorporada una mención que
mira al alcance y contenido del dolo (“de propósito”,
“maliciosamente” o “con conocimiento de las relaciones que los
ligan”), salvo que ella esté limitada a ciertos elementos del tipo, como
la identidad de las personas o las propiedades del objeto sobre que
recaen. De ahí que ahora pensamos que sí es admisible la hipótesis
culposa de parricidio en relación con la gura dolosa del art. 390,
pero no las de castración o de mutilación (arts. 395 y 396 CP), que
deben sancionarse como lesiones culposas de los arts. 397 o 399,
según sus resultados (o. o. Vargas P., Responsabilidad, 12, que estima
solo explícita la referencia subjetiva en el caso de la castración,
citando la SCA Iquique, 27.11.2007, Rol 267-7, que castiga una
mutilación culposa en el contexto de una cirugía estética fallida).
Aunque se estima mayoritariamente que la limitación del art. 490
excluye por de nición la posibilidad del delito de aborto culposo, que
se encuentra en el Tít. VII, L. II CP y, por tanto, no sería un delito
“contra las personas”, en el sentido del Código, un fallo aislado ha
entendido que el feto también es persona y, por tanto, el aborto
culposo sería punible según el art. 491 (RLJ 493).
Las formas de culpa previstas en el CP son la imprudencia temeraria
(art. 490); la mera imprudencia o negligencia con infracción de
reglamentos (art. 492); y la mera imprudencia o negligencia (sin que se
requiera la infracción de reglamentos como requisito adicional), en el
ejercicio profesional o en el cuidado de los animales feroces a su cargo
(art. 491).
Imprudencia temeraria es aquella cuya intensidad es mayor que la de
la simple imprudencia, pero no alcanza a un dolo eventual, por lo que
se la hace sinónima de “imprevisión inexcusable” (Labatut/Zenteno
DP II, 248). Conforme a los fallos de nuestra jurisprudencia, parece
referirse a supuestos de actuaciones especial y conocidamente
peligrosas, donde hasta “la más sencilla de las almas” advertiría el
peligro desencadenado y la necesidad de su especial previsión y de
poner el cuidado necesario para evitación, como sucede regularmente
con el manejo descuidado de armas, su disparo al aire y el empleo de
la fuerza física (RLJ 484 y SCS 14.12.2015, RCP 43, N.º 1, 315, con
nota aprobatoria de I. Reyes).
En el actuar “con infracción de los reglamentos y por mera
imprudencia o negligencia” el grado de la culpa o mínimo del deber de
cuidado exigible, se encuentra descrito en esos mismos reglamentos y
a ellos hay que atenerse, como sucede en la regulación del trá co
rodado, donde incluso el deber de cuidado subjetivo exigible a
cualquier conductor parece estar descrito en la normativa aplicable
(Art. 108 Ley de Tránsito), que supone la capacidad de “estar atento a
las condiciones del tránsito”, objeto de los exámenes para obtener y
mantener la licencia de conducir (v., por todas, SCA Coyhaique
22.7.2016, RCP 43, N.º 4, 273, con nota crítica de F. Acosta). No
obstante, la sola infracción de otras disposiciones de dichas
regulaciones, que no apuntan a la subjetividad del agente, por sí solas
no permiten con gurar el cuasidelito.
En cuanto a la mera imprudencia del art. 491, en la actualidad, la
referencia a las profesiones vinculadas con el cuidado de la salud
humana debe entenderse como una advertencia acerca de la existencia
de su regulación especí ca más allá de la lex artis, o procedimientos de
diagnóstico y tratamientos contemplados en los libros de medicina.
Esa regulación se encuentra en la descripción detallada de los
comportamientos esperados en protocolos de atención y otras
reglamentaciones de los servicios de salud. Sin embargo, no se debe
perder de vista que esta minuciosa regulación hace referencia solo a la
antijuridicidad del hecho. En efecto, la constatación de su infracción
no es su ciente para determinar la culpabilidad del responsable (su
capacidad de evitación del hecho concreto), pues de otra manera se
corre el peligro de llegar a una simple responsabilidad objetiva, sin
considerar tanto el carácter cambiante y dependiente de las
circunstancias particulares en cada caso, tanto en relación con los
pacientes como con los profesionales de la salud y los medios
disponibles (Vargas P., Responsabilidad, 27). Por eso, hay que
conceder la razón a quienes a rman categóricamente que la ley, al
exigir un mayor grado de diligencia (“mera imprudencia”) en estos
casos respecto de los profesionales de la salud, reconoce “que el
especí co y delicado objeto de la actividad de estos justi ca más bien
un deber de cuidado mayor que el que se les impone a otros
profesionales” (Hernández B., “Comentario”, 116. O. o. Perin,
“Culpa”, 889, quien aboga por incorporar alguna exigencia de
“gravedad” en estos casos, atendido el mayor riesgo de actuaciones
meramente negligentes a que se enfrentan los médicos; y Martínez,
253, quien enfatiza en la necesidad de mitigar el impacto económico
de la medicina defensiva lo que impondría admitir responsabilidad
penal en la actuación médica solo por el equivalente a la culpa grave
civil). Según nuestra jurisprudencia, esta “mera negligencia” puede
traducirse en diagnósticos y tratamientos prescritos sin la previa
realización de los exámenes estándares disponibles; mientras el mal
que se causa no debe ser necesariamente una lesión o la muerte
físicamente constatables, sino también las consecuencias vitales de ese
tratamiento equivocado, bajo el concepto general de “agravaciones del
estado de enfermo”, que puede incluir los efectos secundarios de los
medicamentos, como somnolencia y postración (SCS 22.8.2012, GJ
386, 140). Es discutible, sin embargo, que el cumplimiento de las
exigencias de la lex artis deba considerarse solo un mínimo, respecto
del cual pueda exigirse una mayor diligencia a cada médico, de
acuerdo con su preparación y conocimientos, pues son esa
preparación y esos conocimientos los que delimitan las capacidades
exigibles según la lex artis para la realización de cada intervención en
particular (o. o., L. Pacull, en su comentario a la SCS 27.7.2009, DJP
Especial I, 701, aunque aparentemente referido a la idea de las
exigencias promedio de la lex artis).
En el caso del cuidado de los animales feroces o potencialmente
peligrosos (art. 494 N.º 18), su regulación se encuentra en la Ley
20.380 y, tratándose de especies caninas, en la Ley 21.020, sobre
Tenencia Responsable de Mascotas y Animales de Compañía y su
Reglamento (DS 1007 de 2018). Al respecto, antes de esta nueva
reglamentación, se consideró constitutivo de esta infracción la
mantención descuidada de caniles que causa la salida de animales
capaces de matar personas a su exterior, cali cando incluso al
responsable como un “peligro para la sociedad” para los efectos de
decretar su prisión preventiva, según el art. 140 CPP (SCA San Miguel
13.11.2010, DJP Especial I, 595, con comentario de M. Hadwa).
Respecto a los restantes casos de delitos culposos especialmente
penados, ha de estarse a lo dicho en general: a la prueba de una
infracción objetiva de un deber de cuidado ha de sumarse la de la
previsibilidad y evitabilidad del hecho para el sujeto, de acuerdo con
su grupo de pertenencia y sus conocimientos y aptitudes especiales,
teniendo presente que, muchas veces, el nivel mínimo exigible estará
también descrito en la reglamentación aplicable. Desde este punto de
vista, resulta relativamente indiferente que la ley emplee expresiones
como “negligencia inexcusable” (arts. 224 N.º 1, 225, 228 inc. 2, 229,
234 y 289 inc. 2), “descuido culpable” (arts. 302, 337 inc. 2 y 494
N.º 10), “ignorancia culpable” (art. 329), o “negligencia culpable”
(art. 495 N.º 21). Todas ellas apuntan a la falta de dolo y a la
existencia de culpa, a probarse en cada caso.

D. Cuasidelitos con resultados múltiples


En los frecuentes casos de accidentes de tránsito con resultados
múltiples, las diferentes concepciones acerca de la imprudencia
ofrecen, también, diferentes soluciones acerca de su tratamiento penal.
Así, las teorías subjetivistas, que ven en el cuasidelito una única
infracción a un único deber de cuidado o una única manifestación de
voluntad contraria a derecho, proponen el tratamiento de la
multiplicidad de resultados como un caso de unidad de hecho, en que
existiría un único delito (Cury PG, 665). Por su parte, las teorías
objetivistas, entienden que la realización múltiple en un mismo hecho
de los presupuestos de un mismo o varios delitos no obsta sino, al
contrario, fundamenta su naturaleza concursal (Novoa PG II, 232;
Reyes R., “Cuasidelito”, 485). A nuestro juicio, esta es la posición
correcta, pues la infracción a un mismo deber de cuidado, tratándose
de delitos de resultado, es enteramente equiparable a la elección de un
único medio en los delitos dolosos, como en los atropellos múltiples
con propósitos terroristas, por lo que cabe aplicar sin más la regla del
concurso ideal del art. 75, a menos que sea más favorable la general
del concurso real del art. 74. La jurisprudencia, sin embargo, es
vacilante en este punto, aunque parece ser dominante en este último
tiempo la tesis objetivista, con preminencia de la aplicación del art. 75
como solución concursal frente a “un hecho que produce múltiples
resultados”, cada uno de los cuales constituiría un delito diferente,
aplicándose la pena mayor de aquél considerado más grave (SSCS
11.5.2020, Rol 20900-20; 4.4.2014, Rol 185-14, con comentario en
contra en Mayer y Vera, “Alto Río”, 551; y 23.6.2009, DJP Especial I,
675, con nota crítica de D. Soto, quien se muestra partidario de la
solución, más grave, del art. 74). No obstante, también hay fallos que
aplican el art. 74, probablemente por un resultado más favorable al
afectado en concreto, aún aplicando la regla de reiteración del art. 351
CPP (RLJ 483). En este último sentido, parte de doctrina propone
también la regla del concurso real, aunque con distintos fundamentos
(Reyes R., “Cuidado”, 67; y Náquira PG, 300).

§ 7. Inexigibilidad de otra conducta


A. Generalidades
Tradicionalmente se entendía que los casos de inexigibilidad de otra
conducta se encontraban en el art. 10 N.º 9 y 12 que exime de
responsabilidad al que “obra violentado por una fuerza insuperable o
impulsado por un miedo irresistible”, y al que incurre en una omisión
por causa “insuperable”; más los casos especiales de encubrimiento de
parientes (art. 17 N.º 4 inc. nal) y obediencia debida (art. 334 CJM).
Con la introducción del art. 10 N.º 11, expresamente destinado a
regular el estado de necesidad exculpante, se amplía ese catálogo y, al
mismo tiempo, debe darse por superada la discusión en torno a una
eventual causal supra legal de exculpación, pues no hay duda alguna
que nuestro legislador quiso regular en esa nueva disposición las
situaciones de estado de necesidad que no alcanzaban a ser cubiertas
por la justi cante del art. 10 N.º 7 ni por el resto de las causales de
exculpación (Hernández B., “Comentario”, 270).
Estas causales de inexigibilidad de otra conducta tienen dos
características relevantes: son defensas positivas y, además,
principalmente normativas. Son defensas positivas pues si no se alegan
y prueban, se asume que el agente ha actuado en condiciones de
normalidad y, por tanto, es plenamente responsable de sus actos
(sistema regla-excepción). Y son normativas en el sentido de que su
aceptación supone su valoración como explicación socialmente
tolerable de una conducta típica, antijurídica, imputable y dolosa o
culposa. No toda situación ni toda motivación extraordinarias
excusan, sino solo aquellas que, excepcionalmente, en un momento y
lugar históricamente determinados, la comunidad tolera y así lo
expresa en la ley. En este sentido “la especi cidad de las reglas de
exculpación —como subclase de reglas de (exclusión de la) imputación
— se encuentra en que ellas circunscriben el abanico de razones
susceptibles de ser esgrimidas para hacer marginalmente excusable, en
tanto marginalmente comprensible, la falta de seguimiento de la
norma respectiva” (Mañalich, “Exculpación”, 25) o, en nuestros
términos, la realización del presupuesto de hecho punible.
Por ello, aunque es cierto que “no hay elogio sino indulgencia si
alguien hace lo que no se debe por causas que sobrepasan la
naturaleza humana o que nadie podrá soportar” (Aristóteles, Ética,
79), qué es aquello que sobrepasa la naturaleza humana o que nadie
puede soportar, varía según el criterio con que se valore en cada
tiempo y lugar lo irresistible del miedo, lo insuperable de la fuerza o la
gravedad del mal que se pretende evitar (Art. 10 N.º 9 y 11). Esto
explica por qué nuestros tribunales concuerdan en que corresponde
exclusivamente a los jueces de la instancia tanto recibir la prueba de la
excusa (su aspecto fáctico), como determinar si se cumple o no con el
grado de exigencia que establece la ley (su aspecto normativo),
a rmando que no existe error de derecho posible en su aceptación o
rechazo (RLJ 57). No obstante, esta doctrina sería del todo correcta si
los tribunales del fondo fuesen pares en un sistema de juicio por
jurados, como depositarios nales de la soberanía (Schiavo, 66) y
“como una salvaguarda inestimable contra el scal corrupto, o con
exceso de celo, y contra el juez parcial o excéntrico” (Duncan vs.
Lousiana, 391 USSC, 1968). Pero no es seguro que sea aplicable en
uno de tribunales profesionales, en los que debiera regir el derecho a
recurrir en caso de sentencia condenatoria, como sería la que no
admitiese esta defensa, al menos en lo que corresponde a su aspecto
normativo (art. 8.2 h) CADH).

B. Criterio para su aceptación


Al respecto se plantean dos alternativas: una generalizadora, que
“considera el rol y el grupo de pertenencia del sujeto pero que los
valora desde una perspectiva general” (Etcheberry I, 348 y Hernández
B., “Comentario”, 258); y otra individualizadora, que apunta a la
comprensión de la situación del hombre concreto en el caso
excepcional en que se encuentra (Künsemüller, “Culpabilidad”, 257 y
Couso, “Fundamentos”, 104). En sus extremos, la aproximación
generalizadora deja sin lugar a las eximentes: ¡todos estamos
obligados a cumplir la ley y a no cometer delitos que dañen a
terceros!; en tanto que la individualizadora haría imposible la
aplicación del derecho: si se tomase en cuenta únicamente el efecto de
la excusa en el agente, según su propia impresión, la inmensa mayoría
podría alegar que, en su caso concreto, la situación era de tal modo
excepcional que siempre tendría una “excusa” para sus actos, con lo
que se llegaría necesariamente a un sistema de tout comprendre c’ est
tout pardonner, que nuestra legislación y la inmensa mayoría de las
occidentales no siguen.
Para nosotros, reconociendo que las diferencias externas de tales
criterios son mayores que sus efectos reales, pues la doctrina nacional
no llega a los extremos señalados y, en los casos límites, suele
converger, es preferible tomar como punto de partida un criterio
individualizador, con un límite “normativo” o generalizador (“lo
exigible”), según el cual el tribunal, puesto que se trata de adquirir la
convicción acerca de la culpabilidad “más allá de toda duda
razonable” (art. 340 CPP), debe esforzarse por sopesar las
circunstancias en que se encontraba el imputado (p. ej., de noche, ante
una situación sorpresiva o en lugares faltos de vigilancia o en que
antes se habían cometido atentados o habían sucedido desastres
naturales, etc.) y responder a la pregunta acerca de si en esa situación,
cualquier persona común —incluyendo al propio juzgador, pero no la
imagen del hombre medio y prudente—, atendidos su sexo, edad,
grado de instrucción, experiencia, fortaleza física y rasgos de
personalidad habría podido, presumiblemente, actuar diversamente. Si
el agente es un profesional destinado a controlar ciertos riesgos
(bomberos, médicos, policías, militares), también ha de considerarse
esa profesión o rol, pues es su condición individual la que permite
exigirles más que al hombre común, atendida la naturaleza de la
actividad (voluntaria o profesional) y las circunstancias de su
desempeño (en tiempos de paz, catástrofe o de guerra, p. ej.).
En este sentido, p. ej., parece razonable aceptar como límite mínimo
de la fuerza moral la coerción equivalente a una intimidación, según el
concepto que puede extraerse del art. 439: maltratar de obra, alegar
orden falsa de alguna autoridad, darla por sí ngiéndose ministro de
justicia o funcionario público, destruir bienes que sirvan de protección
al forzado o realizar o amenazar con realizar cualquier otro acto
grave, inminente y que afecte a la persona forzada o a terceros
vinculados a ella y presentes.
Además, excepcionalmente, sobre la base de la experiencia común de
ciertas condiciones que compelerían a un actuar ilícito, la ley
normativiza completamente la excusa, al presumir de derecho su
existencia cuando tales condiciones se prueban, con total
independencia de sus efectos reales en el agente. En Chile, esos casos
son los siguientes:
i) Se supone que entre familiares cercanos existe un lazo de
afectividad que excusaría el encubrimiento y la obstrucción a la
justicia para evitar que los parientes cercanos sean sujetos de
sanciones penales. Pero, aunque no siempre las relaciones familiares
generan lazos de afectividad, la ley estima que mientras no se pruebe
que medie la ambición (el aprovechamiento), con la sola prueba del
parentesco, los parientes mencionados en el inciso nal del art. 17
pueden alegar la existencia de ese lazo para eximirse de
responsabilidad penal;
ii) Se entiende que la posibilidad de cometer un delito de
desobediencia y la necesaria jerarquía que exige el funcionamiento de
las Fuerzas Armadas imponen a sus miembros una disciplina que los
haría obedecer sin cuestionarse sobre el contenido de la orden, y
aunque es evidente que las motivaciones para obedecer una orden
determinada pueden ser múltiples, a la ley no le interesan: si la orden
no tiende mani estamente a la comisión del delito, basta con esa
prueba para excusar, o si lo hace, basta con la prueba de la
representación y la insistencia (art. 335 CJM); pero si la orden
importa la comisión de delitos de genocidio, crímenes de lesa
humanidad o de guerra, ni la prueba de su existencia ni aún de la
representación eximen de responsabilidad (art. 38 Ley 20.357).

C. Error involuntario sobre las causales de exculpación


Al igual que sucede con las justi cantes putativas, y salvo en el caso
de inimputabilidad por trastorno mental, puede suceder que una
persona yerre sobre la existencia, alcance y los presupuestos fácticos
de una causal de exculpación y crea, p. ej., que su hija está secuestrada
tras una llamada telefónica hecha para engañarlo, que amenaza un
incendio al sentir el humo y los sonidos de alarma, que se encuentra a
punto de ser infectado mortalmente por un tercero, que ha recibido
una orden verdadera pero que es parte de una broma pesada, etc.
Aquí, al igual que en las justi cantes putativas, y con mayor razón,
atendido el carácter individualizador de las exculpantes, es irrelevante
el objeto del error para conceder la eximente. Pero, también como en
las justi cantes putativas, se ha de considerar voluntaria la conducta,
dolosa o culposa, si el error proviene de una ignorancia deliberada o
culpable (error evitable), respectivamente (en el mismo sentido,
Carnevali, “Terrorismo”, p. 140).

§ 8. Fuerza irresistible


A. La regla general
a) Alcance
El art. 10 N.º 9, primera parte, exime de responsabilidad criminal al
que obra “violentado por una fuerza irresistible”. Según el Filósofo,
junto con la ignorancia, la fuerza priva al hecho de su carácter
voluntario: “es forzoso [el acto] cuyo principio está fuera [de uno], y
es tal [el principio] en el que en nada colabora el agente o el paciente.
P. ej., si el viento, u hombres que lo tienen [a uno] en su poder, lo
llevan [a uno] a alguna parte” (Aristóteles, Ética, 78). Pero al faltar la
voluntariedad, falta la participación culpable y la eximente adicional
carecería de sentido, bastando con el art. 1. Por ello se estima que la
fuerza a que hace referencia el Código en este número no es
únicamente la fuerza física o vis absoluta a que se re ere el Estagirita
en sus ejemplos, sino también la llamada fuerza moral o vis
compulsiva (RLJ 58. O. o. Fuenzalida CP I, 76, quien, siguiendo a la
doctrina española, limita la fuerza a la física).
La fuerza moral es un estímulo externo o interno que compele a
actuar de determinada manera. Cuando tal estímulo proviene de las
amenazas de terceros y se transforma en alteración anímica, la
eximente se confunde con sus efectos, el miedo insuperable que
impulsa a obedecer al amenazador (art. 10 N.º 9) o la legítima
reacción defensiva en su contra (art. 10 N.º 4). Ello explica porqué la
mayoría de la jurisprudencia que acepta esta defensa tiende a
identi car el estímulo con su efecto en el ánimo del agente, entendido
como un “impacto emocional” (Etcheberry DPJ I, 311 y IV, 313). Sin
embargo, esta identi cación parece excesiva y hace, en la práctica,
indistinguible e intercambiable esta excusa con la del miedo
insuperable, pues no hay razón para suponer que en todos los casos de
fuerza moral se deba alegar la coerción o la presencia del miedo para
eximirse. De hecho, la ley reconoce al menos dos casos especí cos de
fuerza moral que no requieren probar el miedo: el vínculo parental en
el art. 17 inc. nal y la pertenencia a las fuerzas armadas en el art. 335
CJM. Y aún en los casos de coerción o amenazas, es posible imaginar
la actuación del amenazado sin pánico o alteración emocional, pues
aquí de lo que se trata es del salvataje ante la amenaza recibida, no del
ánimo del amenazado. Desde este punto de vista, lo relevante es
discutir acerca de la existencia de estímulos diferentes al amor lial, el
deber de obediencia y la amenaza o coerción que puedan constituir la
eximente de fuerza moral.
A nuestro juicio, la ley no establece ninguna limitación directa
acerca del origen del estímulo, que puede ser interno o externo, pero el
conjunto del ordenamiento sí exige que estos estímulos sean
reconocidos (o al menos no sean reprobados) jurídicamente como
valiosos o nobles para que puedan fundamentar la eximente de fuerza
moral. En efecto, desde luego, la ambición o el interés pecuniario está
excluido como motivo fundante de la eximente (art. 17, inc. nal), así
como la satisfacción de impulsos sádicos (art. 12, 4.ª) o de
dominación o superioridad (art. 12, 6.ª), la motivación política
manifestada como desprecio a la autoridad o a los lugares de culto
(art. 12, 13.ª y 17.ª), y el actuar por motivos de discriminación (art.
12, 21.ª). Pero tampoco constituyen motivos su cientemente nobles
para eximir de la pena, aunque conduzcan a una atenuante, el actuar
por la excitación ante una provocación, el ánimo de venganza, la ira,
los celos y otros impulsos que provoquen arrebato u obcecación (art.
11, 3.ª, 4.ª y 5.ª). Ello por cuanto, como se sostiene de antiguo, siendo
en estos casos voluntario el acto en sí, la excusa radica en la
naturaleza de la causa: “por acciones de esta clase a veces hasta se
elogia [a los hombres] cuando soportan algo vergonzoso o doloroso
por cosas grandes y nobles, pero si es al revés [por una causa
insigni cante o trivial] se los censura, pues soportar las cosas más
vergonzosas por nada bello o razonable es propio de un miserable”
(Aristóteles, Ética, 79).
En consecuencia, todo hecho motivado por una fuerza moral
reconocida como tal, como el deber de cumplimiento de la costumbre
indígena, el de conciencia o religioso, y hasta el amor lial, dentro de
los límites que su ejercicio se establece en la Constitución, puede
considerarse exculpado por una fuerza moral. Pero, si se puede probar
que el agente no participa de las costumbres que alega, no practica la
religión que dice profesar ni se deja guiar en el resto de su vida por los
preceptos de su conciencia o no expresa el amor que alega respecto de
sus seres queridos (porque, p, ej., es un “tirano doméstico”), se podrá
sostener que para él la fuerza de los mandatos religiosos, de conciencia
o de amor lial que dice seguir no es “irresistible” en los términos del
art. 10 N.º 9.
b) Los deberes religiosos y la libertad (objeción) de conciencia
como fuerza moral
Dado que nuestra eximente de fuerza moral no está vinculada a
cuestiones de imputabilidad como en el § 20 StGB (con detalle, Roxin,
“Conciencia”, 110), el reconocimiento constitucional de la libertad
religiosa y de conciencia del art. 19 N.º 6 CPR con ere sin duda
alguna a las motivaciones de esta naturaleza el carácter de nobles para
exculpar la actuación: el impulso por cumplir el deber religioso de
enterrar a su hermano que mueve a Antígona, contra la orden expresa
de Creonte es un caso característico: “¿Sabías que había sido
decretado por un edicto que no se podía hacer esto?”, pregunta
Creonte; “Lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo? Era mani esto”,
responde ella; “¿Y, a pesar de ello, te atreviste a transgredir estos
decretos?” —replica Creonte—, a lo que Antígona contesta: “No
pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un
mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de
los dioses” (Sófocles, Tragedias, Madrid, 2000, 93).
No obstante, se debe tener presente que la objeción de conciencia
jugará un papel mucho más preponderante en las omisiones que en las
conductas activas y que el límite normativo de lo posible de ser
constreñido por la conciencia es más bien estricto: así, desde luego, el
fanatismo religioso o de cualquier origen no es una causa noble que
permita exculpar crímenes violentos, como expresamente re ere el art.
9 CPR respecto del terrorismo y también recoge la agravante de
discriminación del art. 12, 21.ª. Pero las creencias en las religiones
permitidas, cuyo culto está garantizado por el art. 19 N.º 6 CPR, bien
pueden excusar la oposición a tratamientos médicos, como sucede con
los Testigos de Jehová y su oposición a las transfusiones de sangre y
otros procedimientos clínicos, atendido el derecho que el art. 14 Ley
20.584 les concede para rechazarlo (Libedinsky, 949). Ello, sin
perjuicio de las medidas que puedan adoptarse por otras vías para
salvar la vida de una criatura frente a las aprehensiones religiosas de
sus padres (las propias de dicha ley y, sobre todo, el recurso de
protección). También podrían alegarse en otros supuestos en que no se
discute la vigencia del ordenamiento jurídico sino la posibilidad de
una respuesta excepcional del mismo ante situaciones también
excepcionales y motivadas por causas jurídicamente reconocidas,
como en la negativa a realizar un aborto en los supuestos permitidos
por la Ley N.º 21.030, aunque ello pudiera llevar a consecuencias
lesivas para la madre que lo solicita (o. o. García P. y Valenzuela P.,
247, quienes no consideran que exista la obligación médica de realizar
abortos y, por tanto, tampoco la posibilidad de una verdadera
objeción de conciencia, pero sin plantearse la cuestión por los
resultados de esa falta de intervención).
c) La defensa cultural como fuerza moral
La posibilidad de alegar como fuerza moral una defensa cultural
basada en el cumplimiento de las tradiciones y costumbres de los
pueblos originarios también se encuentra reconocida en nuestra
legislación. Una Antígona mapuche o aimara puede reclamar el
derecho a infringir la ley estatal para cumplir con lo que mandan sus
tradiciones y costumbres, pues el art. 54 Ley 19.253 Sobre Protección
de los Pueblos Originarios, dispuso considerarlas como derecho
vigente en materia penal “cuando ello pudiere servir como antecedente
para la aplicación de una eximente o atenuante de responsabilidad”.
La posibilidad de fundamentar la admisión de un acuerdo reparatorio
como salida alternativa en casos de violencia intrafamiliar entre
miembros del pueblo mapuche, fundada en el Convenio 169 OIT y
contra la prohibición expresa del art. 19 Ley 20.066 es otro ejemplo
de defensa cultural (Carmona, 975).
Incluso antes de este reconocimiento legal, una antigua sentencia
reconoció el valor de las creencias del pueblo mapuche como su ciente
para con gurar esta eximente en el caso de la nieta que mató a su
abuela atribuyéndole la calidad de bruja y de causar con sus male cios
la muerte de varias personas (SCA Valdivia 7.12.1953, RDJ 52, 85).
d) El amor filial y el afecto a los animales domésticos como
fuerza moral
También se acepta que los estímulos derivados del amor lial pueden
hacer valer esta eximente en situaciones que no podrían cali carse de
estado de necesidad, por no ser el medio el único practicable para
salvarlas, más allá de los supuestos de encubrimiento legalmente
reconocidos, como en el caso del padre que comete un robo con fuerza
en lugar no habitado para adquirir remedios para su hija enferma; y
en el del acusado por el delito de rotura de sellos para retirar su
propio dinero de un local clausurado, debido a que se encontraba en
una situación de extrema angustia por las deplorables condiciones
económicas de su familia (Etcheberry DPJ I, 310; y RLJ 59). Este
reconocimiento de los afectos como estímulos nobles alcanza incluso
al “inspirado por un animal doméstico”, según el fallo que estimó
podría aplicarse esta eximente a quien repelió por ese motivo un
ataque de otra persona a un perro (Etcheberry DPJ I, 313).
e) Motivaciones que no permiten alegar la fuerza moral
Por regla general, la sola necesidad de hacer realidad las
convicciones personales, evitar lo doloroso o alcanzar lo placentero no
son estímulos que puedan considerarse por sí mismos motivaciones
nobles que fundamenten el alegato de una fuerza moral irresistible. De
aceptar un predicamento contrario, “todos [los actos] serían forzosos,
pues todos realizan las acciones con vistas a aquellas cosas” y “es
ridículo acusar a las cosas externas y no a sí mismo porque se es fácil
presa de ellas, y [atribuirse] a sí mismo los [actos] nobles, pero
[imputarles] los vergonzosos a lo placentero” (Aristóteles, Ética, 80).
A este respecto la ley chilena también nos ofrece algunas
indicaciones de causas que no se re eren a un derecho garantizado por
la Constitución, los tratados internacionales o los afectos reconocidos
por la ley y que, por su propia naturaleza no podrían constituir
motivos nobles que fuercen moralmente: las pasiones relativas a la
venganza y la ira (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª); la ambición pecuniaria (el
“aprovechamiento” que excluye la excusa del encubrimiento de
parientes, art. 17 N.º 4 inc. nal); el deseo o necesidad de controlar la
vida de los otros (arts. 5 y 14 Ley de Violencia Intrafamiliar). Para
nuestra jurisprudencia actual, tampoco son motivos para eximir de
responsabilidad el resentimiento por las conductas pasadas de la
víctima (sobre todo en el plano amoroso o sexual) ni mucho menos los
celos (RLJ 59). Luego, la a liación a cultos que fundamenten sus
mandatos en estos estímulos innobles no otorgaría la excusa de la
fuerza moral que proviene de la libertad de conciencia y religiosa,
como sería el caso fallado en los Estados Unidos de quien alegando
pertenecer al culto moscovita diere muerte a su esposa por haberle
sido in el (State v. Crenshaw, 1983, en Casos DPC).
Tampoco las ideas políticas o religiosas mezcladas con motivaciones
políticas del llamado delincuente por convicción constituyen una
fuerza moral que pueda llegar a considerarse irresistible en un régimen
democrático, donde la expresión política se canaliza a través de la
elección periódica de representantes y otras autoridades, junto con la
protección de la libertad de expresión. Luego, la posibilidad de
admitir la desobediencia civil políticamente motivada en una
democracia, aunque sea pública y no violenta, se limita a los escasos
supuestos en que existan actos ilegítimos de la autoridad no
recurribles ante los tribunales de justicia, que es la sede donde se debe
discutir su legitimidad y conformidad con la Constitución. No
obstante, hay autores que han propuesto también considerar lícita la
desobediencia civil pública y no violenta contra actos de autoridad
que se exceden de sus facultades, sin atender a si existen formas
democráticas de impugnarlos o modi carlos (Cruz C., Obediencia,
107).
No obstante, de manera excepcional, en el orden latinoamericano se
concede asilo a los delincuentes políticos, incluso por los delitos
conexos que hayan cometido, siempre que no se trate del “homicidio
o asesinato del Jefe de un Estado contratante o de cualquiera persona
que en él ejerza autoridad” (arts. 315 a 317 CB). A esta contra
excepción hay que agregar, ahora, que según el art. 11 de la
Convención Interamericana contra el Terrorismo, de 3.6.2002, nunca
podrán considerarse delitos políticos o anexos los contemplados en los
siguientes tratados internacionales relativos a la materia: i) Convenio
para la represión del apoderamiento ilícito de aeronaves, rmado en
La Haya el 16.12.1970; ii) Convenio para la represión de actos ilícitos
contra la seguridad de la aviación civil, rmado en Montreal el
23.9.1971; iii) Convención sobre la prevención y el castigo de delitos
contra personas internacionalmente protegidas, inclusive los agentes
diplomáticos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones
Unidas el 14.12.1973; iv) Convención Internacional contra la toma de
rehenes, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el
17.12.1979; v) Convenio sobre la protección física de los materiales
nucleares, rmado en Viena, el 3.3.1980; vi) Protocolo para la
represión de actos ilícitos de violencia en los aeropuertos que prestan
servicios a la aviación civil internacional, complementario del
Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la
aviación civil, rmado en Montreal el 24.2.1988; vii) Convenio para
la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la navegación
marítima, hecho en Roma el 10.3.1988; viii) Protocolo para la
represión de actos ilícitos contra la seguridad de las plataformas jas
emplazadas en la plataforma continental, hecho en Roma el
10.3.1988; ix) Convenio Internacional para la represión de los
atentados terroristas cometidos con bombas, aprobado por la
Asamblea General de las Naciones Unidas el 15.12.1997; y x)
Convenio Internacional para la represión de la nanciación del
terrorismo, aprobado por la Asamblea General de las Naciones
Unidas el 9.12.1999.

§ 9. Miedo insuperable


El miedo es, según el Diccionario, la “angustia por un riesgo o daño
real o imaginario”. Aunque la existencia de algún trastorno que no
llegue a constituir enajenación pueda explicar mejor la reacción de
angustia que se sufre, su prueba no es una exigencia para acreditar el
“impulso insuperable” en la actuación del agente (Guerra, 67). Lo
relevante es esa angustia y ella es el punto de prueba, no su origen. Del
mismo modo, a pesar de la importancia que tendría la prueba de la
realidad del riesgo o daño por el que se padece, también puede
admitirse la eximente en caso de error sobre su existencia, pues si el
impulso existe, corresponde admitir la eximente, a menos que se trate
de un error atribuible al agente que origine una responsabilidad a
título de imprudencia, si era previsible y evitable, o incluso dolosa, si
es producto de una ignorancia deliberada.
Una fuente primaria del miedo son las amenazas de terceros. En este
caso, la amenaza debe equivaler a una intimidación, en los términos
del art. 439, esto es, debe tratarse de una amenaza actual e inminente,
dirigida contra la víctima, sus medios de protección o personas
relacionadas y que estén presentes o al alcance inmediato del que
amenaza. De este modo, cuando la amenaza es verdadera coerción y el
miedo su efecto, las eximentes se confunden irremediablemente, como
demuestra la jurisprudencia nacional en la materia (Etcheberry DPJ I,
319). No obstante, su largo desarrollo como excusa en el sistema
anglosajón permite una aproximación a sus límites objetivos, esto es,
al extremo en que la fuerza de la coerción es irresistible o el miedo que
causa insuperable, sobre la base del criterio individualizador aquí
aceptado. Allí se a rma que la coerción permite eximir la
responsabilidad penal si el acto delictivo se cometió en las siguientes
circunstancias: i) otra persona amenazó con matar o lesionar
gravemente al actor o a un tercero, en particular a un pariente
cercano, a menos que ella cometiera el delito; ii) el actor creyó
razonablemente que la amenaza era genuina; iii) la amenaza era
“actual, inminente e inevitable” en el momento de cometerse el acto
delictivo; iv) no había ninguna forma razonable de escapar de la
amenaza, salvo mediante el cumplimiento de las exigencias del que
ejerce la coerción; y iv) el actor no tuvo la culpa de exponerse a la
amenaza” (Dressler CL, 12063). Por su parte, el §  35 StGB, que
regula el estado de necesidad exculpante y, según la doctrina alemana
dominante sería aplicable al caso de la coerción o amenaza, establece
limitaciones similares: que al agente no se le pueda, “según las
circunstancias”, exigir afrontar el peligro, como cuando existe una
relación jurídica especí ca, o ha sido él quien ha causado o se ha
puesto voluntariamente ante el peligro en que se encuentra (Lackner y
Kühl, 253).
Sin embargo, en nuestro sistema no existe la limitación normativa
del inglés, que excluye la alegación de esta defensa para excusar un
homicidio. Es más, incluso para delitos de genocidio, crímenes de
guerra y de lesa humanidad, el art. 38 Ley 20.357, aunque impide
alegar como eximente la obediencia debida, permite la de la coerción
directa (o. o. Hernández B., “Comentario”, 279). No obstante, el
rechazo de esta eximente en casos de homicidios (genocidio) en el
derecho penal internacional podría considerarse una suerte de
principio general de derecho, basado en el persuasivo argumento que,
de admitirse, “se estaría permitiendo a todos los miembros de bandas
terroristas conseguir siempre la impunidad” con tal de que se acredite
que los jefes de la banda los han amenazado de muerte si no cometen
los delitos que les ordenan, por atroces que sean (STPIY 7.10.1997,
Erdemović, IT-96-22, “Pilića Farmy”).
Pero el miedo también puede provenir de otra clase de temores,
como los que causan los fenómenos de la naturaleza. Cuando ese
temor es el de sufrir un mal que puede exculparse por la regla del art.
10 N.º 11 (estado de necesidad exculpante), se produce también una
irremediable confusión de las eximentes.
Además, dado el carácter psicológico de la alteración anímica en que
se fundamenta la excusa del miedo, es posible imaginar otras fuentes
de esa alteración, incluyendo las creencias que puedan generarla y
hasta la propia credulidad del agente, como indirectamente reconoce
el art. 398. En efecto, y a pesar de la constante adscripción de las
reacciones fóbicas a la atenuante 1.ª del art. 11, eximente incompleta
por inimputabilidad disminuida (RLJ 64); no es descartable que la
importante alteración del ánimo y el pánico agudo y más o menos
profundo que sufren quienes la padecen, pueda llegar a constituir esta
eximente, en la medida que la fobia sea una verdadera enfermedad
(como la agorafobia y la claustrofobia) y no una construcción cultural
sin fundamento orgánico o psíquico, como en los casos de “fobias”
discriminatorias (misoginia, homofobia, etc.), cuya repulsa en nuestra
sociedad se mani esta en la agravante del art. 12 N.º 21 (Ley
Zamudio).
En todos estos casos, parece razonable aceptar, además, como
limitación general de la eximente un juicio que, precisamente, tome en
cuenta las características psicológicas del agente. No obstante, parece
algo extraño a nuestro sistema de derecho penal de hechos remitir esos
criterios exclusivamente a la conducta anterior de los condenados,
como propone parte de la doctrina, señalando como potenciales
bene ciarios de la eximente solo a “aquellas personas que presentan
una trayectoria profesional y ética intachable”; descartándola, en
cambio, en quienes presentan “una disposición anímica a delinquir o
un historial de conductas antisociales similares a las imputadas”
(Pavez y Salas, “Miedo insuperable”).

§ 10. Estado de necesidad exculpante


A. Concepto
La introducción del art. 10 N.º 11 ha dejado como una cuestión
histórica la disputa acerca de la existencia o necesidad, valga la
redundancia, de concebir una causa supra legal de exculpación,
diferente a los términos genéricos del art. 10 N.º 9, que recogiese
situaciones de necesidad que no impliquen un estímulo externo o
interno (fuerza irresistible) o una alteración anímica signi cativa
(miedo insuperable). Al mismo tiempo, ha dado forma legal a antiguas
propuestas de nuestra doctrina, que veía en la ausencia de una
regulación expresa del estado de necesidad exculpante un dé cit del
CP nacional, que no se encontraba en legislaciones extranjeras, como
la alemana (Peña W., Notstand, 201).
Según esta disposición, ante la necesidad de evitar un mal grave para
las personas o sus derechos, que no consista en una amenaza o
agresión, es posible cometer delitos y alegar esta eximente, aunque se
afecten bienes de igual o mayor valor que los pretendidamente
salvados, tanto en casos de estado de necesidad agresivo (afectando
bienes o terceros ajenos a la fuente de peligro) como defensivo
(afectando a la persona o sus bienes que sean la fuente de peligro),
siempre que se cumpla el resto de los requisitos: i) actualidad o
inminencia del mal que se pretende evitar; ii) que no exista otro medio
practicable ni menos perjudicial para evitarlo; iii) que el mal que se
cause no sea signi cativamente superior al que se pretende evitar; y iv)
que el sacri cio del bien amenazado por el mal no pueda ser
razonablemente exigido al que lo aparta de sí o al tercero necesitado.
La regulación parece pensada para situaciones extremas, tales como
la conocida por los tribunales norteamericanos en US vs. Holmes,
donde el barco norteamericano William Brown naufragó con 17
marineros y 65 pasajeros en la noche del 19 de abril de 1841, 250
millas al sureste del Cabo Race, Newfoundland, tras chocar con un
Iceberg. Los pasajeros sobrevivientes y los marineros fueron
distribuidos en los dos botes salvavidas existentes, quedando a cargo
del Primer O cial uno de ellos y el otro, a cargo del Capitán. En el
bote más grande, a cargo del Primer O cial, se embarcaron 8
marineros más y 32 pasajeros; en el pequeño a cargo del Capitán,
otros 8 marineros y un pasajero. Contra su aparente buen estado
exterior, el bote a cargo del Primer O cial comenzó a hacer agua
inmediatamente después de tomar contacto con el mar. A pesar de los
esfuerzos de los ocupantes para vaciar el agua por la borda, la
condición del bote fue empeorando progresivamente a medida que
pasaban las horas, agravada por una lluvia incesante, por lo que
alrededor de las 10 de la noche del día posterior al naufragio (casi
exactas 24 horas después) el Primer O cial ordenó a sus hombres
“hacer el trabajo, o todos pereceremos”. El trabajo ordenado consistió
en lanzar por la borda a 14 pasajeros hombres solteros o cuyas
esposas no se encontraban en el bote. Ningún marinero fue lanzado
por la borda. El bote con los sobrevivientes fue rescatado a la mañana
siguiente (Circuit Court, E. D. Pennsylvania, 26 F. Cas. 360 (1842)).
Otro caso similar se juzgó en Inglaterra unos años después: en The
Queen v. Dudley and Stephens, tras el naufragio del Yate la
Mignonette, el 5.7.1884, tres marineros experimentados y el joven de
17 años Richard Parker lograron no sin di cultades alcanzar un bote
salvavidas, el que lamentablemente carecía de su ciente agua fresca y
alimentos. Tras nueve días sin comer y 7 sin beber agua, el marinero
Dudley, con el expreso consentimiento del marinero Stephens, dio
muerte al joven pasajero, que se encontraba ya totalmente
desfalleciente, y de su cadáver se alimentaron y bebieron hasta que
fueron rescatados (Queen’ s Bench Division, 14, 273, 1884).
La cuestión esencial que se plantea aquí es, al igual que en la fuerza
irresistible, el límite de esta defensa, es decir, si puede abarcar la
comisión de delitos de homicidio. Al respecto, debemos decir otra vez
que nuestra ley no plantea limitaciones sobre la clase de mal que se
pueda causar, pero el texto de la regla 4.ª del art. 10 N.º 11 no deja
dudas acerca de la necesidad de una valoración racional de los deberes
de soportar el peligro de cada cual. En ese sentido, las sentencias de
los jueces americanos e ingleses a rmando que frente a la necesidad
los marineros tienen el deber de sacri carse y no el derecho a matar a
terceros inocentes, parece correcta, pero no extensible a todos los
casos, y particularmente no a aquellos donde no puede exigirse
razonablemente soportar el mal a personas que no han hecho, como
los marineros, alguna promesa o juramento de dar su vida por la
patria o servir a los pasajeros de un buque. La idea del sorteo en tales
casos parece mejor que la simple aceptación de la decisión de uno
sobre la vida de otro, avalada en su fuerza física, las armas de que
dispone u otra circunstancia que le favorezca fácticamente. En el
famoso ejemplo de la Tabla de Carneades, parece existir un con icto
de estados de necesidad que admite dar muerte a otro: si quieren
sobrevivir, los náufragos que están en igual posición jurídica deben
luchar entre sí por la única tabla de salvación, pero solo uno lo
logrará. Pero no se trata de un hecho “libre de valoración jurídica”
donde el derecho deba únicamente aceptar el resultado del con icto
fáctico (Guzmán D., “Actividad libre”, 453). La necesidad solo excusa
al náufrago que no tenga deberes especiales de protección o de
sacri cio. Tampoco corresponde aquí la aceptación de un mejor
derecho del más fuerte o de protección del status quo, como propone
la solución basada en la idea kantiana de que mientras el que llega
primero a la única tabla de salvación en un naufragio puede
“defenderse legítimamente” del que se la pretende arrebatar, el
segundo solo estaría “exculpado” si se la arrebata (Vargas P.,
“Necesidad”, 756).
Una situación diferente es el caso de la eutanasia a ruego, activa o
pasiva, de un enfermo terminal o irrecuperable cuyos dolores no
pueden ser apaciguados por los tratamientos disponibles o respecto de
cuyos padecimientos no existe tratamiento (pérdida irrecuperable de
consciencia, sentidos, movilidad, funciones vitales o extremidades): si
se admite que el derecho a la vida no puede imponer la obligación de
sobrevivir a toda costa y que no habría otra forma de evitar los
dolores o padecimientos derivados del estado en que se encuentra el
paciente, dado que no se in ige un mal a un tercero y que la ley
permite actuar en estado de necesidad para apartar a otro de males
que no está obligado a soportar (art. 10, 4.ª), bien podría recurrirse a
esta excusa en tales casos excepcionales, no cubiertos por el ejercicio
legítimo de la profesión médica (Hormazábal, “Eutanasia”, 2044,
aunque insistiendo también en una modi cación legal que regule esta
situación).

B. Requisitos
a) La situación de necesidad: el mal grave
Los requisitos para conceder esta eximente (realidad o inminencia
del estado de necesidad como “mal grave”, subsidiariedad y
proporcionalidad de la acción salvadora y limitación de la excusa
respecto de quienes están razonablemente obligados a soportar el mal)
ya los hemos desarrollado al estudiarla en su faz de estado de
necesidad justi cante (el mal que se causa es distinto a un daño a la
propiedad, pero menor al que se pretende evitar), por lo que nos
remitimos allí para los detalles.
Con todo, cabe destacar nuevamente que el estado de necesidad
exculpante no se concede para evitar “cualquier mal”, sino
únicamente “un mal grave para la persona o su derecho”, lo que
parece apuntar directamente a la exigencia de que se trate de una
amenaza a la vida, la integridad física y la libertad (incluyendo la
sexual) de la persona o terceros necesitados.
El mal debe existir, esto es, ser “actual o inminente”, lo que se
entiende incorpora también los “peligros permanentes” generados por
fuentes de peligro cuya actualidad está contenida por medios técnicos
o eventos naturales, p. ej., la inundación que provocaría la destrucción
de un dique por defectos de su construcción o la acción humana
posterior, incluyendo la colocación de artefactos explosivos en su base
(Santibáñez y Vargas, 199, quienes extienden este concepto, siguiendo
a Roxin, al peligro que importa el “tirano doméstico”, cuya conducta
es, sin embargo, una agresión y no un mal cualquiera). Si no existe, la
creencia razonable en su existencia puede permitir su apreciación
putativa o, si tal creencia afecta el ánimo del agente, incluso un miedo
insuperable del art. 10 N.º 9.
b) Proporcionalidad limitada
Respecto del requisito de la proporcionalidad, es decir, del límite de
la aceptación de la eximente respecto del mal que se causa, la ley exige
que no sea “sustancialmente superior al que se evita”. Esta regla se
introdujo en la versión de nitiva del texto, al parecer debido a la
inquietud planteada por el entonces Senador A. Chadwick,
proponiendo “que se requiera que exista alguna proporcionalidad
justi catoria entre la situación de necesidad y el mal que se hace para
evitarlo”.
La ley permite, entonces, para salvar una persona de un grave mal,
disponer de la vida, la integridad o la libertad de otros que no son
responsables del mal que se pretende evitar (ni mucho menos
agresores, caso en que hablaríamos de legítima defensa), incluso si
únicamente la integridad física o sexual están en peligro. En este
sentido, la ley nacional parece aceptar un estado de necesidad
exculpante tanto agresivo como defensivo (una “pequeña legítima
defensa”), cuando la fuente del peligro es otro cuya actuación no
pueda o sea difícil de cali car como “agresión ilegítima” o “fuerza
irresistible” y no cause un miedo insuperable (hechos imprudentes,
ataques de niños e inimputables reconocidos), siempre que sea actual
o inminente y no exista otro medio practicable ni menos perjudicial
para evitarlas.
Según nuestra legislación, ello incluye el supuesto del llamado
sacri cio o muerte de un inocente o “amenaza inocente”, pues la
proporcionalidad y subsidiariedad no se valoran con relación a la
naturaleza u origen del mal que se trate, sino al que se causa frente al
que se pretende evitar y a los medios que se disponen para evitarlo,
respectivamente. Por eso, en casos reales, como la necesidad de
derribar aviones secuestrados o fuera de control por cualquier causa,
causando la muerte de las personas inocentes a bordo que se dirigen
contra edi cios habitados (lo que se puede extender a la detención
violenta de cualquier medio de transporte cuya circulación cause un
peligro semejante), nuestra ley exculparía su muerte si se puede
calcular que de ello derivaría el salvataje de un número
signi cativamente mayor de personas respecto de las que afectaría la
previsible pérdida del medio de transporte y no existe otro medio
practicable para evitarla (Politoff, “Obediencia”, 530, con referencia a
los dramáticos sucesos de la Torres Gemelas de Nueva York, de
9.11.2001. O. o., Cury, “Estado de necesidad [2013]”, 253, basada
únicamente en el presupuesto no establecido en la ley de la supuesta
“imponderabilidad” de la vida humana. Para la discusión al respecto
en el derecho comparado, v. Wilenmann, “Imponderabilidad”). Junto
a estos casos, podemos mencionar los siguientes en que el mal que se
causa podría considerarse sustancialmente menos grave que el que se
evita: lesionar similares bienes jurídicos a los que amenaza el mal,
como salvar la vida propia o de un tercero, disponiendo de la de otro
(el caso de la Tabla de Carneades) o causar un aborto para salvar la
vida de una mujer fuera de los casos permitidos por la Ley 21.030;
afectar bienes jurídicos diferentes de la propiedad: lesionar a uno para
salvar a otro, como en un trasplante forzado de un órgano no vital, o
privar de su libertad a otro con ese mismo n (como sucedería en
casos de epidemias, con la adopción de cuarentenas forzadas fuera de
las reglas del Código Sanitario). Se trata, por tanto, de una
consideración jurídica y no moral, con independencia del juicio que
cada uno tenga de lo que —desde su propio punto de vista losó co o
político— deba o no hacer en cada caso (v., una aproximación de esta
clase en Guerra, Aproximación, 25, quien desarrolla limitaciones
basadas en una teoría moral á la Nozick).
Con todo, se debe admitir que, “saliendo del ámbito en que está en
juego la vida, no existe mayor claridad”, por lo que la eximente
parece permitir “un amplio margen de apreciación judicial” en la
determinación de lo que es o no un mal “sustancialmente mayor al
que se evita” (Hernández B., “Comentario”, 279).
c) Subsidiariedad
Al igual que en el estado de necesidad justi cante, aquí la ley exige
que “no exista otro medio menos perjudicial y practicable” para evitar
el mal grave. La referencia a lo menos perjudicial, sin embargo, debe
hacerse exclusivamente entre los males posibles de causar para evitar
el grave que provocaría el estado de necesidad, pues ya sabemos que la
necesidad exculpante permite causar males mayores de los que se
evitan.
d) Exclusión por deber de soportar el mal
En cuanto a la limitación personal de la eximente, establecida en el
art. 10 N.º 11, 4.ª, cabe reiterar aquí lo ya expresado: mientras no se
exija el heroísmo como obligación de determinados roles sociales
(militares, policías, bomberos, personal sanitario, etc.), es razonable
imponerles el deber de soportar los riesgos inherentes a su profesión u
o cio, como también lo es imponerle soportar tales riesgos a quien
controla la fuente del peligro, al que voluntariamente se expone al
peligro y el que lo causa intencionalmente (causa ilegítima). Además,
es discutible que quienes voluntariamente asumen riesgos producto de
su conducta ilícita no estén obligados a soportar las consecuencias de
sus actos y puedan alegar esta eximente para exculparse de delitos
contra inocentes, incluso el homicidio (o. o. Cury, “Estado de
Necesidad”, 262, quien no admite la existencia del deber de sacri car
la propia vida en ningún caso). Si se trata de la salvación de la persona
o derecho de un tercero, la ley chilena presenta una particularidad
frente al derecho comparado, consistente en impedir el efecto
eximente “en la medida en que el hecho de que, a su titular [del bien
jurídico amenazado] corresponda la carga de soportar esa exposición
al peligro ‘estuviese o pudiese estar en conocimiento del que actúa’”
(Mañalich, “Estado de necesidad”, 737). En el caso contrario, esto es,
que el salvador desconozca o no haya podido conocer el deber de
soportar el mal que pesaba sobre el salvado, podría alegar la
eximente, pero el salvado bien podría ser responsable por su eventual
intervención en el hecho en alguna de las formas de los arts. 15 y 16,
ya que la exculpación no se extendería a su persona (Hernández B.,
“Comentario”, 275).

C. Estado de necesidad y tortura


En la discusión actual, admitida la ampliación del estado de
necesidad al daño a otros bienes diferentes de la propiedad, el
problema más relevante tiene relación con la llamada tortura de
rescate, esto es, cuando se aplica para la obtención de informaciones
salvadoras de vidas, como en los casos que se requiere conocer el
paradero de personas secuestradas (caso Gafgen/von Metzler) o la
detección y desactivación de aparatos explosivos escondidos en un
lugar público y programados para estallar en un momento
determinado (el caso de las ticking bombs). La respuesta al dilema así
planteado es mantener como principio la prohibición absoluta de la
tortura, pero admitiendo la exculpante de estado de necesidad para el
funcionario que aplica “tortura de rescate” como única medida para
evitar la muerte y lesiones de las potenciales víctimas de la bomba y
prohibiendo la valoración de las pruebas así obtenidas (Ambos,
“Tormento”, 155. En el mismo sentido, entre nosotros, Carnevali,
“Terrorismo”, 138).

D. Estado de necesidad exculpante y el problema del “tirano


doméstico”. Remisión
Entre nosotros, se ha discutido si esta nueva eximente del art. 10 N.º
11, abarca también el caso de la muerte del “tirano doméstico” por
sus víctimas mientras duerme, sin haber recurrido antes a las
autoridades, entendiendo que su conducta reiterada de violencia
representaba un peligro permanente no evitable de otro modo. La
cuestión, sin embargo, no se agota en el rechazo de un supuesto estado
de necesidad exculpante, como estudiamos al abordar este caso desde
la perspectiva de la legítima defensa, tratamiento al que nos
remitimos.

§ 11. Omisión por causa insuperable


El art. 10 N.º 12 exime de responsabilidad al que incurre en alguna
omisión, “hallándose impedido por causa legítima o insuperable”.
Mientras la causa legítima corresponde a una causal de justi cación,
la causa insuperable concierne a la exculpación por inexigibilidad.
A diferencia de lo que acontece con la fuerza irresistible, que ha
dado lugar a discusiones en nuestra doctrina acerca de su eventual
extensión a la fuerza moral, no hay discrepancia entre los autores de
que el concepto de causa insuperable comprende también la vis moral
(Fuenzalida CP I, 77; y Novoa PG I, 269). Por lo mismo, ha de
comprender la omisión por miedo insuperable o a la que se opta como
única vía para evitar un mal, aunque de ello se siga la causación de
otro de igual entidad o no sustancialmente superior (estado de
necesidad exculpante).
Mientras en los delitos propiamente comisivos se exige por la ley que
el sujeto se abstenga de una conducta determinada lo que se traduce, a
lo más, en una tensión moral; en los delitos omisivos la ley exige más
que ese esfuerzo moral, requiere un actuar físico, un hacer positivo.
Por ello, la causa insuperable que impide hacer algo se admite más
fácilmente que la fuerza moral que impulse a actuar. De ahí que este
sea el lugar donde menos restricciones puede encontrar la objeción de
conciencia, aunque en la experiencia histórica no siempre se acepte
así, como lo demuestra el juicio de Tomás Moro (con detalle, v.
Corral).

§ 12. Encubrimiento de parientes y obstrucción a la justicia en


su favor
El art. 17 inc. nal consagra una causal de exculpación por
inexigibilidad para los encubridores (favorecimiento real y
favorecimiento personal), que lo sean de su cónyuge, de su conviviente
civil, de sus parientes por consanguinidad o a nidad en toda la línea
recta y en la colateral hasta el segundo grado inclusive, o de sus padres
o hijos, a menos que intervengan para aprovecharse por sí mismos o
facilitar a los culpables los medios para que se aprovechen de los
efectos provenientes del delito. Por su parte, el art. 269 bis inc. nal,
extiende el efecto de esta causal a la participación en el delito de
obstrucción a la justicia; otro tanto acontece con los delitos de
omisión de denuncia del art. 175 CPP y art. 295 bis CP.
Aunque es lamentable la enojosa enumeración de parientes en estos
artículos, nos parece una aprensión exagerada que ello —sumado al
carácter de presunción de derecho de la eximente— pueda conducir
“tanto a absoluciones como a condenas absurdas” (Cury PG I, 702).
Al contrario, la admisión de que en estos casos la ley ha hecho una
abstracción con carácter absoluto de un motivo noble para casos
especiales, mediante una presunción de derecho de su presencia una
vez acreditados los lazos parentales que indica, permite a rmar que,
en el resto de los casos en que ese mismo motivo exista será posible
alegarlo para constituir la eximente de fuerza moral del art. 10 N.º 9.
Especialmente, además, puede también estimarse la presencia de
fuerza moral tratándose de colaboración en la evasión de detenidos
(art. 299) que sean parientes de los mencionados en el art. 17 inc.
nal; y, a la inversa, no es posible aceptar esta excusa en los casos de
aprovechamiento especialmente regulados, como los arts. 456 bis A
CP y 27 Ley 19.913, pues allí el motivo pecuniario de la cooperación
es tan innoble como en el N.º 1 de dicho art. 17 CP.

§ 13. Obediencia debida o jerárquica


A. Generalidades
La obediencia debida como exculpante se re ere a la situación del
subordinado que ejecuta una orden antijurídica, pues si la orden es
lícita, se trata de un caso corriente de cumplimiento del deber. Se trata
de otro supuesto especial de inexigibilidad por fuerza moral
(Rivacoba, “Obediencia jerárquica”, 1249). Y aquí, como en el
encubrimiento de parientes, la ley normativiza o presume de derecho
esa inexigibilidad de constatarse los presupuestos de su aplicación, en
atención a la especial relación de subordinación existente en las
fuerzas armadas, donde la desobediencia de las órdenes de servicio es
constitutiva de delito (art. 337 CJM).
Su particularidad es que, al eximir de responsabilidad al
subordinado, la reconduce al que da la orden. Como indica nuestra
Corte Suprema, cuando se trata de ordenar la comisión de delitos
podemos a rmar que se emiten órdenes en el servicio, pero no
propiamente “del servicio”, que no alcanza a la comisión de hechos
punibles (SCS 26.1.2016, RCP 43, N.º 2, 123). Por eso, el hecho es
ilícito y a su respecto existe el derecho a “defenderse legítimamente”
(Labatut/Zenteno I, 109). Además, puede con gurarse la tentativa
desde el momento mismo en que se emite la orden y su no
cumplimiento por rechazo del subordinado podría considerarse un
delito frustrado, dado que quien ordena ya ha puesto de su parte todo
lo que requiere para que el delito se consume, pero esto no se veri ca
por una razón independiente de su voluntad: la negativa del
subordinado. Por ello, la emisión de esta clase de órdenes puede
asimilarse a la autoría mediata por prevalimiento de las órdenes de
servicio y se diferencia de la inducción propiamente tal del art. 15 N.º
2, donde se requiere el comienzo de la ejecución por parte del
inducido para establecer la responsabilidad del inductor.

B. La exculpación por obediencia debida en el ordenamiento


nacional: las reglas de la justicia militar
El juego de los arts. 214, 334 y 335 CJM y 38 Ley 20.357 establece
que el subordinado en las fuerzas armadas no es responsable de un
delito cometido en cumplimiento de una orden del servicio. De ese
delito será responsable únicamente el superior que hubiere impartido
la orden: i) cuando no están concertados para cometerlo y la orden no
tienda notoriamente a la comisión de un delito o no consista en
cometer delitos de genocidio, crímenes de lesa humanidad o de guerra;
y ii) cuando, tendiendo la orden notoriamente a la comisión de un
delito, el subordinado representa la orden, y el superior insiste en ella.
En esos dos supuestos, la ley exculpa al subordinado, presumiendo de
pleno derecho que ha actuado bajo el motivo noble de cumplir con la
obligación de obedecer (o. o. Mañalich, “Miedo insuperable”, 71,
para quien en tales casos el subordinado actuaría justi cado por
cumplimiento del deber de obediencia). Pero, como dispone el art. 38
Ley 20.357, ese motivo no existe si se trata de cumplir una orden para
cometer un genocidio, torturar, hacer desaparecer personas, etc.
Tampoco si el subordinado se excede en la ejecución, acuerda con el
superior la comisión del hecho o si, conociendo la ilicitud de la orden,
no la representa. La representación debe exteriorizar un auténtico
desacuerdo con la orden, y no es bastante para la exculpación el mero
“dar cuenta” o “informar” al superior que el hecho que se manda
ejecutar es delictuoso (Cury PG I, 714).
Se acostumbra a denominar nuestra regla de obediencia como
obediencia absoluta re exiva. Ello debido a que, por una parte, el
derecho a representar del subordinado la diferencia de una obediencia
ciega; y, por otra, la obligación de obedecer tras la insistencia, la
distingue de la relativa, que tiene lugar cuando el subordinado está
obligado a cumplir solo órdenes lícitas.
Fuera de esos casos, es posible que se realicen hechos delictivos en
una relación de subordinación militar o civil de carácter público, en
que el actor, aun a sabiendas del carácter ilícito de la orden (o
abrigando fundadas sospechas), ejecute el hecho típico y antijurídico,
sin que hayan mediado representación y reiteración, pero igualmente
exculpado. Ello acontecería, según la doctrina tradicional, “si la
actuación ha obedecido a alguna de las razones siguientes: respeto y
acatamiento al superior, temor a medidas disciplinarias, carácter
perentorio de la orden, hábito a la obediencia pasiva”
(Labatut/Zenteno DP I, 108). No obstante, el art. 38 Ley 20.357
limita tan amplia idea a los términos en que a cualquier particular le
es inexigible otra conducta: “cuando hubiere actuado coaccionado o a
consecuencia de un error” que no recaiga en el carácter ilícito del
hecho, lo que debe demostrarse caso a caso. Pero hay que señalar que
esa coerción no puede referirse sino al miedo insuperable del art. 10
N.º 9, con relación las consecuencias fácticas del incumplimiento de
tales órdenes, y no por la mera costumbre de obedecer, la existencia de
una especie de temor reverencial al superior o el que se tenga a las
medidas disciplinarias legalmente establecidas.

C. El problema del error acerca de la licitud de la orden


Si el subordinado cree que la orden es lícita, no siéndolo, se
encuentra teóricamente en una situación especial de justi cante
putativa que, en principio, debe tratarse del mismo modo que las
restantes: se considerará como si estuviese justi cado, a menos que el
error fuese vencible, caso en el cual se aplicaría la pena
correspondiente al delito culposo que existiera. Sin embargo, la ley ha
limitado esta defensa, impidiendo su alegación en casos de delitos de
genocidio y crímenes de guerra y lesa humanidad (art. 38 Ley 20.357):
quien recibe la orden de matar a un prisionero sin juicio, torturar a
otro, bombardear a la población civil sin necesidad militar, etc., no
puede acogerse a ella.
Por otra parte, no tratándose de una orden que tienda a la comisión
de esos delitos, si no tiende notoriamente a la comisión de otros, los
arts. 214 y 334 CJM eximen de responsabilidad al subordinado, sin
atención a su posición psicológica, por estimarse de jure que está
obligado a obedecer las órdenes del servicio (art. 337 CJM), lo que
constituye un motivo noble para aceptar la fuerza moral que ese
constreñimiento importa.
Finalmente, el art. 76 CPR establece una regla excepcional, que
atribuye exclusivamente a los tribunales de justicia la responsabilidad
por las órdenes que emitan, imponiendo la obligación constitucional
de su obediencia ciega, estableciendo que “la autoridad requerida
deberá cumplir sin más trámite el mandato judicial y no podrá
cali car su fundamento u oportunidad, ni la justicia o legalidad de la
resolución que se trata de ejecutar”. Cuando estas órdenes son ilícitas,
el juez que las emite responderá penalmente si ellas son constitutivas
de algún delito (p. ej., prevaricación de los arts. 223 a 225), pero el
rango constitucional del mandato de obediencia hace que incluso
frente a su ejecución no sea posible alegar legítima defensa, pues los
funcionarios que la ejecutan carecen de facultades para dejar de
hacerlo. No obstante, el art. 82 CPP ha morigerado esta obediencia
ciega en el ámbito de la justicia criminal, al disponer que “el
funcionario de la policía que, por cualquier causa, se encontrare
impedido de cumplir una orden que hubiere recibido del ministerio
público o de la autoridad judicial, pondrá inmediatamente esta
circunstancia en conocimiento de quien la hubiere emitido y de su
superior jerárquico en la institución a que perteneciere”, agregando
que, en este caso, “el scal o el juez que hubiere emitido la orden
podrá sugerir o disponer las modi caciones que estimare convenientes
para su debido cumplimiento, o reiterar la orden, si en su concepto no
existiere imposibilidad”. De este modo, como la causa por la que no
se puede cumplir el mandato puede ser, perfectamente, su ilicitud
(“cualquier causa” dice la ley), el legislador reconoce que el policía
subordinado al poder judicial no está obligado a cumplir una orden
ilícita, salvo su reiteración por la autoridad judicial, la que, al igual
como sucede en los casos previstos en el CJM, libera al funcionario de
la prueba acerca del efecto psicológico que dicha orden habría
causado en su capacidad para actuar conforme a derecho.

D. Inexistencia de la exculpación en el ordenamiento civil


Aunque el EA establece un sistema parecido al del CJM para los
funcionarios públicos, quienes también deben cumplir las órdenes en
caso de reiteración, quedando exentos de responsabilidad (arts. 55 f) y
56), tales disposiciones no pueden entenderse comprensivas de órdenes
ilegales que impongan la ejecución de un delito.
La Corte Suprema resolvió al respecto, categóricamente, que los
servidores del Estado no están obligados por ley alguna a cumplir
órdenes que importen la comisión de delitos, y si lo hacen,
responderán personalmente, sin perjuicio de la responsabilidad que
recaiga sobre el superior conforme al art. 159 (SCS 29.3.2000, GJ
249, 113). Otro tanto cabría decir del art. 226 que, en el caso de
“órdenes mani estamente ilegales” de un superior jerárquico, exime
de responsabilidad a los jueces y scales que, luego de haber
representado su ilegalidad y suspendido su ejecución, deban cumplirla
por habérseles insistido en ella por el superior.
Otra cosa es que, como reconoce el art. 38 Ley 20.357, la orden
vaya acompañada de un contexto de coerción o error, que solo puede
ser entendido en el sentido de intimidación del art. 439 o un engaño
que permita al subordinado alegar miedo insuperable o falta de dolo
en su conducta.
Si esta eximente no se admite en casos de evidente subordinación,
como la existente en el ámbito de la administración civil, parece poco
probable que tenga éxito respecto de particulares sujetos a relaciones
laborales que también suponen subordinación y dependencia (art. 2
Código del Trabajo). Sin embargo, para los trabajadores también es
válida la alegación de la existencia de una amenaza que los constriña
al seguimiento de órdenes ilícitas o, sin ella, que el miedo a perder el
trabajo surta semejante efecto, según el art. 10 N.º 9, si se prueba
debidamente. Y, por cierto, también podrán alegar un error que
excluya el dolo, tanto sobre las condiciones materiales de ejecución de
la orden como sobre la licitud de su contenido.
CUARTA PARTE
FORMAS ESPECIALES DE
APARICIÓN DEL DELITO
Capítulo 9
Iter criminis o grados de desarrollo del
delito
Bibliografía
Ambos, K., “Joint Criminal Enterprise and Command Responsibility”, en Journal of
International Criminal Justice 5, 2007; Artaza, O., “Caso ‘Conspiración con agente
encubierto’”, Casos PG; Bullemore, V., “De un género particular de delitos”, Beccaria 250;
Caballero, F., “Tentativa inidónea y su punibilidad en el derecho español”, REJ 13, 2010;
Carnevali, R., “Criterios para la punición de la tentativa en el delito de hurto a
establecimientos de autoservicio. Consideraciones político-criminales relativas a la pequeña
delincuencia patrimonial”, RPC 1, N.º 1, 2006; Contardo, “Crítica a la estructuración del
iter criminis en la legislación penal chilena”, LH Novoa-Bunster; Cury, E., “La teoría del
principio de ejecución en la tentativa” y “Desistimiento y arrepentimiento activo”, Clásicos
RCP II; Tentativa y delito frustrado, Santiago, 1977; Fernández G., M. A.,
“Inconstitucionalidad de responsabilizar penalmente al agente encubierto”, Doctrinas GJ II;
Garrido, M., Etapas de ejecución del delito. Autoría y participación, Santiago, 1984;
Guzmán D., J, “O delito experimental”, R. Portuguesa de Ciência Criminal 18, N.º 1,
2008; Katyal, N., “Conspiracy Theory”, Yale Law Journal 112, 2003; Londoño, F., “El
caso de la ‘llave de gas del frustrado suicida-parricida’”, Casos PG; “Estudio sobre la
punibilidad de la tentativa con dolo eventual en Chile ¿Hacia una noción de tipo penal
diferenciado para la tentativa?, RCP 43, N.º 3, 2016; Mañalich, J. P., “La tentativa y el
desistimiento en el derecho penal. Algunas consideraciones conceptuales”, REJ 4, 2004;
“¿Incompatibilidad entre frustración y dolo eventual? Comentario a la sentencia de la Corte
Suprema en causa rol 19.008-17”, REJ 27, 2017; “La tentativa de delito como hecho
punible. Una aproximación analítica”, RChD 44, N.º 2, 2017; “Tentativa, error y dolo.
Una reformulación normológica de la distinción entre tentativa y delito putativo”, RPC 14,
N.º 27, 2019; Matus, J. P., “La responsabilidad penal por los hechos colectivos. Aspectos de
derecho comparado y chileno”, en AA.VV., El derecho penal continental y el anglosajón en
la era de la globalización, Santiago, 2016; Mera, J. “Comentario a los arts. 7 a 9”, CP
Comentado I; Ortiz Q., L., “Desistimiento de la tentativa y codelincuencia”, LH
Etcheberry; Náquira, J., “¿Tentativa con dolo eventual?, LH Solari; Politoff, S., “El agente
encubierto y el informante “in ltrado” en el marco de la Ley N.º 19.366 sobre trá co ilícito
de estupefacientes y sustancias sicotrópicas”, en Politoff, S. y Matus, J. P. (Coords.),
Tratamiento penal del trá co ilícito de estupefacientes, Santiago, 1998; Los actos
preparatorios del delito. Tentativa y frustración. Estudios de dogmática penal y de derecho
penal comparado, Santiago, 1999; Ramírez G., M.ª C., “La frustración en los delitos de
mera actividad a la luz de determinadas sentencias”, R. Derecho (Valparaíso) 26, N.º 1,
2005; Riquelme, E., “El agente encubierto en la ley de drogas. La lucha contra la droga en
la sociedad del riesgo”, RPC 1, N.º 2, 2006; Schürmann, M., “¿Qué entendemos por
tentativa inidónea impune? Una revisión de la doctrina y jurisprudencia chilenas”, LH
Etcheberry; Vera, J. S., “Frustración en los delitos de mera actividad”, R. Ius Novum 1,
2008.

§ 1. Generalidades
A. La sanción de la tentativa y los actos preparatorios como
extensiones de la punibilidad
La teoría del delito estudiada en los capítulos anteriores puede
resumirse como aquella que establece los presupuestos de la
responsabilidad penal individual por delitos consumados, descritos en
las normas de la parte especial del CP y en las leyes especiales (art.
50). Esto corresponde a la garantía del principio de legalidad del art.
19 N.º 3 inc. 8 CPR, en el sentido que solo son punibles las conductas
expresamente descritas en la ley como tales.
Luego, según esta garantía, en principio solo sería posible sancionar
a una persona cuando ha realizado completamente la conducta
descrita en el tipo penal. Ello supone la prueba de que el acusado
realizó una conducta que lesionó o puso en peligro el bien jurídico
protegido por el tipo penal respectivo, en la forma descrita en la
propia ley, aunque no haya obtenido los eventuales propósitos
ulteriores que perseguía (agotamiento del delito). Así, el delito de
hurto (art. 432) se consuma con la apropiación de la cosa ajena, sin la
voluntad de su dueño y con ánimo de lucro, tanto si el delincuente
sacó el provecho que buscaba de la cosa sustraída, como si la extravió
en su fuga. Y, por su parte, el envenenamiento de aguas de curso
corriente para el uso público se consuma con la introducción de
venenos o sustancias capaces de provocar “muerte o grave daño a la
salud” en el surtidor de agua potable de una localidad (art. 314), sin
esperar a la producción de un daño efectivo a la vida o salud de las
personas que usan esa agua.
En consecuencia, la garantía del principio de legalidad impone que a
la descripción de los delitos de la parte especial del CP y de las leyes
especiales se añadan disposiciones legales que expresamente extiendan
la punibilidad a hechos no consumados, estableciendo los requisitos
para su sanción y señalando las penas que correspondan imponer en
cada caso. En nuestro sistema legal, esa es la función que cumplen los
arts. 7, 8 y 51 a 55, respectivamente.
Así, en virtud de lo dispuesto en el art. 7 y 8, se sancionan no solo el
crimen o simple delito consumado, sino también el frustrado y el
tentado, excluyéndose las faltas (art. 9, salvo la del art. 494 bis) y, en
los casos especialmente previstos por la ley, la proposición y la
conspiración para cometerlos.
Según estas disposiciones, por una parte, existe tentativa (y
eventualmente frustración punible) cuando se “da comienzo a la
ejecución del delito por hechos directos” sin que el hecho se consume.
Y, por otra, la proposición y la conspiración para cometer un delito
son punibles solo si al menos quien a resuelto cometerlo, propone su
ejecución a otro.
Luego, en su límite superior, exigen que el delito no esté consumado
para su aplicación. En los delitos de resultado y, sobre todo, en
aquellos en que la ley solo describe el resultado de la conducta, falta la
consumación cuando no se produce el resultado punible, p. ej., no
muere la víctima de la acción dirigida a matarle en el caso del art. 391;
o bien cuando, produciéndose el resultado causalmente, no es
imputable objetivamente al acusado, p. ej., por la intervención de un
tercero o de la propia víctima en la alteración del curso causal. Por
otra parte, en los delitos formales o de mera actividad y en los de
peligro, donde la descripción de la conducta punible no incluye un
resultado, la conducta desarrollada por el acusado no será punible
como delito consumado cuando coincide solo parcialmente con
aquella descrita por la ley o solo puede describirse como una que
conduciría a su realización, como sucedería en el ejemplo del art. 314,
si quien pretende envenenar el agua de uso público es repelido por la
autoridad antes de introducir en ella las sustancias nocivas que porta
al efecto.
Pero, en cambio, no es tan sencillo determinar cuándo se estará ante
el comienzo o principio de la ejecución punible de un delito. Al
respecto, lo único seguro es que, en su límite inferior, la simple
ideación del delito o la resolución de cometerlo sin comunicarla a
terceros ni realizar cualquier conducta que la exteriorice no es dar
comienzo a su ejecución. Esto se conoce como la fase interna del iter
criminis. Esta fase es absolutamente impune no solo por razones
teóricas, sino principalmente por no constituir conductas en los
términos del art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, sino pensamientos no
manifestados a terceros, cuya sanción es incompatible con la
existencia de un sistema republicano que, para ser tal, debe aceptar un
mínimo de libertad personal como fundamento político de su
existencia.
Sin embargo, a partir de cuándo es punible la exteriorización de esas
resoluciones de cometer un delito, es materia de un amplio debate
doctrinal, en el que tenemos que distinguir entre la fundamentación de
la sanción de la tentativa y la de los actos preparatorios. Respecto de
la primera podemos observar tres teorías fundamentales: la objetivo-
formal, las subjetivas y la objetivo-material, que expondremos a
continuación, por su importancia práctica. En cuanto a la
fundamentación de la sanción de los actos preparatorios, parece
predominante la referida a la mayor peligrosidad del actuar conjunto,
como se verá al tratar más adelante la materia.

B. El fundamento de la sanción de la tentativa y la frustración


a) Teoría objetivo-formal
Según la teoría objetivo-formal, solo habría principio de ejecución
punible en la “realización parcial de lo que corresponde en rigor al
sentido del tipo legal”, como sucedería cuando se ejerce la fuerza o
intimidación sobre la víctima, descritos en la ley como medios para
forzar su voluntad en la violación del art. 361 N.º 1 y en el robo del
art. 436; o se “entra” con “escalamiento” del art. 440 N.º 1 al lugar
habitado, sin todavía salir de él con las especies que se pretenden
sustraer (Politoff, Actos preparatorios, 193). Aunque este excesivo
formalismo se ha atribuido a Beling, ello no da cuenta de su última
aproximación al tema, donde reconoce que la tentativa presupone la
falta de realización del tipo y, por tanto, se trata de comportamiento
“referidos” al tipo, pero no “adecuados” o “parte de” (Mañalich,
“Aproximación analítica”, 468).
En su versión como “realización por parte del tipo” al tipo, la teoría
objetivo-formal es de fácil aplicación cuando la ley fracciona la
descripción típica en diferentes hechos que describe con relativo
detalle, como en los ejemplos propuestos. Sin embargo, conduce a
perplejidades insalvables en el resto de los casos: quien prepara un
incendio en el sótano de un edi cio habitado, pero no llega a prender
fuego al combustible al ser descubierto por terceros con la mecha
encendida en sus manos, no podría considerarse que ha dado
comienzo a la ejecución de un incendio del art. 474, ya que no ha
puesto fuego en el edi cio. Tampoco comenzaría a ejecutar un
homicidio quien ha preparado un dispositivo explosivo en un
vehículo, pero no ha comenzado a accionar el mecanismo detonador.
Y podemos discutir al in nito cuándo comienza realmente el
homicidio: ¿al preparar el arma, asegurarla, apuntar o disparar?
Además, el art. 7 no se re ere a la ejecución de hechos comprendidos
en la descripción del delito, sino a dar comienzo a su ejecución por
hechos directos. Luego, dada esta extensión legalmente establecida a
hechos diferentes de los comprendidos en el tipo penal, no es posible
aceptar que la teoría objetivo-formal sea la única constitucionalmente
válida, como a rma alguna doctrina (Mera, “Comentario”, 145). El
art. 7 es también ley y puede, bajo el amparo constitucional, ampliar
la punibilidad a hechos que llevan directamente a la ejecución de un
delito, aunque el tipo penal no se ha realizado siquiera en parte.
b) Teorías subjetivas
Para determinar cuándo esos hechos que no son parte de la
realización del tipo penal podrían considerarse punibles, las teorías
subjetivas ponen el acento en la representación del autor como
fundamento de la punibilidad y, por tanto, el criterio para el
establecimiento de lo que ha de entenderse por tentativa punible sería
la existencia de una “resolución de consumar el delito” o del
“propósito de transgredir la norma penal” exteriorizados de cualquier
forma (Garrido, Etapas, 89). Este criterio invierte la exigencia de la
responsabilidad subjetiva como límite de la imposición de las penas
(principio de culpabilidad), transformando la subjetividad del agente
en el fundamento de la sanción. Luego, cuando no exige más que
cualquier exteriorización de una voluntad contraria a derecho,
conduce a la práctica disolución del principio de legalidad y de toda
referencia objetiva (probatoria) que vincule el hecho punible con el
peligro o daño que la ley pretende evitar. Consecuentemente,
considera punible no solo toda tentativa inidónea y acto preparatorio
que exprese la voluntad contraria a derecho, sin vinculación directa a
la descripción típica del delito cuya consumación se perseguiría, sino
también —en el extremo— la de casos tan disparatados como el
intento de abortar de una muchacha que se creyó embarazada por un
beso (Politoff, Actos preparatorios, 110). La peligrosa asimilación
entre las ideas morales y religiosas con este criterio ya fue denunciada
por los reformadores del siglo XVIII (Beccaria, 224) y, ahora, desde el
punto de vista de la exigencia de la tipicidad (objetiva) como
fundamento de la punición, incluso por autores nalistas (Bullemore,
“Género”, 442).
Sin embargo, las teorías subjetivas puras o llevadas a su extremo no
han tenido acogida entre nosotros, donde parte importante de la
doctrina admite solo su versión limitada, según la cual para a rmar la
tentativa se debe determinar si con su conducta el agente “ha iniciado
o no, objetivamente, la forma de ejecución de la acción descrita por el
tipo de delito consumado que corresponde al modo de realización
planeado por él” (Cury PG, 560). A similares resultados conducen las
diferentes variaciones de las teorías expresivas o comunicativas de la
tentativa, basadas en la idea de la perturbación que la expresión de
una voluntad racional contraria a derecho produce en la con anza en
la vigencia de las normas. La amplia aceptación en Chile de esta teoría
subjetiva limitada está, sin duda, in uida por su también amplio
dominio en la doctrina y jurisprudencia alemanas, donde encuentra
respaldo legal en el §23 StGB, que solo establece una rebaja
facultativa para la tentativa y, aunque en ciertos casos permite
también abstenerse de imponer pena al delito absolutamente
imposible, no distingue en la medida de la pena entre tentativa y
frustración —tentativa inacabada y acabada, según sus términos—
(Casos DPC, 193, con referencias también al sistema norteamericano,
donde el art. 5.5.1 del Model Penal Code establece un sistema similar).
En el extremo, el carácter facultativo de la rebaja de la pena en los
delitos tentados frente a los consumados y el fundamento subjetivo
que para ello se presenta (en ambos casos existe una única conducta
contraria o in el al derecho, que desconoce la vigencia de las normas
o que expresa la voluntad criminal del agente), ha llevado a que más
de algún autor conciba la consumación entendiendo que la producción
del resultado sería una mera condición objetiva de punibilidad sin
vinculación con la subjetividad del agente (v. una exposición crítica de
estas teorías en Politoff, Actos preparatorios, 243).
c) Teoría objetivo-material
Puesto que “es innegable que una interpretación puramente o
fundamentalmente subjetiva no corresponde ni a las palabras de la ley
ni al espíritu de nuestro Código, concebido con arreglo al criterio
liberal que exige una afectación signi cativa del mundo exterior, en la
forma de un daño o peligro, de la que, en buena medida, hace
depender la punibilidad”, y que “una interpretación que haga residir
el fundamento de la punibilidad de la tentativa en un ánimo hostil al
derecho y en que la exteriorización del mismo solo se exigiera por
motivos de prueba sería una extrapolación de doctrinas extrañas a
nuestra tradición” (Politoff, Actos preparatorios, 191), rechazamos las
teorías subjetivas como fundamento de la punibilidad de la tentativa.
En consecuencia, la extensión del ámbito de lo punible a hechos
anteriores a la realización total o parcial del tipo penal, solo puede
fundamentarse en un criterio objetivo-material ex ante que, tomando
como punto de partida las potenciales formas empíricas de realización
cada uno de los tipos penales de la parte especial, “incluya en el
ámbito del principio de ejecución aquellos actos que, aunque
limítrofes respecto de la conducta típica, estén tan unidos a ella que,
según la experiencia común representen un peligro inminente para el
bien jurídico tutelado” (Politoff, Actos preparatorios, 196). Este
criterio, que distingue entre la ejecución actual y la inminente de un
delito, se recoge expresamente en el art. 10 N.º 4, que autoriza la
defensa legítima en ambos casos (Etcheberry DP II, 62). Sobre esta
base, las ideas de identi car los hechos que con guran la tentativa de
un delito como actos unívocos de ejecución, la exigencia de la prueba
de la aptitud para la consumación del delito del curso causal
desencadenado, la consideración de los conocimientos propios del
autor y hasta de su plan o representación, deben considerarse como
recursos heurísticos y probatorios, que no resultan determinantes por
sí solos para establecer la existencia del peligro objetivo de
consumación del delito, pero que ayudan a establecer su probabilidad
objetiva de realización (sobre cada uno de los criterios enunciados v.
Carrara, Programa § 358; Novoa PG II, 122; y Carnevali, “Criterios”,
12, respectivamente).
Las principales consecuencias prácticas de admitir un modelo
objetivo como el propuesto para fundamentar la punibilidad de la
tentativa, contrarias a lo propuesto por las teorías subjetivas, son la
aceptación de la impunidad del delito imposible o tentativa
absolutamente inidónea y del castigo excepcional de los actos
preparatorios (Labatut/Zenteno DP I, 182). En cuanto a las penas
aplicables, esta distinción objetiva justi ca también una objetiva
diferencia en la sanción a imponer, como hace nuestro CP, al
establecer rebajas punitivas obligatorias de uno o dos grados, según
que los hechos se cali quen de frustrados o tentados.
Así, respecto del delito imposible o tentativa inidónea, por falta
absoluta de objeto, medios o sujetos, entendemos que es su ciente
para rechazar su castigo, con independencia de la voluntad contraria u
hostil al derecho del agente, el hecho de que su sola de nición impide
hablar de un comienzo de ejecución por hechos directos encaminados
a la consumación del delito que constituyan un peligro de su
realización o de lesión o perturbación del bien jurídico ex ante
(Caballero, “Tentativa inidónea”, 130).
Por otra parte, el carácter excepcional del castigo de los actos
preparatorios aparece en el art. 8, donde se los limita a actos que
cumplen el requisito adicional de aumentar el peligro de realización de
determinados delitos mediante la intervención de dos o más personas.
En todos los otros casos que se han querido sancionar actos
preparatorios individuales o hechos indirectos de ejecución, la ley lo
hace también de manera especial, p. ej., tipi cando el porte de objetos
conocidamente destinados al robo en el art. 445.
Finalmente, la diferenciación objetiva entre tentativa y consumación
y entre las penas previstas para ambos casos es también relevante
desde el punto de vista político criminal, pues permite justi car más
coherentemente que las doctrinas subjetivistas la existencia de la
defensa del desistimiento como eximente de la pena, con
independencia de si el sujeto se desiste por conveniencia o por
cualquier otra razón diferente a un reconocimiento de la vigencia o
validez del derecho y su delidad al mismo, pues si “la importancia de
estorbar un atentado autoriza la pena”, “como entre este y la
ejecución puede haber algún intervalo, la pena mayor reservada al
delito consumado, puede dar lugar al arrepentimiento” (Beccaria,
Delitos, 214). No obstante, aquí estamos ante una diferencia más bien
teórica, pues también en sistemas subjetivos, como el alemán, el
desistimiento voluntario se admite como defensa que exime de toda
pena (§ 24 StGB), lo que refuerza su interpretación como una fórmula
subjetiva, pero limitada.

§ 2. Tentativa
A. Tipicidad
El art. 7 describe la tentativa, en su primera parte, como “dar
principio a la ejecución de un crimen o simple delito por hechos
directos, faltando uno o más para su complemento”. Al exigir dar
principio a la ejecución del hecho, la ley impide la sanción a título de
tentativa de toda idea o resolución criminal no externalizada, pero no
se re ere a una parte del tipo, como proponía la teoría objetivo-
formal: el hecho al que se extiende la punibilidad es, por cierto, uno
que puede verse como parte de la realización del tipo, pero también
los anteriores que conducen a ella, creando un peligro de su
realización: disparar un arma no es comenzar a matar, pero si el tiro se
hace a una distancia que puede herir a una persona sí es tentativa de
homicidio punible, al crearse objetivamente el peligro de realización
del tipo penal, según el destino del disparo.
Además, debe ser el caso de que, por cualquier razón objetiva,
independiente de la representación o capacidades del agente, ese
peligro de realización no se produce, faltando uno o más actos para
que el delito se consume. Si no falta acto alguno, pero de todas
maneras el delito no se consuma, estamos ante una frustración: el
delincuente puso todo de su parte para la consumación, pero no se
produce por una causa independiente de su voluntad.
La descripción de aquello en que consisten los hechos tentados se
obtiene de unir el contenido del art. 7 con el respectivo tipo penal
consumado consagrado en la ley. Así, p. ej., en el robo (art. 432), una
tentativa punible consiste en dar principio a la ejecución de la
apropiación de una cosa mueble ajena, sin la voluntad de su dueño y
con ánimo de lucro, usando violencia en las personas, por hechos
directos (RLJ 36). Pero la precisión de lo que sea el principio de
ejecución por hechos directos de cada delito en particular depende de
su propia con guración típica y es un problema de la parte especial:
“No hay ‘comienzo de ejecución’ válido para todo el derecho penal;
hay comienzo de ejecución de homicidio, de hurto, de robo, de
apropiación indebida, etc.” (Cury, “Principio de ejecución”, 1097).
Aún así, es importante reiterar que no todos los actos de tentativa
constituyen la realización de parte del tipo penal (propuesta objetivo-
formal), sino que también la constituyen hechos anteriores al
comienzo de esa ejecución, pero conectados con ella por el peligro
material de su realización en las circunstancias concretas en que se
ejecutan (causalidad hipotética), según una apreciación objetiva de la
representación del agente y teniendo en cuenta sus capacidades y
conocimientos. Así, se estimó que hacer un forado para entrar a un
lugar no habitado era una tentativa de escalamiento del art. 440 N.º 1,
aunque los responsables hubieran sido sorprendidos antes de empezar
a entrar al lugar del robo (SCA Temuco 19.2.2016, RCP 43, N.º 2,
255, con nota crítica de A. Rojas) por el peligro de consumación (los
responsables estaban a punto de ingresar), antes que referirla a la sola
evidencia de la intención manifestada.
La naturaleza del acto externo debe ser la de un movimiento
corporal o acción anterior a la consumación. Esta exigencia hace
imposible concebir la tentativa en los delitos de omisión, pues por
resuelto que se tenga hacerlo, no es posible comenzar a omitir antes
del momento en que es obligatorio actuar y no se hace lo que se espera
(quien desea apropiarse de cosas que provienen de un naufragio no
comete tentativa del delito del art. 448 inc. 2 por acercarse a la playa
todos los días hasta que ve uno: solo cuando toma la cosa proveniente
del naufragio nace la obligación de entregarla a la autoridad). En
cambio, en los delitos de omisión impropia, en la medida que la
conducta puede fraccionarse y aparecer hechos positivos que excluyen
terceros potenciales salvadores, es posible la tentativa desde que se da
comienzo a la ejecución de tales hechos. Tampoco parece posible la
tentativa en los delitos de expresión, donde se sanciona la
manifestación de un mensaje falso, una amenaza, la solicitud de un
hecho ilícito o un insulto (arts. 206, 248, 296, 416, p. ej.). Cuando la
expresión pensamientos sancionada es oral, solo cabe la impunidad
(cogitationem poenam nemo patitur) o la consumación. En cambio, si
la expresión es por escrito o mediante una grabación, es imaginable la
tentativa y aún la frustración desde el momento que el agente pone
todo de su parte que el delito se realice (poner por escrito el
pensamiento y enviarlo a su destinatario). Por ello, hay que convenir
en que el criterio del fraccionamiento para determinar la posibilidad
de una tentativa no puede referirse únicamente al del tipo penal, que
correspondería con la teoría objetivo-formal, sino a la posibilidad de
ejecución de actos anteriores a su realización que importen un peligro
objetivo de consumación del delito que se trate. Esta posibilidad es
una cuestión empírica, dependiente tanto de la descripción del delito
como de las posibilidades y formas de su realización material pero, en
ningún caso, de la sola literalidad de los tipos penales. En el ejemplo
clásico de los delitos de resultado puro, la muerte de la víctima es
instantánea, no admite fraccionamiento y mientras no se produce no
se puede a rmar que se ha cometido un homicidio, pero se acepta
retrotraer la sanción de la tentativa a los hechos anteriores a esa
muerte que supongan un peligro de consumación: apostarse con el
arma a esperar que llegue la víctima, apuntar, disparar. Solo en
contados casos podrá a rmarse que un delito determinado no admite
tentativa porque, según su descripción típica, la conducta descrita en
la ley como delito no admite fraccionamiento (RLJ 36).
Pero la ley exige algo más que la externalización de la conducta para
a rmar la tentativa. Se requiere que esos actos de ejecución sean vistos
como “hechos directos”, esto es, según la teoría objetivo-material aquí
propuesta, que estén directamente encaminados a la realización del
tipo penal o pongan en peligro el bien jurídico respectivo, siempre que
se encuentren en inmediata conexión espacio temporal con la
consumación (RLJ 36). Los criterios de “oportunidad-para-la-acción”
e “inmediatez” propuestos por la teoría analítica podrían servir de
elementos heurísticos para esta determinación, pero no mucho más, ya
que a rmar que una persona “se encuentra en posición de producir la
muerte de otro ser humano” o “de condicionar, mediante engaño, una
disposición patrimonial perjudicial para otra persona”, no parece
resolver la cuestión de en qué consiste estar en esa posición si ella no
se vincula con un peligro real de consumación, por mucho que desde
el punto de vista analítico se quiera negar la relevancia de ese peligro
para a rmar la tentativa (v., sobre dicha teoría, Mañalich, “Inicio”,
826 y 833).
Según la ley chilena, no es un hecho directo el porte de los
instrumentos del delito, aunque se trate de aquellos conocidamente
destinados a su comisión, pues ha establecido tres tipos especiales para
los casos que ha supuesto de su ciente gravedad y que no estarían
incorporados en el concepto de tentativa punible: el porte de armas
prohibidas en la Ley 17.798; el de “llaves falsas, ganzúas u otros
instrumentos destinados conocidamente para efectuar el delito de
robo” (art. 445); y el de “artefactos, implementos o preparativos
conocidamente dispuestos para incendiar” (art. 481). Tampoco lo es la
fabricación de tales instrumentos (en el caso de las falsi caciones, la
de los cuños, planchas, etc., destinados a falsi car monedas y billetes,
se pena especialmente en el art. 181). De allí que, correctamente, se
estimó como actos preparatorios impunes de falsi cación la
fabricación y posesión de formularios de revisión técnica en blanco
(RLJ 36). Sin embargo, la facilitación de los instrumentos con que se
comete el delito constituye una forma de autoría, si existe concierto al
efecto (art. 15 N.º 3); o mera complicidad, si ese concierto no existe o
el medio facilitado no es el que se emplea para realizar el tipo penal,
pero sirve a ello, siempre que exista conocimiento de su utilización
ilícita (art. 16). Pero, en ningún caso, son hechos directos de ejecución,
en el sentido de nuestra ley, proponer a otro la comisión de un delito y
ni siquiera acordarla si no hay un acto exterior adicional, guras que
el art. 8 denomina proposición y conspiración y que solo se castigan
de manera excepcional.
En cambio, sí puede considerarse como hecho directamente
encaminado a la consumación la realización de parte del tipo penal,
cuando su descripción lo permite, como hace el art. 444 cuando
presume que el que entra por vía no destinada al efecto a un lugar
habitado ejecuta una tentativa de robo, según el criterio objetivo-
formal. Pero no todos los delitos se describen de manera que sea
posible a rmar que una conducta es parte de su ejecución formal o
que realizan inmediatamente la descrita en el tipo. No es fácil advertir
cuándo formalmente se comienza a privar de libertad a otro o a darle
muerte. Incluso quien ha dispuesto los artefactos incendiarios y se
apronta a prenderles fuego, no ha dado aún comienzo a la ejecución
formal del incendio, como tampoco ha iniciado formalmente un robo
quien fuera del lugar donde pretende entrar forcejea con la puerta. Por
otra parte, quien comienza a someter físicamente a otro puede estar
dando inicio a la ejecución de un secuestro (art. 141) o de una
violación (art. 361).
Por tanto, de acuerdo con el criterio objetivo-material aquí adoptado
diremos que hechos directos de ejecución son aquellos que representan
un peligro de consumación del tipo penal de referencia, de acuerdo
con las particularidades de su descripción típica, que no consistan en
la adquisición o porte de los instrumentos para su comisión o en la
sola manifestación verbal de la resolución de cometerlos, salvo en los
casos de delitos especiales que sancionan tales hechos. Pero sí es
posible estimar que existe un peligro de consumación en los casos de
autoría mediata, desde el momento en que el autor toma el control de
la voluntad del instrumento. No obstante, solo el conjunto de la
prueba ayudará a dilucidar en cada caso la existencia o no de ese
peligro, mediante un juicio ex ante que queda entregado a la
apreciación de los jueces del fondo (RLJ 36).
Nuestra jurisprudencia ha considerado, en un uso más bien intuitivo
de estos conceptos, que un disparo fallido contra otro es una tentativa
si la falla es producto de la mala puntería del agente; y que llevar a
una mujer a un sitio eriazo y quitarle las ropas es tentativa de
violación, aun “cuando ni siquiera se han aproximado los sexos” por
la resistencia opuesta (RLJ 37).
Es importante señalar que esta concepción objetivo-material de la
tentativa importa un análisis fáctico independiente de las intenciones
del agente: si, p. ej., la intención de matar está demostrada por un
reconocimiento, la declaración que se hace a un tercero, o ello se
in ere de motivos poderosos para la actuación (el dinero que se
recibirá de una herencia, p. ej.), es irrelevante para la tipicidad de la
tentativa (y de la frustración), si ese ánimo o intención no se
mani esta en la ejecución de hechos directos de ejecución del
homicidio (tentativa) y, para el caso de la frustración, si no se pone de
parte del agente todo lo necesario para que la muerte de su víctima se
produzca.

a) Imputación objetiva en tentativa de delitos de resultado:


impunidad de la tentativa absolutamente inidónea y del delito
putativo
Al respeto, es dominante entre nosotros la doctrina objetiva, según
la cual los supuestos de tentativa absolutamente inidónea o delito
imposible debieran considerarse hechos impunes si, en un juicio ex
ante, no generan un riesgo de consumación de un delito o afectación
al bien jurídico en el caso concreto, por faltar el objeto o ser
absolutamente inidóneo el medio que se pretende emplear; salvo
aisladas propuestas en contrario (Cury, Tentativa, 178, desde el punto
de vista nalista; y, ahora, desde la teoría analítica de Mañalich,
“Tentativa”, 325). Lo mismo aplica al caso de la tentativa de delito
putativo, imaginario o error de prohibición al revés, en perjuicio del
agente.
La tentativa es absolutamente inidónea cuando mediante un juicio
ex ante se determina que el fracaso del agente se debe a la absoluta
falta o inexistencia del objeto de la acción, a la absoluta ine cacia del
medio empleado para conseguir el n a que se destinó, o a la
inidoneidad del sujeto activo o pasivo, con total independencia de sus
conocimientos, la rmeza de sus intenciones o lo detallado de sus
planes: “un hombre que hiere a un muerto creyéndolo dormido; otro
que administra una sustancia inofensiva creyéndola venenosa; y un
tercero que intenta sustraer una especie de su patrimonio creyéndola
ajena, no pueden ser castigados como reos de tentativa” (Fuenzalida
CP I, 21). De esta forma, se absolvió a quien creyendo cumplir el
encargo de llevar cocaína a un reo, llevaba un polvo inocuo; se estimó
imposible cometer aborto, si las manipulaciones se llevaron a cabo
cuando el feto estaba ya muerto; y un fallo de 1890 estimó imposible
cometer robo con violencia en las personas, si los actos de violencia
para apoderarse de unas prendas de vestir, tuvieron lugar cuando la
víctima, que los delincuentes suponían viva, había fallecido
anteriormente (RLJ 39, y Etcheberry DPJ I, 472). Tampoco comete
incesto el que yace con quien cree su hermana sin serlo, ni puede
prevaricar quien dicta sentencias en su escritorio, sin ser juez.
En cambio, un error en la ejecución, su descubrimiento antes de
llevarla a término o el hecho de que la propia víctima evite el daño o
no se produzca por el acaso o la intervención de terceros, no
constituyen tentativas imposibles si mediante un juicio ex ante, se
determina que, considerando los conocimientos y características del
agente, los medios que emplea y las circunstancias en que comienza la
ejecución del hecho, era probable su realización de no mediar ese
error, descubrimiento o evitación.
Por ello, debe rechazarse la tesis que de ende entre nosotros la
impunidad de la tentativa relativamente idónea sobre una estricta
consideración ex post de su peligro (Mera, “Comentario”, 158). Esta
tesis, llevada al extremo, conduciría a la a rmación de la inidoneidad
de toda tentativa descubierta o evitada y su consiguiente impunidad,
lo que es contrario al sentido del art. 7 (Schürmann, “Tentativa”, 444,
llega a similares conclusiones, pero por razones diferentes). No
obstante, ha sido acogida por alguna jurisprudencia reciente, en un
caso en que se intentó sustraer especies de un “bolsillo vacío” y en
otro de tentativa de estafa mediante nombre ngido con documentos
falsos descubiertos por el engañado (SSCA San Miguel 30.7.2008, Rol
707-8, y Santiago 25.7.2008, Rol 1031-8).
Finalmente, hay delito putativo cuando el autor cree punible una
acción que no está prevista en la ley como delito (p. ej., una mujer
practica actos de lesbianismo suponiéndolos punibles; el inculpado
cree que su falsa declaración judicial está castigada). Su tratamiento es
similar al de la tentativa inidónea o delito imposible, por cuanto en
ningún caso el autor que cree cometer un delito inexistente pone en
riesgo algún bien jurídico protegido.

B. Culpabilidad
La prueba del peligro de consumación como condición sine qua non
para a rmar la existencia de una tentativa, no es su ciente para su
sanción, pues se requiere también la prueba de la culpabilidad del
agente. Así se ha fallado que no hay tentativa de parricidio si el
imputado abre las llaves de gas de una cocina para suicidarse,
poniendo en riesgo a sus hijos, pero sin la intención de causarles
lesiones o muerte; y que romper una ventana, sin manifestar en hechos
comprobables la intención de entrar al lugar no constituye tentativa de
robo (RLJ 36).
En la tentativa la subjetividad del agente se dirige a lograr la
consumación del delito, algo que va más allá de lo objetivamente
realizado, por lo que este exceso de subjetividad puede considerarse
un elemento subjetivo del tipo legal, como en los delitos de intención
trascendente; pero también un doble dolo, integrante de la
culpabilidad y fundante de la antijuridicidad, según la teoría de la
doble posición del dolo; o incluso como una “resolución-al-hecho”
diferenciada del hecho mismo (Mañalich, “Inicio”, 822). Pero, más
allá de su ubicación sistemática, lo importante son las consecuencias
que este exceso de subjetividad impone: según la doctrina y
jurisprudencia dominantes la existencia de la nalidad de consumar
excluiría la posibilidad de tentativa y frustración imprudente y con
dolo eventual (Mera, 148; RLJ 31; y SCS 24.10.2012, RChDCP 2, N.º
1, 173, con nota aprobatoria de O. Pino). Para justi car esta
limitación se plantea la existencia de una diferencia estructural entre
tentativa y consumación: la falta objetiva de consumación en la
tentativa sería compensada, para justi car la pena, con un plus de
subjetividad: el dolo directo (Londoño, “Tentativa”, 125).
Sin embargo, mientras la exclusión de la tentativa de delitos
culposos puede fundarse en que ellos pueden describirse como la
omisión de un deber de cuidado sin intención de realización de la
puesta en peligro o resultado lesivo, la aceptación de un resultado
previsible no parece incompatible con el inicio de ejecución de la
conducta que lleva a su realización y existen buenas razones para
admitirlo, como hace la doctrina dominante en Alemania y España (y
reconoce el propio Londoño, “Llave de gas”, 238).
En efecto, en todos los casos en que las conductas son ilícitas por el
objeto material en que recaen (delitos de posesión) o el medio que se
emplea, si se admite dolo eventual sobre ese conocimiento o los
efectos del medio, es perfectamente imaginable un dolo eventual de
consumación del delito, p. ej., de posesión de pornografía infantil o de
la muerte del destinatario del alimento envenenado, basándose en la
aceptación de que los intervinientes en el material pornográ co sean
menores de edad (art. 374 bis) o de que el destinatario del alimento
envenenado comerá lo su ciente del mismo como para morir (art. 391
N.º 1).
En los delitos de resultado puros es todavía más fácil concebir el
dolo eventual en la tentativa: así, en un fallo muy ilustrativo, se tuvo
por probada la existencia de un dolo eventual como aceptación del
resultado de muerte de la persona a quien se hiere y se encuentra junto
a la destinataria principal de los disparos, pero se rechaza cali car el
hecho como homicidio frustrado, sosteniendo que, según el art. 7,
requiere dolo directo (SCA San Miguel 24.2.2015, RCP 43, N.º 2,
273, con nota crítica de M. Schürmann). Sin embargo, esa exigencia
no emana de la disposición legal citada. No es necesario, por tanto, un
dolo directo en la tentativa de un delito, si la producción de los
resultados punibles es previsible y aceptada por el agente. Con mayor
razón esta conclusión es aplicable a los delitos frustrados, donde la
falta de consumación proviene de una circunstancia objetiva
independiente de la voluntad del agente, por lo que no existe
posibilidad de distinguirlos de los delitos consumados en su aspecto
subjetivo: el agente ya hizo todo de su parte para que la consumación
se produjese, con dolo directo o eventual (Mañalich,
“¿Incompatibilidad?”, 176, donde se critica, con razón, la SCS
11.7.2017, Rol 19008-17, que falló en sentido contrario en un caso en
que el agente le quitó los ojos y golpeó la cabeza de una mujer con
una piedra, quien de todos modos sobrevivió). Pero no es necesario
para admitir este resultado aceptar la idea de que el dolo eventual no
tenga re ejo en una prueba sobre el estado mental, como propone
alguna doctrina aislada (Náquira, “Tentativa”, 271).

§ 3. Frustración
El art. 7 inc. 2 de ne al crimen o simple delito frustrado como aquél
en que “el delincuente pone de su parte todo lo necesario para que el
crimen o simple delito se consume y esto no se veri ca por causas
independientes de su voluntad”.
Se distingue de la tentativa por su grado objetivo de peligro de
realización del delito, pues mientras en la primera falta al agente
ejecutar uno o más actos para que el solo curso causal siguiente lo
desencadene; en la frustración el agente ya ha hecho todo lo necesario
al efecto. Pero hay que tener claro que en nuestro sistema la
frustración no consiste en la realización de todos los actos que el autor
considere necesarios según su propia representación (la tentativa
acabada del §  23.3 StGB), sino de todos los que lo sean según una
valoración objetiva del hecho (Mera, “Comentario”, 163). Y esta
diferencia objetiva en el peligro de realización del tipo penal explica la
también objetiva y obligatoria diferencia en la medida de la pena entre
tentativa y frustración en nuestro Código, ordenándose para la
primera una rebaja en dos grados y para la segunda de uno solo; al
contrario de lo que sucede en los sistemas subjetivistas como el
alemán, donde las rebajas de pena por este motivo son meramente
facultativas. En nuestra jurisprudencia es mayoritaria esta concepción
objetiva, como manda el Código, entendiendo que hay frustración
cuando la conducta abandonada a su curso natural objetivamente
conduciría al resultado, sin la intervención de terceros o causas
naturales y con independencia de la representación del autor (RLJ 32).
Además, en el caso de quien dispara con mala puntería, se aprecia
tentativa y no frustración, pues objetivamente faltan actos para su
complemento (RLJ 33).
En cuanto a los presupuestos de la responsabilidad por delito
frustrado, son los mismos que en los delitos tentados, tanto objetivos
como subjetivos, salvo por el grado de peligro de realización: el sujeto
ha llevado adelante todos los actos que conducen objetivamente a la
consumación, que no se produce por un evento natural (caso fortuito)
o la intervención de terceros (p. ej., la oportuna intervención médica),
independientes de la voluntad del delincuente. La defensa de
imputación objetiva, en casos de resultados retardados e intervención
de terceros responsables, no excluye entonces la responsabilidad, pues
conduce también a la apreciación de un delito frustrado. Por otra
parte, tampoco hay inconvenientes para aceptar la frustración con
dolo eventual, pero es imposible la que sea imprudente.
En la doctrina se advierte que, a diferencia de la tentativa, la
frustración solo sería concebible en los delitos materiales y en todos
aquellos que exijan un resultado, entendido como un evento separado
de los actos de ejecución, que pueda o no veri carse después de que el
agente ha puesto todo lo necesario de su parte para que el delito se
consume, excluyendo la frustración de los delitos de mera actividad.
Sin embargo, esa defensa es rechazada por nuestra jurisprudencia que
admite la existencia de la frustración en toda clase de delitos, como en
los casos de quien pretende cometer una violación y se detiene ante la
llegada de un automóvil; intenta cometer un hurto, es sorprendido y al
huir es detenido a pocos metros del lugar de la sustracción; o es
sorprendido saliendo del lugar de donde sustrajo cosas empleando
fuerza (RLJ 34). Esta es la llamada teoría del último acto, según la
cual, debe considerarse frustración el hecho que se encuentra en su
fase nal de ejecución (el último acto), aunque para la producción del
resultado o consumación falten todavía “factores causales
dependientes de terceros o fenómenos naturales o mecánicos” (SCA
Concepción 25.7.2014, RCP 41, N.º 4, 189; Ramírez G.
“Frustración”, 133). La referencia del art. 7 a la consumación y no a
la producción de un resultado abona esta interpretación y la
introducción del art. 494 bis, que expresamente sanciona la
frustración de la falta de hurto, parecen respaldar esta comprensión
del texto legal (o. o. Contardo, 128). Algunos autores admiten
también la frustración en esta clase de delitos por el carácter
valorativo que atribuyen a la distinción, opuesto a una mera
constatación causal, pues resultaría una especie de so sma causal
a rmar que, al mismo tiempo, se ha puesto todo de parte del agente
para que el delito se consume, pero esto no se veri ca, ya que,
entonces siempre faltará haber puesto algo y ese faltante se valora
como frustración cuando intervienen terceros o el acaso no controlado
por el agente (Vera, “Frustración”, 254). En el extremo, también es
cierto que la idea de la existencia de una frustración como
“valoración” en esta clase de delitos ha permitido a los tribunales
rebajar las penas en casos dudosos de consumación, donde la
intervención policial es coetánea a la salida de los acusados del lugar
de los hechos, sin llegar al extremo de hacerlo en dos grados (SCA
Concepción 12.9.2016, RCP 43, N.º 4, 262, con nota crítica de A.
García, en el sentido de que debió a rmarse tentativa y no
frustración).

§ 4. Proposición y conspiración para delinquir


A. Fundamento
Como, por regla general, en Chile, los actos que no consisten en
“dar comienzo a la ejecución de un delito por hechos directos”,
aunque estén encaminados a ello no son punibles, cabe reconocer en la
sanción de la conspiración la diferencia que hace el legislador entre la
peligrosidad de los hechos individuales y los colectivos. El fundamento
de esta diferenciación ya lo esbozaba el Filósofo al a rmar que, con
amigos, los hombres “son, en efecto, más capaces de pensar y actuar”
(Aristóteles, Ética, 284), y así se lee en el pasaje de la Ilíada que cita:
“si además me acompañara otro hombre, // mayor será el consuelo y
mayor será la audacia.// Siendo dos los que van, si no es uno es otro
quien ve antes // cómo sacar ganancia; pero uno solo, aunque acabe
viéndolo, // es más romo para notarlo y tiene menos sutil el ingenio”
(Homero, Ilíada, Madrid, 2000, 193). En efecto, los estudios
psicológicos y económicos demuestran que la decisión grupal tiene
más probabilidades de realizarse y profundizarse que la individual,
pues el individuo actuando en grupo tiene menor aversión al riesgo y
está más dispuesto a comprometerse en actividades extremas; la
actuación grupal lleva a las personas a creer que los miembros del
grupo tienen más probabilidades de estar en lo correcto y ser justos
que los extraños; y cada individuo, producto del reforzamiento grupal,
está expuesto a menos dudas y decepciones que respecto a su conducta
individual (Katyal, 1316). Como es fácil de advertir, la mayor
peligrosidad de la existencia de un hecho colectivo se encuentra
también en la base de la mayor parte de los otros supuestos de
participación conjunta punible de nuestro Código (aunque ello no
siempre se re eja en la pena): en los coautores y los partícipes
sancionados como autores en el art. 15 N.º 1 y N.º 3 y en los delitos
de asociación ilícita donde la mayor peligrosidad de la actuación
conjunta se re eja en una penalidad especial: arts. 292 y 411
quinquies CP, y 2 N.º 5 Ley 18.314, 16 Ley 20.000 y 28 Ley 19.913.
Además, la mayor peligrosidad de la actuación conjunta se ve re ejada
en las agravaciones existentes en los, 368 bis N.º 2, 449 bis N° 3 y 19
Ley 20.000, así como en la agravante genérica 11.ª del art. 12
(ejecutar el delito “con auxilio de gente armada o de personas que
aseguren o proporcionen la impunidad”).
Sin embargo, a juicio de la Comisión Redactora (Actas, Se. 119,
214), el mayor peligro de consumación que constituye la resolución
conjunta de cometer ciertos delitos por ciertas personas solo
justi caba su sanción en casos especialmente establecidos:
determinados crímenes y simples delitos contra la seguridad del
Estado (art. 111 en relación con los arts. 106 a 110 y art. 125 en
relación con los arts. 121, 122 y 124). No obstante, leyes posteriores
han ampliado el ámbito de aplicación de esta clase de delitos: el CJM
castiga la conspiración para cometer traición, espionaje y otros delitos
contra la seguridad exterior del Estado (v. art. 250 en relación con los
arts. 244 a 249); y para cometer los delitos de sedición y motín (v. art.
279 en relación con los arts. 272 a 277). Por su parte, el art. 23 Ley
12.927 sobre Seguridad del Estado, y el art. 7 Ley 18.314, que
determina conductas terroristas y ja su penalidad, amplían la
penalidad de la conspiración y la proposición a todos los delitos que
en dichas leyes se contemplan. Además, por discutibles razones
preventivas y para hacer operativos los tratados internacionales en la
materia, la penalidad de la conspiración se ha ampliado fuera del
ámbito de los delitos políticos a los delitos de trá co ilícito de
estupefacientes (art. 18 Ley 20.000).

B. Proposición como conspiración frustrada


El art. 8 inc. 3, establece que “la proposición se veri ca cuando el
que ha resuelto cometer un crimen o un simple delito propone su
ejecución a otra u otras personas”. Puesto que si los que reciben la
proposición la aceptan, el hecho sería una conspiración, su rechazo
puede conceptualizarse como una conspiración frustrada, y no como
una inducción fracasada, según sostuvimos en obras anteriores. En
efecto, la literalidad del texto así lo manda, al hablar de la proposición
de quien ha resuelto cometer el delito, no de quien ha resuelto que
otros lo cometan. Esta interpretación del texto legal es, además,
coherente con la historia de su establecimiento, pensada para los casos
en que la clase de delito y la calidad de las personas que intervienen
son su cientemente graves para su sanción a título de conspiración
(Actas, Se. 119, 214), su ubicación sistemática en el mismo artículo, la
idéntica formulación del desistimiento para ambos supuestos, y su
tratamiento penal excepcional, que permite su sanción solo en los
casos en que también se castiga la conspiración.
Para que exista, la proposición debe reunir todos los requisitos de la
conspiración, pero sin que se llegue al acuerdo de voluntades, esto es,
debe ser seria, exponer el delito que se ha resuelto cometer con sus
principales referencias de lugar, modo y tiempo de ejecutarlo y la
decisión de ponerlo en obra por parte de quien lo propone, con su
destinatario. Por tanto, no hay proposición al someter a discusión de
varias personas la posibilidad de cometer un delito, si se señala que su
ejecución se encuentra “a la espera de posibilidades”, o se di ere sine
die. Tampoco hay proposición si se trata de exponer la realización de
un delito imposible, en la simple provocación genérica a cometer
delitos, ni en los meros consejos, conversaciones, consultas,
divagaciones o actos de bravuconería.
En esta nueva concepción, resultan de recibo también las críticas a la
exigencia de un doble dolo que antes propusimos (referido tanto al
hecho de la proposición como al delito que se ha resuelto cometer),
siendo exigible para la culpabilidad en esta materia únicamente el dolo
directo respecto de la proposición en sí misma, constituyendo la
expresión de la resolución de cometer el delito propuesto su contenido
y no un elemento subjetivo del tipo (Mera, 169).

C. Conspiración
Conforme dispone el art. 8 inc. 2, “la conspiración existe cuando
dos o más personas se conciertan para la ejecución del crimen o simple
delito”. No se castiga a este título la contribución a un plan común sin
conocimiento de los restantes conspiradores, ni la sola pertenencia a
una banda organizada que no llega a ser una asociación ilícita (Matus,
“Formas de responsabilidad”, 374). Tampoco corresponde esta
descripción exactamente a los casos de conspiracy y de joint criminal
enterprise que se conocen en el common law y en el derecho penal
internacional, respectivamente (sobre la primera, v. Katyal, 1307; y
sobre la segunda, Ambos, “Joint Criminal Enterprise”, 159).
En cuanto a su tipicidad, “ni el ocuparse dos personas en la
posibilidad de un delito, ni el desearlo, es conspirar para su
comisión”, se requiere “algo más”: un acuerdo o concierto acerca del
lugar, modo y tiempo de ejecutar un delito determinado y la decisión
seria de ponerlo por obra, aunque no se requiere un acuerdo acerca de
todos y cada uno de los detalles de su ejecución (Pacheco CP, 131).
En síntesis, se conspira para ejecutar un delito determinado, y al
igual que en el caso de la proposición, el castigo por la ejecución de
ese delito impide su sanción también a título de conspiración.
Tampoco hay inducción a la conspiración, complicidad, tentativa ni
encubrimiento, ya que se trata de un anticipo de la punibilidad
especialmente regulado: puesto que la conspiración requiere concierto
para la ejecución de un delito, todos los partícipes en ella deberían
tomar parte en la ejecución del delito para que se conspira,
excluyéndose así la llamada conspiración en cadena y,
particularmente, la conspiración para la inducción, puesto que la
inducción no es un acto de ejecución.
En cuanto a la naturaleza del acuerdo, se requiere uno acerca del
lugar, modo y tiempo de ejecutar un delito determinado y la decisión
seria de ponerlo por obra, aunque no se requiere un acuerdo acerca de
todos y cada uno de los detalles de su ejecución.
Es discutible, sin embargo, que sea posible a rmar que el texto legal
imponga concebir la conspiración como un concierto para cometer un
crimen o simple delito, en el sentido estricto de “tomar parte” en su
ejecución del art. 15 N.º 1, pues el concierto también está presente en
las formas de participación sancionadas como autoría el art. 15 N.º 3
y en los casos de complicidad del 16 no contemplados en el 15.
Estimamos ahora, en cambio, que lo relevante es la división del
trabajo entre personas de igual rango, esto es, donde no exista un
autor mediato y un ejecutor instrumentalizado, pero sin que ello
determine la forma de cooperación empírica al hecho. Lo relevante no
es, como sosteníamos antes, la forma de intervención acordada, cuya
valoración será materia de un juicio independiente de conformidad
con la forma de su realización empírica, sino la existencia de un
acuerdo serio, sin reservas mentales por parte de alguno de los
partícipes y tan rme como se requiere en toda tentativa que tenga, ex
ante, probabilidad de consumación.
D. Entrapment (defensa contra la inducción o proposición de un
agente encubierto)
La exigencia de la seriedad del acuerdo, esto es, de su existencia,
podría hacer pensar que, en principio, no habría lugar a la sanción por
conspiración y su materialización posterior en el delito acordado, si el
concierto tiene lugar únicamente con un agente encubierto (art. 25 Ley
20.000 y 226 bis CPP), pues el tercero que conspira con el agente
desconoce que tal acuerdo no existe en realidad y, por tanto, actuaría
bajo un error (Riquelme, 11). No obstante, vale aquí la asentada
jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos (Jacobson v.
United States, 503 USSC, 1992), que considera exento de pena a
únicamente a quien ha sido atrapado por un agente estatal que le ha
propuesto o lo ha inducido a hacer algo que no hubiera hecho de no
mediar esa inducción (entrapment) y, en cambio, punible a quien se
encontraba dispuesto a cometer el delito de todas maneras, con
independencia de la actuación del agente estatal (Politoff, “Agente
encubierto”, 89. O. o. Guzmán D., “Delito experimental”, 30, para
quien toda provocación al delito o “experimentación”, sea por un
agente policial o un particular es ilícita y así serán las pruebas que se
recojan, con independencia de su nalidad).
En todo caso, siempre será posible alegar esta defensa si el agente
encubierto se ha excedido de sus atribuciones, la autorización de su
empleo no consta en la carpeta de investigación, o no ha sido
designado como tal en la forma legal (SSCS 4.6.2001, criticada en
Artaza, “Conspiración”, 212; 12.1.2016, RCP 43, N.º 2, 157, con
nota aprobatoria de C. Ramos; 29.1.2015, RCP 42, N.º 2, 327, con
nota aprobatoria de J. C. Manríquez; y 22.12.2016, RCP 44, N.º 1,
165, con nota crítica de C. Peña y Lillo sobre la interpretación de la
Corte que declaró legal en este caso el nombramiento del agente
encubierto por parte de la policía sin intervención del scal. En cuanto
a la constancia de la autorización para la actuación encubierta o de un
agente revelador, la SCS 28.4.2020, Rol 20940-20, ha precisado que,
si ésta es otorgada por al Ministerio Público, es el scal que la otorga
quien debe dejar registrarla en la carpeta investigativa, antes de la
realización de la diligencia).
Respecto de la responsabilidad penal del propio agente encubierto,
es pací ca la doctrina que estima se encontraría exento de
responsabilidad por la causal de justi cación del art. 10 N. .º 10, “por
los delitos que deba cometer en el desempeño del deber u o cio que se
la ha impuesto, cuando esos delitos han tenido por nalidad
identi car a los partícipes en organizaciones delictivas” o “recoger las
pruebas que servirán de base al proceso penal” (Fernández G.,
“Inconstitucionalidad”, 964).
§ 5. Defensa común: el desistimiento
A. Desistimiento como excusa legal absolutoria
La defensa del desistimiento consiste en la prueba de que, una vez
realizada la proposición, concertada su realización o iniciada la
ejecución del crimen o simple delito por hechos directos, el agente
interrumpe su actividad o impide la realización del resultado
voluntariamente (“por una causa dependiente de su voluntad”), por sí
o con auxilio de la autoridad.
Esta defensa se considera una excusa legal absolutoria porque no
afecta los presupuestos de la responsabilidad ni tiene relación alguna
con las defensas generales basadas en la falta de antijuridicidad o
culpabilidad, sino que se funda principalmente en razones de política
criminal: ofrecer un estímulo a quienes abandonan la comisión del
delito o impiden sus consecuencias (Politoff, Actos preparatorios,
227). A esta razón se añade la falta de necesidad de la pena respecto
de quien por sí mismo retoma la observancia del derecho, a rmando
que sería “incomprensible” que no se previera este efecto para el
desistimiento en la tentativa y la frustración, si la propia ley en ciertos
casos de desistimiento posterior a la consumación del delito atenúa la
pena, como en los arts. 129 inc. 2, 208 inc. 1 y 456, o incluso exime
de toda responsabilidad penal, según lo prescrito en el art. 129 inc. 1
(Ortiz Q., “Desistimiento”, 390; y Cury, “Desistimiento”, 1375).

B. Requisitos
a) El factor objetivo del desistimiento
El desistimiento en la tentativa requiere que el agente no siga
actuando cuando podía hacerlo. Para que el desistimiento sea efectivo,
basta con que “el autor se abstenga de cualquier acto ulterior que no
esté naturalmente unido con el hecho concreto de la tentativa”
(Politoff, Actos preparatorios, 230): quien tras rociar con para na a
su víctima y fallarle el dispositivo de encendido la deja ir sin haberle
prendido fuego, se encuentra en un caso de desistimiento (RLJ 39). En
cambio, no hay desistimiento si los actos hasta entonces realizados por
el delincuente siguen siendo e caces para proseguir la acción punible,
solo pospuesta hasta mejor momento (p. ej., el ladrón que deja
preparado el forado para entrar a un edi cio la noche siguiente).
En la frustración, el desistimiento requiere algo más que la
suspensión del ataque: se exige que sea el propio autor quien evite el
resultado, por sí mismo o con el concurso de terceros (como cuando se
provee de auxilio médico a la víctima). Pero, si a pesar de los esfuerzos
del autor o de los terceros que procuran evitarlo, el resultado se
produce de todas maneras, no hay desistimiento, y a lo más operará la
atenuante 7.ª del art. 11. Con todo, encontramos ahora la razón a
quienes a rman que, salvo la exigencia de la e cacia del desistimiento
en la frustración, no se requiere que sea mediado por esfuerzos serios,
rmes y decididos, pues lo decisivo no es la calidad de la voluntad del
agente o su entusiasmo, sino su e cacia en impedir del resultado
(Mera, 164). Lo mismo vale en el caso de que el desistimiento consista
en colaborar con terceros que espontáneamente intervienen para evitar
el resultado, siempre que esa colaboración sea e caz para impedir el
resultado, aunque haberlo impedido no sea atribuible exclusivamente
al agente.
Es interesante notar que esta diferencia entre las exigencias del
desistimiento en la tentativa y la frustración permiten también una
diferenciación objetiva entre ellas: si basta para que el resultado no se
produzca con el solo hecho de suspender la ejecución del delito,
estaremos ante una tentativa; en cambio, si se requiere objetivamente
de una intervención del curso causal que impida la producción del
resultado, será el caso de un delito frustrado.
En la conspiración, en cambio, la ley exige algo más para aceptar el
desistimiento, según el inc. nal del art. 8, atendido el mayor peligro
de la realización conjunta, que no solo refuerza la voluntad de cada
cual, sino también, en la medida que todos los que acuerdan la
comisión del hecho son responsables del mismo y no están
instrumentalizados por otros pueden llevar a la realización del hecho,
aunque uno de los conspiradores se arrepienta. Por ello la ley exige al
conspirador no solo el arrepentimiento, sino realizar los esfuerzos
su cientes y e caces para impedir que se dé comienzo a la ejecución
del delito, denunciando el plan y sus circunstancias a la autoridad,
antes de iniciarse la persecución penal en su contra (esto es, antes de
adquirir la calidad de imputado según el art. 7 CPP). Pero, si el
conspirador arrepentido realiza similares esfuerzos y logra el
desistimiento de los demás, antes de dar comienzo a la ejecución y sin
dar aviso a la autoridad, de facto se habrá evitado la persecución
penal del hecho y podrá también gozar de la excusa. Luego, en ningún
caso bastará con la mera renuncia o abandono de la ejecución, pues la
ley exige algo más, esto es, disminuir activamente el peligro de
realización del delito por parte del resto de los conspiradores, que el
solo arrepentimiento o abandono individual no puede conseguir (o. o.
Mera, “Comentario”, 175).
Finalmente, el desistimiento en la proposición tiene los mismos
efectos y requisitos que en la conspiración, pues al envolver a terceros
responsables en la comisión de un delito ya resuelto en sus detalles, se
ha creado un peligro de consumación que quien lo ha propuesto debe
evitar, no bastando para ello que se reste a su ejecución tras el rechazo
inicial del tercero. Las críticas de la doctrina mayoritaria a estas
exigencias yerran al entender que no habría diferencia entre proponer
un hecho colectivo cuyo progreso no depende de quien así lo hace y
dar comienzo a la ejecución de un hecho individual cuyo abandono
por el agente es su ciente para evitar su consumación.
Tratándose de la tentativa de un hecho colectivo de aquellos en que
no se sanciona la proposición y la conspiración, a falta de regulación
expresa como en la de estos últimos casos, el desistimiento se bastaría
con la cesación en la intervención, a pesar de que ello no sea su ciente
para evitar el peligro de consumación. Para evitar esta anomalía, el
art. 295 exige, para aceptar el desistimiento respecto de la asociación
ilícita, que el que alega la exención haya “revelado a la autoridad la
existencia de dichas asociaciones, sus planes y propósitos”.
b) El factor subjetivo en el desistimiento: la voluntariedad
Voluntario es el desistimiento si el autor, sin intimidación ni engaño,
aunque considere el resultado todavía posible, por motivos propios
(autónomos) renuncia alcanzarlo, con independencia del juicio ético
que pueda hacerse sobre dichos motivos. Así, el desistimiento surte
efectos aun cuando esté motivado por la sola conveniencia del autor
—que se ve reconocido por la víctima del delito, p. ej.—. Incluso se
acepta que el desistimiento del autor de un robo consistente en
interrumpir su actividad es válido, aunque posteriormente haya sido
sorprendido ocultándose de la presencia de carabineros en el lugar
(RLJ 39). También se destaca que la voluntariedad no equivale a
espontaneidad y, por tanto, sería también voluntario el desistimiento a
ruego de un tercero o, como se ha expresado, en caso de
descubrimiento casual del hecho, mientras sea posible aún su
consumación (Mera, “Comentario”, 152. Sin embargo, aquí se
rechaza la posibilidad que insinúa este autor, en orden a que también
el desistimiento obtenido mediante engaño sería voluntario).
Al contrario, no hay desistimiento si la posibilidad de elección del
autor ha desaparecido y, aunque quisiera, no puede consumar su
delito. En este caso, el motivo para no seguir actuando es una causa
independiente de su voluntad (p. ej.: huye porque es sorprendido en
una redada policial al momento de iniciar una venta de sustancias
prohibidas). Tampoco hay desistimiento, si el delito no se consuma
por inadvertencia del autor (p. ej.: da vuelta la taza en que servía el
veneno) o porque crea erróneamente que el delito se ha consumado (p.
ej.: al ver caer a su víctima, deja de disparar creyéndola muerta,
aunque solo está herida).
c) Efectos del desistimiento
Como excusa legal absolutoria, la defensa exime de la pena por los
hechos que constituyen una proposición, conspiración, tentativa o
frustración, pero no por aquellos ya consumados. Así, en la llamada
“tentativa cali cada” el desistimiento de la violación no obsta a la
punibilidad de las lesiones corporales ya causadas a la víctima para
vencer su resistencia, ni el que se desiste del homicidio queda liberado
de la pena por la eventual posesión ilegal del arma de fuego con que
intentaba ultimar a su víctima ni por las lesiones que cause.
d) El desistimiento fracasado
En los casos en que la ley exige un desistimiento activo, como en la
conspiración, proposición y frustración, su fracaso objetivo conduce a
la imposición de la pena del delito doloso que se trate, con la eventual
consideración de la atenuante 7.ª del art. 11, si se acredita el celo con
que se procuró reparar el mal causado o impedir las ulteriores
consecuencias del hecho. En cambio, el desistimiento fracasado en la
tentativa es conceptualmente imposible, pues si la sola abstención de
continuar la ejecución no impide la consumación, lo cierto es que,
según a ley chilena, no habría tentativa sino frustración (el agente ya
habría puesto todo su parte para que el delito se veri case), y por ello
debe rechazarse la propuesta de trasladar a nuestro ordenamiento la
solución planteada para este caso por alguna doctrina alemana,
consistente en considerar un concurso entre el delito tentado doloso y
su consumación imprudente (Mañalich, “Desistimiento”, 175).

§ 6. Carácter subsidiario de los arts. 7 y 8 CP


Conforme a las reglas del concurso aparente de leyes, que veremos
más adelante, los estadios de realización de un delito que preceden a
su consumación solo son punibles en forma subsidiaria. La eventual
sanción de la proposición, conspiración y tentativa está subordinada,
pues, a que el delincuente no haya progresado en los sucesivos grados
de desarrollo hasta la consumación del hecho delictivo de que se trate.
Del mismo modo, pero conforme al principio de consunción, cuando
a un hecho tentado o frustrado le sigue en un momento posterior la
consumación del hecho perseguido originalmente, dicha tentativa o
frustración se absorbe, como hecho anterior copenado, en el delito
cometido, como sería si después de tres intentos fallidos de dar muerte
a una persona, nalmente ello se logra al cuarto intento realizado
momentos después. No obstante, la separación espacial o temporal de
los intentos sucesivos bien pueden permitir su prueba y valoración
diferenciadas, lo que dependerá del sustrato fáctico de cada caso en
particular.
Lo mismo se aplica a los casos en que la propia ley ha elevado al
carácter de delitos autónomos hechos constitutivos de actos
preparatorios, tentativa o frustración de un delito determinado, como
sucede entre los arts. 1 y 3 Ley 20.000, donde la elaboración de
estupefacientes ilegales aparece como subsidiaria o consumida en la
venta sin competente autorización, según el caso de que se trate.
Finalmente, cabe señalar que las limitaciones a la sanción penal de la
conspiración se extienden además de su absorción en la del delito
determinado que se ejecuta, a la inexistencia de inducción a la
conspiración, complicidad, tentativa ni su encubrimiento,
excluyéndose también la llamada “conspiración en cadena”.

§ 7. Cuadro resumen de los grados de desarrollo del delito en


la ley chilena
Hecho individual Hecho colectivo Pena
Delito Realización completa del Realización completa del tipo La señalada por
consumado tipo penal penal la ley (art. 50)
(CP y leyes
especiales)
Delito Poner todo de su parte para Poner todo de su parte para Un grado menos
frustrado realizar el delito, sin que se realizar el delito, sin que se a la señalada
(art. 7 inc. 2) consume por razones consume por razones por la ley al
independientes a su independientes a su voluntad delito
voluntad consumado (art.
51)
Delito Dar comienzo a la ejecución Dar comienzo a la ejecución del Dos grados
tentado (art. del delito por hechos delito por hechos directos menos a la
7 inc. 3) directos señalada por la
ley al delito
consumado (art.
52)
Actos Porte de instrumentos para Porte de instrumentos para La señalada por
preparatorios cometer delitos cometer delitos especialmente la ley en cada
punibles especialmente sancionados sancionados (ej. arts. 445, 481) caso especial
(ej. arts. 445, 481)
Hecho individual Hecho colectivo Pena
Proposición Proponer a otro la ejecución --- La señalada por
(art. 8 inc. 3) de crímenes o simples la ley en cada
delitos determinados, en los caso especial
casos especialmente
penados por la ley
Conspiración ---- Concierto de dos o más La señalada por
(art. 8 inc. 2) personas para cometer la ley en cada
crímenes o simples delitos caso especial.
determinados, en los casos
especialmente penados por la
ley

Capítulo 10
Autoría y participación
Bibliografía
Ackermann, I., “La doctrina de la actio libera in causa en el modelo de atribución de
responsabilidad penal de las personas jurídicas”, en Perin, A. (Ed.), Imputabilidad penal y
culpabilidad, Valencia, 2020; Ananías, I., “Prohibición de regreso”, REJ 13, 2010; Ambos,
K., “Algunas consideraciones sobre el caso Eichmann”, RChDCP 2, N.º 1, 2013; Artaza,
O., La empresa como sujeto de imputación de responsabilidad penal. Fundamentos y
límites, Madrid, 2013; Balmaceda, G., “Comunicabilidad de la calidad del sujeto activo en
los delitos contra la función pública: especial referencia a la malversación de caudales
públicos y al fraude al Fisco”, R. Derecho (Coquimbo) 19, N.º 2, 2012; Bascur, G.,
“Consideraciones sobre la delimitación entre coautoría y complicidad en el contexto del
derecho penal chileno”, REJ 23, 2015; Bedecarratz, F., “La indeterminación del criminal
compliance y el principio de legalidad”, RPC 13, N.º 25, 2018; Bustos, J., “Autoría y
participación: Otra visión”, en García V., C. et al (Coords.), Estudios penales en homenaje
a Enrique Gimbernat, Madrid, 2008; Bustos D., A., “Sobre la responsabilidad penal de los
administradores sociales”, en Perin (Ed.), Imputabilidad, 2020; Carnevali, R., “La
criminalidad organizada. Una aproximación al derecho penal italiano, en particular la
responsabilidad de las personas jurídicas y la con scación”, Ius et Praxis 16, N.º 1, 2010;
“Comentario a los informes nacionales sobre el caso ‘Manos Blancas’”, en Couso y Werle,
2017; Collado, R., Empresas criminales. Un análisis de los modelos legales de
responsabilidad penal de las personas jurídicas implementados por Chile y España,
Santiago, 2013; Concha, A., “Comunicabilidad de las calidades o circunstancias personales
del tipo delictivo en el Código penal chileno”, en Rivacoba, M. (Ed.), Actas de las Jornadas
Internacionales de derecho penal en celebración del centenario del Código Penal chileno,
Valparaíso, 1975; Contreras E., M., “Intervención delictiva y administración desleal
societaria”, DJP 39, 2020; Contreras P., R., “Investigación penal de personas jurídicas, sin
responsabilidad penal de personas naturales”, DJP 33, 2018; Couso, J., Sobre el estado
actual de la noción de autor y partícipe en el derecho chileno. En memoria del Profesor
Mario Garrido Montt”, RChDCP 1, 2012; “Sobre el concepto material de autor.
Consideraciones dogmáticas y metodológicas”, LH Cury; “Comentario a los arts. 292 a
295 bis”, CP Comentado; Couso, J. y Werle, G. (Dirs.), Intervención delictiva en contextos
organizados, Valencia, 2017; Cury, E., “El concurso de delincuentes en general”, en AA.
VV., Problemas actuales de derecho penal, Temuco, 2003; Cury, E. y Matus, J. P.,
“Comentario a los arts. 14 a 17 CP”, Texto y Comentario; Díaz y García., M., La autoría
en derecho penal, Barcelona, 1991; Etcheberry, A., “El encubrimiento como forma de
participación”, en Rivacoba, M. (Ed.), Actas de las Jornadas Internacionales de derecho
penal en celebración del centenario del Código penal chileno, Valparaíso, 1975; Ferdman,
J., “¿De qué puede hacerse responsable al extraneus concurrente a la comisión de un delito
que requiere autor cali cado? Comentario a propósito de algunos pronunciamientos
jurisprudenciales chilenos en el ámbito de los delitos con sujeto activo cali cado”, LH
Cury; Fletcher, G., Conceptos básicos de derecho penal. Trad. Muñoz Conde, F. Valencia,
1997; García C., P., “La discusión doctrinal en torno al fundamento dogmático del actuar
en lugar de otro”, R. Derecho Penal y Criminología (UNED) 9, 2002; Gimbernat, E., Autor
y cómplice en derecho penal, Madrid, 1966; González A., I., “Coautoría y participación en
los delitos culposos”, en Rivacoba, M. (Ed.), Actas de las Jornadas Internacionales de
derecho penal en la celebración del centenario del Código penal chileno, Valparaíso, 1975;
Grisolía, F., “La comunicabilidad en los delitos de malversación y fraude”, Clásicos RCP II;
“La estafa procesal en el derecho penal chileno”, RChD 24, N.º 3, 1997; “El delito de
asociación ilícita”, RChD 31, N.º 1, 2004; Guerra, R. y Balmaceda, G., “Responsabilidad
penal de las personas jurídicas: una mirada al modelo de culpabilidad constructivista”,
Derecho Penal Contemporáneo 51, 2015; Guzmán D., J. L., Estudios y defensas penales,
Santiago, 2005; “Filosofía y política de la atribución de responsabilidad penal a las
personas jurídicas”, RCP 41, N.º 1, 2014; “Comentario a los informes nacionales sobre el
caso ‘Corvo y Moncada/Aislandia’”, en Couso y Werle, 2017; Hadwa, M., “El sujeto activo
en los delitos tributarios, y los problemas relativos a la participación criminal”, RPC 2, N.º
3, 2007; Hernández B., H., “La introducción de la responsabilidad penal de las personas
jurídicas en Chile”, RPC 5, N.º 9, 2010; “Apuntes sobre la responsabilidad penal
(imprudente) de los directivos de empresa”, REJ 10, 2008; “Comentario a los arts. 14 a
17”, CP Comentado I; “Desafíos de la ley de responsabilidad penal de las personas
jurídicas”, REJ 16, 2012; “Algunos problemas de representación de la persona jurídica
imputada en el proceso penal”, DJP Especial I, 2013; “Crimen por encargo”, Casos PG; “El
caso ‘Global Engines’: consecuencias mortales de la omisión de retiro de un producto
defectuoso a la luz del derecho penal chileno”, en Couso y Werle, 2017; Horvitz, M.ª I.,
“Autoría y participación en el delito imprudente”, REJ 10, 2008; “El caso ‘Corvo y
Moncada/Aislandia: represión de protestas por una dictadura’ a la luz del derecho penal
chileno”, en Couso y Werle, 2017; Kantorowicz, H., “Der Strafgesetzentwurf und die
Wissenschaft”, Monatsschrift für Kriminologie und Strafrechtsreform 7, N.º 11, 1910;
Künsemüller, C. “El XVI Congreso Internacional de Derecho Penal”, Doctrinas GJ I;
Jakobs, G., “El ocaso del dominio del hecho. Una contribución a la normativización de los
conceptos jurídicos”, en Jakobs, G. y Cancio, M., Sobre la génesis de la obligación jurídica,
2000; Künsemüller, C., “‘Societas delinquere non potest’ ‘Societas delinquere potest´”, LH
Penalistas; Leiva, “La comunicabilidad en el Derecho penal chileno a partir de su
interpretación práctica. Mirada crítica a su formulación como ‘principio del Derecho’”, R.
Derecho (Valparaíso) 49, N.º 2, 2017; Londoño, F., “El ‘caso Manos Blancas’: Problemas
de imputación en contextos de organización criminal a la luz del derecho penal chileno”, en
Couso y Werle, 2017; Mañalich, J. P., “Condiciones generales de la punibilidad”, R.
Derecho UAI 2, 2005; “La estructura de la autoría mediata”, R. Derecho (Valparaíso) 34,
N.º 1, 2010; “Organización delictiva. Bases para su elaboración dogmática en el derecho
penal chileno”, RChD 38, N.º 2, 2011; Norma, causalidad y acción. Una teoría de las
normas para la dogmática de los delitos de resultado puro, Madrid, 2014; “La violación
como delito de propia mano”, RCP 43, N.º 4, 2017; “Intervención ‘organizada’ en el hecho
punible: esbozo de un modelo diferenciador”, en Couso y Werle, 2017; Matus, J. P., “Sergio
Yáñez, obra e in uencia en la dogmática chilena actual”, R. Derecho (Coquimbo) 19, N.º 1,
2007; “Presente y futuro de la responsabilidad penal de las personas jurídicas por los
delitos cometidos por sus directivos y empleados”, R. Derecho (Consejo de Defensa del
Estado) 21, 2009; “Sobre el valor de las certi caciones de adopción e implementación de
modelos de prevención de delitos frente a la responsabilidad penal de las personas
jurídicas”, RChDCP 2, N.º 2, 2013; “La certi cación de los programas de cumplimiento”,
en Arroyo, L. y Nieto, A., El derecho penal económico en la era del compliance, Valencia,
2013; “Las formas de responsabilidad criminal por el hecho colectivo en el derecho
internacional y en el derecho interno chileno conforme a la Ley N.º 20.357”, RPC 8, N.º
16, 2013; “La responsabilidad penal por el hecho colectivo. Aspectos de derecho chileno y
comparado”, En Letra: Derecho Penal 2, N.º 3, 2016; “¿Por qué se castiga al instigador (y
con la pena del autor)?”, en Rusconi, M., Matus, J. P. y Sánchez-Vera, J., La instigación
¿Una forma polémica de participación punible?, Buenos Aires, 2017; “El aspecto objetivo
de la responsabilidad penal de los directivos principales por delitos tributarios, según la
legislación chilena”, R. Derecho (Coquimbo) 24, N.º 2, 2017; “Comentario a los informes
nacionales sobre el caso “Prijedor”, en Couso y Werle, 2017; derecho penal económico.
Escritos diversos, Santiago, 2019; Náquira, J., “El dominio funcional del hecho: ¿coautoría
o participación?, LH Rivacoba; “Autoría mediata y tentativa”, R. Derecho (Valparaíso) 26,
N.º 1, 2005; “¿Autoría y participación en el delito imprudente?”, LH Penalistas; Navas, I. y
Jaar, A., “La responsabilidad penal de las personas jurídicas en la jurisprudencia chilena”,
RPC 13, N.º 26, 2018; Nieto, A., “La responsabilidad penal de las personas jurídicas en el
ordenamiento español tras la reforma de la LO 10/2005”, GJ 385, 2012; Novoa M., E.,
“Algunas consideraciones acerca del concurso de personas en un hecho punible”, Clásicos
RCP II; Novoa Z., J., “Algunos alcances dogmáticos sobre la responsabilidad penal de las
personas jurídicas”, LH Profesores; Ortiz Q., L., “Comentario a la ponencia del profesor
Jaime Couso”, RChDCP 1, 2012; Ossandón, M.ª M., “Caso ‘Madre inactiva’”, Casos PG;
“Delitos especiales y de infracción de deber en el Anteproyecto de Código Penal”, RPC 1,
N.º 1, 2006; Peña N., S. La responsabilidad penal de las empresas en Chile, Santiago, 2010;
Peña W., S., “Autoría y participación en el delito”, R. Ciencias Jurídicas (Valparaíso) 3,
1972; Peñaranda, E., La participación en el delito y el principio de accesoriedad, Madrid,
1990; Piña, J. I., Modelos de prevención de delitos en la empresa, Santiago, 2012; “Algunas
consideraciones acerca de los modelos de prevención de delitos (MDP) establecidos en la
Ley N.º 20.393 sobre responsabilidad penal de las personas jurídicas”, DJP Especial I,
2013; Politoff, S., “El ‘autor detrás del autor’. De la autoría funcional a la responsabilidad
penal de las personas jurídicas”, en Politoff, S. y Matus, J. P., Gran criminalidad organizada
y trá co ilícito de estupefacientes, Santiago, 2000; “‘Cometer’ y ‘hacer cometer’: desarrollo
y signi cación actual de la noción de autoría mediata”, en Arroyo, L. y Berdugo, I. (Dirs.),
Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos, In Memoriam, T. I., Cuenca, 2001; Reyes R., I.
“Contra la autoría mediata por dominio de la organización: Una breve aproximación desde
la doctrina alemana”, REJ 28, 2018; Ríos, J., “De la autoría mediata en general y de si en
Chile su inexpresividad legal constituye una laguna de punibilidad”, RPC 1, N.º 2, 2006;
Rotsch, T., “Autoría y participación. Una distinción super ua”, en Couso y Werle, 2017;
Roxin, C., Autoría y dominio del hecho en el derecho penal. 7.ª Ed. Trad. Cuello, J. y
Serrano, J. L. Madrid, 2000; Rusconi, M., “La legitimidad de la sanción al instigador:
nuevamente sobre una forma polémica de participación punible”, en Rusconi, M., Matus, J.
P. y Sánchez-Vera, J., La instigación ¿Una forma polémica de participación punible?, Buenos
Aires, 2017; Scheechler, C., “Responsabilidad penal de las personas jurídicas y negocios
ilícitos en la red”, DJP 31, 2017; Schepeler, E., “Comunicabilidad y parricidio”, Clásicos
RCP I; Silva F., P., “La responsabilidad penal de las personas jurídicas”, Clásicos RCP I;
Soto M., D. y Nakousi, M., “¿Qué es la criminalidad organizada? Delimitación del
fenómeno delictivo asociativo a través del análisis de casos cinematográ cos”, RCP 41, N.º
3, 2014; Soto P., M., “La noción de autor en el Código Penal chileno”, GJ 68, 1986; Tapia,
E. Febrero Novísimo, Nueva Edición, T. VI, Valencia, 1837; Szczaranski C., C., Un asunto
criminal contemporáneo. Rol de las empresas, responsabilidad penal de las personas
jurídicas y corrupción, Santiago, 2010; Varas, E., “Comunicabilidad a los co-delincuentes
de los elementos constitutivos de un delito”, Clásicos RCP I; Varela, L., “Comentario
sentencia de derrumbe edi cio Alto Río Concepción”, RCP 42, N.º 2, 2015; Villegas, M.,
“Corrupción y criminalidad organizada. Aproximaciones al terrorismo, contraterrorismo y
trá co de armas”, REJ 28. 2018; Viveros, M., “Sobre los límites de la complicidad”, LH
Cury; van Weezel, A., “Intervención delictiva y garantismo penal”, Zeitschrift für
internationale Strafrechtsdogmatik 4, N.º 8-9, 2009; “Contra la responsabilidad penal de
las personas jurídicas”, RPC 5, N.º 9, 2010; “Autorresponsabilidad y autonomía en la
intervención delictiva”, RChDCP 1, 2012; “Actuación conjunta e imputación de
resultados”, RCP XLI I, N.º 3, 2014; “Actuar en lugar de otro”, LH Profesores;
“Accesoriedad y autorresponsabilidad en la teoría de la intervención delictiva. Comentario
a las ponencias de Mañalich y Rotsch”, en Couso y Werle, 2017; Welzel, H., “Anmerkung
zu dem Urteil OGH 5.3.1949”, Monatschrift für deutsches Recht N.º 3, 1949; Winter, J.,
La responsabilidad por el mando en el derecho penal internacional, Santiago, 2009;
“Esquema general de la diferenciación entre coautoría y complicidad en el Código penal
chileno. Al mismo tiempo, una crítica a la teoría de la participación”, RCP 44, N.º 2, 2017;
Yáñez, S., “Problemas básicos de la autoría y la participación en el Código penal chileno”,
Clásicos RCP II.

§ 1. Generalidades
A. Principio de intervención y tipos especiales de participación
Según el principio de intervención, sólo es posible sostener la
imputación penal contra una persona natural si ésta ha intervenido o
tomado parte personalmente en el hecho delictivo. Se encuentra
consagrado, a nivel constitucional, en el artículo 19 N.° 3 CPR, que
prohíbe presumir de derecho la responsabilidad penal, y garantiza que
nadie será sancionado sino por sus conductas (propias), todo lo que
necesariamente implica la exigencia de una actuación personal del
agente en el hecho típico, en alguna de las formas expresadas en los
arts. 14 a 17 CP.
Este principio aparece también en su el art. 1 CP, que de ne delito
como “una acción u omisión voluntaria penada por la ley”, lo que
exige al menos acreditar la intervención personal en un hecho que
pueda considerarse punible, con un extremo objetivo (la acción u
omisión) y uno subjetivo (la voluntariedad, presunta sólo legalmente).
Procesalmente, se re eja en el artículo 340 CPP, según el cual “nadie
puede ser condenado por el delito sino cuando el tribunal que lo
juzgare adquiriere, más allá de toda duda razonable, la convicción de
que realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la
acusación y que en el hubiere correspondido al acusado una
participación punible y penada por la ley”.
Sobre esta base, existe acuerdo en que la persona a quien puede
imputarse objetiva y subjetivamente la realización de todos los
elementos del tipo penal puede considerarse autor del delito que
describe (Cury y Matus, “Comentario”, 231). Según esta idea, la
teoría del delito sería también la teoría del delito del autor individual
del delito consumado y para fundamentar su responsabilidad e
imponerle la pena correspondiente no parecería existir necesidad de
ninguna disposición de la parte general que diga que el autor del
homicidio consumado del art. 391 es quien “mata a otro” o el de las
lesiones graves el que “hiere, golpea o maltrata de obra a otra”,
causándole las descritas en el art. 397, y que por esos hechos les
corresponde la pena asignada por la ley a tales delitos, como exige la
garantía del principio de legalidad del art. 19 N.º 3, inc. 8 CPR (Soto
P., “Autor”, 45).
No obstante, la realidad no siempre se presenta así, de manera que
en todos los casos sea posible a rmar que a cada delito corresponde
un autor individual que, sin intervención de terceros, realiza todos los
elementos de un tipo penal, ni muchos menos que todos los que
intervienen voluntariamente en un hecho realizan alguno de esos
elementos. Por ello, del mismo modo que ha establecido reglas
especiales que extienden la punibilidad a los casos de tentativa y
frustración, la ley ha debido aquí establecer reglas que autorizan a
imponer penas determinadas a quienes intervienen en la realización
del tipo penal, aunque no realicen total o parcialmente alguno de los
elementos de la descripción típica y que, por lo mismo, pueden ser
consideradas como “disposiciones especiales que aparecen como
causas de extensión penal” o “tipos complementarios de coautoría,
inducción y complicidad” (Yáñez, “Autoría”, 1552; y Cury,
“Concurso”, 9, respectivamente).
Entre nosotros, esas “disposiciones especiales” o “tipos
complementarios” que amplían el alcance de cada una de las guras
de la parte especial se encuentran en los arts. 14 a 17, que señalan
como responsables de los delitos a los autores, cómplices y
encubridores, y describen los requisitos empíricos para considerarlos
como tales en cada uno de sus casos: tomar parte inmediata y directa
en su ejecución o evitar o procurar impedir que se evite (art. 15 N.º 1),
inducir o forzar directamente a otro a realizarlo (art. 15 N.º 2),
concertadamente facilitar los medios con que se lleva a efecto o
presenciarlo previo concierto (art. 15 N.º 3), o cooperar en su
realización por cualquier otro hecho anterior o simultáneo (art. 16).
Nuestra ley, además, considera responsables de los delitos no solo a
quienes intervienen antes o durante su ejecución, sino también a
quienes lo hacen después, en alguna de las formas indicadas en el art.
17, bajo la gura del encubrimiento. Para cada uno de esos supuestos,
la ley chilena impone diferentes penas, según la valoración que hace de
su intervención voluntaria en cada uno de ellos.
Una intervención voluntaria en un delito es una conducta que
contribuye a la realización de un delito, expresada total o
parcialmente en su tipo penal o referida a él, siempre que sea
subsumible en una de las formas empíricas que describen los arts. 15 a
17. Cuando se trata de un hecho propio, esto es, realizado sin
intervención de terceros, su cali cación será siempre de autoría
(inmediata o mediata), pero para ello exige al menos dar inicio a la
ejecución del delito por hechos directos (tentativa). Si el hecho es
colectivo, porque existe un acuerdo o concierto para su realización
conjunta, se cali cará como autoría o complicidad, según si las formas
concretas de intervención corresponden a una de las descritas en el
arts. 15, N.º 1 o 3, o 16, y el grado de desarrollo a que el delito haya
llegado (tentativa o frustración); a menos que se trate de los supuestos
especialmente sancionados de proposición, conspiración y
asociaciones ilícitas punibles. Si recae en un hecho ajeno, su
cali cación como inducción, complicidad o encubrimiento dependerá
de la forma empírica en que se mani este, según los arts. 15 N.º 2, 16
y 17 y de que el autor haya, al menos, dado inicio a la ejecución del
delito por medios directos (tentativa). Procesalmente, la cali cación de
una conducta como intervención punible en el hecho imputado exige
la prueba, más allá de toda duda razonable, de los hechos que
constituyen alguna de esas formas empíricas de participación en el
delito (art. 340 CPP).
En consecuencia, se excluye la responsabilidad por los pensamientos
no manifestados a terceros y todas aquellas contribuciones causales
que no puedan encuadrarse en las descripciones de los arts. 15 a 17,
como la mera asunción de un cargo o la adscripción de deberes,
posiciones, roles o estatus (van Weezel, “Actuar”, 283). Para que ese
cargo, posición, deber, etc., fundamente la responsabilidad penal del
que lo asume se requiere, además, la intervención en el hecho en
alguna de las formas previstas en los arts. 15 a 17. Esta exigencia es
especialmente relevante en la imputación de hechos cometidos al alero
o en la ejecución de actividades empresariales o en el seno de un
organismo público, para evitar la responsabilidad puramente objetiva,
por el cargo o posición, ahora que se estima que las relaciones de
subordinación y dependencia en la organización empresarial y de los
organismos del Estado hacen necesario orientar la búsqueda de la
responsabilidad por los hechos directamente desde la cúpula dirigente,
esto es, los jefes, directores, liquidadores, ejecutivos principales,
administradores y gerentes, según el modelo up down, y no a partir
del actuar responsable de un trabajador o empleado concreto, según se
procedía en el tradicional modelo bottom up (Hernández, “Apuntes”,
176). La regla especial del art. 39 inc. 2 Ley 19.733 no altera esta
conclusión, pues hace responsables a los directores de medios de
comunicación por las injurias cometidas en su medio, pero no por su
posición jurídica, sino por el ejercicio del cargo efectivamente al
momento de la publicación y su negligencia en evitarlas (SSCS
23.1.2013, RChDCP 2, N.º 2, 121, con nota favorable de U. Figueroa;
y 11.6.2015, RCP 42, N.º 3, 367, con nota aprobatoria de C.
Scheechler). Tampoco contrarían estas conclusiones disposiciones
como las del art. 99 del Código Tributario que atribuyen la
responsabilidad por delitos de esa naturaleza cometidos en el seno de
personas jurídicas a quien aparezca en la organización como gerente,
representante u obligado al cumplimiento de las obligaciones
tributarias, siempre que se las entienda como referidas a quienes
efectivamente intervienen en su cumplimiento (SCA 4.10.13, RCP 41,
N.º 1, 201, con nota aprobatoria de O. Pino, donde, no obstante, se
confunde la intervención voluntaria con la exigencia del “dolo” en la
realización del hecho). Lo mismo cabe decir de las reglas
comprendidas en los arts. 133 Ley 18.045, 155 Ley 18.046 y 159 Ley
General de Bancos, donde la presunción de responsabilidad para
gerentes y directores sólo puede entenderse en sentido procesal, esto
es, como meramente legal, sujeta a prueba en contrario (inversión de
la carga probatoria) y a la apreciación de nitiva del tribunal de que al
imputado le cabe una “participación culpable” en el hecho, “más allá
de toda duda razonable”, según el art. 340 CPP (en similar sentido,
ahora, Bustos D., “Responsabilidad”, 542).
Además, se excluye, como en la responsabilidad por el hecho
individual, toda contribución causal que no sea objetivamente
imputable, advirtiendo, eso sí, que las reglas de los arts. 15 a 17 son
de aquellas que limitan el efecto de llamada prohibición de regreso, al
extender la responsabilidad a terceros por hechos de los que otros son
o pueden ser plenamente responsables.
Acreditada la intervención en el hecho, el grado de responsabilidad
de cada cual dependerá de la forma empírica en que intervino, que se
cali ca de autoría, complicidad o encubrimiento, conforme a las
descripciones de los arts. 15 a 17 (Winter, “Esquema”, 73).
Esta cali cación, en la ley chilena, se trata de “algo convencional o
cticio”, que no atiende a consideraciones conceptuales, de causalidad
u otro tipo (Pacheco CP, 269; Novoa, “Concurso de personas”, 1047).
Por ello, a pesar de los esfuerzos de la doctrina nacional, resulta muy
difícil la adecuación de la interpretación de nuestra legislación a
criterios formales o materiales desarrollados para la legislación
extranjera (particularmente los §§  25 StGB), cuyas múltiples
teorizaciones justi can la sentencia, vigente más de un siglo después de
su formulación, que las describe como “el capítulo más oscuro y
confuso de la ciencia penal” (Kantorowicz, 306).

B. Intervención en hechos colectivos y ajenos


a) Exigencias comunes
Desde el punto de vista subjetivo, la intervención culpable en un
hecho colectivo o ajeno debe ser al menos consciente y libre de error,
engaño, fuerza, miedo o necesidad, según las exigencias de la
culpabilidad para los hechos propios antes estudiada. Así, la cuestión
acerca de la responsabilidad de la madre del homicida o del vendedor
de armas en el asesinato se podría, sin más, también resolver
recurriendo a estas exigencias: aunque sus actos puedan entenderse
como una contribución causal al hecho, su responsabilidad no puede
exigirse por faltar el conocimiento especí co o concierto sobre y para
ese hecho: “El que vende arsénico, creyendo que es para ratones, no es
autor del envenenamiento que con aquél se comete”, como “el que
abre una puerta, creyendo hombre de bien al que llama, no es autor
del robo que por su acto se sigue” (Pacheco CP, 274).
Luego, en los casos de responsabilidad por hechos cometidos en el
seno de una empresa, no es necesaria una elaboración doctrinal
especial para determinar la que corresponda a título de participación
de los directores, liquidadores, ejecutivos principales, administradores
y gerentes de las empresas. En cada caso y respecto de cada hecho
deberá demostrarse su intervención material y, según corresponda, su
posición subjetiva. Si la imputación es por un hecho doloso, se
requerirá el conocimiento y voluntad exigidos por cada delito y por
los arts. 15 a 17. Si el delito imputado es imprudente, podrá atribuirse
responsabilidad a título de autoría, por la decisión imprudente que se
adopte o por la falta de intervención para evitar el resultado, cuando
ella es esperable y exigible, esto es, cuando estamos ante el
incumplimiento negligente de los deberes de vigilancia y control. Esta
responsabilidad por la imprudencia propia también puede atribuirse a
los directivos por hechos dolosos de sus subordinados, siempre que
existan los correspondientes cuasidelitos, como en los casos de
producción de lesiones, muertes o inclusos daños especialmente
punibles a ese título —incendios forestales del art. 18, inc. 3 Ley de
Bosques y el antiguo art. 329 CP, p. ej.— (Hernández B., “Apuntes”,
177).
Del mismo modo, tratándose de supuestos en que la persona jurídica
tiene una característica especial, la regla del inc. 2 del art. 58 del
Código Procesal Penal (“por las personas jurídicas responden los que
hubieren intervenido en el acto punible”) cumple, además, la función
de regular lo que en doctrina se llama actuación en nombre de otro,
permitiendo el castigo de las personas naturales que intervienen en la
comisión del hecho punible, aunque no posean las características
especiales de las personas jurídicas por las que actúan (o en cuyo seno
cometen los delitos que se persiguen). En efecto, esta clase de reglas se
hizo necesaria cuando se constató que podía ser el caso que “los
elementos del tipo no se veri caban plenamente en un único sujeto de
imputación, sino que se repartían entre la persona jurídica y un
miembro de la misma: mientras que el status personal que
fundamentaba el delito especial recaía en la persona jurídica, era su
órgano o representante quien realizaba la conducta prohibida”
(García C., “Actuar”, 104).
Y en los casos de delitos de omisión, es necesario determinar,
primero, si la gura típica que se trata es de omisión propia o, de no
se serlo, si admite en su con guración típica la comisión por omisión.
En ambos supuestos, la obligación que pesa sobre la persona jurídica
de hacer algo para no incurrir en el delito o evitar un resultado
punible, respectivamente, se atribuye a sus administradores quienes, si
asumen materialmente la posición de garantes en nombre de la
persona jurídica, podrán ser también responsables de la omisión que
se trate, a título de autoría del art. 15 N.º 1.
Pero las formas de organización interna de las sociedades o
instituciones no determinan las formas de responsabilidad penal. Así,
p. ej., por necesaria que sea para la vida social la delegación de
competencias, para la determinación de la responsabilidad penal el
acto formal de la delegación es irrelevante y mucho menos podrá ésta
constituir una eximente por anticipado de responsabilidad penal para
el delegante, por mucho que se realice con los requisitos que se
quieran establecer al respecto. Ello, en primer lugar, porque esa
eximente no existe en nuestro ordenamiento. Y no existe porque la
responsabilidad respecto de cada hecho debe investigarse y probarse
en cada caso. Así, el hecho de nombrar un delegado cali cado
(gerente, administrador, etc.), para una gestión en que es necesaria la
delegación entregándole los medios para llevarla a cabo, si bien podría
fundamentar la defensa de falta de intervención de los directivos
cuando ese delegado (Hernández B., “Apuntes”, 195), no exime de
responsabilidad al directivo o al cuerpo colegiado directivo que lo
nombra por un hecho que ese cuerpo decide ejecutar y así se lo ordena
(un caso sencillo de inducción, según los términos del art. 15 N.º 2).
Por otra parte, cualquiera sea la denominación del “controlador”, si
éste interviene para inducir a los directores a adoptar una decisón que
se materializará causalmente en un acto jurídico o un hecho
constitutivos de delito, “toma parte inmediata y directa” en su
ejecución, lo mismo que los directores del cuerpo colegiado que
contribuyen a adoptar la decisión que se trate (art. 15 N.º 1). Y serán
responsables a título de couatoría todos quienes apoyen con su voto
en los organismos colegiados una decisión colectiva cuya
materialización importe la comisión de un delito, pero no quienes se
abstienen o la rechazan, a menos que se pruebe que su concurrencia a
la votación fue coordinada para dar quórum a la aprobación de la
decisión que se trate (Contreras E., “Intervención”, 75). Luego, en
organizaciones complejas, lo único relevante será, tratándose de
hechos dolosos, la prueba de la forma de intervención en el hecho que,
seguramente, importará también una causalidad compleja. Si los
delegados, empleados y demás intervinientes actúan con plena
responsabilidad, sin conocimiento ni intervención de los directivos,
entonces éstos carecerán de responsabilidad. Pero si, como sucede en
los supuestos de negligencia deliberada, los directivos los eligen
precisamente contando con su impericia, entonces ellos tomarán parte
en la ejecución del hecho imprudente que se realice y serán
responsables, siempre que exista la gura imprudente respectiva. Y,
nalmente, si de manera dolosa instruyen a que se haga algo, sin
importar si legal o ilegalmente o sin atención las consecuencias y sin
que se le comuniquen los detalles, estaríamos ante un supuesto de
ignorancia deliberada, asimilable al dolo, según ya se expuso. No
obstante, tampoco se ha de llegar al extremo de sostener que por la
sola constitución de una organización, de la naturaleza que sea, sus
dirigentes adquieren una posición de garante que les obligaría a evitar
todo delito cometido por alguno de sus miembros, haciéndolos
responsables a título de comisión por omisión de todos los delitos que
en el seno de la organización se cometan (incluso los dolosos), lo que
no sería sino una vía oblicua para establecer una forma de
responsabilidad penal objetiva por el cargo, incompatible con nuestro
ordenamiento constitucional.
Lo mismo vale para el problema de la responsabilidad por el
producto defectuoso (arts. 315 y 317, p. ej.) y, en general, para toda
actividad riesgosa sujeta a autorización de la autoridad que deriva del
funcionamiento de una empresa: cualquiera sea la clase de conducta
del trabajador que interviene directamente en la creación del riesgo no
autorizado, dolosa, culposa o involuntaria (por carecer de la
información necesaria acerca del sentido del hecho, p. ej., al elaborar
un producto según “la fórmula de la empresa” o participar en la
construcción de un edi cio con los materiales y los planos facilitados
por el empleador), la responsabilidad de los superiores y
administradores que actúan sin concierto o sin mediar una instrucción
expresa, es personal y se deriva de la constatación en el caso concreto
del incumplimiento o no de los deberes de vigilancia y supervisión, es
decir de su propia imprudencia o culpa respecto del riesgo que crean
las fuentes bajo su control, incluyendo las conductas de los
trabajadores bajo subordinación y dependencia respecto de las
instrucciones que se le entregan y los medios materiales que pone a su
disposición, no aplicándose a los directivos, por esa razón, la llamada
prohibición de regreso (Hernández B., “Global Engines”, 267). Así, p.
ej., se pudo establecer la responsabilidad imprudente de los directivos
de la empresa constructora de un edi cio derrumbado en el terremoto
de 2010, construido según los planos y materiales proporcionados por
los condenados, diferentes a los aprobados por el ingeniero calculista
y evitando la realización de las inspecciones técnicas de rigor (SCS
14.4.2014, DJP 37, 35, con nota aprobatoria de J. Daza).
En todos estos supuestos será también muy relevante la prueba
acerca del origen del error o la ignorancia respecto de la conducta de
terceros o de los miembros de la organización, pues como hemos
señalado, la ignorancia deliberada y culpable no excluye la
responsabilidad, pudiendo servir de título de imputación
extraordinaria, dolosa o culposa, según sea el caso.
b) El problema de la participación en los delitos imprudentes
Según nuestra actual inteligencia de los textos legales en juego, no es
posible la participación imprudente en delitos dolosos, ya que su
aceptación es contraria a las exigencias subjetivas de la coautoría y la
participación concertada (arts. 15 N.º 1 y 3), la inducción (art. 15 N.º
2) y la cooperación (art. 16), donde el concierto, el carácter directo de
la inducción y el conocimiento de la contribución causal excluyen su
imputación a título imprudente. Solo en casos de encubrimiento del
art. 17 podría admitirse la participación, por su carácter posterior al
hecho. Otra cosa es la posibilidad de que una imprudencia en el
ámbito de las organizaciones permita la comisión de un delito doloso
por otro, por falta de control y vigilancia de los directivos y
encargados, supuestos en que el actuar culposo puede castigarse solo
si el hecho puede verse a su respecto como un cuasidelito
especialmente punible, pero a título de autoría individual y no de
participación. Desde el punto de vista político criminal, esta es
también la propuesta de la Asociación Internacional de Derecho Penal,
cuyo XVI Congreso resolvió que “la imprudencia no basta para
a rmar la responsabilidad penal del partícipe” (Künsemüller,
“Congreso”, 27).
No obstante, desde la década de 1970 existen propuestas en sentido
contrario, que aceptan esta posibilidad en la legislación chilena, como
antes nosotros mismos hicimos (González A., 193, respecto de ciertas
formas de participación del art. 15 N.º 1 y 3 y del art. 16; Horvitz,
“Autoría”, 148, respecto de la complicidad del art. 16; y Ananías,
“Prohibición”, 238, quien a pesar de rechazar la complicidad
imprudente en un hecho doloso según lo dispuesto en el art. 16,
acepta la inducción imprudente, obviando la expresa indicación
subjetiva del art. 15 N.º 2. Ahora, de ende esta posibilidad desde el
punto de vista funcionalista, van Weezel, “Actuación conjunta”, 195).
Con todo, debe admitirse que no se trata aquí de una cuestión teórica,
sino contingente a los presupuestos de imputación de cada legislación
en particular. En efecto, aunque se admita la posibilidad de concebir
intervenciones dolosas e imprudentes que con uyan fácticamente en
un solo suceso, la literalidad de nuestra regulación impide considerar a
quienes intervienen imprudentemente en ese “hecho conjunto” como
coautores o cómplices, pues para ello se requiere que cada uno realice,
también, los presupuestos empíricos de alguna de las formas de
intervención de los arts. 15 y 16 y son esos presupuestos los que
impiden apreciar una coautoría o complicidad imprudentes, pues
exigen tomar parte en la ejecución del delito, inducir directamente a
otro a cometerlo, cooperar concertadamente a su ejecución o
cooperar, con conocimiento de que se contribuye a la realización
causal del tipo penal.
Por las mismas razones, según la doctrina y jurisprudencia
dominantes, no es posible concebir la participación a título de
inducción o complicidad en la realización de un delito imprudente ni
tampoco la participación imprudente en los delitos dolosos: cada
persona responde a título de autor de su propia imprudencia en los
casos y con los requisitos que el Código prevé especialmente (Varela,
“Comentario”, 362). Quien, sin atención a las condiciones del
tránsito, instruye a un conductor para estacionarse en un lugar
determinado y lo conduce hacia un punto ciego en que atropella a un
peatón responderá por su responsabilidad propia, dolosa (si tenía el
conocimiento e intención del atropello) o culposa (si su dirección fue
solamente descuidada), pero no participa del hecho del chofer que
actúa desconociendo la realidad fáctica. Por su parte, el chofer
responderá del hecho del atropello imprudente si al dejarse conducir
por un tercero descuidó sus propias obligaciones de estar atento a las
condiciones del tránsito.
El principal argumento de quienes entre nosotros sostienen la
existencia de la participación en los delitos imprudentes es que, de
aceptarse la posibilidad de considerar una participación imprudente en
un delito doloso o imprudente, las reglas de los arts. 51 a 54
permitirían otorgarle un tratamiento más benigno que de estimarlo
autor del hecho (Náquira, “¿Autoría?”, 240). Sin embargo, este
razonamiento es errado por cuanto, no existiendo duda de la
intervención imprudente en hechos imprudentes a título de autoría, su
sanción ya considera una importante rebaja en los casos de los arts.
490 a 492.

C. La distinción entre autores y cómplices


Puesto que, en principio, a los cómplices y encubridores les
corresponder una pena inferior en uno o dos grados a la de los
autores, se puede sostener que nuestra ley sigue el modelo
diferenciador de las formas de responsabilidad penal, sea por su
origen en el Código español de 1848-1850 que se estima comparte
este modelo (Díaz y García, 198-252), como por un punto de partida
teórico que pudiera distinguir en la realización de un delito entre
acciones “principales” y “auxiliadoras” (Mañalich, “Intervención”,
27). Esta es la llamada también “teoría de la diferencia real” (Peña W.,
“Autoría”, 85).
Sin embargo, si se advierte que en Chile el art. 15 prevé penas por
parejo tanto a los autores en el sentido formal-objetivo del tipo penal
como a la mayoría de quienes intervienen en el hecho sin realizar parte
alguna del mismo, la diferenciación no parece tan radical o relevante.
Es más, como permite expresamente el art. 55, en muchas
descripciones típicas la ley tiende a uni car el tratamiento de todos los
intervinientes. Así sucede en los delitos plurisubjetivos (alzamiento
armado, o asociación ilícita, arts. 121 y 292) y en los de participación
necesaria (cohecho y soborno, arts. 248 a 250); en la sanción a título
de autor del que proporciona el lugar en que se lleva a efecto el
secuestro (art. 141); del empleado público que “consiente” en la
sustracción de los caudales a su cargo por un tercero (art. 233); del
facultativo que coopera de cualquier forma en un aborto no
autorizado (art. 345); de todo el que interviene en la elaboración de
material pornográ co (art. 366 quáter, inc. 2); y en todas las otras
disposiciones del Código que cali can como autoría ciertas formas de
conducta que no coinciden exactamente con la realización del tipo
penal del delito al que se re eren (arts. 198, 411 quáter, 448 bis, ter y
quáter, 463 quáter, 464 ter). Además, hay en leyes especiales otras
formas de autoría individual, como la derivada de la responsabilidad
del superior, establecida en los arts. 35 Ley 20.357, 136 Ley General
de Pesca y 214 y 335 CJM, que elevan a ese título hechos que podrían
considerarse de inducción, cooperación o, incluso, de encubrimiento.
Además, la doctrina estima mayoritariamente que esa diferenciación
no puede practicarse en los cuasidelitos (Hernández B.,
“Comentario”, 368).
Este panorama legal aproxima a nuestro sistema también a los que
operan con un concepto unitario de autor, sea sobre la base de
considerar todas las contribuciones al hecho equivalentes según la
teoría de la conditio, como el que regía en la legislación colonial antes
de la entrada en vigor del Código de 1874, se recoge expresamente en
el art. 110 CP italiano, y se estima rige en el common law y hasta en la
legislación alemana, tratándose de infracciones administrativas, según
el §14 OWIG (v. Tapia, Febrero, 15 y 73; Peñaranda, 306; y Fletcher,
Conceptos, 273). Sin embargo, lo cierto es que esta uni cación de la
responsabilidad penal en ciertas guras especiales no excluye la
posibilidad de diferencias en cuanto a las penas en las restantes. Y
también es cierto que para explicar la existencia simultánea de un
régimen diferenciador y de regímenes unitarios de sanción penal de
diferentes formas de intervención en un hecho, tampoco parece
su ciente la propuesta de diferenciación cuantitativa derivada de la
teorización funcionalista de los hechos colectivos a partir de la
división del trabajo (van Weezel, “Accesoriedad”, 71), pues no todas
las formas de intervención punible pueden identi carse, en la ley
chilena, con modalidades de división del trabajo en un hecho
colectivo.
De allí que se pueda a rmar que convendría abandonar la pretensión
de establecer un criterio único, unitario o diferenciador, basados en
conceptos ajenos a la ley positiva, pues en sus efectos prácticos “no se
diferencian en nada” (Rotsch, 66); aparte del hecho no menor de que
“no existe en el mundo occidental un solo sistema diferenciado de
autor, del mismo modo que tampoco se dispone de un solo sistema
unitario” (Guzmán D., “Caso Corvo”, 196). Por otra parte, no está
demás considerar con cierta distancia las cali caciones y
clasi caciones que se emplean por la doctrina en estas discusiones, que
dejan “en evidencia que la asignación de títulos, más o menos
abstractos, a los desarrollos dogmáticos propios o ajenos, albergan
siempre el peligro de asignar nada más que etiquetas que no clari can
el contenido del desarrollo dogmático” (Ortiz Q., “Comentario”,
138). Todo lo cual con rma el carácter contingente y convencional de
cada sistema legal y de las diferentes doctrinas en la materia.

D. Dominio del hecho, infracción del deber, articulación lógico-


semántica y capacidad de afectación al bien jurídico como
teorías alternativas
Entre nosotros, existen dos teorías principales que se disputan la
posibilidad de explicar las diferencias de tratamiento penal entre autor
y cómplice: la del “dominio del hecho”, de Roxin, de carácter
cualitativo; y la de las competencias por organización e institucional,
de Jakobs, de carácter cuantitativo. Aunque ambas están vinculadas a
la interpretación del §  25 StGB, ello no ha sido óbice para su
trasposición a nuestro sistema por diversos autores, incluyéndonos a
nosotros en obras anteriores.
Para Roxin, la diferenciación planteada por el § 25 StGB se basaría
en la idea de que sería posible distinguir entre “delitos de dominio” y
de “infracción de deber” (Roxin, Autoría, 589). En los primeros, que
constituyen la regla general y equivalen a los delitos que cualquiera
podría cometer (“delitos comunes”), de entre todos quienes
intervienen en un hecho solo sería “autor” aquél que “conserva en sus
manos las riendas de la conducta”, de manera que pueda decidir sobre
la consumación o no del delito (Cury y Matus, 232). El “autor” sería,
así, la “ gura central” de la realización típica, “el que” realiza el
delito, según el sentido de la ley en cada caso en que no señala un
responsable determinado (Roxin, Autoría, 751). En cambio, en los
“delitos de infracción de deber”, esto es, “aquellos en los que la lesión
del bien jurídico se produce mediante el quebrantamiento de un deber
jurídico extrapenal”, solo podría ser autor quien porta ese deber (civil,
administrativo, procesal, profesional o de cualquier índole), debiendo
los demás intervinientes ser considerados cómplices (Cury,
“Concurso”, 41; y, en el mismo sentido, Ossandón, “Delitos
especiales”, 2).
La decidida introducción de estos conceptos en nuestro Máximo
Tribunal, primero a través de la labor de Enrique Cury y, después, de
Carlos Künsemüller, ha tenido efecto en algunas sentencias de la Corte
Suprema, no siempre explicables de conformidad con la legislación
vigente. Así, por una parte, se consideró solo como cómplice del art.
16 de un delito de trá co de drogas a la madre de un tra cante cuya
droga guardaba, con el argumento de que el hijo tenía el dominio
sobre tales sustancias, en circunstancias que la ley castigaba y castiga
todavía como autores de trá co tanto al que “posee” como al que
“guarda” (SCS 18.8.1992, RDJ 89, 113). Y, en general, esta parece ser
la tendencia cuando, ante la realización de alguna de las conductas
descritas en el art. 3 de la Ley 20.000, su pena pareciera considerarse
excesiva para quienes no son los controladores del negocio del trá co
ilícito (RLJ 575). Por otro lado, se sostuvo que quienes intervenían en
una falsi cación de licencias de tránsito, al no ser los portadores del
deber de otorgarlas, que recaería solo en el Director de Tránsito
comunal, engañado por los funcionarios que de ese modo vendían las
licencias falsi cadas, actuarían, respecto de esa falsi cación ideológica
solo como cómplices del art. 16 y no como inductores del art. 15 N.º
2 (RLJ 234). A nuestro juicio, la motivación de los tribunales para
aceptar estas consecuencias, que pasan por alto las valoraciones de
nuestra ley en las descripciones empíricas del art. 15, no parece ser
otra que un sentimiento de justicia o favorabilidad para justi car
imponer la pena inferior en un grado a quienes los tribunales
pretenden bene ciar con penas sustitutivas o menos severas, por
razones que muchas veces tienen que ver más con apreciaciones sobre
la persona del acusado que sobre el hecho por el que se condena.
Estas consideraciones personales explican también la jurisprudencia
contraria, que a rma que el dominio del hecho viene dado,
precisamente, porque el responsable interviene desde la génesis del
injusto, en alguna de las formas previstas por el art. 15, esto es, por su
intervención inmediata y directa, porque induce o fuerza a otro a
cometerlo o, simplemente, porque se concierta y facilita los medios
para su concreción o lo presencia sin intervenir, aunque realmente no
esté en sus manos impedir o detener la ejecución del hecho concreto
(RLJ 108). Aquí el resultado práctico es el mismo que propone la
legislación, pero sin que corresponda exactamente a sus fundamentos.
Por otra parte, la consideración de las personas también parece
fundamentar el empleo la teoría para a rmar la responsabilidad de los
mandos en las graves violaciones a los derechos humanos cometidas
durante la dictadura militar de 1973-1989, sosteniendo, p. ej., que el
Comandante de la Guardia, en la medida que está en posición de
decidir el destino de los detenidos, tiene dominio del hecho de su
posterior destino y, por tanto, es responsable a título de autor de su
desaparición o ejecución consecutiva por terceros (SCS 13.1.2016,
RCP 43, N.º 2, 101); pero que también lo tiene quien está al mando de
un conjunto de brigadas operativas, aunque no tome parte en la
ejecución de los hechos concretos, pero los ordene, conozca y tenga
poder de decisión sobre su realización (SCS 28.7.2015, RCP 42, N.º 4,
163, con nota crítica de J. P. Matus, donde se a rma la posibilidad de
reconducir el caso a las guras legales de los art. 15 N.º 2 o 3, sin
necesidad de recurrir a la teoría del dominio del hecho).
En cuanto a la propuesta de Jakobs, se basa en la consideración de
que, de una manera u otra, todos los delitos serían de infracción de un
cierto deber, rol social o expectativa de comportamiento, por lo que la
calidad de autor depende de la clase de competencia o responsabilidad
que se atribuya: si proviene del exceso en la propia organización
personal del mundo, con infracción al deber negativo y general de no
lesionar a los demás (alterum non laedere o neminem laedere), sería
“competencia por organización”. En este caso, quienes se distribuyen
el trabajo para causar una lesión a otro excediendo la esfera de
libertad propia se encontrarían en un mismo nivel cualitativo de
participación, siendo la distinción entre autor y cómplice meramente
cuantitativa. En cambio, cuando la responsabilidad proviene de la
infracción de un deber positivo, porque “forma parte de un haz de
relaciones institucionalmente aseguradas (funcionario, padre, madre,
tutor, la persona en quien se deposita la con anza, etc.), o bien integra
una institución”, como los testigos, se habla de “competencia
institucional”, donde solo quienes portan el rol de cumplir con esos
deberes pueden ser responsables de su infracción a título de autor (o
coautor, si hay división del trabajo entre los que tienen ese deber
especial), no existiendo la posibilidad de una participación (punible)
de terceros que no son portadores de ese rol (Jakobs AT, 791 y 820).
En Chile, aparte de la obra general de Piña, un grupo importante de
nuevos profesores acogen esta propuesta con más o menos variaciones
(por todos, v. van Weezel, “Autorresponsabilidad” e “Intervención”;
Bascur, “Delimitación”; y Hadwa).
Pero tanto esta teoría como la de Roxin supone aceptar la existencia
de deberes extrapenales como fundamento de la responsabilidad
penal, lo que aquí no se comparte, bajo el presupuesto que la
responsabilidad penal depende únicamente del derecho penal positivo
vigente y es independiente de la que puede atribuirse por otras ramas
del derecho, principalmente el derecho civil: en derecho penal no
existe la obligación general de no dañar del art. 2314 CC sino
únicamente la de no cometer delitos determinados, esto es, no realizar
los presupuestos de cada tipo penal, de donde la responsabilidad
deriva únicamente del hecho de su realización, no de la infracción de
un deber extrapenal general de no causar daños a otros o de un rol
social asignado, según convenciones subjetivas. En un Estado
Democrático de Derecho, en el que rige el principio de legalidad, no es
posible fundamentar la responsabilidad penal en otra cosa que la
realización de los presupuestos fácticos de un tipo penal, pues por más
autoridad que se asigne a las palabras de Ulpiano (D. 1.1.10.1: Iuris
praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique
tribuere), ellas deben considerarse más bien de carácter ético y, si se
quiere, con relación a principios generales del derecho civil, pero sin
vinculación alguna con las exigencias de los estados constitucionales
modernos.
Por su parte, desde su particular punto de vista analítico, Mañalich
rechaza tanto la teoría del dominio del hecho como la de la infracción
del deber, por razones similares a las aquí propuestas, esto es, su
ajenidad al derecho positivo, proponiendo, en cambio una distinción
“lógico-semántica” entre “acciones principales” y “auxiliares”,
atribuyendo a la realización de las primeras el carácter de autoría y a
la de las segundas el de participación (Mañalich, Norma, 76). Sin
embargo, con independencia del hecho de que tales distinciones se
basan en una teoría de la norma penal que no aceptamos, su mayor
defecto es el mismo que su autor critica respecto de las teorías de
Roxin y Jakobs: se aparta signi cativamente del derecho positivo y
propone distinciones que allí se desconocen. La realización típica,
según nuestra ley, está con gurada como realización del tipo penal,
consumada, frustrada o tentada (art. 7) y la responsabilidad penal en
ella, por las categorías de autor, cómplice y encubridor (art. 14), cuyas
de niciones normativas en los arts. 15 a 17 perfectamente pueden
guiar una propuesta de interpretación, sin necesidad de otras
categorías ajenas a ellas como las de acciones “principales” que, en
tanto estipulación ajena a las categorías legales para identi car al
autor del hecho, poco se distingue de conceptos como “ gura central”
o persona “portadora del deber”, salvo el contenido que cada uno
quiera darles.
Finalmente, sin la repercusión de las teorías del dominio del hecho y
la infracción de deberes, Bustos propone una visión alternativa que
diferencia entre autores y partícipes, de entre quienes han tomado
parte en la realización formal del tipo penal, a los que tienen
“capacidad de afectación del bien jurídico”, que designa como
autores, y a los que no, que cali ca de partícipes. Dicha capacidad
signi caría que “el sujeto activo está por una parte en capacidad de
llevar a cabo los elementos del tipo legal, esto es, su conocimiento de
ellos y según el caso el propósito de llevarlos a cabo, pero además que
mediante ellos está en condiciones de que objetivamente se produzca
la afección al bien jurídico” (Bustos, “Autoría”, 736). Sin embargo, a
pesar de que Bustos acepta que la ley pueda dar a los que cali ca de
partícipes igual tratamiento penal que los que considera autores, y que
un concepto sistemático de bien jurídico permitiría entender su
doctrina de la autoría como la realización del tipo penal, que es la
base de nuestra propuesta, ella se distingue por su concepto de bien
jurídico, que remite a consideraciones extralegales o no sistemáticas
que, a nuestro juicio, hacen tan difícil su objetivación como los
criterios de dominio del hecho e infracción de deberes basados en el
rol social.

E. Comunicabilidad e incomunicabilidad en los delitos especiales


Cuando la ley especi ca una característica personal para identi car
al autor en el tipo penal, los delitos se llaman especiales, por
contraposición a los comunes, donde gura como autor cualquiera
(“el que”). Son delitos especiales propios aquellos que solo pueden ser
cometidos por determinadas personas: la prevaricación judicial del art.
223 N.º 1 o el incesto del art. 375. Ya hemos explicado que,
tratándose de delitos de omisión, la existencia de deberes de garante
permite ver a estas guras también como delitos especiales propios.
Son especiales impropios aquellos donde la característica personal
parece únicamente agravar o disminuir la pena de un delito común:
respecto del homicidio del art. 391 N.º 2, ser determinado pariente
agrava la pena en el parricidio del art. 390, y la atenúa en el
infanticidio del art. 393.
Luego, tratándose de supuestos en que diversas personas participan
en un hecho que puede cali carse como delito común o especial, según
las características personales de cada una, el problema que se presenta
es determinar el delito o título de imputación del interviniente que
carece de esa calidad especial, antes de cali car su intervención como
coautoría o complicidad.
La solución a este problema, según la doctrina y jurisprudencia
mayoritarias, se encuentra esbozada en el art. 64, donde se establece
que las circunstancias atenuantes o agravantes que consistan en la
disposición moral del delincuente, en sus relaciones particulares con el
ofendido o en otra causa personal, servirán para atenuar o agravar la
pena de aquellos autores, cómplices o encubridores en quienes
concurren (Etcheberry DP II, 81; RLJ 107). Abona esta interpretación
lo dispuesto en el art. 1 inc. 3, que se re ere como circunstancias a los
elementos de los tipos penales y que ofrece similar tratamiento a lo
establecido en el art. 64 en el caso del desconocimiento de las que
agravan: no tomarlas en cuenta para la cali cación del hecho ni para
la medida de la pena (Concha, 198, agrega también la cita del art.
453, que se re eren a los elementos de lo tipos penales del hurto y
robo como “circunstancias”). Según esta doctrina, en los casos de los
delitos especiales impropios solo a los intervinientes con esas
características personales (intraneus) se les imputa el delito que las
comprende, mientras que al resto (extraneus), solo la gura base.
Aplicada esta solución a la participación en un hecho colectivo
(coautoría), en el homicidio de César, Casca sería responsable por
homicidio, mientras Bruto, como hijo adoptivo, lo sería de parricidio.
Y tratándose de una inducción, quien instiga a un hijo para que mate
a su padre, responde por homicidio del art. 391, mientras el hijo por
el delito especial impropio de parricidio del art. 390; pero si el hijo
instiga y el extraneus ejecuta el delito, ambos responden solo por
homicidio, que es el único tipo penal que se realiza (v., en este mismo
sentido, Couso, “Autor”, 131, aunque con un fundamento diferente).
Así se ha fallado, excepcionalmente, en casos de participación en la
malversación de caudales públicos por empleados que no están “a
cargo” de éstos, sancionándolos como autores de la gura común de
apropiación indebida (SCS 24.8.2018, DJP 39, con comentario crítico
de B. Gar as y A. Mella). Pero, si la calidad del sujeto es fundamento
de la atenuación de la pena, razones de política criminal deberían
llevar a un resultado diverso, como en el caso del infanticidio (art.
394), donde resulta difícil aceptar que sea razonable imponer una
mayor pena a la empleada doméstica que a la madre, cuando la
primera colabora o facilita los medios a la segunda para dar muerte a
la criatura recién nacida.
En cambio, tratándose de delitos especiales propios, como en la
prevaricación del art. 223, se sostiene que, no existiendo delito base,
la calidad del sujeto activo es un elemento constitutivo del delito en sí
y no de su agravación o atenuación, por lo que corresponde imputar
recíprocamente esa calidad a todos los que, conociendo su existencia,
colaboran en el hecho colectivo: quien, concertado para su ejecución,
facilita los medios para que un juez prevarique, también responde por
prevaricación, ya que los particulares nunca podrán prevaricar.
Similares razonamientos han conducido a admitir la unidad del título
en los delitos tributarios, donde la designación de obligado tributario
permite concebir el delito como especial propio (SCA Santiago
10.11.2014, RCP 42, N.º 1, 341).
Pero también a veces la propia ley ofrece una solución particular a
este problema, como en la sanción del cohecho (arts. 248 a 250),
donde se establecen delitos y penas diferenciadas al particular que,
mediante un ofrecimiento, induce al funcionario a recibir una dádiva
por actos propios para los que no tiene señalado derechos o contrarios
a su deber. Algo similar ocurre con los delitos de falso testimonio y
presentación de testigos falsos (arts. 206 y 207); así como también en
el de torturas, aunque aquí la solución legal es divergente: impone las
mismas penas tanto al empleado público como al particular (arts. 150
A a F).
No obstante, existen autores que a rman que en todos los casos
debe imponerse a los partícipes dolosos —o que actúan al menos con
conocimiento de la condición personal del autor— la pena
correspondiente al delito especial, propio o impropio (teoría de la
unidad del título de imputación). Así unos estiman que lo
determinante para la cali cación del hecho de manera unitaria es la
unidad de afectación del bien jurídico (Bustos, “Autoría”, 741);
mientras otros rechazan la aplicación a estos supuestos del art. 64,
entendiéndolo aplicable solo a las circunstancias atenuantes y
agravantes genéricas (Schepeler, 685); agregando que el art. 61 N.º 4
dispone expresamente la unidad del título de imputación al regular la
imposición diferenciada de penas accesorias en casos que ellas se
hayan previsto por circunstancias “peculiares” o “que no concurran”
en todos (Novoa PG II, 217). Esta teoría es recogida también por
alguna jurisprudencia, sobre todo tratándose de delitos funcionarios
como la malversación y el fraude al sco de los arts. 233 y 239 (SCS
28.6.2016, RCP 43, N.º 3, 221 y SCA Santiago 11.8.2014, RCP 41,
N.º 4, 207, aunque hay fallos en sentido contrario: SCA Santiago
11.7.2014, RCP 41, N.º 4, 211; y SCS 7.10.2002, DJP Especial II,
877, con nota aprobatoria de F. Valderrama). Sin embargo, la doctrina
critica, con razón, la aparente contradicción jurisprudencial en aceptar
la divisibilidad del título en los delitos contra las personas, pero no en
los funcionarios donde también pudiese ser aplicable (Grisolía,
“Comunicabilidad”, 1548, y Ferdman, “Extraneus”, 678).
En el otro extremo, la incomunicabilidad absoluta del título de
imputación, con la consiguiente impunidad de la participación en los
delitos especiales propios, también tienen partidarios en la doctrina,
pero no ha encontrado respaldo jurisprudencial (Hernández B.,
“Comentario”, 379; Leiva, “Comunicabilidad”, 234; antes, Cury PG,
2.ª Ed. [1988], T. II, 232). La razón de fondo de esta posición, que
alude a la existencia de soluciones legales precisas para los casos en el
derecho nacional que el legislador así lo ha querido (cohecho,
torturas, etc.), pero sin el carácter general de las existentes en el
derecho español y alemán, ha llevado a parte de la doctrina a declarar
insoluble esta problemática mientras no se adopten cláusulas similares
en Chile, que permitan la comunicabilidad del título y la rebaja
penológica correspondiente a quienes no lo detenten (Balmaceda,
“Comunicabilidad”, 76).
Una solución intermedia, que no ha tenido mayor eco, fue expuesta
por Varas, 276, quien sostenía que habría que distinguir entre las
circunstancias personales de los arts. 11 a 13 elevadas a la categoría
de elementos del delito y las que no, proponiendo la
incomunicabilidad de las primeras (como en el delito de parricidio del
art. 390) y la comunicabilidad de las segundas (como en los delitos
funcionarios). Otra alternativa, de carácter funcionalista, a rma la
imposibilidad de comunicar el título de autor a quienes no sean
portadores del deber especial, incluso en la coautoría, pero no excluye
la participación a título de complicidad o inducción (van Weezel,
“Autorresponsabilidad”, 154, y ahora también, Cury PG, 647). A
similares resultados llegan los partidarios de la teoría de los “delitos
de infracción de deber” en el sentido de Roxin (Ossandón, “Delitos
especiales”). Sin embargo, estas últimas alternativas contrarían los
textos legales, pues en un caso en que varios golpean a la cónyuge de
otro hasta darle muerte no parece posible considerar cómplices del art.
16 a quienes toman parte en la ejecución de la muerte (art. 15 N.º 1),
solo porque uno de ellos puede ser autor de femicidio íntimo (art. 490
bis); tampoco es posible cali car como cómplice del art. 16 al que
induce directamente a otro a ejecutar un delito funcionario (art. 15
N.º 2); ni es compatible con el texto legal dejar impune o rebajar
arti cialmente la pena al encubridor de una prevaricación, que actúe
con pleno conocimiento de los hechos y la persona que encubre (art.
17).

§ 2. Autor inmediato


Quien realiza materialmente todos los presupuestos del tipo penal,
siéndole objetiva y subjetivamente imputable el hecho punible, es su
autor. Su pena es la asignada por la ley al delito en la parte especial
(art. 50). Sin embargo, para efecto prácticos, se estima que la
descripción empírica de este comportamiento se comprende en uno de
los sentidos posibles del art. 15 N.º 1, ya que quien realiza por sí
mismo todos los elementos de un tipo penal también “toma parte
inmediata y directa” en su ejecución. Luego, la prueba de esta forma
de participación no es otra cosa que la de la conducta típica,
antijurídica y culpable del acusado.

§ 3. Autor mediato


Se habla de autoría mediata en todos los casos en que una persona
realiza el tipo penal a través de otra, que es usada como instrumento
no responsable a través de la fuerza, el prevalimiento o el engaño. Ello
supone que el autor mediato u “hombre de atrás” actúa con dolo,
eligiendo al “instrumento” como un medio equivalente al de haber
realizado el delito por sí mismo o mediante un instrumento o artefacto
inerte: “así como no se puede cali car de autor del homicidio al
pedrusco que da la muerte, del propio modo no es autor del homicidio
el loco o el coaccionado que consuma el delito como instrumento
ciego y pasivo del malvado que lo impulsó al acto” (Carrara,
Programa § 428, nota 1).
En nuestra legislación se reconoce expresamente la actuación y
responsabilidad de un “hombre de atrás”, aunque que no ejecute de
manera inmediata y directa el hecho, sino a través o por medio de otro
como instrumento: Quien se prevale de menores de 18 años no solo es
responsable aun si el menor no lo es, sino, además, con una pena
agravada (art. 72); lo mismo ocurre a quien se vale de un inimputable
en el sentido del art. 10 N.º 1 para cometer un robo o hurto (art. 456
bis N.º 5); mientras según el art. 214 Código de Justicia Militar, es
responsable en todo caso quien da una orden de servicio que lleva a la
comisión de un delito por un subordinado; y el art. 36 Ley 20.357
estima que quien ordena la comisión de un delito de genocidio, de lesa
humanidad o un crimen de guerra responde como autor aun cuando la
orden no sea obedecida (en este caso, de tentativa).
Por tanto, la autoría mediata es una forma de responsabilidad
directamente derivada del tipo penal respectivo (Ríos, 22; Náquira,
“Dominio”, 521). Luego, para efectos prácticos, debiera cali carse
con arreglo a cada tipo penal y al art. 15 N.º 1, aunque los tribunales
suelan considerarla como un caso del art. 15 N.º 2, que prevé la
imposición de la pena del autor a quienes “fuerzan” o “inducen” (a
través de prevalimiento o engaño) a otro a cometer un delito
determinado.
En efecto, aunque en su manifestación externa coincida muchas
veces con la inducción del art. 15 N.º 2, la existencia de un
prevalimiento por fuerza o engaño impide considerar la actuación del
instrumento como la de un inducido o autor inmediato, plenamente
voluntario y responsable. Además, es el autor mediato quien da
comienzo a la ejecución del delito por hechos directos y es responsable
de su tentativa, esto es, de poner un peligro de realización del tipo
penal, en el mismo momento en que, anulando la libertad y la
posibilidad que tendría el instrumento para evitar la comisión del
delito, consigue controlarlo y le transmite las instrucciones para
cometerlo, con independencia de que el instrumento de inicio o no
materialmente a la ejecución del delito que se trate, tal como se
dispone en el art. 36 Ley 20.357. Ello es así porque, en realidad, en la
autoría mediata no existe un “autor inmediato”, sino un instrumento
no responsable y el único autor es el mediato, quien responde de su
hecho propio, no del acto del instrumento no punible (o. o. Náquira,
“Autoría mediata”, 132, quien ve en esta gura una imputación del
delito del instrumento al autor mediato, por lo que exige que el
instrumento haya dado comienzo a la ejecución punible del hecho,
para realizar tal imputación). En cambio, para la sanción del inductor
del art. 15 N.º 2, se exige que el inducido de principio a la ejecución al
delito que se trate, pues es hecho propio, esto es, voluntario del
inducido que se imputa al inductor. Pero para realizar esa imputación
el hecho del inducido ha de ser punible, esto es, generar un peligro
objetivo de consumación (tentativa).
Tampoco hay autoría mediata, sino simple instrumentalización
fáctica, en el empleo del cuerpo de otro como objeto inanimado para
lanzarlo sobre un tercero, forzarlo físicamente a apretar un botón o
llevarlo a un lugar donde pueda diseminar una enfermedad que porta
(vis absoluta). Del mismo modo, no existirá autoría mediata en todos
los casos en que aparece el hombre de adelante como plenamente
responsable, p. ej., en los llamados “aparatos organizados de poder” y
en los casos de “error en la motivación”, donde podría tener lugar la
inducción (v., en el mismo sentido, Mañalich, “Autoría mediata”, 70,
aunque con diferentes fundamentos). Pero entendemos que la
actuación imprudente o negligente del hombre de adelante
instrumentalizada por la fuerza, el prevalimiento o, sobre todo, el
engaño (por el error que subyace habitualmente en la culpa), sí
permite la imputación al de atrás a título de autoría mediata, a título
doloso.

A. Autoría mediata por medio de fuerza o coerción (violencia o


intimidación)
Este es uno de los casos más tradicionales y reconocidos de antiguo
entre nosotros (Labatut/Zenteno DP I, 197): Quien violenta a otro por
medio de amenazas, malos tratos o engaños intimidatorios responde a
título de autor. Sin embargo, si se remite su regulación al art. 15 N.º 2,
donde tradicionalmente se contempla, tendría que admitirse como
requisito para sancionar al autor mediato que el forzado dé comienzo
a la ejecución del delito que se trate, por lo que resultaría una
excepción al criterio general de que en la autoría mediata la tentativa
comienza con el control del instrumento, antes que dé comienzo a la
ejecución del delito forzado.
Para evitar la contradicción que ello produciría con los indiscutidos
casos de autoría mediata por prevalimiento de incapaces, órdenes de
servicio y engaño, estimamos posible distinguir entre el caso de quien
es violentado al punto de encontrarse exento de responsabilidad
criminal por fuerza irresistible, miedo insuperable o estado de
necesidad exculpante, del resto de los supuestos en que las violencias
no llegan a anular la voluntad del forzado.
Solo en el primer caso nos encontraríamos ante un supuesto de
autoría mediata, donde la tentativa del autor comienza con el control
de la voluntad del inducido. En el resto, estaríamos ante supuestos de
inducción por fuerza o prevalimiento de relaciones de subordinación o
dependencia que no constituyen autoría mediata.
Pero cuando se trata de forzar a otro a cometer una autolesión
impune (incluyendo el suicidio), en todos los casos será responsable
solo el autor mediato de las lesiones o muerte que se causen. En
cambio, si es el lesionado o el suicida quien utiliza a otro para lograr
sus nes, el inducido que materialmente hiere o coopera con su muerte
sería responsable de tales hechos a no ser que la fuerza sea de tal
entidad que exima de responsabilidad por el art. 10 N.º 10 o,
eventualmente, sea un supuesto de necesidad del art. 10 N.º 11.
Además, si no hay autoría mediata, inductor e inducido podrían ser
responsables de los delitos especiales de autolesión con el propósito de
evadir el servicio militar o defraudar un seguro, según los arts. 295
CJM y 470 N.º 10 CP, si se cumplen sus requisitos típicos.

B. Autoría mediata por medio de prevalimiento


a) Prevalimiento de inimputables
Otra hipótesis reconocida desde antiguo: el instrumento actúa
antijurídicamente, pero su responsabilidad aparece excluida por su
minoría de edad o enajenación mental. Quien se prevale de menores
de 14 años no solo es responsable, sino, además, con una pena
agravada (art. 72); lo mismo ocurre a quien se vale de un inimputable
en el sentido del art. 10 N.º 1 para cometer un robo o hurto (art. 456
bis N.º 5).
Esta forma de autoría mediata no requiere intimidación ni engaño,
aunque en la práctica es probable que uno y otro aparezcan. En ese
caso, si el enfermo mental no puede alegar inimputabilidad, su
trastorno bien podría servir de base para una autoría mediata por
engaño o intimidación o al menos la atenuante 1.ª del art. 11 o del art.
73. En este último supuesto, ya no habría autoría mediata, sino
coautoría. Se trata, con todo, de cuestiones de hecho que han de
resolverse caso a caso.
b) Prevalimiento de órdenes de servicio
Mientras la obediencia debida por parte de quien cumple una orden
de servicio puede ser vista como un caso especial de fuerza moral por
parte del subordinado, para quien la emite es una forma también
especialmente regulada de reconocimiento de la autoría mediata, en la
forma de responsabilidad del superior, según establece como regla
general el art. 214 CJM: “Cuando se haya cometido un delito por la
ejecución de una orden del servicio, el superior que la hubiere
impartido será el único responsable; salvo el caso de concierto previo,
en que serán responsables todos los concertados”. El texto legal no
impide que en una cadena de mando todos quienes transmiten las
órdenes delictivas sean responsables de su ejecución. Esta regla vale
también para el juez que emite una resolución cuyo cumplimiento
podría constituir un delito, pero sin que ella se extienda a la cadena de
mando, quienes están obligados a ejecutarla u ordenar su ejecución.
Si la orden de servicio fracasa, porque el subordinado rechaza su
cumplimiento, es posible considerar su emisión como tentativa o
frustración, según lo que quede por hacer para que el delito se
consume. Esta solución doctrinal está refrendada, tratándose de
delitos de genocidio, lesa humanidad y crímenes de guerra, por el art.
36 inc. 2 Ley 20.357 que dispone la sanción a título de tentativa del
delito que se trate desde el momento mismo de la emisión de la orden,
aunque no se haya cumplido.
c) ¿Prevalimiento de otras situaciones de subordinación y
dependencia?
En las relaciones laborales públicas o privadas, familiares o de
cualquier tipo donde exista subordinación o dependencia, no existe
obligación de obedecer órdenes que tiendan a la comisión de un delito,
por lo que entre una persona que ocupe una posición superior y el
subordinado solo podría darse una relación de coautoría o inducción,
en los términos del art. 15 N.º 2, donde tanto el inductor como el
inducido serán responsables del hecho. Sin embargo, la ley reconoce
varias situaciones en que la libertad del subordinado puede verse muy
disminuida o anulada por la situación concreta de subordinación en
que se encuentra: la amenaza infundada de despido (un mal que no
constituye delito) es un delito que afecta la libertad (art. 297);
mientras el aprovechamiento de una situación de dependencia para
obtener acceso carnal a un menor de edad es un caso de estupro y de
trata de personas (arts. 363 y 411 quáter).
De allí que sea posible plantear, dependiendo de la prueba de las
circunstancias concretas, que el prevalimiento de estas situaciones
puede transformar al inductor en autor mediato si existe tal nivel de
subordinación psicológica que el inducido pueda considerarse
instrumento no voluntario o con un mínimo de voluntad frente a la
del inductor. Habitualmente ello ocurre cuando a estas situaciones de
dependencia se añade una orden perentoria acompañada de amenazas
y engaños: el marido que convence a su esposa para que se suicide y
heredarla haciéndole creer que es la única vía de salvación antes del n
del mundo comete femicidio íntimo, esto es, mata a su cónyuge en el
sentido del art. 390 bis, aunque el suicidio sea impune (y por ello no
exista comisión por omisión del suicidio voluntario). Si la víctima
sobrevive al intento de suicidio, el autor ha dado comienzo a la
ejecución del parricidio por medio del engaño, pero sin que el delito se
veri que por una causa independiente de su voluntad, por lo que hay
femicidio frustrado y no auxilio al suicidio impune (art. 393), pues el
CP no restringe la forma de matar a determinados medios y aquí el
medio es el aprovechamiento o el engaño (Politoff/Bustos/Grisolía PE,
61). Este caso es similar al de la Estrella Siro, conocido por los
tribunales alemanes, donde el autor mediato, haciéndose pasar por un
extraterrestre proveniente de la Estrella Siro, consigue que su víctima,
engañada, suscriba en su favor un seguro de vida para luego intentar
ayudarla a suicidarse y pasar así a un mejor estado de desarrollo
superior en el plano astral, lo que no logra (Casos DPC, 267).
Los supuestos de órdenes del empleador que inducen a los
trabajadores a tomar cosas ajenas para aquél y, por tanto, sin ánimo
de apropiación en los trabajadores, representan casos de autoría
mediata con instrumento sin elemento subjetivo y no coautoría,
siempre que la orden se acompañe de una amenaza implícita de
pérdida de trabajo o un engaño sobre el sentido del hecho que anule la
voluntad del subordinado y falte por ello el acuerdo del empleado en
la ejecución del delito. Pero, si del cumplimiento de las órdenes se
sigue un aprovechamiento de los efectos del delito por todos los
intervinientes, será difícil alegar que solo se actuó por error o con una
voluntad anulada por el miedo, por lo que ya no habrá instrumentos,
sino coautores o inductores e inducidos, según el caso concreto.
Lo mismo aplica a la inducción a través de motivos fútiles o
rechazados normativamente como no aceptables (celos o
discriminación, p. ej.): no hay autoría mediata si el inducido se deja
llevar por sus pasiones, de las que es plenamente responsable, sino
solo inducción.
d) ¿Prevalimiento de un aparato organizado de poder?
La llamada “solución nal” al problema judío en la Alemania
nacionalsocialista de 1941 produjo perplejidad desde la teoría
tradicional de la inducción y la autoría mediata, pues no parecía que
los mandos superiores quedaran exentos de responsabilidad por los
“excesos” de los ejecutores o se considerasen solo partícipes de los
graves delitos cometidos, en caso de considerarse esas órdenes
inducción; o, de estimarse autoría mediata, que los ejecutores
materiales y los mandos intermedios pudieran quedar exentos de
responsabilidad solo por haber transmitido y ejecutado una orden de
exterminio, cuya forma concreta de cumplimiento quedaba entregada
a ellos, sobre todo, porque no había pruebas de que los mandos
intermedios y ejecutores enfrentasen graves males en caso de no
cumplir o implementar tales órdenes. Es más, de conformidad con la
doctrina subjetiva de la autoría vigente en Alemania al término de la
segunda guerra, se sostenía que solo los altos mandos del régimen ya
muertos (Hitler, Himmler, Göring, Heydrich, etc.) podían considerarse
autores de las atrocidades al dar la orden de exterminio (siempre que
estuviesen comprendidas en la orden), mientras a los ejecutores
materiales solo podrían considerarse cómplices (Welzel,
“Anmerkung”, 373).
Frente a estas di cultades, Roxin desarrolló en Alemania una
variante de la teoría de la autoría mediata que ha tenido un gran
impacto en la doctrina y práctica internacionales, compatible con su
versión del dominio del hecho como teoría contrapuesta a la subjetiva
para distinguir la autoría de la complicidad, a rmando que existe una
forma de dominio del hecho no derivada de intimidación o engaño, y
que tiene lugar a través de un aparato organizado y jerarquizado de
poder, cuyos ejecutores —aunque plenamente responsables— serían
intercambiables o fungibles (Roxin, Autoría, 271). La doctrina y la
jurisprudencia alemana mayoritarias han extendido el alcance de la
propuesta de Roxin (limitada originalmente a la organización militar
del Holocausto), sosteniendo la imputación a título de autor, por
autoría mediata en aparatos organizados de poder, tanto de los jefes
de las organizaciones ma osas como de los directivos principales de
las empresas, en delitos de carácter económico (Wessels/Beulke/Satzger
AT, 223).
Entre nosotros, la jurisprudencia admite esta forma especial de
autoría mediata para los casos de criminalidad organizada,
particularmente respecto de crímenes cometidos durante la dictadura
militar de 1973-1989, con el apoyo de un sector de la doctrina al que
antes adherimos (SSMVE 12.11.1993, Caso Letelier; SCS 8.8.2000 y
SCA Santiago 5.7.2004, Caso Pinochet; SSMVE 5.8.2002, Caso
Tucapel Jiménez; SCS 21.9.2007, Caso Fujimori [todas citadas por
Hernández B., “Comentario”, 393]; SCS 25.9.2008, GJ 339, 143. En
la doctrina, v. Politoff, “Autor”, 397; “Cometer y hacer cometer”,
1239).
Sin embargo, por diversas razones creemos ahora que es preferible
adherir a la doctrina que rechaza esta forma de autoría mediata
(Hernández B., “Comentario”, 393). Primero, porque se debe admitir
que los tribunales internacionales que juzgaron las atrocidades nazis
no tuvieron di cultades para imputar esos crímenes a título de autoría
o coautoría, según el derecho penal internacional vigente y las pruebas
de las causas respectivas. Además, si no fueran su cientes las formas
tradicionales de imputación, actualmente el Estatuto de Roma de la
Corte Penal Internacional establece la responsabilidad directa de quien
“ordene, proponga o induzca la comisión” de un crimen de su
competencia (art. 25.3.b), niega la eximente de cumplimiento de
órdenes al que la ejecuta cuando la orden es mani estamente ilícita o
tiende a la comisión de genocidio o crímenes de lesa humanidad (art.
33) y castiga como autor al superior que no los evita ni sanciona a los
responsables (art. 28). En segundo lugar, porque en el caso Eichmann
no se aplicó la teoría del dominio del hecho y bastaron las
prescripciones de la ley israelí para establecer su autoría en los hechos
en los cuales se acreditó su intervención. Ello no importa negar la
existencia de un fenómeno diferenciado, al menos criminológicamente,
en los delitos como los de Eichmann, cometidos en el marco de una
empresa criminal, donde se reconocen los caracteres de la “macro
criminalidad” organizada (Ambos, “Eichmann”, 97), sino solo
a rmar que para una respuesta penal a tales casos no se requiere un
aparato conceptual diferente al provisto por las legislaciones
aplicables de la mayor parte de los países, incluyendo nuestro Código.
En efecto, en Chile la inducción mediante orden de servicio militar es
un caso de autoría mediata especialmente regulado, si falta concierto y
la orden no tiende notoriamente a la comisión de un delito, art. 214
CJM (Horvitz, “Caso Corvo”, 167). Pero también la inducción se
sanciona como tal, en caso de una orden que tienda mani estamente a
la comisión de un delito, aunque no haya concierto, supuesto en el
cual tampoco se excluye la responsabilidad del autor directo (Reyes
R., “Autoría mediata”, 135). Y si existe concierto, entonces todos los
partícipes responden del hecho según su forma de contribución (y el
que da la orden, siempre como autor, art. 15 N.º 1). Lo mismo vale
para el orden civil donde existan deberes disciplinarios (art. 159). Y
tratándose de delitos de genocidio, lesa humanidad o crímenes de
guerra, tanto el que da la orden como el que la ejecuta responden
penalmente, y la orden no cumplida se considera tentativa, por
expresa disposición legal (art. 36 Ley 20.357). Este es, precisamente,
el caso de Eichmann, quien tras su participación en la reunión de
Wannsee (20.1.1942), donde se decidió en términos generales la
llamada solución nal de la cuestión judía, intervino en su
implementación, transmitiendo y dando por sí mimo órdenes precisas
de traslado y exterminio.
Y, en tercer término, porque nuestra legislación considera la
participación en aparatos organizados de poder como hechos
colectivos que constituyen delitos en sí mismos, esto es, asociaciones
ilícitas, cuando tienen por objeto atentar contra el orden social, contra
las buenas costumbres, contra las personas o las propiedades,
penándose de manera más grave a los jefes que a los subordinados,
por el solo hecho de organizarse y sin perjuicio de las penas
adicionales que correspondan por los delitos que cometan sus
miembros (arts. 292 a 295). El efecto práctico de estas disposiciones es
que la intervención en el aparato organizado de poder se transforma
en un hecho colectivo punible per se y la orden dada en su interior
para cometer un delito determinado puede considerarse desde ya
tentativa del mismo por el peligro de consumación que representa
contar con un grupo más o menos estructurado y con recursos para
cumplirla.

C. Autor mediato por engaño


El engaño es la forma más generalizada de autoría mediata que no
parece tener cabida en la literalidad del art. 15 N.º 2. Aquí, el
instrumento comete un delito sin completa libertad por el error que el
autor mediato genera en él. En la cción, este es el caso de quien es
engañado para participar en un juego electrónico de guerra y termina
en los hechos disparando armas controladas remotamente, sin saberlo,
como en la historia del lme El Juego de Ender (G. Hood, 2013).
De hecho, es una forma de autoría propiamente tal (art. 15 N.º 1),
cuando el instrumento es la propia víctima, como en los delitos donde
el engaño aparece en la propia descripción típica para provocar una
prestación (estupro, del art. 363 N.º 4; estafas del art. 468; trata de
personas del art. 411 quáter); y puede verse como una modalidad
necesaria para su ejecución, como en el homicidio mediante veneno,
donde la propia víctima suele ingerir o distribuir los alimentos
envenenados que, por la actuación alevosa del homicida, cree inocuos
(art. 391 N.º 1); o cuando se engaña a la víctima “para que se coloque
en el lugar donde va a sobrevenir un hecho capaz de darle muerte
(derrumbe, explosión, etc.), aunque tal hecho no sea obra del
individuo” (Novoa M., “Concurso de personas”, 1044).
Los casos más comunes que se mencionan de autoría mediata por
engaño con intervención de terceros que no son la víctima son los
siguientes:
a) El instrumento actúa bajo error de tipo
Junto con el prevalimiento del inimputable, es el supuesto clásico de
autoría mediata. Cuando el engaño recae sobre un elemento del tipo
penal esencial (error de tipo), el engañado no actúa voluntariamente y
está exento de responsabilidad penal, pero será responsable quien lo
engaña como autor mediato: El médico que prescribe un medicamento
o una dosis mortal y hace que la enfermera lo inyecte de buena fe,
aprovechando su posición de modo que ella crea que se trata de una
prescripción terapéutica es autor mediato y la enfermera, su
instrumento no voluntario. Como se adelantó, en esta constelación de
hipótesis la propia víctima puede ser el instrumento, si toma por sí el
medicamento o el veneno mortal, sea por engaño en la naturaleza de
la sustancia o en las circunstancias de su ingesta (la supuesta muerte
conjunta de los amantes que, en realidad, es de solo uno de ellos,
donde el engaño parece indistinguible del prevalimiento).
b) El instrumento realiza una conducta que cree lícita
El caso real más frecuente es el del engaño a los tribunales para que
dicten sentencias irregulares sobre la base de antecedentes falsos o
previa colusión procesal entre las partes: cuando el efecto de la
resolución es la adquisición de bienes o derechos o la extinción de
ciertas obligaciones, se llama estafa procesal (Grisolía, “Estafa”, 418).
Si con datos falsos se logra la detención de una persona, el engaño
puede constituir un delito de secuestro (art. 141). Sin embargo, la
mayor parte de estos casos se sancionan de manera especial y
preferente como presentación de pruebas falsas y obstrucción a la
investigación (arts. 207 y 269 bis y ter). Solo si la pena por estos
delitos fuere inferior a la defraudación o privación de libertad
cometidas, se podría castigar por la estafa o secuestro resultante.
Pero también se puede engañar a otro en la existencia y alcance de
las causales de justi cación, creando una inexistente o solo putativa,
p. ej., haciendo creer a otro que la única forma de evitar un mal que
existe (sequía, hambruna, peste, etc.), es sacri cando a una criatura
recién nacida. Para que un engaño de esta naturaleza anule la
voluntad, suele acompañarse de situaciones de prevalimiento o abuso
de conciencia, como en las sectas y demás situaciones análogas. Aquí,
otra vez, la obtención de ganancias secundarias por parte del supuesto
instrumento demuestra su responsabilidad en un hecho concertado y
excluye la autoría mediata.
c) El instrumento actúa bajo error de prohibición
También corresponde considerar aquí el caso del engaño que genera
un error de prohibición del intermediario, tanto si es inevitable como
si es evitable. En el caso del Rey de los Gatos (Katzenkönigsfall), la
Corte Suprema alemana estableció que respondían por tentativa de
homicidio tanto quienes convencían a otro que debía matar a su
vecino, “El Rey de los Gatos”, para evitar la muerte de millones de
personas, como el instrumento crédulo e ignorante pero no al punto
de considerarse exento de responsabilidad (Wessels/Beulke/Satzger AT,
224). De allí la importancia de comprobar la efectiva anulación de la
voluntad en la persona instrumentalizada para con gurar la autoría
mediata.
d) El instrumento realiza un hecho del que es personalmente
responsable, pero actúa motivado por un error irrelevante
En estos casos, al igual que en el del prevalimiento de aparatos
organizados de poder, la plena responsabilidad del autor inmediato
excluye, en realidad, la autoría mediata, pero se trata conjuntamente
por razones pedagógicas.
Cuando Yago, con el propósito ulterior de privar del mando a Otelo
y aprovechando su conocido carácter celoso y colérico, hace sustraer
el pañuelo que el moro había obsequiado a Desdémona, entregándolo
luego a Casio para que aquél crea que su cónyuge lo engaña y decida
matarla, es responsable de esa muerte tanto como Otelo, quien no
puede alegar los celos ni la cólera como motivo eximente de su
crimen. Otelo yerra en el motivo por el engaño de Yago, y ambos son
responsables del hecho como autores, uno inmediato y directo, el otro
como inductor del art. 15 N.º 2, por haber persuadido con engaño al
primero.
Lo mismo sucede en una variante simpli cada del llamado caso
Dohna: A comunica a B su resolución de matar a C, pero es engañado
por B para que mate a D, haciéndole creer que es C. A se encuentra en
un error en la persona irrelevante, según el art. 1 inc. 3, y es
plenamente responsable de sus hechos. Y hay que convenir en que la
muerte de D y no de C es el resultado de la obra voluntaria de B, pues
A no controla el sentido de la “con guración del hecho” concreto
(Roxin, Autoría, 217). Pero la solución en este caso, consistente en
atribuir a B autoría mediata de la muerte de D es altamente
controvertida, pues contradice el fundamento mismo de la teoría del
dominio del hecho en que se basa, ya que quien resolvió la comisión
del delito y siempre estuvo en condiciones de detener su ejecución era
A, sin necesidad de la intervención de B (Wessels/Beulke/Satzger AT,
338).

D. ¿Autoría mediata en delitos de propia mano?


Se entiende por delitos de propia mano aquellos en que el tipo penal
parece describir un comportamiento exclusivamente corporal, como el
acceso carnal de los delitos de violación y estupro y el contacto
corporal en los abusos sexuales (arts. 361 a 366 ter). La doctrina
mayoritaria estima que en estos delitos no puede haber autoría
mediata sino, a lo más inducción. No obstante, una parte importante
de nuestra doctrina considera la posibilidad de una autoría mediata en
esta clase de delitos, aunque por diversas razones: unos la a rman
sosteniendo que en casos de crímenes de lesa humanidad, como la
violación masiva en contexto de un ataque generalizado a la población
civil, una orden es equivalente a la autoría por la capacidad del que la
emite tanto de hacer afectar como de hacer cesar la afectación del bien
jurídico (Bustos, “Autoría”, 738); mientras otros lo hacen negando la
existencia de delitos de propia mano y, especialmente, de la potencial
caracterización como tales de los delitos de carácter sexual (Cury PG,
621).

§ 4. Responsabilidad del superior


Aparte de los casos en que la responsabilidad del superior deriva de
la emisión de órdenes (arts. 214 y 335 CJM, 136 Ley General de Pesca
y 36 Ley 20.357), que pudieran, a falta de esta disposición
considerarse supuesto subsumidos en el art. 15 N.º 2, los arts. 150 A y
150 D y el art. 35 Ley 20.357 establecen supuestos donde se cali ca
de autor al superior en casos en que no ordena la realización de los
delitos de tortura o apremios ilegítimos, genocidio, delitos de lesa
humanidad y crímenes de guerra que se trate, ni interviene en los
hechos de ninguna de las otras formas punibles de los arts. 15 a 17.
Estos son los casos de responsabilidad del superior o por el mando.
El primero en incorporarse a nuestra legislación fue el del art. 35 Ley
20.357, que impone sancionar como autores de los delitos de
genocidio, lesa humanidad y los crímenes de guerra que dicha ley
especial contempla “las autoridades o jefes militares o quienes actúen
efectivamente como tales, en su caso, que teniendo conocimiento de su
comisión por otro, no la impidieren, pudiendo hacerlo”, agregando
que “la autoridad o jefe militar o quien actúe como tal que, no
pudiendo impedir el hecho, omitiere dar aviso oportuno a la autoridad
competente, será sancionado con la pena correspondiente al autor,
rebajada en uno o dos grados”, sin por ello liberar de responsabilidad
al autor inmediato o ejecutor.
Se trata de dos supuestos de omisión que se elevan a una categoría
nominal de autoría. El primero consiste en una cooperación por
omisión, difícilmente subsumible en alguno de los casos de los arts. 15
y 16. En este caso, la pena a imponer es, precisamente la del autor,
igual que si hubiera ordenado el hecho (art. 36 Ley 20.357). El
segundo, en una clase de encubrimiento personal en la forma de
omisión de denuncia que no cabe con facilidad en el art. 17, pero cuya
penalidad rebajada en uno o dos grados recuerda, precisamente, la del
encubrimiento.
De este modo, nuestra legislación procura implementar la llamada
responsabilidad por el mando consagrada en el art. 28 Estatuto de
Roma y en el derecho penal internacional, en la forma que se reconoce
desde el término de la Segunda Guerra Mundial. En el caso más
destacado, un comandante japonés en Filipinas fue condenado a
muerte en base a la comprobación de que “ignoró ilegalmente y no
cumplió con su deber de comandante para controlar las operaciones
de los miembros de su comando, permitiéndoles cometer atrocidades
brutales y otros delitos graves contra personas de los Estados Unidos y
de sus aliados y dependencias” (In re Yamashita, 327 USSC, 1946).
Sin embargo, la literalidad del texto nacional parece impedir la
apreciación asentada en el derecho internacional, en el sentido que la
subjetividad requerida para la responsabilidad por el mando no
importa un conocimiento acabado de los hechos de los subordinados,
sino más bien mínimo y en términos generales. Tampoco parece
recoger la idea propuesta por parte de la doctrina in uida por la
dogmática alemana, de que se trataría de un supuesto especial de
autoría mediata, instigación o complicidad ya regulado por las reglas
generales de participación (Winter, Responsabilidad por el mando,
152). Por ello, es necesario asumir su autonomía típica y valorativa,
como una forma de intervención punible en un hecho ajeno, castigada
a título de autoría con las penas que la propia ley señala, en los casos
precisos que las impone.
Y así lo asumen los arts. 150 A y 150 D, donde, al regularse los
delitos de tortura y apremios ilegítimos se establece la responsabilidad
del superior al empleado público que “conociendo de la ocurrencia de
estas conductas, no impidiere o no hiciere cesar” la aplicación de
torturas o apremios ilegítimos, “teniendo la facultad o autoridad
necesaria para ello o estando en posición para hacerlo”. Aquí la ley no
indica expresamente que se sancionará “como autor” a este empleado
público que tiene la facultad o autoridad para hacer cesar las torturas
o apremios o está en posición de hacerlo, pero al describir tales hechos
como guras típicas de omisión impropia produce el mismo efecto. La
diferencia con las reglas del art. 35 Ley 20.357 es que, a su respecto, sí
podría plantearse la posibilidad de que existieran otras formas de
intervenciones punibles, en la medida que la gura lo permita, p. ej.,
inducción del art. 15 N.º 2, en el caso de existir una orden general de
no impedir de tales hechos. Tampoco se sanciona la omisión de
denuncia o sanción como una forma de autoría, según las reglas del
derecho internacional. Como delito de omisión propia especial, el
presupuesto objetivo para su comisión es la existencia de una relación
fáctica, no jurídica, de superioridad entre un empleado y otro. Así, p.
ej., se puede considerar superior de un empleado al que lo es en grado
dentro del servicio al que ambos pertenecen, aunque no se encuentre
en la “cadena de mando”, mientras pueda demostrarse que tiene
autoridad o está en posición material de impedir o hacer cesar las
conductas que se trate.

§ 5. Autoría funcional


En algunos delitos especiales, la ley designa como sujetos activos
únicamente a quienes se encuentran en una determinada posición o
función dentro de una organización, sin requerir otra característica
personal que ocupar cualquiera esa posición, por de nición transitoria
y que, en abstracto, podría ocupar. Esto sucede, p. ej., en la publicidad
falsa de valores, de la cual el art. 59 f) Ley 18.045 hace responsables
únicamente a “los directores, administradores y gerentes de un emisor
de valores de oferta pública”. Estos casos pueden identi carse con el
concepto de autoría funcional desarrollado en la doctrina holandesa,
los que se distinguirían de los delitos especiales porque, por regla
general, implicarían la falta de responsabilidad de quienes
materialmente ejecutan las acciones prohibidas y no se encuentren en
la posición que la ley señala (Politoff, “Cometer y hacer cometer”,
1252).
En tales supuestos, no es la mera posición que se ocupa en la
organización la que hace responsable a los directores, administradores
y gerentes, lo que supondría establecer a su respecto una especie de
responsabilidad objetiva, sino su intervención en el hecho, en alguna
de las modalidades de los arts. 15 y 16. Así, en un delito de
falsi cación de marcas del art. 190, se decidió que la orden implícita y
permanente del propietario de un establecimiento comercial, para que
se vendan mercaderías abusando de marcas comerciales ajenas,
constituía una “instigación directa para delinquir” (art. 15 N.º 2), por
la cual debía responder el inductor, a pesar de no haberse perseguido
la responsabilidad penal de los inducidos (SCS 25.9.1962, RDJ 59,
198).
Sin embargo, aunque es posible que los niveles de organización,
conocimiento y responsabilidad de los intervinientes en un hecho de
esta clase determine prima facie la impunidad de los subordinados o
ejecutores por ser víctimas de un error o de un prevalimiento, siempre
será también posible reconducir su intervención libre (y a veces
interesada) a alguna de las formas de intervención punible de los arts.
15 N.º 1, parte nal, N.º 3 o 16, como lo demostraría la prueba de la
obtención de eventuales ganancias secundarias.
En cambio, parecerán, también a primera vista, responsables a título
de autoría o coautoría del art. 15 N.º 1, primera parte, o inducción
del art. 15 N.º 2 quienes compartan la posición que la ley considera
relevante, y siempre que hayan intervenido en el hecho. Pero también
podrían incurrir en alguna de las formas restantes de los arts. 15 a 17,
si en los hechos así intervienen.
En de nitiva, la única diferencia relevante de la autoría funcional
con el resto de las formas aceptadas es que aquí la calidad especial que
señala el tipo penal permite concebir la idea de “tomar parte en su
ejecución”, según el art. 15 N.º 1, como equivalente a inducir
(ordenar, aconsejar o acordar) o no evitar su ejecución pudiendo
hacerlo.

§ 6. Actuación en lugar de otro


El principio de intervención se enfrenta a di cultades prácticas
cuando los elementos del tipo en los delitos especiales no se veri can
plenamente en el sujeto de imputación, sino que se reparten entre una
persona, natural o jurídica, y un tercero que actúa en su nombre:
“mientras que el estatus personal que fundamentaba el delito especial
recaía en la persona jurídica, era su órgano o representante quien
realizaba la conducta prohibida” (García P., 104). Esto sucede
frecuentemente en los delitos de carácter económico, donde debe
determinarse las personas naturales responsables por hechos que se
pudieran cometer en el seno de una persona jurídica. Para abordarlo,
al menos respecto de las personas jurídicas, en Chile el art. 58 CPP
dispone que por ellas “responden los que hubieren intervenido en el
acto punible”, disposición que reproduce en los arts. 133 inc. 2 Ley de
Sociedades Anónimas, 55 Ley de Mercado de Valores, 159 Ley
General de Bancos y 99 CT.
En estos casos, la atribución legal de responsabilidad a nombre de
otro no importa sustituir el principio de intervención, pues ello
también supondría establecer una forma de responsabilidad objetiva
por la posición que se ocupa en la organización. Luego, solo será
posible sostener la imputación penal contra una persona natural que
actúa en el marco de una organización con personalidad jurídica que
representa o a cuyo nombre actúa, si esa persona natural ha
intervenido o tomado parte personalmente en el hecho delictivo, en
alguna de las formas establecidas en los arts. 14 a 17, aunque no
posea las características especiales de las personas jurídicas por las que
actúa o en cuyo seno comete los delitos que se persiguen (SCS
22.9.2015, RCP 42, N.º 4, 279, con nota crítica de R. Collado, donde
se discutió precisamente la calidad de la intervención material del
condenado recurrente en un delito tributario en que, según su alegato,
no había intervenido a pesar de detentar formalmente el cargo de
gerente del contribuyente, pero la Corte desestimó la casación por un
error de formalización).
Mutatis mutandi, lo mismo se podría aplicar al que comete un delito
actuando en representación o por mandato de una persona natural
que posee una característica especial que el ejecutor material no, como
sería el padre que gira cheques sin fondo a nombre de su hijo menor
de 14 años y comete el delito previsto en el art. 22 DFL 707, aunque
es discutible la extensión de esta forma de imputación sin una regla
especial, más allá de las del art. 15.
Tratándose de supuestos en que el representado puede ser
penalmente responsable, como el mandante penalmente capaz o la
persona jurídica en los supuestos del art. 1 Ley 20.393, hay que
distinguir: i) Si entre personas naturales existe acuerdo o concierto,
todos son responsables y se imputan recíprocamente los hechos
realizados y las calidades que posean (coautoría); ii) Si existe una
persona jurídica responsable, será sancionada conjuntamente con su
representante si concurren, además, los requisitos de los arts. 3 o 5
Ley 20.393; y iii) Si sus directivos principales inducen o conciertan
con los subordinados la comisión de delitos a nombre de la empresa,
todos responderán por sus formas de intervención, según los arts. 15 a
17. Pero, si la inducción se ha hecho o el acuerdo se ha obtenido con
engaño o prevalimiento de la posición del empleador, solo
responderán los directivos (autoría mediata y a nombre de otro) y la
persona jurídica, de cumplirse los restantes requisitos legales.

§ 7. Coautoría (art. 15, N.º 1 y 3)


A. Fundamento: principio de imputación recíproca
Al igual que los arts. 7 y 8 respecto de la tentativa y la frustración, el
art. 15 N.º 1 y 3 cumple la nalidad de permitir atribuir la realización
completa de un tipo penal a quien no lo ha realizado por sí mismo,
sino con otros, como exige el principio de legalidad. En Alemania, el
§ 25.2 StGB, que sanciona con la pena del autor a quienes “cometen
el delito conjuntamente”, cumple similar función. Pero nuestra ley va
más allá que la alemana, al permitir esta imputación recíproca a
personas que contribuyen al hecho, pero no realizan siquiera una
parte del tipo penal: procuran impedir que se evite, facilitan los
medios para su ejecución o lo presencian sin tomar parte en ella.
Luego, al igual que sucede con la tentativa, tomar parte en la
ejecución del delito no signi ca en nuestro sistema únicamente realizar
una parte de la descripción del tipo penal, como exige la teoría
objetivo-formal (Yáñez, 1552), sino cualquiera de los supuestos
empíricos de los N.º 1 y 3 del art. 15, que asumen la intervención
punible en un contexto fáctico que excede los elementos de la realidad
subsumibles en el tipo penal. En efecto, la aproximación objetivo-
formal, si bien permite jar los casos de coautoría más evidentes, no
logra captar la complejidad de las relaciones entre los hechos y todas
las descripciones típicas, pues sería únicamente aplicable de delitos
descritos con diferentes conductas (ejercer la intimidación para forzar
la voluntad o la fuerza para entrar a un lugar habitado, por una parte,
y proceder al acceso carnal o a la apropiación, por otra, arts. 361 N.º
1 y 440). Sin embargo, en los delitos cuya descripción se basa en la
producción de un resultado, las di cultades que existen para
identi car al autor de su tentativa se multiplican cuando varios son
imputados por ella, como en la muerte provocada por sucesivos o
simultáneos ataques a la víctima (art. 391 N.º 2). Incluso en casos más
sencillos, como el de la realización simultánea de un ataque contra
otro, hiriéndolo, golpeándolo o maltratándolo de obra, la atribución
de los resultados del art. 397 N.º 2 no parece resolverse solo con la
a rmación de que el agente ha herido, golpeado o maltratado a otro.
Por ello, nuestra jurisprudencia a rma que, incluso tomar parte en un
hecho “de manera inmediata y directa” no signi ca solo realizar
formalmente una parte del tipo, sino también intervenir en los hechos
materiales que contribuyan directamente a su realización (RLJ 108).
Luego, el fundamento para imputar en todos estos casos
responsabilidad a título de autor no es una consideración formal
respecto de la descripción típica, sino material, emanada de la
existencia del hecho colectivo que abarca las diferentes contribuciones
de los distintos intervinientes, que se imputan recíprocamente para
otorgarle a cada uno el título de autor. Ese hecho colectivo se de ne
por el acuerdo o concierto para su realización: el conocimiento y
voluntad de realización de cada una de las partes del hecho individual
que a cada uno corresponde y del hecho conjunto que de este modo se
materializa, razón por la cual, aunque individualmente ninguno de los
coautores realice el tipo penal, todos responden como si cada uno lo
hubiera realizado completamente, imputándoseles a unos y otros,
recíprocamente, sus contribuciones individuales.
Luego, la responsabilidad individual por el hecho colectivo signi ca
que, en virtud del vínculo que crea el acuerdo de voluntades, cada uno
de los intervinientes se puede considerar responsable del hecho
colectivo como un todo (RLJ 107). No sabemos quién de los
conjurados dio la estocada mortal a César, ni cuál de las veintitrés que
recibió fue la de nitiva, pero todos ellos respondieron por el
magnicidio como autores, incluyendo a Trebonio que entretenía a
Marco Antonio para que no lo evitara, Casca que da inicio al plan y
falla en su primer intento y Bruto, que solo hiere a César en la ingle,
pues “todos tenían que tomar parte en el sacri cio y gustar del
crimen” (Plutarco, Vidas paralelas, T. VI, Madrid, 2007, 3284). Por
eso el Bardo inglés describe la escena con estas palabras: “-Casca:
¡Hablen mis manos por mí! (Casca hiere el primero a César, después
los demás conspiradores, y nalmente Marco Bruto) —César: Et tu,
Brute!” (W. Shakespeare, Julio César, Acto III, Esc. Primera, en Obras
Completas, Madrid, 1965, 1307).
La coautoría así entendida no necesita simultaneidad, sobre todo en
los casos de delitos de resultado, pues la intervención anterior, como la
del popular autor intelectual, también puede ser vista como parte de la
división del trabajo que posibilita la realización del tipo, cuyos
contornos nunca podrán estar completamente de nidos: “lo común
abarca también lo que suceda a continuación: el sujeto que ejecuta,
ejecuta la obra de todos los intervinientes, no solo la suya propia” y
“responde jurídico-penalmente porque la ejecución es, a causa del
reparto de trabajo vinculante, también la suya” (Jakobs, “Ocaso”,
98). Por la misma razón, la ausencia de este vínculo subjetivo
adicional que crea la división del trabajo impide considerar coautores
a quienes sucesivamente, pero sin haberlo acordado previamente,
realizan partes de un tipo penal o contribuyen a su materialización:
quien deja a una persona imposibilitada de resistirse a merced de
cualquier futuro violador —como en la afrenta de los infantes de
Carrión a las infantas del Cid (Bello, A., Poema del Cid, Santiago,
1881, 169)—, no es por ese solo hecho coautor de la violación que
realiza el tercero que abusa de esa imposibilidad de resistir para
acceder carnalmente a la víctima; como tampoco es coautor del robo
con fuerza en lugar habitado quien practica un forado en una pared
que, días después, es aprovechado por un tercero para cometer un
robo (art. 440 N.º 1), sin perjuicio de la responsabilidad que a cada
uno les quepa por sus propios actos.
Este elemento subjetivo adicional exige que todos los responsables
acuerden la realización de un delito determinado, el lugar, modo y
tiempo de ejecutarlo, así como la decisión seria de ponerlo por obra,
aunque no se requiere un acuerdo acerca de todos y cada uno de los
detalles de su ejecución, ni premeditación ni su puesta por escrito. Por
tanto, no hay concierto si varias personas discuten acerca de la
posibilidad de cometer un delito, sin llegar a acuerdo acerca del modo
de llevarlo a cabo, o si para ello se encuentran “a la espera de
posibilidades”, o di eren su ejecución sine die: quien toma estas
discusiones por acuerdo y ejecuta el hecho solo es responsable
individualmente del mismo, pues no está realizando un hecho
colectivo.
Pero la existencia de este acuerdo o distribución de funciones no
impone a nuestra ley considerar todos los actos de quienes intervienen
en un hecho colectivo como autores: los que concertados previamente
para la ejecución del delito facilitan medios que no son empleados
directamente en su ejecución pueden considerarse integrantes del
colectivo que lleva a cabo el delito, pero no se castigan como autores,
sino como cómplices, al no estar esa forma de contribución
sancionada con la pena del autor, de conformidad con el art. 15.
De la exigencia del aspecto objetivo formal y material, más el
elemento subjetivo del acuerdo de voluntades para la realización del
delito, se desprenden las siguientes consecuencias:
i) Todo exceso o desviación de un interviniente fuera del acuerdo, no
puede atribuirse al resto que desconoce o no pudo siquiera prever esa
desviación: aquí hay solo responsabilidad individual por el hecho
propio del que se excede (RLJ 107).
ii) Si no hay aceptación mutua de la colaboración, no hay coautoría,
sino responsabilidad individual independiente si efectivamente se
presta (RLJ 106); y si alguien ofrece su colaboración, pero ella no es
aceptada ni prestada efectivamente, hay un hecho impune en ese
ofrecimiento (tentativa de coautoría).
iii) Es posible la coautoría inmediata y también la mediata, en la
medida que sus formas de realización son susceptibles de división del
trabajo: p. ej., en una cadena de mando formalizada o en el acuerdo
de varios con el objeto de forzar o instrumentalizar a otro mediante
engaño o prevalimiento para la comisión de un delito, dividiéndose el
trabajo al efecto (SCS 30.5.1995, Rol 30174-94, Caso Letelier).
iv) No es posible la coautoría negligente, pero sí la omisiva dolosa,
según el acuerdo que se hubiese adoptado.
v) En los delitos especiales propios, todos los coautores responden al
mismo título, siendo posible la división del título en los impropios.

B. Coautoría derivada del hecho de tomar parte en la ejecución


(art. 15 N.º 1)
Casuísticamente, se a rma que toman parte en el hecho de manera
inmediata y directa quienes, estando de acuerdo en la muerte del
ofendido, lo golpean conjuntamente, aun cuando no se sepa quién de
ellos lo ultima; y en una violación se han considerado coautores tanto
a quienes ejercen la fuerza contra la víctima, aunque no la penetren
sexualmente, como a quienes realizan esa conducta (Etcheberry DPJ
II, 26, y IV, 176, respectivamente. Sin embargo, en un sentido todavía
más estricto que la propia teoría formal, una antigua y aislada SCA
Talca, estimó únicamente como cómplice del delito de violación al
“que aprieta la garganta y sujeta los brazos a la mujer que otro trata
de violar” [RLJ 108]).
Pero la ley considera también que “toman parte” en la ejecución del
delito —aunque no de manera inmediata y directa— quienes, sin
realizar parte alguna del tipo legal, colaboran a ello “impidiendo o
procurando impedir que se evite”. Aquí la ley atiende a un concepto
material de hecho colectivo en el cual se toma parte, cuya división del
trabajo supone que unos realizan directa e inmediatamente los
elementos del tipo penal y otros contribuyen a esa realización
dándoles protección. Así, la jurisprudencia ha considerado coautor
por esta vía al vigilante (el “loro”) concertado previamente para un
atraco; al vigilante que se para en la puerta mientras se comete una
violación; y a quien, presenciando la lucha que dio lugar a un
homicidio, ahuyenta al perro de la víctima que trata de defenderla de
quien la agrede (SCS 12.3.1928, GT 1928, 1er Sem., N.º 76, 397;
SCA Talca 8.5.1914, GT 1914, 1er. Sem., N.º 230, 636; y Etcheberry
DPJ II, 30).
Pero se discute la cali cación de la intervención de quien, sin estar
concertado, impide o procura impedir que el delito se evite por
cualquier razón de carácter personal (la esperanza de una recompensa,
p. ej.). A nuestro juicio, en tales casos, se trataría de una forma de
cooperación no comprendida en el art. 15 y, por tanto, de complicidad
del art. 16, pues sin concierto no es posible tomar parte en un hecho
(o. o. Winter, “Esquema”, 85, quien no ve en la literalidad del texto
una razón para esta distinción).

C. Coautoría derivada del concierto para la ejecución (art. 15 N.º


3)
A nuestro juicio, estos son casos donde el carácter extensivo de las
reglas del art. 15 aparece con mayor claridad, pues difícilmente
pueden considerarse como “tomar parte” en la ejecución total o
parcial de un tipo penal según su descripción formal, incluso en los
casos en que la ella parece apuntar únicamente a la causación de un
resultado. Por eso, entendemos ahora que, salvo por la voluntad de
limitar su alcance, son insu cientes los esfuerzos para agregar a la
exigencia legal del concierto requisitos de relevancia, entendidos como
aportes funcionales que importen un dominio del hecho, sean
esenciales para su ejecución o constituyan actos ejecutivos “en un
sentido amplio” (Soto P., “Autor”, 49; Mañalich, “Condiciones”, 477;
y Hernández B., “Comentario”, 402, respectivamente). Todos estos
criterios adolecen del mismo problema: son conceptos ajenos a la
regulación legal, de carácter subjetivo, dependientes únicamente del
acuerdo que se tenga sobre qué es lo ejecutivo, funcional, relevante,
esencial, etc.
Los casos que trata este número son los siguientes:
a) Facilitar los medios con que se comete el delito (art. 15 N.º 3,
primera parte)
Para la punibilidad a este título, según el art. 15 N.º 3, es necesario,
además del requisito subjetivo del concierto previo o acuerdo de
división del trabajo, que, objetivamente, el medio facilitado haya sido
empleado en la ejecución del delito concertado o, al menos, sea el
medio empleado en el comienzo de la ejecución del delito: si A facilita
a B un cuchillo para dar muerte a C, es considerado autor tanto si B
mata a C con ese cuchillo como si, durante la refriega, B suelta el
cuchillo facilitado por A y da muerte a C con la propia arma del
occiso. Por ello podemos incorporar en este número al nancista, esto
es, quien provee de los recursos con que se adquieren los medios para
la comisión del delito; y también a nuestro criollo autor intelectual: el
que, sin ejecutar directamente la conducta típica, ha plani cado y
organizado su realización, facilitando con esa organización los medios
para su ejecución.
La extensión de la coautoría en estos casos a supuestos que podrían
considerarse actos preparatorios impunes de un agente individual
(portar o entregar los instrumentos con que se comete el delito, antes
de que se haya dado comienzo a su ejecución), se justi ca por el
mayor peligro de consumación que importa la actuación concertada o
conjunta. Pero, para evitar una extensión indebida de la punibilidad,
al no existir la tentativa de coautoría, la sanción de estos hechos solo
se permite si el que ha recibido el medio ha dado comienzo a la
ejecución del delito.
En cambio, si B no emplea en ningún momento el arma facilitada
por A, ni los recursos facilitados por el tercero para adquirirla o no
ejecuta el plan diseñado por el autor intelectual en una forma más o
menos reconocible (lugar, momento y modalidad de ejecución, por lo
menos), la responsabilidad de A solo podría cali carse como
complicidad del art. 16, si se estima que esas son formas de
cooperación en el hecho punible “por actos anteriores”, que
contribuyen a su realización y el que recibe la cooperación las acepta.
En el extremo, si objetivamente se trata solo de una tentativa de
participación que no contribuye en modo alguno a la realización del
tipo penal ni es aceptada por el autor, no sería punible ni como
autoría ni como complicidad: en Chile se castiga la participación en la
tentativa, pero no la tentativa de participación.
b) Presenciar el hecho sin tomar parte directa en su ejecución
(art. 15 N.º 3, segunda parte)
La ley reconoce aquí expresamente el peligro de realización que
supone el “apoyo moral” de los concertados, pues no es necesario
ejecutar ningún hecho material diferente a encontrarse en el lugar del
delito como parte del acuerdo de división del trabajo (SCA Temuco
4.10.1969, RDJ 66, 272). Además, según la jurisprudencia, no es
necesario siquiera que el partícipe considerado autor a estos efectos
presencie toda la ejecución (SCS 7.5.1954, RDJ 51, 49).
Ello, por cuanto la existencia de ese acuerdo o concierto transforma
la presencia en el lugar de los hechos en aseguramiento o respaldo
para su realización, sin que se requiera acreditar un dominio funcional
del hecho o capacidad para, al menos, evitar su realización (SCA
Antofagasta 14.10.2004, Rol 144-04; y SCS 12.5.2014, Rol 6247-14).
Naturalmente, la sola presencia física en el lugar del delito, sin
concierto previo es completamente ajena al hecho e impune, como lo
sería la de los simples testigos (SCA Talca 28.3.1935, GT 1935, N.º
90, 449). Pero, si se trata de un vigilante casual o un compinche que se
integra fortuitamente al hecho, sin previo acuerdo para su realización,
pero apoyando con su presencia a los que lo ejecutan (p. ej., rodeando
a la víctima y dando vítores mientras otro la hiere o golpea), su
presencia sí sería punible al menos a título de complicidad del art. 16.

§ 8. Participación. Principios generales


La ley considera también la posibilidad de sancionar, a título de
autor (inductor), cómplice o encubridor, a los que intervienen en un
hecho ajeno individual o colectivo, siempre que la forma de conducta
empírica que desplieguen cumpla con alguno de los requisitos de
tipicidad de los arts. 15 N.º 2, 16 o 17, respectivamente. A ellos se
añaden los partícipes en un hecho colectivo cuya forma empírica de
contribución al hecho no esté comprendida en los N.º 1 y 3 del art.
15, que pueden ser castigados a título de complicidad del art. 16. En
la interpretación de estas disposiciones se han desarrollado los
siguientes principios generales que, como tales, están sujetos a
corrección y especi cación en cada forma de participación particular:

A. Exterioridad
La tipicidad de las diferentes formas de responsabilidad por un
hecho ajeno exige su manifestación exterior como un hecho punible,
esto es, que al menos se encuentre en grado de tentativa (art. 7), pues
la ley chilena no castiga la tentativa de participación en un delito (art.
59). En Alemania, en cambio, una forma de tentativa de participación,
que incluye el ofrecerse a colaborar en un hecho ajeno, se encuentra en
el § 30 StGB (parágrafo Duchesne).

B. Accesoriedad
El hecho del colectivo o ajeno en que se participa no solo debe
exteriorizarse como un hecho punible, al menos en grado de tentativa,
sino que, además, debe ser antijurídico, esto es, que no concurran
causales de justi cación, pues se a rma que no es posible ser
responsable penalmente por participar en un hecho lícito. Este es el
llamado criterio de accesoriedad media, por contraposición a la
máxima, que exige punibilidad del autor; y la mínima, que se basta
con la tipicidad objetiva del hecho.
En consecuencia, por regla general, no habría responsabilidad por
participar en un hecho ajeno justi cado: quien entrega el arma a quien
se de ende legítimamente no responde por la muerte del agresor. Sin
embargo, la ley establece ciertas excepciones relevantes: i) Si dos
de enden a un tercero y uno de ellos ha participado en la provocación
previa o lo hace por venganza, odio u otro motivo ilegítimo, el hecho
no está justi cado para él, pero sí para quien no ha provocado ni
actúa por motivos ilegítimos (art. 10 N.º 5 y 6); ii) Si un mismo mal es
apartado por varios conjuntamente cometiendo un delito, solo quienes
no tienen obligación de soportarlo están exentos de responsabilidad
(art. 10 N.º 11); y iii) Si existe otra causa ilegítima en la justi cación,
la ilegitimidad solo afecta a la persona a que se re ere.
C. Convergencia y culpabilidad
Conforme a este principio, para que exista participación se
requeriría una convergencia subjetiva, entendida como una
coincidencia de voluntades o dolo común. Sin embargo, según la ley
chilena, esta coincidencia no exige un acuerdo, el que solo se requiere
en los casos de coautoría del art. 15 y de complicidad concertada del
art. 16.
Por otra parte, la coincidencia en el contenido del dolo tampoco se
requiere en todos los casos. Desde luego, los encubridores no pueden
querer hechos del pasado (dolo subsequens). Y los inductores tampoco
pueden querer lo que depende del inducido, pues no está
verdaderamente bajo su poder ejecutarlo o no, aunque sí es razonable
pensar que exista al menos una coincidencia entre el contenido de
voluntad del dolo del inducido y el deseo del inductor de que esa
voluntad se materialice, admitiéndose incluso la inducción con dolo
eventual. Tampoco tendrá posibilidad de querer verdaderamente el
hecho el simple cómplice que coopera con otro en la esperanza de que
ejecute un hecho que desea, pero para cuya realización no se han
concertado.
Por tanto, parece más adecuada a la legislación nacional la
propuesta de reemplazar la idea del dolo común o acuerdo de
voluntades por la exigencia subjetiva del conocimiento que la propia
actuación “importa una colaboración en tal hecho” (Novoa PG II,
152). En efecto, la culpabilidad del partícipe en un hecho ajeno solo
puede consistir en un hecho psicológico relativo a los actos propios de
su participación, pero no se exige que el resto de los responsables
conozcan o acuerden esta colaboración. Además, supone al menos la
aceptación por parte del partícipe de la realización del hecho ajeno o
colectivo.
Como consecuencia de lo anterior, el exceso o desviación del autor o
de los coautores respecto de lo conocido y aceptado por el partícipe
no agrava su responsabilidad: el que instiga a cometer un delito
responde del delito instigado y no del exceso, como si se indujera a un
hurto y se cometiese un robo, a menos que exista dolo eventual o
aceptación respecto de ese exceso (RLJ 11).
Un problema más sutil es el caso de la desviación a un delito de
menor cuantía, como sería el caso de quien contrata a una persona
para cometer un parricidio que no se lleva a efecto porque el supuesto
sicario lo engaña y solo lesiona a la víctima sin intentar nunca darle
muerte (Etcheberry DPJ II, 8). Como causar la muerte necesariamente
supone herir, quien realiza un encargo de homicidio desviado por el
inducido a un delito de lesiones, bien podría ser cali cado de inductor
de las lesiones efectivamente realizadas según el art. 15 N.º 2. Sin
embargo, la solución es discutida, en la medida que hacer menos de lo
encargado pueda verse también una tentativa de participación no
aceptada, atendida la existencia de un desvío causal relevante
atribuible únicamente al pretendido mandatario (Hernández B.,
“Comentario”, 372).

§ 9. Inducción (art. 15 N.º 2)


A. Concepto
El art. 15 N.º 2 considera como autor, para los efectos de su sanción,
a quien “induce directamente a otro a ejecutarlo”. Según el
Diccionario, ello signi ca “mover a alguien a algo o darle motivo para
ello”. Luego, inductor es quien forma en otro la resolución de ejecutar
un delito mediante la persuasión, sin llegar a emplear intimidación,
engaño o prevalimiento que anulen la voluntad del inducido. Sus
requisitos son los siguientes:
i) La inducción debe ser directa: Como forma de participación,
excluye tanto la inducción culposa (el comentario casual que se toma
por “razón de nitiva” para delinquir) como la omisiva (la falta de
respuesta a una pregunta que el autor considera como “señal decisiva”
para actuar). Tampoco hay inducción cuando solo se ofrecen consejos
vagos relativos a la conveniencia de entregarse a la vida delictual ni
cuando se hace una invitación genérica a delinquir (SCA San Miguel
17.5.1989, RDJ 86, 59). Incluso en el caso de quien hace alabanzas y
elogios acerca del homicidio y sus ventajas sociales o morales, tal
apología no podría considerarse una inducción mientras ellas no se
dirijan a persuadir a otro directamente a cometer el homicidio de una
persona determinada, lo que explica la falta de responsabilidad del
profesor interpretado por James Stewart en La Soga, de Alfred
Hitchcock (1948);
ii) La inducción debe ser determinada: La ley sanciona al inductor
cuando forma en el inducido la decisión de cometer un delito
determinado, pero no la resolución genérica de dedicarse a la
actividad criminal o la aprobación, también genérica, de tales
actividades, aunque pueda cali carse de concierto (SCS 29.10.2013,
RCP 41, N.º 1, 177, con nota aprobatoria de C. Suazo). Por eso, no
hay instigación a la instigación o a la simple complicidad. Sin
embargo, se acepta que la ley no exige una instigación expressis
verbis: lo que importa es que se actúe positivamente o se emitan
expresiones dirigidas a formar en el tercero la resolución delictual,
aunque ésta no se concrete exactamente del modo que pretendía el
inductor. En consecuencia, parece posible a rmar incluso la inducción
con dolo eventual, como en los hechos se resolvió al admitir la
inducción a un homicidio en la instigación a agredir y golpear a otros
con palos para no dejarlos pasar a un lugar determinado (SCS
3.1.1973, RCP 23, 63), y en la plani cación de un robo en un lugar
determinado, conociendo las rutinas de sus habitantes y teniendo en
cuenta la posibilidad de enfrentarse con alguno de ellos (SCS
2.5.2011, Rol 2095-11, con comentario crítico de Hernández B.,
“Crimen por encargo”, 269, sobre la base de que, en el caso concreto,
habría más bien un exceso del inducido por cambio consciente del
objeto del hecho); y
iii) La inducción debe ser e caz: Quien antes de los hechos
constitutivos de la supuesta inducción ha resuelto cometer el delito no
puede ser inducido por otro (inducción imposible), y quien no resuelve
su ejecución tras ellos tampoco (inducción fracasada). En ambos casos
el supuesto inductor es impune, según nuestra ley, salvo que la
tentativa de inducción consista en la proposición de ejecutar
conjuntamente el delito y esa proposición sea especialmente punible
(art. 8).
El problema del exceso en la inducción (se persuade a cometer un
delito, pero se comete otro diferente) se resuelve en nuestra
jurisprudencia con referencia a la subjetividad de los intervinientes o
principio de convergencia de los intervinientes, ya explicado. Así, en el
caso de la muerte de Gilda, hija de Rigoletto a manos del sicario
Sparafucile, contratado por aquél para dar muerte al amante de
aquella, el Duque de Mantua, debiera resolverse atendiendo al
contenido subjetivo del hecho y su desarrollo objetivo posterior: el
encargo consiste en dar muerte a una persona (su identidad es
irrelevante para el tipo de homicidio), por lo que el error en la
ejecución (el mal recae en persona distinta a la que se propuso
ofender) no afecta la cali cación del hecho. Ambos responden del
homicidio cali cado por precio o recompensa, pues sin el encargo el
sicario no hubiese ejecutado esa muerte motivada crematísticamente.
Dado que el sicario no comete femicidio (desconoce el sexo de la
víctima y su relación con el mandante), solo comete homicidio
cali cado y no se comunica al padre de la víctima la circunstancia que
agravaría su responsabilidad. No obstante, la solución presentada no
es pací ca en la doctrina comparada, donde, admitido que el cambio
de plan por el sicario altera sustancialmente el curso causal del delito
contratado, las propuestas de solución pasan desde considerar el
encargo de Rigoletto solo como delito tentado para el inductor y
consumado para el inducido; delito imprudente para el inductor y
doloso para el inducido; inducción fracasada castigada como
proposición, siempre que la proposición para cometer homicidio sea
punible, como en España, pero no en Chile; o solo tentativa de
inducción, punible como tal en Alemania, § 30.1 StGB, pero no en la
tradición hispana (Tamarit, Casos, 97).

B. Formas especiales de inducción


A pesar de las críticas que se plantean sobre la indeterminación de
los contornos típicos de la inducción a partir de los textos codi cados
por estimarla contraria al principio de legalidad (Rusconi,
“Instigación”, 15), en nuestra tradición hispana existe de antiguo una
doctrina que permite su concreción en al menos tres casos: i) la orden;
ii) el acuerdo; y iii) el consejo (Pacheco CP, 272).
a) La orden
Ya vimos que en contextos formalizados de obediencia disciplinaria
y todos los demás donde existe tal contexto de prevalimiento o engaño
que puede llevar a anular la voluntad del inducido, la orden es una
forma de autoría mediata. Como inducción que no es autoría mediata
queda entonces reservada a los supuestos en que existen relaciones de
dependencia que no anulan la voluntad del inducido, como en las
laborales públicas o privadas, profesionales y familiares entre adultos,
donde la orden persuade a la comisión de un delito por la esperanza
que tiene el inducido de recibir recompensas por su docilidad de parte
del que ordena o la institución o empresa de que forma parte, aunque
nada se le haya prometido expresamente.
b) El acuerdo
La instigación mediante acuerdo o pacto no consiste en el concierto
para delinquir propio del hecho colectivo (la división del trabajo), sino
en persuadir, convencer o encargar a otro la comisión de un delito
mediante la promesa de una retribución o la esperanza de un bene cio
económico o de cualquier naturaleza, incluyendo los de carácter
sexual: “Me stófeles al lado de Fausto” (Pacheco CP, 272).
Instigado e instigador están en este caso, además, sujetos a la
agravante de cometer el delito mediante precio, recompensa o
promesa (art. 12, 2.ª), a menos que se trate de un homicidio cali cado
del art. 391 N.º 1, caso en el cual no opera la agravante, inherente a la
descripción del delito.
No es necesario para probar la agravante ni la instigación que se
haya dado o entregado siquiera parte de lo prometido, del precio o de
la recompensa.
c) El consejo
Por lo común el consejo “no llega hasta la inducción” y es impune:
decirle a uno que sería conveniente robar para satisfacer una
necesidad y a otro que un hombre de honor debería vengar las
afrentas sufridas no es inducir. Sin embargo, “las circunstancias del
tiempo, de la ocasión y de las personas, son decisivas en este punto; y
el mismo que en otro caso rechazara preceptos —y desdeñara ofertas
—, tal vez se habrá dejado impeler por un mero consejo” (Pacheco CP,
273). El consejo, como persuasión mediante engaño, aprovechando las
pasiones y debilidades de los otros, aparece con claridad en la forma
en que Yago desarrolla su plan para arruinar a Otelo, convenciéndolo
de la in delidad de Desdémona; y vengarse de Casio, convenciendo a
Rodrigo de que le de muerte para acceder al agradecimiento de Otelo
(Tamarit, Casos, 110).

§ 10. Complicidad (art. 16)


A. Concepto
La complicidad del art. 16, como forma de responsabilidad
individual por un hecho colectivo, exige cooperar a la ejecución del
hecho por actos anteriores o simultáneos, sin que ellos puedan
cali carse de autoría, según el art. 15. En los delitos permanentes,
como el secuestro o la substracción de menores, la cooperación puede
prestarse en cualquier momento del tiempo en que se mantiene el
estado antijurídico.
Se trata de una gura “residual” (Garrido DP II, 418). Ello signi ca,
en primer lugar, que, tratándose de la participación en un hecho
colectivo, no existe aquí una diferencia a nivel de subjetividad entre
los partícipes sancionados como autores y los cómplices (el concierto),
pero sí en la valoración que hace la ley de su contribución objetiva al
hecho, al no coincidir con alguna de las formas empíricas que describe
como modos de contribución a título de autor el art. 15 N.º 1 y 3. Y,
en segundo término, que fuera de esos casos de participación en un
hecho colectivo no sancionados como autoría, se sancionan también
como complicidad hechos donde no hay concierto, pero sí
conocimiento de la contribución causal al hecho de otro u otros.

B. Casos especiales de complicidad


La constatación de que cuando hay varios intervinientes en un hecho
ello es producto, en la generalidad de los casos, de un concierto previo
o hecho colectivo que se mani esta en alguna de las formas del art. 15
N.º 1 y 3, se traduce en la correlativa poca presencia de grupos de
casos reconocidos jurisprudencialmente de verdadera complicidad no
concertada. Hay, sin embargo, casos en que la jurisprudencia tiende a
aceptar sancionar a título de complicidad supuestos que encajarían en
las descripciones del art. 15, N.º 1 o 3, animada más bien por un
sentimiento de justicia o favorabilidad (Etcheberry DPJ II, 43).
No obstante, entre los casos que sí pueden analizarse a la luz de la
legislación vigente, cabe destacar, por su carácter ilustrativo, los
siguientes grupos:
a) Complicidad concertada
De la limitación normativa nacional, que exige la ejecución de
modalidades de conductas especí cas para cali car a quien contribuye
en un hecho común como autor, se desprende que la responsabilidad
individual por un hecho colectivo no siempre se cali ca de coautoría,
pues aunque exista concierto previo, puede haber supuestos en los
cuales la contribución al hecho colectivo no se materialice en alguna
de las formas previstas en el art. 15, caso en el cual la ley chilena
cali ca esa contribución de complicidad (art. 16): la mujer que,
estando de acuerdo con el homicidio de su marido, indica a su amante
el camino que su esposo toma diariamente, dato que aquél utiliza para
plani car y, en de nitiva, matar al infortunado cónyuge, es sancionada
como cómplice y no como autora pues, a pesar de existir concierto
previo para la comisión del delito, el medio que facilita para ejecutarlo
no es aquél con el que se comete materialmente (Etcheberry DPJ II, p.
43).
En cambio, no es cómplice, sino testigo, el que, sin concierto previo,
presencia el hecho sin tomar parte directa en su ejecución.
b) Complicidad no concertada
Cómplices no concertados son quienes, sin ser instigadores, autores,
inductores o coautores, según el art. 15, cooperan en un hecho ajeno
individual o colectivo, por actos anteriores o simultáneos, con
conocimiento de los hechos que realiza y de su cooperación al que
contribuye, sin previo concierto, pero con aceptación de su
contribución.
La ley no señala en qué han de consistir los actos de cooperación
criminal a título de complicidad, que no consisten en su inducción o
en la contribución a un hecho previamente concertado en alguna de
las formas previstas en el art. 15. Según el Diccionario, cooperar en
este sentido sería obrar favorablemente a los intereses o propósitos de
alguien, por lo que la complicidad no concertada solo puede consistir
en una consciente contribución causal al interés ajeno de realización
de un tipo penal. Luego, la forma de la contribución dependerá de la
con guración de cada delito en la parte especial y del modo que se
desarrolle empíricamente su realización, no pudiéndose a rmar
categóricamente que se excluya sino solo los pensamientos no
exteriorizados: bastará la facilitación no concertada de medios o
instrumentos para cometer el delito o el simple apoyo intelectual o
moral expresado, que no llega a ser concierto, siempre que contribuya
o haga más expedita la realización del hecho y exista consciencia y
aceptación de tal contribución, como sería el caso de la oferta de
encubrimiento aceptada (Labatut/Zenteno DP I, 201; Novoa PG II,
192). Otros casos paradigmáticos serían el del vigilante no
concertado, contratado para avisar de la llegada de la policía o
terceros, pero sin conocimiento del delito que de ese modo se procura
impedir; y el de quien, en el transcurso de una disputa espontánea,
entrega a uno de los combatientes el cuchillo con que ultima a su
contendor, sin concierto previo (SCS 10.4.1952, RDJ 49, 85). Pero no
parece corresponder a este concepto el de quien conduce el vehículo al
que se sube el autor de un disparo que mata a otro para huir del lugar
del hecho, por más que el vehículo se encontrase en el sitio del suceso
si no había concierto previo para el disparo ni facilitar la huida, caso
en el cual estaríamos ante un encubrimiento del art. 17 N.º 3, aunque
se haya dado comienzo a la marcha del vehículo inmediatamente
después de los disparos (SCS 15.12.2015, RCP 43, N.º 1, 337, con
nota crítica de A. García, por haberse estimado complicidad y no
encubrimiento).
c) Complicidad por omisión
Finalmente, en cuanto a la complicidad por omisión en un hecho
imputable a terceros, como la madre que no impide que su conviviente
golpee a sus hijos; mientras la jurisprudencia la rechaza, la doctrina
parece admitirla (SCS 2.5.2001, Rol 2419-00, con nota reprobatoria
de M. Ossandón, “Madre inactiva”, 59). Para nosotros, parece llevar
razón la jurisprudencia, pues el art. 16 se re ere expresamente a
“actos”, anteriores o simultáneos, sin dejar los espacios de
equivalencia para la omisión que ofrecen aquellos delitos que se
de nen únicamente como de resultado.
d) Complicidad y acciones neutrales
Acreditándose el conocimiento de la contribución al hecho ajeno y
su aceptación por quien lo ejecuta, ley chilena no excluye de
responsabilidad a quien ejerce un rol social determinado, como quiere
la doctrina funcionalista tributaria de Jakobs en los casos del taxista
que transporta al asesino conociendo su propósito o el estudiante de
medicina que, como camarero, sirve un plato que sabe contiene
venenos o sustancias nocivas que otro ha puesto, las que reconoce por
sus estudios en la materia (Piña, Fundamentos, 362). Ello, por cuanto
si algún lugar tiene el rol social en la apreciación de eximentes de
responsabilidad, es a través de la justi cante del art. 10 N.º 10 y no
parece legítimo ejercer el o cio de taxista o de camarero para facilitar
la comisión de homicidios ni se ha demostrado por quienes ofrecen
esta clase de soluciones que esa cooperación esté exigida por la lex
artis o los códigos de ética de tales o cios (así también, Viveros, 672).

§ 11. Encubrimiento
A. Tipicidad
Conforme al art. 17, son encubridores los que, “con conocimiento
de la perpetración de un crimen o de un simple delito o de los actos
ejecutados para llevarlo a cabo, sin haber tenido participación en él
como autores ni como cómplices, intervienen, con posterioridad a su
ejecución”, de alguna de las formas que taxativamente señala en sus
cuatro numerales: aprovechamiento (N.º 1), favorecimiento real (N.º
2), favorecimiento personal ocasional (N.º 3), y favorecimiento
personal habitual (N.º 4).
Mientras en el sistema del common law estas formas de
participación en el hecho ajeno subsisten como formas de complicidad
tras el hecho, en el continental han ido desapareciendo de los Códigos,
transformándose en guras autónomas de obstrucción a la justicia,
como desde hace medio siglo, de lege ferenda, propone nuestra
doctrina (Etcheberry, “Encubrimiento”, 295). Así se contempla en
todos los Proyectos y Anteproyectos desde 2005 en adelante.
Entre tanto, las limitaciones de las formas empíricas de
encubrimiento del art. 17, que, entre otros supuestos, no sanciona la
omisión de denuncia ni el encubrimiento negligente (SCA Iquique
6.5.1920, GT 1er. Sem., N.º 80, 399 y SCS 23.9.1946, GT 1946, 2.º
Sem., N.º 52, 314, respectivamente), han llevado a la creación de
guras especiales tendientes a llenar las reales y supuestas lagunas de
punibilidad que ellas dejarían: los delitos de omisión de denuncia del
art. 175 CPP, obstrucción a la investigación de los arts. 269 bis y ter,
la receptación del art. 456 bis-A, y el lavado de dinero del art. 27 Ley
19.913. Incluso ya el propio Código ha debido independizar
completamente del delito que se encubre el caso del favorecimiento
personal habitual (art. 17 N.º 4), donde junto con no exigir en el
encubridor que conozca los delitos de quienes acoge, le impone una
pena completamente autónoma en el art. 52. En caso de que respecto
de un mismo encubridor se acrediten distintas formas de
encubrimiento, tanto del art. 17 como de las guras especialmente
creadas, se debe aplicar únicamente la modalidad que considere, por
su mayor penalidad, el conjunto de las situaciones concurrentes. Sus
requisitos comunes son:
i) Solo hay encubrimiento de crímenes y simples delitos, aunque su
forma de realización se encuentre en grado de tentativa o frustración.
No hay encubrimiento de faltas, aunque así lo admite un antiguo fallo
(SCA Valparaíso 22.12.1926, GT, 2.º Sem., N.º 105, 480). En cambio,
sí hay encubrimiento de cuasidelitos que, en atención a su pena
pueden clasi carse como simples delitos para estos efectos (SCS
11.4.1945, GT, 1er Sem., N.º 24, 136);
ii) Solo hay encubrimiento con posterioridad a la comisión del hecho
(SCS 19.5.1941, GT 1er. Sem. N.º 34, 188). Los autores y cómplices
solo responden a ese título: el inductor que oculta el arma homicida
solo responde con la pena del autor por el art. 15 N.º 2. Y quien se
concierta previamente al hecho, ofreciéndose a ocultar el arma,
tampoco es encubridor, sino coautor o cómplice concertado, según las
formas concretas de su intervención. Sin embargo, un fallo de mayoría
consideró encubrimiento un caso de concierto para el bene cio
posterior de una especie animal hurtada, aunque el voto disidente
estimó, correctamente, que el concierto en ese caso transforma a todos
en coautores del art. 15 N.º 3 (SCS 14.12.1938, GT 1938, 2.º Sem.,
N.º 56, 250); y
iii) Se excluye el autoencubrimiento punible. Esta regla se extiende a
los casos de encubrimiento sancionados como delitos autónomos o
formas especiales de agotamiento del delito: así, castigado A como
autor del delito de trá co ilícito de estupefacientes, no puede serlo
como autor del de lavado de dinero proveniente exclusivamente de su
propio trá co; lo mismo vale para el autor del robo, quien no puede
ser castigado a su vez como receptador del art. 456 bis A; ni el autor
de homicidio puede castigarse como obstructor de la investigación del
art. 269 bis o por el delito de inhumación ilegal del art. 320. Sin
embargo, si el delito encubierto no puede sancionarse por cualquier
causa, incluyendo la insu ciencia probatoria, resurge la posibilidad de
castigar al agente únicamente por el delito especial de encubrimiento
que se pueda probar, lo que sucede frecuentemente en los casos de
lavado de dinero y receptación. También surge la posibilidad de
castigar conjuntamente el delito principal y el que sirve para
encubrirlo, si esa forma de encubrimiento tiene una signi cación
autónoma: quienes lavan dinero procedente de su actividad criminal y
la de terceros, para obstruir la investigación imputan a inocentes o,
tras la inhumación ilegal, violan la sepultura en que la han practicado,
responden por todos los delitos cometidos.

B. Culpabilidad en el encubrimiento
Conforme señala el encabezado del art. 17, en los casos de sus N.º 1,
2 y 3, el encubridor no solo ha de conocer y querer la realización de
los actos propios que realiza, sino también debe tener “conocimiento”
de la perpetración del hecho delictivo determinado que se encubre o
de los actos ejecutados para llevarlo a cabo (RLJ 116). Según nuestra
jurisprudencia, incluso es posible admitir el encubrimiento, aunque no
se sepa la identidad del autor del delito, con tal que se conozca el
hecho realizado y, por lo mismo, es punible, aunque se desconozcan
detalles materiales irrelevantes o las circunstancias que solo
modi carían la responsabilidad criminal (SCS 3.6.1935, GT 1935, 1er
Sem., N.º 65, 301). Este conocimiento puede presentarse en forma
similar al dolo eventual, esto es, representación de la posibilidad de su
existencia y su aceptación como una alternativa indiferente (Cury y
Matus, “Comentario”, 250). Luego, quien oculta el arma de lo que
cree fue solo un disparo que causó heridas en la víctima, es imputable
a título de encubridor de lesiones respectivas, pero no del homicidio
eventualmente cometido y que desconocía, a menos que haya
aceptado esa posibilidad. Por otra parte, el conocimiento de la
perpetración del crimen o simple delito debe existir en el momento en
que se realiza la conducta descrita como encubrimiento por la ley. Un
conocimiento posterior hace la conducta impune, salvo que los actos
de encubrimiento se encuentren todavía en desarrollo y el agente
persista en ellos: así, quien recibe un arma con encargo de guardarla,
no comete encubrimiento si no sabe que ella fue el instrumento con el
que se cometió un homicidio; pero adquiere responsabilidad penal si,
con posterioridad, le llegan noticias de tal hecho y persiste en
mantenerla oculta.

C. Las formas de encubrimiento


a) Aprovechamiento
El N.º 1 del art. 17 considera encubridores a los que actúan, con
posterioridad a la ejecución del delito, “aprovechándose por sí mismos
o facilitando a los delincuentes medios para que se aprovechen de los
efectos del crimen o simple delito”. Aprovecharse signi ca obtener
una utilidad o ganancia pecuniaria, de los efectos del crimen o simple
delito, esto es, de su objeto material y anexos (Etcheberry DP II, 103).
Se discute si debe considerarse también el aprovechamiento de su
producto, indirecto o sustitutivo, siendo dominante la doctrina que
rechaza esta posibilidad (o. o. Novoa PG II, 196).
El aprovechamiento puede ser para bene cio del propio encubridor
(“por sí mismo”) o para bene cio del delincuente, “facilitándole los
medios” para ello, mediante una conducta de “cooperación directa y
de importancia”, excluyéndose de este caso “los meros consejos”
(Actas, Se. 127, 225), exclusión que puede extenderse a toda forma de
auxilio moral o intelectual posterior al hecho y aun la posibilidad de
una comisión omisiva del encubrimiento.
El móvil puramente crematístico de estas conductas justi ca que ésta
sea la única forma de encubrimiento que no está cubierta por la
presunción de derecho de inexigibilidad de otra conducta, en atención
a la relación de parentesco, del inc. nal de este art. 17.
Por otra parte, las limitaciones para la sanción del aprovechamiento
propio de los efectos de un delito de un tercero, particularmente la
exclusión del aprovechamiento directo y del imprudente, no se aplican
a las guras autónomas de receptación del art. 456 bis A y de lavado
de activos del art. 27 Ley 19.913.
b) Favorecimiento real
Consiste en ocultar o inutilizar el cuerpo, los efectos o instrumentos
del crimen o simple delito para impedir su descubrimiento. Se trata de
evitar poner en lugares donde no se puede acceder fácilmente, destruir
o alterar para que pierdan su valor probatorio los rastros o huellas
que deja el delito en el objeto material o cosa sobre la que recae, en su
lugar de realización (el cuerpo del delito), su producto (los efectos) o
los instrumentos o medios utilizados en su ejecución, pero sin que ello
implique necesariamente que tales objetos pierdan su existencia o
utilidad.
La ocultación o destrucción de los rastros o huellas del delito ha de
ser activa y debe producirse antes de su descubrimiento por la justicia
(RLJ 122). Una vez descubierto el hecho, no hay encubrimiento, pero
podría haber obstrucción a la justicia (art. 269 bis y ter). La
ocultación por omisión solo es punible como omisión de denuncia de
los arts. 295bis CPP, 175 CPP y 13 Ley 20.000, respecto de quienes se
encuentran obligados a hacerla.
c) Favorecimiento personal ocasional
Consiste en albergar, ocultar o proporcionar la fuga del culpable
(art. 17 N.º 3). La conducta del sujeto se endereza a la protección de
los delincuentes y por tal motivo se habla de favorecimiento personal,
agregándose el adjetivo ocasional, para diferenciarlo del supuesto del
N.º 4 del art. 17. A diferencia del caso anterior, esta forma de
encubrimiento no está limitada por el hecho de haberse descubierto o
no el crimen o simple delito de que se trate, sino únicamente por el
alcance de las reglas relativas a la evasión de detenidos, que impone
penas especiales para esa forma peculiar de favorecimiento personal
(arts. 299 a 301). Pero aquí también la vía omisiva solo sigue siendo
punible en los casos especiales de omisión de denuncia y tampoco hay
encubrimiento del encubridor (Etcheberry DP II, 105).
d) Favorecimiento personal habitual
El art. 17 N.º 4, en relación con el art. 52 inc. 3, castiga con una
pena especial, no vinculada a algún crimen o simple delito
determinado, a quienes acogen, receptan o protegen habitualmente “a
los malhechores, sabiendo que lo son, aun sin conocimiento de los
crímenes o simples delitos determinados que hayan cometido”.
También se aplica dicha pena si a tales malhechores se les facilitan los
medios para reunirse u ocultar sus armas o efectos, o se les
suministran auxilios o noticias para que se guarden, precaven o
salven. Pese a esta abierta disociación del encubrimiento y el delito
que cometen los malhechores, el art. 59 no permite la sanción de la
tentativa ni la complicidad en esta clase de hechos, tratándolos como
si fueran verdaderas formas de participación en un hecho ajeno y no
los hechos propios que describe.
En cuanto a las particularidades de esta forma de encubrimiento, la
fatigosa descripción de la ley contiene como rasgo esencial la
habitualidad de su realización, lo que signi ca que solo será punible
quien lo realice dos o más veces (Etcheberry DP II, 106). Finalmente,
no exigiéndose el conocimiento del crimen o simple delito perpetrado
por los malhechores a que se favorece, la ley exige, en cambio, que se
conozca su calidad de tales, al momento de su favorecimiento. Si es
permanente (dar albergue, p. ej.), y el conocimiento le llega al que
alberga durante el lapso por el que se extiende, habrá encubrimiento si
se persiste en el favorecimiento y concurre además la habitualidad (o.
o. Etcheberry DP II, 106, en cuya opinión solo quien está obligado a
denunciar o perseguir al culpable podría considerarse que “omite”
cesar con el favorecimiento).
§ 12. Conspiración y asociación ilícita como formas especiales
de participación en un hecho colectivo
La legislación chilena contempla dos formas o modos de
responsabilidad individual por la participación en un hecho colectivo,
distinguibles de la conjura o coautoría en general por el hecho de que
no se exige la realización del delito o delitos acordados para su
sanción: la conspiración (art. 8), cuyos detalles hemos explicado en el
apartado relativo al iter criminis, lugar al que aquí nos remitimos, y la
asociación ilícita. En ambos casos, existe un nexo o vínculo entre los
intervinientes en el hecho colectivo que lo hace aparecer como tal: la
existencia de un acuerdo de voluntades o concierto para la ejecución
de un delito determinado (conspiración) o indeterminados (atentar
contra el orden social, contra las buenas costumbres, contra las
personas o las propiedades: asociación ilícita, art. 292). En este último
caso, el concierto abarca también el acuerdo para organizar una
asociación con ese objeto. El art. 411 quinquies CP y los arts. 2 N.º 5
Ley 18.314, 28 Ley 19.913, 16 Ley 20.000 y 15 Ley 20.357, castigan
también especialmente las asociaciones ilícitas establecidas para
cometer delitos indeterminados de trá co de migrantes, trata de
personas, terrorismo, narcotrá co, lavado de dinero y genocidio. Y en
todos los casos el fundamento de su sanción es el mismo ya expuesto
respecto de la conspiración: la mayor peligrosidad de realización de un
hecho que supone la existencia de un concierto entre varios para
ejecutarlo.
Sin embargo, es discutible que nuestra formulación legal, aún con el
apoyo de la conspiración del art. 8 tenga la “capacidad de
rendimiento” esperada para lograr la imputación del más alto grado
de responsabilidad en todos los supuestos de criminalidad organizada
en la forma como se describen y sancionan en el derecho internacional
(Conspiracy, Joint Criminal Enterprise, Co-perpetration), del cual toda
la regulación especial citada es tributaria, lo que supone tensiones que,
probablemente, desemboquen en discusiones acerca de la necesidad y
conveniencia de modi caciones legales en el mediano plazo para una
completa adecuación de nuestro sistema a esas categorías (Couso,
“Organización”, 288). Es más, contra esa adecuación juegan también
interpretaciones ajenas al amplio texto legal y las propias
convenciones internacionales de las que las clases especiales de
asociación ilícita son tributarias, que confunden los aspectos
fenomenológicos de la criminalidad organizada con los requisitos
legales de la asociación ilícita (v., como epítome de esta confusión, la
SCA Santiago 30.3.2008, DJP Especial II 857, con comentario crítico
de A. Villalobos).
En nuestra legislación, el vínculo u organización que presupone una
asociación ilícita resulta exclusivamente o en primer lugar del acuerdo
de voluntades de sus miembros “en torno de un objetivo común que
comprende la nalidad de cometer delitos” (Grisolía, “Asociación”,
76). Ello, por cuanto se trata de un delito de expresión, el cual se
comete “mediante una declaración provista de contenido”: “el
acuerdo de asociarse”, cuyo resultado no es otro que el “quedar
asociados” (Guzmán D., Estudios, 43). Por eso, “a veces es difícil
distinguir lo que es una asociación ilícita de un simple concierto o
conspiración para delinquir” (Etcheberry DP IV, 317), lo cual explica
las restricciones objetivas que ha impuesto la jurisprudencia:
existencia de una estructura de mando, dirección, ciertos recursos y
permanencia en el tiempo (SCS 6.7.2015, RCP 42 N.º 4, 123). No
obstante, se admite la posibilidad de que ésta exista aun cuando la
jerarquía se reemplace por reglas vinculantes, o carezca de recursos
propios y los asociados se prevalgan de una organización lícita
preexistente (p. ej., la DINA en el Ejército, la DIPOLCAR en
Carabineros y la estructura societaria en el caso de Colonia Dignidad)
reproduciendo su estructura jerárquica y empleando sus recursos para
la comisión de delitos, desviando sus nes (SSCS 8.7.2010, Rol 2596-
9, 29.12.2916, Rol 14312-16, entre otras favorablemente comentadas
por Couso, “Comentario”, 292. O. o., exigiendo no solo una
estructura organizacional sino también que ésta no provenga de una
organización lícita, SCS 23.11.2012, RChDCP 2, N.º 1, 219, con nota
crítica de J. Cabrera). Nuestra jurisprudencia no ha a rmado, sin
embargo, que una institución originalmente lícita pueda cali carse in
totto como ilícita, según la conducta material de sus miembros, como
se hizo en los juicios de Núremberg respecto de los Dirigentes del
Partido Nazi, la Gestapo, la SD y las SS (International Military
Tribunal - Major War Criminal, Sentencia de 31.8.1946).
Acreditada su existencia, la sola pertenencia a la asociación así
conformada es punible (Mañalich, “Organización delictiva”, 295; o.
o. Carnevali, “Comentario”, 382). Los arts. 293 y 294 distinguen
entre instigadores y jefes y los restantes miembros únicamente para la
medida de la pena. El problema especial de la colaboración a una
asociación ilícita sin ser parte de ella es resuelto parcialmente por el
art. 295 bis, mediante la tipi cación de la omisión de denunciar su
existencia; y, por otro lado, por el art. 294, que sanciona a “los que a
sabiendas y voluntariamente le hubieren suministrado [a los
asociados] medios e instrumentos para cometer los crímenes o simples
delitos, alojamiento, escondite o lugar de reunión” (sobre esta última
gura, v. Londoño, “Casos Manos Blancas”, 339).
La asociación ilícita, en tanto expresión de una organización para
delinquir, se distingue jurídicamente de la conspiración por su objeto:
la comisión de delitos indeterminados contra las personas,
propiedades o seguridad pública. En cambio, la conspiración siempre
se re ere a un delito determinado. Pero eso, mientras en la asociación
ilícita los delitos particulares que se cometen pueden sancionarse de
manera independiente (art. 294 bis); la conspiración, en cambio, no se
sanciona si se da comienzo a la ejecución del delito acordado. No
obstante, ambas tienen en común la existencia del desistimiento activo
como defensa especialmente establecida para quien se retira de la
asociación y la denuncia ante la autoridad (arts. 8 y 295). La
jurisprudencia ha empleado también el criterio de la indeterminación
o no de los delitos a cometer para distinguir la asociación ilícita de los
casos de agrupaciones delictivas que no llegan a constituirla y son
especialmente sancionadas por la ley como agravantes, como ocurre
en el caso del art. 16 en relación con el 19 a) Ley 20.000 (SCA
Santiago 7.8.2012).
Criminológicamente, la distinción entre conspiración y asociación
ilícita se re eja en que esta, cuando está vinculada a la criminalidad
organizada, “se sitúa en una violencia colectiva de carácter
económico” que se caracteriza “por tener un patrón empresarial, y
estar formada por grupos bien estructurados y jerarquizados de
personas, cuyo objetivo es el enriquecimiento ilegal de sus miembros”
(Soto M. y Nakousi, 23). Es importante destacar, además, que “la
criminalidad organizada es quizás la manifestación más evidente de la
nueva criminalidad propia de la globalización” (Carnevali,
“Criminalidad organizada”). Por ello un descuido en su tratamiento y
persecución puede conducir a lamentables experiencias de estados
fallidos o casi fallidos, como las vividas con relación a las actividades
ma osas en el sur de Italia y al narcotrá co en la Colombia andina y
el norte de México.

§ 13. Responsabilidad penal de las personas jurídicas


A. Generalidades
Casi setenta años después de que se propusiera en el Proyecto de
Código penal de 1938 la introducción de la responsabilidad penal de
las personas jurídicas como regla general (Silva F.), la Ley 20.393, de
2009, la reconoció, pero únicamente para los delitos de lavado de
activos, nanciamiento del terrorismo y cohecho (art. 1), y respecto de
personas jurídicas de derecho privado y las empresas del Estado (art.
2). De esta forma, se decía que Chile cumplía con las exigencias de
diversos organismos y tratados internacionales, y particularmente con
la Convención para combatir el Cohecho a Funcionarios Públicos
Extranjeros en Transacciones Comerciales Internacionales de la
OCDE, enfrentando así una aparente situación de “irresponsabilidad
organizada de sujetos individuales que actuaban bajo el paraguas
jurídico de la persona jurídica” (Navas y Jaar, 1028). Posteriormente,
su ámbito de aplicación se ha ido ampliando al compás de cada
modi cación del Código y leyes penales que apuntan a delitos de
carácter empresarial, en el sentido de poder ser cometidos en el seno
de una actividad empresarial en principio lícita: contaminación de
aguas y pesca ilegal, negociación incompatible, receptación,
apropiación indebida, administración desleal y delitos contra la salud
pública (art. 1 Ley 20.393, cuya última modi cación, incorporando el
delito de ordenar a un trabajador infringir una cuarentena o medida
de aislamiento ordenada por la autoridad sanitaria —art. 318 ter CP
—, es de 20.6.2020, Ley 21.240). Así, ha quedado para la historia la
discusión sobre la conveniencia político criminal de esta forma de
responsabilidad penal (al respecto, v. Künsemüller, “Societas”, y
Novoa Z., “Alcances”, 313). Es más, es posible asegurar que el
catálogo de numerus clausus del art. 1 Ley 20.393 seguirá
ampliándose con cada futura nueva reforma vinculada delitos de
carácter empresarial, hasta llegar a una regla general, como en los
países del common law, Francia y Holanda, de larga tradición en esta
materia. Así se anticipa, p. ej., tratándose de los llamados
“ciberdelitos”, particularmente de la pornografía infantil por internet,
por la necesidad de implementación del Convenio sobre
Cibercriminalidad o Convención de Budapest, rati cado por DS 83
/2017 (Scheechler, “Responsabilidad”, 39. Sobre la situación en
España, v. Nieto, “Responsabilidad penal”, 11). Sin embargo, no se
han presentado mociones ni ha habido intentos serios por ampliar el
ámbito de aplicación de la ley a las personas jurídicas de derecho
público, que no sean empresas del Estado (art. 2).
No obstante, con independencia del alcance legal de esta forma de
responsabilidad penal, sigue siendo cierto que las personas jurídicas
carecen de psiquis y que la teoría del delito —como el CP mismo— se
desarrolló entre nosotros pensada para establecer los requisitos de la
responsabilidad penal de las personas naturales, únicas que actúan en
el mundo real. De allí que la responsabilidad penal de las personas
jurídicas solo pueda entenderse como atribución a ellas de
consecuencias jurídicas por los delitos que cometen sus directivos y
empleados, cumpliéndose determinados requisitos, esto es, una forma
de responsabilidad por hechos de terceros (Guzmán D., “Personas
jurídicas”, 46).
Por ello la Ley 20.393 ha debido establecer las condiciones
especiales para hacer efectiva la responsabilidad penal de las personas
jurídicas, teniendo como presupuesto que su actuación en el mundo
físico no puede escindirse de la de las personas naturales que
conforman sus órganos, sus directivos y empleados. Y así, son las
conductas (y la psique) de esas personas naturales las que se imputan a
la persona jurídica, siempre que se cumplan los requisitos establecidos
en alguno de los dos modos de responsabilidad que reconoce: el del
art. 3 (atribuida) y el del art. 5 (autónoma). Se señala que la
originalidad de nuestra regulación en esta materia radicaría en “la
posibilidad” de “exonerar la responsabilidad penal a las personas
jurídicas” de los delitos cometidos por sus directivos o empleados
“por diseñar e implementar modelos de prevención de delitos”
(“efectivos”, al menos “en abstracto”) y “así acreditar el
cumplimiento de sus deberes de supervigilancia y dirección”, eximente
inexistente de manera formal en el derecho comparado continental y
en el anglosajón, donde la adopción de tales modelos solo tiene efectos
en la medida de la pena y en la suspensión condicional de los
procedimientos (Piña, “Consideraciones”, 5. Sin embargo, tal carácter
de eximente “anticipada” no parece ser sostenible en un sistema de
responsabilidad por el hecho, como veremos más adelante).
La ley distingue, además, la responsabilidad penal de las personas
jurídicas, cuya existencia y nalidades son lícitas en términos
generales, de la llamada criminalidad organizada, fenómeno
criminológico donde las estructuras jurídicas aparecen como
instrumentos de un grupo organizado cuya existencia y nalidades son
ilícitas. Este fenómeno, que también se presenta en los ámbitos del
terrorismo, el trá co de drogas, armas y la corrupción (Villegas,
“Corrupción”, 51), se enfrenta legalmente no con la sanción penal de
la persona jurídica, sino con la represión de las asociaciones criminales
por el solo hecho de existir (art. 292 CP y art. 16 Ley 20.000, p. ej.),
lo que tiene como consecuencia accesoria de la pena aplicable a las
personas naturales la “disolución de la persona jurídica”
instrumentalizada, sin necesidad de un proceso especial para
determinar su responsabilidad penal (art. 294 bis, inc. 2).
Sin embargo, subsisten importantes diferencias doctrinales en la
materia, más allá de la que acabamos de anticipar acerca del efecto
penal de las planes y modelos de prevención. Así, en contra de la
asimilación de esta forma de responsabilidad como una derivada de
hechos de terceros, desde perspectivas funcionalistas hay quienes
a rman que las empresas podrían constituirse en personas en derecho
y actuar por sí mismas, por lo responderían penalmente por delitos
cometidos en su seno como hechos autónomos y no por aquellos
cometidos por sus directivos o empleados (Artaza, Empresa, 329);
mientras otros señalan que carecen de capacidad comunicativa y, por
tanto, no podrían ser personas para el derecho penal ni menos
cometer delitos o responder penalmente por ellos (van Weezel,
“Contra”, 114). Y respecto de los requisitos para establecer esta
forma de responsabilidad, hay quienes no creen posible que sea
posible aplicar las mismas categorías de responsabilidad a las personas
naturales y a las jurídicas, planteando la necesidad de establecer
teorías del delito paralelas (Mañalich, “Organización”, 297); pero
otros a rman que tales diferencias no existirían y que, incluso, sería
posible distinguir entre hechos dolosos y culposos de la persona
jurídica (O. o. Szczaranski C., Asunto, 121). En este sentido, incluso
se propone que las personas jurídicas son entes reales cuya
responsabilidad se puede situar en el hecho anterior al cometido por
sus directivos o subordinados, su “defecto de organización”, que
expresaría una actio liberae in causa: “la falta de cuidado en un
momento anterior que hubiese permitido evitar el hecho delictivo”
(Ackermann, “Doctrina”, 553, quien reproduce en este punto el
planteamiento de Tiedemann).
Por otra parte, la regulación plantea importantes problemas de
aplicación al no distinguir entre grandes y pequeñas empresas, muchas
de ellas de carácter individual e indistinguibles materialmente de sus
propietarios y controladores; y no diferenciar el estatus procesal de la
persona jurídica del de sus representantes, afectando su derecho a
defensa y dejando sin solución los con ictos de interés que se suscitan
cuando son enjuiciados simultáneamente (v., con detalle, Hernández
B., “Desafíos”, 77, y “Problemas”, 23).
B. Responsabilidad atribuida (art. 3 Ley 20.393)
Según la doctrina dominante, la responsabilidad penal atribuida
sigue un sistema contrapuesto al tradicional del common law (modelo
vicarial), que solo exigiría la vinculación funcional de la persona
jurídica con el autor material del delito (su “vicario”). En cambio, en
el modelo nacional de responsabilidad atribuida, junto con esa
vinculación objetiva, que se estima el equivalente funcional de la
tipicidad y la antijuridicidad, se exige un componente de
responsabilidad de la propia empresa, como equivalente funcional de
su culpabilidad: el incumplimiento de los deberes de dirección y
supervisión para evitar delitos o la llamada “culpabilidad por defecto
de organización” (Hernández B., “Introducción”, 207. O. o. Peña N.,
43, para quien el cumplimiento de estos deberes sería una excusa legal
absolutoria).
Así, los presupuestos para la atribución de un delito a una persona
jurídica en Chile, según el art. 3 Ley 20.393 serían: i) que los dueños,
controladores, responsables, ejecutivos principales, representantes,
quienes realicen actividades de administración y supervisión, o alguna
de las personas naturales que estén bajo su dirección o supervisión
directa hayan cometido alguno de los delitos indicados en el art. 1; ii)
que lo hayan cometido directa e inmediatamente en interés o para el
provecho de la persona jurídica y no exclusivamente en ventaja propia
o de un tercero; y iii) que la comisión del delito sea consecuencia del
incumplimiento de los deberes de dirección y supervisión de la
empresa.
Estos tres presupuestos deberían ser probados por la acusación, de
conformidad con el art. 340 CPP. Sin embargo, puesto que la ley
regula precisamente la forma de probar el cumplimiento de los deberes
de dirección y supervisión, acreditando la adopción e implementación,
con anterioridad a la comisión del delito, de un sistema de prevención
en los términos de su art. 4, el requisito de la “culpabilidad” de la
empresa pasa a ser, en verdad, una defensa de falta de responsabilidad
(defensa de cumplimiento). Una parte de la doctrina propone, además,
la posibilidad de alegar como falta de culpabilidad la inimputabilidad
de la persona jurídica, basada en su inexistencia como “empresa
organizada”, a rmando —sobre la base de una interpretación a
fortiori de los art. 18 y 29 Ley 20.393— que “sería plausible eximir de
responsabilidad a aquellas organizaciones que poseyendo personalidad
jurídica, demuestren una carencia total de organización interna ya sea
por su poco tiempo de existencia, o bien por carecer de una
organización interna su ciente, como puede ser el caso de las personas
jurídicas unipersonales en donde resulta casi imposible diferenciar a la
persona jurídica de la persona natural que la controla como su
instrumento” (Collado, Empresas, 184). Sin embargo, esta idea, que
no tiene expreso reconocimiento legal, favorecería precisamente lo que
la ley pretende evitar: la división arti cial de los patrimonios que
permite mantener ajenos al alcance de la ley aquellos que se protegen
mediante su adscripción a personas jurídicas que se declaran
irresponsables de los hechos que las perjudican, pero reciben en su
patrimonio sus bene cios.

C. Responsabilidad autónoma (art. 5 Ley 20.393)


El sistema de responsabilidad autónoma del art. 5 requiere también
acreditar un delito cometido por las personas indicadas en el art. 3,
directa e inmediatamente en interés o provecho de la persona jurídica
y que sea consecuencia del incumplimiento de sus deberes de dirección
y supervisión, pero no se exige la condena simultánea de las personas
naturales responsables del hecho que se trata. En efecto, este sistema
de responsabilidad autónoma opera precisamente cuando se ha
extinguido la responsabilidad penal de la persona natural por el
cumplimiento de su pena o la muerte, antes de la condena a la persona
jurídica, o ha sido sobreseída por rebeldía o enajenación mental en el
proceso respectivo. De allí se sigue que el sobreseimiento de la persona
natural por otra causa, su absolución o la extinción de su
responsabilidad por una causa distinta, hace decaer la responsabilidad
penal de la persona jurídica, tanto por este art. 5 como por el 3, que
debe exigir, para mantener la debida correspondencia y armonía entre
ambas disposiciones, la comprobación de la responsabilidad penal de
la persona natural en el proceso seguido conjuntamente contra la
persona jurídica
El art. 5 inc. 2 Ley 20.393 permite además, excepcionalmente,
perseguir la responsabilidad penal de las personas jurídicas, aunque no
haya sido posible establecer la participación del o los responsables
individuales, siempre y cuando en el proceso respectivo se demostrare
fehacientemente que el delito debió necesariamente ser cometido
dentro del ámbito de funciones y atribuciones propias de las personas
señaladas en el inciso primero del mencionado art. 3. Una
interpretación de este supuesto, acorde tanto con la idea de que
debería existir un equivalente funcional a la “culpabilidad” en las
personas jurídicas como con la de la responsabilidad vicarial, sería que
por “participación” se entendiera “individualización” de las personas
naturales que tomaron parte en la ejecución del delito o cooperaron
con su realización en alguna de las formas empíricas de los arts. 15 a
16 CP. Este sería el caso, p. ej., de que se acreditase que un empleado
público recibió cantidades de una empresa, que no tenía derecho a
percibir, por un acto propio de su cargo que bene ciaba a esa
empresa, carente de un sistema de prevención e caz, pero no se
pudiera identi car a quien ordenó o materializó el traspaso, porque en
los documentos probatorios solo gura el nombre de la empresa. De
este modo, se podría probar “fehacientemente que el delito debió
necesariamente ser cometido dentro del ámbito de funciones y
atribuciones” de un directivo o empleado de la empresa pagadora,
pues las entidades jurídicas no pueden dar por sí instrucciones de pago
a un banco. Por lo anterior, debe descartarse, en primer lugar, la
sugerencia indirecta de que esta responsabilidad pudiese establecerse
como efecto o sanción de la ausencia de pruebas sobre el hecho y la
intervención de los directivos o empleados de una persona jurídica,
porque “se destruyeron los correos electrónicos o porque nada se hizo
por escrito, o porque se eliminaron todas las huellas o señas del
delito” (Contreras P., “Investigación”, 14), supuestos en los cuales no
hay prueba del hecho y, por tanto, corresponde la absolución. Y, en
segundo término, se rechaza también que este art. 5 permita la
imputación y sanción de personas jurídicas sin probar que uno de sus
directivos o empleados tomó parte, indujo o cooperó en su ejecución
en alguna de las formas previstas en los arts. 15 y 16 CP (Guerra y
Balmaceda, “Responsabilidad”, 16), pues ello sería tanto como
a rmar que es posible ser responsable de un delito que no se cometió,
pues para que un delito exista al menos una persona debe tomar parte
en la realización del tipo penal correspondiente. Para volver a nuestro
ejemplo: que un empleado público reciba dineros en su cuenta
corriente de una persona jurídica no prueba la existencia del delito del
art. 250; ese delito requiere probar que lo recibió para realizar un acto
en bene cio de esa persona jurídica. En ese caso, podría probarse el
depósito en favor del empleado público y su falta de causa legítima, el
acto indebido, el bene cio recibido por la persona jurídica y la
ausencia de un plan de prevención efectivo para acreditar la
responsabilidad penal de la persona jurídica; pero no tener pruebas
para identi car a la persona natural que aceptó la solicitud del
empleado o le hizo la oferta que serían la causa ilegítima del acto, ni
tampoco a quien ordenó realizar los depósitos, porque todos están a
nombre de la persona jurídica.

D. Defensa de cumplimiento (compliance)


En el art. 3 Ley 20.393 se introduce la defensa de cumplimiento o
compliance, como la adopción e implementación, “con anterioridad a
la comisión del delito”, de “modelos de organización, administración
y supervisión para prevenir la comisión de delitos como el cometido”.
Dichos modelos o programas deben contemplar la designación de un
encargado de prevención con facultades y recursos independientes de
la gerencia de la empresa, que da cuenta directamente a su dirección
superior, encargado de establecer un sistema de prevención de delitos
en consideración a los riesgos de su comisión en las actividades de la
empresa, establezca protocolos y reglas de actuación que permitan
minimizarlos, y un sistema de sanciones internas que haga posible su
enforcement.
Si una empresa ha adoptado un modelo de prevención, la ley
considera también la posibilidad de certi car su adopción e
implementación. Los referidos certi cados deberían dar cuenta de que
el modelo de prevención o programa de cumplimiento “contempla
todos los requisitos” establecidos por la ley, en relación con “la
situación, tamaño, giro, nivel de ingresos y complejidad de la persona
jurídica”. Dichas certi caciones pueden ser expedidas por las
empresas de auditoría externa, clasi cadoras de riesgo u otras
entidades registradas ante la Superintendencia de Valores y Seguros al
efecto y tienen una vigencia máxima de dos años.
Aparte de la discusión sobre la compatibilidad de la formulación de
esta defensa con el principio de legalidad, el debate que se plantea
radica en reconocer o no que la persona jurídica pueda eximirse de la
responsabilidad penal por el solo hecho de certi car la adopción e
implementación de un modelo de prevención y dentro del período de
vigencia de dicho certi cado (Bedecarratz, 211). Descartada esa
posibilidad respecto de los modelos “de papel”, la cuestión es si esa
supuesta eximente formal alcanzaría a los que realmente se han
implementado según la certi cación, pero de todos modos no han
evitado que el delito se cometa (Piña, Modelos, 10). A este respecto,
creemos que la certi cación de la implementación de dichos modelos
no constituye una eximente si no impide de manera e caz la comisión
de los delitos que se trata, Si no son e caces en ese sentido, debieran
considerarse únicamente como atenuante del art. 6 N.º 3 Ley 20.393,
a menos que el propio sistema imponga el deber de denunciar los
hechos, poner a disposición de la justicia a las personas naturales
responsables y restituir los bene cios obtenidos, y todo ello se cumpla
efectivamente, como prevé la ley argentina en la materia (Ley 27401,
de 2017).

§ 14. Cuadro resumen de las formas de responsabilidad en la


ley chilena
Hecho Hecho colectivo Hecho ajeno Pena
individual
Autoría Realizar --- La señalada por
inmediata (art. completamente la ley al delito;
15 N.º 1) el tipo penal, de un grado menos
manera en caso de
inmediata y frustración y
directa dos grados
menos en caso
de tentativa
(arts. 51 a 54)
Hecho Hecho colectivo Hecho ajeno Pena
individual
Coautoría (art. - Previa división
15, N.º 1 y 3) del trabajo, tomar
parte en la
ejecución de un
hecho en que
ninguno lo
realiza en su
totalidad;
- Previa división
del trabajo,
“impedir o
procurar impedir
que se evite” la
realización del
tipo penal por
otro(s);
- Previo
concierto,
facilitar los
medios con que
se ejecuta el
delito o
presenciarlo.
Autoría y Realizar el tipo Realizar el tipo --- La del autor
coautoría penal, a través entre varios que inmediato
mediatas (art. 15 de fuerza, se dividen el
N.º 1) prevalimiento o trabajo de forzar,
engaño del engañar o
autor material o prevalerse del
instrumento instrumento
Hecho Hecho colectivo Hecho ajeno Pena
individual
Inducción (art. --- --- Inducir mediante La del autor
15 N.º 2) persuasión, orden, inmediato
acuerdo o consejo,
pero sin fuerza, engaño
o prevalimiento
Complicidad --- Previo concierto, Sin concierto previo, Un grado menos
(art. 16) y sin realizar vigilar o facilitar los desde la
conductas del medios con que se determinada por
art. 15, facilitar comete el delito su grado de
otros medios o desarrollo para
dar apoyo moral el autor
inmediato
Encubrimiento --- --- Sin ser autor o Dos grados
(art. 17) cómplice, menos desde la
aprovecharse del determinada por
delito, favorecer su su grado de
ocultación o la de los desarrollo, salvo
responsables, de art. 52 inc. 3
manera ocasional o
habitual
Responsabilidad --- --- Autoridad o jefe que La del tipo penal
del superior por ordena la ejecución de (autor), según su
ordenar (arts. un delito grado de
214 y 335 CJM, desarrollo. La
136 Ley General orden no
de Pesca) ejecutada se
podría
considerar
tentativa
Hecho Hecho colectivo Hecho ajeno Pena
individual
Responsabilidad --- --- Autoridad o jefe militar La del tipo penal
del superior por que ordena genocidio, (autor), según su
ordenar (art. 36 crímenes de guerra o grado de
Ley 20.357) delitos de lesa desarrollo. La
humanidad, u ordena orden no
no impedirlo ejecutada se
considera
tentativa por la
ley
Responsabilidad --- --- Autoridad o jefe militar La del tipo penal
del superior por que no impide (autor). Uno o
no impedir (art. genocidio, crímenes de dos grados
35 inc. 2 Ley guerra o delitos de lesa menos, según su
20.357) humanidad., pudiendo grado de
hacerlo desarrollo
Responsabilidad --- --- Empleado público con La del tipo penal
del superior por autoridad, facultad o (autor)
no impedir (arts. en posición de impedir
150 a y 150 D) o hacer cesar actos de
tortura o apremios
ilegítimos, que no lo
hace
Responsabilidad --- --- Autoridad o jefe militar La del tipo penal
del superior por que no pudiendo (autor). Uno o
no denunciar impedir un genocidio, dos grados
(art. 35 inc. 2 crímenes de guerra o menos, según su
Ley 20.357) delitos de lesa grado de
humanidad., omite dar desarrollo
aviso oportuno a la
autoridad que sí puede
hacerlo
Hecho Hecho colectivo Hecho ajeno Pena
individual
Conspiración Acordar la La que señale la
(art. 8) ejecución de un ley en cada caso
delito
determinado,
especialmente
sancionado por la
ley
Asociación Acordar la La que señala la
ilícita (arts. 292 organización de ley en cada caso
a 295) una asociación
para cometer
delitos
indeterminados
contra las
personas, la
propiedad o el
orden público.
Responsabilidad --- --- Delito cometido por art. 8 Ley 20.393
“atribuida” de la directivo o empleado,
persona jurídica en interés persona
(art. 3 Ley jurídica, sin modelo de
20.393) prevención
Responsabilidad --- --- Delito cometido por art. 8 Ley 20.393
“autónoma” de directivo o empleado
la persona no identi cado o no
jurídica (art. 5 sancionado en mismo
Ley 20.393) proceso, en interés
persona jurídica, sin
modelo de prevención

Capítulo 11
Concursos
Bibliografía
Alvarado, A., Delitos de emprendimiento en el Código Tributario, Santiago, 2011; Artaza,
O., Mendoza, R. y Rojas M., L., “La consunción como regla de preferencia en el marco del
concurso aparente de leyes”, R. Derecho (Valparaíso) 53, 2.º Sem., 2019; Binding, K.,
Handbuch des Strafrechts, Bd. I, Leipzig, 1885; Bascur, G., “Consideraciones conceptuales
para el tratamiento del peligro abstracto en supuestos de concurso de delitos”, RPC 14, N.º
28, 2019; Besio, M., “Aplicación del artículo 351 del Código Procesal Penal”, RPC 10, N.º
20, 2015; Cerda, R., “La uni cación de penas contemplada en el artículo 164 del Código
Orgánico de Tribunales”, R. Justicia Penal 2, 2008; Carnevali, R., y Zenteno, C., “El
principio de alternatividad como cláusula de cierre dentro del concurso de leyes”, R.
Facultad de Derecho (Montevideo) 49, 2020; Carrara, F., “Delito continuado”, Cuadernos
de Política Criminal 84, N.º 3, 2004; Contreras V., P., “Una tesis para entender la medida
de la pena en los casos de reiteración de delitos de la misma especie: análisis de las reglas
penológicas contenidas en el artículo 351 del Código Procesal Penal a la luz del Principio de
Proporcionalidad Constitucional”, RPC 9, N.º 18, 2014; Couso, J., “Comentario a los arts.
74 y 75”, CP Comentado I; “Caso ‘Asesorías tributarias a EFE’”, Casos PG; Cury, E., “El
delito continuado”, Clásicos RCP I; Jescheck, H., “Die Konkurrenz”, ZStW 67, 1955;
Maldonado, F., “Delito continuado y concurso de delitos”, R. Derecho (Valdivia) 28, N.º 2,
2015; “Reiteración y concurso de delitos. Consideraciones sobre el artículo 351 del Código
Procesal Penal a partir de la teoría general del concurso de Delitos en el derecho chileno”,
LH Etcheberry; “Sobre la naturaleza del concurso aparente de leyes penales”, RPC 15, N.º
30, 2020; Mancilla, I. “El derecho a no incriminarse y su vinculación con los actos
posteriores copenados. Comentarios sobre algunos casos de la jurisprudencia chilena”, REJ
32, 2020; Mañalich, J. P., “¿Discrecionalidad judicial en la determinación de la pena en
caso de concurrencia de circunstancias atenuantes de la responsabilidad penal?, en Informes
en Derecho 7 (Defensoría Penal Pública), 2009; “La reiteración de hechos punibles como
concurso real. Sobre la conmensurabilidad típica de los hechos concurrentes como criterio
de determinación de la pena”, RPC 10, N.º 20, 2015; “El concurso aparente como
herramienta de cuanti cación penológica de hechos punibles”, LH Etcheberry; Matus, J. P.,
“Aproximación analítica al estudio del concurso aparente de leyes penales”, Clásicos RCP
II; “El concurso (aparente) de leyes en la reforma penal latinoamericana”, RChD 24, N.º 3,
1997; “Aportando a la reforma penal chilena: algunos problemas derivados de la técnica
legislativa en la construcción de los delitos especiales impropios: el error y el concurso”, Ius
et Praxis 5, N.º 2, 1999; “Los criterios de distinción entre el concurso de leyes y las
restantes guras concursales en el nuevo código penal español de 1995”, Anuario de
Derecho Penal y Ciencias Penales 58, 2005; “Recepción y desarrollo histórico en España de
la teoría del concurso (aparente) de leyes, desde su introducción hasta la restauración
democrática. Un ejemplo de ‘calle en un solo sentido’”, LH Bustos; “La in uencia del
profesor Enrique Gimbernat Ordeig en el desarrollo de la teoría del concurso aparente de
leyes en España hasta la entrada en vigor del Código Penal de 1995”, en García V., C. et al
(Coords.), Estudios penales en homenaje a Enrique Gimbernat, Madrid, 2008; “Concurso
real, reiteración de delitos y uni cación de penas en el nuevo proceso penal”, MJCH_MJD
314 (Microjuris), 2008; “Proposiciones respecto de las cuestiones no resueltas por la ley N°
20.084 en materia de acumulación y orden de cumplimento de las penas”, Ius et Praxis 14,
N.º 2, 2008; El concurso aparente de leyes, 2.ª Ed., Santiago, 2008; Morales E., E., “La
regulación de la pena en conformidad con el artículo 164 del Código Orgánico de
Tribunales”, REJ 14, 2011; Muñoz H., H., “Contribución al estudio de la teoría de los
concursos de delitos”, RChD 13, N.º 2, 1986; Oliver, G., “Aproximación a la uni cación de
penas”, RPC 7, N.º 14, 2012; “La exasperación de la pena en el concurso material de
delitos: la reiteración de delitos de la misma especie”, R. Derecho (Valdivia) 26, N° 2, 2013;
“Caso ‘Delincuente en serie apurón’. Aplicación retroactiva de la regla de la reiteración de
delitos de la misma especie”, Casos PG; Oliver, G. y Rodríguez Collao, L., “Aplicabilidad
de la gura del delito continuado en los delitos sexuales. Comentario a un fallo”, R.
Derecho (Coquimbo) 16, N.º 1, 2009; Solari, T. y Rodríguez Collao, L., “Determinación de
la pena en los casos de reiteración de delitos (Ámbito de aplicación del art. 509 del Código
de Procedimiento Penal)”, R. Derecho (Valparaíso) 3, 1979; van Weezel, A., “Uni cación
de las penas. La regla del art. 160 inc. 2 del Código Orgánico de Tribunales”, R. Derecho
(Concepción) 68, N.º 207, 2000; Wilenmann, J., “El tratamiento del autofavorecimiento del
imputado. Sobre las consecuencias sustantivas del principio de no autoincriminación”, R.
Derecho (Coquimbo) 23, N. .º 1, 2016.

§ 1. Generalidades sobre las defensas concursales


Parece sin discusión que un único delito se comete cuando se realiza
voluntariamente, por una o varias personas, la descripción de un tipo
legal, una vez. Según el principio de legalidad del art. 19 N.º 3, inc. 8
CPR, a los responsables de ese único delito se les debe imponer la
pena señalada por la ley, según su grado de desarrollo y participación.
Luego, el problema de los concursos o pluralidad de delitos solo surge
cuando, en un mismo proceso, se puede imputar a una o varias
personas la realización del supuesto de hecho de varios tipos penales o
varias veces el de uno solo. Si las penas se imponen en procesos
diferentes, corresponde su uni cación, en caso de que los hechos
pudieran haberse juzgado en un solo proceso; o su simple imposición
sucesiva, cuando resultan de la realización de un delito tras el
cumplimiento de una condena por otro.
En esta materia, el efecto del principio de legalidad constitucional en
la aplicación del derecho penal es decisivo: si no existiera y las penas
se pudiesen imponer a discreción del juzgador, con independencia de
la realización múltiple de diferentes delitos, la cuestión concursal sería
más bien irrelevante (Jescheck, “Konkurrenz”, 529). Por lo mismo, las
soluciones a la problemática concursal también deben corresponder a
la delimitación legal vigente para ellas.
En nuestra legislación, el sistema concursal está compuesto por las
reglas de los arts. 74 y 75 CP y la del art. 351 CPP, amén de algunas
disposiciones especí cas, como el art. 451 CP (para un panorama
general, antes de la entrada en vigor del nuevo sistema procesal penal,
v. Muñoz H., 351).
En este sistema la regla concursal general, derivada del principio de
legalidad, se encuentra en el art. 74 inc. 1: “al culpable de dos o más
delitos se le impondrán todas las penas correspondientes a las diversas
infracciones”. La suma de estas penas, ejecutadas en la forma prevista
en la ley, es lo máximo posible a imponer y punto de partida para la
aplicación de las diferentes reglas concursales que, frente a ese
máximo, aparecen como defensas para su mitigación, sin negar la
realización de los hechos materia de la acusación. Luego, las restantes
reglas concursales son aplicables de manera excepcional y siempre que
el resultado de su aplicación sea más favorable al reo, según el
principio pro reo, expresado en esta materia en el inc. nal del art.
351 CPP (SCA Concepción 19.11.2014, RCP 42, N.º 1, 359).
En efecto, la regla del art. 75, que impone aplicar “solo” la pena del
delito más grave, cuando un mismo hecho constituye dos o más
delitos, o cuando uno es medio necesario para la comisión de otro, a
pesar de la exasperación o agravación que contempla, puede verse
como una defensa que atenúa la pena en tales supuestos respecto de la
regla general del art. 74 y que, en caso de que no produzca dicha
atenuación, carece de sentido invocarla. Corresponde, por tanto, a la
defensa acreditar que se trató de un mismo hecho o que uno es medio
necesario para la comisión del otro, siempre que ello suponga un
bene cio penológico respecto de la regla del art. 74, lo que solo está
asegurado en el caso de que el delito más grave tenga una pena de un
solo grado (p, ej., lesiones graves del art. 397 N.º 1), donde solo se
aplica la pena de ese delito sin posibilidad de exasperarla (la pena
mayor es esa misma pena). En cambio, si el delito más grave es un
crimen con una pena compuesta de dos o más grados (p. ej., parricidio
del art. 390), la aplicación del art. 75 puede conducir a la imposición
de penas mucho más graves que la simple sumatoria de las
correspondientes a cada delito, como sucede en el ejemplo propuesto,
donde dicha regla puede llevar a imponer la pena de presidio perpetuo
cali cado, mucho más grave que cualquier combinación de penas
temporales divisibles.
A similares cálculos debe enfrentarse la aplicación de la regla de
reiteración del art. 351 CPP, que impone el aumento en uno o dos
grados de la pena más grave pero solo si con ello se produce un efecto
punitivo más bene cioso al condenado que la suma de las penas
correspondientes a cada hecho acreditado, según el art. 74. Aquí, el
aumento de grados podría ser irrelevante en los casos de crímenes
(salvo que se llegue con ello a penas perpetuas), pero signi cativo
tratándose de reiteración de simples delitos.
Otros supuestos concursales producen efectos mucho más positivos
para la defensa, como la eliminación del concurso y la reducción de
los hechos de la acusación a un solo delito. Por ello, deberían alegarse
en primer lugar. Estos casos son la llamada unidad de acción o de
delito, el “delito continuado” y el concurso aparente de leyes, donde
un delito pre ere o desplaza a otro concurrente, por lo que solo se
aplica la pena del preferente.
Finalmente, cualquiera sea el o los regímenes concursales aplicados,
para efectos de determinar la pena que eventualmente se sustituya por
alguna de las de la Ley 18.216, su art. 1 inc. 3, dispone la formación
de una pena total, constituida por la suma de la duración de cada una
de las penas privativas de libertad impuestas.
Por todo lo anterior, los regímenes concursales pueden verse también
como reglas especiales de determinación de penas (Mañalich,
“Reiteración”, 501; y Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 316).
En cambio, no son defensas concursales propiamente tales, la
cali cación de los hechos dentro de los supuestos en que la ley
establece una solución concursal especial para un delito o grupo de
delitos determinados, como en los casos graves de secuestro y
sustracción de menores (arts. 141 y 142), torturas (art. 150 B),
violación con homicidio o femicidio (art. 372 bis), robos cali cados
(art. 433) e incendio con resultado de muerte (art. 474); y en los no
tan graves de hurto reiterado (art. 451), pues aquí la ley ha dispuesto
una solución que se impone al tribunal, por aplicación del principio de
legalidad, en caso de que la acusación logre probar todos sus
presupuestos, sin que el juez pueda aplicar la regla de favorabilidad
para “deconstruir” esas reglas especiales.
Lo mismo sucede con los llamados delitos compuestos, en que la ley
describe una multiplicidad de conductas, que por sí mismas no son
delictivas, pero que, al reunirse, dan origen a un delito: es el caso del
delito de giro doloso de cheques (art. 22 DFL 707); en los complejos,
donde la ley reúne en la descripción de un delito la realización de
varias guras punibles independientemente a través de alguna
vinculación subjetiva o de otra clase, p. ej., el delito de robo con
homicidio del art. 433 N.º 1 (homicidio con la nalidad de apropiarse
de cosas ajenas), robo con fuerza (violación de domicilio con esa
nalidad); y, nalmente, en los mixtos alternativos y de tipicidad
reforzada. Tipos mixtos alternativos son aquellos en que las diversas
acciones típicas se presentan solo como modalidades de realización del
tipo de igual valor, carentes de propia independencia, enumeradas de
forma casuística, como sucede particularmente con el delito de
homicidio cali cado del art. 391 N.º 1 o las injurias graves del art.
417. En estos casos, la realización de una sola de las modalidades
típicas serviría para con gurar el delito, pero la realización de varias
de ellas resulta indiferente a efectos de la con guración del tipo, pues
siempre se entiende que se ha realizado un único delito, sin perjuicio
de considerar el conjunto de circunstancias en la medida de la pena, de
conformidad con lo previsto en el art. 69. El mismo tratamiento
reciben los delitos de tipicidad reforzada, en que las acciones
contempladas en el tipo penal se pueden desplegar en momentos
diferentes, siempre que se vinculen de alguna manera: una de ellas
con gura el delito y las restantes solo lo refuerzan, como sucedería
con el doblar de campanas, repartir volantes y dirigir discursos para
incitar a la sublevación, del art. 123.
Por otra parte, en los tipos mixtos acumulativos, la comisión de cada
uno de los actos mencionados en una disposición legal podría
constituir un delito independiente, y por, tanto, susceptible de
concurrir, aparente, ideal o realmente con el resto de ellos, como
sucedería, p. ej., en los casos de prevaricación judicial, del art. 223.
No obstante, en casos de delitos compuestos y complejos, como el
robo con fuerza en lugar habitado (art. 440 N.º 1), e incluso ciertos
supuestos de robo con violencia (arts. 433 y 436), la falta de prueba
de la vinculación entre los delitos integrantes de cada gura, puede
llevar a la apreciación de un concurso entre los delitos que lo
componen, p. ej., en vez de robo, violación de domicilio o las
violencias que se traten más hurto, respectivamente, cuya suma de las
penas previstas para cada delito aislado puede resultar inferior a las
previstas por la ley en el respectivo delito compuesto. Esta
“deconstrucción” es frecuente en los procesos acusatorios actuales,
sobre todo para alcanzar consensos en los procedimientos con
reconocimiento de hechos o responsabilidad y, antes, para lograr un
acuerdo de suspensión condicional del procedimiento, Pero aquí
también el carácter especial de las guras de referencia, como las
diferentes formas de homicidio con relación al robo con homicidio
pueden hacer también resurgir las reglas concursales comunes, p. ej., si
a un robo con violencia o intimidación ya consumado se añaden
nuevas violencias que pueden valorarse independientemente, como un
parricidio, femicidio, homicidio cali cado u homicidio de carabineros
en acto de servicio (SCS 4.9.2014, RCP 41, N.º 4, 119, con nota
crítica de M. Schürmann).

§ 2. Regla general: concurso real


El llamado concurso real corresponde a la regla general de nuestro
sistema concursal, esto es, la acumulación material, dispuesta por el
art. 74, bajo el supuesto de aplicar al culpable de varios delitos,
conjuntamente, todas las penas correspondientes a cada delito
cometido y juzgado en el mismo proceso. Ello es consecuencia lógica
tanto del principio de legalidad como del de igualdad ante la ley, pues
es la única forma de no distinguir entre quienes son procesados
simultáneamente por varios delitos y quienes cometen uno tras otro,
existiendo sentencia condenatoria de por medio: a todos se impone la
pena que corresponde por cada uno de los delitos cometidos, con la
sola excepción de que en unos casos se apreciará la agravante de
reincidencia y en otros no (Fuenzalida CP I, 320).
No obstante, la regla general que ofrece el Código en su art. 74 es la
de la aplicación simultánea de las penas impuestas. Sin embargo, esto
es operativo únicamente cuando se imponen penas que en efecto
puedan cumplirse simultáneamente, como sería el caso de imponer
alguna privativa de libertad (presidio, reclusión o prisión) junto con
una pecuniaria (multa, caución o comiso) o privativa de derechos
(inhabilidades). En cambio, tratándose de penas privativas de libertad
(comprendidas en la Escala N.º 1 del art. 59), ellas no pueden
cumplirse simultáneamente, y, por tanto, se cumplen sucesivamente,
comenzando por la más grave, de acuerdo con su duración. La propia
ley señala, además, que las penas de las Escalas N.º 2 y 3 deben
ejecutarse después de las comprendidas en la Escala N.º 1, todas del
art. 59, disposición cuya lógica no merece mayor comentario.

§ 3. Unidad de delito


A. Unidad natural de acción
Bajo esta denominación se agrupa la mayor parte de los casos que,
en principio, no presentarían problemas concursales, pues la
realización de la conducta descrita en un tipo legal, por regla general,
se efectúa sin necesidad de complementar los requisitos de otro delito:
la acción matadora de un único homicidio (art. 391 N.º 2), la
sustracción de una única especie mueble (art. 432), la omisión de
devolver una cantidad de dinero (art. 470 N.º 1), la expresión de una
única injuria (art. 416), etc.
Sin embargo, esta categoría no escapa a las consideraciones de
carácter jurídico, y así se a rma que tres golpes constituyen un único
delito de lesiones si los recibe una única víctima, pero si son varios los
sujetos afectados, habría tantos delitos como víctimas (casos de bienes
jurídicos personalísimos); y, al contrario, si se toman en un mismo
contexto temporal varias cosas ajenas, de distintos dueños, solo habría
un único delito. En este sentido, nuestra jurisprudencia también ha
señalado que si se sustrae una cosa que pertenece a varios dueños, solo
se comete un delito de hurto y no tantos como afectados, lo mismo
que si se expende y se hace circular moneda falsa en más de una
oportunidad (RLJ 161).

B. Unidad jurídica de delito


Hay unidad jurídica de delito y, por tanto, exclusión del régimen
concursal, en los casos que la ley castiga como un único delito hechos
que suponen la reiteración o extensión en el tiempo de otros que,
aisladamente, podrían o no constituir delito. Son los delitos
permanentes, habituales y de emprendimiento.
Delitos permanentes son aquellos cuya consumación se prolonga en
el tiempo, creándose un estado antijurídico permanente, p. ej.,
secuestro y sustracción de menores (arts. 141 y 142), detención ilegal
(art. 148), ciertos delitos funcionarios (arts. 135, 224 N.º 5, 225 N.º
5), etc. En tales supuestos, la duración del estado antijurídico
intensi ca la lesión al bien afectado, pero no al punto de modi car la
naturaleza unitaria del delito cometido. Si durante ese estado
permanente se cometen otros delitos, es discutible en general la
apreciación de un concurso ideal o real, problema que pareció prever
nuestro legislador, al establecer reglas concursales excepcionales para
los casos más graves (arts. 141 y 142, in ne).
En cambio, no se presentan esos problemas en los casos de delitos
instantáneos de efectos permanentes, en que la realización del delito se
produce una vez, a pesar de la prolongación de sus efectos en el
tiempo, como sucede en el clásico ejemplo de la bigamia (art. 382),
pero también en los de lesiones de efectos permanentes, p. ej., las
mutilaciones del art. 396, donde una vez realizado el presupuesto del
tipo legal, termina el hecho delictivo con independencia de la duración
de sus efectos.
En los delitos habituales, la reiteración de la conducta descrita en la
ley con gura el delito y, por tanto, después de la primera reiteración es
indiferente el número de veces que tal reiteración se produzca tal
como ocurre con el favorecimiento personal habitual del N° 4 del art.
17.
En los que nosotros denominamos delitos de emprendimiento,
estamos ante una clase de delitos que comparten características tanto
de los delitos permanentes, como de los de varios actos (aquellos en
que la descripción típica sugiere la realización de dos o más acciones,
como sucede, p. ej., en los robos con fuerza de los arts. 440 a 443),
donde distintas conductas que pueden realizarse en diferentes
momentos aparecen como modalidades independientes de una
actividad compuesta de una serie indeterminada de acciones, iniciadas
o no por el autor, y en las que participa una y otra vez. El criterio de
uni cación en nuestro concepto es la identidad subjetiva del autor que
opera una y otra vez dentro de una empresa criminal existente o
iniciada por él. Es el caso de buena parte de los delitos de trá co ilícito
de estupefacientes de la Ley 20.000, de la falsi cación de monedas de
los arts. 162 a 192 y de los delitos del art. 97 del Código Tributario,
etc. Aquí, la pluralidad de realizaciones típicas, aunque se encuentren
separadas espacial y temporalmente, constituyen un único delito (o. o.
Alvarado, 167, quien propone su tratamiento como delito continuado,
según la regla del art. 75 CP). Este concepto no debe confundirse con
la de nición legal de Unternehmensdelikt del §  11.6 StGB, que
entiende únicamente por “delito de emprender” aquél en que, en su
descripción legal, la tentativa se encuentra equiparada con su
consumación.

§ 4. Delito continuado


Se trata de una de las excepciones de más tradición al régimen
concursal, creación de los prácticos italianos del siglo XIV ante la
necesidad de morigerar la aplicación de leyes de la época que
imponían a la repetición o reiteración de delitos “un cúmulo de
penalidades que resultaba muchas de las veces exorbitante”,
incluyendo la que preveía la horca para quien incurriera en tres o más
hurtos (Carrara, “Delito continuado”, 5). En Chile, esta tradición ha
sido también recogida por nuestra jurisprudencia, que ha permitido su
apreciación en diferentes hipótesis, cuya falta de fundamento común
nos permiten a rmar el carácter cticio o más bien forzado de la
construcción que, en síntesis, parece depender de la posibilidad de una
apreciación conjunta de los hechos bajo un mismo tipo penal y las
di cultades para su diferenciación probatoria o “indeterminación
procesal” (Etcheberry DPJ I, 73). Por eso, nos parecen infructuosos
los esfuerzos de la doctrina que intenta darle sustento material al
instituto (Oliver y rodríguez Collao, 255; Couso, “Comentario”, 644;
y antes, Cury, “Delito continuado”, 878).
Según nuestros tribunales (RLJ 161), puede haber delito continuado
en la reiteración del mismo delito o de la misma clase de delitos si:
i) Los diversos hechos constituyen la violación de una misma norma
de deber y según la representación de autor su infracción solo era
posible de modo fraccionado; o
ii) Existe unidad delictual debido al dominio de la voluntad sobre el
hecho; o
iii) El responsable persigue un n determinado y único (“unidad de
dolo”); o
iv) Existe unidad del bien jurídico afectado, unidad temporal, una
consideración social del conjunto de los actos, criterios de economía
procesal, e incluso la “mani esta inequidad” de las reglas concursales
comunes; o
v) Existe unidad de propósito, víctima y contexto, en un lapso
determinado, que vulneran el mismo bien jurídico protegido.
En todos los casos, además, el requisito de la indeterminación
procesal parece ser relevante, pues al faltar ésta y estar claramente
determinada la reiteración de hechos en tiempos y lugares diferentes,
se pre eren sin más las reglas concursales y de reiteración comunes, a
pesar de la identidad de los delitos cometidos (SCS 16.2.2020, Rol
322-20).
Por otra parte, aunque la mayoría de la doctrina y la jurisprudencia
se inclinan por considerar el delito continuado un único delito con una
única pena, un sector aislado propone su tratamiento según la regla
del art. 75 (Cury PG, 658). Con todo, el caso original de los prácticos
italianos (la reiteración de hurtos), parece tener un tratamiento
especí co en el art. 451 (Novoa PG II, 243). Y la doctrina más
reciente parece inclinada también a considerar la mayor parte de los
casos aparentemente más claros de delito continuado como supuestos
más cercanos a los casos de consunción del concurso aparente o a los
regulados en el art. 451 CP y 351 CPP (reiteración), rechazando la
actual indeterminación de los criterios jurisprudenciales (Maldonado,
“Delito continuado”, 223).
§ 5. Concurso aparente de leyes
Existe un concurso aparente de leyes en aquellos casos en que un
mismo o varios hechos pueden ser subsumibles en diferentes tipos
legales, pero no se aplican las reglas concursales comunes y, en
cambio, se pre ere la aplicación de una sola de las normas
concurrentes por la existencia de una relación de especialidad,
consunción o subsidiariedad. A su respecto, se discute desde su
concepción como una forma de concurso o un problema de
interpretación, si es posible y útil reconducir su análisis a las
categorías generales del derecho (antinomias y redundancias), y cuáles
serían sus principios de solución, donde aparecen concepciones
monistas que a rman la existencia de un único criterio de solución
(especialidad, por lo general), frente a otras de carácter clásico,
basadas en diversos criterios. Y aún dentro de los autores clásicos, se
discute cuántos y cuáles serían los principios de solución aplicables,
así como el alcance de cada cual (v., con detalle, dando cuenta de la
evolución histórica de la institución en Alemania y España y su
tratamiento desde el punto de vista de la Teoría General del Derecho,
Matus, Concurso).
Para nosotros, el concurso aparente de leyes es una más de las
hipótesis concursales cuyo tratamiento penal está excluido de las
reglas generales de los arts. 74 y 75 Co y 351 CPP (v. ahora, en este
mismo sentido, Maldonado, “Naturaleza”, 517). Aquí, en cambio, los
principios non bis in idem y de insigni cancia justi can la preferencia
de una norma sobre otra, a través de la aplicación de los principios de
especialidad, subsidiariedad y consunción. Debe descartarse en este
punto la tradicional idea de que la distinción pudiera plantearse a
través de la determinación de los bienes jurídicos en juego, sobre todo
en casos de exclusión del concurso ideal, todavía dominante en
nuestra jurisprudencia y doctrina, pues a las di cultades de
determinación de los bienes jurídicos en juego en cada delito, suma
problemas irresolubles, como la especialidad del robo con homicidio
frente al homicidio simple, a pesar de tratarse en un caso de un delito
pluriofensivo y en el otro no; o la indiscutida consunción del uso de
armas que no son de fuego, un delito de peligro común contra la
seguridad pública, en el robo con violencia simple que es un delito
contra la propiedad y las personas, etc. (o. o., Couso, “Asesorías
tributarias”, 501, criticando la SCS 4.12.2012, Rol 496-1, por no
aplicar correctamente el criterio de la unidad o pluralidad de bienes
jurídicos para a rmar concurso aparente o ideal, respectivamente).
El principio non bis in idem justi cará la preferencia del principio de
especialidad, cuando en la concurrencia de dos o más normas, la
estimación conjunta de ambas suponga una relación lógica entre ellas
que lleve necesariamente a tomar en cuenta dos o más veces un mismo
elemento del hecho jurídico-penalmente relevante y común a todas las
normas concurrentes (SCS 8.7.2015, RCP 42, N.º 4, 135, con nota de
L. Varela). Este principio impone también la preferencia de una sola
de las normas concurrentes en los casos de subsidiariedad, donde la
propiedad común aparece cuando, p. ej., a la regulación de un hecho
concurren diversos tipos especiales de una misma gura básica, cuyos
elementos especializantes no son incompatibles entre sí, como en el
concurso entre infanticidio y homicidio cali cado, p, ej., donde la
relación lógica entre las guras en juego es de interferencia.
En cambio, en los casos de consunción, regidos por el principio de
insigni cancia, no tienen lugar relaciones lógicas de especialidad o
interferencia entre los preceptos en juego y, por ello, tampoco tiene
aplicación el principio non bis in idem (O. o. Artaza et al,
“Consunción”, 172). Aquí, existen solo ciertas relaciones empíricas
entre hechos susceptibles de ser cali cados por dos o más preceptos,
en que la realización de uno aparece como insigni cante frente a la del
otro, cuya intensidad criminal lo absorbe. En estos casos, la no
aplicación de la pena correspondiente al delito de menor intensidad se
justi ca porque al ser el hecho copenado insigni cante en relación con
el principal, basta sancionar el principal, pareciendo
desproporcionado castigar, además, por los hechos acompañantes que,
en la consideración del caso concreto, no tienen una signi cación
autónoma (o. o. Mañalich, “Concurso aparente”, 539, quien propone
hacer la distinción sobre la base de criterios de “merecimiento” o
“su ciencia punitiva”, a partir de su propia concepción del delito
como expresión de una deslealtad al derecho, que no compartimos).
Que esta distinción no es fácil y entra en un campo donde a veces es
difícil distinguir entre insigni cancia como valoración o como
insu ciencia probatoria, sobre todo en procedimientos de carácter
acusatorio, es algo que debe tenerse debidamente en cuenta, sobre
todo al no existir entre las normas concurrentes relaciones lógicas que
puedan guiar la solución al problema de su concurrencia, como puede
verse en el intento por armonizar las dispares resoluciones judiciales y
proposiciones doctrinales a la hora de determinar la efectiva o
aparente concurrencia de delitos de peligro abstracto con los de lesión
subsecuentes (Bascur, “Consideraciones”, 562).

A. Casos de especialidad
Existe una relación de especialidad entre dos preceptos penales, en
su sentido lógico formal, cuando en la descripción del supuesto de
hecho de uno de ellos, el especial, se contienen todos los elementos del
otro, el general, más uno o varios otros especí cos, como el
parentesco en el caso del parricidio frente al homicidio (especialidad
por extensión o adición); o cuando la descripción de uno o varios
elementos del supuesto de hecho de la ley especial suponen conceptual
y necesariamente la de todos los de la ley general, porque es una parte
de un todo o una especie de un género conceptual (especialidad por
comprensión o especi cación), como el caso de la relación entre el
homicidio cali cado por alevosía y el infanticidio (arts. 391 N.º 1 y
394).
Dicho en términos más comprensivos, especialidad es la relación que
existe entre dos supuestos de hecho, cuando todos los casos concretos
que se subsumen en el de una norma, la especial, se subsumen también
dentro del de otra norma, la general, que es aplicable al menos a un
caso concreto adicional no subsumible dentro del supuesto de hecho
de la primera.

B. Casos de subsidiariedad
Este principio es rechazado por la doctrina mayoritaria,
considerando que se re ere a situaciones abarcables por el de
especialidad o el de consunción, o a simples delimitaciones del alcance
de ciertas normas, sin contenido material (Etcheberry DP II, 127). Sin
embargo, aunque es cierto que las reglas de los arts. 8, 16 y 17 pueden
verse de esa última manera, no lo es menos que existen una serie de
casos no abarcables por esas reglas ni por las de especialidad o
consunción, que van más allá de consideraciones “puramente
utilitarias” de “política criminal” (Cury PG, 670).
Son los casos en que en la relación entre dos preceptos legales por lo
menos un caso concreto que es subsumible en uno de dichos preceptos
lo es también en el otro, y por lo menos un caso concreto que es
subsumible en el primero no lo es en el segundo, y viceversa, pues
ambos preceptos tienen en común al menos una propiedad o elemento
del tipo relevante, aunque ninguno es especial o general respecto del
otro. Conforme a este concepto, podemos a rmar que existe una
relación de subsidiariedad tácita, en los siguientes casos: i) Entre las
diversas especies de un mismo delito básico, p. ej., la relación entre
parricidio homicidio cali cado; y ii) En ciertos casos de delitos
progresivos, donde el paso de una infracción penal a otra supone la
mantención de una misma propiedad subjetiva u objetiva del hecho,
como en el caso del paso del delito de peligro al de lesión lo constituye
la puesta en peligro del objeto de protección penal, lo que sucede, p.
ej., con las distintas modalidades del manejo en estado de ebriedad del
art. 196 Ley de Tránsito.
En estos casos, y siguiendo los criterios propuestos por el legislador
al regular la concurrencia de circunstancias atenuantes y agravantes,
donde en general las primeras tienen un mayor valor que las segundas,
y éstas solo permiten aumentar en grado la pena cuando concurren
dos o más y ninguna atenuante, podemos ofrecer las siguientes reglas
de solución:
i) Si concurren dos o más guras cali cadas de una básica, como en
el caso de las relaciones entre lesiones graves-gravísimas y
mutilaciones, ha de ser preferente y principal la que contenga la
cali cación más grave; y
ii) Si concurren una gura privilegiada con una o más privilegiada o
cali cada, se considerará preferente y principal la gura más benigna.

C. Casos de consunción
En los casos de consunción no estamos ante relaciones lógicas, sino
ante valoraciones del sentido de cada una de las normas en juego,
según su forma de realización concreta en los hechos enjuiciados y,
por tanto, se incluyen en él todos aquellos supuestos en que, no siendo
apreciable una relación de especialidad o subsidiariedad, se rechaza el
tratamiento concursal común, porque uno de los preceptos
concurrentes regula un hecho que solo puede considerarse como
accesorio o meramente acompañante, en sentido amplio, del que
regula el precepto principal que lo desplaza: los llamados actos
anteriores, propiamente acompañantes y posteriores copenados. Esto
lo reconoce expresamente el legislador respecto del delito de daños, al
disponer el art. 488 que solo se castigará cuando el hecho no pueda
considerarse constitutivo de otro delito que merezca mayor pena
(Etcheberry DP II, 125).
Al faltar el fundamento lógico de la relación de que se trata, y
depender ésta de factores empíricos, resultará difícil decidir en cada
caso la regla a aplicar, presentándose una serie de supuestos limítrofes
que no pueden ser determinados a priori. A esta di cultad hay que
sumar el hecho de que tampoco es posible establecer a priori cuál de
los preceptos concurrentes va a ser preferente, ya que esto lo
determina solo la intensidad relativa que tenga cada uno de ellos en el
caso concreto, debiéndose descartar la tesis que sostiene que siempre
será preferente la ley más grave. No obstante, es posible ofrecer una
serie de grupos de casos en que se encuentra más o menos consolidada
la opinión según la cual el precepto que regula un hecho anterior,
posterior o simultáneo a otro no puede ser aplicado junto con aquél
en que es subsumible, por ser insigni cante. En caso de que el hecho
no sea considerado insigni cante, por la pena que para él se prevé o el
daño que causa, y siempre que su prueba se produzca con
independencia de la del hecho principal, resurgen las reglas
concursales comunes.
Por otra parte, la consunción incluso puede excluir toda la pena
(“consunción inversa”), en el caso de que la sanción por un hecho
ilícito impida ejercer ciertos derechos mínimos de autonomía personal:
la mujer que se intenta suicidar estando embarazada porque no puede
recurrir a ninguno de los casos en que se permite el aborto, pero
sobrevive, no debe castigarse como si hubiese cometido un aborto,
pues el hecho principal impune —suicidio— absorbe al meramente
acompañante —aborto—; lo mismo cabe decir del porte y el cultivo de
drogas en pequeñas cantidades para su consumo personal, próximo y
exclusivo en el tiempo, pues no es posible mantener el carácter lícito
del consumo personal si se ha de castigar el cultivo o el porte posterior
a su compra para ese objeto.
Como actos anteriores copenados se pueden considerar los
siguientes:
i) Los que consisten en la realización de tentativas fallidas de
comisión de un mismo delito antes de su consumación y con relación a
ésta, siempre que no varíe el objeto material del delito tentado;
ii) Los que consisten en actos preparatorios especialmente punibles
con relación a la tentativa y la consumación del delito preparado,
como, p. ej., sucedería entre las disposiciones del art. 445 (porte de
instrumentos conocidamente destinados al robo) y las de robo con
fuerza de los arts. 440 y 442;
iii) Las relaciones existentes entre los delitos de peligro, concreto o
abstracto, y los delitos de lesión a los bienes jurídicos puestos en
peligro, como sucede en las amenazas seguidas del mal amenazado, en
el fraude que sigue a la negociación incompatible (SCS 4.12.2012, Rol
496-12), y en el incendio en lugar habitado seguido de incendio con
resultado de muerte, siempre que no exista una disposición legal en
contrario (como la del art. 406) o el peligro efectivamente producido
sea de carácter general y se extienda más allá del bien jurídico dañado
en concreto; y
iv) Las relaciones existentes entre los llamados delitos progresivos —
de tránsito en la nomenclatura alemana— y el delito a que conducen
(las formas más graves de consumación absorben a las menos graves),
p. ej., el paso de lesiones menos graves a graves o de éstas a un
homicidio doloso.
Por su parte, como actos propiamente acompañantes típicos o
copenado, se comprenden los consistentes en hechos de escaso valor
criminal que acompañan regularmente la comisión de ciertos delitos,
como las injurias de hecho y las lesiones leves acompañantes de ciertos
delitos de homicidio y lesiones; los daños y el allanamiento de morada
que acompañan típicamente al robo con fuerza de los arts. 440 y 442,
etc.
Finalmente, como actos posteriores copenados se mencionan:
i) Los que consisten en el aprovechamiento o destrucción de los
efectos del delito en cuya comisión se ha tomado parte, como sucede
típicamente en los casos de delitos contra la propiedad.
ii) Los que consisten en el agotamiento de la intención puesta en el
delito preferente, como el uso del documento o billete falsi cado por
parte de quien lo falsi ca, arts. 162 a 196 CP y 64 Ley 18.840, y
también el uso exclusivo de bienes provenientes del trá co ilícito de
estupefacientes y otras actividades ilegales por parte de quien comete
esos delitos (art. 27 Ley 19.913). No obstante, interpretando el último
inc. de dicha disposición como una excepción de carácter general, los
tribunales tienen a sancionar por trá co y lavado al autor del primero,
aunque no haya pruebas de su participación en el lavado de activos
provenientes de otros delitos, lo que parece constituir una infracción
al non bis in idem (N. Oxman y H. Cerda, en nota crítica a la SCA
Santiago 3.4.2012, DJP Especial I, 629). El nuevo inc. 4 art. 456 bis
A, introducido por la Ley 21.170, de 26.7.2019, contempla una regla
de consunción expresa, respecto de la receptación de vehículos
motorizados provenientes de un robo con violencia o intimidación,
cuyo alcance puede extenderse a todos los delitos de los cuales es
origen del objeto receptado.
iii) Los que consisten en actos de autoencubrimiento, como la
inhumación ilegal del cadáver de la víctima de un homicidio (SCS
17.10.2012, RChDCP 2, N.º 1, 123, con nota aprobatoria de M.
Araya).
Recientemente, se ha destacado por la doctrina que para la exclusión
de la sanción por actos posteriores de encubrimiento o favorecimiento
propio o de terceros relacionados, habría una razón adicional a su
insigni cancia frente al acto principal para su impunidad, pues ellos
deberían entenderse vinculados al derecho constitucional de no
declarar contra sí mismo (Wilenmann, “Autofavorecimiento”, 136, y
Mancilla, 137, con referencia a fallos que refuerzan la idea del alcance
limitado de este principio cuando los hechos probados exceden a la
idea de la insigni cancia o falta de autonomía del acto posterior).
Pero no se considera, por regla general, acto copenado, la creación
de un peligro común frente a la realización de un daño concreto, p. ej.,
el porte de armas de fuego frente a los delitos que con ellas se
comenten, art. 17 B Ley 17.798 (SCA Valparaíso 18.1.2016, RCP 43,
N.º 2, con nota crítica de J. Cabrera).

D. El “resurgimiento” y los “efectos residuales” de la ley en


principio desplazada
Como en los casos de concurso aparente de leyes efectivamente se
han completado los presupuestos típicos de las normas concurrentes,
pero en atención a las razones antes expuestas solo es aplicable la ley
preferente, siempre es posible atribuir a la ley en desplazada algún
efecto residual en la determinación de la pena (art. 69). También se
puede admitir su resurgimiento cuando la ley preferente no se aplica,
como sucede en los casos de los delitos especiales impropios, donde se
acepta sin problema castigar a los distintos partícipes por las distintas
normas en juego, aunque la especial sea preferente; en los de
consunción, cuando el nuevo hecho no pueda considerarse
razonablemente como un “mero acompañante” “sin signi cación
autónoma” frente al delito que se agota; y en los casos de agotamiento
del delito y autoencubrimiento cuando “se ofende otro bien jurídico,
con otro titular” (Etcheberry DP II, 69). En el supuesto de consunción
entre porte de armas y sus municiones, si el arma no es apta para el
disparo, podría resurgir el delito de porte de municiones si fuesen por
sí misma aptas (A. Rojas, en nota crítica a la SCA Concepción
23.9.2016, RCP 43, N.º 4, 248).
Sin embargo, los supuestos más recurrentes en la práctica del
resurgimiento son aquellos derivados de las di cultades probatorias
para vincular al tenedor de la cosa robada o hurtada con su
sustracción, caso en el cual se aplica el delito de receptación el art. 456
bis A que, por esta vía, se ha vuelto la regla general en esta clase de
delitos; y el de la violación de morada y/o el hurto, cuando no se
puede probar el empleo de la fuerza para el ingreso a un lugar
habitado (art. 440) o la vinculación subjetiva entre éste y la
sustracción.

E. El problema de la alternatividad en el sistema procesal vigente


En sus orígenes, se concibió este principio en Alemania como un
recurso para subsanar errores groseros en su legislación, que se
producían por dos razones: i) porque “exactamente el mismo supuesto
de hecho es penado por distintas leyes”, y ii) porque los tipos se
con guraban como “dos círculos que se cortan el uno al otro”,
produciendo el efecto de que hechos en principio graves podrían
aparecer como indebidamente atenuados (Binding, Handbuch, 349).
Aunque antes aceptamos su aplicación a errores legales similares
existentes entre nosotros, creemos ahora que ello no es posible en un
sistema acusatorio, pues las situaciones base son idénticas a las de los
principios de especialidad y subsidiariedad, pero sin aplicar la pena
especial o subsidiaria menos grave que correspondería, por lo que su
aplicación, en la forma propuesta por Binding y que nosotros
recogíamos, produciría una agravación difícilmente aceptable a la luz
de la regla general de favorabilidad que domina los institutos
concursales, sobre la base de que al menos una pena será impuesta (o.
o. Couso, “Comentario”, 660, nota 172, quien de ende nuestra tesis
anterior agregando el argumento de que tal favorabilidad no es
exigida por el principio de legalidad. En el mismo sentido, v. también
Carnevali y Zenteno, “Alternatividad”, quienes agregan la supuesta
necesidad de considerar este criterio como regla residual para todos
del concurso aparente de leyes, como hace el art. 8 CP español).

§ 6. Concursos ideal y medial


A. Concepto y casos
El art. 75 dispone la aplicación de la pena mayor asignada al delito
más grave cuando un mismo hecho constituye dos o más delitos
(concurso ideal) o cuando un delito es medio necesario para la
comisión del otro (concurso medial). Una defensa que excluya el
hecho acompañante o el anterior por ser copenado con el principal
tendrá un mejor resultado para el acusado que esta regla del art. 75,
pero ello no es posible en todos los casos, porque no siempre se dará
el supuesto que un hecho se pueda considerar insigni cante frente al
otro (p. ej., un robo con violencia para apropiarse de la camioneta con
que se comete después un robo en lugar no habitado no parece, en
ningún caso, insigni cante).
Sin embargo, “los ejemplos de auténtico concurso ideal que pueden
proponerse son escasos y muchos de ellos de índole más bien
académica” (Novoa PG II, 231). Esta limitación puede explicarse, en
primer lugar, por la di cultad para establecer cuándo nos
encontraremos ante “un mismo hecho”, pues mientras la noción de
unidad de delito es exclusivamente jurídica (viene dada por el sentido
de los tipos legales), la de unidad de hecho se re ere principalmente a
un conjunto de sucesos del mundo exterior que ocurren en la misma
dimensión espacio temporal en que se realizan los presupuestos de uno
de los tipos penales en juego. Con todo, se reconocen en esta categoría
los casos del llamado delito preterintencional, las infracciones a leyes
especiales diversas en un mismo período de tiempo, las diversas
formas de robo en un mismo contexto y la aberratio ictus (Couso,
“Comentario”, 671).
En cuanto a su clasi cación, se distingue entre concurso ideal
homogéneo y heterogéneo. En el primero, concurriría varias veces la
consumación de un mismo delito base en un mismo hecho, como en la
muerte de varias personas que se causa al servir una única comida
envenenada; mientras en el segundo, concurrirían delitos diferentes,
como si en el caso propuesto resultasen unas personas muertas y otras
lesionadas de gravedad. Se discute, sin embargo, que sea posible
admitir un concurso ideal homogéneo, sobre todo en los cuasidelitos y
en los delitos de posesión de objetos prohibidos. En el primer caso, la
doctrina mayoritaria se inclina por considerar la existencia de un
concurso real; mientras en el segundo, al menos para uno de los casos
más recurrentes, el art. 17 B de la Ley 17798 estableció expresamente
la aplicación de la regla del concurso real del art. 74 CP.
En cuanto al concurso medial, la práctica judicial y la doctrina
mayoritaria entienden que la relación de necesidad que subyace ha de
evaluarse en el caso concreto, atendiendo a la prueba no solo de una
“conexión ideológica” sino también de una “necesidad objetiva” (RLJ
166). Entre los casos que se reconocen al efecto, se encuentran el de la
falsi cación de instrumento público y la estafa, el contrabando y el
delito tributario, el uso malicioso de instrumentos falsos y el fraude al
sco, y el abuso sexual y la pornografía infantil (RLJ 167).
Un caso discutido en la jurisprudencia fue durante mucho tiempo la
relación entre los delitos de porte y tenencia ilegal de armas y los que
con ellos se cometen, al punto que el legislador hubo de establecer
expresamente la regla de acumulación material en tales supuestos,
entendiendo que el peligro común del porte de armas no puede ser
absorbido por los delitos concretos que se cometan con ellas (art. 17 B
Ley 17.798).

B. Tratamiento penal
La regla del art. 75, no está pensada como agravación, sino como
una atenuación de la regla de la acumulación del art. 74, aunque su
resultado exaspere la pena mayor del delito más grave y por eso se la
denomine de “absorción agravada” (Mañalich, “¿Discrecionalidad?”,
645). Su mayor benignidad deriva del carácter aparentemente
obligatorio de imponer “solo” la pena mayor asignada al delito más
grave, lo que se fundamentaría en el menor disvalor de la conducta de
quien, por necesidad, para cometer un delito, debe cometer otro
(Fuenzalida CP I, 326).
En estos casos, la “pena mayor asignada al delito más grave” es la
que corresponda de entre las distintas penas señaladas por la ley al
delito, en los respectivos tipos penales, previo al juego de las
circunstancias atenuantes y agravantes, que solo operarán una vez
hecha la decisión que ordena este art. 75. Por regla general, delito más
grave es el que tiene asignada la pena más alta en la respectiva Escala
Gradual del art. 59, esto es, “aquélla que en su límite superior tenga
una mayor gravedad” (Novoa PG II, 235). Los problemas se producen
cuando se debe elegir entre penas privativas y restrictivas de libertad,
si éstas son de mayor duración temporal que aquéllas. En estas
situaciones, “la ponderación de hechos punibles para los que se
conminan penas de distinta naturaleza tiene que efectuarse siempre
caso a caso” (Cury PG, 667). Pena mayor, es la que constituye el
grado superior de la más grave o solo la más grave, si ésta está
compuesta de un único grado. Entre penas de igual duración, pero
diferente naturaleza, es mayor siempre la privativa de libertad.
Sin embargo, en su aplicación práctica, esta regla puede llevar al
absurdo de imponer penas mayores que las que corresponderían de
seguir la regla del art. 74, lo que sucede especialmente cuando
concurre un crimen cuya la pena es compuesta de dos o más grados.
En estos casos, el principio de favorabilidad que predomina en la
aplicación de las reglas concursales lleva al resurgimiento de la regla
del art. 74 por ser más bene ciosa y, al mismo tiempo, imponer las
penas previstas por la ley para cada delito cometido, sin producir una
agravación inesperada.

§ 7. Reiteración de delitos


A. Concepto
El art. 351 CPP establece un régimen de acumulación jurídica
(exasperación) para casos de reiteración de crímenes y simples delitos
de “la misma especie”, o la misma falta, que de otra manera se
regirían por el sistema de simple acumulación material del art. 74.
Crímenes y simples delitos de “una misma especie” son, según la ley,
aquellos “que afectaren al mismo bien jurídico”. La de nición,
aunque bien intencionada, no fue afortunada, pues bastaba revisar la
contradictoria jurisprudencia producida en torno a la interpretación
del art. 12, 16.ª, para prever los problemas que su aplicación
generaría. A nuestro juicio, la expresión “afectaren a un mismo bien
jurídico” debe entenderse en el sentido amplio, esto es, que los
diferentes delitos protegen de una manera u otra “un mismo bien
jurídico”, aunque sean de carácter pluriofensivo. Ello porque así, por
una parte, se respeta el telos del art. 509 CPP 1906 del cual proviene
esta regla, pensado para evitar una “pena perpetua con otro nombre”;
y, por otra, se evitan las perplejidades que produce en la práctica la
simple acumulación de penas privativas de libertad temporales
(Maldonado, “Reiteración”, 582 o. o. Contreras V., “Reiteración”,
649, quien propone aplicar esta regla solo a reiteraciones del “mismo
delito” o que afecten idéntico bien jurídico). De este modo, salvo
groseros errores del legislador, los delitos que se encuentran en un
mismo título del Código o en una misma ley especial pueden seguir
considerándose para estos efectos como de una misma especie (como
lo preveía el antiguo art. 509 CPP 1906); pero también aquellos que,
no encontrándose en dicha situación formal, compartan la protección
de un mismo bien jurídico, como sucedería, p. ej., con el robo
cali cado y las diferentes formas de violencia contra las personas que
contempla, con independencia de su grado de desarrollo o
participación (en el mismo sentido, ahora, Oliver, “Delincuente en
serie”, 523, comentando la SCS 30.1.2014, Rol 4608-13, que
consideró de una misma especie los delitos de apropiación indebida y
falsi cación de instrumentos mercantiles). Este concepto amplio de
“delitos de la misma especie” permite, además, mitigar en parte la
acertada crítica acerca de por qué esta razonable regla de la
exasperación no es aplicable a toda reiteración delictiva (Besio, 544).

B. Tratamiento penal
Determinado que se trata de reiteración de delitos de la misma
especie, para aplicar la pena en estos casos la ley establece dos
regímenes diferenciados en cada uno de sus incisos (o. o. Couso,
“Comentario”, 646, para quien basta aplicar a todos los casos el
régimen del inc. 2).
Primero, si las diversas infracciones se pueden “estimar como un
solo delito”, se impone la pena de ese único delito, aumentada en uno
o dos grados. El problema es que no existe acuerdo en la doctrina
acerca de cuándo los hechos pueden estimarse o no un único delito:
mientras para un sector de la doctrina únicamente puede considerarse
“como un solo delito” la reiteración de “un mismo delito” o
“concurso real homogéneo” (Mañalich, “Reiteración”, 517 y
Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 339); nosotros adherimos, por su
mayor alcance práctico y el origen histórico de la disposición, a la
doctrina para la cual también es posible “estimar como un solo delito
aquellos tipos que pueden ser medidos en magnitudes o cuya
caracterización o pena toman en cuenta ciertas cuantías pecuniarias”,
como las estafas y los daños, lo que es consistente con la
jurisprudencia mayoritaria (Novoa PG II, 227). La determinación de
la pena en este caso se hace tomando como punto de partida la pena
resultante de la suma de las cuantías (como en las estafas) o la
gravedad del hecho (como en las diversas lesiones, arts. 395 a 399) y,
a partir de allí aumentar en uno o dos grados, desde el grado máximo,
aunque en la práctica se suele hacer este aumento desde el mínimo,
“en bloque”, pero nunca solo desde el mínimo (SCS 11.11.2013, RCP
41, N.º 1, 183, con nota crítica de L. Cisternas). Solo una vez hecho
ese aumento se aplican las circunstancias concurrentes para la
individualización de la pena y su posterior comparación con la que
resultaría de aplicar el régimen general del art. 74 (Maldonado,
“Reiteración”, 597).
En el segundo caso, si las diversas infracciones no pueden
considerarse como un único delito, se aplica la pena de aquélla que
“considerada aisladamente, con las circunstancias del caso, tenga
asignada pena mayor, aumentada en uno o dos grados”. Aquí, a
diferencia de la regla anterior, el aumento se hace a partir de la pena
determinada en concreto para cada delito y, a partir de allí, se hace la
comparación con el art. 74.
Contra su aparente benignidad, en sus efectos prácticos las reglas del
art. 351 CPP producen una exasperación superior a la aplicación del
art. 74 CP en la reiteración de simples delitos de pena baja y de
crímenes cuya pena no es superior a presidio mayor en su grado
mínimo y en el caso en que la suma de las cuantías supone aumentos
de grados en la penalidad, lo que debe calcularse caso a caso por las
defensas, para evitar la aplicación de un régimen penológico más
severo que el correspondiente. Con todo, la SCA Santiago 7.8.2015
(RCP 42, N.º 4, 329) a rma que es obligación del tribunal de instancia
realizar estos cálculos y aplicar siempre el régimen penológico más
favorable al condenado.
El principio de favorabilidad ínsito en esta regulación permite
también su aplicación en casos en que este régimen concursal concurra
con otros, como sería en supuestos de una acusación que
comprendiera delitos de una misma especie junto con otros que, de
ningún modo pudieran considerarse como tales (p. ej., posesión de
diversos objetos prohibidos y agresiones sexuales). La solución aquí es
la determinación de la pena por grupos de delitos: aplicación de las
reglas del art. 351 CPP a los de una misma especie, en concurso real o
medial, según los casos, con los restantes (Oliver, “Exasperación”,
182. O. o. Solari y Rodríguez Collao, 268).

§ 8. Uni cación de penas


Aunque el texto del actual art. 164 COT no utiliza la expresión
“uni cación de las penas”, su propósito no es sustancialmente
diferente al del antiguo art. 160 inc. 2 COT, pues sus presupuestos son
similares: la imposición en procesos diferentes de dos o más condenas
a un mismo imputado, sin que entre el momento de realización de los
delitos respectivos hubiese mediado una sentencia condenatoria y
siempre que fuese posible la apreciación de una regla concursal
(concurso ideal, medial o reiteración) que en concreto resulte más
bene ciosa. Y también son similares sus consecuencias: “regular la
pena de modo tal que el conjunto de penas no pueda exceder de
aquella que hubiere correspondido de haberse juzgado conjuntamente
los delitos”.
Sin embargo, las disposiciones actuales no imponen propiamente
una uni cación, como en la regulación anterior. En efecto, la primitiva
“uni cación” se entendía como el cálculo de una verdadera pena
uni cada, expresada en la dictación de una resolución que, añadida a
la última de las condenas, imponía una pena única al delincuente,
correspondiente a la aplicación de las reglas del concurso o reiteración
de los arts. 74 y 75 CP o del entonces vigente art. 509 CPP 1906 (van
Weezel, “Uni cación”, 56). En cambio, en la regulación actual no se
prevé la dictación de una resolución nal y adicional a las condenas
impuestas que las uni que, sino un proceso en tres etapas: i) el cálculo
de la pena en concreto, esto es, considerando todas las circunstancias
del caso de que deban examinarse, que corresponde al hecho que se
juzga de manera posterior; ii) el cálculo hipotético de las penas en
concreto correspondientes al conjunto de los delitos (“uni cación
teórica”), si hubiesen sido juzgados conjuntamente, cuando aparezca
como posible la aplicación de un régimen concursal más favorable al
condenado que el del art. 74, como pudiera ser eventualmente el del
art. 75 o el del art. 351 CPP (Morales E., 205, agrega también la
posibilidad de uni car por delito continuado); y iii) el cálculo de la
nueva pena a imponer efectivamente en el proceso posterior, “de
modo tal que el conjunto de penas no pueda exceder de aquella que
hubiere correspondido de haberse juzgado conjuntamente los delitos”.
Por lo tanto, más que un procedimiento de uni cación real de penas,
el art. 164 COT establece un procedimiento de modi cación de la
condena posterior para adecuarla a la que hubiese correspondido de
haberse juzgado conjuntamente los hechos (“uni cación teórica”),
siempre que de ello resulte la aplicación de un régimen concursal más
favorable al condenado que la imposición de todas de las penas
correspondientes a cada delito. No obstante, es posible todavía
encontrar fallos en que se sigue declarando la “uni cación de las
penas”, sustituyendo todas las penas anteriormente impuestas por una
nueva, lo que no necesariamente importa imponer una pena mayor o
diferente a la correspondería de aplicar el régimen legal actual, pero sí
una cierta anomalía procedimental que, eventualmente, podría
originar resultados dispares (v. SCA Temuco 1.12.2008, DJP Especial
I, 639, con comentario de J. P. Matus).
De allí que, aun cuando una persona haya sido juzgada en procesos
y tribunales diferentes, podrá imputar a los sucesivos las penas
impuestas en los anteriores o, en caso de que ello no se haya hecho,
solicitarlo al Juez de Garantía que dictó la última sentencia, siempre
que entre los hechos que se trate no hubiere mediado condena y sea
más bene ciosa la uni cación que la acumulación material (SCS
19.2.2015, RCP 42, N.º 2, 377, con nota de L. Labra). Se trata, con
todo, de una solicitud de la defensa y no de una obligación judicial
como en el proceso antiguo, pues eventualmente la uni cación de
penas podría perjudicar al condenado si, p. ej., supone la pérdida de
algún bene cio de la Ley 18.216, por aplicación del inc. nal de su
art. 1 (“si una misma sentencia impusiere a la persona dos o más
penas privativas de libertad, se sumará su duración, y el total que así
resulte se considerará como la pena impuesta a efectos de su eventual
sustitución y para la aplicación de la pena mixta del artículo 33”).
La uni cación se puede solicitar una vez o de manera consecutiva, de
modo que en cada sentencia posterior el tribunal competente tenga en
cuenta las dictadas con anterioridad. Esto signi ca que, a partir de la
segunda sentencia condenatoria contra un imputado por un hecho que
pudo haberse juzgado en conjunto con el primero, el tribunal
competente para este segundo proceso debe tomar en cuenta lo
resuelto en la primera condena y las que siguen. Pero, respecto de los
hechos posteriores a esa primera condena, no es posible la uni cación,
pues ellos nunca pudieron ser juzgados junto con los de aquella
(Oliver, 260. O. o. Cerda, 193, y algunos fallos de instancia, en orden
a considerar únicamente la proximidad temporal entre los hechos
como requisito para la uni cación, lo que es contrario al texto legal,
burla las reglas de la reincidencia y crea una especie de crédito para
delinquir en el futuro, que no parece estar contemplado en la ley).
QUINTA PARTE
TEORÍA DE LA PENA
Capítulo 12
Determinación e individualización de las
penas
Bibliografía
Agliati, G., “Propuesta interpretativa y de aplicación de la agravante de precio, recompensa
o promesa”, LH Etcheberry; Aguilar A., C., “Penas sustitutivas a las penas privativas o
restrictivas de la libertad de la Ley N.º 18.216 (Ley 20.603)”, Santiago, 2013; Aldoney, R.,
“Infamia”, Beccaria 250; Araya, L., Régimen de penas sustitutivas, Santiago, 2018; Bascur,
G., “Análisis de los principales delitos y su régimen de sanción previsto en la Ley 17.798
sobre Control de Armas”, RPC 12, N.º 23, 2017; Brandariz, J., Dufraix, R. y Quinteros,
D., “La expulsión judicial en el sistema penal chileno: ¿Hacia un modelo de
Crimmigration?”, RPC 13, N.º 26, 2018; Carnevali, R., “La circunstancia atenuante de la
irreprochable conducta anterior”, Temas de Derecho (U. Gabriela Mistral) 9, N.º 2, 1994;
“¿Es el derecho penal que viene? A propósito de la Ley 19.450, que modi ca el delito de
hurto”, La Semana Jurídica 192, 2004; Carrasco, E., “El monitoreo telemático en Chile”,
DJP 27, 2016; Carnevali, R. y Maldonado, F., “El tratamiento penitenciario en Chile.
Especial atención a problemas de constitucionalidad”, Ius et Praxis 19, N.º 22, 2013;
Castillo, J. P., y Navia, C., “Emociones y motivos: prueba de la efectividad de un enfoque
interdisciplinario para los casos de violencia de género”, en Perin, A. (Ed.), Imputabilidad
penal y culpabilidad, Valencia, 2020; Contesse, J., “Consideraciones acerca de la relación
entre reproche penal y pena: el caso del shaming punishment en la práctica punitiva
norteamericana”, REJ 9, 2007; Contreras A., l., “Comentarios al Reglamento de la Ley
18.216 actualizada por la Ley 20.603”, RCP 41, N.º 1, 2014; Corn, E., “Apuntes acerca del
problema de la discriminación y de su tratamiento penal”, RChDCP 2, N.º 3, 2013; Cortés,
J., “Los orígenes históricos de las reglas sobre comunicabilidad de las circunstancias
modi catorias del Código Penal chileno: antecedentes en la codi cación napolitana y en el
derecho romano”, R. Estudios Histórico-Jurídicos 12, 2020; Dufraix, R., “Una crítica sobre
la reincidencia y su relación con el consumo de sustancias estupefacientes y psicotrópicas en
el Anteproyecto de Código Penal chileno de 2005”, R. Corpus Iuris Regionis (Iquique),
2011; “La expulsión del extranjero sin residencia legal en la ley 20.603. Prolegómenos
acerca de la inclusión de la exclusión del migrante en Chile”, en Tapia, M., y Liberona, N.,
El afán de cruzar las fronteras. Enfoques transdisciplinarios sobre migraciones y movilidad
en Sudamérica y Chile, Santiago, 2018; Falcone, D., “Una mirada crítica a la regulación de
las medidas de seguridad en Chile”, R. Derecho (Valparaíso) 29, N.º 2, 2007; Feinberg, J.,
Doing and Deserving: Essays in the Theory of Responsibility, Princeton, 1970; Fornasari, G.
y Guzmán, D., “La agravante de delinquir por discriminación. Un estudio comparativo del
efecto penal de la intolerancia en Chile e Italia”, RCP 42, N.º 3, 2015; González, M. A.,
“La circunstancia atenuante del artículo 11 número 9 del Código Penal y su evolución
legislativa: desde la confesión espontánea a la colaboración sustancial”, Doctrinas GJ I;
Gutiérrez, C., “La expulsión como pena contra un inmigrante: ¿es un castigo o un premio
para el condenado extranjero sin residencia legal?, Ars Boni et Aequi 13, N.° 1, 2017;
Guzmán D., “Comentario al art. 103”, Texto y Comentario; “Las medidas de seguridad.
Distinción y relaciones entre penas y medidas de seguridad”, Anuario de la Facultad de
Derecho (Antofagasta) 10, 2004; “La pena de muerte en la Filosofía jurídica y en los
derechos penal militar e internacional penal”, en Bueno, F. et al, Derecho penal y
criminología como fundamento de la política criminal. Estudios en homenaje al Profesor
Alfonso Serrano Gómez, Madrid, 2006; “Reincidencia y defensas privilegiadas en la
denominada ‘agenda corta’ gubernamental contra la criminalidad”, Doctrinas GJ I; “La
adaptación de la penalidad y sus factores”, LH Cury; “El delito cometido por menores de
edad y la reincidencia. Comentario a un fallo de la Corte Suprema”, RCP 42, N.º 4, 2015;
“La anomalía de la adaptación de la penalidad en los delitos contra la propiedad según la
Ley 20.931”, R. Extensión (Defensoría Penal Pública) 7, 2017; Hernández B., H.,
“Discriminación y derecho penal. Comentarios a una ponencia de Emanuele Corn”,
RChDCP 2, N.º 3, 2013; Hoffer, M.ª E., “Medidas alternativas a la reclusión en Chile”, R.
Conceptos (Fundación Paz Ciudadana) 4, 2008; Horvitz, M.ª I., “Las medidas alternativas
a la prisión”, Cuadernos de Análisis Jurídico (UDP) 21, 1992; Hurtado, P. y Vargas, G.,
“Aplicación de las penas en Chile”, en Boletín Jurídico del Ministerio de Justicia 4-5, 2003;
Jiménez, M.ª A. y Santos, T., “¿Qué hacer con las alternativas a la prisión?”, Nova Criminis
1, 2010; Kahan, D., “What do alternative sanctions mean?”, University of Chicago Law
Review 63, 1996; Künsemüller, C., “La libertad condicional y la prevención especial del
delito”, Clásicos RCP; “Comentario a los arts. 12 y 13”, Texto y Comentario; “La
reparación del mal causado por el delito”, LH Cury; Las circunstancias modi catorias de la
responsabilidad penal, Valencia, 2019; von Liszt, F. v., La idea de n en el derecho penal,
Trad. M. de Rivacoba, Valparaíso, 1984; Labatut, G., “La peligrosidad de las personas
naturales en el Proyecto de Código Penal Chileno de 1938”, Clásicos RCP I; Maldonado, F.,
“¿Se puede justi car la aplicación copulativa de penas y medidas de seguridad? Estado
actual de las posiciones doctrinales que buscan dicho objetivo”, RPC 6, N.º 12, 2011;
“Efectos del cumplimiento de la condena precedente en el acceso al régimen de penas
sustitutivas previstas en la Ley 18.216. Consideraciones sobre el estatuto aplicable a la
reiteración delictiva, al margen de la agravante de reincidencia”, R. Derecho (Coquimbo)
22, N.º 2, 2015; “Penas y consecuencias accesorias en derecho penal”, Ius et Praxis 23, N.º
1, 2017; “Adulto mayor y cárcel: ¿cuestión humanitaria o cuestión de derechos?”, RPC 14,
N.º 27, 2019; “Medidas de seguridad y consecuencias adicionales a la pena en el
anteproyecto de código penal para Chile de 2018. Consideraciones sobre una regulación
compatible con los límites que impone el principio de culpabilidad”, en Perin, A. (Ed.),
Imputabilidad penal y culpabilidad, Valencia, 2020; Mañalich, J. P., “¿Discrecionalidad
judicial en la determinación de la pena en caso de concurrencia de circunstancias atenuantes
de la responsabilidad penal?, RChDCP 2, N.º 4, 2013; “El comportamiento supererogatorio
del imputado como base de atenuación de responsabilidad”, R. Derecho (Valdivia) 27, N.º
2, 2015; “¿Arrebato y obcecación pasionalmente condicionados como atenuante por un
femicidio frustrado?”, REJ 26, 2016; Matus, J. P., “Penas privativas de otros derechos ¿Una
alternativa a las “medidas alternativas a la prisión”?”, en Larrauri, E. y Cid, J., “Penas
alternativas a la prisión”, Barcelona, 1997; “La pena de muerte en el ordenamiento jurídico
chileno”, en Arroyo, L. y Berdugo, I. (Eds.), Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos, In
Memoriam, T. I., Cuenca, 2001; “Comentario al art. 11”, Texto y Comentario; “Medidas
alternativas a las penas privativas de la libertad en una futura reforma penal chilena”,
Boletín Jurídico del Ministerio de Justicia 2, 2003; “El sistema de penas vigente a la luz del
borrador para una propuesta sobre un posible sistema de penas en una futura reforma
penal, sobre la base de los acuerdos adoptados entre la 8.ª y la 17.ª sesión del Foro Penal”,
en AA.VV., Problemas actuales de derecho penal, Temuco, 2003; “Sobre la reforma penal
chilena. (En particular, sobre el sistema de penas en el articulado propuesto por el Foro
Penal al Ministerio de Justicia —marzo de 2002—)”, LH Rivacoba; “Presente y futuro del
sistema de penas chileno”, Cuadernos Judiciales 6, 2002; “El positivismo en el derecho
penal chileno. Análisis sincrónico y diacrónico de una doctrina de principios del siglo XX
que se mantiene vigente”, R. Derecho (Valdivia) 20, N.º 1, 2007; “Justicia, perdón y
compromiso: sobre el surgimiento de la ‘media prescripción’ como atenuante en la sanción
de las violaciones a los derechos Humanos cometidas en Chile entre el 11 de septiembre de
1973 y el 10 de marzo de 1990”, Microjuris MJD 375, 2009; “Proyecto de ley que
modi ca la Ley N.º 18.216 que reemplaza las medidas alternativas al cumplimiento de
penas privativas de libertad por “penas sustitutivas”, R. Derecho Escuela de Postgrado 5,
2011; “Sobre las externalidades positivas y negativas de la Ley 20.603”, La Semana
Jurídica 12, 2012; “Sobre la práctica de la Corte Suprema de Chile en el tratamiento de las
graves violaciones a los derechos Humanos cometidas durante la dictadura militar, entre
1973 y 1989”, LH Hormazábal; “Ley Emilia”, Derecho y Jurisprudencia Penal, Especial,
2014; “La Ley Emilia y la Ley N.º 18.216 en el contexto de la evolución del derecho penal
chileno en el siglo XXI: democratización, diversi cación, intensi cación e
internacionalización de la respuesta penal”, en AA.VV., Reformas penales, Santiago, 2017;
“Las medidas de seguridad para personas naturales imputables en el proyecto de Código
Penal para Chile de Alfredo Etcheberry”, REJ 26, 2017; Matus, J. P., y van Weezel, A.,
“Comentario a los arts. 50 a 73”, Texto y Comentario; Mera, J., “Comentario a los arts. 11
a 13 y 93 a 105”, CP Comentado I; Morales P., A. M.ª, “Vigilancia en la modernidad
tardía: El monitoreo telemático de infractores”, RPC 8, N.º 16, 2013; Morales P., A. M.ª y
Welsh, G., “Modi caciones introducidas por la Ley 20.603 y la conveniencia de robustecer
el sistema de medidas alternativas a la cárcel”, R. Derecho Penitenciario 5, 2014; Náquira,
J., Izquierdo, C, Vial, P. y Vidal, V., “Principios y penas en el derecho penal chileno”, R.
Electrónica de Ciencia Penal y Criminología 10, 2008; Oliver, G., “La aplicabilidad de la
agravante de uso o porte de armas en el delito de robo con violencia o intimidación en las
personas. Comentario a un fallo”, R. Derecho (Valparaíso) 28, N.º 1, 2007; “¿No puede
aplicarse el artículo 68 bis del Código Penal después de una compensación racional entre
atenuantes y agravantes?”, R. Derecho (Coquimbo) 18, N.º 1, 2011; “Algunos problemas
de aplicación de reglas de determinación legal de la pena en el Código penal chileno”, RPC
11, N.º 22, 2016; Parra, F., “Los efectos de la media prescripción penal”, R. de Derecho
(Concepción) 87, N.º 246, 2019; Peña C., “Monitoreo telemático: análisis crítico desde la
sociología del control y la economía política del castigo”, REJ 18, 2013; “La pena de
inhabilitación y suspensión de cargo y o cio público”, R. Consejo Defensa del Estado 35,
2016; Pica, R., Reglas de aplicación de las penas, 4.ª Ed., Santiago, 1998; Polanco, D.,
“Estudio sobre la agravante del artículo 72 del Código Penal: Prevalerse de un menor de
edad. Análisis de sus elementos y aplicación”, RPC 10, N.º 20, 2015; Quijada, D., “Política
criminal en materia de intervención para agresores sexuales: avances desde la psicología
jurídica y revisión del estado del arte en tratamiento penitenciario”, DJP 27, 2016; Ramírez
G., M.ª C., “Anteproyecto de Código Penal: hacia una racionalización de las circunstancias
modi catorias de responsabilidad penal. El caso de las agravantes”, RPC 2, N.º 4, 2007;
Rivacoba, M., “El principio de culpabilidad en el Código penal chileno”, en Rivacoba, M.
(Ed.), Actas de las Jornadas Internacionales de derecho penal en la celebración del
centenario del Código penal chileno, Valparaíso, 1975; Rodríguez C., L., “Naturaleza y
fundamento de las circunstancias modi catorias de la responsabilidad criminal”, R. de
Derecho (Valparaíso) 36, N.º 1, 2011; “Los principios rectores del derecho penal y su
proyección en el campo de las circunstancias modi catorias de responsabilidad criminal”,
R. Derechos Fundamentales 8, 2012; “El presente de las circunstancias modi catorias de
responsabilidad penal: un estudio de derecho comparado”, LH Hormazábal; “La noción de
‘mal producido por el delito’ en el ámbito de la criminalidad sexual”, LH Cury; Rodríguez
Cerda, R., “Del crimen pasional a la violencia de género: Evolución y su tratamiento
periodístico”, en Ámbitos 17, 2008; Rudnick, C., La compensación racional de
circunstancias modi catorias en la determinación judicial de la pena, Santiago, 2007;
Santibáñez, M.ª E., “Caso ‘Pena sustitutiva con antecedentes penales de la Ley N.º 20.084”,
Casos PG; Salinero, S., “La expulsión de extranjeros en el derecho penal. Una realidad en
España, una posibilidad en Chile”, RPC 6, N.º 11, 2011; “La nueva agravante penal de
discriminación. Los delitos de odio”, R. Derecho (Valparaíso) 41, 2013; Silva, H., “El delito
de receptación con motivo del sismo y maremoto del 27 de febrero de 2010”, R. Derecho y
Ciencias Penales (U. San Sebastián) 15, 2020; Tapia B., P., “Las medidas de seguridad.
Pasado, presente y ¿futuro? de su regulación en la legislación chilena y española”, RPC 8,
N.º 16, 2013; Varela S., J., “De la irreprochable conducta anterior”, Santiago, 1989; Vargas
P., T., “Derecho penal: ¿una tensión permanente?”, Ius Publicum 16, 2006; Villegas, M.,
“La Ley N.º 17.798, sobre control de armas. Problemas de aplicación tras la reforma de la
Ley N.º 20.813”, RPC 14, N.º 28, 2019; van Weezel, A., “Compensación racional de
atenuantes y agravantes en la medición judicial de la pena”, RChD 24, N.º 3, 1997;
“Determinación de la pena exacta. El art. 69 del Código penal”, Ius et Praxis 7, N.º 2,
2001; Wilenmann, J., Medina, F., Olivares, E., y Fierro, N., “La determinación de la pena
en la práctica judicial chilena”, RPC 14, N.º 27, 2019; Winter, J., “Sobre el D.S. N.º 515 de
18.1.2013 que crea el Reglamento de monitoreo telemático”, RChDCP 2, N.º 2, 2013.

§ 1. Sistema de penas vigente para personas naturales


A. Origen y clasificación general
El sistema de penas vigente en Chile es un ejemplo del sistema clásico
diseñado por el pensamiento liberal del iluminismo, que proponía una
variada cantidad de penas para las distintas infracciones y un estricto
sistema para su determinación, con el propósito de superar el derecho
penal del Ancien Régime, en el que, mediante el uso cada vez más
intensivo en el derecho germánico de la facultad de juzgar según
gracia (Richten nach Gnade), “la jurisprudencia cayó en una
arbitrariedad sin límites” (von Liszt, Tratado II, 336); mismo
cali cativo que podría aplicarse al ejercicio de la facultad otorgada a
los jueces por la Partida VII, Tít. XXXI, L. VIII, de “crecer, o
menguar, o toller la pena, segund entendieren que es guisado”.
Así, el §  2 Tít. III L. I CP, clasi ca las penas según su gravedad,
estableciendo el sistema tripartito de crímenes, simples delitos, y faltas
(art. 21) y señala cuáles se consideran principales y cuáles accesorias.
Sin embargo, para efectos didácticos, se distinguen —atendido el bien
jurídico que afectan— seis clases de penas principales, esto es, que
pueden ser aplicadas autónomamente a un crimen, simple delito o
falta, a saber: i) penas privativas de libertad perpetuas: presidio
perpetuo cali cado, y presidio y reclusión perpetuos (simples); ii)
penas privativas de libertad temporales: prisión, reclusión y presidio;
iii) penas restrictivas de la libertad: con namiento, extrañamiento,
relegación y destierro; iv) penas pecuniarias: multa; v) penas privativas
de otros derechos: inhabilidades, suspensiones y otras interdicciones
para el ejercicio de cargos públicos y profesiones titulares, cargos y
empleos en ámbitos educacionales o que involucren una relación
directa con menores de edad, y cargos, empleos, o cios o profesiones
en empresas que contraten con órganos o empresas del Estado o con
empresas o asociaciones en que tenga una participación mayoritaria, o
en empresas que participen en concesiones otorgadas por el Estado o
cuyo objeto sea la provisión de servicios de utilidad pública; y vi)
cancelación de la nacionalización y expulsión del país del extranjero
condenado por usura.
Además, como penas accesorias, esto es, aquellas cuya aplicación
acompaña necesariamente a la imposición de una pena principal, ya
sea generalmente o de un modo particular, se contemplan las
siguientes: i) suspensión e inhabilidad para el ejercicio de cargos
públicos y profesiones titulares, salvo que la ley las contemple como
penas principales; ii) privación temporal o de nitiva de la licencia de
conducir vehículos motorizados; iii) caución y la vigilancia de la
autoridad; iv) incomunicación con personas extrañas al
establecimiento; y v) comiso.
Fuera del catálogo del Código Penal, encontramos en leyes
especiales, entre otras, las siguientes penas: muerte y degradación
(arts. 228 y 241 CJM); asistencia obligatoria a programas de
prevención y trabajos determinados en bene cio de la comunidad (art.
50 c) Ley 20.000); clausura de un establecimiento (arts. 5 y 7 Ley
20.000); y prohibición permanente de participar, a cualquier título, en
otro establecimiento de igual naturaleza (arts. 5 y 7 Ley 20.000).
No obstante, a pesar del “sumamente frondoso” catálogo de penas
del CP y de las restantes dispuestas en leyes especiales, sigue siendo
cierto hoy, como a nes del siglo pasado, que las establecidas como
principales en la mayor parte de los tipos penales son las privativas de
libertad, de reclusión o presidio, a veces acompañadas de una multa o
de alguna inhabilitación (Horvitz, “Medidas alternativas”, 140;
Náquira et al, 30). Y que, tratándose de condenados primerizos, la
regla general será su sustitución por una pena de cumplimiento en
libertad, de entre las previstas en la Ley 18.216.
Como se ha explicado en el Cap. 2, §§3-8, los principios de
legalidad y reserva también son aplicables al establecimiento e
imposición de las penas, limitando sus fuentes, naturaleza de las que
son admisibles y su forma de ejecución. Debido a ello, aquí solo
describiremos el sistema de penas vigente y explicaremos su
operatividad, remitiendo al lector a los apartados correspondientes
para las discusiones sobre legitimidad a que está sometido.

B. Otras clasificaciones legales de importancia: penas temporales


y penas aflictivas
a) Penas temporales
El art. 25 denomina como tales todas aquellas privativas o
restrictivas de libertad cuya ejecución se extiende por un tiempo
determinado de entre sesenta y un días a cinco años, las menores; y de
entre cinco años y un día a veinte años, las mayores. El art. 25
también denomina temporales las penas de inhabilitación absoluta y
especial para cargos y o cios públicos y profesiones titulares de tres
años y un día a diez años.
Es importante tener en cuenta a su respecto la regla especial del art.
26, que dispone el abono a las penas temporales del tiempo en que,
mientras duró el proceso, estuvo el imputado privado de libertad
(aunque la privación de libertad del imputado no se reputa pena,
según el art. 20). Por tanto, una vez ejecutoriada la sentencia
condenatoria, el tiempo de prisión preventiva se cuenta como si
durante ese lapso se hubiese cumplido pena por anticipado, lo que
reitera el art. 348 CPP al disponer que, si el procesado salió en
libertad antes de la condena, el tiempo de detención o prisión
preventiva “deberá servirle de abono” a la pena en de nitiva
impuesta. En la práctica, esta imputación se aplica a toda clase de
penas donde es posible, incluyendo no solo a las restrictivas de
libertad como la relegación, sino también a las penas sustitutivas y las
multas y a toda clase de condenas posteriores a la prisión preventiva,
creándose una suerte de “cuenta corriente” a favor del privado de
libertad preventivamente.
b) Penas aflictivas
Son a ictivas, según el art. 37, todas las penas privativas o
restrictivas de libertad (con excepción del destierro) superiores a 3
años y un día, y las de inhabilitación para cargos u o cios públicos o
profesiones titulares.
Esta clasi cación, que no tiene efectos de carácter penal, fue
establecida “para los efectos constitucionales y los que emanaban de
otras leyes” que decían relación con la clasi cación vigente con
anterioridad a la promulgación del Código (Actas, Se. 16, 28). Sin
embargo, sigue teniendo importancia por sus efectos constitucionales
(pérdida de la ciudadanía, art. 13 CPR) y procesales (limitación del
archivo provisional, art. 167 CPP).
Los mencionados efectos constitucionales consisten en que el
condenado a una pena a ictiva no puede adquirir la calidad de
ciudadano (art. 13 CPR) y, si antes la poseía, la pierde (art. 17 N.º 2
CPR), lo que le impide sufragar y desempeñar cargos de elección
popular. Además, el derecho a sufragar se suspende mientras el
ciudadano se encuentra procesado por un delito que merezca pena
a ictiva. Para recuperar la calidad de ciudadano, el condenado
requiere, tras el cumplimiento de su pena, un decreto de rehabilitación
acordado por el Senado de la República. Atendidos estos graves
efectos, es discutible que pueda cali carse de a ictiva una que consista
solo en multa, aunque su máximo exceda lo provisto en el art. 25 para
las multas de simples delitos (SCS 8.10.1941, GJ 1941, N.º 2, 241.
Antes, estimando que sí se trataría de una pena a ictiva, la SCS
19.7.1937, GJ 1937, N.º 2, 493).

C. Medidas de seguridad
En términos generales, podemos entender las medidas de seguridad
como consecuencias jurídicas que limitan o restringen derechos a
sujetos que cuentan con un pronóstico de peligrosidad, fundado en
una alta probabilidad de reiteración delictiva, según parámetros
establecidos en la ley. No obstante, la doctrina nacional critica, con
razón, la falta de regulación constitucional y de sistematización del
sistema de medidas de seguridad, acusando que “la ley no ha tomado
en serio esta forma de reacción criminal” (Falcone, “Medidas”, 254).
a) Medidas de seguridad para inimputables
Consisten en el internamiento y tratamiento en establecimientos
psiquiátricos únicamente al “enajenado mental que hubiere realizado
un hecho típico y antijurídico, y siempre que existieren antecedentes
cali cados que permitieren presumir que atentará contra sí mismo o
contra otras personas” (art. 455 CPP).
Su duración no podrá “extenderse más allá de la sanción restrictiva
o privativa de libertad que hubiere podido imponérsele o del tiempo
que correspondiere a la pena mínima probable” (art. 481 CPP). No
obstante, a pesar de esta estricta proporcionalidad, el Código
Sanitario permite la internación administrativa de enajenados,
alcohólicos y dependientes de drogas que constituyan un peligro para
sí o para terceros, aunque no se cumplan las condiciones del art. 455
CPP y también más allá del tiempo de duración de la medida de
seguridad impuesta por un juez en lo criminal, mientras se mantenga
“el pronóstico de peligrosidad futura del sujeto” (Guzmán D.,
“Medidas de seguridad”, 167).
Lamentablemente, no se contemplan expresamente medidas de
seguridad curativas similares para imputables, sea que se apliquen de
manera conjunta, sustitutiva o con posterioridad a las penas, aún en
los casos de imputabilidad disminuida por trastorno o enfermedad
mental que no llegan a constituir enajenación.
b) Medidas de seguridad para imputables
Aunque sin designarlas como tales, el CP ha contemplado desde su
origen varias penas no privativas de libertad, orientadas
principalmente a la evitación de un peligro de reiteración por parte del
condenado que, por lo mismo, parecen cumplir similar función a las
de las medidas de seguridad para inimputables peligrosos: la “sujeción
a la vigilancia de la autoridad” como sanción para imputables,
aplicable facultativamente en casos de reincidencia de hurtos y robos
(art. 452), y la prohibición de ejercer labores educacionales
relacionadas con menores de edad impuesta a autores de delitos
sexuales del art. 372, inc. 2. En este sentido, las inhabilitaciones y
privaciones de derechos impuestas como penas principales y, sobre
todo, accesorias, pueden entenderse también como medidas de
seguridad, para evitar que el condenado reincida en la comisión de
delitos en el ejercicio de la actividad o derecho para los que está
inhabilitado (Maldonado, “Consecuencias accesorias”, 325). Ese
mismo sentido parece tener la inhabilitación perpetua y la cancelación
de la licencia de conducir al reincidente en infracciones graves de
tránsito o que ha incurrido en delitos relativos al manejo en estado de
ebriedad o bajo la in uencia del alcohol o las drogas. También es
posible considerar como medidas de seguridad para imputables los
tratamientos y demás sanciones previstas para la falta de consumo
público de drogas (art. 50 Ley 20000). Además, de gran importancia
práctica en esta función preventiva son las sanciones accesorias
previstas en el art. 9 Ley 20.066 que, pensadas como medidas
cautelares durante el proceso, se deben imponer también en las
sentencias condenatorias por delitos de violencia intrafamiliar, tales
como la prohibición de acercarse a las víctimas, el abandono del hogar
común, la asistencia a programas terapéuticos, etc.
En el derecho comparado encontramos, además, medidas de
seguridad para imputables que sí importan privación de libertas
efectiva, como el “internamiento en custodia de seguridad” para
reincidentes múltiples, inde nido pero con revisión judicial periódica,
aplicable con posterioridad a la ejecución de la pena principal (§  66
StGB), y la famosa regla de los “tres strikes y afuera”, que permite
imponer a los reincidentes penas de presidio más o menos extensas
(por regla general, de más de 20 años) en varios Estados
norteamericanos, además de la pena prevista para el delito que comete
al nal. En cambio, la libertad vigilada de hasta diez años prevista en
el art. 106 CP español, a cumplirse después de ejecutada la pena
privativa de libertad, en casos de delitos contra la vida, lesiones y de
carácter sexual es más bien un revival de la tradicional sujeción a la
vigilancia de la autoridad, adaptada a las valoraciones de esta época.
No obstante, parte de la doctrina a rma la ilegitimidad de las
medidas de seguridad para imputables, asegurando que su aplicación
“es contraria a los principios que deben regir el Estado de derecho”,
donde solo serían legítimas las penas fundadas en la culpabilidad del
agente y no en su peligrosidad (Tapia B., “Medidas de seguridad”,
578). Según esta doctrina la objeción señalada sería aplicable a toda
medida de seguridad impuesta a imputables, sea de manera sustitutiva,
conjunta o copulativa (Maldonado, “Medidas de seguridad”, 447.
Ahora, considerando a medio camino entre penas propiamente tales y
medidas de seguridad a las tradicionales penas accesorias y actuales
medidas cautelares, como las prohibiciones de ejercer ciertos derechos
o acercarse a determinados lugares o personas, respectivamente, este
autor estima que su imposición conjunta con las penas no sería
incompatible con el principio, mientras no importen privación más o
menos total de libertad o un tratamiento de resocialización destinado
a modi car al individuo [Maldonado, “Consecuencias accesorias”,
65]).
Esta crítica debe rechazarse pues se basa en la asunción no
demostrada de que las penas tienen como única nalidad la
retribución por la culpabilidad o el merecimiento, lo que no es
compatible con el reconocimiento de la nalidad resocializadora de las
penas en los arts. 10.3 PIDCP y 5.6 CADH. Es más, la adecuación de
las medidas de seguridad para imputables a las Convenciones
Internacionales de Derechos Humanos ha sido a rmada por el TEDH,
siempre que ellas se impongan en un debido proceso y exista una
adecuada conexión entre el delito cometido y la medida de seguridad
(STEDH 19.9.2013, con nota crítica de G. Basso).
La exigencia mínima de responsabilidad personal, esto es, de
culpabilidad en un amplio sentido, se puede compartir como
fundamento de un sistema jurídico no arbitrario que contempla las
garantías de los principios de legalidad, reserva y debido proceso para
imponer cualquier clase de sanción de carácter penal, pero de allí no
se puede deducir directamente la naturaleza y cuantía de la
consecuencia jurídica que de esa responsabilidad se sigue. Esa
naturaleza y cuantía dependen de la nalidad de su imposición, la que
según los tratados internacionales vigentes debe consistir en la
reintegración social del condenado, por lo que las medidas de
seguridad que cumplan con los requisitos mínimos de ser establecidas
legalmente, imponerse en un debido proceso y a quienes se pueden
considerar responsables de un hecho determinado, son compatibles
con un Estado de Derecho, en la medida que ofrezcan posibilidades de
rehabilitación y no constituyan tratamientos forzados ni otras formas
de torturas.
La crítica general a las medidas de seguridad para imputables
desconoce también que, en su aplicación, la privación de libertad
como pena cumple también funciones objetivas de aseguramiento
(prevenir el peligro de reiteración de delitos en libertad) y que, al
menos en el sistema chileno, al ser destinatarios de ellas
principalmente los reincidentes múltiples y reiterantes (los primerizos
se ven bene ciados, por regla general, con alguna de las sustituciones
de la Ley 18.216), cumplen en la realidad el rol de medidas de
seguridad para imputables, aunque con una duración de nida,
generalmente corta, y sin ofrecer programas efectivos de
resocialización para la totalidad de los condenados. Desde el punto de
vista criminológico, su rechazo a priori no toma en consideración los
avances en materia de intervención y reinserción social, donde una
combinación entre penas privativas y medidas de seguridad
posteriores se considera una alternativa mucho más e ciente en
términos de reducción de la reincidencia que la sola privación de
libertad por un tiempo de nido, por largo que éste sea (así, respecto
de los tratamientos para delincuentes de carácter sexual, v. Quijada,
67).
En de nitiva, la exigencia de responsabilidad personal por el hecho y
del debido proceso legal parece excluir de nuestro sistema
constitucional solo la imposición de medidas de seguridad para
imputables que no se fundamenten en la prueba de esa
responsabilidad, como las que, en carácter de predelictuales, en la
primera mitad del siglo XX se proponía respecto, p. ej., de vagos y
mendigos (Labatut, “Peligrosidad”, 222).

D. Críticas al sistema de penas chileno


La principal crítica que puede hacerse a nuestro sistema punitivo es
la amplia utilización como penas principales de las privativas de
libertad y la correlativa poca utilización en los tipos penales de las
penas alternativas a la prisión (multas, privaciones de derechos), que
generalmente se contemplan solo como penas accesorias.
Además, entre las penas privativas de libertad subsisten las penas
cortas de privación de libertad, consideradas ya desde el siglo XIX
como criminógenas e inútiles en general (von Liszt, Fin, 213), “de
suerte que la prevención general resulta insatisfecha, porque la pena
corta carece de un real mérito para desincentivar el delito en los demás
y tampoco permite la prevención especial del delincuente, dado que un
tratamiento de tan corta duración resulta inefectivo para
resocializarlo” (Garrido DP I, 283). De todos modos, no debe dejarse
de lado la constatación de que en el mundo occidental no se mira ya
con tanto recelo la pena corta privativa de prisión, pues la cuestión
“depende de las alternativas con las que se compare”: si bien no tiene
ventajas frente a “otras sanciones ambulatorias” (multa y probation),
sí las tiene frente a las penas prolongadas de prisión y no es claro que
no puedan tener un efecto disuasivo frente a determinados grupos de
personas (Jescheck/Weigend AT, 818).
Por otra parte, no solo se mantienen penas excesivamente
prolongadas del texto original de 1874 (las penas mayores en su grado
máximo y las penas perpetuas), sino que la situación se ha agravado
con la introducción del denominado presidio perpetuo cali cado. De
esta clase de penas se ha dicho que son absolutamente inútiles a los
nes de prevención especial y un castigo que podría llegar a
considerarse, atendidas las reales condiciones carcelarias, “tanto o
más cruel que morir” (Cury PG, 719). Particularmente grave es la
situación de los mayores de edad cumpliendo penas efectivas y de
larga duración, cuya “privación de libertad supone a su respecto un
padecimiento y un contenido restrictivo que es comparativamente más
riguroso o intenso al que supone su aplicación sobre el resto de la
población penal”, “contrario a la igualdad”, lo que hace necesaria una
adecuación del régimen carcelario y hasta de la duración de las penas
que tome en cuenta el dato fáctico que para este grupo etario, su
progresivo deterioro físico y mental en prisión supone “la anulación
de cualquier proyección de la vida” (Maldonado, “Adulto mayor”,
27).
La doctrina critica, además, y con razón, nuestro sistema en
términos generales, por los graves dé cits de legalidad, control judicial
y recursos materiales que existen en el proceso de ejecución de las
penas propiamente tal y hacen muy difícil lograr la nalidad de
resocialización de las penas.

§ 2. Naturaleza y efecto de algunas penas


A. Penas privativas de libertad
El presidio, la reclusión y la prisión son las penas privativas de
libertad que contempla nuestro ordenamiento penal, y son, lejos, las
más comunes en nuestra legislación. En cuanto a su duración, se
clasi can en indivisibles y divisibles, siendo las primeras el presidio y
la reclusión perpetuas (que se extienden por toda la vida del
condenado); y las segundas, todas las demás.
El presidio y la reclusión se dividen a su vez en dos grupos, según se
trate de penas de crímenes o de simples delitos: penas de crímenes son
el presidio y la reclusión mayores (cinco años y un día hasta veinte
años), que se dividen en tres grados: el mínimo, que va desde los cinco
años y un día a los diez años; el medio, que parte en los diez años y un
día y termina en los quince años; y el máximo, que comienza en los
quince años y un día y alcanza hasta los veinte años; penas de simples
delitos, son el presidio y la reclusión menores (sesenta y un días hasta
cinco años), y se dividen también en tres grados: el mínimo, que va
desde sesenta y un días hasta quinientos cuarenta; el medio, que parte
en los quinientos cuarenta y un días y termina en tres años; y el
máximo, que comienza en los tres años y un día y alcanza hasta los
cinco años. La prisión es una pena reservada a las faltas, y también se
divide en tres grados: el mínimo, de un día a veinte; el medio, de
veintiún días a cuarenta; y el máximo, de cuarenta y un días a sesenta.
a) Inaplicabilidad de la distinción entre presidio y reclusión en
la ejecución de las penas
Aunque el art. 32 distingue entre presidio y reclusión, según si el
condenado está sujeto o no obligatoriamente a los trabajos del
establecimiento penitenciario, esta distinción carece de todo efecto
práctico, pues el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios
vigente no reconoce esta distinción, estableciéndose un régimen común
para ambas clases de condenados, agrupándolos a todos en la
categoría de internos.
b) El presidio perpetuo calificado, pena que tiende a la
inocuización
La pena de presidio perpetuo cali cado del art. 32 bis fue
introducida por el N.º 3 del art. 1 Ley 19.734, mediante la cual se
pretendía derogar completamente la pena de muerte de nuestro
ordenamiento jurídico, sustituyéndola por la de presidio perpetuo en
“todas las leyes penales” (art. 5).
La particularidad del presidio perpetuo cali cado es la prohibición
de otorgar la libertad condicional u otros bene cios penitenciarios que
importen la libertad del condenado hasta transcurridos 40 años de
cumplimento efectivo de pena, que debe otorgarse por el Pleno de la
Corte Suprema, y su exclusión de las amnistías e indultos generales.
La justi cación que se ofreció para este exacerbamiento de la
severidad del presidio perpetuo radicaría en la necesidad de
“establecer una alternativa que sea aún más e caz [que la pena de
muerte] para la represión de los delitos más graves… a extremo tal
que el condenado cumpla una pena de por vida, estableciéndose por
regla general que el delincuente cumpla el presidio perpetuo efectivo”
(Historia Ley 19.734). Sin embargo, esta justi cación parece
contradictoria con la que se invocó contra la pena de muerte,
declarándola incompatible con “los compromisos contraídos por el
Estado de Chile ante la comunidad internacional”, en orden a que la
pena “debe poseer nes de readaptación y reinserción social”,
agregando: “una pena y un sistema penal que carezca en absoluto de
esos nes no solo carece de legitimidad, sino que además es lesiva para
el bienestar social, al incrementar los niveles de tolerancia frente a
hechos de marcada violencia, cualquiera sea el origen de la ejecución”,
argumentos que compartimos y son compartidos, en términos
generales, por nuestra doctrina contraria a la pena máxima (Guzmán
D., “Pena de muerte”, quien destaca que esta pena no existe siquiera
en el art. 77 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, el
cual, no obstante, permite la imposición de penas de presidio de hasta
treinta años, y solo “cuando lo justi quen la extrema gravedad del
crimen y las circunstancias personales del condenado” una reclusión
perpetua, siempre revisable, al menos a los veinticinco años de
cumplida y no a los cuarenta como en la legislación nacional, art.
110).

B. Penas restrictivas de libertad


a) Extrañamiento y confinamiento
El con namiento (“expulsión del condenado del territorio de la
República con residencia forzosa en un lugar determinado”) y
extrañamiento (“expulsión del condenado del territorio de la
República al lugar de su elección”) no se emplean en nuestro
ordenamiento sino muy excepcionalmente como sanciones alternativas
para delitos de extrema gravedad, en particular en atentados contra la
Seguridad del Estado, contemplados tanto en el Código Penal (arts.
118, 121 y) como en los arts. 3 y 5 de la Ley de Seguridad del Estado.
Por su propia severidad, no parecen tener otras posibilidades de uso,
ni es recomendable su extensión, ya que se trata de penas que no
cumplen en la práctica ninguna nalidad útil a la prevención especial y
a veces tampoco a la general, proyectándose “de manera perjudicial
sobre los terceros inocentes que integran el grupo familiar” (Cury PG,
744).
Sin embargo, el art. 472 contempla la pena de “expulsión del país”,
sin llamarla extrañamiento, como sanción para los extranjeros
condenados por usura y para los nacionalizados reincidentes en dicho
delito, pena que se establece adicionalmente a las privativas de
libertad que dicha disposición contempla.
En cuanto a su naturaleza, son penas temporales y divisibles, que se
dividen en mayores y menores, según se trate de crímenes o simples
delitos, respectivamente, con una duración y división en grados
idéntica a la ya estudiada de las penas privativas de libertad.
b) Relegación y destierro
La relegación (“traslación del condenado a un punto habitado del
territorio de la república con prohibición de salir de él, pero
permaneciendo en libertad”, art. 35) solo se contempla en algunas
disposiciones aisladas como pena principal, pero facultativa respecto
de las privativas de libertad (arts. 133, 399, 471, 490 a 492), lo que
ha redundado en su escasa aplicación práctica, a pesar de considerarse
en ese carácter para delitos de frecuente ocurrencia, como las lesiones
menos graves (art. 399) y los cuasidelitos contra las personas (art.
490).
Esta escasa aplicación, sus problemas prácticos y su aparente
abandono por las legislaciones penales comparadas, han llevado a
estimar que esta clase de penas constituye “una forma de castigo
anacrónica e insatisfactoria”, que debería ser excluida de nuestro
ordenamiento punitivo (Cury PG, 744).
Por otra parte, el destierro (“expulsión del condenado de algún
punto de la República”) carece de aplicación práctica, pues el único
delito en el que se contemplaba como pena principal, el
amancebamiento del art. 381, hoy se encuentra derogado.

C. Multa y prestación de servicios en beneficio de la comunidad


Las Leyes 19.450 y 19.501 establecieron un sistema de jación de las
multas basadas en la “unidad tributaria mensual” (UTM), esto es, la
cantidad de dinero cuyo monto, determinado por ley y
permanentemente actualizado, sirve como medida o punto de
referencia tributaria.
Por regla general, el máximo imponible como multa debiera ser la
cantidad de treinta unidades tributarias mensuales, aun cuando su
cómputo haya de hacerse con relación al daño causado o a otra
cantidad indeterminada. Sin embargo, esta limitación es meramente
referencial, pues no opera frente a jaciones de multa dispuestas en
leyes especiales o posteriores, aunque se incorporen al Código, como,
p. ej., la multa en los delitos de trá co ilícito de estupefacientes de los
arts. 1 y 3 Ley 20.000, que es de 40 a 400 UTM; y la del art. 248 CP,
elevada en su última modi cación al “duplo de los derechos o del
bene cio solicitados o aceptados”).
De conformidad con el art. 49 si, después de intentarse su
cumplimiento forzado por la vía del art. 70, “el sentenciado no tuviere
bienes para satisfacer la multa podrá el tribunal imponer, por vía de
sustitución, la prestación de servicios en bene cio de la comunidad”,
siempre que se cuente con el acuerdo del condenado. En caso
contrario, “el tribunal impondrá, por vía de sustitución y apremio de
la multa, la pena de reclusión, regulándose un día por cada tercio de
unidad tributaria mensual, sin que ella pueda nunca exceder de seis
meses”, quedando “exento de este apremio el condenado a reclusión
menor en su grado máximo o a otra pena más grave que deba cumplir
efectivamente”, y el condenado que, por sus antecedentes apareciere
en la “imposibilidad de cumplir la pena”.
La multa pagada es de bene cio scal, destinándose preferentemente
al sostenimiento de los establecimientos penitenciarios, instalación y
mantención de tribunales y mantenimiento del Patronato Nacional de
Reos (art. 60 inc. 3).

D. Penas privativas de derechos (inhabilitaciones y suspensiones


como penas principales)
La aplicación como penas principales de las inhabilitaciones y
suspensiones para cargos públicos y el ejercicio de profesiones
titulares, generalmente junto a una multa de pequeña cuantía,
con guran un sistema de penas alternativas a la prisión en buena parte
de las infracciones de carácter funcionario de baja y mediana
gravedad, como puede verse en los arts. 220 a 230. No obstante, fuera
de esos casos, su utilización como pena principal y única es aislada, y
generalmente van acompañadas de una pena privativa de libertad, a
pesar de sus potencialidades como penas alternativas y medidas de
seguridad, menos intrusivas en la vida del condenado que algunas de
las condiciones impuestas en las suspensiones condicionales y en las
penas sustitutivas de la Ley 18.216. Tratándose de las inhabilitaciones
y suspensiones para cargos públicos, es opinión dominante que su
imposición es posible, en tanto penas principales como accesorias, a
todos los responsables por el hecho que se trate, aunque no tengan la
calidad de funcionario público según el EA, radicándose los efectos de
la pena en las prohibiciones de ingreso a la administración que ellas
importan (Peña C., “Inhabilitación”, 94).
a) Inhabilitación absoluta para cargos y oficios públicos,
derechos políticos y profesiones titulares
Según el art. 38, cuando esta pena es perpetua, comprende la
privación de todos los honores, cargos, empleos, o cios públicos,
derechos políticos y profesiones titulares de que estuviere en posesión
el condenado, y la incapacidad perpetua para obtenerlos o ejercerlos.
Si la pena es temporal, produce el mismo efecto, pero la incapacidad
solo dura el tiempo de la condena, con excepción de la privación de
los derechos políticos y demás derivados de la pérdida de la
ciudadanía, cuyo efecto es perpetuo, en tanto no se ejerza la acción
constitucional de rehabilitación ante el Senado (art. 17 inc. 2 CPR). Su
duración es diferente a las penas privativas de libertad, y va de los tres
años y un día a diez años, dividiéndose en tres grados: el mínimo, que
va de tres años y un día a cinco años; el medio, que se extiende de los
cinco años y un día a los siete años; y el máximo, que comprende
desde los siete años y un día hasta los diez años. Cumplido el tiempo
de la condena, el penado debiera ser repuesto en el ejercicio de las
profesiones titulares, y en la capacidad para ejercer cargos públicos,
pero no tiene el derecho a ser repuesto en los cargos, empleos u o cios
de que fue privado (art. 44). Sin embargo, el art. 11 f) EA impide
ingresar a la Administración Pública a los que se hallen “condenados
por crimen o simple delito”, salvo decreto de rehabilitación del
Presidente de la República.
b) Inhabilitación especial perpetua y temporal para algún
cargo u oficio público o profesión titular
Esta pena comprende, según el art. 39, la privación del cargo,
empleo, o cio o profesión sobre que recae, y la incapacidad perpetua
o por el tiempo de la condena para obtener dicho cargo, empleo u
o cio u otros en la misma carrera, o para ejercer dicha profesión u
otra en la misma área, atendida la naturaleza del cargo o la profesión
de que se trate.
Esta pena no se contempla como accesoria en los arts. 27 a 31, y su
aplicación como principal se restringe a ciertos delitos de carácter
funcionario (arts. 239, 240, 240 bis, 249, 252, 253, 299, 371, en
carácter de perpetua; y 220, 235, 254, 258 y 259, en carácter de
temporal); y en el caso de inhabilitación especial para profesiones
titulares, a los delitos de prevaricación del abogado y procurador y los
de violación, estupro y otros delitos sexuales (arts. 231, 232 y 371),
que por su propia naturaleza deben limitarse a los cargos o
profesiones que se ejercían al momento de cometer el delito, sin
alcanzar aquellas profesiones que nada tienen que ver con su
comisión, como sería el caso de un médico empleado público
condenado por fraude al sco (Fuenzalida CP I, 218).
c) Suspensión de cargo, oficio público o profesión titular
Esta pena, que “inhabilita” al condenado para el ejercicio del cargo,
o cio o profesión que se suspende (art. 40), resulta en la práctica
completamente inaplicable, a pesar de que diversas disposiciones del
CP la establecen como pena principal (arts. 221 a 234). En efecto, el
límite entre la inhabilitación y la suspensión para y de un cargo
público, respectivamente, “ha sido suprimido por lo preceptuado en el
Estatuto Administrativo, con arreglo al cual tampoco quien ha sido
suspendido en virtud de sentencia condenatoria puede ser repuesto en
su cargo, pues lo pierde de nitivamente” (Cury PG, 749).
d) Inhabilitación absoluta temporal para cargos, empleos,
oficios o profesiones ejercidos en ámbitos educacionales o que
involucren una relación directa y habitual con personas
menores de edad
Esta pena se encuentra establecida en el nuevo art. 39 bis, pero a
pesar de su ubicación en la parte general del Código, solo tiene
aplicación como pena copulativa para los condenados por algunos de
los delitos de carácter sexual de los arts. 361 a 367 ter, al igual que las
penas de interdicción del derecho de ejercer la guarda y ser oídos
como parientes en los casos que la ley designa, y de sujeción a la
vigilancia de la autoridad durante los diez años siguientes al
cumplimiento de la pena principal, establecidas únicamente en el art.
372.
Esta inhabilitación tiene una extensión de tres años y un día a diez
años, es divisible de la misma forma que las penas de inhabilitación
absoluta y especial temporales, y consiste en: i) la privación de todos
los cargos, empleos, o cios y profesiones que tenga el condenado; y ii)
la incapacidad para obtener los cargos, empleos, o cios y profesiones
mencionados antes de transcurrido el tiempo de la condena de
inhabilitación, contado desde que se hubiere dado cumplimiento a la
pena principal, obtenido la libertad condicional o iniciada su
sustitución por alguna de las penas de la Ley 18.216.

E. Inhabilitaciones y suspensiones como penas accesorias y otras


sanciones de igual naturaleza
Las penas accesorias de inhabilitación y suspensión para el ejercicio
de un cargo u o cio público, derechos políticos y profesiones titulares
contempladas en el art. 22, se imponen, en conformidad a las reglas de
los arts. 27 a 31, atendiendo a la entidad de la pena principal privativa
de libertad impuesta en concreto, según los grados de desarrollo del
delito y de participación en el mismo y las circunstancias concurrentes.
Por tanto, a las penas accesorias no les son aplicables las reglas de los
arts. 50 a 69 CP, que sólo operan respecto de las penas principales. Lo
mismo vale para las penas accesorias de suspensión e inhabilitación de
la licencia de conducir establecidas como tales en la Ley del Tránsito
(SCA Concepción 10.5.2013, GJ 395, 163). Sólo en caso de que estas
penas se impongan como principales a un delito determinado (p. ej.,
en el art. 248) se aplicarán en su determinación las reglas relativas a
los grados de participación, desarrollo y circunstancias concurrentes y,
además, no podrán imponerse conjuntamente como accesorias.
De este modo, las penas accesorias a imponer en cada crimen o
simple delito son las siguientes:
i) La inhabilitación absoluta perpetua para cargos y o cios públicos
es pena accesoria de las de presidio, reclusión y relegación perpetuos y
mayores (superiores a cinco años);
ii) La inhabilitación absoluta perpetua para derechos políticos es
pena accesoria de las de presidio, reclusión y relegación perpetuos,
mayores y menores en su grado máximo (superiores a tres años);
iii) La inhabilitación absoluta para el ejercicio de profesiones
titulares durante el tiempo de la condena es pena accesoria de las de
presidio, reclusión y relegación mayores (de cinco años y un día a
veinte años);
iv) La inhabilitación absoluta para cargos y o cios públicos durante
el tiempo de la condena es pena accesoria de las de presidio, reclusión
y relegación menores en su grado máximo (de tres años y un día a
cinco años); y
v) La suspensión de cargos u o cios públicos durante el tiempo de la
condena es pena accesoria de las de presidio, reclusión, con namiento,
extrañamiento y relegación menores en su grado mínimo a medio (de
sesenta y un días a tres años) y de las de destierro y prisión (de uno a
sesenta días).

F. Penas accesorias y efectos de la condena por crimen o simple


delito en el derecho administrativo
Según lo dispuesto en el art. 119 c) EA, se castiga con la medida
disciplinaria de destitución al funcionario que haya sufrido una
“condena por crimen o simple delito”, con total independencia de la
magnitud de la pena impuesta. Por otra parte, el art. 11, letras e) y f),
del mismo cuerpo legal establecen como requisitos para ingresar a la
Administración del Estado “no haber cesado en un cargo público…
por medida disciplinaria” y “no hallarse condenado o procesado por
crimen o simple delito”.
Luego, de aplicarse estrictamente estas disposiciones, la condena por
cualquier crimen o simple delito trae aparejada la privación del
empleo o cargo público que se desempeñe y la incapacidad para
ejercerlo en el futuro, traducida en la imposibilidad de ingresar
nuevamente a la Administración Pública.
Además, el que ha cumplido el tiempo de su condena y de las
accesorias correspondientes, para poder reingresar a la Administración
Pública necesita el transcurso de cinco años desde la fecha de la
destitución (art. 11 e) EA) y un decreto supremo de rehabilitación,
conforme lo dispuesto en el art. 38 f) de la Ley Orgánica de la
Contraloría General de la República, organismo que mantiene el
registro general de personas incapacitadas para ingresar a la
Administración.
La anterior doctrina de la Contraloría, según la cual las penas
impuestas no obligaban a la destitución si se suspendían por
aplicación de la Ley 18.216 ha sido modi cada, entendiéndose ahora
que el cambio de los bene cios originales de suspensión de penas en la
Ley 18.216 por “penas sustitutivas”, hace obligatoria la destitución,
pues el condenado no deja de sufrir la pena accesoria correspondiente
ni de cumplir una pena, aunque distinta, sin que su condena se
encuentre suspendida como antes (DCGR N.º 60385, 22.3.2018).

G. Otras penas accesorias: Comiso, sujeción a la vigilancia de la


autoridad y caución
El comiso de los efectos del delito y de los instrumentos con que se
ejecutó es una pena de carácter pecuniario, accesoria a toda condena
por un crimen o simple delito, con independencia de su cuantía
concreta o posterior sustitución. Los efectos del delito son los objetos
sobre los que recayó el delito o sus productos y los instrumentos, los
elementos materiales de que se haya valido el delincuente para su
comisión (SCS 31.10.1994, RLJ 135). Aunque la jurisprudencia
entiende que no procede frente a cuasidelitos en general, pues no en
ellos no se emplean elementos para su comisión, sino que ésta es
imprudente o negligente (SCS 26.11.1956, RLJ 135), respecto de los
delitos de los arts. 195 a 196 bis de la Ley de Tránsito, se establece allí
la pena especial de comiso para los vehículos motorizados que se
conducen al momento de cometerlos. En cuanto a su extensión, el
Código excluye su imposición respecto de bienes “que pertenezcan a
un tercero no responsable del crimen o simple delito”, como los
propietarios de los vehículos motorizados empleados en robos o
accidentes de tránsito no condenados por el hecho (SCS 22.11.2005,
DJP 27, 85, con nota aprobatoria de R. García de la P.). Sin embargo,
tratándose de esos vehículos inscritos a nombre de la esposa casada en
sociedad conyugal con el responsable, se ha admitido su comiso,
aunque ella no esté relacionada con el ilícito criminal (SCS 24.4.1995,
RLJ 135).
Según el art. 23, la caución y la vigilancia a la autoridad pueden
imponerse como penas accesorias o como medidas preventivas, pero
solo en “los casos especiales que determine la ley”. Estos son los
siguientes:
i) Sujeción a la vigilancia de la autoridad por cinco años como pena
accesoria obligatoria de las de presidio, reclusión y relegación
perpetuos efectivamente impuestas (art. 27).
ii) Sujeción a la vigilancia de la autoridad por el tiempo que el
tribunal determine (de sesenta y un días a cinco años) como pena
accesoria obligatoria para los condenados por delitos de violación,
estupro y otros delitos sexuales (§§5 y 6 del T. VII L. II CP).
iii) Sujeción a la vigilancia de la autoridad por el tiempo que el
tribunal determine (de sesenta y un días a cinco años) como pena
accesoria facultativa para los condenados por el delito de amenazas
(art. 298) y para los reincidentes de hurtos o robos (art. 452).
iv) Caución, en la cuantía determinada por el tribunal, es pena
accesoria facultativa para los condenados por el delito de amenazas
(art. 298).
En cuanto a sus efectos, la sujeción a la vigilancia de la autoridad
consiste en la facultad que se entrega al juez de la causa de
“determinar ciertos lugares en los cuales le será prohibido al penado
presentarse” después de cumplida la pena principal, y durante el
tiempo que dure la medida. Su duración es de sesenta y un días a cinco
años, no encontrándose dividida en grados, y comienza a cumplirse
después de haberse cumplido la pena principal. Además, el juez debe
imponer al condenado al menos dos de las obligaciones que este art.
señala (“todas o algunas”, dice la ley), las cuales se impondrán en
atención a los antecedentes del reo y la naturaleza de su delito, y son:
i) declarar el lugar donde pretende residir; ii) recibir la boleta de viaje
para dirigirse a dicho lugar; iii) presentarse ante el funcionario que el
juez determine dentro de las 24 h. siguientes a su llegada al lugar
jado en la boleta; iv) no abandonar dicho lugar sin autorización del
mencionado funcionario; y v) adoptar un o cio, arte o profesión, si no
tuviere medios propios de subsistencia. El control de su ejecución se
encuentra entregado al juez del crimen respectivo y al funcionario
designado en la boleta de viaje, y el incumplimiento de las condiciones
señaladas se considera quebrantamiento de condena y acarrea la pena
de reclusión menor en su grado mínimo a medio, según lo dispuesto
en el art. 90 N.º 7.
En cuanto a la caución, es de tan escasa aplicación práctica
(reducida como pena facultativa al art. 298), que basta para el
interesado la remisión al art. 46, que ja sus límites y alcance.

§ 3. Determinación legal de la pena para personas naturales


A. Diferenciación entre determinación legal e individualización
judicial de la pena
En la mayoría de las obras nacionales la determinación legal de la
pena aparece vinculada al problema de su individualización judicial.
Sin embargo, ambos aspectos del proceso de concretización del castigo
constituyen actividades realizadas por organismos distintos y regidos
por reglas jurídicas diferentes, aunque no debe desconocerse su
relación funcional, al estar dirigidos ambos al mismo objetivo: la
determinación e individualización de la pena concreta a imponer al
condenado.
La determinación legal de la pena es un proceso en que interviene el
Poder Legislativo, mediante formulaciones concretas de la política
criminal del Estado, jando las consecuencias jurídicas del delito (la
pena o clases de penas aplicables) y también los casos especiales en
que esa pena deba agravarse o atenuarse. Los principales factores que
corresponden al ámbito de la determinación legal de la pena se
encuentran regulados en el § 4 del Título III CP (arts. 50 a 61) y son
los siguientes: i) la pena señalada por la ley al delito; ii) la etapa de
desarrollo del delito; y iii) el grado de participación del condenado en
el delito.
Por su parte, leyes especiales o disposiciones particulares del Código,
como el art. 18 Ley 20.000 y el art. 450 CP, establecen reglas
especí cas para aumentar la cuantía de la pena señalada por la ley al
delito, modi car el efecto de sus etapas de desarrollo en la
determinación de la pena, y otras alteraciones, cuyo análisis particular
corresponde a la parte especial del derecho penal.
La determinación o individualización judicial de la pena, en cambio,
consiste en la jación de las consecuencias jurídicas de un delito en el
caso concreto, estableciendo la clase y medida de la reacción penal
precisa a imponer a quien ha intervenido en un hecho punible como
autor, cómplice o encubridor, incluyendo su sustitución o no por una
pena no privativa de libertad (Jescheck/Weigend AT, 938). Las
disposiciones que regulan este último proceso se encuentran también
en el § 4 Tít. III CP, principalmente en sus arts. 62 a 73, y en la Ley
18.216.

B. El punto de partida: la pena asignada por la ley al delito.


Forma de hacer las rebajas y aumentos que la ley manda
Punto de partida para todo el proceso de determinación es la pena o
marco penal asignado por la ley al autor del delito consumado
descrito en cada una de las guras que componen la parte especial del
derecho penal (art. 50).
Según los factores concurrentes, la determinación legal primero, y la
individualización judicial después, se realizan “subiendo” a grados
superiores o “bajando” a grados inferiores por alguna de las cinco
Escalas Graduales del art. 59 donde se encuentre la pena o marco
penal que ha de aumentarse o rebajarse (art. 77). Cuando la ley prevé
penas que se encuentran en distintas Escalas Graduales para un mismo
delito, para los efectos de los aumentos y disminuciones en grado
deben considerarse siempre separadamente las penas que se
establezcan por la ley, a partir de la Escala Gradual en que se
encuentren situadas. Esto vale tanto para el caso en que la conjunción
de penas sea copulativa (obligando a imponer a todos los responsables
del hecho todas las penas así previstas, art. 61 N.º 4), o en forma
alternativa, entregando al juez la facultad de imponer una pena o la
otra a unos y otros de los responsables del hecho (art. 61 N.º 3).

C. Factores de alteración de la pena señalada por la ley al delito


La pena o marco penal señalado por la ley, a partir del cual se realiza
su determinación legal y judicial, puede alterarse por la concurrencia
de alguno de los siguientes factores:
a) Circunstancias atenuantes o agravantes especiales
Aunque la atribución del carácter especial de una determinada
circunstancia “suele presentar di cultades en la práctica”, no parece
objeto de mucha discusión el otorgar tal carácter a las circunstancias
que obligatoriamente “determinen una alteración del marco penal
atribuido por la ley al hecho” (Cury PG, 473). Esta alteración consiste
en aumentar o disminuir la pena o marco penal previsto en el tipo
penal, antes de proceder a su determinación legal, como sucede con las
circunstancias de los arts. 72, 73, 142 bis, 456, etc.
Esta alteración de la penalidad se produce, cuando las circunstancias
especiales concurren a la cali cación del delito (alevosía, precio,
veneno, ensañamiento y premeditación conocida en el homicidio
cali cado, art. 391 N.º 1, p. ej.), o a la jación de su pena. Al
respecto, en la parte general encontramos la circunstancia especial
agravante del aprovechamiento de menores de edad del art. 72 y las
atenuantes de eximente incompleta del art. 73 y media prescripción
del art. 103; mientras en la parte especial podemos encontrar
agravaciones especiales en la duración y efectos de los secuestros y
sustracciones de menores (arts. 141 y 142), y atenuantes en el 129 inc.
2 (disolución voluntaria de la sublevación), 130 (sublevación
fracasada sin embarazo a la autoridad), 142 bis (devolución libre de
todo daño del secuestrado o sustraído), 250 bis (cohecho a favor de
parientes, mediando causa criminal), 344 inc. 2 (aborto honoris
causa), 411 sexies (cooperación e caz), 456 (devolución de la cosa
hurtado o robada), etc., a las que se agregan las comprendidas en leyes
especiales, como la de cooperación e caz en materia de drogas (art. 22
Ley 20.000), de gran relevancia práctica.
b) Aplicación de reglas concursales y pena total para la
sustitución
Cuando en un proceso o en varios procesos que pudieran haberse
tramitado conjuntamente se acusa a una persona por diferentes
delitos, estamos ante una situación concursal donde las defensas a
interponer pueden llevar a considerar la existencia de un único delito
o de varios, cuyo tratamiento dependerá de la clase de regla concursal
aplicable, alterando eventualmente la base sobre la cual se determina
la pena o creando una pena total, para los efectos de la Ley 18.216,
según estudiamos en el Cap. 11. Estas reglas afectan la determinación
de la pena de diversas maneras.
La regla general es la aplicación del art. 74, según el cual se deben
imponer todas las penas correspondientes a cada delito,
individualizadas de forma separada. Luego, se debe jar la pena total
que en de nitiva se imponga al condenado, esto es, la suma del tiempo
de privación de libertad de todas las penas impuestas en una única
sentencia, que será la base para determinar las penas sustitutivas que
corresponda aplicar (art. 1 inc. nal Ley 18.216).
Excepcionalmente, si un mismo hecho constituye dos o más delitos o
cuando uno es el medio necesario para cometer el otro (concurso ideal
o medial, respectivamente), debe aplicarse la regla del art. 75 que
impone al acusado la pena mayor del delito más grave. Esta regla
modi ca la pena designada por la ley al delito: se debe determinar la
pena por cada delito concurrente, según sus grados de desarrollo y los
de su participación en ellos, y elegir entre ellos el que tenga la pena
más alta en la respectiva escala. Esa será la “pena mayor del delito
más grave”. A partir de esa pena, se realiza un solo proceso de
individualización judicial, tomando en cuenta todas las circunstancias
atenuantes y agravantes concurrentes. La pena resultante debe
compararse con la que resultaría de aplicar la regla del art. 74, esto es,
la suma del total de las condenas que resultarían de la previa
determinación individual para cada delito concurrente. La pena única
o total más favorable será la que deba imponerse.
Tratándose de reiteración de delitos de la misma especie, se aplica la
regla del art. 351 CPP, se debe hacer también un doble cálculo:
primero determinar las penas en concreto para cada uno de los delitos
reiterados, con sus propias circunstancias atenuantes y agravantes (art.
74 CP); y luego la del art. 351 CPP, con todas las atenuantes y
agravantes concurrentes. Solo una vez realizados ambos cálculos,
podrá establecerse si es más favorable aplicar al condenado el régimen
del art. 351 CPP o la pena total resultante de aplicar el del art. 74 CP.

D. Forma de realizar los aumentos y rebajas en el marco penal


Para realizar los aumentos y rebajas a partir de la pena señalada por
la ley al delito, debe considerarse que “cada pena es un grado y cada
grado es una pena” (Etcheberry DP II, 172). Ello signi ca que cada
grado de una pena divisible constituye una pena distinta y que cuando
la ley señala una pena compuesta de dos o más distintas, cada una de
éstas forma un grado de penalidad, la más leve de ellas el mínimo, y la
más grave, el máximo (arts. 57 y 58). Así, el art. 7 Ley 20.000, que
castiga el desvío de cultivos con la pena de “presidio mayor en sus
grados mínimo a medio y multa”, contempla copulativamente con la
pena de multa una pena divisible en otras dos penas: el presidio mayor
en su grado mínimo y el presidio mayor en su grado medio (“cada
grado constituye una pena”); en tanto que su art. 2, que castiga con la
pena de “presidio menor en su grado máximo a presidio mayor en su
grado mínimo” el cultivo ilícito de sustancias productoras de
estupefacientes, contempla dos grados que pueden considerarse sendas
penas: el presidio menor en su grado máximo es el mínimo y el
presidio mayor en su grado mínimo, el máximo (“cada pena
constituye un grado”).
De nidos el grado o los grados de que se compone una pena o
marco penal, las rebajas en grado que impone la ley, según las reglas
de los N.º 1 y 2 del art. 61, se hacen a partir del grado único en que
consista o del grado mínimo que contemple, si está compuesta de dos
o más grados. Así, cuando el art. 8 Ley 20.000 faculta la rebaja en un
grado de la pena prevista, “según la gravedad de los hechos y las
circunstancias personales del inculpado”, la rebaja se hace en la Escala
Gradual N.º 1, tomando como grado mínimo de la pena prevista en la
ley el presidio menor en grado máximo, por lo que la pena queda
reducida a la de presidio menor en su grado medio. Si las rebajas de
pena llegan a rebasar el grado inferior de la respectiva escala, se
considerará como pena inmediatamente inferior a todas ellas, la de
multa (arts. 60 y 77 inc. 3), salvo los casos regulados en los arts. 304
(evasión de detenidos) y 402 y 403 (lesiones en riña o pelea), donde no
se permite aplicar una pena inferior a la última contemplada en la
respectiva escala (Etcheberry DP II, 173).
Tratándose de aumentos en grado, la mayoría de la doctrina estima
que debe hacerse “en bloque”, aumentando cada uno de los grados
que componen el marco penal, manteniendo incólume su extensión
(así, la pena de presidio mayor en su grado mínimo a medio del delito
de violación del art. 361 simple, aumentada en un grado sería presidio
mayor en su grado medio a máximo). Sin embargo, la jurisprudencia
tiende a aplicar el aumento desde el grado máximo (en el caso
propuesto, la pena resultante sería solo presidio mayor en su grado
máximo). Al respecto se señala que la aplicación del aumento “en
bloque” produce el efecto de impedir realmente los aumentos, al
permanecer uno o más grados de la pena disponible facultativamente
para el juez dentro del marco original, lo que conduce a
inconsistencias valorativas, al permitirse imponer la misma pena a
casos aparentemente más graves que a los normales (Oliver,
“Determinación”, 770). En todo caso, tratándose de la situación
prevista en el caso del art. 68 inc. 4 no existe discusión, pues se manda
expresamente imponer la pena “inmediatamente superior en grado al
máximo de los designados por la ley”. Los aumentos de pena solo se
encuentran limitados por el inc. 2 del art. 77, según el cual, a falta de
grado superior, en la Escala N.º 1, se aplica la pena de presidio
perpetuo cali cado, en la N.º 2 y N.º 3, la de presidio perpetuo
(simple), y en las Escalas 4 y 5, la pena superior prevista en la
respectiva Escala y, además, la de reclusión menor en su grado medio.
Finalmente, debe tenerse presente que las reglas previstas para los
aumentos y disminuciones en grado de las penas temporales no se
aplican a las penas de multa, aunque se impongan junto con una pena
privativa de libertad (art. 70).

E. Determinación legal de la pena, según los grados de desarrollo


del delito
Siguiendo el criterio objetivo de valoración de los hechos que no han
producido el resultado que la ley quiere evitar, que postula la
atenuación de las penas de la tentativa con relación a las del delito
consumado, nuestro Código impone respectivamente como regla
general al autor del delito frustrado o de su tentativa la pena inferior
en uno o dos grados al mínimo señalado por la ley al delito
consumado en la respectiva Escala Gradual (arts. 50, 51, 52 y 61).
Estas reglas no se aplican a las faltas, que solo se castigan cuando se
encuentran consumadas (art. 9), ni tampoco en los casos en que el
delito frustrado y la tentativa “se hallan especialmente penados por
ley” (art. 55). Por eso, el nuevo art. 494 bis ha debido establecer una
pena especí ca al hurto-falta frustrado (críticamente, Carnevali, “Ley
19.950”, 14).

F. Determinación legal de la pena, según los grados de


participación en el delito
Según lo dispuesto en los arts. 51 a 54, el establecimiento de la
calidad de autor, cómplice o encubridor de un partícipe en el delito
determina la pena aplicable, atendido también su grado de desarrollo.
Así, si el delito está consumado, al cómplice se aplica la pena inferior
en un grado, y al encubridor, la inferior en dos grados al mínimo de
las señaladas por la ley; si el delito está frustrado, al cómplice se
impone la pena inferior en dos grados y al encubridor, la inferior en
tres grados a la señalada por la ley al delito consumado; y tratándose
de un delito tentado, se aplica al cómplice la pena inferior en tres
grados y al encubridor, la inferior en cuatro.
Al igual que sucede con las reglas relativas a la tentativa y la
frustración, las reglas expuestas no rigen para las faltas ni para los
casos en que la ley señale una pena especí ca para los cómplices y
encubridores (art. 55). La pena del cómplice de falta es una que no
exceda de la mitad que corresponde a los autores y no existe sanción
para su encubrimiento (art. 498).
a) Encubrimiento por favorecimiento personal habitual
A esta clase de encubrimiento (art. 17 N.º 4), el art. 52 inc. 3 asigna
una pena autónoma, independiente de la que corresponde a quienes
son encubiertos, atendida la propia naturaleza de esta forma de
participación criminal, que no se re ere a un delito en particular, sino
al auxilio o socorro habitual de “malhechores”, lo que ha llevado a
considerarlo una forma de “delito especí co” (Etcheberry DP II, 178).
Esta cali cación no importa, sin embargo, que respecto de esta clase
de encubrimiento puedan con gurarse otras formas de participación
que importen la aplicación de las reglas generales a quienes puedan
considerarse cómplices o encubridores de quien favorece
habitualmente a los malhechores.

G. Aplicación práctica de las reglas de determinación legal de la


pena. Cuadro demostrativo
La aplicación práctica de las reglas anteriores ha de hacerse según el
siguiente cuadro demostrativo (Labatut/Zenteno DP I, 272):
AUTOR CÓMPLICE ENCUBRIDOR
DELITO art. 50: Toda la pena art. 51: Un grado menos art. 52: Dos grados menos
CONSUMADO
DELITO art. 51: Un grado menos art. 52: Dos grados art. 53: Tres grados menos
FRUSTRADO menos
TENTATIVA art. 52: Dos grados art. 53: Tres grados art. 54: Cuatro grados
menos menos menos

H. Determinación legal de la pena de multa


La pena de multa, al no encontrarse incorporada en ninguna de las
Escalas Graduales del art. 59, no se encuentra sometida a las reglas de
determinación legal antes explicadas, sino solo regulada en el art. 25
incs. 6 y 8, que establece marcos cuantitativos dependiendo de si la
multa recae sobre crímenes, simples delitos o faltas, los que el tribunal
podrá recorrer en toda su extensión al momento de imponer la multa
en el caso concreto.
Sin embargo, las limitaciones del art. 25 son solo referenciales y no
importan ni una cali cación de los delitos atendida la cuantía de la
multa ni la aplicación a todas las multas de las limitaciones que allí se
establecen según si el hecho multado es crimen, simple delito o falta,
pues siempre es posible que “en determinadas infracciones, atendida
su gravedad, se contemplen multas de cuantía superior”. Ello puede
suceder en dos casos: i) la ley establece un marco penal abstracto
superior al del art. 25, p. ej., en los crímenes del art. 1 Ley 20.000,
penados con presidio mayor en su grado mínimo a medio y multa de
40 a 400 UTM; o ii) la ley establece como multa una cantidad
proporcionada a la cuantía del delito que se trate, como en el caso de
las cuantías de las multas en los delitos tributarios, art. 97 N.º 4 del
Código del ramo. Solo en caso de que esta proporción se haya
establecido simultáneamente con la regla del art. 25, esto es, al
momento de promulgarse el Código, la limitación que allí se establece
al máximo de la cuantía de la multa sería aplicable, como ocurre en el
art. 282, donde se castiga al prestamista que no diere resguardo de la
prenda recibida con multa “del duplo al quíntuplo de su valor”. En
todos los demás casos, la jación de una cuantía determinada o de una
proporción, serían leyes especiales y posteriores a las que no se les
aplicaría tal limitación.

§ 4. Individualización judicial de la pena para personas


naturales
A. Generalidades
Conforme al art. 62, la individualización judicial de la pena ha de
hacerse tomando en cuenta las circunstancias atenuantes y agravantes
concurrentes en el hecho y la valoración que de éstas hacen las reglas
de los arts. 63 a 73, sistema que se conoce como de determinación
relativa de la pena, pues entrega su concreta individualización a la
judicatura, dentro del marco determinado por la ley, y cuyas reglas
pasaremos a explicar a continuación. La aparente rigidez de estas
reglas, aumentada por la especi cación legal de las circunstancias
atenuantes y agravantes que en ellas in uyen, se ve compensada con
las amplias facultades que se les otorgan a los tribunales tanto para
apreciar o no su concurrencia como para, según sea el número y
entidad de dichas circunstancias, aumentar o disminuir en grados las
penas señaladas por la ley, proceso de individualización que la
jurisprudencia de nuestro Máximo Tribunal estima privativo de los
jueces del fondo y, por tanto, no susceptible de ser impugnado por la
vía del recurso de nulidad (SSCS 27.1.2020, Rol 33699-19, donde
incluso la determinación de si aplicar la regla del art. 74 CP o la del
351 CPP se consideró parte de esta individualización, y 4.8.2015, RCP
42, N.º 4, 187. O. o., SCA Santiago 31.8.2015, RCP 42, N.º 4, 359,
con nota aprobatoria de J. Ferdman, donde se acoge una nulidad por
infracción de derecho al estimarse una atenuante que el tribunal de
alzada entiende no concurría en los hechos).
Para realizar esta individualización es necesario, en primer lugar,
establecer las circunstancias que se tomarán en cuenta (arts. 63 y 64)
y, luego, la naturaleza de la pena a individualizar (arts. 65 a 69).
Estas circunstancias, contempladas principalmente en los arts. 11 a
13, cumplen principalmente una función político criminal para regular
la cuantía de la pena en la individualización judicial, como “elementos
accidentales del delito” (Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 364). Por ello,
parecen estériles los esfuerzos de alguna parte de la doctrina para
reconducir algunas de ellas a las categorías propias de la teoría del
delito (Cury PG, 471); o, como quieren otros, vincularlas
estrictamente al desiderátum “no hay pena sin culpa”, que excluiría,
en su concepto, como circunstancias legítimas a considerar en la
graduación de la pena aquellas de mayor relevancia en la práctica
jurídica y que dicen relación con el comportamiento anterior y
posterior del condenado, a saber, las de los arts. 11, 6.ª a 9.ª y 12, 14.ª
a 16.ª (Rivacoba, “Principio de culpabilidad”, 120). Lo que sí debe
a rmarse es que, como elementos de la determinación de la sanción
penal, aunque accidentales, las circunstancias están regidas también
por las garantías del principio de legalidad, reserva y debido proceso.
Se discute, con todo, si tales garantías deben apreciarse únicamente
respecto de las circunstancias agravantes o, también, respecto de las
atenuantes, particularmente en lo que se re ere a la posibilidad de la
analogía in bonam partem, la que es rechazada por la doctrina
mayoritaria (Rodríguez Collao, “Principios”, 158).
El sistema acusatorio introduce, además, ciertas modi caciones
relevantes que destacan el carácter político criminal del empleo de
estas circunstancias en la determinación de la pena. Así, mientras
según los arts. 259 c) y 340 CPP corresponde a la scalía probar, más
allá de toda duda razonable, la concurrencia de las circunstancias
agravantes en la medida que in uyen en la pena que solicita;
tratándose de circunstancias atenuantes, cuando son presentadas por
el scal, su prueba no está sujeta a tal exigencia, sino al simple
acuerdo con la defensa en su concurrencia. Estos acuerdos también
comprenden, muchas veces, el de no presentar circunstancias
agravantes que concurren y el dar por muy cali cada una atenuante
que no es tal, sobre todo cuando ello es necesario para rebajar la pena
a una cuantía que permita la aplicación de las penas sustitutivas de la
Ley 18.216. También, en la forma de su presentación, el sistema
procesal actual di ere del anterior, permitiendo la alegación y prueba
de circunstancias modi catorias de la responsabilidad penal aún en un
momento posterior al de la declaración de condena por el hecho
imputado (art. 343, inc. 2). Esta “cesura” del procedimiento no es,
con todo, estricta respecto a qué circunstancias pueden ser alegadas y
probadas durante o con posterioridad al juicio, pues si bien en su
primera frase obliga al tribunal a pronunciarse, en caso de condena,
sobre las “circunstancias modi catorias de la responsabilidad penal”,
sin distinción alguna; en la segunda señala que “tratándose de
circunstancias ajenas al hecho punible, y los demás factores relevantes
para la determinación y cumplimiento de la pena”, podrán alegarse y
probarse en una audiencia posterior. Luego, puesto que todas las
circunstancias modi catorias son “factores relevantes para la
determinación de la pena”, más que una clasi cación entre aquellas
“intrínsecas” o “extrínsecas” al hecho, lo que la ley procesal hace, con
razón, es permitir a las defensas que en su oportunidad negaron
absolutamente la responsabilidad del condenado, plantear todas las
circunstancias que la atenuarían, con antecedentes no sujetos a la regla
del art. 340 CPP, sean o no “ajenas al hecho punible”. En cambio,
tratándose de circunstancias agravantes, no parece que pudieran éstas
ser alegadas con posterioridad a la condena, por “ajenas al hecho
punible” que se entiendan, pues su a rmación, como fundamento de
la extensión de la pena a imponer tras un juicio contradictorio, debe
sobrepasar el estándar de la prueba “más allá de toda duda
razonable” del art. 340 CPP (o. o. Mañalich, “Atenuación”, 229,
quien estima la clasi cación aquí discutida como fundamental en el
sistema de circunstancias).
Por su ubicación sistemática, las circunstancias modi catorias de la
responsabilidad penal se cali can en genéricas y especí cas. Las
primeras son las contempladas taxativamente en los arts. 11 a 13
(Labatut/Zenteno DP I, 207). Ellas surten en la individualización
judicial de la pena los efectos previstos en los arts. 65 a 69, salvo los
casos en que existe una regulación especial (art. 449, para los robos y
hurtos; art. 196 Ley de Tránsito —Ley Emilia— y art. 17-B Ley de
Control de Armas). Las segundas se contemplan en la parte especial,
especí camente para ciertos delitos, pero sin efectos especiales en la
determinación legal de la pena, sino con los mismos que las genéricas,
como sucede con las agravantes de los arts. 368 bis —en los delitos de
carácter sexual— y 456 bis), para los robos y hurtos; y la atenuante
especial del art. 110 Código Tributario, consistente en “la
circunstancia de que el infractor de escasos recursos pecuniarios, por
su insu ciente ilustración o por alguna otra causa justi cada, haga
presumir que ha tenido un conocimiento imperfecto del alcance de las
normas infringidas”. Cuando las circunstancias, genéricas o
especí cas, surten el efecto de alterar el marco penal (como la
reincidencia en el art. 449 o la restitución de las especias en el Art.
456), se les llama circunstancias especiales y no están sujetas a la
regulación de los arts. 65 a 69, pero sí a las de los arts. 63 y 64, en
cuanto a la deterninación de su concurrencia y los requisitos para su
imputación.

B. Requisitos de imputación de las circunstancias


(comunicabilidad e incomunicabilidad, art. 64)
Según el art. 64, las circunstancias que consistan en la “disposición
moral del delincuente, en sus relaciones particulares con el ofendido o
en otra causa personal, servirán para atenuar o agravar la
responsabilidad de sólo aquellos autores, cómplices o encubridores en
quienes concurran”. Estas son las llamadas circunstancias personales,
como sucede típicamente con las agravantes de reincidencia y el
parentesco (arts. 11, 6.ª y 13.ª).
En cambio, “las que consistan en la ejecución material del hecho o
en los medios empleados para realizarlo, servirán para atenuar o
agravar la responsabilidad únicamente de los que tuvieren
conocimiento de ellas antes o en el momento de la acción o de su
cooperación para el delito”. Esto es lo que ocurre, p. ej., con el empleo
de medios que causen estragos (art. 11, 3.ª). A estas circunstancias se
les llama materiales y, dado que para su imputación se exige solo el
conocimiento de su existencia o empleo, se a rma que se comunican.
Sin embargo, que en un responsable concurra una circunstancia
personal no excluye que también concurra en otro: si dos hijos se
apropian de bienes de su padre mayor de sesenta años, ambos
cometen hurto con la atenuante del art. 13, aunque la circunstancia
personal del parentesco no se comunique. Además, tampoco la
existencia de una circunstancia material se “comunica”
necesariamente sin un mínimo de subjetividad: para su
“comunicación” se requiere que se pruebe en el proceso que el
interviniente a quien se imputa tuvo conocimiento de ella, al momento
de los hechos o con anterioridad a ellos (Novoa PG II, 102). Este es el
efecto del carácter personal de la responsabilidad penal y el principio
de culpabilidad: a cada uno de los responsables se les imputa
únicamente las circunstancias que objetivamente concurran y respecto
de las cuales su subjetividad esté presente, en la forma que exige la ley.
Luego, la diferencia entre las circunstancias personales y materiales no
radica en la presencia o ausencia de un sustrato objetivo y un
elemento subjetivo, sino en la naturaleza y efectos de esa subjetividad:
el conocimiento de la existencia de una circunstancia personal, aunque
esté probado, no es su ciente para imputarla a quien no tiene esa
relación particular con el ofendido o no actúa con la especial
disposición moral a que hace referencia. Así, por mucho que el
inductor conozca que el inducido es hijo de la víctima del delito que
induce, no se le “comunicará” la circunstancia del parentesco ni para
con gurar un parricidio ni para atenuar un hurto. Y, al revés, el
empleo de un medio que cause estragos no requiere la prueba de una
disposición moral especial para su imputación, como el actuar a
traición o sobre seguro en la alevosía (art. 12 N.º 1), sino solo de que
el responsable a quien se imputa haya conocido su empleo.
Por eso, preferimos ahora adoptar como criterio clasi catorio para
los efectos de aplicación del art. 64, como regla de imputación de
circunstancias (o de exclusión, según sus efectos), el criterio que el
propio Código entrega, esto es, distinguir solo entre aquellas de
carácter personal y material (Rodríguez Collao, “Naturaleza”, 413).
Como la imputación puede hacerse a todos, algunos o ninguno de los
responsables, según si concurren o no en ellos las exigencias objetivas
y subjetivas exigidas en cada caso, la “comunicabilidad” o
“incomunicabilidad” no será sino un efecto o, más bien, una forma de
hablar de los efectos de esa imputación cuando se trate de
circunstancias materiales imputadas a varios partícipes, no su
presupuesto. Este sistema dual, que distingue los requisitos de
imputación según la naturaleza de las circunstancias concurrentes, no
sólo es razonable desde el punto de vista de la idea de la
responsabilidad personal, sino que recoge una larga tradición que se
remonta al derecho romano y parece necesario mantener a futuro, sin
perjuicio de sus eventuales correcciones técnicas (Cortés, “Orígenes”,
526).

C. Error sobre la concurrencia de los supuestos fácticos de las


circunstancias
El error o desconocimiento de los hechos que constituyen los
presupuestos objetivos de las circunstancias atenuantes o agravantes
impide su imputación. Como este error recae sobre elementos que no
constituyen el delito, sino que sirven para la graduación de su sanción,
resulta irrelevante su carácter vencible o invencible: el
desconocimiento no deliberado de las circunstancias agravantes hace
imposible su imputación. Así lo establece el art. 64, respecto de las
circunstancias materiales al exigir la prueba del conocimiento de su
concurrencia para atribuirlas a los responsables. Sin embargo, esto no
es aplicable a las circunstancias atenuantes materiales, cuyo efecto
mitigatorio de la pena no está abarcado por las exigencias subjetivas
del principio de culpabilidad (o. o. Rodríguez Collao, “Naturaleza”,
417). Respecto de las circunstancias personales, el art. 64 no establece
una regulación. Ella se encuentra en el art. 1 inc. 3, que dispone, para
el caso del error en la persona como objeto, no considerar las
circunstancias personales que agravarían la pena, pero sí las que la
atenuarían. De donde surge la regla general que el desconocimiento de
los supuestos fácticos de las circunstancias agravantes, cualquiera sea
su naturaleza, hace imposible su imputación. En cambio, sí es posible
hacer valer en favor del condenado las circunstancias atenuantes,
cualquiera sea su naturaleza, cuyos presupuestos fácticos desconozca.
Si el desconocimiento de la agravante es deliberado, valdría lo
mismo que se dijo respecto del error en general: imputación
extraordinaria basado en el acto de voluntad anterior. En cambio, si es
negligente, no sería posible su imputación al agente, porque no existen
las agravantes imprudentes.
El Código acierta en señalar que este conocimiento puede ser “antes
o en el momento de la acción o de su cooperación para el delito”.
Como elemento cognoscitivo, el conocimiento no requiere ser cabal y
preciso, sino el propio del profano y aún es posible a rmar un
equivalente de este conocimiento en la aceptación de una forma de
ejecución o de un medio a emplear altamente probables.

D. Prohibición de la doble valoración de agravantes


El art. 63 es la principal fuente positiva de la llamada prohibición de
doble valoración, corolario del principio non bis in idem, que impide
utilizar en la individualización judicial los elementos que ya ha tenido
en cuenta el legislador al tipi car una conducta. Tres son los supuestos
en que el art. 63 excluye la aplicación de agravantes, según veremos a
continuación.
a) Cuando la agravante constituye por sí misma un delito
especialmente penado por la ley
En este caso se encuentran la agravante 3.ª del art. 12, en relación
con los delitos de incendios y estragos (arts. 474 a 480); la 9.ª, con los
de injurias (art. 416); y la 14.ª, 2.ª parte, con el delito sui generis
establecido en el art. 90 (o. o. Novoa PG II, 80, quien no considera las
consecuencias del quebrantamiento como penas sino como medidas de
seguridad).
b) Cuando la ley ha expresado una circunstancia agravante al
describir y penar un delito
Aquí, la circunstancia agravante forma una unidad valorativa con la
conducta básica, lo que determina por lo general una traslación del
marco penal obligatoria para el juez. Esto sucede, aún teniendo en
cuenta pequeñas diferencias, respecto de la circunstancia mixta del art.
13 con relación al parricidio del art. 390 y la violencia intrafamiliar
del art. 14 Ley 20.066; de las circunstancias 1.ª a 5.ª del art. 12 con el
delito de homicidio cali cado del art. 391; de la 6.ª con el delito de
violación y otros atentados de similar naturaleza de los arts. 361 a
367 ter; de la 7.ª, con los delitos agravados de hurto del art. 447; de la
10.ª con los delitos especiales del art. 5 Ley 16.282; y de la 17.ª, con
los que atentan contra la libertad religiosa (arts. 138 a 140).
c) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera
inherente al delito, que sin su concurrencia no puede
cometerse, porque se encuentra implícita en el tipo penal
Este sería el caso de los delitos de apropiación indebida y
administración desleal (art. 470 N.º 1 y 11), que contienen
implícitamente la circunstancia de abuso de con anza (art. 12, 7.ª), y
por tanto ella no surtirá efecto agravante. Lo mismo ocurre en los
delitos funcionarios (L. II., Tít. III., §  4) respecto de la agravante de
prevalerse el delincuente de su carácter público (art. 12, 8.ª).
d) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera
inherente al delito, que sin su concurrencia no pueda
cometerse, por las circunstancias concretas en las que se
comete
La inherencia supone en estos casos que no está en manos del autor
modi car esas circunstancias o que su modi cación no le incumbe: si
alguien ataca sexualmente a una mujer, no podrá imputársele, además,
la agravante 18.ª del art. 12, aunque la ley no distinga en cuanto al
sexo del sujeto pasivo en los delitos sexuales. Lo mismo aplica al uso
de armas que no sean de fuego (art. 12, 6.ª) en el delito de homicidio
en que se emplean. Pero el peligro común de las armas de fuego
excluye esta inherencia en su empleo (art. 17 B Ley 17.798).

E. Circunstancias atenuantes genéricas (art. 11)


El art. 11 contempla nueve circunstancias atenuantes genéricas que
constituyen un recurso importante de la litigación actual, atendidos
los relevantes efectos que su concurrencia tiene en la individualización
judicial de la pena y, consecuentemente en la posibilidad de que ella
sea o no sustituida con alguna de las penas de la Ley 18.216. A ello se
añade que establecer la probabilidad de acceder o no a una pena
sustitutiva es fundamental para la decisión acerca de las medidas
cautelares a imponer a las personas formalizadas por un delito (art.
140 c) CPP).
Las atenuantes del art. 11 más socorridas con este propósito son las
de irreprochable conducta anterior (6.ª), reparación con celo del mal
causado (7.ª) y colaboración con la justicia o la investigación (8.ª y
9.ª), ésta última elevada, en las reglas especiales para los delitos de
robo y hurto del art. 449 a circunstancia atenuante especial con
signi cativos efectos procesales en relación con la clase de
procedimiento a adoptar (art. 409 CPP).
En cuanto a su naturaleza, para efectos de dar aplicación a lo
dispuesto en el art. 64, según la doctrina mayoritaria, las
circunstancias atenuantes tienen todas un carácter personal. Sin
embargo, lleva razón la doctrina que estima que, tratándose de las
eximentes incompletas de legítima defensa y estado de necesidad, no
se requiere para su aceptación la prueba de una disposición moral o de
una relación particular con el ofendido, sino solo la de la existencia de
la agresión ilegítima o el estado de necesidad (Novoa PG II, 16). En
cambio, tratándonse del cumplimiento del deber y ejercicio legítimo de
una profesión, autoridad, cargo u o cio, la eximente incompleta solo
parece ser aplicable a quien tiene ese deber, etc., por lo que sería
también personal.
Por otra parte, el común fundamento de las atenuantes referidas a
los móviles del agente ha llevado a nuestra doctrina y a parte de
nuestra jurisprudencia a considerar que las circunstancias N.º 3 a 5 no
son compatibles entre sí, debiendo elegirse la más adecuada al caso,
con el argumento de que un mismo hecho no puede dar lugar a dos
atenuantes diferentes (Labatut/Zenteno DP I, 213; SCA Santiago
9.4.1985, GJ 58:1249). Mutatis mutandi, lo mismo vale para las
circunstancias 8.ª y 9.ª del art. 11 y los supuestos especiales de
cooperación e caz, como la atenuante del art. 22 Ley 20.000, que
comparten entre sus requisitos el reconocimiento de al menos una
parte de los hechos imputados (SCA Copiapó 6.6.2014, RCP 41, N.º
3, con nota crítica de M. Reyes). El resto de las atenuantes son
compatibles entre sí y, por tanto, pueden apreciarse copulativamente
(SCA Pedro Aguirre Cerda 26.10.1988, GJ 101, 64, SCA Santiago
3.4.1996, GJ 190, 110).
Nuestra jurisprudencia ha sostenido, además, que entre las
atenuantes fundadas en los móviles del agente y la agravante de
alevosía existe incompatibilidad, lo mismo que entre la premeditación
y el arrebato y obcecación, conclusiones discutibles, pues los móviles
del agente no siempre afectan su estado emocional al momento de
cometer el delito (SC Pedro Aguirre Cerda 30.6.1982, RDJ 79, 119;
SCS 28.8.1936, G. 1936, 2.º sem, N.º 76, 321).
a) Eximente incompleta (art. 11, 1.ª)
Según esta disposición, son circunstancias atenuantes, las eximentes
del art. 10 “cuando no concurran todos los requisitos necesarios para
eximir de responsabilidad en todos sus casos”.
Para nuestra doctrina dominante, esta clase de atenuante parece
fundamentarse en la idea de la gradualidad del daño causado o de la
culpabilidad del autor, y solo puede operar subsidiariamente respecto
de la atenuante especial de eximente incompleta del art. 73. Por ello,
hoy en día se rechaza la limitación propuesta por la Comisión
Redactora, en orden a que esta circunstancia solo sería aplicable con
relación a las eximentes que contemplan requisitos (art. 10 N.º 4, 5, 6,
7 y 11), entendiendo que se extiende además a las eximentes
graduables, lo que sucede particularmente con la de enajenación
mental del art. 10 N.º 1 (RLJ 62). En su aspecto subsidiario, cabe
tener presente que, tratándose de las eximentes de los N.º 4, 5, 6, 7 y
11, la concurrencia del “mayor número” de sus requisitos determina
la aplicación del art. 73. Respecto de las eximentes graduables, se
podría a rmar que la sola existencia de la fuerza, el temor, etc.,
permitirían sostener la eximente incompleta del art. 11 N.º 1; pero
cuando llegan a ser muy relevantes, pero no al punto de eximir
completamente de responsabilidad, operaría la atenuante especial del
art. 73 (Mera, “Comentario”, 286).
No obstante, se coincide en admitir que la eximente incompleta,
como circunstancia genérica y pese a su amplio tenor literal, no tiene
aplicación en todos y cada uno de los supuestos del art. 10. Por su
propia naturaleza, se excluyen de esta eximente incompleta la del N.º
2 del art. 10, ser menor de 18 años, por encontrarse la responsabilidad
penal del adolescente regulada en la Ley 20.084; la del N.º 8, caso
fortuito, también por contar con especial regulación en el art. 71; la
del N.º 9, pero solo respecto de la fuerza física, si se admitiera, porque
es o no es irresistible, sin graduación; y la del N.º 13, pues el
cuasidelito está o no contemplado en la ley, siendo también imposible
su graduación. Por otro lado, es mayoritaria la a rmación según la
cual no procede apreciar la eximente incompleta en los casos de
privación parcial de la razón causada por un estado de embriaguez
(Novoa PG II, 21).
Además de las exclusiones expuestas, existe unanimidad en la
doctrina y en la jurisprudencia en el sentido de que para gozar de esta
atenuante no basta reunir algunos requisitos de la eximente, sino que
se requiere la concurrencia del esencial o básico de cada una de ellas, a
saber: el trastorno mental, en la del art. 10 N.º 1; la agresión ilegítima,
en el art. 10, N.º 4, 5 y 6; el mal que se trata de evitar, en el art. 10
N.º 7; el miedo o la fuerza (moral) en el art. 10 N.º 9; el deber en el
art. 10 N.º 10; la necesidad en el art. 10 N.º 11 y la causa que impide
actuar en el art. 10 N.º 12 (RLJ 62).
El principal campo de aplicación de esta atenuante es la
“enajenación incompleta o privación de razón no total, sino parcial”
(Etcheberry DP II, 17); pero también los casos limítrofes de adicciones
que no se admiten como eximentes, como puede verse en la extensa
casuística jurisprudencial (RLJ 62).
Respecto de los trastornos mentales, nuestros tribunales han acogido
esta atenuante en casos de estados fronterizos de la enfermedad
mental respectiva o simple anormalidad intelectual que no llega a
constituir la eximente: epilepsia, depresión y fetichismo, “alteración
mental mediana con expresiones clínicas de dislexia, discalculia y
transtornos generales del aprendizaje escolar, con necesidad de
tratamiento por neurólogos con medicación especí ca”, retardo
mental moderado, “oligofrenia luminar”, “neurosis mixta”, deterioro
orgánico cerebral leve a moderado, “personalidad psicopática” y
hasta en episodios reactivos agudos producto del “fanatismo
religioso”. En cambio, no se ha acogido en casos de personalidad
“esquizoide” o padeciente de “neurosis de angustia u obsesiva”, en
que la enfermedad mental no ha alterado los procesos cognitivos o
volitivos al momento de cometer el crimen, ni tampoco en casos que
se prueba la causa del trastorno pero no su existencia al momento del
hecho.
En cuanto a los efectos del alcohol o la autointoxicación,
actualmente se admite que la combinación de ingesta alcohólica (aún
voluntaria) y un dé cit intelectual y emocional permite con gurar la
atenuante; así como también el alcoholismo crónico, aunque en sus
orígenes fuese voluntario y, del mismo modo, los efectos de la adicción
prolongada a las drogas y la ebriedad fortuita. En sentido contrario,
también hay sentencias del siglo XX que declaran que las patologías
derivadas de la drogadicción o el alcoholismo voluntarios no eximen
ni atenúan la responsabilidad penal. Y, por cierto, no se estiman ni
eximentes ni atenuantes la ebriedad o intoxicación voluntarias no
acompañadas de alcoholismo o adicción crónicas u otra enfermedad
(RLJ 64).
Respecto del resto de las eximentes, se reconoce en supuestos de
legítima defensa imperfecta en que existe agresión, pero falta la
racionalidad en el medio empleado para repelerla, miedo no del todo
insuperable, y aún omisión por causa no del todo insuperable en un
caso de no pago de cheques librados sin fondos debido a una crítica
situación económica. Se ha rechazado, sin embargo, que la pobreza
extrema pueda considerarse un mal que permita alegar estado de
necesidad, siquiera como defensa incompleta (RLJ 65).
b) Atenuantes pasionales (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª)
El fundamento de todas estas atenuantes radicaría en que “no siendo
posible extinguir las pasiones naturales que impulsan a vengar las
provocaciones, ofensas o amenazas injuriosas, la lei ha tenido que
guardarles ciertas consideraciones” (Fuenzalida CP I, 84). Dicho en
términos modernos, lo que fundamenta aquí la atenuación es “el
estado anímico del sujeto al momento de delinquir, provocado por un
estímulo externo” (Labatut/Zenteno DP I, 212).
Sin embargo, llevan razón quienes a rman que es discutible que las
circunstancias atenuantes 3.ª a 5.ª del art. 11 tengan como
fundamento común la comprobación de un estado emotivo especial, lo
que solo parece exigirse en la 5.ª (Mera, “Comentario”, 287). Es más,
las 3.ª y 4.ª se han visto como presunciones de una eximente
incompleta de inexigibilidad disminuida, bastando para acreditarla la
prueba de las circunstancias objetivas que señala la ley (Cury PG,
480). En la práctica, no obstante, por una parte, tal como sucede con
la fuerza moral y el miedo, los efectos de las circunstancias 3.ª y 4.ª en
el ánimo del sujeto no suelen distinguirse de la alteración mencionada
en la 5.ª y de allí que no se admita su apreciación conjunta, salvo que
provengan de hechos claramente diferenciados (RLJ 6; Garrido DP I,
188). Y, por otra, al igual que en la fuerza moral y el miedo, la
atenuación necesariamente ha de pasar por un ltro normativo, acerca
de la nobleza de la emoción que se presenta.
Así, en la 3.ª, no se trata únicamente de probar la provocación o
amenaza previas para acceder a la atenuación, sino que ésta sea
“proporcionada” al delito que se comete (RLJ 67). Así, desde luego,
puede entenderse como desproporcionada a la comisión de una
violación la reacción del agente que dice sentirse “provocado” por la
vestimenta o actitudes sugerentes de la víctima, o que se sienta
“amenazado” ante la expectativa de ser desplazado en una relación de
pareja por otro. Mutatis mutandi, las mismas limitaciones pueden
ofrecerse al caso de quien alega como atenuante el hecho que la
víctima lo amenaza con denunciar a la justicia por delitos que está
cometiendo, o de temer perder un territorio donde comercializa
objetos prohibidos, o de haber sido llamado a participar en un duelo
irregular o riña, sea directamente o por sentir que ello correspondía
tras haber participado en una riña anterior con la víctima. En cambio,
la reacción ante los primeras amenazas de ser víctima de violencia de
género o intrafamiliar, en la medida que no está impulsada por un
motivo ilegítimo de dominación, sino de mera defensa, puede ser
admitida como atenuante, en casos que no se pueda con gurar la
eximente completa o incompleta de legítima defensa o miedo
insuperable.
En la 4.ª, en cambio, no se requiere inmediatez respecto de la ofensa
personal a un pariente que se vindica, sino un tiempo no prolongado
entre una y otra, pero no se concede si previo a esa ofensa existió, a su
vez, una ofensa a la víctima de parte del que la alega (RLJ 67). Aquí,
otra vez, si se trata de vindicar las ofensas que recibe un pariente o la
cónyuge sometidos a violencia intrafamiliar o de género, la atenuante
es aplicable, pero no lo será para el maltratador ofendido por una
reacción en su contra, pues a su respecto el sustrato noble que la
sustenta —el amor lial— no existe.
Finalmente, tratándose de la 5.ª, la doctrina dominante considera
que incorpora dos circunstancias diferenciables, arrebato u
obcecación, cali cando el ilativo “y” de la norma como un error del
legislador que solo puede referirse a su eventual común origen: los
“estímulos tan poderosos” (Novoa PG II, 27). Por su parte, la
jurisprudencia ha dado un amplio alcance a esta atenuante,
admitiéndose la posibilidad de concederla si se acreditan estímulos
tales como la extrema pobreza, la rabia, la ira, la violencia
intrafamiliar que se padece, el sufrir insultos destemplados, el ser
ofendido por el adulterio, etc. (RLJ 68). Pero también está limitada
por la naturaleza noble del motivo o emoción que la sustenta: debiese
“reservarse para los casos en que, comprensiblemente, cualquiera
reaccionaría así, como ocurriría si alguien tras presenciar un acto de
extrema crueldad contra una persona vulnerable, y por indignada
compasión, reacciona violentamente en contra del autor de la
agresión” (Castillo y Candia, “Emociones”, 461).
Por ello, el art. 390 quinquies limita expresamente la posibilidad de
alegar esta atenuante en casos de femicidio, con lo que se recoge la
propuesta de parte de la doctrina en el sentido de la mani esta
incompatibilidad de emplear esta atenuación en delitos donde el
agente expresa odio y voluntad de “sometimiento”, como en el que se
expresaría respecto al género en el femicidio (Mañalich, “Arrebato”,
255). Con esta reforma la legislación nacional abandona
de nitivamente las ideas románticas del honor y la con anza
traicionadas, que dominaron en el paso del siglo XIX al XX, re ejadas
en el tratamiento como tragedia del crimen pasional en Il Pagliaci,
Carmen y Bodas de Sangre, por mencionar algunos ejemplos (con
detalle, v. Tamarit, Casos, 136). En Chile, la actuación por celos
incluso llevó a fundamentar la impunidad del uxoricidio, tal como en
se contempló hasta 1953 en la anterior redacción del art. 10 N.º 11,
que declaraba exento de responsabilidad penal al “marido que en el
acto de sorprender a su mujer infraganti en delito de adulterio, da
muerte, hiere o maltrata a ella y a su cómplice; con tal que la mala
conducta de aquél no haga excusable la falta de ésta”. La empatía que
alguna vez se sintió por esta clase de reacciones ha sido reemplaza hoy
por su rechazo como manifestación de una violencia de género
intolerable (Rodríguez Cerda, “Crimen pasional”, 171).
Por similares razones, si el motivo del arrebato o la obcecación es, en
términos generales, uno de odio basado en la discriminación, no podrá
ser posible apreciar esta atenuante pues dicho motivo constituye el
fundamento de la agravante de odio del art. 12, 21.ª (Ley Zamudio).
c) Irreprochable conducta anterior (art. 11, 6.ª)
Un somero análisis de nuestra jurisprudencia, demuestra que esta es
una de las causales de atenuación más socorridas en los Tribunales, en
un esfuerzo humanitario por mitigar las a veces excesivas penas que se
prodigan en algunos títulos del Código y en algunas leyes especiales,
permitiendo al mismo tiempo otorgar a sus bene ciados la
oportunidad de enmendar su rumbo, mediante la concesión de alguno
de los bene cios de la Ley 18.216 (RLJ 71). Este carácter político
criminal de su empleo, al que se atribuye un fundamento
constitucional en el principio de presunción de inocencia, explica que,
para la jurisprudencia, la exigencia mínima (y, generalmente, única)
para aceptar esta atenuante sea la prueba del extracto de antecedentes
carente de anotaciones (Künsemüller, Circunstancias, 102). Se
abandona así la asentada idea en el sistema procesal anterior de que
conceder esta atenuante y estimarla como muy cali cada para aplicar
la rebaja del art. 68 bis suponía la prueba de una “conducta
a rmativamente meritoria y no tan solo exenta de tacha” (Varela S.,
Irreprochable, 116; SCS 26.5.2004: “comportamiento exento de toda
censura y de toda transgresión a la ley”. En el mismo sentido,
Carnevali, “Irreprochable”, 187). No obstante, hay fallos que estiman
posible denegar la atenuante siempre que la condena por el hecho
anterior esté ejecutoriada al momento de la sentencia, aunque no al
del hecho que se trate (SCA San Miguel, 18.8.2014, RCP 41, N.º 4,
225).
Nuestros tribunales superiores han sostenido, además, en estos
últimos años, que la atenuante no se excluye por anotaciones referidas
a cuasidelitos o faltas, infracciones de tránsito, delitos amnistiados,
causas en las que ha prescrito la agravante de reincidencia (“muy
antiguas”), supuestos en que no se allega al juicio el certi cado del
tribunal que impuso la pena y, por cierto, las provenientes de causas
no a nadas. Tampoco se considera óbice a la atenuante (ni
circunstancia agravante), el hecho de haber sido condenado
anteriormente por delitos cometidos durante su adolescencia, regidos
por la Ley 20.084 (SCS 17.9.2013, Rol 4419-13). Detrás de esta
excepción se encuentra la idea de que es preferible una interpretación
que favorezca la reinserción social a otra que la haga más difícil (la
experiencia indica que la juventud, mientras menos tiempo esté
privada de libertad, más probabilidades tiene de reinsertarse en la vida
social). Por lo mismo, no debieran considerarse entre las anotaciones
del prontuario que impidan aplicar esta atenuante las de las sentencias
condenatorias cuyo cumplimiento sustitutivo ha sido satisfactorio (art.
38 Ley 18.216) y todas aquellas que, tras un proceso de reinserción
social han sido eliminadas de los certi cados de antecedentes (DL
409): la adhesión a los procesos de resocialización pasados puede ser
indicador de un pronóstico favorable en uno nuevo. Incluso se a rma
que podría ser aplicable a todos quienes pertenecen a un pueblo
originario, omitiendo considerar las anotaciones prontuariales, si con
ello se logra el objetivo del Convenio 169 de preferir penas no
privativas de libertad.
Por ser de frecuente aplicación, también es frecuente la petición de
que produzca el efecto de considerarse como atenuante “muy
cali cada” en el sentido del art. 68 bis. Para obtener esta cali cación,
normalmente se recurre a la prueba de certi cados de buena conducta,
actividades voluntarias y de colaboración a la comunidad. Acreditadas
tales circunstancias extraordinarias, incluso se ha admitido la
cali cación en casos de anotaciones de veinte años, respecto de
personas con escasas posibilidades vitales. No obstante, aún a falta de
tales pruebas se acepta que la cali cación de la circunstancia quede
entregada al juicio privativo del tribunal de instancia, sin posibilidades
de recurrir en contra de su decisión por infracción de derecho
(Künsemüller, Circunstancias, 107).
d) Procurar con celo reparar el mal causado (art. 11, 7.ª)
Esta circunstancia se fundamenta en sanas consideraciones de
política criminal, tendientes a evitar que el daño causado por el delito
se expanda o a repararlo si ello ya no es posible (“impedir sus
ulteriores perniciosas consecuencias”), siempre que ya no sea posible
el desistimiento.
En la jurisprudencia, se han presentado discusiones acerca de la clase
de delitos en que puede operar, aunque mayoritariamente parece
inclinarse a entender que esta atenuante no es restrictiva y tiene un
ámbito de aplicación general, salvo los casos expresamente excluidos
por la ley, como en los delitos de la Ley 20.000 y en los delitos de
robo con violencia o intimidación, según el art. 450 bis. Esta es
también la opinión dominante en la doctrina (Künsemüller,
“Reparación”, 365). Sin embargo, no son pocos fallos que la excluyen
tratándose de sustracción de menores y de carácter sexual con
víctimas menores de edad, por su especial gravedad; en los relativos al
porte y tenencia de armas prohibidas y bajo control, por ser de
peligro; y en los de manejo en estado de ebriedad, por no existir
víctima a quien reparar (RLJ 78.).
Por otra parte, aunque la ley no explicita la forma de la reparación,
es costumbre que ésta se realice por medio de consignaciones ante el
tribunal de la causa. La consignación puede hacerla el propio
inculpado o un tercero a su nombre, mientras no se trate del
civilmente responsable, ni del pago de la anza, de la multa o de una
indemnización civil jada por sentencia judicial (RLJ 76).
Además, la reparación debe ser “celosa”, en un sentido objetivo,
atendiendo el concreto mal causado, las facultades del autor del delito
y su situación procesal, de acuerdo con la apreciación que de ella haga
el tribunal de instancia y no un arrepentimiento moral, estimando
nuestra jurisprudencia más reciente que es posible admitir la
reparación aun cuando ella tenga como única motivación la
construcción de la atenuante (RLJ 77). Tampoco se exige la reparación
completa, sino el intento objetivo de alcanzarla pues, por una parte,
ello no lo exige la ley y, por otra, supondría la imposibilidad de aplicar
la atenuante en todos los delitos con resultados irreversibles, como el
homicidio (RLJ 75).
Finalmente, debe tenerse en cuenta que, tratándose de los delitos de
hurto y robo con fuerza o con violencia del art. 436, si la reparación
consiste en la entrega voluntaria de las especies hurtadas o robadas
antes de que se persiga o ponga en prisión al autor, el art. 456 CP
otorga a esta forma de reparación un efecto atenuante especial:
aplicación de la pena en un grado inferior a la señalada por la ley al
delito. En el resto de los casos, la mera restitución de la especie no
parece con gurar esta atenuante (art. 456 bis), pero podrá darse lugar
a ella si la especie se sustituye por cantidades de dinero y es posible
justi car el celo con que se actúa (RLJ 78).
e) Colaboración con la justicia (art. 11, 8.ª y 9.ª)
Aquí se contemplan, respectivamente, dos formas diferentes de
colaboración con la justicia: i) la autodenuncia y confesión de quien
puede “eludir la acción de la justicia por medio de la fuga u
ocultándose”; y ii) de otra forma, “colaborar sustancialmente al
esclarecimiento de los hechos”.
Ambas atenuantes se fundamentan en atendibles razones de política
criminal, que no favorecen a la víctima del delito, como en la
circunstancia 7.ª, sino la acción de la justicia, que de otro modo
podría verse frustrada o retardada. Un parte de la doctrina ve en estas
circunstancias, y también en la del 7.ª, un fundamento diferente para
conceder la atenuación: el comportamiento del imputado que renuncia
a sus derechos a no declarar contra sí mismo y a emplear su
declaración como “medio de defensa”, contemplados en los arts. 93 g)
y 98 CPP, “expresivo de un ejercicio supererogatorio de delidad al
derecho”, aunque tardío (Mañalich, “Atenuantes”, 238. No es claro,
sin embargo que, más allá de su expresión como un juego de palabras,
se exija la prueba de esta “ delidad” tardía al ordenamiento, pues la
ley incluso premia al que “se aprovecha” de las circunstancias que se
tratan para su pronta reincorporación al mundo criminal o perjudicar
a terceros, sin que la motivación para el comportamiento posterior —
aprovechamiento o declaración de delidad— tenga ninguna
relevancia a la hora de acoger o rechazar las atenuantes).
La amplitud con que está redactada la circunstancia 9.ª del art. 11
parece permitir una apreciación más laxa de las formas de
colaboración con la justicia, muy necesaria en el nuevo proceso penal,
particularmente para recompensar a quien, reconociendo su
responsabilidad por los hechos imputados, acepta soluciones
diferentes al juicio oral como la suspensión condicional del
procedimiento, procedimiento abreviado, etc., como se re eja
claramente en los arts. 395 y 409 CPP, en relación con los delitos de
robo y hurto y la regla especial del art. 449 CP. Queda así reducida a
una cuestión menor la exigencia detallada de requisitos que antes se
hacía valer para aceptar la circunstancia 8.ª, pues a falta de ellos,
siempre que se haya colaborado sustancialmente en el esclarecimiento
de los hechos, corresponderá apreciar la 9.ª, que no requiere siquiera
confesión, trámite que ya no existe (v. sobre la evolución de esta
circunstancia, González, “Circunstancia”, 13, con referencias
jurisprudenciales). No obstante, subsiste una amplia discusión
jurisprudencial en los casos en que esta atenuante se alega únicamente
por la defensa, cuya extensa casuística está dominada por vaivenes en
torno a su más o menos laxa aceptación, según el mayor o menor
criterio de favorabilidad o pro reo de cada tribunal (RLJ 84). De allí
se desprende que, al contrario de la N.º 8, la colaboración sustancial
de la N.º 9 puede tener lugar tanto en la etapa de investigación como
en el juicio oral, aunque durante la primera se haya discutido la
legalidad del proceso o incluso negado los hechos o la participación
(SCS 3.8.2015, RCP 42, N.º 4, 171, con nota aprobatoria de E.
Vásquez). No es, con todo, la ley tan laxa como para entender que
esta atenuante pueda existir ni mucho menos entenderse como “muy
cali cada” con la sola presentación al juicio del imputado o mediante
cualquier clase de declaración ante la Fiscalía (SCS 4.11.2015, RCP
43, N.º 1, 203; y SCA Concepción, 23.3.2018, RCP 45, 661, con nota
aprobatoria de J. Toro).
Finalmente, las mismas razones que llevan a la incompatibilidad de
las circunstancias pasionales conducen a a rmar la incompatibilidad
de todas las circunstancias, genéricas, especí cas y especiales, basadas
en el premio a una colaboración con la acción de la justicia.
f) Obrar por celo de la justicia (art. 11, 10.ª)
La circunstancia de “haber obrado por celo de la justicia”, es
original de nuestro Código, siendo agregada por la Comisión
Redactora a instancias de Fabres, con el argumento de que “en
muchos casos puede un celo exagerado arrastrar a la ejecución de
actos que constituyen delitos, proponiéndose no obstante el hechor el
mejor servicio de un puesto público” (Actas, Se. 122, 219).
No obstante, a pesar de las limitaciones que se desprenden de este
argumento, nuestra doctrina es mayoritaria en orden a sostener que
aprovecha tanto al empleado público como al particular que coopera
con él (Novoa PG II, 40). Y, por eso, la jurisprudencia admite su
alegación incluso en casos de castigos a un menor por cometer delitos
(RLJ 88).

F. Atenuante especial de eximente incompleta privilegiada (art. 73)


Según esta disposición, “se aplicará asimismo la pena inferior en
uno, dos o tres grados al mínimo de los señalados por la ley, cuando el
hecho no fuere del todo excusable para eximir de responsabilidad
criminal en los respectivos casos que trata el art. 10”. Es decir, se trata
de un caso especial y preferente de la atenuante 1.ª del art. 11, que no
se compensa con las eventuales agravantes concurrentes y se aplica
una vez determinado tanto el grado de desarrollo del delito como el de
su participación en él.
Se trata de una circunstancia personal, incluso si la eximente
incompleta se relaciona con las causales de justi cación (art. 10 N.º 4,
5, 6, 7, 11 y 12, en cuanto se re ere a la omisión por causa legítima),
pues los requisitos que a ellas faltan para constituirla son por regla
general los subjetivos (falta de provocación o de ánimo de legítimo, o
la existencia de un deber personal de soportar el mal).
Por otra parte, es mayoritaria la doctrina que estima aquí que al
hablar del mayor número de los requisitos la ley se re ere
exclusivamente a las eximentes que los tienen enumerados
expresamente, v. gr., art. 10 N.º 4, 5, 6, 7 y 11 (Etcheberry DP II, 19).
Así se pronuncia también la jurisprudencia (SCA Santiago 24.10.2012,
GJ 388, 196, rechazado su aplicación a un supuesto de enfermedad
mental que no constituía enajenación). Sin embargo, ello parece
contradictorio con la interpretación unánime del art. 11, 1.ª, en el
sentido que allí la expresión requisitos incluiría no solo los casos de
divisibilidad material (con señalamiento de numerales), sino también
los comprendidos en las eximentes de suyo graduables, o moralmente
divisibles, v. gr., art. 10 N.º 1, 9, 10 y 12.
Al aplicar esta disposición, el juez debe imponer una pena al menos
inferior en un grado a la señalada abstractamente por la ley al delito y,
después, hacer las rebajas aumentos que correspondan según las reglas
de los arts. 65 a 69, según el resto de las circunstancias atenuantes y
las agravantes genéricas concurrentes. La rebaja es obligatoria, pero su
extensión es facultativa, quedando entregada al tribunal, el que puede
aumentar la rebaja a dos o tres grados, “atendido el número y entidad
de los requisitos que falten o concurran”.
G. Atenuante especial de media prescripción (art. 103)
Conforme dispone el art. 103, si el inculpado se presentare o fuere
habido antes de completar el tiempo de la prescripción de la acción
penal o de la pena, pero habiendo ya transcurrido la mitad del que se
exige, en sus respectivos casos —salvo en las prescripciones de las
faltas y especiales de corto tiempo—, deberá el tribunal considerar el
hecho como revestido de dos o más circunstancias atenuantes muy
cali cadas y de ninguna agravante y aplicar las reglas de los arts. 65 a
68, sea en la imposición de la pena, sea para disminuir la ya impuesta.
Luego, la media prescripción opera en dos sentidos dentro de la
determinación legal de la pena: por una parte, excluye las atenuantes y
agravantes genéricas y, en consecuencia, la posibilidad de su
compensación; y, por otra, entrega al juez la posibilidad de rebajar la
pena, conforme a las reglas generales, al estimar ctamente la
concurrencia de dos o más circunstancias atenuantes “muy
cali cadas”. Pero, mientras la exclusión de las circunstancias
agravantes y atenuantes genéricas y, por ende, la imposibilidad de su
compensación, son obligatorias; al remitirse el art. 103 a las reglas
generales para determinar el efecto de las circunstancias atenuantes
ctas que concede por el tiempo transcurrido, solo hace obligatoria la
exclusión del máximo o el máximum de la pena, en su caso. En
cambio, una rebaja de la pena queda entregada a las facultades que las
reglas generales de los arts. 65 a 68 asignan a los tribunales, tal como
se previó al momento de su redacción, pues contra la propuesta
original de Fabres, en el sentido de hacer obligatoria y gradual la
rebaja prevista, “se creyó que podía concederse al caso de haber
transcurrido la mitad o más del tiempo de la prescripción completa, el
mismo efecto que si concurrieran dos o más atenuantes muy
cali cadas sin ninguna agravante, es decir, que pueda entonces el juez
bajar hasta tres grados de la pena designada por el delito” (Actas, Se.
138, 250). Esta es la opinión de la jurisprudencia dominante (SCS
24.10.2019, DJP 40, 103. O. o., acogiendo la tesis de la
obligatoriedad de la rebaja, dejando a la facultad del tribunal solo la
determinación de su cuantía, en la SCS 27.8.2014, RCP 41, N.º 4,
143, con nota aprobatoria de C. Cabezas, concordante con la opinión
de Mera, “Comentario”, 736, y Guzmán D., “Comentario”, 484).
Para el caso en que el tribunal consienta en la rebaja, parece
razonable que ésta se haga teniendo en cuenta principalmente “la
mayor o menor cercanía con el término prescriptivo total” (Parra,
274). No obstante, en el sistema procesal acusatorio, la cuantía de la
rebaja dependerá en la mayor parte de los casos de los términos de la
negociación entre scales y defensores, sobre todo en procedimientos
abreviados y simpli cados con reconocimiento de responsabilidad,
donde la pena que el scal solicita limita las facultades del tribunal
para imponer una más grave.
Por otra parte, es discutible que esta regla pueda ser aplicada a los
delitos que se cali can de lesa humanidad, existiendo un vaivén
jurisprudencial que, dependiendo de la integración de la Segunda Sala
de la Corte Suprema, inclina la balanza en un sentido u otro. Así
mientras estuvo presidida por el Ministro Dolmestch, se aceptó en
algunos casos que el carácter de delito de lesa humanidad no era óbice
para aplicar esta atenuante (SSCS 11.8.2015, RCP 42, N.º 4, 203, y
10.11.2014, RCP 42, N.º 1, 179, con notas críticas de G. Silva y R,
González-Fuente, respectivamente); pero, antes y después, se estimó
rechazar su aplicación, tanto por la naturaleza del delito involucrado
como por la a rmación de que la Corte no podía pronunciarse sobre
su aplicación o no, entendiendo que al ser las rebajas facultativas,
hacerlo o no es discreción del tribunal de fondo, no susceptible de
casación u otro recurso de derecho estricto, jurisprudencia que parece
actualmente dominante (Antes: SCS 22.11.2012, RChDCP 2, N.º 1,
197, con nota aprobatoria de R. González-Fuente, quien considera
irrelevante determinar la naturaleza de la atenuante, sino únicamente
que su aplicación podría contrariar los tratados internacionales en la
materia. Después: SSCS 26 y 29.1.2016, RCP 43, N.º 2, 111, con
notas de F. Abbott y A. García, en favor de entender que la
prescripción y la media prescripción tienen un fundamento común que
hace imposible de aplicar la última en delitos imprescriptibles, como
los de lesa humanidad).
H. Circunstancias agravantes genéricas (art. 12)
El sistema de numerus clausus seguido por los redactores del Código
en el catálogo de agravantes es aprobado, en general, por la doctrina
chilena, sin perjuicio que se objeta la enunciación fatigosa, casuística,
inconexa y repetitiva de veintiun circunstancias, enumeradas sin
ningún orden ni clasi cación.
Su clasi cación, para los efectos del art. 64, se ha cali cado de
“extremadamente di cultosa”, es discutida en muchos casos y hasta se
ha propuesto la creación de un grupo especial, denominado
circunstancias agravantes mixtas (Ortiz y Arévalo, 392; Künsemüller,
“Comentario”, 187; y Etcheberry DP II, 28, respectivamente).
Sin embargo, desde el punto de vista que aquí se ha adoptado para
entender el art. 64 como regla de imputación y no de
“comunicabilidad”, las di cultades no parecen tan relevantes:
cualquiera sea su naturaleza, las circunstancias agravantes deben ser
abarcadas por la subjetividad del agente, en el sentido que debe al
menos conocer su presencia o empleo en el hecho que agravan. Pero si
la circunstancia exige una subjetividad adicional (la “disposición
moral del delincuente, sus relaciones particulares con el ofendido o en
otra causa personal”), como el actuar a traición o sobre seguro de la
alevosía (art. 11 N.º 1), entonces concurrirá sólo en los responsables
que así actúen.
No obstante, en la práctica, por regla general y pese a su marcado
carácter como manifestación del derecho penal de autor, solo la
reincidencia (art. 12, 14.ª a 16.ª) juega un papel relevante, atendido lo
fácil de acreditar (extracto de liación, disponible en línea para los
tribunales) y el hecho de no encontrarse limitada por la regla de la
inherencia del art. 63. En el futuro, se espera que también juegue un
rol relevante la nueva agravante de odio del art. 12, 21.ª, que tampoco
está limitada por el alcance del art. 63. Sin embargo, esta agravante y
las restantes no referidas a la reincidencia ofrecen un amplio campo de
juego para la negociación, pues basta que el scal no las incluya en su
acusación por cualquier causa para que el tribunal no pueda
considerarlas en su sentencia y ni siquiera cuente con elementos para
su valoración.
En la parte especial, además, es notoria la insatisfacción del
legislador con el sistema actual de agravantes, como se aprecia en la
incorporación, como agravante especí ca, de la actuación en grupo
(aunque no siempre con la misma fortuna ni empleando igual fraseo
legal) en los arts. 260 ter, para los delitos funcionarios; 368 bis, para
los delitos sexuales; 449 bis, para los delitos de hurto y robo; y 19 Ley
20.000, en casos de delitos de trá co ilícito de estupefacientes y
sustancias psicotrópicas.

I. Circunstancias agravantes personales


a) Alevosía (art. 12, 1.ª)
Según la ley, existe “cuando se obra a traición o sobre seguro”. Ello
excluye, en primer lugar, la posibilidad de su concurrencia en casos de
omisión (Ramírez G., “Circunstancias”, 5, nota al pie N.º 16). Según
el Diccionario, actuar a traición importa hacerlo “quebrantando la
delidad o lealtad que se debe guardar o tener”; y sobre seguro, “sin
aventurarse a ningún riesgo”. En términos jurisprudenciales, se ha
sostenido también que la traición “importa el ocultamiento de la
intención verdadera del agente, presentar ante la víctima una situación
con características distintas a las que realmente posee. Importa
simulación, doblez en el agente, una actuación mañosa de su parte.
Actuar sobre seguro es hacerlo creando o aprovechando
oportunidades materiales que eviten todo riesgo a la persona del autor,
sea que ese riesgo provenga de la posible reacción del sujeto pasivo o
de terceros que lo protegen” (SCS 28.01.2003, Rol 271-3. En el
mismo sentido, v. RLJ 90).
Además, según la jurisprudencia y doctrina dominantes, el actuar
alevoso supone aprovecharse o crear la indefensión de la víctima, esto
es, un especial ánimo alevoso que sería elemento constitutivo de esta
circunstancia (Politoff/Bustos/Grisolía, 119; y Künsemüller,
“Comentario”, 189, respectivamente). Luego, esta disposición moral
le otorga el carácter personal a la agravante, más allá de la objetiva
indefensión de la víctima.
Actúa a traición el que oculta su intención, quebrantando mediante
engaño la con anza que la víctima le da (Etcheberry DP III, 59). Es
Clitemnestra matando a Agamenón en el baño después de ngir
regocijo por su llegada tras la caída de Troya: “Lo hice de modo —no
voy a negarlo— que no pudiera evitar la muerte ni defenderse. Lo
envolví en una red inextricable, como para peces: un suntuoso manto
pér do” (Esquilo, Tragedias, Madrid, 2000, 161). Sobre seguro, el
que se oculta materialmente, empleando medios, modos y formas de
comisión del hecho que aseguren su resultado sin riesgo para el
ofensor: el ataque por la espalda de Rodrigo a Casio, frustrado por su
cota (Shakespeare, W., Otelo, Acto V, Escena primera, donde se lee
cómo Yago prepara la emboscada diciéndole: “Aquí, ponte detrás de
ese saledizo: vendrá en seguida” [Obras Completas, Madrid, 1965,
1514]).
De allí que el ataque a un niño de muy corta edad, a un ciego o a
otra persona desvalida no sea siempre necesariamente alevoso si el
agente no creó, buscó ni aprovechó conscientemente su indefensión; y
se haya a rmado que incluso un disparo por la espalda no constituiría
la circunstancia si ello no había sido buscado o esperado, sino
producto de una actuación “de improviso” (SCA San Miguel
23.10.2014, RCP 42, N.º 1, 319). Sin embargo, en algunos casos
extremos se ha discutido que deba requerirse una prueba especial del
ánimo alevoso, como en un ataque por la espalda en una iglesia,
mientras se recibe la comunión; en “el hecho de sancionar
exageradamente a una criatura de dos meses de edad que por sólo
llorar es lanzada sobre el borde de la cama en que su madero aparecía
al descubierto, actuando sobre seguro ante la imposibilidad evidente
de la víctima de evitar el daño que se le causaba”; o desde el momento
en que la acción delictuosa tiene asegurado el resultado por recaer
sobre persona impedida escapar al ataque o defenderse de él (SCS
10.8.2004, Rol 2109-04; SCA Santiago 15.7.1987, GJ 85, 63; y SCA
Santiago 30.11.2009, RLJ 358).
Con todo, el agente tiene que, al menos, conocer los presupuestos
objetivos de la alevosía, esto es, el estado de indefensión de la víctima.
Los casos de error siguen las reglas generales del Código, cobrando
especial relevancia las que no permiten apreciar las circunstancias no
conocidas por el hechor, que agravan la responsabilidad, pero sí
aquellas que la atenúan (arts. 64 y 1, inc. 3 del Código Penal).
Hacemos presente, eso sí, que es altamente improbable concebir un
caso de error tratándose de la traición, mas no así en el obrar sobre
seguro.
En cuanto a su ámbito de aplicación, el Código limita expresamente
la aplicación de la agravante de alevosía a los delitos “contra las
personas”, limitación originaria del Código (Fuenzalida CP I, 96). Sin
embargo, a pesar de los esfuerzos interpretativos por comprender en
dicha expresión algo más que el estricto sentido que le da su empleo
como epígrafe del Tít. VIII, L. II CP, incluyendo todos los delitos
complejos o compuestos donde aparecieren personas como víctimas en
la “abrazadera del tipo” (Cury DP, 519); lo cierto es que el legislador
ha dado muestras de que es a esos delitos a que se re ere, pues cuando
ha querido ampliar su ámbito de aplicación lo ha hecho expresamente:
primero, en el art. 456 bis, para los delitos de robo y hurto; y
recientemente, para los atentados de carácter sexual, en el art. 368 bis,
según la reforma del año 2010. Este consciente reconocimiento del
legislador viene a zanjar, en favor de una interpretación restrictiva, la
discusión que aparece en la vacilante jurisprudencia anterior respecto
de delitos no considerados expresamente en las reglas de los arts. 456
bis y 368 (así, respecto del delito del art. 372 bis, la SCS 19.12.2000,
Rol 2394-00, admitió la agravante; mientras que, respecto del delito
de incendio con resultado de muerte, la SCA Santiago 19.5.2003, Rol
5394-3, la rechazó).
Finalmente, se debe tener presente que la circunstancia tampoco es
aplicable a todo delito contra las personas, por el principio de
inherencia del art. 63 (en el homicidio es parte del tipo penal de
homicidio cali cado; en el infanticidio es inherente); o por
imposibilidad lógica: no hay alevosía en el que auxilia al suicida ni en
el que se enfrenta a duelo con otro.
b) Precio, recompensa o promesa (art. 12, 2.ª)
Las diferencias textuales con el fraseo de la circunstancia segunda
del art. 391 N.º 1, han generado dos problemas relevantes de
interpretación en esta circunstancia: primero, la naturaleza del precio,
recompensa o promesa que se trate; y, en segundo lugar, el sentido de
la preposición “mediante”.
En cuanto a la naturaleza de la prestación, a diferencia de la
cali cante del homicidio, la agravante genérica no exige que sea de
índole “remuneratoria” o pecuniaria. Y, aunque la expresión “precio”
en el Diccionario así lo requiere (“valor pecuniario en que se estima
algo”), y lo mismo podría sostenerse de la “recompensa” (“acción y
efecto de recompensar”, esto es, “retribuir o remunerar un servicio”);
tal carácter no es necesario en caso de una “promesa” que, como
“expresión de la voluntad de dar a alguien o hacer por él algo”, puede
tener un contenido diferente, incluso de carácter sentimental o sexual,
un motivo bien conocido para el actuar humano. Esta es la opinión de
nuestra doctrina dominante (Garrido DP I, 226; y, ahora, Agliati,
617). No obstante, es claro que el mayor peligro para la sociedad,
desde el punto de vista político criminal, es el peligro de la
profesionalización del delito, lo que generalmente está asociado a
recompensas pecuniarias.
Respecto al sentido de la preposición “mediante”, la discusión gira
en torno a si ella transforma la circunstancia en personal (art. 64) o
no. Para la doctrina dominante, se trataría de una disposición moral
del delincuente que “comete” el delito “motivado por” el precio y, por
tanto, no comunicable al que lo ofrece, que sería solo un “inductor”
(Mera, “Comentario”, 313). Sin embargo, el Diccionario no ofrece
dudas acerca de que la preposición incluye también al mandante, es
decir, al que comete el delito, como inductor, “por medio” del precio,
recompensa o promesa. Este es también el parecer de la jurisprudencia
(RLJ 92). Hay también algunos pocos casos en que la jurisprudencia
ha desestimado la agravante, entendiéndola, respecto del autor
material, incompatible con otros móviles (Künsemüller,
“Comentario”, 192). Sin embargo, no compartimos esa opinión, pues
no parece responder a la realidad de las múltiples motivaciones
concurrentes en el actuar humano (Garrido DP I, 207).
En todo caso, para estimar esta agravante se requiere el acuerdo
previo en la recepción del precio, recompensa o promesa. La dádiva
posterior es irrelevante, como también el hecho que nunca se
materialice el pago (Cury DP, 520. O. o., antigua, en Fuenzalida CP I,
97, que admitía el pago posterior).
Con todo, el supuesto más importante de actuación por precio, el
sicariato o asesinato por dinero, se encuentra especialmente regulado
en el art. 391 N.º 1 y, por tanto, no corresponde apreciar, además, esta
agravación (art. 63)
c) Ensañamiento (art. 12, 4.ª)
Esta agravante también constituye una cali cante del homicidio. Sin
embargo, ambas no están concebidas en idénticos términos. Así
mientras el ensañamiento del art. 12, 4.ª, consiste en “aumentar
deliberadamente el mal del delito causando otros males innecesarios
para su ejecución”; en el art. 391 N.º 1, circunstancia cuarta, está
expresado como actuar “aumentando deliberada e inhumanamente el
dolor al ofendido”. De allí que pueda a rmarse que la agravante
genérica es, también, el género respecto del aumento de males en el
delito; mientras que la cali cante sería una especie, determinada por la
naturaleza del mal que se aumenta: el dolor del ofendido. Para ilustrar
mejor las diferencias, se señala que la cali cante no tendría cabida en
el delito de homicidio, respecto de las profanaciones, mutilaciones y
otros actos similares sobre el cadáver, cuyo propósito sea satisfacer
deseos pervertidos del hechor o de otra índole; aunque en tales casos sí
se podría con gurar la agravante genérica, al aumentarse el mal del
delito; esto es, incurrir en el “lujo de males” a que se refería Pacheco
(Politoff/Bustos/Grisolía, 127). Con todo, pese a lo ilustrativo del
ejemplo, se debe considerar que, para nuestra jurisprudencia, esta
circunstancia no opera respecto de males posteriores a la ejecución del
delito, como los actos sobre el cadáver para su ocultamiento, sino
únicamente respecto de los que le acompañan o anteceden (SCS
17.10.2012, RChDCP 2. N.º 1, 126, con nota aprobatoria de M.
Araya).
Se trata, en de nitiva, no solo de un aumento objetivo del mal que
constituye el delito, innecesario para su comisión; sino de que,
además, ese lujo de males sea intencional, esto es, debe tratarse de una
situación buscada de propósito por el agente, “deliberadamente”
(Fuenzalida CP I, 99). Ello importaría, en los delitos que concurre, la
exigencia de dolo directo y la exclusión del dolo eventual
(Politoff/Bustos/Grisolía, 127). Según Etcheberry, el término
“deliberadamente” importa un actuar re exivo, tranquilo
excluyéndose los males que provienen del ímpetu criminal o de una
errónea creencia de su necesidad para cometer el delito (Etcheberry
DP II, 44).
Por tanto, comprende más allá de su aspecto objetivo una
disposición moral del delincuente, que cali ca la circunstancia de
personal, para los efectos del art. 64. Y, por eso mismo, parece una
circunstancia inherente no sólo al homicidio cali cado, sino también a
los delitos de tortura (arts. 150-A a F), según lo dispuesto en el art.
63. Es interesante anotar, además, que, según la doctrina más
autorizada, esta agravante comparte también su fundamento con la
9.ª, esto es, añadir ignominia al hecho, diferenciándose en que en el
ensañamiento se añade un mayor daño material, en cambio, en la
ignominia, un mayor daño moral (Novoa PG II, 61).
No es casual que la mayor parte de la jurisprudencia que se ha hecho
cargo de esta agravante, lo haga al tenor de delito de homicidio
cali cado, pues para la práctica del ensañamiento parece ser inherente,
además, el actuar sobre seguro sobre la víctima. Así, p. ej., se ha
señalado que existe ensañamiento por el hecho de arrastrar a una
persona atado de sus pies a un vehículo por un camino pedregoso,
varios metros, después de golpearlo; apuñalar reiteradamente a una
víctima herida; y matarla con un tiro, pero sacándole primero un ojo,
un brazo y una pierna (RLJ 93 y 361). Pero, como se señala en SCS
17.1.2001, Rol 2146-00, el solo número de puñaladas inferidos a la
víctima es insu ciente para a rmar la presencia de ensañamiento si es
que no se logra demostrar que ha obedecido a un acto deliberado de
causar otros males (así también, Künsemüller, “Comentario”, 194).
En todos estos casos no parece existir posibilidad de defensa de la
víctima y, por ello, estimamos que, si bien podría concebirse un hecho
alevoso sin ensañamiento, lo contrario no parece posible.
Si el autor o el partícipe actúan en la inadvertencia o
desconocimiento de que se está provocando ese padecimiento, estarían
en un supuesto de error, al que se le debe aplicar las reglas del art. 1,
inc. 3.º y 64.
d) Premeditación (art. 12, 5.ª, primera parte)
Descrita en idénticos términos que la circunstancia quinta del art.
391 N.º 1, presenta esta agravante idénticos problemas: ¿qué signi ca
exactamente “premeditación” y cuál ha de ser el sentido de la
exigencia de ser “conocida”? Además, comparte con la agravante de
la alevosía el mismo inconveniente de la determinación de su alcance,
limitado según el texto legal a los delitos contra las personas.
Según el Diccionario, “premeditación” es la “acción de premeditar”,
lo que importa, según el sentido natural de la palabra, “pensar
re exivamente algo antes de ejecutarlo”; y según el signi cado jurídico
que la Academia le asigna, “proponerse de caso pensado perpetrar un
delito, tomando al efecto previas disposiciones”. En ambos sentidos,
parece más bien un indicador de la existencia del dolo directo en el
actuar y, por ello, se señala que “esta circunstancia está en vías de ser
suprimida y ha dado origen a serias reservas” (Garrido DP III, 63). De
hecho, se encuentra ya desaparecida de las tradiciones jurídicas en que
se han inspirado nuestros autores: suprimida tempranamente del
Código alemán en 1941, no subsiste tampoco en España a partir del
Código de 1995. De entre las muchas críticas que recibiera este
concepto en la madre patria, destaca la de considerarse “super ua”,
pues cuando ella supone un mayor reproche, ya se encuentra implícita
en la alevosía, el veneno o el precio o promesa (Pacheco CP, 971).
Ello explica que, para poder diferenciar la circunstancia del dolo
directo, sea dominante entre nosotros su entendimiento como una
combinación entre un criterio cronológico, esto es la persistencia en el
ánimo del autor de la decisión de cometer el delito; y uno psicológico,
basado en el ánimo frío del autor (Etcheberry DP III, 59). Esto se
traduce en la necesidad de que la acusación deba acreditar al menos
cuatro requisitos para tener por con gurada la causal: i) la resolución
previa de cometer el delito; ii) la existencia de un intervalo de tiempo
más o menos prolongado entre tal resolución y la ejecución del hecho;
iii) la persistencia durante dicho intervalo de la voluntad de delinquir;
y iv) la frialdad y la tranquilidad del ánimo al momento de ejecutar el
hecho.
En cuanto al adjetivo “conocida”, literalmente, “distinguido,
acreditado, ilustre”, lo más apropiado parece estimarla en la segunda
idea que el Diccionario expresa, esto es, que impone su prueba
mediante la constatación de hechos externos diferentes al mero
reconocimiento del autor y a la constatación del hecho que se trate
(RLJ 362). En los procedimientos acusatorios actuales, esta exigencia
es todavía más indistinguible de la necesaria prueba del dolo, de
conformidad con el art. 340 del Código Procesal Penal, que ha de
basarse también en pruebas diferenciadas del hecho y su
reconocimiento.
Por nuestra parte, coincidimos en que, si se quiere diferenciar esta
circunstancia del dolo directo, no sería posible concebir un actuar
premeditado que no sea alevoso, a menos que se acepte el absurdo de
plani car un crimen para ser descubierto y repelido.
Conceptualmente, la decisión de cometer un delito solo acredita el
dolo y no parece tener relevancia el tiempo que tal decisión se
mantenga ni el ánimo con que se acompañe, si ello no lleva a asegurar
el resultado del hecho, esto es, a una actuación sobre segura o alevosa.
En cuanto a su limitado ámbito de aplicación, esta agravante opera
únicamente en “los delitos contra las personas”, por lo que, al igual
que con la alevosía, cuando el legislador ha estimado conveniente
ampliar su ámbito de aplicación, lo ha hecho de manera expresa,
como en el caso de los delitos de robo con violencia (art. 456 bis).
También, al igual que con la alevosía, esta circunstancia se
contempla como modalidad del homicidio cali cado, donde no opera
como agravante genérica, por mor del art. 63. La disposición moral
que presupone la transforma en una circunstancia de carácter
personal, según el art. 64. Lo anterior tiene como importante
consecuencia permitir la defensa del homicidio a ruego como hecho
excluyente del homicidio cali cado. Ello por cuanto, aunque punible
entre nosotros como homicidio simple, no puede comprenderse como
asesinato, al excluir el ruego de la víctima el aprovechamiento de su
situación de indefensión eventual por parte de su ejecutor, exclusión
que al mismo tiempo hace improcedente la cali cación por
premeditación, por más re exión y ánimo frío que preceda al hecho.
e) Abuso de confianza y prevalimiento del carácter público
(art. 12, 7.ª y 8.ª)
El hecho de “cometer el delito con abuso de con anza” (la que
podría existir entre personas que viven juntas, compañeros de trabajo,
visitas que se reciben, etc.), es también muchas veces parte de la
descripción típica de varios delitos y, por lo mismo, su aplicación
práctica resulta reducida por la disposición del art. 63 CP. Así, sucede
en los fraudes (particularmente, en la apropiación indebida del art.
470 N° 1, pero no en la estafa, según la SCA Santiago 17.8.2007, DJP
39, 139), y en el hurto doméstico o famulato (art. 447 CP).
Lo mismo sucede con la circunstancia de “prevalerse del carácter
público”, inherente a todos los delitos funcionarios (§4 Tít. III; y Tít.
IV CP), por lo que su ámbito de aplicación se reduce al de la comisión
de un delito común para lo cual se usa del poder, prestigio,
oportunidades o medios que se ponen a disposición del empleado o
autoridad pública, cuyo concepto es hoy más o menos coincidente con
el de la redacción actual del art. 260, salvo por la inequívoca inclusión
en el “carácter público”, para efectos de la agravante, de autoridades
diferenciadas de la Administración del Estado, como jueces y
legisladores.
f) Añadir la ignominia (art. 12, 9.ª)
Esta circunstancia se re ere al empleo de “medios” o al “hacer que
concurran circunstancias” que “añadan la ignominia a los efectos
propios del hecho”, esto es, una afrenta que injurie, avergüence o
humille a la víctima más allá de lo requerido para la ejecución del
delito. Su idéntico fundamento con la circunstancia del ensañamiento
y la exigencia de que la voluntad del delincuente esté encaminada a la
producción de la afrenta, “adicionada por la perversidad” del
responsable, determinan su carácter personal para los efectos del art.
64 (Novoa DP II, 61).
Pero el Diccionario añade que esta afrenta ha de ser “pública”,
referencia que debe entenderse en el sentido de que la humillación sea
presenciada por terceros y no solo respecto del lugar donde se ejecute
el hecho (calle o plaza públicas), como sucede en el caso conocido por
nuestra jurisprudencia y puesto como ejemplo de antiguo por
Fuenzalida, del marido, pariente o conviviente que es obligado a
presenciar la violación de su mujer: la humillación se produce por la
presencia en el lugar del marido ante el cual se comete el hecho
(Fuenzalida CP I, 105; SCA Concepción 4.8.1922, GT 1922, 2.º Sem,
1226). En este caso, la agravante concurre incluso si la ofendida
ignora que el acto está siendo visto por su cónyuge (Künsemüller,
“Comentario, 203).
g) Aprovechamiento de la nocturnidad o despoblado (art. 12,
12.ª)
Aquí se contempla como agravación ejecutar el delito “de noche o en
despoblado”. Sin embargo, y con sano criterio, la ley agrega que “el
tribunal tomará o no en consideración esta circunstancia, según la
naturaleza y accidentes del delito”, facultad que permite mitigar las
dudas acerca de qué ha de entenderse por “noche”, cuando el sol ya se
ha puesto o “en despoblado”, esto es, en lugares aislados, solitarios y
distantes de puntos habitados, pues lo principal aquí es que el autor se
haya valido efectivamente de la nocturnidad y lo solitario de un lugar
para cometer un delito, cuya comisión pueda bene ciarse de dichas
circunstancias, pues es evidente que en muchos delitos ellas no jugarán
ningún papel (Künsemüller, “Comentario”, 206). De allí el marcado
carácter subjetivo que la jurisprudencia atribuye a esta circunstancia
(RLJ 98).
h) Reincidencia (art. 12, 14.ª a 16.ª)
Siguiendo el modelo español, nuestro Código considera la
reincidencia una agravante especí ca para todos los condenados por
un crimen o simple delito cometido con posterioridad a una condena
anterior. La actual regulación no exige el cumplimiento de la condena
anterior para que la agravante opere, por lo que su fundamento debe
remitirse a la prognosis de peligrosidad que supone la nueva condena.
De hecho, la regla del art. 38 Ley 18.216 hace pervivir los
antecedentes legales para apreciar la reincidencia tanto en caso de
cumplimiento satisfactorio como insatisfactorio de una pena
sustitutiva. Sólo en caso de eliminación de antecedentes por el sistema
del DL 409 será posible no aplicar la reincidencia, por falta de prueba
de su existencia en el proceso.
La doctrina critica fundadamente la mantención de esta
circunstancia, contraria al principio de personalidad de las penas, la
responsabilidad por el hecho y no por la forma de vida; y, por lo
mismo, expresión de las ideas del positivismo criminológico de
principios del siglo XX, que ve en el reincidente un elemento peligroso
a controlar (Guzmán D., “Reincidencia”, 732; Dufraix, “Crítica”,
95). Sin embargo, ella subsiste en diferentes formas en todo el derecho
occidental: en España, la reincidencia subsiste como agravante en el
art. 22.8.ª CP 1995; en Alemania, es fundamento para la imposición
de la medida de seguridad de internamiento inde nido del §§  66
StGB; y en Estados Unidos, como agravante en los lineamientos de
sentencia y fundamento para la regla de los tres strikes y afuera, que
impone penas superiores a los veinte años al tercer delito, adoptada en
la mayor parte de los Estados y en el sistema federal.
En Chile, la objetividad de su prueba (bastan los certi cados de
antecedentes y de condena anterior), acentuada por sus efectos en la
determinación de la pena en regímenes especiales, como el del art.
449, así como en la posibilidad de acceder o no a determinadas penas
sustitutivas, hacen de esta circunstancia de vital importancia. Además,
de su concurrencia o no puede desprenderse una prognosis de pena
privativa de libertad efectiva, fundamental para la decisión de la
imposición de una medida cautelar de prisión preventiva (art. 140 c)
CPP). Ello explica porqué en nuestras cárceles la regla general es que
los internos sean reincidentes múltiples que han agotado todas las
posibilidades de salidas alternativas y penas sustitutivas, lo que hace
aparecer la ejecución de las penas privativas de libertad en Chile
principalmente como medida de seguridad para imputables, aplicable
a los reincidentes múltiples y a los responsables de muy graves
crímenes.
La ley distingue entre reincidencia impropia, genérica y especí ca.
Reincidencia impropia es la situación de quien comete un delito
“mientras cumple una condena o después de haberla quebrantado y
dentro del plazo en que puede ser castigado por el quebrantamiento”
(art. 12, 14.ª), aunque se trate de condenados en libertad condicional
o que se encuentren cumpliendo una pena sustitutiva de la Ley
18.216. Se discute, no obstante, la aplicabilidad práctica de esta
circunstancia, que aparece en el art. 90 como fundamento para
imponer las sanciones por el quebrantamiento de condena, pero existe
un sector importante que no considera tales sanciones penas, sino solo
“medidas administrativas” que no serían óbice para imponer la
agravante aquí referida (Künsemüller, “Comentario”, 209).
La reincidencia propia genérica consiste en, efectivamente, “haber
sido condenado el culpable anteriormente por delitos a que la ley
señale igual o mayor pena” (art. 12, 15.ª). El art. 92 aclara que esta
circunstancia solo es aplicable si el culpable ha sido condenado ya por
“dos o más delitos a que la ley señala igual o mayor pena”. Así, no
procederá la agravante si solo se ha condenado por un delito a una
pena muy severa, o por dos a penas inferiores, o por uno y otro. En
todo caso, la comparación ha de hacerse con las penas asignadas por
la ley (en abstracto), sin consideración a las penas efectivamente
impuestas. Si antes se ha impuesto una pena mayor por la
acumulación de infracciones, ha de estarse a la señalada por la ley al
delito y no a la efectivamente impuesta para la aplicación o no de la
agravante (RLJ 100). La agravante aplica aún en caso de personas
indultadas, pero no si se trata de personas que han cumplido
satisfactoriamente sus penas sustitutivas (art. 38 Ley 18.216).
Finalmente, tratándose de reincidencia propia especí ca, la ley solo
exige la existencia de una condena ejecutoriada previa por un delito
“de la misma especie” (art. 12, 16.ª). Sin embargo, la determinación
de qué ha de entenderse por delitos de la misma especie es sumamente
discutida: ¿son el homicidio simple y el robo con homicidio delitos de
la misma especie?, ¿el secuestro agravado por lesiones lo es con éstas?,
¿la violación con homicidio es de la misma especie que el
favorecimiento de la prostitución?, etc. Lo único cierto aquí es que al
menos será de la misma especie “la caída en el mismo delito”
(Etcheberry DPJ II, 240). La jurisprudencia ofrece diferentes criterios:
la naturaleza análoga de los delitos, como las lesiones y el homicidio;
los que afectan un mismo bien jurídico, siquiera parcialmente, como
las distintas modalidades de delitos contra la propiedad entre sí; y la
identidad en el medio de ataque, que lleva a la conclusión contraria
(RLJ 101).
i) Límites de la reincidencia
El primer límite que encuentra esta agravante es su prescripción,
dispuesta art. 104 CP como regla especial que impone no tomarla en
cuenta tratándose de crímenes, después de diez años, a contar desde la
fecha en que tuvo lugar el hecho, ni después de cinco, en los casos de
simples delitos. Tampoco se aplica a los reincidentes por faltas, salvo
casos excepcionales como el hurto falta (art. 494 bis). Tratándose de
condenas en el extranjero, la regla general es que ellas no pueden
tomarse en cuenta, salvo que los tratados internacionales o la ley lo
permitan (arts. 310 CP y 21 Ley 20.000, respectivamente).
En segundo lugar, tampoco debiera aplicarse la agravante a quienes
han obtenido el bene cio de la eliminación de antecedentes del DL
409 o han cumplido satisfactoriamente la pena sustitutiva (art. 38 Ley
18.216). La jurisprudencia dominante en la actualidad se ha
decantado, también, por excluir la aplicación de esta agravante
respecto de los delitos cometidos por los adolescentes (RLJ 104);
reservándose el reconocimiento de los antecedentes registrados en el
prontuario para los efectos que manda el art. 59 Ley 20.084 (ingresos
a las Fuerzas Armadas, policías y Gendarmería de Chile) y otros
efectos, como la negativa a la sustitución de penas, según la Ley
18.216.
j) Desprecio a la autoridad y el lugar de culto (art. 12, 13.ª y
17.ª)
La circunstancia 13.ª agrava al delito ejecutado “en desprecio o con
ofensa de la autoridad pública o en el lugar en que se halle ejerciendo
sus funciones”; y la 17.ª la responsabilidad de quien comete un delito
“en lugar destinado al ejercicio de un culto permitido en la
República”.
En ambos casos, el fundamento de esta circunstancia radica en un
intento por denostar u ofender a la autoridad y al culto, más allá del
delito concreto que se comete. Luego, podría ser admisible solo si el
lugar se escoge con la intención de ofender a esa autoridad o culto
determinados, siempre que ello no constituya uno de los especiales
delitos de los arts. 261 a 269 y 138 a 140, respectivamente. Pero como
la investidura de la autoridad y el lugar donde se comete el delito son
hechos objetivos, la circunstancia es mixta, aunque personal para los
efectos de su comunicabilidad.
k) Desprecio al ofendido y discriminación (art. 12, 18.ª y 21.ª)
La circunstancia 18.ª del art. 12 se re ere al que ejecuta un delito
“con ofensa o desprecio del respeto que por la dignidad, autoridad,
edad o sexo mereciere el ofendido, o en su morada, cuando él no haya
provocado el suceso”. Sin embargo, es difícil conciliar esta agravación
con la garantía constitucional de igualdad ante la ley y la protección
del honor que, constitucionalmente, se dispensa a todas las personas;
puesto que toda víctima de un delito se sentirá, por igual, ofendida
con su comisión. Si se trata de alguna ofensa adicional al delito, su
distinción se hace difícil frente a las agravantes de ensañamiento o
ignominia (art. 12, 4.ª y 9.ª).
Por ello, es más apropiado, en el caso de quien comete un delito
animado del propósito de dejar en claro la inferioridad que atribuye a
la víctima, llegando incluso a rebajarla a la categoría de objeto,
recurrir a la nueva agravante de discriminación del Art. 12 N.º 21.
Esta circunstancia, incorporada en 2015 como reacción al homicidio
brutal de un homosexual por su calidad de tal (Ley Zamudio), bien
puede cali carse como manifestación de los llamados crímenes de odio
(Salinero, 263). La circunstancia agrava la pena de cualquier delito
que se comete o en que se participa “motivado por la ideología,
opinión política, religión o creencias de la víctima; la nación, raza,
etnia o grupo social a que pertenezca; su sexo, orientación sexual,
identidad de género, edad, liación, apariencia personal o la
enfermedad discapacidad que padezca”. Su carácter personal —
expresado en la literalidad del texto positivo— hace muy discutible la
exigencia de una prueba independiente del odio que se expresa, como
en el sistema norteamericano, o aceptar otras propuestas de
delimitación objetiva, que no atiendan a la motivación del agente
(Corn, “Discriminación”, 151, y Hernández B., “Discriminación”,
159, respectivamente).
Se trata, más bien, de una agravación por la motivación de la
conducta, diferente del hecho o delito base, que aparece como “un
medio para refrendar el repudio” a la víctima por alguna de las
condiciones personales que la ley señala (SCA San Miguel 23.7.2018,
Rol 1695-18). Por ello, su aplicación no se encuentra limitada por el
principio de inherencia del art. 63, puesto que cualquier delito,
particularmente contra las personas y su propiedad, puede ser
cometido con la intención de “dar a otra persona un trato de
inferioridad basado en alguna generalización” (Fornasari y Guzmán,
138). Solo no sería posible aplicar esta agravante en delitos de odio
especialmente consagrados, como el femicidio íntimo (art. 390 bis) y
el que se comete por razón de género (art. 390 ter), donde el sexo la
de la víctima está considerado en la descripción legal y se entiende que
la violencia de género es el fundamento común para sus graves penas.

J. Circunstancias agravantes materiales


a) Empleo de medios que causan estragos (art. 12, 3.ª)
El empleo de medios que puedan ocasionar grandes estragos o daños
a otras personas en la ejecución de un delito (inundación, incendio,
veneno u otro arti cio que pueda ocasionar grandes estragos o dañar
a otras personas) es, a pesar de su carácter material para los efectos
del art. 64, una de las circunstancias agravantes del art. 12 de menos
aplicación práctica, atendido lo dispuesto en el art. 63, lo que se
demuestra por la completa falta de jurisprudencia relevante a su
respecto.
En efecto, entre los medios que menciona el texto legal, constituyen
por sí mismos delitos especialmente sancionados el incendio, la
inundación, los estragos y los daños, según los arts. 474 a 489 del
Código. Si los medios que se emplean son armas de fuego o explosivos
bajo control de la Ley N.º 17.798, entonces el régimen punitivo es el
de su art. 17-B, quedando excluida la agravante genérica. Si el delito
se comete sin emplear tales medios, pero con ocasión de la ocurrencia
de un estrago, no es aplicable esta circunstancia, sino la 10.ª del art.
12.
Respecto del veneno es también una circunstancia recogida en la
descripción del delito de homicidio cali cado del art. 391 N.º 1 y en
las lesiones del art. 398, aunque en estos casos parecen diferenciarse
de la agravante expuesta, que parece alcanzar también un
envenenamiento o la dispersión de sustancias nocivas, de carácter
masivo. Sin embargo, aquí operan los delitos de envenenamiento y
contaminación de aguas del art. 315 del Código y 136 de la Ley
General de Pesca. Tratándose del aire, sería también posible la
concurrencia del delito de contaminación del art. 291 del Código.
b) Astucia, fraude o disfraz (art. 12, 5.ª, segunda parte)
Esta agravación parece también encontrar sentido con relación a la
mayor indefensión de la víctima; a lo que se añadiría, en el caso del
disfraz, las di cultades en el reconocimiento posterior del delincuente
y la consecuente actuación de la justicia. En cuanto supone astucia o
fraude, es indistinguible de los delitos de estafa basados precisamente
en ese hecho y así se entiende su expresa limitación a los delitos contra
las personas, como un adelantamiento del legislador a la segura
aplicación de la regla de la inherencia del art. 63.
En cuanto a su ámbito de aplicación, la introducción del art. 368
bis, que solo hace aplicable la agravante de la alevosía a los delitos de
carácter sexual, parece haber dejado sin lugar la posibilidad de
extender a éstos también la del empleo de astucia, fraude o disfraz,
discutida en la SCS 14.04.2005, Rol 960-5, donde, no obstante, el
Máximo Tribunal descartó su aplicación en un delito de abuso sexual.
Finalmente, es necesario señalar que, como en el ensañamiento, el
empleo de la astucia, fraude o disfraz en los delitos contra las personas
no parece ser sino un indicador del actuar alevoso, esto es, a traición,
al facilitar de ese modo la comisión del delito, por lo que, de
emplearse para ese efecto, no podría concurrir con esa agravante
(Novoa DP II, 58). Aquí la circunstancia tendría un carácter personal
(el aspecto alevoso), pero sería redundante.
Luego, en su aspecto material, según el art. 64, solo en casos del
empleo del disfraz únicamente para evitar la persecución penal
posterior (como en ciertos robos violentos), podría aceptarse su
concurrencia, aunque la ley solo lo permite tratándose de delitos
contra las personas.
c) Superioridad (art. 12, 6.ª, 11.ª y 20.ª)
Estas tres agravantes suponen la existencia de condiciones objetivas
de ejecución o de los medios empleados en ella que la favorezcan y la
imposibilidad de resistencia de la víctima, por la superioridad fáctica
que otorgan al agente. Como esta es la característica esencial de la
alevosía, en su aspecto de actuación sobre seguro, para distinguirla de
ésta, más allá de su delimitación por la clase de delitos en que se
aplicarían, se tiende a considerarlas como circunstancias materiales
especí cas, para evitar privarles completamente de un ámbito de
aplicación.
Así, respecto de la 6.ª, “abusar el delincuente de la superioridad de
su sexo o de sus fuerzas, en términos que el ofendido no pudiera
defenderse con probabilidades de repeler la ofensa”, donde la opinión
dominante es que carece de justi cación por ser redundante con las de
alevosía y ensañamiento, además de inherente a los delitos comunes de
violación y robo (Künsemüller, “Comentario”, 199); la jurisprudencia
ha entendido que solo puede referirse a “la circunstancia de que un
delincuente, teniendo ya controlada la situación o habiendo dominado
a su víctima, sigue ejerciendo sobre ella una violencia física o
manteniendo un grado de agresión adicional” (SCS 13.8.1997, GJ
206, 102). Para diferenciarla objetivamente de la circunstancia 11.ª,
donde se establece la superioridad con el auxilio de otros, la
superioridad en esta 6.ª debe ser la del delincuente aislado.
En cuanto a la 11.ª, ejecutar el delito con auxilio de “gente armada”
o “de personas que aseguren o proporcionen la impunidad” (11.ª), la
constatación de sus presupuestos parece ser signo inequívoco de la
alevosía, en cuanto actuar sobre seguro por la cooperación que varios
prestan a la ejecución del hecho; y de premeditación, en cuanto
plani cación previa para asegurar la impunidad (SCS 3.5.1956, RDJ
53, 38); por lo que se ha cali cado de “super ua” (Künsemüller,
“Comentario”, 204). De allí que, al igual que en el caso anterior, la
única forma de que tenga un ámbito de aplicación es su objetivación,
más allá de la constatación de que sí sería aplicable fuera del ámbito
de los delitos contra las personas, contra la propiedad y sexuales (arts.
12 N.º 1, 368 bis N.º 1 y 456 bis, inc. 2). Sin embargo, aún desde su
pura consideración objetiva, como cooperación al hecho de varias
personas, armadas o que aseguren la impunidad, presenta problemas
serios de aplicación. En efecto, aunque la ejecución conjunta de un
delito supone un mayor peligro objetivo de realización, nuestra ley no
ha considerado este peligro su ciente para sancionar toda clase de
proposición y conspiración para delinquir, tratando la intervención
conjunta como simples formas de intervención o responsabilidad por
el hecho colectivo (art. 14 a 17), de modo que el auxilio de personas
que aseguren la impunidad, armadas o no, no parece ser sino otra
forma de referirse a la intervención de esas diferentes personas en el
delito, en calidad de autores, cómplices o encubridores, lo que explica
la discusión doctrinaria sobre qué cali cación ha de darse a los
intervinientes en estos casos (Mera, “Comentario”, 337). Por otra
parte, cuando el auxilio de personas se origina en el acuerdo previo de
cometer delitos indeterminados, la mayor peligrosidad del hecho
colectivo debiera resolverse mediante la aplicación del delito de
asociación ilícita y la punición por separado del hecho concreto que se
trate (art. 294 bis). Además, el legislador, advirtiendo las di cultades
de aplicación tanto de esta agravante como del delito de asociación
ilícita, ha objetivado aún más su formulación, como agravante
especí ca en los arts. 368 bis N.º 2, 449 bis y 19 a) Ley 20.000. Y, en
el caso que se presenten con armas de fuego, ese solo hecho puede
constituir algunos de los delitos penados especialmente en la Ley de
Control de Armas (formación de bandas armadas y su porte o
tenencia no autorizados), con una regla concursal especial que impone
su sanción por separado y altera el marco penal del delito en que tales
armas se emplean (art. 17 B Ley 17.798).
Tratándose de la circunstancia 20.ª, se produce respecto de la 11.ª
una relación similar que entre ésta y la 6.ª: en ambas concurre el porte
de armas, pero en una es de carácter individual (20.ª) y en la otra,
colectivo (11.ª). En ambos supuestos, se debe entender por armas
cualquier objeto cortante, punzante o contundente que se haya
tomado para matar, herir o golpear (art. 132), que no sea un arma de
fuego, cuya especial regulación supone la comisión de un delito
independiente, según las modi caciones introducidas por la Ley
20.813, de 2015. Con esta modi cación, que incluyó la supresión de
los incs. nales del art. 450, la agravante no hace más referencia al
peligro común que suponen las armas de fuego, por lo que, sin duda
alguna, ha de entenderse inherente, de conformidad con el art. 63, no
solo a aquellos delitos en cuya descripción se supone el uso de armas,
como la sublevación y el alzamiento de los art. 121 y 126, sino
también en todos aquellos cuya ejecución importe causar heridas,
como las lesiones y los homicidios, o ejercer violencia o intimidación,
como el secuestro, la violación, los abusos sexuales, y los robos
(Oliver, “Uso o porte de armas”, 152).
d) Calamidad (art. 12, 10.ª)
Aquí se contempla como agravante el cometer el hecho en ciertas
condiciones ambientales o situacionales que favorecen su comisión y
aumentan la indefensión de la víctima, objetivamente: “con ocasión de
incendio, naufragio, sedición, tumulto o conmoción popular u otra
calamidad o desgracia”.
Tratándose de terremotos y otras calamidades semejantes, su
aplicación práctica debiera ser desplazada por el art. 5 Ley 16.282,
que establece disposiciones permanentes para casos de sismos y
catástrofes, y considera como agravante la comisión de delitos contra
las personas o la propiedad dentro del área de catástrofe que haya
sido declarada en tales eventos. No obstante, en la práctica forense
posterior al terremoto de 27.2.2010, los tribunales de las zonas
afectadas pre rieron sistemáticamente aplicar la agravante genérica,
atribuyéndole un carácter especializante al ánimo de aprovechamiento
que entendieron concurría en la agravante genérica, aunque ello no se
desprende del texto legal (v. Silva, “Receptación”, 126).
Fuera de estos casos, los robos y hurtos cometidos con ocasión de
calamidad o alteración del orden público, así como los saqueos, se
agravan especialmente en los arts. 449 ter y quáter, no siendo de
aplicación esta agravante genérica.
e) Fractura (art. 12, 19.ª)
Considera esta circunstancia el escalamiento como agravante,
entendiendo por tal ejecutar el delito “por medio de fractura o
escalamiento de lugar cerrado”.
Se discute aquí si esta circunstancia comprende lo mismo que el
escalamiento del art. 440 N.º 1, encontrándose dividida la doctrina,
pues hay quienes piensan que mientras en esta agravante común se
podría considerar el hecho de fracturar una puerta al salir, en el art.
440 N.º 1, la fractura se limita a entrar al lugar.

K. Agravante especial de prevalimiento de menores de edad (art.


72)
Aquí se establece la aplicación de la pena aumentada en un grado
respecto de la que habría correspondido “sin esta circunstancia”. La
agravante también tiene aquí un efecto extraordinario: no concurre a
la compensación racional y solo se aplica después de determinada la
pena conforme a las reglas de los arts. 50 a 69.
La agravación es aplicable a todos quienes intervienen en el hecho
prevaliéndose de menores, sea que intervenga como coautor o
cómplice; aunque no opera en caso de que el menor sea inductor o
autor mediato, ni tampoco si es encubridor de un delito, pues en este
último supuesto no interviene en su “perpetración” (o. o. Polanco,
604, quien estima que la agravante tampoco se aplica si el menor es
considerado solo cómplice). En cambio, quienes se prevalen del menor
pueden ser tanto los autores inmediatos y mediatos, como los
coautores e inductores, pero no los cómplices.
L. Circunstancia mixta del parentesco (art. 13)
A las circunstancias genéricas de los arts. 11 y 12, se agrega la del
art. 13, denominada mixta del parentesco, que puede operar como
agravante o atenuante, según la naturaleza y accidentes del delito. Es
discutida la determinación de en cuáles casos esta circunstancia atenúa
y en cuáles agrava, pero, en términos generales y según la
jurisprudencia, puede a rmarse que, tratándose de delitos que afecten
la vida, integridad o salud de las personas, la circunstancia del
parentesco ha de considerarse como agravante; mientras que en
aquellos en que solo se afecten derechos patrimoniales o de otra clase
y que no pongan en peligro la salud o vida del pariente, la atenuación
sería procedente (Künsemüller, “Comentario”, 226)

M. Reglas que regulan el efecto de las circunstancias atenuantes y


agravantes, dependiendo de la naturaleza de la pena asignada
por la ley a cada delito (arts. 65 a 68 bis)
a) Cuando la ley señala una sola pena indivisible (art. 65)
Según el art. 65, cuando la ley señala una sola pena indivisible
(penas de muerte y perpetuas), “la aplicará el tribunal sin
consideración a las circunstancias agravantes que concurran en el
hecho”. Actualmente, en el derecho común, no existen casos en que
esta regla sea aplicable directamente a un tipo penal determinado,
salvo que, en un caso de concurso ideal del art. 75, resulte más
bene cioso la imposición de una única pena perpetua que la de ésta
sumada a otras, divisibles o indivisibles.
En cuanto a las atenuantes, solo tienen efecto si concurren sin
agravantes. En estos casos, si concurre una sola atenuante, muy
cali cada, puede rebajarse la pena en un grado (art. 68 bis). Pero, si
son dos o más las atenuantes concurrentes, entonces podrá aplicarse
“la pena inmediatamente inferior en uno o dos grados”.
Pero las rebajas señaladas son facultativas, según expresan la
doctrina y jurisprudencia absolutamente dominantes, por cuanto así se
desprende del sentido literal posible de la norma, que utiliza la palabra
“podrá” y quedó consagrado en la historia dedigna de su
establecimiento, pues consta que la Comisión Redactora quiso dejar
este asunto a la prudencia de los jueces (Actas, Se. 19, 35; y Se. 136,
247). De allí que se estima que no considerar las atenuantes
eventualmente presentes no da lugar a un recurso de nulidad, pues
apreciarlas o no y darles o no un efecto determinado en la medida de
la pena se entiende una facultad privativa de los jueces del fondo que
no puede constituir una errónea cali cación del derecho (SCA
Santiago 6.11.2015, RCP 43, N.º 1, 445, con nota de J. Winter. O. o.
Mañalich, “Discrecionalidad”, 156, quien ha sostenido que solo sería
facultativo el monto de la rebaja, pero no la rebaja en sí misma,
particularmente respecto de similar prescripción del art. 68,
apoyándose en la antigua SCS 22.04.1943, GT 1943-1, 169).
b) Cuando la ley señala una pena compuesta de dos indivisibles
(art. 66)
Según el art. 66, en este caso —que en el texto del Código se da
únicamente en el art. 372 bis CP—, si “no acompañan al hecho
circunstancias atenuantes ni agravantes”, puede el tribunal imponer
cualquiera de las penas señaladas por la ley.
Concurriendo una o más agravantes y ninguna atenuante, se debe
imponer la pena mayor (el grado máximo). Si concurre una atenuante
y ninguna agravante, se debe imponer la pena menor (el grado
mínimo). Pero, si esa atenuante es muy cali cada, además, se puede
imponer la pena inferior en un grado (art. 68 bis CP). Y si son dos o
más las atenuantes concurrentes —sin que concurra ninguna
agravante—, la pena puede rebajarse en uno o dos grados.
Al contrario de las reglas del art. 65, aquí encontramos dos
supuestos de obligatoria aplicación (y, por tanto, susceptibles de
fundar un recurso de nulidad, en caso de infracción a ellos), en caso de
concurrir una sola agravante y ninguna atenuante, y viceversa; pero
las rebajas siguen siendo facultativas.
c) Cuando la ley señala como pena solo un grado de una pena
divisible (art. 67)
Este supuesto se veri ca con mucho mayor frecuencia que el de las
dos reglas anteriores, tanto por existir muchos delitos a los que la ley
les asigna como pena un solo grado de una divisible (así, p. ej., arts.
113, 141, 296, 397 N.º 1 y 2, etc.) como por ser resultado indirecto
de la aplicación de las reglas de concurso ideal de delitos, reiteración y
legales de determinación de la pena.
Siguiendo los criterios de las reglas anteriores, el art. 67 dispone que,
si no concurren circunstancias atenuantes ni agravantes en el hecho, el
tribunal puede recorrer toda su extensión al aplicarla. Si concurren
unas y otras, primero se debe hacer su compensación racional, y con el
resultado de ella proceder a aplicar las reglas siguientes: i) si concurre
solo una circunstancia atenuante o solo una agravante, se aplica la
pena en su mínimum o en su máximum, respectivamente, a menos que
la única atenuante concurrente se considere muy cali cada, caso en el
cual el tribunal puede imponer la pena inferior en un grado (art. 68
bis); ii) siendo dos o más las circunstancias atenuantes y no habiendo
ninguna agravante, la regla es la misma que en el caso anterior: podrá
el tribunal imponer la inferior en uno o dos grados, según sea el
número y entidad de dichas circunstancias; y iii) tratándose de
concurrir dos o más agravantes y ninguna atenuante, la ley concede al
tribunal una facultad de que no goza tratándose de penas indivisibles:
puede aplicar la pena superior en un grado, esto es, la inmediatamente
superior en la Escala Gradual respectiva.
d) En los demás casos (art. 68)
Estos son, sin duda, los supuestos más frecuentes del Código —y de
allí la importancia de su correcta aplicación—, donde la pena señalada
por la ley consta de dos o más grados, bien sea que los formen una o
dos penas indivisibles y uno o más grados de otra divisible, o diversos
grados de penas divisibles.
La mecánica es similar a la de los casos anteriores: si no concurren
circunstancias, el tribunal puede recorrer toda la extensión de la pena;
si concurren unas y otras, se compensan racionalmente y el resultado
se rige por las siguientes reglas: i) habiendo una sola circunstancia
agravante, no se aplica el grado mínimo de la pena; ii) pero, si son dos
o más las agravantes, puede aplicarse, además, el grado
inmediatamente superior al máximo (así, p. ej., en el delito de
violación del art. 361, cuya pena es presidio mayor en sus grados
mínimo a medio, si concurre una agravante, no se aplica el presidio
mayor en su grado mínimo, restando para aplicar el grado medio del
presidio mayor; pero si concurren dos o más agravantes, amén de no
poder aplicarse el presidio mayor en su grado mínimo, puede el
tribunal imponer la pena de presidio mayor en su grado máximo —el
grado superior al máximo de la pena, que era, en este caso, presidio
mayor en su grado medio—); iii) si concurre una sola atenuante, no
puede aplicarse el grado máximo de la pena, que en nuestro ejemplo
del art. 361, sería el presidio mayor en su grado medio, pudiendo
imponerse solo la de presidio mayor en su grado mínimo; a menos que
esa circunstancia atenuante se considere muy cali cada (art. 68 bis),
caso en el cual la pena a imponer puede ser la inferior en un grado (en
nuestro ej., llega a presidio menor en su grado máximo); y iv) pero, si
son dos o más las atenuantes concurrentes, la rebaja, también
facultativa, puede llegar a uno, dos y hasta tres grado, o sea, en el ej.,
hasta el presidio menor en su grado mínimo.
e) El problema de la compensación racional
Las reglas transcritas hacen todas referencia a la del art. 66 inc. nal
que, para el caso de concurrencia de agravantes y atenuantes dispone
que el juez “las compensará racionalmente”, “graduando el valor de
unas y otras”. Esta operación debe hacerse antes de aplicar las reglas
de individualización judicial, sobre la base de las circunstancias que
restan (Etcheberry DP II, 184).
El primer problema que ello presenta es cómo realizar esa
“compensación racional”. Aunque buena parte de la jurisprudencia se
limita, en el día a día, a sumar y restar atenuantes y agravantes, y
luego aplicar las reglas de los arts. 65 a 68 con el resultado de tales
operaciones (dos atenuantes y una agravante, compensadas, daría
como resultado una sola atenuante y ninguna agravante); es preciso,
sin embargo, tener en cuenta que la expresión “racional” parece
signi car que la compensación no consiste solo en una operación de
suma y resta. Así, p. ej., debiera tomarse en cuenta que una
interpretación sistemática de las reglas del CP conduce a atribuir un
mayor peso a las atenuantes que a las agravantes; que algunas de ellas
tienen mayor preponderancia en el hecho global que otras (lo que se
demuestra con la resistencia de la jurisprudencia a conceder la
atenuante 8.ª del art. 11 a los delitos sexuales contra menores de
edad); y que esta decisión debe fundamentarse en el fallo, aunque su
resultado no resulte atacable por la vía de la nulidad. No obstante, la
disímil naturaleza de las atenuantes (todas de carácter personal) y las
agravantes (de carácter personal y material) y su rol político criminal
en los procedimientos consensuados di cultan las loables pretensiones
de racionalización de esta compensación que, sobre diferentes bases
teóricas, se han intentado entre nosotros (v. van Weezel,
“Compensación”, 477; y Rudnick, Compensación, 484).
En segundo lugar, se presenta la cuestión de si, una vez hecha la
compensación racional, es posible, en el caso de que subsista una
única atenuante, considerar ésta como “muy cali cada”, para los
efectos de aplicar el art. 68 bis. A nuestro juicio, ello no es posible,
pues para que pueda operar la regla del art. 68 bis debe concurrir en el
hecho una sola circunstancia atenuante y ninguna agravante. Una sola
atenuante adicional, así como la presencia de una sola agravante,
excluyen la aplicación de la regla. Esto se debe al tenor expreso de la
norma (“cuando solo concurra una atenuante muy cali cada”) y la
historia dedigna de su establecimiento (Matus y van Weezel,
“Comentario”, 369). Además, las reglas de los arts. 66 a 68 imponen
su aplicación después de la compensación racional, sin remisión al art.
68 bis. Esta parece ser también la opinión dominante en la
jurisprudencia actual (o. o. Oliver, “art. 68 bis”, para quien no existen
argumentos su cientes contra la posibilidad de cali car una atenuante
que resulte de la compensación del art. 65).
f) Determinación del mínimum y el máximum dentro de cada
grado
Cuando la pena consiste en un solo grado de una divisible, el art. 67
dispone la obligatoriedad de no considerar el máximum o el mínimum
de la pena, si solo concurre una atenuante o una agravante,
respectivamente. Una discusión permanente a este respecto es cómo
calcular esos mínimum y máximum, siendo dominante la doctrina que
estima necesario hacerlo mediante el mecanismo de transformar un
año en 365 días, añadir un día y dividir por dos el total del tiempo
comprendido en cada grado (Pica, 13). Este es el sistema que se
emplea en la confección de las tablas que se exponen más adelante.

N. Regla sobre individualización exacta de la cuantía de la pena


dentro del grado (art. 69)
Conforme al art. 69 CP, una vez realizadas las operaciones derivadas
de las reglas antes estudiadas, “dentro de los límites de cada grado el
tribunal determinará la cuantía de la pena en atención al número y
entidad de las circunstancias atenuantes y agravantes y a la mayor o
menor extensión del mal producido por el delito”.
Es preciso notar que las magnitudes penales respecto de las que se
aplica el art. 69 pueden llegar a ser particularmente signi cativas, p.
ej., si no concurren atenuantes ni agravantes, el art. 68 inc. 1 faculta al
tribunal para imponer al autor de sustracción de menores una pena
que va desde 10 años y un día hasta 20 años (art. 142 N.º 2).
Por ello, aunque el sistema chileno no contiene una norma que
establezca perentoriamente la culpabilidad como fundamento de la
medida de la pena, como hace el § 46.1 StGB, la doctrina nacional ha
visto en esta disposición el lugar para la aplicación del principio “no
hay pena sin culpabilidad” (Rivacoba, “Principio de culpabilidad”,
221). En este sentido, también se a rma que la regla del art. 69, se
re ere solo a afectaciones graduables del bien jurídico protegido por
cada tipo penal, no pudiendo extenderse a otros efectos del delito y ni
siquiera entrar en consideración cuando tal afectación no es
cuanti cable, sino que supone su destrucción (Rodríguez C., “Mal”,
952). No obstante, ello debe matizarse pues el texto del art. 69 no se
re ere ni a la “culpabilidad” ni al “bien jurídico” en los términos
empleados por Rivacoba y Rodríguez C., ajenos a su raíz histórica, y
nada en él impide considerar los efectos del hecho más allá del delito.
En efecto, por una parte, la ley se re ere a “la mayor o menor
extensión del mal producido por el delito”, no del mal en que consista
el delito. Y, por otra, un concepto estricto impediría la
individualización judicial en aquellos casos en que, no concurriendo
circunstancias anejas a su con guración típica, no exista graduación
posible de la culpabilidad o la afectación del bien jurídico, como en
los delitos en que se exige dolo directo y el resultado supone la
destrucción del bien jurídico, típicamente, el homicidio cali cado,
entregando a una decisión ya no discrecional, sino simplemente
arbitraria, la de imponer una pena privativa de libertad temporal de
entre quince años y un día a veinte o una de presidio perpetuo. Luego,
se trata de una regla que permite considerar todas las circunstancias
que puedan concurrir en el caso concreto, más allá de la sola
constatación del hecho punible, sin preferencia por aquellas
vinculadas a las ideas que se tengan sobre la “culpabilidad” o el “bien
jurídico” afectado (Vargas P., “Tensión”, 85).
Así, es posible a rmar que, dentro de los límites de la
discrecionalidad del art. 69, un juez pueda no solo considerar
nuevamente las circunstancias descritas en los arts. 11 a 13 (lo que
expresamente permite el texto legal, aunque es discutible respecto de
las agravantes), sino también la mayor o menor vinculación subjetiva
(p. ej., los distintos grados del dolo, y las diferencias entre las formas
de la culpa: con o sin representación, imprudente o negligente), la
diferencia entre los grados de peligro, la entidad del daño causado y
hasta circunstancias fácticas que, sin constituir atenuantes o
agravantes (las condiciones sociales y oportunidades vitales reales de
la víctima y el condenado, p. ej.), in uyan en la culpabilidad del
condenado. Incluso es posible tomar en cuenta criterios de prevención
general, siempre que se vinculen con la mayor o menor extensión del
daño causado y no dejen aparte los aspectos subjetivos ya señalados
(o. o. van Weezel, “Determinación”, 401, quien apunta
exclusivamente a criterios vinculados con la prevención general).
Sin embargo, a pesar de la inobjetable obligatoriedad del art. 69 y de
los reclamos que por una individualización judicial razonada y
fundamentada hace nuestra doctrina (Etcheberry DP II, 191), nuestros
tribunales tienden a aplicar, por regla general, el mínimo del grado de
la pena correspondiente, sin mayores fundamentos acerca del valor
que a las circunstancias concurrentes se les asigna, la entidad que les
atribuye o la extensión del mal que se estima causado, de acuerdo al
mérito del proceso, o de la forma en que todos estos factores se han
conjugado en su pensamiento para llevarlo a la determinación precisa
de la pena impuesta (Hurtado y Vargas, 59; Wilenmann et al, 475).
Esta tendencia se ha visto acentuada en el cambio del siglo y el nuevo
sistema procesal por la necesidad de ajustar la pena a una cuantía que
permita su sustitución por una de las penas de la Ley 18.216, esto es,
más por razones de política criminal que por consideraciones respecto
de la culpabilidad de los condenados.
No obstante, en la medida que los regímenes especiales de
determinación de la pena tienen como base para su individualización
únicamente la regla de este art. 69, es posible que se desarrollen en el
futuro criterios jurisprudenciales más precisos.

O. Regla sobre individualización judicial de la pena de multa (art.


70)
El art. 70 entrega al tribunal dos criterios para cuanti car la multa
en el caso concreto: las circunstancias atenuantes y agravantes del
hecho, y principalmente, el caudal o facultades del culpable.
La determinación de la pena de multa debe comenzar con una
valoración de las circunstancias del hecho y después continuar con la
determinación nal de su cuantía, atendido el caudal del condenado,
salvo que exista algún régimen especial para multas determinadas,
caso en el cual ni este art. 70 ni los límites impuestos por el art. 25 a
las cuantías de penas determinables son aplicables, como sucede con la
multa del ciento a trescientos por ciento de lo defraudado en el delito
del art. 97 N.º 4, inc. 2 CT (SCS 22.12.2014, RCP 42, N.º 1, 243, con
nota aprobatoria de M. Schürmann). Mucho menos es aplicable este
art. 70, directamente o por analogía, para determinar la cuantía de
otra clase de sanciones, como la suspensión de la licencia de conducir
del art. 196 Ley de Tránsito (SCA Chillán 7.11.2014, RCP 42, N.º 1,
333).
a) Influencia de las circunstancias atenuantes y agravantes del
hecho en la cuantía de la multa
La ley entrega al juez la valoración del efecto que han de surtir las
circunstancias atenuantes o agravantes en la determinación de la
cuantía de la multa, sin jarle parámetros al respecto.
Además, a diferencia de lo que ocurre con las penas no pecuniarias,
la conjunción de circunstancias agravantes nunca surte el efecto de
autorizar al tribunal para exceder el límite máximo previsto por la ley
en cada gura delictiva.
Sin embargo, de no concurrir agravantes, y en “casos cali cados”
(por concurrir varias atenuantes o alguna muy cali cada o aun de no
concurrir ninguna, atendido únicamente el caudal del condenado), la
parte nal del art. 70 inc. 1 faculta al juez para imponer una multa
inferior al monto señalado por la ley, caso en cual debe fundamentar
en la sentencia las razones tenidas a la vista para hacerlo.
b) Influencia, principalmente, del caudal o facultades del
culpable, en la cuantía de la multa
Atendida la redacción del Código, este criterio ha de imponerse
sobre los restantes a la hora de determinar la cuantía precisa de la
multa a imponer y su forma de ejecución, al punto que de no
concurrir circunstancias agravantes del hecho, puede servir como
argumento su ciente para permitir al juez imponer una multa de
cuantía inferior a la señalada por la ley (art. 70 inc. 1, in ne) y, en
todo caso, autorizarle a dividir la cuantía de la multa impuesta en
parcialidades dentro de un límite que no exceda de un año (art. 70 inc.
2).
El caudal o facultades del condenado comprende tanto su
patrimonio al tiempo de la condena como su capacidad de
rendimiento económico futuro, especialmente a la hora de imponer el
pago en parcialidades. Se trata de establecer, en de nitiva, de acuerdo
con el mérito del proceso, una multa cuya cuantía no imponga al
condenado necesariamente la obligación de su conversión en reclusión
a que se re ere el art. 49. Por ello, es aconsejable tomar en cuenta
como deudas en el patrimonio otras obligaciones derivadas de la
sentencia condenatoria (pago de costas e indemnizaciones civiles),
excluyendo de los haberes los ingresos que se destinan a nes político-
socialmente deseables, como el pago de pensiones alimenticias, el
ahorro para un subsidio habitacional o el entero de las cotizaciones
previsionales.
Para determinar la capacidad de rendimiento económico de una
persona, hay que atender a su situación concreta y no a sus
capacidades abstractas. Cuando la sentencia autoriza el pago por
parcialidades, el bene cio es irrevocable una vez que la sentencia está
ejecutoriada. Si se ha impuesto el pago por parcialidades, el art. 70
inc. 2, in ne, establece una cláusula de aceleración en caso de
incumplimiento.
§ 5. Aplicación práctica de las reglas anteriores. Tablas
demostrativas
A. Aplicación práctica de las reglas de los arts. 65 a 68. Tabla
demostrativa general
Pena divisible de 2 o
más grados; o dos o
Una pena Pena compuesta de Pena divisible de
más grados, bien sea
indivisible dos indivisibles un grado
que los formen una o
(art. 65) (art. 66) (art. 67)
dos penas indivisibles
(art. 68)
1 No debe
No debe aplicarse en No se aplica el grado
atenuante imponerse en el
Pena prevista su grado máximo, se máximo, se aplican
0 máximum, se
aplica el mínimo los grados restantes
agravantes aplica el mínimum
1 sola Se puede Se puede imponer
Se puede imponer la Se puede imponer la
atenuante imponer la pena la pena inferior en
pena inferior en un pena inferior en un
muy inferior en un un grado al
grado al mínimo de grado al mínimo de la
cali cada grado al mínimo mínimo de la
la señalada señalada
(art. 68 bis) de la señalada señalada
Se puede imponer la Se puede
Se puede imponer la
Se puede pena inferior en uno imponerla
2 o más pena inferior en uno,
aplicar la pena o dos grados al rebajada en uno o
atenuantes dos o tres grados al
inmediatamente mínimo, según sea el dos grados, según
0 mínimo, según sea el
inferior en uno o número y entidad de sea el número y
agravantes número y entidad de
dos grados dichas entidad de dichas
dichas circunstancias
circunstancias circunstancias
0 Se puede imponer en El tribunal puede Se puede imponer en
atenuantes cualquiera de sus recorrer toda la cualquiera de sus
Pena prevista
0 grados, recorriendo extensión del grados, recorriendo
agravantes toda su extensión grado toda su extensión
Pena divisible de 2 o
más grados; o dos o
Una pena Pena compuesta de Pena divisible de
más grados, bien sea
indivisible dos indivisibles un grado
que los formen una o
(art. 65) (art. 66) (art. 67)
dos penas indivisibles
(art. 68)
No debe
No debe aplicarse el
0 No debe aplicarse en imponerse en el
grado mínimo, se
atenuantes Pena prevista su grado mínimo. Se mínimum, se
aplican los grados
1 agravante aplica el máximo aplica el
restantes
máximum
Se puede imponer la
0
Se puede aplicar pena inmediatamente
atenuantes Debe aplicarse en su
Pena prevista la pena superior superior en grado al
2 o más grado máximo
en un grado máximo de los
agravantes
designados por la ley
1 o más
atenuantes Compensación Compensación Compensación
Pena prevista
y 1 o más racional. racional racional
agravantes

B. Aplicación práctica de las reglas del art. 67. Tabla demostrativa


del mínimum y máximum de cada grado de las penas divisibles
Penas Duración del Duración del
Mínimum Máximum
Presidio, reclusión, con namiento, extrañamiento y De 15 años y un día a De 17 años y 184
relegación mayores en su grado máximo 17 años y 183 días días a 20 años
Presidio, reclusión, con namiento, extrañamiento y De 10 años y un día a De 12 años y 184
relegación mayores en su grado medio 12 años y 183 días días a 15 años
Presidio, reclusión, con namiento, extrañamiento y De 5 años y un día a 7 De 7 años y 184
relegación mayores en su grado mínimo años y 183 días días a 10 años
Presidio, reclusión, con namiento, extrañamiento y De 3 años y un día a 4 De 4 años y un
relegación menores en su grado máximo años día a 5 años
Presidio, reclusión, con namiento, extrañamiento y De 541 a 818 días De 819 días a 3
relegación menores en su grado medio años
Penas Duración del Duración del
Mínimum Máximum
Presidio, reclusión, con namiento, extrañamiento y De 61 a 300 días De 301 a 540 días
relegación menores en su grado mínimo
Prisión en su grado máximo De 41 a 50 días De 51 a 60 días
Prisión en su grado medio De 21 a 30 días De 31 a 40 días
Prisión en su grado mínimo De 1 a 10 días De 11 a 20 días

§ 6. Regímenes especiales de determinación e individualización


de la pena
La aplicación mecánica de las reglas anteriores y la amplia
posibilidad de sustitución de penas de la Ley 18.216, hacen posible
que a todo primerizo condenado por simple delito o por crímenes
cuya pena mínima en abstracto sea presidio mayor en su grado
mínimo (pero también, por aplicación del art. 68, incluso hasta el
grado máximo), pueda imponérsele una pena de menos de cinco años
de duración, lo que conlleva, de manera también mecánica, a su
sustitución por una de las penas sustitutivas de cumplimiento en
libertad de la Ley 18.216. Las negociaciones entre scales y defensores
y la imposibilidad de los tribunales en orden a investigar por sí
mismos los antecedentes que les presentan los intervinientes,
profundizan este automatismo.
Para evitar esta consecuencia, nuestro legislador ha ido estableciendo
sistemas especiales de individualización judicial de la pena que limitan
las negociaciones y el ejercicio de las facultades judiciales dentro del
grado o grados jados por la ley para cada delito, impidiéndose hacer
rebajas o aumentos más allá del mínimo y máximo legal,
respectivamente (Matus, “Ley Emilia”, 102). Estos sistemas
“rigidizan” la “labor del órgano jurisdiccional”, pero no mediante
una intensi cación del uso de las circunstancias modi catorias y su
obligatoriedad, sino a través de transformarlas en irrelevantes a la
hora de determinar el marco penal (Rodríguez Collao,
“Circunstancias”, 404). Sus críticos consideran estos sistemas
especiales de determinación de la pena una “malformación”, producto
de una equivocada política criminal, cali cándoles de contrarios al
principio de igualdad ante la ley, al impedir la necesaria
individualización judicial de la pena en los casos concretos (Guzmán
D., “Anomalía”, 21; y Künsemüller, Circunstancias, 52,
respectivamente). Pero lo cierto es que han sido aprobados por la
jurisprudencia constante del TC y no solo han tenido un relativo éxito
en las últimas reformas penales sino que se consideran también como
regla general en los Proyectos y Anteproyectos de Código Penal de
2013, 2015 y 2018.
El primero de estos sistemas especiales en aprobarse fue el de la
llamada Ley Emilia, introducido en el art. 196 bis Ley de Tránsito,
luego traspasado en términos casi idénticos al art. 63 DL 211 (Ley
Antimonopolios). Según la primera de estas disposiciones, las reglas de
los arts. 65 a 69 se reemplazan por las siguientes:
“1.- Si no concurren circunstancias atenuantes ni agravantes en el
hecho, el tribunal podrá recorrer toda la extensión de la pena señalada
por la ley al aplicarla.
“2.- Si, tratándose del delito previsto en el inciso tercero del artículo
196, concurren una o más circunstancias atenuantes y ninguna
agravante, el tribunal impondrá la pena de presidio menor en su grado
máximo. Si concurren una o más agravantes y ninguna atenuante,
aplicará la pena de presidio mayor en su grado mínimo.
“3.- Si, tratándose del delito establecido en el inciso cuarto del
artículo 196, concurren una o más circunstancias atenuantes y
ninguna agravante, el tribunal impondrá la pena en su grado mínimo.
Si concurren una o más agravantes y ninguna atenuante, la impondrá
en su grado máximo. Para determinar en tales casos el mínimo y el
máximo de la pena, se dividirá por mitad el período de su duración: la
más alta de estas partes formará el máximo y la más baja el mínimo.
“4.- Si concurren circunstancias atenuantes y agravantes, se hará su
compensación racional para la aplicación de la pena, graduando el
valor de unas y otras.
“5.- El tribunal no podrá imponer una pena que sea mayor o menor
al marco jado por la ley. Con todo, podrá imponerse la pena inferior
en un grado si, tratándose de la eximente del número 11 del artículo
10 del Código Penal, concurriere la mayor parte de sus requisitos,
pero el hecho no pudiese entenderse exento de pena. ¿Es posible que
esta reproducción del texto legal, desde el N.º 1 en comillas hasta este
N.º 5 se haga con una diferente marginación y un tipo de letra de un
punto más pequeña?”
El segundo de estos sistemas, que simpli ca el anterior, es el
adoptado por el art. 17 B Ley 17.798 de Control de Armas, luego
traspasado al art. 449 CP, para regular la determinación de la pena en
los delitos de robo y hurto. Allí se dispone que la individualización
judicial de la pena ha de hacerse “dentro del grado o grados señalados
por ley” (esto es, después de su determinación legal, según los grados
de participación y desarrollo), “en atención al número y entidad de las
circunstancias atenuantes y agravantes concurrentes, así como a la
mayor o menor extensión del mal causado”, dejando expresa
constancia de la fundamentación de su decisión en la sentencia.
Además, el art. 449 agrega una regla especial que otorga a la
circunstancia de la reincidencia el efecto de excluir de la
determinación de la pena el mínimum o grado mínimo que
corresponda en cada caso.
El art. 17 B Ley 17.798 extiende este régimen especial a todos los
delitos y cuasidelitos cometidos empleando armas de fuego prohibidas
o reglamentadas, lo que habría de incidir particularmente en el
tratamiento penal de los delitos de homicidio, lesiones y trá co de
drogas cometidos con ellas (Bascur, “Análisis”, 603); y, además,
establece un régimen concursal obligatorio (art. 74) que impide la
consideración del peligro común más o menos permanente de los
delitos de la Ley de Armas como consumidos (en concurso aparente) o
absorbidos (en concurso ideal, art. 75) por los delitos comunes que
con esas armas se comenten en un momento determinado (o. o.
Villegas, “Armas”, 32).
Todos estos regímenes especiales excluyen, además, la facultad de
rebajar en un grado la pena del art. 68 bis (SCS 20.10.2015, RCP 43,
N.º 1, 437 con nota de G. Silva).
No obstante, estas reglas especiales, como la del art. 449, no son
aplicables a los casos de hurtos contemplados fuera del Código, como
el del art. 355 CJM, aunque para su pena se haga una remisión
expresa a la del art. 446 (SCS 14.4.2020, Rol 9026-18). Sin embargo,
se ha establecido que si al aplicar una regla concursal, como la del art.
75, la pena a imponer es una de aquellas que tiene regla especial de
determinación, esa regla especial sería la aplicable (SCS 20.5.2020,
Rol 20900-20).

§ 7. Sustitución de las penas privativas o restrictivas de


libertad para adultos (Ley 18.216)
A. Penas sustitutivas en general. Su función en el sistema penal
(shaming y exclusión)
Al hablar de alternativas a la prisión, se debe distinguir entre las
medidas relativas a la suspensión de la ejecución de la pena privativa
de libertad, y las penas alternativas a la prisión propiamente tales. Las
primeras no constituyen penas autónomas diferentes a la prisión, sino
formas de suspensión condicional de la pena privativa de libertad,
cuyo incumplimiento acarrea necesariamente la imposición de la pena
primitivamente impuesta. En cambio, las penas alternativas a la
prisión propiamente tales, se plantean como penas principales
excluyentes de la pena de prisión, en los casos de mediana y baja
gravedad, de modo que su imposición no es condición para no
cumplir una pena privativa de libertad, por lo que su incumplimiento
no se encuentra amenazado directamente con la imposición de la pena
privativa de libertad suspendida condicionalmente. La existencia de un
sistema diversi cado de esta clase de penas alternativas a la cárcel, que
se aplique a la inmensa mayoría de los condenados (y, principalmente,
a los jóvenes y primerizos) es una de las exigencias del pensamiento
criminológico desde los tiempos de von Liszt y cuya transversalidad
política, entre nosotros, puede apreciarse en el hecho de que por ello
abogan autores de tradición crítica marxista y de la Fundación Paz
Ciudadana, vinculada a sectores conservadores (Jiménez y Santos,
158, y Morales y Welsh, 23, respectivamente).
El sistema chileno de la Ley 18.216 primitivamente establecía un
conjunto de medidas alternativas que consistían en formas de
suspensión condicional de las penas privativas de libertad, a saber, la
remisión condicional de la pena y la libertad vigilada. Solo en el caso
de la antigua medida de reclusión nocturna podía hablarse de una
pena alternativa o sustitutiva a la pena privativa de libertad
originalmente impuesta. Este régimen, tras los luctuosos sucesos de la
cárcel de San Miguel de 8.12. 2010 (un incendio con 81 reclusos
muertos), fue modi cado radicalmente por la Ley 20.603 del año
2012, que cambió el sentido de la libertad vigilada y de la remisión
condicional de la pena transformándolas en auténticas penas
sustitutivas de la prisión, diversi cando el conjunto de penas
sustitutivas disponibles.
Las penas sustitutivas que ahora pueden imponerse son: i) remisión
condicional (art. 3); ii) reclusión parcial (art. 7); iii) prestación de
servicios en bene cios de la comunidad (art. 10); iv) libertad vigilada
(art. 15); v) libertad vigilada intensiva (art. 15 bis); vi) pena mixta
(art. 33); y vii) expulsión de extranjeros (art. 34). Todas ellas se
distinguen por la gradualidad del control y vigilancia de la autoridad,
siendo la menos intrusiva la remisión condicional, que solo impone
una “discreta vigilancia”; y la más intensa, la libertad vigilada
intensiva, que impone ciertas condiciones comunes a la libertad
vigilada (art. 17: residencia en un lugar determinado, ejercicio de una
profesión u o cio y vigilancia de un delegado), más la posibilidad de
quedar sujeto a prohibiciones de acercamiento, permanencia en un
lugar determinado durante horarios, etc. (art. 17 bis). Además, los
arts. 23 bis a octies disponen que tanto la reclusión parcial como la
libertad vigilada intensiva pueden controlarse mediante monitoreo
telemático (a la que debe sumarse la pena mixta, art. 33), según
factibilidad técnica y las demás condiciones que ja la ley (sobre el
detalle de su aplicación y sus esperados y reales efectos en relación con
los propósitos de reducir el empleo de la cárcel y la reincidencia, v.
Carrasco, “Monitoreo”, 3; Winter, “Monitoreo”, 275; y Morales P.,
“Vigilancia”, 447). Todas estas sustituciones se consideran posibles si,
cumplidos los requisitos relativos a la duración de la condena y clase
de delito que se trate, los antecedentes personales del condenado, su
conducta anterior y posterior al hecho punible y la naturaleza,
modalidades y móviles determinantes del delito, permiten presumir
que no volverá a delinquir y que la pena sustituta es conducente a ese
efecto.
Los principales rasgos de estas penas alternativas a las penas
privativas de libertad son su carácter sustitutivo e individualizado. Su
carácter sustitutivo supone que su incumplimiento no acarrea la
ejecución automática del total de la pena sustituida, sino un régimen
escalado de apercibimientos y agravaciones de la pena sustitutiva que,
en los casos más graves, supone únicamente el cumplimiento parcial
de la pena privativa de libertad originalmente impuesta, descontando
el tiempo de cumplimiento efectivo de la pena que la sustituyó, según
las reglas que establece la ley (o. o. Contreras A., 278). El aspecto
individualizado involucra la necesaria discusión y aprobación de
planes de intervención personalizados para cada condenado. No
obstante, parece algo contradictorio el empleo en este contexto de
monitoreo telemático en la pena de libertad vigilada intensiva, por
darse a entender con ello una cierta renuncia al propósito
rehabilitador del plan de intervención, reemplazado por el control y
vigilancia a bajo costo de la posición y actividades del liberto (Peña
C., “Monitoreo”, 194).
Fuera de la Ley 18.216, el propio Código contempla la pena de
prestación de servicios en bene cio de la comunidad como sustitutiva
de la multa (art. 49) y el art. 50 Ley 20.000, las de sometimiento a
tratamientos de prevención y prestación de servicios en bene cio a la
comunidad, para las faltas de consumo personal de estupefacientes y
sustancias psicotrópicas que allí se establecen.
Atendido el hecho de que, en la práctica, esta importante reforma —
al igual que sucedió desde el momento mismo de la entrada en vigor
de la primitiva Ley 18.216— no vino acompañada de “los recursos
para operar adecuadamente” (Hoffer, 11), las penas sustitutivas se
reducen generalmente a la imposición de ciertas condiciones formales,
como la rma y presentación periódica ante la autoridad, y algunas
actividades adicionales cuyo cumplimiento queda entregado a la
voluntad del sancionado salvo, parcialmente, en las penas que
suponen control telemático; sin mayores efectos en caso de no
cumplirlas, tanto por las particularidades del régimen de revocación
como por las di cultades de su control.
De este modo, su imposición viene a cumplir, principalmente, una
función de shaming, como mecanismo expresivo de la condena social
respecto de ciertos hechos, sin atención a sus nulos efectos disuasivos,
resocializadores o retributivos (Feinberg, 95). Afortunadamente, ellas
no van acompañadas de la “publicidad estigmatizadora” (stigmatizing
publicity), que sería el tipo de shaming punishment más claro en la
práctica norteamericana de las penas alternativas: magni car la
humillación inherente al momento de la condena mediante la
comunicación pública del estatus del condenado (Kahan, 631). En
efecto, en Chile su imposición no es comunicada públicamente a la
población por orden judicial, sin perjuicio de lo que ocurre en los
casos de interés periodístico. Dada la razonada crítica que a la idea de
penas infamantes puede hacerse, esperemos que el bajo impacto en
Chile de este efecto no deseado de las penas sustitutivas no se vuelque
en medidas compensatorias que lleguen a los extremos que se
observan en su ejecución en algunos Estados norteamericanos, que
incluyen marcas en la ropa, carteles fuera de la casa o en el auto
indicando la calidad de condenado, etc. (Aldoney, “Infamia”, 259; y
Contesse, 243).
Respecto de la pena sustitutiva de expulsión de extranjeros del art.
34 Ley 18.216, se ha criticado por carecer de toda nalidad preventiva
ni mucho menos retributiva, sino ser más bien solo un mecanismo de
regulación de la migración ilegal mediante la exclusión de extranjeros
indeseables a través del sistema penal (Dufraix, “Expulsión”). Es más,
incluso se insinúa que, en tanto pena, en su aplicación respecto del
condenado, más que una sanción sería un bene cio por lo que su
función ha de ser, en los hechos, el control migratorio (Gutiérrez).

B. Carácter litigioso de la sustitución


Al contrario del sistema de la primitiva Ley 18.216, actualmente la
sustitución de penas se encuentra sujeta a litigación dentro del
procedimiento contradictorio y, por tanto, también a negociación y
consenso. Esto signi ca que para el tribunal ya no es el informe
favorable de Gendarmería de Chile el principal antecedente a tomar en
cuanta, sino que el condenado y el scal pueden aportar antecedentes
para obtener o negar la sustitución, discutirlos en audiencia o acordar
su pertinencia para decidir al respecto (arts. 12 y 15 Ley 18.216 y art.
343 CPP). Este carácter litigioso se ve reforzado en casos de delitos de
acción privada y pública previa instancia particular donde la víctima,
aún sin ser querellante, debe ser citada y, si comparece, oída, antes de
decidir la sustitución en la audiencia del art. 343 CPP (Aguilar A.,
Penas sustitutivas, 114).
La Ley 18.216 diferencia, además, la discusión sobre estas penas
sustitutivas del pleito referido a la determinación de la responsabilidad
penal y la pena que se sustituye, permitiendo que la decisión acerca de
la concesión, denegación, revocación, sustitución, reemplazo,
reducción, intensi cación y término anticipado sea apelable para ante
el tribunal de alzada respectivo, de acuerdo con las reglas generales
(art. 37 Ley 18.216). Sin perjuicio de lo anterior, la ley dispone que
cuando la decisión que conceda o deniegue una pena sustitutiva esté
contenida formalmente en la sentencia de nitiva, el recurso de
apelación contra dicha decisión deberá interponerse dentro de los
cinco días siguientes a su noti cación o, si se impugnare además la
sentencia de nitiva por la vía del recurso de nulidad, se interpondrá
conjuntamente, en carácter subsidiario y para el caso en que el fallo
del o de los recursos de nulidad no alteren la decisión del tribunal a
quo relativa a la concesión o denegación de la pena sustitutiva.
C. Condiciones generales para la sustitución
Los arts. 1 a 2 bis Ley 18.216 establecen las siguientes condiciones
generales para la sustitución de las penas privativas de libertad:
i) La pena a sustituir es la que resulte de la suma del total de las
condenas impuestas en una misma sentencia (art. 1, inc. nal);
ii) La reincidencia, con ciertos límites especí cos, no excluye la
posibilidad de imponer las penas sustitutivas de reclusión parcial,
trabajos en bene cios de la comunidad y expulsión de extranjeros.
Tampoco impide cualquier clase de sustitución si las penas impuestas
con anterioridad se han cumplido cinco o diez años antes de la
imposición de la pena a sustituir, según se trate simples delitos o
crímenes, respectivamente. Es discutible, con todo, que el
cumplimiento de la pena incluya para estos efectos el llamado
cumplimiento “insatisfactorio” (el mero transcurso del tiempo sin
revocación, pero sin que tampoco se haya comprobado el
cumplimiento de las condiciones) y, mucho menos, las otras formas de
extinción de la responsabilidad penal, diferentes del cumplimiento
según la numeración del art. 93 CP, como propone una parte de la
doctrina (Maldonado, “Cumplimiento”, 256, quien expresamente
menciona como una forma de “cumplimiento” la prescripción de la
pena). Por otra parte, se debe tener presente que, en los casos que la
reincidencia tiene relevancia, se ha entendido que sí excluiría la
sustitución las condenas anteriores por delitos cometidos durante la
minoría de edad bajo la Ley 20.084 (SCA Puerto Montt 21.10.2014,
Rol 406-14, con comentario en contra de Santibáñez, 587). Pero, en
ningún caso, se considerarán las condenas por faltas para impedir la
sustitución.
iii) No procede la sustitución de penas de falta, que se rige por el art.
398 CPP o la Ley 18.287, según sea el tribunal que conozca del
proceso (art. 2).
iv) Tratándose de condenados por delitos de robo de los 433, 436
inciso primero, 440, 443, 443 bis y 448 bis, solo se “aplicará” la
sustitución cuando se compruebe que al condenado se ha tomado “la
muestra biológica para la obtención de la huella genética” (art. 2 bis).

D. Regla de exclusión general


El inc. 2 del art. 1 Ley 18.216 establece que “no procederá la
facultad establecida en el inciso precedente ni la del artículo 33 de esta
ley, tratándose de los autores de los delitos consumados previstos en
los artículos 141, incisos tercero, cuarto y quinto; 142, 150 A, 150 B,
361, 362, 372 bis, 390, 390 bis, 390 ter y 391 del Código Penal; en
los artículos 8, 9, 10, 13, 14 y 14 D de la Ley 17.798; o de los delitos
o cuasidelitos que se cometan empleando alguna de las armas o
elementos mencionados en las letras a), b), c), d) y e) del art. 2 y en el
art. 3 de la citada ley N.º 17.798, salvo en los casos en que en la
determinación de la pena se hubiere considerado la circunstancia
primera establecida en el artículo 11 del mismo Código”.
Esta exclusión ha sido declarada inaplicable por el TC en
innumerables causas, pero solo en relación con los delitos del art. 9
Ley 17.798, con el argumento de que, en esos casos, en la medida que
suponen impedir la sustitución de penas a simples delitos, cuyas penas
abstractas y concretas serían incluso inferiores a las de simples delitos
y crímenes más graves que sí podrían sustituirse, se infringen las
garantías de igualdad y proporcionalidad (STC 4.9.2018, Rol 4660).
Por otra parte, la propia Ley 18.216 hace inaplicable esta exclusión
a los delitos de parricidio, femicidio y homicidio de los arts. 390 y
391, cometidos en contexto de violencia intrafamiliar, para posibilitar
la aplicación de la pena de libertad vigilada intensiva.

E. Exclusiones especiales
a) De los condenados por delitos de tráfico ilícito de
estupefacientes
El art. 1 inc. 3 Ley 18.216 excluye completamente de la sustitución
de penas a las personas que hubieren sido condenadas con
anterioridad por crímenes o simples delitos señalados por las leyes
sobre trá co de drogas N.º 20.000, 19.366 y 18.403, hayan cumplido
o no efectivamente la condena, a menos que les hubiere sido
reconocida la circunstancia atenuante prevista por el art. 22 Ley
20.000.
Además, se excluye de manera absoluta la posibilidad de sustituir la
pena privativa de libertad por la prestación de servicios en bene cio de
la comunidad a los condenados por crímenes o simples delitos
señalados por las leyes sobre trá co de drogas N.º 20.000, 19.366 y
18.403.
No es claro que exista una razón por la cual los condenados por
simples delitos en estos casos deban excluirse de los bene cios, si en
los casos de simples delitos de porte y tenencia de armas y elementos
controlados se estimó desproporcionada la limitación general. Con
todo, la restricción no opera si las condenas anteriores fueron
impuestas y cumplidas diez o cinco años antes de la nueva pena, según
si se trató de crímenes o simples delitos, respectivamente, pues esta
restricción se encuentra en un inciso anterior al que permite esa
especial prescripción.
b) De los autores de delitos consumados de robo con violencia
del art. 436
Respecto de los condenados por este delito y en ese grado de
desarrollo, el inc. 4 art. 1 Ley 18.216 les impide acceder a la
sustitución si hubiesen sido condenados anteriormente por alguno de
los delitos contemplados en los arts. 433, 436 y 440 del mismo
Código. Aquí se ha entendido que la exclusión no opera cuando se
aplica el art. 450 y, tratándose de delitos tentados, se impone la pena
del consumado.
c) De los condenados por los delitos de los art. 196 Ley de
Tránsito y 62 DL 211, de 1974
Respecto de ambas disposiciones citadas, referidas a los delitos de
conducción en estado de ebriedad causando muerte o lesiones graves
(Ley Emilia) y de acuerdos de precio o zonas de mercado, se establece
que el condenado al que se sustituya la pena solo podrá gozar de la
sustitución después de haber cumplido al menos un año de prisión
efectiva. Al respecto, el TC había decidido de manera reiterada que
ello produce efectos contrarios a la Carta Fundamental, por privar
absolutamente al condenado de alternativas de resocialización y solo
perseguir la intimidación de la comunidad (STC 23.6.2018, Rol
3612), hasta el último cambio de integración, donde esta doctrina ya
no tiene mayoría (STC 20.8.2019, Rol 5414).

F. Sustituciones posibles con relación a las penas privativas o


restrictivas de libertad impuestas
a) Penas de hasta 300 días
i) Remisión condicional (art. 3): Si el condenado no tiene condena
anterior por crimen o simple delito y su buen pronóstico y
antecedentes hacen innecesaria la pena o intervención. La limitación
del inc. nal del art. 4 se entiende aplicable sólo a los casos en que las
sustituciones que allí se mencionan proceden excepcionalmente, p. ej.:
el primerizo condenado por delito de microtrá co o por un delito de
violencia intrafamiliar a menos de 300 días siempre puede acceder a la
pena de remisión condicional, porque los arts. arts. 15 b) y 15 bis b)
se re ere a las penas impuestas superiores a 541 días (SCA
Concepción 7.6.2016, Rol 400-16).
ii) Reclusión parcial (art. 7): Si el condenado no tiene condena
anterior o las penas impuestas anteriormente no exceden de dos años
de privación de libertad y sus antecedentes hacen aconsejable la
sustitución. Esta sustitución podrá decretarse hasta dos veces dentro
de diez o cinco años, tratándose de crímenes o simples delitos,
respectivamente, pero tratándose de delitos de hurtos, robos,
abigeatos y receptación (salvo los delitos de los arts. 438, 448, inc. 1 y
448 quinquies), solo puede decretarse por una vez en ese lapso.
iii) Prestación servicios a la comunidad (art. 10): Si el condenado no
tiene condena anterior o las penas impuestas anteriormente exceden
los dos años, sus antecedentes hacen aconsejable la sustitución y existe
acuerdo del condenado, aunque ya haya sido bene ciado con más de
dos reclusiones nocturnas.
iv) Expulsión (art. 34): Si el condenado es extranjero sin residencia
legal. En este caso, se le impone la obligación no retornar en 10 años.
Esta pena sustitutiva, que se entronca con la expulsión de extranjeros
prevista en el DL 1.094, se diferencia de esta medida administrativa
por el hecho de recaer en inmigrantes sin ingreso legal e imponerse por
un juez. No obstante, es objeto de críticas, ya que, por una parte,
parece estar funcionando como complemento de las políticas
migratorias al favorecer indirectamente la expulsión de extranjeros (—
Crimmigration—); y, por otra, se estima que no es “una pena o una
medida de seguridad”, pues “no cumple ni puede cumplir los nes de
las mismas, toda vez que en términos generales no es más que una
renuncia al ius puniendi para nes que le son ajenos, como es la
política de extranjería o la administración penitenciaria” (Brandariz et
al, 741; y Salinero, “Expulsión”, 137, respectivamente).
b) Penas de 301 a 540 días
Las mismas alternativas anteriores, pero sin posibilidad de imponer
prestación de servicios en bene cio de la comunidad.
c) Penas de 541 días a dos años
Las mismas alternativas anteriores, salvo la remisión condicional en
los casos del art. 4 inc. nal, en los cuales se pueden imponer, en su
lugar, penas de libertad vigilada y libertad vigilada intensiva si se
cumplen los siguientes requisitos:
i) Libertad vigilada (art. 15 b): Si se trata de un condenado por
delitos de trá co de pequeñas cantidades del art. 4 Ley 20.000 y de
conducción en estado de ebriedad causando muerte o lesiones graves
del 196 Ley de Tránsito, y el condenado no lo ha sido anteriormente
por crimen o simple delito y su conducta anterior y posterior, móviles
y naturaleza del delito hace necesaria una intervención
individualizada, según demuestren los “antecedentes aportados por
partes” o el informe elaborado por la Sección del Medio Libre de
Gendarmería de Chile, el condenado no tiene condena anterior por
crimen o simple delito y su conducta anterior y posterior hace
innecesaria la pena o intervención.
ii) Libertad vigilada intensiva (art. 15 bis b): Si se tratare de alguno
de los delitos establecidos en los arts. 296, 297, 390, 391, 395, 396,
397, 398 o 399, cometidos en el contexto de violencia intrafamiliar, y
aquellos contemplados en los arts. 363, 365 bis, 366, 366 bis, 366
quáter, 366 quinquies, 367, 367 ter y 411 ter, y el condenado no lo ha
sido anteriormente por crimen o simple delito y su conducta anterior y
posterior, móviles y naturaleza del delito hace necesaria una
intervención individualizada, según demuestren los “antecedentes
aportados por partes” o el informe elaborado por la Sección del
Medio Libre de Gendarmería de Chile.
d) Penas de dos años y un día a tres años
A las alternativas anteriores se suma la pena de libertad vigilada (art.
15 a), si el condenado no lo ha sido anteriormente por crimen o
simple delito y su conducta anterior y posterior, móviles y naturaleza
del delito hace necesaria una intervención individualizada, según
demuestren los “antecedentes aportados por partes” o el informe
elaborado por la Sección del Medio Libre de Gendarmería de Chile.
e) Penas de tres años y un día a cinco
En este caso las alternativas se reducen a la expulsión de los
extranjeros sin residencia legal y la sustitución para los nacionales y
extranjeros con residencia legal por la pena de libertad vigilada
intensiva (15 bis a) y b), si no tienen condena anterior por crimen o
simple delito y su conducta anterior y posterior, móviles y naturaleza
del delito hace necesaria la intervención, probados con “antecedentes
aportados por partes”.
f) Penas efectivas de hasta cinco años y un día
En estos casos es posible solicitar la sustitución de la pena que se
cumple por una pena mixta de libertad vigilada intensiva con
monitoreo telemático (art. 33), siempre que se tenga informe favorable
de Gendarmería de Chile, comportamiento bueno o muy bueno en el
penal, no exista registro de otra condena anterior o posterior por
crimen o simple delito al momento de discutir la sustitución (sin tomar
en cuenta las anteriores a 10 o 5 años, respectivamente); y se haya
cumplido al menos un tercio de la pena privativa impuesta.

G. Alcance de la sustitución
El art. 1 Ley 18.216 se re ere a la sustitución de las penas privativas
y restrictivas de libertad, siendo discutido su alcance respecto de las
penas impuestas conjuntamente, pero de diversa naturaleza, y las
accesorias propiamente tales.
Tratándose de las primeras, las penas pecuniarias y las restrictivas o
privativas de derechos impuestas conjuntamente por así preverlas el
tipo penal correspondiente, hay consenso en que no se sustituyen. Lo
mismo aplica para el comiso que, aunque se trata de una pena
accesoria, lo es con carácter obligatorio respecto de toda condena por
crimen o simple delito (art. 31), y facultativo, en el caso de las faltas
(art. 500), pero no con relación a una clase de penas en particular.
Este mismo razonamiento se aplica a las penas de inhabilitación y
suspensión de empleos establecidas como principales en delitos
especí cos, como el fraude al sco del art. 239 (SCS 28.6.2016, DJP
27, 117).
En cuanto a lo segundo, tratándose de penas accesorias propiamente
tales, según los arts. 27 a 30 CP, aunque la Ley 18.216 nada dice, se
entendía por la jurisprudencia mayoritaria y la doctrina de la CGR
que, antes de la modi cación de 2016, si la pena a la que accedían
quedaba en suspenso, pareciera corresponder que las accesorias no
podrían imponerse mientras tal suspensión no fuere revocada (Araya,
98). Sin embargo, tras la alteración sustantiva del sistema, que impone
la sustitución y no la suspensión de las condenas, el DCGR 7986, de
22.3.2018, ha reconsiderado toda la jurisprudencia administrativa
anterior y resuelto que, salvo fallo diverso y expreso de un tribunal, el
otorgamiento de una de las penas sustitutivas del art. 1 Ley 18.216,
no conlleva la conmutación de las penas accesorias de inhabilitación y
suspensión del cargo público, por lo que el condenado: i) está
obligado a poner en conocimiento de sus superiores la condena y su
sustitución; ii) incurre en una causal de destitución, por inhabilidad
sobreviniente; y iii) queda inhabilitado para ingresar a la
administración pública, salvo posterior rehabilitación (v., en este
mismo sentido, la SCA Concepción, 30.4.2015, DJP 27, 93, con
relación la anterior pena de reclusión nocturna, ahora reclusión
parcial, única que en el sistema anterior era sustitutiva y no suspensiva
de la pena privativa de libertad impuesta, con nota favorable de S.
Salinero).
H. Reemplazo, incumplimiento y quebrantamiento
Las penas sustitutivas pueden reemplazarse durante su cumplimiento
por otras menos intensas (p. ej., pasar de libertad vigilada intensiva a
libertad vigilada, y de ésta a remisión condicional), si ha transcurrido
la mitad de la condena y se cuenta con informe favorable de
Gendarmería de Chile (art. 32).
En cuanto a su incumplimiento, las penas sustitutivas están
sometidas a un régimen gradual, que en términos generales considera:
i) la posibilidad de ordenar la detención para darle inicio; ii) acreditar
un incumplimiento justi cado sin efectos inmediatos para el
condenado; iii) aumentar el control en la medida que se reitere el
incumplimiento injusti cado; y iv) solo en casos de incumplimientos
graves y reiterados, sustituir la medida por otra más intensa o
revocarla, con reglas especiales en el caso de la pena de prestación de
servicios en bene cio de la comunidad (arts. 24, 25 y 29 a 31).
La revocación de estas penas sustitutas solo es posible en audiencia
citada al efecto, en casos de incumplimientos graves y reiterados, o si
el bene ciado es condenado por sentencia rme por un nuevo crimen
o simple delito (arts. 25 a 27).
La revocación someterá al condenado al cumplimiento del saldo de
la pena inicial, abonándose a su favor el tiempo de ejecución de la
pena sustitutiva revocada de forma proporcional a la duración de
ambas, según lo dispuesto en el art. 9 Ley 18.216.

§ 8. Cuadro resumen de las sustituciones posibles para


nacionales y extranjeros con residencia legal
Penas Primerizo Primerizo Primerizo arts. 296, 297, Reincidente Reincidente
aplicables trá co 390, 391, 395, 396, 397, 398 con penas sin derecho
pequeñas o 399 CP, cometidos en el anteriores a remisión
cantidades contexto de violencia hasta de dos condicional,
y art. 196 intrafamiliar, y arts. 363, años y con reclusión
Ley 365 bis, 366, 366 bis, 366 menos de dos nocturna o
Tránsito quáter, 366 quinquies, 367, reclusiones libertad
(art. 4 inc. 367 ter y 411 ter CP (art. 4. (una, en caso vigilada
nal) Inc. nal Ley 18.216) de hurtos y
robos)
Hasta 300 -Remisión -Remisión -Remisión condicional -Reclusión -Prestación
días condicional condicional -Reclusión parcial parcial de servicios
-Reclusión -Reclusión en
parcial parcial bene cio
de la
comunidad
301 a 540 -Remisión -Remisión -Remisión condicional -Reclusión
días condicional condicional -Reclusión parcial parcial
-Reclusión -Reclusión
parcial parcial
541 días a -Remisión -Libertad -Libertad vigilada intensiva -Reclusión
2 años condicional vigilada -Reclusión parcial parcial
-Reclusión -Reclusión
parcial parcial
2 años y -Remisión -Libertad -Libertad vigilada intensiva -Reclusión
un día a 3 condicional vigilada -Reclusión parcial parcial
años -Reclusión -Reclusión
parcial parcial
-Libertad
vigilada
3 años y -Libertad -Libertad -Libertad vigilada intensiva
un día a 5 vigilada vigilada
años intensiva intensiva
Notas:
1. El cuadro no considera las exclusiones generales art. 1 Ley 18.216, la pena mixta del art. 33, ni la
expulsión del art. 34
2. Para los extranjeros sin residencia legal, el art. 34 dispone como único requisito para su
expulsión que la pena impuesta sea de hasta cinco años.
3. En cursiva gris están las alternativas legales sin uso ordinario en la práctica.

§ 9. Clases de penas vigentes para personas jurídicas


La Ley 20.393, contempla en su art. 8 las siguientes penas aplicables
a las personas jurídicas: i) disolución de la persona jurídica o
cancelación de la personalidad jurídica; ii) prohibición temporal o
perpetua de celebrar actos y contratos con el Estado; iii) pérdida total
o parcial de bene cios scales o prohibición absoluta de recepción de
los mismos por un período determinado; iv) multa a bene cio scal; y
v) las penas accesorias de publicación de la sentencia, comiso y entero
en arcas scales.

A. Penas principales
a) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la
personalidad jurídica
De acuerdo con los arts. 8 y 9 Ley 20.393, esta pena producirá la
pérdida de nitiva de la personalidad jurídica. La sentencia que la
declare designará “de acuerdo a su tipo y naturaleza jurídica y a falta
de disposición legal expresa que la regule, al o a los liquidadores
encargados de la liquidación de la persona jurídica”, a quienes se
encomienda la realización de los actos o contratos necesarios para
efectos de concluir toda actividad de la persona jurídica, salvo
aquellas que fueren indispensables para el éxito de la liquidación;
pagar los pasivos de la persona jurídica, incluidos los derivados de la
comisión del delito; y repartir los bienes remanentes entre los
accionistas, socios, dueños o propietarios, a prorrata de sus
respectivas participaciones.
Sin embargo, “cuando así lo aconseje el interés social, el juez,
mediante resolución fundada, podrá ordenar la enajenación de todo o
parte del activo de la persona jurídica disuelta como un conjunto o
unidad económica, en subasta pública y al mejor postor”.
b) Prohibición de celebrar actos y contratos con organismos del
Estado
De acuerdo con el art. 10 Ley 20.393, “esta pena consiste en la
prohibición de contratar a cualquier título con órganos o empresas del
Estado o con empresas o asociaciones en que este tenga una
participación mayoritaria; así como la prohibición de adjudicarse
cualquier concesión otorgada por el Estado”. Esta pena puede ser
perpetua o temporal. Si es temporal, su duración se graduará de la
siguiente forma: en su grado mínimo, de dos a tres años; en su grado
medio, de tres años y un día a cuatro años; y en su grado máximo, de
cuatro años y un día a cinco años.
c) Pérdida parcial o total de beneficios fiscales o prohibición
absoluta de recepción por un período determinado
El art. 11 Ley 20.393 señala que se entenderá por “bene cios
scales”, “aquellos que otorga el Estado o sus organismos por
concepto de subvenciones sin prestación recíproca de bienes o
servicios y, en especial, subsidios para nanciamiento de actividades
especí cas o programas especiales y gastos inherentes o asociados a la
realización de estos, sea que tales recursos se asignen a través de
fondos concursables o en virtud de leyes permanentes o subsidios,
subvenciones en áreas especiales o contraprestaciones establecidas en
estatutos especiales y otras de similar naturaleza”.
Esta pena se graduará, de acuerdo con el porcentaje de pérdida del
bene cio scal, como sigue: en su grado mínimo, pérdida del veinte al
cuarenta por ciento; en su grado medio, pérdida del cuarenta y uno al
setenta por ciento; y en su grado máximo, pérdida del setenta y uno al
cien por ciento.
En caso de que la persona jurídica no sea acreedora de “bene cios
scales”, la Ley 20.393 contempla la sanción de la prohibición
absoluta de percibirlos por un período de entre dos y cinco años, el
que se contará desde que la sentencia que declare su responsabilidad
se encuentre ejecutoriada.
d) Multa a beneficio fiscal
El art. 12 contempla la pena de la multa a bene cio scal. Respecto
de la aplicación de esta multa, el tribunal podrá autorizar que su pago
se efectúe por parcialidades, en un plazo no superior a veinticuatro
meses, “cuando la cuantía de ella pueda poner en riesgo la
continuidad del giro de la persona jurídica sancionada, o cuando así lo
aconseje el interés social”.
La pena de multa a bene cio scal podrá graduarse del siguiente
modo: en su grado mínimo, desde cuatrocientas a cuatro mil unidades
tributarias mensuales; en su grado medio, desde cuatro mil una a
cuarenta mil unidades tributarias mensuales; y en su grado máximo,
desde cuarenta mil una a trescientas mil unidades tributarias
mensuales.

B. Penas accesorias
Además de las penas señaladas anteriormente, la Ley 20.393
contempla en su art. 13 las siguientes penas accesorias:
a) Publicación de un extracto de la sentencia
En virtud de esta pena, el tribunal ordenará la publicación de un
extracto de la parte resolutiva de la sentencia condenatoria en el
Diario O cial u otro diario de circulación nacional, y será la persona
jurídica sancionada quien tendrá que correr con los costos de dicha
publicación (una forma especí ca de shaming para personas jurídicas).
b) Comiso
El producto del delito y demás bienes, efectos, objetos, documentos e
instrumentos serán decomisados. La reforma de 2018 agregó
expresamente para este caso la posibilidad del comiso sustitutivo de
tales especies, cuando no fuera posible su decomiso directo, por “una
suma de dinero equivalente a su valor”. Y, sobre todo, se agregó un
comiso adicional, especialmente necesario para hacer operativa la
sanción, consistente en el de “los activos patrimoniales cuyo valor
correspondiere a la cuantía de las ganancias obtenidas a través de la
perpetración del delito”, entendiendo por tales los “frutos obtenidos y
las utilidades que se hubieren originado, cualquiera que sea su
naturaleza jurídica”, donde perfectamente caben los intereses
corrientes de lo obtenido, correspondientes al concepto de frutos
civiles.
Este comiso adicional no se impone “respecto de las ganancias
obtenidas por o para una persona jurídica y que hubieren sido
distribuidas entre sus socios, accionistas o bene ciarios que no
hubieren tenido conocimiento de su procedencia ilícita al momento de
su adquisición”. La disposición, con un propósito loable, por una
parte, tiende a confundir el patrimonio de las personas jurídicas con el
de sus socios, accionistas o bene ciarios, lo que constituye un
retroceso en el avance que signi ca la ampliación de comiso y, por
otra, puede ser una fuente de incentivo al retiro anticipado y
automatizado de utilidades, que dejaría sin efecto esta importante
medida.
c) Entero en arcas fiscales
En los casos en que el delito cometido suponga la inversión de
recursos de la persona jurídica superiores a los ingresos que ella
genera, se impondrá como pena accesoria el entero en arcas scales de
una cantidad equivalente a la inversión realizada.

§ 10. Determinación legal de la pena aplicable a las personas


jurídicas
En principio, la pena a imponer a la persona jurídica se determinará
con relación a la prevista en el CP para el delito en particular, de
conformidad a la siguiente escala:

A. Penas de crímenes
i) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad
jurídica. Esta pena se podrá imponer únicamente en los casos de
crímenes en que concurra la circunstancia agravante establecida en el
art. 7, esto es, el haber sido condenada, dentro de los cinco años
anteriores, por el mismo delito. Asimismo, se podrá aplicar cuando se
condene por crímenes cometidos en carácter de reiterados, de
conformidad a lo establecido en el art. 351 CPP;
ii) Prohibición de celebrar actos y contratos con el Estado en su
grado máximo a perpetuo;
iii) Pérdida de bene cios scales en su grado máximo o prohibición
absoluta de su recepción de tres años y un día a cinco años; y
iv) Multa a bene cio scal, en su grado máximo.

B. Penas de simples delitos


i) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad
jurídica. Esta pena se podrá imponer únicamente en los casos de
simples delitos en que concurra la circunstancia agravante establecida
en el art. 7, esto es, el haber sido condenada, dentro de los cinco años
anteriores, por el mismo delito, y ninguna atenuante;
ii) Prohibición temporal de celebrar actos y contratos con el Estado
en su grado mínimo a medio;
iii) Pérdida de bene cios scales en su grado mínimo a medio o
prohibición absoluta de su recepción de dos a tres años; y
iv) Multa en su grado mínimo a medio.
No obstante, con independencia de la clasi cación de los delitos
según la pena prevista para las personas naturales, la Ley 20.393
dispone que a los delitos contemplados en el art. 27 Ley 19.913 y en
los arts. 250 incs. 4 y 5, 251 bis y 470 N.º 11 inc. 3 CP, les serán
aplicables las penas de crímenes; mientras a los delitos sancionados en
los arts. 136, 139, 139 bis y 139 ter de la Ley General de Pesca y
Acuicultura, y 240, 250, incs. 2 y 3, 287 bis, 287 ter, 456 bis A y 470
N.º 1 y N.º 11 incs. 1 y 2 CP, se les aplicarán las penas previstas para
los simples delitos.

§ 11. Individualización judicial de la pena aplicable a las


personas jurídicas
En caso de concurrir una circunstancia atenuante y ninguna
agravante, tratándose de simples delitos se aplicarán solo dos de las
penas contempladas en el art. 14, debiendo imponerse una de ellas en
su grado mínimo. Tratándose de crímenes, el tribunal aplicará solo
dos de las penas contempladas en dicho artículo en su mínimum, si
procediere.
En caso de concurrir la circunstancia agravante contemplada en esta
ley y ninguna atenuante, tratándose de simples delitos el tribunal
aplicará todas las penas en su grado máximo o la disolución o
cancelación. Tratándose de crímenes deberá aplicar las penas en su
máximum, si procediere, o la disolución o cancelación.
Si concurren dos o más circunstancias atenuantes y ninguna
agravante, tratándose de simples delitos el tribunal deberá aplicar solo
una pena, pudiendo recorrerla en toda su extensión. Tratándose de
crímenes deberá aplicar dos penas de las contempladas para los
simples delitos.
Si concurren varias atenuantes y la agravante prevista en esta ley,
ésta se compensará racionalmente con alguna de las atenuantes,
debiendo ajustarse las penas conforme a las reglas anteriores.
Además, para regular la cuantía y naturaleza de las penas a imponer,
el tribunal deberá atender a los siguientes criterios: i) los montos de
dinero involucrados en la comisión del delito; ii) el tamaño y la
naturaleza de la persona jurídica; iii) la capacidad económica de la
persona jurídica; iv) el grado de sujeción y cumplimiento de la
normativa legal y reglamentaria y de las reglas técnicas de obligatoria
observancia en el ejercicio de su giro o actividad habitual; v) la
extensión del mal causado por el delito; y vi) la gravedad de las
consecuencias sociales y económicas o, en su caso, los daños serios
que pudiere causar a la comunidad la imposición de la pena, cuando
se trate de empresas del Estado o de empresas que presten un servicio
de utilidad pública.

A. Circunstancias atenuantes
Serán circunstancias atenuantes de la responsabilidad penal de la
persona jurídica, las siguientes: i) la 7.ª del art. 11 CP, esto es, haber
procurado con celo reparar el mal causado, o impedir sus ulteriores
perniciosas consecuencias; ii) la 9.ª del art. 11 CP, es decir, haber
colaborado sustancialmente a esclarecimiento de los hechos. Se
entenderá especialmente que la persona jurídica colabora
sustancialmente cuando, en cualquier estado de la investigación o del
procedimiento judicial, sus representantes legales hayan aportado
antecedentes para su esclarecimiento o, antes de conocer que el
procedimiento judicial se dirige contra ella, hayan puesto el hecho
punible en conocimiento de las autoridades; y iii) la adopción por
parte de la persona jurídica, antes del comienzo del juicio, de medidas
e caces para prevenir la reiteración de la misma clase de delitos objeto
de la investigación.

B. Circunstancia agravante
De acuerdo con el art. 7 Ley 20.393, es circunstancia agravante de la
responsabilidad penal de la persona jurídica, el haber sido condenada,
dentro de los cinco años anteriores, por el mismo delito.
Capítulo 13
Ejecución de las penas privativas de
libertad y defensas penitenciarias
Bibliografía
Achiardi, C., “De la eliminación de antecedentes”, Doctrinas GJ II; Arriagada, I.,
“Privatización carcelaria: el caso chileno”, REJ 17, 2012; “El trabajo penitenciario desde la
perspectiva económica”, RCP 41, N.º 3, 2014; Bustos, J., Bases críticas de un nuevo
derecho penal, Bogotá, 1982; Carnevali, R. Problemas de política criminal y otros estudios,
Santiago, 2009; Carnevali, R. y Maldonado, F., “El tratamiento penitenciario en Chile.
Especial atención a problemas de constitucionalidad”, Ius et Praxis 19, N.º 22, 2013;
Castro, A., “Estándares de la corte interamericana de Derechos Humanos en materia de
imputados e condenados privados de libertad”, Anuario de Derechos Humanos (U. de
Chile) 14, 2018; Castro, A., Mera, J., y Cillero, M., Derechos fundamentales de los privados
de libertad: Guía práctica con los estándares internacionales en la materia, Santiago, 2010;
Duclos, N., “Penas alternativas a la privativa de libertad y jurisdiccionalización de su
ejecución”, Doctrinas GJ II; “Diagnóstico y perspectivas del binomio judicialización-
jurisdiccionalización, en el cumplimiento de las penas privativas de libertad”, Doctrinas GJ
II; Dufraix, R. y Vivanco, J., “Necesidad del establecimiento de juzgados de ejecución de
penas y medidas de seguridad en Chile”, R. Corpus Iuris Regionis (Iquique), 2009; Durán,
M., “De niciones previas para la construcción de un moderno derecho penitenciario en
Chile”, RCP 42, N.º 3, 2016; Guzmán D., J. L., “Consideraciones críticas sobre el
reglamento penitenciario chileno”, Doctrinas GJ II; “Comentario al art. 94”, en Texto y
Comentario; Horvitz, M.ª I., “La insostenible situación de la ejecución de las penas
privativas de libertad: ¿vigencia del Estado de derecho o estado de naturaleza?”, RPC 13,
N.º 26, 2018; Kendall, S., Tutela efectiva en la relación jurídica penitenciaria, Santiago,
2010; Künsemüller, C., “La judicialización de la ejecución de penal”, R. Derecho
(Valparaíso), 26, N.º 1, 2005; Mañalich, J. P., “El derecho penitenciario entre la ciudadanía
y los derechos humanos”, R. Derecho y Humanidades 18, 2011; Marshall, P. y Rochow, D.,
“El sufragio de las personas privadas de libertad. un análisis a partir de la sentencia rol N°
87743-16 de la Corte Suprema y sus antecedentes”, RChD 45, 2018; Royo, M., “Libertad
religiosa y pluralismo cultural: nuevos desafíos del derecho penitenciario”, RPC 15, N.º 29,
2020; Salinero, S. y Morales, A. M.ª, “Las penas alternativas a la cárcel en Chile. Un
análisis desde su evolución histórica”, R. Derecho P.U.C. Valparaíso 52, 2019; Sepúlveda
C., E. y Sepúlveda B., P., “A 83 años del establecimiento de la libertad condicional en Chile:
¿Un bene cio desaprovechado?”, R. Estudios Criminológicos y Penitenciarios 8, N.º 13,
2008; Stippel, J., Cárcel, derecho y política, Santiago, 2013; Valenzuela, J., “Estado actual
de la reforma al sistema penitenciario en Chile”, REJ 5, 2004; “La imposición de la pena en
el ámbito del derecho chileno y el concepto de derecho fundamental”, R. Derecho y
Humanidades 14, 2008; Vargas V., “Criterios orientadores de una moderna política
penitenciaria”, Cuadernos de Análisis Jurídico (UDP) 21, 1992; Velásquez, J., “El origen del
paradigma de riesgo”, RPC 9, N.º 17, 2014; Villalobos, H., “¿Sin segundas oportunidades?
Los antecedentes penales como problema jurídico-penal”, REJ 28, 2018; Villar, W., “La
sanción en el Código penal chileno”, en Rivacoba, M. (Ed.), Actas de las Jornadas
Internacionales de derecho penal en celebración del centenario del Código penal chileno,
Valparaíso, 1975.

§ 1. Régimen de prisiones


A. Visión general y crítica
Del conjunto de las escasas normas contempladas en el CP, el CPP, la
Ley 18.216, y los dispuesto en el Reglamento de Establecimientos
Penitenciarios, se puede deducir la existencia de un sistema basado en
los siguientes principios: i) la imposición de la cuantía de la pena y la
decisión acerca de si ésta se cumplirá efectivamente en prisión o no,
corresponde al juez que sentencia al condenado; ii) por regla general,
los primerizos condenados a penas privativas de libertad menores a
cinco años pueden sustituirlas por las de la Ley 18.216; iii) los
condenados reincidentes y a penas mayores, quedan sujetos a un
régimen de cumplimiento administrativo bajo control, hasta cierto
punto, del Juez de Garantía y de los tribunales superiores a través de
los recursos de amparo y protección; y iv) el condenado a una pena
privativa de libertad que no ha sido sustituida, puede acortar el
tiempo de su permanencia en prisión, si demuestra avances en su
proceso de resocialización, cumpliendo los requisitos de la Ley 19856
y los establecidos para acceder a la libertad condicional, que es una
forma de cumplir la pena en libertad (v., una visión crítica general con
propuestas de reforma, en Stippel, Cárcel).
Sin embargo, nuestro sistema, normativa y materialmente, se aleja
del ideal de nuestra órbita cultural y de los lineamientos del derecho
internacional en la materia, más allá del incipiente control judicial que
ahora existe (Künsemüller, “Judicialización”, 117). En efecto, existe
en la mayor parte de los países occidentales no solo una Ley de
Ejecución Penitenciaria, sino también la institución del Juez de
Ejecución, encargado de la aplicación de dichas leyes, que contemplan
en general un tratamiento diferenciado para las distintas clases de
infractores, el favorecimiento del trabajo y la educación del recluso, la
progresividad del cumplimiento de las penas privativas de libertad y el
respeto y promoción de los derechos de los condenados, más allá de
las restricciones propias del encierro (Castro, Mera y Cillero,
“Estándares”). Se establece así entre el Estado y el condenado una
relación jurídica especial o sui generis (Kendall, 195), basada en los
principios de “legalidad, resocialización, respeto por los derechos
fundamentales, y la protección o tutela judicial efectiva de los
mismos” (Vargas V., “Criterios”, 87). Esta relación, supone considerar
al preso, condenado o en prisión preventiva, como persona en especial
situación de vulnerabilidad, lo “que obligaría al Estado a hacerse
cargo del preso” y asumir, según la CIDH, “una verdadera posición de
garante, esto es, la obligación de desplegar acciones positivas dirigidas
a proteger y garantizar el derecho a la vida y la integridad corporal de
los condenados e imputados” (Castro, “Estándares”, 44). Muy poco
de esta con guración parece reconocible en nuestro sistema, al punto
que, no sin razón, la situación nacional en la materia se ha cali cado
de “insostenible” (Horvitz, “Situación”, 929).
Por ello, la doctrina prácticamente unánime exige una reforma que
considere la incorporación de una ley de ejecución penitenciaria,
tribunales especializados para su aplicación y la integración de la
política criminal y de los nes de la pena en su ejecución, adecuándola
a los estándares internacionales en la materia (Durán, “De niciones”;
Valenzuela, “Sistema penitenciario”). Una reforma a esta escala
tendría no sólo que reemplazar el actual Reglamento sobre
Establecimientos Penitenciarios (así, de antiguo, Guzmán D.,
“Consideraciones”, 561), sino también el Decreto Ley de Libertad
Condicional y alcanzar la regulación del control de la ejecución de las
penas sustitutivas de la Ley 18.216 (Duclos, 600), con el objeto, entre
otros, de garantizar que “sean funcionales para el abordaje adecuado
de los distintos tipos de criminalidad y a las necesidades de
intervención del sujeto, con miras a la reducción de la reincidencia
delictual” (Salinero y Morales, 36); y, por cierto, de toda otra pena
(restrictiva de libertad o privativa de derechos), así como de las
eventuales medidas de seguridad que se impongan (Dufraix y Vivanco,
72). Incluso se ha propuesto que una reforma de esta naturaleza reste
toda facultad sancionatoria relativa a la disciplina interna a la
administración y se la entregue al futuro juez penitenciario (Carnevali
y Maldonado, 411). “Jurisdiccionalizar” la ejecución penitenciaria no
sería así solo la revisión de las disposiciones de la autoridad
administrativa penitenciaria, sino que sea el juez quien decida desde
un principio cada una de las cuestiones relevantes en cada etapa del
proceso de ejecución (Guzmán D., “Diagnóstico”, 896).
Por otra parte, de manera coincidente con el predominio del sistema
económico neoliberal, en lo que sí nuestro sistema parece ir a la par
con tendencias extranjeras, como la anglosajona, es en la privatización
de parte de los servicios penitenciarios, mediante concesiones y otros
regímenes contractuales. Sin embargo, las promesas en términos de
ahorro scal, mayor seguridad al interior de los recintos y mejores
condiciones para el proceso de reintegración social de los penados en
estos recintos no parecen cumplirse (Arriagada, “Privatización”, 147;
Carnevali, Problemas, 103).
Además, con total independencia de los principios y disposiciones
contemplados en la legislación y reglamentos aplicables, su efectiva
materialización depende no de las prescripciones normativas sino de
los recursos humanos y materiales que se destinen a ello. Y, en este
sentido, a pesar de los innegables progresos de estas últimas décadas
en infraestructura y disminución del hacinamiento, el nanciamiento
de un sistema penitenciario que permita la efectiva reintegración de los
condenados a la vida social sigue enfrentándose, hoy como en hace
cincuenta años, a la “valla infranqueable” de la economía y la falta de
“dividendos políticos” que un gasto ingente en este rubro generaría
frente a la satisfacción de las restantes necesidades sociales, siempre
consideradas más apremiantes (Künsemüller, “Libertad condicional”,
1489).
Sin embargo, no por estas evidentes di cultades debe abandonarse la
pretensión de que la ejecución de las penas cuente con una legislación
que obligue orientar hacia la resocialización todo el aparato
penitenciario, desde su infraestructura hasta la organización básica de
los programas que se ofrezcan, con pleno respeto de las garantías
constitucionales de los condenados (Villar, 272; Carnevali y
Maldonado, 408. O. o. Mañalich, “Derecho penitenciario”, 177, para
quien —como consecuencia lógica de su idea retribucionista de la
pena— todas las instituciones penitenciarias deberían suprimirse para
dar lugar a la cárcel como una institución que no sea “más (ni menos)
que un recinto de ejecución de una pena judicialmente impuesta que se
reduce a la privación de libertad ambulatoria de un ciudadano, por un
tiempo legalmente determinado”).
Por mientras, a pesar de la insu ciencia de los recursos
constitucionales frente a la necesidad de contar con un verdadero Juez
de Ejecución Penitenciaria (Valenzuela, “Imposición”, 86), vale la
pena intentar ajustar la ejecución de las penas a los principios y limites
constitucionales vigentes mediante la litigación, particularmente a
través de recursos de amparo. Así, en ciertas ocasiones y ante
situaciones de gravedad basadas en la discriminación, lo deja entrever
nuestra jurisprudencia (SSCS 23.11.2016 y 1.12.2016, RCP 44, N.º 1,
112 y 220, con notas de J. Ferdman y D. Serra, respectivamente. En la
primera se trataba de un traslado de penal sin otra razón aparente que
agravar la pena; y en la segunda, de un caso en el que se llevó
engrillada a una mujer embarazada a la sala de parto).

B. Los internos y su régimen de trabajo


La distinción entre condenados a presidio o reclusión que hace el CP
en el art. 32 y que se reitera en los arts. 88 y 89, importaría, en
principio, que solo los condenados a presidio están obligados a
trabajar, mientras los condenados a reclusión o prisión pueden
trabajar o no, a su voluntad.
Sin embargo, esta distinción se diluye en el Reglamento de
Establecimientos Penitenciarios vigente, que establece un régimen
penitenciario común tanto para los condenados como para las
personas detenidas y sujetas a prisión preventiva (art. 24),
agrupándolos a todos en la categoría de internos, estableciendo para
todos ellos el “derecho a desarrollar trabajos individuales o en grupos,
que les reporten algún tipo de bene cio económico”, “sin perjuicio de
lo dispuesto en los Artículos 32 y 89 del Código Penal” (art. 50).
Es más, las limitaciones presupuestarias y físicas de nuestros
establecimientos parecen hacer posible que aun los condenados a
presidio no trabajen obligatoriamente, al punto que el Reglamento de
Establecimientos Penitenciarios vigente carece de una regulación
precisa acerca de los trabajos a realizar por los condenados a presidio
(como la contenida en el derogado DS 805, de 1928); permite la
existencia de establecimientos de extrema seguridad que no tengan
“otro objetivo que la preservación de la seguridad de los internos” y
del establecimiento; no incluye la obligación de trabajar entre las
generales que menciona su art. 26; e incluso, aunque exige
participación “regular y constante” en las actividades de capacitación
y trabajo “programadas por la unidad” para gozar de los permisos de
salida, para apreciar el cumplimiento o no de esté requisito “deberán
tenerse presente las circunstancias personales del interno y las
características y recursos del establecimiento” (art. 110). Tampoco el
art. 1 DS 943 (Justicia) de 2011, Estatuto de Laboral y de Formación
para el Trabajo Penitenciario distingue la calidad de los internos a la
hora de postular a los trabajos que se ofrecen.
Es más, en nuestra realidad penitenciaria, por una parte, la oferta de
trabajo asalariado es tan reducida que la inmensa mayoría de quienes
trabajan lo hacen en o cios artesanales e independientes; y, por otra,
las condiciones salariales y laborales son tan diferentes de los
trabajadores externos, que puede a rmarse, con razón, “que el trabajo
penitenciario tiene una naturaleza cualitativamente distinta del trabajo
en el medio libre”, que lo aleja de su propósito de preparar al interno
para su regreso a la sociedad (Arriagada, “Trabajo”, 41).

C. Clases de establecimientos penitenciarios


Los arts. 11 a 23 del Reglamento de Establecimientos Penitenciarios
establecen las siguientes clases de recintos penitenciarios: i) Centros de
Detención Preventiva (CDP), destinados a la atención de detenidos y
sujetos a prisión preventiva (art. 15); ii) Centros de Cumplimiento
Penitenciario (CCP), destinados al cumplimiento de las penas
privativas de libertad, que se clasi can, según su régimen, en Centros
de Educación y Trabajo (CET), Centros Abiertos, Centros Agrícolas,
etc.; iii) Centros Penitenciarios Femeninos (CPF), destinados a la
atención de mujeres; y iv) Centros de Reinserción Social (CRS),
destinados al seguimiento, asistencia y control de los condenados que
por un bene cio legal o reglamentario se encuentren en el medio libre
(art. 20).
El Reglamento autoriza también la creación de “departamentos
separados” o pensionados por los cuales los condenados paguen una
mensualidad (art. 22), de difícil conciliación con la idea de la igualdad
ante la ley; y departamentos, pabellones y establecimientos de extrema
seguridad, en los que se internarán a los condenados respecto de los
cuales sea necesario para resguardar su integridad y seguridad o la de
los otros internos, teniendo en cuenta su reincidencia, tipo de delito e
infracciones cometidas contra el régimen normal de los
establecimientos penitenciarios (art. 29).

D. La disciplina interna ¿Legalidad en la ejecución de la pena?


El art. 79 y el inc. 1 art. 80 CP no hacen sino reiterar el principio de
legalidad de la pena (nullum crimen nulla poena sine lege),
extendiéndolo expresamente a su ejecución. Sin embargo, el inc. 2 art.
80 relativiza el principio, al entregar la concreta regulación del
régimen penitenciario a “los reglamentos especiales para el gobierno
de los establecimientos en que deben cumplirse las penas.
No obstante, el art. 80 incs. 3 y 4 CP limita los poderes
disciplinarios de la Administración Penitenciaria para imponer las
sanciones de encierro en celda solitaria e incomunicación con personas
extrañas al establecimiento, el inc. 3, estableciendo un tiempo máximo
de duración de medidas (un mes); y el 4, al exigir una autorización
judicial previa para su “repetición”, la que solo puede concederse para
“resguardar la seguridad e integridad del detenido o preso”.
Por repetición parece dar a entender la ley una repetición sucesiva e
inmediata de la medida disciplinaria que ya se está cumpliendo, pues
de otra manera resultaría absurdo que la autoridad penitenciaria deba
recurrir a la judicatura para autorizar la aplicación de un día de
encierro o incomunicación, solo por haberse impuesto anteriormente
al detenido o preso otra medida semejante. Por su parte, el art. 87 del
Reglamento de Establecimientos Penitenciarios parece ir más allá de lo
dispuesto por el Código, al exigir la autorización del juez para la
repetición de “toda medida disciplinaria”.
Dicho Reglamento también reduce la medida de encierro en celda
solitaria a un máximo de quince días y no contempla como medida
disciplinaria independiente la incomunicación con personas extrañas
al establecimiento penal, aunque podría asimilarse a ella la privación
de visitas y comunicaciones con el exterior (art. 81 g).

E. Derechos humanos y régimen carcelario


Con independencia de las fuentes normativas de la regulación del
sistema carcelario, han surgido en estos últimos años diferentes
iniciativas tendientes a consolidar en la práctica los derechos humanos
de las personas privadas de libertad que, en principio, no se
encuentran afectas a otras privaciones que las de esa libertad y las que
imponen las condiciones mínimas para hacerlas seguras.
Así, se ha litigado en sede de protección contra la imposibilidad
fáctica de la participación de los presos no condenados a penas
a ictivas para ejercer su derecho a voto (Marshall y Rochow, 233, a
propósito de la SCS 2.2.2017, Rol 87743-17). También, respecto de
presos pertenecientes a nuestros pueblos originarios, se ha litigado y se
han desarrollado estudios para determinar el ámbito del ejercicio de su
libertad de culto dentro y fuera de las prisiones (Royo, 259), lo que ha
llevado a su reconocimiento efectivo en la Res. Ex. 3925, de
29.7.2020, en que Gendarmería de Chile da facilidades y
autorizaciones para una práctica no discriminatoria de tales derechos,
tanto en centros cerrados como abiertos. En dicha resolución se
establece, además, el derecho a la huelga de hambre de los presos, por
lo que ya no se considera falta grave a la disciplina, lo que no deja de
ser, en buena medida, contradictorio con la presentación de recursos
de protección para la alimentación forzada de los presos que adoptan
esa decisión, cali cada por la Res. Referida como “una forma de
protesta social, pací ca y extrema al mismo tiempo, cuando se
sustenta en el derecho fundamental a la libertad de expresión,
consagrado en el artículo 13, de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos” (sobre la aparentemente insalvable contradicción
entre la autonomía y dignidad personal y el tratamiento médico y
alimentación forzadas de huelguistas de hambre, v. el voto disidente de
S. Muñoz en la SCS 18.8.2020, Rol 95030-20, que acogió un recurso
para trasladar a huelguistas de hambre mapuches a un centro
asistencial, contra su voluntad). La existencia de organismos
especializados en la defensa de los derechos humanos de los presos,
tanto estatales (INDH) como no gubernamentales (LEASUR, p. ej.),
promete no solo una profundización de estas cuestiones, sino su
expansión hacia otros aspectos relevantes en las condiciones
carcelarias y el trato humano que se espera ofrezca el Estado a las
personas que priva de libertad.

§ 2. Cumplimiento en libertad de las penas de presidio y


reclusión. El régimen de libertad condicional
A. El proceso de reinserción social dentro de los establecimientos
penitenciarios
Conforme al Reglamento, existirá en cada Centro Penitenciario un
Consejo Técnico integrado por los o ciales penitenciarios y los
profesionales y funcionarios a cargo de áreas y programas de
rehabilitación, cuya principal función es servir de “ente articulador de
las acciones de tratamiento de la población penal”, a través de la
realización de actividades y acciones de reinserción social de carácter
educativo, laboral, cultural, deportivos y recreativos; y en particular,
informar las solicitudes relativas a la concesión de los permisos de
salida, previos a la concesión de la libertad condicional.
Estas actividades y acciones deberán orientarse a “remover, anular o
neutralizar los factores que han in uido en la conducta delictiva” del
condenado y “tendrán como referente el carácter progresivo del
proceso de reinserción social del interno” y las “necesidades
especí cas” del mismo, al punto que la participación de los internos
en tales actividades es voluntaria y el hecho de rehusarse a participar
no puede reportarles consecuencias disciplinarias (arts. 92 a 94).
a) Los permisos de salidas
Según el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios, el objetivo
principal de estos permisos es preparar progresivamente “la
reinserción familiar y social del condenado” (art. 107). Añade el art.
97 que “solo podrán concederse a quienes hayan demostrado avances
efectivos en su proceso de reinserción social” y tengan posibilidades de
contar con medios o recursos de apoyo o asistencia fuera del penal.
Para demostrar aquello “será fundamental el informe psicológico que
dé cuenta de la conciencia de delito, del mal causado con su conducta
y de la disposición al cambio, de modo que se procure, por una parte,
constatar que el interno responde efectiva y positivamente a las
orientaciones de los planes y programas de reinserción social y, por
otra, evitar la mera instrumentalización del sistema con el n de
conseguir bene cios”.
Tratándose de la concesión de permisos a las personas condenadas
por homicidio, castraciones, mutilaciones, lesiones graves gravísimas,
lesiones graves, lesiones menos graves, violación, abuso sexual,
secuestro, sustracción de menores, tormentos o apremios ilegítimos,
asociación ilícita, inhumaciones y exhumaciones, cualquiera haya sido
la denominación que dichas conductas hubieren tenido al momento de
su condena, que fueren perpetrados en el contexto de violaciones a los
derechos Humanos, por agentes del Estado o por personas o grupos
de personas que actuaron con la autorización, el apoyo o la
aquiescencia del Estado, el informe respectivo deberá dar cuenta,
además, del arrepentimiento del interno por los hechos cometidos.
Además, deberán acreditar por cualquier medio idóneo que han
aportado antecedentes serios y efectivos en causas criminales por
delitos de la misma naturaleza (art. 109 ter).
Los permisos y sus condiciones especí cas son los siguientes: i) salida
esporádica (art. 100); ii) salida dominical (art. 103); iii) salida de n
de semana (art. 104); y iv) salida controlada al medio libre (art. 105).
Como sus nombres lo indican, se trata de un sistema progresivo de
salidas en libertad cuyo objeto principal es preparar al interno para su
reinserción social, sea mediante la libertad condicional o la
supervigilancia del Patronato de Reos, cuando corresponda.

B. Reducción de la condena por “comportamiento sobresaliente”


La Ley 19.856, de 2003, introdujo el sistema de rebaja de pena por
buena conducta que permite su reducción durante el cumplimiento,
permitiendo adelantar los plazos para la obtención de la libertad
condicional. El bene cio consiste en la reducción de dos meses por
cada año de cumplimiento en la primera mitad del tiempo de condena
y de tres meses, en la segunda, para los condenados que hubieren
demostrado “comportamiento sobresaliente” (arts. 2 y 3).
Aunque la ley señala que “los bene cios regulados en los artículos
anteriores tendrán lugar solo en el momento en que se diere total
cumplimiento a la pena impuesta, una vez aplicadas las rebajas” (art.
4), lo cierto es que ello no es estrictamente así, pues la rebaja nominal
acumulada se toma en cuenta para establecer el momento en que el
condenado puede solicitar su libertad condicional. En efecto, el art. 5
Ley 19.856 establece que la demostración de comportamiento
sobresaliente “será considerada como antecedente cali cado para la
obtención de libertad condicional”, declarando a quienes lo
demuestren “habilitados para postular al régimen de libertad
condicional en el semestre anterior a aquel en que les hubiere
correspondido hacerlo conforme al DL N.º 321, de 1925, y su
reglamento.”
El “comportamiento sobresaliente” es aquél “que revelare notoria
disposición del condenado para participar positivamente en la vida
social y comunitaria, una vez terminada su condena” (art. 7) y se
cali ca por una Comisión designada al efecto, una vez al año. Dicha
Comisión está compuesta por un Ministro de la Corte de Apelaciones,
tres jueces de lo criminal, un abogado externo y dos peritos. Para
cali car la conducta de sobresaliente, se toman en cuenta los
siguientes factores: asistencia a la escuela, liceo o cursos del penal
(estudio); asistencia a talleres o programas de capacitación (trabajo);
sometimiento a terapias clínicas (rehabilitación); y responsabilidad en
el comportamiento personal (conducta). Además, se puede considerar
el “nivel de integración y apoyo familiar del condenado, si lo tuviere,
y al nivel de adaptación social demostrado en uso de bene cios
intrapenitenciarios”.
Es importante destacar que, tanto para los efectos de la rebaja por
comportamiento sobresaliente, como para la libertad condicional, se
toma en cuenta el tiempo que un condenado hubiere permanecido en
prisión preventiva, pudiendo, por tanto, cali carse la conducta desde
el primer año con posterioridad a la condena para optar a las rebajas
por el comportamiento sobresaliente correspondientes a todo el
tiempo de prisión preventiva (art. 9).

C. La libertad condicional
a) Concepto
La libertad condicional es en nuestro sistema el equivalente a la
parole o libertad bajo palabra de los sistemas anglosajones. Fue
incorporada en nuestra legislación por el DL 321, de 1925, como uno
de los primeros éxitos de la escuela positiva en las reformas legales de
la primera mitad del siglo XX, para hacer frente a la deshumanización
e incapacidad para resocializar a los condenados del estricto régimen
del Código. Entonces se concebía como última etapa del régimen
penitenciario de ejecución progresiva de las penas, dividido en
períodos que iban desde el aislamiento extremo hasta el tratamiento
en libertad, conocido también como sistema irlandés e instaurado en
Chile por el ya derogado Reglamento Carcelario de 1928 (Sepúlveda y
Sepúlveda, 86). Hoy en día, el actual Reglamento Penitenciario lo
considera como la última etapa de las “actividades y acciones para la
reinserción social” que debe desarrollar la administración
penitenciaria conforme a dicho cuerpo normativo, cuyos sustentos
ideológicos se encuentran en la concepción de la ejecución de la pena
como un sistema que ofrece alternativas para que los condenados
puedan ser capaces de resolver los con ictos pasados y futuros que
suponen su condición (Bustos, Bases, 149).
Según la actual redacción del DL 321, la libertad condicional es “un
medio de prueba de que la persona condenada a una pena privativa de
libertad y a quien se le concediere, demuestra, al momento de postular
a este bene cio, avances en su proceso de reinserción social”. (art. 1)
Se obtiene y se revoca por resolución fundada de la Comisión de
Libertad Condicional (art. 5). Su duración comprende todo el tiempo
restante de la condena, pero quienes hayan cumplido la mitad de este
tiempo y hubieran cumplido las condiciones establecidas en su plan de
seguimiento e intervención individual, “podrán ser bene ciadas con la
concesión de su libertad completa” a través de una resolución de la
Comisión respectiva (art. 8). Una vez que el penado termina el período
de libertad condicional sin que haya sufrido una nueva condena o sin
que se haya revocado su libertad, “la pena se reputará cumplida” (art.
3 Reglamento).
Ya no puede discutirse si ella consiste o no en un “derecho” del
condenado, pues el DL 321 no emplea más esa expresión. En cambio,
se la de ne también como un “bene cio que no extingue ni modi ca
la duración de la pena, sino que es un modo particular de hacerla
cumplir en libertad por la persona condenada” (art. 1, inc. 2). La
actual redacción del DL 321 destaca, además, el carácter facultativo
de su concesión al emplear sus arts. 2 a 3 ter la expresión “podrá
concederse” y señalar en su art. 5 que su concesión, rechazo o
revocación “será facultad de la Comisión de Libertad Condicional”.
Esta Comisión, compuesta por un ministro de Corte de Apelaciones
y cuatro jueces de garantía o de tribunales orales en lo penal de la
jurisdicción respectiva (en Santiago, diez) se reúne dos veces al año,
los primeros quince días de los meses de abril y octubre, y decide
sobre la base del informe elaborado por Gendarmería de Chile sobre
el cumplimiento de los requisitos de tiempo, conducta y riesgo de
reincidencia ya mencionados de los condenados que postulen (art. 4).
El art. 5 entrega completamente a la Comisión la evaluación del
cumplimiento de los requisitos que permiten la concesión del
bene cio, para cuya constatación se pueden tener a la vista no solo los
antecedentes emanados de Gendarmería de Chile, sino todos los
demás que “considere necesarios para mejor resolver”.
En todo caso, puesto que la resolución que concede, rechaza o
revoca el bene cio ha de ser fundada, debe dar cuenta de esos
antecedentes y su relación con la denegación u otorgamiento del
bene cio, esto es, si se puede o no demostrar avances en el proceso de
reinserción social del condenado, al momento de postular, más allá del
transcurso del tiempo previsto en cada caso y la buena conducta en el
penal. Luego siempre será posible la litigación acerca del
cumplimiento de esta exigencia de fundamentación, por la vía del
amparo constitucional.
b) Requisitos
Para poder postular a la libertad condicional, los condenados deben
reunir tres requisitos de distinta naturaleza: i) un determinado tiempo
servido de la condena impuesta, ii) comportamiento intachable dentro
del penal, y iii) demostrar avances en su proceso de resocialización.
En cuanto al tiempo servido de la pena impuesta, la regla general del
cumplimiento de la mitad de la condena se ha modi cado en diversas
ocasiones, exigiendo un mayor tiempo servido de la condena impuesta
según la clase de delito o cuantía de la pena que se trate, como
“concesiones a los atavismos vindicativos, y una renuncia lamentable
a las responsabilidades impuestas por la prevención especial” (Cury
PG, 724). Además, para evitar que los condenados obtengan la
libertad condicional mientras cumplen otra pena, la actual redacción
del N.º 1) art. 2 establece que, si “la persona condenada estuviere
privada de libertad cumpliendo dos o más penas, o si durante el
cumplimiento de éstas se le impusiere una nueva, se sumará su
duración, y el total que así resulte se considerará como la condena
impuesta para estos efectos”.
Este requisito se cumple, por regla general a la mitad del tiempo de
la condena, salvo en los siguientes casos: i) en los condenados a
presidio perpetuo cali cado, a los cuarenta años; ii) en los condenados
a presidio perpetuo y a penas que sumen más de cuarenta años de
privación de libertad, a los veinte años; iii) en los condenados por los
delitos de parricidio, femicidio, homicidio cali cado, infanticidio,
robo con homicidio, violación con homicidio, violación, abuso sexual
impropio simple y agravado, producción de pornografía infantil,
promoción y facilitación de la prostitución infantil, trata de personas,
robo en lugar habitado y robo con violencia e intimidación simple
(arts. 365 bis, 366 bis, 366 quinquies, 367, 411 quáter, 436 y 440);
homicidio de miembros de las policías, de integrantes del Cuerpo de
Bomberos de Chile y de Gendarmería de Chile, en ejercicio de sus
funciones; conducción en estado de ebriedad causando muerte o
lesiones graves (art, 196 Ley de Tránsito); y el de elaboración o trá co
de estupefacientes, cuando hubieren cumplido dos tercios de la
condena. Excepcionalmente, es estos últimos casos, “se podrá
conceder la libertad condicional una vez cumplida la mitad de la pena
privativa de libertad de forma efectiva a las mujeres condenadas en
estado de embarazo o maternidad de hijo menor de 3 años” (art. 3
ter).
El tiempo de cumplimiento se aumenta también a los dos tercios de
la condena (salvo que se trate de presidio perpetuo) para los
condenados por delitos que la sentencia, de conformidad con el
derecho internacional, hubiere considerado como genocidio, crímenes
de lesa humanidad o crímenes de guerra, cualquiera haya sido la
denominación o clasi cación que dichas conductas hubieren tenido al
momento de su condena; o por alguno de los delitos tipi cados en la
Ley 20.357, exigiéndose, además, al momento de postular, acreditar
colaboración sustancial con la justicia durante el proceso, amén de
otras consideraciones relativas a la afectación de la seguridad pública,
la facilitación de la ejecución de las resoluciones judiciales y
reparación para las víctimas, y la presunción de que el liberto no
afectará a las víctimas o a sus familiares con acciones o expresiones
inapropiadas.
Excepcionalmente, todos los requisitos temporales se reducen a diez
años para los condenados a presidio perpetuo por delitos
contemplados en la Ley 18.314, que determina conductas terroristas y
ja su penalidad y, además condenadas por delitos sancionados en
otros cuerpos legales, “siempre que los hechos punibles hayan
ocurrido entre el 1 de enero de 1989 y el 1 de enero de 1998 y
suscriban, en forma previa, una declaración que contenga una
renuncia inequívoca al uso de la violencia”.
Por otra parte, el requisito de buen comportamiento (“haber
observado conducta intachable durante el cumplimiento de la
condena”), se ha reducido a obtener nota “muy buena” en los cuatro
bimestres anteriores a la postulación o, si la pena es menor de 541
días, en los tres anteriores. (art. 2 N.º 2).
El tercer requisito para conceder la libertad condicional corresponde
al hecho de demostrar avances en el proceso de resocialización. Según
el art. 2 N.º 3 esto se constata por la valoración del riesgo de
reincidencia, lo que determina sus posibilidades para reinsertarse
adecuadamente en la sociedad. El riesgo de reincidencia se determina
mediante la aplicación de test estandarizados según el modelo
adoptado en 2010 por el Ministerio de Justicia (modelo “Riesgo-
Necesidad-Responsividad”), que considera como factores generales
para su determinación la historia delictual, educación/empleo,
familia/pareja, uso del tiempo libre, pares, consumo de alcohol/drogas,
actitud y orientación “procriminal” y patrón antisocial; y como
factores especí cos las características de personalidad con potencial
criminógeno (p. ej., de ciente manejo de la ira, habilidades de
autocontrol, etc.) y los antecedentes de agresión de tipo sexual,
violenta y otras formas de comportamiento antisocial (para una
exposición crítica de este modelo, de origen canadiense, basado en la
psicología conductual, v. Velásquez, 72). Dado que estos factores se
encuentran presentes desde el momento del ingreso del condenado,
será relevante para determinar sus “avances” en el proceso de
reinserción, demostrar el cambio en los mismos, que principalmente
puede tener relación con el producido en el comportamiento y
personalidad del condenado con relación a su adherencia o
“responsividad” al plan de intervención individual. El art. 2 N.º 3 DL
321 impone a Gendarmería de Chile la obligación de informar a la
Comisión acerca de estos factores explicitando en el informe “los
antecedentes sociales y las características de personalidad de la
persona condenada, dando cuenta de la conciencia de la gravedad del
delito, del mal que éste causa y de su rechazo explícito a tales delitos”.
c) Condiciones a que quedan sujetos los reos libertos y
revocación
Obtenida la libertad condicional, el liberto queda sujeto a un
Delegado de Libertad Condicional de Gendarmería de Chile, quien
deberá elaborar un plan de intervención individual, “el que deberá
comprender reuniones periódicas, las que durante el primer año de
supervisión deberán ser a lo menos mensuales, la realización de
actividades tendientes a la rehabilitación y reinserción social del
condenado, tales como la nivelación escolar, la participación en
actividades de capacitación o inserción laboral, o de intervención
especializada de acuerdo a su per l”. La ley exige, además, que “la
persona condenada deberá rmar un compromiso de dar
cumplimiento a las condiciones de su plan” (art. 6).
La revocación del bene cio es facultativa para la Comisión de
Libertad Condicional (art. 5), quien resolverá previo informe de
Gendarmería de Chile, en caso de que el liberto fuere condenado por
cualquier delito (incluye las faltas) o incumpliere las condiciones
establecidas en su plan de intervención individual, sin justi cación
su ciente. Revocado el bene cio, se podrá volver a solicitar una vez
cumplida la mitad del tiempo restante de la condena que se vuelve a
cumplir (art. 7).
Curiosamente, la ley no dispone la revocación en caso de que el
liberto no se presente dentro de los 45 días siguientes a la concesión
del bene cio al proceso de elaboración y suscripción de su plan
individual de intervención, de modo que, indirectamente, se favorece
que tales planes no se suscriban, dejando al liberto sin control y sin
posibilidad clara de revocar su bene cio, al no existir causal para ello
en este art. 7.

§ 3. Eliminación de antecedentes penales y supresión del


prontuario
A. Régimen del DL 409, de 1932
El art. 1 DL 409 establece que toda persona “tendrá derecho
después de dos años de haber cumplido su pena, si es primera
condena, y de cinco años, si ha sido condenado dos o más veces, a que
por decreto supremo, de carácter con dencial, se le considere como si
nunca hubiere delinquido para todos los efectos legales y
administrativos y se le indulten todas las penas accesorias a que
estuviere condenado”. Tratándose de condenados a penas de
inhabilitación absoluta perpetua o temporal para cargos, empleos,
o cios o profesiones ejercidos en ámbitos educacionales o que
involucren una relación directa y habitual con personas menores de
edad (art. 39 bis CP), solo se podrá pedir la eliminación de los
antecedentes diez años desde el cumplimiento de la pena, sin importar
el número de condenas.
El texto citado añade que el decreto que concede este bene cio se
considerará como una recomendación al Senado para los efectos de la
rehabilitación a que se re ere el art. 17 CPR.
Se trata de una medida que tiende a limitar las “consecuencias
discriminatorias en la mantención de tales anotaciones una vez
terminada la fase de ejecución de penas” (Villalobos, 168). Esta
limitación debiera alcanzar incluso a la agravante de reincidencia, si se
hace efectiva la nalidad que en sus considerandos se declara, esto es,
que la eliminación de antecedentes sirva “como un medio de levantar
la moral del penado para que se esfuerce por obtener su mejoramiento
por medio del estudio, del trabajo y de la disciplina, debe dársele la
seguridad de que, una vez cumplida su condena y después de haber
llenado ciertos requisitos, pasará a formar parte de la sociedad en las
mismas condiciones que los demás miembros de ella y de que no
quedará el menor recuerdo de su paso por la prisión”.
Para hacer efectivo el bene cio, el condenado debe presentarse al
Patronato de Reos respectivo, rmando mensualmente durante dos
años, y cumplir, además, los siguientes requisitos: i) haber observado
muy buena conducta en la prisión o en el lugar en que cumplió su
condena; ii) conocer bien un o cio o una profesión; iii) poseer
conocimientos mínimos de cuarto año de escuela primaria; y iv) no
haber sufrido ninguna condena durante el tiempo de prueba y hasta la
fecha de dictarse el decreto respectivo.
El DL 409 contempla, además, otra medida de vital importancia
para los libertos, consistente en la posibilidad de otorgarles, dentro de
las cárceles, en caso de necesidad, alojamiento y rancho en
departamentos separados de los presos, a cambio de trabajo.

B. Régimen de los condenados a penas sustitutivas de la Ley


18.216
Tratándose de condenados cuyas penas se hubieren sustituido por
alguna de las previstas en la Ley 18.216 y no tuvieren condenas
cumplidas anteriormente por crimen o simple delito, diez o cinco años
antes respectivamente, su art. 38 dispone que ello “tendrá mérito
su ciente para la omisión, en los certi cados de antecedentes, de las
anotaciones a que diere origen la sentencia condenatoria”, debiendo el
tribunal competente o ciar al Servicio de Registro Civil e
Identi cación al efecto. La omisión, desde el momento mismo de la
comunicación de la imposición de la pena sustitutiva importa la
expedición de tales certi cados para terceros sin que en ellos consten
los antecedentes que se omiten, pero no alcanza a las certi caciones
que se envían a los tribunales de justicia.
El posterior cumplimiento satisfactorio de las penas sustitutivas
“tendrá mérito su ciente para la eliminación de nitiva, para todos los
efectos legales y administrativos, de tales antecedentes prontuariales”,
debiendo o ciar el tribunal que declare cumplida la respectiva pena
sustitutiva al Servicio de Registro Civil e Identi cación, el que
practicará la eliminación.
Luego, en caso de incumplimiento o cumplimiento “insatisfactorio”,
no habrá lugar ni para esta eliminación ni la del DL 409.
No obstante, siempre será necesario recurrir al régimen del DL 409
en caso de cumplimiento satisfactorio, una vez transcurridos los
plazos correspondientes, pues la eliminación prevista en la Ley 18.216
no alcanza al efecto de las condenas respecto de los certi cados que se
otorguen para el ingreso a las Fuerzas Armadas, a las Fuerzas de
Orden y Seguridad Pública y a Gendarmería de Chile, y los que se
requieran para su agregación a un proceso criminal.

C. Régimen del DS 64
El art. 8 de este DS, que reglamenta la eliminación de prontuarios
penales, de anotaciones, y el otorgamiento de certi cados de
antecedentes, permite al Director del Registro Civil la eliminación
administrativa de ciertas anotaciones en los prontuarios de los
condenados en los siguientes casos especiales: i) cuando se trate de
faltas, respecto de las cuales han transcurrido tres años desde el
cumplimiento de la condena; ii) cuando se trate de personas
sancionadas por cuasidelito, simple delito o crimen, con multa o con
pena corporal o no corporal hasta de tres años de duración y hayan
transcurrido diez años, a lo menos, desde el cumplimiento de la
condena en los casos de crimen, y cinco años o más, en los casos
restantes; y iii) cuando se trate de condenados que hayan cumplido
una pena no a ictiva y que a la fecha de la comisión del delito tenían
menos de 18 años, caso en el cual se procederá a eliminar la anotación
del prontuario desde el mismo momento en que se cumple la condena.
No obstante, los menores de 18 años a la fecha de la comisión del
delito, que sean condenados con una pena a ictiva, deberán esperar
que transcurran tres años. En este último caso, la eliminación
requerirá que el interesado acredite irreprochable conducta anterior,
mediante los antecedentes que el Director del Servicio de Registro
Civil exija, y siempre que la anotación de que se trate sea la única que
exista en su prontuario. Pero no se requerirá probar irreprochable
conducta anterior y el Director del Servicio podrá eliminar de o cio la
única anotación existente, transcurridos 20 años o más desde el
cumplimiento de la pena.
Se podrá también omitir la constancia de los antecedentes en los
certi cados emitidos para terceros, antes de eliminarlos, cumplidos los
requisitos del art. 13, que son, básicamente, acompañar a la autoridad
un certi cado de ejecutoria, otro de cumplimiento de condena y uno
del pago de la multa (Achiardi, 850).
SEXTA PARTE
EXTINCIÓN Y EXCLUSIÓN DE
LA RESPONSABILIDAD PENAL
Capítulo 14
Defensas no exculpatorias
Bibliografía
Aldunate, E., “Una necesaria revisión de la amnistía, sus presupuestos de validez y las
limitaciones en el orden constitucional e internacional penal”, LH Bustos; Balmaceda, G.,
“La prescripción en el derecho penal chileno”, RCP 43, N.º 1, 2016; Beltrán, R., “Acerca de
la necesidad de reconocer en Chile el denominado “abono heterogéneo”: Comentario a la
sentencia de la Corte Suprema Rol 3709-2019, de 11 de febrero de 2019”, Ius et Praxis 25,
N.º 2, 2019; Blanco, R., Díaz, A., Heskia, J. y Rojas, H., Justicia Restaurativa: Marco
Teórico, Experiencias comparadas Propuestas de Política Pública, Santiago, 2004;
Bobadilla, C., “La ‘pena natural’: fundamentos, límites y posible aplicación en el derecho
chileno”, RPC 11, N.º 22, 2016; Braithwaite, J., “Restorative justice”, en Tonry, M. (Ed.),
The Handbook of Crime and Punishment, Oxford, 1998; Cabezas, C., “La prescripción de
los delitos contra la humanidad; algunas re exiones acerca de su fundamento”, RCP 43,
N.º 4, 2016; “La prescripción de la acción pena y la suspensión de la misma en el derecho
positivo. Un estudio histórico-comparado”, DJP 40, 2020; Cárdenas, C., “Caso
‘Guarnición Chena’” y “Caso ‘Londres 38’”, Casos PG; Carnevali, R., “Caso ‘Amnistía a
los agentes de la Dina’”, Casos PG; “La justicia restaurativa como mecanismo de solución
de con ictos. Su examen desde el derecho penal”, R. Justicia Juris 13, N.º 1, 2017;
“Mecanismos alternativos de solución de con ictos en materia penal en Chile. Una
propuesta de lege ferenda”, Ius et Praxis 25, N.º 1, 2019; Cortés, J., “Reiteración y delito
continuado desde la perspectiva de la prescripción de la acción penal”, R. Jurídica del
Ministerio Público N.º 41, 2009; Delgado, J. y Carnevali, R., “El rol del juez penal en los
acuerdos reparatorios: soluciones alternativas efectivas”. RPC 15, N.º 29, 2020; Díaz C.,
A., “Apuntes sobre algunos problemas que plantean los artículos 96 y 103 del Código Penal
y su relación con la prescripción”, Doctrinas GJ II; Díaz G., A., “La experiencia de la
mediación penal en Chile”, RCP 5, N.º 9, 2010; Fontecilla, R., “Amnistía e indulto”,
Clásicos RCP I; Girao, F., “La naturaleza jurídica de la regla sobre la imprescriptibilidad de
los delitos internacionales y su incorrecta aplicación retroactiva”, DJP 41, 2020; González-
Fuente, The statute of limitations within the framework of Chilean transitional justice. An
analysis from the victims’ perspective, Göttingen, 2013; Guzmán D., J. L., “Comentario a
los arts. 93 a 104”, Texto y Comentario; “Crímenes internacionales y prescripción”, R.
Ciencias Sociales (Valparaíso) 49/59, 2005; La pena y la extinción de responsabilidad,
Santiago, 2008; “Sentido de la pena y reparación”, RPC 12, N.º 24, 2017; González R., I.,
“Justicia restaurativa en violencia intrafamiliar y de género”, R. Derecho (Valdivia) 26, N.º
2, 2013; González R., I. y Fuentealba, M.ª Soledad, “Mediación penal como mecanismo de
Justicia Restaurativa en Chile”, R. Derecho y Ciencia Política (Temuco) 4, N.º 3, 2013;
Hernández B., H., “Abono de prisión preventiva en causa diversa”, Informe Defensoría
Penal Pública, 2009; “La persecución penal de los crímenes de la dictadura militar en
Chile”, LH Profesores; Kindhäuser, U., Strafrecht. AT, 6.ª Ed., Baden-Baden, 2013; Horvitz,
M.ª I., “Amnistía y prescripción en causas sobre violación de derechos humanos en Chile”,
Anuario de Derechos Humanos (U. Chile) 2, 2006; Mañalich, J. P., “El derecho penal de la
víctima”, R. Derecho y Humanidades 10, 2004; “El secuestro como delito permanente
frente al DL de amnistía”, REJ 5, 2004; Terror, pena y amnistía, Santiago, 2010;
“Destierros y con scaciones”, Beccaria 250; Matus, J. P., “La justicia penal consensuada en
el nuevo Código de derecho procesal penal”, R. Crea (Temuco) 1, 2000; “El Informe Valech
y la tortura masiva y sistemática como crimen contra la humanidad cometido en Chile
durante el régimen militar”, R. Electrónica de Ciencias Penales y Criminología 7, 2005;
“Informe pericial ante la Corte Interamericana de derechos Humanos sobre Decreto Ley
2.191 de amnistía de fecha 19 de abril de 1978”, Ius et Praxis 12, N.º 1, 2006; Novoa M.,
E., Grandes procesos. Mis alegatos, Santiago, 1988; Mera, J., “El Decreto Ley de Amnistía
N.º 2.191, de 1978, y la exigencia de justicia por la violación de los derechos humanos”,
Clásicos RCP II; “Comentario a los arts. 93 a 105”, CP Comentado I; Oliver, G., “La nueva
regla de cómputo del plazo de prescripción de la acción penal en delitos sexuales con
víctimas menores de edad: algunos problemas interpretativos”, LH Novoa-Bunster; Ortiz
P., H., De la extinción de la responsabilidad penal, Santiago, 1990; Osorio, X. y Campos,
H., “Justicia restaurativa y mediación penal”, R. Derecho (Coquimbo) 10, 2003; Piña, J. I.
y Moreno, D., “Caso ‘Sucesión caso Chipas’”, Casos PG; Politoff, S., “Derecho penal con
mesura: una respuesta reduccionista a la mala conciencia del jurista”, Universum 10, 1995;
Reyes, L. y Oyharçabal, M., “Comentario de jurisprudencia”, R. Derecho (Consejo de
Defensa del Estado), N.º 35, 2016; Sáez, J., “La suspensión de la ejecución de la condena”,
R. Procesal Penal 14, 2003; Salas, J. Abono de la prisión preventiva en causa diversa.
Deconstrucción de una teoría dominante, Santiago, 2017; Szczaranski C., C.,
Culpabilidades y sanciones en crímenes contra los derechos humanos, Otra clase de delitos,
Santiago, 2004; Vargas V., J., La extinción de la responsabilidad penal, 2.ª Ed., Santiago,
1994; Videla, L., “Los acuerdos reparatorios a la luz del concepto de reparación”, REJ 13,
2010; Yuseff, G., La prescripción penal, 3.ª Ed., Santiago, 2009; Zúñiga, F., “Amnistía ante
la jurisprudencia (derechos humanos como límite al ejercicio de la soberanía)”, Ius et Praxis
2, N.º 2, 1997.

§ 1. Generalidades. La extinción de la responsabilidad penal


como defensa no exculpatoria
Defensas no exculpatorias son todas aquellas que se fundamentan en
puras razones de política criminal, esto es, en los límites del derecho
penal jados por razones de conveniencia en vez de consideraciones
referidas a la existencia del hecho punible, la participación culpable, la
falta de antijuridicidad del hecho o de culpabilidad del acusado. En un
sentido amplio, las defensas constitucionales y jurisdiccionales
también son no exculpatorias, pero las hemos tratado separadamente
por la especi cidad de sus fundamentos.
Las principales defensas no exculpatorias son las que el art. 93 reúne
bajo el rótulo de “causales de extinción de la responsabilidad penal”.
Junto a ellas se encuentran las diferentes formas de perdón
contempladas en los arts. 170, 240, 242 y 398 CPP, la reparación del
art. 241 CPP, y las excusas legales absolutorias, incluyendo el
arrepentimiento e caz (el desistimiento en la conspiración y la
proposición). La doctrina agrega el caso del pago del cheque girado en
descubierto en el procedimiento civil de cobro, lo que podría hacerse
también extensible al pago de las obligaciones tributarias y aduaneras
antes del ejercicio de la acción penal (Vargas V., Extinción, 207). Y,
aunque desde el punto de vista pedagógico se explican después de la
determinación del hecho punible y la participación culpable, en la
práctica forense su presentación es, por regla general, anterior al juicio
propiamente tal y sirven de fundamento, tratándose de la
contempladas en el art. 93, para una decisión de no iniciar la
investigación por parte de la scalía, sujeta a revisión judicial (art. 168
CPP), o para alegar el sobreseimiento de la causa antes del juicio oral,
de conformidad con el art. 250 d) CPP.

§ 2. La muerte
Conforme dispone el art. 93 N.º 1, la responsabilidad penal se
extingue “por la muerte del responsable”, esto es, su muerte en
sentido natural o legal (“muerte cerebral”, art. 19 Ley 20.584). Por
tanto, no alcanza a extinguir la responsabilidad penal la muerte
presunta del CC.
Sin embargo, al añadirse que, respecto de las penas pecuniarias, ellas
se extinguen “solo cuando a su fallecimiento no hubiere recaído
sentencia ejecutoria”, se plantea un problema de constitucionalidad al
contradecir el principio de “personalidad de las penas”, según el cual
la responsabilidad penal ha de ser siempre personal y no puede
extenderse a terceros inocentes del delito, como en este caso serían los
herederos del responsable difunto (Beccaria, Delitos, 125). Parece más
o menos evidente que cuando el art. 19 N.º 3 CPR asegura a todas las
personas que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta
que sanciona esté expresamente descrita en ella”, se re ere a las
conductas propias, y no de terceros, por causantes civiles que sean
(véanse además las acertadas críticas de la doctrina nacional
indiferente a este problema en Guzmán D., “Comentario”, 442; y
Piña y Moreno, 484. Para una discusión sobre el fundamento de esta
limitación, a la luz de los llamados nes de las penas, v. Mañalich,
“Destierros”, 287).

§ 3. Cumplimiento de la condena


A. Regla general
Por cumplimiento de la condena debe entenderse no solo el pago
completo y total de las pecuniarias y el servicio del tiempo decretado
respecto de las personales, con sus rebajas (Ley 19.858), sino también:
i) el cumplimiento de la pena a través del bene cio de la libertad
condicional (DL 321); y ii) el cumplimiento satisfactorio de la pena
sustitutiva (art. 38 Ley 18.216). Cumplida la pena, el DL 409 permite
que, bajo ciertas condiciones, el penado pueda ser considerado como
si nunca lo hubiese sido para “todos los efectos legales y
administrativos”, y especialmente en lo referente al otorgamiento del
certi cado de antecedentes respectivos.
Por su parte, el art. 26 CP dispone que “la duración de las penas
temporales empezará a contarse desde el día de la aprehensión del
imputado”, por lo que el cumplimiento de la condena, según la
duración del proceso puede haberse completado total o parcialmente
antes de la condena. Esta disposición se complementa con el art. 348
inc. 2 CPP, el cual dispone que “la sentencia que condenare a una
pena temporal deberá expresar con toda precisión el día desde el cual
empezará ésta a contarse y jará el tiempo de detención, prisión
preventiva y privación de libertad impuesta en conformidad a la letra
a) del artículo 155 que deberá servir de abono para su cumplimiento.
Para estos efectos, se abonará a la pena impuesta un día por cada día
completo, o fracción igual o superior a doce”.

B. Unificación de sentencia y abono heterogéneo de la privación


de libertad en procedimiento diverso como cumplimiento de
condena anticipado (art. 164 COT)
Actualmente, se discute si la regla del art. 164 COT permite imputar
al cumplimiento anticipado de una pena el tiempo de privación o
restricción de libertad sufrido en un proceso diferente por el que se
condenó, respecto del cual no se sufrió una pena o el tiempo de
privación o restricción de libertad fue superior al de la condena
efectivamente impuesta, el llamado “abono heterogéneo”.
Al respecto, la doctrina está dividida: mientras unos rechazan esta
clase de abono, sobre la base de su contrariedad con la idea de
retribución y la literalidad del art. 164 COT (Salas, 26); otros lo
consideran plenamente admisible, entendiendo la prisión preventiva en
causas no relacionadas ni posibles de uni car como una
“circunstancia posdelictiva de naturaleza iusfundamental”, que
permitiría fundamentar “a partir del principio de proporcionalidad y
el principio de compensación” su imputación a un proceso diferente
(Beltrán, 528). La jurisprudencia, por su parte, basada en una
interpretación literal del art. 26 CP que encuentra fundamento en la
historia de su establecimiento, ha abandonado las restricciones del art.
503, inc. 2 CPP 1906 (donde se limitaba el abono a los procesos
“acumulados”, institución hoy inexistente), no contempladas en el
actual art. 348 CPP, y acoge las actuales propuestas de interpretación
en favor del abono, solución al mismo tiempo ajustada a las ideas de
“justicia material” y del principio de favorabilidad en la
interpretación, lo que conlleva a la consecuente formación de la
llamada “cuenta corriente” de tiempos de privación de libertad sin
condena, abonables a cualquier procedimiento posterior en que
efectivamente se imponga una (v. por todas, SSCS 28.1.2020, Rol
5448-20 y 27.3.2017, RCP 44, N.º 2, 263, con nota aprobatoria de J.
Ferdmann). Esta era la posición de la doctrina antes del CPP 1906, lo
que parece abonar la tesis jurisprudencial ahora dominante
(Hernández B., “Abono”, 6, y Guzmán D., La pena, 314).

§ 4. Perdón y reparación (justicia restaurativa y consensuada)


A partir de la década de 1990 se ha desarrollado en la criminología
anglosajona un movimiento que reconoce en la solución del con icto
penal por parte de los propios interesados un principio de justicia
restaurativa, diferente a las funciones que tradicionalmente se asignan
al sistema penal (Braithwaite). Entre nosotros, algunos reconocen la
existencia de un marco legal que permitiría, a través de las salidas
alternativas y las penas sustitutivas del actual sistema procesal penal,
un uso más intensivo de esta forma alternativa de resolución de
con ictos, sobre todo si se institucionalizara la mediación entre los
involucrados (Osorio y Campos, 141). Desde el punto de vista de la
criminología crítica se enfatiza en que esta clase de “salidas
alternativas” son más útiles para la sociedad, por el desarrollo
implícito en ella de ciertas habilidades útiles para la supervivencia,
como “negociar, persuadir, convencer, agrupar y reintegrar” (Díaz G.,
62). Sin embargo, se debe reconocer que la realidad normativa es más
estrecha de lo que se podría esperar, reduciéndose el ámbito de la
mediación y restauración a los acuerdos reparatorios en delitos de
acción pública y la conciliación dentro del procedimiento por delito de
acción privada (arts. 241 y 404 CPP), únicos casos en que “se exige,
para que puedan materializarse, el consentimiento, tanto del imputado
—no se requiere que reconozca su responsabilidad en los hechos—
como de la víctima” (Carnevali, “Justicia Restaurativa”, 129. En el
mismo sentido, con propuestas de reforma que favorecen la
participación y la mediación, Blanco et al, 77). Por otra parte, la
experiencia parece indicar un uso limitado de la mediación penal en
Chile, a pesar de sus prometedores resultados, incluso en contextos
institucionales favorables (González R. y Fuentealba, 204). Es más,
para evitar el abuso de la posición de dominación en situaciones de
violencia intrafamiliar, el art. 19 Ley 20.066 declara improcedentes los
acuerdos reparatorios en esta clase de delitos, lo que limita la
mediación formal solo a los hechos conocidos por los Tribunales de
Familia, a pesar de ser este uno de los ámbitos donde la justicia
restaurativa pareciera tener mejores perspectivas de éxito (González
R.)
A esa limitación normativa debe añadirse que, en la práctica, las
formas procesales y la celeridad auto impuesta por los operadores del
sistema desincentivan la intervención de equipos especializados de
mediación que permitan desarrollar habilidades diferentes a la
negociación de una salida alternativa por razones de conveniencia
propias de una justicia penal “consensuada” más que “restaurativa”.
Los críticos a este tipo de salidas alternativas ven en estos procesos de
negociación el fundamento para su rechazo, entendiendo que la
reparación ha de estar en manos de la decisión judicial, como un
medio para “remediar el daño causado por el delito o las
consecuencias nocivas directamente ligadas a él, sea mediante una
recomposición directa, sea subsanándolo mediante una prestación
substitutiva o conductas simbólicas” que podrían ser impuestas sin
acuerdo del condenado ni de la víctima (Guzmán D., “Reparación”,
1059).
Por ello, estimamos posible entender de manera más amplia el
concepto de justicia restaurativa o reparatoria y abarcar en él todos
los mecanismos de perdón y reparación que establece la legislación
nacional, los que pueden clasi carse entre aquellos en que el perdón
emana de las autoridades, como la amnistía, el indulto y la suspensión
condicional del procedimiento (perdón o cial) y el que surge de las
víctimas del delito, como el perdón en los delitos de acción privada, la
renuncia en los de acción pública previa instancia particular y los
acuerdos reparatorios en los de acción pública (perdón privado),
donde son evidentes las limitaciones cada vez mayores a las formas
derivadas de la idea de la gracia del soberano (amnistía e indulto) y el
fortalecimiento de las formas alternativas de resolución de con ictos
(suspensión condicional del procedimiento y acuerdos reparatorios).
De lege ferenda, se propone por parte de la doctrina profundizar en
mecanismos institucionalizados de mediación reservados y no
contradictorios entre víctima e imputado, en todas las etapas del
proceso, y en “condiciones de igualdad, información previa y
participación voluntaria”, sin reconocimiento de culpabilidad y, de
preferencia, respecto de delitos en que no se haya ejercido violencia
contra la víctima, requisito que, con todo, no se entiende obligatorio
para esta clase de procesos restaurativos (Carnevali, “Mecanismos”,
430). No obstante, subsiste la pregunta de fondo acerca de si en estos
casos donde procedería la mediación y la reparación a la víctima no
sería preferible prescindir del todo del sistema de justicia penal en vez
de otorgar a una parte del con icto la poderosa herramienta de
negociación consistente en la amenaza de un proceso penal en contra
de la otra (con detalle, desde la perspectiva de los nes de la pena,
Mañalich, “Víctima”, 256).
A. Amnistía
Conforme al art. 93 N.º 3, la amnistía “extingue por completo la
pena y todos sus efectos”. Ella corresponde a la forma más amplia de
perdón o cial, el ejercicio del derecho de gracia que el soberano
otorga a través de sus representantes en el Congreso Nacional, por ley
y en la forma y con las limitaciones contempladas en la CPR. Se
denomina propia cuando se dirige a hechos no enjuiciados todavía,
impidiendo la condena por los mismos, e impropia, cuando solo afecta
penas ya impuestas. En este caso, se extiende a todas ellas, incluso las
accesorias, pero no a la responsabilidad civil derivada del delito y así
declarada por sentencia rme (RLJ 175).
Nuestra legislación interna no ha incorporado explícitamente las
limitaciones provenientes del fundamento político de la institución,
esto es, “facilitar la paci cación de una comunidad cuya vida hubiese
atravesado un período de grave turbulencia política y social”
(Guzmán D., “Comentario”, 445). Sin embargo, éstas se encuentran,
p. ej., en el art. 5.5. del Protocolo II adicional a los Convenios de
Ginebra de 1949 relativo a la protección de las víctimas de los
con ictos armados sin carácter internacional, de 1977, que especi ca
sus condiciones y destinatarios: “A la cesación de las hostilidades, las
autoridades en el poder procurarán conceder la amnistía más amplia
posible a las personas que hayan tomado parte en el con icto armado
o que se encuentren privadas de libertad, internadas o detenidas por
motivos relacionados con el con icto armado”; excluyendo la
legitimidad de las llamadas “auto amnistías”, esto es, las dictadas por
los vencedores del con icto en su propio bene cio (Aldunate,
“Revisión”, 145).
Una vez promulgada la ley de amnistía, ella se extiende a todos los
hechos punibles a que hace referencia, realizados con anterioridad a su
promulgación, durante el tiempo que en ella se indica. Abarca, luego,
tanto delitos consumados como frustrados y tentados, y las diferentes
formas de participación en ellos. La di cultad surge respecto a los
delitos cuya consumación se prolonga en el tiempo, con posterioridad
a la promulgación de la ley de amnistía: puesto que una amnistía
preventiva es inadmisible (se trataría más bien de una derogación),
habrá que concluir que todo hecho punible que traspasa el tiempo de
lo perdonado no goza de dicho perdón, y así sucede con los delitos
permanentes, y la parte no amnistiada de los continuados, habituales y
de emprendimiento.
Es discutible que en nuestro actual sistema procesal se pueda seguir
a rmando el carácter irrenunciable de esta defensa (Mera,
“Comentario”, 716), no solo por razones materiales relativas al
empleo de personas para nalidades sociales (Guzmán D.,
“Comentario”, 448), sino también procesales, atendido que los jueces
carecen actualmente de la facultad de resolver de o cio estas
cuestiones, estando sometidos a la petición que las partes hagan a su
respecto. Tampoco parece claro que la amnistía no permita mantener
vigente la acción civil indemnizatoria, pues “la responsabilidad penal
y la civil son independientes” (Fontecilla, “Amnistía”, 654).
No obstante, el ordenamiento nacional reconoce límites a su
otorgamiento, tanto formales como basados en el derecho
internacional.
a) Límites a la amnistía
i) Toda ley de amnistía debe aprobarse con el requisito de quórum
cali cado, el que se aumenta tratándose de amnistías referidas a
delitos terroristas (arts. 16, 60 y 61 CPR); y
ii) El art. 250 inc. nal CPP, prohíbe sobreseer de nitivamente una
causa cuando los delitos investigados, “conforme a los tratados
internacionales rati cados por Chile y que se encuentren vigentes”,
“no puedan ser amnistiados”, por aplicación de lo dispuesto en el art.
5 inc. 2 CPR, que limita la soberanía de la nación a lo dispuesto por
los tratados de derechos humanos vigentes. Luego, no es posible
admitir una amnistía que abarque delitos atentatorios contra dichos
derechos y que hayan sido declarados no susceptibles de amnistiar por
los tratados respectivos, lo que sucede particularmente con los delitos
de torturas y desaparición forzada de personas, hechos contemplados
en las respectivas Convenciones de la ONU de 1984 y OEA de 1994 y
1998 (RLJ 176).
Esta limitación es la que ha dejado sin aplicación el DL 2.191, de
1978, que estableció una amnistía para los delitos cometidos en los
primeros años de la Dictadura Militar (SSCS 29.3.2005, Rol 4622-2,
con comentario favorable de Carnevali, “Amnistía”, 398; y 13.3.2007,
Rol 3125-4, donde se declara que dicho DL de amnistía “carece de
efectos jurídicos”, por “su contradicción con instrumentos
internacionales”, resolución que Cárdenas, “Guarnición Chena”, 422,
encuentra “adecuadamente fundada en derecho”. Con otros
argumentos, llegan a la misma conclusión, Horvitz, “Amnistía y
prescripción”, 223, Mañalich, Terror, y Hernández B., “Persecución”,
193).
Sin embargo, no es claro que exista en el derecho internacional una
prohibición tajante para amnistiar estos hechos, sino más bien la de
amnistiarlos por adelantado o concederse. Así lo expresan los
artículos 131 y 148 de los Convenios III y IV de Ginebra, al disponer
que “Ninguna Alta Parte contratante tendrá facultad para exonerarse
a sí misma o exonerar a otra Parte Contratante de responsabilidades
incurridas por ella o por otra Parte Contratante, a causa de
infracciones previstas en el artículo precedente”, esto es, “homicidio
intencional (adrede), tortura o tratos inhumanos”, y esa es la razón
por la cual no debiera darse aplicación del DL 2.191.
Por eso, ahora carece de necesidad práctica una ley interpretativa de
ese DL que, en democracia, je sus alcances, limitándolo frente a
delitos constitutivos de violaciones graves a los derechos humanos
(desapariciones y ejecuciones extrajudiciales) y reconociendo la
eximente de obediencia debida en casos de verdadera falta de libertad
de los subordinados, como se proponía en los años 1990 (Mera,
“Amnistía”, 1717).
Sin embargo, llegar a este entendimiento mayoritario en la doctrina y
la jurisprudencia no fue fácil (Zúñiga, 167), existiendo todavía hoy
autores para quienes, atendido el contexto histórico vivido el año
1973, el DL 2.191 debiera aplicarse como amnistía impropia, esto es,
sin impedir la condena, excluyendo únicamente el cumplimiento de la
pena (Szczaranski C., “Culpabilidades”, 337; y Ortiz P., 33, quien,
atendido el daño que efectivamente se había causado a las víctimas,
agrega la necesidad de imponer por ley una indemnización que jase
cada tribunal al aplicar la amnistía y evitase la alegación de
prescripción de la acción civil).

B. Indulto
a) Concepto y alcance
El indulto es una gracia, pero se diferencia de la amnistía por la
menor amplitud de su alcance y sus efectos (art. 93 N.º 4). Desde
luego, solo procede respecto de personas condenadas por sentencia
ejecutoriada y “solo remite o conmuta la pena; pero no quita al
favorecido el carácter de condenado para los efectos de la reincidencia
o nuevo delinquimiento y demás que determinan las leyes”.
El indulto es general, cuando se dicta por ley de quórum cali cado
aplicable a todos quienes se encuentren en sus supuestos; y particular,
cuando se produce por Decreto Supremo del Presidente de la
República. En este último caso, la gracia se encuentra limitada por las
normas de la Ley 18.050 y su Reglamento, que impiden su
otorgamiento a quienes estuviesen condenados por un delito cali cado
de terrorista, según la Ley 18.314. Como expresión de la voluntad
soberana, una ley de indulto general también puede comprender
limitaciones especiales y establecer conmutaciones incluso por penas o
formas de cumplimientos de penas no existentes en el ordenamiento
común, como hace la Ley 21.228, de 21.4.2020, que, para reducir los
riesgos de muerte en prisión por COVID-19 de personas mayores de
75 años y, en ciertos casos, de mujeres mayores de 55 y hombres
mayores de 60, sustituyó sus penas privativas de libertad por la nueva
pena de reclusión domiciliaria total, excluyendo del bene cio a los
condenados por delitos graves (apremios ilegítimos, tortura,
homicidios, secuestros, violación, atentados sexuales contra menores
de edad, robos cali cados, etc.), incluyendo, además, a los delitos de
lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar, extendiendo
de ese modo al indulto las limitaciones existentes para esa clase de
delitos respecto de la amnistía y la prescripción.
Aunque es discutible el fundamento del ejercicio de esta gracia por el
representante del Poder Ejecutivo, como una suerte de remedo de la
Gracia Real, lo cierto es que parece un buen recurso práctico “en
tanto subsistan penas perpetuas y otras dotadas de un rigor o una
duración incompatibles con la sensibilidad valorativa de nuestro
tiempo” (Guzmán D., 453). Además, según el art. 4 CADH, mientras
permanezca en nuestro ordenamiento vigente la pena de muerte aún
en casos excepcionales, la gracia del indulto debe permanecer vigente
en nuestro país.
b) Indulto y penas privativas de derechos
Los arts. 43 y 44 regulan los efectos del indulto con relación a las
inhabilitaciones. Según estas disposiciones, el indultado es repuesto en
el ejercicio de las profesiones titulares, y en la capacidad para ejercer
cargos públicos, pero no tiene el derecho a ser repuesto en los cargos,
empleos u o cios de que fue privado, lo que es coincidente con lo
dispuesto en el art. 119 c) EA, que obliga a la destitución del
funcionario “condenado por crimen o simple delito”. Cuando la
inhabilitación es pena accesoria, el indulto de la principal no la
comprende, a menos que se extienda expresamente a ella (art. 43).
En todo caso, el indulto particular nunca puede alcanzar la
rehabilitación para el ejercicio de los derechos políticos derivados de
la calidad de ciudadano, facultad privativa del Senado mediante la
acción constitucional respectiva (art. 17 inc. 2 CPR).
Por otra parte, se debe tener en cuenta lo dispuesto en el DL 409,
que establece la obligatoriedad de conceder el indulto de las penas
accesorias a quienes cumplan con los requisitos que allí se establecen.
c) Requisitos para que el condenado indultado pueda
reingresar a la Administración
El indultado, para poder reingresar a la Administración Pública
necesita cumplir los requisitos de los arts. 11 e) y f) EA y 38 f)
LOCGR. Estos son:
i) No haber sido condenado por crimen o simple delito (art. 11 f)
EA): Este requisito ha de entenderse cumplido también tras la
eliminación de las anotaciones en el prontuario del condenado,
obtenida mediante el decreto supremo a que hace referencia el art. 1
DL 409, pues se veri ca por comunicación del Servicio de Registro
Civil (art. 12 inc. 5 EA);
ii) Haber transcurrido más de cinco años desde la destitución
subsecuente a la condena por crimen o simple delito (arts. 11 e) y 119
c) EA); y
iii) Estar en posesión de un decreto supremo de rehabilitación,
conforme a lo dispuesto en el art. 38 f) de la Ley Orgánica de la
Contraloría General de la República, organismo que mantiene el
registro general de personas incapacitadas para ingresar a la
Administración. La rehabilitación por decreto supremo es una
facultad discrecional del Presidente de la República, tendiente a
acreditar la idoneidad moral del postulante a un cargo público, no
susceptible de revisión por autoridad alguna, según jurisprudencia
constante del órgano contralor (Dictámenes 68.693 de 1969, 254 y
30.081 de 1990 y 2.444 de 1993).

C. Principio de oportunidad
Conforme dispone el art. 170 CPP, transcurridos los plazos que allí
se establecen y sin que el Juez de Garantía o el Fiscal Regional, en su
caso, revoquen la decisión del Fiscal del Ministerio Público
correspondiente, el ejercicio del principio de oportunidad extingue la
acción penal respecto del hecho de que se trate, dejando subsistente
únicamente la posibilidad de una acción civil contra el imputado.
Las limitaciones que impone la ley al ejercicio de esta especie de
perdón o cial son las siguientes: i) la pena del delito debe contemplar
en su marco inferior una igual o inferior a presidio o reclusión menor
en su grado mínimo; ii) no puede tratarse de un delito cometido por
un empleado público en ejercicio de sus funciones (§4 Tít. III y Tít. IV
L. II CP); y iii) No debe “comprometer gravemente el interés público”.
Nuevamente ha dejado aquí el legislador abierta la puerta a una
disputa doctrinal y a decisiones jurisprudenciales contradictorias sobre
qué ha de entenderse por comprometer gravemente el interés público.

D. Suspensión condicional del procedimiento


La suspensión condicional del procedimiento consiste en un acuerdo
entre el Fiscal del Ministerio Público y el imputado, aprobado por el
Juez de Garantía, en los casos en que la ley lo señala, y conforme al
cual el juez debe imponer al suspenso alguna de las condiciones que la
propia ley indica, por un plazo no inferior a un año ni superior a tres,
suspendiéndose por ese período la persecución penal. Según dispone el
art. 240 CPP, transcurrido el plazo por el cual se suspendió
condicionalmente el procedimiento, sin que la suspensión hubiere sido
revocada, se extingue la responsabilidad penal, debiendo decretarse el
sobreseimiento de nitivo.
Los casos en los cuales procede son aquellos en que la pena probable
a imponer por el delito investigado, considerando circunstancias
atenuantes y agravantes concurrentes, sea inferior a 3 años de presidio
o reclusión, y siempre que el suspenso no haya sido condenado con
anterioridad por otro crimen o simple delito (art. 237 CPP). Las
condiciones que se pueden imponer al suspenso son las mismas que se
jan al que se encuentra en remisión condicional de la pena y, por ello,
parece la suspensión condicional del procedimiento un adelantamiento
sin condena de dicha pena sustitutiva, pero sin condena.

E. Suspensión de la imposición de la pena


Este último mecanismo de perdón o cial dentro del proceso se
encuentra entregado exclusivamente al resorte del Juez de Garantía, en
supuestos de condena por faltas y cuyo juzgamiento se hace conforme
al procedimiento simpli cado.
Consiste, según el art. 398 de dicho cuerpo legal, en dictar una
sentencia condenatoria, pero suspendiendo la imposición de la pena y
todos sus efectos durante seis meses, si “concurrieren antecedentes
favorables que no hicieren aconsejable la imposición de la pena al
imputado”. Transcurrido el plazo de seis meses sin que el condenado
hubiese sido requerido por otro delito, “el tribunal dejará sin efecto la
sentencia, y en su reemplazo, dictará el sobreseimiento de nitivo de la
causa”. Se extingue de este modo la responsabilidad penal, pero, como
en la mayor parte de las instituciones procesales antes vistas, subsiste
la civil (Sáez, 11).
Nuevamente la ley ha entregado al desarrollo jurisprudencial la
determinación de la clase de antecedentes requeridos para disponer
esta suspensión, pero parece ser, por el tenor de la disposición, que
ellos se re eren únicamente a consideraciones preventivas especiales.

F. Perdón privado
a) En delitos de acción privada
Son delitos de acción penal privada aquellos que solo pueden ser
perseguidos por la víctima, a saber, los delitos y faltas de injurias, la
calumnia, la provocación al duelo y la denostación pública por no
haberlo aceptado, y la celebración por menores de un matrimonio sin
el consentimiento de sus representantes legales (art. 55 CPP).
En esta clase de delitos, según el art. 93 N.º 5, el perdón del
ofendido solo operaría respecto de penas impuestas restándole
aparentemente valor a una declaración previa al proceso en ese
sentido o durante el mismo. De este modo, la ley pareciera prevenir un
eventual derecho del querellado de obtener una sentencia absolutoria
en esta clase de delitos, tal como lo establecería el art. 401 CPP, al
permitirle rechazar el desistimiento del querellante.
Sin embargo, esta prevención es irrelevante en la práctica, pues el
art. 402 del mismo cuerpo legal deja entregada a la voluntad del
querellante la decisión de abandonar la acción penal, abandono que
produce exactamente el mismo efecto que el desistimiento:
sobreseimiento de nitivo, pero sin que el querellado pueda oponerse.
b) En delitos de acción privada previa instancia particular
Son delitos de acción pública previa instancia particular, aquellos en
que no puede procederse de o cio, sin que el ofendido por el delito
hubiere al menos denunciado el hecho a la justicia, al ministerio
público o a la policía. El art. 54 CPP numera entre ellos las lesiones de
los arts. 399 y 494 N.º 5; la violación de domicilio; la violación de
secretos prevista en los arts. 231 y 247 inc. 2; las amenazas de los arts.
296 y 297; los previstos en la Ley 19.039, que establece normas
aplicables a los privilegios industriales y protección de los derechos de
propiedad industrial; la comunicación fraudulenta de secretos de la
fábrica en que el imputado hubiere estado o estuviere empleado; y los
que otras leyes señalaren en forma expresa (como los delitos
tributarios, del art. 162 del Código del ramo, p. ej.).
Tratándose de esta clase de delitos, el art. 19 CP establece de antiguo
un efecto oclusivo de la acción penal en “el perdón de la parte
ofendida” “respecto de los delitos que no pueden ser perseguidos sin
previa denuncia o consentimiento del agraviado”. Se trata aquí, de
una “renuncia a la acción penal”, tal como lo reconoce ahora
expresamente el art. 56 CPP: “la renuncia de la víctima a denunciarlo
extinguirá la acción penal, salvo que se tratare de delito perpetrado
contra menores de edad” (Mera, “Comentario”, 722). En los casos en
que la ley entrega esta previa denuncia a las autoridades como una
alternativa incompatible con la persecución penal (p. ej., art. 162
Código Tributario), esta renuncia puede entenderse implícita en la
decisión de perseguir el hecho exclusivamente por la vía
administrativa o judicial de su elección.
c) En delitos de acción pública (acuerdos reparatorios)
Tratándose de los delitos de acción pública, pero también en los de
acción privada previa instancia particular denunciados por la víctima,
el Juez de Garantía debe aprobar un acuerdo reparatorio celebrado
entre la víctima y el imputado, siempre que se haya convenido
libremente entre ellos y con pleno conocimiento de sus derechos y el
delito que se trate fuese de aquellos “que afectaren bienes jurídicos
disponibles de carácter patrimonial, consistieren en lesiones menos
graves o constituyeren delitos culposos” (art. 241 CPP). Parte de la
doctrina propone, ahora, no solo que el juez apruebe los acuerdos que
se presentan, sino que activamente los promueva en aquellos casos que
correspondería, antes de resolver sobre medidas cautelares o de la
audiencia de preparación de juicio, esto es, mientras pueda mantener
su imparcialidad acerca del fondo del asunto debatido (Delgado y
Carnevali, 24).
La reparación a que se re ere la ley no importa necesariamente una
prestación económica pues “existirán algunos casos en los que al
ofendido le interese a modo de indemnización una prestación de
servicios, una disculpa pública o cualquier otra prestación” (Videla,
296). Aprobado el acuerdo por el juez, “se extinguirá, total o
parcialmente, la responsabilidad penal del imputado que lo hubiera
celebrado” (art. 242 CPP).
El principal problema práctico de esta disposición es determinar qué
haya de entenderse por delitos que afecten “bienes jurídicos
disponibles de carácter patrimonial”. Aquí podemos entender, en
primer lugar, los delitos mencionados en el art. 489, donde la ley
concede una excusa legal a ciertos parientes por hechos que no
parecen ir más allá de lo estrictamente patrimonial: hurtos,
defraudaciones y daños. Pero también aquellos robos con fuerza
donde ese interés patrimonial es preponderante, aunque no
necesariamente absoluto; y los delitos que protegen el interés scal,
como los aduaneros y tributarios. Más complejo es admitir este
carácter en el robo por sorpresa del art. 436 inc. 2, donde existe un
peligro concreto para la persona del afectado, aunque no
necesariamente perceptible a primera vista.
Además, como la ley permite al juez rechazar un acuerdo reparatorio
cuando exista un “interés público prevalente en la persecución penal”,
es necesario determinar el sentido de esta fórmula amplia y
aparentemente carente de contenido, pues en todo delito de acción
pública es, precisamente, el interés público en su persecución lo que le
da ese carácter, con independencia de la voluntad del ofendido. La ley
señala al respecto que este interés existe en los casos en que “el
imputado hubiera incurrido reiteradamente en hechos como los que se
investigaren en el caso particular”, lo que no tiene relación con la
naturaleza del delito investigado, sino con una curiosa y rocambolesca
reintroducción de la peligrosidad como criterio de decisión en
materias penales, aunque el hecho no sea grave y con ello el ofendido
pierda la oportunidad de una efectiva reparación del mal causado, a
quien poco podría importar la vida anterior de quien solo le ha
causado un cuasidelito de lesiones o sustraído alguna especie (SCA
Concepción 6.2.2015, RCP 42, N.º 2, 407). Otra limitación expresa es
la prohibición del art. 19 Ley 20.066 para recurrir a esta salida
alternativa en los casos de delitos vinculados con fenómenos de
violencia intrafamiliar, solución legal que ha dado lugar a una
especí ca defensa cultural, ya estudiada, que permite de todos modos
recurrir a los acuerdos reparatorios como método alternativo de
solución de con ictos de los pueblos originarios, reconocido en su
costumbre.

§ 5. Prescripción
A. Concepto y alcance
El art. 93 N.º 6 y 7 establece la prescripción como causal de
extinción de acción penal y de la pena, que consiste en la cesación de
la pretensión punitiva del Estado por el transcurso del tiempo, sin que
el delito haya sido perseguido o sin que pudiese ejecutarse la condena,
respectivamente, siempre que durante ese lapso no se cometa por el
responsable un nuevo crimen o simple delito.
Aunque la doctrina mayoritaria comparte la idea de que el
fundamento de esta institución radica en el principio de la seguridad
jurídica, similar acuerdo no existe en cuanto a su naturaleza y alcance.
En efecto, mientras al fuego de la discusión acerca de su carácter penal
o puramente procesal penal parecen agregar combustible los arts. 233
a), 248, inc. nal, y 250, inc. nal CPP, que contienen una regulación
acerca de la prescripción antes desconocida en el ordenamiento
procesal, este mismo cuerpo normativo lo apaga de nitivamente, al
menos en lo que toca a sus efectos prácticos, al establecer que, en todo
caso, las leyes procesales, al igual que las penales, no tienen efecto
retroactivo, salvo que sean más favorables al imputado (art. 11).

B. Límites de la prescripción
Por lo que respecta a su alcance, la doctrina que hacía prescriptibles
toda clase de delitos ya no es predicable de nuestro sistema, pues
existen diversas excepciones que, probablemente, se amplíen con el
tiempo, según se advierte de diferentes mociones parlamentarias
presentadas al efecto. Estas reformas sucesivas producen y producirán
problemas de aplicación temporal de la ley que deben resolverse de
conformidad con la regla general de entender los plazos de
prescripción como reglas que pueden o no ser más favorables al
imputado (eximiendo de pena o imponiendo una más benigna, en caso
de aplicarse la media prescripción, art. 103), por lo que están sujetas a
las disposiciones del art. 18 CP y 11 CPP (Oliver, “Cómputo”, 265).
a) Delitos imprescriptibles
i) Delitos de tortura, genocidio, crímenes de guerra y de lesa
humanidad, comprendidos en los tratados internacionales: según el
art. 250 inc. nal CPP, no se puede sobreseer de nitivamente una
causa cuando los delitos investigados “sean imprescriptibles”,
“conforme a los tratados internacionales rati cados por Chile y que se
encuentren vigentes”, a saber, tortura, genocidio, lesa humanidad y
crímenes de guerra.
Sin embargo, hasta nes del siglo XX nuestros tribunales rechazaban
consistentemente que la cali cación de un delito como genocidio,
crimen de guerra o de lesa humanidad pudiera importar que no fueran
prescriptibles. Así se falló a propósito de la solicitud de extradición del
Walter Rauff, un criminal nazi residente en Punta Arenas en los años
1960 (Novoa, Grandes Procesos, 59).
Solo muy posteriormente se ha aceptado la imprescriptibilidad de
esta clase de delitos, a propósito del juzgamiento de los cometidos
durante la Dictadura Militar de 1973-1989. En estos casos, se admite
que su prescripción se encontraba prohibida por el derecho
internacional antes de 1973 y, consecuentemente por nuestro
ordenamiento, por aplicación del principio de “primacía del derecho
internacional sobre el derecho interno”. Esta es la doctrina dominante
también en la doctrina y en el derecho internacional penal. La amplia
producción jurisprudencial en este sentido puede resumirse en las
SSCS 12.1.2015, Rol 11964-14, con comentario favorable de C.
Cárdenas, “Londres 38”, 444; y 29.1.2015, RCP 42, N.º 2, 253, con
nota aprobatoria de C. Suazo; en la doctrina, v. González-Fuente,
Limitations, 199. No obstante, subsisten autores para quienes bastaría
en estos casos con una interpretación sustancial de las reglas de
suspensión de la prescripción, para no hacerla correr durante la
dictadura y todo el tiempo posterior en que la judicatura no estuvo en
condiciones de procesar adecuadamente estos hechos (Hernández B.,
“Crímenes”, 210, Guzmán D., “Crímenes”; y Cabezas,
“Prescripción”, 36. En el mismo sentido, cali cando estos hechos
como “crímenes de impunidad”, cuya prescripción empezaría a correr
solo una vez terminado el estado de impunidad, Mañalich,
“Secuestro”, 28; y Horvitz, “Amnistía y prescripción”, 224.
Finalmente, para Girao, “Naturaleza”, 39, la imprescriptibilidad en
esta clase de delitos “no puede ser considerada una norma
consuetudinaria” del derecho internacional y, por tanto, no resultaría
legítima su aplicación retroactiva).
La jurisprudencia se inclina, además, a considerar que la acción civil
derivada de estos delitos es también imprescriptible (v. SCS
14.11.2019, DJP 40, 59, con comentario favorable de F. J. Parra,
quien a rma que esta imprescriptibilidad corre incluso contra cosa
juzgada, para sobrepasar el fenómeno de la “impunidad
institucional”).
ii) Delitos de carácter sexual contra menores de edad: según el art.
94 bis, introducido por la Ley 21.160, de 2019, “No prescribirá la
acción penal respecto de los crímenes y simples delitos descritos y
sancionados en los artículos 141, inciso nal, y 142, inciso nal,
ambos en relación con la violación; los artículos 150 B y 150 E,
ambos en relación con los artículos 361, 362 y 365 bis; los artículos
361, 362, 363, 365 bis, 366, 366 bis, 366 quáter, 366 quinquies, 367,
367 ter; el artículo 411 quáter en relación con la explotación sexual; y
el artículo 433, N° 1, en relación con la violación, cuando al momento
de la perpetración del hecho la víctima fuere menor de edad”. Según la
jurisprudencia, esta limitación no es aplicable a los adolescentes
responsables de esta clase de delitos, por regir para ellos las reglas
especiales de prescripción del art. 5 Ley 20.084 (SCS 13.9.2019, DJP
40, 77, con comentario crítico de C. Ramos, quien comparte la
decisión, pero no su fundamento); ni tampoco es aplicable a los
hechos ocurridos con anterioridad a su establecimiento (SCS
12.2.2019, DJP 40, 111).
b) Paralización del cómputo de la prescripción
Según el art. 260 bis, en los delitos funcionarios de malversación de
caudales públicos, fraude, exacciones ilegales, y cohecho a empleados
públicos y funcionarios extranjeros, “el plazo de prescripción de la
acción penal empezará a correr desde que el empleado público que
intervino en ellos cesare en su cargo o función”, agregándose que, “sin
embargo, si el empleado, dentro de los seis meses que siguen al cese de
su cargo o función, asumiere uno nuevo con facultades de dirección,
supervigilancia o control respecto del anterior, el plazo de prescripción
empezará a correr desde que cesare en este último”. Este es el
fenómeno que en derecho comparado se conoce bajo el nombre de
“suspensión de la prescripción” (Yuseff, 121). Antes de la reforma de
2019, se había establecido también para los delitos sexuales cometidos
contra menores de edad por la Ley 20.207, de 2007.

C. La prescripción de la acción penal


Conforme al art. 94 CP, la acción penal prescribe: i) respecto de los
crímenes a que la ley impone pena de presidio, reclusión o relegación
perpetuos, en quince años; ii) respecto de los demás crímenes, en diez
años; iii) respecto de los simples delitos, en cinco años; y iv) respecto
de las faltas, en seis meses.
Para establecer ese tiempo, la doctrina mayoritaria estima que debe
estarse a la pena prevista en abstracto por la ley, según se desprende de
la expresión “crímenes a que la ley impone pena de”, aunque un
sector minoritario a rma que debe estarse a la pena en concreto o, al
menos a la cuantía que resulte de los diferentes grados de desarrollo y
participación (Mera, “Comentario”, 725; y Guzmán D.,
“Comentario”, 467). Según el art. 94, cuando la pena señalada al
delito sea compuesta, se estará a la privativa de libertad y si no se
impusieren penas privativas de libertad, se estará a la mayor.
El tiempo se cuenta desde el momento de la comisión del delito, pero
si el delincuente se ausenta del territorio nacional, el tiempo de la
prescripción se duplica durante el lapso de su ausencia —se cuenta un
solo día por cada dos de ausencia, art. 100—, ampliación que alguna
jurisprudencia no considera obligatoria no es obligatoria tratándose
de ausencia por periodos breves que no entorpecen la tramitación de
la causa (SCA Santiago 21.11.2014, RCP 42, N.º 1, 355).
a) Momento en que comienza a correr la prescripción en casos
especiales
La ley solo señala que la prescripción correrá desde el momento de
la ejecución del delito, que normalmente coincide con el de su
consumación. Tratándose de los delitos de mera actividad o formales,
es decir, aquellos respecto de los cuáles la ley se satisface con la
indicación de una acción o de una omisión, por no requerirse la
producción de un determinado resultado, el momento de su comisión
y consumación simultánea será aquél en que se ejecuta la acción
prohibida, o en el que el agente debía ejecutar la acción debida. Pero
se discute cuándo sería el momento en que empieza a correr la
prescripción en los delitos materiales o de resultado, siendo dominante
la doctrina que estima también que aquí la consumación, esto es, la
realización material de la conducta y demás elementos descritos en el
tipo penal que se trate, incluyendo la producción del resultado, es el
momento en que empieza a correr la prescripción (Yuseff, 79). Las
doctrinas subjetivistas basadas en la teoría de la acción nal sostienen
que el tiempo de la prescripción se cuenta desde que cesa la actividad
del agente, con independencia del momento en que se produce el
resultado, lo que es contrario al texto legal, pues los delitos se
cometen solo cuando se realizan todos sus elementos típicos (v. el
punto de vista nalista en Cury PG, 801; Balmaceda, “Prescripción”,
115). En todo caso, cuando el delito queda en grado de tentativa o
frustración, la prescripción correrá desde el momento en que cese la
actividad del delincuente, como en los delitos de mera actividad.
Para los casos en que el delito sea permanente, según la doctrina y
jurisprudencia dominantes, la prescripción empieza a correr solo desde
el término del estado antijurídico esto es, “desde el día que se realiza
el último de los hechos delictuosos que integran la gura” (Vargas V.,
Extinción, 148; v. también SCS 24.10.2019, DJP 40, 87). Lo mismo
debe decirse si se trata de un delito habitual, donde la prescripción
corre desde el último acto independientemente punible, debiendo
todos los hechos que componen la habitualidad considerarse
conjuntamente (SCA Concepción 11.5.2018, DJP 89). En cambio, en
los delitos instantáneos de efectos permanentes, no ha de considerarse
la duración del efecto cuya modi cación o alteración no depende del
autor, sino solo ha de estarse al momento en que se realizó el delito,
según si es de mera actividad o resultado. Lo mismo aplica al caso del
agotamiento del delito, donde la consecución del objetivo, nalidad o
provecho ulterior a la consumación no determina el tiempo de la
prescripción, aun cuando dicho agotamiento pueda considerarse
delictivo para terceros no responsables del delito principal, como
sucede en el caso de la falsi cación de instrumento público y su uso
malicioso, arts. 194 y 196 (SCS 11.7.2016, RCP 43, N.º 4, 95, con
nota favorable de G. Ovalle). Tratándose de delitos continuados o de
emprendimiento, puesto que su reunión en una sola gura delictiva
resulta de una cción doctrinal o legal que bene cia al reo, debe
considerarse la prescripción de cada delito que los constituyen por
separado.
La prescripción corre para todos los responsables por igual,
incluyendo el autor mediato, salvo para el encubridor, cuya actuación
posterior al delito ja para él solo el momento en que comienza a
correr su prescripción (Guzmán D., “Comentario”, 472).
b) Interrupción y suspensión de la prescripción
Conforme al art. 96 CP, la prescripción de la acción penal “se
interrumpe, perdiéndose el tiempo trascurrido, siempre que el
delincuente comete nuevamente crimen o simple delito, y se suspende
desde que el procedimiento se dirige contra él”. Para que esta
interrupción o suspensión operen es requisito sine qua non que no
haya transcurrido previamente todo el plazo de prescripción
correspondiente al delito que se trate, de modo que delitos o
investigaciones posteriores no pueden hacer renacer una prescripción
que ya ha producido sus efectos de pleno de derecho (Novoa PG II,
405).
La interrupción de la prescripción se produce desde el momento de
la comisión del nuevo crimen o simple delito, pero es necesario que
ello se encuentre acreditado por sentencia rme y ejecutoriada para
hacerla valer contra el imputado (Cortés, “Reiteración”, 66). No
obstante, nada impide que esa sentencia condenatoria sea la misma
que declara la interrupción (SCS 9.4.2019, DJP 40, 101).
En cuanto a la suspensión, nuestra regulación parece extraña en el
derecho comparado, donde la actividad persecutora no tiene, por regla
general, el efecto de detener el tiempo de la prescripción (Cabezas,
“Estudio”, 26). Según nuestra jurisprudencia mayoritaria, tratándose
de acciones penales públicas, la prescripción se suspende no solo con
la formalización de la investigación (art. 233 a) CPP), sino también
con la citación a la audiencia respectiva, la presentación del
requerimiento a efectos de realizar un procedimiento monitorio, o la
interposición de una querella contra personas determinadas e incluso
de una denuncia admitida a tramitación (SSCS 8.1.2015, RCP 42, N.º
2, 193, con nota reprobatoria de C. Cabezas, por estimar que esta
interpretación deja, de facto, sin aplicación el art. 233 a) CPP; y
30.3.2016, RCP 43, N.º 2, 211, con nota reprobatoria de M. Reyes,
para quien es necesaria la formalización de la investigación para
suspender el término de la prescripción que corre a su favor. O. o.,
Reyes y Oyharçabal, 175, aprobando el fallo citado y sus efectos tanto
en el antiguo como en el nuevo proceso penal: la prescripción se
suspende desde que se dirige la investigación en contra del imputado,
sin necesidad de actividad formal de procesamiento, formalización,
denuncia, querella o apertura de o cio. Respecto del sistema procesal
anterior, considerando la admisión a trámite su ciente para suspender
la prescripción, v. SCA Santiago 9.10.2019, DJP 40, con nota de R.
Cruz. V. también SCA San Miguel 14.1.2013, RChDCP 2, N.º 2, 179,
con nota aprobatoria de R. González-Fuente, donde en un delito de
giro doloso de cheques se sostiene que la suspensión comienza con la
interposición de la querella y no con los procedimientos civiles
previos).
El código procedimental modi ca lo dispuesto en el art. 96 CP, pero
sin corregir el error de confundir interrupción con suspensión, al
declarar expresamente que “la prescripción de la acción penal
continuará corriendo como si nunca se hubiere interrumpido” tras la
comunicación de la decisión de no perseverar del art. 248 c) CPP, sin
exigir el curso de tres años de paralización. Luego, de conformidad
con el juego de lo señalado en ambas disposiciones, la legislación
actual prevé tres casos en que el tiempo de la prescripción continúa
corriendo en favor del imputado, como si nunca se hubiese
suspendido, a saber: i) cuando se paraliza la persecución por tres años,
por cualquier causa, p. ej., un sobreseimiento temporal; ii) cuando el
proceso termina sin condenarle (p. ej., con un sobreseimiento
de nitivo); y iii) cuando se comunica la decisión de no perseverar.
Respecto de la paralización de la persecución por tres años, se ha
señalado que el art. 96 establece una regla absoluta que solo atiende al
tiempo de paralización de la prosecución del procedimiento, sin
importar los motivos que pudieran originarlas y sin hacer excepción
alguna: basta cualquier entorpecimiento fáctico en la tramitación,
incluyendo la tardanza en dictar sentencia o la paralización de las
investigaciones iniciadas por el Ministerio Público, aunque nunca se
hubiesen judicializado (SSCS 11.4.2013, GJ 394, 174; 29.12.2016,
DJP, 112; y 12.10.2016, RCP 44, N.º 1, 100, con nota aprobatoria de
J. P. Donoso, respectivamente). Además, se a rma que al momento de
transcurrir los tres años de paralización, bene ciaría al reo tanto la
eximente completa de prescripción como la media prescripción del art.
103, si ha transcurrido al menos la mitad del tiempo requerido para
ello (Díaz C., “Prescripción”, 867).

D. Prescripción de la pena
a) Tiempo de la prescripción
Mientras la medida del tiempo de prescripción de la acción penal ha
de hacerse con relación a la pena señalada en abstracto por la ley al
delito, tratándose de la prescripción de la pena, ésta se re ere
únicamente a las “impuestas por sentencia ejecutoria”, y prescriben,
según su art. 97: i) las de presidio, reclusión y relegación perpetuos, en
quince años; ii) las demás penas de crímenes, en diez años; iii) las de
simples delitos, en cinco años; y iv) las de faltas, en seis meses. Pero,
hay que insistir aquí, para evitar confusiones, que la cali cación que
hace el art. 97 es de las penas concretas impuestas, no de los delitos:
así, si un simple delito es penado con la sanción de prisión mayor de
41 días, por concedérsele al condenado una rebaja de grados, la pena
concreta impuesta es una de falta y ni de simple delito y, por tanto,
prescribe en seis meses (SCS 27.8.2014, RCP 41, N.º 4, 2014, 143,
con nota aprobatoria de C. Cabezas).
La forma mecánica en que la ley ha reiterado el tiempo de la
prescripción de la acción penal en la de las penas impuestas, puede
llevar a la absurda situación de que una pena impuesta a un partícipe
del delito pueda prescribir antes que la acción penal con relación a
otro; y viceversa: que la acción penal prescriba antes que el
cumplimiento efectivo de una pena impuesta (la llamada pena del
torpe, Guzmán D., “Comentario”, 477).
b) Forma de contar el tiempo
La prescripción de la pena “comenzará a correr desde la fecha de la
sentencia de término o desde el quebrantamiento de la condena, si
hubiere ésta principiado a cumplirse” (art. 98).
No se presentan en este caso problemas especiales con relación a la
naturaleza del delito cometido, sino solo respecto a la determinación
de cuándo una sentencia es de término, cuestión su cientemente
resuelta: es “la que no admite recurso legal capaz de revocarla o
modi carla”, con independencia de su noti cación, es decir, la que se
encuentra ejecutoriada (Del Río DP II, 385); y SCS 3.9.2014, RCP 41,
N.º 4, 2014, 137, con nota crítica de C. Ramos, citando a favor de
considerar la fecha de la sentencia de término la de su dictación a
Etcheberry DP II, 259).
Tratándose de un quebrantamiento de condena, la fecha se cuenta
desde el día en que se produce, pero para determinar el tiempo de la
prescripción se ha de descontar de la condena impuesta el tiempo
servido antes del quebrantamiento.
En todo caso, también se aplica aquí el aumento del tiempo en caso
de ausencia del país del condenado.
c) Interrupción de la prescripción de la pena
La prescripción de la pena se interrumpe por la misma razón que lo
hace la de la acción penal, esto es, “cuando el condenado, durante
ella, cometiere nuevamente crimen o simple delito, sin perjuicio de que
comience a correr otra vez” (art. 99).
La interrupción de la prescripción produce el efecto de borrar el
tiempo transcurrido con anterioridad a ella y dar inicio a un nuevo
plazo, comenzando a computarse un nuevo plazo desde el nuevo
crimen o simple delito (Vargas V., Extinción, 154; y Guzmán D.,
“Comentario”, 472). Sin embargo, para romper la presunción de
inocencia e interrumpir la prescripción, la doctrina mayoritaria
entiende que ese nuevo crimen o simple delito se debe establecer en
una sentencia condenatoria rme (Mera, “Comentario”, 729).

E. Disposiciones comunes a ambas clases de prescripción


Como señalan los arts. 101 y 102, “tanto la prescripción de la
acción penal como la de la pena corren a favor y en contra de toda
clase de personas”, y “será declarada de o cio por el tribunal aun
cuando el reo no la alegue, con tal que se halle presente en el juicio”.
En cuanto a las inhabilidades legales provenientes de crimen o
simple delito, el art. 105 señala que ellas “solo durarán el tiempo
requerido para prescribir la pena, computado de la manera que se
dispone en los arts. 98, 99 y 100”, con excepción de “las
inhabilidades para el ejercicio de los derechos políticos”.
Respecto a la llamada “media prescripción”, v. Cap. 12, 1. § 4. G.)

§ 6. Excusas legales absolutorias


Las excusas absolutorias son causales para prescindir de la pena,
aunque el delito esté íntegro en sus ingredientes de tipicidad, injusto y
culpabilidad, si está presente una determinada característica personal
del responsable que la ley considera al efecto, de modo que los
restantes responsables no pueden bene ciarse de ella. Por ello, la
doctrina alemana pre ere hablar de causas personales de exclusión o
anulación de la pena (Kindhäuser AT, 58).
El ejemplo más característico de excusa absolutoria es el art. 489,
conforme al cual quedan impunes por los hurtos, defraudaciones o
daños que recíprocamente se causaren determinadas personas unidas
por el matrimonio o parentesco. El carácter político-criminal de esta
disposición, que se basaba en una idea de vida en familia como si
fuera una comunidad de bienes ha ido perdiendo fuerza en la vida
social, al punto que en un solo año (2010) sufrió dos modi caciones
de acuerdo a las actuales valoraciones de la vida en común: se eliminó
de la excusa los daños que se causen los cónyuges entre sí y los hurtos
y estafas de que sean víctima los mayores de 60 años.
Tampoco es infrecuente que, con el propósito de prevenir el daño
que causaría el delito, la ley extinga la responsabilidad criminal,
aunque el delito esté consumado, siempre que no esté agotado y que
ello se deba a la voluntad libre del delincuente (Etcheberry DP II, 69).
Ello ocurre, p. ej., en la disolución del alzamiento antes de las
intimaciones o a consecuencia de ellas (art. 129); revocación del
castigo arbitrario antes de su imposición (art. 153); reintegro antes de
la exigencia de la cuenta (arts. 233 y 235); y pago, con los intereses
corrientes y las costas, del cheque girado en descubierto (art. 22 Ley
de Cuentas Corrientes Bancarias y Cheques)

§ 7. Arrepentimiento e caz


El arrepentimiento e caz también es una defensa no exculpatoria
basada en una conducta posterior del responsable, que puede ser
considera una excusa legal absolutoria, pero con la característica
especí ca de hacerse frente a la autoridad. En el Código, ello se
contempla para los hechos colectivos, como el desistimiento en la
proposición y la conspiración (art. 8) y la revelación de la asociación
ilícita antes de cometer delitos (art. 295). Por su parte, el art. 63 del
DL 211 establece que están exentas de pena por el delito de acuerdo
de precios o zonas de mercado, “aquellas personas que primero hayan
aportado a la Fiscalía Nacional Económica antecedentes” para su
descubrimiento.
Como defensa incompleta, ahora aparece también en los nuevos arts.
260 quáter, para los delitos de corrupción de empleados público y 411
sexies para los delitos de trá co de migrantes y trata de personas; en
los arts. 395 y 407 CPP, para los delitos de robo y hurto; en el art. 22
Ley 20.000, para los delitos de trá co ilícito de estupefacientes,
comprendiendo no solo la delación de hechos propios y colectivos
pasados, sino también la que permite evitar hechos futuros; y en el art.
33 Ley 19.913, para los delitos de lavado de activos.
En un futuro mediato, cuando el sistema procesal acusatorio se
consolide, es posible que se llegue a una solución uniforme como la
del art. 63 DL 211 para todos los casos de cooperación e caz que
importen la participación del cooperador como testigo de cargo en los
juicios e investigaciones contra sus antiguos copartícipes, sea a través
de una regla procesal que valide los acuerdos entre scales y
defensores o mediante sucesivas reformas a las leyes penales que
establecen delitos de participación necesaria o donde, empíricamente,
su comisión supone la participación en hechos colectivos.

§ 8. Pena natural


Según el brocardo infelicitas fati excusat, el destino desgraciado
podría fundar una defensa que permitiría tomar en cuenta la llamada
pena natural o poena naturalis que castigó al delincuente (la
producción de un mal grave para sí mismo o su familia como efecto de
la comisión de un delito en el que no se tenía previsto causarlo): “ante
el conductor imprudente que, en la colisión con un árbol, ocasiona la
muerte de su mujer y de sus hijos, ¿qué puede añadir de razonable el
derecho penal?” (Politoff, “Mesura”, 125. O. o. Guzmán D. “La
pena”, 15). En el derecho comparado, esta defensa se reconoce
expresamente en el §  60 StGB, al disponer que “el tribunal puede
prescindir de pena cuando las consecuencias del hecho que el autor ha
sufrido son de tal gravedad que la imposición de una pena sería
mani estamente equivocada”.
Sobre la base de estas consideraciones sería posible estimar la pena
natural en nuestro sistema como una defensa no exculpatoria
incompleta, particularmente en hechos imprudentes, que pueda ser
invocada en el momento de la determinación de la pena para solicitar
su rebaja y obtener salidas alternativas al proceso o penas sustitutivas.
Así, se habría otorgado una suspensión condicional del procedimiento
a un padre que dejó a su hijo encerrado en un auto, producto de lo
cual falleció por la falta de oxígeno y la elevada temperatura de su
interior (La Tercera, 21.9.2019).
Sin embargo, debe rechazarse la pretensión de establecer una
analogía entre el sufrimiento de la pena natural y el cumplimiento de
una condena (art. 93 N.º 2) que conduzca a una absolución plena,
como si la poena naturalis fuese un equivalente funcional de la
dimensión fáctica de la pena legalmente establecida, incluso en casos
en que la víctima de un delito de manejo en estado de ebriedad con
resultado de muerte fuese la propia hija del condenado (Bobadilla,
581, citando las SSCA Arica 14.8.2019 y 23.12.2019).

§ 9. Extinción y transmisión de la responsabilidad penal de la


persona jurídica
La responsabilidad penal de la persona jurídica se extingue, por
regla general, en virtud de las mismas circunstancias que las aplicables
a las personas naturales, de acuerdo con el art. 93 CP. Sin embargo, la
Ley 20.393 establece reglas especiales para los casos de la “muerte del
sujeto”, denominadas para estos efectos, “transmisión de la
responsabilidad penal de la persona jurídica”, a través de la cual se
regulan los casos de transformación, fusión, absorción, división o
disolución voluntaria de la entidad responsable de los delitos sobre los
que versa la referida ley.
Así, en los casos de transformación, fusión, absorción, división o
disolución de común acuerdo o voluntaria de la persona jurídica
responsable de delito, su responsabilidad derivada “de los delitos
cometidos con anterioridad a la ocurrencia de alguno de dichos actos
se transmitirá a la o las personas jurídicas resultantes de los mismos, si
las hubiere”. Si se ha impuesto pena de multa, “la resultante
responderá por el total de la cuantía”, pero, si ha dividido “las
personas jurídicas resultantes serán solidariamente responsables de su
pago”. Si la disolución es de común acuerdo “la multa se transmitirá a
los socios y partícipes en el capital, quienes responderán hasta el límite
del valor de la cuota de liquidación que se les hubiere asignado”.
Tratándose de cualquiera otra pena, el juez valorará su conveniencia,
considerando, sobre todo, “a la continuidad sustancial de los medios
materiales y humanos y a la actividad desarrollada” (Art. 18 Ley
20.393).

También podría gustarte