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LOS DERECHOS

LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Y SUS GARANTÍAS


FUNDAMENTALES
Y SUS GARANTÍAS
manuales

Javier Tajadura Tejada


Libros de texto para todas las

especialidades de Derecho,

Criminología, Economía y Sociología.

Una colección clásica en la literatura

universitaria española.

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manuales
COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH

María José Añón Roig Víctor Moreno Catena


Catedrática de Filosofía del Derecho de la Catedrático de Derecho Procesal de la
Universidad de Valencia Universidad Carlos III de Madrid
Ana Belén Campuzano Laguillo Francisco Muñoz Conde
Catedrática de Derecho Mercantil de la Catedrático de Derecho Penal de la
Universidad CEU San Pablo Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
Jorge A. Cerdio Herrán Angelika Nussberger
Catedrático de Teoría y Filosofía de Jueza del Tribunal Europeo de Derechos Humanos
Derecho. Instituto Tecnológico Catedrática de Derecho Internacional de la
Autónomo de México Universidad de Colonia (Alemania)
José Ramón Cossío Díaz Héctor Olasolo Alonso
Ministro de la Suprema Corte Catedrático de Derecho Internacional de la
de Justicia de México Universidad del Rosario (Colombia) y Presidente del
Instituto Ibero-Americano de La Haya (Holanda)
Owen M. Fiss
Catedrático emérito de Teoría del Derecho de la Luciano Parejo Alfonso
Universidad de Yale (EEUU) Catedrático de Derecho Administrativo de la
Universidad Carlos III de Madrid
Luis López Guerra
Juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Tomás Sala Franco
Catedrático de Derecho Constitucional de la Catedrático de Derecho del Trabajo y de la
Universidad Carlos III de Madrid Seguridad Social de la Universidad de Valencia
Ángel M. López y López José Ignacio Sancho Gargallo
Catedrático de Derecho Civil de la Magistrado de la Sala Primera (Civil) del
Universidad de Sevilla Tribunal Supremo de España
Marta Lorente Sariñena Tomás S. Vives Antón
Catedrática de Historia del Derecho de la Catedrático de Derecho Penal de la
Universidad Autónoma de Madrid Universidad de Valencia
Javier de Lucas Martín Ruth Zimmerling
Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Catedrática de Ciencia Política de la
Política de la Universidad de Valencia Universidad de Mainz (Alemania)

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LOS DERECHOS
FUNDAMENTALES Y
SUS GARANTÍAS

JAVIER TAJADURA TEJADA


Catedrático (A) de Derecho Constitucional

Valencia, 2015
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“Los derechos fundamentales son los representantes de un
sistema de valores concreto, de un sistema cultural que resu-
me el sentido de la vida estatal contenida en la Constitución”

Rudolf Smend

“Los derechos fundamentales enunciados en el texto consti-


tucional son el fundamento de legitimidad del Derecho posi-
tivo y la clave de bóveda de su unidad”.

Francisco Rubio Llorente


Prólogo

ANTONIO TORRES DEL MORAL

La ciencia del Derecho Constitucional, tan ayuna tanto tiempo entre nosotros,
hubo de arrancar desde niveles muy modestos después del desentendimiento e
incluso aversión del régimen de Franco Bahamonde por esta rama de la ciencia
siempre sospechosa de espíritu revolucionario. Durante la larga y áspera dictadu-
ra totalitaria hubimos de surtirnos de más manuales y monografías extranjeras
que españolas. Procurábamos alargar las explicaciones de Derecho Constitucio-
nal Comparado e incluso acudíamos a la argucia de explicar el constitucionalis-
mo soviético, valga el oxímoron, para llegar finales de mayo, convocar exámenes
finales y dar por concluido el curso. Todo menos asumir el riesgo de explicar las
Leyes Fundamentales del franquismo y vernos afectados por sarpullidos de tedio
insufrible o visitados por agentes de la Brigada Político-Social.
Algo de Derecho Constitucional aprendimos durante la transición a la demo-
cracia y principalmente durante el proceso constituyente, sobre los que tantas
mezquindades se escriben ahora. Es un hecho perfectamente comprobable que a
los cinco o seis años de promulgada la Constitución, ya se había publicado sobre
ella más que sobre todas las demás Constituciones históricas españolas juntas.
Fue un jubiloso hervidero, una carrera contra el reloj para ponernos al nivel del
Derecho Constitucional que se hacía y se explicaba en las universidades europeas;
carrera que contó con la inapreciable colaboración de juristas foráneos, sobre
todo italianos, no sólo en el análisis de la organización territorial (cuestión que
siempre les interesó por motivos obvios), sino también en materia de fuentes, de
derechos y de justicia constitucional.
A esta explosión y continua intensificación de estudios jurídicoconstituciona-
les contribuyó impremeditadamente una disposición gubernamental que obligó a
los profesores de Derecho Político a optar entre Derecho Constitucional y Ciencia
Política como dos áreas de conocimiento diferenciadas, haciéndolo la mayoría
por la primera. Fue un desgarro para más de uno y ciertamente para mí, que aún
no me he desprendido, ni quiero hacerlo, de algunas de las peculiaridades de aquel
viejo Derecho Político que me parecen francamente complementarias del Derecho
Constitucional pese a las muchas gracietas que se han escrito sobre él buscando
el fácil aplauso del publico necio, que diría Lope, y ser citados en oposiciones y
tertulias. Si el Derecho Político no rindió mejores frutos no fue por tratarse de
un rótulo anticientífico, sino por impedirlo un régimen político intolerante que
14 Antonio Torres del Moral

obligaba a los juristas, a falta de Constitución, a permanecer en los alrededores


ocupando un terreno que si no era un completo páramo, si estaba en barbecho.
Pero, por otra parte, esa opción mayoritaria comportaba el compromiso pro-
fesional de reciclarnos en un Derecho Constitucional que ya se perfilaba como
muy juridificado, incluso muy jurisprudencializado, y a esperar resultados. Pues
bien, asumo el riesgo de afirmar que el Derecho Constitucional que se cultiva hoy
en España ya puede compararse sin desdoro al que se publica y se enseña y en las
universidades europeas; del mismo modo, nuestra colaboración con los colegas
ultrapirenaicos ha continuado a buen ritmo, pero ahora, si se puede hablar así sin
descortesía, en pie de igualdad.
Lo escrito hasta aquí, que huye de lo apologético para ceñirse a la narración
de un hecho cierto, no significa obviamente que la producción científica habida
desde entonces sea uniforme. Hay corrientes, escuelas, grupos de investigación,
grupúsculos y francotiradores. Los hay, como en todos sitios, que describen el es-
tado de la cuestión y citan jurisprudencia actualizada, y los que, por el contrario,
entran en el objeto estudiado, penetran en su tuétano, aventuran hipótesis y las
siguen hasta el final. Dicho con pocas palabras: el periplo descrito fue recorrido
con normalidad absoluta.
En cambio, la vigencia de la Constitución, que ha sido correcta en términos
generales, ha estado presidida por dos actitudes enfermizas: una primera de ab-
soluta negativa a reformarla aunque hubiera, como había, evidencia de algunas
disfunciones; y la segunda, ya en nuestros días, de signo absolutamente contrario,
no habiendo escribidor de periódicos, contertulio de radio o de televisión u opi-
nante espontáneo que no perore acerca del envejecimiento de nuestro texto fun-
damental y de la necesidad perentoria de reformarla a fondo. Ni siquiera faltan
políticos emergentes que exigen no ya introducir cambios en la Constitución, sino
cambiar de Constitución, queriendo lanzar la vigente, incluso con acritud, al mu-
seo de antigüedades. En esto hemos pasado del rosa al amarillo, del entusiasmo
de los años iniciales al desencanto propiciado por la brutal crisis económica y una
corrupción que ha alcanzado ominosos niveles delictivos. Este ambiente ha gene-
rado un pesimismo en la ciudadanía con visos de permanencia y ha propiciado la
emergencia de grupos que pretenden —legítimamente, desde luego— capitalizar
el ancho y profundo malestar que ha prendido muy especialmente en los sectores
más jóvenes de la sociedad, precisamente los más castigados por la crisis.
Pero no otra cosa, aun con diferencias, ocurre en otros países europeos. Co-
mo se ha dicho con razón, no estamos ante una época de cambios, sino ante un
cambio de época. Con la alarma añadida de que ni somos capaces de avistar su
desembocadura ni esta hazaña puede cumplirse en solitario, aunque, eso sí, con
la esperanza de que a la salida del túnel siga habiendo democracia y constitucio-
nalismo.
Prólogo 15

En medio de tan inquietante ambiente, el autor de este libro, eminente catedrá-


tico de Derecho Constitucional, excelente jurista, autor de una voluminosa obra
científica, docente vocacional, juez ocasional, estudioso permanente, fino analista
jurídico y político, entusiasta comunicador en los medios más prestigiosos, discí-
pulo de quien esto escribe, español y navarro, ha escrito un —llamémosle— com-
pendio del régimen constitucional de los derechos. Expone en él con economía
expresiva y tersura literaria el porqué, el cómo y el cuándo de los principales
y pertinentes bloques normativos del español Derecho de los derechos. Siendo,
como es, optimista y de indesmayable presencia de ánimo, se encuentra en la
mejor posición para transmitir, junto a conocimientos apropiados, pertinentes,
depurados y precisos sobre la materia, un talante sereno, abierto, desprejuiciado y
ecuánime proyectado en una disciplina nuclear en los estudios jurídicos, como es
la de los derechos y sus garantías.
Ahora bien, si nos paramos a distinguir las voces de los ecos, como nos reco-
mendaba Machado, entonces veremos con cierta nitidez que la demanda de refor-
ma afecta a casi todos los títulos de nuestro texto fundamental, pero que el título
primero recibe un trato diferente: se reclaman más derechos o un ensanchamiento
de los existentes, como no podía ser de otro modo. Pero, en realidad, eso no se
ha dejado de hacer desde primera hora. Los derechos llamados civiles no sólo no
presentan un balance negativo, sino que han experimentado un cierto crecimiento
en número, complejidad y garantías. Las libertades públicas tampoco están en
retroceso; y si hay interpretaciones encontradas respecto de alguna de ellas, como
la de manifestación, lo son en el sentido de engrosar su contenido.
Acaso el fenómeno más llamativo de la Constitución española vigente en mate-
ria de derechos sea su muy alto garantismo. No debemos confundir los derechos
con sus garantías, pero es verdad que sin éstas no existen aquéllos. Un derecho
sin garantías es un enunciado jurídico vacío, expresión no de un límite del poder
en el ámbito de ese derecho, sino de una concesión graciable que hace un poder
dictatorial sin correr riesgo alguno en ser condescendiente con un pueblo, al cual
en el fondo desprecia, porque puede suprimir la garantía y el derecho al menor
atisbo de contestación a su política. Es decir: pese a que en la situación descrita se
pueda vivir en una aparente normalidad en el ejercicio de ciertos derechos, el me-
ro hecho de que sean revocables a voluntad del poder de modo incontestable y en
cualquier momento establece infinitas distancias entre el ejercicio garantizado de
los derechos subjetivos y esa otra situación precaria. Pues una cosa es un Estado
de Derecho y otra un régimen de tolerancia controlada.
Permítanme un clarificador ejercicio de memoria. Eran tiempos difíciles cuan-
do, tras hacer mi tesis doctoral, procuraba yo no desentonar como profesor uni-
versitario. La dictadura franquista y la crisis económica (también la hubo enton-
ces, la de 1973, que extendió sus efectos en nuestro país por más de una década)
no propiciaban tanto el desaliento cuanto la esperanza de que estábamos viviendo
16 Antonio Torres del Moral

los últimos años de aquel régimen. Como decía con hiperbólica y sarcástica ironía
un grafiti de la época, “contra Franco vivíamos mejor”; no era verdad, pero la
pintada quería sugerir que, pese a la represión, cundía un optimismo de final de
época y comienzo de otra que no podía no ser democrática.
En este ambiente, la Universidad era una algarada continua de carteles, reu-
niones y asambleas informativas (!), en las que se hacía un uso de la palabra no
siempre moderado y frecuentemente arriesgado. Siempre me extrañó la prontitud
con que la Policía se presentaba en la Facultad de Derecho nada más iniciarse una
cierta agitación. Parecía una señal de gran eficacia, mal que nos pesara, acaso la
única eficacia de un régimen decrépito que estaba en almoneda, pero que aún da-
ba sacudidas peligrosas, incluso sangrientas. Pronto encontré la respuesta. Quien
tenga curiosidad, siga las siguientes instrucciones:
Busque una guía telefónica de Madrid de los años 1970 a 1975 (permítanme
que mi memoria no sea en esto más precisa; pero es casi igual, porque lo que narro
a continuación perduró varios años). Ábranla por “Universidad Complutense”.
Dentro de ella busquen “Facultad de Ciencias”. Lean ahora los números telefóni-
cos de los diversos órganos y servicios internos: Decanato, Secretaría... ¡Policía!
La Brigada Político-Social, la más peligrosa y especializada en la represión políti-
ca, universitaria, sindical, etc., en la que estaba destinado un protagonista famoso
por su crueldad y por su apodo tomado del lejano Oeste, tenía un cuartelillo en
la propia Facultad de Ciencias. Con el beneplácito, eso sí, del Rector (de nom-
bramiento gubernamental y procurador en Cortes nato) y del Decano. Por eso se
presentaba la Policía tan pronto en la revoltosa Facultad de Derecho: estaba a dos
pasos y dentro de la propia Universidad, con una presencia oprobiosa.
¿Sucede eso en el actual régimen constitucional? Antes al contrario, la Cons-
titución, en su artículo 27.10, consagra la autonomía universitaria, el Tribunal
Constitucional la ha elevado a la categoría de derecho fundamental, la Policía se
encuentra a varios kilómetros y los rectores y decanos son elegidos por la comu-
nidad universitaria respectiva. Ésa es la diferencia, ésa es la diferencia.
Brindo el anterior relato para futuras hagiografías auspiciadas de nuevo por
la Real Academia de la Historia y para que el lector de este libro sonría un poco
cuando oiga lo que suelen decir políticos desmemoriados y advenedizos.
***
El presente libro —ya era hora de que me ocupara de él— contiene la mejor
doctrina académica acerca de los derechos, así como la doctrina jurisprudencial
más relevante. De la mano de una y de otra puede el lector —estudiante o estudio-
so— profundizar en el conocimiento del bien jurídico protegido en cada derecho,
de su titular o titulares, de sus relaciones con otros derechos y bienes constitucio-
nalmente relevantes y, en una palabra, de la ciencia jurídico-constitucional conso-
lidada al respecto. Tiene asegurada, por tanto, una lectura amena, útil y leal con
Prólogo 17

nuestro texto jurídico fundamental. Y, si es alumno universitario, se beneficiará aún


más con su estudio porque podrá insertar en su bagaje intelectual las abscisas y coor-
denadas necesarias y suficientes para tener bien ubicado cada derecho y cada libertad,
así como sus respectivas garantías, y entender mejor todo el sistema constitucional
español porque todo él está iluminado por el régimen jurídico de los derechos.
Pero ahora, fiel a mis vicios y abusando una vez más de la hospitalidad del
autor, al que agradezco el cobijo que me da en su libro, quiero reflexionar, con
la lógica brevedad de la circunstancia, sobre un asunto al que doy vueltas desde
hace tiempo y acerca del cual incluso he escrito alguna página: el fundamento úl-
timo de los derechos (en el sentido de radical y hondo, el que agota la búsqueda;
también podríamos llamarlo primer fundamento por ser el que da sentido a los
demás). Javier Tajadura se alinea con la doctrina que goza de una mayor acep-
tación, tanto académica como jurisprudencial y que identifica dicho fundamento
con la dignidad humana.
Hace bien porque eso es lo prudente. Y no seré yo quien ponga en duda la im-
portancia de la dignidad en este terreno y en otros. Cosa distinta es que el consti-
tuyente haya estado acertado en el tratamiento dado a los valores y fundamentos
en nuestra norma suprema. Hagamos un ejercicio de sana impertinencia.
a) La dignidad aparece en el artículo 10.1 como fundamento del orden políti-
co (también de la paz social, pero dejemos este concepto a un lado porque
nos desviaría un tanto) y no en el artículo 1.1 como valor superior del orde-
namiento jurídico. En cambio nombra como valores superiores la libertad,
la igualdad, la justicia y el pluralismo político.
b) Fácilmente se colige que la dignidad tiene una naturaleza y contenido axio-
lógicos superiores al pluralismo político, cuya consideración como valor
necesita de un razonamiento que, por lo demás, no suele hacerse.
c) El pluralismo político es tomado como valor jurídico y superior mientras
que, conforme al artículo 10.1, el respeto a la ley y a los derechos, concep-
tos jurídicos donde los haya, aparecen, junto con la dignidad, como fun-
damento del orden político. Sorprende ciertamente el baile de los adjetivos
político y jurídico visible en estos preceptos.
d) No obstante, cabe dar cabida al pluralismo político entre los valores si lo
entendemos no como mera pluralidad de hecho, que existe en todo colecti-
vo, sino como actitud de defensa y fomento de esa pluralidad. Sólo entones
estaremos ante la única posible concepción axiológica de este término. La
doctrina debería tomar nota.
e) Un tratamiento más correcto de dichos conceptos habría sido el unir lo jurídi-
co con lo jurídico y lo político con lo político. O bien llevar todos —valores y
fundamentos— a un solo precepto y hacer después las remisiones pertinentes.
18 Antonio Torres del Moral

Si aceptamos que es así como debemos tomar este desbarajuste, tendríamos


entonces la dignidad inserta en el artículo 1.1. como valor superior del ordena-
miento jurídico, lo que sería una ubicación obviamente más correcta que la que
finalmente ha quedado en el texto constitucional. Vale igualmente la suposición
de llevar la libertad, la igualdad y la justicia al artículo 10.1, precepto inicial del
título relativo a los derechos, como informadores de éstos y de sus garantías, lo
que también es más correcto que lo que encontramos en el texto fundamental.
¿O es que la libertad, la igualdad y la justicia tienen que ver con el Ordenamiento
jurídico pero no con los derechos de los demás ni con el orden político?; ¿o es que
el pluralismo político, cuya expresión más evidente e inmediata, según la propia
Constitución, son los partidos políticos, no tiene nada que ver con el orden polí-
tico, sino sólo con el Ordenamiento jurídico?
Si hacemos la operación anterior, tendríamos un elenco de valores mucho más
amplio (libertad, igualdad, justicia, dignidad; también, por qué no, el libre de-
sarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás y el
pluralismo, todo pluralismo, no sólo el político) y todos ellos serían tenidos como
superiores del Ordenamiento jurídico y del orden político, además de como fun-
damentos de los derechos.
Pero si, hecho lo anterior, seguimos teniendo el prurito de buscar y profesar los
conceptos en toda su profundidad y radicalidad, aún quedaría por dilucidar cuál
de entre todos ellos sería el fundamento neto, originario y radical de los derechos.
Según queda dicho, la doctrina abrumadoramente mayoritaria señala la digni-
dad de la persona. Pero, como yo vivo siempre a la intemperie, tengo un reparo
teórico, sólo teórico, en aceptar dicho dictamen: no sé a ciencia cierta qué es la
dignidad. Entiéndaseme bien: Agustín de Hipona decía muy elocuentemente que
hay cosas que, mientras no le preguntaran qué son, creía saberlas suficientemente,
pero que, si se lo preguntaban, comenzaba a dudar y no era capaz de definirlas a
satisfacción. Eso mismo me pasa con la dignidad: imagino, intuyo qué es, pero no
poseo un concepto cartesianamente claro y distinto de ella.
El empleo del término “dignidad” o alguno de sus derivados en expresiones
tales como “dignidades eclesiásticas” (o del Estado), comportarse con dignidad
o indignamente, desheredación por indignidad (¿acaso el Ordenamiento jurídico
puede tratar a una persona como indigna?), etcétera, me descoloca; luego pienso
que en la liturgia católica se reza con recogimiento “no soy digno...”, siendo así
que los historiadores del pensamiento coinciden en que fue el mensaje evangélico
el que introdujo el concepto de dignidad en el mundo de las ideas. Tampoco por
aquí encuentro la salida del laberinto.
¿Se tiene dignidad o se es digno?; dicho de otro modo: la dignidad es algo que
se tiene o algo que se es? Acudo entonces a la última edición del Diccionario de
la Lengua Española y, entre las muchas acepciones que recoge, podemos leer:
Prólogo 19

excelencia, realce; gravedad y decoro de las personas en su modo de comportarse.


Pero también las cosas pueden ser dignas, como, según la misma magna obra, se
denomina dignidad al “cargo o empleo honorífico y de autoridad” y a la “preben-
da del arzobispo u obispo”. En fin, todos procuramos, cuando hacemos un regalo,
que sea digno.
Toda esta riqueza semántica me sume en la perplejidad, pues, por lo menos,
evidencia que estamos ante un término polisémico. ¿Tienen algo que ver entre
sí esos empleos o acepciones? Se me reconocerá que el asunto merece alguna re-
flexión antes de arriesgarnos a identificar como verdadera una sola de esas acep-
ciones como el germen del que brotan las demás.
Pero la conclusión de seguir reflexionando sobre ello no me consuela. Bien sé
yo de mis limitaciones, lo que hace que esta tarea, aunque sea muy digna, se me
presente como larga y desesperanzada. Asumido, pues, de modo realista y por
anticipado, mi naufragio en tamaño quehacer, no pierdo, sin embargo, la esperan-
za de que algún día un sabio me proporcione ese conocimiento. Y sé que nadie
puede hacerlo mejor que el propio autor de este libro. Sirvan estas palabras como
invitación al intento; merece la pena.
Feliz lectura.
Antonio Torres del Moral
Madrid, mayo de 2015
Capítulo I
El estatuto jurídico de los derechos fundamentales

1. INTRODUCCIÓN
Desde el surgimiento del Estado Constitucional a finales del siglo XVIII como
consecuencia del triunfo de las revoluciones liberal-burguesas, los derechos funda-
mentales se configuran como una de sus señas de identidad. El concepto mismo de
Constitución, tal y como se desprende del artículo 16 de la Declaración de Derechos
del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional francesa en agosto
de 1789, incluye como uno de sus dos elementos básicos, junto a la división de pode-
res, la garantía de los derechos: “una sociedad donde la separación de poderes no está
establecida y los derechos no están garantizados no tiene Constitución”. Si no existe
reconocimiento y garantía de los derechos, no cabe hablar de Constitución.
Este concepto material de Constitución permite diferenciar en su seno a la deno-
minada parte orgánica (separación de poderes) de la parte dogmática (garantía de los
derechos). La distinción es útil a efectos didácticos, pero no se puede olvidar que am-
bas dimensiones, la orgánica y la dogmática, son expresión de una misma realidad: la
garantía jurídica de la libertad. La libertad —como advirtiera Heller— sólo puede ser
libertad organizada. La separación de poderes es un medio o instrumento al servicio
de un fin, la libertad, y esta se traduce jurídicamente en los derechos fundamentales.
La historia había confirmado que la concentración de todos los poderes en una sola
persona o institución era incompatible con la libertad. De ahí la exigencia de orga-
nizar el Estado conforme al principio de división de poderes. Principio que no puede
desligarse de la función que cumple al servicio de la libertad y de los derechos.
Ello explica que, históricamente, la aprobación de las declaraciones de de-
rechos precedió —tanto en el contexto revolucionario francés como en el ame-
ricano— a la de las Constituciones mismas. Resulta incuestionable el hecho de
que la primera preocupación de los revolucionarios liberal-burgueses, tanto en
Francia como en América, fue la de proceder al reconocimiento de la existencia
de una esfera de libertad individual absoluta. Esa preocupación se tradujo en el
plano normativo en las Declaraciones de Derechos. Será en un momento posterior
cuando se proceda a aprobar la Constitución y esto último se hará siempre, preci-
samente, para garantizar aquellos derechos mediante la separación de poderes. En
cualquier caso, lo que importa subrayar es que las Declaraciones de Derechos se
configuran como un presupuesto inexcusable para la existencia misma del Estado
Constitucional y que lo distinguen del Estado absoluto. Frente a las concepciones
22 Javier Tajadura Tejada

absolutistas según las cuales los privilegios son concesiones graciosas de los mo-
narcas a las clases sociales más poderosas, se impone la tesis, tributaria de las doc-
trinas iusnaturalistas, de que todo hombre por el hecho de serlo es titular de unos
derechos preexistentes al Estado y que, por tanto, deben ser por él respetados.
Una vez que, mediante la Declaración de Derechos, se ha establecido la esfera
de libertad individual, de lo que se trata es de hacerla efectiva. En ello consiste
el acto constitucional, en aprobar un Texto constitucional que, organizando el
Estado conforme al principio de división de poderes, asegure al ciudadano el
respeto a su ámbito de libertad personal. Evidente resulta que este acto consti-
tucional, concebido como supremo sistema de garantía de la libertad individual
,requiere, por ineludible exigencia del racionalismo jurídico, su plasmación en un
documento escrito, formal y solemne, aprobado por el Pueblo, titular del Poder
Constituyente. Fue así como surgieron las primeras Constituciones en el sentido
contemporáneo del término.
Desde entonces y hasta hoy, los derechos fundamentales se configuran como el
núcleo esencial de todo Estado constitucional. Es cierto que, técnicamente, existen
diferencias en cuanto a la forma en que los distintos ordenamientos constitu-
cionales incorporan los derechos fundamentales. En el Reino Unido, se recogen
como garantías no escritas, de acuerdo con el carácter consuetudinario de su De-
recho; en Francia, por su parte, la recepción se efectúa mediante una remisión a
otros textos normativos (Declaración de 1789 y Preámbulo de la constitución de
1946). En otros muchos ordenamientos, es la propia Constitución la que recoge
una tabla detallada y exhaustiva de derechos. Pero sea cual sea la fórmula para su
recepción en el ordenamiento, como advierte Torres del Moral: “Los derechos y
libertades son la esencia del Estado democrático y éste la garantía de aquellas: no
hay derechos sin Estado democrático de Derecho, ni viceversa”.
Desde esta óptica, los derechos cumplen con las dos funciones propias de todo
Texto Constitucional: por un lado, fundamentar y legitimar el poder del Estado;
y, por otro, limitarlo. Los derechos, como veremos en este capítulo, legitiman el
poder del Estado y al mismo tiempo lo limitan.
En el proceso constituyente, en nuestro país, se discutió también sobre la con-
veniencia de recoger en la Constitución una tabla de derechos, como finalmente
se hizo, siguiendo la estela iniciada por Alemania, y continuada por otros muchos,
el último de los cuales fue el constituyente portugués de 1975-76. Frente a esta
postura, defendida por el PSOE y por AP, la UCD propuso realizar una remisión
a los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, especialmente al Convenio
Europeo de Derechos humanos de 1950 (CEDH). Esta fórmula ofrecía la ventaja
de una mayor rapidez en tanto que hubiera evitado las discusiones sobre los te-
mas controvertidos, y por otro lado —se decía— aportaba una mayor seguridad
jurídica en tanto en cuanto existía ya una jurisprudencia abundante que había
Los derechos fundamentales y sus garantías 23

perfilado con bastante nitidez el contenido y alcance de la mayor parte de los de-
rechos. Esa remisión se realizó, como veremos después, pero el constituyente optó
por recoger también, de forma expresa y detallada, una tabla de derechos que
terminó siendo “densa, retórica, reiterativa y a veces minuciosa y reglamentista,
debido a que se fue adoptando una actitud garantista contrapuesta al régimen po-
lítico precedente” (Torres del Moral). El régimen franquista operó, una vez más,
como el contramodelo. Y la Constitución portuguesa —que había sido la última
Constitución democrática aprobada en Europa— se tomó como ejemplo, lo que
explica el muy elevado número de derechos incluidos en el Título Primero.
La Constitución de 1978 es la primera en nuestra historia que recoge la expre-
sión “Derechos Fundamentales”. Con esta fórmula, el Constituyente reconoció la
existencia de unos derechos inherentes a todas las personas, y cuyo fundamento
radica en la dignidad humana. El artículo 10 de la Constitución les atribuye la
condición de “fundamento del orden político y de la paz social”: “La dignidad de
la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la
personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás, son el fundamento
del orden político y de la paz social”.
Ahora bien, pese al lugar central que ocupan en la Constitución, no resulta
fácil determinar del amplio elenco de derechos reconocidos en el Texto Constitu-
cional, principalmente en el Título I, pero no sólo en él, cuáles revisten el carácter
de fundamentales. Y tampoco, cuáles son las consecuencias que se derivan de esa
“fundamentalidad”.
La doctrina ha criticado por ello la redacción del Título I, por su falta de sis-
temática, por la utilización de términos heterogéneos, por la clasificación de los
mismos, y por el carácter aparentemente cerrado de la tabla de derechos. En las
páginas que siguen examinaremos los problemas planteados, aunque cabe ya an-
ticipar que la recepción del Derecho Internacional prevista en el artículo 96 (“Los
tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente
en España, formarán parte del ordenamiento interno. Sus disposiciones sólo po-
drán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios
tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional”) y la
remisión interpretativa que el artículo 10.2 hace a los Tratados sobre Derechos
Humanos, corrigen cualquier posible efecto contraproducente que pudiera deri-
varse del establecimiento de una tabla cerrada de derechos.

2. EL FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS


El iusnaturalismo, a partir de una determinada concepción filosófica, ideoló-
gica o religiosa del ser humano, sostiene que existen unos derechos que toda per-
24 Javier Tajadura Tejada

sona tiene como tal persona y derivados de su dignidad. Estos derechos se conci-
ben como inherentes a la persona, anteriores al Estado, inalienables e inviolables,
imprescriptibles, irrenunciables e intransmisibles. En este sentido, las doctrinas
iusnaturalistas están en la base del surgimiento de las revoluciones liberales de
fines del XVIII, y al rechazar la identificación entre ley y Derecho, permiten apelar
a los derechos como unas normas suprapositivas, que se imponen al legislador.
Ahora bien, la fundamentación iusnaturalista de los derechos es insuficiente
puesto que no nos permite distinguir un derecho humano de un derecho funda-
mental. El fundamento exclusivamente iusnaturalista al prescindir de la positiva-
ción de los derechos, esto es, de su inserción en un sistema jurídico dado, resulta
insuficiente para garantizar su eficaz protección. Únicamente puede servir para
denunciar situaciones de injusticia y para reclamar la vigencia de los derechos allí
donde no rigen.
Por otro lado, una fundamentación exclusivamente iusnaturalista de los de-
rechos puede comprometer el principio democrático, al pretender imponer al le-
gislador una determinada concepción del hombre y de la sociedad, con indepen-
dencia de las decisiones constitucionales básicas adoptadas por el constituyente.
De otro lado y como con meridiana claridad ha subrayado Bobbio, el iusnatu-
ralismo desconoce la historicidad de los derechos. Está históricamente comproba-
do que el número y el contenido de los derechos fundamentales ha evolucionado y
se ha modificado con el paso del tiempo. “El hombre —escribe Torres del Moral—
se hace en la Historia; es naturaleza y circunstancia; y la circunstancia es históri-
ca; el mismo concepto de Humanidad está preñado de sentido histórico. No es de
extrañar que ese hombre concreto (…) reivindique más derechos y diferentes de
los de otras épocas y culturas: a poco sensibles que seamos ante la evolución de
los derechos, habremos de aceptar su historicidad”.
Pero, con todo, la mayor debilidad del iusnaturalismo es la inexistencia de una
instancia a la que podamos apelar para decidir y definir cuáles son los derechos
humanos.
Frente a la fundamentación iusnaturalista de los derechos, el positivismo en-
tiende que son derechos fundamentales aquellos que el poder determina como
tales. Sólo cabe hablar de derechos humanos o fundamentales en la medida en
que exista un ordenamiento jurídico que los reconozca. El derecho no deriva ya
de la persona humana, sino de la voluntad del Estado. La gran ventaja del positi-
vismo, en cuanto establece un criterio claro y preciso de determinación de cuales
sean los derechos fundamentales, no puede hacernos olvidar el riesgo que implica
una fundamentación exclusivamente positivista de los derechos: el poder podría
destruirlos. La absoluta identificación entre ley y Derecho que llevó a Kelsen a
rechazar la distinción entre legalidad y legitimidad, supone admitir que el poder
Los derechos fundamentales y sus garantías 25

podría destruir los derechos y no cabría apelar a principios suprapositivos de


legitimidad.
En este contexto, y para poder afrontar con rigor y con sentido la cuestión
relativa al fundamento de los derechos es preciso diferenciar —como propone
Pérez Luño— entre derechos humanos y derechos fundamentales. Aunque en el
lenguaje común se trate de sintagmas que se utilizan indistintamente, desde una
perspectiva jurídico-constitucional, es preciso diferenciarlos. La distinción no se
basa en su diferente objeto o contenido puesto que en ambos casos es el mismo,
sino en la perspectiva desde la que se examinen. Hablamos de derechos humanos
cuando los contemplamos desde una óptica filosófica, y de derechos fundamenta-
les cuando los analizamos desde un punto de vista estrictamente jurídico. En este
sentido, Pérez Luño ha definido a los derechos fundamentales como “aquellos
derechos humanos garantizados por el ordenamiento jurídico positivo, en la ma-
yor parte de los casos en su normativa constitucional, y que suelen gozar de una
tutela reforzada”. Y así, efectivamente, la inclusión de un derecho humano en una
Constitución normativa es el criterio identificador de un derecho fundamental.
Por ello, los derechos fundamentales deben ser estudiados siempre en el contexto
de un ordenamiento constitucional dado, en nuestro caso el fundamentado en y
por la Constitución de 1978.
Los derechos fundamentales son los derechos humanos constitucionalizados.
Esto permite superar el eterno debate en torno a la fundamentación iusnaturalista
o positivista de los mismos. Cuando decimos que en un país se violan unos dere-
chos humanos que no están recogidos en su Ordenamiento, estamos empleando
el término derechos en un sentido amplio e impreciso. Como subraya Torres del
Moral, lo que queremos realmente decir es que en dicho Estado se desconocen y
se vulneran unas exigencias humanas que en el contexto internacional (Constitu-
ciones democráticas, Tratados Internacionales de Derechos Humanos) tienen la
consideración y el tratamiento de derechos. Así lo explica también Bobbio: es di-
ferente el fundamento de un derecho que se tiene y el de un derecho que se querría
tener. El primero se encuentra en el Ordenamiento jurídico positivo, mientras que
lo único que se puede hacer con el segundo es buscar las razones de su justifica-
ción y tratar de convencer con ellas al legislador.
El concepto de derechos humanos es un concepto histórico que surgió en Eu-
ropa, se expandió por el mundo y ha evolucionado con el paso del tiempo: des-
de los primeros textos (la Declaración del Buen Pueblo de Virginia de 1776, las
diez primeras enmiendas de la Constitución federal norteamericana de 1787, la
Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789),
pasando por la Constitución de la República Francesa de 1848 y la Constitución
de Weimar de 1919, hasta llegar a las tablas contenidas en las Constituciones de
la postguerra, de las que la portuguesa y la española son las más amplias.
26 Javier Tajadura Tejada

Ahora bien, el examen de las Declaraciones de Derechos incluidas en las cons-


tituciones de la segunda postguerra mundial, —a las que hay que añadir el Con-
venio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades
Fundamentales de 1950, y más recientemente la Carta de Derechos Fundamen-
tales de la Unión Europea—, nos muestra que, a pesar del relativismo inherente
a su propia historicidad, en el siglo XXI, el concepto de derechos humanos ha
alcanzado un cierto grado de objetividad, siendo estable en su núcleo. No cabe
sostener que su existencia dependa del poder político. Antes al contrario, su pro-
pia fundamentación histórica les confiere una autonomía frente al poder. En los
Estados Constitucionales estos derechos humanos son derechos fundamentales.
En otros, los derechos humanos sirven para denunciar las carencias de un orde-
namiento jurídico, y en definitiva, su injusticia. Por ello, los derechos humanos
pertenecen hoy al acervo cultural de la humanidad y su existencia es autónoma
de cualquier voluntad política. Un estudio comparado de las distintas Constitu-
ciones nos confirma que, aunque no exista un concepto universalmente válido
de derecho fundamental, sí que es posible hablar de una “cultura de los derechos
fundamentales “ (Haberle).
“Los inviolables e inalienables derechos humanos —advierte Benda— no han
sido creados por la Ley Fundamental de Bonn, sino que ésta los contempla como
parte integrante de un ordenamiento jurídico preexistente y suprapositivo (…) Se
trata de proteger la dignidad como derecho originario de todo ser humano”.
Los derechos fundamentales tienen, por tanto, un fundamento suprapositivo,
—los derechos humanos como traducción de un sistema de valores ampliamente
compartido— pero sólo despliegan sus efectos en el plano jurídico (no en el po-
lítico o ético) al adquirir naturaleza de derechos públicos subjetivos, y ello sólo
ocurre, a través de su positivización. Por ello, los derechos fundamentales son una
categoría que sólo puede comprenderse y tener sentido en el marco de una Cons-
titución normativa —en el sentido de García Pelayo—. En ellas, los derechos fun-
damentales vinculan a todos los poderes públicos: son indisponibles tanto para el
legislador como para el poder de reforma, tienen eficacia directa, y son exigibles
ante los Tribunales. Al mismo tiempo se configuran como elementos objetivos y
esenciales del ordenamiento jurídico y factores de integración social.
Los derechos humanos —a diferencia de los anteriores— son importantes des-
de un punto de vista político y ético, pero no son derechos protegidos por un
ordenamiento jurídico.
Con estas premisas, la Constitución española —en el artículo 10. 1, frontis-
picio del Título I— asume una fundamentación iusnaturalista de los derechos,
pues habla de derechos inherentes de la persona y de la dignidad de esta. El cons-
tituyente apela así a unos principios suprapositivos, pero al mismo tiempo los
positiviza. El precepto recuerda al artículo 1 de la Ley Fundamental de Bonn que
Los derechos fundamentales y sus garantías 27

se inicia con una declaración de la intangibilidad de la dignidad humana. Por ello


podemos decir que, en España, la doble fundamentación de los derechos se tra-
duce en la existencia de una doble fuente de los mismos: la Constitución, fuente
formal de derecho positivo; y la dignidad humana, fuente material suprapositiva
pero, a su vez, constitucionalizada.
La Constitución no puede fundamentarse en sí misma, ni tampoco en una me-
ra norma hipotética (Kelsen), ni puede tampoco configurarse como el resultado
de una decisión política absolutamente libre del poder constituyente (Schmit). La
Constitución es la traducción jurídica y la expresión política de un orden material
de valores que la precede y está presente en el cuerpo social. Los derechos funda-
mentales son los elementos esenciales de ese orden. Sin derechos fundamentales
no hay y no puede haber Constitución democrática.
Esta es también la visión de nuestro Tribunal Constitucional: “Los derechos
fundamentales responden a un sistema de valores y principios de alcance uni-
versal que subyacen a la Declaración Universal y a los convenios internacionales
sobre derechos humanos, ratificados por España, y que, asumidos como decisión
constitucional básica, han de informar todo nuestro ordenamiento jurídico” (STC
21/1981).
Con estas premisas, en este primer capítulo vamos a examinar cuál es el esta-
tuto jurídico de los derechos constitucionales y fundamentales, analizando, suce-
sivamente, la fuente de los mismos (3), el concepto de derecho fundamental (4),
su naturaleza (5), la clasificación de los mismos (6), las cuestiones relativas a su
titularidad (7), a su eficacia (8), a su interpretación (9), y a sus límites (10). Y todo
ello, desde el punto de vista de un ordenamiento concreto, el del Estado social y
democrático de Derecho instaurado por la Constitución de 1978.

3. LA FUENTE DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES


3.1. Fuente formal: la “reserva de Constitución”
Las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los
principios generales del derecho (artículo 1.1 Código Civil), y de ninguna de ellas
pueden surgir los derechos fundamentales. La ley no puede ser la fuente de los
derechos fundamentales porque el criterio distintivo de estos es, precisamente, el
de ser derechos que vinculan al legislador y que se hallan, por tanto, fuera de su
ámbito de disponibilidad. Por otro lado, tampoco pueden los derechos fundamen-
tales nacer de la costumbre ni de los principios generales, puesto que estos solo
son aplicables en defecto de ley y por tanto nunca contra ella.
28 Javier Tajadura Tejada

La única fuente posible de la que pueden nacer los derechos fundamentales es


la Constitución. Así ocurre con la española de 1978 que, a diferencia de las del
siglo XIX, no se limita a establecer el sistema de fuentes o modos de creación del
derecho, sino que crea directamente derechos, es decir, contiene normas materia-
les que atribuyen directamente derechos a los ciudadanos, y les imponen deberes.
El legislador de los derechos fundamentales es, por tanto, el legislador consti-
tuyente. En materia de derechos fundamentales existe una “reserva de Constitu-
ción”.
En el caso de un Estado descentralizado como es España, la reserva de Cons-
titución implica que “los derechos fundamentales quedan a salvo de la descentra-
lización territorial del poder, configurando un status nacional uniforme” (Cruz
Villalón).
Ahora bien, a pesar de la existencia de esta reserva de Constitución, todos los
Estatutos de Autonomía (en su primera redacción) incluyeron un precepto en el
que indicaban que los derechos y deberes de los habitantes de la respectiva Co-
munidad son los establecidos en la Constitución. Se trata de preceptos que, como
advierte Rubio Llorente, son “no solo redundantes, sino jurídicamente absurdos,
pues es claro que los Estatutos no pueden crear derechos fundamentales en bene-
ficio de los habitantes de la Comunidad, ni privarlos de los que la Constitución les
atribuye. Por su contenido, los Estatutos forman parte de la Constitución material
y ocupan, formalmente, un lugar intermedio entre la Constitución y las leyes pero
no son normas constitucionales de ámbito territorial limitado ni pueden desem-
peñar en consecuencia, la función específicamente constitucional de garantizar
derechos frente al legislador”.
El proceso de reforma de numerosos Estatutos de Autonomía llevado a cabo
durante la VIII legislatura no sólo no fue aprovechado para corregir este error,
sino que fue utilizado para agravarlo. Los textos resultantes de esas reformas
contienen una proclamación de derechos mucho más extensa y detallada. Los
Estatutos de Cataluña o Andalucía son paradigmáticos. Se trata de declaracio-
nes que carecen por completo de encaje constitucional y vulneran la “reserva de
Constitución” existente en materia de derechos fundamentales.
Conviene recordar que el artículo 147. 2 de la Constitución enumera las mate-
rias propias de los Estatutos y entre ellas no figuran las declaraciones de derechos.
A la vista de ese precepto se puede sostener que los Estatutos de Autonomía son
un tipo de norma con contenido constitucionalmente tasado.
Tampoco es admisible la tesis que sostiene que los Estatutos podrían conte-
ner estas declaraciones en cuanto expresiones del autogobierno (M. Carrillo). El
“autogobierno” como categoría jurídica carece de un significado preciso y debe
reconducirse al concepto de “autonomía”. Ahora bien, la autonomía debe confi-
Los derechos fundamentales y sus garantías 29

gurarse y ejercerse dentro del marco constitucional, y en ese contexto el artículo


147. 2 citado ocupa un lugar destacado, por lo que se vuelve al punto de partida.
Pero es que, además, y como bien ha advertido V. Farreres, si autogobierno sig-
nifica diseñar y desarrollar políticas diferenciadas en las materias de propia com-
petencia, establecer límites materiales a la actuación de los poderes públicos no
es expresión de autogobierno alguno sino la imposición de límites al mismo. Las
declaraciones de derechos son, ante todo y sobre todo, límites frente al poder pú-
blico, en este caso autonómico. Y desde esta óptica, esos límites no pueden ser es-
tablecidos por el legislador orgánico estatuyente sino que, en virtud de la “reserva
de Constitución” mencionada, sólo pueden ser fijados por el Poder Constituyente.
Mediante las declaraciones de derechos se acota el ámbito de la regla de de-
cisión por mayoría, es decir, el campo del proceso político democrático, y eso es
algo que sólo el poder constituyente —y no el estatuyente— puede legítimamente
hacer. El ámbito del proceso político democrático está fijado por el Título I de la
Constitución. Como ha destacado Díez-Picazo, “admitir las normas estatutarias
declarativas de derechos equivaldría, así, a admitir que en ciertas Comunidades
Autónomas se puede estrechar dicho terreno del proceso político democrático; y
esto es lo mismo que privar a los ciudadanos por vía estatutaria de algo que tenían
por vía constitucional. Si no existieran esas normas declarativas de derechos, se
aplicaría sólo el Título I de la Constitución y los ciudadanos —o sus representan-
tes— podrían debatir y votar sobre más cosas”.
Frente a esto no cabe tampoco argüir que estas declaraciones tendrían la co-
bertura del artículo 81 de la Constitución por ser leyes orgánicas que desarrollan
derechos fundamentales. En primer lugar, porque no todos los derechos conteni-
dos en las declaraciones estatutarias tienen por qué ser desarrollo de algunos de
los derechos reconocidos en la Sección primera del Capítulo II que son los reser-
vados a la ley orgánica. Y en segundo lugar, y sobre todo, porque la ley orgánica
a la que se refiere el artículo 81 no puede ser la de aprobación o reforma de un
Estatuto de Autonomía. Si así fuera, cualquier desarrollo posterior de los derechos
en cuestión quedaría sustraído a la ley orgánica y sometido al procedimiento de
reforma estatutaria.
En relación con esta reserva de Constitución en materia de derechos fundamen-
tales conviene llamar la atención sobre otro extremo también advertido por Díez-
Picazo: “Es significativo que el único lugar en que el texto constitucional llama a
una fuente distinta para integrar su tabla de derechos es el artículo 10. 2, con su
remisión a los Tratados Internacionales sobre derechos humanos. Es verdad que,
según jurisprudencia constitucional constante, el art. 10.2 no permite introducir
nuevos derechos fundamentales en sentido estricto, sino que se limita a imponer
un privilegiado método de interpretación; pero no es esto lo que ahora importa.
Lo relevante en esta sede es que, tratándose de derechos fundamentales, la única
30 Javier Tajadura Tejada

apertura que la Constitución española contempla es a fuentes internacionales,


no a otras fuentes internas. El constituyente español, que fue inequívocamente
consciente del proceso de internacionalización y universalización de los derechos
fundamentales, guardó un elocuente silencio sobre la eventual ‘provincialización’
de los mismos”.
Al margen de todo lo anterior, existe otro poderoso argumento sustantivo en
contra de la licitud constitucional de las normas estatutarias declarativas de de-
rechos. Díez-Picazo se ha referido a él como “el argumento del legislador esqui-
zofrénico” o “del legislador abúlico”. El argumento parte del hecho de que la
aprobación y reforma de un Estatuto de Autonomía, al llevarse a cabo por ley
orgánica, expresa no sólo la voluntad del electorado y de los órganos políticos de
la Comunidad Autónoma de que se trate, sino también, la voluntad de las Cortes
Generales. Por ello, admitir que los Estatutos recojan declaraciones de derechos
supone admitir que las Cortes confieran unos derechos a unos españoles y otros
derechos a otros españoles. Podría ocurrir, —añade como ejemplo ilustrativo el
autor citado— que un Estatuto estableciese la facultad de hacer “testamento vi-
tal”, otro dispusiera que debe hacerse todo lo posible por evitar la muerte de los
pacientes, y un tercero no dijera nada al respecto. ¿Qué habría que pensar de las
Cortes que aprobaran estas tres leyes orgánicas estatutarias?: “Que las tres po-
sibilidades merecen simultáneamente su aprobación (esquizofrenia), ¿Qué, en el
fondo, les da lo mismo (abulia)?”. Es cierto que en ningún sitio está previsto que
los Estatutos deban ser similares y que, antes al contrario, la Constitución confiere
a los Estatutos un muy amplio margen de libertad para diseñar y regular las ins-
tituciones autonómicas de manera muy diferente. Si en materia de organización,
la diversidad estatutaria no plantea ningún problema, ¿por qué en materia de
declaraciones de derechos —se plantean los defensores de su inclusión— hemos
de llegar a la conclusión contraria?
La conclusión contraria se impone por la diferente naturaleza de uno y otro
tipo de normas. Mientras que las normas organizativas son axiológicamente neu-
tras —siempre que reflejen los principios de la democracia representativa— las
normas declarativas de derechos traducen valores y reflejan una concepción de la
ética pública: “Reconocer que un mismo problema organizativo admite distintas
soluciones —escribe Díez-Picazo— dista de ser lo mismo que dar por buenas res-
puestas diferentes a un mismo problema moral. Mientras que es racional que las
Cortes Generales hagan lo primero, no lo es que hagan lo segundo. Un legislador
racional no puede sostener a la vez la bondad y la maldad de la autodetermina-
ción ante la muerte, de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, o de la pa-
ridad entre hombre y mujer en los cargos representativos (…) Ante los problemas
de ética pública —es decir, ante aquellos problemas sociales cuya regulación com-
porta elecciones morales serias— un legislador puede racionalmente abstenerse
de intervenir. Por ejemplo, porque se trata de un tema que escinde profundamente
Los derechos fundamentales y sus garantías 31

a la sociedad. Pero, si interviene, la racionalidad exigirá que no adopte simultá-


neamente normas divergentes”. Desde esta óptica, es evidente que si el legislador
actuara irracionalmente —como sería el caso del “legislador esquizofrénico”—
por haber renunciado de forma expresa y consciente a mantener la mínima y
necesaria coherencia en su actuación, incurriría en la interdicción de arbitrariedad
de los poderes públicos prevista en el art. 9. 3 CE.
Por todo lo expuesto hasta ahora consideramos que los Estatutos de Autono-
mía no pueden establecer derechos fundamentales.
Así lo entendió también el Tribunal Constitucional que se enfrentó a la cues-
tión en su sentencia 31/2010 (sobre el estatuto catalán, predeterminada por la
emitida en relación al Estatuto valenciano STC 247/2007) y en el FJ 16 recordó
que: “Derechos fundamentales son, estrictamente, aquellos que, en garantía de la
libertad y de la igualdad, vinculan a todos los legisladores, esto es, a las Cortes
Generales y a las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, sin ex-
cepción. Esa función limitativa sólo puede realizarse desde la norma común y su-
perior a todos los legisladores, es decir, desde la Constitución, norma suprema que
hace de los derechos que en ella se reconocen un límite insuperable para todos los
poderes constituidos y dotado de un contenido que se les opone por igual y con
el mismo alcance sustantivo en virtud de la unidad de las jurisdicciones (ordinaria
y constitucional) competentes para su definición y garantía. Derechos, por tanto,
que no se reconocen en la Constitución por ser fundamentales, sino que son tales,
justamente, por venir proclamados en la norma que es expresión de la voluntad
constituyente. Los derechos reconocidos en Estatutos de Autonomía han de ser,
por tanto, cosa distinta”.

3.2. Fuente material: la “dignidad de la persona”


La fuente formal de los derechos fundamentales es, por tanto, la Constitución.
Lo que distingue a un derecho fundamental de un derecho humano es, preci-
samente, su inclusión en una Constitución normativa. Ahora bien, junto a esta
fuente formal, la Constitución reconoce la existencia de una fuente material o su-
prapositiva: la dignidad de la persona humana, que resulta por ello no solo indis-
ponible para el legislador sino también para el poder de reforma constitucional:
“La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre
desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son
fundamento del orden político y de la paz social”.
El significado y alcance del artículo 10. 1 ha sido subrayado por la doctrina.
Valgan por todos las palabras de Rubio Llorente: “El enfático enunciado del ar-
tículo 10.1 no puede ser desdeñado como una declaración puramente retórica
carente de significado jurídico. Es el texto que, para decirlo con una bien cono-
32 Javier Tajadura Tejada

cida categoría weberiana, consagra la pretensión de legitimidad del orden que


la Constitución instaura. Esta pretensión aparece aquí además, conectada con
nociones que (…) tienen un contenido que si no es inmutable, no está a disposi-
ción del Estado, de cada Estado. Implica un concepto de constitución que no se
agota en la simple forma sino que incorpora un contenido necesario; lo que cabe
llamar concepto ‘sustancial’ o en la terminología popularizada entre nosotros por
García-Pelayo, ‘racional-normativo’”.
El valor del artículo 10. 1 se proyecta de esta forma sobre todos y cada uno de
los derechos fundamentales. El conjunto de ellos integra el principio de legitimi-
dad de la Constitución de 1978.
El Tribunal Constitucional ha señalado que los derechos son “traducción nor-
mativa de la dignidad humana” (STC 113/1995), y que, la dignidad humana es
un “minimun invulnerable que todo estatuto jurídico (de los derechos) debe ase-
gurar” (STC 57/1994).
Proyectada sobre los distintos derechos, la cláusula del art. 10. 1 CE implica
que, “en cuanto valor espiritual y moral inherente a la persona” (STC 53/1985)
“la dignidad ha de permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en que
la persona se encuentre —también, qué duda cabe, durante el cumplimiento de
una pena privativa de libertad— constituyendo, en consecuencia, un minimun
invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar, de modo que, sean unas
u otras las limitaciones que se impongan en el disfrute de derechos individuales,
no conlleven menosprecio para la estima que, en cuanto ser humano, merece la
persona. Pero sólo en la medida en que tales derechos sean tutelables en amparo y
únicamente con el fin de comprobar si se han respetado las exigencias que, no en
abstracto, sino en el concreto ámbito de cada uno de aquéllos, deriven de la dig-
nidad de la persona, habrá de ser ésta tomada en consideración por este Tribunal
como referente. No, en cambio, de modo autónomo para estimar o desestimar las
pretensiones de amparo que ante él se deduzcan” (STC 120/1990).
Si la Constitución no estableciera cuáles son los derechos inherentes a la dig-
nidad de la persona, o dicho de otro modo, qué derechos se derivan del recono-
cimiento constitucional de la dignidad humana, habría que deducirlos. Ello ge-
neraría una peligrosa incertidumbre en un tema crucial. Para evitar esa situación,
el Título I concreta el catálogo de derechos y lo hace de forma detallada. De esta
forma, el concepto constitucional de dignidad humana queda precisado en unos
términos concretos que impiden apelar a ella de forma genérica, y exigen que su
invocación se lleve a cabo —en principio— a través de algunos de los derechos
fundamentales en qué aquella se proyecta. Ahora bien, como categoría autónoma
y como fundamento del orden jurídico y político, preside e informa la interpreta-
ción de todas las ramas del ordenamiento jurídico.
Los derechos fundamentales y sus garantías 33

En todo caso, la dimensión suprapositiva y supraconstitucional del principio


de dignidad humana lo convierte en una categoría no sólo indisponible para el
legislador, sino también inmune frente al poder de reforma. En este sentido, Rubio
Llorente ha recordado que “la derogación o reforma sustancial, de aquella norma
que expresa el concepto de Constitución que orienta la decisión del poder cons-
tituyente no es una reforma total o parcial de la Constitución, sino su sustitución
por otra ordenación distinta, que sólo cabría denominar Constitución a partir de
un concepto distinto y discordante con el que es propio del constitucionalismo”.
En la medida en que el articulo 10 contiene ese concepto de Constitución, cabe
afirmar que “el artículo 10 impone un límite implícito a la reforma constitucio-
nal”.
Por ello y frente a quienes interpretan el artículo 168 (procedimiento para lle-
var a cabo una revisión total del Texto Constitucional) como una puerta abierta
a la destrucción de la Constitución, la doctrina más consecuente defiende la exis-
tencia de unos límites materiales implícitos al poder de reforma (Pedro de Vega,
Javier Jiménez Campo) entre los cuales la dignidad de la persona y los derechos
fundamentales ocupan un lugar destacado y central, como núcleo de legitimi-
dad del Estado Constitucional. Si los derechos son inviolables no hay poder de
reforma que pueda desconocerlos. Si el conjunto normativo del artículo 10 es el
fundamento del orden político, cualquier reforma que le afectase negativamente,
supondría un ataque al fundamento mismo del sistema político y como tal, por
su carácter rupturista, no podría ser concebido nunca como un acto jurídico sino
fáctico o revolucionario.
Ahora bien, Rubio Llorente añade que “la posibilidad de que el artículo 10.
1 sea reformado de acuerdo con el procedimiento establecido, permite sostener
que el límite implícito en ese precepto no tiene una fuerza equivalente a la de los
límites explícitos que otras Constituciones imponen a través de cláusulas de irre-
formabilidad, aunque como la experiencia enseña la capacidad de la jurisdicción
constitucional para garantizar el respeto a estos límites no es muy grande. Pero su
menor fuerza tampoco autoriza a negar su existencia”.
Esta cuestión —que reviste una importancia fundamental— ha sido resuelta en
Alemania con una claridad meridiana. El artículo 79. 3 de la Ley Fundamental ve-
da una abolición de derechos por la vía de la reforma constitucional. Son inadmi-
sibles reformas de aquella que afecten a los principios formulados en los artículos
1 (dignidad del hombre) y 20 (principios democráticos y del Estado de Derecho).
Como ha escrito Hesse comentando este precepto: “estos principios resultarían
afectados por cualquier abolición, porque prácticamente todos los derechos fun-
damentales constituyen parte esencial de tales principios, de forma tal que su
eliminación suprimiría aquellos mismos principios y el ordenamiento construido
sobre los mismos. No se excluye, en cambio, la reforma del texto de los derechos
fundamentales siempre que se preserve su contenido y eficacia”.
34 Javier Tajadura Tejada

En una futura reforma de nuestra Constitución convendría adoptar una fór-


mula similar a la cláusula de intangibilidad contenida en la constitución alemana.
Los derechos fundamentales son el núcleo de legitimidad del Estado Consti-
tucional y por ello no deben ser concebidos únicamente como indisponibles para
el legislador (ordinario u orgánico) sino también como intangibles para el titular
del poder de reforma constitucional. La garantía jurídica de la libertad sería vana
si, a través del procedimiento de reforma constitucional, se pudieran suprimir los
derechos fundamentales.

4. EL CONCEPTO DE DERECHO FUNDAMENTAL


La Constitución es muy poco precisa en el uso de esta nueva categoría (como
lo es en la utilización misma del término “derechos”). Además, y sin razón alguna
que lo justifique, el constituyente mantuvo también la vieja noción de “libertades
públicas”, que utiliza para definir el régimen jurídico de la extranjería en el artícu-
lo 13 (Los extranjeros gozarán en España de las libertades públicas que garantiza
el presente Título en los términos que establezcan los tratados y la ley). Todo ello
se complica por la compleja y poco coherente sistemática del Título I, y por el
diferente régimen jurídico atribuido a los distintos derechos.
La sistemática del Título I es ciertamente confusa. El Título I lleva por rúbrica
“De los derechos y deberes fundamentales”, pero su Capítulo Segundo se refiere
sólo a “Derechos y libertades”. Este capítulo se divide a su vez en dos secciones,
siendo en la primera donde se incluye la expresión libertades públicas (“De los
derechos fundamentales y de las libertades públicas”), mientras que la segun-
da lleva por encabezamiento “De los derechos y deberes de los ciudadanos”. El
Capítulo Tercero, a diferencia del resto de los contenidos en el Título I no hace
mención alguna a los derechos y lleva por rúbrica “De los principios rectores de la
política social y económica”. La expresión derechos fundamentales reaparece en
el encabezamiento del Capítulo Cuarto “De las garantías de las libertades y dere-
chos fundamentales”. Finalmente, y sin razón alguna que lo justifique, el adjetivo
fundamentales desaparece de la rúbrica del Capítulo Quinto y último del Título I:
“De la suspensión de los derechos y libertades”. Y digo sin razón, porque resulta
evidente que los mecanismos previstos en ese Título implican la suspensión de
algunos derechos cuyo carácter fundamental resulta indiscutible.
En relación al diferente régimen jurídico de unos y otros derechos, resulta deci-
siva la distinción establecida en el artículo 53 entre los Derechos enumerados en el
Capítulo Segundo y los Principios contenidos en el Capítulo Tercero. Así, el apar-
tado primero del citado artículo dispone: “Los derechos y libertades reconocidos
en el Capítulo Segundo del presente Título vinculan a todos los poderes públicos.
Los derechos fundamentales y sus garantías 35

Sólo por ley, que en todo caso habrá de respetar su contenido esencial, podrá re-
gularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se tutelarán de acuerdo con
lo previsto en el artículo 161. 1. a”. Mientras que el apartado tercero establece lo
siguiente: “El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios recono-
cidos en el Capítulo tercero, informarán la legislación positiva, la práctica judicial
y la actuación de los poderes públicos. Sólo podrán ser alegados ante la jurisdic-
ción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen”.
Por otro lado, el apartado segundo de este artículo 53 excluye de la protección
extraordinaria que supone el recurso de amparo la práctica totalidad de los dere-
chos enumerados en la Sección segunda: “Cualquier ciudadano podrá recabar la
tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y en la sección 1ª
del Capítulo segundo ante los tribunales ordinarios por un procedimiento basado
en los principios de preferencia y sumariedad, y en su caso, a través del recurso
de amparo ante el Tribunal Constitucional. Este último recurso será aplicable a la
objeción de conciencia, reconocida en el artículo 30”.
Por otro lado, es preciso recordar que el constituyente incluyó otros derechos
fuera del Título I, dentro de los títulos dedicados a los distintos poderes del Es-
tado:
a) El derecho a ser oídos —directamente o a través de las organizaciones y
asociaciones reconocidas por la ley— en el procedimiento de elaboración de las
disposiciones administrativas que les afecten (art. 105. a).
b) El derecho de acceso a los archivos y registros administrativos, salvo en lo
que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la
intimidad de las personas (art. 105. b).
c) El derecho a indemnización por lesiones sufridas como consecuencia del
funcionamiento de los servicios públicos (art. 106. 2).
d) El derecho a la gratuidad de la justicia (art. 119).
e) El derecho a una indemnización por daños causados por errores judiciales o
como consecuencia del funcionamiento anormal de la Administración de Justicia
(art. 121).
f) El derecho a ejercer la acción popular y participar en la Administración de
Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos
procesos penales que la ley determine, así como en los tribunales consuetudina-
rios y tradicionales (art. 125).
g) El derecho de participar —según la forma legalmente establecida— en la
Seguridad Social y en la actividad de los organismos públicos cuya función afecte
directamente a la calidad de la vida o al bienestar general (art. 129).
h) El derecho a ejercer la iniciativa legislativa —en la forma y con los requisi-
tos previstos en una Ley Orgánica— mediante la presentación de proposiciones
36 Javier Tajadura Tejada

de ley. En todo caso, se exigirán no menos de 500.000 firmas acreditadas, y no


procederá esta iniciativa popular en materias propias de ley orgánica, tributarias,
de carácter internacional, o que afecten a la prerrogativa de gracia (art. 87. 3).
Sobre estas bases, la doctrina constitucional ha tenido que precisar y depurar
el concepto de derecho fundamental. Nadie ha incluido en la categoría de dere-
chos fundamentales a los derechos mencionados fuera del Título I. En todo caso,
algunos de ellos pueden considerarse incluidos dentro del contenido de otros que
sí lo están. Por ejemplo, el 87. 3 dentro del 23.1 (derecho de participación), y el
119 dentro del 24 (prohibición de indefensión).
En relación a los derechos contenidos en el Título I, se han defendido, al me-
nos, tres posturas sobre tan importante cuestión.
Por un lado, la de quienes consideran derechos fundamentales a todos los men-
cionados en el Título I, con independencia de la forma en que aparecen recogidos,
y de su régimen jurídico
En segundo lugar, la de quienes consideran únicamente derechos fundamen-
tales a aquellos que “vinculan al legislador”, esto es, todos los contenidos en el
Capítulo Segundo.
Finalmente, la que restringe la calificación de fundamentales exclusivamente
a los derechos protegibles a través del recurso de amparo: es decir, el artículo 14
(derecho a la igualdad), los contenidos en la sección primera del Capítulo segundo
(artículos 15 a 29), y la objeción de conciencia (art. 30).
La primera de las concepciones mencionadas alega en su favor la literalidad de
la rúbrica del Título I. Con arreglo a esta amplísima noción, todos los derechos
humanos (incluidos los denominados de segunda y tercera generación) serían de-
rechos fundamentales. Esta tesis tiene el grave inconveniente de relativizar la nota
de “fundamentalidad” en la medida en que se predica tal carácter de derechos
que no son directamente accionables. El Tribunal Constitucional no ha aceptado
nunca esta teoría: “Los principios reconocidos en el Capítulo Tercero del Título
I, aunque deben orientar la actuación de los poderes públicos, no generan por si
mismos derechos judicialmente accionables” (STC 36/91).
La tercera, que utiliza como criterio para la identificación de los derechos fun-
damentales la protección especial que supone el recurso de amparo y la especial
rigidez que les atribuye el artículo 168, fue inicialmente la adoptada por el Tri-
bunal Constitucional (STC 111/83), pero la abandonó a partir de 1987, (SSTC
37/1987; 160 y 161/1987) en que sostuvo que esa concepción restrictiva de la
categoría —que deja fuera derechos como la propiedad, el matrimonio, la libertad
de trabajo o la libertad de empresa— sólo es aplicable en relación con la exigencia
contenida en el artículo 81. 1 de la Constitución, de que sean Leyes Orgánicas las
que desarrollen esos derechos. El Tribunal pasó así a hacerse eco de la segunda
Los derechos fundamentales y sus garantías 37

postura, que es la más coherente con el significado histórico de la categoría de


derecho fundamental como derecho indisponible para el legislador. En última
instancia, la tercera postura incurre en el grave error de confundir la naturaleza
de un derecho con las garantías del mismo. Pensar que los derechos fundamenta-
les son sólo los que resultan protegidos por el recurso de amparo obligaría como
dijo Rubio Llorente en su voto particular a la STC 26/87 “a negar la existencia de
derechos fundamentales en todos aquellos sistemas jurídico-constitucionales (la
mayoría de los existentes en Europa Occidental, por ejemplo) en los que no existe
esa vía procesal”.
Por todo ello, nos quedamos con la segunda de las posturas doctrinales apun-
tadas. Como advierte Cruz Villalón “ni por su contenido intrínseco, ni por su
capacidad de concreción, ni por sus garantías constitucionales, cabe hablar de di-
ferencias cualitativas entre los distintos derechos del Capítulo II”. Son, por tanto,
derechos fundamentales todos los contenidos en el Capítulo segundo del Título
primero y lo son porque todos ellos resultan indisponibles para el legislador. Esta
noción de derechos fundamentales basada en lo dispuesto en el artículo 53. 1 de
la Constitución —derechos que vinculan a todos los poderes públicos, incluido
el legislador que habrá de regularlos respetando siempre su contenido esencial—
es la más generalizada en la doctrina y tiene el respaldo, como hemos dicho, del
Tribunal Constitucional. Como ha subrayado Rubio Llorente, esta concepción de
los derechos fundamentales es “la más congruente con la historia y la que cuenta
con más sólida base en la propia Constitución, pues ni las diferencias existentes
en cuanto a las vías procesales utilizables para la defensa de los derechos, ni las
que afectan a las condiciones exigidas para la reforma de los enunciados que los
consagran, quiebran la unidad de la clase integrada por todos los derechos que la
Constitución otorga a los ciudadanos directamente, sustrayéndolos a la libertad
del legislador, el cual, con independencia de que su intermediación pueda ser nece-
saria para el ejercicio de los derechos, ha de respetar su existencia y su contenido
mínimo”.
Recapitulando lo hasta ahora expuesto, podemos concluir que el concepto de
derechos fundamentales presenta una doble dimensión. Desde una perspectiva
material o sustantiva, derechos fundamentales son aquellos que son considerados
como tales en la conciencia y en la cultura jurídicas en las que se inserta nuestro
Estado Constitucional (P. Cruz Villalón). Este es el concepto que utiliza el Tribu-
nal de Justicia de la Unión Europea, tal y como advirtió con acierto el Tribunal
Constitucional Federal alemán en su sentencia de 22 de octubre de 1986. De esta
forma, el Derecho Constitucional comparado se configura y opera, en este ámbi-
to, como “el derecho natural de nuestro tiempo”.
Desde una perspectiva formal, los derechos fundamentales se caracterizan por
dos notas: la primera, común a todo derecho, la garantía judicial. La tutela ju-
risdiccional no hace “fundamentales” a ciertos derechos; los hace, sencillamente,
38 Javier Tajadura Tejada

“derechos” (Jiménez Campo); a lo que se añade una nota distintiva y específica de


todo derecho fundamental: la vinculación (y consiguiente indisponibilidad por su
parte) del legislador. Vinculación que se deriva de su preexistencia como derechos
directamente creados por la Constitución.
En definitiva, “un derecho fundamental es ante todo un derecho creado por la
Constitución, y esto no significa otra cosa, (…) sino preexistencia del derecho mis-
mo al momento de su configuración o delimitación legislativa” (Jiménez Campo).
“Esos derechos —afirma el Tribunal Constitucional— ya existen, con carácter
vinculante, para todos los poderes públicos (…) desde el momento mismo de la
entrada en vigor del texto constitucional” (STC 80/1982).
Desde esta óptica, los derechos fundamentales son un componente esencial
del Estado de Derecho: “En el Estado burgués (liberal) de Derecho son derechos
fundamentales sólo aquellos que pueden valer como anteriores y superiores al
Estado, aquellos que el Estado, no es que otorgue con arreglo a las leyes, sino que
reconoce y protege como dados antes que él, y en los que sólo cabe penetrar en
una cuantía mensurable en principio y sólo dentro de un procedimiento regulado”
(Carl Schmitt).
Los derechos fundamentales, por tanto, preexisten a la ley que no podrá desfi-
gurarlos sin incurrir en inconstitucionalidad (por no respetar su “contenido esen-
cial”). El reconocimiento de la existencia de un contenido esencial del derecho
(como garantía normativa del propio derecho) que no puede ser conculcado por
el legislador pone de manifiesto —con meridiana claridad y sin que quede margen
alguno para la duda— que los derechos fundamentales existen y son anteriores al
momento de la intervención legislativa.
Ahora bien, ello no quiere decir que se pueda prescindir de dicha intervención.
La aplicabilidad inmediata de los derechos fundamentales “no puede significar
(…) autosuficiencia del derecho para alcanzar su eficacia propia, sino (…) pre-
existencia del derecho mismo a la intervención, casi sin excepción inexcusable,
del legislador” (Jiménez Campo). Esto último es algo en lo que conviene insistir.
Los principios del Capítulo Tercero del Título I sólo pueden ser alegados ante
la jurisdicción, una vez adoptadas “las leyes que los desarrollen”. Pero estas leyes
son también necesarias para la plena eficacia de los derechos fundamentales reco-
gidos en el Capítulo Segundo. La diferencia estriba en que estos últimos pueden
alegarse no sólo “de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen”,
sino también en contra de esas leyes e incluso, en algunas ocasiones, en ausen-
cia de esas mismas leyes. No ocurre esto con los principios rectores del capítulo
tercero. Y ello porque así como los derechos fundamentales existen antes y con
independencia de su regulación legislativa, los principios del capítulo tercero sólo
adquieren el carácter de verdaderos derechos en virtud de las “leyes que los desa-
rrollen”.
Los derechos fundamentales y sus garantías 39

En definitiva, todos los derechos (salvo los exclusivamente defensivos) requie-


ren la intervención del legislador para su plena efectividad; lo que caracteriza a
los fundamentales es que por su preexistencia a esa intervención, presentan un
contenido esencial que debe ser respetado por él.
El contenido esencial de los derechos fundamentales sólo puede ser garantiza-
do a través de la Constitución normativa (concebida como norma suprema del
ordenamiento jurídico). Así, el contenido esencial de los derechos se hace presente
cuando en ausencia de una ley que les de efectividad, se impone directamente y
sin necesidad de la interposición del legislador. En estos casos, los derechos funda-
mentales no operan como un límite a la acción del legislador por la razón evidente
de que este no ha actuado, sino como fuente directa que permite a su titular invo-
carlo y defender así el ámbito de libertad garantizada por el derecho fundamental
de que se trate. La STC 15/1982 es, en este sentido, paradigmática. En ella, ante
la inactividad del legislador, se reconoce la eficacia directa del contenido esencial
del derecho a la objeción de conciencia al servicio militar a pesar de tratarse de
un derecho fundamental cuya regulación precisa la previa intervención legislativa:
“El que la objeción de conciencia sea un derecho que para su desarrollo y plena
eficacia requiera la interpositio legislatoris no significa que sea exigible tan sólo
cuando el legislador lo haya desarrollado, de modo que su reconocimiento cons-
titucional no tendría otra consecuencia que la de establecer un mandato dirigido
al legislador sin virtualidad para amparar por sí mismo pretensiones individuales.
Como ha señalado reiteradamente este Tribunal, los principios constitucionales
y los derechos y libertades fundamentales vinculan a todos los poderes públicos
(arts. 9.1 y 53.1 de la Constitución) y son origen inmediato de derechos y obli-
gaciones y no meros principios programáticos; el hecho mismo de que nuestra
norma fundamental en su art. 53.2 prevea un sistema especial de tutela a través
del recurso de amparo, que se extiende a la objeción de conciencia, no es sino una
confirmación del principio de su aplicabilidad inmediata. Este principio general
no tendrá más excepciones que aquellos casos en que así lo imponga la propia
Constitución o en que la naturaleza misma de la norma impida considerarla in-
mediatamente aplicable supuestos que no se dan en el derecho a la objeción de
conciencia. Es cierto que cuando se opera con esa reserva de configuración legal
el mandato constitucional puede no tener, hasta que la regulación se produzca,
más que un mínimo contenido que en el caso presente habría de identificarse con
la suspensión provisional de la incorporación a filas, pero ese mínimo contenido
ha de ser protegido, ya que de otro modo el amparo previsto en el art. 53.2 de la
Constitución carecería de efectividad y se produciría la negación radical de un de-
recho que goza de la máxima protección constitucional en nuestro ordenamiento
jurídico. La dilación en el cumplimiento del deber que la Constitución impone al
legislador no puede lesionar el derecho reconocido en ella. Para cumplir el man-
dato constitucional es preciso, por tanto, declarar que el objetor de conciencia
40 Javier Tajadura Tejada

tiene derecho a que su incorporación a filas se aplace hasta que se configure el


procedimiento que pueda conferir plena realización a su derecho de objetor”.
Precisado así el significado y alcance de la categoría derechos fundamentales,
nos encontramos con que el catálogo de los mismos recogido en la Constitución
(Capítulo Segundo del Título I) es muy extenso. Ninguna otra Constitución de
nuestro entorno —con la única salvedad quizás de la Constitución portuguesa de
1976— recoge un elenco tan amplio de derechos fundamentales como la nuestra.
Este catálogo se abre con la proclamación del principio de igualdad y no dis-
criminación, y se divide después en dos secciones. La Sección primera contiene
los derechos de libertad individual o derechos de defensa frente al poder (derecho
a la vida y a la integridad física y psíquica, libertad ideológica y religiosa, dere-
cho a la libertad y a la seguridad, derecho al honor, a la intimidad y a la propia
imagen, libertad de circulación y residencia, libertad de expresión y derecho a la
información, derechos de reunión y asociación, derechos de sindicación y huelga
y derecho de petición), pero también algunos que exigen una prestación del Es-
tado como son los derechos a la educación y a la tutela judicial. En este primera
sección se incluyen también los derechos políticos. La Sección segunda —que no
solo proclama derechos sino que enuncia también deberes—, incluye, junto a los
mencionados, el derecho al matrimonio, y otros como el de propiedad privada, la
libertad de trabajo y la libertad de empresa, sobre los que se fundamenta la Cons-
titución económica. Finalmente, dicha sección incluye también algunos derechos
que no revisten el carácter de fundamentales en casi ningún otro ordenamiento
jurídico, y que, en nuestra opinión, tampoco debieran tenerlo en el nuestro. Me
refiero al derecho de fundación o al de colegiación profesional.
En palabras de García de Enterría, los derechos fundamentales aseguran así el
papel central del ciudadano en el sistema político con el triple objetivo de respetar
su esfera privada, reconocer su determinante participación en la formación de la
voluntad estatal y organizar un sistema de prestaciones positivas.

5. LA NATURALEZA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES


La doctrina y la jurisprudencia han destacado la doble naturaleza o dimensión
de los derechos fundamentales como derechos públicos subjetivos (5. 1) y como
elementos objetivos del ordenamiento (5. 2). Ahora bien, junto a estas dos face-
tas, Torres del Moral ha destacado también otras dos: la de configurarse como
mandatos a los poderes públicos (5. 3) y la de operar como límites de la soberanía
nacional en el orden internacional (5. 5). Junto a esas cuatro dimensiones, en este
epígrafe vamos a incluir una quinta: su dimensión integradora y legitimadora (5.
Los derechos fundamentales y sus garantías 41

4). Los derechos fundamentales son elementos de integración material de la socie-


dad y por ello factores de legitimación del orden político y jurídico.
La teoría de la doble dimensión de los derechos fundamentales tiene su origen
en la República de Weimar, y en Rudolf Smend a uno de sus primeros formulado-
res. Los derechos fundamentales presentan una dimensión subjetiva en cuanto ga-
rantizan una esfera de libertad personal, protegen al individuo de intervenciones
injustificadas de los poderes públicos y, en determinadas circunstancias, permiten
al ciudadano exigir del Estado determinadas prestaciones. Pero junto a ella, los
derechos fundamentales poseen también una dimensión objetiva, en cuanto son la
traducción jurídica de un orden material de valores que precede al propio Texto
Constitucional, y que el propio constituyente incorpora al ordenamiento en el
artículo 1 de la Constitución (libertad, igualdad, justicia y pluralismo).
En una de sus primeras sentencias (STC 25/1981) el Tribunal Constitucional
se hizo eco de esta distinción y subrayó el doble carácter o la doble dimensión
que presentan los derechos fundamentales. Por un lado, derechos subjetivos de los
ciudadanos y, por otro, elementos objetivos del ordenamiento.
a) “Los derechos fundamentales son derechos subjetivos, derechos de los indi-
viduos, no sólo en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto, sino en
cuanto garantizan un status jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia”.
b)”Los derechos fundamentales son elementos esenciales del ordenamiento
objetivo de la comunidad nacional, en cuanto éste se configura como marco de
una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en un Estado
de Derecho y, más tarde, en un Estado social y democrático de Derecho, según la
fórmula de nuestra Constitución”.

5.1. Derechos públicos subjetivos


Según García de Enterría el derecho subjetivo consiste en “la posibilidad atri-
buida al individuo de poner en movimiento una norma jurídica en su propio inte-
rés”. Comporta, por tanto, un interés jurídicamente protegido (R. von Ihering). El
interés o fin perseguido configura el elemento material del derecho. La protección
otorgada por el ordenamiento constituye su elemento formal.
Si a lo anterior añadimos que se trata de derechos “públicos”, nos estamos
refiriendo a que vinculan a los poderes públicos y que estos son sus destinatarios,
esto es, los obligados o sujetos pasivos de los derechos.
La teoría de los derechos públicos subjetivos está vinculada a la doctrina de la
personalidad jurídica del Estado. Ambas se desarrollaron en Alemania durante el
siglo XIX para explicar y resolver el problema de las relaciones entre los ciuda-
danos y el Estado. Sólo considerando al Estado persona jurídica y, por lo tanto,
42 Javier Tajadura Tejada

inserta en el tráfico jurídico, puede entablar relaciones jurídicas con el ciudadano.


En este contexto, los ciudadanos pueden exigir del Estado, como persona jurídica,
determinados comportamientos, generalmente su abstención de toda injerencia
en el ámbito de su autonomía garantizada por el derecho según la concepción
liberal de la época.
Al margen de que la doctrina de la personalidad jurídica del Estado para lo que
sirvió fue para poder atribuirle a él la soberanía y eludir así la cuestión constitu-
cional por antonomasia, esto es, la discusión sobre si era el monarca o el pueblo
el titular último del poder constituyente del Estado, lo cierto es que permitió tam-
bién explicar jurídicamente las relaciones de los poderes públicos con los ciuda-
danos y alumbrar, en consecuencia, la categoría de derechos públicos subjetivos.
En todo caso, es evidente que todos los derechos son subjetivos. Los derechos
o son subjetivos o no son nada. Ahora bien, la cualificación de públicos ha sido
cuestionada puesto que la eficacia de los derechos se despliega también en rela-
ción con los particulares. De hecho, el poder público no es ya la principal ame-
naza para los derechos. Al abordar el tema de la eficacia de los derechos en las
relaciones entre particulares volveremos sobre esta cuestión.
En nuestra opinión la categoría de derechos públicos subjetivos sigue siendo
válida. Lo que ocurre es que debe ser interpretada en conexión con la cláusula del
Estado Social. En este sentido Torres del Moral subraya que cada derecho reclama
a los poderes públicos lo que conviene a su naturaleza: “unos siguen demandando
principalmente la referida abstención estatal y otros su intervención, mientras
que, por otra parte, todos ellos son, con variantes, ejercitables frente al Estado,
pero algunos —los más y en evolución creciente— tienen también eficacia entre
particulares, aunque a la postre, el Estado puede ser requerido para que garantice
tal eficacia, con lo que no desmienten su condición de derechos públicos subjeti-
vos (…) La clave reside, por tanto, en que el Estado Social no perjudica el carácter
público de estos derechos, sino que lo enriquece con la eficacia horizontal tutelada
por el propio Estado”.
El Tribunal Constitucional por su parte nunca ha negado el carácter público
de los derechos: “Son derechos individuales que tienen al individuo como sujeto
activo y al Estado como sujeto pasivo en la medida en que tienden a reconocer
y proteger ámbitos de libertades o prestaciones que los poderes públicos deben
otorgar o facilitar a aquellos”, (STC 84/1988).

5.2. Elementos objetivos y esenciales del ordenamiento jurídico


El Tribunal Constitucional ha subrayado, desde sus primeras sentencias, que,
además de derechos públicos subjetivos, los derechos y libertades constitucional-
mente reconocidos son elementos objetivos del ordenamiento jurídico: “La doc-
Los derechos fundamentales y sus garantías 43

trina ha puesto de manifiesto —en coherencia con los contenidos y estructuras


de los ordenamientos positivos— que los derechos fundamentales no incluyen
solamente derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado, y
garantías institucionales, sino también deberes positivos por parte de éste. Pero,
además, los derechos fundamentales son los componentes estructurales básicos,
tanto del conjunto del orden jurídico objetivo como de cada una de las ramas que
lo integran, en razón de que son la expresión jurídica de un sistema de valores
que, por decisión del constituyente, ha de informar el conjunto de la organización
jurídica y política; son, en fin, como dice el art. 10 de la Constitución, el ‘funda-
mento del orden jurídico y de la paz social’. De la significación y finalidades de
estos derechos dentro del orden constitucional se desprende que la garantía de
su vigencia no puede limitarse a la posibilidad del ejercicio de pretensiones por
parte de los individuos, sino que ha de ser asumida también por el Estado. Por
consiguiente, de la obligación del sometimiento de todos los poderes a la Consti-
tución no solamente se deduce la obligación negativa del Estado de no lesionar la
esfera individual o institucional protegida por los derechos fundamentales, sino
también la obligación positiva de contribuir a la efectividad de tales derechos, y
de los valores que representan, aun cuando no exista una pretensión subjetiva por
parte del ciudadano. Ello obliga especialmente al legislador, quien recibe de los
derechos fundamentales ‘los impulsos y líneas directivas’, obligación que adquiere
especial relevancia allí donde un derecho o valor fundamental quedaría vacío de
no establecerse los supuestos para su defensa” (STC 53/1985).
Desde esta óptica, los derechos fundamentales trascienden la esfera de los su-
jetos individuales y se proyectan sobre toda la sociedad y sobre el conjunto del
sistema jurídico y político. En esta dimensión objetiva se fundamenta la eficacia
horizontal de los derechos, esto es, sus efectos en las relaciones entre particulares,
que analizaremos después.
Por ello y como subraya Torres del Moral “el sistema de derechos conforma
un componente fundamental, el más importante, sin duda, de lo que podríamos
llamar orden público del Estado democrático, esto es, del conjunto de institutos
jurídicos que identifican la esencia del régimen y de su Ordenamiento jurídico”.
Esta dimensión objetiva es la que explica que, al ser un componente estructural
necesario del ordenamiento constitucional-democrático, los derechos fundamen-
tales integren un conjunto normativo inmune al poder de reforma constitucional.
Y que, como vimos en el apartado anterior, se configuren como un límite material
que el poder de reforma debe respetar. Si no lo hiciera, el orden constitucional
quedaría destruido.
Ahora bien, conviene recordar, en todo caso, que como advierte Hesse, histó-
ricamente y en su significado actual los derechos fundamentales son sobre todo
derechos humanos: “lo que con ellos se pone en juego son las condiciones esen-
44 Javier Tajadura Tejada

ciales de la vida individual y comunitaria en libertad y de la dignidad humana,


una tarea que nada ha perdido, en las circunstancias presentes, de su importancia
para nuestro tiempo”. Por ello la interpretación de los mismos como elementos
objetivos del ordenamiento debe servir para reforzar la validez de los derechos
fundamentales como derechos humanos, “su significado como principios objeti-
vos nunca deberá ser disociado de esa idea nuclear”.
Cuando estudiemos el recurso de amparo como garantía procesal específica de
ciertos derechos fundamentales, tendremos ocasión de ver como esta garantía ha
limitado su alcance (tras la reforma de la LOTC operada en 2007) a la dimensión
objetiva de los derechos. La violación de un derecho fundamental (entendido co-
mo derecho público subjetivo) de los protegibles en amparo por un poder público
es condición necesaria pero no suficiente para la admisión del recurso. Se requiere
también que el caso presente “una especial trascendencia constitucional”. Con
la introducción de este requisito se pretendió objetivar el recurso de amparo, y
disminuir así la carga de trabajo de un Tribunal que se encontraba al borde del
colapso.

5.3. Mandatos a los poderes públicos


Ya en la República de Weimar, Herman Heller advirtió que la libertad humana
sólo puede ser libertad organizada. En el contexto del constitucionalismo social
esta afirmación revela todo su significado. Como ha recordado Laski “existen
ciertos elementos vitales en el bien común que sólo pueden alcanzarse mediante
la acción del Estado (educación, vivienda, salubridad pública, seguridad contra el
desempleo); lejos de producirse un necesario antagonismo entre la libertad indi-
vidual y la autoridad del Gobierno, existen áreas de vida social en que el segundo
factor es necesaria condición del primero”.
Ello explica que los derechos fundamentales presenten también una dimen-
sión de mandatos a los poderes públicos. Ahora bien, esta faceta de los derechos
debe ser bien entendida. Ningún derecho es únicamente un mandato al poder,
ni todos los mandatos a los poderes públicos se configuran jurídicamente como
derechos. En muchos casos, los mandatos a los poderes públicos para que actúen
de una determinada manera o para que se abstengan de hacerlo, son preceptos de
naturaleza programática, de los que no cabe deducir derechos exigibles por los
ciudadanos.
En otros casos, el mandato se contiene en el propio precepto constitucional
que reconoce un derecho. Ejemplos de esto último tenemos en el artículo 27. 1
(derecho a la educación) o en el artículo 24. 2 (derecho a la asistencia letrada).
En estos supuestos, el mandato a los poderes públicos forma parte del contenido
mismo del derecho. Sin el mandato el derecho no puede configurarse como tal.
Los derechos fundamentales y sus garantías 45

Se trata de casos en los que la propia naturaleza del derecho exige una actuación
de los poderes públicos tendente a crear las condiciones y remover los obstáculos
para lograr su efectividad (art. 9. 2 CE).
Pero no sólo los derechos de prestación presentan esta faceta. También los
derechos clásicos de libertad obligan al poder a adoptar un determinado compor-
tamiento, aunque en este caso sea negativo y consista en una abstención. Y desde
esta óptica, también son mandatos a los poderes públicos.
Esta tercera dimensión de los derechos es la que permite a la doctrina alemana
reivindicar “una política de derechos fundamentales como tarea del Estado” (P.
Haberle). Una política activa de prestación y de promoción dirigida a lograr la
máxima efectividad y la optimización de los derechos. Una tarea que, como ha
advertido Torres del Moral, busca crear la realidad y no meramente respetarla:
“Este rasgo es un elemento más del sistema constitucional de derechos, sin el
cual no sería diferenciable el constitucionalismo social del liberal. Esta política de
derechos concierne a todos los poderes públicos, pero ante todo y sobre todo, al
legislativo porque es por ley como se los ha de regular”.

5.4. Factores de integración social y fundamento de legitimidad estatal


Los derechos fundamentales y las libertades públicas “constituyen el funda-
mento político-jurídico del Estado en su conjunto” y son “elemento justificador
de todo poder político” (STC 113/1995).
El logro de la “integración social” sigue siendo considerado el principal criterio
legitimador del poder público. Sin embargo, qué entendamos por integración es
algo que no resulta fácil de determinar. En este contexto, y para nuestro propósito,
resulta fundamental volver a recordar —una vez más— la teoría constitucional
de Rudolf Smend. En una breve obra titulada “Constitución y Derecho Constitu-
cional” y publicada en 1928, Smend expuso su célebre teoría de la integración. El
profesor alemán defiende una visión dinámica del Estado según la cual éste es re-
sultado de un proceso de creación continuo que se cumple mediante las tres típicas
integraciones: personal, funcional y real. “El Estado no es un fenómeno natural
que deba ser simplemente constatado, sino una realización cultural que, como tal
realidad de la vida del espíritu, es fluida, necesitada continuamente de renovación
y desarrollo, puesta continuamente en duda”. Sobre esta base construye Smend
el concepto de integración: “El Estado no constituye en cuanto tal una totalidad
inmóvil, cuya única expresión externa consista en expedir leyes, acuerdos diplo-
máticos, sentencias o actos administrativos. Si el Estado existe, es únicamente
gracias a estas diversas manifestaciones, expresiones de un entramado espiritual,
y, de un modo más decisivo, a través de las transformaciones y renovaciones que
tienen como objeto inmediato dicho entramado inteligible. El Estado existe y se
46 Javier Tajadura Tejada

desarrolla exclusivamente en este proceso de continua renovación y permanente


reviviscencia; por utilizar aquí la célebre caracterización de la Nación en frase de
Renan, el Estado vive de un plebiscito que se renueva cada día. Para este proceso,
que es el núcleo sustancial de la dinámica del Estado, he propuesto ya en otro
lugar la denominación de integración”.
Los diferentes tipos de integración que Smend considera son los siguientes:
a) Integración personal. A esta esfera corresponden ciertas personas o grupos
(jefes de Estado, Gobierno, burocracia, etc.) cuya esencia no se agota en su ca-
rácter de portadores de competencias o en su calidad de órganos del Estado, sino
que constituyen un trozo esencial del Estado mismo, que se hace visible en sus
personas como totalidad espiritual y corporal.
b) Integración funcional. A ella pertenecen todas las especies de forma de vida co-
lectiva de una comunidad, y en particular todos los procesos cuyo sentido es producir
una síntesis social, desde un desfile militar hasta un debate parlamentario.
c) Integración material. La integración material se opone a la integración
personal y a la funcional en tanto estos últimos son, únicamente, modos de
integración formal. A este respecto Smend escribe: “Es cierto que no existe,
en última instancia, ningún modo de integración formal sin una comunidad
material de valores, del mismo modo que no es posible la integración a través
de valores sustantivos si no existen formas funcionales. Pero generalmente
predomina uno de los dos tipos de integración. (…) A los tipos de integración
que consisten en momentos formales (personales y funcionales) se oponen
radicalmente aquellos tipos de configuración de la comunidad que se basan en
valores comunitarios sustantivos”. Para expresar y concretar esa comunidad
material de valores se enuncian en las Constituciones las tablas de derechos:
“Con independencia de cualquier consideración acerca de su validez jurídica
—escribe Smend— los derechos fundamentales son los representantes de un
sistema de valores concreto, de un sistema cultural que resume el sentido de
la vida estatal contenida en la Constitución”. Desde esta óptica se explica el
significado jurídico y político de la tabla de derechos: “Desde el punto de vista
político, esto significa una voluntad de integración material; desde el punto de
vista jurídico, la legitimación del orden positivo estatal y jurídico. Este orden
positivo es válido sólo en cuanto que representa este sistema de valores y pre-
cisamente por él se convierte en legítimo”.
Como elementos de integración material de la sociedad, los derechos funda-
mentales configuran el vínculo de ciudadanía, y como factores de legitimación del
orden jurídico y político integran —como ya vimos— el núcleo de legitimidad de
la CE de 1978.
Los derechos fundamentales y sus garantías 47

5.5. Límites de la soberanía estatal en el orden internacional


Los derechos fundamentales trascienden las fronteras del Estado y del orde-
namiento jurídico interno, y presentan una última dimensión, que muestra sus
efectos en el Derecho Internacional. Los derechos se configuran como límites de
la soberanía estatal en el orden internacional.
A partir de la segunda postguerra mundial se ha ido imponiendo la conciencia
generalizada de que los derechos deben ser protegidos también en el orden inter-
nacional y de que dicha protección debe ser de naturaleza jurisdiccional (Jimena).
En este sentido, nuestro país forma parte del sistema de protección internacional
más avanzado existente en el mundo: el establecido por el Consejo de Europa en
el Convenio Europeo de 1950. La obra del Tribunal Europeo de Derechos Huma-
nos, o de otras instituciones como puede ser la Corte Interamericana de Derechos
Humanos, refleja la existencia de una cultura de los derechos que trasciende las
fronteras nacionales. Lamentablemente, y como denuncia Torres del Moral, “no
podemos hablar, sin embargo, de una cultura planetaria puesto que siguen sien-
do minoría las democracias, esto es, los regímenes constituidos en torno al eje
de los derechos humanos, y en los que no lo son, el atropello de los derechos es
una experiencia diaria que llega en ocasiones a la comisión de crímenes contra la
humanidad”.
La soberanía del Estado y el principio de no injerencia de los Estados y las or-
ganizaciones internacionales en los asuntos internos de otros Estados ha servido,
y todavía sirve, para que regímenes autocráticos desconozcan y lesionen los de-
rechos humanos. Sin embargo, en el siglo XXI, los derechos humanos no pueden
ser ya concebidos como un asunto interno de los Estados, sino que son un asunto
que concierne a la comunidad internacional y, como tal, son un límite al principio
de soberanía estatal. Es ya un principio establecido en el Derecho Internacional
de los Derechos Humanos el carácter erga omnes de la obligación que tienen los
Estados de garantizarlos.
Los derechos forman parte del ius cogens del Derecho Internacional, es decir,
integran el orden público internacional y, por ello, han legitimado la creación
de instituciones y jurisdicciones en ese ámbito destinadas a la protección de los
derechos. La violación sistemática de los derechos en un Estado puede incluso
habilitar a la comunidad internacional para intervenir en dicho Estado.

6. LA CLASIFICACIÓN DE LOS DERECHOS


Los derechos constitucionales forman un sistema (Lucas Verdú) y como tal
sistema está caracterizado por las notas de interdependencia y complementarie-
dad. Los derechos no son compartimentos estancos sino que se interrelacionan
48 Javier Tajadura Tejada

mutuamente, de modo que el disfrute de unos presupone el de otros. La libertad


de expresión, por ejemplo, se apoya en la libertad ideológica, y se conecta también
con la facultad de crear medios de comunicación para hacerla posible. Cuando
en un caso concreto entran en conflicto dos derechos es necesario realizar una
ponderación entre ellos que permita al aplicador jurídico encontrar una solución,
haciendo prevalecer o prefiriendo uno de los derechos en cuestión, pero sin que
ello suponga establecer una jerarquización entre ellos.
En este sentido, conviene destacar la importancia del denominado principio
de equivalencia de los derechos. Este principio excluye todo intento de introducir
jerarquizaciones internas en la Constitución y, con ellas, la atribución de abstrac-
tas posiciones de valor a determinados derechos. Naturalmente que, en cualquier
proceso en que se opongan pretensiones basadas en derechos fundamentales con-
trapuestos, uno habrá de ceder. Corresponde al juez determinar, en cada caso
concreto, que lo alegado por una de las partes no es reconocible como una situa-
ción amparada por un derecho fundamental, pero ello nada tiene que ver con la
consideración del sistema de derechos fundamentales como un orden jerárquico.
Por ello, hay que valorar muy positivamente el progresivo abandono por parte
de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional de la doctrina por la que, duran-
te un tiempo, atribuyó un valor preferente a las libertades de comunicación (art.
20.1 CE) sobre los derechos de la personalidad (art. 18.1 CE).
Es evidente, por tanto, que no es posible clasificar los derechos según un rango
jerárquico, pero sí que pueden ser clasificados conforme a otros criterios. Toda
clasificación tendrá un valor relativo en función del criterio adoptado.

6.1. Clasificación de los derechos por su contenido


La doctrina alemana es la que más se ha esforzado en establecer criterios de
clasificación de los derechos. Son clásicas las establecidas por Jellinek y Schmitt.
Clasificaciones construidas según el criterio del contenido u objeto de los distintos
derechos.
Jellinek clasificó los derechos según las diferentes posiciones públicas del ciu-
dadano, a las que denominó status. Así, junto al status subjectionis, por el que
el individuo queda sujeto al cumplimiento de las obligaciones impuestas por el
Estado (pago de impuestos, cumplimiento del servicio militar, etc.) distinguió tres
posiciones: el status libertatis, que delimita la esfera de libertad del individuo en
el que este se desenvuelve sin injerencias del poder público; el status civitatis, que
permite al individuo demandar prestaciones al Estado; y el status activae civitatis
o de ciudadanía activa, por el cual el individuo puede participar en las funciones
públicas y contribuir a la formación de la voluntad del Estado.
Los derechos fundamentales y sus garantías 49

De cada uno de estos status surgen derechos públicos subjetivos. Del status
libertatis, los derechos civiles, del status civitatis, los derechos sociales y cultu-
rales; del status de ciudadanía activa, los derechos políticos.
En parecidos términos, Schmit reagrupó los derechos en los siguientes blo-
ques. Por un lado, los derechos de libertad del individuo aisladamente consi-
derado (libertad personal, libertad de conciencia, etc.). Por otro, los derechos
de libertad del individuo en su relación con los demás (derechos de asociación,
de reunión, etc.). En tercer lugar, los derechos del individuo en el Estado como
ciudadano (derecho a participar en los asuntos públicos, derecho de acceso a
cargos públicos, etc.). Finalmente, los derechos del individuo a recibir presta-
ciones positivas del Estado (derecho a la educación, a la seguridad social, etc.).
Por otro lado a Schmitt se debe también la creación del concepto de “garan-
tía institucional” referida al ámbito público (autonomía municipal) o privado
(matrimonio). Se trata de un concepto diferente del de derechos fundamenta-
les pero que influirá en la dogmática de éstos a través de la noción del “con-
tenido esencial”. La garantía institucional se refiere a aquellas disposiciones
constitucionales que reconocen y garantizan la existencia de una determinada
institución, no estableciendo medidas protectoras a favor de individuos con-
cretos sino en pro de la existencia y de la conservación de la institución misma,
tal y como esta es socialmente concebida.
Con base en estas clasificaciones clásicas, la más frecuentemente utilizada
por su capacidad sistematizadora es la que clasifica los derechos en función de
su contenido u objeto en cuatro bloques.
a) Derechos y libertades de la persona física que, con un contenido muy
amplio, excluyen, en principio, cualquier intromisión o injerencia de un terce-
ro: derecho a la vida, a la integridad, a la libertad personal, a la intimidad, a
la inviolabilidad del domicilio, etc.
b) Derechos de la persona de contenido intelectual o moral, o libertades de
pensamiento en sentido amplio: libertad ideológica, libertad religiosa, libertad
de expresión y de comunicación, libertad de cátedra, libertad de enseñanza,
libertad de creación literaria, científica y artística, etc.
c) Derechos y libertades de contenido cívico-político: derecho de asocia-
ción, de reunión, de manifestación, de sufragio activo y pasivo, de iniciativa
legislativa popular, etc.
d) Derechos y libertades de contenido económico y social: derechos de pro-
piedad, de fundación, de libertad de empresa, al trabajo, de huelga, de libertad
sindical, a la educación, a la salud, a la seguridad social, etc.
50 Javier Tajadura Tejada

6.2. Clasificación de los derechos por su naturaleza


Otro posible criterio para clasificar los derechos es el que atiende a la natura-
leza de los mismos. Podemos así distinguir los derechos fundamentales (de presta-
ción) de las libertades públicas.
Las libertades públicas tienen un ámbito más restringido que los derechos fun-
damentales y pueden dividirse, a su vez, en dos bloques: libertades de autonomía y
libertades de participación. Las primeras definen una esfera de autonomía perso-
nal y, para ello, imponen una actitud abstencionista del poder público y de respeto
por parte de los particulares; las segundas establecen facultades para que el indi-
viduo participe en la vida pública. Esta clasificación es tributaria de la distinción
formulada por B. Constant entre libertad negativa (de los modernos) y libertad
positiva (de los antiguos). El concepto de libertad negativa consiste “en el derecho
de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder ser arrestado, ni
detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna a causa de la voluntad arbi-
traria de uno o varios individuos. Es el derecho de cada uno a expresar su opinión,
a escoger su trabajo y ejercerlo, a disponer de su propiedad (…) a ir y venir sin
permiso y sin rendir cuentas”. La libertad positiva, por el contrario, se concreta,
“en el derecho de cada uno a influir en la administración del gobierno, bien por
medio del nombramiento de todos o de determinados funcionarios, bien a través
de representaciones, de peticiones, de demandas que la autoridad está más o me-
nos obligada a tomar en consideración”.
El reconocimiento de estas libertades está en el origen mismo del constitucio-
nalismo y su sentido genérico es el de permitir al individuo actuar sin coacción,
correspondiendo al Estado su garantía y respeto. Las libertades expresan y descri-
ben el ámbito propio de actuación de sus titulares, mientras que cuando se habla
de derechos se subrayan las facultades concretas de los individuos, su capacidad
procesal para exigir su defensa. Libertades y derechos son así dos términos que
confluyen sobre la misma realidad pero desde ópticas diferentes. En este sentido
puede decirse que todas las libertades son derechos, mientras que no todos los
derechos son libertades en sentido estricto (realidad definitoria de un ámbito de
actuación inmune a la coacción y a la intromisión de terceros).
A diferencia de lo que ocurre con las libertades públicas, los derechos fun-
damentales de prestación exigen del poder público no una abstención, sino una
determinada actuación para garantizar su efectividad. Resultan paradigmáticos
en este sentido los derechos fundamentales a la educación y a la tutela judicial
efectiva. El primero exige la previsión y el establecimiento de unas estructuras
administrativas (la Administración educativa) dotadas de los medios materiales y
humanos necesarios para, a través de los distintos niveles y grados de escolariza-
ción, poner a disposición de los ciudadanos los centros de enseñanza necesarios
para que el derecho sea efectivamente ejercido. Lo mismo ocurre con el derecho a
Los derechos fundamentales y sus garantías 51

la tutela judicial que, para ser efectivo, exige que el poder público establezca y or-
ganice una Administración de Justicia dotada de los medios materiales, humanos,
procedimentales e institucionales necesarios para prestar dicha tutela.
En todo caso, y aunque desde un punto de vista conceptual, esta distinción
entre derechos de prestación y libertades públicas pueda parecer clara, en la prác-
tica dista mucho de serlo. Y ello porque, al margen de unos pocos derechos cuya
naturaleza permite encuadrarlos sin ningún género de dudas en uno u otro blo-
que, la gran mayoría de derechos presentan rasgos de uno y otro y únicamente
puede decirse que son predominantemente derechos fundamentales o preponde-
rantemente libertades públicas, pues, en muchos casos, estas también contienen
elementos prestacionales. Como ha escrito Balaguer: “Dada la complejidad de
las sociedades actuales y la estrecha relación que existe entre todos los derechos,
difícilmente puede pensarse en ámbitos de la actividad humana que no requieran,
además del respeto del Estado a determinadas posiciones y situaciones, una cierta
actividad positiva para que los derechos y libertades sean una realidad y no una
declaración”.
El mismo Estado cuyo poder resulta limitado por los derechos se configura
como garante de los mismos. El Estado puede ser una amenaza para la libertad
pero su existencia e intervención son imprescindibles para la garantía de los de-
rechos. Sólo el Estado puede garantizar la libertad y donde no hay Estado no hay
derechos.

6.3. La clasificación de los derechos por sus garantías


Una tercera clasificación posible de los derechos es la que toma como criterio
distintivo las diferentes garantías previstas para cada uno de ellos. Siendo cons-
cientes de que, como advirtiera Kelsen, no hay derechos sin garantías, el criterio
de las garantías es el más operativo. En el sistema español de derechos, del artícu-
lo 53 de la Constitución puede extraerse la siguiente clasificación. Su relevancia es
enorme dada que establece el régimen de protección de cada uno de los derechos
contenidos en el Título primero:
“1. Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo II del presente Título
vinculan a todos los poderes públicos. Sólo por ley, que en todo caso deberá res-
petar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y liber-
tades, que se tutelarán de acuerdo con lo previsto en el artículo 161, 1, a).
2. Cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos
reconocidos en el artículo 14 y la Sección primera del Capítulo II ante los Tribu-
nales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y
sumariedad y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Consti-
52 Javier Tajadura Tejada

tucional. Este último recurso será aplicable a la objeción de conciencia reconocida


en el artículo 30.
3. El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos
en el Capítulo III informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la ac-
tuación de los poderes públicos. Sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción
ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen”.
De conformidad con este decisivo precepto constitucional, la principal clasifi-
cación de los derechos reconocidos en el Título I de la Constitución es la que los
agrupa en tres bloques en función del número y grado de las garantías normati-
vas, procedimentales, jurisdiccionales o institucionales con las que son dotados
para su protección.
El primer bloque comprende aquellos derechos rodeados tanto del máximo
número de garantías, como de las de mayor intensidad. Son, por ello, los que
gozan del mayor grado de protección en tanto que, además de exigir el respeto
por parte del legislador de su contenido esencial, están dotados de garantías pro-
cesales específicas como el amparo (ordinario y constitucional), protegidos por un
tipo específico de reserva de ley (ley orgánico) y por un procedimiento especial y
más agravado de reforma constitucional (art. 168 CE), “versión nacional relativi-
zada de las cláusulas de intangibilidad de otros ordenamientos, como expresión
de su dimensión suprapositiva” (Cruz Villalón).
Este bloque comprende el artículo 14 (derecho a la igualdad), los establecidos
en la Sección primera del Capítulo segundo (artículos 15 a 29), y el derecho a la
objeción de conciencia al servicio militar previsto en el artículo 30.
El segundo bloque está integrado por otro conjunto de derechos cuya protec-
ción también es fuerte puesto que incluye igualmente la vinculación al legislador
y la necesidad de que el legislador respete su contenido esencial, pero carecen de
la garantía procesal del amparo y de la reserva específica de ley orgánica y pueden
ser reformados siguiendo el procedimiento ordinario de reforma constitucional
previsto en el artículo 167.
Este segundo bloque comprende todos los derechos de la Sección segunda del
Capítulo segundo (artículos 30 a 38).
El tercer bloque es el que comprende el conjunto de derechos con un menor ni-
vel de protección. Gozan de las garantías genéricas atribuidas a cualquier precep-
to constitucional, pero no vinculan al legislador y no son invocables directamente
ante la jurisdicción.
Este tercer y último bloque comprende a todos los derechos (y principios) con-
tenidos en el Capítulo tercero (artículos 39 a 52).
Como ya vimos, los derechos comprendidos en los dos primeros bloques son
los que en nuestra Constitución revisten el carácter de fundamentales.
Los derechos fundamentales y sus garantías 53

7. LA TITULARIDAD DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES


La determinación de quienes sean los titulares de los derechos fundamentales
debe ser llevada a cabo por el propio constituyente. Sin embargo, aunque nuestra
Constitución aporta algunos elementos para llevar a cabo la identificación de
aquellos, “ni la regulación es completa ni, en lo que precisa, resulta clara e incon-
trovertible” (Gómez Montoro). La Constitución nada dice sobre la posibilidad de
extender a las personas jurídicas los derechos fundamentales y aunque sí dedica
un artículo a la titularidad de los derechos por parte de los extranjeros —el ar-
tículo 13 que examinaremos después— este es tan impreciso que ha dado lugar
a soluciones jurisprudenciales controvertidas. La falta de una regulación general
no puede tampoco suplirse acudiendo a los términos empleados en los preceptos
constitucionales que reconocen los distintos derechos (“todos”, “toda persona”,
“los ciudadanos”, etc.,) puesto que en bastantes casos los pronunciamientos del
Tribunal Constitucional al respecto contrarían el tenor literal de las disposiciones
constitucionales.
En este contexto, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional se configura
como el verdadero derecho positivo sobre la materia.
Son titulares de los derechos fundamentales todas las personas físicas de nacio-
nalidad española. Para determinar quienes poseen esta nacionalidad deberá estar-
se, según el artículo 11 CE, a lo dispuesto en la ley (artículos 17 a 28 del Código
Civil). En este sentido conviene subrayar también, por la vinculación existente
entre nacionalidad española y titularidad plena de todos los derechos fundamen-
tales, que el apartado segundo del mencionado artículo 11 dispone que “ningún
español de origen podrá ser privado de su nacionalidad”.
Únicamente dentro del periodo temporal marcado por el cumplimiento de los
requisitos de nacimiento y no fallecimiento se posee la personalidad y, por tanto,
cabe ser considerado titular de derechos fundamentales
Los derechos fundamentales se adquieren, como la personalidad misma, con el
nacimiento. El Tribunal Constitucional ha resuelto las dudas que podía plantear
la atribución del derecho a la vida en el artículo 15 a “todos”. Para algunos, la
inclusión del “todos” en lugar de otros sintagmas como las personas, tendría el
efecto de atribuir al “nasciturus” la titularidad de derechos fundamentales, y con
esa premisa, la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo sería
inconstitucional. En su STC 53/85 el Tribunal rechazó esta tesis y negó que el nas-
citurs pudiera ser considerado titular de derechos. Fundamentó el deber estatal de
proteger la vida del nasciturus (bien jurídico digno de protección) en la dimensión
objetiva del derecho a la vida y no en un inexistente derecho subjetivo de quien
aun no es persona.
54 Javier Tajadura Tejada

La titularidad de derechos fundamentales se extingue con la muerte de la per-


sona (STC 218/1991). Por ello, el Tribunal Constitucional viene entendiendo que,
fallecido el titular del derecho que se considera lesionado, desaparece el objeto
del recurso de amparo. Ahora bien, a pesar de ello, y en relación a determinados
derechos —singularmente los derechos al honor, a la intimidad y a la propia ima-
gen— se ha admitido que puedan tener cierta eficacia post mortem. Así, el artículo
4 de la LO 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la
intimidad personal y familiar y a la propia imagen, regula la legitimación para el
ejercicio de las acciones de protección de tales derechos en el caso de personas
fallecidas, reconociéndose incluso legitimación al Ministerio Fiscal en los prime-
ros ochenta años desde el fallecimiento. En este contexto, en sus SSTC 171 y
172/1990, el Tribunal Constitucional ha reconocido que los difuntos son titula-
res del derecho fundamental al honor, y que por ello, no sólo sus herederos sino
también el Ministerio Fiscal pueden solicitar su amparo. Se trata, obviamente, de
supuestos excepcionales, y en los que no queda claro tampoco si se trata propia-
mente de un derecho del fallecido o si en realidad lo que se protege es la incidencia
de determinadas afirmaciones o noticias en las personas del ámbito familiar del
fallecido (STC 190/1996).
Establecido esto, se plantean, además, diversos tipos de problemas. El primero
se refiere a la titularidad y ejercicio de los derechos por parte de los menores y los
incapaces (7.1). El segundo es el referido a cómo afectan las denominadas rela-
ciones especiales de sujeción a la titularidad y ejercicio de los derechos fundamen-
tales (7.2). El tercero consiste en determinar en qué medida pueden ser titulares
de derechos fundamentales aquellas personas físicas que no tienen nacionalidad
española (7.3). El último exige examinar si las personas jurídicas pueden o no ser
titulares de derechos fundamentales (7.4).

7.1. Derechos fundamentales, minoría de edad e incapacidad


El principio general es que los menores —es decir quienes no han alcanzado
la mayoría de edad fijada por la Constitución en su artículo 12 en los 18 años—
tienen los mismos derechos que los adultos. La minoría de edad no es un status
jurídico que prohíba el ejercicio de los derechos fundamentales. Corresponde al
legislador delimitar el ámbito de ejercicio de los derechos durante la minoría de
edad y para ello es más adecuado establecer un criterio flexible como el de la po-
sesión del correspondiente grado de madurez que uno rígido consistente en una
determinada edad.
La fijación de la mayoría de edad en 18 años coincide con la establecida en la
práctica totalidad de países de nuestro entorno, y con la fijada por la Convención
sobre los Derechos del Niño de 20 de noviembre de 1989.
Los derechos fundamentales y sus garantías 55

La excepción más importante al principio general que comentamos es la re-


lativa al derecho de sufragio. En ese caso, la titularidad del derecho se reserva
para los mayores de 18 años. En los demás casos, la titularidad de los derechos
se predica por igual respecto a menores y adultos, pero la ley puede introducir
limitaciones a su ejercicio, derivadas, precisamente de la minoría de edad (STC
197/1991). En algunos casos, se trata de verdaderas restricciones del derecho.
Así, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 32. 2 CE, el legislador determina
la edad a partir de la cual se puede contraer matrimonio. Pero, en la mayoría de
los supuestos, no se trata de verdaderos límites sino de algo distinto: por la falta
de discernimiento del menor, su capacidad de autodeterminación está restringida
y, como consecuencia del derecho a la educación y los deberes de guardia y tutela
de los padres (art. 39.3 CE), el ejercicio de numerosos derechos requiere el previo
consentimiento —cuando no la simple decisión en su nombre— de los padres o
de quienes ejerzan la tutela, especialmente si del ejercicio del derecho se derivan
obligaciones personales o patrimoniales (Gómez Montoro).
Son los padres, por tanto, quienes —dependiendo de la madurez del hijo— de-
terminan como ejercen los menores algunos de sus derechos: escogiendo el centro
educativo al que acudirán, eligiendo las asociaciones a las que van a pertenecer o
haciéndoles partícipes de determinadas creencias religiosas.
El Tribunal Constitucional considera, acertadamente, que, en todos estos
casos, el grado de madurez del menor resulta fundamental (SSTC 141/2000 y
154/2002), y que, a partir de cierta edad, su opinión debe ser tenida en cuenta e
incluso, en ciertos casos, debe ser determinante.
En relación con este tema, conviene recordar los siguientes preceptos:
a) El artículo 162.1 Código Civil: “Los padres que ostenten la patria potestad
tienen la representación legal de sus hijos menores no emancipados. Se exceptúan:
1.º Los actos relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo, de acuer-
do con las Leyes y con sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo”.
b) El artículo 9 de la LO 1/1996, de protección jurídica del menor, en su artí-
culo 9 dispone que “el menor tiene derecho a ser oído, tanto en el ámbito familiar
como en cualquier procedimiento administrativo o judicial en que esté directa-
mente implicado y que conduzca a una decisión que afecte a su esfera personal,
familiar o social”.
c) El artículo 3 de la LO 1/1982, de protección civil del derecho al honor, a la
intimidad personal y familiar y a la propia imagen, prevé, por su parte que “el
consentimiento de los menores e incapaces deberá presentarse por ellos mismos
si sus condiciones de madurez lo permiten, de acuerdo con la legislación civil”.
Por otro lado, los poderes públicos tienen la obligación de velar por los inte-
reses de los hijos cuando estos puedan estar en peligro por determinados com-
56 Javier Tajadura Tejada

portamientos de los padres. La Ley de protección del menor encomienda esta


función al Ministerio Fiscal. El Tribunal Constitucional ha reiterado la necesidad
de atender siempre en estos casos al “interés superior” del menor (STC 158/2009).
La determinación inicial de cuál sea este corresponde a los padres, pero la autori-
dad pública puede intervenir cuando resulte claro que la conducta de aquellos es
perjudicial para los menores.
En relación con los mayores de edad incapaces, el régimen jurídico es similar:
si bien ostentan la titularidad de todos los derechos, es posible que se les prive de
determinadas manifestaciones de su ejercicio o que se requiera, en todo caso, el
consentimiento de quienes tienen encomendada su tutela (STC 215/1994). La pri-
vación habrá de hacerse por sentencia judicial (artículo 199 Código Civil) y esta
deberá concretar la extensión de la incapacitación (artículo 210 Código Civil).

7.2. Derechos fundamentales y relaciones especiales de sujeción


Entendemos por “relación especial de sujeción” a la situación en que —por ra-
zones de diversa índole— se encuentran determinadas personas respecto de la Ad-
ministración Pública, y que es, por ello, distinta de la relación ordinaria o común.
Esa situación se traduce en un conjunto de derechos y obligaciones específicos.
El Tribunal Constitucional ha admitido que estas relaciones de especial sujeción
pueden afectar al ámbito de los derechos fundamentales, modulando su ejercicio,
pero no a su vigencia. El punto de partida para el análisis de esta problemática es,
por tanto, que los derechos fundamentales están vigentes dentro de las relaciones
de sujeción especial puesto que estas no se configuran como supuestos de suspen-
sión de derechos (STC 61/1990).
En algunos casos, la propia Constitución ya tiene en cuenta esa relación para
modular el alcance del ejercicio de un derecho:
a) Así, el artículo 28. 1, tras proclamar el derecho a la libre sindicación, estable-
ce que “la Ley podrá limitar o exceptuar el ejercicio de este derecho a las Fuerzas
o Institutos armados, a los demás Cuerpos sometidos a disciplina militar y regu-
larán las peculiaridades de su ejercicio para los funcionarios públicos”.
b) El artículo 29 limita el ejercicio del derecho de petición para esas mismas
personas a la petición individual.
c) El artículo 127, por su parte, prohíbe a los Jueces, Magistrados y Fiscales en
activo la pertenencia a partidos políticos o sindicatos.
En otros casos, la modulación del ejercicio de los derechos (o su restricción)
carece de una cobertura constitucional expresa. La modulación deriva de la exis-
tencia de determinados fines queridos por el constituyente y cuya consecución
requiere situar al ciudadano en una situación de especial dependencia del poder
Los derechos fundamentales y sus garantías 57

público o, en palabras del Tribunal Constitucional, “un sometimiento singular al


poder público” (STC 2/1987). Piénsese, por ejemplo, en la relación que mantienen
con la Administración Pública, los funcionarios o los militares, cuya especial suje-
ción se encuentra al servicio de la jerarquía y la eficacia necesarias para el correcto
cumplimiento de las funciones constitucionales encomendadas a la Administra-
ción civil y militar (STC 81/1993).
En todo caso, la especial intensidad de la sujeción y, por tanto, la limitación del
ejercicio de los derechos fundamentales que comporta, sólo se encuentra justifica-
da en la medida en que resulte adecuada, necesaria y proporcionada para el logro
de las finalidades constitucionales a cuyo servicio se encuentra (STC 21/1981).
En definitiva, la existencia de una relación de sujeción especial no puede ser
interpretada como un expediente para introducir cualquier restricción de dere-
chos fundamentales. Así lo ha proclamado expresamente la Constitución en el
artículo 25. 2 en relación con los presos: “El condenado a pena de prisión que
estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este Ca-
pítulo a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido
del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria”. El Tribunal
Constitucional ha insistido además en que la relación de especial sujeción “debe
ser siempre entendida en un sentido reductivo compatible con el valor preferente
que corresponde a los derechos fundamentales” (STC 120/1990). Ahora bien,
atendiendo a los fines, intereses o bienes jurídicos que en cada caso estén en juego,
el Tribunal ha admitido determinadas restricciones en el ejercicio de los derechos
de los presos:
a) La obligación de la Administración penitenciaria de velar por la vida o salud
de los reclusos permite una alimentación forzosa que, en otros casos, sería con-
siderada lesiva de los derechos a la libertad ideológica y a la integridad física y
moral (STC 120 y 137/1990).
b) La posibilidad por parte de la Administración penitenciaria de controlar las
comunicaciones de los reclusos (STC 175/2000).
c) Y con carácter más general, el Tribunal ha afirmado que la propia relación
especial de sujeción a que están sometidos los presos impide hablar de reserva
absoluta de jurisdicción en relación con medidas restrictivas de, al menos, algunos
derechos fundamentales (STC 11/2006).

7.3. Derechos fundamentales y extranjería


Los dos primeros apartados del artículo 13 de la Constitución recogen el es-
tatuto constitucional del extranjero y lo hacen de una forma un tanto imprecisa.
El artículo 13.1 dispone que “los extranjeros gozarán en España de las libertades
58 Javier Tajadura Tejada

públicas que garantiza el presente Título en los términos que establezcan los Tra-
tados y la Ley”.
El segundo apartado es muy relevante porque al excluir a los extranjeros de la
titularidad de los derechos políticos reconocidos en la Constitución (con la única
salvedad de la participación en las elecciones municipales) se confirma que no po-
demos interpretar de forma literal los términos que la Constitución emplea para
designar a los titulares de los diferentes derechos: “Solamente los españoles serán
titulares de los derechos reconocidos en el artículo 23, salvo lo que, atendiendo a
criterios de reciprocidad, pueda establecerse por tratado o ley para el derecho de
sufragio activo y pasivo (el inciso ‘y pasivo’ fue añadido mediante reforma cons-
titucional efectuada en agosto de 1992) en las elecciones municipales”. La razón
es fácilmente comprensible. Si la intención del constituyente hubiera sido atribuir
un significado preciso a esas designaciones, el artículo 13. 2 resultaría redundante
puesto que el precepto al que se remite (el art. 23) ya dispone expresamente que
los derechos de participación política son derechos “de los ciudadanos”.
A continuación expondremos brevemente la doctrina del Tribunal Constitu-
cional al respecto. De lo que se trata es de dar respuesta a estos dos interrogantes:
¿cuál es el exacto elenco de derechos que nuestra Constitución reconoce por igual
a españoles y extranjeros? Y, sensu contrario, ¿con respecto a qué derechos el
legislador es libre de establecer diferencias —en cuanto a su titularidad y ejerci-
cio— entre españoles y extranjeros, o entre distintos tipos de extranjeros? Como
ha advertido Vidal Pueyo, sobre estas cuestiones a fecha de hoy “no existe una
interpretación cerrada del Tribunal Constitucional, ni un acuerdo generalizado de
la doctrina”.
La doctrina del Tribunal está basada en estas tres afirmaciones:
a) Los derechos fundamentales de los que gozan los extranjeros (esto es, aque-
llos cuya titularidad no les está excluida expresamente por la Constitución) tienen
el contenido que les atribuyen los Tratados y las leyes, y son por ellos derechos de
configuración legal.
b) La libertad del legislador para configurarlos no es absoluta puesto que aque-
llos derechos que son imprescindibles para preservar la dignidad humana, esto
es, aquellos cuya conexión con la dignidad de la persona es directa e inmediata,
corresponden a los extranjeros, por imperativo constitucional, en los mismos tér-
minos que a los españoles.
c) A la hora de configurar el resto de los derechos el legislador es libre para
considerar o no relevante el criterio de la nacionalidad, y, en consecuencia, esta-
blecer diferencias entre españoles y extranjeros.
Estas premisas llevaron al Tribunal Constitucional —en la primera ocasión en
que se enfrentó a esta cuestión (STC 107/84)— a establecer una doctrina según la
Los derechos fundamentales y sus garantías 59

cual cabe hacer una clasificación tripartita de los derechos según la participación
que en los mismos tengan los extranjeros: “Existen derechos que corresponden
por igual a españoles y extranjeros y cuya regulación ha de ser igual para ambos;
existen derechos que no pertenecen en modo alguno a los extranjeros (los recono-
cidos en el artículo 23 de la CE, según dispone el artículo 13. 2 y con la salvedad
que contiene); existen otros que pertenecerán o no a los extranjeros según lo dis-
pongan los tratados y las leyes, siendo entonces admisible la diferencia de trato
con los españoles en cuanto a su ejercicio”.
Según la mencionada clasificación tripartita, podemos distinguir los siguientes
tres bloques de derechos, a los que cabría añadir un cuarto integrado por dere-
chos privativos de los extranjeros:
a) El primer grupo de derechos es aquél en el que los españoles y extranjeros
están absolutamente equiparados. Se trata de un grupo que no está expresamente
recogido como tal en el Texto Constitucional, sino que resulta de una interpreta-
ción sistemática del mismo. “Una completa igualdad entre españoles y extranjeros
como la que efectivamente se da respecto de aquellos derechos que pertenecen a
la persona en cuanto a tal y no como ciudadano (…) o, de aquellos que son im-
prescindibles para la garantía de la dignidad de la persona humana (…) Derechos
tales como el derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la intimidad, a
la libertad ideológica, etc., corresponden a los extranjeros por propio mandato
constitucional, y no resulta posible un tratamiento desigual respecto a ellos en
relación a los españoles” (STC 107/84).
Estos derechos —imprescindibles para preservar la dignidad humana— son
por tanto, también en relación a los extranjeros, indisponibles para el legislador, y
su regulación o configuración legal queda fuera del alcance de la Ley de Derechos
y Libertades de los Extranjeros en España. Al no poderse establecer diferencias de
trato y regulación entre españoles y extranjeros, el desarrollo de estos derechos
se lleva a cabo en los mismos términos para todos en las correspondientes Leyes
Orgánicas reguladoras del ejercicio de los diferentes derechos fundamentales y en
las demás leyes de desarrollo de aquellos.
La introducción del criterio material de la mayor o menor vinculación de los
derechos fundamentales con la dignidad de la persona, como base para llevar a
cabo una clasificación de los derechos fundamentales de los extranjeros ha sido
objeto de críticas fundadas por parte de la doctrina. Desde luego, no se puede
poner en duda el indiscutible fundamento axiológico de los derechos fundamen-
tales pero “elaborar una clasificación de estos derechos según su mayor o menor
vinculación con dicha dignidad resulta extremadamente complicado y, de hecho,
el TC no ha cerrado el elenco de derechos que de acuerdo con dicha dignidad re-
conoce a todas las personas y respecto de los que el legislador no puede establecer
diferencias de trato” (Vidal Pueyo).
60 Javier Tajadura Tejada

Por aplicación de esta doctrina constitucional, los extranjeros gozan en Es-


paña, en los mismos términos que los españoles de los siguientes derechos: a la
vida, a la integridad física y moral, a la intimidad, a la libertad ideológica, (STC
107/84). En sentencias posteriores el Tribunal ha incluido también los derechos a
la libertad personal (STC 115/87) y a la tutela judicial efectiva (STC 99/85). Aho-
ra bien, esta relación no es un numerus clausus, por lo que pueden formar parte
de este bloque otros muchos derechos.
b) El segundo grupo de derechos es aquel en el que despliega toda su virtua-
lidad el artículo 13. 1 que remite el disfrute de los derechos por parte de los ex-
tranjeros a los “términos de la ley”. De esta forma, la Ley Orgánica de Derechos
y Libertades de los Extranjeros en España se ocupa de regular aquellos derechos
respecto de los cuales es constitucionalmente admisible establecer diferencias en-
tre los nacionales y los extranjeros. Esta Ley precisa, por tanto, el régimen parti-
cular de los distintos derechos por lo que se refiere a los extranjeros: libertad de
circulación, derechos de reunión, asociación, educación, sindicación. El ejercicio
del derecho al trabajo se subordina a la obtención de un permiso cuya concesión
depende de consideraciones de oportunidad.
La Ley de Extranjería fue recurrida por el Defensor del Pueblo ante el Tribunal
Constitucional, y en la sentencia resolutoria de ese recurso, el Alto Tribunal intro-
dujo un complemento en la doctrina citada cuyo principal efecto fue reducir drás-
ticamente la libertad de configuración del legislador (STC 115/87). El Tribunal
sostiene que si bien el contenido de ciertos derechos puede no ser el mismo para
españoles y para extranjeros, también respecto a estos últimos, el legislador debe
respetar “el contenido esencial” que la Constitución fija como límite infranquea-
ble. De esta forma, estos derechos de los extranjeros se equiparan a los derechos
de los españoles, o a aquellos otros respecto a los cuales no es admisible establecer
diferencias de trato en función de la nacionalidad, y se configuran como derechos
frente al legislador.
Esta doctrina se basa en una premisa correcta: la idea de que es la indisponibi-
lidad frente al legislador lo que distingue y caracteriza a los derechos fundamenta-
les. Pero a la hora de identificar los límites al legislador lo hace de forma errónea
(como ponen de manifiesto los tres magistrados que suscriben un voto particular
a la sentencia) puesto que fundamenta la indisponibilidad de los derechos en la
noción de “contenido esencial”, olvidando lo dispuesto en el artículo 13. 1, esto
es, que los límites al legislador en relación a la configuración de estos derechos de
los extranjeros se encuentran en el contenido mínimo derivado de los Tratados
Internacionales. Tratados Internacionales que, como vimos, por imperativo cons-
titucional, vinculan al legislador.
Los derechos fundamentales y sus garantías 61

El Tribunal, sin reconocerlo expresamente, rectificó su doctrina y asumió las


tesis teóricamente mejor fundamentadas del mencionado voto particular en su
STC 94/93.
c) El tercer y último grupo de derechos es el integrado por aquellos que son
privativos de los españoles. Entre ellos están el derecho político por excelencia,
el sufragio activo y pasivo, y todos los demás vinculados a la nacionalidad. Entre
ellos el Tribunal ha incluido expresamente la libertad de circulación y residencia
y el derecho de petición (STC 99/85).
d) Finalmente, existen dos derechos, el de asilo y refugio (art. 13. 4 CE) que
sólo pueden disfrutar los extranjeros, y que por su objeto, no es posible que co-
rrespondan a ciudadanos españoles.
Lo expuesto hasta ahora confirma que el régimen jurídico de los derechos y
libertades de los extranjeros no cuenta con una formulación dogmática sólida.
La STC 236/2007 que resolvió los diferentes recursos interpuestos frente a la LO
8/2000 de reforma de la Ley de Extranjería no ha contribuido a aclarar la situa-
ción.
Por un lado, afirma que los derechos de reunión, asociación, sindicación y
huelga guardan una estrecha relación con la dignidad humana y por ello declara
la inconstitucionalidad de los preceptos de la Ley que condicionan su ejercicio
a la obtención de un permiso de residencia, pero no los anula “porque ello pro-
duciría un vacío legal que no sería conforme a la Constitución, pues conduciría
a la denegación de tales derechos a todos los extranjeros en España, con inde-
pendencia de su situación. Tampoco procede declarar la nulidad solo del inciso
‘y que podrán ejercer cuando obtengan autorización de estancia o residencia en
España’, que figura en cada uno de aquellos artículos, puesto que ello entrañaría
una clara alteración de la voluntad del legislador ya que de este modo se equi-
pararía plenamente a todos los extranjeros, con independencia de su situación
administrativa, en el ejercicio de los señalados derechos. Como hemos razonado
anteriormente, no corresponde a este Tribunal decidir una determinada opción en
materia de extranjería, ya que su pronunciamiento debe limitarse, en todo caso, a
declarar si tiene o no cabida en nuestra Constitución aquélla que se somete a su
enjuiciamiento. De ahí que la inconstitucionalidad apreciada exija que sea el le-
gislador, dentro de la libertad de configuración normativa derivada de su posición
constitucional y, en última instancia, de su específica libertad democrática el que
establezca dentro de un plazo de tiempo razonable las condiciones de ejercicio de
los derechos de reunión, asociación y sindicación por parte de los extranjeros que
carecen de la correspondiente autorización de estancia o residencia en España. Y
ello sin perjuicio del eventual control de constitucionalidad de aquellas condicio-
nes, que corresponde a este Tribunal Constitucional”.
62 Javier Tajadura Tejada

Este margen de libertad de configuración que el Tribunal otorga al legislador


nos lleva a concluir que el exacto elenco de derechos y libertades que disfrutan los
extranjeros en España, ex Constitutione y en condiciones de igualdad respecto a
los españoles, sigue siendo una cuestión abierta.
Por otro lado, es preciso señalar que el Derecho comunitario europeo ha intro-
ducido una nueva categoría, la “ciudadanía europea” que supone un estatuto jurí-
dico propio y diferenciado tanto de la nacionalidad como de la extranjería, si bien
tiende a asimilarse a la primera, en tanto persigue profundizar en el proceso de
integración europea en orden a alcanzar una verdadera Unión Política. Por ello,
frente a la tradicional dicotomía: nacional y extranjero, en nuestro ordenamiento
jurídico existe hoy un tercer status que es el de ciudadano europeo o comunitario.

7.4. Los derechos fundamentales de las personas jurídicas


Las personas jurídicas son una creación del derecho. Como personas ficticias
se distinguen de las personas físicas o naturales por su carácter artificial. Esto ex-
plica que en un principio se contemplara con gran reticencia la posibilidad de que
fueran titulares de derechos fundamentales. Se corría el riesgo de desnaturalizar el
concepto habida cuenta que, como hemos visto, los derechos fundamentales son
proyección de la dignidad de la persona humana, cualidad que no puede predicar-
se de la persona jurídica.
A pesar de ello, el constitucionalismo comparado abordó la cuestión afirman-
do que no existe contradicción entre el carácter personalísimo de los derechos
fundamentales y la atribución de su titularidad a las personas jurídicas. Esta teo-
ría admite que la categoría de derechos fundamentales está construida a partir
de la personas naturales, pero sostiene que en la medida en que las personas
físicas —en el ejercicio precisamente de sus derechos fundamentales— concurren
a la formación de las personas jurídicas, y las crean, nada impide atribuir a estas
últimas también la titularidad de algunos derechos fundamentales. Ahora bien,
la propia naturaleza de las personas jurídicas de que se trate y de los derechos en
cuestión determinará que no en todos los casos se pueda atribuir esta titularidad.
Las Constituciones alemana y portuguesa contienen disposiciones sobre esta
cuestión, que pretenden servir de guía para la resolución de problemas y casos
concretos. El artículo 19. 3 de la Constitución alemana dispone que “los derechos
fundamentales rigen también para las personas jurídicas nacionales, en la medida
en que, por su naturaleza, les resulten aplicables”. La Constitución portuguesa,
por su parte, establece en su artículo 12 que “las personas colectivas gozan de los
derechos y están sujetas a los deberes compatibles con su naturaleza”.
Estas soluciones constitucionales no resuelven los concretos problemas que
puedan plantearse y habrán de ser el legislador y el juez quienes —en el legítimo
Los derechos fundamentales y sus garantías 63

ejercicio de sus funciones de configuración legal y judicial de los derechos funda-


mentales— den las respuestas concretas a los supuestos que se planteen.
Por lo que se refiere a España, aunque nuestra Constitución no dispone de
una norma análoga a la alemana, el Tribunal Constitucional ha elaborado una
doctrina según la cual el principio inspirador de aquella está también vigente: “En
nuestro ordenamiento constitucional, aun cuando no se explicite en los términos
con que se proclama en los textos constitucionales de otros Estados, los derechos
fundamentales rigen también para las personas jurídicas nacionales en la medida
en que, por su naturaleza, resulten aplicables a ellas” (STC 23/1989).
En la STC 139/95 el Tribunal abordó la cuestión, con carácter general, en estos
términos: “Si el objetivo y función de los derechos fundamentales es la protección
del individuo, sea como tal individuo o sea en colectividad, es lógico que las or-
ganizaciones que las personas naturales crean para la protección de sus intereses
sean titulares de derechos fundamentales, en tanto y en cuanto éstos sirvan para
proteger los fines para los que han sido constituidas. En consecuencia, las perso-
nas colectivas no actúan, en estos casos, sólo en defensa de un interés legítimo en
el sentido del art. 162.1 b) de la C.E., sino como titulares de un derecho propio.
Atribuir a las personas colectivas la titularidad de derechos fundamentales, y no
un simple interés legítimo, supone crear una muralla de derechos frente a cuales-
quiera poderes de pretensiones invasoras, y supone, además, ampliar el círculo
de la eficacia de los mismos, más allá del ámbito de lo privado y de lo subjetivo
para ocupar un ámbito colectivo y social. Así se ha venido interpretando por este
Tribunal, y es ejemplo reciente de esta construcción la STC 52/1995 por la que se
reconoce a la empresa “Amaika, Sociedad Anónima”, dedicada a la difusión de
publicaciones, el derecho a expresar y difundir ideas, pensamientos y opiniones,
consagrado en el art. 20.1 a) C.E. Sin embargo, la protección que los derechos
fundamentales otorgan a las personas jurídicas no se agota aquí. Hemos dicho
que existe un reconocimiento específico de titularidad de determinados derechos
fundamentales respecto de ciertas organizaciones. Hemos dicho, también, que de-
be existir un reconocimiento de titularidad a las personas jurídicas de derechos
fundamentales acordes con los fines para los que la persona natural las ha cons-
tituido. En fin, y como corolario de esta construcción jurídica, debe reconocerse
otra esfera de protección a las personas morales, asociaciones, entidades o em-
presas, gracias a los derechos fundamentales que aseguren el cumplimiento de
aquellos fines para los que han sido constituidas, garantizando sus condiciones
de existencia e identidad. Cierto es que, por falta de una existencia física, las
personas jurídicas no pueden ser titulares del derecho a la vida, del derecho a
la integridad física, ni portadoras de la dignidad humana. Pero si el derecho a
asociarse es un derecho constitucional y si los fines de la persona colectiva están
protegidos constitucionalmente por el reconocimiento de la titularidad de aque-
llos derechos acordes con los mismos, resulta lógico que se les reconozca también
64 Javier Tajadura Tejada

constitucionalmente la titularidad de aquellos otros derechos que sean necesarios


y complementarios para la consecución de esos fines. En ocasiones, ello sólo será
posible si se extiende a las personas colectivas la titularidad de derechos funda-
mentales que protejan —como decíamos— su propia existencia e identidad, a fin
de asegurar el libre desarrollo de su actividad, en la medida en que los derechos
fundamentales que cumplan esta función sean atribuibles, por su naturaleza, a las
personas jurídicas”.
Ello quiere decir que la titularidad del derecho dependerá de la naturaleza de
este y del de la persona jurídica de que se trate: “No sólo son los fines de una
persona jurídica los que condicionan su titularidad de derechos fundamentales,
sino también la naturaleza concreta del derecho fundamental considerado, en el
sentido de que la misma permita su titularidad a una persona moral y su ejercicio
por ésta” (STC 139/95).
Con esta premisa, se ha construido una doctrina en relación con aquellos de-
rechos que han dado lugar a pronunciamientos del Tribunal. El Tribunal ha reco-
nocido así a las personas jurídicas privadas la titularidad del derecho a la inviola-
bilidad del domicilio (SSTC 137/85, 144/87, 64/88, 69/99); del derecho al honor
(SSTC 139/95 y 183/95); y del derecho a la libertad de expresión (STC 52/95). Ha
rechazado que sean titulares del derecho a la intimidad (STC 66/1999).
Ahora bien, el contenido de los derechos fundamentales varía en función de la
distinta naturaleza del titular. Así, por ejemplo, en el caso de la inviolabilidad del
domicilio de una persona jurídica, el derecho sólo se extiende a aquellos espacios
físicos que son indispensables para que pueda desarrollar su actividad sin intro-
misiones ajenas, por constituir el centro directivo de la sociedad o de un estable-
cimiento de la misma o servir a la custodia de documentos u otros soportes de la
vida diaria de la sociedad, pero no a cualquier espacio en el que se desarrolle la
vida de un ente que como tal carece de intimidad (STC 69/1999).
Todo lo anterior es predicable de las personas jurídicas privadas, no así de las
públicas. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha rechazado siempre que
las personas jurídicas públicas puedan ser titulares de derechos fundamentales
con carácter general. Sólo les reconoce el derecho fundamental a la tutela judicial
efectiva —y todos los que aparecen conectados con él— consagrado en el artículo
24 de la Constitución y que tiene por titular a todas las personas. En la medida
en que el artículo 162 b atribuye a “toda persona natural o jurídica” legitimación
para interponer el recurso de amparo, y este es subsidiario, puesto que es preciso
que el recurrente haya agotado antes la vía judicial ordinaria, resulta obligado
entender que también las personas jurídicas, tanto públicas como privadas, son
titulares del derecho a la tutela judicial.
El Tribunal fundamenta su doctrina restrictiva en la concepción tradicional de
los derechos fundamentales como derechos públicos subjetivos cuyo beneficiario
Los derechos fundamentales y sus garantías 65

es el individuo y el principal obligado el poder público. Las personas jurídico-


públicas se sitúan por ello más en la posición de obligados que de posibles bene-
ficiarios de los derechos: “Es indiscutible —afirma el Tribunal— que, en línea de
principio, los derechos fundamentales y las libertades públicas son derechos indi-
viduales que tienen al individuo por sujeto activo y al Estado por sujeto pasivo en
la medida en que tienden a reconocer y proteger ámbitos de libertades o presta-
ciones que los poderes públicos deben otorgar o facilitar a aquéllos” (FJ 1). Y ello,
como puntualizamos con posterioridad respecto de los entes de Derecho público
con personalidad jurídica, porque ‘no pueden desconocerse las importantes difi-
cultades que existen para reconocer la titularidad de derechos fundamentales a
tales entidades, pues la noción misma de derecho fundamental que está en la base
del art. 10 CE resulta poco compatible con entes de naturaleza pública’ (SSTC
91/1995, de 19 de junio, FJ 2). En consecuencia, lo que con carácter general es
predicable de las posiciones subjetivas de los particulares, no puede serlo, con
igual alcance y sin más matización, de las que tengan los poderes públicos, frente
a los que, principalmente, se alza la garantía constitucional” (STC 129/2001).
Así, el Tribunal ha negado expresamente que las personas jurídico-públicas
sean titulares del derecho fundamental al honor. Aunque ha reconocido que son
portadoras de una dignidad institucional (reputación, fama o prestigio) cuya pre-
servación justifica —desde un punto de vista constitucional— el establecimiento
de límites a la libertad de expresión (STC 107/88).
En relación también con el derecho fundamental al honor, el Tribunal ha ex-
tendido su titularidad —en una ocasión— a grupos o entes sin personalidad ju-
rídica como es el caso del “pueblo judío” (STC 214/1991): “En el caso que nos
ocupa (…) resulta acreditado que la demandante es judía y que, desde la ocupa-
ción alemana de su ciudad natal (Marghita, Transilvania), se le impuso la estrella
de David, fue sacada de su hogar con toda su familia y conducida con otros ciu-
dadanos judíos a Auschwitz, en donde la misma noche de su llegada fue enviada
toda su familia, salvo ella y su hermana, a la cámara de gas. Pues bien, desde su
doble condición, de ciudadana de un pueblo como el judío, que sufrió un autén-
tico genocidio por parte del nacionalsocialismo, y de la de descendiente de sus
padres, abuelos matemos y bisabuela (personas todas ellas que fueron asesinadas
en el referido campo de concentración), forzoso se hace concluir que, sin necesi-
dad de apelar aquí a la referida legitimación por ‘sucesión’ procesal del derecho
subjetivo al honor de sus parientes fallecidos (al amparo de los arts. 4.2 y 5 de
la L.O. 11/1982, de protección del derecho al honor), que también cumpliría la
recurrente, la invocación del interés que la demandante efectúa en su escrito de
demanda en relación con las declaraciones del demandado, negadoras del referido
exterminio y atributivas de su invención al pueblo judío, merece ser calificado de
‘legítimo’ a los efectos de obtener el restablecimiento del derecho al honor de la
colectividad judía en nuestro país, de la que forma parte la recurrente, por lo que,
66 Javier Tajadura Tejada

de conformidad también con nuestra doctrina sobre el derecho de tutela, ha de


merecer de este Tribunal un examen de la totalidad del fondo del asunto”.
A todo lo expuesto hay que añadir el hecho de que la Constitución en diver-
sos preceptos reconoce expresamente la titularidad de derechos fundamentales
de grupos o sujetos colectivos. Así el artículo 16 garantiza la libertad ideológica,
religiosa y de culto de los individuos y “las comunidades”; el artículo 20. 3 re-
conoce el derecho de acceso a los medios de comunicación social de titularidad
pública “de los grupos sociales y políticos significativos”; el art. 27. 6 dispone que
se reconoce a las personas físicas “y jurídicas” la libertad de creación de centros
docentes; el artículo 27. 10 establece que se reconoce la autonomía de “las Uni-
versidades”; y el artículo 28. 1 reconoce el derecho de los “sindicatos” a formar
confederaciones y a fundar organizaciones sindicales internacionales o afiliarse a
las mismas.

8. LA EFICACIA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES


La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, y los derechos
fundamentales se configuran como el núcleo central de aquella y como elementos
objetivos y esenciales de dicho ordenamiento. Desde esta óptica —y como ya he-
mos visto—, los derechos fundamentales vinculan a todos los poderes públicos y
pueden ser directamente invocables por los ciudadanos ante el Poder Judicial. En
esto consiste la denominada eficacia vertical de los derechos fundamentales. Su
destinatario o sujeto pasivo es el Estado.
Ahora bien, en un contexto en el que el completo ordenamiento jurídico se
ve “invadido” por la Constitución, se ha planteado la cuestión de si los derechos
fundamentales se imponen, o no, también en las relaciones entre particulares.
Por las razones que vamos a ver, no existe una respuesta clara y definitiva, y
probablemente no se pueda avanzar más. Como ha escrito K. Hesse: “Ninguna
respuesta determinante se ha dado a la cuestión de si los derechos fundamentales
tienen otros destinatarios: si obligan a los titulares del poder económico o social,
e incluso a particulares. La relevancia de esta problemática resulta evidente si se
tiene en cuenta que la libertad humana puede resultar menoscabada o amenazada
no sólo por el Estado, sino también dentro de relaciones jurídicas privadas, y que
sólo cabe garantizarla eficazmente considerándola como un todo unitario. Por
eso se viene debatiendo desde hace tiempo si y en qué medida corresponden a los
derechos fundamentales efectos frente a terceros”.
De hecho, hace ya bastante tiempo que se viene hablando de “la eficacia de los
derechos fundamentales en las relaciones entre particulares”, esto es, de su “efica-
Los derechos fundamentales y sus garantías 67

cia horizontal” o, utilizando la más concisa expresión alemana, la “drittwirkung”


de los derechos fundamentales, es decir, su eficacia frente a terceros.
Como ha advertido Cruz Villalón —a quien seguiremos en nuestra exposi-
ción— el examen de esta cuestión exige distinguir, de entre los muchos supuestos
en que esta problemática se concreta, lo que son ejemplos válidos y lo que son
meras caricaturas. Un ejemplo pertinente, sin duda, es el del propietario del único
cine de un pueblo que sólo cede el local durante una campaña electoral a un único
partido político. ¿Estaría obligado a cederlo a los demás partidos? ¿Podría ceder-
lo a un precio más bajo a unos partidos que a otros? Otro ejemplo válido sería el
de un empresario que sólo contrata a trabajadores afiliados a un partido político,
o que acumula valiéndose de la informática datos sobre particulares sin conoci-
miento ni consentimiento de estos. Caricatura sería, por ejemplo, la del particular
obligado a justificar y motivar porque arrendó una vivienda a una persona de-
terminada y no a otra. Las diferencias entre este último caso y las anteriores son
evidentes, pero lo cierto es que todos ellos pueden ser englobados en la categoría
genérica de la “drittwirkung”.
La “drittwirkung” se suele por ello examinar como una ampliación del ámbito
de eficacia de los derechos fundamentales. Es común afirmar que los derechos
fundamentales que nacieron como derechos de los particulares frente al Estado,
frente a los poderes públicos, con una eficacia, por tanto, “vertical”, deben ahora
extender esta también al ámbito de las relaciones entre particulares. Sin embargo,
este planteamiento no puede ser aceptado porque desde un punto de vista histó-
rico es completamente falso. Como acertadamente subraya Cruz Villalón, “en el
principio era la dritwirkung”. La “dritwirkung”, esto es la garantía de los dere-
chos frente a los particulares a través y por medio del Estado, precede a la propia
categoría y noción de derechos fundamentales. La tríada “libertad, seguridad y
propiedad” como bienes de los individuos a proteger de posibles violaciones por
parte de otros individuos está en el origen del pacto social que da lugar a la forma-
ción del Estado. Cuando Hobbes reclama el establecimiento de un poder absoluto
lo hace porque lo considera indispensable para garantizar la vida, la propiedad y
la libertad en las relaciones entre particulares. Naturalmente, junto a esa preten-
sión nos encontramos también la de quienes desde el iusnaturalismo racionalista
defienden la necesidad de limitar ese poder, para lo que defienden la existencia de
un ámbito de libertad frente al poder público. Desde esta óptica, la defensa de la
vida, la libertad, y la propiedad frente al Estado se articulará a través de la noción
de derechos fundamentales.
Ahora bien, la defensa de esos mismos bienes en las relaciones entre particula-
res se articula y garantiza a través de las distintas manifestaciones del poder públi-
co: singularmente los Tribunales de Justicia —y el poder ejecutivo que garantiza el
cumplimiento de sus sentencias— al aplicar el Derecho Civil y el Derecho Penal.
De este modo, “la libertad, la seguridad y la propiedad se afirmaron en el ámbito
68 Javier Tajadura Tejada

de las relaciones privadas al margen y sin ayuda del concepto de derechos funda-
mentales” (Cruz Villalón). Esto quiere decir que había “dritwirkung”, y que no
se consideraba necesario acudir a la categoría de derechos fundamentales y a su
supuesta eficacia horizontal, para garantizar su protección.
Sin embargo, a partir de un determinado momento histórico, se buscó la pro-
tección horizontal de esos derechos apelando a la eficacia horizontal de los dere-
chos fundamentales. El cambio se produjo como consecuencia de tres factores, a
los que podemos considerar “los presupuestos de la dritwirkung” (Cruz Villalón).

8.1. Presupuestos y caracteres de la “dritwirkung”


Los tres presupuestos que explican el surgimiento de la “dritwirkung” son los
siguientes:
a) El primero de los presupuestos es la existencia de una garantía efectiva y
específica de los derechos fundamentales, es decir, el surgimiento y consolidación
en Europa de la Constitución normativa. Cuando la protección de los derechos
tanto frente a los particulares como frente al propio Estado se resolvía siempre
en la garantía que la ley en cada caso les otorgaba, y en el sometimiento a esta
de los Tribunales de Justicia, la propia noción de derechos fundamentales queda-
ba privada de sentido, por lo que era absurdo plantearse la “dritwirkung” en el
marco de aquellos. Naturalmente, cuando la Constitución se convirtió en norma
suprema del ordenamiento, —directamente aplicable— se pudo plantear ya la
posibilidad de la “aplicación directa” de los derechos fundamentales reconocidos
en aquella en el marco de las relaciones privadas.
b) El segundo presupuesto, de naturaleza sociológica, es la reaparición de los
denominados “grupos sociales intermedios”. El argumento básico de todos los
autores que defienden la “dritwirkung” es el hecho indiscutible de que las socieda-
des actuales están integradas por una pluralidad de grupos muy diversos que pue-
den llegar a suponer un peligro para los derechos y libertades de los ciudadanos,
mayor que el propio Estado. El enemigo potencial de los derechos fundamentales
no sería ya tanto el Estado como estos grupos sociales configurados como poderes
privados que ejercen posiciones de dominio en la sociedad moderna: empresas,
sindicatos, medios de comunicación, entidades financieras, etc. El poder que ejer-
cen es tal que se considera necesario establecer que los derechos fundamentales les
vinculen en sus relaciones con los particulares. Este fenómeno es absolutamente
cierto y novedoso.
c) El tercer y último presupuesto de la Dritwirkung está directamente rela-
cionado con la propia naturaleza de los derechos fundamentales ya analizada
y, concretamente, con su comprensión institucional. Si, como hemos visto, los
derechos fundamentales no son únicamente derechos públicos subjetivos sino que
Los derechos fundamentales y sus garantías 69

se configuran también como principios informadores del orden político y social,


y, en definitiva, como elementos objetivos del ordenamiento jurídico, la antigua
contraposición sociedad/ Estado se difumina. Mientras las esferas del Estado y de
la sociedad se concibieron como mundos separados regidos cada uno de ellos por
sus propias leyes —el Estado por la Constitución y la Sociedad por los Códigos—
y su propia lógica, el ámbito de los derechos fundamentales se circunscribió al
de las relaciones de los particulares con el Estado. En la Sociedad, los individuos
libremente y regidos por los principios de autonomía individual e igualdad ante
la ley, determinan y pactan sus relaciones jurídicas, y no se considera necesario
defender a unos ciudadanos particulares frente a otros. Ahora bien, en el momen-
to en que se reconoce que la Constitución establece un orden de valores no sólo
para el Estado (en la esfera de las relaciones jurídico-públicas), sino en general
para toda la comunidad, sin excluir la esfera de las relaciones jurídico-privadas,
los derechos fundamentales aparecen como uno de los primeros elementos de ese
orden de valores, pudiendo así aspirar a imponer su eficacia en el mundo de las
relaciones entre particulares.
La concurrencia de estos tres factores es la que explica el surgimiento de la
controversia sobre la eficacia horizontal de los derechos fundamentales. Contro-
versia que reviste los siguientes caracteres:
a) En primer lugar, se plantea como una cuestión de principio. Los defensores
de la misma sostienen que es la única postura coherente con la naturaleza de los
derechos fundamentales. La negación de la “dritwirkung” supondría la aceptación
de una “doble moral” en relación con ellos según nos encontremos en el ámbito
del Estado o en la esfera de la Sociedad. Los detractores de la eficacia horizontal
de los derechos, por el contrario, apelan a la libertad como valor superior del
Estado Constitucional para negar aquella. Un entendimiento tal de los derechos
fundamentales conduciría a un “totalitarismo de los valores” y pondría en peligro
el libre desarrollo de la personalidad y el principio de autonomía de la voluntad.
En última instancia, supondría la destrucción del Derecho Civil.
En este sentido, K. Hesse ha ponderado, con su habitual lucidez, las ventajas
e inconvenientes de ambas concepciones: “Superponer el Derecho Constitucional
sobre el derecho privado puede comportar una sensible restricción de la auto-
nomía privada y, por ende, una nada leve limitación de la libertad responsable,
modificando de una forma esencial, por lo tanto, la naturaleza y el significado del
Derecho Privado. A ello hay que añadir que en las relaciones entre particulares
todos los interesados comparten la protección de los derechos fundamentales;
mientras que, al no ser los poderes públicos titulares de derechos fundamentales,
no cabe un conflicto sobre derechos fundamentales en la relación entre ellos y los
ciudadanos”.
70 Javier Tajadura Tejada

b) En segundo lugar, se plantea como un tema no afrontado por el constitu-


yente. La Constitución guarda silencio sobre esta cuestión. De hecho, la vincu-
lación que impone el artículo 53. 1 es sólo sobre “los poderes públicos”. Pero
aun en el supuesto de que hiciera referencia a esta cuestión, como es el caso de la
Constitución portuguesa (el artículo 18. 1 dispone que “los preceptos constitu-
cionales relativos a derechos, libertades y garantías son directamente aplicables a
las entidades públicas o privadas y vinculan a éstas”) y reconociera expresamen-
te la “drittwirkung” como principio, seguiría siendo necesario precisar con qué
alcance y hasta qué punto vinculan a los particulares cada uno de los derechos
fundamentales.
c) En tercer lugar, se trata de un problema que se refiere únicamente a algu-
nos derechos fundamentales, pero que no se plantea en relación con otros. La
“drittwirkung” carece de sentido en relación con derechos que sólo pueden ser
concebidos en relación con el Estado: el derecho a la tutela judicial, el derecho a la
nacionalidad, el derecho a acceder a cargos públicos en condiciones de igualdad,
la objeción de conciencia al servicio militar, entre otros. La eficacia horizontal
de los derechos se defiende en relación a aquellos que podrían invocarse frente a
particulares: la libertad de expresión, el derecho de huelga, o el derecho a no ser
tratado de forma discriminatoria, caso este último en el que los límites lógicos de
la teoría de la eficacia horizontal son más evidentes.

8.2. La “dritwirkung” en el Derecho constitucional alemán


La teoría de la eficacia horizontal de los derechos fundamentales ha sido de-
sarrollada en Alemania. La paternidad del término “drittwirkung” corresponde
al jurista alemán H. P. Ipsen, pero el concepto en sí fue alumbrado por H. C.
Nipperday. En la obra colectiva dirigida por Neuman, Scheuer y él mismo sobre
los derechos fundamentales, —concretamente en su colaboración relativa a la
dignidad del hombre— expuso la idea de eficacia horizontal de los derechos. En
su condición de Presidente del Tribunal Laboral Federal la llevó a la práctica.
Para Nipperdey, determinados derechos fundamentales, en tanto que principios
ordenadores de la vida social, poseen una relevancia directa para las relaciones
entre particulares. Por ello, según este autor, los preceptos constitucionales relati-
vos a derechos fundamentales son directamente aplicables en las relaciones inter
privatos, y los particulares pueden ser, por ello, “sujetos pasivos” de los derechos
fundamentales.
La doctrina constitucional alemana, mayoritariamente, rechazó este plan-
teamiento y el propio Tribunal Constitucional Federal declaró que el Tribunal
Laboral Federal había ido “demasiado lejos” en el reconocimiento de la “dritt-
wirkung”. Sólo cabe hablar de una eficacia “inmediata” del derecho fundamental
allí donde la propia Constitución contiene un mandato específico. Esto ocurre
Los derechos fundamentales y sus garantías 71

por ejemplo en el enunciado de la libertad de asociación sindical (art. 9. 3). Ahora


bien, la doctrina (Dürig y Schwabe) y jurisprudencia constitucionales en Alema-
nia, aunque discrepen de sus conclusiones, reconocen la relevancia del problema
apuntado por Nipperdey y formulan una doctrina alternativa. Frente a la teoría
de la eficacia directa o inmediata de los derechos fundamentales, defienden la tesis
de la eficacia indirecta o mediata de los mismos.
El Tribunal Constitucional Federal formula esta teoría en una de sus más cono-
cidas sentencias, la dictada en el “caso Lüth”, el 15 de enero de 1958. La doctrina
de la eficacia mediata o indirecta consta de los siguientes elementos:
a) Aunque los derechos fundamentales tienen por objeto primario asegurar la
libertad de los particulares frente a intervenciones de los poderes públicos, for-
man al mismo tiempo parte esencial de un “sistema de valores” incorporado a la
Constitución y que, como tal decisión constitucional básica, debe regir en todos
los ámbitos del Derecho
b) En el ámbito del Derecho Privado, el contenido de los derechos fundamen-
tales como elementos objetivos del ordenamiento se desarrolla a través de las
normas que directamente rigen en ese campo.
c) Por otro lado, y en cuanto criterios valorativos, la influencia de los derechos
fundamentales se despliega preponderantemente a través de “cláusulas generales”
como las referentes al orden público o a las buenas costumbres, que limitan el
principio de autonomía de la voluntad, a las que Dürig se refiere de forma muy
ilustrativa como “los puntos de irrupción de los derechos fundamentales en el
Derecho civil”.
d) Los jueces —al interpretar y aplicar el Derecho civil— están obligados a
tener en cuenta esta relevancia de los derechos fundamentales sobre el conjunto
del ordenamiento jurídico, y de no hacerlo, “en cuanto titular de poder público,
viola mediante su sentencia el derecho fundamental, a cuyo respeto, también por
el poder judicial, tiene el particular un derecho jurídico-constitucional”.
e) Contra una sentencia que —por no tener en cuenta la relevancia de los
derechos fundamentales sobre el conjunto del ordenamiento— incurriera en esa
violación del derecho de un ciudadano, puede este recurrir en amparo ante el Tri-
bunal Constitucional federal.
f) El Tribunal Constitucional se limita a controlar o a examinar si la sentencia
recurrida en amparo ha observado correctamente lo que se denomina “efecto de
irradiación” de los derechos fundamentales sobre el Derecho civil.
Esta teoría de la eficacia horizontal mediata o indirecta de los derechos fun-
damentales en las relaciones entre particulares puede sintetizarse en las dos tesis
siguientes:
72 Javier Tajadura Tejada

a) Los derechos fundamentales no resultan vulnerados nunca por la sola con-


ducta de un particular. La vulneración es siempre el resultado conjunto de la
conducta del particular y de la conducta omisiva del poder público que ha hecho
posible o no ha reprimido la actuación lesiva del particular. La conducta omisiva
puede ser imputable al legislador, a la administración o al Juez.
b) En la medida en que el recurso de amparo constitucional se configura como
amparo frente a una vulneración de derechos fundamentales por parte de los po-
deres públicos, la teoría de la eficacia mediata permite acudir en amparo ante el
Tribunal Constitucional frente a actuaciones lesivas de los particulares, dado que
esta conducta se imputa a la actitud omisiva de los poderes públicos en general, y
a los Tribunales de Justicia en particular.

8.3. La “dritwirkung” en el Derecho constitucional español


Nos hemos extendido en explicar la formulación y alcance de esta teoría en
Alemania, así como las controversias a que ha dado lugar, porque en España, a
partir de 1978, va a suscitarse un debate similar. Ante el silencio del constituyente
sobre esta cuestión, la doctrina mayoritaria y el Tribunal Constitucional rechazan
la tesis de la eficacia directa o inmediata de los derechos fundamentales en las
relaciones entre particulares y defienden la eficacia indirecta o mediata, esto es,
previa interposición de un poder público.
De la misma forma que ocurre en Alemania, la regulación del recurso de am-
paro en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional resulta problemática. Así,
el artículo 41. 2 de la LOTC —en desarrollo de lo previsto en el artículo 53. 2
CE— establece que “el recurso de amparo constitucional protege a todos los ciu-
dadanos (…) frente a las violaciones de los derechos y libertades (…) originadas
por disposiciones, actos jurídicos o simple vía de hecho de los poderes públicos
del Estado, las Comunidades Autónomas y demás entes públicos de carácter te-
rritorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes”. De
esta forma, se establece una significativa diferencia entre la protección dispensada
por la jurisdicción ordinaria y el amparo constitucional. Frente a una lesión de
derechos fundamentales imputable a un particular no cabe solicitar amparo cons-
titucional. Esa limitación no existe en el ámbito de la jurisdicción ordinaria. En
este contexto, el Tribunal Constitucional español ha seguido la vía alemana, y en
aquellos casos en los que se plantea la eficacia de un derecho fundamental frente
a un ciudadano particular, ha considerado que la violación de aquel es producida
por la resolución judicial que no la ha remediado.
Inicialmente, en una de sus primeras sentencias (STC 38/81), el Tribunal optó
por asumir la tesis de la eficacia directa, prescindiendo por completo de lo dis-
puesto en el artículo 44 de la LOTC, y declaró un despido radicalmente nulo,
Los derechos fundamentales y sus garantías 73

en cuanto contrario a la libertad sindical. Planteado un supuesto similar un año


después, y con conciencia plena del problema, el Tribunal Constitucional entendió
que la violación del derecho había sido producida por la sentencia que previamen-
te había admitido el despido como ajustado a Derecho (STC 78/82). Desde enton-
ces, esta doctrina se ha mantenido constante. La STC 55/83 contiene expresiones
similares a las empleadas por su homólogo alemán en la sentencia del caso Lüth:
“Entiende la Sala que cuando se ha pretendido judicialmente la corrección de los
efectos de una lesión de tales derechos y la sentencia no ha entrado a conocerla
(…) es la sentencia la que entonces vulnera el derecho fundamental”.
La teoría de la eficacia indirecta o mediata, como doctrina de aplicación gene-
ral, aparece formulada con toda claridad en la STC 18/84:
“Esta violación (de los derechos) puede producirse respecto de las relacio-
nes entre particulares, cuando no cumplen su función de restablecimiento de los
mismos que corresponde a los Jueces y Tribunales a los que el ordenamiento
encomienda la tutela judicial de tales libertades y derechos. En este sentido, debe
recordarse que el Tribunal ha dictado ya sentencias en que ha admitido y fallado
recursos de amparo contra resoluciones de los órganos judiciales, cuando los ac-
tos sujetos al enjuiciamiento de los mismos provenían de los particulares”.
Ahora bien, esta solución “alemana” que, desde la perspectiva de conferir a
los derechos fundamentales la mayor protección jurisdiccional resulta plausible,
exige retorcer y forzar el significado y tenor del artículo 44 de la LOTC que, al
regular el amparo frente a actos del Poder Judicial, subraya que debe tratarse de
“violaciones que tuvieran su origen inmediato y directo en un acto u omisión de
un órgano judicial” (párrafo primero del art. 44). Precisión que vuelve a reiterarse
en el apartado 1.b del artículo citado, al señalar los requisitos que debe cumplir
este tipo de amparos: “Que la violación del derecho o libertad sea imputable de
modo inmediato y directo a una acción u omisión de un órgano judicial, con inde-
pendencia de los hechos que dieron lugar al proceso en que aquellas se produjeron
acerca de los que, en ningún caso, entrará a conocer el Tribunal Constitucional”.
La claridad y rotundidad de los términos empleados por el legislador orgánico
(“de modo inmediato y directo”) ha llevado a un sector doctrinal a mostrar su
rechazo con la doctrina del Tribunal. Según estos autores, el artículo 53. 2 de la
Constitución atribuye a la jurisdicción ordinaria la función de garantía y protec-
ción de los derechos fundamentales, protección que reviste un carácter general y
se extiende por tanto a la defensa frente a cualquier tipo de ataque o violación,
bien sea de un poder público o de un particular. Por el contrario, la función de
garante de los derechos fundamentales atribuida al Tribunal Constitucional (“en
su caso”) a través del recurso de amparo, se concibe como una garantía limitada
o tasada, esto es, restringida a aquellos supuestos en los que el legislador orgánico
lo prevea. Y es evidente que el legislador orgánico, al desarrollar el artículo 53.
74 Javier Tajadura Tejada

2 CE, decidió limitar el amparo frente a los actos del Poder Judicial a aquellas
violaciones que tuvieran un origen directo e inmediato en ellas. En consecuencia,
parece obvio que la garantía de la eficacia horizontal de los derechos queda en-
comendada de forma exclusiva al Poder Judicial, por lo que la asunción de la vía
alemana, esto es, de la teoría de la eficacia mediata, supone, en última instancia,
una ilegítima atribución de competencias por parte del máximo custodio de la
Constitución.
Según esos autores, la idea de imputar la vulneración del derecho al Poder Ju-
dicial, a pesar de que, materialmente, la lesión del derecho que da lugar al recurso
sea imputable a un particular, es ingeniosa, pero no se puede negar que se enmarca
dentro de una tendencia expansionista de la jurisdicción constitucional.
Por otro lado, —y desde posiciones doctrinales opuestas— quienes entienden
que la “drittwirkung” o es inmediata o no sirve para nada, consideran que la exi-
gencia de interposición de una actuación del poder público para poder enjuiciar
la vulneración de un derecho fundamental por un particular, impide hablar real-
mente de eficacia horizontal.
En todo caso, y a pesar de las críticas mencionadas, se puede afirmar que la
concepción de la eficacia horizontal mediata o indirecta de los derechos funda-
mentales está plenamente consolidada en nuestra doctrina y jurisprudencia cons-
titucionales.
Nuestro Tribunal Constitucional afirma sin ambages que: “En un Estado So-
cial de Derecho no puede sostenerse con carácter general que el titular de tales
derechos no lo sea también en la vida social” (STC 18/1984).
“Los derechos constitucionales —escribe Torres del Moral— no pueden ser in-
vocados para eludir las obligaciones nacidas de relaciones jurídico-privadas. Pero
tampoco pueden esgrimirse los principios que rigen dichas relaciones para impe-
dir, más allá, de los imperativos propios impuestos por el contrato, el ejercicio de
un derecho o libertad constitucional. Menos aun pueden validarse las estipula-
ciones contractuales incompatibles con el respeto a los derechos constitucionales,
sino que deben tenerse por nulas”.
Esta concepción dista mucho de ser una doctrina inútil, o que, como sostienen
algunos, nos sitúe de nuevo en el punto de partida. Como ha destacado Cruz Vi-
llalón “la facultad que con base en la teoría de la eficacia mediata, se reconoce a
los órganos judiciales de hacer pasar por el tamiz de los derechos fundamentales
al Derecho privado en su doble vertiente de derecho imperativo y derecho dispo-
sitivo, supone, por la inherente generalidad de los preceptos constitucionales rela-
tivos a los derechos fundamentales, un instrumento de enorme trascendencia, en
la tarea de concreción de los derechos fundamentales, puesto en manos de dichos
órganos judiciales”. Ahora bien, el inconveniente de esta opción es la inseguridad
jurídica que provoca.
Los derechos fundamentales y sus garantías 75

Hesse ha destacado también la dificultad en que se encuentra el juez en estos


casos: “El juez se encuentra ante la difícil tarea de hallar, compensando o ponde-
rando en el caso de que se trate, el carácter y la influencia de los diversos dere-
chos fundamentales a partir de los parámetros amplios e indeterminados de esos
mismos derechos. Ello amenaza con entrar en contradicción con la misión de un
Derecho Privado conforme a las exigencias del Estado de Derecho, que debe hacer
posible con ayuda de regulaciones claras, detalladas y precisas, la modelación de
las relaciones jurídicas y la solución judicial a los problemas del caso. La ventaja
de una amplia validez y efectividad de los derechos fundamentales se paga al pre-
cio de una cierta inseguridad jurídica y de una pérdida de autonomía del Derecho
Privado”.
Esa inseguridad puede ser colmada de dos formas: mediante la intervención del
legislador para llevar a cabo esa concretización o, en su defecto, y como ha ocurri-
do hasta ahora, a través de la actuación del Tribunal Constitucional. El defensor
de la Constitución ha asumido el control de los juicios sobre la relevancia de los
derechos fundamentales en las relaciones entre particulares formulados por los
tribunales ordinarios y, de esta forma, ha garantizado una interpretación unifor-
me del contenido y alcance de los derechos fundamentales. Por ello, compartimos
la opinión de Cruz Villalón de que no son aceptables las críticas formuladas al
Tribunal en el sentido de que su único interés sea expandir de forma injustificada
el ámbito de su jurisdicción y su influencia sobre el Derecho civil: “Mientras el
contenido y alcance de la Drittwirkung deba ser de creación predominante juris-
prudencial no parece coherente excluir al Tribunal Constitucional de esta labor,
dejando a la jurisdicción ordinaria como última y definitiva instancia en una ma-
teria en la que tan directamente se halla concernida la eficacia normativa de la
Constitución”.
Sin embargo, la otra opción para poner fin a la inseguridad, esto es, la inter-
vención del legislador no se ha producido. Corresponde al legislador determinar
cuáles son las consecuencias que, para las relaciones entre particulares, se derivan
del reconocimiento constitucional como derechos fundamentales de la libertad de
expresión, del derecho a la intimidad, del principio de igualdad, etc. La posterior
intervención del Juez llevará a cabo la concreción última de esta eficacia horizon-
tal, pero debería producirse siempre en el marco previamente delimitado por el
legislador. La pasividad del legislador en este ámbito es la que ha provocado un
protagonismo judicial de efectos indeseados. Podemos por ello concluir este apar-
tado subrayando la necesidad de que sean las Cortes las que asuman la función
primera de concretizar el alcance de la “dritwirkung” en los diferentes derechos:
“Conforme el legislador asuma su función de concreción de la eficacia horizontal
o Drittwirkung disminuirá la presencia del Tribunal Constitucional en el control
de la adecuación a la Constitución del derecho privado realizada por los Tribu-
nales ordinarios. Con ello, el Tribunal Constitucional podrá centrar su actuación,
76 Javier Tajadura Tejada

también en esta materia, en lo que sin duda es su misión más característica, el


control del legislador” (Cruz Villalón).
Y es que, efectivamente, como ha recordado Hesse, la obligación del Estado
de proteger los derechos fundamentales frente a su posible afectación o vulnera-
ción por terceros, debe concebirse, esencialmente, como una función del legisla-
dor: “Antes que nada, éste debe establecer regulaciones que impidan los abusos
sociales o económicos; en el campo del Derecho Privado tiene que concretar el
contenido jurídico de los derechos fundamentales como principios objetivos del
ordenamiento jurídico en su conjunto, así como deslindar las situaciones jurídicas
fundamentalmente protegidas. Sólo allí donde el legislador no cumpla o no pueda
cumplir esta tarea, quedan en las decisiones judiciales márgenes para una eficacia
mediata respecto de terceros”.
Para completar esta exposición debemos recordar que la jurisprudencia del
Tribunal Constitucional ha destacado una serie de ámbitos de eficacia horizontal
de los derechos, entre los que destaca el sociolaboral. Al fin y al cabo, la capacidad
de penetración de los derechos fundamentales en las relaciones privadas, —y del
consiguiente sacrificio de la autonomía de la voluntad— es tanto mayor cuanto
más lo sea la asimetría de aquellas, de forma análoga a lo que sucede con el poder
público. Tal es el caso de la relación laboral.
Normalmente, ha sido el legislador (Estatuto de los Trabajadores, Ley Orgá-
nica de Libertad Sindical) el encargado de concretar indirectamente la eficacia
de los derechos fundamentales en las relaciones laborales, desarrollando así la
dimensión objetiva de los mismos. Ahora bien, en los casos en los que el legislador
no ha llevado a cabo la publificación de las relaciones laborales, el Tribunal Cons-
titucional se ha encargado de limitar el alcance del principio de autonomía de la
voluntad en el contrato de trabajo en beneficio del trabajador, para hacer valer la
eficacia de sus derechos fundamentales no específicamente propios de la relación
laboral (intimidad, propia imagen, libertad ideológica, libertad de expresión, etc.)
frente a los poderes de dirección y organización del empresario. La doctrina del
Tribunal al respecto puede resumirse así: el empresario sólo puede restringir el
ejercicio de derechos fundamentales del trabajador cuando ello sea necesario para
la realización de los fines empresariales garantizados por el cumplimiento de las
obligaciones contractuales (SSTC 120/83 y 88/1985).
Pero las muestras de la eficacia horizontal de los derechos no se agotan en el
ámbito laboral. Torres del Moral recuerda también las siguientes: la no obligato-
riedad de declarar sobre la ideología, religión o creencias (art. 16. 2) que también
opera frente a los particulares; la igualdad de los hijos y de los cónyuges (art. 39.
2 y 32.1); o el principio de igualdad como límite de la libertad de testar (STC
27/82).
Los derechos fundamentales y sus garantías 77

La problemática de la eficacia horizontal de los derechos fundamentales se ha


planteado también en el ámbito de protección internacional de los mismos y, por
lo que a nosotros nos interesa, en el marco del Convenio Europeo de Derechos
Humanos. El Convenio guarda silencio sobre esta cuestión. La doctrina del Tri-
bunal Europeo es que, aunque el Convenio obliga a los Estados (y no a los parti-
culares), cuando se produce una conducta lesiva de un derecho fundamental en el
seno de un Estado, aunque los poderes públicos del mismo no hayan participado
directamente en dicha lesión, el Estado debe ser considerado responsable de dicha
lesión, en los términos del Convenio, en la medida en que con su conducta activa
u omisiva ha hecho posible o no ha reprimido la lesión (STEDH de 13 de agosto
de 1981, caso Young, James y Webster).

9. LA INTERPRETACIÓN DE LOS DERECHOS


9.1. La interpretación como “concreción” de enunciados abstractos
La interpretación de los derechos fundamentales consiste en una labor en gran
medida creadora. Los abstractos enunciados constitucionales tienen que ser con-
cretados en cada caso. Las disposiciones relativas a los derechos fundamentales
son “conforme a la literalidad y morfología de sus palabras, fórmulas lapidarias
y preceptos de principio que carecen en sí mismos, además, de un único sentido
material. Si, no obstante, deben operar como derecho directamente aplicable y ser
efectivos, requieren, de un modo diverso al de los preceptos legales normales, una
interpretación no sólo explicativa, sino rellenadora, que recibe no pocas veces la
forma de un desciframiento o concreción” (Böckenförde).
Tomemos como ejemplo el enunciado del artículo 15 CE: “Todos tienen dere-
cho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser
sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida
la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para
tiempos de guerra”. El significado del enunciado constitucional es, en principio,
muy claro: supone el reconocimiento del derecho a la vida y a la integridad física y
moral. Ahora bien, una vez establecido esto, surgen múltiples interrogantes sobre
el significado y alcance concreto de las muchas normas contenidas en esa dispo-
sición: ¿quiénes son los titulares del derecho?, ¿está incluido el nasciturus entre
ellos?, ¿el derecho a la vida incluye el derecho a disponer de ella, y por tanto, el
derecho a la muerte?, ¿hasta dónde llegan las obligaciones del Estado para preser-
var la vida de las personas?, ¿la pena de prisión perpetua es inhumana?, ¿se puede
prohibir la venta voluntaria de órganos?, ¿puede el Estado ordenar el derribo de
un avión civil con pasajeros para evitar un atentado con resultado de muerte para
cientos o miles de personas?
78 Javier Tajadura Tejada

Es evidente que el enunciado constitucional no da una respuesta concreta ni a


estos ni a otros muchos interrogantes que podríamos plantear. Se trata de enun-
ciados abstractos que permiten concreciones diversas por parte del legislador. La
mayoría parlamentaria tiene así diversas posibilidades de actuación para desa-
rrollar legislativamente estas cuestiones. Pero es, obviamente, el Tribunal Cons-
titucional quien, en su labor de control de constitucionalidad de la ley, tiene la
última palabra. A él corresponde determinar si el legislador ha respetado, o no,
el contenido esencial de los derechos, esto es, si ha actuado dentro de los límites
señalados por el poder constituyente.
Ahora bien, en la medida en que la interpretación llevada a cabo por el Tribu-
nal es también creadora, es preciso que este respete el ámbito de libertad del le-
gislador, y únicamente anule la concreción del derecho (interpretación) efectuada
por aquel cuando se trate de una interpretación que no tenga cabida en el enun-
ciado constitucional abstracto. He aquí la cuestión central y decisiva de la dog-
mática de los derechos fundamentales: “¿Cómo saber que el órgano legislativo al
desarrollar los derechos fundamentales hace una concreción constitucionalmente
adecuada de ellos? ¿Cómo saber que el Tribunal Constitucional se limita a ser el
supremo intérprete de la Constitución y no un ‘soberano oculto’ que en lugar de
esclarecer el marco constitucional lo reescribe?” (Bastida).
Volviendo al ejemplo, y en una importante sentencia resolutoria de un recurso
de amparo en que se invocaba el art. 15 CE, el Tribunal Constitucional senten-
ció que “no es posible admitir que la Constitución garantice en su artículo 15 el
derecho a la propia muerte” (STC 120/1990). En ese caso, ¿qué ocurriría si el
legislador en su legítima facultad de concreción del derecho a la vida incluye en
él, con todas las garantías debidas, y en determinadas circunstancias, el derecho
a no seguir viviendo? ¿Podría el Tribunal Constitucional imponer al legislador la
interpretación contraria?
Es evidente que podría hacerlo. Pero no lo es menos que, de esa forma, es-
taría extralimitándose en su función. Y ello porque el enunciado constitucional
permite, en principio, las dos interpretaciones. La única forma de sortear el veto
del Alto Tribunal sería activar el procedimiento de reforma constitucional para
incluir en el Texto Constitucional la interpretación cuestionada. Ahora bien, las
dificultades procedimentales para ello son notables. Para evitar esta situación es
preciso que los miembros del Tribunal sean conscientes de su posición. Los Ma-
gistrados constitucionales tienen que velar por el respeto de la Constitución, es
decir, garantizar que la voluntad de los poderes constituidos no prevalece sobre
la del poder constituyente; pero lo que no pueden legítimamente hacer es suplir
esa voluntad, esto es, imponer su concreta interpretación sobre el enunciado de
un derecho fundamental, cuando el constituyente admitió diversas concreciones.
Los derechos fundamentales y sus garantías 79

Baste lo anterior para poner de manifiesto que la interpretación constitucional


de los derechos fundamentales es un tema decisivo para entender las relaciones
entre el Parlamento y el Tribunal Constitucional, y en definitiva, uno de los pro-
blemas centrales y nucleares de la Teoría de la Constitución.
En una de sus primeras sentencias, en relación al derecho de huelga, el Tribu-
nal constitucional señaló claramente la diferente función que en relación a los
derechos fundamentales compete al Parlamento y a él mismo: “Antes de seguir
adelante convendrá observar, una vez más, que en un plano hay que situar las de-
cisiones políticas y el enjuiciamiento político que tales decisiones merezcan, y en
otro plano distinto la calificación de inconstitucionalidad, que tiene que hacerse
con arreglo a criterios estrictamente jurídicos. La Constitución es un marco de
coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opcio-
nes políticas de muy diferente signo. La labor de interpretación de la Constitución
no consiste necesariamente en cerrar el paso a las opciones o variantes imponien-
do autoritariamente una de ellas. A esta conclusión habrá que llegar únicamente
cuando el carácter unívoco de la interpretación se imponga por el juego de los cri-
terios hermenéuticos. Queremos decir que las opciones políticas y de gobierno no
están previamente programadas de una vez por todas, de manera tal que lo único
que cabe hacer en adelante es desarrollar ese programa previo” (STC 11/1981).
Como ha advertido Bastida, el legislador se mueve en un proceso de concre-
ción política que tiene como presupuesto una comprensión jurídica del marco
constitucional dentro del cual puede actuar. La Constitución es un límite a su
actuación. De las diversas posibilidades políticas que le permite la Constitución,
el legislador elige una (concreción política) y la plasma jurídicamente en una ley.
Importa por ello destacar que la concreción efectuada por el legislador consta
siempre de dos fases: en la primera, jurídica, se afirma o constata que su actuación
no desborda los límites constitucionales; en una segunda, política, se opta por una
de las diversas posibilidades que la Constitución ofrece. “La ley es una concreción
política de lo constitucionalmente posible y, en este sentido, es también jurídica-
mente una concreción constitucional. Por eso puede decirse que, en puridad, el
legislador no tiene como función interpretar la Constitución, sólo fundamentar la
ley sin traspasar sus márgenes” (Bastida).
El Tribunal Constitucional, en cambio, se mueve en un proceso de concreción
exclusivamente jurídica del marco constitucional. Su labor consiste en fundamen-
tar por qué su comprensión jurídica es la única aplicación correcta del Texto
Constitucional, es decir, la única interpretación que cabe hacer dentro de los lí-
mites fijados por la Constitución. El control abstracto que ejerce sobre la cons-
titucionalidad de la ley debe versar sobre la adecuada comprensión jurídica que
esta haya hecho de esos límites, no sobre la concreción política que comporta. Por
ello decimos que la legitimidad del Tribunal radica en su condición de Tribunal de
80 Javier Tajadura Tejada

Derecho, al que compete declarar el sentido del texto constitucional a través de


razonamientos exclusivamente jurídicos.
En este sentido, no es admisible que el Tribunal Constitucional se convierta
en un legislador alternativo, es decir, en un órgano que imponga —desde su su-
premacía— una concreción política distinta a la adoptada por el Parlamento. Sin
embargo esto es algo que, a veces, ha ocurrido y que puede ocurrir en el futuro.
La STC 53/1985 es un claro ejemplo de ello. Los votos particulares formulados a
la misma por los magistrados Tomás y Valiente y Rubio Llorente son, desde esta
óptica, una magnífica lección sobre las relaciones entre el Tribunal y el legislador
en materia de derechos fundamentales. Por su relevancia creo oportuno reproducir
la muy lúcida y brillante argumentación de Rubio Llorente: “Las razones de mi di-
sentimiento pueden resumirse en el simple juicio de que con esta decisión la mayoría
traspasa los límites propios de la jurisdicción constitucional e invade el ámbito que la
Constitución reserva al legislador; vulnera así el principio de separación de poderes,
inherente a la idea de Estado de Derecho y opera como si el Tribunal Constitucional
fuese una especie de tercera Cámara, con facultades para resolver sobre el contenido
ético o la oportunidad política de las normas aprobadas por las Cortes Generales.
Es cierto que esta errónea concepción de la jurisdicción constitucional parece muy
extendida en nuestra sociedad; que precisamente con motivo de este recurso se han
expresado en la prensa multitud de opiniones que implícita o explícitamente par-
tían del supuesto de que el fundamento de nuestra Sentencia había de ser el juicio
sobre la licitud o ilicitud ética del aborto, o la conveniencia de su despenalización, y
que (y ello es aún más penoso) destacadas figuras políticas, e incluso miembros del
Gobierno, han efectuado declaraciones que manifiestamente arrancaban del mismo
convencimiento. Es evidente, sin embargo, que por difundida que esté, tal idea es
errónea e incompatible con nuestra Constitución y con los principios que le sirven de
base. El Tribunal Constitucional, que no ostenta la representación popular, pero que
sí tiene el tremendo poder de invalidar las leyes que los representantes del pueblo han
aprobado, no ha recibido este poder en atención a la calidad personal de quienes lo
integran, sino sólo porque es un Tribunal. Su fuerza es la del Derecho y su decisión no
puede fundarse nunca por tanto, en cuanto ello es humanamente posible, en nuestras
propias preferencias éticas o políticas, sino sólo en un razonamiento que respete rigu-
rosamente los requisitos propios de la interpretación jurídica. En la fundamentación
de la presente Sentencia falta ese razonamiento riguroso y es esa falta de rigor la que
conduce a la, a mi juicio, errada decisión”.
Rubio Llorente reprocha a la mayoría haber sustituido el razonamiento jurídico
por el argumento ético o ideológico: “No opera este razonamiento, en efecto, con
las categorías propias del Derecho (en primer lugar, y naturalmente, con el concepto
mismo del derecho subjetivo), sino con las de la ética. Pese a las consideraciones di-
fícilmente inteligibles (y, en la medida en que lo son, para mí resueltamente inacepta-
bles) que en el fundamento 4 se hacen sobre ‘el ámbito, significación y función de los
Los derechos fundamentales y sus garantías 81

derechos fundamentales en el constitucionalismo de nuestro tiempo’, los Magistrados


que han formado en esta ocasión la mayoría no razonan a partir del reconocimiento
de un derecho fundamental del nasciturus a la vida, que expresamente niegan en los
fundamentos 5, 6 y 7, sino apoyados sobre la idea de que, siendo la vida humana ‘un
valor superior del ordenamiento jurídico constitucional’ (fundamento 3), el Estado
está obligado a ‘establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga
una protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida
(sic), incluya también como última garantía las normas penales’ (fundamento 7). Los
derechos fundamentales que efectivamente están implicados en este difícil tema de
la sanción penal del aborto consentido (al libre desarrollo de la personalidad —art.
10—, a la integridad física y moral —art. 15—, a la libertad de ideas y creencias —art.
16—, a la intimidad personal y familiar —art. 18—) apenas son invocados de manera
retórica en el fundamento 8 o como justificación de la no punición del aborto en los
dos siguientes. Paso por alto en este momento, en aras de la brevedad, el análisis de
los defectos lógicos y conceptuales que creo apreciar en las consideraciones hechas
sobre el ‘concepto indeterminado’ de la vida y otros extremos, así como sobre el error
de no haber entrado a fondo en el problema que la tipificación penal del aborto con-
sentido plantea desde el punto de vista del derecho de la mujer a su intimidad y a su
integridad física y moral. Lo que ahora me importa, por el motivo ya antes indicado,
es subrayar que este modo de razonar no es el propio de un órgano jurisdiccional por-
que es ajeno, pese al empleo de fraseología jurídica, a todos los métodos conocidos de
interpretación. El intérprete de la Constitución no puede abstraer de los preceptos de
la Constitución el valor o los valores que, a su juicio, tales preceptos ‘encarnan’, para
deducir después de ellos, considerados ya como puras abstracciones, obligaciones del
legislador que no tienen apoyo en ningún texto constitucional concreto. Esto no es
ni siquiera hacer jurisprudencia de valores, sino lisa y llanamente suplantar al legis-
lador o, quizá más aún, al propio poder constituyente. Los valores que inspiran un
precepto concreto pueden servir, en el mejor de los casos, para la interpretación de ese
precepto, no para deducir a partir de ellos obligaciones (¡nada menos que del poder
legislativo, representación del pueblo!) que el precepto en modo alguno impone. Por
esta vía, es claro que podía el Tribunal Constitucional, contrastando las Leyes con
los valores abstractos que la Constitución efectivamente proclama (entre los cuales
no está, evidentemente, el de la vida, pues la vida es algo más que ‘un valor jurídico’)
invalidar cualquier Ley por considerarla incompatible con su propio sentimiento de
la libertad, la igualdad, la justicia o el pluralismo político. La proyección normativa
de los valores constitucionalmente consagrados corresponde al legislador, no al Juez”.
(Voto particular de F. Rubio Llorente a la STC 53/1985).
El citado voto particular pone de manifiesto que “si no hay una autocontención
del Tribunal Constitucional, el resultado es que el Estado de Derecho se muta en un
Estado judicial gobernado por un Tribunal Constitucional convertido en un deus ex
machina” (Bastida).
82 Javier Tajadura Tejada

9.2. La fuerza expansiva de los derechos fundamentales.


La posición central que los derechos fundamentales ocupan en el ordenamien-
to jurídico (como elementos objetivos y esenciales del mismo) les dota de una
notable fuerza expansiva dirigida a asegurar, en todo caso, su plena efectividad.
En materia de interpretación, el Tribunal Constitucional ha señalado que, ante
cualquier duda suscitada en el ámbito normativo de los derechos fundamentales,
debe prevalecer siempre la interpretación que dote de mayor viabilidad y vigor al
derecho en cuestión (SSTC 69/84, 1/89, 32 y 34/89). El principio de interpretación
más favorable a la efectividad del derecho debe orientar la labor de todos los apli-
cadores jurídicos. Ahora bien, la aplicación de este criterio hermenéutico exige la
existencia de alguna res dubia o de alguna variante admisible en la interpretación
de los preceptos legales ya que, en otro caso, no se estaría protegiendo el derecho,
sino suplantando el papel del legislador (STC 32/89).
De lo anterior se deriva también la existencia de otro principio interpretativo,
favor libertatis, en virtud del cual todas las limitaciones que el legislador esta-
blezca en relación con los derechos fundamentales requieren inexcusablemente
una interpretación restrictiva. “En un Estado democrático de Derecho —escribe
Torres del Moral— la libertad es la regla, y su limitación la excepción, la cual,
por este su carácter, ha de estar siempre justificada. De ahí el viejo adagio jurídico
acerca de que los preceptos reconocedores de los derechos deben ser interpretados
extensivamente, en tanto que los que contienen limitaciones o excepciones nega-
tivas deben serlo restrictivamente”.
A mayor abundamiento, Pérez Luño defiende la conveniencia de reemplazar
la concepción estática y defensiva de este principio de interpretación favorable
a la libertad por otra positiva y dinámica que busque maximizar y optimizar la
eficacia de los derechos.
En tercer lugar, todos los derechos fundamentales han de ser interpretados te-
niendo en cuenta su condición, —según dispone el ya examinado artículo 10. 1 de
la Constitución— de “fundamento del orden político y de la paz social”. El fuerte
contenido axiológico de este precepto incluye principios que pueden ser utilizados
para la interpretación de normas declarativas de derechos fundamentales (SSTC
186, 267 y 290/2000).
Finalmente, es preciso analizar, con mayor detalle, un criterio hermenéutico
establecido por el constituyente en el apartado segundo del artículo 10. “Las nor-
mas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución
reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Dere-
chos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas mate-
rias ratificados por España”.
Los derechos fundamentales y sus garantías 83

9.3. La cláusula del art. 10. 2


El artículo 10. 2 encuentra su antecedente inmediato y su fuente de inspiración
en el art. 16. 2 de la Constitución portuguesa de 1976. Posteriormente ha sido
recogido en otros Textos Constitucionales, como es el caso del artículo 20 de la
Constitución rumana. En otro ámbito geográfico donde existe también un avan-
zado sistema de protección supranacional de los derechos —la Corte Interameri-
cana de Derechos Humanos— cabe mencionar el art. 93. 2 de la Constitución de
Colombia.
La remisión constitucional que analizamos implica que, bien sea por aplica-
ción directa o, de forma indirecta, por vía de interpretación, los operadores ju-
rídicos han de tener en cuenta entre otros los siguientes Tratados y convenios
internacionales:
a) Carta de Naciones Unidas de 1945.
b) Estatuto de la Corte Internacional de Justicia de 1946.
c) Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948.
d) Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Liber-
tades Fundamentales de 1950 con sus Protocolos adicionales.
e) Carta Social Europea de 1961 revisada en 1996.
f) Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966.
g) Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966.
h) Convención de la UNESCO contra la discriminación en la enseñanza de
1967.
i) Convenio sobre los Derechos Políticos de la Mujer de 1974.
j) Acta Final de la Conferencia de Helsinki de 1975.
k) Convenio Europeo para la Protección de las Personas en relación al Trata-
miento Automatizado de Datos de Carácter Personal de 1981.
l) Convención contra la Tortura de 1985.
m) Convención sobre los derechos del niño de 1989.
n) Diversas declaraciones relativas a los derechos, igualdad y protección de las
personas con discapacidad o con dependencia, aprobados por la Asamblea Gene-
ral de las Naciones Unidas
ñ) Convenio número 87 de la Conferencia Internacional de Trabajo de 1948 y
diversos Convenios de la Organización Internacional del Trabajo (núm. 98, 100,
111, 117, 135 y otros).
o) Estatuto de la Corte Penal Internacional de 1998.
84 Javier Tajadura Tejada

p) Convenio relativo a los derechos humanos y la biomedicina de 1997.


q) La Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, incorporada por
remisión al Tratado de Lisboa de 2009.
Todas estos Tratados, en tanto han sido ratificados por España, una vez publi-
cados oficialmente, —en virtud de lo dispuesto en el artículo 96 de la Constitu-
ción— forman parte del ordenamiento jurídico. Algunos autores consideran, por
ello, que nos encontramos ante un precepto superfluo. Esto supone desconocer
el verdadero alcance de la cláusula que nos ocupa. El constituyente, mediante el
artículo 10. 2, atribuye a los Tratados Internacionales sobre derechos humanos
ratificados por España una posición y un valor superiores y muy diferentes de la
que se desprende de la fuerza pasiva que poseen el resto de Tratados en virtud del
mencionado artículo 96.
Por otro lado, se advierte también que esos Tratados contienen una regulación
de los derechos mucho más general y limitada que la establecida en la Constitu-
ción. Ahora bien, siendo todo ello cierto, es obvio que el artículo 10. 2 no puede
ser utilizado en ningún caso para llevar a cabo una interpretación restrictiva de
nuestra tabla de derechos. “El problema —escribe Torres del Moral— nunca nos
llevaría al disparate de tener que interpretar y aplicar restrictivamente las ga-
rantías constitucionales. Dichos textos internacionales, al tiempo que fijan esos
mínimos, estimulan a los Estados-parte a la superación de los mismos, poniendo
el ideal en la plenitud del Estado de Derecho y de la democracia”.
Con todo, esta remisión tampoco confiere rango constitucional a los derechos
no reconocidos en la Constitución, por lo que tampoco podría ser invocada para
ampliar nuestra tabla de derechos. ¿Cuál es entonces el significado y alcance del
10. 2?
En primer lugar, conviene advertir que el artículo 10. 2 supone una muy no-
table excepción al principio general de interpretación de las normas de confor-
midad con la Constitución. En materia de derechos, la Constitución se inserta
en un concreto contexto supra e internacional (STC 62/1982) y, en este ámbito,
“es la Constitución la que ha de interpretarse conforme a normas que en nuestro
sistema de fuentes tienen rango inferior y orientarse por la jurisprudencia recaída
sobre ellas” (Torres del Moral). En virtud del art. 10. 2 CE, los tratados mencio-
nados son criterio interpretativo de los derechos reconocidos en la Constitución.
Y lo son, no sólo en la versión que tuvieran en el momento de la aprobación de la
Constitución, sino también en su versión futura.
El Tribunal Constitucional ha advertido que “la interpretación a que alude el
citado artículo 10. 2 del texto constitucional no convierte a tales tratados o acuer-
dos internacionales en canon autónomo de validez de las normas y actos de los
poderes públicos desde la perspectiva de los derechos fundamentales. Si así fuera,
sobraría la proclamación constitucional de tales derechos, bastando con que el
Los derechos fundamentales y sus garantías 85

constituyente hubiera efectuado una remisión a las Declaraciones internaciona-


les (…) Por el contrario, realizada la mencionada proclamación, no puede haber
duda de que la validez de las disposiciones y actos impugnados en amparo debe
medirse sólo por referencia a los preceptos constitucionales (…) siendo los textos
y acuerdos internacionales del artículo 10. 2 una fuente interpretativa que contri-
buye a la mejor identificación del contenido de los derechos cuya tutela se pide a
este Tribunal (STC 64/91)”. Es decir, por la vía del artículo 10. 2 no se puede dar
rango constitucional a los derechos y libertades internacionalmente proclamados
si no están también consagrados en nuestra Constitución (STC 36/91).
El artículo 10. 2 no amplía, por tanto, la tabla de derechos, sino que señala
al intérprete —con carácter vinculante— un criterio hermenéutico para resolver
dudas sobre el significado y alcance de las normas declarativas de derechos. Pero
para poder acudir a él, esto es, para poder interpretar según los Tratados una
norma declarativa de derechos es preciso que esta exista. Es decir, no cabe acudir
al Derecho Internacional para la interpretación de un derecho que no existe en
nuestro ordenamiento. Así por ejemplo, el de autodeterminación de los pueblos.
En definitiva, si como venimos explicando interpretar es concretar, no cabe
duda de que el legislador no ha de guiarse sólo por su propia comprensión del
Texto Constitucional sino que ha de partir también de la concreción llevada a ca-
bo por los Tratados Internacionales y por la jurisprudencia existente sobre ellos.
Las normas —y jurisprudencia— internacionales sobre derechos fundamentales
concretan el significado y alcance de los mismos, y esa concreción se impone al
legislador nacional. Así lo ha entendido el Tribunal Constitucional al afirmar que
“en la práctica este contenido (el de los Tratados) se convierte en cierto modo
en el contenido constitucionalmente declarado de los derechos y libertades que
enuncia el capítulo segundo del título I de nuestra Constitución” (STC 36/1991).
Establecido esto, no creemos que el 10. 2 sea, en modo alguno, un precepto su-
perfluo. Su verdadero valor reside en la apelación al diálogo jurisdiccional con las
Cortes Internacionales de Derechos y, de forma especial y singular, con el Tribunal
Europeo de Derechos Humanos. Por efecto del artículo 10. 2 la jurisprudencia
del Tribunal de Estrasburgo inspira y guía la de nuestro Tribunal Constitucional,
que no podría apartarse de ella o contradecirla. El Tribunal Constitucional ha
reconocido que la remisión “autoriza y aun aconseja referirse, para la búsqueda
de estos criterios (de interpretación de los derechos), a la doctrina sentada por el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos” (SSTC 36/84, 123/87, 303/93, 147/99
y 119/2001). La doctrina considera, por ello, que el precepto que nos ocupa cons-
titucionaliza el acervo doctrinal y jurisprudencial resultante de la interpretación
efectuada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos del Convenio de 1950.
La Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea es —junto con el
ya mencionado Convenio Europeo de Derechos Humanos— el más importante
86 Javier Tajadura Tejada

parámetro hermenéutico de las normas constitucionales internas sobre derechos y


libertades. El legislador orgánico en el articulado de la LO 1/2008, de 30 de julio, por
la que se autorizó la ratificación por España del Tratado de Lisboa se hizo eco de ello
y en el artículo 2 dispuso: “A tenor de lo dispuesto en el párrafo segundo del artículo
10 CE y en el apartado 8 del artículo 1 del Tratado de Lisboa, las normas relativas
a los derechos y libertades que la Constitución reconoce se interpretarán también de
conformidad con lo dispuesto en la Carta de Derechos Fundamentales”.
El Tribunal Constitucional ha ratificado este valor hermenéutico. En este sen-
tido cabe señalar la STC 37/2011 en la que otorgó el amparo por lesión del de-
recho a la integridad física (art. 15 CE) en un caso en el que no se proporcionó
al paciente de una intervención la información necesaria para satisfacer su dere-
cho a prestar un consentimiento debidamente informado. El fallo se fundamentó
parcialmente en que el art. 3 de la Carta, que reconoce el derecho a la integridad
física y psíquica, dispone en su apartado 2 que, “en el marco de la medicina y la
biología se respetarán en particular: el consentimiento libre e informado de la
persona de que se trate, de acuerdo con las modalidades establecidas en la ley”.
El Tribunal comienza su argumentación recordando que “el art. 15 CE no con-
tiene una referencia expresa al consentimiento informado, lo que no implica que
este instituto quede al margen de la previsión constitucional de protección de la
integridad física y moral”, y ello porque “para determinar las garantías que, desde
la perspectiva del art. 15 CE, se imponen a toda intervención médica que afecte a
la integridad corporal del paciente, podemos acudir, por una parte, a los tratados
y acuerdos en la materia ratificados por España, por el valor interpretativo de las
normas relativas a los derechos fundamentales y libertades públicas que les reco-
noce el art. 10.2 CE (por todas, STC 6/2004, de 16 de enero, FJ 2), y, por otra,
a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que también ha de
servir de criterio interpretativo en la aplicación de los preceptos constitucionales
tuteladores de los derechos fundamentales, de acuerdo con el mismo art. 10.2 CE,
según tenemos declarado, entre otras muchas, en las SSTC 303/1993, de 25 de
octubre, FJ 8, y 119/2001, de 24 de mayo, FJ 5, para concluir con el examen de la
regulación legal encargada de plasmar esas garantías”. Dicho esto señala expresa-
mente que “entre esos elementos hermenéuticos encontramos, en primer lugar, la
Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, aprobada en Niza el
7 de diciembre de 2000, y reconocida —tal como fue adaptada el 12 de diciembre
de 2007 en Estrasburgo— con el mismo valor jurídico que los Tratados por el art.
6.1 del Tratado de la Unión Europea (Tratado de Lisboa de 13 de diciembre de
2007, en vigor desde el 1 de diciembre de 2009)”. El art. 3 de la Carta reconoce
el derecho de toda persona a la integridad física y psíquica, obligando a respetar,
en el marco de la medicina y la biología “el consentimiento libre e informado de
la persona de que se trate, de acuerdo con las modalidades establecidas por la
ley”. El Tribunal concluye su argumentación afirmando que “de acuerdo con lo
Los derechos fundamentales y sus garantías 87

expuesto, podemos avanzar que el consentimiento del paciente a cualquier inter-


vención sobre su persona es algo inherente, entre otros, a su derecho fundamental
a la integridad física, a la facultad que éste supone de impedir toda intervención
no consentida sobre el propio cuerpo, que no puede verse limitada de manera
injustificada como consecuencia de una situación de enfermedad”.

10. LOS LÍMITES DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES


“La libertad —escribe Torres del Moral— es la regla en un Estado democrático
de Derecho; su limitación es la excepción y, como tal, debe estar sólidamente jus-
tificada, hacerse por ley y respetar el contenido esencial del derecho en cuestión”.
La reserva de ley y el respeto al contenido esencial de los derechos como garantía
de estos, serán estudiados en el capítulo siguiente. Nos importa examinar ahora el
significado de los límites de los derechos.
El Tribunal Constitucional ha tenido siempre presente que los límites a los
derechos revisten un carácter de excepción: “Cuando se coarta el libre ejercicio
de los derechos reconocidos por la Constitución —afirma el Alto Tribunal— el
acto es tan grave que necesita encontrar una especial causalización y el hecho o el
conjunto de hechos que lo justifican deben explicitarse con el fin de que los des-
tinatarios conozcan las razones por las cuales su derecho se sacrificó y cuáles son
los intereses a los que se sacrificó. De este modo, la motivación no es sólo una ele-
mental cortesía, sino un riguroso requisito del acto de sacrificio de los derechos”.
(SSTC 26/81, 62/82, 13/85, 72/86, 59/95, 170/96, 67/97).
Las razones que explican y justifican las limitaciones de los derechos son fácil-
mente comprensibles. Los derechos fundamentales se insertan en el ordenamiento
jurídico como derechos públicos subjetivos respecto de todas las personas o ciu-
dadanos, según los casos, en condiciones de igualdad. La necesaria protección de
los derechos de una persona puede exigir la limitación de los derechos de otra. En
este sentido Solozábal recuerda que “la idea del hombre cuya dignidad se protege
y de la que parte el constituyente no es la correspondiente a un ser aislado o mó-
nada social, sino ligado, por decirlo así, a la convivencia en sociedad, obligado,
por tanto, al respeto a la ley y a los derechos de los demás, vinculación de la que
no se sigue una perturbación o daño de su personalidad, sino antes bien su cum-
plimiento y desarrollo cabal”.
Todos los derechos tienen unos límites que, en unos casos, la propia Cons-
titución explicita, y, en otros, derivan de manera indirecta de ella, en tanto son
necesarios para proteger o preservar no solamente otros derechos, sino también
otros bienes constitucionalmente protegidos (STC 2/1982). Los derechos —afir-
ma el Tribunal Constitucional— se mueven dentro de un perímetro cuyos límites
88 Javier Tajadura Tejada

conforman los demás derechos y los derechos de los demás, así como el interés ge-
neral y las normas penales. Pero no pueden ser subordinados, sin más, a cualquier
fin social: “ha de tratarse de fines sociales que constituyan en sí mismos valores
constitucionalmente reconocidos y la prioridad ha de resultar de la propia Cons-
titución”. (STC 22/84). El propio artículo 10. 1 establece, en este sentido, que el
respeto a la ley y a los derechos de los demás son también, junto a la dignidad de
la persona, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la
personalidad, “fundamento del orden político y de la paz social”.
Como hemos visto, la única fuente válida para la creación de un derecho fun-
damental es la propia Constitución. Sin embargo, en su configuración colaboran
otras fuentes, singularmente, las leyes y los tratados internacionales, y la juris-
dicción —tanto ordinaria como constitucional— que es quien define, en última
instancia, el significado, contenido y alcance de cada uno de los derechos. Los
poderes legislativo y judicial llevan a cabo esa tarea de configuración dentro del
marco que la propia Constitución establece para la delimitación de los derechos.
Aunque sólo en algunos casos la Constitución se refiere de forma expresa a
los límites de los derechos, todos ellos plantean la necesidad de precisar su ám-
bito de protección y de determinar las condiciones de su ejercicio. En definitiva,
de delimitarlos. Delimitar significa determinar o fijar con precisión los límites de
una cosa. En ese sentido delimitación y limitación son términos equivalentes. Los
límites de los derechos pueden ser de dos tipos: explícitos o implícitos.
Los límites explícitos son aquellos que, o bien aparecen incorporados a la de-
finición misma del derecho, o bien se añaden a aquella como tales límites. Así por
ejemplo:
a) El artículo 20.4 establece el respeto al honor, a la intimidad personal y fami-
liar, a la propia imagen y la protección de la juventud y de la infancia como límites
frente a las libertades de expresión y de comunicación.
b) El artículo 16. 1 dispone como límite de la libertad ideológica y de culto el
mantenimiento del orden público protegido por la ley.
c) En el mismo orden de consideraciones, la mendacidad es un límite al dere-
cho a comunicar información (art. 20. 1 d).
d) El porte de armas o la conducta no pacífica es un límite del derecho de reu-
nión (art. 21. 1);.
e) El interés particular es un límite para el derecho de fundación (art. 34. 1).
f) El delito flagrante es un límite a la inviolabilidad del domicilio (art. 18.2).
g) La persecución de fines o utilización de medios delictivos, o el carácter secre-
to o paramilitar son límites del derecho de asociación (art. 22. 2 y 5).
Los derechos fundamentales y sus garantías 89

Los límites implícitos de los derechos son todos aquellos derivados de la nece-
sidad de asegurar el respeto a los derechos de los demás así como los que tienen
por objeto preservar otros bienes constitucionalmente protegidos. En la mayor
parte de los casos en que se emplea esta noción, se hace para destacar esa ne-
cesidad de hacer compatible entre sí el goce de distintos derechos por parte de
diferentes sujetos y, de forma muy especial, para aludir a los límites que impone a
la libertad de expresión la preservación de los derechos a la intimidad y al honor
(SSTC 2/82 y 77/85).
Como consecuencia de todo lo anterior es un lugar común en la doctrina y
en la jurisprudencia de casi todas las cortes constitucionales afirmar que ningún
derecho fundamental puede tenerse por ilimitado o absoluto. Todos los derechos
estarían sujetos a limitaciones.
Ahora bien, frente a esta común afirmación, Torres del Moral sostiene, con
apoyo en la redacción literal de algunos preceptos constitucionales, por un lado,
y en las consecuencias últimas de la proclamación de la libertad como valor su-
perior del ordenamiento, por otro, que sí cabe hablar de la existencia de derechos
absolutos. Se refiere, concretamente, al menos a tres derechos. Reproducimos aquí
su razonamiento que compartimos plenamente: “La Constitución española afir-
ma algunas garantías con tal rotundidad y tal ausencia de distinciones que se
impone su concepción como absolutas. Así ocurre con el derecho a la integridad
física y psíquica, sin que en ningún caso pueda nadie ser sometido a tortura ni a
penas o tratos inhumanos o degradantes (art. 15), así como la no obligación de
declarar sobre la propia ideología, religión, o creencias (art. 16. 2). De otro lado,
aunque la Constitución ni siquiera repara en ello, o precisamente, por eso mismo,
la condición de hombre libre de todo ser humano que pise suelo español es tam-
bién un derecho absoluto; las medidas y penas de privación de libertad no reducen
a la esclavitud a quien las padece y no impiden totalmente el disfrute y ejercicio
de los derechos”.
Por otro lado, la prohibición de cualquier tipo de censura previa parece estar
formulada también en términos absolutos. El artículo 20. 1 CE reconoce y prote-
ge los derechos a la libertad de expresión, de creación científica, artística, técnica y
literaria, a la libertad de cátedra, y a comunicar y recibir libremente información.
Y en su apartado segundo dispone que “el ejercicio de estos derechos no puede
restringirse mediante ningún tipo de censura previa”. El Tribunal Constitucional
ha entendido que esto supone el rechazo sin excepción de “la intervención pre-
ventiva de los poderes públicos para prohibir o modular la publicación o emisión
de mensajes escritos o audiovisuales” (STC 176/1995), es decir, la prohibición de
“cualesquiera medidas limitativas de la elaboración o difusión de una obra del
espíritu, especialmente al hacerlas depender del examen oficial de su contenido,
y siendo ello así parece prudente estimar que la Constitución, precisamente por
lo terminante de su expresión, dispone eliminar todos los tipos imaginables de
90 Javier Tajadura Tejada

censura previa, aun los más débiles y sutiles” (STC 52/1983). Sin embargo, y a
diferencia de lo que ocurre con los derechos anteriormente mencionados, el art.
20 es susceptible de ser suspendido —como veremos— durante los estados de
excepción y sitio.
Finalmente, y aunque ya nos hemos referido a ello, es importante subrayar
que existen también límites claros para la propia limitación de los derechos fun-
damentales: “Es cierto que los derechos fundamentales no son absolutos, —ad-
vierte el Tribunal en una doctrina muy consolidada— pero no lo es menos que
tampoco puede atribuirse dicho carácter a los limites a que ha de someterse el
ejercicio de los mismos. Todas las normas relativas a tales derechos se integran en
un único ordenamiento inspirado por los mismos principios; y tanto los derechos
individuales como sus limitaciones, en cuanto éstas derivan del respeto a la Ley
y a los derechos de los demás, son igualmente considerados por el art. 10.1 de
la Constitución como ‘fundamento del orden político y de la paz social’. Se pro-
duce así, en definitiva, un régimen de concurrencia normativa, no de exclusión,
de tal modo que tanto las normas que regulan el derecho fundamental como las
que establecen límites a su ejercicio vienen a ser igualmente vinculantes y actúan
recíprocamente. Como resultado de esta interacción, la fuerza expansiva de todo
derecho fundamental restringe, por su parte, el alcance de las normas limitadoras
que actúan sobre el mismo; de ahí la exigencia de que los limites de los derechos
fundamentales hayan de ser interpretados con criterios restrictivos y en el sentido
más favorable a la eficacia y a la esencia de tales derechos” (STC 254/1988).
El principio de proporcionalidad cumple una función importante a la hora de
enjuiciar la legitimidad constitucional de las limitaciones de derechos y opera, en
este ámbito, en una triple dirección:
a) Las limitaciones que se establezcan en relación con cualquier derecho no
pueden obstruirlo más allá de lo razonable (SSTC 53/86 y 120/90).
b) Las medidas limitadoras han de ser adecuadas y razonables en orden a la
consecución del fin que se pretende, que ha de ser un fin constitucionalmente am-
parado (STC 62/82).
c) La restricción resultante del derecho ha de ser proporcional a la situación en
que se halle aquel a quien se impone, incluso en aquellos casos en los que los ti-
tulares de los derechos en cuestión se encuentren en una situación de las llamadas
de sujeción especial (SSTC 37/1989 y 120/1990).
El CEDH también prevé expresamente que la posibilidad de que el legislador
establezca determinadas limitaciones para derechos concretos en el ejercicio de su
libertad de configuración siempre que el fin perseguido esté constitucionalmente
justificado. Así, respecto a las libertades de expresión, el apartado 2 del artículo
10 señala: “El ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilida-
des, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o san-
Los derechos fundamentales y sus garantías 91

ciones previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad
democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad
pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud
o de la moral, la protección de la reputación o de los derechos ajenos, para impe-
dir la divulgación de informaciones confidenciales o para garantizar la autoridad
y la imparcialidad del poder judicial”. En parecidos términos, el apartado 2 del
artículo 11 relativo a las libertades de reunión y asociación, prevé la posibilidad
de adoptar restricciones por medio de la ley que, “constituyan medidas necesarias
en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la seguridad pública,
la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la
moral, o la protección de los derechos y libertades ajenos”.

11. EL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD


La finalidad del principio de proporcionalidad es evitar que el poder público
competente para aplicar los límites de un derecho fundamental en un caso concre-
to, vulnere el contenido esencial del mismo.
Con este principio se pretende garantizar que el límite cumpla su función (ne-
gar protección constitucional a una conducta que realmente no puede conside-
rarse incluida en el objeto de un derecho fundamental) y no se convierta en una
forma de disponer del derecho mismo.
“Conviene indicar, —afirma el Tribunal Constitucional— como se recordaba
en la STC 58/1998, que los derechos fundamentales reconocidos por la Constitu-
ción sólo pueden ceder ante los límites que la propia Constitución expresamente
imponga, o ante los que de manera mediata o indirecta se infieran de la misma al
resultar justificados por la necesidad de preservar otros derechos o bienes jurídica-
mente protegidos (SSTC 11/1981, 2/1982). Las limitaciones que se establezcan no
pueden obstruir el derecho fundamental más allá de lo razonable (STC 53/1986),
de donde se desprende que todo acto o resolución que limite derechos fundamen-
tales ha de asegurar que las medidas restrictivas sean necesarias para conseguir
el fin perseguido (SSTC 62/1982 y 13/1985), ha de atender a la proporcionalidad
entre el sacrificio del derecho y la situación en la que se halla aquél a quien se
le impone (STC 37/1989) y, en todo caso, ha de respetar su contenido esencial
(SSTC 11/1981, 196/1987, 120/1990, 137/1990 y 57/1994)” (STC 18/1999).
En parecidos términos, y en lo que es ya una doctrina consolidada, el Tribu-
nal subraya que “de conformidad con una reiterada doctrina de este Tribunal,
la constitucionalidad de cualquier medida restrictiva de derechos fundamentales
viene determinada por la estricta observancia del principio de proporcionalidad”.
(STC 14/2003).
92 Javier Tajadura Tejada

Para el Tribunal Constitucional, “la exigencia constitucional de proporciona-


lidad de las medidas limitativas de derechos fundamentales requiere, además de
la previsibilidad legal, que sea una medida idónea, necesaria y proporcionada en
relación con un fin constitucionalmente legítimo” (STC 169/2001).
En este sentido, “para comprobar si una medida restrictiva de un derecho fun-
damental supera el juicio de proporcionalidad, es necesario constatar si cumple
los tres siguientes requisitos o condiciones: si tal medida es susceptible de con-
seguir el objetivo propuesto (juicio de idoneidad); si, además, es necesaria, en el
sentido de que no exista otra medida más moderada para la consecución de tal
propósito con igual eficacia (juicio de necesidad); y, finalmente, si la misma es
ponderada o equilibrada, por derivarse de ella más beneficios o ventajas para el
interés general que perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto (juicio de
proporcionalidad en sentido estricto)” (STC 207/1996).
El juicio de proporcionalidad consta, por tanto, de tres fases:
a) Juicio de idoneidad: Consiste en determinar la adecuación o no de la medida
limitativa concreta al fin perseguido con la limitación impuesta al derecho funda-
mental. El primer canon del juicio de proporcionalidad exige precisar si la medida
es susceptible de lograr el fin que con ella se persigue. La idoneidad que se exige
es funcional. Es decir, no basta sólo con su idoneidad como medida restrictiva o
limitativa, sino que es preciso que la restricción tenga por objeto limitar el dere-
cho por la razón que justifica la existencia del límite.
b) Juicio de necesidad: Consiste en determinar si la medida limitativa resulta
o no imprescindible para alcanzar el fin que se persigue con la limitación del de-
recho. Es decir, verificar que no exista otro medio menos gravoso para lograr el
mismo fin.
c) Juicio de proporcionalidad en sentido estricto: Consiste en determinar que
el sacrificio exigido al derecho fundamental que se limita no resulta despropor-
cionado en relación con el concreto derecho, bien o interés jurídico que pretende
garantizarse con esa limitación. Ello se traduce en la exigencia de probar que el
daño de estos últimos es real y efectivo, y una vez probado esto que los sacrificios
exigidos a uno y otros están compensados.
Del principio de proporcionalidad así entendido, el Tribunal Constitucional ha
deducido una exigencia adicional de motivación de todos los actos de los poderes
públicos que apliquen límites a los derechos fundamentales. Adicional porque su-
pone un plus respecto al deber general de motivación de las sentencias u otro tipo
de actuaciones de los poderes públicos. Con arreglo a esta doctrina, el Tribunal
entiende que la falta de motivación de la medida restrictiva de un derecho funda-
mental supone vulneración del mismo (SSTC 151/1997, 177/1998).
Los derechos fundamentales y sus garantías 93

La motivación de la medida limitativa debe ser expresa puesto que sólo así
puede el Tribunal Constitucional controlar la correcta aplicación del principio de
proporcionalidad (STC 200/1997).
En definitiva, el principio de proporcionalidad opera como un importantísimo
canon de constitucionalidad de los actos de aplicación de la ley, concretamente de
todos aquellos que impliquen una limitación de un derecho fundamental. Ahora
bien, ¿puede utilizarse también como parámetro para enjuiciar la constituciona-
lidad de la ley?
El Tribunal Constitucional considera que “el principio de proporcionalidad
no constituye en nuestro ordenamiento constitucional un canon de constitucio-
nalidad autónomo cuya alegación pueda producirse de forma aislada respecto de
otros preceptos constitucionales”. Sin embargo —en el ámbito de los derechos
fundamentales— el Tribunal reconoce que “la desproporción entre el fin persegui-
do y los medios empleados para conseguirlo puede dar lugar a un enjuiciamiento
desde la perspectiva constitucional cuando esa falta de proporción implica un
sacrificio excesivo e innecesario de los derechos que la Constitución garantiza”
(STC 136/1999).
Con estas premisas el Tribunal ha aplicado a las leyes limitativas de derechos,
singularmente las leyes penales, el canon del principio de proporcionalidad. Por
su relevancia, reproducimos aquí el FJ 23 de la citada sentencia: “El juicio de pro-
porcionalidad respecto al tratamiento legislativo de los derechos fundamentales
y, en concreto, en materia penal, respecto a la cantidad y calidad de la pena en
relación con el tipo de comportamiento incriminado, debe partir en esta sede de
la potestad exclusiva del legislador para configurar los bienes penalmente prote-
gidos, los comportamientos penalmente reprensibles, el tipo y la cuantía de las
sanciones penales, y la proporción entre las conductas que pretende evitar y las
penas con las que intenta conseguirlo. En el ejercicio de dicha potestad el legis-
lador goza, dentro de los límites establecidos en la Constitución, de un amplio
margen de libertad que deriva de su posición constitucional y, en última instancia,
de su específica legitimidad democrática (…). De ahí que, en concreto, la relación
de proporción que deba guardar un comportamiento penalmente típico con la
sanción que se le asigna será el fruto de un complejo juicio de oportunidad que no
supone una mera ejecución o aplicación de la Constitución, y para el que ha de
atender no sólo al fin esencial y directo de protección al que responde la norma,
sino también a otros fines legítimos que pueda perseguir con la pena y a las diver-
sas formas en que la misma opera y que podrían catalogarse como sus funciones o
fines inmediatos a las diversas formas en que la conminación abstracta de la pena
y su aplicación influyen en el comportamiento de los destinatarios de la norma
—intimidación, eliminación de la venganza privada, consolidación de las con-
vicciones éticas generales, refuerzo del sentimiento de fidelidad al ordenamiento,
resocialización, etc.— y que se clasifican doctrinalmente bajo las denominaciones
94 Javier Tajadura Tejada

de prevención general y de prevención especial. Estos efectos de la pena dependen


a su vez de factores tales como la gravedad del comportamiento que se pretende
disuadir, las posibilidades fácticas de su detección y sanción y las percepciones
sociales relativas a la adecuación entre delito y pena”.
El Tribunal reconoce expresamente que, en este campo, el margen de libertad
del legislador es muy amplio: “El juicio que procede en esta sede de amparo, en
protección de los derechos fundamentales, debe ser por ello muy cauteloso. Se
limita a verificar que la norma penal no produzca un patente derroche inútil de
coacción que convierte la norma en arbitraria y que socava los principios elemen-
tales de justicia inherentes a la dignidad de la persona y al Estado de Derecho”
(STC 55/1996, fundamento jurídico 8º) o una “actividad pública arbitraria y no
respetuosa con la dignidad de la persona” (STC 55/1996, fundamento jurídico 9º)
y, con ello, de los derechos y libertades fundamentales de la misma. Lejos (pues)
de proceder a la evaluación de su conveniencia, de sus efectos, de su calidad o
perfectibilidad, o de su relación con otras alternativas posibles, hemos de reparar
únicamente, cuando así se nos demande, en su encuadramiento constitucional. De
ahí que una hipotética solución desestimatoria ante una norma penal cuestionada
no afirme nada más ni nada menos que su sujeción a la Constitución, sin implicar,
por lo tanto, en absoluto, ningún otro tipo de valoración positiva en torno a la
misma”.
Con esas premisas el Tribunal formula la siguiente doctrina sobre el principio
de proporcionalidad como canon de constitucionalidad de las normas penales:
“Cabe afirmar la proporcionalidad de una reacción penal cuando la norma per-
siga la preservación de bienes o intereses que no estén constitucionalmente pros-
critos ni sean socialmente irrelevantes, y cuando la pena sea instrumentalmente
apta para dicha persecución. La pena, además, habrá de ser necesaria y, ahora
en un sentido estricto, proporcionada. En suma, según hemos reiterado en otras
resoluciones, especialmente en la STC 66/1995, fundamentos jurídicos 4º y 5º,
para determinar si el legislador ha incurrido en un exceso manifiesto en el rigor
de las penas al introducir un sacrificio innecesario o desproporcionado, debemos
indagar, en primer lugar, si el bien jurídico protegido por la norma cuestionada o,
mejor, si los fines inmediatos y mediatos de protección de la misma, son suficiente-
mente relevantes, puesto que la vulneración de la proporcionalidad podría decla-
rarse ya en un primer momento del análisis “si el sacrificio de la libertad que im-
pone la norma persigue la prevención de bienes o intereses no sólo, por supuesto,
constitucionalmente proscritos, sino ya, también, socialmente irrelevantes” (STC
55/1996, fundamento jurídico 7º; en el mismo sentido, STC 111/1993, fundamen-
to jurídico 9º). En segundo lugar deberá indagarse si la medida era idónea y nece-
saria para alcanzar los fines de protección que constituyen el objetivo del precepto
en cuestión. Y, finalmente, si el precepto es desproporcionado desde la perspectiva
de la comparación entre la entidad del delito y la entidad de la pena. Desde la
Los derechos fundamentales y sus garantías 95

perspectiva constitucional sólo cabrá calificar la norma penal o la sanción penal


como innecesarias cuando, “a la luz del razonamiento lógico, de datos empíricos
no controvertidos y del conjunto de sanciones que el mismo legislador ha estima-
do necesarias para alcanzar fines de protección análogos, resulta evidente la ma-
nifiesta suficiencia de un medio alternativo menos restrictivo de derechos para la
consecución igualmente eficaz de las finalidades deseadas por el legislador” (STC
55/1996, fundamento jurídico 8º). Y sólo cabrá catalogar la norma penal o la san-
ción penal que incluye como estrictamente desproporcionada “cuando concurra
un desequilibrio patente y excesivo o irrazonable entre la sanción y la finalidad
de la norma a partir de las pautas axiológicas constitucionalmente indiscutibles y
de su concreción en la propia actividad legislativa” (STC 161/1997, fundamento
jurídico 12; en el mismo sentido STC 55/1996, fundamento jurídico 9º)”.
La referida doctrina del Tribunal Constitucional supone, en todo caso, una
reducción del margen de libertad del legislador para limitar los derechos funda-
mentales. Por esta razón, una parte de la doctrina la crítica. A ello se añade la
consideración de que el principio que nos ocupa es, en puridad, un canon para la
aplicación de límites pero no para la creación de los mismos.
En nuestra opinión, la vinculación positiva del legislador a los derechos fun-
damentales reduce por sí misma su margen de actuación. Por ello, no puede elegir
cualquier tipo de límites a los derechos. En esa vinculación positiva va implícita
la exigencia de que los límites que se establezcan respeten el principio de propor-
cionalidad.

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Capítulo II
Las garantías de los derechos

1. INTRODUCCIÓN
Un derecho vale jurídicamente lo que valen sus garantías. Desde los inicios del
régimen constitucional se tuvo conciencia de que no bastaba con proclamar las
libertades sino que era preciso también asegurarlas. Desde esta óptica, García-He-
rrera ha advertido que las garantías “nos muestran la sinceridad del ordenamien-
to”. Por ello, todos los Textos Constitucionales incluyen, junto a las declaraciones
de derechos, las garantías tendentes a dotarlos de efectividad.
Por lo que se refiere a la Constitución española de 1978, podemos afirmar que
su actitud garantista de los derechos y libertades es uno de sus rasgos más destaca-
dos. “Esto no significa —explica Torres del Moral— que haya en la Constitución
un sistema perfilado de garantías; lo que hay en ella es más bien una acumulación
de garantías”.
El derecho comparado nos muestra que las garantías establecidas por los Esta-
dos constitucionales son muy variadas. Desde el punto de vista de su naturaleza
jurídica pueden clasificarse en garantías normativas, jurisdiccionales e institucio-
nales.
a) Garantías normativas: Por regla general, todos los Estados democráticos
exigen que sea la ley la que regule el ejercicio de los derechos y fije sus límites. En
España, como ya sabemos, la ley debe respetar el contenido esencial del derecho
y, además, habrá de revestir el carácter de orgánica —cuya aprobación, y modifi-
cación exige mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados— si regula alguno
de los derechos fundamentales recogidos en la sección primera del capítulo II del
Título I. En este capítulo nos ocuparemos tanto de la reserva de ley como del
respeto al contenido esencial como garantías normativas de los derechos funda-
mentales.
b) Garantías jurisdiccionales: El derecho a la tutela judicial efectiva es la garan-
tía jurisdiccional genérica y se configura como un derecho que se establece como
garantía de todos los demás. Así, el artículo 24 de nuestra Constitución reconoce
el derecho de acceso a la jurisdicción en defensa de derechos propios e incluye
también varias garantías que presiden el desarrollo del proceso, tales como la
presunción de inocencia, la asistencia letrada, la prohibición de dilaciones indebi-
das, la necesaria fundamentación en derecho de la sentencia que ponga término al
98 Javier Tajadura Tejada

proceso, etc. Las garantías jurisdiccionales de los derechos serán por ello también
examinadas en este capítulo.
A la garantía ofrecida por el Poder Judicial, se añade la proporcionada por el
Tribunal Constitucional a través del recurso de amparo —que será abordada en
el capítulo tercero de esta obra—; y también, la que ofrece el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos en el orden internacional.
c) Garantías institucionales. Suele ser común también en los Estados Constitu-
cionales, el establecimiento de instituciones cuyo cometido exclusivo o principal
es la defensa o protección de los derechos constitucionales. Entre estas y por lo
que se refiere a nuestro ordenamiento cabe señalar las dos siguientes: el Defensor
del Pueblo (art. 54) y el Ministerio Fiscal (art. 124). En este capítulo nos ocupa-
remos de ambas.

2. LAS GARANTÍAS NORMATIVAS DE LOS DERECHOS


2.1. La reserva de ley
La ley no es fuente de los derechos —los derechos fundamentales preexisten al
legislador—, ni los crea ni puede desarrollarlos o regularlos con absoluta libertad,
pero desempeña una función esencial en su configuración. A la ley le corresponde
la tarea de definir con precisión los elementos objetivos y subjetivos del derecho,
así como establecer aquellas limitaciones necesarias para hacerlos compatibles
entre sí o para preservar otros bienes jurídicos.
La configuración de los derechos fundamentales está reservada a la ley en dos
preceptos distintos: los artículos 53. 1 y 81 de la Constitución.
El primero de ellos reserva a la ley ordinaria “que en todo caso habrá de respe-
tar su contenido esencial” la “regulación del ejercicio” de los derechos; el segundo
reserva a la ley orgánica su “desarrollo”. La primera de estas categorías engloba
a la segunda. El desarrollo es por tanto una especie dentro del más amplio género
de la regulación. Pero ¿cómo distinguir la especie del género? ¿Cuál es el criterio
que nos permite distinguir cuando estamos, específicamente, ante una norma de
desarrollo? La doctrina no ha sido capaz de formular una respuesta clara a este
interrogante.
El Tribunal Constitucional se ha enfrentado a este problema, y no ha podido
eludir la mencionada distinción, en aquellos casos en los que la impugnación de
la ley se ha basado precisamente en el hecho de que no revistiera el carácter de
orgánica, cuando —a juicio de los recurrentes— debiera hacerlo. La doctrina del
Tribunal sobre el particular persigue el propósito de restringir al máximo el ám-
bito de la reserva de ley orgánica. Partiendo de que la reserva de ley orgánica es
Los derechos fundamentales y sus garantías 99

una protección frente al legislador ordinario y, en consecuencia, se configura co-


mo una excepción al principio democrático, el Tribunal entiende que, como toda
excepción, ha de ser interpretada restrictivamente. Esta interpretación restrictiva
de la reserva de ley orgánica conduce a limitar su alcance. Para el Alto Tribunal “si
es cierto que hay materias reservadas a la ley orgánica, también lo es que las leyes
orgánicas están reservadas a esas materias y que por tanto, sería disconforme con
la Constitución la ley orgánica que invadiera materias reservadas a la ley ordina-
ria” (STC 5/81). Por lo que se refiere a los derechos fundamentales, el Tribunal
entiende que la reserva de ley orgánica para el desarrollo de los derechos funda-
mentales es aplicable sólo a los enumerados en la Sección Primera del Capítulo II,
aunque no a todos ellos (SSTC 76/83 y 160/87); que no incluye cualquier norma
que de una u otra forma afecte a tales derechos sino sólo aquéllas que tienen como
finalidad inmediata el desarrollo directo del derecho, el establecimiento de su ré-
gimen jurídico propio, e incluso mediante una interpretación aun más restrictiva,
no cualquier aspecto del derecho, sino la definición de sus elementos esenciales y
de sus límites (STC 132/89).
Como bien ha denunciado Rubio Llorente “la aparición sucesiva en el tiem-
po de estas determinaciones restrictivas, evidencia que no son producto de una
construcción teórica acabada, sino de una voluntad permanente de reducir en lo
posible el ámbito de la reserva de ley orgánica; una voluntad tan fuerte que no
duda en recurrir, cuando esas determinaciones parecen insuficientes a argumentos
difícilmente admisibles”.
El Tribunal olvida que la reserva de ley orgánica es un instrumento al servicio
de la prolongación del consenso constitucional sobre una materia —los derechos
fundamentales— que se configura como una de las decisiones constituyentes bá-
sicas. En ese sentido, cumple una función protectora de las minorías e impide
regular mediante mayorías simples el desarrollo de los derechos fundamentales.
Obviamente, la ley orgánica no puede cumplir esa doble función, —de prolonga-
ción del consenso y de protección de las minorías— en las Legislaturas en las que
un partido político dispone de mayoría absoluta.
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la referida voluntad restrictiva —al
margen del razonamiento teórico coherente que sería exigible— conduce al Tri-
bunal Constitucional a declarar que las normas procesales y las que establecen
la organización judicial no requieren la forma de ley orgánica puesto que no
deben ser consideradas como desarrollo del derecho a la tutela judicial efectiva
consagrado en el artículo 24 de la Constitución (SSTC 22/86 y 93/88). O que, —
causando similar asombro— las normas que establecen el régimen jurídico de la
radio y la televisión, pese a su evidente conexión con la libertad de expresión y de
información garantizadas en el artículo 20 tampoco deben ser incluidas dentro de
la reserva de ley orgánica (SSTC 12/82, 189/91, 31/94 y 127/94).
100 Javier Tajadura Tejada

En claro contraste con esas declaraciones —y en virtud además de un razona-


miento cuya inconsistencia puso de manifiesto el voto particular formulado por
el magistrado Díaz Emil— el Tribunal ha incluido toda la legislación penal en el
ámbito reservado al legislador orgánico. El Tribunal llega a esta conclusión —que
contrasta como digo con muchos de sus pronunciamientos notoria e injustificada-
mente restrictivos sobre el alcance de la reserva de ley orgánica— afirmando que
las penas privativas de libertad son desarrollo del derecho a la libertad personal.
De todo lo anterior se puede concluir, como hace Rubio Llorente que “el uso
que hasta ahora se ha hecho de la ley orgánica para la configuración de los dere-
chos, aunque más bien parco y en general razonable, no refleja una concepción
clara y es difícil adivinar las razones por las que en unos casos se ha preferido la
ley orgánica a la ordinaria y, en otros, por el contrario, se ha optado por esta”.
Las Leyes orgánicas sólo pueden emanar de las Cortes Generales, y son por
tanto siempre y necesariamente leyes dictadas por el poder central, mientras que
las leyes ordinarias reguladoras del ejercicio de derechos pueden ser tanto esta-
tales como regionales. Ahora bien, en virtud del reparto competencial existente
entre el Estado y las Comunidades Autónomas, estas apenas pueden incidir en
dicha regulación. La competencia estatal exclusiva para regular las condiciones
básicas “que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los
derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales” (art. 149.1.1 CE),
y la naturaleza misma de los derechos fundamentales que exige el trato igual de
todos los ciudadanos, reduce a aspectos muy marginales la posible participación
del legislador autonómico en la regulación del ejercicio de los derechos.
Las leyes ordinarias estatales habrán de ser también leyes de Cortes, pero nada
impide que la regulación del derecho se lleve a cabo mediante un Decreto legis-
lativo. Lo que sí prohíbe la Constitución es la promulgación de Decretos-Leyes
que afecten a los “derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el
Título I”. Sin embargo, la extraordinaria laxitud y flexibilidad con que el Tribunal
ha interpretado esta limitación ha reducido notablemente su alcance real.

2.2. El respeto al contenido esencial


En puridad, y como hemos visto, el único legislador de los derechos funda-
mentales es el legislador constituyente. Ahora bien, el legislador participa en el
desarrollo normativo de los preceptos constitucionales declarativos de derechos.
Se precisa “la colaboración internormativa” del legislador. En este sentido, los de-
rechos fundamentales se proyectan frente al legislador de tres formas: en primer
lugar, como interdicción, en cuanto determinan un ámbito material en el que el le-
gislador no puede entrar; en segundo lugar, como habilitación —con exclusión del
resto de poderes normativos del Estado (reserva de ley)— en cuanto le permiten
Los derechos fundamentales y sus garantías 101

delimitar y regular el contenido del derecho; finalmente, como mandato dirigido


al legislador para completar y hacer efectiva la obra del constituyente.
En nuestro ordenamiento, y singularmente en el artículo 53. 1, inciso segun-
do, primera parte, se recogen en una sola cláusula los dos elementos básicos de
esa relación de colaboración internormativa: las posibilidades y los límites. “Sólo
por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse
el ejercicio de tales derechos y libertades”. El legislador constituyente habilitó
así al legislador para regular el ejercicio de los derechos fundamentales, con la
condición de que respetara siempre y en todo caso “el contenido esencial de los
mismos”.
La noción de “contenido esencial” de los derechos tiene su origen en la doc-
trina alemana. Ignacio de Otto explicó tempranamente como la citada cláusula
constituye una recepción “dislocada”, esto es, producida fuera de contexto de
la garantía del contenido esencial del artículo 19. 2 de la Ley Fundamental de
Bonn. Y es que, efectivamente, en la Constitución alemana, esta garantía aparece
estrechamente vinculada a la posibilidad previa de una limitación de los distintos
derechos por parte del legislador, de tal modo que la garantía del contenido esen-
cial aparece como la garantía de un ‘límite de los límites. En ese contexto, resulta
lógico restringir el alcance de los límites que la Constitución permite, y establecer
que estos nunca puedan alcanzar al contenido esencial del derecho. En nuestro
caso, por el contrario, la referencia al contenido esencial como único límite a la
habilitación al legislador a la hora de regular el derecho podría tener una inciden-
cia negativa.
Ahora bien, al margen de la diferencia mencionada y cuya relevancia no puede
ser obviada, la determinación del significado y el contenido de la categoría “con-
tenido esencial” constituye el principal problema que debemos abordar. Para ello
debemos examinar, nuevamente, el derecho alemán. Allí, enfrentados desde hace
décadas a la dificultad de precisar el alcance de esta fórmula, distinguen entre una
concepción absoluta y otra relativa del contenido esencial.
Según la concepción absoluta, el derecho fundamental se contempla como una
estructura dividida en dos partes bien diferenciadas: por un lado, un núcleo duro
en el que el legislador nunca podría penetrar; y, por otro, un contenido de faculta-
des —vinculante sólo para los restantes poderes públicos— pero que el legislador
podría limitar o incluso suprimir al configurar el derecho.
La concepción relativista, por el contrario, contempla el derecho como una
estructura homogénea, en la que no es posible distinguir dos partes diferenciadas.
Por ello, los límites con los que se encuentra el legislador a la hora de configurar
el derecho no proceden del interior de este, sino de la relación entre él y otros
derechos o fines constitucionalmente protegidos.
102 Javier Tajadura Tejada

Ambas concepciones plantean una serie de problemas y dificultades. La con-


cepción absoluta exige definir, a priori, dentro de cada uno de los derechos, dos
partes diferenciadas, lo cual es una labor compleja y difícil. Además, su absolutis-
mo le lleva a prescindir de la concreta relación existente entre el derecho en cues-
tión y otros derechos. Finalmente, y esta es su principal debilidad, dejando a salvo
el contenido nuclear intangible, el legislador es libre de disponer sin restricciones
del resto de facultades inherentes al derecho. En última instancia, la paradoja que
plantea esta concepción del contenido esencial como garantía de los derechos es
que implica que el legislador no está vinculado por el contenido no esencial o
accidental del derecho, lo que le faculta para reducir su alcance, al configurarlo,
al mínimo. Naturalmente, todo dependerá de la amplitud que se atribuya a ese
núcleo intangible. Y de ello dependerá la efectividad real de esta garantía.
Esta concepción absoluta es la que ha seguido, desde sus inicios, el Tribunal
Constitucional. Para determinar cuál sea ese contenido esencial concebido como
núcleo intangible del derecho en el que el legislador no puede penetrar, el Alto Tri-
bunal ha seguido dos vías alternativas. La primera exige acudir a “la naturaleza
jurídica o modo de concebir o configurar cada derecho”; la segunda requiere “tra-
tar de buscar (…) los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de
los derechos subjetivos” (STC 11/81).
El primero de los métodos mencionados (criterio de la recognoscibilidad del
derecho) lleva al Tribunal a concluir que “constituyen el contenido esencial de un
derecho subjetivo aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para
que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito y sin las cuales
deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar a ser comprendido en otro, desna-
turalizándose (…) Todo ello referido al momento histórico de que en cada caso se
trata y a las condiciones inherentes en las sociedades democráticas”.
El segundo método (criterio de los intereses jurídicamente protegidos) permite
“hablar de una esencialidad del contenido del derecho para hacer referencia a
aquella parte del mismo que es absolutamente necesaria para que los intereses
jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efec-
tivamente protegidos (….) se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando
el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan
más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”.
Ambos métodos o expedientes, continúa el Tribunal en la referida sentencia
“no son alternativos, ni siquiera antitéticos, sino que, por el contrario, se pueden
considerar complementarios, de modo que (…) pueden ser conjuntamente utiliza-
dos para contrastar los resultados a los que, por una u otra se llega”.
Como con su habitual lucidez ha advertido Rubio Llorente, lo que realmente
sucede es que los dos supuestos caminos seguidos por el Alto Tribunal no son en
realidad sino uno que, en todo caso, lleva a definir el contenido esencial del de-
Los derechos fundamentales y sus garantías 103

recho recurriendo a categorías que no están en la Constitución. En realidad, no


puede ser de otra forma. Por ello resulta sugerente y esclarecedora la propuesta
de Jiménez Campo a favor de una concepción temporal —y no espacial— de lo
que sea el contenido esencial: “El contenido esencial no es un fragmento, núcleo
interno o reducto del derecho. Es lo que ha de permanecer vivo pese al paso del
tiempo; lo que persiste abierto al cambio, reconocible siempre, pero nunca idén-
tico a sí mismo. La ‘esencia’ del derecho —o el derecho sin más— es lo que ha
de mantenerse en el devenir, y su determinación, por tanto, no es indagación de
un arquetipo imperturbable o desvelamiento de lo oculto bajo lo accesorio o lo
contingente. El derecho fundamental se reconoce o no al enjuiciar la ley y en esto
consiste su defensa jurisdiccional: en examinar si la legislación de cada tiempo
puede verse como forma histórica del derecho que la Constitución creó. No se
trata, claro está, de un enjuiciamiento de contraste o de compatibilidad lógica en-
tre el enunciado legal y el constitucional, porque este último no describe apenas el
ámbito o la acción que garantiza. La declaración constitucional del derecho supo-
ne entonces, estrictamente, la apelación a una imagen de cultura que la tradición
jurídica, convocada por la Constitución, proporciona al intérprete”.
La comprensión temporal del contenido esencial presenta ventajas respecto a
la usual concepción espacial o topográfica. Por un lado, se evita la fragmentación
del derecho en un núcleo indisponible y resistente a todo cambio y una envoltura
o periferia disponible para el legislador. Por otro, se evita también concebir la
interpretación del derecho como un “ilusorio empeño de reproducir, a través de
un razonamiento indagador, la imagen acabada de un concepto fijado para todo
tiempo” (Jiménez Campo): “La pretendida fidelidad (…) a un arquetipo atempo-
ral de los derechos no sólo es engañosa y hermenéuticamente insostenible —el
intérprete no puede ‘salir’ nunca del presente— sino negadora, en lo práctico, de
aquello que la Constitución ha querido al referirse, precisamente, a una ‘esencia’
del derecho fundamental. Lo que la Constitución ha querido es hacer compatible
la permanencia del derecho mismo con la acción conformadora del legislador; de
los legisladores que, según la regla de la mayoría y conforme al principio pluralis-
ta, vayan sucediéndose”.
Aunque el Tribunal nunca ha abandonado la concepción absoluta del conte-
nido esencial, y la doctrina mencionada ha sido reiterada e invocada en multitud
de casos (SSTC 13/84 y 196/87), en algunas ocasiones, a partir de mediados de
los noventa pareció asumir una concepción relativista según la cual el contenido
esencial no puede ser fijado a priori, sino sólo como el resultado de un juicio sobre
el caso concreto. Así, por ejemplo, en relación al derecho de acceso a los cargos y
funciones públicas, el Tribunal sostuvo en 1994 que “este se impone en su conte-
nido esencial al legislador, de tal manera que no podrá (este) imponer restriccio-
nes a la permanencia en los mismos que, más allá de los imperativos del principio
104 Javier Tajadura Tejada

de igualdad (…) no se ordenen a un fin legítimo y en términos proporcionados a


dicha finalidad”. (SSTC 71/94 y 10/96)
En todo caso, es comprensible que el Tribunal, aun adoptando en ocasiones en-
foques relativistas, no prescinda de la concepción absoluta del contenido esencial
de los derechos. Al fin y al cabo, los peligros que encierra la concepción relativista
son enormes. “Si la determinación del núcleo intangible del derecho sólo puede
hacerse por relación a los derechos o fines legítimos que el legislador pretende
proteger al limitarlo, no cabe hablar en rigor de un contenido esencial, pues en
último término, si el fin perseguido lo exige, el derecho entero podrá ser sacrifica-
do” (Rubio Llorente).
Ello explica que, pese a sus insuficiencias y dificultades, la doctrina del Tribu-
nal Constitucional sobre el contenido esencial de los derechos se base en lo que
—siguiendo a la doctrina alemana— denominamos concepción absoluta. Las in-
suficiencias de esta concepción intentan superarse mediante el recurso al principio
de proporcionalidad.
Como hemos visto, la concepción relativista del contenido esencial de los dere-
chos se identifica con el resultado propio de la aplicación del principio de propor-
cionalidad. El principio conduce entonces a privar de sentido a la propia categoría
del contenido esencial. Por ello, el principio de proporcionalidad no puede ser
utilizado para sustituir a la noción del contenido esencial, pero sí puede y debe ser
empleado para superar las dificultades que dicha noción entraña.
El principio de proporcionalidad, como tal, no figura explícitamente en la
Constitución, aunque hay que entender que está implícito en la cláusula del Es-
tado de Derecho (STC 55/96). El Tribunal Constitucional ha renunciado a cons-
truir una dogmática del principio de proporcionalidad (la doctrina del Tribunal
al respecto ha sido expuesta en el capítulo anterior) y lo aplica como un principio
de validez universal siguiendo una práctica generalizada en la mayor parte de las
Cortes constitucionales de Europa y América. Según esta práctica, la aplicación
del principio de proporcionalidad supone llevar a cabo un juicio que se desarrolla
en tres fases:
a) en una primera fase se enjuicia la licitud constitucional del fin perseguido
con la limitación del derecho,
b) en la segunda se enjuicia la adecuación del medio escogido para conseguir el
fin que se pretende, esto es, la necesidad de recurrir a una limitación del derecho
para alcanzar ese fin,
c) y en una tercera fase, que es la que se conoce como juicio de proporcionali-
dad en sentido estricto, el juez compara la ganancia obtenida con la limitación del
derecho con la pérdida que dicha limitación comporta.
Los derechos fundamentales y sus garantías 105

Este esquema trifásico simplifica al máximo un método extremadamente com-


plejo. Como ha advertido Rubio Llorente, en cada una de las tres fases “el juez
ha de resolver con muy escaso apoyo en la Constitución”. Por lo que se refiere
a la primera de ellas, prácticamente no habrá ningún caso en el que el objeti-
vo perseguido por el legislador esté formulado en términos tales que permitan
concluir su ilicitud constitucional. La ilegitimidad del fin sólo podrá basarse en
consideraciones de oportunidad, esto es, en última instancia, en razones políti-
cas y no en argumentos jurídicos. En la segunda fase nos encontramos con un
problema similar puesto que será muy difícil para el juez demostrar que existen
otros medios alternativos para lograr el mismo fin y con la misma eficacia, pero
con menor coste para el derecho que se pretende limitar, que el medio escogido
por el legislador. Y, las dificultades se agigantan en la tercera fase “pues en los tres
pasos sucesivos en los que Alexy la descompone —escribe Rubio Llorente— lo
que el juez ha de determinar no es ya la licitud de la finalidad perseguida, sino
su importancia, para establecer después la importancia de la pérdida y ponderar
finalmente esas importancias, dividir la una por la otra para verificar si el cociente
es positivo o negativo”.
Todo ello explica que, pese al uso generalizado que de él se hace, el principio
haya sido objeto de múltiples críticas. Ahora bien, a pesar de ellas y como advierte
Rubio Llorente “no parece existir alternativa alguna al principio de proporciona-
lidad como vía para precisar el contenido intangible de los derechos en el caso
concreto”. Al mismo tiempo, estas insuficiencias del ordenamiento nos obligan a
revisar la concepción monista del Derecho. Y ello porque es en el ordenamiento
internacional —y concretamente en el ámbito del Consejo de Europa— donde
podemos y debemos encontrar las soluciones a los problemas planteados por la
necesidad de determinar cuál sea el núcleo intangible de los derechos fundamen-
tales.
Es en la teoría y la práctica de los derechos humanos en Europa donde los
juristas del siglo XXI, y entre ellos los jueces nacionales, debemos buscar los crite-
rios de validez de las limitaciones de los derechos. Por ello, la fórmula que emplea
la CEDH en los que enuncia derechos limitables es un buen punto de partida.
Las limitaciones de derechos son lícitas cuando son necesarias en una sociedad
democrática para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la
moral pública, o la protección de los derechos o libertades de los demás. A estas
finalidades se añaden en otros artículos, otros como el bienestar general, la inte-
gridad territorial, la prevención de los delitos, etc.
Al margen del enunciado de los fines concretos, lo relevante es que sólo son
admisibles para fundamentar la limitación de un derecho en la medida en que esta
sea necesaria para lograrlos en una sociedad democrática. Ahora bien, el único
modo que tiene el juez de conocer qué es una sociedad democrática es hacerlo a
través del estudio de sus respectivos ordenamientos jurídicos. Desde esta ópti-
106 Javier Tajadura Tejada

ca, el recurso al derecho comparado reviste una extraordinaria utilidad. Rubio


Llorente reconoce expresamente que para el Tribunal Constitucional “el derecho
comparado resulta (…) un instrumento indispensable para enjuiciar la validez de
las limitaciones de derechos”.

3. LAS GARANTÍAS JURISDICCIONALES


3.1. Las garantías jurisdiccionales como derechos
La Constitución ha elevado las garantías jurisdiccionales a la categoría de
derechos públicos subjetivos (STC 26/1987). Tal es el sentido del artículo 24:
“Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los Jueces y
Tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún
caso, pueda producirse indefensión. 2. Asimismo, todos tienen derecho al Juez
ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a
ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin
dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba
pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpa-
bles y a la presunción de inocencia. La ley regulará los casos en que, por razón de
parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos
presuntamente delictivos”.
Ahora bien, no todas las garantías jurisdiccionales están contenidas en el artí-
culo 24. Las encontramos también en los siguientes preceptos:
a) En el artículo 17 en relación con la detención preventiva.
b) En el artículo 18 que exige resolución judicial para los registros domici-
liarios y para la intervención de las comunicaciones privadas. La autorización
judicial está sometida a determinados requisitos por la Ley de Enjuiciamiento
Criminal. Según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, las posibles injeren-
cias de los poderes públicos en el derecho a la inviolabilidad del domicilio y al
secreto de las comunicaciones privadas, además de ser necesarias en una sociedad
democrática, deben estar previstas en la ley, y ésta debe fijar el alcance y las mo-
dalidades de las medidas, para que las personas puedan protegerse contra la ar-
bitrariedad. Con base en la jurisprudencia del TEDH, el Tribunal Constitucional
declaró inconstitucional el artículo 579 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal por
insuficientemente garantista.
c) En el artículo 20, que establece similar garantía —resolución judicial— para
el secuestro de publicaciones.
d) Y en el artículo 22 que requiere resolución judicial para la disolución y para
la suspensión de una asociación.
Los derechos fundamentales y sus garantías 107

Ahora bien, todas estas garantías se encuentran a su vez garantizadas por el


artículo 24. El artículo 24 arriba transcrito consta de dos partes, que deben ser
interpretadas conjuntamente (STC 9/1982). La segunda incluye las denominadas
garantías procesales como son el derecho al juez ordinario o la presunción de
inocencia, y todas las que conforman lo que se denomina el derecho al “debido
proceso”. La primera, por el contrario, se sitúa en un momento anterior al pro-
ceso judicial y tiene por objeto garantizar el acceso al mismo, es decir, que este
tendrá lugar. Ese es el significado del derecho a la tutela efectiva de los jueces y
tribunales. Los derechos de ambos apartados no pueden ser considerados aislada-
mente porque sin las garantías procesales del apartado segundo no sería posible
la tutela efectiva a la que se refiere el apartado primero, ni podría garantizarse
tampoco la ausencia de situaciones de indefensión. Así lo ha entendido, desde
sus primeras sentencias, el Tribunal Constitucional (SSTC 46/1982 y 179/1993)
si bien subrayando, igualmente, la sustantividad propia de los derechos que se
enuncian en ambos apartados y sin que la relación genérica que entre ellos media
autorice a desconocer la autonomía constitucional que los singulariza (SSTC 89
y 176/ 1985).
Por tanto, todas las garantías procesales tienen la naturaleza jurídica de de-
rechos. Así lo ha confirmado el Tribunal Constitucional al pronunciarse sobre la
presunción de inocencia: “Una vez consagrada constitucionalmente, la presun-
ción de inocencia ha dejado de ser un principio general del derecho que ha de in-
formar la actividad judicial (…) para convertirse en un derecho fundamental que
vincula a todos los poderes públicos y es de aplicación inmediata” (STC 31/1981).
El razonamiento es extensible al resto de garantías.
Las garantías que integran el “debido proceso” son aplicables, con carácter
general a toda clase de procesos, aunque algunas de ellas sólo pueden desplegar
sus efectos en el ámbito penal.
La faceta de derechos de prestación se ve notablemente acentuada en el caso
del derecho a la asistencia letrada, en el que la pasividad del procesado puede ser
suplida mediante el nombramiento de un abogado de oficio; o en el caso de la
gratuidad de las actuaciones judiciales si se dan las condiciones legales para ello.
Con estas premisas vamos a examinar el significado y alcance del derecho a la
tutela judicial efectiva.

3.2. El derecho a la tutela judicial efectiva


En el artículo 24 de la Constitución se reconoce, como acabamos de ver, todo
un conjunto de derechos —formulados como garantías procesales— tendentes a
que todas las personas puedan acudir a la jurisdicción para instar la defensa de
108 Javier Tajadura Tejada

sus derechos. Todos ellos conforman el denominado “derecho a la tutela judicial


efectiva” o “derecho a la jurisdicción”, y deben ser interpretados conjuntamente.
Encontramos preceptos similares en las Constituciones de nuestro entorno
(art. 24 de la Constitución italiana o artículos 19.4, 101.1 y 103. 1 de la Constitu-
ción alemana, por citar sólo dos ejemplos significativos). Reflejan la más reciente
evolución del constitucionalismo y expresan, en este sentido, una de sus señas de
identidad: la idea de que lo que verdaderamente importa para la garantía de los
derechos de la persona es, en última instancia, su protección procesal (Fix Za-
mudio). De todas las garantías estudiadas en este capítulo, la jurisdiccional es la
decisiva. Ello permite configurar al Poder Judicial, esencialmente, como el garante
de los derechos fundamentales.
El derecho a la tutela judicial efectiva ha transformado la acción, como institu-
ción procesal básica, en derecho a la jurisdicción, que cabe definir como derecho
de carácter instrumental que permite la defensa jurídica de los derechos e intereses
legítimos mediante un proceso garantizado y decidido por un órgano jurisdiccio-
nal (Almagro Nosete).
Presenta una doble faceta. Por un lado, se trata de un derecho instrumental
que hace posible que los derechos e intereses legítimos de las personas sean jurídi-
camente defendidos mediante un proceso debido, garantizado y decidido por un
órgano jurisdiccional. Ahora bien, además de esta faceta o dimensión instrumen-
tal, el derecho a la tutela judicial tiene una sustantividad propia como derecho
fundamental, porque se configura como un derecho previo al proceso con todas
las garantías frente a los órganos jurisdiccionales del Estado, cuya efectividad es
inmediata.
Por otro lado, el derecho a la tutela judicial no puede calificarse exclusivamen-
te ni como derecho de libertad, ni como derecho de prestación, pues participa
de las características de ambos. Como destaca Torres del Moral se trata de “un
derecho complejo y difícilmente catalogable como derecho de libertad o derecho
de prestación, pues seguramente es todo eso a la vez: derecho a una organización
jurisdiccional idónea para que pueda haber efectivamente libertad de acceso a
los jueces y tribunales y derecho a obtener un fallo de ellos”. Así lo ha entendido
también el Tribunal Constitucional (STC 26/1983).
Todo lo anterior explica que el artículo 24 sea el precepto constitucional que
más jurisprudencia ha generado, y el más invocado ante los tribunales ordinarios
y ante el mismo Tribunal Constitucional. Por ello ha sido calificado, con acierto,
como un “derecho estrella” en el firmamento constitucional español (Díez-Pica-
zo). Lo mismo ocurre con su equivalente en el Convenio Europeo de Derechos
Humanos (arts. 6 y 13).
La titularidad de este derecho corresponde tanto a las personas físicas como
jurídicas, ya sean estas últimas privadas o públicas, y no sólo a los ciudadanos, si-
Los derechos fundamentales y sus garantías 109

no también a los extranjeros cualquiera que sea su situación administrativa (STC


236/2007).
A la luz de la consolidada jurisprudencia constitucional sobre el significado y
alcance de los distintos derechos reconocidos en el artículo 24, vamos a ir exami-
nando el contenido del precepto. El derecho a la tutela judicial comprende, por un
lado, el derecho al libre acceso a la jurisdicción, el derecho a obtener un fallo de
los jueces y tribunales, a utilizar los recursos legalmente establecidos, y el derecho
a que el fallo se cumpla y, por otro, el derecho a un proceso con todas las garan-
tías que, a su vez, se integra por el derecho al juez ordinario predeterminado por
la ley, el derecho de defensa y asistencia letrada, el derecho a ser informado de la
acusación, el derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas, el derecho a
utilizar todos los medios de prueba pertinentes para la defensa, el derecho a no
declarar contra sí mismos y a no confesarse culpables y el derecho a la presunción
de inocencia.

a) El derecho al libre acceso a la jurisdicción


El derecho al libre acceso a la jurisdicción consiste en el derecho a que, para
la afirmación, defensa y sostenimiento de los derechos e intereses legítimos de la
persona, se abra y sustancie un proceso con todas las garantías (STC 22/1982).
Incluye por un lado, el derecho a ser parte en el proceso, y, por otro, el derecho a
promover en su marco la actividad jurisdiccional que desemboque en una deci-
sión sobre las pretensiones deducidas (STC 114/1984).
En cuanto derecho de configuración legal, su ejercicio entraña el deber de cum-
plir los presupuestos procesales legalmente establecidos (singularmente los rela-
tivos a la legitimación). Ahora bien, los requisitos para el acceso a la jurisdicción
deben interpretarse siempre de la forma más favorable (principio pro actione) pa-
ra el actor (STC 29/2010). El respeto al contenido esencial del derecho exige que
las causas de inadmisión sean interpretadas restrictivamente, y que el sistema pro-
cesal, en su conjunto, sea interpretado de modo antiformalista. En este sentido, la
doctrina del Tribunal Constitucional se caracteriza por el rechazo de los forma-
lismos enervantes (STC 117/1986). El Tribunal entiende que no puede acudirse
a aplicaciones o interpretaciones de las reglas y formas procesales que, aunque
pudieran acomodarse al tenor literal del texto normativo, resulten contrarias a su
espíritu o finalidad a la luz del artículo 24 de la Constitución. Las formas procesa-
les deben ser, evidentemente, respetadas, pero no toda irregularidad formal puede
erigirse en obstáculo insalvable para el acceso y la prosecución del proceso.
En todo caso, el derecho se satisface no sólo cuando el juez resuelve sobre el
fondo de las pretensiones de las partes sino también cuando inadmite una acción
en virtud de lo dispuesto en el ordenamiento, siempre que aplique una causa de
110 Javier Tajadura Tejada

inadmisión prevista en la ley, y esa aplicación no sea arbitraria y esté bien funda-
mentada.
En cuanto derecho de prestación —vinculado al principio y valor de la igual-
dad y a la cláusula de Estado social— el respeto a su contenido esencial exige que
el coste del proceso no pueda suponer nunca un obstáculo para acudir a la juris-
dicción. En este sentido, el artículo 119 de la Constitución dispone que “la justicia
será gratuita cuando así lo disponga la ley, y, en todo caso, respecto de quienes
acrediten insuficiencia de recursos para litigar”. El Tribunal Constitucional ha
destacado la relación existente entre el derecho a la asistencia jurídica gratuita de
quienes carecen de recursos para litigar y el derecho a la tutela judicial efectiva,
destacando el carácter instrumental de aquél respecto de este (STC 127/2005).
Aunque el derecho reconocido en el artículo 119 es también de configuración
legal, el Tribunal advierte que esa libertad de configuración no es absoluta puesto
que el segundo inciso del precepto establece un contenido constitucional indispo-
nible (STC 117/1998).

b) El derecho a obtener una resolución motivada sobre la pretensión deducida


El derecho a obtener un fallo no significa el de obtener una decisión acorde
con las pretensiones que se formulan, sino a que se dicte una resolución fundada
en Derecho, y siempre que se cumplan los requisitos procesales (STC 101/1997).
Además, aunque el contenido normal del derecho consista en obtener una resolu-
ción motivada sobre la pretensión deducida, el derecho también se satisface —co-
mo hemos visto— con una resolución de inadmisión (STC 8/2005).
Desde esta óptica, la obligación de motivar las sentencias prevista en el artí-
culo 120. 3 de la Constitución forma parte del contenido esencial del derecho
que nos ocupa. El Tribunal Constitucional ha destacado que la motivación de las
resoluciones judiciales cumple una triple finalidad: en primer lugar, garantizar la
posibilidad de control por parte de los órganos jurisdiccionales superiores; en se-
gundo lugar, lograr la convicción de las partes en el proceso sobre la corrección y
la justicia de la decisión; y, finalmente, mostrar públicamente el esfuerzo realizado
por el órgano jurisdiccional para garantizar una decisión carente de arbitrariedad
(STC 32/1996).
En este sentido, forma parte del contenido esencial del derecho a la tutela judi-
cial el derecho a obtener una resolución fundada en Derecho, motivada, razonada
y no arbitraria. Esto no puede entenderse como el derecho a un razonamiento
judicial exhaustivo y pormenorizado. No existe el derecho a una determinada ex-
tensión o a una determinada estructura de la motivación judicial (STC 14/1991).
El derecho se satisface siempre que la resolución judicial sea razonable, esto es, se
apoye en razones que permitan conocer los criterios y elementos en que se funda-
Los derechos fundamentales y sus garantías 111

menta, y que estas razones no sean ilógicas, contradictorias o vengan apoyadas


en errores patentes o en inexactitudes que invaliden el proceso lógico de la argu-
mentación (STC 107/1994).
El Tribunal Constitucional interpreta así el alcance de esta exigencia: “Tan sólo
podrá considerarse que la resolución judicial impugnada vulnera el derecho a la
tutela judicial efectiva cuando el razonamiento que la funda incurra en tal gra-
do de arbitrariedad, irrazonabilidad o error que, por su evidencia y contenido,
sean tan manifiestos y graves que para cualquier observador resulte patente
que la resolución de hecho carece de toda motivación o razonamiento” (STC
214/1999).
El derecho que nos ocupa incluye también la exigencia de la congruencia de
las sentencias. La congruencia exige adecuación lógica y jurídica entre la parte
dispositiva de la sentencia y los términos en que las partes han planteado sus
pretensiones. Existe incongruencia siempre que la sentencia contiene más de
lo pedido por las partes; o cuando contiene menos; o cuando resuelve sobre
cuestiones distintas a las planteadas; también cabe la incongruencia por error,
cuando “por error de cualquier género sufrido por el órgano judicial, no se
resuelve sobre la pretensión o pretensiones formuladas por las partes en la
demanda o sobre los motivos del recurso sino que equivocadamente se razona
sobre otra pretensión absolutamente ajena al debate procesal planteado, de-
jando al mismo tiempo aquella sin respuesta” (STC 3/2011).
El Tribunal Constitucional ha destacado que la congruencia es un requisito
ineludible para la debida prestación de la tutela judicial. Ahora bien, para que
la incongruencia pueda considerarse vulneradora del artículo 24 es preciso
que produzca indefensión. Ello supone —en el caso de incongruencia por ex-
ceso— que se ha realizado un pronunciamiento por parte del órgano judicial
sobre temas o materias no debatidos en el curso del proceso y respecto de los
cuales no se ha observado la necesaria contradicción procesal (STC 24/2010).
En los casos de incongruencia por omisión, esta debe referirse a cuestiones
que de haber sido consideradas en la decisión, hubieran podido determinar un
fallo distinto al pronunciado, pues de otro modo la falta de respuesta carecería
de relevancia material (STC 144/2007).
Naturalmente, en aplicación del iura novit curia el órgano judicial puede
basar sus decisiones en fundamentos jurídicos diferentes a los planteados por
las partes sin que ello suponga incongruencia alguna. Tampoco existe incon-
gruencia omisiva cuando la falta de respuesta judicial se refiere a pretensiones
cuyo examen está subordinado a la decisión que se adopte sobre otras cuestio-
nes planteadas en el proceso que, siendo de enjuiciamiento preferente, hagan
innecesario un pronunciamiento sobre aquellas (STC 204/2009).
112 Javier Tajadura Tejada

c) El derecho a utilizar los recursos legalmente establecidos


Salvo en el orden penal, no existe un derecho al recurso como derecho funda-
mental. El legislador dispone de un amplio margen de configuración para esta-
blecer los casos en los que procede y los requisitos para su formalización (STC
61/2011). Dentro de ese marco legal, el derecho a la tutela judicial comprende el
de utilizar los recursos ordinarios y extraordinarios que el ordenamiento prevé en
cada caso.
Esto quiere decir que —con la única excepción del orden jurisdiccional pe-
nal— no puede invocarse indefensión cuando no exista una instancia judicial
superior en la que pudiera ser combatido el presunto error cometido por un juez
de instancia (STC 322/1993).
Ahora bien, la inexistencia de todo recurso puede deparar responsabilidad del
Estado ante el TEDH. Así, España ha sido condenada varias veces por no tener es-
tablecida en todos los casos la doble instancia penal. Así ocurre con los miembros
del Congreso de los Diputados y del Senado aforados ante la Sala de lo Penal del
Tribunal Supremo, y contra cuyas sentencias no cabe ulterior recurso dentro del
ámbito de la jurisdicción ordinaria (el recurso de amparo ante el Tribunal Cons-
titucional es de distinta naturaleza). El Tribunal Constitucional considera que se
hace así en garantía de la independencia no sólo del Parlamento sino también
del Poder Judicial, “preservando así un cierto equilibrio de poderes” (SSTC 64 y
65/2001). Como denuncia Torres del Moral se trata de una explicación muy insa-
tisfactoria, teniendo en cuenta, además, que la situación descrita se agrava cuando
en la misma causa están imputados parlamentarios y personas que no reúnen tal
condición, quedando todas sujetas a una única instancia.
Por otro lado, la exigencia de congruencia —anteriormente analizada— se ex-
tiende también a las resoluciones que ponen fin a los recursos, y en este ámbito,
determina la interdicción de la llamada “reformatio in peius” o reforma peyorati-
va. Esta reforma supone que la posición jurídica de la parte procesal que presenta
el recurso resulta empeorada exclusivamente como consecuencia de dicho recur-
so, es decir, sin que medie impugnación directa o incidental de la contraparte y
sin que el empeoramiento sea debido a poderes de actuación de oficio del órgano
judicial (STC 310/2005). La prohibición de la “reformatio in peius” es un princi-
pio general del derecho procesal que forma parte del derecho a la tutela judicial
en tanto que es encuadrable dentro de la prohibición de indefensión. Según el
Tribunal Constitucional, la interdicción de la reformatio in peius es una proyec-
ción del principio de congruencia en el segundo grado jurisdiccional, que impide
al órgano judicial ad quem exceder los límites en que está planteado el recurso,
acordando una agravación de la sentencia impugnada que tenga origen exclusivo
en la propia interposición de este (STC 17/2000). Si se admitiera que los órganos
judiciales pueden modificar de oficio en perjuicio del recurrente la resolución por
Los derechos fundamentales y sus garantías 113

él impugnada —sostiene el Tribunal Constitucional— se introduciría un elemento


disuasorio para el ejercicio del derecho a los recursos legalmente establecidos que
resulta incompatible con la tutela judicial efectiva que están obligados a prestar
los órganos judiciales (STC 88/2008).

d) El derecho a la ejecución de las sentencias


El cumplimiento de las resoluciones judiciales es uno de los pilares sobre los
que se levanta el Estado de Derecho. En este sentido, el artículo 118 de la Cons-
titución dispone que “es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones
firmes de los Jueces y Tribunales, así como prestar la colaboración requerida por
estos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto”. El derecho a la
ejecución de las sentencias se configura, por tanto, como un elemento esencial
del derecho a la tutela judicial efectiva. En otro caso, las resoluciones judiciales
quedarían convertidas en meras declaraciones de intenciones, y el reconocimiento
de derechos que incorporan se vería privado de efectos. Dicho con otras palabras,
la tutela no sería efectiva.
Consciente de ello, el Tribunal Constitucional ha subrayado que el derecho a
la ejecución de las sentencias y otras resoluciones judiciales firmes forma parte
del contenido esencial del derecho a la tutela judicial efectiva, y consiste en “el
derecho a que las resoluciones judiciales alcancen la eficacia otorgada por el or-
denamiento, lo que significa tanto el derecho a que las resoluciones judiciales se
ejecuten en sus propios términos, como el respeto a su firmeza y a la intangibi-
lidad de las situaciones jurídicas en ellas declaradas, sin perjuicio, naturalmente,
de su revisión o modificación a través de los cauces extraordinarios legalmente
establecidos” (STC 209/2005).

e) La cláusula general de interdicción de la indefensión


El artículo 24. 1 in fine dispone que en ningún caso podrá producirse inde-
fensión. Se trata de una clausula de cierre que pretende garantizar en todo caso
que la tutela judicial sea efectiva. Por ello debe ponerse en relación con todos los
derechos que se reconocen y garantizan, los cuales actuarán como parámetro pa-
ra concretar cuando se ha dejado indefensa —es decir sin tutela judicial— a una
parte ante o en el proceso. “La idea de indefensión —afirma el Tribunal Constitu-
cional— engloba, entendida en un sentido amplio, a todas las demás violaciones
de derechos constitucionales que pueden colocarse en el marco del artículo 24”
(STC 48/1984).
La única indefensión que supone vulneración del artículo 24 es la imputable a
un órgano judicial. La prohibición de la indefensión impone, a los órganos judi-
114 Javier Tajadura Tejada

ciales una especial diligencia con el fin de preservar el derecho de defensa de las
partes. Los órganos judiciales están obligados a procurar que en el proceso exista
la exigible contradicción entre las partes, así como que estas dispongan de iguales
posibilidades de alegación y prueba en el ejercicio de su derecho de defensa a lo
largo de todas las instancias (STC 168/2008).
La indefensión carece de relevancia constitucional cuando es el titular del de-
recho el que voluntariamente, o por negligencia, se coloca en esa situación (STC
66/2009). El derecho a la tutela judicial sin indefensión exige la salvaguardia del
derecho a la defensa contradictoria de las partes litigantes a través de la oportu-
nidad de alegar y probar sus derechos e intereses dentro de un proceso en el que
se respeten los principios de bilateralidad e igualdad de armas procesales, sin que
pueda dictarse la resolución judicial inaudita parte salvo incomparecencia volun-
taria o debida a negligencia atribuible a la parte que pretenda hacer valer aquel
derecho fundamental (STC 84/2008).
Con estas premisas, el Tribunal Constitucional ha elaborado un concepto ma-
terial —y no exclusivamente formal— de indefensión que engloba toda privación
al justiciable de cualesquiera de los instrumentos que el ordenamiento jurídico
pone a su alcance para la defensa de sus derechos: “La indefensión en su manifes-
tación constitucional es una situación por la que una parte resulta impedida (…)
del ejercicio del derecho de defensa, al privarla de ejercitar su potestad de alegar y,
en su caso, justificar sus derechos e intereses para que les sean reconocidos o para
replicar las posiciones contrarias en el ejercicio del derecho de contradicción”.
(STC 367/1993).
Como hemos expuesto al inicio de este apartado, la Constitución no se limita a
reconocer el derecho a la tutela judicial como derecho de acceso a la jurisdicción,
sino que también garantiza el derecho fundamental a que el proceso se desarrolle
con las garantías debidas.

3.3. El derecho a un proceso debido con todas las garantías


El apartado segundo del artículo 24 (que insistimos una vez más debe ser in-
terpretado junto con el apartado primero con un sentido global) contiene las ga-
rantías que deben informar los diferentes tipos de procesos, esto es, las garantías
procesales.
El ámbito de aplicación de algunas de ellas es, por razones obvias, funda-
mentalmente el penal. Ahora bien, conviene recordar que según jurisprudencia
reiterada del Tribunal Constitucional, los principios constitucionales inspiradores
del orden penal son de aplicación —con ciertos matices— al procedimiento admi-
nistrativo sancionador, dado que ambos son manifestaciones del poder punitivo
del Estado, tal y como refleja la Constitución en el artículo 25 (STC 39/2011).
Los derechos fundamentales y sus garantías 115

Por ello, cuando la Administración actúa ejercitando su potestad sancionadora,


debe aplicar en esos procedimientos, como límites de su actuación, los derechos
de defensa reconocidos en el artículo 24 (STC 142/2009).
El derecho al debido proceso como garantía genérica comprende a su vez los
siguientes derechos: el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley; el
derecho a la defensa y a la asistencia letrada; el derecho a ser informado de la
acusación formulada; el derecho a un proceso público; el derecho a un proceso sin
dilaciones indebidas; y el derecho a la presunción de inocencia.

a) El derecho al juez ordinario predeterminado por la ley


El derecho al juez ordinario predeterminado por la ley expresamente recogido
en el artículo 24. 2 está íntimamente relacionado con el principio de unidad juris-
diccional establecido en el artículo 117 de la Constitución.
El juez ordinario, es el juez cierto, y se opone al juez especial o juez ad hoc. La
certeza viene garantizada por la necesidad de que el juez esté predeterminado por
la ley y tiene por finalidad garantizar la imparcialidad del juez. No debe confun-
dirse esta categoría con el concepto de “juez natural” como juez del lugar. El juez
ordinario no tiene porque coincidir con el juez natural; es más, en ciertas ocasio-
nes, resultará más adecuado —para garantizar las exigencias de independencia e
imparcialidad que son los principios y valores protegidos por este derecho— que
la ley predetermine como jueces ordinarios a jueces distintos de los del lugar.
Desde esta óptica, y apelando a un inexistente derecho al juez natural, se cues-
tionó en su momento la constitucionalidad de la Audiencia Nacional y de sus
Juzgados centrales. El Tribunal Constitucional disipó las dudas y zanjó la cuestión
afirmando que: “existen supuestos (delictivos) que, en relación con su naturaleza,
con la materia sobre la que versan, por la amplitud del ámbito territorial en que
se producen, y por su trascendencia para el conjunto de la sociedad, pueden hacer
llevar razonablemente al legislador a que la instrucción y el enjuiciamiento de los
mismos pueda llevarse a cabo por un órgano judicial centralizado, sin que con
ello se contradiga (…) el artículo 24 de la Constitución” (STC 199/1987).
El Tribunal Constitucional ha elaborado una doctrina que explicita los crite-
rios que, en un supuesto concreto, nos permiten dilucidar si estamos, o no, ante
el juez ordinario predeterminado por la ley, y en consecuencia el derecho funda-
mental que nos ocupa se respeta. En primer lugar, debe tratarse efectivamente
de un órgano judicial ordinario, es decir, incardinado en el Poder Judicial en los
términos regulados en el Título VI de la Constitución. Esta exigencia debe ponerse
en conexión con la prohibición constitucional (art. 117. 6 CE) de los tribunales
de excepción. En segundo lugar, su competencia debe venirle atribuida por unas
reglas generales preexistentes. Esto implica que el órgano judicial ha sido creado
116 Javier Tajadura Tejada

previamente y ha sido investido de jurisdicción, y prohíbe la creación de jueces ad


hoc. En tercer lugar, esa predeterminación debe efectuarse por ley en sentido for-
mal, tal y como resulta del propio tenor literal del precepto constitucional (STC
115/2006). La predeterminación no puede ser efectuada ni mediante Decreto-Ley
ni a través de disposiciones de rango reglamentario emanadas del Gobierno.
La garantía que nos ocupa quedaría burlada si bastara con mantener el órga-
no pudiendo alterar arbitrariamente su composición, aunque hay circunstancias
personales y necesidades del servicio que puedan motivar que los titulares de unos
órganos pasen a otros (STC 47/1983).
El juez ordinario predeterminado por la ley para los aforados por razón de
su cargo, en el ámbito penal, es la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, y la
correspondiente de los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Au-
tónomas, en el caso de los numerosos aforados autonómicos.

b) El derecho a la defensa y a la asistencia letrada y a la utilización de los medios


de prueba pertinentes
Este derecho —elemento fundamental del proceso penal— está vinculado, ob-
viamente, con la prohibición de indefensión ya examinada. Se trata de un dere-
cho fundamental en virtud del cual toda persona física a la que se le atribuye la
comisión de un hecho punible debe poder defenderse de la acusación, y tener
garantizada la asistencia técnica, así como la posibilidad de oponerse de forma
eficaz a la pretensión punitiva del Estado, y de hacer valer en el proceso su dere-
cho constitucional a la libertad (Gimeno Sendra). El derecho de defensa nace, por
tanto, con la imputación y en ese momento surgen también todos los derechos
que el ordenamiento establece para su aseguramiento: el derecho a conocer el ac-
to procesal que ha motivado la apertura del sumario; si es detenido, los derechos
reconocidos en el artículo 17.3 CE; la intervención del abogado en los interroga-
torios; y el derecho a comunicarse libremente con su abogado, salvo los supuestos
de incomunicación legalmente adoptados.
El Tribunal Constitucional ha señalado que el derecho a la defensa incluye tan-
to el derecho de autodefensa como a la asistencia letrada (STC 29/1995). Forma
parte de su contenido esencial el que todo acusado pueda ser asistido por un de-
fensor “de su elección”. Este derecho —afirma el Tribunal— “comporta de forma
esencial el que el interesado pueda encomendar su representación y asesoramiento
técnico a quien merezca su confianza y considere más adecuado para instrumen-
tar su propia defensa”. En el proceso penal incluye el derecho a que al acusado
le sea designado uno de oficio. En este sentido, el Tribunal Constitucional precisa
que si el acusado mantiene una actitud pasiva en el nombramiento de letrado, pe-
se a ser informado de este derecho que le asiste, el órgano judicial debe proceder
Los derechos fundamentales y sus garantías 117

al nombramiento de oficio de abogado y procurador. Con este nombramiento se


pretende evitar la indefensión por lo cual no basta la mera presencia pasiva del
letrado, sino que se requiere que su asistencia técnica sea efectiva. Esa efectividad
exige, igualmente, que la comunicación entre el abogado y su cliente sea inteligi-
ble y fluida por lo que exigirá también el derecho a intérprete en aquellos casos
de extranjeros que no hablen y comprendan el español. El derecho a la asistencia
letrada gratuita presenta en estos casos una clara faceta prestacional.
El derecho a la defensa y a la asistencia letrada se ejerce básicamente en el
proceso penal, pero también es de aplicación en el resto de los procesos. En todos
ellos persigue garantizar la realización efectiva de los principios de igualdad de las
partes y de contradicción y evitar desequilibrios entre ellas que pudieran dar lugar
a indefensión (STC 7/2011). Por esta razón incluye el derecho a la designación de
un abogado de oficio en todos aquellos supuestos en que corresponda por carecer
de medios económicos y así se solicite del órgano judicial, conforme a lo esta-
blecido en la ley, incluso en aquellos casos en que no sea preceptiva la asistencia
letrada. El Tribunal Constitucional ha precisado que “será constitucionalmente
obligada la asistencia letrada allí donde la capacidad del interesado, el objeto del
proceso o su complejidad técnica hagan estéril la autodefensa que el mismo pueda
ejercitar mediante su comparecencia personal, lo que se determinará, en cada caso
concreto, atendiendo a la mayor o menor complejidad del debate procesal y a la
cultura y conocimientos jurídicos del comparecido personalmente, deducidos de
la forma y nivel técnico con que haya realizado su defensa” (STC 225/2007).
Finalmente, el derecho a la defensa incluye también el llamado “derecho a la
última palabra” o derecho a defenderse personalmente en la medida en que lo
regulen las leyes procesales —art. 6. 3. c del Convenio Europeo para la Protección
de los Derechos y las libertades fundamentales—. En España, el artículo 739 de la
Ley de Enjuiciamiento Criminal ofrece al acusado el derecho a la última palabra
mediante el que se le concede la oportunidad de manifestar lo que considere opor-
tuno al final del proceso. Como manifestación del derecho a la autodefensa, el Tri-
bunal Constitucional entiende que este derecho a la “última palabra” es una de las
garantías contenidas en el derecho a la defensa del artículo 24. 2 (STC 258/2007).
El Tribunal Constitucional ha subrayado la importancia del derecho a la auto-
defensa: “El principio de que nadie pueda ser condenado sin ser oído, audiencia
personal que, aun cuando mínima, ha de separarse como garantía de la asistencia
letrada, dándole todo el valor que por sí misma le corresponde. La viva voz del
acusado es un elemento personalísimo y esencial para su defensa en juicio” (STC
93/2005).
Íntimamente relacionado con el derecho a la defensa está el derecho a utilizar
los medios de prueba pertinentes para aquella. Sus titulares no son únicamente
aquellos que se encuentran incursos en un procedimiento penal puesto que, como
118 Javier Tajadura Tejada

el Tribunal Constitucional ha advertido, este derecho es de aplicación en todos


los órdenes jurisdiccionales, y protege a todos los que acuden a la jurisdicción en
cualquier tipo de procesos para la defensa de sus derechos e intereses legítimos
(STC 173/2000), y es especialmente relevante en la esfera del procedimiento ad-
ministrativo sancionador (STC 212/1990).
El contenido de este derecho consiste en que las pruebas pertinentes —que
pueden ajustarse a cualesquiera de los medios aceptados en Derecho— sean ad-
mitidas y practicadas por el órgano judicial, sin que se desconozca u obstaculice
su ejercicio. La pruebas deben solicitarse en la forma y en el momento legalmente
establecidos y deben tratarse siempre de medios de prueba autorizados por el
ordenamiento (STC 14/2011).
El Tribunal Constitucional advierte, en este sentido, que es preferible que el
órgano judicial incurra en exceso en la admisión de pruebas que en su denega-
ción (STC 30/1986): “El contenido esencial (de este derecho) se integra por el
poder jurídico que se reconoce a quien interviene como litigante en un proceso
de provocar la actividad procesal necesaria para lograr la convicción del órgano
judicial sobre la existencia o inexistencia de los hechos relevantes para la decisión
del conflicto objeto del proceso” (STC 4/2005). Se trata de un derecho de con-
figuración legal que no implica, en modo alguno, el derecho a llevar a cabo una
actividad probatoria ilimitada en virtud de la cual las partes podrían exigir todas
las pruebas que desearan. El derecho sólo incluye la práctica de aquellas pruebas
que sean “pertinentes” y esa pertinencia se determina en función de la relación
que guarden con el objeto del juicio: “La pertinencia de las pruebas es la relación
que las mismas guardan con lo que es objeto del juicio y con lo que constituye
tema decidendi para el Tribunal y expresa la capacidad de los medios utilizados
para formar la definitiva convicción del Tribunal” (STC 70/2002). Prueba “per-
tinente” es lo mismo que prueba útil, lícita e idónea para el proceso. Debe versar
siempre sobre hechos y son las partes las que tienen que argumentar su relevancia,
y por ende, su pertinencia. Corresponde al juez realizar, en todo caso, el “juicio de
pertinencia” en función del cual adoptará una decisión motivada.
La denegación de una prueba pertinente —y por tanto, potencialmente rele-
vante para la decisión— propuesta por las partes produce indefensión y supone,
por ello, una violación del artículo 24 CE. Ahora bien, es preciso siempre que
la falta de la práctica de la prueba sea imputable, como hemos dicho, al órgano
judicial, y no a las partes. Se produce también la vulneración del derecho cuando
la prueba es rechazada sin motivación, o cuando esta es incongruente, arbitraria
o irrazonable; cuando, a pesar de haber sido admitida, no se practica por cau-
sas imputables al órgano judicial; o cuando, aunque no fue admitida o practica-
da hubiera podido tener una influencia decisiva en la resolución del asunto. La
denegación de pruebas que el juez considere inútiles o inadecuadas no produce
Los derechos fundamentales y sus garantías 119

indefensión ya que el juez está facultado para rechazarlas y evitar así dilaciones
indebidas en el proceso.

c) El derecho a ser informado de la acusación formulada


Este derecho es el presupuesto necesario para poder ejercer el derecho a la
defensa anteriormente expuesto. Implica la exigencia constitucional de que el acu-
sado tenga conocimiento previo de la acusación formulada contra él, en términos
suficientemente precisos, para poder defenderse de ella de manera contradictoria.
Se configura, por ello, como un instrumento indispensable para poder ejercer el
derecho de defensa, pues mal puede defenderse de algo quien no sabe de qué se le
acusa (STC 183/2005). Su garantía es imprescindible para evitar un proceso penal
inquisitivo, y su desconocimiento provoca directamente la indefensión proscrita
por el artículo 24.1.
El contenido constitucionalmente garantizado del derecho a ser informado de
la acusación consiste en que sea suministrada al acusado la información precisa y
detallada en el más breve plazo y en lengua que comprenda sobre los hechos que
se le imputan. Estos hechos constituyen el objeto del proceso sobre el que versará
el debate procesal. En ese sentido, no se podrá condenar al acusado por delitos
diferentes a los determinados por los hechos delictivos formulados por la acusa-
ción. En su pronunciamiento, el Tribunal no puede apreciar hechos o circunstan-
cias que no hayan sido objeto de consideración en la acusación y sobre los cuales,
en consecuencia, el acusado no haya tenido ocasión de defenderse en un debate
contradictorio (STC 155/2009).
Esta garantía es aplicable —con las modulaciones procedentes— al procedi-
miento administrativo sancionador, en el sentido de que el expedientado tiene de-
recho a conocer los cargos que contra él se formulan, con el consiguiente derecho
a la inalterabilidad de los hechos esenciales objeto de acusación y sanción (STC
197/2004).

d) El derecho a un proceso público


El principio de publicidad del proceso fue proclamado ya por la Constitución
de Cádiz de 1812 (art. 302). La Constitución de 1978 le atribuye un lugar muy
destacado entre los principios que informan la regulación del Poder Judicial. Así
el artículo 120 dispone que las actuaciones judiciales serán públicas, con las ex-
cepciones que prevean las leyes de procedimiento; que el procedimiento será pre-
dominantemente oral, sobre todo en materia criminal; y que las sentencias serán
siempre motivadas y se pronunciarán en audiencia pública.
120 Javier Tajadura Tejada

La conexión entre el mencionado artículo 120 y el artículo 24 se deriva, en


palabras de Gregorio Cámara, de las dos finalidades que la publicidad cumple:
por un lado, asegurar la plenitud de las posibilidades de defensa del acusado, que
puede verse así protegido por una justicia sometida al público conocimiento y,
por tanto, a su control, por difuso que este sea; por otro, renovar y mantener la
confianza de la comunidad en los tribunales.
El principio de publicidad no es aplicable a todas las fases del proceso penal,
sino únicamente al juicio oral que lo culmina —donde se producen y reproducen
las pruebas de cargo y de descargo y se formulan las alegaciones y las peticiones
definitivas de la acusación y de la defensa—, y al pronunciamiento de la sentencia.
Por otro lado, se trata de una garantía que admite excepciones y que no se consi-
dera vulnerada cuando un juicio se celebre a puerta cerrada por razones fundadas
en lo establecido por le legislación procesal. Entre esas razones cabe señalar moti-
vos de orden de público, o la necesidad de proteger los derechos y libertades a las
que se refiere el artículo 232 LOPJ: “1. Las actuaciones judiciales serán públicas,
con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento. 2. Excepcionalmente,
por razones de orden público y de protección de los derechos y libertades, los
Jueces y Tribunales, mediante resolución motivada, podrán limitar el ámbito de la
publicidad y acordar el carácter secreto de todas o parte de las actuaciones)”; o el
respeto debido a la persona ofendida por el delito o su familia, a los que se refiere
el artículo 680 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal: “Los debates del juicio oral
serán públicos, bajo pena de nulidad. Podrá, no obstante, el Presidente mandar
que las sesiones se celebren a puerta cerrada cuando así lo exijan razones de mo-
ralidad o de orden público, o el respeto debido a la persona ofendida por el delito
o a su familia. Para adoptar esta resolución, el Presidente, ya de oficio, ya a peti-
ción de los acusadores, consultará al Tribunal, el cual deliberará en secreto, con-
signando su acuerdo en auto motivado, contra el que no se dará recurso alguno”.
Finalmente es preciso mencionar también los supuestos contemplados en el
artículo 6. 1 del Convenio Europeo de Derechos humanos que permite prohibir
el acceso de la prensa y del público durante la totalidad o parte del proceso por
razones de seguridad nacional o cuando en atención a especiales circunstancias, la
publicidad pudiera ser perjudicial para los intereses de la justicia.

e) El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas


No resulta nada fácil concretar el alcance de esta garantía. Ahora bien, de lo
que no cabe duda es de su relevancia en relación al derecho a la tutela judicial.
Una tutela tardía puede no ser efectiva. El Tribunal Constitucional ha reconocido
que “desde un punto de vista sociológico y práctico puede seguramente afirmar-
se que una justicia tardíamente concedida equivale a una falta de tutela judicial
efectiva” (STC 26/1983).
Los derechos fundamentales y sus garantías 121

Este derecho debe ser interpretado como un mandato a los poderes públicos
para que actúen sobre las causas que hacen posibles los retrasos, y para que, en
todo caso, doten a los órganos judiciales de los medios personales y materiales
adecuados.
El contenido de esta garantía consiste en que los jueces y tribunales juzguen y
hagan ejecutar lo juzgado dentro de unos términos temporales que resulten razo-
nables, por utilizar la expresión empleada en el artículo 6. 1 del Convenio Euro-
peo de Derechos Humanos. El artículo 24 no ha constitucionalizado un derecho a
los plazos sino el derecho de toda persona a que su causa se resuelva en un tiem-
po razonable (STC 5/1985). Es una garantía aplicable a todo tipo de procesos.
Aunque el celo que los órganos judiciales deben poner en asegurar la rapidez del
procedimiento es, lógicamente, mucho mayor en las causas con preso, atendiendo
al valor de lo que está en juego, la libertad (STC 8/1990).
La valoración de la duración de un proceso en términos de razonabilidad de-
be realizarse en cada caso (STC 142/2010) en función de una serie de criterios
objetivos que el Tribunal Constitucional toma de la jurisprudencia del TEDH: la
complejidad del litigio, el comportamiento de las partes o las autoridades compe-
tentes implicadas, la forma en que ha sido llevado por el órgano judicial, el tiempo
medio admisible en ese tipo de procesos, las consecuencias que de la demora se
siguen para los litigantes (STC 324/1994). De esta forma para apreciar la exis-
tencia de una “dilación indebida” no basta con que no se haya respetado el plazo
para dictar sentencia, ni con que esta haya sido pronunciada mucho después del
vencimiento del plazo para dictarla. Es preciso, además, que esa dilación no pueda
considerarse “razonable” según alguno de los parámetros anteriormente expues-
tos (STC 177/2004).
Por otro lado, hay que subrayar también que para que se pueda apreciar la vul-
neración de este derecho es preciso que el recurrente haya invocado previamente
la existencia de esas dilaciones mediante un requerimiento expreso al órgano ju-
dicial supuestamente causante de aquellas para que ponga fin a las mismas. Esto
último resulta imprescindible para que el propio juez concernido pueda remediar
el retraso o paralización del procedimiento, y quede así garantizado el carácter
subsidiario del recurso de amparo.
En el supuesto de que se demuestre que, efectivamente, se han producido en el
proceso, dilaciones indebidas, será muy difícil —si no imposible— restablecer al
recurrente en la integridad de su derecho. En estos casos, habrá que acudir siem-
pre a vías compensatorias (la indemnización por daños causados por “funciona-
miento anormal de la Administración de Justicia” prevista en el art. 121 CE).
El Tribunal Constitucional ha elaborado, como acabamos de ver, una doctri-
na coherente sobre este derecho que es de aplicación a la labor realizada por la
Justicia ordinaria. Ahora bien, es preciso reconocer que también en el ámbito de
122 Javier Tajadura Tejada

la Justicia Constitucional, y por lo que a nosotros interesa en el recurso de ampa-


ro, pero también en las cuestiones de inconstitucionalidad, se producen notorias
dilaciones, cuyos efectos potencialmente lesivos del derecho a la tutela judicial
efectiva no pueden ser obviados. En la medida en que las resoluciones del Tribu-
nal Constitucional no pueden ser enjuiciadas por ningún órgano jurisdiccional
interno, habrá de ser él mismo el encargado de velar porque esas dilaciones no se
produzcan. Dilaciones que, en todo caso, podrían ser denunciadas ante el TEDH.
De hecho, España ha sido condenada en algunas ocasiones por esta razón (STE-
DH de 14 de octubre de 2001, Díez Aparicio contra España o STEDH de 25 de
noviembre de 2003, Soto Sánchez contra España).

f) El derecho a la presunción de inocencia


La presunción de inocencia es el fundamento del proceso penal en el Estado de
Derecho. Se configura como un auténtico derecho fundamental consistente en que
nadie puede ser condenado sin pruebas que, practicadas legalmente conforme a
las exigencias constitucionales, demuestren su culpabilidad. La carga de la prueba
recae siempre sobre quien acusa y nunca puede requerirse del acusado prueba de
su propia inocencia (“prueba diabólica”, STC 109/1986).
Más allá de un principio procesal (in dubio pro reo) que impone al juez la
absolución cuando no llega al convencimiento de la culpabilidad, la presunción
de inocencia es un derecho subjetivo que ampara a toda persona hasta que esa
presunción no queda destruida por pruebas que demuestren su culpabilidad. Para
desvirtuar la presunción de inocencia de una persona es preciso que existan prue-
bas de cargo suficientes para que tras su libre valoración por el órgano judicial,
éste adquiera la certeza de su culpabilidad. El juez está obligado a hacer explícitos
los razonamientos en virtud de los cuales ha alcanzado esa certeza.
La presunción de inocencia puede también ser desvirtuada mediante lo que
se denomina “prueba indiciaria” de cargo, cuando el hecho objeto de prueba no
es el constitutivo de delito, sino otro intermedio que permite llegar a él, por infe-
rencia lógica. En estos casos, sólo puede considerarse vulnerado el derecho que
nos ocupa “cuando la inferencia sea ilógica o tan abierta que en su seno quepa
tal pluralidad de conclusiones alternativas que ninguna de ellas pueda darse por
probada” (STC 229/2003).
El derecho a la presunción de inocencia es compatible, no obstante, con la
adopción de medidas cautelares como la detención preventiva o la prisión pre-
ventiva, siempre que tales medidas se adopten mediante resoluciones fundadas
en derecho y conformes con los principios de razonabilidad y proporcionalidad.
Los requisitos exigidos para la adopción de estas medidas —singularmente la
“alarma social” a la que se refiere la Ley de Enjuiciamiento Criminal— deben ser
Los derechos fundamentales y sus garantías 123

cumplidos con rigor puesto que, en otro caso, la presunción de inocencia podría
verse vulnerada.
Según el Tribunal Constitucional “sólo cabrá constatar la vulneración del de-
recho a la presunción de inocencia cuando no haya pruebas de cargo válidas, es
decir, cuando los órganos judiciales hayan valorado una actividad probatoria lesi-
va de otros derechos fundamentales o carente de garantías, o cuando no se motive
el resultado de dicha valoración o, finalmente, cuando por ilógico o insuficiente,
no sea razonable el iter discursivo que conduce de la prueba al hecho probado”
(STC 111/2008).
Respecto a su ámbito de aplicación, este no se limita a la jurisdicción penal,
sino que se extiende también al procedimiento administrativo sancionador (STC
36/1985). No es de aplicación, en cambio, en el orden laboral en el cual no se
ejerce el ius punitivo del Estado (STC 30/1992).

3.4. El proceso de Habeas Corpus


El Habeas corpus es una institución nacida en Inglaterra y que se denomina
así por ser esas dos palabras con las que comienza el mandamiento judicial que
abre el proceso.
Esta institución pone de manifiesto como el derecho inglés atribuyó al juez la
posición de garante de la libertad. El derecho francés, por el contrario, —muy re-
celoso respecto a los jueces a los que negó la condición misma de poder estatal—
cifró en la ley (esto es en el Parlamento) la garantía de la libertad.
Como señala Torres del Moral, ambas concepciones se dan cita en el artículo
17 de la Constitución española”. Así, el apartado primero es tributario de la tra-
dición francesa: “Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad. Nadie
puede ser privado de su libertad, sino con la observancia de lo establecido en
este artículo y en los casos y en la forma previstos en la ley”. El apartado cuarto
del artículo 17 dispone, por su parte, que: “La ley regulará un procedimiento de
habeas corpus para producir la inmediata puesta a disposición judicial de toda
persona detenida ilegalmente”
La recepción así en nuestra Constitución de esta institución del constituciona-
lismo anglosajón —el Habeas corpus— dota de una fundamental garantía judi-
cial a todo detenido para el control de la legalidad y corrección de la detención
practicada.
El Preámbulo de la Ley Orgánica reguladora del Procedimiento de Habeas
Corpus, de 24 de mayo de 1984, señala que su pretensión es establecer remedios
rápidos y eficaces para los supuestos de detenciones no justificadas legalmente,
o que, aun justificadas en cuanto al fondo, se hubieran llevado a cabo de forma
124 Javier Tajadura Tejada

ilegal. La eficacia del procedimiento exige que sea rápido y sencillo. Por ello, la
rapidez y la sencillez son los principios inspiradores del procedimiento así como
el de su aplicación general.
a) El principio de agilidad se traduce en su configuración como procedimiento
sumario que se sustancia en 24 horas.
b) El principio de sencillez o antiformalismo determina que la comparecencia
no requiere ni abogado ni procurador y que puede ser verbal.
c) El principio de generalidad implica que es aplicable a toda detención, con
independencia de quién la practicó y ello sin excepción alguna, por lo que se in-
cluyen también las detenciones —incluido el arresto domiciliario— practicadas
por la autoridad militar, las detenciones de enajenados mentales o las de extran-
jeros pendientes de una orden de expulsión; que puede ser instada no sólo por el
privado de libertad, sino también por sus allegados (cónyuge o persona unida por
análoga relación de afectividad, ascendientes, descendientes, hermanos y repre-
sentantes legales en caso de menores e incapacitados), por el Ministerio Fiscal y
por el Defensor del Pueblo, e incluso puede ser instado de oficio por el juez; que
es aplicable a todos los supuestos de detención ilegal, ya sea por razones de fondo,
ya sea de forma, de prolongación del tiempo máximo legalmente permitido, o de
vulneración de derechos de la persona detenida.
La LO conecta, por tanto, la garantía del Habeas corpus con las previstas para
la detención preventiva (art. 17.2) y con las contenidas en los artículos 17.3 y 24.
2 que consagran, respectivamente, los derechos del detenido y del acusado.
El artículo 17. 2 dispone que la detención preventiva no podrá durar más del
tiempo estrictamente necesario para la realización de las averiguaciones para el
esclarecimiento de los hechos, y, en todo caso, en el plazo máximo de 72 horas
el detenido debe ser puesto en libertad o a disposición de la autoridad judicial.
Por ello, toda detención que sobrepase ese plazo es ilegal y puede dar lugar a un
procedimiento de habeas corpus.
Igualmente, puede dar lugar al habeas corpus una detención legal dentro del
plazo, en la que se hayan vulnerado algunas de las garantías y derechos del dete-
nido:
a) El derecho a la vida e integridad física, psíquica y moral, que comporta el de
no ser sometido a tortura ni a trato inhumano o degradante.
b) El derecho a guardar silencio, a no declarar contra sí mismo y a no confe-
sarse culpable.
c) El derecho a conocer las razones de su detención y a que se le comuniquen
en una lengua que comprenda, por lo que quien alegue desconocimiento del cas-
tellano tiene derecho a un intérprete.
d) El derecho de asistencia letrada.
Los derechos fundamentales y sus garantías 125

e) El derecho a que se comunique a su familia la detención y el lugar de la


custodia.
f) El derecho a ser reconocido por un médico forense.
Estos derechos son compatibles con la incomunicación del detenido si ha sido
decretada por la autoridad judicial como medida excepcional y de breve duración,
por exigencias de la investigación de delitos muy graves, como los de terrorismo.
En estos casos se puede disponer que la asistencia letrada la preste un abogado
nombrado de oficio.
La autoridad gubernativa está obligada a poner en inmediato conocimiento de
la autoridad judicial competente la solicitud de habeas corpus y, una vez promo-
vida, el juez la examinará y acordará la incoación del procedimiento o, en su caso,
lo denegará si resulta improcedente. En el auto de incoación, el juez ordenará
que se lleve a su presencia a la persona detenida, sin pretexto o demora alguna,
pudiendo personarse él mismo en el lugar donde se halle la persona detenida. Tras
un breve procedimiento contradictorio, con admisión y práctica de prueba, en su
caso, el juez puede adoptar alguna de estas medidas:
a) El archivo de las actuaciones, por entender que tanto la detención practica-
da como las circunstancias en que se está realizando son conformes a Derecho.
b) Declarar la detención ilegal y, en consecuencia, decretar la inmediata puesta
en libertad del detenido.
c) Modificar las condiciones en que se encuentra el detenido.
d) Decretar la inmediata puesta a disposición judicial del detenido si hubiera
transcurrido ya el plazo establecido para la detención.
El juez competente para conocer del habeas corpus es, normalmente, el juez
de Instrucción del lugar donde se encuentre la persona privada de libertad o, si
no constare, el del lugar en que se hubiera producido la detención y, en su defec-
to, el del lugar donde se hayan tenido las últimas noticias sobre el paradero del
detenido. En el ámbito de la jurisdicción militar, el juez competente será el Juez
Togado Militar de la cabecera de la circunscripción militar donde se llevó a cabo
la detención. Y, finalmente, en el ámbito de actuaciones contra elementos terro-
ristas, o contra presuntos autores de delitos cuyo enjuiciamiento corresponde a la
Audiencia Nacional, el Juzgado Central de Instrucción correspondiente de dicho
órgano judicial.
De lo expuesto en este epígrafe tercero se deduce con total claridad que el
Poder Judicial se configura como la principal y fundamental garantía de los de-
rechos fundamentales. El juez es el garante ordinario y cotidiano de los derechos
constitucionales. Ahora bien junto a esta garantía jurisdiccional —ordinaria—
existen otras dos garantías, jurisdiccionales también pero de carácter excepcional.
Se trata, por un lado, de la garantía procesal específica prevista en el artículo 53
126 Javier Tajadura Tejada

de la Constitución para los derechos contenidos en la sección primera del capítulo


segundo del Título I, el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional; y, por
otro, de una garantía jurisdiccional de carácter supranacional: la que presta el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos en relación con los derechos contenidos
en el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950.
En el siguiente capítulo examinaremos con la atención que merece el recurso
de amparo ante el Tribunal Constitucional como garantía procesal específica de
determinados derechos fundamentales. Antes de ello, es preciso examinar otro
tipo de garantías orgánicas —pero no jurisdiccionales— de los derechos. En este
sentido, vamos a estudiar dos garantías institucionales de los derechos, esto es,
dos instituciones configuradas constitucionalmente como garantes de los dere-
chos de los ciudadanos: el Defensor del Pueblo (art. 54 CE) y el Ministerio Fiscal
(art. 124 CE). Continuaremos el capítulo examinando el régimen jurídico de la
suspensión de derechos —individual y general— en la medida en que la juridifica-
ción de la suspensión de derechos con arreglo a los principios del Estado de Dere-
cho también opera como un mecanismo de garantía de los mismos en situaciones
de crisis. Por último, abordaremos los conflictos surgidos en materia de derechos
en sociedades multiculturales —básicamente derivados del ejercicio del derecho
a la libertad religiosa— y, desde esta óptica, examinaremos la importancia de la
laicidad como garantía de los derechos.

4. LAS INSTITUCIONES DE GARANTÍA


4.1. El Defensor del Pueblo
El Defensor del Pueblo se asemeja a la figura “de un paladín de los derechos y
libertades en la sociedad moderna” (Carballo Armas), cercano a los ciudadanos,
y que, aun carente de “potestas”, ostenta una magistratura moral. El éxito de es-
ta institución ha determinado que esta figura se haya extendido a otros ámbitos
territoriales (Comunidades Autónomas y Unión Europea) y materiales (defensor
del lector, del oyente, del consumidor). El Defensor ofrece a los ciudadanos una
vía rápida, cercana, y escasamente formalizada para trasladar a las instituciones
sus quejas por el mal funcionamiento de la Administración cuando este repercute
negativamente sobre sus derechos y libertades. Esta vía, como vamos a ver, es
diferente y complementaria de la garantía judicial. “La actuación del Defensor
del Pueblo debe concebirse como una garantía adicional de los derechos de los
ciudadanos en el control de la actividad de los poderes públicos, frente a unas
administraciones mastodónticas, no siempre respetuosas con la posición jurídica
garantizada a los ciudadanos en el ordenamiento jurídico. Una de las caracterís-
ticas de la institución es su carácter desformalizado, que le permite enfrentarse
Los derechos fundamentales y sus garantías 127

a formas sutiles de desviación de poder a las que acaso no alcanza el control de


legalidad que ejercen los órganos jurisdiccionales o incluso pasan desapercibidos
en el debate político, ocupado en los asuntos generales” (Montilla Martos).
Torres del Moral la define, por ello, acertadamente como “una magistratura de
opinión y de persuasión” dirigida fundamentalmente a estimular el funcionamien-
to de los mecanismos de autocorrección de la Administración.
Aunque puedan encontrarse antecedentes remotos en nuestro derecho históri-
co (la figura del Sahib-al-Mazalin y, sobre todo, el Justicia de Aragón), el origen
de esta institución está en el Ombudsman sueco incluido, por primera vez, en la
Constitución de 1809 y con posterioridad en otros países nórdicos (Noruega y
Finlandia). Se ha ido extendiendo a otros países con diversas peculiaridades como
el Comisionado Parlamentario inglés o el Mediador francés.
La institución del Defensor del Pueblo figura en el propio Título I —artículo 54—,
después del fundamental artículo dedicado a las garantías de los derechos que nos
permite llevar a cabo la clasificación de los mismos, y antes del artículo dedicado a la
suspensión: “Una ley orgánica regulará la institución del Defensor del Pueblo, como
alto comisionado de las Cortes Generales, designado por éstas para la defensa de los
derechos comprendidos en este Título, a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de
la Administración, dando cuenta a las Cortes Generales”.
La constitución remite al legislador orgánico la concreta regulación de la ins-
titución pero le asigna una concreta misión: la defensa de los derechos compren-
didos en el Título I, es decir, de todos los derechos, tengan o no el carácter de
fundamentales. Para el cumplimiento de esa misión se atribuye al Defensor la fa-
cultad de supervisar la actividad de la Administración. Por otro lado, al definirlo
como alto comisionado de las Cortes, atribuye implícitamente a estas la función
de designación del titular de la institución.
Al amparo el artículo 54 CE, el legislador aprobó la LO 3/1981, del Defensor
del Pueblo.
Al tratarse de una magistratura moral, resulta esencial que el titular de la ins-
titución ofrezca un perfil de independencia e imparcialidad y acredite una trayec-
toria de compromiso con los derechos fundamentales. Para lograr esta finalidad
el legislador ha establecido la necesidad de que el Defensor sea una persona que
suscite un amplio consenso y, por ello, capaz de obtener un amplio respaldo de
las Cortes. Las dos Cámaras, Congreso y Senado, por separado, deben elegir al
mismo candidato, propuesto por los partidos políticos, por una mayoría de tres
quintos de los miembros de cada una de ellas. El mandato es de cinco años y pue-
de ser renovado. La duración del mandato superior en un año al de la Legislatura
contribuye también a reforzar la independencia del Defensor. El Defensor está au-
xiliado por dos Adjuntos que son designados por él mismo, aunque debe solicitar
de las cámaras su conformidad para el nombramiento.
128 Javier Tajadura Tejada

El Defensor constitucionalmente configurado como un alto comisionado de las


Cortes se relaciona con estas a través de una Comisión mixta a la que específica-
mente se le encomienda la interlocución con la institución. Inicialmente, cada una
de las Cámaras contaba con una Comisión para ello, con lo que se dificultaba la
relación con las Cortes como totalidad. Para corregir esa deficiencia, la LO 2/92
modificó la LO 3/81, estableciendo una única Comisión de composición mixta.
Una vez designado, el Defensor ejerce su función con autonomía plena y no
está vinculado por la concreta composición política de las Cámaras que lo desig-
naron. En todo caso y, según lo dispuesto en el artículo 5 de su Ley Orgánica, las
Cortes — por una mayoría de tres quintos (idéntica a la exigida para su nombra-
miento)— podrían cesarle “por actuar con notoria negligencia en el cumplimiento
de las obligaciones y deberes del cargo”.
El capítulo III de la LO 3/81 contiene el estatuto jurídico del Defensor:
a) Tiene plena autonomía para el ejercicio de sus funciones.
b) No está sujeto a mandato imperativo alguno y no puede recibir órdenes o
instrucciones de ninguna autoridad o poder público.
c) Goza de inviolabilidad e inmunidad en el ejercicio de sus funciones de forma
similar a los miembros de las Cortes.
d) Está sujeto a un riguroso régimen de incompatibilidades.
La función esencial —y razón de ser— del Defensor es la defensa de los dere-
chos y libertades de los ciudadanos, y esta función la ejerce a través de la super-
visión de la actuación de la administración, e informando de ello al Parlamento,
a través del Informe anual. Su competencia se extiende a la totalidad de órganos
y autoridades de la Administración General del Estado, de las Administraciones
de las Comunidades Autónomas y de las Corporaciones Locales. Como resultado
de su labor investigadora puede sugerir o recomendar la adopción de medidas
concretas o la rectificación de los criterios empleados por la Administración para
resolver determinados asuntos. Puede, incluso, proponer la modificación de las
normas reguladoras de una materia concreta.
Cuando el defensor reciba quejas referidas al funcionamiento de la Adminis-
tración de Justicia, deberá remitirlas al Ministerio Fiscal, para que este las inves-
tigue y adopte las medidas oportunas o las remita al Consejo General del Poder
Judicial. Ello sin perjuicio de la inclusión de dichas quejas en su Informe anual.
Cualquier persona física o jurídica puede dirigir una queja ante el Defensor
sin más requisito que tener un interés legítimo en su pretensión. Son titulares del
derecho a dirigirse al Defensor los menores, los internos en centros penitenciarios,
los incapacitados legalmente, los extranjeros, los militares en activo (pueden ha-
cerlo incluso cuando estén privados de libertad cumpliendo condena en prisión
militar o bajo cualquier tipo de arresto). La única restricción existente en este
Los derechos fundamentales y sus garantías 129

ámbito es la que afecta a las autoridades administrativas en materias de su com-


petencia. Estas no pueden acudir al Defensor.
El trámite de presentación de quejas es muy sencillo. Basta presentar un escrito
firmado en el que se exponga el caso que se denuncia. En el escrito debe constar
el nombre, apellidos y domicilio del peticionario.
En todo caso, el Defensor puede, en todo momento, actuar de oficio, esto es,
iniciar una investigación sobre el funcionamiento de alguna administración sin
necesidad de que se haya producido una queja concreta.
El Defensor del Pueblo puede así iniciar una investigación, bien cuando recibe
una queja, o bien tiene conocimiento por cualquier otro medio, y así lo decide,
de una posible vulneración de derechos por parte de una administración pública,
o de algún caso de actuación incorrecta por parte de una administración. La in-
vestigación se desarrolla de forma rápida y sin ningún tipo de formalidades. Para
ello, el Defensor se dirige a la administración correspondiente solicitando docu-
mentación e información. La fluida relación existente entre la Administración y
el Defensor permite concluir la mayor parte de los procedimientos a través de la
conciliación. En todo caso, a falta de acuerdo, el Defensor puede adoptar una o
varias de las siguientes medidas:
a) Sugerir a la Administración afectada la modificación de los criterios utili-
zados en la actuación administrativa. Para ello se dirigirá al superior jerárquico
cuando considere que el funcionario ha incurrido en algún tipo de abuso, arbitra-
riedad, discriminación, error o negligencia.
b) Sugerir al gobierno o a las Cortes, según el caso, la modificación de normas
cuyo cumplimiento puede provocar situaciones injustas o perjudiciales para los
administrados.
c) Solicitar a la administración el ejercicio de sus potestades de inspección y
sanción.
d) Formular a las autoridades y funcionarios advertencias o recomendaciones
en relación con sus actuaciones administrativas.
e) Trasladar al Ministerio Fiscal las actuaciones presuntamente delictivas de
los que tenga conocimiento como consecuencia de su investigación.
Concluido la investigación, el Defensor informará al interesado del resultado
de la misma, así como de la respuesta de la administración denunciada. Los fun-
cionarios que obstaculicen la investigación pueden incurrir en delito de desobe-
diencia, en cuyo caso, el Defensor dará cuenta también al Ministerio Fiscal. Con
todo, no suele ser necesario recurrir a estos mecanismos coactivos. Normalmente,
la inclusión de la situación denunciada en el Informe anual ante las Cortes es un
expediente suficientemente efectivo para incentivar la colaboración de las admi-
nistraciones requeridas y para corregir las infracciones detectadas. Y ello por la
130 Javier Tajadura Tejada

publicidad que recibe el Informe en el momento en que se presenta y debate en


las Cortes.
El Informe anual recoge el número de quejas recibidas, las medidas adoptadas
en relación con ellas, las investigaciones realizadas, los resultados obtenidos, y las
sugerencias aceptadas por las administraciones. Cumple una doble función: por
un lado es el balance de la gestión del Defensor; por otro, ofrece una visión de
conjunto de las relaciones de los ciudadanos con la Administración Pública. Cuan-
do las circunstancias lo aconsejan, el Defensor puede presentar también informes
extraordinarios. Unos y otros se publican en el Boletín Oficial de las Cortes.
Junto a la función de supervisión ya examinada, el Defensor cumple otras dos
muy importantes en relación con el Tribunal Constitucional. La institución está
legitimada para plantear tanto recursos de inconstitucionalidad como recursos de
amparo.
El artículo 162. 1 a) CE reconoce la legitimación del Defensor para interponer
el recurso de inconstitucionalidad. El artículo 32. 1 b) de la LOTC y el artículo 29
de la LODP regulan esta importante facultad. Ahora bien, de los distintos sujetos
legitimados para activar el control de constitucionalidad, el Defensor del Pueblo
es el menos activo. No llega al cinco por ciento el número de recursos resueltos por
el Tribunal que tengan su origen en una actuación del Defensor del Pueblo. Ahora
bien, a pesar de la escasa utilización de esta competencia, cuando se ha ejercido
lo ha sido para impugnar leyes importantes, y, fundamentalmente, para garanti-
zar los derechos de los ciudadanos. Así por ejemplo, el Defensor recurrió la LO
7/1985, reguladora de los derechos y libertades de los extranjeros (STC 115/87).
Pero no se ha limitado a recurrir leyes de desarrollo de los derechos en sentido
estricto. Así, recurrió también la ley del parlamento de Canarias que establecía el
sistema electoral del archipiélago por una hipotética vulneración del principio de
proporcionalidad (STC 225/1998). El Tribunal Constitucional ha confirmado es-
ta interpretación extensiva de la legitimación activa del Defensor, al entender que
debe entenderse en los mismos términos y con la misma amplitud que la del resto
de actores legitimados, pues dicha legitimación les ha sido reconocida no en aten-
ción a su interés, sino en virtud de la alta cualificación política que se infiere de
su respectivo cometido constitucional (STC 274/2000). Como ha escrito Montilla
“en puridad, el Defensor junto a la minoría parlamentaria estatal, es el órgano
legitimado para plantear los conflictos constitucionales ajenos a la delimitación
competencial, como son los derivados de la relación mayoría-minoría. Además,
constituye la única vía posible cuando estamos ante una minoría tendencialmen-
te permanente, cuya representación parlamentaria es, en el mejor de los casos,
exigua”. Efectivamente, cuando se trate de una ley aprobada con el respaldo de
las dos grandes fuerzas políticas, la minoría discrepante podría no tener la fuerza
necesaria (50 diputados) para impugnar la ley, por lo que el recurso del Defensor
Los derechos fundamentales y sus garantías 131

será, en esos casos, —al margen de la legitimación de las CC. AA— el único expe-
diente posible para lograr la intervención del Tribunal Constitucional.
Por otro lado, la legitimación para interponer el recurso de amparo se en-
cuentra recogida en el artículo 162. 1 b) CE y en los artículos 46.1 a) LOTC y
20 LODP. Se trata de una legitimación directa y no en sustitución de la persona
afectada. Esta legitimación refuerza la dimensión objetiva del recurso de amparo,
aunque para garantizar también su dimensión subjetiva, el artículo 46.2 LOTC
señala que la Sala competente para conocer el amparo lo pondrá en conocimiento
de los posibles agraviados y ordenará su publicación en el BOE a efectos de com-
parecencia de los interesados. En sus 34 años de historia, el Defensor ha hecho un
uso muy escaso de esta legitimación.
Finalmente, es preciso mencionar también las funciones relacionadas con el
Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, establecido por la Ley Orgáni-
ca 1/2009. En dicha ley se crea un Consejo Asesor como órgano de cooperación
técnica y jurídica, para ejercer las funciones previstas en el Mecanismo, que presi-
de el Adjunto en el que el Defensor delega estas funciones.
La relevancia de la institución llevó a muchas Comunidades Autónomas a in-
troducir —a través de sus Estatutos de Autonomía o mediante Leyes específicas—
figuras equivalentes, que reproducen el diseño estatal, en tanto se les confiere la
función de defensa de los derechos constitucionales y el control de la Administra-
ción autonómica, y, en ciertos casos, también la local.
La ventaja que supone el establecimiento de una garantía adicional de los dere-
chos se ve contrarrestada por el solapamiento funcional provocado por la ausen-
cia de un reparto competencial claro entre los distintos órganos. La Ley 36/1985,
de 6 de noviembre, por la que se regulan las relaciones entre la institución del
Defensor del Pueblo y las figuras similares en las distintas Comunidades Autó-
nomas y las SSTC 142/1988 y 157/1988 intentaron articular formas efectivas de
colaboración.
En la práctica, el Defensor del Pueblo permite que sus homólogos autonómi-
cos controlen en exclusiva a la Administración Local. Respecto a la Administra-
ción Autonómica hay concurrencia competencial, pues puede realizar esa función
cualquiera de los dos órganos, remitiendo el expediente del caso al Defensor au-
tonómico si es el estatal quien se encarga de la fiscalización. Cuando se trata de
un asunto que incumbe a ambas administraciones, cada uno circunscribe su ac-
tuación a su propio ámbito. Por último, el control de la Administración periférica
corresponde al Defensor del Pueblo de ámbito estatal.
Finalmente es preciso recordar que con ocasión de la aprobación del Estatuto
de Autonomía de Cataluña (LO 6/2006), el Defensor del Pueblo interpuso recurso
de inconstitucionalidad contra el mismo, entre otros motivos porque encomen-
daba en exclusividad el control de la Administración autonómica al Sindic de
132 Javier Tajadura Tejada

Grreuges, limitando la competencia que a tal efecto ostenta el Defensor. La STC


31/2010 declaró la inconstitucionalidad de tal exclusividad, puesto que la Admi-
nistración a la que se refiere el art. 54 CE no puede entenderse como Administra-
ción central únicamente, sino como cualquier administración, desde el momento
que la garantía extrajudicial de los derechos que supone la institución que nos
ocupa se proyecta “frente a todos los poderes públicos” (FJ 33).

4.2. El Ministerio Fiscal


El Ministerio Fiscal es una institución de relevancia constitucional, con perso-
nalidad jurídica propia, e integrada con autonomía funcional en el poder judicial.
Coopera con la Administración de Justicia, actuando ante esta, de oficio o a peti-
ción del interesado, por medio de órganos propios, promoviendo la acción de la
Justicia en defensa de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos. Esta fun-
ción de defensa de los derechos de los ciudadanos constitucionalmente atribuida
en el artículo 124 es la que nos lleva a situar aquí —en un epígrafe dedicado a
las garantías de los derechos— el examen de la institución: “El Ministerio Fiscal,
sin perjuicio de las funciones encomendadas a otros órganos, tiene por misión
promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los
ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los
interesados, así como velar por la independencia de los Tribunales y procurar ante
éstos la satisfacción del interés social”.
El examen de su Estatuto jurídico nos pone de manifiesto que el Ministerio
Fiscal comparte con el Defensor del Pueblo tres de sus rasgos distintivos, a saber:
su función de defensa de los derechos de los ciudadanos, el actuar de oficio o a
petición de los interesados, y la legitimación para recurrir en amparo ante el Tri-
bunal Constitucional. Estas semejanzas llevaron inicialmente a algunos autores a
criticar esta duplicidad de órganos o instituciones de garantía. Sin embargo, tanto
la LO del Defensor del Pueblo ya examinada, como la ley reguladora del Estatuto
Orgánico del Ministerio Fiscal han perfilado a estas instituciones en direcciones
divergentes. El Defensor opera como una garantía frente a la Administración Pú-
blica cuya actuación está llamado a supervisar; el Ministerio fiscal se sitúa en la
órbita del Poder Judicial, con autonomía funcional. Por ello, la defensa que el
Ministerio Fiscal hace de los derechos y libertades hay que entenderla circunscrita
al ejercicio de las acciones judiciales correspondientes.
La Constitución remite a la ley la regulación del Estatuto orgánico del Minis-
terio Fiscal. Por la relevancia constitucional de sus funciones, quizás hubiera sido
conveniente reservar a la ley orgánica dicha regulación.
La Ley 50/81 por la que se regula el Estatuto orgánico del Ministerio Fiscal
incluye entre sus muchas funciones (art. 3) las de “velar por el respeto de las ins-
Los derechos fundamentales y sus garantías 133

tituciones constitucionales y de los derechos fundamentales y libertades públicas


con cuantas actuaciones exija su defensa (apartado 3); la de “intervenir en los
procesos judiciales de amparo así como en las cuestiones de inconstitucionalidad
en los casos y forma previstos en la LOTC”. (apartado 11); y la de “interponer
el recurso de amparo constitucional, así como intervenir en los procesos de que
conoce el Tribunal Constitucional en defensa de la legalidad, en la forma en que
las leyes establezcan”
Los principios que informan su organización y funcionamiento son los de uni-
dad de actuación y dependencia jerárquica pero con sujeción, en todo caso, a los
de legalidad e imparcialidad. La dependencia jerárquica determina que en la cús-
pide de la institución se sitúe un órgano unipersonal: el Fiscal General del Estado.
Según el art. 124. 3 “el Fiscal General del Estado será nombrado por el Rey, a
propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial”. El artículo
22. 2 del Estatuto Orgánico dispone que: “El Fiscal General del Estado ostenta
la jefatura superior del Ministerio Fiscal y su representación en todo el territorio
español. A él corresponde impartir las órdenes e instrucciones convenientes al
servicio y al orden interno de la institución y, en general, la dirección e inspección
del Ministerio Fiscal”.
A pesar de su designación por el Gobierno, este —en principio— no puede dar-
le órdenes. Las relaciones entre el Fiscal General y el Gobierno están reguladas en
el artículo 8 de la Ley en estos términos: “1. El Gobierno podrá interesar del Fiscal
General del Estado que promueva ante los Tribunales las actuaciones pertinentes
en orden a la defensa del interés público. 2. La comunicación del Gobierno con el
Ministerio Fiscal se hará por conducto del Ministro de Justicia a través del Fiscal
General del Estado. Cuando el Presidente del Gobierno lo estime necesario podrá
dirigirse directamente al mismo. El Fiscal General del Estado, oída la Junta de
Fiscales de Sala del Tribunal Supremo, resolverá sobre la viabilidad o procedencia
de las actuaciones interesadas y expondrá su resolución al Gobierno de forma ra-
zonada. En todo caso, el acuerdo adoptado se notificará a quien haya formulado
la solicitud”.
Ahora bien, el sistema de nombramiento y cese del Fiscal General, unido al
hecho de que —hasta la reforma operada en 2007— no estuvieran tasadas las
causas de su cese, ni asegurada la duración de su mandato, determinaba que el
Gobierno siempre podía cesar a un Fiscal General que le resultase incómodo. El
Fiscal General fue así durante tres décadas “un cargo político de confianza del
Gobierno” (Torres del Moral).
La situación cambió con la aprobación de la Ley 24/2007 que limitó los pode-
res del Gobierno al establecer un elenco de causas tasadas para el cese del Fiscal
General. El artículo 31 del Estatuto en la redacción dada por esa importante
reforma establece lo siguiente: “El mandato del Fiscal General del Estado tendrá
134 Javier Tajadura Tejada

una duración de cuatro años. Antes de que concluya dicho mandato únicamente
podrá cesar por los siguientes motivos: a) a petición propia, b) por incurrir en
alguna de las incompatibilidades o prohibiciones establecidas en esta Ley; c) en
caso de incapacidad o enfermedad que lo inhabilite para el cargo; d) por incum-
plimiento grave o reiterado de sus funciones; e) cuando cese el Gobierno que lo
hubiera propuesto”.
Con ello se ha reforzado notablemente la independencia del Ministerio Fiscal
respecto del Gobierno. Sin embargo, para que esta fuera plena sería preciso refor-
mar el artículo 124 de la CE, en el sentido de atribuir la designación del Fiscal Ge-
neral a una mayoría cualificada del Congreso de los Diputados (3/5) y otorgarle
un mandato superior al de la Cámara (5 o 6 años). La relevancia de sus funciones,
y singularmente las relacionadas con los derechos y libertades, aconsejan, a nues-
tro juicio, una reforma en ese sentido.
En el capítulo siguiente abordaremos la intervención del Ministerio Fiscal en
los procesos de amparo ante el Tribunal Constitucional.

4.3. Otras garantías orgánicas específicas


Además de la tutela prestada a cualquier derecho por el Defensor del Pueblo
y el Ministerio Fiscal, existen derechos que cuentan con garantías orgánicas es-
pecíficas. Por su importancia cabe mencionar —sin ánimo de exhaustividad— la
Agencia de Protección de Datos y la Administración Electoral.
La Agencia de Protección de Datos —entidad de derecho público con per-
sonalidad jurídica propia y plena independencia de las Administraciones Públi-
cas— tiene por función asegurar el respeto al derecho a la protección de datos
personales, que se deriva del art. 18. 4 CE., según reiterada jurisprudencia cons-
titucional. “El derecho fundamental al que estamos haciendo referencia —afirma
el Tribunal Constitucional— garantiza a la persona un poder de control y dispo-
sición sobre sus datos personales. Pues confiere a su titular un haz de facultades
que son elementos esenciales del derecho fundamental a la protección de los datos
personales, integrado por los derechos que corresponden al afectado a consentir
la recogida y el uso de sus datos personales y a conocer los mismos. Y para ha-
cer efectivo ese contenido, el derecho a ser informado de quién posee sus datos
personales y con qué finalidad, así como el derecho a oponerse a esa posesión y
uso exigiendo a quien corresponda que ponga fin a la posesión y empleo de tales
datos. En suma, el derecho fundamental comprende un conjunto de derechos que
el ciudadano puede ejercer frente a quienes sean titulares, públicos o privados,
de ficheros de datos personales, partiendo del conocimiento de tales ficheros y de
su contenido, uso y destino, por el registro de los mismos. De suerte que es sobre
dichos ficheros donde han de proyectarse, en última instancia, las medidas desti-
Los derechos fundamentales y sus garantías 135

nadas a la salvaguardia del derecho fundamental aquí considerado por parte de


las Administraciones Públicas competentes” (STC 290/2000).
El establecimiento de la Agencia facilita el ejercicio de estos derechos, pues,
con ese fin inscribe en su Registro, a efectos de publicidad, los ficheros de titula-
ridad pública o privada; previene cualquier vulneración de la normativa vigente
mediante la aprobación de instrucciones; llegado el caso, fiscaliza, de oficio o a
instancia de los afectados, los ficheros para recabar cuanta información precise;
requiere a los responsables y encargados de los mismos la adopción de las medi-
das pertinentes; ejerce la potestad sancionadora e insta la incoación de expedien-
tes disciplinarios si las infracciones fueron cometidas en ficheros de la Adminis-
tración Pública; finalmente, redacta una Memoria anual de sus actividades para
las Cortes Generales (art. 37 de la LO 15/1999, de protección de datos de carácter
personal).
La Administración Electoral tiene la función de garantizar la transparencia y
objetividad del proceso electoral, así como el respeto del principio de igualdad.
Por ello se configura como una garantía orgánica específica de los derechos reco-
nocidos en el art. 23 CE (STC 154/1988). Así, la Oficina del Censo Electoral cum-
ple un papel fundamental cuando lo elabora y actualiza, pues la aparición en el
mismo es requisito indispensable para el ejercicio del derecho de sufragio activo.
Las Mesas electorales, por su parte, garantizan el carácter personal, directo, libre
y secreto del voto. Las Juntas Electorales, entre otras tareas, imparten instruc-
ciones, solucionan dudas e interpretan la normativa electoral, resuelven quejas,
reclamaciones y recursos en ese ámbito, corrigen infracciones, proclaman a los
candidatos, distribuyen los espacios electorales, levantan acta de los escrutinios
y proclaman a los candidatos electos. Todo ello para garantizar, en todo caso, el
ejercicio de los derechos fundamentales al sufragio activo y pasivo.

5. LA SUSPENSIÓN DE DERECHOS
5.1. Estado de Derecho y derecho de excepción
Pese al privilegiado lugar que ocupan en el ordenamiento constitucional, la
Constitución prevé que, en determinadas situaciones o cuando concurran ciertas
circunstancias, los derechos fundamentales puedan ser suspendidos, tanto de for-
ma individual como colectiva. La suspensión sólo puede justificarse en la necesi-
dad de defender y preservar el Estado de derecho y los derechos fundamentales.
Esta es la paradoja que encierra el derecho de excepción: con él el Estado de De-
recho suspende el ejercicio de los derechos para garantizar su propia subsistencia.
La suspensión de derechos fundamentales debe considerarse siempre como un
último recurso para hacer frente a circunstancias de tal gravedad que no puedan
136 Javier Tajadura Tejada

ser afrontadas por otros medios, esto es, mediante el ejercicio de los poderes or-
dinarios del Estado. La suspensión de derechos en cuanto disminuye de forma
notable el ámbito de libertad de los ciudadanos produce, en consecuencia, un
incremento de los poderes del Estado. En estos casos, el Gobierno asume unos po-
deres extraordinarios, desde el punto de vista de su contenido, pero jurídicamente
limitados puesto que el Estado de Derecho, como tal, no se suspende.
La finalidad principal que el constituyente perseguía con la inclusión en el
artículo 55 de la Constitución del derecho de excepción era —y es— precisamen-
te, evitar que ante una situación excepcional, la falta de regulación constitucio-
nal determinara que los hechos acabaran prevaleciendo sobre el Derecho. No se
puede descartar que ante el silencio constitucional, la respuesta del Estado ante
una situación de excepción (una insurrección violenta, por ejemplo) discurra al
margen del ordenamiento y, de esta forma, la ausencia de un poder de excepción,
configurado jurídicamente como un poder extraordinario pero limitado, conduz-
ca, en definitiva, a la ruptura del Estado de Derecho —en el supuesto de que logre
hacer frente a la emergencia por la vía de hecho y mediante el recurso a la nuda
violencia— o al colapso y destrucción misma del Estado en caso de no tener éxito
en su respuesta a la crisis.
Para evitar cualquiera de estos indeseados resultados, la mayor parte de los
Estados Constitucionales de nuestro tiempo incluyen en su ordenamiento el dere-
cho de excepción. Al fin y al cabo, si como advirtiera Carl Schmitt “soberano es
quien decide sobre el estado de excepción”, es conveniente que el constituyente
en ejercicio de su soberanía juridifique los poderes excepcionales. De esta forma,
la crisis no impone la ruptura del Estado de Derecho sino, como advirtió Pérez
Serrano, su reafirmación. Con arreglo a Derecho se entre ella, se actúa mientras
dura y se liquidan sus consecuencias, depurando en su caso las responsabilidades
correspondientes. Bien es cierto que, como advierte Torres del Moral, en la prácti-
ca no sea fácil “que las cosas circulen siempre tan jurídicamente”. Pero el derecho
no puede hacer más.
El derecho comparado nos muestra que, en este ámbito, existen dos modelos
básicos: el estado excepcional y la dictadura constitucional. Ambos tienen en co-
mún su transitoriedad y su finalidad que es siempre el restablecimiento del orden
constitucional. La diferencia estriba en que en el caso de la dictadura constitu-
cional se produce la concentración de todos los poderes del Estado en una única
magistratura, el Jefe del Estado, y el principio mismo de división de poderes que-
da en suspenso. En el estado excepcional, por el contrario, se prevén diferentes
situaciones o grados de gravedad de la crisis, lo que se traducirá en la suspensión
de un mayor o menor número de derechos constitucionales, pero el principio de
división del poder se mantiene. El caso paradigmático de dictadura constitucional
es el previsto en el artículo 16 de la Constitución francesa de 1958, cuyo antece-
dente se encuentra en el artículo 48 de la Constitución de Weimar. No hace falta
Los derechos fundamentales y sus garantías 137

insistir en los graves riesgos que implica. En el caso de Weimar facilitó la definitiva
destrucción del orden constitucional democrático y el advenimiento del régimen
nacional-socialista del Tercer Reich.
Nuestra Constitución no recoge la dictadura constitucional, y opta por el mo-
delo de los estados excepcionales en términos parecidos a los previstos por la
constitución holandesa (art. 103) o portuguesa (art. 19).
En nuestro ordenamiento, el derecho de excepción regula aquellas situaciones
en las que se produce la quiebra del normal funcionamiento del Estado (por catás-
trofes naturales, crisis del orden público o insurrecciones violentas) atribuyendo
en esos casos al Gobierno unos poderes extraordinarios que implican la suspen-
sión de determinados derechos fundamentales. De esta forma, se garantiza que la
situación de excepción va a afrontarse en el marco del Estado de Derecho y con
pleno respeto a sus principios (responsabilidad y control judicial). Y ello porque
los poderes resultantes de estas situaciones van a configurarse como poderes ju-
rídicamente limitados. La Constitución dice cuáles son los derechos que pueden
suspenderse y remite al legislador orgánico la función de sustituir la regulación
ordinaria del derecho por otra más gravosa y notablemente más restrictiva. En el
caso de la suspensión general de derechos, como veremos, establece incluso una
doble reserva de ley.
Con estas premisas, el artículo 55 de la Constitución viene a cerrar el Título
I, de los derechos y deberes fundamentales, regulando dos formas de suspensión
de derechos: la suspensión general, mediante la declaración de los estados de ex-
cepción y sitio, y la suspensión individual para integrantes de bandas armadas o
elementos terroristas:
“1. Los derechos reconocidos en los artículos 17, 18, apartados 2 y 3; artícu-
los 19, 20, apartados 1, a) y d), y 5; artículos 21, 28, apartado 2, y artículo 37,
apartado 2, podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado
de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución. Se exceptúa
de lo establecido anteriormente el apartado 3 del artículo 17 para el supuesto de
declaración de estado de excepción.
2. Una ley orgánica podrá determinar la forma y los casos en los que, de forma
individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parla-
mentario, los derechos reconocidos en los artículos 17, apartado 2, y 18, aparta-
dos 2 y 3, pueden ser suspendidos para personas determinadas, en relación con las
investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos
terroristas.
La utilización injustificada o abusiva de las facultades reconocidas en dicha
ley orgánica producirá responsabilidad penal, como violación de los derechos y
libertades reconocidos por las leyes”.
138 Javier Tajadura Tejada

5.2. La suspensión general de derechos


El apartado primero del artículo 55 de la Constitución contempla así la sus-
pensión general: “Los derechos reconocidos en los artículos 17, 18, apartados
2 y 3, artículos 19, 20, apartados 1, a) y d), y 5, artículos 21, 28, apartado 2, y
artículo 37, apartado 2, podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración
del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución.
Se exceptúa de lo establecido anteriormente el apartado 3 del artículo 17 para el
supuesto de declaración de estado de excepción”.
Esta disposición habilita al legislador orgánico para suspender un importan-
te y amplio número de derechos al regular los estados de excepción y de sitio,
previstos a su vez en el artículo 116. En este sentido, el artículo 116. 1 de la
Constitución establece que “una Ley Orgánica regulará los estados de alarma,
excepción y sitio, y las competencias y limitaciones correspondientes”. El legisla-
dor orgánico dio cumplimiento a este mandato constitucional con la aprobación
de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, reguladora de los estados de alarma,
excepción y sitio. Su artículo 1 dispone: “Procederá la declaración de los estados
de alarma, excepción o sitio, cuando circunstancias extraordinarias hiciesen im-
posible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las
autoridades competentes”. El común denominador de los tres estados excepcio-
nales es, por tanto, la concurrencia de unas circunstancias extraordinarias, esto
es, una situación de emergencia, que impiden mantener la normalidad a través de
los poderes ordinarios del Estado y que exigen, en consecuencia, la atribución de
unos poderes extraordinarios que van a traducirse en la suspensión de derechos.
A continuación, el citado artículo 1 establece en su aparado segundo los princi-
pios de necesidad y de proporcionalidad en relación a las medidas a adoptar: “Las
medidas a adoptar (…) serán en cualquier caso las estrictamente indispensables
para asegurar el restablecimiento de la normalidad. Su aplicación se realizará en
forma proporcionada a las circunstancias”.
Conviene insistir en la idea expuesta al inicio del epígrafe de que el Estado de
Derecho en ningún caso se suspende. Esta es la gran diferencia con respecto a la
dictadura constitucional. El principio de división de poderes permanece intacto.
La ley subraya, en este sentido que “la declaración de los estados de alarma, ex-
cepción y sitio no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitu-
cionales del Estado” (art. 1.4).
El primero de los poderes constitucionales es el Parlamento. Por ello, la Cons-
titución se preocupa por garantizar su posición durante los estados excepcionales.
Las cámaras quedan automáticamente convocadas por la sola declaración de un
estado excepcional. Y la cámara que adquiere todo el protagonismo en este ám-
bito, el Congreso de los Diputados, no puede ser disuelta (debiendo incluirse en
esta prohibición el supuesto previsto en el artículo 99.5, la disolución automática
Los derechos fundamentales y sus garantías 139

transcurridos dos meses desde la primera votación de investidura sin que ningún
candidato a la Presidencia del Gobierno resulte investido). Ahora bien, no está
previsto que hacer si llega el momento de celebrar elecciones durante la vigencia
de un estado excepcional. La LO 2/1980, reguladora de las distintas modalidades
de referéndum prevé su suspensión: “No podrá celebrarse referéndum, en nin-
guna de sus modalidades, durante la vigencia de los estados de excepción y sitio
en algunos de los ámbitos territoriales en los que se realiza la consulta o en los
noventa días posteriores a su levantamiento. Si en la fecha de la declaración de
dichos estados estuviera convocado un referéndum, quedará suspendida su cele-
bración, que deberá ser objeto de nueva convocatoria”. Naturalmente, la solución
no puede extrapolarse, sin más, a las elecciones a Cortes.
Por otro lado, el control jurisdiccional de los actos de la administración, así
como el derecho a ser indemnizado por los daños y perjuicios sufridos como con-
secuencia de la aplicación de actos y disposiciones por parte de la Administración
no se ve afectado por el derecho de excepción (art. 3).
Además, la propia declaración del estado excepcional es susceptible de control
jurisdiccional. Y ello porque, como vamos a ver, ésta no se limita a constatar la
existencia de una emergencia sino que reviste un marcado carácter normativo en
cuanto configura el estatuto jurídico del estado excepcional declarado.
a) La declaración del estado de sitio es una “disposición normativa con fuer-
za de ley” (art. 161.1 a CE) susceptible de ser impugnada tanto a través de un
recurso de inconstitucionalidad, como de una cuestión de inconstitucionalidad e,
indirectamente, a través de un recurso de amparo.
b) La autorización de la declaración del estado de excepción (y de prórroga del
de alarma) puede ser comprendida como un “acto del Estado con fuerza de ley”
y en consecuencia sujeta también al control de constitucionalidad (art. 27.2. b,
LOTC) a través del recurso de inconstitucionalidad. Por el contrario, por su falta
de eficacia jurídica inmediata no pueden ser recurridas en amparo ni a través de
la cuestión de inconstitucionalidad. En esos últimos casos, la impugnación debe
dirigirse contra el decreto de declaración. Estos decretos de declaración del estado
de excepción (y de prórroga del de alarma) pueden ser controlados jurisdiccional-
mente desde el punto de vista del respeto al principio de legalidad, directamente
por relación a la LO 4/81, como indirectamente por violación de la autorización
del Congreso.
c) El decreto de declaración del estado de alarma es susceptible de control ju-
risdiccional por violación de la LO 4/81.
La entrada en vigor de los estados excepcionales se produce de forma inme-
diata y se rodea de unas especiales garantías de publicidad. En este sentido, el ar-
tículo 2 de la ley establece lo siguiente: “La declaración de los estados de alarma,
excepción o sitio será publicada de inmediato en el «Boletín Oficial del Estado»
140 Javier Tajadura Tejada

y difundida obligatoriamente por todos los medios de comunicación públicos y


por los privados que se determinen, y entrará en vigor desde el instante mismo de
su publicación en aquél. También serán de difusión obligatoria las disposiciones
que la Autoridad competente dicte durante la vigencia de cada uno de dichos
estados”.
El enunciado constitucional del artículo 116 permite al legislador orgánico
configurar la emergencia de forma gradual o diversa. La configuración gradual
hubiera supuesto articular de forma escalonada los estados excepcionales. Esto es,
considerada la emergencia como única, en función de su gravedad, se pasaría de
un estado a otro. No fue esta la solución adoptada. El legislador ha identificado
tres tipos distintos de emergencia sin que quepa hablar de gradualidad. Ante ame-
nazas diversas, se responde de manera distinta. Ahora bien, sí que es cierto que,
al examinar los procedimientos para la declaración de los estados y su contenido
sustantivo, esto es, sus efectos, cabe reconocer una cierta gradualidad en cuanto a
su importancia. Ello se refleja en la forma en que interviene el Congreso y en los
derechos que se ven afectados.
De los tres estados excepcionales constitucionalmente previstos —alarma, ex-
cepción y sitio— sólo los dos últimos implican la suspensión de derechos funda-
mentales. La suspensión no supone —como regla general—, la supresión de los
derechos, sino la sustitución de su régimen jurídico ordinario por otro extraordi-
nario que debilita considerablemente su significado y alcance. En algunos casos,
sin embargo, la suspensión se identifica con la supresión del derecho (derecho de
huelga, por ejemplo).
El análisis de cada uno de estos estados excepcionales requiere examinar suce-
sivamente el tipo de emergencia que justifica su declaración, esto es, el supuesto de
hecho que legitima su activación; el procedimiento formal exigido para su decla-
ración; y, finalmente, los efectos de la declaración, esto es, el contenido sustantivo
de dichos estados, y sus implicaciones sobre el régimen jurídico de los derechos
fundamentales.

5.3. El estado de alarma


El legislador ha realizado un esfuerzo de clarificación del tipo de emergencia
que puede dar lugar a la declaración del estado de alarma. Como hemos dicho,
este no es un estado previo al de excepción, sino el previsto para hacer frente a
unas circunstancias específicas. Se pretende con él hacer frente a crisis o catástro-
fes naturales, que ponen en peligro la subsistencia física de la comunidad, pero sin
excluir situaciones que puedan tener su origen en conflictos sociales.
El artículo 4 de la Ley prevé la declaración del estado de alarma cuando se
produzca alguna de estas alteraciones graves de la normalidad:
Los derechos fundamentales y sus garantías 141

a) Catástrofes, calamidades o desgracias públicas, tales como terremotos, inun-


daciones, incendios urbanos y forestales o accidentes de gran magnitud.
b) Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves.
c) Paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad, cuando no
se garantice lo dispuesto en los arts. 28. 2 y 37. 2 de la Constitución, y concurra
alguna de las demás circunstancias o situaciones contenidas en este artículo.
d) Situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad.
La declaración del estado de alarma, por un plazo máximo de 15 días, corres-
ponde al Gobierno “mediante decreto acordado en Consejo de Ministros” (art.
116. 2 CE). Sólo se puede prorrogar con autorización expresa del Congreso de los
Diputados, que, en ese caso, puede establecer el alcance y las condiciones vigentes
durante la prórroga (art. 6 LO 4/81).
Para hacer frente a la situación de emergencia, el estado de alarma crea una
Autoridad competente (el Gobierno, o por delegación de este, el Presidente de
una Comunidad Autónoma) a la que faculta para dar órdenes directas a todas
las autoridades civiles. Así el artículo 9 de la ley dispone lo siguiente: “Por la de-
claración del estado de alarma todas las Autoridades civiles de la Administración
Pública del territorio afectado por la declaración, los integrantes de los Cuerpos
de Policía de las Comunidades Autónomas y de las Corporaciones Locales, y
los demás funcionarios y trabajadores al servicio de las mismas, quedarán bajo
las órdenes directas de la Autoridad competente en cuanto sea necesario para la
protección de personas, bienes y lugares, pudiendo imponerles servicios extraor-
dinarios por su duración o por su naturaleza”.
En todo caso, en relación a nuestro tema, interesa destacar que la declaración
del estado de alarma no afecta a la vigencia de ningún derecho fundamental. Por
ello, como hemos dicho, en puridad no estamos ante un supuesto de suspensión
de derechos. Los efectos de la declaración de este estado excepcional son los pre-
vistos, básicamente, en el artículo 11 de la Ley:
a) En primer lugar, la posibilidad de limitar la circulación o permanencia de
personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cum-
plimiento de ciertos requisitos.
b) En segundo lugar, la posibilidad también de practicar requisas temporales
de todo tipo de bienes e imponer prestaciones personales obligatorias.
c) En tercer lugar, la autoridad competente podrá igualmente intervenir y ocu-
par transitoriamente industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales de cual-
quier naturaleza, con excepción de domicilios privados, dando cuenta de ello a los
Ministerios interesados.
d) En cuarto lugar, durante el estado de alarma se puede limitar o racionar el
uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad.
142 Javier Tajadura Tejada

e) Finalmente, la autoridad competente podrá también impartir las órdenes


necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados y el funcionamiento
de los servicios y de los centros de producción.
Por otro lado, y por lo que se refiere a las emergencias provocadas por catás-
trofes naturales o crisis sanitarias, “la Autoridad competente podrá adoptar por
sí, según los casos, además de las medidas previstas en los artículos anteriores, las
establecidas en las normas para la lucha contra las enfermedades infecciosas, la
protección del medio ambiente, en materia de aguas y sobre incendios forestales”
(art. 12. 1).
En caso de paralización de un servicio público esencial o de desabastecimiento
de productos de primera necesidad, “el Gobierno podrá acordar la intervención
de empresas o servicios, así como la movilización de su personal, con el fin de
asegurar su funcionamiento. Será de aplicación al personal movilizado la norma-
tiva vigente sobre movilización que, en todo caso, será supletoria respecto de lo
dispuesto en el presente artículo” (art. 12. 2).
La normativa vigente sobre movilización es la Ley Básica de Movilización Na-
cional (Ley 50/1969, de 26 de abril), que permite efectuar la movilización por
decreto y somete a la justicia militar al personal civil movilizado.
El estado de alarma ha sido declarado en una única ocasión (4 de diciembre de
2010) con motivo de una huelga encubierta e ilegal llevada a cabo por los contro-
ladores aéreos que provocó el cierre del espacio aéreo español, y afectó al derecho
a la libertad de circulación de cientos de miles de personas. Todo ello, además, en
vísperas del puente festivo de la Constitución. El gobierno recurrió a este estado
excepcional, mediante el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, por el que se
declaró el estado de alarma para la normalización del servicio público esencial del
transporte aéreo, y el Real Decreto 1717/2010, de 17 de diciembre, por el que se
prorrogó aquel. El artículo 1 del Decreto 1673/2010 señaló que la justificación y
finalidad del estado de alarma que se declaró era hacer frente a la paralización de
un servicio público esencial (el transporte aéreo). El artículo 2 delimitó el ámbito
territorial (la totalidad del territorio nacional) afectando a todas las torres de con-
trol de la red aeroportuaria española y a los centros de control gestionados por la
entidad pública empresarial que gestiona el servicio. El artículo 3, de conformidad
con lo previsto en el artículo 12. 2 de la LO 4/81 antes examinado, declaró la
consideración de personal militar de los controladores y personal de servicio de
las torres, y su sujeción a las órdenes directas de las autoridades designadas en el
Decreto, así como su sometimiento a las leyes penales y disciplinarias militares.
La duración del estado de alarma fue de quince días, pero fue prorrogado
por otros quince en virtud del segundo Decreto citado. El Acuerdo del Pleno del
Congreso de 16 de diciembre de 2010 autorizando al Gobierno la prórroga fue
recurrido por los controladores en amparo ante el Tribunal Constitucional, que
Los derechos fundamentales y sus garantías 143

inadmitió el recurso. En su Auto 7/2012, de 13 de enero el Tribunal Constitucio-


nal consideró que el recurso era inadmisible, por cuanto este acto del Congreso
por tener valor de ley sólo puede ser impugnado a través del recurso de inconsti-
tucionalidad, para el que los recurrentes carecían de legitimidad.

5.4. El estado de excepción


El estado de excepción está concebido para hacer frente a una crisis de or-
den público. Como ha advertido Cruz Villalón, el artículo 13 de la LO 4/81 es
la síntesis de dos concepciones: una consistente en asimilar sin más el estado de
excepción a las alteraciones graves del orden público, sin que estas vengan espe-
cialmente definidas; y otra consistente en atribuir un contenido concreto al orden
público, y por tanto, a la naturaleza de esas alteraciones:
“Cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el
normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios pú-
blicos esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público,
resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias
fuera insuficiente para restablecerlo y mantenerlo, el Gobierno, de acuerdo con el
apartado 3 del podrá solicitar del Congreso de los Diputados autorización para
declarar el estado de excepción”.
El derecho comparado —con la notable excepción de Francia— nos muestra
que, por una mayor adecuación a los principios del Estado de Derecho, la autori-
dad que recibe los poderes extraordinarios está inserta en el Poder Ejecutivo, y es
normalmente el Gobierno, pero la que constata la existencia de la emergencia y
declara el estado excepcional suele ser el Parlamento. Esta es la fórmula que sigue
la LO 4/81.
La declaración del estado de excepción, así como la prórroga del estado de
alarma (estado de alarma ‘parlamentario’) corresponde al Gobierno —Decreto
acordado en Consejo de Ministros— previa autorización del Congreso de los
Diputados. Pero como vamos a ver esta “autorización”, materialmente, es mucho
más: es una autorización-declaración y se configura de hecho, “como un tercer
nivel normativo, que viene a sumarse a la LO 4/81 y a la Constitución, en el siste-
ma de fuentes del derecho de excepción” (Cruz Villalón). Y ello porque la ley no
contiene unas previsiones que entren automáticamente y en su conjunto en vigor
como efecto de la declaración de un estado excepcional, sino que regula única-
mente el marco normativo a partir del cual el legislador, en cada caso, configurará
el concreto estatuto jurídico del estado que declare.
El artículo 13. 2 de la ley regula de forma muy detallada el contenido de la
solicitud de autorización que el Gobierno debe remitir al Congreso. Esa autori-
zación y la consiguiente proclamación del estado de excepción debe determinar
144 Javier Tajadura Tejada

expresamente los efectos del mismo (esto es los derechos que se suspenden), el
ámbito territorial a que se extiende y su duración, que no podrá exceder de treinta
días, prorrogables por otro plazo igual, y con los mismos requisitos. Ahora bien,
el artículo 13. 3 de la ley viene a identificar, materialmente, la intervención del
Congreso en el estado de excepción con la que veremos después que se prevé para
el estado de sitio. “El Congreso debatirá la solicitud de autorización remitida por
el Gobierno, pudiendo aprobarla en sus propios términos o introducir modifica-
ciones en la misma”. A pesar de que el acto del Congreso se llame autorización,
materialmente es una declaración.
Como ha advertido Cruz Villalón, “formalmente, la declaración del estado de
excepción toma la forma de un decreto acordado en Consejo de Ministros, pero el
tenor del artículo 14 de la LO 4/81 parece indicar que, una vez obtenida la auto-
rización del Congreso, el decreto de declaración no tiene un carácter muy distinto
al de un requisito formal, como puede ser la promulgación o la publicación, que
es poco menos que un acto debido del Gobierno”. El Gobierno, una vez autoriza-
do, no podría posponer la declaración del estado de sitio, y habría que considerar
inconstitucionales las autorizaciones abiertas con un plazo determinado. Efecti-
vamente, el tenor literal del artículo 14 es el siguiente: “El Gobierno, obtenida
la autorización a que hace referencia el artículo anterior, procederá a declarar el
estado de excepción, acordando para ello en Consejo de Ministros un decreto con
el contenido autorizado por el Congreso de los Diputados”. Este precepto pone
de manifiesto que la autorización del Congreso es, en realidad, un acto con fuerza
de ley, de ahí que podamos afirmar que, en materia de suspensión de derechos, la
Constitución establece una doble reserva de ley. En primer lugar, la reserva genéri-
ca del artículo 116, y en segundo lugar, esta reserva específica, en la medida en que
las Cortes deben pronunciarse siempre sobre cualquier suspensión concreta. “Esta
doble intervención del Legislativo —subraya Cruz Villalón— es algo inserto en
la naturaleza misma del derecho de excepción, algo derivado de la trascendencia
política inherente a la competencia para constatar la presencia de la emergencia y,
consiguientemente, para declarar el estado excepcional”.
El Gobierno puede poner fin anticipado al estado de excepción o solicitar, en
su caso, la prórroga del mismo. Lo primero no plantea problemas dado el prin-
cipio de necesidad que inspira el Derecho de excepción. Por lo que se refiere a lo
segundo, el legislador orgánico reguló restrictivamente la prórroga para evitar
encadenamientos sucesivos como ocurriera en otras épocas históricas. La prórro-
ga debe ser solicitada al Congreso de los Diputados que podrá autorizarla por un
plazo que no podrá exceder de treinta días (art. 15 LO 4/81).
El número de los derechos y libertades suspendidos en este estado es el taxa-
tivamente fijado en el artículo 55.1 CE (artículos 17, apartados 1 y 2; artículo
18, apartados 2; artículo 18, apartado 3; artículo 19; artículo 20, apartados 1,
Los derechos fundamentales y sus garantías 145

a); artículo 20, apartado 1 d); artículo 20, apartado 5; artículo 21; artículo 28,
apartado 2; artículo 37, apartado 2).
La declaración del estado de excepción (o de sitio) no produce, per se y de
forma automática, la suspensión de ningún derecho, sino sólo en la medida en
que la autorización de la declaración (o la declaración misma en el estado de
sitio) lo prevea. Además, en principio, esa suspensión no debe identificarse con
la supresión del derecho. La suspensión implica únicamente la sustitución de su
régimen jurídico ordinario por otro extraordinario e indudablemente mucho más
restrictivo (que puede llegar a hacerlo irreconocible puesto que el contenido esen-
cial del mismo se ve afectado) pero sometido igualmente al principio de legalidad.
Es cierto, en todo caso, que en relación a algunos derechos, como vamos a ver a
continuación, cabe hablar de pura y simple supresión.
El régimen jurídico de los derechos suspendidos es el siguiente:
a) El artículo 16 de la ley permite suspender la libertad individual, pero di-
cha suspensión tiene una limitación temporal y no puede extenderse más de diez
días: La Autoridad gubernativa podrá detener a cualquier persona si lo considera
necesario para la conservación del orden, siempre que, cuando menos, existan
fundadas sospechas de que dicha persona vaya a provocar alteraciones del orden
público. La detención no podrá exceder de diez días y los detenidos disfrutarán
de los derechos que les reconoce el 17. 3 de la Constitución. La detención habrá
de ser comunicada al Juez competente en el plazo de veinticuatro horas. Durante
la detención, el Juez podrá, en todo momento, requerir información y conocer
personalmente, o mediante delegación en el Juez de Instrucción del partido o de-
marcación donde se encuentre el detenido, la situación de éste.
b) El artículo 17 de la ley regula minuciosamente la suspensión de la inviolabi-
lidad del domicilio: la Autoridad gubernativa podrá disponer inspecciones y regis-
tros domiciliarios si lo considera necesario para el esclarecimiento de los hechos
presuntamente delictivos o para el mantenimiento del orden público.
– La inspección o el registro se llevarán a cabo por la propia Autoridad o por
sus agentes, a los que proveerá de orden formal y escrita.
– El reconocimiento de la casa, papeles y efectos, podrá ser presenciado por el
titular o encargado de la misma o por uno o más individuos de su familia mayores
de edad y, en todo caso, por dos vecinos de la casa o de las inmediaciones, si en
ellas los hubiere, o, en su defecto, por dos vecinos del mismo pueblo o del pueblo
o pueblos limítrofes.
– No hallándose en ella al titular o encargado de la casa ni a ningún individuo
de la familia, se hará el reconocimiento en presencia únicamente de los dos veci-
nos indicados.
146 Javier Tajadura Tejada

– La asistencia de los vecinos requeridos para presenciar el registro será obli-


gatoria y coercitivamente exigible.
– Se levantará acta de la inspección o registro, en la que se harán constar los
nombres de las personas que asistieren y las circunstancias que concurriesen, así
como las incidencias a que diere lugar. El acta será firmada por la autoridad o el
agente que efectuare el reconocimiento y por el dueño o familiares y vecinos. Si no
supieran o no quisiesen firmar se anotará también esta incidencia.
– La Autoridad gubernativa comunicará inmediatamente al Juez competente
las inspecciones y registros efectuados, las causas que los motivaron y los resulta-
dos de los mismos, remitiéndole copia del acta levantada.
c) La regulación de la suspensión de la inviolabilidad de las comunicaciones
prevé la comunicación inmediata por escrito motivado al juez competente (art. 18).
d) La suspensión de los derechos a la libre circulación y residencia está prevista
en el artículo 20 en estos términos: “1. Cuando la autorización del Congreso com-
prenda la suspensión del artículo 19, la Autoridad gubernativa podrá prohibir
la circulación de personas y vehículos en las horas y lugares que se determine, y
exigir a quienes se desplacen de un lugar a otro que acrediten su identidad, seña-
lándoles el itinerario a seguir. 2. Igualmente podrá delimitar zonas de protección o
seguridad y dictar las condiciones de permanencia en las mismas y prohibir en lu-
gares determinados la presencia de personas que puedan dificultar la acción de la
fuerza pública. 3. Cuando ello resulte necesario, la Autoridad gubernativa podrá
exigir a personas determinadas que comuniquen, con una antelación de dos días,
todo desplazamiento fuera de la localidad en que tengan su residencia habitual. 4.
Igualmente podrá disponer su desplazamiento fuera de dicha localidad cuando lo
estime necesario. 5. Podrá también fijar transitoriamente la residencia de personas
determinadas en localidad o territorio adecuado a sus condiciones personales. 6.
Corresponde a la Autoridad gubernativa proveer de los recursos necesarios para
el cumplimiento de las medidas previstas en este artículo y, particularmente, de
las referidas a viajes, alojamiento y manutención de la persona afectada. 7. Para
acordar las medidas a que se refieren los apartados 3, 4 y 5 de este artículo, la Au-
toridad gubernativa habrá de tener fundados motivos en razón a la peligrosidad
que para el mantenimiento del orden público suponga la persona afectada por
tales medidas”.
e) El artículo 21 de la ley permite suspender la libertad de expresión: la Autori-
dad gubernativa podrá suspender todo tipo de publicaciones, emisiones de radio
y televisión, proyecciones cinematográficas y representaciones teatrales, siempre
y cuando la autorización del Congreso comprenda la suspensión del artículo 20,
apartados 1, a) y d), y 5. Igualmente podrá ordenar el secuestro de publicaciones.
f) Por lo que se refiere a la libertad de reunión, la Ley dispone que la Autori-
dad gubernativa podrá someter a autorización previa o prohibir la celebración
Los derechos fundamentales y sus garantías 147

de reuniones y manifestaciones. También podrá disolverlas. En todo caso, la ley


deja a salvo las reuniones orgánicas que los partidos políticos, los sindicatos y las
asociaciones empresariales realicen en cumplimiento de sus fines constitucionales.
Estas reuniones, celebradas de acuerdo con sus Estatutos, no podrán ser prohibi-
das, disueltas ni sometidas a autorización previa (art. 22).
g) El art. 23 suspende con carácter general —y en este caso sí que cabe hablar
de supresión—, los derechos de huelga y a adoptar medidas de conflicto colectivo.

5.5. El estado de sitio


El estado de sitio se declara para hacer frente no a una crisis de orden público
sino a una crisis de Estado. No nos encontramos ante simples alteraciones graves
del orden público sino ante insurrecciones, o actos de fuerza contra el Estado. En
este sentido el artículo 32 de la LO 4/81 dispone:
“Cuando se produzca o amenace producirse una insurrección o acto de fuerza
contra la soberanía o independencia de España, su integridad territorial o el orde-
namiento constitucional, que no pueda resolverse por otros medios, el Gobierno,
(…) podrá proponer al Congreso de los Diputados la declaración de estado de
sitio”.
El elemento distintivo de este tipo de crisis o emergencia es la fuerza o la vio-
lencia, como demuestra el uso del término ‘insurrección’ —referido a atentados
producidos en el interior del Estado—, completado por la expresión ‘acto de fuer-
za’ para hacer referencia a ataques provenientes del exterior. Por otro lado, no es
preciso que el acto de fuerza se haya consumado puesto que “la amenaza” ya per-
mitiría declararlo. Ahora bien, por la gravedad de la medida, debe de tratarse de
una amenaza seria, real, y grave. Es decir debe ser inminente. No cabría declarar
el estado de sitio ante un riesgo genérico e indeterminado.
Es muy significativo también que el legislador orgánico haya considerado
oportuno reproducir literalmente la fórmula adoptada por el constituyente para
enunciar en el artículo 8 las funciones de las Fuerzas Armadas. Desde esta óptica
el estado de sitio se configura como el “instrumento a través del cual las Fuerzas
Armadas pueden ser llamadas por el Congreso de los Diputados a colaborar, bajo
las órdenes del Gobierno de la nación, en el rechazo de una agresión interna con-
tra el ordenamiento constitucional de España. Cualquier otra ‘lectura’ del artículo
8.1 equivaldría a una completa desnaturalización de nuestro régimen constitucio-
nal” (Cruz Villalón).
Conviene por ello recordar que no cabe duda alguna de que el artículo 8 debe
ser interpretado conjuntamente con el artículo 97 CE. Este precepto encomien-
da al gobierno la dirección de la Administración militar y la función de defensa
del Estado. No hay margen para ninguna actuación “autónoma” de las Fuerzas
148 Javier Tajadura Tejada

Armadas. Estas no se configuran, en modo alguno, como una Administración


Autónoma o independiente. Si bien es cierto que la Constitución les atribuye ex-
presamente unas funciones, no lo es menos que para su cumplimiento exige, inex-
cusablemente, la dirección política del Gobierno.
Este es el sentido del artículo 33 de la ley. En virtud de la declaración del es-
tado de sitio, el Gobierno, que dirige la política militar y de la defensa, asumirá
todas las facultades extraordinarias previstas en la Ley. En su apartado segundo se
precisa que a esos efectos, “el Gobierno designará la Autoridad militar que, bajo
su dirección, haya de ejecutar las medidas que procedan en el territorio a que el
estado de sitio se refiera”.
Por otro lado, y por la misma razón, el estado de sitio se configura como el
‘techo máximo’ (Cruz Villalón) previsto por nuestro ordenamiento para su adap-
tación a una situación de emergencia. En el mismo queda incluida la situación de
estado de guerra tanto frente a una potencia extranjera, como la que pudiera ser
calificada de guerra civil.
El estado de sitio lo declara el Congreso por mayoría absoluta a propuesta
exclusiva del Gobierno. El Congreso determina también su ámbito territorial, du-
ración y condiciones (los derechos que se suspenden). A diferencia del estado de
alarma cuyo periodo inicial máximo era de 15 días, y del de excepción que como
vimos es de treinta, el estado de sitio no tiene limitación temporal. Tampoco se
prevé la posibilidad de que Gobierno lo levante de forma anticipada, salvo que en
la declaración formulada por el Congreso se autorice el levantamiento anticipado.
La declaración podrá autorizar, además de lo previsto para los estados de alar-
ma y excepción, la suspensión temporal de las garantías jurídicas del detenido que
se reconocen en el apartado 3 del artículo 17 de la Constitución, es decir, el dere-
cho de éste a ser informado inmediatamente y de modo comprensible de sus de-
rechos y de las razones de su detención, a no declarar y a ser asistido por letrado.
No distingue la ley entre la asistencia de letrado en las diligencias policiales y
en las judiciales. Parece, por su tenor literal, que pueden ser suspendidas ambas.
Sin embargo, el derecho a la asistencia letrada en las diligencias judiciales afecta
a las garantías del artículo 24. 2, y este precepto constitucional no figura entre los
que pueden ser suspendidos. Por ello, y tal y como sostiene Torres del Moral, “de-
bemos inclinarnos a favor del elemental principio de interpretación favorable a la
libertad y restrictiva de sus limitaciones, es decir, a favor de la no susceptibilidad
de suspensión de esta garantía”.
Con todo, compartimos también la opinión de Cruz Villalón, en el sentido de
esperar que, si alguna vez el Congreso declara el estado de sitio, “no incorpore
esta suspensión, cuya gravedad difícilmente puede ser exagerada”.
Los derechos fundamentales y sus garantías 149

En todo caso, en tanto que el artículo 15 CE no pierde vigencia, nunca sería


posible practicar torturas o infligir tratos inhumanos o degradantes que pusieran
en peligro la integridad física, psíquica, o la vida del detenido. El derecho a no ser
torturado se configura por tanto —como ya vimos en el capítulo anterior— como
un derecho absoluto.
Finalmente, es importante también destacar que el Convenio de Roma obliga a
informar de la declaración del estado de excepción y de sitio al secretario general
del Consejo de Europa, con inclusión de “los motivos que la han inspirado” así
como del momento en que dejan de estar en vigor estos estados. Así se deduce
del artículo 15 CEDH que, tras establecer en su primer apartado que “en caso de
guerra o de otro peligro público que amenace la vida de la nación, cualquier Alta
Parte Contratante podrá tomar medidas que deroguen las obligaciones previstas
en el presente Convenio en la medida estricta en que lo exija la situación, y su-
puesto que tales medidas no estén en contradicción con las otras obligaciones que
dimanan del derecho internacional”, dispone en el apartado tercero la siguiente
obligación: “Toda Alta Parte Contratante que ejerza este derecho de derogación
tendrá plenamente informado al Secretario general del Consejo de Europa de
las medidas tomadas y de los motivos que las han inspirado. Deberá igualmente
informar al Secretario General del Consejo de Europa de la fecha en que esas
medidas hayan dejado de estar en vigor y las disposiciones del Convenio vuelvan
a tener plena aplicación”.

5.6. La suspensión individual de derechos


La suspensión individual de derechos es la contemplada en el segundo apar-
tado del artículo 55 de la Constitución. “Una ley orgánica podrá determinar la
forma y los casos en los que, de forma individual y con la necesaria intervención
judicial y el adecuado control parlamentario, los derechos reconocidos en los artí-
culos 17, apartado 2, y 18, apartados 2 y 3, pueden ser suspendidos para personas
determinadas, en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación
de bandas armadas o elementos terroristas”.
La finalidad de esta disposición es habilitar al Estado para su defensa frente a
aquellos grupos criminales organizados que lo amenazan de forma grave, o frente
a quienes sin pertenecer formalmente a esos grupos, realizan acciones terroristas.
Esta suspensión de derechos se configura como una medida excepcional y ha de
interpretarse, por tanto, restrictivamente. El desarrollo legal de esta disposición
—a la que se suele denominar en general “legislación antiterrorista”— ha plan-
teado las siguientes cuestiones.
a) En primer lugar, algunos autores sostuvieron el carácter transitorio de estas
normas de desarrollo. Es decir, que la legislación antiterrorista no puede aprobar-
150 Javier Tajadura Tejada

se con vocación de permanencia indefinida en el tiempo, sino que debe prever su


derogación una vez extinguidas las causas que la justifican. En este sentido, las
primeras leyes antiterroristas parecieron asumir esta interpretación en la medida
en que incluyeron un periodo de vigencia determinado. Ahora bien, no es esta la
única lectura posible del artículo 55. 2, de la Constitución. De ahí que la doctrina
haya reconocido (Vírgala) que las normas jurídicas que desarrollen la suspen-
sión individual de derechos puedan tener carácter permanente, y de hecho, así ha
ocurrido con las diversas leyes que han incorporado esta suspensión de derechos
al Código Penal y a la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Cosa distinta es que la
suspensión de derechos prevista en la norma deba ser una suspensión transitoria
de derechos y nunca permanente. El Tribunal Constitucional ha confirmado esta
tesis considerando que la transitoriedad de la ley se predica materialmente de la
suspensión temporal de los derechos, pero no de la vigencia de la norma.
Sea de ello lo que fuere, hemos de advertir que la tesis que defiende la atribu-
ción de un carácter transitorio a la legislación antiterrorista, no deja de ser una
teoría cuyos presupuestos de aplicación, lamentablemente, no vayan a cumplirse
nunca. Las circunstancias políticas y sociales de nuestro presente histórico con-
firman que las sociedades del siglo XXI deberán acostumbrarse a convivir con el
terrorismo internacional (Al Qaeda) y con poderosas organizaciones criminales
internacionales. En este contexto, ningún ordenamiento podría permitirse la de-
rogación del derecho de excepción constitucionalmente previsto para hacer frente
a unos grupos organizados y a unos elementos terroristas que —aun actuando de
forma individual—, se configuran como una de las mayores y más graves amena-
zas para los derechos fundamentales de nuestro tiempo.
b) En segundo lugar, y por lo que se refiere a la individuación de la suspensión, hay
que señalar que esta no exige la identificación puntual de las personas a las que se les
aplica, sino que basta —lógicamente— con una individuación indirecta, esto es a tra-
vés de la relación de los individuos a los que les es aplicable con unos hechos concre-
tos. La suspensión será así aplicable a quienes guarden relación con unos hechos obje-
to de una investigación policial realizada para la persecución de delitos realizados por
individuos vinculados a organizaciones terroristas o bandas armadas. En el contexto
de esas diligencias, la suspensión es necesaria como medio para el esclarecimiento de
los hechos, en general, o, para la obtención de pruebas, en particular.
c) En tercer lugar, se ha discutido también el significado y alcance del sintagma
“bandas armadas o elementos terroristas”. Este podría entenderse en el sentido de
que la naturaleza terrorista de la organización es un requisito para poder aplicar
a sus miembros la suspensión de derechos. En otro caso, es decir, a integrantes de
una organización o banda criminal, “no terrorista” no les serían aplicables estas
medidas de excepción. No parece que esta sea la única interpretación posible.
De hecho es lícito considerar “banda armada” a una organización criminal no
terrorista. En otro caso, la expresión sería redundante. Ahora bien, tampoco parece
Los derechos fundamentales y sus garantías 151

aceptable —por el carácter excepcional de la suspensión— que la legislación relativa


a la suspensión individual de derechos fuera aplicable a cualquier banda armada, por
ejemplo, a una organización que realiza robos en viviendas. A estos efectos es obli-
gado acudir al fundamento del derecho de excepción que no es otro que la defensa
del Estado. Desde esta óptica la suspensión sería aplicable a miembros de cualquier
organización criminal, terrorista o no, que suponga una amenaza cierta y grave para
la seguridad del Estado. Esto es, debe tratarse de una organización criminal que re-
presente una amenaza de similar intensidad a la de un grupo terrorista. En la práctica,
se ha seguido una interpretación más laxa y por ello muy discutible, dado que la le-
gislación antiterrorista se ha aplicado en un caso de delincuencia común organizada,
y el Gobierno lo ha justificado en la literalidad del precepto constitucional. Por otro
lado, la expresión “elementos terroristas” supone que la suspensión puede ser aplica-
da también a individuos aislados que sin formar parte de una organización participen
en la realización de actos terroristas.
Sea de ello lo que fuere, hemos de advertir que existen hoy organizaciones cri-
minales no terroristas que suponen una amenaza para la existencia y la seguridad
del Estado, mucho mayor que la que representaron en el pasado organizaciones
terroristas. La capacidad de los carteles de la droga en México o en Colombia, por
poner dos ejemplos significativos, para poner en riesgo la seguridad de esos Esta-
dos ha sido mucho mayor que la desplegada por organizaciones como el GRAPO
en España o la Fracción del Ejército Rojo en Alemania. En el momento presente,
los organismos de seguridad de la Unión Europea (europol) han advertido del pe-
ligro que representan para las sociedades democráticas y para los derechos funda-
mentales de sus ciudadanos, la existencia y funcionamiento de bandas criminales
internacionales dedicadas al tráfico de drogas y de personas, y con vocación de
integrarse también en la economía legal, y de corromper las estructuras estatales.
El artículo 55. 2 fue desarrollado por primera vez a través de la LO 11/1980,
de 1 de diciembre. Recurrida ante el Tribunal Constitucional, este desestimó el
recurso en su STC 25/1981. La ley anterior fue sustituida por la LO 9/1984. Esta
segunda ley también fue recurrida, y el Tribunal declaró la inconstitucionalidad
de algunos preceptos (STC 199/1987). Como consecuencia de ello el legislador
aprobó posteriormente las LLOO 3 y 4/1988, de 25 de mayo, de reforma del Có-
digo Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, respectivamente.
Los derechos que en virtud de estas normas quedan suspendidos deben serlo por
el tiempo imprescindible y de forma justificada. Ahora bien, la justificación puede
realizarse con posterioridad a la suspensión, si razones de urgencia impiden que se
pueda solicitar la autorización judicial con carácter previo. La exigencia o no de esa
autorización judicial depende de los concretos derechos afectados por la suspensión.
La suspensión afecta, en primer lugar, al artículo 17. 2 según el cual la deten-
ción preventiva no puede durar más del tiempo estrictamente necesario para la
152 Javier Tajadura Tejada

realización de las averiguaciones tendentes al esclarecimiento de los hechos, y, en


su caso, en el plazo máximo de setenta y dos horas, el detenido deberá ser puesto
en libertad o a disposición de la autoridad judicial. La Constitución permite al
legislador orgánico dictar normas de excepción que amplíen el plazo máximo de
la detención preventiva, pero no fija un plazo alternativo que debiera ser, obvia-
mente, más amplio pero no ilimitado. El Tribunal Constitucional se ha enfrentado
a esta laguna recurriendo al principio de proporcionalidad. Con anterioridad a
la LO 4/88, dicho plazo máximo se fijó en 10 días, pero el Tribunal en su STC
199/87, lo consideró excesivo sin determinar otro alternativo. La regulación esta-
blecida por la LO 4/88 es la siguiente: la autoridad policial solicitará a la autori-
dad judicial una ampliación del plazo durante las primeras 48 horas de detención;
el juez deberá contestar dentro de las 48 horas siguientes, y en su caso, permitirá
la ampliación del plazo por otras 48 horas más. El plazo máximo queda así esta-
blecido en 5 días, frente a los 3 previstos en la legislación ordinaria.
En segundo lugar, la suspensión afecta a los derechos reconocidos en el artículo
18. 2 CE. La LO 4/88 que modifica el artículo 533 de la Ley de Enjuiciamiento cri-
minal exige que toda entrada y registro domiciliarios efectuados por aplicación de la
legislación antiterrorista se ponga en conocimiento inmediato de la autoridad judicial.
Finalmente, la LO 4/88 permite suspender el derecho al secreto de las comu-
nicaciones (art. 18. 3 CE). Si las circunstancias lo exigen, las comunicaciones de
individuos relacionados con el tipo de delitos que comentamos pueden ser inter-
venidas durante tres meses, prorrogables por otros tres.
Normalmente, el epígrafe dedicado a la suspensión de los derechos fundamen-
tales suele cerrar las exposiciones relativas a las garantías de aquellos. En esta
obra hemos creído oportuno incluir un apartado relativo a los conflictos en mate-
ria de derechos fundamentales que pueden plantearse en el contexto de sociedades
multiculturales. Y en este ámbito, la laicidad se configura también como una im-
portante garantía de los derechos fundamentales. Al análisis de esta problemática
dedicamos el último apartado de este capítulo.

6. LA LAICIDAD COMO GARANTÍA DE LOS DERECHOS


FUNDAMENTALES
6.1. “Multiculturalismo” y pluralismo religioso: una tipología de los con-
flictos jurídicos
La Europa de hoy se caracteriza por el multiculturalismo. Al emplear este tér-
mino debemos recordar que existen dos grandes tipos de utilizaciones del mismo
que podríamos denominar descriptivas y normativas. Desde un punto de vista
Los derechos fundamentales y sus garantías 153

descriptivo, el término “multiculturalismo” se utiliza para referirse a una situa-


ción de hecho que se caracteriza por la coexistencia en un determinado territorio
de diferentes culturas y prácticas sociales. Desde un punto de vista normativo, el
término se utiliza para exponer un juicio de valor positivo sobre esa situación de
hecho. A su vez, dentro de esta acepción normativa, cabría distinguir entre quie-
nes se limitan a aceptar como algo valioso la existencia de diferentes culturas y
quienes, dando un paso más, defienden la potenciación de las diferencias. En este
epígrafe, empleo el término en su primera acepción, esto es, como la mera cons-
tatación de una realidad.
Una realidad que resulta, además, conflictiva. Y ello porque el encuentro de
culturas y religiones diferentes provoca conflictos. Conflictos que se traducen en
controversias jurídicas, de diferente alcance, que pueden y deben ser resueltos me-
diante el Derecho. Los conflictos se producen por la colisión entre determinadas
normas imperativas o prohibitivas del derecho interno del país de acogida y cier-
tas conductas exigidas por la religión, o cultura del país de origen. Esas colisiones
no pueden ser resueltas, de forma automática, mediante la simple aplicación del
ordenamiento jurídico vigente, y ello porque el inmigrante puede invocar en su fa-
vor determinados derechos fundamentales. La consagración de esos derechos no
se hizo pensando en su funcionalidad para la resolución de este tipo de conflictos,
pero lo cierto es que su formulación general permite su aplicabilidad a los casos
que nos ocupan.
En este contexto, la pregunta a la que debemos dar respuesta es la siguiente:
¿En qué medida los derechos fundamentales contribuyen a resolver los conflictos
interculturales? Y para responderla debemos partir, necesariamente, de los casos
concretos. La jurisprudencia alemana nos ofrece, en este sentido, un panorama
bastante completo de este tipo de litigios (D. Grimm). En nuestro ordenamiento
podrían plantearse problemas similares:
a) ¿Tienen derecho los trabajadores musulmanes a realizar breves interrupcio-
nes de su actividad laboral para realizar las oraciones que su religión les prescribe?
b) ¿Tienen derecho los trabajadores a no acudir a su puesto de trabajo en los
días en que se celebran sus principales festividades religiosas? ¿Podrían ser des-
pedidos por ello? ¿Perderían el subsidio de desempleo en caso de ser despedidos
por esa causa?
c) ¿Debe permitirse a los comerciantes judíos abrir sus negocios en domingo,
dado que no pueden hacerlo en sábado porque su religión se lo prohíbe?
d) Los miembros de la religión judía están sujetos a la prohibición de comer
determinados alimentos. En el caso de estar presos, ¿hay que exigirles que acepten
la comida establecida para todos o debe ofrecérseles comida kosher?
154 Javier Tajadura Tejada

e) Los miembros de la religión sikh tienen el deber de llevar siempre un tur-


bante. ¿Pueden exigir que por ello se les dispense de la obligación de llevar casco
cuando circulen en motocicleta?
f) Las mujeres musulmanas no pueden mostrarse en traje de baño o de deporte
ante los hombres. ¿Tienen derecho las estudiantes musulmanas a ser eximidas de
las clases de educación física?
g) ¿Estas estudiantes islámicas pueden llevar velo en clase?
h) Y en el caso no ya de las estudiantes, sino de las profesoras, ¿pueden estas
llevar velo en una escuela financiada con fondos públicos? Y las monjas católicas,
¿rige para ellas una regla diferente?
i) Determinadas religiones contienen una serie de prescripciones en materia de
enterramiento de los muertos. ¿Tienen derecho los inmigrantes a ser eximidos de
la aplicación del derecho funerario vigente en el país de acogida?
j) También, determinadas religiones contienen prescripciones sobre la forma de
matar a los animales. ¿Tienen derecho los inmigrantes a degollar a los animales
conforme a los mandatos de su religión y a ser eximidos de la aplicación de las
normas nacionales sobre protección de los animales?
k) ¿Pueden los padres, por razones religiosas, rechazar que un hijo suyo —en
peligro de muerte— reciba una transfusión de sangre?
l) ¿Pueden igualmente los padres, por razones religiosas o culturales, privar
a sus hijas del acceso a la educación superior, o, casarlas sin su consentimiento?
m) En el supuesto de que los fines educativos de la escuela pública contradi-
gan las concepciones valorativas de un determinado grupo religioso o cultural,
¿tienen derecho, los miembros de esos grupos, a una dispensa de la escolarización
obligatoria, bien sea con carácter general o, al menos, en relación a determinadas
asignaturas?
n) ¿Debe ser autorizada la poligamia de los inmigrantes en el país de acogida
cuando lo esté en el país de origen del inmigrante?
Podríamos traer a colación otros casos por lo que la relación anterior no pre-
tende ser exhaustiva. En todo caso, en ella están contenidos los principales con-
flictos que se han planteado ya en numerosas sociedades europeas. Algunos han
llegado a la más alta instancia judicial europea en materia de derechos fundamen-
tales: el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
De la relación precedente podemos extraer dos conclusiones generales:
a) La primera es que, en todos los supuestos mencionados, el derecho funda-
mental que pueden invocar los inmigrantes a favor de sus pretensiones no es otro
que el derecho a la libertad religiosa. La fuente del conflicto reside en casi todos
los casos en diferencias religiosas.
Los derechos fundamentales y sus garantías 155

b) La segunda es que se trata de conflictos que se agudizan en el contexto de


relaciones especiales de sujeción, ya sea en la escuela, en la relación laboral o en
el seno de la familia. En relación a esto último, juega un papel muy importante el
significado que se atribuye a la patria potestad.
Es posible llevar a cabo una sistematización de los conflictos antes citados, en
orden a la búsqueda de soluciones válidas para afrontar, en nuestro país, proble-
mas similares:
a) Por un lado, nos encontramos con la pretensión de obtener una dispensa
respecto a la aplicación de reglas jurídicas vigentes con carácter general. Y este
bloque de casos puede subdividirse en otros dos. Supuestos en los que la ley na-
cional impone algo que está prohibido por la religión del inmigrante y supuestos
en los que la ley nacional prohíbe algo que resulta exigido por aquella.
b) Por otro lado, nos enfrentamos a demandas de prestaciones estatales que
permitan cumplir con los mandatos religiosos. Y también este bloque puede sub-
dividirse en otros dos grupos de casos. Supuestos en los que se exige al Estado un
tratamiento igual al que ya se dispensa a otras religiones de implantación nacional
y supuestos en los que se le reclama ventajas particulares y diferentes de las que
otras no disfrutan, apelando a exigencias específicas de la propia religión.
Estos son los problemas reales, los conflictos jurídicos que exigen una res-
puesta igualmente jurídica y de cuya correcta resolución depende el logro de la
necesaria “integración social”. A nuestro juicio, estos conflictos no se resuelven
invocando un supuesto derecho a la identidad cultural. Y ello por la razón evi-
dente de que dicho derecho no está reconocido en las Constituciones de las de-
mocracias occidentales, y por lo que a nosotros interesa, no lo está en la española
de 1978. La solución reside en afrontar estos problemas desde la perspectiva de
la cultura de los derechos fundamentales, y de esta forma, nos preguntamos: ¿En
qué medida, la cultura de los derechos fundamentales contribuye a resolver todos
estos conflictos interculturales?
Antes de analizar el papel que juegan los derechos fundamentales en la resolu-
ción de los problemas jurídicos surgidos en el seno de sociedades multiculturales,
como cuestión previa debemos identificar los derechos fundamentales que entran
en juego.
Y debemos recordar que ni la Constitución española (como ninguna Cons-
titución del entorno europeo occidental) ni el Convenio Europeo de Derechos
Humanos de 1950 (CEDH) recogen ningún derecho fundamental “a la identidad
colectiva o grupal”. Las Constituciones occidentales (a diferencia de las del centro
y el este europeos) ni siquiera otorgan protección especial a las denominadas mi-
norías culturales. El derecho fundamental a la libertad de asociación reconocido
por todas las Constituciones europeas (art. 22 CE) y por el artículo 11 del CEDH
no sirve tampoco para ese propósito. Asegura a todos los individuos el derecho a
156 Javier Tajadura Tejada

asociarse para los fines que ellos determinen y protege igualmente a las asociacio-
nes a su amparo creadas. Pero, por lo que a nuestro tema se refiere, también las
asociaciones deben respetar los mandatos y prohibiciones establecidos en el orde-
namiento jurídico con carácter general. En este contexto, y como ya anticipamos,
las pretensiones de los inmigrantes van a fundamentarse casi siempre en el dere-
cho a la libertad religiosa, reconocido por todas las Constituciones europeas y por
el artículo 9 CEDH. La libertad religiosa es un derecho individual que garantiza
al individuo la libertad de decidir sobre su adscripción a una u otra religión, y a
orientar su vida conforme a ella. Garantiza igualmente el derecho a no profesar
religión alguna. Y en numerosas constituciones europeas se reconoce también de
forma transitoria el derecho de los padres a determinar la religión de sus hijos.
Pero aun siendo un derecho individual, remite, necesariamente a un contexto su-
praindividual, a una comunidad religiosa.
En definitiva, lo anterior nos pone de manifiesto que la resolución de las con-
troversias jurídicas generadas por el multiculturalismo dependerá del significado,
alcance y límites que se atribuyan al derecho fundamental a la libertad religiosa
garantizada por el artículo 16 CE.
Y si ello es así, quedan descartadas por su incompatibilidad con el texto cons-
titucional dos posiciones extremas (asimilación cultural plena y relativismo cul-
tural absoluto). La asimilación completa del extranjero no puede ser impuesta
por el Estado sino que sólo es posible como resultado de una decisión individual
libre. Por otro lado, tampoco puede pretenderse la aceptación incondicionada de
cualquier conducta basada en una determinada religión o práctica cultural.
Frente a la teoría de la asimilación y la de la libertad cultural y religiosa plena,
queda la opción de la integración. “La integración —escribe el profesor Grimm—
se distingue de la asimilación en que no espera de los migrantes un pleno ajuste
a los valores y formas de vida de la sociedad de acogida. De una plena libertad
cultural se diferencia en que no renuncia a una apertura por parte de ellos a la
cultura del país de acogida. La sociedad receptora se hace así más pluralista, pero
no tiene que temer que se pongan radicalmente en cuestión sus valores fundamen-
tales. La integración no es, por tanto, un proceso unidireccional, en el que el es-
fuerzo de adaptación sólo haya de ser realizado por los migrantes. Pero tampoco
es un proceso de acercamientos equivalentes. Incluso aceptando que la sociedad
de acogida se transforma a sí misma con la integración, seguimos estando ante
una recepción en dicha sociedad”.
Con estas premisas, debemos retomar la clasificación de los conflictos expuesta
en el apartado anterior:
a) Supuestos en los que los integrantes de una minoría, por motivos culturales
o religiosos, quieren que se les permita hacer algo que con carácter general está
prohibido. (casos de ampliación del ámbito de libertad).
Los derechos fundamentales y sus garantías 157

En este primer bloque de casos, esto es, donde lo que se pide es una exención a
una prohibición general, es donde más margen de maniobra existe.
En primer lugar, la ponderación de derechos exige determinar si esa prohi-
bición legal protege al individuo o a terceros. Si la prohibición tiene por objeto
proteger al individuo habría que entender que la dispensa es posible, y no así si la
finalidad tuitiva es a favor de terceros. Ahora bien, esta delimitación no siempre
es clara porque en muchas prohibiciones convergen ambas finalidades. Así por
ejemplo, la pretensión de los motoristas siks de llevar turbante.
Por otro lado, hay que analizar si es posible armonizar los intereses en con-
flicto. Si existe esa posibilidad habría que entender que cabe la dispensa. Así, por
ejemplo, si el tiempo de trabajo que se pierde al realizar las oraciones u otras prác-
ticas religiosas puede ser recuperado sin perjuicio para el proceso organizativo y
laboral de la empresa.
Finalmente, hay que ver los efectos de la dispensa, porque lo que no podría
aceptarse es que con ella se privilegiase a una minoría y se le proporcionara una
clara ventaja respecto a la mayoría. Así, por ejemplo, el caso planteado en Canadá
sobre la apertura de negocios en domingo por los judíos.
b) Supuestos en los que los integrantes de una minoría, por motivos culturales
o religiosos, quieren que se les reconozca el derecho a prohibir a los miembros de
esa minoría algo que con carácter general está permitido (casos de restricción del
ámbito de libertad).
Estos casos son sustancialmente diferentes. El grupo cultural o religioso pre-
tende dotarse de una libertad para suprimir en el seno del grupo una libertad o
igualdad reconocidas con carácter general. En la mayor parte de los casos, se
trata de restricciones a la libertad en el ámbito familiar. La cobertura jurídica a
esa pretensión es el derecho fundamental a la libertad religiosa combinado con
el derecho a la patria potestad. En estos casos debe prevalecer siempre el derecho
fundamental del miembro del grupo. Aunque a nuestro juicio, la respuesta debe
ser siempre la misma, cierto es que en el mismo bloque encajan problemas de muy
diferente envergadura.
Podría alegarse en todo caso que lo relevante debiera ser el hecho de que esa
limitación de la libertad tuviera lugar con o contra la voluntad del afectado. Una
limitación de la libertad contra la voluntad del titular del derecho fundamental
sería siempre inconstitucional y exigiría una actuación del Estado, como garante
de los derechos fundamentales. Por el contrario, una limitación producida con
el acuerdo del afectado, sería legítima y no exigiría la intervención del Estado.
Creemos que esa distinción no puede ser aceptada por la razón evidente de que no
existen garantías de que en el seno de la familia, la determinación de la voluntad
del afectado se haya formado de modo auténticamente libre.
158 Javier Tajadura Tejada

Debemos rechazar, con contundencia, todas estas pretensiones de limitar la


libertad de los miembros del grupo, incluso las aparentemente menos relevantes.
Así las relativas a la vestimenta y a la obligación de llevar la cabeza cubierta. Di-
chas restricciones contradicen los artículos 10, 14 y 27. 2 de nuestra Constitución.
Y ello porque no resultan compatibles con el libre desarrollo de la personalidad,
la igualdad de géneros y la función integradora de la escuela. En este sentido, y
como apunta el profesor Grimm la pregunta central es “en qué medida el reco-
nocimiento de las normas del grupo impide el desarrollo de la personalidad y la
integración en la sociedad de acogida”.
El rechazo debe ser absoluto en aquellos casos en los que la minoría cultu-
ral para proteger su identidad pretende restringir derechos fundamentales de los
miembros del grupo: integridad física y psíquica (mutilaciones), igualdad de gé-
nero (matrimonios forzosos o poligámicos), libertad de permanencia y separación
del grupo…etc.
c) Supuestos en los que los integrantes de una minoría cultural o religiosa pre-
tenden algo en beneficio de la preservación de su identidad cultural o del ejercicio
de su religión, que ya está reconocido a quienes forman parte de la cultura mayo-
ritaria (casos de igualdad de trato).
En estos casos no surgen graves problemas. Ahora bien, debemos ser cons-
cientes de que esta reivindicación de igualdad de trato por parte de los miembros
de culturas minoritarias respecto a los de la mayoritaria se ve afectada por dos
tipos de limitaciones. Piénsese por ejemplo, en un grupo de padres que solicitan
que se imparta la enseñanza de la lengua árabe en las escuelas. En primer lugar, la
limitada disponibilidad de recursos de la infraestructura educativa y cultural de
la nación. Y, en segundo lugar, la finalidad de la integración. Como bien advierte
el profesor Grimm, “desde la perspectiva de la integración en la sociedad de aco-
gida, la procura de la propia cultura aspira a tener prioridad también frente a la
minoría, sin que quepa vincular a ello una sobrevaloración de la cultura nacional
respecto de las extranjeras”.
Además, la conservación y transmisión de las culturas extranjeras minoritarias
es un asunto de la incumbencia exclusiva de sus miembros. Las obligaciones del
Estado en materia cultural (arts. 44 y 149. 2 CE) no incluyen la del fomento de
las culturas extranjeras minoritarias. El Estado debe limitarse a no obstaculizar el
desarrollo de esa cultura minoritaria en tanto resulte compatible con los princi-
pios fundamentales del orden constitucional de España.
Distinto es el supuesto en el que lo que se demanda es la enseñanza no de una
lengua o cultura, sino de una determinada religión. Entran aquí en juego otros
derechos fundamentales (art. 16 y 27) que interpretados de conformidad con el
principio de neutralidad del Estado en materia religiosa, impedirían negar a los
musulmanes o a los judíos lo que a los católicos, por ejemplo, se les reconoce.
Los derechos fundamentales y sus garantías 159

d) Supuestos en los que los integrantes de una minoría, por motivos culturales
o religiosos, pretenden algo en beneficio de la preservación de su identidad cul-
tural o del ejercicio de su religión, que no está reconocido con carácter general.
Encontramos estos supuestos en el marco de las relaciones especiales de suje-
ción. Por ejemplo la reivindicación de un menú especial en establecimientos esco-
lares o penitenciarios. En estos casos debemos realizar un juicio de proporciona-
lidad entre el significado que esa especialidad tiene para la religión del afectado y
el coste que dicha prestación supondría para el Estado. En este juicio puede jugar
un papel importante el número de afectados.
Son por completo inaceptables las pretensiones de ser o no ser atendidos por
personal médico de determinado género, en la medida en que dichas reivindica-
ciones atentan contra el principio de igualdad entre hombres y mujeres.
Pero la cuestión fundamental en este ámbito es la siguiente: ¿tienen derecho
los integrantes de minorías culturales a recibir ayudas del Estado para preser-
var su identidad cultural? Ningún precepto constitucional atribuye a los poderes
públicos una tal obligación. El Estado puede, si quiere, prestar su apoyo para la
promoción de las culturas minoritarias, pero no se trata de una tarea a la que esté
constitucionalmente obligado. Sus únicas obligaciones en este campo derivan de
su condición de garante de los derechos fundamentales en aquellos casos en que
estos resulten afectados. Pero, “no puede considerarse deducida de los derechos
fundamentales la protección de contenidos religiosos o culturales determinados,
al modo de una ‘protección de las especies’ cultural, sino que sólo puede tratarse
de la libre actividad cultural o religiosa de las personas”.
De todo lo anterior podemos concluir que, afrontando cada controversia inter-
cultural en su individualidad, los derechos fundamentales nos permiten reducir el
potencial conflictivo de aquellas. Y, por otro lado, los derechos fundamentales nos
marcan también los límites que el multiculturalismo no puede sobrepasar.

6.2. Educación, derechos fundamentales y laicidad


Para la difusión de la “cultura de los derechos fundamentales” es fundamental
el papel de la educación. En este sentido, la escuela se configura como un lugar de
aprendizaje de la ciudadanía democrática y de transmisión de los valores constitu-
cionales y de la cultura de los derechos. Si Weber definió al Estado por ser titular
éste del “monopolio de la violencia física legítima”, Gellner, con gran agudeza,
consideró aun más importante el monopolio de la educación: “En la base del or-
den social moderno no está ya el verdugo, sino el profesor. El símbolo y principal
herramienta del poder del Estado no es ya la guillotina, sino el (y nunca mejor di-
cho) doctorat d’état. Actualmente es más importante el monopolio de la legítima
educación que el de la legítima violencia”. En definitiva, la escuela es el principal
160 Javier Tajadura Tejada

instrumento de socialización política y de interiorización de los principios y valo-


res del Estado de Derecho y de los derechos fundamentales.
Por otro lado, la íntima relación existente entre los principios de la educa-
ción y la cultura y el régimen político no ha pasado desapercibida a los grandes
pensadores políticos, desde la Antigüedad hasta la Edad Contemporánea (Pla-
tón, Aristóteles, Condorcet, Montesquieu, Rousseau). El constituyente de 1978
también percibió esta conexión entre la educación y el régimen político. Tal es el
sentido del artículo 27. 2 que vamos a analizar a continuación. En dicho precep-
to se constitucionaliza la finalidad del derecho fundamental a la educación: “La
educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el
respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y deberes
fundamentales”. Este artículo es casi coincidente con la primera parte del artículo
26. 2. de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “La educación tendrá
por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del
respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales”. El artículo 27.
2 significa obviamente el establecimiento de límites al pluralismo ideológico en
materia educativa, y por consiguiente, al neutralismo absoluto, pues, por ejemplo,
resultaría contraria a la Constitución una enseñanza de carácter antidemocrático
o defensora del racismo o la esclavitud, o contraria a la igualdad de géneros. Se
trata, por lo demás, de límites válidos tanto para la enseñanza en centros públicos,
como privados.
El artículo 27. 2. de la Constitución recoge así el “principio de enculturación
democrática”. Principio que concibe la educación como instrumento emancipa-
dor y no como medio de sumisión del individuo a “identidades culturales o reli-
giosas”.
Las consecuencias que se derivan del artículo 27. 2 son en lo que a nuestro te-
ma se refiere fundamentales. Este precepto, además de imponer un deber positivo
a los poderes públicos en relación con los servicios culturales y educativos forma-
tivos de la personalidad, les impone el deber de impedir la promoción de aquellas
prácticas y manifestaciones contrarias a los derechos humanos o a los principios
democráticos de convivencia.
En este contexto, la correcta comprensión del principio de laicidad como ele-
mento esencial de la “cultura de los derechos” que venimos defendiendo, reviste
una importancia crucial.
Constituye un grave error abordar los conflictos que se han expuesto en este
último epígrafe desde la dialéctica confesionalismo-laicismo. Y ello porque si el
confesionalismo no tiene cabida en el Estado Constitucional de nuestro tiempo,
el laicismo entendido como ideología contraria al fenómeno religioso tampoco
resulta compatible con él, en la medida en que, de una u otra suerte, se configura
como su reverso.
Los derechos fundamentales y sus garantías 161

El verdadero conflicto de nuestro tiempo se plantea entre una concepción de la


laicidad fundada en principios comunes y universales (igualdad y libertad) cuya
traducción jurídica es la obligación de neutralidad del Estado en materia religiosa,
y una concepción multicultural de la sociedad que, considerando a la religión un
factor constitutivo de la identidad personal y colectiva, propugna una serie de
políticas de reconocimiento de las singularidades que distinguen a los diferentes
grupos religiosos Esa apertura a un multiculturalismo de base religiosa, condu-
ce, inexorablemente, a una desnaturalización cuando no a una subversión, de
los valores y principios, de carácter universal, sobre los que se asienta el Estado
Constitucional.
Con esas bases, se admitiría la objeción de conciencia a determinadas asignatu-
ras y, por esa vía, incluso la exención de la escolarización obligatoria, se impediría
la educación conjunta de alumnos y alumnas, se permitiría hacer ostentación de
la religión propia mediante la utilización de símbolos o prendas de vestir…etc.
El proyecto multiculturalista así entendido convertiría a la escuela en un foco
permanente de conflictos religiosos, impediría la organización misma del servicio
público educativo, haría imposible la integración social de los alumnos y en de-
finitiva, dicho sin intención hiperbólica alguna, daría lugar a la descomposición
del orden social.
De todo lo anterior cabe concluir, por tanto, que la laicidad, como gran con-
quista histórica de la modernidad, es el único instrumento cuyo desarrollo per-
mite responder afirmativamente al interrogante sobre si es posible o no construir
y mantener un orden social a partir del pluralismo cultural y religioso. La úni-
ca forma de resolver los problemas derivados de la inmigración, en cuanto que
implica la implantación en una sociedad de una pluralidad de cosmovisiones y
códigos de valores de raíz religiosa, es el establecimiento de un modelo de inte-
gración cívico-social, basado en unos referentes axiológicos (los que fundamentan
nuestro Estado Constitucional, artículos 1 y 10: los derechos fundamentales) para
todos válidos. En ese modelo, la escuela, como hemos visto, desempeña un papel
esencial para la formación de una ciudadanía comprometida con los derechos
fundamentales.

BIBLIOGRAFÍA
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VIRGALA, E.: “La suspensión de derechos por terrorismo en el ordenamiento español” en Revista
Española de Derecho Constitucional, núm. 40, 1994.
Capítulo III
El Tribunal Constitucional y los derechos
fundamentales

El Tribunal Constitucional —clave de bóveda del Estado Constitucional diseñado


por la Constitución de 1978— como intérprete supremo de la Constitución ha ela-
borado una doctrina sobre el significado, alcance y límites de los distintos derechos
constitucionales, cuyo conocimiento resulta fundamental para la cabal comprensión
de la parte dogmática de nuestra Constitución. A través de los recursos y cuestiones
de inconstitucionalidad ha controlado y enjuiciado la actividad del legislador, y ha
anulado los desarrollos legislativos de los derechos que no respetaran el contenido
esencial de los mismos. Pero ha sido, sobre todo, a través del recurso de amparo,
como ha construido una notable y meritoria dogmática sobre los derechos funda-
mentales, que ha hecho del Tribunal Constitucional —de la misma forma que en
Alemania— un Tribunal de los ciudadanos. Un Tribunal al que —como jurisdicción
de la libertad— pueden acudir todas las personas, a las que un poder público haya
lesionado un derecho fundamental (protegible en amparo), o cuando lo haya hecho
un particular si el Poder Judicial —garante ordinario de los derechos, como vimos en
el capítulo anterior— no ha puesto remedio a la vulneración.
En este capítulo vamos a estudiar el recurso de amparo como garantía procesal
específica de determinados derechos fundamentales. Estudiaremos los caracteres (1) y
el ámbito del recurso (2), su tipología, (3) la legitimación (4) y los requisitos de fondo
y forma exigibles para su interposición (5), las distintas fases de su tramitación (6)
—prestando especial atención a la fase de admisión—, y los efectos de las sentencias
estimatorias del amparo (7). Todo ello en el contexto de la nueva regulación del re-
curso establecida por el legislador orgánico en la importante reforma llevada a cabo
en 2007 (10).
Finalmente, concluiremos nuestra exposición poniendo de manifiesto la conflictiva
relación entre la jurisdicción ordinaria y la constitucional en el ámbito de la protec-
ción de los derechos fundamentales (12).

1. EL RECURSO DE AMPARO: CONCEPTO Y CARACTERES


Entre las competencias del Tribunal de Garantías Constitucionales de la II Re-
pública figuraba el recurso de amparo, por lo que es en la Constitución de 1931
donde encontramos el antecedente inmediato de esta garantía procesal de los de-
rechos fundamentales. Ahora bien, el sistema de Justicia Constitucional que más
164 Javier Tajadura Tejada

influyó en el constituyente de 1977-78 fue el establecido en la Ley Fundamental


de Bonn, por lo que en la configuración del recurso de amparo es en Alemania
donde encontramos el modelo inspirador1.
El recurso de amparo es una garantía procesal específica para la protección
de determinados derechos fundamentales, frente a posibles lesiones causadas por
actos u omisiones de los poderes públicos. Su finalidad es el restablecimiento de
la integridad de los derechos vulnerados. Con él culmina el sistema interno de
garantía de los derechos y libertades fundamentales reconocidos en el artículo 14,
la sección primera del capítulo II del Título I y el art. 30.2.
Junto a su dimensión garantista —razón por la que lo estudiamos en esta obra—
tiene un carácter relativamente objetivo. A través de él, el Tribunal cumple con su fun-
ción de intérprete supremo de la Constitución (art. 1.1 LOTC). Esta doble naturaleza
del recurso fue reconocida por el Tribunal desde sus primeras sentencias (STC 1/81).
Ahora bien, la Ley Orgánica 6/2007 llevó a cabo su objetivación —en detrimento
de su dimensión subjetiva o garantista— estableciendo que, para la admisión del re-
curso, no basta con que exista una vulneración del derecho fundamental, sino que es
preciso que el mismo tenga “especial trascendencia constitucional”.
Conviene advertir también que, pese a su denominación, no se trata de un recurso
en sentido técnico procesal. Es decir, no supone la reproducción de una acción ante
un órgano superior dentro de un orden jurisdiccional, sino que tiene un objeto muy
concreto y limitado circunscrito a determinar si se ha producido o no una vulneración
del derecho fundamental. Es, por tanto, más bien, una acción constitucional. “En el
amparo constitucional —dispone el apartado 3 del artículo 41 LOTC— no pueden
hacerse valer otras pretensiones que las dirigidas a restablecer o preservar los dere-
chos o libertades por razón de los cuales se formuló el recurso”.
El recurso de amparo reviste los caracteres de extraordinario y subsidiario:
a) Tiene un carácter extraordinario en la medida en que el artículo 53. 2 de la
Constitución limita su ámbito a las violaciones de los derechos fundamentales de
la sección primera del capítulo segundo, y a los artículos 14 y 30.2. El carácter
extraordinario del recurso se ha visto reforzado con la reforma de 2007 que exige
además de la vulneración del derecho que el asunto tenga “especial trascendencia
constitucional”.

1
El recurso de amparo fue introducido en la República Federal de Alemania, sin cobertura
constitucional expresa, por la Ley del Tribunal Constitucional Federal (de 12 de noviembre de
1951). Dieciocho años después, fue incorporado a la Ley Fundamental mediante la decimono-
vena Ley de Reforma de la Constitución (de 29 de enero de 1969). La constitucionalización del
amparo está conectada con la introducción por parte de la decimoséptima Ley de reforma (de
24 de junio de 1968) de previsiones constitucionales relativas al estado de excepción.
Los derechos fundamentales y sus garantías 165

b) Es un recurso subsidiario puesto que su interposición exige haber acudido


previamente a la jurisdicción ordinaria dado que los jueces y tribunales son, co-
mo ya vimos, los garantes ordinarios de los derechos fundamentales. El carácter
subsidiario se deriva de lo dispuesto en los artículos 43 y 44 de la LOTC, y ha
sido reiterado por la jurisprudencia del TC (STC 130/2006). La subsidiariedad
del recurso supone: a) en primer lugar, que para su interposición es necesario el
previo agotamiento de los medios de impugnación judiciales; b) en segundo lugar,
que es preciso que el recurrente haya denunciado la lesión ante el órgano judicial
e invocado el derecho fundamental vulnerado; c) finalmente, que la lesión haya
sido efectiva y no potencial. En última instancia, lo que la subsidiariedad preten-
de no es otra cosa que conferir a los jueces y tribunales la posibilidad de corregir
la lesión del derecho dentro del ámbito de la jurisdicción ordinaria. Únicamente
cuando ello no haya sido posible, cabe utilizar el remedio extraordinario en que
el recurso de amparo consiste.

2. ÁMBITO DEL RECURSO DE AMPARO


El artículo 161.1. b de la Constitución atribuye al Tribunal Constitucional
el conocimiento de los recursos de amparo. La LOTC los regula en su Título III
(artículos 41 a 58).
El título III se abre con el artículo 41 que establece cuál es el objeto del recurso:
“Los derechos y libertades reconocidos en los artículos 14 a 29 de la Constitución
serán susceptibles de amparo constitucional, en los casos y formas que esta Ley
establece, sin perjuicio de su tutela general encomendada a los Tribunales de Justicia.
Igual protección será aplicable a la objeción de conciencia reconocida en el artículo
30 de la Constitución”.
Como la objeción de conciencia está limitada al servicio militar (SSTC 115/1982
y 169/1987) y ya no existe el servicio militar obligatorio (desde el 31 de diciembre
de 2001), la vulneración de ese derecho ya no puede fundamentar hoy un recurso de
amparo.
Por otro lado, algunos de los contenidos de esos preceptos constitucionales no
reconocen auténticos derechos fundamentales y por ello están excluidos también del
amparo. En este sentido cabría señalar los siguientes:
a) El artículo 16. 3 al disponer que ninguna confesión tendrá carácter estatal y que
los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española
y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las
demás confesiones, no establece ningún derecho fundamental (STC 93/1983).
b) Tampoco se reconoce ningún derecho fundamental al establecerse en el artí-
culo 25. 2 que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán
166 Javier Tajadura Tejada

orientadas hacia la reeducación y la reinserción social y no podrán consistir en


trabajos forzados (STC 128/2013).
c) Más discutible resulta entender que el artículo 27.4 al disponer que la ense-
ñanza básica es obligatoria y gratuita no esté estableciendo en sentido técnico un
derecho fundamental, pero así lo declaró el Tribunal Constitucional en su STC
86/1985.
d) Tampoco se considera que incluyan derechos subjetivos amparables las pre-
visiones de los apartados 5, 8 y 9 del artículo 27 relativas a la programación
general de la enseñanza, la inspección y la homologación del sistema educativo o
las ayudas públicas a los centros docentes. En todo caso, la STC 212/2005 sí que
establece la exigibilidad del derecho a las ayudas o becas, pero en beneficio de los
alumnos y no de los centros educativos.
En sentido contrario a lo hasta ahora examinado, y a pesar de que el elenco
de derechos fundamentales protegidos por el amparo es cerrado, con el paso del
tiempo se ha ido ampliando. Ello ha sido posible reconociendo nuevos derechos
que no están explícitamente formulados en la Constitución, pero pueden ser re-
conducidos a algunos de los enunciados comprendidos en los artículos 14 a 29:
a) Se ha reconocido un limitado derecho a los recursos (STC 55/2008), y en
todo caso, a una doble instancia en el ámbito penal (STC 16/2014), dentro del
derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24. En este mismo precepto se ha
reconocido también el derecho a la última palabra en el juicio penal.
b) Se ha considerado incluido en el artículo 25. 1 el principio de non bis ídem,
y el de irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables por más
que este último esté explícitamente localizado en el artículo 9. 3 (STC 234/2007).
c) En aplicación de doctrina del TEDH, se ha reconocido un derecho al silencio
o a un medio ambiente acústico adecuado (SSTC 119/2001 y 16/2004) que se
puede reconducir al artículo 15 (derecho a la integridad física y psíquica) o 18. 1
(inviolabilidad del domicilio).
d) Finalmente, el Tribunal ha reconocido el derecho a la autodeterminación
de los propios datos informáticos, primero reconduciéndolo al derecho a la in-
timidad del artículo 18, y luego dotándolo de entidad propia (SSTC 254/1993 y
290/2000).
Por otro lado, derechos no comprendidos entre los artículos 14 a 29 han alcan-
zado también la protección del amparo con base en la íntima conexión existente
entre ellos y algunos de los derechos amparables:
a) El derecho a la constitución de partidos políticos y sindicatos, reconocido
en los artículos 6 y 7 de la Constitución, se ha considerado susceptible de amparo
por entenderse incluido en el derecho de asociación del artículo 22 (por todas,
SSTC 48/2003 para los partidos y 39/1986 para los sindicatos).
Los derechos fundamentales y sus garantías 167

b) El derecho a la negociación colectiva reconocido en el artículo 37 se ha


considerado también susceptible de amparo por entenderse incluido en la libertad
sindical del artículo 28 (STC 96/2009).
c) Con todo, ha sido el artículo 24 el que ha experimentado una mayor vis
atractiva respecto a otros contenidos constitucionales. Así el derecho a la impar-
cialidad judicial (art. 117 CE, STC 116/2008), el derecho al juez ordinario prede-
terminado por la ley, el derecho a la motivación de las sentencias (art. 120. 3 CE,
STC 126/2013), el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales firmes (art.
118 CE, STC 211/2013), el derecho a la gratuidad de la justicia en los supuestos
de insuficiencia de medios para litigar (art. 119 CE, STC 88/2013), y la prohibi-
ción de tribunales de excepción (art. 117.6, STC 113/1995), son todos ellos prote-
gibles en amparo por formar parte del derecho a la tutela judicial del artículo 24.
d) Al derecho a participar en asuntos públicos y a acceder a cargos y funciones
públicas (art. 23 CE) se ha reconducido el derecho de acceso a la función pública de
acuerdo con los principios de mérito y capacidad (art. 103.3 CE, STC 130/2009), el
derecho de participación política mediante un sistema representativo proporcional
(art. 68 CE, STC 225/1998), el derecho a la iniciativa legislativa popular (art. 87.3 CE,
STC 140/1992), y el derecho al ejercicio del cargo o función pública (STC 126/2009).
Otros intentos para lograr la protección mediante el amparo de derechos no inclui-
dos en los artículos 14 a 29 mediante reconducción a alguno de ellos han fracasado.
Así, por ejemplo, el Tribunal ha rechazado que sean susceptibles de amparo aunque
pueda existir alguna conexión con derechos amparables: el principio de igualdad tri-
butaria reconocido en el artículo 31. 1 CE (STC 21/2002); el derecho al libre ejercicio
de profesión reconocido en el artículo 35 (ATC 181/2004); la protección pública de
la familia reconocida en el artículo 39. 1 CE (ATC 241/1985); la libertad de empresa
reconocida en el artículo 38 CE (ATC 402/1986).
Estos son por tanto los derechos protegibles. Si se invoca un derecho no protegido,
el Tribunal dictará una providencia comunicando que la Sección ha acordado no ad-
mitir el recurso a trámite —con arreglo a lo previsto en el artículo 50.1 a) LOTC—,
dada la manifiesta inexistencia de violación de un derecho fundamental tutelable en
amparo.

3. TIPOLOGÍA DE LOS RECURSOS DE AMPARO


La LOTC distingue tres tipos de recurso de amparo en función de cuál sea el
origen de la lesión del derecho fundamental.
El apartado segundo del artículo 41 establece que “el recurso de amparo cons-
titucional protege, en los términos que esta ley establece, frente a las violaciones
de los derechos y libertades a que se refiere el apartado anterior, originadas por las
168 Javier Tajadura Tejada

disposiciones, actos jurídicos, omisiones o simple vía de hecho de los poderes pú-
blicos del Estado, las comunidades autónomas y demás entes públicos de carácter
territorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes”.
De ello se deduce que el amparo protege frente a violaciones de derechos fun-
damentales imputables a un poder público. Desde esta óptica es posible establecer
una tipología de los recursos en función de que el autor de la lesión sea el poder
ejecutivo, el legislativo o el judicial. Así, los tres siguientes artículos (42, 43 y 44)
desarrollan sucesivamente los amparos frente a vulneraciones llevadas a cabo por
órganos administrativos, parlamentarios o judiciales. Las consecuencias de esta
distinción son procesales.
En principio no cabría el amparo contra violaciones de derechos fundamen-
tales imputables a particulares. Ahora bien, como ya anticipamos en el capítulo
primero, las vulneraciones de derechos producidas por actuaciones de particula-
res tienen acceso al tribunal mediante el artificio de entender que son los órganos
jurisdiccionales que confirman y no remedian la lesión los que, con su resolución,
están lesionando el derecho fundamental.
a) El artículo 42 regula el recurso de amparo contra decisiones parlamentarias:
“Las decisiones o actos sin valor de Ley, emanados de las Cortes o de cualquiera
de sus órganos, o de las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, o
de sus órganos, que violen los derechos y libertades susceptibles de amparo cons-
titucional, podrán ser recurridos dentro del plazo de tres meses desde que, con
arreglo a las normas internas de las Cámaras o Asambleas, sean firmes”.
b) El artículo 43 desarrolla el recurso de amparo contra decisiones gubernati-
vas y administrativas: “1. Las violaciones de los derechos y libertades antes referi-
dos originadas por disposiciones, actos jurídicos, omisiones o simple vía de hecho
del Gobierno o de sus autoridades o funcionarios, o de los órganos ejecutivos
colegiados de las comunidades autónomas o de sus autoridades o funcionarios o
agentes, podrán dar lugar al recurso de amparo una vez que se haya agotado la
vía judicial procedente. 2. El plazo para interponer el recurso de amparo constitu-
cional será el de los veinte días siguientes a la notificación de la resolución recaída
en el previo proceso judicial. 3. El recurso sólo podrá fundarse en la infracción
por una resolución firme de los preceptos constitucionales que reconocen los de-
rechos o libertades susceptibles de amparo”.
c) El artículo 44 regula el recurso de amparo contra decisiones judiciales: “1.
Las violaciones de los derechos y libertades susceptibles de amparo constitucio-
nal, que tuvieran su origen inmediato y directo en un acto u omisión de un órgano
judicial, podrán dar lugar a este recurso siempre que se cumplan los requisitos
siguientes: a) Que se hayan agotado todos los medios de impugnación previstos
por las normas procesales para el caso concreto dentro de la vía judicial. b) Que la
violación del derecho o libertad sea imputable de modo inmediato y directo a una
Los derechos fundamentales y sus garantías 169

acción u omisión del órgano judicial con independencia de los hechos que dieron
lugar al proceso en que aquellas se produjeron, acerca de los que, en ningún caso,
entrará a conocer el Tribunal Constitucional. c) Que se haya denunciado formal-
mente en el proceso, si hubo oportunidad, la vulneración del derecho constitucio-
nal tan pronto como, una vez conocida, hubiera lugar para ello. 2. El plazo para
interponer el recurso de amparo será de 30 días, a partir de la notificación de la
resolución recaída en el proceso judicial”.
Junto a estos recursos típicos hay que tener en cuenta la existencia también de
unos recursos de amparo excepcionales.
a) Por un lado, los recursos de amparo electorales para la rectificación del
censo y la proclamación de candidatos. La LOREG establece un recurso contra la
proclamación de candidatos (art. 49) y otro contra la proclamación de candidatos
electos (art. 114), que son recursos contra la Administración electoral. Aunque
se trata, por tanto, de recursos contra actos administrativos tienen una serie de
peculiaridades procesales que se recogen en el Acuerdo del Pleno del Tribunal
Constitucional de 20 de enero de 2000.
b) Por otro lado, el artículo 6 de la LO 3/1984, reguladora de la iniciativa le-
gislativa popular, establece la posibilidad de recurrir en amparo ante el Tribunal
Constitucional, la decisión de la Mesa del Congreso de no admitir este tipo de ini-
ciativa: “Contra la decisión de la Mesa del Congreso de no admitir la proposición
de ley, la Comisión Promotora podrá interponer ante el Tribunal Constitucional
recurso de amparo”. Aunque se trata de un amparo contra una decisión parla-
mentaria, presenta también algunas singularidades (ATC 140/1992).

4. LA LEGITIMACIÓN EN EL RECURSO DE AMPARO


La legitimación está regulada de distinto modo, según se trate de supuestos en
los que ha habido un pronunciamiento judicial previo —art. 46.1.b)— o en los
que no— art. 46. 1.a).
Si no ha habido pronunciamiento judicial previo, están legitimados para in-
terponer el recurso de amparo constitucional la persona directamente afectada,
el Defensor del Pueblo y el Ministerio Fiscal. Si lo ha habido, están legitimados
quienes hayan sido parte en el proceso judicial correspondiente, el Defensor del
Pueblo y el Ministerio Fiscal.
Si el recurso lo interpone una persona física o jurídica podemos hablar de una
legitimación privada. En el caso de que lo haga el Defensor del Pueblo o el Ministerio
Fiscal nos encontramos ante una legitimación institucional. A estas instituciones no
se les exige para intervenir en el proceso ante el Tribunal Constitucional haber sido
parte en el proceso judicial previo. En estos supuestos de legitimación institucional, la
170 Javier Tajadura Tejada

Sala competente para conocer del amparo constitucional lo comunicará a los posibles
agraviados que fueran conocidos y ordenará anunciar la interposición del recurso en
el BOE a efectos de comparecencia de otros posibles interesados.

4.1. Legitimación privada


El art. 162. 1 b de la Constitución otorga legitimación al titular de un interés
legítimo mientras que en el art. 46. 1 b de la LOTC lo decisivo es haber sido
parte en el proceso judicial previo. El Tribunal Constitucional ha realizado una
interpretación de la LO conforme a la Constitución señalando que la legitimación
corresponde a toda persona natural o jurídica que invoca un interés legítimo, tal
y como establece el precepto constitucional mencionado, que es una norma “ce-
rrada y autosuficiente” y que “no puede ser innovada por otras” (SSTC 246/2004
y 126/2013). Por ello aunque el art. 46 establezca el requisito de haber sido parte
en el proceso judicial previo, el Tribunal sostiene que pueden estar legitimados
para recurrir en amparo quienes —aun sin haber sido parte en el proceso corres-
pondiente— invoquen un interés legítimo en el asunto.
Por ello hay que insistir en que lo decisivo es tener un interés legítimo en el asunto
aunque no se haya sido parte del proceso judicial previo. De hecho, no todos los que
hayan sido parte tendrán un interés legítimo en recurrir (por ejemplo el absuelto por
un delito). Y, por el contrario, puede ocurrir que alguien que no hubiera sido parte sí
tenga interés legítimo en recurrir (por ejemplo porque fueron emplazados defectuosa-
mente o porque no recurrieron por tratarse de resoluciones favorables).
El concepto de interés legítimo es distinto de la titularidad de un derecho sub-
jetivo y también de interés directo. El Tribunal lo entiende de una forma muy am-
plia (STC 38/2010): el interés legítimo consiste en la ventaja (no necesariamente
patrimonial) o utilidad jurídica derivada de la reparación que se pretende con el
amparo, pero debe tratarse, en todo caso, de un interés cualificado, específico, ac-
tual y real (STC 67/2010), derivado de una situación jurídico material concreta y
considerado siempre desde la perspectiva del derecho fundamental de que se trate.
Este concepto amplio ha permitido, por ejemplo, que la viuda e hijos puedan
continuar un proceso de amparo iniciado por el padre fallecido para obtener la
nulidad de una sentencia penal condenatoria (STC 163/2004), o para defender
el secreto de las comunicaciones y la presunción de inocencia del padre fallecido
(STC 239/2001). De la misma forma, la viuda puede actuar en defensa del dere-
cho al honor de su difunto esposo (SSTC 214/91 y 51/2008).
En todo caso, la acción de amparo es personalísima por lo que el recurso no
puede ser interpuesto por persona distinta del titular del interés legítimo.
El artículo 47.1 LOTC dispone que “podrán comparecer en el proceso de am-
paro constitucional, con el carácter de demandado o con el de coadyuvante, las
Los derechos fundamentales y sus garantías 171

personas favorecidas por la decisión, acto o hecho en razón del cual se formule el
recurso o que ostenten un interés legítimo en el mismo”.
Por otro lado, aunque el art. 53. 2 CE se refiere a la posibilidad de recurrir de
“cualquier ciudadano”, la mayor amplitud del art. 162. 1 b) ha determinado que
puedan recurrir también los extranjeros. Y que puedan hacerlo tanto las perso-
nas físicas como las jurídicas (STC 189/93). Pueden hacerlo incluso las personas
jurídicas públicas (STC 99/89). Pero debe tenerse siempre presente que —como
vimos en el capítulo I de esta obra— las personas jurídicas no son titulares de
todos los derechos fundamentales.
Las personas jurídicas privadas están legitimadas para defender los derechos
que expresamente se les reconoce —libertad religiosa o derecho de asociación,
por ejemplo—, aquellos que sean coherentes con sus fines, y los que resulten ins-
trumentales para el cumplimiento de dichos fines. También pueden defender los
derechos de sus miembros cuando tengan un interés legítimo en ello. El Tribunal
ha considerado legitimadas a las asociaciones en general, a las organizaciones de
consumidores y usuarios, a los partidos políticos, a los sindicatos, y a los grupos
parlamentarios.
Las personas jurídicas públicas pueden recurrir en defensa de la autonomía
universitaria (STC 75/97), o de sus derechos y garantías procesales —igualdad en
la aplicación de la ley— o de su derecho a la tutela judicial efectiva.
En los supuestos en que no ha habido proceso judicial previo, el art. 46.1 a)
atribuye legitimación para recurrir a la persona directamente afectada. Por esta
vía se ha permitido a los partidos políticos defender a los integrantes de sus can-
didaturas y a los grupos parlamentarios para defender a sus miembros.

4.2. Legitimación institucional


En el caso del Defensor del Pueblo y del Ministerio Fiscal no es preciso la con-
currencia de interés legítimo alguno dado que les corresponde institucionalmente
la defensa de la legalidad.
Por lo que se refiere al Defensor del Pueblo —institución examinada en el ca-
pítulo II de esta obra— el art. 29 de la LO 3/1981, establece la legitimación del
Defensor para interponer recursos de inconstitucionalidad y recursos de amparo.
El Defensor del Pueblo ha interpuesto recursos de amparo en defensa de derechos
de terceros (SSTC 178/1986 y 132/1992).
En el caso del Ministerio Fiscal, el art. 3 de su Estatuto Orgánico dispone que
le corresponde velar por el respeto de las instituciones constitucionales y de los
derechos fundamentales y libertades públicas con cuantas actuaciones exija su
defensa. Esta cláusula general de legitimación se concreta de dos maneras:
172 Javier Tajadura Tejada

a) El apartado 11 de la citada disposición prevé concretamente que intervenga


en los procesos judiciales de amparo así como en las cuestiones de inconstitucio-
nalidad en los casos y en las formas previstos en la LOTC, es decir, mediante la
intervención adhesiva pasiva prevista en el art. 47. 2 de la misma: “El Ministerio
Fiscal intervendrá en todos los procesos de amparo, en defensa de la legalidad, de
los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley”.
b) El apartado 12, por su parte, al establecer que le corresponde interponer el
recurso de amparo constitucional —así como intervenir en los procesos de que
conozca el Tribunal Constitucional en defensa de la legalidad— en la forma en
que las leyes establezcan, hace referencia a la legitimación institucional activa
prevista en el art. 46 LOTC.
El Ministerio Fiscal ha hecho uso de esta legitimación tanto para defender dere-
chos de terceros (STC 17/2006), como para la defensa de derechos propios vincula-
dos al art. 24 CE (STC 4/87 y 256/1994). En todo caso, el Ministerio Fiscal no tiene
legitimación cuando actúa en el ejercicio del ius puniendi del Estado y su legitimación
no incluye la posibilidad de recurrir en amparo sentencias absolutorias.
La reforma de 2007 ha disminuido la relevancia de la intervención del Ministe-
rio Fiscal en los procesos de amparo. Con anterioridad a la LO 6/2007, el art. 50. 3
preveía su intervención en la fase de admisión del recurso. Esa intervención ha sido
suprimida. A partir de 2007, el Ministerio Fiscal sólo puede interponer recurso de sú-
plica contra las providencias de inadmisión, formular alegaciones en el plazo de diez
días respecto a los recursos admitidos, recurrir en súplica los autos de inadmisión,
recurrir en aclaración las sentencias de amparo y emitir informe en los incidentes de
suspensión. Volveremos sobre ello al estudiar las distintas fases del procedimiento.

5. LOS REQUISITOS PARA LA INTERPOSICIÓN DEL RECURSO


Junto a la vulneración del derecho susceptible en amparo, nuestro ordena-
miento exige el cumplimiento de otros requisitos para la admisión del recurso:
que el asunto revista una “especial trascendencia constitucional” (5.1); que la le-
sión del derecho sea imputable a un poder público (5.2); y que el recurrente haya
agotado la vía judicial previa (5. 3). Este último requisito no se exige —como ya
vimos— en el supuesto de recursos contra actos parlamentarios sin valor de ley.

5.1. El requisito de la especial trascendencia constitucional


Tras la reforma del recurso de amparo llevada a cabo por la LO 6/2007, para que
un recurso de amparo sea admitido a trámite, no basta ya con que se haya producido
Los derechos fundamentales y sus garantías 173

una lesión de un derecho fundamental de los comprendidos entre los artículos 14 a


30 de la Constitución con las matizaciones anteriormente expuestas.
Es necesario también que el recurso verse sobre un asunto que tenga “especial
trascendencia constitucional” según lo dispuesto en los artículos 49. 1 y 50. 1b
de la LOTC.
La Exposición de Motivos de la LO 6/2007 explica cual fue la intención del
legislador al introducir el requisito de la justificación “de la especial trascendencia
constitucional” del recurso: “El recurrente debe alegar y acreditar que el con-
tenido del recurso justifica una decisión sobre el fondo por parte del Tribunal
en razón de su especial trascendencia constitucional, dada su importancia para
la interpretación, aplicación o general eficacia de la Constitución”. Con ello se
lleva a cabo una inversión del juicio de admisibilidad respecto a la regulación
anterior ya que “se pasa de comprobar la inexistencia de causas de inadmisión a
la verificación de la existencia de una relevancia constitucional en el recurso de
amparo formulado”. Ello se traduce en el nuevo artículo 50 LOTC que regula así
el trámite de admisión:
“1. El recurso de amparo debe ser objeto de una decisión de admisión a trámite. La
Sección, por unanimidad de sus miembros, acordará mediante providencia la admi-
sión, en todo o en parte, del recurso solamente cuando concurran todos los siguientes
requisitos: a) Que la demanda cumpla con lo dispuesto en los artículos 41 a 46 y 49.
b) Que el contenido del recurso justifique una decisión sobre el fondo por parte del
Tribunal Constitucional en razón de su especial trascendencia constitucional, que se
apreciará atendiendo a su importancia para la interpretación de la Constitución, para
su aplicación o para su general eficacia, y para la determinación del contenido y al-
cance de los derechos fundamentales. 2. Cuando la admisión a trámite, aun habiendo
obtenido la mayoría, no alcance la unanimidad, la Sección trasladará la decisión a
la Sala respectiva para su resolución. 3. Las providencias de inadmisión, adoptadas
por las Secciones o las Salas, especificarán el requisito incumplido y se notificarán
al demandante y al Ministerio Fiscal. Dichas providencias solamente podrán ser re-
curridas en súplica por el Ministerio Fiscal en el plazo de tres días. Este recurso se
resolverá mediante auto, que no será susceptible de impugnación alguna. 4. Cuando
en la demanda de amparo concurran uno o varios defectos de naturaleza subsanable,
se procederá en la forma prevista en el artículo 49.4; de no producirse la subsanación
dentro del plazo fijado en dicho precepto, la Sección acordará la inadmisión mediante
providencia, contra la cual no cabrá recurso alguno”.
En un primer momento hubo quién entendió que el nuevo requisito de ad-
misión recogido en el precepto transcrito no obligaba al recurrente en amparo
a justificar esa especial trascendencia constitucional, sino que iba dirigido a los
Magistrados del Alto Tribunal, a quienes habilitaba para valorar su cumplimiento
con independencia de lo que argumentara el recurrente en amparo. Esta tesis fue
174 Javier Tajadura Tejada

rechazada por quienes advirtieron que la nueva regulación del trámite de admi-
sión confiere un gran papel a los abogados que deben justificar la especial tras-
cendencia constitucional del recurso, lo que les exige una formación en derechos
fundamentales.
Esta última fue la interpretación de la norma llevada a cabo por el Tribunal
Constitucional quien, desde el momento mismo de entrada en vigor de la reforma,
comenzó a inadmitir recursos de amparo, no ya por falta de especial trascenden-
cia constitucional, sino por falta de justificación de la misma. Justificar la especial
trascendencia constitucional del recurso es tarea distinta de la de argumentar la
existencia de una vulneración de un derecho fundamental.
La doctrina ha advertido que “los criterios establecidos por la LO 6/2007 para
delimitar el concepto de especial trascendencia constitucional son conceptos tan
abiertos y abstractos que dejan en manos del Tribunal un amplísimo nivel de dis-
crecionalidad para llenarlos y determinar qué tiene y qué no ‘especial trascenden-
cia constitucional’. Por tal razón, resulta complicado —e incluso estéril— intentar
fijar de antemano el alcance de cada uno de los criterios establecidos por el legis-
lador, porque, en último término, queda a la exclusiva determinación del Tribunal
la selección de los asuntos que han de ser admitidos a trámite” (Balaguer).
En este contexto, ha sido el propio Tribunal quien ha precisado el significado
y alcance de este nuevo y relevante requisito en su STC 155/2009, de 25 de ju-
nio. En el Fundamento Jurídico segundo que analizaremos después se enumeran
los distintos supuestos en los que el Tribunal entiende que concurre esa especial
trascendencia constitucional. Pero lo que nos importa ahora subrayar es que, si
no concurre ese requisito, por muy grave que sea la lesión del derecho producida,
en teoría, el recurso no puede ser admitido a trámite. Esta afirmación ha sido ma-
tizada por algún autor en el sentido de que, si bien no cabe confundir la especial
trascendencia constitucional con la gravedad de la lesión, la gravedad del perjui-
cio sí que podría servir para justificar esa especial trascendencia.
Pero esto no significa que la admisión sea discrecional. La admisión es una fa-
cultad reglada. Por ello es de singular importancia precisar el alcance del concepto
especial trascendencia constitucional.
El artículo 50. 1 b dice que la especial trascendencia constitucional se decide
atendiendo: “a su importancia para la interpretación de la Constitución, para su
aplicación o para su general eficacia y para la determinación del contenido y al-
cance de los derechos fundamentales”.
El Tribunal ha establecido su doctrina general al respecto en la STC 155/2009.
En ella enumera una serie de supuestos generales en los que cabe apreciar la
concurrencia de la especial trascendencia constitucional. Pero, más allá de estos
criterios, no es fácil conocer cómo se concretan en cada caso. Como la especial
trascendencia constitucional se exige en la fase de admisión del recurso y esta se
Los derechos fundamentales y sus garantías 175

resuelve mediante providencia no motivada, el Tribunal —en principio— no tiene


que explicar en sus sentencias la forma en que los recursos cumplen este requisito.
No obstante, en algunos casos lo hace y precisa el concreto motivo —de los dis-
tintos enunciados en la STC 155/2009— en qué consiste la especial trascendencia
constitucional. La precisión resultará indispensable, en todo caso, siempre que el
Tribunal incluya un nuevo supuesto de especial trascendencia distinto de los refe-
ridos en la STC 155/2009, que no constituyen un numerus clausus.
Además, el Tribunal está obligado a justificar el requisito que nos ocupa en
aquellos casos en que, una vez admitida la demanda, alguna de las partes alegue
falta de justificación de la especial trascendencia constitucional o falta de especial
trascendencia constitucional. En el primer supuesto, el Tribunal habrá de precisar
donde se encuentra la justificación (por ejemplo, STC 32/2013). En el segundo,
habrá de abordar la cuestión, para —normalmente— desestimar la alegación.
Finalmente, también habrá de explicitar su juicio sobre la especial trascenden-
cia constitucional del recurso de amparo en aquellos casos en que el Ministerio
Fiscal presente recurso de súplica contra la providencia de inadmisión basada en
la falta de especial trascendencia constitucional por considerar el Ministerio Pú-
blico que sí concurre.
En la sentencia, por su parte, el Tribunal Constitucional puede exponer su
criterio sobre la especial trascendencia constitucional del recurso. Ahora bien, lo
que no puede hacer —y esto es importante subrayarlo— es inadmitir el recurso en
sentencia por falta de especial trascendencia constitucional.
En este sentido, Pedro Tenorio ha resaltado la importancia de no confundir
la falta de justificación de la especial trascendencia constitucional con la falta de
especial trascendencia constitucional porque tienen un régimen jurídico diferente.
La falta de justificación de la especial trascendencia constitucional es un requi-
sito de admisión —como los demás— al que debe aplicarse la posibilidad de ser
estimado en sentencia. El Tribunal advierte, acertadamente, que se trata de una
posibilidad que hay que administrar con prudencia (STC 212/2013), ya que sí en
su día se consideró que se había justificado suficientemente dicha trascendencia,
considerar luego que no se había cumplido con el requisito podría contravenir el
CEDH. Conviene recordar en este sentido que el TEDH condenó a España en su
Sentencia de 9 de noviembre de 2004 (Sáez Maeso c. España) porque el Tribunal
Supremo había admitido un asunto y siete años después consideró que no concu-
rría un requisito de admisión.
Inicialmente, la doctrina del Tribunal Constitucional era que la falta de justi-
ficación de la especial trascendencia constitucional se debía considerar sólo en la
fase de admisión y no cabía fallar en la sentencia la inadmisión por ese motivo.
Sin embargo, a partir de la STC 69/2011, esa doctrina fue abandonada. Desde
entonces, se aplicó al requisito que nos ocupa la tesis de que los defectos insubsa-
176 Javier Tajadura Tejada

nables que puedan afectar a un recurso de amparo no resultan sanados porque la


demanda haya sido inicialmente admitida. La STC 143/2011 confirmó esa doctri-
na y consideró en el asunto que se trataba que faltaba la justificación de la especial
trascendencia constitucional.
Distinto es el régimen jurídico de la falta de especial trascendencia constitu-
cional. Este requisito sólo puede ser exigido en la fase de admisión del recurso.
No cabe, por ello, que una vez ha sido admitido a trámite el recurso, el Tribunal
lo desestime por considerar que el asunto no tiene especial trascendencia cons-
titucional. El Tribunal ha rechazado incluso la posibilidad de que se de la falta de
especial trascendencia constitucional sobrevenida. Esta podría darse en los casos en
que admitidos varios recursos sobre un mismo tema, es resuelto el primero de ellos.
Ante este tipo de situaciones, el Tribunal ha dictado sentencia sobre todos los asuntos
planteados aunque, en rigor, solamente la primera sentencia era necesaria desde un
punto de vista objetivo.
Veamos ahora los diferentes supuestos de especial trascendencia constitucional
enunciados por el Tribunal en la citada STC 155/2009, pero que, como el propio
Tribunal advierte, revisten un carácter abierto y no pueden ser considerados como un
númerus clausus:
“Este Tribunal estima conveniente, dado el tiempo transcurrido desde la reforma
del recurso de amparo, avanzar en la interpretación del requisito del art. 50.1 b)
LOTC. En este sentido considera que cabe apreciar que el contenido del recurso de
amparo justifica una decisión sobre el fondo en razón de su especial trascendencia
constitucional en los casos que a continuación se refieren, sin que la relación que
se efectúa pueda ser entendida como un elenco definitivamente cerrado de casos en
los que un recurso de amparo tiene especial trascendencia constitucional, pues a tal
entendimiento se opone, lógicamente, el carácter dinámico del ejercicio de nuestra
jurisdicción, en cuyo desempeño no puede descartarse a partir de la casuística que se
presente la necesidad de perfilar o depurar conceptos, redefinir supuestos contempla-
dos, añadir otros nuevos o excluir alguno inicialmente incluido” (FJ 2).
a) El primero de los supuestos es el de inexistencia de doctrina constitucional so-
bre una faceta o problema de un derecho fundamental. Esta falta de doctrina es la
que ha llevado al Tribunal a conocer —por citar sólo algunos ejemplos significati-
vos— de asuntos relativos al derecho a la intimidad en relación con informes médicos
(STC 70/2009); a la utilización del fax como medio de comunicación procesal
(STC 58/2010); a la posibilidad de que las entidades financieras entreguen datos
personales de sus clientes sin el consentimiento de estos (STC 96/2012); para
precisar el alcance de las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea
(STC 145/2012); para incidir en la elección de un Rector de Universidad (STC
192/2012); sobre el acceso de la policía a la agenda de un teléfono móvil (STC
115/2013) o para concretar los poderes de control empresarial sobre el uso por los
Los derechos fundamentales y sus garantías 177

trabajadores de medios informáticos propiedad de la empresa (STC 170/2013).


Un repaso a los diversos asuntos incluidos en este primer bloque pone de mani-
fiesto que muchos recursos tienen relación con la protección de la intimidad o de
los datos personales en el marco de las modernas tecnologías de la comunicación.
b) El segundo de los supuestos consiste en que habiendo doctrina del Tribunal
al respecto, este considera necesario modificarla. La especial trascendencia consti-
tucional del recurso concurre cuando esté “dé ocasión al Tribunal Constitucional
para aclarar o cambiar su doctrina, como consecuencia de un proceso de reflexión
interna, (…), o por el surgimiento de nuevas realidades sociales o de cambios nor-
mativos relevantes para la configuración del contenido del derecho fundamental,
o de un cambio en la doctrina de los órganos de garantía encargados de la inter-
pretación de los tratados y acuerdos internacionales a los que se refiere el art. 10.2
CE”. La necesidad de modificar su doctrina ha llevado al Tribunal a pronunciarse
sobre el derecho a la no discriminación laboral cuando es el varón el que insta la
modificación de sus condiciones laborales para el logro de la conciliación con su
vida familiar (STC 26/2011); o sobre la discriminación por razón de sexo en su-
puestos de despido de trabajadoras embarazadas en los que el empresario ignora
el estado de gestación de la trabajadora (STC 173/2013). Singular importancia
reviste también la STC 36/2011 en la que al amparo de este supuesto, el tribunal
ha formulado su doctrina sobre el significado y alcance del derecho a la igualdad
en el ámbito de las relaciones laborales, en particular en materia de retribuciones.
c) El tercer supuesto, de los enunciados por el Tribunal Constitucional, se pro-
duce cuando la vulneración del derecho fundamental que se denuncia provenga
de la ley o de otra disposición de carácter general. Así, por ejemplo, el Tribunal
admitió un recurso en que la vulneración del derecho provenía directamente de
la ley 40/2007 que excluía expresamente a los transexuales de su ámbito de apli-
cación (Disp. Adic. 3 c) por violación del principio de igualdad (STC 77/2013).
d) El cuarto supuesto se da cuando la vulneración del derecho fundamental
proviene —no de la ley, como en el caso anterior— sino de una reiterada interpre-
tación jurisprudencial de la ley que el Tribunal Constitucional considera lesiva del
derecho fundamental y cree necesario proclamar otra interpretación conforme a
la Constitución.
e) El quinto supuesto de especial trascendencia constitucional es el incum-
plimiento de la doctrina constitucional. El requisito que nos ocupa se cumple
“cuando la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el derecho fundamental
que se alega en el recurso esté siendo incumplida de modo general y reiterado por
la jurisdicción ordinaria, o existan resoluciones judiciales contradictorias sobre el
derecho fundamental, ya sea interpretando de manera distinta la doctrina consti-
tucional, ya sea aplicándola en unos casos y desconociéndola en otros”.
178 Javier Tajadura Tejada

f) El siguiente supuesto se configura como un caso agravado del anterior. La


especial trascendencia constitucional concurre “en el caso de que un órgano judi-
cial incurra en una negativa manifiesta del deber de acatamiento de la doctrina del
Tribunal Constitucional (art. 5 LOPJ)”. Ejemplos de esto último los encontramos
en la STC 95/2010 en que el Tribunal consideró que un órgano judicial no aca-
taba su doctrina (STC 268/2006) por insistir en utilizar respuestas estereotipadas
en un procedimiento sancionador, o en la STC 133/2011 en la que advirtió que el
órgano judicial no seguía su doctrina en materia de prescripción.
g) El último de los supuestos reviste un carácter más abierto. Según el Alto Tri-
bunal concurre la especial trascendencia constitucional “cuando el asunto suscita-
do, sin estar incluido en ninguno de los supuestos anteriores, trascienda del caso
concreto porque plantee una cuestión jurídica de relevante y general repercusión
social o económica o tenga unas consecuencias políticas generales, consecuencias
que podrían concurrir, sobre todo, aunque no exclusivamente, en determinados
amparos electorales o parlamentarios”.
En todo caso, y como ya vimos, el Tribunal advierte expresamente que esta
enumeración no debe interpretarse como un elenco exhaustivo y definitivamente
cerrado.
Como ha destacado Pedro Tenorio el rigor en la exigencia de la carga de justi-
ficación de la especial trascendencia constitucional ha ido creciendo a medida que
ha pasado el tiempo desde que se dictó la STC 155/2009. El propio Tribunal así
lo ha reconocido en su STC 69/2011. La justificación de la especial trascendencia
constitucional requiere una argumentación lo más concreta y específica posible
en la demanda. De la misma forma, la negación de la misma en la oposición a
la demanda exige un desarrollo argumental detallado. El Tribunal ha subrayado
que de la misma forma que “la carga de justificar la especial trascendencia cons-
titucional del recurso de amparo se algo distinto a razonar la vulneración de un
derecho fundamental (…) en lógica correspondencia, la negación de la especial
trascendencia constitucional del recurso no puede limitarse a afirmar la inexisten-
cia de las vulneraciones de derechos fundamentales que se hayan denunciado ante
nosotros” (STC 89/2011).
Finalmente, hay que recordar que la justificación de la especial trascendencia
constitucional, y la concurrencia de esta, son requisitos necesarios pero no sufi-
cientes para la admisión del recurso, puesto que sigue siendo absolutamente nece-
sario que se haya producido una vulneración de un derecho fundamental.
Si el asunto carece de especial trascendencia constitucional, el Tribunal dictará
una providencia de inadmisión en la que se dirá que la Sección ha acordado no
admitir el recurso a trámite por no apreciar en el mismo la especial trascendencia
constitucional que exige el art. 50.1. b LOTC.
Los derechos fundamentales y sus garantías 179

Si el Tribunal, por el contrario, admite a trámite el recurso de amparo, podría


en la sentencia apreciar que concurre un defecto procesal que pasó inadvertido en
la fase de admisión. Y en la sentencia, por tanto, podría concluirse la falta de jus-
tificación de la especial trascendencia constitucional. Lo que no cabría, insistimos
una vez más, es declarar la falta de especial trascendencia constitucional.

5.2. La lesión de un derecho proveniente de un poder público


La demanda de amparo debe cumplir los demás requisitos de admisibilidad
establecidos en los artículos 41 a 44 y 46 de la LOTC. En primer lugar, debe refe-
rirse a derechos y libertades susceptibles de ser protegidos en amparo constitucio-
nal; en segundo lugar, la lesión del derecho debe ser real y efectiva, no potencial
o hipotética; en tercer lugar, el acto lesivo debe provenir de un poder público. Así
el art. 41. 2 LOTC dispone que “el recurso de amparo protege, en los términos
que esta ley establece, frente a las violaciones de los derechos y libertades a que
se refiere el apartado anterior, originadas por las disposiciones, actos jurídicos,
omisiones o simple vía de hecho de los poderes públicos del Estado, las comu-
nidades autónomas y demás entes públicos de carácter territorial, corporativo o
institucional, así como de sus funcionarios o agentes”.
Desde esta óptica, la LOTC establece tres tipos de recursos de amparo en fun-
ción de qué tipo de poder público sea el responsable de la lesión del derecho
fundamental. La Ley regula sucesivamente —como vimos en el epígrafe 3— los
amparos contra decisiones parlamentarias, contra actos administrativos y contra
resoluciones judiciales.
En todo caso, lo que resulta indiscutible es que debe existir una lesión de un
derecho fundamental, pues —a pesar de la objetivación del mismo— el recurso de
amparo sigue siendo un mecanismo procesal de protección de los derechos fun-
damentales. Por ello si, ab initio, se aprecia la ausencia de esa lesión, faltaría un
requisito esencial de los previstos en los art. 31 a 46 LOTC con lo que se produci-
ría la carencia del presupuesto del art. 50.1 a) y el asunto no podría ser admitido
aunque pudiera presentar ‘especial trascendencia constitucional’. Esta es la razón
por la que sostenemos que la objetivación del recurso no es absoluta.

A. Recursos de amparo contra decisiones parlamentarias


El art. 42 LOTC dispone que: “Las decisiones o actos sin valor de Ley, emana-
dos de las Cortes o de cualquiera de sus órganos, o de las Asambleas legislativas
de las Comunidades Autónomas, o de sus órganos, que violen los derechos y li-
bertades susceptibles de amparo constitucional, podrán ser recurridos dentro del
180 Javier Tajadura Tejada

plazo de tres meses desde que, con arreglo a las normas internas de las Cámaras
o Asambleas, sean firmes”.
Este primer tipo de recurso de amparo se caracteriza por la naturaleza legisla-
tiva de los órganos de los que provienen los actos supuestamente vulneradores de
derechos fundamentales. Obsérvese, en todo caso, que se trata siempre de actos
“sin valor de ley”, lo que distingue a este recurso —por su objeto— del recurso
de inconstitucionalidad.
El recurso puede interponerse frente a cualquier decisión o acto sin valor de ley
del Congreso de los Diputados, del Senado o de cualquier Parlamento Autonómi-
co. No son susceptibles de este tipo de recurso los actos del Parlamento Europeo,
ni tampoco de asambleas legislativas infraautonómicas como pueden ser las Jun-
tas Generales de los Territorios Históricos del País Vasco. Por otro lado, los actos
recurribles no son sólo los emanados del Pleno, sino también los procedentes de
los distintos órganos que configuran la estructura interna de las asambleas: las
Mesas, los Presidentes; los Vicepresidentes; los Secretarios, las Juntas de Porta-
voces; las diversas Comisiones y sus correspondientes Mesas; y las Diputaciones
Permanentes.
Los Reglamentos parlamentarios no pueden ser recurridos en amparo —a sal-
vo de su impugnación indirecta a través de la cuestión interna de inconstitucio-
nalidad que veremos después—. Sin embargo ha sido controvertida la posibilidad
de recurrir las resoluciones normativas dictadas por los órganos competentes de
las Cámaras legislativas para interpretar o suplir los Reglamentos. Inicialmente, el
Tribunal Constitucional equiparó estas resoluciones —a efectos impugnatorios—
a los Reglamentos de las Cámaras, por lo que el cauce procesal idóneo para su
impugnación era el recurso de inconstitucionalidad (STC 118/1988). Posterior-
mente, el Tribunal modificó completamente su doctrina al respecto y recondujo la
impugnación de estas resoluciones al recurso de amparo siempre que sean lesivas
de derechos fundamentales (STC 44/1995, 226/2004).
La posibilidad de recurrir en amparo los denominados interna corporis acta
también ha resultado controvertida. Inicialmente, la relevancia externa o interna
de los actos de las Asambleas fue el criterio utilizado por el Tribunal Constitu-
cional para determinar en qué casos cabía el amparo. Los actos internos no eran
recurribles (STC 90/1985). A partir de 1986 esa doctrina fue abandonada. Desde
el decisivo Auto 12/1986 el Tribunal sostiene que todos los actos parlamentarios,
internos y externos, son recurribles en amparo. Esa doctrina se fundamenta en
el principio de sujeción de todos los poderes públicos a la Constitución y en el
carácter vinculante de los derechos fundamentales también para las Cámaras. La
autonomía de las Cámaras no podía ser utilizada —como lo era en la doctrina
inicial del Tribunal— para desvincular a los órganos parlamentarios de su some-
timiento pleno a la Constitución.
Los derechos fundamentales y sus garantías 181

Finalmente, el establecimiento de un plazo de tres meses para este tipo de recursos


es más amplio que el de veinte días previsto para los recursos contra actos del Gobier-
no y el de treinta establecido para los recursos contra resoluciones judiciales.
La existencia de este recurso contra actos parlamentarios ha judicializado el
Derecho Parlamentario que, tradicionalmente, quedaba al margen de la actua-
ción de los tribunales. Durante los últimos años se ha generado una abundante
jurisprudencia sobre inadmisión de iniciativas parlamentarias (SSTC 95/1994,
90/2005, 242/2006); sobre el estatuto del diputado (juramento o promesa STC
74/1991, cese por baja en el partido STC 298/2006, cese por decisión judicial STC
151/1999, suplicatorios SSTC 51/1985 y 124/2001; y sanciones STC 129/2006);
o sobre los grupos parlamentarios.

B. Recurso de amparo contra actos administrativos


El artículo 43 regula el segundo tipo de recursos de amparo y en su apartado
primero establece: “Las violaciones de los derechos y libertades antes referidos
originadas por disposiciones, actos jurídicos, omisiones o simple vía de hecho
del Gobierno o de sus autoridades o funcionarios, o de los órganos ejecutivos
colegiados de las comunidades autónomas o de sus autoridades o funcionarios o
agentes, podrán dar lugar al recurso de amparo una vez que se haya agotado la
vía judicial procedente”.
Pueden ser recurridos en amparo todos los actos de la Administración Pública
cuando ésta actúa investida de imperium, y los asimilables a los mismos aunque
emanen de órganos diferentes del Poder Ejecutivo. Se incluyen así los actos dic-
tados por la Administración local (STC 147/2013), corporativa (STC 39/2009)
e institucional (STC 116/2013), es decir, los provenientes de cualquier ente cuya
actividad esté sometida al Derecho Administrativo.
De esta forma, quedan excluidos del amparo los recursos contra actos de Cajas
de Ahorro, de fundaciones públicas sujetas al Derecho laboral, de empresas públi-
cas sometidas al Derecho Privado, de Administraciones Públicas cuando actúan
sometidas al Derecho laboral. Incluso los actos de Administraciones Públicas que
actúan sometidas al Derecho Privado. Esta última exclusión podría parecer exce-
siva, pero lo cierto es que la trascendencia práctica del asunto es mínima habida
cuenta que todos estos actos pueden llegar a conocimiento del Tribunal por la vía
de las lesiones cometidas por particulares, esto es, imputando la lesión al órgano
judicial que la haya confirmado.
El recurso de amparo del artículo 43 procede también contra cualquier ac-
tuación materialmente administrativa de órganos no encuadrados en el Poder
Ejecutivo: contra actos de la Casa Real, contra disposiciones y actos en materia de
personal, administración y gestión patrimonial de las Cortes Generales así como
182 Javier Tajadura Tejada

de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas (STC 121/1997),


contra disposiciones y actos materialmente administrativos del Consejo General
del Poder Judicial (STC 116/2007), o contra actuaciones administrativas o guber-
nativas de los órganos de gobierno de los juzgados y tribunales (STC 159/2005).
El plazo para interponer este segundo tipo de recurso de amparo constitucio-
nal es el de los veinte días siguientes a la notificación de la resolución recaída en
el previo proceso judicial.

C. Recursos de amparo contra decisiones judiciales


El tercer tipo de recursos de amparo es el previsto contra actos u omisiones
del Poder Judicial. Este recurso de amparo se refiere tanto a derechos fundamen-
tales sustantivos como a derechos fundamentales procesales (fundamentalmente
los contenidos en el art. 24 CE). Y como el propio precepto reconoce, procede
tanto frente a actos como frente a comportamientos omisivos. Como ya vimos,
la inactividad de los órganos judiciales puede suponer violación del derecho al
proceso sin dilaciones indebidas reconocido en el artículo 24. 2 CE. En todo caso,
el acto recurrible (o el comportamiento omisivo denunciado) debe provenir de un
juzgado o tribunal integrado en el Poder Judicial. No caben, por tanto, recursos
de amparo contra actos del Ministerio Fiscal.
Puede recurrirse cualquier resolución judicial: sentencias, autos o providencias.
Ahora bien, para ser recurrible en amparo, la resolución judicial ha de ser firme.
La resolución judicial firme susceptible de recurso de amparo es la que no es sus-
ceptible de recurso en sí, no la que ha adquirido firmeza por haber transcurrido
el plazo para recurrir. En este último caso, el recurso de amparo sería inadmisible
por falta de agotamiento de la vía judicial previa
Los requisitos exigidos por la Ley para este recurso son los siguientes: a) ago-
tamiento de la vía judicial previa; b) que la lesión del Derecho Fundamental sea
imputable de modo inmediato y directo al órgano judicial: c) la pronta invocación
formal del derecho fundamental lesionado. A ellos hay que añadir el plazo con-
tenido en el art. 44. 2 LOTC: 30 días, a partir de la notificación de la resolución
recaída en el proceso judicial.
El segundo requisito se formula en el art. 44 1 b en los siguientes términos:
“Que la violación del derecho o libertad sea imputable de modo inmediato y di-
recto a una acción u omisión del órgano judicial con independencia de los hechos
que dieron lugar al proceso en que aquellas se produjeron, acerca de los que, en
ningún caso, entrará a conocer el Tribunal Constitucional”.
Los problemas suscitados por este precepto han sido ya expuestos en el capí-
tulo primero de esta obra al analizar la problemática de la eficacia horizontal de
los derechos fundamentales. Como vimos, el Tribunal Constitucional conoce en
Los derechos fundamentales y sus garantías 183

amparo de las vulneraciones de derechos fundamentales realizadas por particula-


res mediante el artificio de considerar que son los tribunales que entendieron de
aquellas quienes, al no repararlas, vulneraron el derecho en cuestión. Se trata de
un artificio que —con independencia de las razones en que se basa y los efectos
que persigue— contradice la literalidad del art. 44.1 b de la LOTC por lo que
convendría proceder a una modificación del mismo.
En todo caso, el precepto sirve para delimitar el alcance de la competencia del
Tribunal Constitucional. De él se deduce que el Tribunal Constitucional no debe in-
troducir modificaciones sobre los hechos declarados probados en las resoluciones
judiciales y que debe respetar los antecedentes de las mismas; además el Tribunal no
puede tampoco revisar hechos o pruebas, ni examinar alegaciones discrepantes con
los hechos declarados probados en las resoluciones judiciales. El Tribunal ha estable-
cido excepciones a estas limitaciones, excepciones que deben interpretarse de forma
estricta para evitar incurrir en un exceso de jurisdicción. En virtud de estas excepcio-
nes, el Tribunal puede revisar hechos o pruebas sólo en aquellos casos en los que el
órgano judicial cuya resolución se recurre en amparo haya incurrido en arbitrariedad
(STC 128/2013), irrazonabilidad o error (STC 126/2011) tan manifiesto y grave que
para cualquier observador resulte patente lo que supone que la resolución judicial
carece en realidad de toda motivación (STC 276/2006).
En definitiva, la doctrina reiterada del Tribunal es que la valoración de la prue-
ba entra dentro del ámbito de la legalidad ordinaria y, por tanto, no le correspon-
de revisarla. La única excepción a este principio es la referida a los supuestos de
arbitrariedad, irrazonabilidad o error patente.
En relación con todo lo anterior, tras la reforma de 2007, el artículo 54 de la
LOTC dispone: “Cuando la Sala o, en su caso, la Sección conozca del recurso de
amparo respecto de decisiones de jueces y tribunales, limitará su función a concre-
tar si se han violado derechos o libertades del demandante y a preservar o resta-
blecer estos derechos o libertades, y se abstendrá de cualquier otra consideración
sobre la actuación de los órganos jurisdiccionales”.

5.3. El agotamiento de la vía judicial previa


El agotamiento de la vía judicial previa es un requisito para la admisión del
recurso que se exige tanto a los amparos contra actos gubernativos como a los
amparos contra resoluciones judiciales. Este requisito no se exige en relación a los
amparos contra actos o decisiones parlamentarias sin valor de ley previstos en el
art. 43 LOTC. En estos casos, el recurso de amparo puede presentarse una vez que
el acto impugnado es firme con arreglo al Reglamento de la Cámara.
Existe una abundante jurisprudencia sobre el significado y alcance de este re-
quisito. El agotamiento de la vía judicial supone recorrer todas las instancias o
184 Javier Tajadura Tejada

grados legalmente previstos ante la jurisdicción ordinaria. La doctrina del Tri-


bunal es que no obliga a utilizar cualquier medio de impugnación, ni todos los
posibles, sino sólo aquellos previstos por las normas procesales y sobre los que
no quepa albergar dudas respecto de su procedencia y de la posibilidad real de
interponerlos, así como de su adecuación para reparar la lesión del derecho fun-
damental invocado (SSTC 188/1990 y 69/2002)
Cuando la vulneración del derecho fundamental se haya producido en la última
resolución judicial dictada en la vía previa, para agotar esta —de conformidad con
la nueva redacción del artículo 241. 1. LOPJ— es preciso promover el incidente de
nulidad de actuaciones, que se ha extendido a todos los derechos y libertades suscep-
tibles de amparo. Como ya vimos al inicio, una de las notas distintivas del recurso
de amparo es su carácter subsidiario. El agotamiento de la vía judicial previa es un
requisito cuya finalidad es garantizar esa subsidiariedad.
Antes de la reforma de 2007 el incidente de nulidad de actuaciones sólo se podía
interponer de forma excepcional y por dos causas: defectos de forma que hubieran
generado indefensión, o incongruencia del fallo. Actualmente, tras la modificación
del art. 241 LOPJ llevada a cabo por la disposición final primera de la LO 6/2007, la
interposición del incidente de nulidad de actuaciones procede no sólo en los supuestos
de indefensión e incongruencia, sino también cuando exista cualquier lesión de cual-
quier derecho fundamental que se atribuya a la última resolución judicial recaída en
el asunto que no pueda ser reparada por otro medio distinto.
Con anterioridad a la reforma de 2007 era posible que no cupiera recurso alguno
contra la resolución judicial a la que se imputaba la lesión. Así ocurría cuando se
trataba de la resolución que ponía fin a la vía judicial (STC 197/1999). La reforma de
2007, al generalizar la necesidad de interponer el incidente de nulidad de actuaciones,
hace imposible ese tipo de situaciones.
En la STC 43/2010, el Tribunal sostiene que el incidente de nulidad de actuaciones
ha adquirido un renovado protagonismo y constituye un instrumento clave para la
tutela judicial efectiva sin indefensión, ya que se trata de la última vía procesal para
denunciar la vulneración denunciada, máxime si se tiene en cuenta que el sistema de
admisión del recurso de amparo con la reforma operada por la LO 6/2007 es mucho
más restrictivo que el anterior. El Tribunal Constitucional hacía así un llamamiento
a la jurisdicción ordinaria a despojarse del tradicional recelo que siempre mantuvo
respecto a este incidente.
La doctrina del Tribunal Constitucional sobre el incidente de nulidad de actuacio-
nes está contenida en las SSTC 233/2009, 239/2009, 252/2009 y 10/2010). La fina-
lidad de la ampliación del incidente de nulidad de actuaciones a todos los derechos
fundamentales es ofrecer una última oportunidad a la jurisdicción ordinaria para
remediar la lesión del derecho fundamental, antes del recurso de amparo, en aquellos
casos en que la lesión del derecho es imputable a la resolución que pone fin al proce-
Los derechos fundamentales y sus garantías 185

so. Esto quiere decir que si la supuesta vulneración del derecho fundamental ya fue
denunciada en el proceso judicial antes de recaer la resolución no recurrible ante la
jurisdicción ordinaria, el incidente no es ni exigible ni procedente. Por el contrario, el
recurso de amparo resultará inadmisible por falta de agotamiento de la vía judicial
previa si no se promueve el incidente contra la resolución que pone fin al proceso
cuando esta es la causante de la lesión del derecho fundamental y no ha existido
oportunidad de denunciar esa supuesta vulneración del derecho fundamental antes
de que recaiga dicha resolución.
El recurso de amparo será igualmente inadmisible por falta de agotamiento de la
vía judicial previa cuando se interponga de forma prematura por estar pendiente de
resolución el incidente de nulidad de actuaciones promovido por el mismo recurrente
contra la misma resolución judicial que pone fin al proceso y que se recurre en am-
paro.
Los supuestos de inadmisión pueden clasificarse en dos bloques. Por un lado, falta
de agotamiento común que se produce en todos aquellos casos en que el recurso es
prematuro, y que puede afectar tanto a recursos contra actos gubernativos, como
parlamentarios o judiciales. Por otro, los debidos al hecho de no haber promovido el
incidente de nulidad de actuaciones que sólo se da en los recursos frente a resolucio-
nes judiciales. En todos esos casos el Tribunal resuelve mediante una Providencia en
la que se declara que la Sección ha acordado no admitir a trámite el recurso por falta
de agotamiento de la vía judicial.
Como advierte Pedro Tenorio “debe subrayarse que, en caso de que se tengan
dudas acerca de la interposición de un recurso ante el Poder Judicial o un recurso de
amparo ante el Tribunal Constitucional, la solución nunca será interponer los dos ad
cautelam, pues, en tal caso, el recurso de amparo será prematuro en todo caso. A lo
que se añade que si se intenta recurrir en amparo cuando se haya resuelto el recurso
jurisdiccional que se interpuso, tal vez suceda que dicho recurso jurisdiccional fuera
manifiestamente improcedente y en consecuencia el recurso de amparo sea extempo-
ráneo por alargamiento indebido de la vía judicial”.
Como complemento del que nos ocupa, otro requisito de admisión del recurso de
amparo es la invocación en la vía judicial previa del derecho fundamental supuesta-
mente vulnerado. El Tribunal, basándose en el carácter subsidiario del recurso, exige
esa invocación tanto en la vía administrativa como en la judicial. Y que el derecho
invocado sea el mismo en las distintas instancias, y que la vulneración se sustente en
las mismas razones (STC 7/2007).
En todo caso, el Tribunal ha interpretado este requisito con una gran flexibili-
dad estimando que basta referirse a los términos en que se planteó el debate pro-
cesal o con la descripción de los hechos que constituyen la lesión, pero no siendo
exigible la invocación del concreto precepto constitucional ni la designación del
186 Javier Tajadura Tejada

derecho por su nomen iuris. “La jurisprudencia es tan laxa —advierte Pedro Te-
norio— que casi dispensa de este requisito”.

6. EL PROCEDIMIENTO DEL RECURSO DE AMPARO


El recurso se inicia mediante demanda dirigida al Tribunal, donde debe hacerse
constar con claridad y precisión la petición que se haga (art. 85. 1 LOTC). La de-
manda fija los límites del proceso de modo que, posteriormente, ya no es posible
ampliar el contenido del mismo (STC 180/1993).
El conocimiento de los recursos corresponde a las Salas y, en su caso, a las Sec-
ciones (art. 48 LOTC). Esta última posibilidad está regulada en el art. 52. 2 según
el cual las Secciones pueden conocer de los recursos de amparo en aquellos casos
en que exista doctrina consolidada acerca del mismo y las Salas hayan adoptado
formalmente el acuerdo de deferir la resolución del recurso a la Sección. La posi-
bilidad de que las Secciones dictaran sentencias fue introducida por la LO 6/2007
para hacer frente al elevado número de demandas de amparo y, a partir de 2008,
se empezaron a dictar sentencias de Sección, principalmente, en supuestos de vul-
neración del derecho a la tutela judicial efectiva.
El Pleno del Tribunal, por su parte, puede recabar para sí el conocimiento de
un recurso de amparo a propuesta de su Presidente o de tres magistrados. Esto se
hace cuando se trata de asuntos de especial relevancia o cuando es preciso unificar
criterios entre las Salas.
Los recursos de amparo son gratuitos. El Tribunal según dispone el art. 95
LOTC puede imponer costas e incluso multas ante actitudes procesales indebidas.
En la tramitación del recurso podemos distinguir las siguientes fases: a) admi-
sión a trámite; b) alegaciones; c) eventual fase de prueba; d) eventual vista públi-
ca; e) deliberación y votación de la sentencia.

6.1. Admisión a trámite


Tras la reforma llevada a cabo por la LO 6/2007, corresponde a las Secciones re-
solver acerca de la admisión del recurso, por providencia, cuando existe unanimidad
entre los tres magistrados que las componen. A falta de unanimidad, la admisión
corresponde a las Salas que decidirán por mayoría de votos y mediante providencia.
Una vez superada con éxito la fase de admisión, el conocimiento de los recur-
sos corresponde, a las Salas y, en su caso, como hemos visto, a las Secciones.
La LO 6/2007 de reforma de la LOTC modifica la regulación del recurso de
amparo con el objeto de disminuir la carga del trabajo del Tribunal. Las princi-
Los derechos fundamentales y sus garantías 187

pales modificaciones son: la inclusión de un nuevo requisito para la admisión del


recurso consistente en que verse sobre un asunto que tenga especial trascendencia
constitucional; la imposición de la carga de justificar esa especial trascendencia al
recurrente, y, finalmente, —y esta es la medida que en principio más podría contri-
buir a aliviar la carga de trabajo del Tribunal— la previsión de que la providencia
que resuelve sobre la admisión no requiere motivación.
Realmente, antes del 2007 las providencias ya hubieran podido no ser motiva-
das. Pero, a pesar de ello, el Tribunal las motivaba siempre. La motivación aunque
fuera breve dejaba clara siempre cuáles eran los motivos que justificaban la inad-
misión y la doctrina constitucional aplicable a cada uno de ellos.
Lo que ha hecho la reforma de 2007 es invertir el juicio de admisibilidad. Como
ha advertido Balaguer, incluso “podría decirse que se parte de la concepción de que
todo asunto resulta inadmisible mientras no se demuestre lo contrario”. Ahora en el
trámite de admisión lo que hace el Tribunal es verificar si concurren o no los requi-
sitos para la admisión del recurso. En la providencia de inadmisión basta con que el
Tribunal se limite a indicar cuál es el requisito incumplido. No tienen qué explicar por
qué el requisito no se ha cumplido ni tampoco precisar la doctrina constitucional que
justifica esa decisión. Las providencias no se publican.
Pedro Tenorio, que a su condición de Catedrático une la de haber sido letrado
durante más de diez años en el Alto Tribunal, ha subrayado que la reforma del
2007 —globalmente considerada— en modo alguno ha disminuido la carga de
trabajo puesto que el número de recursos que deben ser examinados no descien-
de. Y en este sentido, subraya que lo único que podría suponer una disminución
de carga, el hecho que ahora examinamos de que la providencia que resuelve la
inadmisión no sea motivada, tampoco sirve toda vez que cada recurso ha de ser
objeto de estudio e informe por los letrados que sí debe ser motivado, por lo que,
en definitiva, poca trascendencia tiene que la motivación de los correspondientes
informes se incorpore o no a la providencia.
Recordemos que la decisión de inadmisión del recurso de amparo puede adoptarse
en sentencia aun cuando se haya procedido a la admisión inicial de la demanda. Aun-
que no es posible resolver en sentencia la inadmisión por falta de especial trascenden-
cia constitucional sí es posible hacerlo por falta de justificación de la misma.
En todo caso, hay que subrayar que, en la fase de admisión, el ámbito de
cognición del Tribunal Constitucional es de mucha mayor amplitud del que dis-
ponen los jueces o tribunales ordinarios para el examen liminar de una demanda
o recurso. En el trámite de admisión, los jueces ordinarios sólo pueden verificar
la existencia de los requisitos formales o procesales, mientras que el Tribunal
Constitucional examina requisitos de fondo, como la especial trascendencia cons-
titucional del recurso.
188 Javier Tajadura Tejada

Los requisitos de admisión a trámite están enumerados en los artículos 41 a 46


y 49 de la LOTC a los que se remite el art. 50. 1. LOTC. Siguiendo la enumeración
formulada por Pedro Tenorio son los siguientes:
– Exposición con claridad y concisión de los hechos que fundamentan la deman-
da. El Tribunal desde su primera sentencia (STC 1/1981) ha interpretado el art. 49. 1
LOTC de manera antiformalista. Por ello se considera satisfecha la exigencia de clari-
dad siempre que la demanda permita conocer sin duda la vulneración constitucional
denunciada y la pretensión deducida. Ahora bien, el Tribunal advierte que no le co-
rresponde a él construir de oficio las demandas, ni suplir las razones de las partes. En
todo caso, debe tenerse presente también lo dispuesto en el art. 84 LOTC: “El Tribu-
nal, en cualquier tiempo anterior a la decisión, podrá comunicar a los comparecidos
en el proceso constitucional la eventual existencia de otros motivos distintos de los
alegados, con relevancia para acordar lo procedente sobre la admisión o inadmisión
y, en su caso, sobre la estimación o desestimación de la pretensión constitucional. La
audiencia será común, por plazo no superior al de diez días con suspensión del térmi-
no para dictar la resolución que procediere”.
– Cita de los preceptos constitucionales infringidos.
– Fijación precisa del amparo que se solicita.
– Justificación de la especial trascendencia constitucional. Importa subrayar
que frente a lo que la lectura del art. 49. 4 LOTC pudiera hacer creer: “De incum-
plirse cualquiera de los requisitos establecidos en los apartados que anteceden,
las Secretarías de Justicia lo pondrán de manifiesto al interesado en el plazo de
10 días, con el apercibimiento de que, de no subsanarse el defecto, se acordará
la inadmisión del recurso”, el Tribunal Constitucional ha establecido que el in-
cumplimiento de este requisito no es subsanable (AATC 188/2008, 289/2008,
290/2008).
– La demanda debe ser presentada por procurador y ha de estar firmada por
letrado.
– Sí el recurrente actúa por representación, debe acreditar la misma.
– Acompañar copia, traslado o certificación de la resolución vulneradora del
derecho fundamental que se invoca y que constituye el objeto del recurso.
– Aportación de tantas copias de la demanda y de los documentos presentados
como partes hubiera en el proceso previo y una más para el Ministerio Fiscal.
– Presentación en el plazo legalmente previsto.
– Que el recurso se dirija contra actos susceptibles de ser recurridos en amparo
– Que se denuncie la vulneración de un derecho fundamental protegible en
amparo ante el Tribunal Constitucional.
Los derechos fundamentales y sus garantías 189

– Que se pretenda el restablecimiento o preservación de un derecho protegido


por el recurso de amparo.
– Legitimación para recurrir.
– Denuncia tempestiva de la vulneración del derecho fundamental tan pronto
como hubo lugar para la misma.
– Agotamiento de la vía judicial previa.
– Que el contenido del recurso justifique una decisión sobre el fondo por parte
del Tribunal Constitucional en razón de su especial trascendencia constitucional.
El art. 50. 4 de la LOTC prevé la posibilidad de que la demanda de amparo
presente defectos subsanables. En ese caso, y de conformidad con lo dispuesto en
el art. 85 se concede al demandante un plazo de diez días para subsanar los defec-
tos. Transcurrido el plazo sin hacerlo, los defectos se convierten en insubsanables.
Si el demandante los subsana, la Sección deberá pronunciarse nuevamente sobre
la admisión o inadmisión del recurso.
El artículo 93. 2 LOTC dispone que “contra las providencias y los autos que dic-
te el Tribunal Constitucional, sólo procederá, en su caso, el recurso de súplica”. La
lectura de esta disposición podría llevarnos a pensar que el demandante en amparo
podría recurrir en súplica la providencia de inadmisión. Pero no es así, porque la re-
ferida norma general es desplazada por la regla especial contenida en el artículo 50. 3
LOTC que expresamente señala que las referidas providencias “solamente podrán ser
recurridas en súplica por el Ministerio Fiscal en el plazo de tres días”.
Si el Ministerio Fiscal presenta el recurso de súplica, el Tribunal da traslado del
mismo al demandante de amparo para que presente alegaciones en el plazo de tres
días. El Tribunal resuelve el recurso de súplica mediante un Auto contra el que no
cabe ya recurso alguno.
La estimación por parte del Tribunal Constitucional del recurso de súplica no
excluye la posibilidad de que, con posterioridad, el recurso de amparo sea nueva-
mente inadmitido por un motivo distinto.

6.2. Las medidas cautelares: el incidente de suspensión


Junto al contenido necesario de la demanda de amparo (art. 49.1 LOTC), el re-
curso puede incluir otras partes accidentales como la petición de que se practique
determinada prueba, de que la demanda se acumule a otras, o de que se celebre
vista oral y pública.
Estos incidentes se sustancian a través de piezas separadas: una es la relativa a
la acumulación de recursos de acuerdo con los criterios establecidos en el art. 83
190 Javier Tajadura Tejada

LOTC; otro es el de prueba que veremos después (art. 89 LOTC); y el más común
es el incidente de suspensión previsto en el art. 56. 2 LOTC.
La regla general —establecida en el art. 56. 1 LOTC— es que la interposición
del recurso de amparo no suspende los efectos del acto o sentencia impugnados.
Establecido eso, el apartado segundo del art. 56 LOTC —en la redacción da-
da por la reforma de 2007— atribuye a la Sala (o a la Sección) que conozca del
recurso la facultad de suspender —total o parcialmente— la ejecución del acto
impugnado cuando de lo contrario pudiera perder el amparo su finalidad, siempre
y cuando la suspensión no ocasione perturbación grave a un interés constitucio-
nalmente protegido, ni a los derechos fundamentales o libertades de otra persona.
La suspensión puede ser decretada de oficio —lo que es muy poco frecuente—
o a instancia de parte, pero sólo cabe en virtud de una resolución expresa del
Tribunal. En el ámbito del recurso de amparo no existen supuestos de suspensión
automática u ope legis.
Es preciso subrayar que la suspensión reviste un carácter absolutamente ex-
cepcional. En el caso concreto de amparos contra resoluciones judiciales, se trata
de una medida provisional y de aplicación restrictiva (ATC 530/2004), que sólo
puede ser acordada cuando la ejecución del fallo cause un perjuicio irreparable en
los derechos fundamentales (ATC 170/2001).
El carácter excepcional de la suspensión se justifica en la presunción de legiti-
midad de las actuaciones de los poderes públicos. En el caso de la pretensión de
suspensión de una resolución judicial firme se solicita excepcionar el principio
general contenido en el art. 117 CE en virtud del cual corresponde a los jueces y
tribunales ordinarios juzgar y hacer ejecutar lo juzgado; y se limita el derecho a la
tutela judicial efectiva de las restantes partes procesales.
El “perjuicio irreparable” que justifica la suspensión del acto recurrido es pa-
ra el Tribunal aquel que hace imposible la restitución a su estado anterior (ATC
274/2006). De ello se deriva la improcedencia de suspender los pronunciamientos
de contenido patrimonial ya que, en estos casos es posible restablecer la situación
anterior. Así no se concede la suspensión de resoluciones que tienen por objeto
cantidades dinerarias (pago de multas ya sean penales o administrativas —ATC
310/2008—, pago de costas procesales —ATC 318/2008—, abonos de indemni-
zaciones o intereses —ATC 208/2008—).
En el caso de que la resolución impugnada se refiera a una transmisión irrecupera-
ble del dominio sobre un bien determinado o al lanzamiento de una vivienda o local sí
es posible la suspensión. Si la resolución impugnada se refiere a la subasta de una finca
—y puede dar lugar a la transmisión a terceros adquirentes de buena fe— el Tribunal
considera procedente la suspensión (ATC 45/2001). En este caso, y como establece el
art. 56. 5, la Sala (o Sección): “La Sala o la Sección podrá condicionar la suspensión
Los derechos fundamentales y sus garantías 191

de la ejecución y la adopción de las medidas cautelares a la satisfacción por el inte-


resado de la oportuna fianza suficiente para responder de los daños y perjuicios que
pudieren originarse. Su fijación y determinación podrá delegarse en el órgano juris-
diccional de instancia”. El Tribunal concede también la suspensión de la ejecución de
lanzamientos, ya que pueden conllevar el desalojo de una vivienda o local, y provocar
situaciones irreversibles o daños de muy difícil reparación.
Por lo que se refiere a la suspensión de penas privativas de libertad o limi-
tativas de derechos, la regla general es diferente a la expuesta en relación a las
resoluciones de contenido patrimonial. Las penas privativas de libertad son, en
principio, susceptibles de suspensión, pero no se trata de una regla absoluta. El
Tribunal pondera otros criterios, y especialmente, el de la gravedad de la pena im-
puesta, traducción jurídica de la reprobación social que provoca el delito. Se pue-
de fijar en cinco años el límite de la duración de las condenas a penas privativas
de libertad cuya suspensión se puede conceder. Condenas superiores a cinco años
no son, en principio, suspendibles. Ese criterio puede conjugarse con otros como
el tiempo del cumplimiento efectivo de la pena, tanto si ya ha estado en prisión
preventiva como si ha sido ejecutada una vez firme la condena (ATC 221/2000).
La Sala o la Sección pueden adoptar también cualesquiera medidas cautelares
y resoluciones provisionales previstas en el ordenamiento que, por su naturaleza,
puedan aplicarse en el proceso de amparo y tiendan a evitar que el recurso pierda
su finalidad (art. 56. 3 LOTC).
La suspensión u otra medida cautelar puede solicitarse en cualquier momento,
bien en la demanda de amparo o en escrito aparte. El Tribunal solo abre el inci-
dente de suspensión una vez admitido a trámite el recurso de amparo y, normal-
mente, lo hace mediante providencia dictada el mismo día en que se acuerda la
admisión de aquel. El art. 56. 4 LOTC dispone, en este sentido, que: “El incidente
de suspensión se sustanciará con audiencia de las partes y del Ministerio Fiscal,
por un plazo común que no excederá de tres días y con el informe de las autori-
dades responsables de la ejecución, si la Sala o la Sección lo creyera necesario”.
El incidente se resuelve mediante Auto por el que se concede o se deniega, total o
parcialmente, la medida cautelar solicitada. Contra este Auto cabe recurso de súplica.
La suspensión o su denegación puede ser modificada durante el curso del juicio
de amparo constitucional, de oficio o a instancia de parte, en virtud de circuns-
tancias sobrevenidas o que no pudieron ser conocidas al tiempo de sustanciarse el
incidente de suspensión (art. 57 LOTC).

6.3. Alegaciones
Admitida la demanda de amparo, la Sala requerirá, con carácter urgente, al
órgano o a la autoridad de que dimane la decisión, el acto o el hecho, o al Juez o
192 Javier Tajadura Tejada

Tribunal que conoció del procedimiento precedente para que, en plazo que no podrá
exceder de diez días, remita las actuaciones o testimonio de ellas. (art. 51 LOTC).
Recibidas las actuaciones y transcurrido el tiempo de emplazamiento, la Sala dará
vista de las mismas a quien promovió el amparo, a los personados en el proceso, al
Abogado del Estado, si estuviera interesada la Administración Pública y al Ministerio
Fiscal. La vista será por plazo común que no podrá exceder de veinte días, y durante
él podrán presentarse las alegaciones procedentes (art. 52. 1 LOTC).
En esta fase, el demandado puede aducir causas de inadmisión o de desestimación
del recurso. Sin embargo, la utilidad para el demandante de esta fase de alegaciones
es muy escasa. Como hemos dicho, la demanda de amparo determina el objeto del
recurso y no es posible llevar a cabo una modificación sustancial de este mediante
escritos posteriores. En todo caso, el recurrente puede utilizar este trámite para pre-
cisar el amparo que solicita, y corregir posibles imprecisiones en relación al derecho
fundamental vulnerado (pero no modificar el concreto precepto constitucional que se
considera vulnerado). El demandante puede también incorporar documentos, propo-
ner la práctica de determinadas pruebas o solicitar la celebración de vista.
Pero lo que no cabe, de ningún modo, es que en la fase de alegaciones se aduz-
can nuevos motivos de impugnación pues ello provocaría indefensión.
Por otro lado, una vez presentadas las alegaciones o transcurrido el plazo pa-
ra hacerlo, la Sala puede deferir la resolución del recurso a una de sus Seccio-
nes “cuando para su resolución sea aplicable doctrina consolidada del Tribunal
Constitucional” (art. 52. 2 LOTC). Salvo los supuestos de “series de recursos” en
los que se plantea lo mismo en todos ellos y, resuelto uno, puede remitirse a las
secciones la resolución de los demás, no es fácil determinar cuando cabe hablar
de “doctrina consolidada”.

6.4. Eventual fase de prueba


El artículo 89. 1 LOTC establece con carácter general para todos los procesos
constitucionales que “el Tribunal, de oficio o a instancia de parte podrá acordar la
práctica de la prueba cuando lo estimara necesario y resolverá libremente sobre la for-
ma y el tiempo de su realización, sin que en ningún caso pueda exceder de 30 días”.
En la práctica, el Tribunal rara vez acordará de oficio la práctica de prueba
alguna. Por ello, el recurrente debe aportar en la demanda la documentación que
acredite los hechos que dan lugar al recurso y, cuando esto no sea posible, solicitar
en la propia demanda la realización de pruebas. La prueba puede también pedirse
en el trámite de alegaciones.
Normalmente, las actuaciones que recibe el Tribunal Constitucional en virtud
del art. 51 LOTC son suficientes para resolver el recurso. Además, debe tenerse
Los derechos fundamentales y sus garantías 193

presente que el art. 88. 1 LOTC faculta al Tribunal para solicitar de los poderes
públicos “la remisión del expediente y de los informes y documentos relativos a
la disposición o acto origen del proceso constitucional”. Esta facultad puede ser
ejercida en cualquier momento.
La fase de prueba tiene en el recurso de amparo algunas características co-
munes a las de otro tipo de recursos: sólo procede cuando no hay acuerdo entre
las partes sobre un determinado hecho, y la parte que la solicite debe justificar
su pertinencia. Junto a esas notas, esta fase de prueba presenta también algunas
singularidades derivadas de la propia naturaleza del amparo constitucional. Des-
de esta óptica, las pruebas sólo pueden estar orientadas a acreditar vulneraciones
de derechos fundamentales protegibles en amparo. No cabe solicitar o practicar
pruebas cuya finalidad sea introducir hechos nuevos o alterar hechos que ya han
sido considerados probados por los órganos judiciales correspondientes.
Todo lo anterior determina que, en el ámbito del recurso de amparo, la activi-
dad probatoria sea prácticamente inexistente. Para constatar la posible vulnera-
ción de un derecho fundamental llevada a cabo por una resolución judicial bas-
tarán las actuaciones judiciales y administrativas. A ello se añade la previsión del
art. 54 LOTC según la cual la función del Tribunal Constitucional debe limitarse
a “concretar si se han violado derechos o libertades del demandante y a preservar
o restablecer estos derechos o libertades y se abstendrá de cualquier otra conside-
ración sobre actuaciones de los órganos jurisdiccionales”.
En este sentido, es doctrina reiterada y constante del Tribunal la de que a él no
le corresponde revisar la valoración de la prueba con la finalidad de modificar las
declaraciones fácticas realizadas por la jurisdicción ordinaria, sino tan sólo rea-
lizar un control externo de la razonabilidad que conecta la actividad probatoria
con el relato fáctico resultante (STC 110/2007).
En todo caso, la práctica de pruebas tiene especial relevancia en algunos inci-
dentes como el ya visto de suspensión o el de recusación, en los que se plantea la
necesidad de averiguar y acreditar cuestiones ajenas al proceso principal.
Siempre que se practique prueba, el Tribunal debe dar oportunidad a las partes
de presentar alegaciones respecto del resultado de la misma.

6.5. Eventual vista pública


El art. 85. 3 LOTC prevé con carácter general que el Pleno o las Salas podrán
acordar la celebración de vista oral. La celebración o no de esta vista pública es
una decisión libre del Tribunal.
Concluida la fase de alegaciones, el Tribunal puede o bien señalar día para la
vista pública —si su decisión es que se proceda a su celebración— o bien fijar la
fecha para la deliberación y votación.
194 Javier Tajadura Tejada

Según el cómputo efectuado por Pedro Tenorio, en la historia del Tribunal úni-
camente se han celebrado hasta hoy quince vistas públicas. Entre las más destaca-
das podemos señalar los casos de la STC 119/2001 (relativa al ruido que afectaba
a una vivienda); STC 132/2001 (sanción de suspensión de licencia a un taxista);
STC 70/2002 (segunda instancia en el ámbito penal); STC 98/2002 (prisión pro-
visional); STC 155/2002 (caso GAL).
En los trece últimos años no se ha celebrado ninguna vista pública.
Se trate de un trámite que se limita a repetir el procedimiento escrito por lo que
es comprensible su muy escasa utilización.

6.6. Deliberación y votación de la sentencia


Tras el trámite de las alegaciones o, en su caso, tras la celebración de la vista,
se señala el día para la deliberación y votación del recurso. Para la regulación de
esta última fase del procedimiento, el art. 80 LOTC se remite a lo previsto en la
LOPJ y en la Ley de Enjuiciamiento Civil.
Ahora bien, a pesar de esa remisión, es preciso destacar una importante dife-
rencia en la aplicación de las normas sobre este trámite final. En la jurisdicción
ordinaria, el ponente goza de una absoluta autonomía para redactar su propues-
ta, y los miembros del tribunal la votan sin conocer los detalles concretos. En el
Tribunal Constitucional, por el contrario, —en todo tipo de procesos— se discute
siempre sobre un borrador concreto en el que hay que reflejar la posición de la
mayoría. Ello hace que las deliberaciones sean más largas. Puede incluso ocurrir
que el ponente quede en minoría y se vea obligado a redactar, por un lado, la
sentencia que refleje la posición de la mayoría, y por otro, un voto particular
discrepante.
El art. 90 LOTC recoge la regla de la mayoría como criterio para la adopción
de las decisiones, y el voto de calidad del Presidente para dirimir los eventuales
empates: “Salvo en los casos para los que esta Ley establece otros requisitos, las
decisiones se adoptarán por la mayoría de los miembros del Pleno, Sala o Sección
que participen en la deliberación. En caso de empate, decidirá el voto del Presi-
dente”.
En el apartado segundo se recoge expresamente la posibilidad de que los ma-
gistrados puedan formular votos particulares: “El Presidente y los Magistrados
del Tribunal podrán reflejar en voto particular su opinión discrepante, siempre
que haya sido defendida en la deliberación, tanto por lo que se refiere a la decisión
como a la fundamentación. Los votos particulares se incorporarán a la resolución
y cuando se trate de sentencias, autos o declaraciones se publicarán con éstas en
el “Boletín Oficial del Estado”.
Los derechos fundamentales y sus garantías 195

Los votos particulares revisten un especial interés para el estudio de los dere-
chos fundamentales. Permiten contrastar la decisión de la mayoría con una argu-
mentación alternativa. En algunos casos, estos votos minoritarios o discrepantes
contienen doctrina que, con el paso del tiempo, acaba por ser asumida por la
mayoría del Tribunal. En este sentido, algunos votos se configuran como pioneros
de lo que será después la doctrina mayoritaria del Tribunal. Por otro lado, en el
supuesto de que, rechazado el amparo, el recurrente decida presentar un recurso
frente al Tribunal Europeo de Derechos Humanos por violación del CEDH, la
argumentación contenida en los votos particulares le resultará de extraordinaria
utilidad.
Frente a estas ventajas, se alega en contra de los votos particulares que su
existencia erosiona la auctoritas de la decisión del Tribunal en la medida en que
pone de relieve la fragmentación del mismo y la falta de acuerdo. Por ello, en la
medida de lo posible es preferible llegar a soluciones integradoras que incorporen
—cuando sea factible— los argumentos de todos los magistrados. Pero, cuando
la discrepancia sea insalvable, es preferible mostrar a la opinión pública, en gene-
ral, y a la doctrina en particular, la existencia de esa controversia. Es cierto que,
ocultándola, la decisión del Tribunal formalmente aparecerá siempre respaldada
por la totalidad del Tribunal, pero no por ello desaparecerán las dudas sobre el
verdadero respaldo de la decisión. La posibilidad de que los Magistrados formu-
len votos particulares permite conocer con claridad si existen o no discrepancias
y el alcance de ellas.
No todos los ordenamientos permiten los votos particulares. En el caso italia-
no, por citar un ejemplo cercano, están prohibidos.
La Sala, o en su caso la Sección, pronunciará la sentencia que proceda en el
plazo de 10 días a partir del día señalado para la vista o deliberación (art. 52. 3
LOTC).
Finalmente, el art. 86. 2 LOTC recoge el principio de publicidad de las senten-
cias: “Las sentencias y las declaraciones a que se refiere el título VI se publicarán
en el “Boletín Oficial del Estado” dentro de los 30 días siguientes a la fecha del
fallo. También podrá el Tribunal ordenar la publicación de sus autos en la misma
forma cuando así lo estime conveniente”.

7. LA SENTENCIA EN EL RECURSO DE AMPARO Y SUS EFECTOS


El art. 53 LOTC dispone: “La Sala o, en su caso, la Sección, al conocer del
fondo del asunto, pronunciará en su sentencia alguno de estos fallos: a) Otorga-
miento de amparo. b) Denegación de amparo”.
196 Javier Tajadura Tejada

El proceso de amparo concluye así —de modo ordinario— mediante una


sentencia estimatoria o desestimatoria. Pero también puede concluir —como ya
explicamos— mediante una sentencia que decida la inadmisión a trámite, o me-
diante una sentencia parcialmente estimatoria. Finalmente, el proceso de amparo
puede concluir también —sin sentencia— en virtud del desistimiento de las partes
o por desaparición sobrevenida del objeto.
Ahora bien, el modo normal y ordinario de conclusión es la sentencia.
Las sentencias del Tribunal Constitucional constan —como las del resto de tri-
bunales— de cuatro partes: encabezamiento, antecedentes de hecho, fundamentos
jurídicos y fallo.
El encabezamiento sirve para identificar a las partes, pero el Tribunal —por
respeto a la intimidad personal y familiar— procura no incluir en sus sentencias
datos personales que no sean necesarios para el razonamiento y fallo. Desde su
STC 31/1981, el Tribunal omite así la identificación de las personas a las que se
refiere en sus resoluciones para proteger el anonimato de víctimas o perjudicados,
o para defender el anonimato de los menores en casos de filiación, custodia, adop-
ción o desamparo.
Por lo que se refiere a los antecedentes de hecho y a los fundamentos jurídicos,
son mucho más detallados que los que redactan otros tribunales constituciona-
les o nuestros tribunales ordinarios. Esto a veces se critica y, en nuestra opinión,
injustamente. Compartimos la tesis de Pedro Tenorio de que esta es una de las
grandes virtudes de las sentencias de nuestro Tribunal Constitucional “que per-
mite conocer más exactamente cuál es su jurisprudencia, en qué términos vincula
hacia el futuro y cuándo nos encontramos ante supuestos nuevos a los que no son
aplicables los antecedentes jurisprudenciales”.
En el caso de que la sentencia sea estimatoria, según el art. 55 LOTC, conten-
drá alguno o algunos de los pronunciamientos siguientes:
a) Declaración de nulidad de la decisión, acto o resolución que hayan impedi-
do el pleno ejercicio de los derechos o libertades protegidos, con determinación,
en su caso, de la extensión de sus efectos.
b) Reconocimiento del derecho o libertad pública, de conformidad con su con-
tenido constitucionalmente declarado.
c) Restablecimiento del recurrente en la integridad de su derecho o libertad con
la adopción de las medidas apropiadas, en su caso, para su conservación.
En relación con la declaración de nulidad del acto o resolución vulnerador del
derecho fundamental se plantea la cuestión de si produce efectos desde la fecha
en que se produce (la de la sentencia) o si debe retrotraerse al momento en que se
hizo presente el vicio que ha determinado su nulidad. En principio, la nulidad de
pleno derecho implica la retroactividad de la eficacia de la declaración. Así ocurre
Los derechos fundamentales y sus garantías 197

en el ámbito de la jurisdicción ordinaria. Sin embargo, por lo que a la jurisdicción


constitucional de amparo se refiere, el art. 55 1 a) LOTC faculta al Tribunal para
determinar la extensión de los efectos de sus sentencias. En ejercicio de esa fa-
cultad de modulación de los efectos de sus sentencias el Tribunal ha considerado
los derechos de terceros, el principio de conservación de los actos, la economía
procesal, la seguridad jurídica, etc.
El margen de decisión del Tribunal es muy amplio en lo que se refiere a la
determinación de los instrumentos adecuados para el restablecimiento del recu-
rrente en la integridad de su derecho. En algunos casos bastará con la declaración
de nulidad de la actuación impugnada. En otros casos, será preciso retrotraer las
actuaciones al momento anterior a aquel en que se produjo la violación del dere-
cho para que se dicte una nueva resolución.
Concretamente, en los supuestos de vulneración de algún derecho procesal, es-
pecialmente de las garantías del artículo 24 CE estudiadas en el capítulo anterior,
la declaración de nulidad va acompañada de la retroacción de las actuaciones al
momento anterior inmediatamente a aquel en que se produjo la vulneración, con
la finalidad de que el órgano judicial dicte una nueva resolución, en este caso,
respetuosa con el derecho vulnerado. En el caso de violaciones de derechos fun-
damentales sustantivos, es improcedente retrotraer las actuaciones por cuanto el
órgano judicial no podría dictar una resolución distinta a la que haya dictado el
Tribunal Constitucional, que tiene valor de cosa juzgada.
En casos muy excepcionales —y controvertidos como veremos después con
más detalle al analizar las relaciones entre la jurisdicción ordinaria y constitu-
cional— el Tribunal Constitucional ha declarado la nulidad de una resolución
judicial de apelación o casación y, para restablecer al recurrente en la integridad
de su derecho, ha declarado la firmeza de una resolución recaída en una instancia
inferior (SSTC 186/2001, 62/2007).
Las vulneraciones realizadas a través de omisiones pueden dar lugar a otro
tipo de medidas. Por ejemplo, la vulneración del derecho a un proceso sin dila-
ciones indebidas, en el supuesto de que las mismas subsistan en el momento de
estimarse el amparo, puede dar lugar a que el Tribunal Constitucional se dirija al
órgano judicial de que se trate para que ponga fin a su inactividad, y a que ponga
los hechos en conocimiento del Ministerio Fiscal y del Consejo General del Poder
Judicial.
El Tribunal Constitucional no tiene jurisdicción para resolver peticiones de
reconocimiento de indemnización de daños y perjuicios. La cuantificación de una
indemnización corresponde siempre a la jurisdicción ordinaria. Aunque es posible
que una resolución de la jurisdicción ordinaria denegatoria de una indemnización
vulnere un derecho fundamental en cuyo caso puede ser anulada por el Tribunal
mediante una sentencia que incluya alguno de los pronunciamientos examinados,
198 Javier Tajadura Tejada

lo que no cabe nunca es que sea el propio Tribunal el que para restablecer al recu-
rrente en la integridad de su derecho fije la cuantía de la indemnización.
La LOTC prevé toda una batería de disposiciones tendentes a garantizar el
cumplimiento y la plena eficacia de las sentencias del Tribunal Constitucional.
El art. 87. 1 LOTC dispone que: “Todos los poderes públicos están obligados
al cumplimiento de lo que el Tribunal Constitucional resuelva”. Además todos
los Juzgados y Tribunales deben prestarle, con carácter preferente y urgente, el
auxilio jurisdiccional que solicite. Por otro lado, el art. 92. 1 LOTC le atribuye la
facultad de resolver los incidentes de ejecución de sentencias. Y el 92. 2 añade que
“podrá también declarar la nulidad de cualesquiera resoluciones que contraven-
gan las dictadas en el ejercicio de su jurisdicción, con ocasión de la ejecución de
estas, previa audiencia del Ministerio Fiscal y del órgano que las dictó”.
Finalmente, hay que recordar que el Tribunal tiene facultades de coerción di-
recta, puesto que según el art. 95. 4 LOTC puede imponer multas coercitivas de
600 a 3000 euros a cualquier persona —investida o no de poder público— que
incumpla sus requerimientos dentro de los plazos señalados, y reiterar estas mul-
tas hasta lograr el cumplimiento de los interesados, sin perjuicio de las responsa-
bilidades en que los incumplidores pudieran incurrir.
Por otro lado, el art. 55. 2 LOTC —tras señalar los posibles pronunciamientos
de la sentencia estimatoria de amparo— regula las cuestiones internas de incons-
titucionalidad que estudiaremos en el siguiente epígrafe. “En el supuesto de que el
recurso de amparo debiera ser estimado porque, a juicio de la Sala o, en su caso,
la Sección, la ley aplicada lesione derechos fundamentales o libertades públicas,
se elevará la cuestión al Pleno con suspensión del plazo para dictar sentencia, de
conformidad con lo prevenido en los artículos 35 y siguientes”. En estos supues-
tos, primero se dicta la sentencia resolutoria de la cuestión interna y luego la que
resuelve el recurso de amparo.

8. LA CUESTIÓN INTERNA DE INCONSTITUCIONALIDAD EN EL


RECURSO DE AMPARO
Como hemos visto, en principio, no cabe el recurso de amparo contra leyes.
El art. 162. 1 CE (y 32 LOTC) establece quienes son los sujetos legitimados para
impugnar ante el Tribunal Constitucional normas con rango de ley: el Presidente
del Gobierno, el Defensor del Pueblo, 50 diputados o 50 senadores, órganos co-
legiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas y, en su caso, sus Asambleas
legislativas. Entre ellos no figuran los ciudadanos a título individual. La acción
popular de inconstitucionalidad fue expresamente excluida.
Los derechos fundamentales y sus garantías 199

Ahora bien, en aquellos casos en que la lesión concreta y actual de un derecho


fundamental trae causa directa de una ley, y no de un acto interpuesto, sí que es
posible el recurso de amparo. En la STC 155/2009, el Tribunal ha considerado
como un supuesto de especial trascendencia constitucional aquel en que “la vulne-
ración del derecho fundamental que se denuncia provenga de la ley o de otra dis-
posición de carácter general”. Este tipo de supuestos es el que el art. 55. 2 LOTC
prevé en estos términos: “En el supuesto de que el recurso de amparo debiera ser
estimado porque, a juicio de la Sala o, en su caso, la Sección, la ley aplicada lesio-
ne derechos fundamentales o libertades públicas, se elevará la cuestión al Pleno
con suspensión del plazo para dictar sentencia, de conformidad con lo prevenido
en los artículos 35 y siguientes”.
Esta figura procesal se denomina “cuestión interna de inconstitucionalidad” o
“autocuestión de inconstitucionalidad” y es la que permite la declaración de in-
constitucionalidad de una norma con fuerza de ley cuando la inconstitucionalidad
se pone de manifiesto en el marco de un proceso de amparo constitucional. Nos
encontramos así con un nuevo procedimiento de impugnación de las normas con
rango de ley —no previsto expresamente en la Constitución— en aquellos casos
en que la existencia misma de la ley es lesiva de derechos fundamentales. En los
casos en que una vulneración de un derecho fundamental traiga causa directa de
una ley esta puede ser impugnada por el propio Tribunal (una sección, una Sala o
el propio Pleno pueden plantearla).
Solía afirmarse que, al no caber amparo contra leyes, las normas con rango
de ley —que transcurrido el plazo de tres meses a partir de su publicación en el
BOE no pueden ya ser impugnadas de forma abstracta a través del recurso de
inconstitucionalidad— sólo pueden ser impugnadas a través de la cuestión de
inconstitucionalidad prevista en el art. 163 CE. Sin embargo, la existencia de
esta figura procesal, la autocuestión de inconstitucionalidad, obliga a matizar esa
afirmación. El recurso de amparo es un proceso que puede desembocar también
en la declaración de inconstitucionalidad de una norma con rango de ley. Ahora
bien, aunque la naturaleza de este instituto es muy similar a la de la cuestión de
inconstitucionalidad, se trata de un proceso diferente.
El Tribunal Constitucional ha sostenido siempre que el recurso de amparo no
es la vía apta para la declaración de inconstitucionalidad de una norma con rango
de ley, puesto que su finalidad es reparar lesiones concretas y efectivas de derechos
fundamentales. En el proceso de amparo no se pueden efectuar juicios abstractos
de inconstitucionalidad de normas. No es un proceso concebido para garantizar
en abstracto la correcta aplicación de los preceptos constitucionales que recogen
y garantizan los derechos fundamentales (SSTC 92/2003, 49/2005).
Pero dicho esto, el Tribunal aceptaba —antes incluso de la reforma de 2007—
que una disposición legal pueda constituirse en objeto de un recurso de amparo a
200 Javier Tajadura Tejada

través de la impugnación de un acto aplicativo suyo cuando la lesión del derecho


derive, directa e inmediatamente, de la propia norma legal aplicada, en cuyo caso,
es posible denunciar en el recurso de amparo la eventual inconstitucionalidad de
la ley (STC 49/2005). El Tribunal ha admitido incluso la posibilidad de que en
un recurso de amparo se formule directamente una petición de declaración de
inconstitucionalidad de la ley (STC 122/2008).
La cuestión interna se configura, por tanto, como un proceso de control indi-
recto o incidental de la constitucionalidad de la ley por presunta vulneración de
alguno de los derechos fundamentales protegidos por el recurso de amparo.
Tanto las Salas como las Secciones están facultadas para plantearla. También
podría hacerlo el propio Pleno dado que puede reclamar para sí el conocimiento
de un recurso de amparo. Los particulares carecen de legitimidad para promover
esta acción, pero sí que pueden —de la misma forma que el Defensor del Pueblo y
el Ministerio Fiscal— solicitar su planteamiento al órgano (Sala, Sección o Pleno)
que esté conociendo del recurso de amparo.
El artículo 55. 2 LOTC remite la regulación de este instituto a la prevista para
la cuestión de inconstitucionalidad (art. 35 y ss. LOTC). Por tanto, el plantea-
miento de la cuestión interna exige el cumplimiento de los tres requisitos materia-
les previstos para la cuestión de inconstitucionalidad: aplicabilidad al caso de la
norma legal cuestionada, relevancia de la cuestión para la resolución del recurso
de amparo, y duda de constitucionalidad.
El Tribunal Constitucional añadía a estos un cuarto requisito: la existencia de
una lesión completa y actual de los derechos del recurrente susceptibles de ampa-
ro y derivada directamente de la ley aplicada. Este requisito era plenamente cohe-
rente con la regulación anterior a la reforma de 2007 según la cual la concesión
del amparo era un requisito indispensable para el planteamiento de la cuestión
interna. Antes, primero se estimaba en una sentencia el amparo; se planteaba, a
continuación, la cuestión interna; y esta se resolvía posteriormente en otra senten-
cia. La nueva regulación contenida en el artículo 55. 2 citado no exige ya la previa
estimación de la demanda de amparo, puesto que el planteamiento de la cuestión
interna suspende el plazo para dictar la sentencia de amparo, cuyo otorgamiento
o denegación dependerá, precisamente, del pronunciamiento del Tribunal al resol-
ver la cuestión interna.
El planteamiento de la cuestión interna puede ser solicitado en la propia de-
manda de amparo o bien, puede hacerse de oficio por el propio Tribunal. Antes
de la reforma de 2007, el Tribunal lo hacía en el fallo de la sentencia de amparo.
Es decir, tras la sentencia estimatoria del amparo se resolvía, en otra diferente, la
autocuestión. La novedad —merecedora de una valoración muy positiva— que
introduce la reforma de 2007 es que queda en suspenso el proceso de amparo
Los derechos fundamentales y sus garantías 201

antes de dictarse sentencia, por lo que el planteamiento de la cuestión interna se


lleva a cabo mediante un Auto.
La resolución de la cuestión da lugar a dos sentencias: una de Pleno en la que
se declara la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la ley y otra de Sala en
la que se estima o desestima el amparo.
En la Exposición de Motivos de la LO 6/2007 se alude a la nueva regulación
de la cuestión interna como una de las novedades destacadas de la reforma. Según
la anterior redacción, una vez estimado el recurso de amparo, si la Sala conside-
raba que la ley aplicada lesionaba derechos fundamentales, elevaba al Pleno la
cuestión. Ahora bien, la pretensión de amparo no se podía ya ver afectada por la
sentencia que resolviera la cuestión interna. Esta regulación podía condicionar el
juicio de constitucionalidad de la ley, o en otro caso, dar lugar a una divergencia
de criterios entre la Sala y el Pleno. Este último riesgo se materializó en algún
caso. Así ocurrió, por ejemplo, con la STC 185/1990, que declaró conforme a
la Constitución el art. 240.2 LOPJ cuestionado por la Sala Segunda en las SSTC
211, 212, y 213/1989.
Para corregir este eventual efecto disfuncional de la sentencia resolutoria de la
cuestión interna, el apartado 2 del art. 55 LOTC se modifica en el sentido de que
la elevación de la cuestión al Pleno implica la suspensión del plazo de la Sala (o
Sección) para dictar la sentencia de amparo. Conforme a la lógica propia de la
cuestión de inconstitucionalidad, la sentencia se dicta, por tanto, antes de la reso-
lución de amparo. De esta forma el mencionado riesgo de divergencia de criterios
entre el Pleno y la Sala se neutraliza.
En los últimos años el Tribunal ha resuelto diversas cuestiones internas de
inconstitucionalidad. Cabe señalar las siguientes: SSTC 73/2010, 120/2010,
103/2012 y 104/2012. Sentencias que han determinado a su vez las siguientes de
amparo: SSTC 122/2010, 5/2011, 115/2012 y 125/2012.

9. LA INTERPOSICIÓN DEL RECURSO DE AMPARO COMO


REQUISITO PARA RECURRIR ANTE EL TEDH
Una cuestión relevante en relación con el sistema de garantías de los derechos
fundamentales, que no termina en el ámbito jurídico nacional sino que continúa
en el plano supranacional —Tribunal Europeo de Derechos Humanos—, es la
siguiente.
Como hemos visto, la objetivación del recurso de amparo permite al Tribunal
inadmitir aquellos recursos que no presenten una “especial trascendencia consti-
tucional”. Y ello aunque se trate de casos en los que eventualmente pudiera haber-
se producido una vulneración de un derecho fundamental. En este contexto surge
202 Javier Tajadura Tejada

el interrogante de si el TEDH podría considerar que el recurso de amparo ante


el Tribunal Constitucional ha dejado de ser un recurso necesario para entender
agotada la vía judicial nacional o interna, requisito este exigido para poder acudir
a la jurisdicción de Estrasburgo.
Es cierto que, tras la reforma de 2007 y como hemos examinado —concre-
tamente en relación con los amparos contra actos judiciales—, el Tribunal dicta
providencias de inadmisión que excluyen la vulneración de derecho fundamental
alguno, y otras que excluyen, en cambio, la concurrencia de la especial trascen-
dencia constitucional. Pero no se puede deducir de este segundo tipo de provi-
dencias el reconocimiento de una vulneración de un derecho fundamental. Y ello
por la razón evidente de que ni siquiera una providencia de admisión puede ser
interpretada como el reconocimiento de una lesión de un derecho. Tal reconoci-
miento sólo es posible hacerlo mediante una sentencia. Ahora bien, la providencia
de inadmisión por falta de especial trascendencia constitucional del recurso no
excluye tampoco la existencia de una vulneración del derecho.
En este contexto, podría ocurrir que una persona considerarse que la vulne-
ración de un derecho fundamental que denuncia carece de especial trascendencia
constitucional por lo que carece de sentido recurrir en amparo ante el Tribunal
Constitucional y decida acudir directamente ante el TEDH. En este caso compar-
timos la opinión de Pedro Tenorio de que “cabe admitir la posibilidad de presen-
tar el recurso ante el TEDH, si bien argumentando con precisión y extensión por
qué se piensa que el asunto no tiene especial trascendencia constitucional”. En
este supuesto, continúa el autor citado “será el TEDH el que tendrá que valorar si
existía o no especial trascendencia constitucional y si, por tanto, no se ha agotado
la vía judicial previa interna correctamente o sí se ha hecho”. Lo que no cabe, en
consecuencia, es acudir directamente al TEDH sin ofrecer una exposición detalla-
da de por qué no existe especial trascendencia constitucional, justificando así el
hecho de no haber utilizado el recurso de amparo.
El TEDH no puede considerar, por ello que, tras la reforma de 2007, la utili-
zación del recurso de amparo ha dejado ya de ser un recurso necesario —como
regla general— para agotar la vía judicial interna y acudir ante él. Para que el
TEDH pueda considerar cumplido el requisito del agotamiento de la vía judicial
interna o nacional sin que se haya acudido al Tribunal Constitucional vía amparo,
es preciso, por tanto que, por un lado el recurrente ante la Corte de Estrasburgo
haya argumentado por qué su recurso carece de especial trascendencia constitu-
cional y, en segundo lugar, que el propio TEDH explicite por qué en su criterio la
argumentación sostenida por el recurrente sobre esta cuestión es correcta. Fuera
de estos casos, el Tribunal de Estrasburgo deberá inadmitir el recurso por falta de
agotamiento de la vía judicial nacional.
Los derechos fundamentales y sus garantías 203

Este razonamiento se basa en la comprensión de que el requisito de la especial


trascendencia constitucional es —como bien ha destacado Pedro Tenorio— un
concepto jurídico indeterminado que, como tal, da lugar a un margen de apre-
ciación del órgano judicial, pero no a discrecionalidad o libre arbitrio —como
puede ocurrir en el caso del Tribunal Supremo de los EE. UU. (certiorari)—. Si
la apreciación del cumplimiento de ese requisito fuera una facultad discrecional
—y no reglada— de nuestro Alto Tribunal, el TEDH no podría suplantarlo en el
ejercicio de esa facultad, y debería exigir que todos los asuntos fueran sometidos
previamente a la consideración del Tribunal Constitucional para que ejerciera esa
facultad discrecional que le otorga el Derecho interno.
En todo caso, la valoración de si existe o no especial trascendencia consti-
tucional corresponderá por regla general al Tribunal Constitucional y sólo de
forma muy excepcional al TEDH. El recurrente no podrá saberlo hasta que estos
órganos se pronuncien. Por ello, a efectos prácticos, conviene seguir la recomen-
dación formulada por Tenorio: “El potencial recurrente deberá exponer ante el
Tribunal Constitucional cualquier posibilidad por remota que le parezca de que
concurra en su asunto especial trascendencia constitucional antes de formular su
recurso ante el TEDH. Solo excepcionalmente, ante la absoluta convicción de que
su asunto no reviste ese tipo de trascendencia, cuestión que deberá exponer en su
demanda, podrá dirigirse directamente al TEDH”.

10. BALANCE DE LA REFORMA DE 2007


El continuo incremento de los recursos de amparo interpuestos ante el Tribu-
nal Constitucional producía una sobrecarga de trabajo que, en última instancia,
amenazaba con provocar el colapso del Tribunal. En el año 2006 entraron en el
Registro del Tribunal 11.714 asuntos jurisdiccionales; 2043 asuntos más que el
año anterior (un incremento del 21%). El 97, 7 % de los asuntos eran recursos de
amparo cuya resolución —con anterioridad a la reforma de 2007— correspondía
a las dos Salas del Tribunal.
El 96, 6 % de las decisiones respecto a la admisibilidad de los recursos de am-
paro fueron de inadmisión en 2006. Y esa labor de inadmisión consumía la mayor
parte de los esfuerzos y energías del Tribunal.
Con todo, el dato más alarmante era el incremento de los asuntos pendientes.
Si a finales de 2000 eran 3958, a finales de 2006 eran ya 13.883. Al exigente ritmo
de trabajo llevado a cabo durante los últimos años, Pedro Tenorio ha calculado
que el Pleno hubiera necesitado 15 años para resolver los asuntos pendientes:
“¿Podría esperar ese tiempo la resolución de un asunto de Pleno ingresado en
2006?”.
204 Javier Tajadura Tejada

En ese contexto no faltaron incluso quienes para resolver el problema afirma-


ron que el recurso de amparo había cumplido ya su función histórica (Cruz Villa-
lón). La función histórica del amparo se corresponde con el momento fundacional
de un régimen constitucional, y presenta dos facetas: por un lado, una vertiente
orgánica, institucional y subjetiva que es la desconfianza hacia un poder judicial
preconstitucional; y por otro, una vertiente funcional y objetiva que es la ausen-
cia de una doctrina jurisprudencial sobre la parte dogmática de la Constitución.
Desde esta óptica, en España el amparo ya habría cumplido su función histórica.
Pero dejando a un lado esta postura extrema, el legislador, haciéndose eco
de la doctrina mayoritaria, considera que el recurso de amparo sigue siendo un
elemento esencial de nuestro modelo de Justicia Constitucional. Como ha subra-
yado Díez-Picazo, el recurso de amparo es el instrumento que permite al Tribunal
Constitucional ejercer un control efectivo sobre el modo en que los tribunales
ordinarios aplican el sistema de fuentes establecidos y, en particular, imponer la
observancia de la jurisprudencia constitucional como única vía posible para lo-
grar una interpretación uniforme de la Constitución. No resulta por ello realista
intentar proteger la supremacía normativa de la Constitución simplemente me-
diante el control de constitucionalidad de las normas con rango de ley.
En todo caso, sobre lo que sí hubo coincidencia fue en que era preciso refor-
mar el amparo para evitar el colapso del tribunal. Desde esta óptica, la reforma
de la LOTC llevada a cabo por la LO 6/2007 era necesaria. El legislador se había
enfrentado ya al mismo problema y con escaso éxito una década atrás. En un
principio, las inadmisiones de los recursos de amparo debían hacerse de forma
motivada. La LOTC 6/1988 modificó esta regulación del trámite de admisión
pero el Tribunal no aprovechó la ocasión que la ley le brindaba de dictar provi-
dencias de inadmisión prácticamente inmotivadas. Con todo, la reforma de 1998
dejó a salvo el carácter subjetivo del recurso: siempre que hubiera lesión de un
derecho fundamental, era posible el amparo.
La reforma de 2007 fue, en este contexto, la más profunda de cuantas habían
afectado a la regulación del amparo y ello porque supuso su objetivación. Con
la reforma de 2007 —como hemos tenido ocasión de examinar— el recurso de
amparo deja de ser un recurso subjetivo para convertirse en un recurso objetivo.
Las dos novedades más relevantes que introdujo la LO 6/2007 en relación con
nuestro tema fueron: a) la introducción del requisito de la especial trascendencia
constitucional en el trámite de admisión; y b) la reforma del incidente de nulidad
de actuaciones como recurso previo a la interposición del recurso de amparo.
Con la regulación del trámite de admisión, anterior a la reforma, los recursos
de amparo debían admitirse salvo que concurrieran algunas de las causas de inad-
misión previstas en la ley. La reforma invirtió el sentido del trámite al prever que
los recursos de amparo sólo serían admitidos cuando concurrieran los requisitos
Los derechos fundamentales y sus garantías 205

exigidos y siempre que así lo acordaran, por unanimidad, los magistrados de la


Sección correspondiente. Sí sólo se obtenía mayoría, debía decidir la Sala.
Pero sobre todo, como decimos, el cambio más profundo es el que ha supuesto
la objetivación del recurso a través de la inclusión de un nuevo requisito para la
admisión (la especial trascendencia constitucional). La voluntad del legislador de
llevar a cabo esta objetivación fue clara. Así, en el trámite parlamentario de la re-
forma se rechazó expresamente una enmienda del Grupo Nacionalista Vasco para
modificar el art. 50. 1.c) siguiendo el modelo alemán que, junto a la configuración
objetiva del amparo, también conserva la lesión del derecho como causa del am-
paro. La alusión al perjuicio grave del recurrente fue suprimida voluntaria y cons-
cientemente con la finalidad declarada de que con la nueva regulación solamente
fueran admisibles aquellos recursos de amparo que plantearan no únicamente una
vulneración de un derecho fundamental sino, además, que fueran especialmente
trascendentes desde una perspectiva constitucional.
Por todo ello, y como ha destacado el profesor y magistrado constitucional,
Manuel Aragón, después de la reforma de 2007 la tutela de los derechos funda-
mentales por medio del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, “ya
no estará únicamente vinculada, como hasta antes de la reforma, a que se haya
producido la lesión subjetiva de un derecho, sino que sólo se otorgará si a esa
lesión subjetiva se une un indispensable requisito objetivo: que el problema plan-
teado posea una especial trascendencia constitucional. De tal manera que si ese
requisito no se da, aunque se hubiera producido la lesión subjetiva del derecho y
sea cual sea la gravedad de la misma, el Tribunal no admitirá, y en todo caso, no
estimará el amparo”.
Esta voluntad del legislador a favor de la objetivación del recurso fue asumida
por el Tribunal que en la muy importante STC 155/2009, ya examinada, afirmó
textualmente que: “tras la reforma llevada a cabo la mera lesión de un derecho
fundamental o libertad pública tutelable en amparo ya no será por sí sola sufi-
ciente para admitir el recurso”. Con todo, el Tribunal no ha llevado hasta sus
últimas consecuencias esta objetivación. Y la razón es fácilmente comprensible:
una preocupación garantista.
La objetivación del recurso supone una clara disminución de garantías. El mis-
mo legislador es consciente de ello, y esa es la razón que explica la segunda de las
novedades mencionadas: la ampliación del incidente de nulidad de actuaciones.
La exposición de Motivos de la LO 6/2007 reconoce que, con esa ampliación, se
pretende “otorgar a los tribunales ordinarios el papel de primer garante de los
derechos fundamentales”.
Sin embargo, ocho años después de la reforma, la mayor parte de la doctrina
reconoce que la reforma del incidente de nulidad ha resultado muy poco útil para
cumplir el fin que con ella se perseguía. El número de incidentes que prospera
206 Javier Tajadura Tejada

no es significativo. Los tribunales ordinarios muy pocas veces reconsideran su


postura cuando se les plantea el incidente. Consciente de ello, el Tribunal Cons-
titucional ha considerado que la falta de motivación en la contestación al escrito
que promueve la nulidad de las actuaciones puede constituir una vulneración
autónoma. En última instancia, el principal defecto o limitación que el incidente
plantea es que se atribuye el control de los actos judiciales al propio órgano con-
trolado. Se pretende —de forma un tanto ingenua— que el propio juez o tribunal
que dicta una determinada resolución, reconozca una semanas después, que al
dictar esa resolución vulneró derechos fundamentales. Frente a esa pretensión, lo
cierto es que, en la mayor parte de las resoluciones de los incidentes de nulidad,
los tribunales intentan justificar su propia actuación como respetuosa con los de-
rechos fundamentales. A ello hay que añadir, como otro inconveniente del sistema
vigente, que se puede generar un volumen de incidentes excesivo que provoque
una insoportable carga para una jurisdicción ordinaria que se encuentra ya bas-
tante congestionada.
La medida prevista por el legislador para compensar la disminución de ga-
rantías que la objetivación del recurso implica puede considerarse un fracaso.
El legislador lo ha reconocido y se plantea revisar nuevamente la regulación del
incidente. Ahora bien, en ese caso, es imprescindible arbitrar otro instrumento o
procedimiento para contrarrestar el efecto de la objetivación del recurso.
Pero la cuestión decisiva es, ¿la objetivación del recurso ha cumplido la fina-
lidad de evitar la sobrecarga de trabajo del Tribunal y en consecuencia de garan-
tizar una respuesta por parte del Tribunal, en plazo razonable, a los asuntos que
se le plantean?
La respuesta es parcialmente negativa. Es cierto que el retraso en el ámbito
del amparo se ha reducido mucho. Pero, a pesar de ello, siguen entrando más
asuntos de los que el Tribunal puede resolver al año y el riesgo de una nueva con-
gestión no puede ser descartado. La razón de ello es que —como explica Pedro
Tenorio— el Tribunal no ha asumido —frente a lo que pudiera parecer— hasta
sus últimas consecuencias la objetivación del recurso y ha intentado recuperar
la subjetivación del amparo. Para ello ha potenciado su propia discrecionalidad
frente a la literalidad de la ley, y la muy clara voluntad del legislador. El Tribunal
no ha llegado a aceptar la posibilidad de que asuntos que presenten vulneración
de derecho fundamental puedan no ser admitidos por falta de especial trascen-
dencia constitucional.
En la importante y comentada STC 155/2009 el Tribunal se abrió la puerta pa-
ra poder admitir aquellos recursos en los que exista vulneración constitucional y
un perjuicio grave para el recurrente, reconduciendo esos supuestos a un concepto
amplio de “especial trascendencia constitucional”. Tal es el sentido del último de
los supuestos enumerados en la sentencia que funciona más como una cláusula de
Los derechos fundamentales y sus garantías 207

apertura que de cierre de los casos enumerados. La voluntad del Tribunal no es


cerrar el concepto de especial trascendencia constitucional y restringirlo al menor
número de supuestos posibles, sino autoconcederse una amplia discrecionalidad
al respecto, mayor, en todo caso, de la que la LO 6/2007 le confiere.
El Tribunal no llega a decir expresamente que en aquellos supuestos en los
que exista vulneración constitucional y perjuicio grave para el recurrente cabe
la admisión en virtud del concepto de especial trascendencia constitucional, pero
se atribuye una discrecionalidad tan amplia que le permite dictar sentencia en
ese tipo de supuestos. De esta manera —advierte Pedro Tenorio— el Tribunal
desvirtúa el requisito de la especial trascendencia constitucional como concepto
indeterminado pero determinable, exigido por el carácter reglado de la admisión.
El Tribunal actúa así, sobre todo, por una preocupación garantista. No olvi-
demos que nuestro Tribunal venía afirmando que nada relativo a los derechos
fundamentales de los ciudadanos le podía resultar ajeno. No obstante, el Tribunal
era consciente del colapso al que esta situación le conducía y por ello reclamó
la intervención del legislador orgánico. La reforma de 2007 fue la respuesta del
legislador a esa llamada de emergencia —ante el riesgo de colapso— que formulara el
Tribunal. Su finalidad era disminuir la sobrecarga de trabajo. Ahora bien, los retrasos
en resolver persisten y el riesgo de que aumenten nuevamente es una realidad.
En nuestra opinión, la contradictoria posición del Tribunal se basa en un temor
fundado. El Tribunal necesita disminuir su carga de trabajo, pero se resiste a aceptar
la disminución de garantías que la objetivación del recurso comporta. Ello quiere de-
cir que la reforma del 2007 no sirvió para compensar esa disminución de garantías. El
expediente previsto para ello ha sido un completo fracaso. De hecho el anteproyecto
de LOPJ de 4 de abril de 2014 reconoce en su Exposición de Motivos que: “la ex-
tensión del incidente de nulidad de actuaciones —pensado como una especie de filtro
previo ante el Tribunal Constitucional— no sólo ha aumentado inútilmente la carga
de trabajo de los tribunales ordinarios, sino que en la práctica no ha añadido en la
mayoría de los casos, ninguna auténtica garantía para los particulares”. Nada de ex-
traño tiene, en este contexto, que el Tribunal movido por una preocupación garantista
no se haya decidido a aplicar la reforma de 2007 hasta sus últimas consecuencias. Se
trataba de una reforma incompleta e insuficiente.

11. EL FUTURO DEL RECURSO DE AMPARO


El recurso de amparo ha convertido al Tribunal Constitucional —de la misma
forma que en Alemania— en un Tribunal de los ciudadanos. Se trata de un pro-
ceso constitucional que refuerza la legitimidad de la institución al configurarla
como el supremo y último garante de los derechos fundamentales. A través del
208 Javier Tajadura Tejada

mismo se potencia la eficacia integradora de la Constitución. Valgan por todas las


palabras de Rubio Llorente sobre la eficacia social del Tribunal: “Parece evidente
que la eficacia social, esto es, el grado de incidencia en la vida de los individuos de
la jurisdicción constitucional, es función directa de las posibilidades de que éstos
dispongan para acudir a ella y que, en consecuencia, resulta mayor cuanta más
amplia es la legitimación y más extenso el elenco de los actos impugnables”.
El Tribunal, como supremo intérprete de la Constitución, fija y unifica la doctrina
constitucional sobre el significado, alcance y límites de los diferentes derechos funda-
mentales. Y vela por la correcta aplicación de su doctrina por parte de la jurisdicción
ordinaria. Por todo ello, y frente a algunas voces que reclaman su supresión, conside-
ramos que el recurso de amparo es un instituto que debe ser preservado.
Ahora bien, el riesgo de colapso existe y los retrasos en resolver el resto de procesos
constitucionales son excesivos y disfuncionales. Esos retrasos ponen en peligro la efec-
tividad de la garantía de la supremacía normativa de la Constitución que el Tribunal
debe desempeñar. En este sentido, la necesidad de disminuir la sobrecarga de trabajo
del Tribunal es evidente puesto que de la Justicia Constitucional cabe afirmar —de la
misma manera que respecto de la ordinaria— que una Justicia tardía no es Justicia.
El Poder Judicial —como vimos en el capítulo anterior— es el garante ordi-
nario de los derechos fundamentales, y el recurso ante el Tribunal Constitucional
debe por ello revestir siempre un carácter extraordinario. El propósito y finalidad
de la LO 6/2007 sigue teniendo sentido. Ahora bien, es preciso completar esa
reforma con otra que permita a la jurisdicción ordinaria remediar las posibles
vulneraciones de derechos fundamentales. El incidente de nulidad de actuaciones
no ha servido para ello.
Desde esta óptica, el elenco de resoluciones judiciales recurribles en amparo
ante el Tribunal Constitucional debería limitarse a determinadas resoluciones del
Tribunal Supremo y de los Tribunales Superiores de Justicia (P. Pérez Tremps, P.
Tenorio). En estos Tribunales deberían crearse Salas especializadas en derechos
fundamentales. Las resoluciones de otros órganos judiciales, de instancias inferio-
res, serían recurribles ante estas Salas.
Se mantendrían los diferentes procedimientos en defensa de los derechos fun-
damentales existentes en los diversos órdenes jurisdiccionales. No es necesario
establecer un procedimiento específico de varias instancias y con órganos judi-
ciales especializados, es decir, un nuevo orden jurisdiccional. De lo que se trata
es de crear en el Tribunal Supremo (y en los Tribunales Superiores de Justicia)
Salas de amparo constitucional. La actuación de estas Salas permitiría cumplir el
objetivo que el incidente de nulidad de actuaciones no logró. La Sala de amparo
constitucional del Tribunal Supremo (y de los Tribunales Superiores) resolvería
los recursos presentados frente a resoluciones judiciales vulneradoras de derechos
fundamentales, contra las que no cupiera otro recurso.
Los derechos fundamentales y sus garantías 209

La actuación de estas Salas constituiría un poderoso filtro de las resoluciones


potencialmente recurribles. En este contexto, y con esta nueva garantía, la obje-
tivación del recurso podría llevarse hasta sus últimas consecuencias, la carga de
trabajo del Tribunal disminuiría considerablemente, y se mantendría su posición
de garante último de los derechos fundamentales.
Llegados a este punto, queda por analizar la conflictiva relación existente entre
la jurisdicción ordinaria y la constitucional. Se trata de examinar brevemente las
causas estructurales que explican los conflictos entre los Tribunales Supremo y
Constitucional en materia de derechos fundamentales.

12. LA CONVERGENCIA DE JURISDICCIONES EN MATERIA


DE PROTECCIÓN DE DERECHOS FUNDAMENTALES: LAS
RELACIONES ENTRE LA JURISDICCIÓN ORDINARIA Y LA
CONSTITUCIONAL
El Poder Judicial es, como hemos visto, el garante ordinario de los derechos fun-
damentales. La estructura del mismo culmina en el Tribunal Supremo que es definido
constitucionalmente como el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes “sal-
vo lo dispuesto en materias de garantías constitucionales” (art. 123 CE).
Esto implica que, en la materia que nos ocupa, la protección de los derechos
fundamentales, convergen dos jurisdicciones, la ordinaria y la constitucional. Las
relaciones entre ambas no están exentas de tensión. En este último epígrafe vamos
a ocuparnos de esta cuestión.
La relación entre la jurisdicción ordinaria y la constitucional se articula en
España a través de dos vías diferentes. Una horizontal en la que ambas colaboran
en el ejercicio del control de constitucionalidad de la ley; otra vertical, en la que la
jurisdicción ordinaria queda sometida al control de la jurisdicción constitucional
que puede enjuiciar y, en su caso, anular sus resoluciones. Los instrumentos que
canalizan esas relaciones son la cuestión de inconstitucionalidad, en el primer
caso, y el recurso de amparo estudiado en este capítulo, en el segundo. En ambos
casos se parte de que la normatividad de la Constitución exige que esta sea apli-
cada directamente por los jueces y tribunales, pero en ambas subyace también el
temor de que dicha aplicación no se lleve siempre a cabo correctamente.
La cuestión de inconstitucionalidad existe en la mayoría de los Estados euro-
peos y puede ser considerada un elemento necesario del modelo. El recurso de am-
paro, por el contrario, está menos extendido, e implica —como hemos visto— una
decisión del Tribunal Constitucional posterior a la decisión judicial (y no como en
la cuestión, anterior a esta).
210 Javier Tajadura Tejada

12.1. La relación horizontal: la cuestión de inconstitucionalidad


La cuestión de inconstitucionalidad se configura como un mecanismo de coo-
peración entre ambas jurisdicciones. En España está prevista en el art 163 CE:
“Cuando un órgano judicial considere, en algún proceso, que una norma con
rango de ley, aplicable al caso, de cuya validez dependa el fallo, pueda ser contra-
ria a la Constitución, planteará la cuestión ante el Tribunal Constitucional en los
supuestos, en la forma y con los efectos que establezca la ley, que en ningún caso
serán suspensivos”.
El juez ordinario puede realizar un juicio de inconstitucionalidad pero debe
someterlo al Tribunal Constitucional antes de incorporarlo a su resolución que,
en todo caso, habrá de basarse en el juicio que emita el Tribunal Constitucional.
El Tribunal Constitucional no puede revisar el juicio de constitucionalidad rea-
lizado por la jurisdicción ordinaria cuando este es positivo. Sólo lo revisa cuando
es negativo. De esta forma, como ha advertido Rubio Llorente la jurisdicción
constitucional “actúa realmente como protectora de la ley frente al juez, y desem-
peña por eso una función que se asemeja a la propia de la casación en su concep-
ción original”.
La relación de cooperación entre ambas jurisdicciones no generaría, en prin-
cipio, más tensiones que las nacidas de una eventual disparidad de criterios entre
los respectivos órganos. Sin embargo, la asimetría existente entre las estructuras
de ambas jurisdicciones provoca toda una serie de problemas que es preciso su-
brayar. La jurisdicción constitucional está concentrada en un solo órgano, mien-
tras que la ordinaria está distribuida entre los cinco mil jueces y magistrados
integrantes del Poder Judicial. Todos ellos gozan de independencia en el ejercicio
de sus funciones aunque se integren en una estructura piramidal que permite a los
órganos superiores revisar —a través de los recursos establecidos en el ordena-
miento— las decisiones adoptadas por los inferiores, y en cuya cúspide se sitúa un
Tribunal Supremo con la función específica de asegurar la unidad de la doctrina,
y la homogeneidad en la interpretación de la ley.
En este contexto, los diferentes órganos de la jurisdicción ordinaria pueden te-
ner criterios muy diferentes sobre la constitucionalidad de las normas que han de
aplicar, y no todos ellos van a tener que enfrentarse a los mismos problemas en el
mismo momento. Dicho con otras palabras, ni a todos los jueces se les plantea en
el mismo momento la necesidad de hacer un juicio previo sobre la constitucionali-
dad de la ley, ni lo que es más grave, todos ellos cuando lo hacen llegan a la misma
conclusión. Podemos encontrarnos, en relación al mismo precepto legal, con que
un juez lo aplica por considerarlo plenamente constitucional; otro lo aplica pero
formulando un juicio de interpretación conforme con la Constitución que lo aleja
de su sentido literal; y un tercero que, convencido de su inconstitucionalidad, se
resiste a aplicarlo y plantea la cuestión de inconstitucionalidad. Estas diferentes
Los derechos fundamentales y sus garantías 211

situaciones pueden darse en diferente orden, y no dejan de plantear importantes


problemas.
En el supuesto de que el Tribunal Constitucional estime la cuestión de incons-
titucionalidad, su sentencia no surtirá efecto para todos aquellos a los que en pro-
cesos anteriores se les aplicó el precepto legal declarado inconstitucional, si fueran
ya firmes sus sentencias. En el caso de que un juez aplique una norma sobre cuya
constitucionalidad no duda pero que ha sido cuestionada por otro órgano judicial,
se produce también una desigualdad en la aplicación de la ley. Estos y otros casos
son inevitables. Son supuestos inherentes al modelo de Justicia Constitucional con-
centrada establecido en nuestra Constitución y que desmienten la supuesta superio-
ridad del mismo sobre el modelo difuso o norteamericano.
Pero al margen de los problemas mencionados, esta vía de cooperación hori-
zontal entre ambas jurisdicciones provoca tensiones importantes entre el Tribunal
Supremo y el Tribunal Constitucional. La cuestión de inconstitucionalidad ofrece
una vía de colaboración a todos los órganos judiciales, y estos podrían acudir al
Tribunal Constitucional para invalidar una doctrina del Tribunal Supremo de la
que disientan. Cuando un órgano judicial considera que aunque una determinada
norma legal pueda ser objeto de una interpretación conforme con la Constitución,
la doctrina legal establecida al respecto por el Tribunal Supremo es inconstitucio-
nal, se abren tres escenarios posibles:
En el primero de ellos, el órgano judicial se aparta de la doctrina legal fijada
por el Tribunal Supremo y frente a ella opone su propia interpretación. En ese
caso, corre el riesgo cierto de ver revocada su sentencia en apelación o casación.
En el segundo, acepta la doctrina legal del Tribunal Supremo y la aplica aun
con la convicción de que es contraria a la Constitución. Se trata de un supuesto de
actuación en contra de su propia conciencia, que no resulta en modo admisible.
En el último escenario de los posibles, el órgano judicial podría renunciar a
su facultad de interpretar el precepto de otro modo (incumpliendo su obligación
de interpretación conforme) y plantear la cuestión de inconstitucionalidad ante
el Tribunal Constitucional. En este caso, el incumplimiento de su obligación legal
estaría justificado por la finalidad que persigue: la garantía de la supremacía nor-
mativa de la Constitución.

12.2. La relación vertical: el recurso de amparo y la guerra de las Cortes


La experiencia histórica ha puesto de manifiesto que el control de constitucio-
nalidad de las leyes (recurso y cuestión de inconstitucionalidad) no es suficiente
para garantizar la efectiva protección de los derechos fundamentales. La relación
horizontal entre las jurisdicciones ordinaria y constitucional —de cooperación,
aunque no exenta de problemas— examinada debe completarse por ello con otra
212 Javier Tajadura Tejada

relación vertical —de subordinación—. Esto supone que el Tribunal Constitucio-


nal puede revocar una decisión judicial, no sólo cuando el juez ordinario aplica
una ley inconstitucional, sino también cuando aquella vulnera derechos funda-
mentales.
En el recurso de amparo, el objeto de enjuiciamiento por parte del Tribunal
Constitucional es la decisión judicial misma, la sentencia del juez ordinario. Por
ello resulta imprescindible distinguir con claridad el ámbito reservado a cada una
de las jurisdicciones, una tarea para la que, como advierte Rubio Llorente, “no se
han encontrado hasta el presente instrumentos teóricos claros”. El esfuerzo del
Tribunal Constitucional por distinguir entre juicio de legalidad y juicio de consti-
tucionalidad, no se ha traducido en fórmulas inequívocas que permitan delimitar,
con la necesaria claridad, ambas esferas. Y a ello se añade la dificultad de separar
también el juicio del Derecho de la valoración de los hechos, en la que teórica-
mente y como ya hemos expuesto, el Tribunal Constitucional nunca podría entrar.
Finalmente, el recurso de amparo ofrece aun más posibilidades que la cues-
tión de inconstitucionalidad para que los jueces inferiores con la colaboración del
Tribunal Constitucional logren hacer prevalecer su criterio frente al del Tribunal
Supremo. En nuestro caso, esto es lo que ocurrió con la STC 7/94 que desató una
auténtica “guerra de las Cortes”, por utilizar la expresión acuñada en Italia para
referirse al enfrentamiento entre su Corte de Casación y su Corte Constitucional.
El Tribunal Supremo entiende que con ello se produce una auténtica subversión
del ordenamiento jurídico al devolver fuerza a la decisión de un tribunal inferior,
antes revocada por él. Dicho con otras palabras, el Tribunal Supremo ha tenido
que aceptar que en materia de garantías constitucionales ya no es realmente su-
premo, sino que esa posición la ocupa el Tribunal Constitucional. La creación del
Tribunal Constitucional supuso que, por primera vez en los dos siglos de historia
del Tribunal Supremo, se estableciera la posibilidad de que sus resoluciones fue-
ran revocadas por él. Surge así una tensión inherente al sistema y que es similar a
la que existe entre el Parlamento y el Tribunal Constitucional. Ahora bien, lo que
le resulta más difícil de aceptar, y de hecho —con argumentos además consisten-
tes— no acepta es que se haga prevalecer la interpretación de tribunales inferiores
sobre la suya. Ahí radica el origen de todas las tensiones y de la conflictiva rela-
ción entre ambas jurisdicciones. Se trata de un problema que no se puede obviar.
La STC 7/94 relativa a una demanda de paternidad, en la que el Tribunal
Constitucional al estimar un recurso de amparo dirigido contra una sentencia de
la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, además de anularla, declaró firme la de
la Audiencia Provincial de Madrid que el Supremo, a su vez había invalidado, fue
el detonante de una grave crisis institucional que tuvo como protagonista a la Sala
de lo Civil del Tribunal Supremo.
Los derechos fundamentales y sus garantías 213

El asunto de fondo era el siguiente. El Juzgado de Primera Instancia había


desestimado una demanda de declaración de paternidad por considerar insufi-
cientes las pruebas en las que se apoyaba y negarse el demandado a someterse a
las pruebas biológicas propuestas por la demandante y requeridas por el propio
Juzgado. La Audiencia Provincial también requirió la realización de las pruebas
a lo que el demandado se negó. En su sentencia, la Audiencia entendió que unida
al resto de las pruebas esa negativa permitía considerar probada la paternidad y
revocó la decisión del juez de primera instancia. El Tribunal Supremo consideró
que el razonamiento de la Audiencia equiparaba la negativa del demandado a
una confesión implícita, anuló la sentencia que declaraba la paternidad, y declaró
firme la del Juzgado.
Tras la anulación de esta última sentencia por el Tribunal Constitucional, la
mayoría de los miembros del Tribunal Supremo sostuvo que aquel carecía de
competencia para otorgar firmeza a la sentencia de la Audiencia Provincial. Por
ello, tras la estimación del amparo por el Tribunal Constitucional, la demandante
para lograr la declaración de paternidad debería haber iniciado desde sus inicios
el proceso en la jurisdicción civil. Aunque la postura del Tribunal Supremo parez-
ca formalmente correcta, lo cierto es que los argumentos utilizados por el Tribu-
nal Constitucional para justificar su decisión de devolver firmeza a la sentencia de
la Audiencia son suficientes para descartarla: el Tribunal apeló a la necesidad de
satisfacer el derecho de la recurrente a un proceso sin dilaciones indebidas.
Algunos Magistrados de la Sala de lo Civil, apelaron por escrito al Rey para
que, en el ejercicio de su función arbitral, resolviera el conflicto que les enfrentaba
al Tribunal Constitucional por el exceso de jurisdicción en que —según ellos—
había incurrido. El Tribunal Supremo entendió que el Tribunal Constitucional se
excedía en sus funciones e invadía su ámbito competencial. Aunque era evidente
que no correspondía al Rey sino a las Cortes poner remedio a esa situación, la so-
breactuación del Tribunal Supremo tuvo un fuerte impacto mediático y político. La
reacción institucional tuvo lugar en el acto de apertura del año judicial 1994-95, en
el discurso pronunciado por el Presidente del Tribunal Supremo, D. Pascual Sala. En
ese memorable discurso, por un lado, se reconoce expresamente que la delimitación
clara entre la jurisdicción ordinaria y constitucional es una tarea imposible dada la
dificultad de establecer una distinción nítida entre legalidad y constitucionalidad y,
por otro, se formulan dos propuestas para encauzar esa conflictiva relación. Una de
ellas consiste en establecer un sistema de recursos que permitan obtener del Poder
Judicial el remedio de las violaciones de derechos fundamentales imputables a al-
gunos de sus órganos; la otra, sustraer del recurso de amparo las violaciones de los
derechos garantizados por el art. 24 CE cuando no fueran directamente imputables
a la ley. Se abrió así un debate que nunca se ha cerrado. En todo caso, las aguas vol-
vieron a su cauce hasta que a principios de siglo estalló un nuevo y grave conflicto
entre ambas jurisdicciones.
214 Javier Tajadura Tejada

El choque se produjo nuevamente entre el Tribunal Constitucional y la Sala de


lo Civil del Tribunal Supremo, con motivo de un proceso en el que se planteaba
la colisión entre el derecho a la intimidad y la libertad de expresión. Al margen de
las cuestiones sustantivas controvertidas parece oportuno detenernos en él desde
la óptica de la relación entre jurisdicciones, esto es, de las razones que llevaron a
ambos tribunales a enfrentarse.
El conflicto se produjo en el ámbito de la responsabilidad por daños, un campo
extraordinariamente fértil para que se manifieste el problema de la eficacia horizontal
de los derechos —explicado en el capítulo primero— y por ello también el de la de-
limitación de las esferas correspondientes a la jurisdicción constitucional y ordinaria.
Y ello porque como afirma Rubio Llorente: “Cuando las acciones que causan daño
a un derecho o bien ajeno, implican el ejercicio de un derecho fundamental, la deter-
minación de su antijuridicidad exige una delimitación del contenido protegido del
derecho y el juicio del juez civil sobre esta cuestión está sometido al control del juez
constitucional. Si además de esto, el derecho o bien objeto de daño forman parte del
contenido protegido por un derecho fundamental y, (…) se entiende que esa protec-
ción opera también en las relaciones entre particulares (…) la respuesta judicial a una
acción de responsabilidad extracontractual habrá de basarse en una ponderación de
los derechos fundamentales en colisión, respecto de la cual la decisión última corres-
ponde al juez constitucional”.
Los hechos que dieron lugar al proceso pueden resumirse así: Isabel Preysler
presentó una demanda contra una antigua asistenta doméstica que había revelado
a una revista los tratamientos cosméticos a los que se sometía en su domicilio, la
cual había publicado una serie de reportajes sobre el tema. El Juzgado de Primera
Instancia estimó la demanda presentada al amparo de la LO 1/1982 por entender
que los reportajes en cuestión constituían una intromisión ilegítima en la intimi-
dad de la demandante e impuso a los demandados la obligación de indemnizarla
con cinco millones de pesetas. La Audiencia Provincial, en apelación, elevó al
doble la cuantía de la indemnización. El Tribunal Supremo por el contrario, al co-
nocer el asunto en casación, anuló las dos sentencias y absolvió a los demandados,
afirmando que los reportajes publicados contenían “chismes de escasa entidad”
que no afectaban de manera grave a la intimidad de la demandante. Contra la
resolución del Tribunal Supremo, Isabel Preysler interpuso recurso de amparo,
que lo estimó por entender que se había producido una intromisión ilegítima en
la intimidad de la recurrente, y anuló la sentencia del Tribunal Supremo. Este
dictó después una nueva sentencia sobre el asunto en la que acataba la decisión
del Tribunal Constitucional puesto que reconocía que se había producido una
vulneración del derecho a la intimidad, pero en la que evaluaba los daños en la
simbólica cantidad de 25.000 pesetas. Frente a esta segunda resolución del Tri-
bunal Supremo, la demandante acudió de nuevo al Tribunal Constitucional que
volvió a concederle el amparo y, para evitar que el asunto recayera otra vez en el
Los derechos fundamentales y sus garantías 215

Tribunal Supremo, devolvió su fuerza a la sentencia de la Audiencia Provincial


que fijaba la indemnización en 10 millones de pesetas.
El Tribunal Supremo aprovechó un caso análogo para lanzar una crítica feroz
sobre el Tribunal Constitucional al que acusó de haberse extralimitado en sus
funciones e invadido el ámbito competencial de aquel. No corresponde a la ju-
risdicción constitucional fijar la cuantía de una indemnización y ello porque esa
tarea es propia de la jurisdicción ordinaria.
La cabal comprensión del conflicto que enfrentó a ambos Tribunales en un pro-
ceso en el que se enfrentaban dos particulares invocando cada uno de ellos un dere-
cho fundamental diferente, requiere tomar como punto de partida la regulación que
de la responsabilidad civil por daños (responsabilidad extracontractual) se contiene
en nuestro ordenamiento (arts. 1902 y ss. Código Civil). Esta regulación muy próxi-
ma a la establecida por el Código francés, rechaza la idea de indemnización punitiva
—presente en el origen romano de la institución y vigente en los países de common
law— y tiene por finalidad asegurar que se produzca la restitución del daño causa-
do (restitutio in integrum). Esta concepción tradicional de la responsabilidad por
daños limitada, por tanto, a la reparación de los efectivamente causados explica la
resistencia de la doctrina española a aceptar la categoría de “daño moral”. Y ello
porque al margen de la dificultad técnica (por no decir imposibilidad) de evaluar la
cuantía de ese tipo de daños, en la práctica es muy difícil distinguirla de una suerte
de sanción al responsable del daño.
En España, como en la mayoría de los Estados, han proliferado regulaciones
sectoriales de la responsabilidad extracontractual aplicables a ámbitos específi-
cos (uso de vehículos de motor, navegación aérea, daños nucleares, protección de
consumidores, etc.) en las que la responsabilidad culposa es sustituida por la me-
ramente objetiva y en las que se introducen elementos ajenos a la regulación tra-
dicional. Ahora bien, al margen de ello, el Tribunal Supremo y la mejor doctrina
civilista permanecen fieles a una concepción que pretende reducir en lo posible la
cuantía de las indemnizaciones por daños morales y que rechaza cualquier recorte
de la libertad judicial para evaluar los daños.
En el caso que nos ocupa, el Tribunal Supremo reprocha al Constitucional que
“al irrumpir abruptamente en la cuestión indemnizatoria” en la STC 186/2001
(Preysler II) contradice lo afirmado en la STC 115/2000 (Preysler I) en el sentido
de que la cuantía mayor o menor de la indemnización es una cuestión de me-
ra legalidad. En segundo lugar, el Tribunal Supremo acusa al Constitucional de
incumplir la prohibición legal impuesta en la LOTC de entrar a conocer de los
hechos que dieron lugar al proceso, infracción que se produce al tomar como he-
chos probados los declarados por una sentencia, la de la Audiencia que no existe
porque el Tribunal Supremo la hizo desaparecer del mundo del derecho.
216 Javier Tajadura Tejada

Frente a estos reproches cabe señalar lo siguiente. El Tribunal Constitucional


puede tomar en consideración la valoración de los hechos efectuada por órganos
de la jurisdicción ordinaria en decisiones que posteriormente hayan sido anula-
das. Son datos que figuran en las actuaciones que recaba con arreglo al artículo
51 LOTC y no hay ninguna razón que le impida utilizarlos. Ahora bien, cosa dis-
tinta es que esas resoluciones judiciales anuladas en apelación o casación, sigan
existiendo como hechos jurídicos privados de eficacia, de modo que el Tribunal
Constitucional pueda devolvérsela cuando anule las sentencias que le privaron de
esa eficacia. Lo que el Tribunal Supremo no acepta es que la invalidación de sus
sentencias anulatorias por el Tribunal Constitucional devuelvan su fuerza a las
sentencias anuladas.
En nuestra opinión, el Tribunal puede acudir a esa técnica. La razón es sencilla:
no hay ninguna norma que niegue al Tribunal Constitucional la potestad de hacer
revivir sentencias anuladas, al anular él a su vez las que llevaron a cabo esa anu-
lación. En la práctica, el Tribunal ha acudido con frecuencia y sin protesta alguna
por parte de los interesados o de los órganos judiciales implicados, a esta técnica.
En muchas ocasiones —como hace en la STC 186/2001— justifica su empleo en la
necesidad de no demorar más el restablecimiento del derecho, pero como destaca
Rubio Llorente “la que realmente le empuja a saltar por encima del último órgano
del Poder Judicial que conoció el asunto, es la de impedir que ese órgano obstaculice
la solución que el Tribunal Constitucional considera adecuada”.
El Tribunal Constitucional utiliza esta técnica en todos los órdenes jurisdiccio-
nales. Ahora bien, en el orden penal que es donde la empleó por vez primera, la
considera inaplicable cuando la sentencia que vulnera el derecho fundamental del
recurrente en amparo es una sentencia absolutoria que anuló otra anterior con-
denatoria. Son supuestos en los que el recurrente en amparo denuncia haber sido
víctima de una vulneración de sus derechos (integridad física, por ej.) llevada a cabo
por un particular, frente a la que ejerció una acción penal que no concluyó con la
condena del culpable, bien porque la sentencia condenatoria de primera instancia
fue anulada después por un tribunal superior o bien porque todas las sentencias
fueron absolutorias. En el primero de los supuestos el Tribunal rechaza la utiliza-
ción de la técnica de la reviviscencia: “El Tribunal Constitucional —recuerda Rubio
Llorente— no se considera facultado para condenar y en consecuencia, cuando
el juez ordinario no ha considerado procedente la condena de quien a juicio del
Tribunal Constitucional (y de la víctima) es culpable de una violación de derechos
fundamentales, el Tribunal Constitucional ha de limitarse a la concesión de ampa-
ros puramente platónicos, carentes de efectos jurídicos concretos” (SSTC 21/2000
y 81/2002, con interesantes votos particulares).
Si nos hemos detenido, con cierto detalle, en analizar estos supuestos es porque
ponen de manifiesto las dudas e incertidumbres que el Tribunal Constitucional
alberga sobre su propia posición y, concretamente, sobre su función de garante
Los derechos fundamentales y sus garantías 217

último de los derechos fundamentales. Cuando el Tribunal acude al expediente


de devolver su fuerza a sentencias de la jurisdicción ordinaria —anuladas como
consecuencia de la interposición de recursos ordinarios— lo hace porque lo con-
sidera indispensable para restablecer al recurrente en amparo en la integridad de
su derecho. Pero también —y esto es importante subrayarlo— porque el mismo
no se considera legitimado para adoptar las decisiones que el juez ordinario tomó
(ya se trate condenar en el ámbito penal o de imponer a terceros la obligación de
indemnizar en el ámbito de la responsabilidad extracontractual).
Por ello en el caso Preysler, como a lo largo del proceso civil previo ya se había
fijado en alguna instancia una indemnización que, a juicio del Tribunal Constitu-
cional, era adecuada, esté pudo acudir al expediente de devolver la fuerza a esa
decisión de la jurisdicción ordinaria como remedio para el recurrente. Pero en el
caso de que en ninguna instancia judicial previa se hubiera fijado una indemni-
zación adecuada —y esto es importante subrayarlo— el Tribunal Constitucional
no tendría otra opción que retrotraer las actuaciones, quizás hasta el inicio de las
mismas, con el riesgo evidente de que el nuevo proceso tampoco sirva para lograr
una solución satisfactoria.
Estas dificultades del Tribunal para remediar las lesiones de derechos funda-
mentales producidas en las relaciones entre particulares (aunque para acudir al
amparo se imputen al órgano judicial que no la remedió) son aun más evidentes
en el ámbito penal. El Tribunal Constitucional se niega a anular las sentencias ab-
solutorias pronunciadas por la jurisdicción penal —a la que otorga por tanto un
tratamiento completamente diferente al que dispensa a la jurisdicción civil—. Si el
juez civil mediante su sentencia no remedia la vulneración de un derecho funda-
mental producida por un particular, el Tribunal Constitucional no duda en anular
esa resolución judicial. Si, por el contrario, se trata de un juez penal que mediante
su sentencia absolutoria no sanciona al culpable y por lo tanto no remedia la
vulneración del derecho fundamental llevada a cabo por el particular (absuelto),
el Tribunal se limita a reconocer la vulneración pero al negarse a anular la resolu-
ción del juez penal, no ofrece ninguna reparación al recurrente.
El Tribunal justifica su posición recordando que, aunque muchas normas pena-
les tienen por finalidad la protección de los derechos fundamentales, los titulares
de estos no pueden invocar un derecho a que los responsables de su violación sean
condenados, sino sólo a que se les persiga penalmente. Dicho con otras palabras,
el contenido del derecho fundamental no incluye el derecho a la condena de quien
lo vulnere, sino sólo un ius ut procedatur.
Las razones del Tribunal son claras y convincentes. Pero al mismo tiempo plan-
tean el interrogante de por qué no se proyectan también sobre el ámbito civil.
Las diferencias existentes entre la acción civil y penal son evidentes pero, en el
caso de los delitos perseguibles sólo a instancia de parte, se difuminan hasta el
218 Javier Tajadura Tejada

punto de que, en la práctica, la acción civil desplaza a la penal. La víctima de una


vulneración de su derecho al honor o a la intimidad acude preferentemente a la
jurisdicción civil antes que a la penal.
El respeto que el Tribunal Constitucional muestra hacia las resoluciones de
la jurisdicción penal es plenamente comprensible; lo que resulta más difícil de
entender es por qué ese respeto no se proyecta con igual intensidad al ámbito
de la jurisdicción civil cuando impone indemnizaciones derivadas de daños a los
derechos de la personalidad. La determinación de esos daños exige ponderar de-
rechos fundamentales (libertad de expresión y derecho al honor y a la intimidad
personal) pero también el juez penal debe llevar a cabo esa ponderación.
Sea de ello lo que fuere, es muy probable que, en el origen del polémico y con-
trovertido fallo de la sentencia Preysler II, se encuentre el hecho de que las deci-
siones judiciales impugnadas a través del amparo se dictaron en aplicación de la
LO 1/82 protectora de los derechos de la personalidad y que se autodefine como
una Ley de desarrollo de derechos fundamentales. La naturaleza de la ley jugó con
toda probabilidad un papel relevante en la deliberación del Tribunal. Ahora bien,
como ha advertido, con su habitual lucidez, Rubio Llorente, “la naturaleza de los
derechos no está a disposición del legislador, que no puede ni negar la condición de
fundamentales a los que lo son, ni atribuírsela a los que carecen de ella”. Desde esta
óptica, es indiscutible que la LO 1/82 protege los derechos de la personalidad (ho-
nor, intimidad e imagen) consagrados en el art. 18. 1 CE. Ahora bien, esos derechos
que revisten la consideración de fundamentales en las relaciones entre el individuo
y el Estado, no son fundamentales en las relaciones entre particulares. La LO que
configura su protección no puede tampoco atribuirles tal carácter. Es evidente que
la vida y la integridad física son derechos fundamentales consagrados por el art. 15
CE, pero no por ello se les atribuye ese carácter en las relaciones entre particulares
configuradas por la Ley 10/85 reguladora del régimen de la responsabilidad civil
aplicable a quienes causen daño a la vida o a la integridad física de otros en el ám-
bito de la circulación de automóviles.
Todas estas consideraciones nos llevan a la conclusión defendida por Rubio
Llorente de que en la Sentencia Preysler II, el Tribunal Constitucional no debió
asumir la tarea de fijar la cuantía de la indemnización, pero no por el procedi-
miento o técnica empleada para hacerlo —que en líneas generales es admisible—,
sino por haber tomado como lesión de un derecho fundamental lo que realmente
no lo era. “El juez constitucional tiene poder para enjuiciar la corrección de la
ponderación de derechos fundamentales efectuada por el juez ordinario, pero a
partir de ahí, es sólo este el facultado para apreciar la cuantía del daño y determi-
nar la correspondiente indemnización. Es evidente que, como ha sucedido en este
caso (Preysler I y II), mediante el ejercicio de esta facultad, el juez ordinario puede
privar de efectos prácticos a las decisiones del juez constitucional en lo que toca
Los derechos fundamentales y sus garantías 219

a las relaciones interindividuales, pero este riesgo es menor que el de reducir todo
el ordenamiento a la Constitución”.
Lo expuesto pone de manifiesto que la versión española de la denominada en
Italia “guerra de las Cortes” ha enfrentado básicamente a la Sala (Primera) de lo
Civil del Tribunal Supremo con el Tribunal Constitucional. Pero no ha sido la
única. La Sala (Segunda) de lo Penal ha registrado también diversos choques con
el Tribunal Constitucional. Por la importancia material del asunto controvertido
(interrupción del plazo de prescripción de los delitos) podemos señalar como un
claro ejemplo de invasión del ámbito competencial de la jurisdicción penal ordi-
naria la STC 29/2008.
El asunto tuvo como protagonistas a dos conocidos empresarios (los Albertos).
La Audiencia Provincial de Madrid (25 de enero de 2001) confirmó un delito de
estafa cometido por Alberto Cortina y Alberto Alcocer, pero los absolvió por con-
siderar prescrito el delito (en contra de la interpretación sobre la prescripción del
Tribunal Supremo). Se había interpuesto una querella contra ellos antes de finali-
zar el plazo de prescripción pero está no fue admitida hasta pasado ese plazo. Los
Albertos habían estafado a sus socios en la negociación de la venta del conjunto
de Urbanor —una sociedad propietaria de los terrenos donde se construyeron
las Torres Kio en la madrileña plaza de Castilla—. Los Albertos ofrecieron a los
socios minoritarios una suscripción preferente sobre los valores a un precio de
150.000 pesetas el metro cuadrado cuando ellos habían pactado previamente con
los vendedores un precio de 231.000 pesetas. La sentencia absolutoria fue recu-
rrida por los afectados y por el Ministerio Fiscal ante el Tribunal Supremo que
falló a favor de los recursos y restableció así la vigencia de su doctrina sobre la
prescripción, según la cual la presentación de una querella interrumpe el plazo de
prescripción de un delito. Los empresarios fueron condenados a tres años y cuatro
meses de prisión cada uno y recurrieron en amparo al Tribunal Constitucional.
Y he aquí que el Tribunal, en su STC 29/2008, estimó el amparo. La sentencia
provocó un auténtico terremoto en el ámbito judicial. La Sala Segunda del Tribu-
nal Supremo adoptó el 26 de febrero un acuerdo en el que se acusaba al Tribunal
Constitucional de “vaciar de contenido” el artículo 123 CE al entrar en cuestiones
de legalidad ordinaria e invadir así, de forma clara y manifiesta, el ámbito compe-
tencial propio del Tribunal Supremo. Los Magistrados del Supremo sostenían que
para determinar si un delito ha prescrito se debe tomar como referencia la fecha
en la que se interpone la querella, y no el momento en el que el juez la admite a
trámite (tesis del TC). El Fiscal General del Estado se pronunció también abierta-
mente en contra de la sorprendente decisión del Tribunal Constitucional. El Pleno
de este último reaccionó remitiendo una carta de queja al Presidente del Gobierno
por las declaraciones del Fiscal General.
Lo cierto es que la sentencia del Tribunal Constitucional evitó que los Al-
bertos ingresasen en prisión tal y como había sentenciado el Tribunal Supre-
220 Javier Tajadura Tejada

mo. En todo caso, en 2010, se llevó a cabo una reforma del Código Penal que
incorporó expresamente la postura defendida tradicionalmente por el Tribu-
nal Supremo: la presentación de denuncia o querella interrumpe el plazo de
prescripción del delito, pero se impone al juez el plazo de seis meses para re-
solver sobre su admisibilidad.
El razonamiento defendido por el Magistrado constitucional, Rodríguez Arri-
bas —que de forma tan lamentable como inexplicable se quedó sólo en su discre-
pancia— resulta, desde una perspectiva constitucional, impecable: “Las Sentencias
y Autos que hasta ahora —esto es hasta la STC citada— ha dictado este Tribunal
en relación con la prescripción penal, (…) han partido de una constante doctrina
en la que, por un lado, se ‘ha señalado que la apreciación del sentido y alcance del
instituto jurídico de la prescripción, como causa extintiva de la responsabilidad
penal, es una cuestión de legalidad, que corresponde a los órganos judiciales or-
dinarios y sobre cuya procedencia no puede entrar este Tribunal desde la perspec-
tiva del derecho a la tutela judicial efectiva (SSTC 152/1987, y 157/1990)’, (…).
En definitiva, la interpretación del precepto regulador de la prescripción penal es
una cuestión de legalidad ordinaria que solo puede ser examinada en amparo con
arreglo al canon del art. 24.1 CE, es decir, comprobando si existe razonabilidad
y ausencia de arbitrariedad o error patente, en el caso concreto (…) El referido y
hasta ahora invariable criterio ha supuesto que los casos que nos son sometidos,
han de examinarse uno por uno, con un inevitable y obligado casuismo, sin esta-
blecer ninguna doctrina interpretativa general que, por sugestiva y acertada que
se presente, puede invadir las funciones que son propias de la jurisdicción ordi-
naria, conforme al art. 117 CE y singularmente, de la Sala Segunda del Tribunal
Supremo, la que, por otra parte, en esta cuestión tampoco ha tenido un criterio
uniforme”.
El caso referido es un claro ejemplo de extralimitación de funciones del Tri-
bunal Constitucional. Aunque podrían traerse otros a colación, los mencionados
permiten comprender suficientemente el alcance del problema.

12.3. La cooperación como solución: el necesario diálogo jurisdiccional


La garantía de los derechos fundamentales de las personas está confiada en
nuestro ordenamiento a dos jurisdicciones internas distintas, la ordinaria y la
constitucional. A ellas hay que sumar otras dos de ámbito supranacional, la
del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Estrasburgo) y la del Tribunal
de Justicia de la Unión Europea (Luxemburgo).
Por lo que al ámbito interno se refiere, las relaciones entre la jurisdicción
ordinaria y constitucional distan mucho de ser pacíficas. Las tensiones y con-
flictos entre ellas erosionan la necesaria autoridad de ambas jurisdicciones. “El
Los derechos fundamentales y sus garantías 221

modelo kelseniano —escribe Rubio Llorente— introduce una escisión entre


dos jurisdicciones, la ordinaria y la constitucional, que por sí misma basta
para debilitarlas, pues la legitimidad de la jurisdicctio radica esencialmente
en su auctoritas, que inevitablemente se ve disminuida cuando las distintas
jurisdicciones llegan a soluciones distintas”. Para reducir los inconvenientes
de esta situación existirían hipotéticamente dos vías. Pero ninguna de ellas es
practicable.
La primera consiste en intentar delimitar, de la forma más clara y precisa
posible, el ámbito propio de cada jurisdicción; y la segunda, más radical, eli-
minar la dualidad. La primera es una solución inviable porque, como hemos
reiterado con insistencia, el intento de distinguir con nitidez y señalar fron-
teras precisas entre constitucionalidad y legalidad no ha producido, hasta el
día de hoy, resultados claros. Tampoco ha resultado fácil separar con claridad,
en la práctica, la interpretación de las normas de la valoración de los hechos.
Por lo que se refiere al expediente radical, debe ser igualmente rechazado,
no sólo por razones prácticas sino porque la existencia misma del Tribunal
Constitucional como clave de bóveda de la arquitectura constitucional debe
ser preservada. Y ello aunque sólo fuera por el hecho de que, gracias a su
existencia, ha sido posible configurar la Constitución —por primera vez en la
historia de nuestro país— como la norma suprema del ordenamiento jurídico.
En este contexto únicamente cabe formular dos propuestas. La primera, de
lege ferenda, ya expuesta, consiste en crear en el Tribunal Supremo (y en los
Tribunales Superiores de Justicia) Salas de amparo constitucional. La actua-
ción de estas Salas permitiría cumplir el objetivo que el incidente de nulidad
de actuaciones no logró. La Sala de amparo constitucional del Tribunal Supre-
mo (y de los Tribunales Superiores) resolvería los recursos presentados frente
a resoluciones judiciales vulneradoras de derechos fundamentales, contra las
que no cupiera otro recurso.
La segunda, complementaria de la anterior, supone apelar al necesario diá-
logo jurisdiccional entre el Tribunal Supremo y el Constitucional —sobre la
base constitucional indiscutible de la superioridad de este en materias de ga-
rantías constitucionales— que debe extenderse también a sus relaciones con
los Tribunales de Estrasburgo y Luxemburgo. Al fin y al cabo, —y al margen
de intereses institucionales— todas las jurisdicciones persiguen un mismo fin,
la garantía de los derechos y libertades, como elemento unificador y legitima-
dor del ordenamiento jurídico del Estado Constitucional de Derecho.
222 Javier Tajadura Tejada

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Los derechos fundamentales y sus garantías 223

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Epílogo

A lo largo de los tres capítulos precedentes se ha expuesto el estatuto jurídico


de los derechos fundamentales y de sus garantías en el ordenamiento constitu-
cional español. De ello cabe extraer básicamente dos conclusiones: por un lado,
que nuestro país cuenta con un efectivo sistema de protección de los derechos
fundamentales que permite considerarlo como un Estado material de Derecho;
por otro, que el Estado Constitucional surgido de la Transición y alumbrado por
la Constitución de 1978 es el protector de los derechos fundamentales.
Estas conclusiones nos llevan a examinar, brevemente, en este epílogo, un par
de cuestiones: la nueva relación existente entre el Estado y los derechos, y las po-
sibles reformas que podrían introducirse en la Constitución para mejorar su parte
dogmática.
I
El análisis del estatuto jurídico de los derechos fundamentales y de sus ga-
rantías —objeto de esta obra— pone de manifiesto la nueva relación existente
entre el Estado y los derechos fundamentales. Desde esta óptica, la teoría de los
derechos fundamentales sólo puede ser cabalmente comprendida en el marco de
una determinada teoría del Estado. Teoría que culmina la reflexión iniciada hace
cuatro siglos por Hobbes en el contexto de las guerras civiles religiosas que asola-
ron Europa durante los siglos XVI y XVII. Hobbes concibió el Estado como una
creación humana artificial. El Estado surge como resultado de un pacto celebrado
por los hombres para evitar el estado de guerra civil permanente y de predominio
de la ley del más fuerte. La justificación y finalidad esencial del Estado es garanti-
zar la paz. Y, ciertamente, es difícilmente cuestionable el hecho de que esa paz es
indispensable para que las personas puedan vivir seguras. Ahora bien, a cambio
de esa seguridad el Estado hobbesiano fue concebido como un Estado absoluto.
Mediante el pacto de creación del Estado, las personas renunciaban a su libertad
en favor del soberano. Este, a cambio, estaba obligado a garantizar la seguridad
de sus súbditos.
Desde entonces, el constitucionalismo —como conjunto de ideas y doctrinas
políticas y jurídicas al servicio de la libertad 1— se marcó como objetivo la limita-

1
Según lo ha definido Fioravanti, “el constitucionalismo es, desde sus orígenes, una corriente
de pensamiento encaminada a la consecución de finalidades políticas concretas consistentes,
fundamentalmente, en la limitación de los poderes públicos y en la consolidación de esferas
de autonomía garantizadas mediante normas”. FIORAVANTI, M.: Constitucionalismo. Expe-
riencias históricas y tendencias actuales. Trotta, Madrid, 2014, p. 17.
226 Javier Tajadura Tejada

ción de ese poder absoluto mediante el mismo instrumento empleado por Hobbes
para su construcción: el Derecho.
En un proceso que duró siglos —y que tuvo como hito principal, las revolu-
ciones liberales de fines del S. XVIII, pero que realmente no puede considerarse
verdaderamente concluido en Europa hasta que, con posterioridad a la Segunda
Guerra Mundial, los Textos Constitucionales se configuraron como normas su-
premas del ordenamiento jurídico (merced a la existencia de mecanismos especia-
les de reforma constitucional y procedimientos de control de constitucionalidad
de las leyes)— el constitucionalismo fue articulando procedimientos y mecanis-
mos que limitaran el poder del Estado y de esa manera garantizaran las libertades
y los derechos de las personas. En este sentido, el Estado Constitucional de De-
recho entendido como Estado material —y no meramente formal— de Derecho
es aquel en el que la libertad está jurídicamente garantizada. Por ello, el Derecho
debe tener un contenido sustantivo determinado. Ese contenido se deriva de unos
valores (la dignidad de la persona y la igual libertad de todos) y se concreta en
los derechos fundamentales. Los derechos fundamentales son así la sustancia del
Estado Constitucional.
Ahora bien, culminado, de esta forma, el proceso histórico de limitación del
poder del Estado, nos encontramos con que las nuevas circunstancias históricas
y políticas del mundo del siglo XXI obligan a replantear —como decíamos— la
relación entre el Estado y los derechos. Ciertamente, el Estado sigue siendo una
amenaza potencial para la libertad de las personas. La existencia de numerosos
regímenes autocráticos, por un lado, y los riesgos de involución de los Estados de-
mocráticos (incluidos algunos de la Unión Europea como puede ser Hungría en el
momento de redactar estas líneas), por otro, así lo confirma. Pero, junto al poder
político o poder público ejercido por los órganos del Estado, han ido apareciendo
numerosos poderes privados: grandes grupos económicos, corporaciones finan-
cieras, fondos de inversión, industrias farmacéuticas, grupos multimedia, etc., que
por su propia naturaleza se yerguen como potenciales y formidables amenazas
para la libertad de las personas.
“La amenaza de la libertad humana por medio de poderes no estatales, —escri-
be Hesse— en la actualidad puede ser un riesgo mayor que el propio Estado”. Y
en este contexto, la libertad sólo puede ser defendida y garantizada como un todo
unitario: “no ha de ser sólo una libertad que faculta, sino también una protección
frente a los daños sociales”2. Por ello, la concepción de los derechos fundamen-
tales únicamente como derechos subjetivos de defensa frente al Estado resulta
insuficiente. Para hacer frente a esta problemática surge la comprensión de los

2
HESSE, K.: “El significado de los derechos fundamentales” en Escritos de Derecho Constitu-
cional. Fundación coloquio jurídico europeo-CEPC, Madrid, 2011.
Epílogo 227

derechos fundamentales también como principios objetivos capaces de desplegar


su eficacia en las relaciones entre particulares.
Por otro lado, la plena efectividad de muchos derechos fundamentales —a pe-
sar de su preexistencia al poder legislativo— requiere la intervención del Estado.
Así ocurre, de forma clara, con el derecho a la educación o con el derecho a la
tutela judicial efectiva. Pero, en mayor o menor medida, también con el resto. Y
ello porque, a la altura de nuestro tiempo, sin la existencia del Estado —esto es,
en una situación de anarquía similar al hobesiano estado de naturaleza— no es
concebible la libertad humana. Heller advirtió, por ello, con su habitual lucidez,
que la libertad humana es siempre libertad organizada.
No es posible garantizar la libertad sin la intervención estatal. “La confor-
mación libre y autónoma de la vida depende en gran medida de condiciones que
sólo están parcialmente disponibles al individuo y, en ocasiones, ni eso. Producir
y mantener estas situaciones es en esencia tarea del Estado, que se ha convertido
en un Estado planificador, directivo, en un Estado de la ‘procura existencial’ y de
la seguridad en la sociedad. Así, es imposible avanzar con la comprensión de los
derechos fundamentales como meros derechos de defensa en tanto que la libertad
humana, a la luz del estado, no surge tan sólo por la omisión de intervenciones
en la esfera individual, sino que requiere además una acción estatal amplísima”.
Bajo los dos aspectos mencionados —la existencia de poderes privados que
amenazan la libertad y la imposibilidad de garantizar esta mediante la mera abs-
tención estatal— la relación existente entre los derechos fundamentales y el Esta-
do Constitucional reviste una nueva dimensión. El Estado ya no puede ser conce-
bido únicamente como una potencial amenaza para la libertad y se convierte, de
hecho, en el protector de los derechos fundamentales. El Estado Constitucional
—a diferencia del Estado absoluto— debe ser concebido ante todo y sobre todo
como el garante de los derechos fundamentales: “Si la libertad ha de ser real, se
requiere, en sentido amplio, el cumplimiento efectivo de los derechos fundamen-
tales a través del Estado: el Estado no se muestra simplemente como un enemigo
potencial de la libertad, sino que se convierte en su protector” (Hesse).
El Estado Constitucional de Derecho, como estado limitado jurídicamente —
formal y materialmente— es el garante de los derechos. La vigencia y efectividad
de los derechos fundamentales depende de la existencia de una serie garantías
jurídicas y políticas —como las estudiadas en esta obra— que están encomenda-
das a órganos e instituciones incardinados en el poder estatal (Poder Judicial, Tri-
bunal Constitucional, Defensor del Pueblo, Ministerio Fiscal, Cortes Generales,
Administración Pública).
Por todo ello, la relación entre los derechos fundamentales y el Estado es una
relación conflictiva y hasta cierto punto paradójica. Los derechos limitan el poder
del Estado que es, a su vez, quien los garantiza. Pero sobre todo, los derechos
228 Javier Tajadura Tejada

legitiman la existencia misma del Estado y del poder público que limitan. La
legitimidad del Estado reside en su condición de garante de los derechos. Para de-
cirlo con mayor claridad, un Estado que no protege adecuadamente los derechos
fundamentales carece de legitimidad. Los derechos fundamentales son así —y esta es
una de sus funciones esenciales como ya vimos— el fundamento de legitimidad del
orden estatal.
Por ello, y citando una vez más al insigne profesor alemán, Konrad Hesse, “Dere-
chos fundamentales y Estado fuerte no se excluyen recíprocamente, antes al contrario,
son mutuamente dependientes. Ello se explica porque hacer efectivos y asegurar los
derechos fundamentales está, bajo las condiciones de nuestro tiempo, encomendado
al Estado; una y otra tarea requieren de un Estado fuerte, capaz de funciones y presta-
ciones, en condiciones de cumplir su misión. Tal fortaleza es, por ello, no tanto asunto
de un aparato de poder estatal lo más eficaz posible cuanto del asentimiento libre
de un número tan vasto como sea posible de ciudadanos a quienes importe lograrla,
mantenerla y renovarla en todo momento”.
Ahora bien, el hecho de que la existencia y la fortaleza del Estado resulten im-
prescindibles para poder garantizar la plena y efectiva vigencia de los derechos fun-
damentales no quiere decir, en modo alguno, que la necesidad de limitar su poder
haya desaparecido. Al contrario, esa limitación es la seña de identidad del Estado
Constitucional.
En el contexto de esta relación entre los derechos fundamentales y el Estado
Constitucional se plantean problemas que distan mucho de haber encontrado
una respuesta definitiva. La ambivalente posición del Estado —como garante y
amenaza para la libertad simultáneamente— se muestra, con toda crudeza, en el
ámbito de las nuevas regulaciones para hacer frente al terrorismo aprobadas en
algunos Estados como respuesta a los criminales atentados islamistas del 11 S.
El 11-S marcó un punto de inflexión en el siempre precario equilibrio entre
la libertad (como valor superior del ordenamiento) y la seguridad (como fin del
Estado). En este sentido, no se trata ahora de examinar aquellos supuestos en que
dicho equilibrio ha sido vulnerado de forma clara, y de los excesos cometidos en
la lucha contra el terrorismo global (torturas a prisioneros, vuelos secretos de la
CIA. o incluso ejecuciones extrajudiciales con violación del derecho al debido
proceso), sino de poner de manifiesto dilemas más sutiles, como puede ser el si-
guiente: ¿Puede el Estado abatir un avión con inocentes a bordo para prevenir un
atentado kamikaze? Este caso límite del Derecho Constitucional se ha planteado
ya en Alemania, y en la medida en que podría plantearse también en España, re-
sulta oportuno conocer los términos del debate.
La intervención del legislador alemán vino impulsada por un grave incidente
acaecido a principios del año 2003. El 5 de enero de 2003, un hombre armado
secuestró una avioneta y sobrevoló el barrio financiero de Fráncfort del Meno. El
Epílogo 229

secuestrador amenazó con estrellarse contra la sede del Banco Central Europeo
por lo que el centro de la ciudad tuvo que ser evacuado. Un helicóptero de la
policía y dos aviones de caza militares acudieron al lugar y se situaron cerca de
la avioneta. Tras algo más de media hora, quedó claro que el secuestrador era un
perturbado y, tras negociar con él, depuso su actitud, aterrizó y se entregó. Este
grave incidente está en el origen de la aprobación —dos años después— de la Ley
de seguridad aérea de 11 de enero de 2005. El parágrafo 14 de esta norma per-
mite a las autoridades federales ordenar el derribo de una aeronave cuando, a la
vista de las circunstancias, pueda concluirse que va a ser utilizada contra la vida
de personas inocentes, y esta medida constituya la única manera de evitar dicho
peligro. El apartado 3 del mismo dispone textualmente que “el ataque armado
sólo será lícito cuando, de acuerdo con las circunstancias, pueda concluirse que la
aeronave va a ser utilizada contra la vida de las personas y éste sea el único medio
de defensa contra dicho peligro inminente”. El ataque sólo podrá ser ordenado
por el Ministro Federal de Defensa o, en su lugar, por el miembro del Gobierno
Federal autorizado para ello. La Exposición de Motivos de la Ley reconoce con
toda claridad que el mencionado apartado tercero autoriza el uso de las armas
para abatir el correspondiente avión aun en el caso de que en él se encuentren
inocentes y el ataque armado les ocasione una muerte prácticamente segura.
En definitiva, la norma que nos ocupa está configurada como una cláusula
de ultima ratio que faculta al Estado para sacrificar la vida de las personas que
viajan a bordo de un avión —terroristas, tripulantes y pasajeros—a fin de salvar
la vida de otras personas. El precepto fue recurrido en amparo ante el Tribunal
Constitucional por varias personas que viajaban frecuentemente en avión. El Tri-
bunal Constitucional Federal alemán, en una célebre y polémica sentencia de 15
de febrero de 2006, estimó el recurso de amparo y anuló la norma recurrida por
vulnerar el derecho fundamental a la vida y la garantía constitucional de la digni-
dad humana, en la medida en que resulte afectado algún inocente.
El Alto Tribunal alemán declaró que la “instrumentalización” de las personas
inocentes que viajaban en el avión atenta contra su dignidad humana. El respeto
a este principio impide que el Estado pueda tratar a una persona como un ins-
trumento, y la ley enjuiciada lo hace al aceptar el sacrificio de las vidas de los
inocentes que viajan en el avión para salvar las vidas de las personas que están en
tierra. Para el Tribunal la vida humana es imponderable. No se puede sacrificar
una para salvar cien.
La sentencia fue objeto de numerosas críticas. Baste señalar aquí alguna incon-
gruencia. El Tribunal señala que en el supuesto de que en el avión sólo viajasen te-
rroristas sí podría ser abatido. Sin embargo, matar a los terroristas para proteger
a las personas que se hallan en tierra firme también supone instrumentalizarlos.
Como ha advertido uno de los críticos de este fallo, “cuando se trata de abatir
una aeronave con inocentes a bordo, la vida es imponderable, mientras que cuan-
230 Javier Tajadura Tejada

do en aquélla sólo hay terroristas, entonces el derribo puede ser proporcionado,


de acuerdo con el resultado de una ponderación global entre la gravedad de la
intervención en el derecho fundamental a la vida de los terroristas y el peso de
los bienes jurídicos que se trata de proteger. Es decir, en este último caso sí que se
pondera la vida de los terroristas frente a la vida de los inocentes que se hallan en
tierra firme. ¿Por qué allí no y aquí sí?”3.
En nuestra opinión, la ponderación resulta obligada siempre y en cualquier
circunstancia. Pero, al margen de la respuesta concreta que demos al caso, lo rele-
vante es que se trata de un supuesto en el que según la perspectiva que se adopte
el Estado aparece como amenaza (para quienes viajan en el avión secuestrado) o
como protector (para las potenciales víctimas que están en tierra) del derecho a la
vida. Sea de ello lo que fuere, este y otros supuestos que podríamos traer a cola-
ción en el ámbito de la política y la normativa antiterrorista, ponen de manifiesto,
con toda claridad, que la necesidad de limitar el poder estatal, exige seguir con-
cibiendo los derechos fundamentales, también, como derechos frente al Estado y
como límites a su actuación.
La ambivalente posición del Estado en relación con los derechos fundamenta-
les se pone de manifiesto también en el contexto del Estado Social. Si en el ámbito
de la legislación antiterrorista el conflicto se plantea entre libertad (que limita las
posibilidades de actuación del Estado) y seguridad que las potencia, en el contexto
del Estado Social el conflicto reviste otras connotaciones. Aquí la seguridad enten-
dida como garantía de las condiciones materiales de existencia exige también la
actuación del Estado pero plantea igualmente problemas sobre los límites de esta.
Los derechos fundamentales están al servicio de la integración social. La inte-
gración —como finalidad de la Constitución— resulta amenazada si no se garan-
tizan las condiciones materiales de la existencia de las personas (trabajo, salud,
educación). El Estado Social de nuestro tiempo es por ello un Estado que intervie-
ne en la economía y en la sociedad para garantizar derechos como la educación o
la salud. En este sentido, la necesidad de algunas intervenciones es evidente. Pero
más allá de ellas, se plantea también la necesidad de limitar su alcance pues “una
ampliación ilimitada de la responsabilidad y actividad estatal, que desembocase
en la omnicomprensiva planificación, atención y conformación estatal, eliminaría
la responsabilidad de cada uno por sus propias condiciones vitales”(Hesse).
La libertad es también responsabilidad, y la garantía de la libertad como res-
ponsabilidad impide atribuir un carácter ilimitado a las posibilidades de actua-
ción del Estado Social.

3
DOMENECH, G.: “Comentario a la Sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán
sobre la Ley de Seguridad Aérea” en Revista de Administración Pública, núm. 170, 2006, p.
423.
Epílogo 231

Expuesta así, en términos generales, la relación existente entre el Estado Cons-


titucional y los derechos fundamentales, vamos a concluir esta obra sobre los de-
rechos fundamentales y sus garantías en el ordenamiento constitucional español,
realizando un balance sobre la situación en la que nos encontramos y las posibles
reformas que podrían abordarse en la parte dogmática de nuestra Constitución.
II
En ningún momento de la historia de España han disfrutado los ciudadanos de
más libertad y protección jurídica que hoy. En el Estado social y democrático de
Derecho configurado por la Constitución de 1978 se garantizan de forma eficaz
los derechos fundamentales de las personas. Este es, sin duda, el principal éxito de
la Monarquía parlamentaria instaurada en 1978 con un amplio consenso. Con-
senso, igualmente, sin parangón en nuestra historia constitucional que —hasta ese
momento— era la historia de un fracaso. Fracaso que determinó la inexistencia
en nuestro país de un verdadero Estado de Derecho que garantizara de forma
efectiva las libertades individuales y los derechos fundamentales.
Cualquier juicio o valoración del estado de los derechos fundamentales en
nuestro país —salvo que incurramos en un formidable ejercicio de falsificación de
la realidad y de la historia— debe partir de esa consideración.
Con estas premisas, y tras casi cuatro décadas de desarrollo constitucional,
resulta oportuno plantearse la conveniencia y oportunidad de reformar el Título
Primero de la Constitución. Como es sabido, la reforma constitucional es la asig-
natura pendiente y siempre aplazada. La posible apertura de un procedimiento
de reforma se rechaza con el argumento de que no se dan las condiciones polí-
ticas adecuadas para ello (consenso). Se olvida interesadamente que el consenso
no puede plantearse como un punto de partida sino como el punto de llegada.
Tampoco en 1977 existía consenso. Este fue el fruto de muchos meses de traba-
jo y negociaciones entre las diversas fuerzas políticas, animadas por un espíritu
constructivo y en el marco de un diálogo sincero y con predisposición al acuerdo.
La Constitución exige reformas en muchos ámbitos: la organización territorial,
la adaptación al proceso de integración europea, el diseño de instituciones cuya
independencia no está suficientemente garantizada (Consejo General del Poder
Judicial, Tribunal Constitucional), o el propio procedimiento de reforma.
En nuestra opinión, la reforma también debería incidir en la parte dogmática
del Texto Constitucional.
a) En primer lugar, sería preciso incluir —siguiendo la senda del constituyente
alemán— una cláusula de intangibilidad que protegiera a los derechos funda-
mentales frente al poder de reforma constitucional. Los derechos fundamentales
se configuran como límites al poder del Estado, es decir, al poder democrático.
Cuanto más se extienda la esfera de aplicación de los derechos fundamentales
tanto más se limita el margen de actuación democrática. En el Estado Constitu-
232 Javier Tajadura Tejada

cional la democracia debe ser entendida —de la misma forma que el Estado de
Derecho— en un sentido material. Sólo es democrático aquello que resulta con-
forme con los derechos fundamentales. Y esto vale no sólo para el legislador que
no podría aprobar legítimamente una ley que violase aquellos, sino también para
el poder de reforma, que —por la misma razón— no podría aprobar una modifi-
cación constitucional contraria a un derecho fundamental. En definitiva, para que
la garantía de la libertad no resulte vana es preciso que en el Texto Constitucional
se garantice no sólo la indisponibilidad de los derechos por el legislador —lo que
ya se hace en el art. 53— sino también que se prohíba expresamente al poder de
reforma la posibilidad de desnaturalizarlos o violarlos de cualquier modo. Natu-
ralmente, la cláusula de intangibilidad debería incluirse en el Título dedicado a la
Reforma, haciendo desaparecer el tan confuso como peligroso sintagma “revisión
total” del art. 168. Expresión que interpretada literalmente conduciría al despro-
pósito de identificar reforma de la Constitución —como operación jurídica y por
ello materialmente limitada— con destrucción de la misma.
Si los derechos fundamentales se configuran como el núcleo de legitimidad de
la democracia constitucional, es evidente que la legitimidad no puede ser destrui-
da sin que lo sea también la propia Constitución. Ello hace necesario incluir en
la Constitución una cláusula de intangibilidad en defensa de los derechos funda-
mentales. La necesidad ciertamente es relativa. En principio cabría afirmar que los
derechos fundamentales —aunque no haya cláusula de intangibilidad alguna—
son un límite material implícito al poder de reforma que se deduce del propio
concepto de Constitución. Sin embargo, en la medida en que nuestro Tribunal
Constitucional no se ha hecho eco de esta doctrina, sino que, por el contrario,
la ha rechazado expresamente, afirmando que siguiendo los procedimientos del
artículo 168, el poder de reforma carece de límites materiales, el establecimiento
de esa cláusula sí que resulta procedente y necesario. La reforma que proponemos
tendría un efecto jurídico claro: el establecimiento de un límite material explícito
al poder de reforma, es decir, el blindaje del fundamento de legitimidad del orden
estatal y, en consecuencia, la conversión de nuestro régimen constitucional en una
democracia militante.
b) Una segunda reforma consistiría en incluir expresamente en la cláusula de
apertura al derecho internacional de los Derechos Humanos del art. 10. 2, las
referencias a dos Textos cuya importancia para la interpretación de los derechos
fundamentales es crucial: el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la Carta
de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. El efecto de la reforma sería
simbólico y político en cuanto permitiría visualizar los Textos citados pero, desde
un punto de vista estrictamente jurídico, no supondría la atribución a los mismos
de un valor superior al que ya tienen.
En este contexto, y dando un paso más, se podría dar valor constitucional a
ambas declaraciones mediante su inclusión en el propio artículo 53. 1 CE. De lo
Epílogo 233

que se trataría es de establecer que ambos Tratados vinculan a todos los poderes
públicos. La propuesta figura en el Informe sobre la reforma constitucional diri-
gido por Javier García Roca y tendría efectos muy positivos. La referencia a la
Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea —que debería enmarcar-
se dentro de una reforma más completa y ambiciosa que adaptara nuestro Texto
Fundamental no sólo al estadio actual del proceso de integración europea sino al
deseable horizonte federal del mismo— en el art. 53 supondría una extensión de
su ámbito de aplicación. Según el art. 51 de la Carta, sus disposiciones se dirigen
a los Estados cuando “apliquen el Derecho de la Unión”. La reforma propuesta
implicaría que los poderes públicos españoles estarían sujetos a ella también en
aquellos ámbitos en los que no actúen ejecutando Derecho de la Unión. “Una
homogeneización de los estándares de garantía —advierte el Informe citado— pa-
rece lógica, para impedir disfunciones y asimetrías en su exégesis, que carecerían
de toda razonabilidad, y ello ubicaría además a España en una posición a la van-
guardia europea dentro de la Unión”4.
c) Junto a las reformas anteriores que afectan a la propia comprensión y na-
turaleza de los derechos fundamentales en su conjunto, y al reforzamiento de su
inserción en el sistema europeo, cabe abordar también algunas otras de carácter
puntual. Así, la relativa a las garantías constitucionales del derecho al matrimo-
nio (art. 32 CE) y del derecho a la propiedad privada (art. 33 CE). Se trata de
derechos reconocidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos pero que,
por figurar en la Sección segunda del Capítulo segundo del Título I, carecen de la
garantía procesal específica del recurso de amparo ante el tribunal Constitucional.
Ello impide, en la actualidad, que el Tribunal Constitucional pueda pronunciarse
sobre ellos con carácter previo y facilita el acceso directo al TEDH. Esta situación
no facilita el diálogo entre el Tribunal Constitucional y el TEDH. De hecho, tras el
fallo correspondiente dictado en Estrasburgo, nuestro Alto Tribunal se ve obligado
a otorgar amparos por vulneración de derechos no susceptibles de amparo median-
te interpretaciones forzadas como pudo ser el caso de la STC 51/2011 (derecho al
matrimonio). En este sentido, algunos han defendido el traslado de ambos derechos
a la Sección primera para otorgarles así la protección del recurso de amparo.
En nuestra opinión, sin embargo, es preferible suprimir la limitación material
establecida en el art. 53 al recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional y
extender su ámbito de protección a todos los derechos fundamentales contenidos
en el Capítulo Segundo, es decir, también a los de la Sección segunda. Como he-
mos visto en esta obra, en nuestro ordenamiento es el recurso de amparo el que
garantiza que el Tribunal Constitucional, como supremo intérprete de la Cons-

4
GARCÍA ROCA, J. (ed.): Pautas para una reforma constitucional. Informe para el debate.
Aranzadi, Cizur Menor, 2014, p. 35.
234 Javier Tajadura Tejada

titución, es también el supremo intérprete de los derechos fundamentales. Y


el balance de su actuación, en este ámbito, es extraordinariamente positivo.
Sobre todo en los primeros años de su andadura, antes de que sufriera el
declive de los últimos tiempos. En todo caso, el Tribunal ha contribuido y
continúa haciéndolo de forma meritoria y admirable a la efectiva vigencia de
los derechos fundamentales y a la unificación de su interpretación. Por ello y
sin olvidar la necesidad de poner remedio a la sobrecarga de trabajo, en una
futura reforma constitucional, el recurso de amparo debería ser preservado.
Tampoco sería oportuno ni conveniente excluir de su ámbito de protección
derechos hasta ahora incluidos. Por el contrario, y como ha destacado el pro-
fesor Manuel Aragón, habría que extender su protección a los derechos de la
Sección segunda del Capítulo segundo del Título primero de la constitución.:
“No tiene por qué existir contradicción entre la necesidad de descargar de
trabajo al tribunal en los recursos de amparo, lo que puede y debe hacerse, y
la oportunidad de que el tribunal Constitucional sea, en verdad, el supremo
intérprete y aplicador en materia de garantías constitucionales como se des-
prende del art. 123. 1 CE, es decir, de todos los derechos fundamentales y no
sólo de los contenidos en el art. 14, en la sección primera del Capítulo segundo
del Título Primero y en el art. 30.2 de la Constitución”5.
d) Por lo que se refiere a la redacción de los enunciados de los distintos
derechos, únicamente sería necesario modificar los artículos 15 y 32 CE. Del
artículo 15 (derecho a la vida) habría que eliminar la posibilidad de incluir en
las leyes penales militares la pena de muerte. Con ello —y en coherencia con
la ratificación por parte de España del Protocolo número 13 a la Convención
Europea de Derechos Humanos— la pena capital desaparecería definitivamen-
te de nuestro ordenamiento.
Más relevante y polémico es un tema como el de la eutanasia que conven-
dría afrontar. En la medida en que el Tribunal Constitucional considera que
el derecho a la propia muerte —derecho a una muerte digna—, o derecho a
disponer de la propia vida, no puede ser deducido del enunciado del artículo
15, sería conveniente abordar la regulación básica de la eutanasia en el propio
Texto Fundamental.
e) La reforma del artículo 32 (derecho al matrimonio) consistiría en ade-
cuar el texto al desarrollo legislativo actual cuya constitucionalidad ha confir-
mado la STC 198/2012. Podría adoptarse la redacción ofrecida por el art. 9 de
la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea: “Se garantiza el de-
recho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica entre los cónyuges”.

5
ARAGÓN, M.: “Problemas del recurso de amparo” en Estudios de Derecho Constitucional
CEPC, 3ª edición revisada y aumentada, Madrid, 2013.
Epílogo 235

f) De todo lo anterior se desprende claramente que las reformas propuestas


no pretenden ampliar el número de derechos fundamentales incluidos en la
Constitución. La tendencia que a este respecto se puede observar en algunos
Textos Constitucionales de Iberoamérica sólo sirve para devaluar la “funda-
mentalidad” de los derechos y para crear unas expectativas que, necesaria-
mente, van a ser defraudadas. Desde esta óptica, es preciso ser rigurosos y
resistir la tentación de incluir como nuevos derechos, expectativas o demandas
sociales que, tanto desde un punto de vista teórico o conceptual como prácti-
co no pueden configurarse como verdaderos derechos fundamentales. En este
sentido, el régimen jurídico de los principios rectores del Capítulo Tercero, —a
salvo lo que diremos a continuación— no debe ser objeto de reforma.
La salvedad se refiere al contenido de los artículos 41 y 43, es decir los
derechos a la Seguridad Social y a la protección de la salud. El desarrollo del
Estado Social los ha convertido en derechos de prestación universalmente ga-
rantizados. No parece razonable que su estatuto jurídico sea diferente del es-
tablecido para el derecho a la educación. De la misma forma que un niño tiene
un derecho fundamental a la educación, debería tenerlo también a la asistencia
sanitaria. En uno y otro caso cabe configurarlos como derechos preexistentes
al legislador con un contenido esencial, sin perjuicio de que la intervención del
legislador y de la Administración sea indispensable para garantizar su efecti-
vidad. Es cierto que la fijación del contenido de las prestaciones incluidas en
los derechos a la salud y a la Seguridad Social —de la misma forma que ocurre
con el derecho a la educación— puede cambiar con el paso del tiempo, las
circunstancias, y ciertamente, también puede depender de las disponibilidades
presupuestarias. Sin embargo, —en ambos casos— cabe apelar a la existencia
de un contenido esencial susceptible de limitar la actuación del legislador.
Por ello sería conveniente, para reforzar su protección, el traslado de am-
bos preceptos a la Sección primera del Capítulo primero. Podrían ubicarse
después del derecho a la educación (art. 27 CE).
Las reformas propuestas contribuirían a mejorar el sistema constitucional
de protección de los derechos fundamentales. Sin embargo, junto a ellas, es
preciso insistir en otro frente: el del reforzamiento de la cultura de los dere-
chos, esto es, la interiorización por parte de los ciudadanos de los principios
y valores del Estado Constitucional de Derecho. A estos efectos, resultaría
conveniente reintroducir en los planes de estudio de la educación secundaria
la asignatura “Educación para la Ciudadanía”. En ella, la enseñanza de los
derechos humanos debiera ocupar un lugar destacado6.

6
SÁNCHEZ, R., y JIMENA, L.: La enseñanza de los derechos humanos, Ariel, Barcelona, 1995.
236 Javier Tajadura Tejada

De lo que se trata, en última instancia, es de reforzar el “sentimiento cons-


titucional” de los ciudadanos. El sentimiento constitucional consiste en estar
implicado en la Constitución. Podríamos definirlo como la adhesión íntima a
las normas e instituciones fundamentales de un país, experimentada con in-
tensidad, más o menos consciente, porque se estiman —sin que sea necesario
un conocimiento exacto de sus peculiaridades y funcionamiento— que son
buenas y convenientes para la integración, mantenimiento y desarrollo de una
justa convivencia7. La intensidad de este sentimiento en una sociedad dada es
un buen criterio para medir su madurez cívica y el nivel de su cultura política.
El sentimiento constitucional existe y su actuación se percibe en los países
con larga tradición democrática. Su existencia es la prueba más significativa
de la consonancia entre norma y realidad. La crisis del sentimiento constitu-
cional, por el contrario, pone de manifiesto la falta de integración política. La
falta de presencia activa del sentimiento constitucional en ordenamientos de-
mocráticos recién estrenados, o débiles, indica, precisamente, que todavía no
han enraizado o que están en crisis o amenazados por ella. Un ordenamiento
constitucional sin suficiente adhesión sentida puede devenir fantasmagórico,
aunque se estudie y discuta en los libros y se explique en las aulas universita-
rias. Nunca se insistirá bastante en la necesidad de que la sociedad se adhiera
a la Constitución, sintiéndola como cosa propia.
Por todo ello, en momentos de crisis como la actual, resulta fundamen-
tal subrayar la importancia de la vinculación moral de los ciudadanos a las
instituciones diseñadas por la Constitución y a los derechos y libertades que
reconoce y garantiza.
Teniendo presente, en todo caso, que, como advierte mi maestro, Antonio
Torres del Moral, “la plenitud del Estado Social y democrático de Derecho
más que una realidad es un concepto tendencial”8 y, por ello, susceptible siem-
pre de mejora y perfeccionamiento.
La lucha por el Estado de Derecho y por los derechos fundamentales no ha
concluido, ni en España, ni en ningún otro lugar.
En la mayor parte de los Estados queda aun un larguísimo camino por
recorrer. El drama de la inmigración irregular nos apela, con toda crudeza, al
poner de manifiesto que, en amplios lugares del planeta, las personas no tienen
garantizadas las condiciones materiales mínimas de su existencia, por lo que
no dudan en arriesgar sus vidas para llegar a Europa. La Unión Europea debe-
ría plantearse la necesidad de implementar programas de ayuda en los países

7
LUCAS VERDU, P.: EL sentimiento constitucional, Reus, Madrid, 1985.
8
TORRES DEL MORAL, A.: Estado de Derecho y democracia de Partidos, 4ª edición, Univer-
sitas, Madrid, 2012, p. 103.
Epílogo 237

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