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La coreografía política de la independencia hispanoamericana, 1808-1810

María Elena González Deluca

La cuestión central propuesta para este simposio “La crisis del mundo hispánico y sus
implicaciones” es sumamente generosa en sus posibilidades temáticas, pensamos que
como estrategia deliberada de los organizadores. Los asuntos de la crisis, y el mundo
hispánico, y sus implicaciones abren un dilatado espacio para el análisis. Puesto que la
convocatoria se hace en el marco del bicentenario, es presumible que la crisis es la que
estalló hace doscientos años, y que tuvo como detonante el derrumbe del orden
monárquico de la rama española de los Borbón a consecuencia de la invasión
napoleónica, crisis que comprendería al mundo colonial americano. Las implicaciones
de este acontecimiento son de tan amplia y polémica naturaleza que muy probablemente
apenas podríamos mencionarlas en esta ponencia, de modo que también tenemos
holgura en las opciones de selección. Como vemos un enorme campo para explorar la
complejidad de esos tiempos.

La expresión “crisis del mundo hispánico”, contiene dos alusiones que pueden
entenderse de diversa manera. Por una parte, “la crisis” podría entenderse de la manera
restringida que ya mencionamos, pero también podría abarcar el resquebrajamiento del
antiguo orden, la decadencia de la dinastía borbónica muy anterior e independiente de la
invasión napoleónica, y la debilidad de las elites socioeconómicas y gobernantes en
España, elementos que confluyen en una gran crisis en 1808. Por otra parte, el “mundo
hispánico”, alude a un ámbito no muy bien establecido en el imaginario de la época,
empezando por la problemática definición de España como unidad nacional.

Es, nos sugiere el título de este simposium, a partir de las “implicaciones” de la crisis de
ese mundo que se generan otros procesos en los que cabría ubicar la reacción en
América frente a la caída de los Borbón, y los cambios que se sucedieron a partir de
entonces. En el entendido de que la comunidad afectada por esos cambios era la que se
articulaba en la condición de pertenencia al ámbito de “lo hispano”.

El escenario del mundo hispánico no sólo plantea el problema de su composición o


naturaleza, sino que en el particular contexto de las guerras napoleónicas y la o las crisis
del orden tradicional, resulta particularmente tornadizo, con actores no siempre
predecibles en sus posturas, imposturas y contradicciones. De allí que hablemos de una
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coreografía, de trazo “libre” habría que agregar, porque frente a la cambiante sucesión
de acontecimientos se tantean posiciones y se improvisan posturas. A veces se repiten
ciertos movimientos, por momentos se simulan otros, y en situaciones comprometidas
se ensayan piruetas como recurso evasivo.

Tomando como premisa el interés en contribuir a la explicación del proceso de la


independencia americana, también hay que tener en cuenta que los sucesos del lapso
1808-1810, y el proceso que sigue, exigen considerar las coordenadas que se definen
por dos perspectivas de análisis: diacrónica y sincrónica.

La primera nos ayuda a entender en la larga duración temporal la estructura social que
va conformando grupos locales de poder con sus intereses particulares, lo que echa luz
sobre la actuación y el papel de los actores locales que intervienen en los
acontecimientos de esos años. La mirada sincrónica es necesaria para estudiar las
incidencias de la cambiante política contemporánea de entonces en Europa, España y
América, que determinan las sinuosidades del comportamiento político. En esta
presentación sólo consideramos la perspectiva sincrónica.

I. Sobre la unidad del mundo hispánico y su crisis

¿Existía el mundo hispánico? La expresión parece referir a una unidad conformada por
la población de España y de las posesiones españolas en América, que se sobrentiende
como una realidad ya consolidada entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Sin
embargo, las bases de esa identidad han sido más asumidas que analizadas. ¿Era un
mundo anudado por lazos políticos o por una cultura compartida, o ambos? ¿Era la
monarquía borbónica el principio político determinante de la idea de “mundo
hispánico”? ¿Era una cultura de base el fundamento de esa unidad y, en ese caso, qué
elementos la definían, la lengua, la religión, las costumbres, las leyes? ¿Cuál era el
ámbito geohistórico de esa unidad? ¿Comprendía sólo el territorio español peninsular?
¿Incluía los territorios de ultramar? ¿Sólo los americanos o también las posesiones
asiáticas? La implícita respuesta a estas interrogantes suele asumir como elementos
formales, la común condición de súbditos de la monarquía borbónica, una estructura
burocrática similar, la lengua española y la religión.

La idea de la unidad del mundo hispano es una construcción teórica que se sostiene en
ese nivel general alusivo a esa comunidad de factores mencionada pero tambalea si la
ubicamos en la realidad. Para el caso de la península, a comienzos del siglo XIX
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subsistían los reinos de la corona de Castilla, de la corona de Aragón y de Navarra, a la
que se agregaban las provincias vascas. Esta estructura se debilitó considerablemente en
el siglo XVIII, cuando los primeros reyes de la dinastía Borbón hasta Carlos III
renovaron y reforzaron el poder centralizador de la corona de Castilla. El proceso de
nacionalización de la monarquía marchaba lentamente y con fuertes resistencias. Bajo el
reinado de Carlos IV no se avanzó demasiado en la centralización de la estructura legal,
administrativa y política que desde hacía siglos era un campo de tensiones y conflictos y
lo seguiría siendo. Andando el siglo XIX no fueron las acciones de gobierno, mucho
menos la monarquía siempre en crisis, las que dieron impulso al proceso de unificación.

Hay un consenso historiográfico que considera a la rebelión antinapoleónica, la llamada


Guerra de Independencia de España, como la gran forja de la nación española. La
reacción contra la invasión y contra la imposición del nuevo monarca José Bonaparte
fue una rebelión popular de unas características que sorprendieron al mismo Napoleón
y a su ejército, y a toda Europa. Pero lo más singular es que para los mismos españoles
la rápida reacción y el poder de respuesta fueron movimientos inesperados.

Esa imprevista capacidad de respuesta, que se repitió en América, se manifestó en la


formación de las juntas de notables, que retomó una forma de organización tradicional
empleada desde siglos atrás como recurso de gobierno. En tiempos de Felipe II se
formaron la Junta de Reformación y la Junta Grande conocida como Junta de Noche que
asumió los asuntos de gobierno en la enfermedad del rey poco antes de su muerte,
durante la minoridad de Carlos II se formó la Junta de Gobierno, bajo Carlos III las
Juntas de Gobierno; y también se conocían como formas de organización provisional
(por ejemplo las juntas de comuneros en el siglo XVI).

Por lo menos hasta el estallido de la rebelión antinapoleónica el mundo hispano era


todavía un imaginario de reinos diversos, Fernando VII era reconocido en la
Constitución de Cádiz como rey de “las Españas”. América era otro conjunto de reinos,
“los reinos de indias”, o de las Indias, que era el nombre utilizado oficialmente en las
reales cédulas y en las instituciones, así: “el trono de España –o de las Españas– y de
las Indias”, el Consejo de Indias, las Leyes de Indias. Desde fines del siglo XVIII el
nombre América y americanos fue de uso un tanto más frecuente en la documentación,
por lo menos en el lenguaje que manejaban algunos funcionarios, como el Conde de
Aranda, o el intendente José de Abalos.

La expresión “América española” se empleaba ocasionalmente en algunos documentos.


En la Constitución o Carta Napoleónica de mayo de 1808, conocida como los Estatutos
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de Bayona, que intentaba dar base legal al nuevo régimen monárquico, se emplea casi
todo el tiempo la expresión Indias y sólo en el articulado del Título X se habla de
“reinos y provincias españolas de América”, a las que se reconocían “los mismos
derechos que la Metrópoli”. Estos derechos, que después reconoce también la
Constitución de Cádiz de 1812, aplicaban igualmente para los reinos y provincias de
Asia, aunque esos territorios no suelen formar parte del imaginario del “mundo
hispánico”. La cláusula de los derechos se introdujo en el Estatuto de Bayona como
aporte de los seis representantes americanos en la Asamblea reunida en Bayona. El
estatuto también fijaba 22 diputados americanos que integrarían las Cortes y tendrían
parte en el gobierno de José I.

Por otra parte, si en la península la idea de unidad española pasaba por una
centralización más eficiente, en América la realidad era más compleja. A la par que las
reformas borbónicas buscaron afinar los mecanismos de control y reducir los privilegios
que daban cuotas de poder a la elite criolla, también acometían un proceso de
desconcentración administrativa con la creación de nuevos virreinatos, nuevas
capitanías y audiencias. La organización burocrática buscaba renovarse y en esa
dirección se hizo más compleja no sólo en procura de una mayor eficiencia, sino como
reconocimiento de la gestación de identidades particulares que en el siglo siguiente
darían fundamento a las naciones.

Igualmente es de notar que entre 1793 y 1808 las guerras y la débil competencia
económica minaron la capacidad de control de España, los americanos tuvieron que
atender a su propia defensa, como en el caso de las invasiones inglesas a Buenos Aires,
resolver las dificultades del comercio y comprobar cómo el territorio español en
América se desintegraba con la pérdida de Trinidad, Santo Domingo, Luisiana, la parte
occidental de Florida, y las amenazas sobre otras provincias.

Si se considera la demografía americana, el alcance cultural, e incluso político de la idea


del mundo hispánico es particularmente limitado. Los españoles y criollos eran una
minoría demográfica, y el imaginario del “mundo hispánico” no incluía a los esclavos ni
a los indios y, probablemente, tampoco a la mayoría de las llamadas castas.

Pero tampoco se habían definido los imaginarios particulares propios de los territorios
que después conformaron las naciones. Si seguimos a François Xavier Guerra, que es
nuestro referente controversial en estos temas, con excepción de Chile, por su
aislamiento, y México, por la densidad de su historia, los demás territorios eran simples
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circunscripciones administrativas del Estado “superpuestas a un conjunto de unidades
sociales” (Guerra, Modernidad e … p. 66)

No obstante estas consideraciones, hay una fuerte corriente historiográfica que asume la
existencia de “un mundo hispánico” o, como escribe Guerra (Revoluciones Hispánicas,
p.14), dos mundos separados por el océano pero integradas en un “único conjunto
político […] la Monarquía hispánica”, en el que estalla la crisis común del interregno
creado por las abdicaciones de Bayona en mayo de 1808. Por cierto un interregno que
resulta peculiar siendo que había tres reyes vivos: Carlos IV, Fernando VI y José I. Esa
crisis sería, entonces, repentina, aunque tenía dos caras, una de origen anterior, la
decadencia del antiguo régimen que ya no da más de sí, y la caída de la monarquía
hispánica que dio paso a la fórmula de la reversión del poder soberano a su fuente
original.

En la interpretación del mismo autor, hasta 1810 España y América se mantuvieron


fieles al rey Fernando VII y unidas en el rechazo al invasor, adicionalmente los actores,
los valores e imaginarios respondían a una comunidad de miras que conformaron una
fuerza cohesiva condensada en la “nación española” (Guerra, Revoluciones Hispánicas,
p.21). Por lo tanto, la esencia de la crisis radica en la independencia amenazada por
Napoleón al invadir la península y destronar a la dinastía reinante. En América el
objetivo de independizarse de España sencillamente no estaba planteado. Después de
1810 sería otra historia.

II. Evoluciones sobre un gran escenario. Cadencias, piruetas y pantomimas

A los historiadores les gusta discursear sobre el significado de las fechas, ¿qué días o
años marcan el inicio o el cierre de un nuevo siglo? ¿El siglo XX comienza con el siglo
XX? Y es que la historia no siempre le hace caso al calendario. Si traigo esto a cuento
es para señalar que el siglo XVIII europeo no cierra al comenzar el XIX, sino años
después, pese a que el acontecimiento más impactante del siglo, la Revolución
Francesa, es el cataclismo que la historiografía señala para marcar un corte que dejó
atrás el viejo orden e inauguró la era de las revoluciones.

Aunque se acepta que el antiguo orden se derrumbó ante el golpe revolucionario


francés, lo cierto es que no desapareció completamente y en el siglo XIX todavía hacía
pie. También seguía viva en el nuevo siglo otra manifestación del siglo XVIII: la
rivalidad y el estado de conflicto y guerra intermitente entre Francia y Gran Bretaña,
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que constantemente arrastraban a sus aliados a los campos de guerra. Con la
circunstancia de que esa rivalidad surgía de las ambiciones por el control hegemónico
de Europa y del mundo, y, por lo tanto, tenía repercusiones cada vez más amplias, en la
medida en que crecía el poderío económico y político de las potencias. Precisamente,
fue en el marco de ese escenario de conflictos entre esas dos grandes potencias que se
inició la invasión napoleónica a la península ibérica.

La alianza con Francia, propiciada por el ministro Manuel Godoy, involucró a España
en el histórico conflicto con Inglaterra. Tras la derrota de Trafalgar, el siguiente paso de
Napoleón para doblegar a Inglaterra fue el intento de provocar su ruina económica
mediante el bloqueo continental. Pero el proyecto sería inviable sin el concurso de
Portugal, aliada de Inglaterra, cuyas costas quedarían libres. Así fue que la alianza con
España, a través del Tratado de Fontainebleu (1807), permitió que las tropas francesas
pasaran por el territorio español para invadir a Portugal. En este movimiento también
España tenía sus propios intereses sobre la porción portuguesa de la península. Pero en
esta jugada, España perdió al quedar a su vez invadida por las tropas de Napoleón. El
traslado de la corte portuguesa de los Braganza al Brasil y la vacante forzada de los
Borbón en España, hizo estallar la crisis que rápidamente se extendió por la península y
en los dominios de ultramar.

Estos sucesos, que ocurrieron en pocos meses entre 1807 y 1808, desencadenaron otra
serie de eventos en el territorio americano en un contexto que respondía a una dinámica
propia. Esa sacudida inicial precipitó decisiones políticas, las primeras tomadas por los
criollos en forma autónoma, que, en virtud de la coyuntura inestable se prestan a
interpretaciones todavía polémicas en la historiografía. A partir de esos años, la rápida
sucesión de acontecimientos marcó el inicio de la desintegración colonial en un enorme
escenario que fue complicándose por el entrecruzamiento de la trama local con la
europea.

El conflicto europeo actuó como detonante de este proceso, de modo que la posición de
los actores locales se mantenía o se desplazaba según se fuera conociendo la evolución
de los acontecimientos en Europa y particularmente en España. No fue, sin embargo,
una réplica de lo que ocurría en el viejo mundo.

Había grandes diferencias entre el escenario de la península y el de las colonias. Y


también similitudes cuyo alcance sigue generando interrogantes. En las colonias no
había un estado de guerra en 1810, no hubo grandes movilizaciones callejeras, con
excepción de la rebelión del padre Hidalgo en México, tampoco hubo un auténtico vacío
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de poder en tanto que los delegados del rey, las autoridades ejecutivas, virreyes,
gobernadores, y los oidores de las audiencias, que asumían responsabilidades de
gobierno en ausencia de los primeros, permanecían en sus funciones.

Sin embargo, fueron los vecinos criollos de las ciudades capitales, miembros del cabildo
y otros sin cargos oficiales, que en nombre de los derechos de Fernando VII crearon las
Juntas de Gobierno que desplazaron a los funcionarios reales. Así, el Acta de la Junta
Suprema de Quito del 10 de agosto de 1809, declaraba “solemnemente haber cesado en
sus funciones los magistrados [de la Audiencia] actuales de esta capital y sus
provincias” (Actas de formación de Juntas, p. 127). La Junta de Quito, bajo la
presidencia de Juan Pío de Montúfar, Marqués de Selva Alegre, con atributos
proclamados de majestad y soberanía representó uno de los movimientos más
tempranos y más osados en sus declaraciones y en su capacidad de movilización.

Los criollos de Santa Fe de Bogotá procedieron a formar en julio de 1810 una Junta de
Gobierno contra la voluntad de las autoridades peninsulares. Pero fueron más allá,
nombraron presidente de la Junta al virrey Amar y Borbón y aprobaron un “Acta de
Independencia” que declaraba la intención de constituir un gobierno “sobre las bases de
libertad, independencia” de las provincias ligadas por un sistema federativo. Pero a
continuación declaraba que la soberanía sería depositada en Fernando VII “siempre que
venga a reinar entre nosotros”.

En el Río de la Plata, una asamblea de vecinos en Cabildo Abierto votó la remoción del
virrey Hidalgo de Cisneros, y el 25 de mayo de 1810, se instaló una Junta de Gobierno
integrada por vecinos notables. También en Caracas el Capitán Vicente de Emparan, al
frente de la Capitanía, fue presionado a renunciar y a retirarse de la Capitanía y fue
reemplazado por una Junta Suprema. En Chile, los criollos del Cabildo presionaron el
retiro del gobernador designado por la Audiencia y en su lugar se designó a un criollo,
el Conde de la Conquista, Mateo de Toro y Zambrano, que inmediatamente convocó un
Cabildo Abierto, del que surgió la Primera Junta de Gobierno.

Otra característica de todos estos movimientos, que los diferencia de los movimientos
de formación de las Juntas en España era que los principales actores que se movilizaron
en representación de la soberanía popular eran miembros de la elite de los grandes
centros urbanos y de las vanguardias intelectuales. Sus actuaciones, además, tuvieron
como espacio no la calle, sino el salón, bien sea en residencias privadas o en edificios
públicos. La participación popular en manifestaciones públicas fue reducida, mientras
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que los recintos cerrados fueron los escenarios principales de estas primeras acciones,
que se expresaron con las armas de la política: la palabra oral y escrita.

Si bien las Juntas se diferenciaban entre las más conservadoras o convencionales y otras
que se identificaban más con propósitos de cambio más radicales, casi todas se apegaron
en sus proclamas a unas fórmulas que repetían la necesidad de asumir el gobierno
mientras durara la ausencia del monarca, de modo que definían sus funciones como
provisorias. Todas proclamaban, como las Juntas de España, la fidelidad a Fernando VII
y el propósito de defender sus derechos, así como el rechazo a la usurpación francesa.

Sin embargo, al contrario que en España esa defensa no pasó de ser una fórmula
retórica, expresión de un propósito que probablemente se pensó lejano o irrealizable. No
hay en los documentos un compromiso real de lucha por el retorno del rey, simplemente
se afirmaba la disposición de esperar que en un momento futuro regresara. Mientras eso
no ocurriera, se formarían gobiernos propios, es decir en la práctica independientes
puesto que el Consejo de Regencia formado después de la caída de la Junta Central de
Sevilla no contaba con la confianza de los criollos.

Sobre el tema de la fidelidad a Fernando VII y el significado real de los juramentos hay
dos grandes posturas en la historiografía de la independencia: 1. Aceptación del
contenido documental conforme a la letra como expresión de inequívoca lealtad a la
monarquía española y, por lo tanto, de ausencia de cualquier idea de independencia 2.
Interpretación de las expresiones de fidelidad a Fernando VII como una estrategia que
esconde la real inclinación a declarar la independencia.

Sobre la primera lectura llama la atención la escasa disposición crítica de la


historiografía para analizar el significado del juramento de lealtad a Fernando VII. En el
entendido de que no se trata de bajarle importancia a la posición monárquica
seguramente dominante en las colonias, sino de explicar el sentido de la fidelidad a un
personaje como Fernando VII. La pregunta que nos planteamos es si los criollos tenían
interés en “proclamar” la fidelidad o “atestiguar” su fidelidad. En el primer caso, habría
un interés claro en hacer pública una posición, fuera o no sincera. En el segundo podría
pensarse en la intención de dar fe de una auténtica adhesión.

Si fuera éste el caso, no podría dejar de verse con algún desconcierto. Era poco lo que
justificaba las expresiones “rey deseado” o “rey bien amado” que se referían al monarca
renunciante: en su condición de príncipe de Asturias no había tenido muy buena prensa,
nada lo identificaba públicamente con ideas o acciones que inspiraran simpatías. En
varias oportunidades había encabezado conspiraciones contra su padre Carlos IV en
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alianza con los sectores más conservadores de la nobleza, y la única simpatía que podía
conseguir tenía que ver con su odio al ministro Manuel Godoy, un personaje muy
impopular en España.

Pero, además, resulta poco creíble la autenticidad del sentimiento fernandista, ya que su
gestión como monarca era inexistente. Después del 19 de marzo, el día en que Carlos IV
se vio forzado en Aranjuez a abdicar la corona en su hijo, el nuevo rey Fernando VI
pasó unos días en Madrid, ocupada por las tropas de Joaquín Murat, y en abril abandonó
la corte para entrevistarse con Napoleón de quien esperaba su reconocimiento. En
Bayona se produjo el encuentro del que participó Carlos IV, y en el que padre e hijo
cedieron a la presión del emperador: Fernando abdicó en su padre y este a su vez
renunció a la corona. De modo que el rey Borbón renunciante ante Napoleón fue Carlos
IV, no su hijo.

Las abdicaciones de Bayona despejaron el camino para que Napoleón nombrara a su


hermano José Bonaparte, rey de España. El efímero reinado de Fernando VII no explica
las expresiones de público apoyo en España. Pero mucho menos en América porque
cuando se producen los primeros movimientos de reacción, ya los Borbón habían sido
destronados. Es decir que la noticia de que Fernando era el nuevo rey llega cuando ya
no era rey. Había dejado de ser rey sin haber reinado nunca.

Tanto más resulta extraña esta expresión de fidelidad, en un contexto que no


cuestionaba la monarquía como tal. En todo caso, eran las monarquías del antiguo orden
de las que, precisamente los Borbón eran una expresión, las que parecían cada vez
menos legítimas y menos capaces de ir con los tiempos. En la larga decadencia del
antiguo régimen, que Francia e Inglaterra habían encarado frontalmente, los Borbón
habían capoteado la crisis final con medidas que remozaban la vieja monarquía sólo
para mantenerla en pie. La debilidad de los sectores burgueses en la península, su
insuficiente poder para forzar cambios modernizadores, y su desigual presencia en los
distintos reinos, daba continuidad al orden antiguo. En ese contexto las lealtades al rey
perdían relevancia, excepto en el plano retórico.

En América, tal vez, más que una pantomima, es decir una simulación, las expresiones
de fidelidad a Fernando VII fueran una pirueta salvadora, ante un futuro incierto, sin
opciones claras en un escenario cambiante que amenazaba posiciones y ambiciones que
no convenía ventilar.
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En el análisis de estos acontecimientos habría que distinguir y considerar tres asuntos
separados: 1. La fidelidad a Fernando VII. 2. La inclinación monárquica de los criollos.
3. La intención de independencia.

III. Fernandistas, monárquicos e independentistas. A modo de conclusión.

La fidelidad a Fernando VII en América quedó en el plano retórico, puesto que nunca se
puso a prueba. Cabe preguntarse si quienes en los documentos de las Juntas se
proclamaban defensores de los derechos de Fernando VII estaban dispuestos a romper
lanzas por su retorno. De la sinceridad de la adhesión a Fernando VII hay bases para
dudar, pero también es razonable pensar que los criollos, rápidos en dar un paso al
frente para ganar posiciones de decisión, no tuvieran otra opción que expresarse como
lo hicieron. La incertidumbre de la información que llegaba de España, el temor
generalizado de las élites de que se generara una situación fuera de control que pusiera
en peligro sus posiciones y posesiones, y la conciencia de que los de abajo también
tenían sus propios intereses imponía actuar con cautela.

Si esto era así, no quedaba otra que optar por la vieja dinastía. Reconocer a José I, como
era la disposición de algunas autoridades españolas y de los “afrancesados”, y como lo
solicitaban los emisarios franceses llegados a estos territorios, significaba ponerse en
manos de Napoleón que a la sazón estaba en guerra con toda Europa y que ya tenía
ganada fama de temido y poderoso déspota. La posibilidad de someterse a Napoleón
nunca estuvo planteada. Después de las primeras proclamas, la rápida sucesión de
acontecimientos fue relegando, al menos en los documentos, el tema de la fidelidad a
Fernando VII, excepto en los viejos virreinatos de Nueva España y el Perú, donde las
estructuras representantes de la monarquía española no fueron desplazadas hasta la
independencia en la tercera década del siglo. Cuando Fernando VII recobró la corona en
1814, el problema central ya no era la fidelidad sino la independencia.

Por otra parte, si bien las discusiones políticas se dirigieron pronto al tema de la
organización política, pocos pensaban en rupturas radicales. No eran esos tiempos de
encuestas, ni de actos electorales que pudieran dar información fehaciente de cuántos
apoyaban esta o aquella alternativa. El ideal republicano que contó con el apoyo
temprano de algunos sectores como el que acordó la constitución del once en
Venezuela, no parecía para muchos una alternativa viable.
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Los hechos indican que el gobierno monárquico contaba con aceptación general, o que,
en todo caso, la monarquía como sistema de gobierno tenía algunas virtudes que se
valoraban para no perder el control de la sociedad. Pero la realidad era que no había un
monarca reinante. De allí las activas diligencias para conseguir un sustituto que
desarrollaron algunos sectores en el Río de la Plata. La presencia en Brasil de Carlota
Joaquina, hermana de Fernando VII y esposa del rey de Portugal en el exilio, dio pie a
considerar la posibilidad de un Borbón reinante al frente de esas provincias. Esas
maquinaciones y conversaciones, y la posición documentada de distintos líderes
políticos de esos años, y posteriores, dan cuenta de que los criollos y la población
seguían confiando en la conveniencia del régimen monárquico. La autoridad del
monarca se consideraba una opción segura como resguardo del orden político
amenazado por la inestabilidad. La república contaba con la simpatía moderada de las
cabezas liberales y de los intelectuales ganados por la idea de una nación de ciudadanos,
a sabiendas de que no podrían aflojar las bridas.

Otro asunto era el tema de la independencia que si no se planteó en un principio como


una clara alternativa, no estuvo ausente. La ruptura del nexo con España tenía
antecedentes de diversa significación y relevancia en los tiempos coloniales, y en el
siglo XVIII se registraron varios episodios de rebelión con propósitos independentistas
que no nos corresponde aquí considerar. Pero los acontecimientos que se desencadenan
a partir de 1808 indican una rápida evolución. El discurso y los movimientos de las
élites de la primera hora son ambiguos y hasta contradictorios. Por un lado se proclama
la fidelidad a Fernando VII y la intención de defender sus derechos, pero por otro se
desconoce a las autoridades españolas y se buscan alternativas para constituir gobiernos
propios y dotar a las distintas provincias de instrumentos legales de tipo constitucional.
Así ocurría en Venezuela, en Nueva Granada, en Quito, en Chile, en Río de la Plata.

La ambigüedad es siempre expresión o de confusión, o de una intención inconfesable.


De manera que la lectura de los documentos debería tener siempre eso presente. Para
muchos altos funcionarios de la corona en América, el juntismo expresaba
inequívocamente una intención de independencia, y así lo manifestaron en sus
comunicaciones a la península. Pero en ese momento complejo y confuso, los criollos,
sobre todo los grupos más privilegiados, tenían claro que la independencia implicaba
riesgos. Temían perder su posición social y económica, sus cuotas de poder ganadas en
la colonia, y también temían quedar sin la protección que tenían en el viejo orden frente
a los de abajo.
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En 1810 sabían que la independencia tenía un ambiente poco favorable en Europa y
ningún soporte en la península. Napoleón, que en algún momento pensó apoyar la
independencia de las colonias hispanoamericanas, pronto comprendió que eso hubiera
significado abrirle las puertas a Inglaterra. Tampoco con Inglaterra se podía contar
porque su alianza con España para expulsar a los franceses de la península, se lo
impedía. Es así que cada movimiento debía tantearse con cuidado. La coreografía de
estos primeros tiempos de la ruptura colonial se dibujaba con trazos inseguros, con
movimientos cautelosos impuestos por la conciencia de los riesgos y la incertidumbre
de un escenario todavía indefinido.

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