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María Elena González Deluca

La vida maestra de la historia.

La inquietud por el tema del que voy a hablar esta tarde se relaciona sobre todo con dos
fuentes que probablemente sean igualmente sugerentes para otros historiadores al cabo
de años de trabajo. Una es la experiencia de vida que en historia, como en todas las
especialidades que tienen como centro de reflexión y de estudio el acontecer humano, es
un recurso iluminador. La otra fuente, que se apoya en la anterior, puedo identificarla
con una de mis primeras lecturas en los comienzos de mis estudios de historia. Es un
libro que en los sesenta años desde su primera edición en español, que se cumplen el
próximo año, ha sido uno de los más leídos, sobre todo como obra de iniciación entre
estudiantes de historia, aunque no estoy segura de que siga siendo así actualmente. En el
siglo pasado tuvo una enorme difusión, gracias a una legión de entusiastas lectores
ajenos al oficio que pudo apreciar los problemas de método de los historiadores, en
páginas que son a la vez testimonio personal, testimonio de una época y testimonio de la
disciplina. Inicialmente fue conocido con el título Introducción a la Historia, y desde
los noventa con la traducción exacta de su título original: Apología por la Historia, ó el
oficio del historiador. Circula a partir de entonces en la edición enriquecida con
manuscritos de su autor, el historiador francés Marc Bloch (1886-1944), que se
perdieron en la Segunda Guerra Mundial y fueron luego localizados.

Marc Bloch fue un medievalista francés, iniciador de la historia de las mentalidades con
su obra de 1924 Los reyes taumaturgos, creador en 1929 junto con otro historiador
francés, Lucien Febvre, de la revista Annales d’Histoire économique et sociale, y, por lo
tanto, fundador de la corriente renovadora de los estudios históricos que es conocida
como la Escuela de los Anales. Fue uno de los historiadores más influyentes del siglo
XX, pero no sólo por su fundamental obra académica, sino porque su vida estuvo
vinculada con episodios centrales de la época. En 1941 fue despojado de su cátedra de
historia económica en la Sorbona por los decretos del gobierno de Vichy que permitían
la persecución de los judíos. En los años de la ocupación alemana entró en el
movimiento de la resistencia y creó los comités de liberación en Lyón; perseguido por
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los nazis, fue finalmente capturado por la Gestapo en 1944 y fusilado el 16 de junio de
ese año.

Apología por la Historia fue su último trabajo y quedó inconcluso precisamente por la
opresión de su vida en esos años; fue escrito sin materiales a la mano porque sus libros
y papeles habían sido confiscados, de modo que es el dictado de su experiencia y de su
saber acumulado. No es una obra de narrativa histórica, ni un texto duro de
metodología, sino sobre la historia. Es un trabajo en el que se aprecia la sabiduría de
quien escribe después de una vida dedicada a estudiar y a explicar las sociedades de
épocas pasadas, pero no es una sabiduría libresca sino la de un historiador
profundamente involucrado en el drama de su tiempo, capaz, sin embargo, de escribir en
medio de las peores amenazas de la guerra cuando era perseguido por su condición de
judío y comunista. Bloch fue avanzando en el manuscrito sin saber si algún día se
publicaría (de hecho no lo vio publicado), y sin saber que quedaría como un testamento
en el que su experiencia como historiador se entrelaza con su vida, sin dar cabida más
que la necesaria a las circunstancias amargas del conflicto que vivía.

En el libro, Marc Bloch recuerda una conversación con el historiador belga Henri
Pirenne, también medievalista, en la que este le dijo: “Si yo fuera un anticuario no
tendría ojos más que para las cosas antiguas […] Pero soy historiador. Por eso amo la
vida” 1. Bloch reafirma que: “En efecto, esta facultad para aprehender lo vivo es la
principal cualidad del historiador”, y agrega que esa aptitud o cualidad no es otra cosa
que el gran esfuerzo, de imaginación, que debe hacer el historiador para restituir en los
textos “el estremecimiento de la vida humana”, y también para compensar los silencios
del pasado, es decir las lagunas de información.

Pero esa facultad no es “un don de las hadas”, pese a que Bloch sospecha que en algún
momento lo fue, es la experiencia de vida lo que cuenta. Explica que en su caso, por
ejemplo, si bien había leído y escrito acerca de guerras y batallas, no tuvo una cabal
comprensión de lo que significa la derrota o quedar cercado por el enemigo hasta que
vivió esas circunstancias en la Primera Guerra Mundial.

Este asunto de la relación de la vida con la historia, es uno de los más antiguos temas de
reflexión, de dónde arranca la famosa frase de Cicerón que califica a la historia como

1
M. Bloch, Apología para la Historia o el oficio del historiador. México, D.F. , Fondo
de Cultura Econó mica, 1998, p. 155.
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“magistra vitae”, es decir la historia como vida pasada de la que se desprende una
experiencia que es posible traducir en lecciones para actuar en el presente. Con
demasiada frecuencia, sin embargo, el pasado es usado como argumento justificador
antes que como experiencia aleccionadora.

En la conversación entre Pirenne y Bloch, ninguno de los cuales atribuye virtudes


aleccionadoras a la historia, esa relación aparece como de doble vía: por una parte el
historiador debe descubrir lo vivo en la historia, es decir que el pasado puede cobrar
vida en el discurso histórico, y, por otra parte, la vida presente es un recurso para
comprender la historia.

¿Existe el pasado como historia?

Vemos que en las citas anteriores, Bloch se refiere a la historia como lo que hacen los
historiadores, aunque a veces emplea la palabra como sinónimo de pasado. Pero ¿qué
hacen los historiadores? No parece haber misterio en la respuesta: los historiadores se
ocupan de los hechos y procesos sociales que han ocurrido en un tiempo pasado, que
han dejado huellas, pero no tienen existencia real por sí mismos, no tienen vida. Por eso
la respuesta, después de todo, encierra cierto misterio porque el trabajo del historiador,
Bloch lo destaca en su libro, se vale de la imaginación para restablecer la realidad del
mundo pasado. ¿Cómo lo hace? A través del discurso.

El historiador construye con recursos discursivos una estructura que da significado a las
huellas o restos dejados por la acción de los individuos y sociedades de tiempos
pasados. Y esa construcción, o construcciones, del historiador es lo que llamamos
historia. Según esto, el famoso doble valor semántico de la palabra historia sobre el que
llamaron la atención los historiadores alemanes del siglo XIX, es decir historia, como
hechos del pasado, e historia como disciplina, como conocimiento de esos hechos, sería
en realidad una falsa anfibología puesto que sólo podría hablarse de una historia, la que
fabrican los historiadores.

Veamos así que los papeles que resguardan los archivos o los que permanecen en
arcones olvidados no son historia sino en un sentido figurado, y pasan a serlo sólo
cuando son leídos, interpretados y analizados según criterios y categorías, e integrados
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en una trama significativa del pasado. En otras palabras, son los historiadores quienes
construyen la historia.

En un sentido material estricto sólo existen por un lado los libros o los escritos sobre el
pasado, ésa es la historia, y por otro, los restos del pasado en papeles y otros registros
conservados en archivos, en museos y en bibliotecas, y también otros restos materiales,
como sitios arqueológicos o testimonios arquitectónicos y orales. Pero no es que exista
por un lado la historia que escriben los historiadores y por otro, un pasado histórico
simbolizado en los restos o testimonios. Si existe la historia es porque esos restos
materiales y testimonios lo hacen posible, pero esos restos seguirían existiendo como
tales aun si no hubiera historiadores y no hubiera historia- Por otra parte, desde luego, si
esos restos no existieran tampoco tendríamos historia.

No obstante, por la fuerza del lenguaje inevitablemente hablamos de historia como si


fuese una realidad autónoma que sigue existiendo en el tiempo pasado. Además, es
cierto que tanto para los historiadores como para los lectores de historia el imaginario
del mundo histórico es tan fuerte como el mundo real. Es inevitable que todo el cúmulo
de referencias al pasado que recibimos a diario en las lecturas cotidianas, en
conversaciones, en imágenes, en la literatura, y no sólo en los libros de historia, nos han
creado el hábito de pensar en el pasado como si fuera un mundo real que habita en algún
lugar recóndito, tal vez en un espacio inmaterial similar al que hoy llamamos
ciberespacio.

Hay que decir que Marc Bloch no llegó a sostener que la historia existe sólo en el
discurso histórico, aunque implícitamente puede entenderse que no hubiera negado esto.
Pero en su tiempo no estaba planteado el debate sobre el tema y, en una Europa asolada
por dos tremendos acontecimientos históricos, las dos guerras mundiales, nadie hubiera
postulado la idea de que el mundo histórico se fundía en el discurso.

En las últimas décadas del siglo pasado, en el contexto del pensamiento postmodernista,
cobró fuerza una polémica sobre cómo entender la relación entre el historiador y su
objeto de estudio. Apartando los matices hay dos grandes posiciones, una que algunos
llaman nominalista sostiene que el pasado no existe, es decir no existe como una
estructura coherente, y que sólo es un conjunto de nombres y datos que cobran vida
imaginaria a partir de las preguntas que el historiador formula desde el presente. La otra
posición, que algunos denominan realista, considera que el pasado es un mundo real que
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corresponde al historiador restaurar mediante los procedimientos de su oficio 2. El


mundo histórico existe y el historiador es sólo un lector, o un intérprete. Como un
músico ante una partitura, el historiador lee y descifra las fuentes documentales para
componer el discurso histórico.

En estas dos posiciones hay extremos que, tal vez se dan más radicalmente entre los
nominalistas. Entre los realistas, la posición del historiador alemán del siglo XIX
Leopold von Ranke (1795-1886), uno de los pilares de la historiografía positivista,
representa un extremo: la historia, sostenía, hay que escribirla “como realmente fue”, la
tarea del historiador es reunir los documentos y presentarlos como la verdad histórica,
ya que el pasado habla por sí mismo. Esta es una concepción que cayó en desuso por las
fuertes críticas al positivismo y por la conciencia del proceso de construcción del
pasado que involucra el trabajo histórico. Entre los nominalistas, hay historiadores
como el británico Keith Jenkins que niegan totalmente la existencia de una verdad
histórica, o de una lectura única de los hechos pasados. Para Jenkins no hay una historia
sino tantas historias como historiadores. Lo que llevado al extremo supondría la
negación de la disciplina, que es conocimiento acumulado, puesto que cada libro de
historia sería una lectura distinta y singular del pasado.

Tomando en cuenta la vivacidad de esta polémica, que a decir verdad tiende a agotarse,
parecería que el pasado no está muerto sino muy vivo.

¿Hay una historia del presente?

Ahora bien, el tema de la relación entre historia y vida tiene que ver más con el presente
y menos con el pasado, entendiendo que el pasado es un tiempo ya cerrado, aunque aquí
hay también lugar para el debate porque los cierres en historia no son siempre
completos. Pero no vamos a entrar en esa discusión. Entonces preguntamos ¿qué pasa
con los hechos del presente que pasan frente a los ojos del historiador? En otras palabras
¿cómo influye el presente, o qué papel juega la vida que vive el historiador en su labor?

Aquí tenemos varias aproximaciones. Por una parte, desde hace poco más de tres
décadas ha cobrado importancia como forma historiográfica la llamada “Historia del

2
Guy Lardreau en Diálogo sobre la Historia. Conversaciones de Georges Duby con
Guy Lardreau. Madrid, Alianza Editorial, 1980, pp. 37-38.
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presente”. Esta práctica que rompe con el paradigma aceptado desde el siglo XIX de
que debe existir una distancia temporal entre el historiador y su objeto de estudio para
asegurar el equilibrio del análisis, es en la actualidad otro de los debates centrales en
historia. Se habla de “historia inmediata”, de “historia coetánea”, de “historia vivida”,
nombre éste que usa el historiador español Julio Aróstegui. En la historiografía actual
hay una gran cantidad de títulos que contienen la expresión “Historia del presente”, por
lo que podría pensarse que la historia del presente está condenada a ser un anacronismo
porque lo que hoy es presente dejará de serlo en unos años.

La polémica en relación con este relativamente “nuevo” desarrollo historiográfico es


múltiple: epistemológica, ética y política. Hay historiadores que niegan la legitimidad
de una historia del presente, con objeciones diversas que van desde las dificultades de
acceso a la documentación sobre hechos muy recientes y de elaborar conocimiento de
procesos en curso, hasta acusaciones de usar la historia con fines políticos o de
revancha. Para algunos historiadores esto no es otra cosa que periodismo con notas a pie
de página.

Pero incluso entre los que la aceptan, y entre quienes la escriben, hay diferencias en
cuanto a la definición de la historia del presente, en cuanto a sus procedimientos y en
cuanto a sus fines, e incluso acerca de los límites cronológicos, es decir cuándo
comienza el presente, o en otras palabras cuánta cercanía es admisible sin perturbar la
perspectiva que se considera un componente de legitimidad fundamental del trabajo del
historiador.

En Francia, donde se fundó en 1978 el Instituto de Historia del Tiempo Presente en el


Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS), el primer objetivo de
investigación fue el estudio de la Resistencia en la Segunda Guerra Mundial, el régimen
de Vichy y la colaboración con el nazismo. Los historiadores volvían sobre estos
polémicos años de la historia de Francia, tres décadas después cuando las heridas de esa
época estaban todavía abiertas.

Precisamente, la Segunda Guerra Mundial parece ser el parte aguas que marcó en el
siglo XX la conciencia de que comenzaba una nueva era. Esto significó para algunos
historiadores, como advirtió el británico Geoffrey Barraclough, que el inicio de la
llamada Historia Contemporánea debía ajustarse a una nueva cronología. Pero el debate
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sobre la idea de contemporaneidad es diferente de la polémica sobre la Historia del


Presente, entre otras cosas porque se ha mantenido en un plano más teórico.

Quizá una de las más precisas definiciones de la idea del presente la dio una
historiadora argentina María Inés Mudrovcic que la refiere a los “recuerdos de al menos
una de las tres generaciones que comparten un mismo presente histórico” 3. El presente
entonces comprendería un lapso de 80 o 90 años, en el cual conviven tres generaciones
expuestas a …”las mismas experiencias e influenciadas por los mismos
acontecimientos”.

Pero al definir el objeto de estudio como el recuerdo de lo vivido se admiten como


historia los conflictos de la época. Es decir los hechos que son parte de la Memoria
Histórica. Hay una relación tensa de la Historia del Presente con la Memoria Histórica,
e incluso una discusión acerca de si en definitiva no se trata sino de una coartada de la
memoria para alcanzar la legitimidad del conocimiento histórico. La memoria histórica
es el recuerdo elaborado sobre sucesos recientes, y por lo tanto directamente
relacionados con la sociedad actual.

En consecuencia la Memoria tiene un componente emotivo en correspondencia con la


cercanía a los hechos, con el recuerdo vivo, y no responde a ninguna exigencia
epistemológica o de verdad. Eric Hobsbawm cita a Agnes Heller que dijo: la historia
habla de los hechos que suceden vistos desde afuera y la memoria habla de lo que
sucede visto desde adentro.

El tema es espinoso porque el contenido de la Historia del Presente es el pasado reciente


que incluye en algunos casos los presentes traumáticos, los también llamados “pasados
que no pasan”. En países latinoamericanos, como Argentina o Chile, son las dictaduras
militares, la represión y los desaparecidos; en España la Guerra Civil y la dictadura de
Franco; en Alemania el nazismo y el holocausto. El desafío que se plantea al historiador
es superar la tendencia a juzgar para concentrarse en comprender y explicar, que, en
definitiva, es la tarea del historiador. Y allí está la dificultad . ¿Cómo comprender y
explicar el nazismo y a un personaje como Hitler? Y, sin embargo, debe hacerse, y se

3
María Inés Mudrovcic, “Algunas consideraciones epistemoló gicas para una
historia del presente”. Hispania Nova. Revista electró nica de Historia
Contemporá nea. Nº 1 (1998-2000).
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está haciendo, incluso a riesgo de que al historiador se le acuse de tener simpatías, por
aquello de que “comprender es perdonar”.

La Historia del Presente tiene como objeto de conocimiento unos hechos que se
corresponden con la vida del historiador, que se convierte así en un observador
participante. Hay un componente de fuerte subjetividad en la definición del Presente,
que en buena medida depende de la edad del historiador. Es decir, si hablamos de tres
generaciones, es evidente que el presente del abuelo debe ser muy distinto del presente
de su hijo y de su nieto.

Eric Hobsbawm en varias obras publicadas en los noventa y principios de este siglo
hace unas observaciones muy interesantes sobre esto. El nació en 1917 y escribe sobre
lo que llama el “siglo corto”, el XX, que históricamente se inicia en 1914 y termina en
1991, un período que se corresponde con su vida, de modo que se refiere en gran
medida a hechos que forman parte de sus recuerdos, es su memoria histórica personal.
Pero escribe para un público más joven que tiene una percepción distinta del tiempo
histórico. De hecho, recuerda que en una de sus clases de postgrado en la New School of
Social Reasearch de Nueva York, un estudiante norteamericano le preguntó si la
expresión “segunda guerra mundial” significaba que había una “primera guerra
mundial”. Esto lo lleva a meditar que para algunos de sus estudiantes hasta la guerra de
Vietnam “forma parte de la prehistoria” 4. Es decir que cada generación tiene una
particular experiencia de vida y, por lo tanto, una distinta percepción de la dimensión
del presente. Para Hobsbawm el presente comprende casi todo el siglo XX, para un
joven historiador en sus treinta el presente cabalga entre dos siglos.

¿Qué valor tiene la Historia del Presente si se refiere a hechos que están en el recuerdo
de la gente? Esos hechos forman parte de la memoria viva que no requeriría de libros
de historia para conocerlos. Por otra parte, el conocimiento del testigo siempre es
incompleto, sin dejar de mencionar que conocer no es comprender Pero el historiador
debe comprender y explicar, controlando la tendencia a juzgar, y en ese sentido la única
forma de reconocer valor histórico a la Historia del Presente sería si el historiador puede
ubicar la experiencia vivida en la larga duración histórica. Es decir, explicar las
relaciones de la historia vivida con la historia pasada, para establecer unas coordenadas
orientadoras. Al modo de los mapas que en la era anterior al GPS ayudaban al

4
Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX. Barcelona, Crítica, 2003, p. 13.
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caminante y le indicaban “Usted está aquí”, una historia así entendida permitiría saber
qué camino no tomar .

Pero hay otra dimensión del presente como historia vivida y experiencia acumulada que
no tiene que ver, o por lo menos no necesariamente, con la forma historiográfica
Historia del Presente sino con la Historia en general. Se trata de la preparación que la
vida vivida le da al historiador para entender cómo funciona la historia, y para
replantearse algunas lecturas del pasado, y aquí retomo la primera fuente a la que me
refería al comienzo.

La vida permite afinar las competencias que puede alcanzar el historiador para
desempeñar mejor su oficio, pero no sólo la competencia intelectual que tiene que ver
con las herramientas propias y complementarias para la investigación, sino la que
potencia la sensibilidad para entender mejor aspectos como la temporalidad, la
naturaleza humana, el papel de las ideas y de los hechos. Si se quiere, la vida vivida
permite que la visión del pasado se vuelva menos libresca y más próxima a eso que
Bloch llamaba descubrir la vida en el pasado. Esto, desde luego, se aplica a cualquier
época del pasado, lejano, remoto o reciente.

En su Historia del siglo XX, Hobsbawm refiere que su vida ha transcurrido en muy
diversos países, y que conocer gentes y lugares le ha ayudado enormemente en su labor
de historiador. Volver a la misma ciudad treinta años después le da “la idea de la
velocidad [del tiempo] y la escala de la transformación social en esos años”. Observar y
escuchar, evocar el recuerdo de una conversación que quedó en su memoria, son
experiencias que reconoce como recursos que ha podido aplicar para entender mejor
algunos fenómenos.

En mi caso, cuando hace poco volví por primera vez, después de muchísimos años, al
pueblo de mi infancia en la Patagonia norte argentina, me enfrenté con una retrato del
tiempo en tres dimensiones: había partes del pueblo y personas que simplemente habían
envejecido y podía asociarlas directamente con aquel tiempo muy lejano, otras que
recordaba pero habían cambiado mucho en el tiempo, y otras que sin duda eran
totalmente ajenas a mi experiencia. En ese viaje el tiempo se incorporó a mis recuerdos
de ese pueblo, algo de lo que nunca había tenido conciencia antes, cuando era sólo un
conjunto de imágenes congeladas en mi mente.
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Sin duda, cuando hablamos de vida y de experiencia y lo referimos a la capacidad para


interrogar a la historia y a cómo se va afinando la sensibilidad para comprender,
tenemos como referente al historiador formado para establecer esa relación. Las
ciudades, los cambios del paisaje urbano, por ejemplo, le dan a un historiador
información o percepciones que puede entender y aprovechar en función de sus
intereses, que tal vez no sean los mismos de quienes no tienen un interés activo en la
historia.

Por otra parte, la vida vivida es la gran inspiradora de los replanteamientos que la
mayoría de los historiadores se hacen de cara al pasado, reciente o lejano. El presente
nos reta constantemente para sopesar con sentido crítico algunas nociones que se
aprenden en los libros, o la lectura de ciertos hechos, o la visión que creemos definitiva
de ciertos problemas. Muchos de los libros de historia contienen relatos que dan cuenta
de cómo sus autores han cambiado su percepción de determinados fenómenos o hechos
ante la realidad de nuevas experiencias de vida.

Sin duda, y para concluir, todos los que hoy en Venezuela tienen más de treinta años,
sean o no historiadores, pueden dar cuenta de que la vida es maestra de la historia,
porque la experiencia de esta primera década del siglo ha puesto en cuestión unas
cuantas nociones y la mirada sobre el pasado se ha vuelto más compleja. Pero sobre
todo ha despertado la conciencia del tiempo histórico: el interés por el pasado lejano y
no tan lejano, la inquietud y las preocupaciones por el presente, y los temores, dudas y
esperanzas por el futuro.

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