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Contra la tolerancia

María Elena Gonzále Deluca


Historiadora

El 16 de junio de cada año se celebra el Día Mundial de la Tolerancia, y un llamado club de fumadores, cuya existencia
desconocía hasta entonces, convocó por la prensa nacional a un foro para honrar esa fecha. No sé si el tema principal era la
tolerancia o los fumadores, pero cabe pensar que serían los dos. Presumo que los organizadores intentaban promover la
comprensión hacia los fumadores y si fue así dieron una lección sobre el verdadero sentido de la actitud tolerante.

Es significativo que como tema central del Día de la Tolerancia se escogiera el clamor de los fumadores. Cuando fumar era
socialmente aceptable, antes de las campañas antitabaco, cuando los fumadores no eran vistos como viciosos de vocación
suicida que, además, atentan contra el aire que respiramos, ningún fumador pedía tolerancia. Hoy en día la piden porque se
consideran una minoría perseguida. Los fumadores, son cada vez más una de la minorías de nuestro tiempo, y como tales
perseguidos, molestan a los no fumadores, después de todo el tabaco es dañino según reza la advertencia, y, siendo así, se
entiende que aquellos pidan a éstos tolerancia. Hacerlo equivale a decir: sé que estoy molestando, sé que el acto de fumar es
rechazado, pero pido que me aguanten, sé que mi derecho está cuestionado, pero permítanme seguir fumando, déjenme usar la
libertad de ser diferente. Desde luego, hay fumadores que consideran estar en su pleno derecho y no reconocen el de los no
fumadores a no recibir sus bocanadas en la cara. Después de todo los derechos son convenciones sociales, y también podría
reclamarse el derecho a no reconocerlos.

Desde hace bastante tiempo ya, y tal vez por los frecuentes signos de lo contrario, el discurso de la tolerancia está de moda,
hasta en boca de los intolerantes. Es frecuente que se nos invite a tolerar, perdonar, amar y a continuación siga una andanada de
improperios y descalificaciones contra el que disiente. De modo que la tolerancia es cada vez más una palabra abusada, vacía
de contenido, simple adorno del discurso las más de las veces, palabra que también se lanza al contrario, bien como clamor, o
exigencia, o como expresión condescendiente de buena voluntad.

En el siglo XX tuvimos experiencias terribles de intolerancia, o mejor de "negación del derecho a la diferencia", y estamos
en el XXI, no bajo el signo dominante de la libertad, como se proclamaba con temprano alborozo al finalizar el siglo anterior,
sino en la incertidumbre del que se sabe apenas tolerado. Nadie discute el valor y la necesidad de cultivar y dispensar la
tolerancia, aunque a veces se parezca al acto de dar una limosna y sea un comportamiento que se predica con más frecuencia
del que se practica,

Hay un lado inquietante en los llamados a la tolerancia porque parece asumirse como un principio esencial de la conducta
humana. Se omite la importancia de discernir los límites de la tolerancia, cuándo y en qué circunstancias practicarla, y cuándo
puede confundirse con una indiferencia peligrosa. A menudo, ser tolerante parece entenderse como una exigencia de suprimir
las manifestaciones de la disidencia, de no mostrar desacuerdos, de no discutir y defender posiciones contrarias a las expresadas
por otro u otros individuos.
El significado primario de la tolerancia es permitir, aguantar, soportar, sufrir, así dice el diccionario, expresiones que
denotan una actitud de control, o autorepresión, ante algo desagradable, malo, dañino. Y admitamos que resulta difícil aguantar
lo que es molesto, perturba y amenaza. Cuando se pide tolerancia, se desconoce que más que tolerar, es decir soportar, se trata
de reconocer la libertad de ser diferente, sin mostrar paciencia y resignación para el que es diferente, el que actúa distinto o
expresa ideas contrarias a las de la mayoría.

¿Es tolerancia lo que debe reclamar el disidente?

Los llamados a la tolerancia deberían ceder en favor de una exigencia: el respeto por las diferencias; cuando se trata de ideas
o decisiones contrarias a los consensos mayoritarios es preciso ejercer, y dado el caso reclamar, el derecho de expresar esas
diferencias y de luchar por ellas. Entonces, más que tolerancia, es la conciencia del derecho a ser y pensar distinto lo que debe
aceptarse como principio de la convivencia humana. Con el desconocimiento de ese derecho no es posible ser tolerantes, en
esas circunstancias, como en muchas otras, debemos ser intolerantes. La tolerancia rara vez es un reclamo de las mayorías que
se imponen por la fuerza del número. Es generalmente el clamor de los más débiles, de los que son menos, de los que disienten.

Las mayorías no piden que las toleren, al consenso mayoritario se le acepta que ejerza su fuerza y a veces se celebra que lo
haga con cierta mesura. Pero es preciso alertar sobre la tolerancia entendida como graciosa concesión a las diferencias. Esto no
significa abogar por el dominio de las minorías, significa que la expresión dominante de las mayorías sólo es aceptable si
respeta el derecho de las minorías.

Podemos explicar porqué los mares y ríos están cada vez más contaminados, porqué nuestra civilización ha sido en el último
siglo tan desconsiderada con la naturaleza y consigo misma, porqué millones mueren todavía de hambre, porqué hay
sociedades libres y otras amordazadas. Pero no por eso debemos quedar impasibles. Tampoco ser tolerantes. Podemos dar
explicaciones al porqué tenemos dirigentes que dilapidan nuestra riqueza confundiendo sus ambiciones personales con los fines
de la nación, mientras el pueblo, en cuyo nombre dicen actuar, vive en las condiciones más indignas que puede soportar el ser
humano. Pero no debemos ser impasibles ante esto. Con esto no podemos ser tolerantes. Tal vez podamos entender los
mecanismos psicológicos del fanatismo y las mentiras en que se ampara, pero no debemos quedar callados. No podemos ser
tolerantes frente a un fanático.

Mejor que tolerar es discernir, aprender a distinguir, saber convivir con las diferencias, pero ser intolerantes con los que en
nombre de la tolerancia ejercen la intolerancia.

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