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Academia Nacional de la Historia,

II Jornadas de Reflexión. Presente y futuro de la

Educación en Venezuela: La enseñanza de la historia.

7-9 de octubre de 2008.

María Elena González Deluca

“Usted está aquí”

Más allá de las exigencias intelectuales, la creación y la comunicación del conocimiento histórico
entrañan un compromiso ético y un compromiso social. El compromiso ético supone la observancia
de los cánones de la disciplina. El compromiso social, que es también ético, se realiza en la
comunicación del conocimiento, bien sea a través de la enseñanza formal o de la difusión de los
resultados de la investigación entre un público que siempre esperamos ver multiplicado. En nuestro
tiempo, el ejercicio responsable del oficio enfrenta desafíos que son particularmente severos por la
intervención del poder político en el ámbito de la memoria histórica y de la enseñanza de la historia,
que obedece a sus inmediatas razones o sin razones. Frente a esto la responsabilidad indeclinable del
historiador puede resumirse en un cometido central: definir las coordenadas históricas de la sociedad,
atenerse a ellas y enseñar a entenderlas. Al modo de los planos de rutas que indican al transeúnte
“Usted está aquí”, la historia nos prepara para saber de dónde venimos, dónde estamos situados y
para tomar decisiones conscientes sobre los caminos opcionales a seguir.

1. El uso de la historia en los tiempos que corren


Desde la creación de los estudios históricos universitarios, poco más de medio siglo atrás, han
egresado de las universidades venezolanas varias generaciones de licenciados en historia, muchos de
ellos dedicados a la enseñanza de la historia a niños, jóvenes y adultos. Algunos también
investigadores que escriben y publican. Todos asumen, asumimos, una tarea que tiene un impacto
social, en forma directa sobre los estudiantes en el proceso de la formación y el intercambio que se
da en las aulas; y de manera indirecta en tanto y cuando el producto de la investigación y la
construcción de conocimiento histórico llega a un público tan amplio como anónimo.

En cualquier situación, el historiador, docente o investigador, no lo es simplemente por tener un


diploma de una universidad, ni siquiera de las más prestigiosas, sino por su trabajo y por el apego a
los cánones de la disciplina, es decir a los principios que regulan la explicación del derrotero del
“hombre en el tiempo”, según la conocida definición de Marc Bloch. Significa esto, no apartarse de
lo que estrictamente puede afirmarse como verdad comprobada, sin falsear la evidencia, sin
transgredir los límites que impiden aventurar juicios e interpretaciones sin prueba y ajenas al tiempo
de los hechos históricos; significa, también, el rechazo de las explicaciones reduccionistas y de la
manipulación de los datos contaminada con los prejuicios de su tiempo y con fines ajenos a los de la
disciplina. Significa, en suma, el compromiso con la más objetiva visión posible, según las
coordenadas de su tiempo, esto es, la conciencia del ahora, que es definitivamente “otro tiempo”
pero heredero del pasado y estación de la ruta hacia el futuro.

Distingue, entonces, a quienes se dedican al oficio la conciencia de ese compromiso frente a quienes
lo escuchen o lo lean, convencidos de que es posible explicar el pasado con criterios rigurosos,
serenos, con sensibilidad abierta para entender distintas posturas, con autonomía de pensamiento
pero, sobre todo, con honestidad intelectual. Es en la escrupulosa lealtad a los mandatos de la
profesión que se cumple la responsabilidad social del historiador, que es también moral, ética, y esta
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es una condición que traza un límite infranqueable entre un verdadero historiador y quien sólo lo es
de nombre.

Pero hay que situar las cosas en su justos términos, la historia como disciplina que estudia los hechos
sociales no puede aspirar a una objetividad impecable, si es que algo así existe en alguna ciencia. En
algún momento, décadas atrás, se creyó en una pretendida objetividad que podía alcanzarse a través
del estudio de estructuras, de instituciones y de una sociedad sometida a las fuerzas de la dinámica
colectiva, en lugar de una historia de hombres, nombres y valores humanos. La disciplina que hoy
practicamos no está sujeta a esa disyuntiva, la historia estudia estructuras, instituciones, sociedades,
ideas, en el entendido de que los hombres y sus imponderables están presentes en todo, con la carga
que corresponde a su tiempo particular. Hoy se reconoce que hay siempre una tensión entre una
objetividad posible en tanto que la evidencia se analiza con sujeción a reglas metodológicas y una
subjetividad inevitable del historiador que tiene una intencionalidad y él mismo es parte de la
historia.

Por lo tanto, la responsabilidad también se manifiesta en la comprensión de la historia como un saber


crítico, no como una verdad absoluta y definitiva, sino como un conocimiento perfectible,
históricamente condicionado, que admite revisiones y responde a nuevas preguntas que
necesariamente se plantean desde el presente, las plantea el historiador. Pero lo hace en la medida en
que su propia sensibilidad sintoniza con su tiempo y lo impulsa a observar la evidencia desde nuevas
perspectivas.

Pero si estas ideas son aceptadas sin controversia cuando las aguas corren mansas, se vuelven un
desafío cuando la historia, o el pasado histórico, deja de ser objeto de estudio, para convertirse en un
campo de pastoreo donde se busca sustento para fortalecer el juego político del presente, o se trocean
los hechos para fabricar argumentos en servicio de una clase gobernante o de una facción política.
No hablamos de la función que muchos teóricos de la política y políticos atribuyen a la historia como
un saber útil en la preparación del ciudadano y del gobernante, sino del uso, mejor abuso, del pasado
como objeto de decisiones gubernamentales, como argumento oportunista y arbitrario para legitimar
acciones políticas, o como argucia para moldear y replantear la memoria colectiva, o simplemente
forjar la opinión pública y modelar conductas sociales con fines inmediatos.

En lo que va del siglo hay una sobrecarga del interés en ciertos temas históricos que tiene que ver
con algo más que el genuino afán de alcanzar una mejor comprensión del pasado. Pero también tiene
que ver con algo más que el propósito de servirse de ese pasado para atender fines proselitistas. Ese
interés muestra que la historia no es un capítulo cerrado y también muestra con frecuencia el interés
en que no se cierre, en avivar el rescoldo de antagonismos sin resolver.

No sabemos si son pocos o muchos los países que tienen sus cuentas con el pasado perfectamente
saldadas, pero ciertamente sabemos que no son pocos los que no las tienen. Incluso hay un país,
Estados Unidos, que ha incorporado la categoría de conflicto-consenso para explicar sus ciclos
historiográficos en torno a los temas que unen o dividen al país desde su independencia. Cada país
tiene sus capítulos sensibles, su propio catálogo de disensos añejos que exaltan los ánimos, reabren
heridas y trascienden las diferencias historiográficas hasta terminar en pleitos y riñas callejeras y de
salón. En esto no hay nada nuevo.

En las complicadas relaciones de nuestro presente con el pasado resaltan, sin embargo, dos
elementos que sí son nuevos, o por lo menos lo es su presencia simultánea. Por una parte,
observamos que la historia no es hoy sólo el conocimiento que se transmite en las aulas o llega a
círculos más o menos selectos, sino que, acorde con nuestra cultura, es un producto de consumo
masificado y diseñado en distintos formatos para atender una extensa demanda de lectores,
radioescuchas, televidentes y consumidores de otras formas audiovisuales. Esta es una atención
legítima y bienvenida a la necesidad de contar con distintos recursos narrativos para difundir el
conocimiento a sectores de la población cada vez más amplios.
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Al mismo tiempo, encontramos que este tipo de historia, en la necesidad de atraer a un público
generalmente movido por una mezcla de interés genuino, curiosidad y demanda de novedades
entretenidas, con frecuencia promueve una narrativa que ofrece exponer la cara oculta de la historia,
encubierta por la infinita confabulación de los malos contra los buenos. La teoría conspirativa, el
complot de las fuerzas del mal contra las del bien, y la necesidad de reconfigurar un relato apropiado
para poner en el pedestal a los buenos y hacer expiar las culpas a los malos, parece ser un recurso
inagotable a la hora de conquistar consumidores o prosélitos .

Pero si esta visión es parte de influencias que la historia como disciplina puede controlar hasta un
cierto punto, el otro elemento novedoso, que lo es relativamente, es un toque de alarma porque
supone el uso de mecanismos legales o de poder para forzar una determinada visión de la historia. Se
interviene así el espacio del conocimiento histórico y la independencia y libertad del historiador. La
decisión del poder político de favorecer una visión oficial sobre determinados episodios del pasado
no se produce como resultado de nuevos aportes de la investigación, sino guiada por el propósito de
reivindicar derechos real o supuestamente abusados en el pasado y corregir la historia atendiendo a
posiciones políticamente correctas, o, más directamente, para apuntalar en la historia las parcelas del
presente.

Nuevamente, la confrontación simplista entre fuerzas del bien y fuerzas del mal es presentada como
la clave para explicar la historia. Pero ya no como un recurso para alcanzar mayor difusión, sino
como versión oficial consagrada por ley como la única historia posible. Las leyes sobre la memoria
histórica aprobadas en varios países europeos en las dos últimas décadas, lejos de resolver los
conflictos del pasado tienden a avivarlos. Y en Venezuela, los intentos de conformar una revisión de
la historia plasmada en los programas escolares, de acuerdo con el guión del discurso oficial,
presagian intentos similares de someter la historia, y por lo tanto el trabajo de los historiadores, a los
designios del poder de turno.

2. Memoria histórica y verdad histórica


En las últimas décadas varios países han cedido ante la tentación de intervenir la memoria histórica y
de castigar el delito de opinión contra verdades históricas reconocidas o contra determinados
episodios del pasado. Esto ha colocado el tema de la verdad y de la memoria en el centro de fogosas
discusiones que convierten viejos problemas de filosofía de la historia en asuntos de interés
mediático.

La memoria histórica, según la define el historiador francés Pierre Nora “es el recuerdo de un
pasado vivido o imaginado” (La Nación. Cultura. Buenos Aires, 15 de marzo de 2006). No es un
fenómeno individual porque si fuera así se entraría en el ámbito de la memoria personal, es una
manifestación colectiva que concierne a las experiencias de los seres vivos. A diferencia de la verdad
histórica que es una construcción intelectual resultado de una operación de análisis y contrastación
de la evidencia, la memoria tiene características emotivas, sensibles, es una herida no cicatrizada. Es
posible hablar de una memoria histórica consolidada, o en proceso de consolidación, pero es
básicamente una percepción colectiva diversa, inestable, y sensible a la renovación de las tensiones
sobre los hechos recordados.

Siendo así, la memoria histórica intervenida por el poder político tiene consecuencias ambiguas
sobre la verdad histórica. Por una parte, desfavorables porque renueva la fase emocional que resta
equilibrio al análisis de la evidencia. Por otra parte, favorables porque en algunos casos podría
robustecer la evidencia documental sobre episodios que no han cicatrizado.

Es sobre las heridas no cerradas que las leyes aprobadas en varios países han echado sal, renovando
viejas polémicas y antagonismos. Estas leyes, por otra parte, provocan alarma entre historiadores y
otros intelectuales, que las consideran una interferencia peligrosa del poder político en el ámbito de
la memoria histórica y contra la diversidad de pensamiento. Veamos de qué se trata.
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El holocausto judío, es una de las heridas de más difícil cicatrización del último medio siglo.
Conjuntamente con la conciencia del horror de ese hecho, que no fue sólo contra los judíos sino
contra otros grupos como gitanos y homosexuales, se formó y creció una corriente de opinión que
negó la existencia de tal hecho. Desde entonces, los fanáticos que niegan el holocausto buscan toda
clase de pruebas en abono de su postura. El negacionismo, apuntalado por políticos, historiadores
antisemitas, e instituciones como el Institute for Historical Review, creado en 1978, en California,
atribuye la historia del genocidio judío por el estado nazi a una estrategia del zionismo para
fortalecer su posición moral frente a los palestinos. El conflicto con los palestinos y su
desplazamiento por la expansión de Israel ha contribuido a polarizar las visiones del conflicto y a
reforzar el negacionismo, que, por lo mismo, tiene hoy un particular cariz político. La negación del
holocausto es política oficial en Irán donde Mahmoud Ahmadinejad tilda a la Shoah de mentira
oficial para justificar la existencia del Estado de Israel y dar fundamento moral a su presencia en
Medio Oriente, a la vez que promete borrar del mapa a Israel.

Frente a este intento de negar la memoria histórica de este hecho, surge en varios países, tal vez
movido por simpatías o por complejos de culpa, el empeño de controlar la memoria histórica
mediante instrumentos legales que permiten perseguir y sancionar a los negacionistas. Es decir, se
juzga el delito de opinión en nombre y en defensa de la “verdad histórica”, con lo que parece dudarse
de la fortaleza de la verdad que, al menos en este caso, difícilmente pueda derrumbarse por más que
se sumen voces al negacionismo.

Países como Alemania, Polonia, Holanda, Austria, Italia y Francia han aprobado leyes que intentan
borrar el negacionismo con leyes que establecen penas de cárcel, de hasta 20 años en el caso de
Austria. En virtud de esa ley, David Irving, historiador británico, uno de los negacionistas más
conocidos, fue condenado en Austria a 3 años de prisión en 2005.

En Francia, la ley Gayssot, de 1990, que penaliza la negación pública de los crímenes contra la
humanidad, definidos por el tribunal militar internacional de Nuremberg en 1945, ha servido para
castigar a transgresores tan destacados como Jean Marie Le Pen. Y, el año pasado el Parlamento
Europeo declaró delito sujeto a penalización la negación del Holocausto.

Déborah Lipstadt, historiadora norteamericana del negacionismo, a quien el mismo Irving acusó por
vilipendio en el año 2000 en un sonado juicio contra ella y su editor Pengüin Books, juicio que
Irving perdió, criticó fuertemente la prisión de Irving en Austria y se opone a que la negación de la
Shoa sea materia de legislación punitiva.

En Francia, la ley Gayssot fue apenas la primera de otras similares. Todas buscan someter a
disposiciones legales la memoria histórica, en el intento de recomponer y dar un determinado sesgo,
aunque curiosamente variable según los casos, a la percepción de los hechos históricos. En enero de
2001, la Asamblea francesa aprobó una insólita ley que convierte en delito negar que los turcos
cometieron genocidio contra los armenios en 1915, durante la I Guerra Mundial. En mayo del mismo
año, el Parlamento aprobó la ley Taubira, que declara la trata y la esclavitud crímenes contra la
humanidad, y cualquier expresión que pueda interpretarse como defensora de la esclavitud es
penada. Finalmente, el 23 de febrero de 2005, aprobó una ley que obliga a reconocer en los
programas de enseñanza de la historia el “papel positivo” de la colonización francesa en el Norte de
África.

Un gran número de profesionales de la historia, sobre todo de profesores de secundaria, en nombre


de un Comité de Vigilancia sobre los Usos Públicos de la Historia publicaron en junio de 2005 un
manifiesto contra la ley que obliga a enseñar el papel positivo de la colonización francesa. El
manifiesto, que cuenta entre las firmas más conocidas con Gérard Noiriel y Jean Chesnaux, condena
el uso político de la historia y la instrumentalización del pasado, pero rechaza fijar posición sobre las
otras leyes.

Meses después, en enero de 2006, con la firma de 19 historiadores (Marc Ferro, Pierre Vidal-
Naquet, Pierre Nora, Jacques Le Goff, Paul Veyne, René Rémond, Emanuel Leroy Ladurie, entre
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ellos) apareció un manifiesto que reclama “Liberté pour l’histoire”, dirigido al gobierno francés,
para pedir la derogación de todas las leyes sobre la memoria histórica “indignas de un régimen
democrático”. Rechazan la intervención política en la apreciación del pasado a través de las leyes
que limitan la libertad del historiador, y declaran su compromiso con los siguientes principios:

Ÿ La historia no es una religión, no acepta dogmas, ni prohibiciones, ni tabúes.

Ÿ La ha. no es un dogma moral, no exalta ni condena, explica.

Ÿ La ha. no es esclava de la actualidad, no introduce en los acontecimientos del pasado la


sensibilidad de hoy.

Ÿ La ha. no es la memoria, toma en consideración la memoria pero no se reduce a ella.

Ÿ La ha. no es un objeto jurídico. No corresponde ni al parlamento ni a la autoridad judicial definir la


verdad histórica.

Los dos documentos manifiestan la división de los historiadores sobre este tema. Los 19 rechazan
todas las leyes, cualquier ingerencia, en tanto que el Comité sólo se opone a la ley que obliga a
enseñar lo positivo de la colonización francesa.

También en España se ha planteado en los últimos años una polémica con gran despliegue en los
medios sobre la ley de memoria histórica, como se la conoce, que finalmente fue aprobada en
diciembre de 2007. La ley intenta dar reparación a las víctimas y a sus familiares en principio sin
hacer distinción de bandos; sin embargo, la concesión de ciudadanía española a los miembros de las
Brigadas Rojas, la prohibición de actos del franquismo en el Valle de los Caídos y la orden de
remover los símbolos y estatuas del franquismo, le dan claramente una orientación contra el bando
nacionalista.

El debate sobre la ley, antes de su aprobación, llevó el tema a los medios de comunicación española,
varios historiadores (Fernando García de Cortázar, Felipe Fernández Armesto, Santos Juliá),
escritores como Arturo Pérez Reverte, y otras firmas, argumentaron en contra y también en favor de
la ley, incluyendo expresiones de solidaridad con los pájaros por la remoción de las estatuas. La ley
también contempla que el Estado proporcione ayuda para la localización de fosas comunes y en estos
días la búsqueda de restos de familiares, ha reavivado emociones, rencores y viejos pleitos. El caso
de Federico García Lorca.

En nuestra parte del mundo, el debate sobre la memoria histórica reciente fuera del ámbito de la
historiografía, concierne al período de violencia criminal que dominó la política en varios países
latinoamericanos a fines del siglo pasado. Las decisiones del poder político sobre temas del pasado y
relativos a la memoria histórica, en ningún caso han tomado en cuenta la opinión de los
historiadores, al contrario han privado consideraciones políticas que evidentemente colocan otra vez
en planos divorciados la memoria histórica y la verdad histórica.

En el caso de Argentina, por ejemplo, la decisión de abolir las leyes de punto final para castigar a los
responsables de la represión militar, se tomó, en parte para dar legitimidad a la violencia montonera,
grupo que quedaba así exclusivamente como víctima. De esta manera, la memoria del
enfrentamiento revivió y la verdad histórica queda en suspenso, tal vez en espera de nuevas
generaciones que puedan mirar al pasado sin la nube de las pasiones e intereses del presente.

En Venezuela, la historia, que ha sido usada en todo tiempo como un instrumento político al servicio
de distintos proyectos o regímenes de gobierno, es en las condiciones actuales una pieza sui generis
de la estrategia de gobierno y del discurso oficial. El debate se ha inclinado sobre todo a la crítica del
uso de la historia en dos niveles: el de los enunciados sobre la historia en el discurso presidencial, y
los fragmentos conocidos de diseños curriculares, textos y programas escolares para el área de
historia.
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Sin embargo, no se ha desarrollado una discusión sistemática y constante sobre el tema de los
intentos conocidos de refundar la historia venezolana según la peculiar visión del jefe de gobierno,
que es la única fuente conocida de los cambios curriculares propuestos, conocidos de manera
fragmentada. La escasa información oficial difundida y la conocida estrategia del fait accompli, del
hecho cumplido, que lleva adelante el gobierno, ha debilitado la respuesta al proyecto bolivariano en
el área de historia.

De lo poco que se conoce cabe señalar que el proyecto es muestra de la aplicación de criterios
escasamente competentes y aún menos coherentes, como ya se señaló en ponencias anteriores. Con
toda probabilidad esto nos asegura nuevas camadas de venezolanos sin memoria histórica y con una
pobre conciencia de su pasado y de su presente.

De una manera que tiene muy poco de revolucionaria, se intenta hacer de la historia un recurso para
hacer aceptable un programa político. Y desde esa perspectiva, se busca o se fabrican a partir de
fragmentos descontextualizados del pasado respuestas a las necesidades del presente. Es lo contrario
de lo que hace el historiador: que formula desde el presente nuevas preguntas para mejor conocer el
pasado, en el entendido de que ese pasado contribuye también a entender el presente, pero nunca
dará respuestas a los problemas de nuestro tiempo.

En realidad, y contrario a lo que indican las apariencias, el problema de la historia desde la


perspectiva gubernamental no es que se haya ideologizado, sino que se desintegra en la medida en
que se convierte en un elenco incompleto de personajes y sucesos aislados, sin ubicación temporal ni
espacial, escogidos para sustentar un proyecto de dominación huérfano de fundamentos ideológicos
coherentes. En otras palabras, el riesgo que enfrenta la historia venezolana y el oficio del historiador
hoy en día es el de su desaparición.

3. Conclusión: Trazar las coordenadas del tiempo histórico

El historiador responsable de nuestro tiempo, y no hago diferencia entre docentes e


investigadores, debe prepararse para enfrentar este reto ¿Cómo? Primero: advirtiendo la
existencia del problema y calibrando su complejidad. Segundo: tomando conciencia de la
necesidad de recuperar la historia, sabiendo que en esa tarea debe combatir el uso falaz del
pasado. Tercero: recobrando la capacidad de actuar al tiempo que reconoce las coordenadas
del tiempo que le indican “Usted está aquí”. Cuarto: actuando con la misma honestidad
intelectual con que ejerce el oficio. Quinto: ejerciendo su papel con valentía, incluso al costo
de remar contra la corriente.

Como historiadores, no ignoramos que así como las ciencias exactas pueden usarse para
fabricar bombas que producen muerte y destrucción, la historia también puede usarse con fines
perversos. Con una diferencia: para fabricar bombas es preciso respetar la exactitud del
conocimiento científico, en tanto que la historia, esa que Valery consideraba un producto
tóxico, es decir la visión distorsionada que promueve resentimientos, odios y divisiones, es
tanto más efectiva cuanto más falsa sea. Sus versiones, envueltas en retórica hueca pero
inflamable persiguen fines vindicativos y ajenos a cualquier preocupación por la verdad. No
siempre resulta fácil para el público desprevenido y confundido identificar esos fines en las
versiones salidas de la fábrica de algún historiador de oficio, pero deben serlo sobre todo
cuando se ponen al servicio de los intereses de la clase gobernante.

Jamás podremos tener un futuro mejor si toleramos impasibles la difusión de una historia
envilecida con mentiras, si no reaccionamos contra manipulaciones que buscan crear
sentimientos antagónicos de una parte de la población contra otra. Quienes con inocencia o
indiferencia ceden ante un discurso que usa el pasado no para comprenderlo y explicarlo, sino
para fabricar odios de facción y levantar barreras con total irresponsabilidad de sus
consecuencias, tal vez entiendan demasiado tarde que no pueden recuperar su historia, que han
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contribuido a clausurar esa arteria vital de la sociedad, por la que circula la savia que viene de
las raíces.

Quien no sienta y no practique esa responsabilidad fundamental debe renunciar a identificarse


como historiador. El compromiso consiste en no engañar, en no promover como verdad
histórica los mitos épicos de supuestos vengadores de agravios pasados, verdaderos o
inventados, en rechazar el poder envilecedor de la manipulación de la historia a la que son
adictos los que sirven los afanes del poder político. Esa historia no es un producto intelectual
inocente, son demasiadas y bien conocidas las tragedias colectivas impulsadas por leyendas
emponzoñadas de falsas visiones que se aceptan como actos de fe.

Nadie dedicado al estudio de la historia ignora la complejidad de la noción de "verdad


histórica", sabemos que siempre hay más de un ángulo para examinarla, y que el paso del
tiempo y nuevas miradas dan otros significados. Pero el historiador profesional tiene un
compromiso con su trabajo que no es distinto del que tiene un médico con su paciente,
indistintamente de las simpatías que sienta por él.

El compromiso del historiador no es con una dimensión particular del tiempo histórico, el
pasado. Es con el arco completo del tiempo histórico: el pasado como conjunto de
experiencias colectivas pasadas que son parte del proceso de conformación del tiempo
histórico presente en el que la sociedad forja el futuro.

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