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Michel Melot Una imagen muestra, reproduce,

informa, imagina y, según Michel Melot,


La imagen ya no es lo que era
la esencia de lo que expresa es
irreductible al lenguaje. En este artículo
Michel Melot fue curador en el Departamento de las de apertura, el autor cuestiona la
estampas y la fotografía de la Biblioteca Nacional de naturaleza de la imagen y la condición de
Francia, el cual dirigió entre 1981 y 1983, fecha en la su existencia. Recuerda y explica que la
cual fue convocado para dirigir la Biblioteca pública
de información del Centro Georges Pompidou. Fue
imagen es una creación del pensamiento
presidente del Consejo superior de las bibliotecas, y de la cultura y que, por tanto, su
luego fue nombrado (1996-2003) en la subdirección entorno, su contexto, su inserción en un
del Inventario general del patrimonio del Ministerio marco más amplio son condición
de la Cultura. Es autor de varios informes oficiales, de
novelas y de obras de historia del arte. Algunas de
imprescindible para su comprensión. La
ellas: L'illustration, histoire d’un art (Skira), L’estampe imagen es parte del mundo de la
impressionniste (Flammarion) y L'image dans les analogía, no es un texto -incluso si la
bibliothéques (Cercle de la Librairie). Su última obra, escritura puede reconvertirse en imagen-,
Livre, acaba de ser publicada por Éditions de l’Oeil
neuf. como tampoco es una realidad.

Ya pasó la época en que pensábamos que podíamos leer una imagen como si fuera un texto, volverla
discurso y guardarla en tesauros. Durante mucho tiempo, los archivistas soñaron con capturar la
imagen adjuntándole una lista más o menos larga de descriptores, con reducirla a palabras, es decir,
con desmenuzarla. La imagen no es un concepto ni una asociación de ideas sucesivas. La imagen no
habla. No tiene gramática. Muestra, reproduce, informa, imagina y lo esencial de lo que expresa es
irreductible al lenguaje.
Toda nuestra cultura clásica se agota mirando las imágenes como si fueran jeroglíficos,
emblemas, alegorías, enigmas o, como decían en el siglo XVI, “signaturas”. El mundo visible solo
podría ser la versión encriptada de un mundo inteligible. Todo tenía que estar escrito y la imagen era
solo una pequeña letra misteriosa. Así se construyeron teorías que tratan la imagen como una
lingüística silenciosa, diccionarios de imágenes, iconografías. Porque los archivistas necesitan
clasificar las imágenes, compilarlas, compararlas y encontrarlas en la parte inferior de su
computadora. Solo un vocabulario descriptivo permitió, y permite aún, realizar estas operaciones.
Sin embargo, la proliferación actual de imágenes es desalentadora. ¿Qué hacer cuando su
teléfono celular guarda una imagen vista inmediatamente, también copiada anticipadamente, borrada
inmediatamente; cuando tomamos una foto como si guiñáramos un ojo; cuando los motores
fotográficos disparan imágenes en ráfagas y la imagen se convierte en un flujo que se desplaza a
veinticuatro unidades por segundo en todas las pantallas del mundo?

La imagen no es un texto
Si queremos seguir indexando palabra por palabra, tenemos que hacerlo muy rápido. Seleccionar
imágenes, capturarlas sobre la marcha o procesarlas en grandes lotes: informes, secuencias, archivos,
postales, álbumes familiares, ilustraciones. Encontrar los descriptores relevantes (¿para quién?) y
dejar ir todo lo demás, dejan al archivista sin aliento. Escribe Patrick Bazin: “Ahora se trata de
inventar dispositivos y comportamientos adaptados a un entorno donde los puntos de referencia
evolucionan con la ruta. Para nosotros, archivistas o educadores, se trata de imaginar modos de
mediación y transmisión que evolucionan con los usos que de ellos se hace”.1 Para capturar imágenes,
debemos utilizar las mismas herramientas que las vuelven esquivas, es decir, los formidables medios

1 Patrick Bazin, « Aprés l’ordre du livre », Médium, juillet-septembre 2005, n° 4, p. 18.

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de reproducción que han emancipado la imagen de cualquier apego al lenguaje. Hay que tratar las
palabras con las palabras y dejar la imagen a la imagen.
Las imágenes rara vez se presentan solas. Viven en numerosas colonias y es a menudo la serie,
la colección lo que les da sentido. Una imagen solitaria es una expresión global, inarticulada. Solo
cuando se inserta en una secuencia, comparada, contrastada, podemos empezar a hablar no de una
gramática sino al menos de una sintaxis de la imagen, y tendríamos la esperanza de hacer que diga
otra cosa diferente de lo que muestra. Incluso las obras consideradas únicas tienen una familia que el
archivista conoce bien: la obra pictórica va precedida de bocetos, acompañada de variantes y copias,
seguida de innumerables reproducciones. Forma parte de una compilación, entra en una colección y
luego en un banco de imágenes. El archivista debe situar cada imagen en series que no sean
homogéneas: secuencias, colecciones, reproducciones que, en el mundo editorial, producen vértigo.
¿A qué archivista le serviría la Gioconda si no tuviera acceso a una buena reproducción? Pero ¿se
imagina la cantidad de documentos intermedios que se interponen entre el cuadro del Louvre y una
de las copias de un grabado o la reproducción en pantalla de un archivo digital mudo? Sin embargo,
para el archivista (como para el historiador, el editor o el impresor) lo que importa es el lugar de la
imagen en todas esas series: ahí radican su historia, su interés, su valor o su engaño.
La imagen no es un texto. Es necesario releer L’Iconothéque de Henri Hudrisier, quien defendió
el tratamiento de la imagen por la imagen, rechazando cualquier enfoque textual, basando sus
esperanzas en los primeros imageurs [¿imageneros?], en la facilidad de reproducción y transmisión
de gran cantidad de imágenes2. Sin embargo, él sabía muy bien que el objetivo seguía siendo utópico,
que la imagen no dice todo lo que se quiere saber de ella y que los archivistas están condenados desde
hace tiempo a apoderarse de las imágenes mediante una indexación lingüística. Entonces, escribió, es
importante darse como regla indexar la imagen en su nivel editorial, es decir, indexar no la imagen
en sí, inagotable a través de las palabras, sino los textos que la acompañan. Pocas son las imágenes
que aparecen sin texto acompañante. En ausencia de un catálogo, de una leyenda o incluso de un
título, un paquete de imágenes tiene al menos una etiqueta. Y también es cierto que el deber del
archivista es dar, antes de cualquier interpretación, esta indicación exacta y objetiva de la fuente, por
errónea o sospechosa que sea, aunque signifique corregirla o complementarla en un comentario
adjunto. Entonces podemos producir un comentario e indexarlo como tal y no como si fuera la
imagen. Ciertamente, se dirá, pero ¿y la imagen? Dejarla tranquila no la hace confesar lo que no dice
y lo que no dice es precisamente lo que queremos saber.
La única solución es indexar no la imagen, que se desliza entre palabras como agua entre los
dedos, sino las preguntas que se le hacen a la imagen. Decir que la imagen es polisémica es razonar
como lingüista. Para el médico que descubre una mancha en la radiografía del pulmón no hay
polisemia. Lo mismo ocurre con la detección remota o las huellas dactilares, que pueden procesarse
mediante el reconocimiento automático de patrones, lo que evita la necesidad de utilizar el lenguaje.
La llamada “polisemia” de la imagen es solo una de las preguntas que se le hacen. La imagen en sí
no es monosémica ni polisémica. Da a ver. Indexar imágenes científicas para necesidades conocidas,
o incluso, como hacen los archivos del Instituto Nacional del Audiovisual, indexar programas para
satisfacer las necesidades de los periodistas es una tarea más realista que indexar imágenes mudas sin
saber el uso que se hará de ellas. La indexación no es indexación de la imagen, sino de las preguntas
que es posible hacerle.

El mundo analógico y el mundo codificado


La impermeabilidad entre la imagen y el lenguaje se basa en un fenómeno simple: la imagen funciona
“por analogía”, es decir, mantiene un vínculo sensible con su modelo, mientras que el lenguaje
funciona según el “código”, porque se basa en signos convencionales. Digamos de inmediato que

2 Henri Hudrisier, L’iconothéque: documentation audiovisuelle et banques d’images, Paris, La Documentation


française, 1982. Esta obra, hija de su tiempo, conserva todo el valor visionario que tuvo en su época.

2
esos dos polos no son opuestos entre sí y que, de lo analógico a lo codificado, encontramos todas las
mezclas imaginables. Basta mirar un simple mapa geográfico: ahí se encuentra desde el alfabeto hasta
el color de las aguas, pasando por todas las posibles categorías de pictogramas, más o menos
codificados o analógicos. ¿Las líneas de la mano pertenecen a un código o a una analogía? Todo
código, incluido el alfabeto original, tiene una parte de analogía. Toda imagen tiene una parte de
código. No existe el uno puro del otro. El hecho es que cada signo pertenece más bien a uno u otro
funcionamiento. Pero lo característico de las imágenes son las analogías espontáneas que despiertan
en nosotros.
La consecuencia del fenómeno de la analogía es considerable. La analogía no es
necesariamente el parecido. A veces es incluso la disimilitud la que evoca la proximidad entre dos
formas (el más parecido de los retratos es la caricatura). Su proximidad, su causalidad, en definitiva,
todas las figuras retóricas, metáforas o metátesis, que constituyen lo que los lingüistas llaman tropos,
tienen el poder de significar un referente por evocación. Para los lingüistas, estas figuras son harto
conocidas. Entonces decimos que el lenguaje es “imaginado” [“imagée”]. Un huevo no es la imagen
de otro huevo, decía San Agustín, para explicar que la relación de la imagen con su modelo no es
necesariamente una relación formal, sino una necesaria relación de generación entre la imagen y su
modelo, sea este real o imaginario. La imagen es siempre imagen de otra imagen. Un dato esencial
para el archivista: cada generación de una imagen produce una nueva imagen y cambia de autor y de
tema. Una foto de la Gioconda no tiene como autor a Leonardo da Vinci (como marcan en muchos
ficheros documentales), por la sencilla razón de que Leonardo da Vinci no era fotógrafo. Asimismo,
el tema de la pintura de Leonardo era una mujer llamada Mona Lisa, mientras que el tema de la
fotografía del cuadro siempre será esa pintura de da Vinci. Todo está ahí, pero todo ha cambiado.
Para el archivista es fundamental estar constantemente actualizado respecto a esos linajes. Esto
significa que, al buscar hoy una imagen, tenemos todas las posibilidades de encontrar su reproducción
en una enésima generación. Como resultado, la imagen suele ser una reproducción de una imagen.
La reproducción puede adquirir el valor de un original y convertirse a su vez en una obra de arte. Una
fotografía de una obra de arte puede ser una obra de arte, fuente de complicación que obliga al
archivista a elegir su público: la foto de la catedral de Chartres de Charles Négre concierne tanto a la
historia de la fotografía como a la de la arquitectura. Y la estatua de Balzac de Rodin, en la esquina
del Boulevard Raspail, no puede ser tratada solamente como una vista del urbanismo 3.
No sucede lo mismo con la escritura. El lenguaje ha operado lo que los lingüistas llaman el
“corte semiótico”, que independiza la forma del signo de su referente: no existe ningún vínculo
sensible entre ellos. Una mala novela valdrá lo mismo que una exitosa, porque su impresión no influye
en su mérito artístico. Leer un poema de Baudelaire en una fotocopia defectuosa o en papel biblia no
alterará su calidad literaria. Estamos en el mundo del código, en principio radicalmente diferente del
mundo de la analogía, en el cual cada reproducción resulta en una pérdida: ¿qué tiene en común una
fotocopia en blanco y negro de una postal de La Gioconda con el cuadro La Gioconda alojado en el
Louvre?
La facilidad con la cual, durante dos siglos, hemos producido y reproducido imágenes mantiene la
confusión entre estas categorías que no plantean los mismos problemas al archivista. Y el prodigioso
desarrollo de la digitalización, que trata de forma indiscriminada letras, pictogramas e imágenes, se
suma a esta confusión por superposición.
Encontramos intacto el antiguo discurso del filósofo Lessing quien, en su famoso ensayo
Laocoonte (1766), opuso las artes visuales a las artes del discurso4. Las artes visuales se despliegan
en el espacio, son inmediatas, se captan globalmente, se expresan siempre en presente indicativo y

3 Desarrollamos esos principios de clasificación y de indexación en: Claude Collard, Isabelle Giannattasio et Michel
Melot, Les images dans les bibliothéques, Paris, Éditions du Cercle de la Librairie, 1995.
4 Ephraim Lessing, Laocoon ou les frontiéres de la peinture et de la poésie (1766); reeditado en francés con prefacio de
Hubert Damisch, Paris, Hermann, 1990.

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representan objetos concretos. Las artes del discurso, en cambio, se desarrollan en el tiempo, son
secuenciales, pueden expresar el pasado, el futuro o lo condicional, traducir conceptos, así como lo
irreal. Las primeras se expresan por lo particular, las segundas pueden expresar lo general y lo
universal; las primeras prefieren el análisis, la descripción, las segundas la abstracción y la síntesis.
Este texto de Lessing conserva su valor, pero muchas cosas han cambiado, complicando el panorama
de los signos y el trabajo del archivista: primero, la escritura se ha reconvertido en imagen; luego, la
imagen aprendió a hablar.

La escritura vuelve a ser imagen


La escritura es también una imagen: bien lo sabían los escribas que iluminaban los manuscritos, pero
tendíamos a olvidarlo, obligados a estandarizar los caracteres por necesidades de legibilidad, de
rapidez. La era de Gutenberg separó brutalmente el mundo de la imagen y el mundo de lo escrito, al
imponer técnicas de reproducción diferentes para cada uno. La imagen se volvió “extratexto” y la
letra se convirtió en un signo incorpóreo, cuya forma acabó volviéndose indiferente al significado.
Nos enseñaron a pronunciar igual una A minúscula o una A mayúscula, que no tienen la misma forma
en absoluto, nos enseñaron a ignorar los diferentes tipos de caracteres, a descuidar la caligrafía.
Incluso hemos olvidado que la escritura no es solo una representación del habla, como todavía enseña
Saussure: no solo hace que el habla sea visible con formas infinitamente variadas, sino que no puede
reducirse al alfabeto5. Hay veintiséis letras y unos ciento treinta signos en el teclado de su
computadora, algunos de los cuales, como los símbolos matemáticos o las teclas de función, no tienen
nada que ver con el idioma: @, %, *, }, §, etc. La importancia que asumen las etiquetas en el lenguaje
informático ha reforzado el carácter no lingüístico de la escritura. La escritura es un signo gráfico.
En las iluminaciones, la escritura no estaba tan lejos de la imagen, ya que permanecía cerca de
ella en la caligrafía o en la firma autógrafa. Fue la litografía de finales del siglo XVIII la que liberó
la escritura de la tipografía. Gracias a la litografía, la escritura se volvió a reproducir como una
imagen: texto e imágenes, diagramas, mapas, jeroglíficos se podían mezclar en un mismo soporte. La
fotografía y todas sus aplicaciones editoriales han emancipado a tal punto la letra, que se volvió hoy,
en nuestras revistas y nuestros carteles, un signo tan pictórico como codificado, cuya exuberancia y
variedad expresa mucho más que el lenguaje. Las técnicas de reproducción han corrompido el
alfabeto. Los escritos orientales, que nunca han aceptado el paréntesis que les impuso dolorosamente
Gutenberg, están encontrando su facilidad y no es casualidad que los japoneses monopolicen la
industria de la reproducción de imágenes, mientras que Europa y América mantienen su dominio en
la informática de texto, en una especie de batalla entre bytes y pixeles.
La otra novedad desde Lessing se sitúa al final del siglo XIX, cuando la grabación de sonido
hizo que la escritura perdiera el monopolio de la transmisión del lenguaje. Es fundamental, entonces,
distinguir la reproducción del texto escrito y la del texto hablado, pero la limitación de nuestra
tradición escrita es tal que, cuando hablamos de un texto, pensamos espontáneamente en un escrito y
la mayoría de las veces en un impreso. Debemos perder este hábito, causante de constantes
malentendidos sobre la confusión entre “libro”, “escritura” y “texto”. La muerte del libro, tan a
menudo anunciada, no debe confundirse con el declive de la lectura, porque también leemos en una
computadora o en una pared. Entre lo visual y lo oral, el “texto” como tal no existe. Solo se manifiesta
de forma audible o visual, hablada o escrita. Por tanto, es engañoso referise al cine “hablado”. La
imagen no habla por estar sonorizada. La banda sonora es siempre otro canal que duplica el canal
visual, pero no se mezcla con él, no más que el agua con el aceite. Los desfases entre imágenes y
comentarios en las emisiones televisivas, que parecen incapaces de prescindir de una banda sonora
ininterrumpida, suelen rayar en lo absurdo. Por otro lado, al volverse “animada”, la imagen pudo
incorporarse al mundo del discurso y desarrollarse en el tiempo, como un texto. He aquí, pues, el

5 Esas ideas se encuentran en los trabajos del Centre d etudes de l’écriture et de l’image dirigido por Anne-Marie Christin,
y en su obra: L’image écrite ou la déraison graphique, Paris, Flammarion, 1995.

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esquema de Lessing muy alterado por una especie de encrucijada: la escritura, que se creía ligada
para siempre a las artes literarias, se ha unido a las artes visuales; mientras que la imagen, que se ha
vuelto móvil, se ha unido a las artes del tiempo ligadas al discurso.
Le corresponde al archivista tener en cuenta estos desarrollos. La imagen fija sola, guarda
silencio, de ahí su misterio. Cuando está sola es atemporal e indiferente al lenguaje. No debemos
forzar su discurso. Por tanto, debe indexarse bajo las palabras que la acompañan y que proceden de
su productor, de sus usuarios o de sus intérpretes. Por el contrario, la imagen en movimiento rara vez
parece silenciosa. Casi siempre la acompaña un discurso, pero nunca se funde en él, lo que hace que
el comentario sea con frecuencia insípido e irrelevante, del mismo modo que la imagen puede
mantener solo una pertinencia artificial respecto a su comentario. Por tanto, el procesamiento de la
imagen fija no puede cumplir los requisitos de la imagen en movimiento conocida como “sonora”.
Entre ambas, sin embargo, como entre escritura e imagen, la división no es total, porque, como
señalamos, las imágenes fijas, generalmente se ensamblan en álbumes, libros, carriles de imágenes o
luego toman un ritmo que las acerca a la apariencia de un texto, pero que nunca se codifica como
texto. Las cámaras digitales modernas amplían la imagen fija en secuencias cortas.
Antes del cine, el libro ilustrado desplazaba las imágenes al ritmo del discurso. Asimismo, los
museos y las galerías se han acostumbrado a yuxtaponer los fotogramas de forma lineal, como si
necesariamente fueran a contar una historia, a diferencia del viejo hábito que repartía las imágenes
en mosaicos sobre la superficie de una pared. Durante mucho tiempo, el texto impuso su espacio a la
imagen. Hoy, es la imagen la que, en las pantallas, impone el suyo al texto.

La imagen no es la realidad
Al enseñarnos a leer, se nos ha desaprendido a ver y hablar. El discurso estaba en todas partes, incluso
en la imagen. Saber escribir no significa conocer el arte de la caligrafía y la tipografía, sino tener
estilo. Hay que volver a esto ahora que todo el mundo puede escribir mecánicamente e incluso
imprimir. El oficio de grafista hay que aprenderlo en la escuela, con el dictado y en el mismo nivel
que la redacción. Debemos dejar de creer que la escritura es solo la transcripción de la lengua.
Debemos dejar de creer que la imagen puede ser sonora, cuando el sonido siempre le es sobreañadido.
Debemos dejar de creer que la imagen es consustancial a su modelo.
El flujo de imágenes nos ordena de manera imperiosa que distingamos claramente los grados
de parentesco de las imágenes con su modelo. La relación sensible que las imágenes mantienen con
sus modelos no debe hacernos creer que imagen y modelo son de igual naturaleza. Es una vieja
historia de hechicería de la cual nuestra civilización nunca se ha desprendido. Sonreímos frente a los
primitivos que creen que les han robado el alma al tomarles una foto. Las preguntas recientes sobre
la imagen pornográfica o sobre las imágenes de violencia nos imponen este mínimo rigor, para no
hundirnos en la querella de los iconoclastas ni en esas prácticas mágicas que hacen que se tome el
simulacro por su original. Solo la antigua doctrina de la imitación y, hoy día, el efecto de realidad
creado por la fotografía, pueden haber hecho creer que la imagen formaba parte de su modelo o que
era una emanación directa de él. La fotografía digital nos liberará de la creencia en el efecto de
realidad. “La fotografía se adhiere a la realidad”, decía Barthes: la imagen digital se despega de la
realidad. Vuelve a ser un dibujo, y puedes volver a fotografiar fantasmas, que solo los pintores sabían
reproducir. La imagen no es transparente, opone su opacidad a la realidad, su espesor a su modelo.
El presentador de televisión no está escondido en el aparato de TV.
Permanecemos en ese mito cuando hablamos del “derecho a la imagen” que, más allá de los
perjuicios que pueda causar la imagen como lo haría un texto o un gesto, se nos quiere hacer creer
que tendríamos un derecho de propiedad sobre nuestra imagen. Pero no, la imagen de Dios no es
Dios. La imagen del santo no debe convertirse en un ídolo. La imagen de nuestra propiedad no es
nuestra. Nuestra propia imagen es solo un artefacto, no es nuestro cuerpo. Aunque sufra nuestra
autoestima, es importante desmitificar esta creencia, muy solicitada, que nos hace creer que la
representación del mundo es una propiedad privada.
5
Esta constatación debe ir acompañada de dos reservas. En primer lugar, debemos afirmar como
corolario que, aunque la imagen no se confunde con la realidad, en sí misma es una realidad. Hoy es
importante estudiarla como tal. Ni el espectador, ni con más frecuencia su autor, refutan lo que una
imagen dice. No aprendes a leer una imagen como aprendes el alfabeto o las reglas de tránsito.
Muchos investigadores actuales y, por ejemplo, los “mediólogos” alrededor de Régis Debray, se han
propuesto como programa comprender mejor de qué manera los “medios”, los objetos simbólicos,
pueden volverse “performativos”, actuar sobre nuestros sentimientos, nuestras creencias y
comportamientos6. Para ello es importante considerar el medio por lo que es, a saber: un objeto que
tiene su propia naturaleza, su propia historia, sus propios intereses, sus límites y sus virtudes.
La segunda reserva es que si el modelo, y muchas veces el propio autor, no declaran su
propiedad sobre la imagen, eso no significa que se deba dejar libre la difusión de imágenes que se
consideran peligrosas o causantes de daño. Estamos en un derecho común, válido tanto para las
actitudes, los actos y los textos como para las imágenes, aunque, sin duda, una imagen puede ser más
brutal que un insulto, más cruel que una palabra. Sí, la imagen puede hacer daño y puede hacer el
mal. Lo escrito también. Pero nuestra educación nos ha enseñado que escribir es un trabajo artificial,
hecho por manos humanas. La imagen ha conservado su estatuto algo sobrenatural, como una
emanación directa de lo que es. Debemos concluir, con Serge Tisseron, que solo la percepción de la
imagen, que está sólidamente diferenciada de la realidad, nos permite no ser sus víctimas7. Es cuando
la confundimos con su modelo que la imagen se vuelve peligrosa.
La imagen es un signo un poco salvaje, indócil e indisciplinado. De ahí que por tanto tiempo
haya sido sospechosa. Ya no es el momento de desconfiar de las imágenes. Están ahí, en todas partes.
Tenerles miedo es signo de nuestra ignorancia o de nuestra ingenuidad. Los archivistas tienen una
gran responsabilidad en esta conciencia. Hace parte de su razón de ser.
M. M.

Traducido del francés por Jorge Márquez Valderrama.


Corregido por Cristian Camilo Rojas.
Medellín, 2 de abril de 2021.
Fuente: Michel Melot. « L'image n'est plus ce qu'elle était ».
Documentaliste - Sciences de l'information, 42 (6), 2005: 361-365.

6 Régis Debray, Vie et mort de l’image : une histoire du regard en Ocddent, Paris, Gallimard, 1992. Se puede también
consultar la revista bianual Médium, publicada por Éditions de Babylone, 4, rue Commailles, 75006 Paris.
7 Entre los numerosos escritos de Serge Tisseron sobre este tema, retendremos: Le bonheur dans l’image, Paris, Les

empêcheurs de penser en rond, 1996, nouv. éd. 2003; Y a-t-il un pilote dans l’image ?, Paris, Aubier, 1998; y más reciente:
La télé en famille, oui, Paris, Bayard Jeunesse, 2004.

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