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ELSA DORLIN

Enfermedades de las mujeres*

Sofocación de la matriz, embarazo, parto, lactancia, furor uterino, pubertad, calores súbitos,
ninfomanía, prolapso de la matriz, esterilidad, histeria, amenorrea, menopausia, iscuria menstrual... De
la Antigüedad hasta el siglo XIX, los innumerables tratados de las “enfermedades de las mujeres”,
constituyen un verdadero género en la literatura médica, hasta que la expresión desaparece en el
último tercio del siglo XIX, en provecho de la “ginecología”. La historia de esas enfermedades podría
así contribuir a la de la emergencia de una disciplina, pero quizás también animar una reflexión más
general sobre los compromisos y el sentido del dominio del cuerpo de las mujeres.
El temperamento de las mujeres
En el marco de la fisiología humorista, los cuatro principales fluidos que componen el cuerpo humano
(sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema) corresponden a los cuatro elementos (aire, fuego, tierra,
agua) y comparten, con estos últimos, cualidades definidas: seco, caliente, frío, húmedo. Los humores
se encuentran en proporciones diferentes según el sexo, la edad y las estaciones. El temperamento, la
crasis, es el estado de equilibrio de esos humores. Perteneciente de hecho a un estado ideal (no estar
nunca enfermo), el temperamento se diferencia muy rápido según cuatro complexiones principales
caracterizadas por la preponderancia de uno de los cuatro humores. La definición de la constitución
obtenida de esta manera (sanguínea, colérica, melancólica, flemática) tiene que ver también con la
definición de una disposición para ciertos males, causados por el exceso de uno de los humores. El
temperamento designa entonces una constitución fisiológica y psicológica y una predisposición
fisiognomónica y patológica (Klibansky, 1989, p. 110).
Desde la Antigüedad, la constitución de la mujer es comúnmente comprendida como
particularmente fría y húmeda, cortante, imperfecta. Aristóteles define a la mujer como un ser frío
según consideraciones relacionadas con sus cualidades y sus funciones psíquicas, comparadas con las
del hombre en el proceso de la generación. Macho mutilado en razón de una imperfección ligada a una
detención prematura en su desarrollo, la mujer tiene como papel ser la causa material de la generación,
mientras que el hombre es la causa formal. Galeno retoma esos desarrollos para establecer que los
órganos de la mujer son idénticos a los del hombre (los ovarios corresponden a los testículos, la matriz
al escroto); sin embargo, en razón de esa misma carencia de calor, los órganos han permanecido en
posición inversa dentro del cuerpo. En consecuencia, las mujeres no dejan de deshacerse en flujos:
reglas, pérdidas blancas, leche. Ahora bien, esas imperfecciones naturales tienen una función:
garantizar la lubricación de la matriz, la retención del esperma masculino, la gestación y la nutrición
del feto, puesto que la carencia de calor permite no consumir todo el alimento. Mientras que el
finalismo aristotélico vacilaba en concluir que la naturaleza no ha podido hacer tantos monstruos en
vano. El providencialismo galénico ve en el carácter imperfecto de la constitución femenina, no una
monstruosidad, sino lo que compone la especificidad de la naturaleza de las mujeres y su finalidad, la
única, la reproducción. En la Edad Media, Guillaume de Conches da en su Philosophia una
presentación ejemplar de esa tipología médica que predomina durante los siglos siguientes. Se retendrá
de su obra lo que conforma un verdadero adagio: “La mujer más caliente es más fría que el hombre
más frío”. Según el autor, la explicación debe también ser buscada en el hecho de que la mujer ha sido
creada a partir de la costilla de Adán. La caracterización de las diversas constituciones de la naturaleza
humana radicaliza, con grandes refuerzos de teología, las posiciones de la medicina griega en términos
de bi-categorización sexuada de los temperamentos.
El temperamento flemático (frío y húmedo) se vuelve sinónimo de temperamento femenino por
excelencia. Es también el de los viejos: el dolor causado por la degeneración de los órganos que
vuelven al cuerpo omnipresente al mismo título que las reglas, los embarazos repetidos o la
menopausia. Por contraste, el temperamento sanguíneo, caliente y seco, reservado a los hombres, es
considerado como el más perfecto, en todo caso como el menos patológico de los temperamentos
puesto que la sangre no es un humor excedentario. El temperamento sanguíneo es el del hombre
*
Traducción de francés: JORGE MÁRQUEZ VALDERRAMA. Correcciones: CRISTIAN ROJAS OBANDO. Para la asignatura
Prácticas discursivas 1 3008122, “Historia de la locura”, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, 20 de marzo de
2023. Fuente: ELSA DORLIN, «Maladies des femmes», en: LECOURT, D. Dictionnaire de la pensé médicale, Paris, PUF,
2004 : 701-707.

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equilibrado, inteligente y social, porque sus órganos son silenciosos. En cuanto a los temperamentos
colérico y melancólico, también son masculinos, aunque el melancólico, el peor de todos, comparte
con el flemático algunos rasgos, con excepción de sus acepciones estéticas. Esa proximidad con el
melancólico o el hipocondriaco será determinante en cuanto a la interpretación de los trastornos
histéricos. Cada disposición fisiológica está, en efecto, ligada a un desequilibrio humoral que se
expresa, más o menos, en la actividad desregulada de un órgano. La bilis negra del melancólico
provoca, por ejemplo, síntomas corporales en torno a la región de los hipocondrios. El temperamento
flemático es a menudo asociado a trastornos pulmonares; en lo femenino, se convierte exclusivamente
en el hecho del útero. Ese temperamento, defectuoso al mismo título que todos los demás, lo es más
aún en el caso de las mujeres porque en ellas está ligado a una especificidad anatómica de la cual se
deduce una inferioridad natural.
El útero es la fuente de la producción excesiva de fluidos que son al mismo tiempo
indispensables para la reproducción. El útero es objeto de todas las atenciones, en calidad de
instrumento frágil de los fines de la naturaleza. La finalidad del desequilibrio permanente
característico de la constitución femenina no compensa entonces el peligro que ese estado patológico
hace correr al buen desarrollo del plan de la naturaleza. Jean Liébault afirma así que la mujer no es ni
mutilada, ni imperfecta, excepto cuando es estéril y vacía, “tanto que la naturaleza la creó
principalmente para concebir y engendrar a su semejante” (Liébault, 1585, p. 4). Sin embargo, el
cuerpo de las mujeres es débil y enfermizo: débil en razón de su temperamento y de las costumbres de
su cuerpo; enfermizo porque si la matriz es una de las “más nobles, principales y más necesarias”
partes de la mujer, ese órgano es tan sensible al menor desarreglo o al más pequeño accidente que es
todo el cuerpo de la mujer el que se ve afectado por ello, pero también los fines de la naturaleza que
están comprometidos (Liébault, 1585, p. 5). En razón de esa sensibilidad extrema, la omnipotencia del
útero tiene que ver, en parte, con su carácter patógeno (Berriot, 1993, p. 43).
Los trastornos histéricos
En el tratado de las Enfermedades de las mujeres del Corpus hipocrático, la mujer está más sujeta a
desarreglos de flujos de sus humores que el hombre, quien, por su naturaleza y sus actividades, se ve
más inclinado a consumirlos. Las principales causas de las enfermedades de las mujeres son el
estrangulamiento y la retención o el resecamiento de los líquidos femeninos que cubren el útero, las
reglas y la simiente. La prescripción consiste en ayudar a esos humores a fluir normalmente para
impedir su nocividad; para esto hay que favorecer e incluso forzar el paso: las fumigaciones que
apuntan a reacomodar el útero a su lugar original, las relaciones sexuales, el parto o, en el caso de las
viudas, por ejemplo, el tocamiento terapéutico operado por las comadronas. El parto es siempre un
signo de curación o de salud, incluso si acarrea numerosos males a menudo fatales o provoca la
esterilidad. El Corpus hipocrático toma en cuenta el saber que las mujeres poseen sobre su propio
cuerpo. Si el médico no ve ni ausculta a la paciente, compone su diagnóstico sobre la base de
observaciones indirectas o informadas: son las mujeres mismas o entre ellas las que se examinan y se
tratan (A. Rousselle, AESC, 1980, p. 1103). La atención dirigida al dolor de las mujeres, a los
remedios que calman como a los que embellecen es particularmente desarrollada por Trotula, Dama de
Salerno, cuyo tratado ocupa a este título un lugar importante en la Edad Media.
Si los diversos síntomas catalogados no permiten dar una definición nosológica de cada
enfermedad, el origen de esos males propios de las mujeres está bien identificado: el útero, la matriz.
Ese órgano, verdadero animal dentro del animal, según la tradición inaugurada por el Timeo de Platón,
es sensible a todo lo que pueda obstaculizar su buen funcionamiento. Expone a las mujeres a los
peores peligros, muy particularmente a las jóvenes viudas cuya simiente viciada, a falta de ser
evacuada, se vuelve un verdadero veneno y provoca las sofocaciones, la apnea, el desmayo, incluso la
muerte. En la medicina medieval, la cuestión de los trastornos provocados por la abstinencia sigue
siendo primordial, pero bajo la influencia de los tratados de higiene sexual oriental, las
recomendaciones terapéuticas componen una verdadera didáctica erótica (Jacquart/Thomasset, 1985,
p. 121). Gracias a la difusión del libro III del Canon de Avicena, se considera que el coito no tiene
como única finalidad la reproducción, sino que procura placer y bienestar mental. Esta afirmación está
fundada en la existencia del esperma femenino activo, lo que rechazaba enérgicamente Aristóteles. La
simiente femenina, al contribuir por igual a la procreación, para que tenga emisión de esperma, es
necesario que conlleve placer.

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Sin embargo, en la literatura médica, el interés por las patologías femeninas responde
principalmente a otro objetivo. Si las mujeres son las primeras víctimas de su órgano, se sospecha que
esa exposición constante al mal las inmuniza o las vuelve vectores de enfermedades. ¿Cómo explicar,
por ejemplo, que sean menos víctimas de la lepra o que un niño concebido durante las reglas sea
leproso? El riesgo es grande, puesto que se considera entonces que el período ideal de fecundación es
precisamente antes o inmediatamente después de las reglas, cuando el cuello del útero se apresta para
abrirse y dejar pasar la sangre, ofreciendo así un paso fácil al esperma. Se conocen las consideraciones
extravagantes sobre el carácter inquietante de las mujeres, ya sean regladas o menopáusicas. Ellas
vuelven estériles los cultivos o hacen abortar las cosechas, oxidan los metales, empañan los espejos...
Hecho curioso, en 1509, Cornelius Agrippa ataca esta imagen mortífera de la sangre de las mujeres al
enumerar sus beneficios: extingue los incendios, calma las tempestades, aleja los demonios...
La omnipotencia del útero define al cuerpo femenino en su integridad. Sometida a los menores
movimientos de su sexo, es por medio del útero que la mujer es asignada a los fines de la naturaleza;
revelados mediante trastornos físicos o por comportamientos individuales impuestos o escogidos (el
celibato, por ejemplo), esos fines son pervertidos y la mujer se vuelve peligrosa para sí misma y para
los demás. Las afecciones histéricas contribuyen de esta manera “al crear la idea de una posesión por
los órganos, de una interioridad que escapa a todo control” (Thomasset, 1991, p. 61). A partir de 1450,
en el momento en que comienza la gran cacería de brujas, la miríada de las manifestaciones mórbidas
aporta justificaciones determinantes durante procesos por brujería. En 1563, en De Praestigüs
daemonum, el médico holandés Johann Weyer, discípulo de Agrippa, se opone a las tesis del Malleus
maleficarum. Sin negar la acción del diablo, afirma que numerosos fenómenos comúnmente
interpretados como signos de posesión demoniaca son síntomas de enfermedades que requieren la
intervención médica y no tanto la pira. En 1603, un año después del proceso de una mujer acusada de
haber hechizado a una jovencita de catorce años, Edward Jordan escribe A Brief Discourse of a
Disease Called Suffocation of the Mother, para el cual se apoya en las tesis de Galeno para demostrar
que esa jovencita sufría en realidad de histeria (Groneman, 1994).
Se asiste entonces al proceso de secularización y medicalización de los fenómenos de posesión.
Hasta el siglo XVII, la causa de los trastornos histéricos y de su serie de síntomas aproximativos tiene
que ver con la abstinencia, la carencia o la represión sexual. Las consideraciones médicas sobre los
humores viciados, retenidos en el útero, constituyen por ese hecho una especie de vivero
argumentativo para los detractores de la igualdad entre los sexos. Cuando el médico Jacques Dubois,
llamado Sylvius, evoca el riesgo de la subida al cerebro de esos vapores de humores venenosos por el
hecho de la retención de la simiente, pone a disposición un argumento de peso para establecer la idea
de la debilidad femenina (Dubois, 1559, p. 236). La justificación de la exclusión de las mujeres de las
esferas del poder y del saber se articula en torno a la idea de una heteronomía total de las mujeres
frente a los “ritmos” biológicos de su sexo. Es realmente porque las mujeres no tienen el control de su
propio cuerpo que deben someterse a la autoridad de los hombres.
Sin embargo, en el siglo XVII, mientras que la lista de los rasgos de las enfermedades de las
mujeres no para de crecer, aparecen algunas tesis que rechazan la explicación estrictamente uterina de
esas enfermedades (Bercherie, 1983). En 1618, en sus Choix d’obervations, Charles Lepois es el
primero en definir los trastornos histéricos como trastornos idiopáticos de origen cerebral. En 1671,
Thomas Willis retoma esas consideraciones y rompe definitivamente con la teoría de los humores al
afirmar que los trastornos histéricos son afecciones del cerebro. Sydenham se inscribe en esa misma
corriente: las enfermedades llamadas histéricas pertenecen de hecho al grupo de los vapores. Se habla
de histeria para las mujeres y de hipocondría para los hombres, incluso si se trata de un solo y único
trastorno del género nervioso. El autor describe la histeria como un “camaleón” capaz de tomar todas
las formas, puesto que es una afección del sistema nervioso y que este último está presente por todas
partes en el cuerpo. Una multitud de pequeños síntomas difícilmente asignables (cefaleas,
palpitaciones cardíacas, disnea, trastornos digestivos y urinarios, dolores diversos, trastornos del
sueño, sensaciones de calor o de frío, tristeza, desespero...) son así reducidos por error a un desorden
uterino, a falta de una mejor explicación. En 1684, Charles de Barbeyrac se pregunta por qué ese mal
no toca a todas las religiosas, por qué no se encuentra simiente languidecente en la autopsia de las
mujeres muertas de esta enfermedad, ¿por qué esos humores viciados no pueden fluir por el orificio de
la matriz que permanece constantemente abierto? Informa sobre el caso de hombres que sufren esos
mismos síntomas y concluye que la pasión histérica es una epilepsia.

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A finales del siglo XVII, los nervios vienen entonces a remplazar al útero. Sin embargo,
Sydenham, por ejemplo, afirma que las mujeres son más víctimas de trastornos nerviosos, no
solamente porque tienen una vida sedentaria, lo mismo que el grupo de riesgo de los hombres que se
dedican al estudio, sino también porque son más delicadas, “de un tejido menos apretado y menos
firme, siendo destinadas a funciones menos penosas”. Aparecen ahí balbuceos de las consideraciones
higiénicas sobre los perjuicios de la ociosidad. Ahí también se trata de la bi-categorización patológica
de los sexos que puede, de esta manera, ser reconducida, a pesar del abandono de las antiguas teorías
fisiológicas: la debilidad de las mujeres se explica por el papel natural al cual están destinadas,
naturalidad de un destino que justifica el lugar que ocupan en la sociedad. El punto determinante aquí
no es tanto la reconducción de tal visión naturalista de las identidades sexuadas, sino realmente el
hecho de que la maternidad es definida, de ahí en adelante, como menos penosa, es decir, menos
sistemáticamente peligrosa: de enfermedad pasa a ser acontecimiento anodino, aunque valorizado, en
la vida de toda mujer.
De la mujer enferma a la madre
¿Qué pasa a comienzos del siglo XVIII? Primer indicio, los títulos de los tratados relativos a las
enfermedades de las mujeres se diversifican según una tipología de las enfermedades. Se pasa de una
concepción de la naturaleza patógena de las mujeres en general a un cuadro de las enfermedades.
Dicho de otro modo, se asiste bien a la disociación progresiva de la enfermedad y del enfermo
(Canguilhem, 2002, p. 35). Mientras que hasta ahí el embarazo y el parto componían una de las
secciones de los tratados de las enfermedades de las mujeres, se convierten, a comienzos del siglo
XVIII, en objeto de tratados específicos (Mauriceau, 1668). La mujer en cinta ya no está enferma, solo
es, a partir de su estado, susceptible de contraer ciertas enfermedades. Ahora bien, el proceso histórico
de autonomización de las disciplinas médicas no da cuenta completamente de esa evolución.
Entre los siglos XIII y XVIII, las condiciones demográficas permanecen prácticamente estables
(entre 18 y 20 millones de franceses, por ejemplo) y la mortalidad infantil sigue estando en un nivel
extremadamente elevado. Sin embargo, en el curso del siglo XVII, aparece un sentimiento nuevo que
reconoce la fragilidad y la necesidad de preservar los primeros años de vida del niño y termina por
reemplazar al antiguo sentimiento de indiferencia frente al recién nacido cuya esperanza de vida es tan
débil. Paralelamente, mientras que las comadronas y las parteras tienen un casi monopolio hasta 1650,
los cirujanos comienzan, a todo lo largo de ese siglo, una verdadera campaña que apunta a desacreditar
las competencias de esas mujeres. Un hecho ejemplar fue el episodio entre Louise Boursier,
comadrona de Maria de Médicis, y Charles Guillemau, primer cirujano del rey, con ocasión de la
muerte de la cuñada del rey, en 1627, durante un parto difícil. El informe de los expertos, luego de la
autopsia, evoca de manera falaz el olvido de una parte de la placenta en la matriz y acusa a Louise
Boursier, que estaba en ese momento en la cima de su carrera, de negligencia, arrogancia e incuria. La
rudeza en la manipulación, la costumbre de apurar el parto, las fricciones violentas sobre el recién
nacido, la eventración, las cortadas, el despegue de la placenta, los desmembramientos de recién
nacidos cuando los están sacando, las mutilaciones de la vagina y del útero en los momentos de la
evacuación de la criatura muerta, las secuelas irremediables sobre el aparato genital de las mujeres, tal
como la esterilidad o una sexualidad que se vuelve un calvario... (Gélis, 1980): todos esos hechos
deben prioritariamente ser imputados a la ignorancia de las parteras, pero también a los cirujanos sin
experiencia calificados de “carniceros”. Ahora bien, en términos de mecanismos de poder, esa querella
entre comadronas y cirujanos permite también interrogar la toma de control de la natalidad y entonces
control del cuerpo de las mujeres. Mortalidad en parto, esterilidad, mortalidad infantil, prácticas
anticonceptivas o abortivas, tal como el coito interrumpido o los secretos de abuelas y comadronas,
amenazan de despoblamiento al reino con una acuidad singular.
A comienzos del siglo XVIII, se asiste primero a la relegación de las comadronas por medio de la
institucionalización de una formación y de un cargo de partera controlados por la Iglesia, el Estado y
los cirujanos; una formación bien delimitada, sin embargo: en 1755, un decreto del Parlamento
prohíbe a toda mujer el ejercicio de la cirugía y el arte dentario. A partir de 1750, una verdadera
política natal se instala, especialmente por iniciativa del ministro Bertin. La familia real expone a
plena luz su fecundidad y estimula matrimonios y maternidades. Tercero, es necesario que el
embarazo y el parto sean efectivamente menos peligrosos, pero también visiblemente menos
mórbidos. Ahora bien, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la evolución de los conocimientos

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fisiológicos parece ofrecer la oportunidad de una nueva definición de la fisiología femenina, que se
articula de manera coherente con el proceso más general de producción de una identidad maternal.
La emergencia de la identidad maternal requiere la diferenciación dentro del temperamento
femenino, un temperamento perfecto, sano en su orden. Lo que cambia no es la valorización de la
enfermedad como cumplimiento o restablecimiento de la función femenina, sino más bien el hecho de
que la madre posee su propia constitución psicológica y fisiológica, valorizada como figura de la salud
femenina. En la segunda mitad del siglo XVIII, se dividen los temperamentos según la predominancia
de un sistema, el vascular, el muscular y el nervioso. El sistema vascular se compone de los fluidos, la
sangre y la linfa. En lo que concierne al temperamento femenino, se habla de ahí en adelante de
temperamento sanguíneo. Esa “promoción” fisiológica de la constitución femenina no permanece
menos diferenciada en el sentido en que el temperamento sanguíneo vuelve a ser, para el caso de las
mujeres, bien específico a su sexo y a su función reproductiva. En 1775, para Pierre Roussel, la
constitución femenina se caracteriza por una fluidez de los humores, una blandura de los tejidos, una
sensibilidad extrema y una gran emotividad. Las mujeres tienen el tinte claro y rosado, la carne
lechosa y redondeada, los huesos finos y los músculos flojos. Su espíritu, incluso inculto, es
burbujeante y son siempre más aptas a la compasión que a la reflexión. Las causas exteriores no
modifican tanto como en los hombres el temperamento de las mujeres. El temperamento sanguíneo
designa también una perfecta correspondencia entre lo físico y lo moral. Para asentar esta idea Roussel
describe las edades de la vida de la mujer y muestra que en la menopausia ese bello temperamento
alegre y vivo se marchita pues la mujer “pierde el impulso vital que animaba todos sus órganos”. El
médico Joseph Vigarous, al retomar los desarrollos de Roussel en su Cours élémentaire de maladies
des femmes, subraya que el temperamento sanguíneo bajo la influencia de los órganos de la generación
es común a todas las mujeres, “todo el tiempo que ellas estén destinadas a cumplir su objeto final, a
operar la gran obra de la reproducción de la especie” (Vigarous, 1801, t. I, p. 41). Las mujeres
comparten también con los niños su temperamento y, por ende, su carácter: blandura de los tejidos,
tinte rosado, sensibilidad, imaginación...
En adelante, la mujer enferma es entonces necesariamente la que todavía no es madre o la que
ha dejado de serlo. Ahora bien, durante el siglo XVIII y en la primera parte del siglo XIX,
prácticamente, todos los médicos se ponen de acuerdo para devolver a la histeria su “sede primitiva”,
según la expresión de Pinel. Se habla entonces de temperamento linfático y nervioso en el caso de la
histeria o de la ninfomanía. Redefinidas como trastornos típicamente uterinos, numerosos médicos
imputan la responsabilidad de esos males a la continencia sexual. Sin embargo, teniendo en cuenta un
análisis clínico más fino que el de los siglos precedentes, numerosos síntomas infecciosos son
descritos sin que cuestionen el origen del mal. No se trata evidentemente de arriesgarse al
anacronismo, la pregunta apunta más bien hacia el lugar que se le ha asignado a la palabra de las
mujeres sobre su propio cuerpo y en cuanto al escaso valor de la expresión de su sufrimiento real.
En 1771, Bienville, a partir del modelo del Onanisme de Tissot, escribe De la Nymphomanie,
manía ligada a la naturaleza propia del útero que puede llevar a la locura y luego a la muerte. Ese mal
toca particularmente a las jóvenes vírgenes, las religiosas, las viudas y las mujeres casadas cuyos
maridos descuidan su “deber”. Sin embargo, la ninfomanía, es decir, la masturbación femenina, no es
el equivalente del onanismo, la imaginación erótica de la mujer, durante esta práctica que golpea al
“amor de la virtud” se limita a la sola figura de una carencia: la carencia de un compañero del otro
sexo (Goulemot, 1980). Ahora bien, esa poca autonomía concedida a la sexualidad femenina no es lo
más problemático en Bienville. En sus descripciones de ese mal, subraya “poluciones nocturnas”
abundantes y una sequedad vaginal que provoca comezones insoportables: ¿qué es lo que describe en
parte sino una micosis vaginal o una infección microbiana del aparato genital? Diez años antes, Jean
Astruc, en su Traité des maladies des femmes, uno de los últimos a los que se les puso ese título,
enuncia entre las causas de la pasión histérica: abundancia de las pérdidas blancas, tumor de los
ovarios, flujos de humores acres, olorosos y oscuros.
En 1822, Louyer-Villermay, gran especialista de la histeria y principal promotor del retorno a la
explicación uterina de ese trastorno, en el artículo “Ninfomanía” del Dictionnaire des Sciences
médicales, asocia ese mal a la continencia. Esa vesania monstruosa, provocada por un útero
contrariado, implica delirio, enunciados obscenos, actitudes lascivas, obsesión con objetos. Asocia
incluso un caso observado por Bucham, de una chiquilla de tres años con actitudes lúbricas, buscando
provocarse goces venéreos y cuyo delirio erótico obsesivo solamente paró cuando, casada, quedó en

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cinta. Entre las razones de ese mal, Louyer-Villermay constata que pacientes con herpes vaginal o con
dartres, sin nunca precisar si esas enfermedades de la piel son una de las causas, o, por el contrario,
uno de los efectos de la ninfomanía. Levanta también el retrato fisiológico de la ninfómana: pilosidad
particularmente importante, cabellos crespos, pelos y ojos negros, órganos sexuales sobresalientes,
traspiración abundante, cintura robusta, silueta esbelta. Las mujeres que sufren de ninfomanía o de
histeria (forma atenuada de la ninfomanía), dan testimonio a partir de esos datos de un temperamento
linfático que parece triunfar sobre el temperamento de las mujeres negras tal como es descrito en el
mismo Dictionnaire por Virey, según consideraciones racistas.
Al pluralizar el temperamento femenino, se obtiene entonces un tipo femenino sano, la madre
(europea), y algunos tipos desviados, entre los cuales la histérica es la figura principal, seguida de
cerca por la mujer menopaúsica, la ninfómana, la prostituta, la esclava, la lesbiana y la feminista. La
heterosexualidad reproductiva está entonces erigida como norma curativa. Sin embargo, en el
momento en que el temor de una degeneración de la “raza” remplaza al temor por el despoblamiento,
una de las condiciones de posibilidad de las políticas eugenistas es controlar el acceso a la maternidad
misma. Nuevas técnicas médico-sociales tienden así a garantizar las condiciones sanitarias de la
sexualidad masculina extraconyugal, a limitar los nacimientos ilegítimos y los embarazos múltiples de
las clases populares. Por último, bajo la influencia de los alienistas, el origen uterino de la histeria es
de nuevo rechazado a mediados del siglo XIX. Enfermedad nerviosa ligada a la sensibilidad extrema de
las mujeres “lavadas de todo pecado sexual” (Edelman, 2000, p. 85), la histeria se vuelve, de ahí en
adelante, objeto, en nombre de la herencia de los caracteres, de una vigilancia que tiene como fin
garantizar la integridad física y moral de la descendencia familiar.
A finales del siglo XIX, si la categoría nosológica “enfermedades de las mujeres” ha
desaparecido, las patologías “femeninas” son atendidas por un dispositivo disciplinario (la obstetricia,
la ginecología, la psiquiatría y el higienismo), que no modificará su aprehensión del cuerpo de las
mujeres sino bajo la presión de los movimientos feministas.
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