Está en la página 1de 3

Tesis 4.

La criatura angélica y la amplitud del mundo creado


“La existencia de los ángeles es una verdad de fe” (CCE 328; Letrán IV D(H) 800).

La criatura angélica y la amplitud del mundo creado1


El hecho de haber caracterizado a la criatura en relación con el Creador según las formas del espacio y del
tiempo, leídas en correspondencia con la kénosis y el esplendor de la Trinidad que llama al ser todas las
cosas, no debe hacemos caer en la presunción de que con ello hemos abarcado toda la amplitud de la
creación de Dios. Si es verdad que a partir de la experiencia del hombre la exterioridad del espacio y la
interioridad del tiempo son las formas totalizantes de la realidad, precisamente en cuanto que realizan en la
persona humana su juego en la medida más alta y comprensiva, no es menos cierto que la novedad del
comienzo sigue estando reservada a aquel que lo ha puesto, al Origen silencioso y recogido de todo cuanto
existe. Reconocer el comienzo como creación significa necesariamente admitir que el Creador posee una
infinita reserva de posibilidades para establecer la realidad creada según su beneplácito. Entonces, la
amplitud de lo creado no puede medirse a partir de las coordenadas de que dispone la criatura humana, sino
que está reservada, en su extensión y en su forma, a la absoluta libertad de Dios.
Una cifra muy densa de esta ulterioridad de la creación respecto al horizonte de la percepción espacio-
temporal del ser humano es la existencia de la criatura angélica2, que está ampliamente atestiguada en la
tradición judeo-cristiana. En particular, es en la fuente elohísta (cf., por ejemplo, Gén 31, 11; Ex 3, 2) donde
se presta una especial atención a los ángeles, concebidos como mensajeros del Eterno (mal ‘ak yhwh) y, con
rasgos más legendarios’ en algunos textos como Ex 23, 20ss (el ángel que acompaña a Israel por el desierto),
2 Sam 24, 16s (el ángel de la peste), 1 Re 19, 5s (el ángel que conforta a Elías). Se atribuye igualmente a los
ángeles la función de alabar a Dios (cf. Sal 103, 20), así como la de interpretar la profecía (cf. el angelus
interpres de Ez 40, 3s; Zac 1, 8s; 2, 2; Dan 8, 16; 9, 21s; Ap 1, 1; 10, 1-11) y la de defender a los hombres a
quienes los envía el Señor (cf. Sal 91, 11 o la historia de Tobías). A lo largo de los siglos se tiende a
multiplicar el número de las figuras angélicas, a precisar sus funciones y hasta a designarlas con nombres
propios (cf. Tob 3,17; 12, 15; Lc 1, 19.26; Ap 12, 7). Estas tradiciones se combinan con otras que no
mencionan ninguna forma de existencia angélica, quizás para salvaguardar mejor la pureza de la adoración al
Dios único (así los escritos sacerdotales y el Deuteronomio), y se sitúan al lado de otros textos en donde el
ángel del Señor no es más que el Señor mismo en su manifestación visible a los hombres (cf., por ejemplo,
Gén 16, 7; 21, 17-19). En el antiguo Israel se manifiesta además una creencia en los espíritus nocivos, que
hacen daño a los enfermos (cf. Sal 22 o Job 6, 4). Sólo posteriormente se perfilará la idea de criaturas
angélicas que han caído como consecuencia de una culpa (cf. el libro extrabíblico de Henoc etiópico y los
testimonios neotestamentarios de Jds 6 y 2 Pe 2, 4). Satanás, concebido originalmente como un miembro de
la corte celestial (cf. Job 1, 1s; Zac 3, 1s) será identificado luego con el instigador del mal (cf. 1 Crón 21, 1),
hasta ser señalado como el adversario de Dios, «el dios de este mundo», soberano con su propia corte de
ángeles caídos (cf. Mt 25, 41; 2 Cor 4, 4; 12, 7).
En el nuevo testamento la creencia en la existencia de un mundo angélico se da por descontado. El mismo
Jesús demuestra cierta familiaridad con los ángeles (cf., por ejemplo, Mt 4, 11; 26, 53; Mc 1, 13; Lc 22, 43;
Jn 1, 51) y parece presuponer como obvia su presencia de guardianes y protectores de cada uno de los
pequeños, a los que pertenece el reino de los cielos (cf. Mt 18, 1-10). En su actividad pública el Nazareno se
presenta a menudo como aquel que expulsa a los demonios como señal de que ha llegado el reino de Dios
(cf., por ejemplo, Mt 9, 32ss; 12, 22ss; Lc 13, 32; etc.). El Profeta galileo presupone con toda naturalidad la
existencia de Satanás (cf. Lc 10, 18), que es presentado también como su antagonista (cf. Mc 1, 12s; Lc 22,
3). Del mismo modo Pablo identifica en Satanás al adversario que obstaculiza su trabajo apostólico (cf. 1
Tes 2, 18; 3, 5; cf. también 2 Cor 12, 7s). En los escritos más recientes del nuevo testamento la demonología
se intensifica ulteriormente (cf. Jds; 2 Pe 2, 4; Ap 20, 7-10), y en Juan representa un papel decisivo como
figura densa de lo negativo de la crisis que la venida del Verbo en la carne induce en el mundo.

1
FORTE, B.; “Teología de la Historia”, Ed. Sígueme, Salamanca - 1995, pag.292-297
2
Para la historia del dogma, cf. G. Tavard, Los ángeles, en Historia de los dogmas 1112b, Madrid, 1973. Para la
reflexión sistemática, cf., por ejemplo, 1. van der Hart, Teologia degli angeli e dei demoni, Catania 1971; K. Rahner,
Sugli angeli, en Id., Dio e rivelazione. Nuovi saggi VII, Roma 1981, 47 1-527 y en los volúmenes de miscelánea Angeli
e diavoli, Brescia 1972 y Diavolo-demoni-possessione. Sulla realtó del male, Brescia 1985. Cf. finalmente el número
monográfico de Concilium 103 (1975).
La representación del mundo angélico excluye del mismo la corporeidad (cf. Mt 22, 30 y par), colocándolo
más bien en la parte de interioridad y de profundidad de lo creado; pertenece a aquel ámbito de las cosas
invisibles, sobre las que se extiende, no menos que sobre las visibles, la acción y la soberanía creadora del
Omnipotente, autor precisamente «de todas las cosas, visibles e invisibles» 3. El concilio Lateranense IV
(1215) precisará que el Creador «juntamente desde el comienzo del tiempo creó de la nada a una y a otra
criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana; y luego la humana, compuesta por así
decirlo de alma y cuerpo». Recibiendo la tradición de la caída de los seres originalmente buenos («diabolus
enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali»), el mismo
concilio señalará la libertad de la criatura angélica, como capaz de aceptar o de rechazar la voluntad del
Eterno’74. Seres creados, no corpóreos, puramente espirituales, libres y conscientes, sujetos de decisiones
que cualifican su destino y por tanto de potencialidades que pueden realizarse de diversas maneras, que
revelan por tanto su distinción de Dios: así es como aparecen las criaturas del mundo angélico a la luz de
esta amplísima tradición de la fe, admirablemente sintetizada por el genio de Tomás de Aquino5
Ha sido la época moderna la que ha puesto en duda la realidad de los ángeles y de los demonios: huyendo de
todo control de la racionalidad, este mundo parecerá intolerable a la razón adulta y emancipada del «siglo de
las luces». Voltaire reservará solamente la burla a la creencia en los espíritus, excluyendo categóricamente
toda posibilidad de existencia de una «cadena de seres creados» («chame des étres créés») superiores al
hombre. La mole impresionante del testimonio religioso sobre el universo angélico se interpretará
simplemente como proyección del deseo o del miedo, signo de la debilidad y de la zozobra del espíritu
humano, o como conjunto de «entidades culturales» que haya que explicar en relación con los intereses y la
falta de seguridad que actúan sobre la colectividad. El «adiós al diablo» se presentará como la única forma
sensata de una actitud religiosa que este a la altura de la modernidad’6.
Así es como la crisis de las presunciones totalizantes de la razón ilustrada produce un nuevo interés respecto
al mundo angélico: no parece ya ser suficiente tan sólo el horizonte terreno; los senderos del mundo adulto y
emancipado se muestran interrumpidos por el miedo; la «nostalgia del totalmente Otro», garantía de la
justicia perfecta y consumada, se perfila con evidencia inquietante (M. Horkheimer). Se oye de nuevo el
«rumor de ángeles» (P. L. Berger). «Solamente el ángel, guardián del Verbo divino.., puede hacer grandes
viajes desde aquel no-lugar invisible... hacia el templo interior del hombre, penetrado en sus tinieblas y
ayudándole a encontrar su propio oriente»7. El ángel nos recuerda que no todo está en este mundo, que no
todo es este mundo. «Esta nostalgia por la visión de lo que nadie ha visto ni verá jamás es aquello en lo que
propiamente nos educa el ángel»8. Mensajero del más allá de las cosas - como indica su mismo nombre-, el
ángel es el testigo de lo invisible, el recuerdo del misterio mayor que nuestro corazón, el signo de que
estamos rodeados y al mismo tiempo infinitamente superados por la divina presencia, que no puede
reducirse a la captación de nuestro conocimiento espacio-temporal. El ángel indica la amplitud del mundo
creado, mucho más allá de las posibilidades de comprensión de la razón humana, y remite a la ulterioridad
del Creador, que envuelve todas las cosas.
El riquísimo testimonio de la tradición judeo-cristiana sobre el mundo angélico resuena así con nuevo
frescor en el tiempo post-moderno, que sigue a la «dialéctica de la Ilustración»: si no todo lo que forma parte
de esta tradición puede interpretarse en sentido literal, ya que son diversos los géneros literarios que se
utilizan y es diverso el lenguaje simbólico, es innegable la permanencia de un núcleo irreductible ligado a la
revelación, que atestigua la realidad de la criatura angélica, perteneciente a un orden diverso y en ciertos
aspectos superior a lo que es familiar al ser humano. Este universo de seres espirituales, inteligentes, libres,
no sólo es un testimonio de la inagotable capacidad creadora del Altísimo, que nos abre a las profundidades
de Dios misterio del mundo, sino que hace aún más bello y habitable el mundo del hombre. Los ángeles
señalan a la criatura humana la infinita cercanía del amor eterno: testigos del cariño de Dios, que se acuerda
3
Símbolo del concilio de Nicea (325): DS 125. Cf. también el constantinopolitano 1(381): DS 150.
4
DS 800. Cf. también el Decreto para los jacobitas del concilio de Florencia (1442): DS 1333; el Vaticano 1: DS 3002;
la Humani generis (1950): el Credo del pueblo de Dios de Pablo VI (1968) y el documento de la Congregación para la
doctrina de la fe, Fe cristiana y demonología (1975).
5
Cf. S. 77171, q. 50-64 y 106-114.
6
Cf. los escritos de H. Haag, ¿El diablo, un fantasma?, Barcelona 1973; El diablo. Su existencia como problema,
Barcelona 1978.
7
M. Cacciari, L’Angelo necessario, Milano 1986, 13s. Cf. P. L. BerU, Rumor de dngeles, Barcelona 1975.
8
M. Cacciari, L’Angelo necessario, 23.
de cada uno de sus pequeñuelos y los sigue con solicitud fiel (cf. Mt 18, 10), nos dan la seguridad de que la
memoria divina se hace presencia, proximidad luminosa y robustecedora en las pruebas de la vida (cf. Sal
34, 8), y nos abren a la esperanza en el cumplimiento de las promesas del Eterno: «Os aseguro que veréis el
cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre» (Jn 1, 51). El ángel es el
mensajero del amor que nos ha precedido desde siempre, que siempre nos acompaña y que seguirá estando
siempre a nuestro lado, el signo de la riqueza sobreabundante del amor divino que crea, conserva y salvará al
mundo.
También la realidad del demonio nos ayuda a comprender la grandeza del Creador y la dignidad de la
criatura humana: por una parte, la existencia de los demonios demuestra la libertad que ha dado el Altísimo a
las criaturas que pertenecen al orden puramente espiritual, otro orden distinto del espacio-temporal del
mundo humano. Al darles la libertad, Dios demuestra su amor también a las criaturas que transcienden el
universo sensible. Además, la existencia del demonio permite comprender y garantizar mejor la libertad y la
responsabilidad de la persona humana: si el mal que invade la tierra es también fruto de estas criaturas
espirituales, no pesará todo él y únicamente sobre la conciencia de los hombres. A pesar de la presencia de la
atracción del mal sobre él mismo, el hombre permanecerá libre frente a ella y sobre todo no inmediatamente
responsable de ella. La distinción fundamental entre la tentación y el consentimiento en ella, que es el
pecado, tan decisiva para medir la historia de la responsabilidad moral, queda garantizada precisamente por
la existencia de Satanás; paradójicamente, por muy dolorosa y dramática que sea, la presencia de este ángel
del mal salvaguarda la posibilidad de la opción libre y responsable de la criatura humana, sin cargar sobre
ella el peso de la concupiscencia, como fascinación misteriosa ejercida por el mal. Así pues, es la realidad de
Satanás, como ser espiritual, inteligente y libre, y no simplemente el significado simbólico de su papel en el
mundo, la que hay que afirmar, en continuidad con la gran tradición judeo-cristiana y al servicio de una
visión del mundo creado y en particular de la persona humana que respete la trascendencia, la amplitud y la
complejidad de la obra de Dios, sin reducirla meramente a lo que puede medir la razón espacio-temporal del
hombre.

Magisterio
Catecismo
328 La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles,
es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición.

También podría gustarte