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JOHANN GERHARD

de Meditaciones Sagradas
El Misterio del Sacramento del Altar.

Permanecer Asombrados Ante él, -- no Inquirir sobre él – Esta es la Verdadera Sabiduría.

EN la Santa Cena del Señor tenemos un misterio dispuesto delante de nosotros que debiera
producirnos el más íntimo y reverente temor y excitar nuestra más profunda adoración. Allí yace el
tesoro y el depósito de la Gracia de Dios. Sabemos que el Árbol de la Vida fue plantado por Dios en
el Paraíso (Gen. ii, 9) para que su fruto preservara a nuestros primeros padres y a su posteridad en la
bienaventuranza e inmortalidad que Él les había impartido al crearlos. El árbol del Conocimiento
del Bien y del Mal también fue alojado en el Paraíso; pero aquello que Dios les había dado para su
salvación y vida eterna, y como una prueba de su dependencia, vino a ser la ocasión de su muerte y
condenación eterna cuando ellos miserablemente sucumbieron ante la seducción de Satanás y
siguieron sus propios deseos pecaminosos.

Así, en el Sacramento, tenemos el verdadero Árbol de la Vida presente otra vez ante nosotros;
aquel Árbol bendito (Eze. xl, 12), cuyas hojas son para medicina y cuyo fruto es para salvación; sí;
su dulzura es tal que destruye la hiel de todas las aflicciones, incluso la de la misma muerte. Los
Israelitas fueron nutridos con Maná en el desierto como si fuera pan venido del cielo (Ex. xvi, 15);
en esta Cena Santa tenemos el verdadero Maná que viene desde el cielo para dar vida al mundo;
aquí está aquel pan celestial, aquella comida angélica, de la cual si un hombre comiese ya no
volvería a tener hambre jamás (Juan vi, 35, 51). Los hijos de Israel poseían el Arca del Testamento y
el Sitio de Misericordia, donde podían escuchar al Señor hablando con ellos cara a cara (Éxodo xxv,
21-22); pero aquí tenemos la auténtica Arca del Testamento, el Santísimo Cuerpo de Cristo, en el
cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento (Col. ii,3); aquí tenemos el
Verdadero Sitio de Misericordia en la preciosa Sangre de Cristo, a través de la cual Dios nos declara
aceptos en el Amado (Efe. i, 6). Cristo no solamente habla a nuestras almas Su palabra de consuelo;
Él también viene a morar en nosotros: Él no alimenta nuestras almas con Maná celeste, sino, -lo
cual es mucho mejor-, con Su propia bendita Persona. Aquí está la verdadera Puerta del Cielo para
nuestras almas, y la escalera que une los cielos con la tierra, sobre la que ascienden y descienden los
ángeles de Dios (Gen. xxviii, 12); pues, ¿Acaso no es mayor Aquél que está en los cielos que el
mismo cielo? ¿Puede el cielo estar más cerca de Dios que la carne y la Naturaleza Humana que Él
asumió en la Encarnación? Los cielos son, realmente, la morada del Señor (Isa. lxvi, 1), y aún así el
Espíritu Santo reposa sobre la naturaleza humana asumida por Cristo (Isa. xi, 2). Dios está en los
cielos, y aún así en Cristo mora toda la plenitud de la Deidad corporalmente (Col. ii, 9). Esta es, en
verdad, la infalible y más grande garantía de nuestra salvación; posiblemente Él no ha podido
procurarnos una mayor, pues ¿Qué hay más grande que Él mismo? ¿Qué puede estar más
íntimamente unido con el Señor que Su propia naturaleza humana, la cual Él ha tomado, al
encarnarse, en comunión con la adorable Trinidad, dándonos el tesoro de todas las bendiciones que
los cielos pueden impartir? ¿Qué hay más íntimamente unido a Él que Su propio cuerpo y sangre?
Con esta verdadera comida celestial Él refresca nuestras almas, las nuestras, miserables pecadores
en Su presencia, y nos hace participantes de Su propia naturaleza. ¿Por qué no gozaríamos del favor
de Su Gracia? ¿Quién ha odiado jamás su propia carne? (Efesios v, 29). ¿Cómo, pues, podrá el
Señor odiarnos a nosotros, a quienes da Su cuerpo a comer y Su sangre a beber? ¿Cómo podría Él
olvidar a aquellos a quienes dio el Testamento de Su propio cuerpo? ¿Cómo podrá Satanás obtener
la victoria sobre nosotros cuando este pan del cielo nos fortalece y se hace uno con nuestros
conflictos espirituales?
Cristo nos abraza como Su tesoro ya que nos adquirió a tan alto costo; y nos atesora porque
alimenta nuestras almas con un alimento tan elevado como precioso; y somos Su tesoro porque
somos miembros de Su cuerpo, de Su carne (Efesios v, 30). Este es el remedio magistral para toda
la enfermedad de nuestras vidas; sí; he aquí el remedio, el único eficaz, para la mortalidad. ¿El
pecado es atroz? La sagrada carne de Dios lo purificará. ¿Es incalculable? Será sanado por la carne
de Cristo que da vida. ¿Es absolutamente mortal en sus efectos? Será expiado por la muerte del Hijo
de Dios. Por espantosos que sean los dardos del diablo, la fuente de esta Gracia divina los
extinguirá. ¿Qué conciencia puede estar tan llena de la infamia del pecado que la Sangre de Cristo
no la limpie por completo? El Señor acompañó antaño a los Israelitas en una columna de fuego y
nube (Éxodo xiii, 21); pero lo que tenemos aquí no es una nube, sino al mismo Sol de Justicia (Mal.
iv, 2), la bendita luz de nuestras almas. Aquí no nos quema el fuego de la ira divina, mas la radiante
llama del amor divino, que no se retirará de nosotros mas viene y hace Su morada con nosotros
(Juan xiv, 23).

Nuestros primeros padres estuvieron en el Paraíso, aquel jardín de encantos y delicias supremas,
tipo de la bendición eterna del paraíso celestial, para que, comprendiendo plenamente la Bondad de
Dios hacia ellos le obedecieran a Él, Su Creador, con gozo y rectitud.

Pero, he aquí, en esta Cena del Señor hay algo superior al Paraíso, pues aquí el alma de la criatura
se alimenta sacramentalmente de la carne de su Creador Todopoderoso. La conciencia es lavada de
todo estigma culpable en la Sangre del Hijo de Dios. Los miembros de Cristo, Su cabeza espiritual,
son alimentados con Su propio cuerpo; el alma creyente festeja una celebración divina, celestial. La
santa carne de Dios, que es adorada por la hueste angélica en la unidad de la naturaleza divina, ante
la cual los arcángeles se inclinan en honda reverencia, y ante la cual los principados y poderes de
los cielos tiemblan y permanecen en asombro sumiso, es ahora alimento sacramental para nuestras
almas. ¡Que el cielo se regocije y la tierra se colme de gozo (Salmo xc, 11) –y que, aún más, el alma
creyente a la cual el Señor ha dado este don inexpresable se exalte y cante con júbilo!

***

DE este modo, estos tres elementos testifican; el Espíritu, la Sangre y el Agua de Cristo, el Hijo de
Dios. Y, sin embargo, estos tres elementos testificaron de Cristo no tan sólo entonces, sino que hasta
este mismo día atestiguan por Él. Pues el Espíritu testifica de Cristo en la Palabra; la Palabra y el
Oficio Pastoral son llamados el Ministerio del Espíritu en ii Corintios 3. El Agua en el Santo
Bautismo y la Sangre en la Cena del Señor siguen dando testimonio de Cristo.

Pues estos dos Santos Sacramentos no son otra cosa que Testigos de Dios, a causa de Cristo; y
dicen que por ellos se nos acepta en gracia y se nos lava del pecado. Por esta razón los antiguos
padres de la iglesia comparan este texto con la historia narrada en Génesis 2. Cuando el Señor Dios
quiso dar una mujer a Adán, le hizo dormir un sueño profundo; y así tomó de su costado una
costilla; y de ella modeló una mujer y se la dio a Adán, quien supo que ella era hueso de su hueso y
carne de su carne. Así también Cristo, el segundo Adán, el celestial, durmió en la muerte de la Cruz;
y Su costado fue abierto; y de allí fluyeron Sangre y Agua.

Es así como se representaron los dos Sacramentos a través de los cuales, junto a la Predicación de
la Palabra, una Esposa espiritual es congregada por Cristo el Señor, la cual es hueso de Su hueso y
carne de Su carne, como lo dice San Pablo en Efesios 5, señalándonos con estas palabras aquella
figura.

***
La Pasión de Cristo es mi Esperanza.

CADA vez que medito sobre el sufrimiento de mi Señor me siento movido por mi gran deuda
hacia este amor de Dios y Su tolerancia por mis pecados. Él inclina Su Rostro para besarme;
extiende Sus brazos para estrecharme; abre sus alforjas para impartirme bienes; abre Su costado
para que yo pueda contemplar Su corazón latiendo de amor por mí; es levantado de la tierra al cielo
para así atraer a todos los hombres a Sí mismo (Juan xii, 32); Sus heridas, lívidas por la penuria,
resplandecen en caridad; y en aquellas heridas abiertas deberemos buscar el secreto de Su corazón.

CIERTAMENTE con Él hay completo rescate (Sal. cxxx, 7); pues no sólo una gota, si no océanos
de sangre manan desde cinco lugares de Su cuerpo. Así como un racimo de uvas vendimiado en una
prensa es abrumado por el peso que lo oprime, y por todas partes derrama su zumo; así la carne de
Cristo, agobiado por el peso de la Ira divina y la gravedad de nuestros pecados, derrama por
doquiera Su preciosa vida-sangre.

CUANDO Abraham se mostró dispuesto a ofrecer a su hijo en sacrificio, el Señor le dijo, “Ahora,
en verdad, Yo sé que me amas” (Gen. xxii, 12). Reconocemos, de este modo, el maravilloso amor
del Eterno Padre, en que Él quiso entregar a Su Unigénito Hijo a la muerte por nosotros (Juan iii,
16). Nos amó cuando todavía éramos enemigos (Rom. v, 10); ¿No habrá de perdonarnos ahora que
estamos reconciliados por la muerte de Su Hijo? ¿Podrá Él permanecer indiferente ante esa Sangre
preciosa, cuando cuenta hasta las lágrimas y los pasos de sus hijos piadosos (Sal. lvi, 8)? ¿Sería
posible que Cristo olvidara en Su gloria a aquellos por quienes soportó una angustia inconcebible
sobre la tierra?

¡CONSIDERA, alma creyente, los múltiples frutos de la Pasión de Tu Señor! Por nosotros, Cristo
soportó el sudor de sangre, para que el gélido sudor de la agonía de la muerte no nos perturbara.
Combatió con la muerte, para que no fracasemos en la última hora de la prueba y sobrellevemos la
más intensa angustia y el dolor, y así allegarnos a la comunión con el eterno regocijo celestial.
Sufrió ser vendido con un beso, marca de la amistad y el afecto, para destruir por siempre al pecado,
al que Satanás echó mano para traicionar a nuestros primeros padres con la artimaña de una dulce
amistad. Toleró ser tomado y hecho prisionero por los Judíos para así darnos la libertad; a nosotros,
que yacemos en los cepos del pecado y bajo maldición eterna. Él quiso que Su Pasión comenzara en
el Jardín, haciendo expiación por el pecado: porque en el Jardín del Edén tomó el pecado su
dominio.

SE inclinó a ser fortalecido por un ángel, a fin de que nosotros fuésemos hechos feligreses de las
compañías de los santos ángeles en los cielos. Fue traicionado por Sus propios discípulos, para así
unirnos a Sí más íntimamente; a nosotros, que, en nuestra maldad, fuimos desechados por Dios. Fue
acusado por un espurio testimonio ante el Concilio, para que nosotros no fuésemos acusados por
Satanás en el Último Día; habiendo traspasado como traspasamos la Ley de Dios. Fue condenado en
la tierra para que nosotros tuviéramos bienvenida en los cielos. Él, en quien no había pecado,
permaneció mudo delante de pecadores, para que no nos desplomáramos sin habla ante el tribunal
de Dios en nuestras transgresiones. Permitió que se le golpeara el Rostro, para librarnos de nuestras
angustias y de las bofetadas de Satanás; y de ser escarnecidos e insultados, y así danos el poder de
aniquilar las afrentas y burlas del Diablo. Su Rostro fue cubierto, para que removiéramos de los
nuestros el velo de la corrupción que oculta a Dios de nuestros ojos y nos lleva a una ignorancia
culpable.

VOLUNTARIAMENTE permitió que lo despojaran de Sus vestimentas, y restauró de ese modo


nuestro manto de inocencia, que perdimos por nuestras transgresiones. Fue traspasado por espinas,
para sanar nuestros corazones desgarrados. Soportó la carga de la Cruz, para así quitar de nosotros
la espantosa carga del castigo eterno. Gritó que Dios le había abandonado, a fin de que hubiere
morada eterna para nosotros con Su Padre. Padeció sed sobre la Cruz, para obtener el mérito en
nuestro favor del rocío de la gracia divina, y prevenir que muriésemos con la eterna muerte de la
sed del alma. Estuvo dispuesto a ser consumido por las llamas de la Ira de Dios, para librarnos de
las llamas del infierno. Fue juzgado, para rescatarnos del Juicio de Dios; condenado como un
criminal, para que los verdaderos criminales fueran exonerados; maniatado por manos impías, para
redimirnos de los lazos del Diablo; sollozó con amarga penuria, para salvarnos de los gemidos
eternos; derramó Sus lágrimas sobre la tierra, para así enjugar toda lágrima de nuestros ojos en los
cielos; murió, para que viviésemos; sufrió los dolores del infierno, para que nunca los
experimentáramos; se humilló frente a los hombres, para sanar nuestra soberbia de pecadores;
asumió la corona de espinas y así ganó para nosotros la corona de los cielos. Por todos sufrió, a fin
de procurar la salvación a todos. Sus ojos fueron ensombrecidos por la muerte, para que viviésemos
sin fin a la luz de la gloria celestial. Percibió las más siniestras irrisiones y calumnias de los
miserables, para que pudiésemos oír las más gozosas exclamaciones angélicas.

¡POR lo tanto, no desesperes, alma creyente! Has ofendido al Bien Infinito con tus vilezas, pero
un precio infinito fue dado en pago por tu salvación. Debieras ser juzgada por tus pecados; pero el
Hijo de Dios ya fue juzgado por los pecados del mundo, que Él, voluntariamente, tomó sobre Sí.
Tus transgresiones deben ser castigadas; pero Dios ya las expió sobre la Persona de Su propio Hijo.
Grandes son las heridas de tus pecados, mas precioso es el bálsamo de la Sangre de Cristo. Moisés,
en la Ley, te ha maldecido (Deut. xxvii, 26), porque no has guardado todas las cosas escritas en el
Libro de la Ley, para hacerlas; pero Cristo se hizo maldición por ti al ser colgado sobre el árbol
(Gálatas iii, 13). Había testimonio escrito contra ti en las cortes celestiales; pero fue borrado por la
Sangre de Cristo (Colosenses ii, 14).

¡POR ello, tu Pasión, Oh Santo y Compasivo Cristo, es mi último y único refugio!

‡ Jesús ‡

Meditaciones Sagradas (Selección), por Johann Gerhard, versión castellana de Enrique Ivaldi, sobre
el texto inglés de C. W. Heisler.

Johann Gerhard (1582-1637), ministró en Jena, sirvió a la Iglesia Luterana con una energía
incomparable, escribió más de diez mil cartas, y publicó valiosos libros Doctrinales, incluyendo sus
Loci communes theologici. Finalizó la obra inconclusa de Martin Chemnitz, Harmonia evangelica.
Aunque, muy lamentablemente, no existen versiones en nuestra lengua de sus obras, el
emprendimiento personal del Pr. Heisler y su Repristination Press tienen disponible parte de ellas en
Inglés, como el tomo completo de estas Meditaciones Sagradas y el magnífico libro El Bautismo y
la Cena del Señor. (Nota gentileza TSW).

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