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NATALIE GOLDBERG
10.OBSESIONES
De vez en cuando hago una lista de mis obsesiones. Cada vez aparecen nuevas; algunas
cambian, otras, gracias a Dios, pertenecen al pasado.
Todos los escritores, antes o después, hablan de sus propias obsesiones. Cosas que les
persiguen; cosas que no consiguen olvidar; historias que arrastran y que esperan sacar a
la luz.
A los que participan en mis grupos de escritura, les hago recopilar una lista de sus obse-
siones, de modo que puedan darse cuenta de cómo transcurren (consciente o inconscien-
temente) sus horas de vigilia. Tras haberlas escrito, las podemos utilizar. Tenemos una
lista de argumentos sobre los que escribir. Nuestras obsesiones más tercas tienen un gran
poder: a ellas volveremos repetidamente al escribir, construyendo a su alrededor nuevos
textos. Así que es mejor rendirnos a ellas. Lo queramos o no es muy probable que, de
todas formas, gobiernen nuestra vida. Por lo tanto, es mejor ponerlas a trabajar para
nosotros.
Una de mis obsesiones es mi familia judía. De vez en cuando, decido que he escrito bas-
tante sobre ella. No me apetece nada parecer una niña mimada por su mamá. En el
mundo hay otras cosas sobre las que escribir. Es verdad que existen otros argumentos, y
que éstos se me presentan espontáneamente, pero, si tomo conscientemente la decisión
de no escribir sobre mi familia, este acto de rebelión parece remover también todo lo
demás, sencillamente porque gasto un montón de energía para evitar algo.
Es como cuando decido hacer dieta. En cuanto tomo la decisión, la comida parece con-
vertirse en la única cosa importante de esta tierra y mientras conduzco el coche, corro,
escribo en mi diario, todas estas acciones se vuelven estratagemas para evitar la única
cosa que deseo verdaderamente.
En mi caso, es mucho mejor otorgar al alimento y al hambre cierto espacio en mi existen-
cia, pero amigablemente, de forma que no me encuentre devorando destructivamente
doce pastelitos, todos de una vez.
Lo mismo es válido respecto a escribir sobre mi familia. Es suficiente con otorgarle algunas
hojas, y pronto vuelve a ocupar su lugar en la Galería de Obsesiones, dejando espacio
para otros argumentos. Si intento ahogarla, entonces vuelvo a encontrármela delante
aunque la poesía que esté escribiendo se refiera a un remoto pueble cito de campo, y
hasta la campesina de lowa parece estar a punto de confeccionar unas tortillitas de queso.
Una vez, un alcohólico que estaba desintoxicándose me explicó que, en las fiestas, el al-
cohólico siempre sabe dónde se encuentran los vinos y los licores, qué provisión hay,
cuánto ha bebido hasta ahora y dónde irá a agenciarse la próxima copita. Yo nunca he
tenido una gran pasión por el alcohol, pero tengo una pasión desenfrenada por el choco-
late. Tras enterarme de esta faceta del comportamiento de los alcohólicos, empecé a vi-
gilarme. Al día siguiente estaba en casa de un amigo. Su compañero de habitación estaba
poniendo al horno unos pastelitos de chocolate, y nosotros tuvimos que salir para ir al
cine antes de que estuvieran listos. Me di cuenta en seguida de que, durante toda la pelí-
cula, yo seguía pensando en sordina en aquellos pastelitos. Estaba impaciente por ir a
comerme uno. Acabada la película, encontramos por casualidad a unos amigos que nos
propusieron ir juntos a algún sitio para charlar un rato. Me descubrí a mí misma presa del
pánico: ahora quería absolutamente aquellos pastelitos. Inventé una excusa cualquiera
para hacer una escapada a casa de mi amigo antes de terminar la velada en alguna otra
parte.
Estamos dominados por nuestras compulsiones. O quizás sólo me pase a mí. Pero, se me
antoja que las obsesiones poseen una gran energía. Esta energía puede ser contenida.
Sé que la mayor parte de mis amigos escritores están obsesionados por escribir. Funciona
exactamente como con lo del chocolate. Pensamos continuamente en que hay que escri-
bir, aunque estemos haciendo otra cosa. No es muy divertido. La vida del artista no es
fácil. Nunca está libre, a menos que se esté dedicando a su propio arte.
Sin embargo, creo que producir arte siempre es mejor que beber desmesuradamente o
atiborrarse de chocolate. A menudo me pregunto si todos los escritores grandes bebedo-
res de alcohol no beben tanto a causa de que no están escribiendo, o porque tienen difi-
cultades a la hora de escribir. No es que beban porque son escritores, lo hacen porque
son escritores que no están escribiendo.
Ser escritor y escribir significa sentirse libre. Significa cumplir la propia función. Hace
tiempo, creía que la libertad consistía en hacer todo lo que uno quisiese.
Sin embargo, la libertad consiste en entender quiénes somos, entender lo que tendríamos
que hacer en esta tierra y, por fin, simplemente hacerlo. No consiste en dejarse desviar,
en pensar que una no tendría que escribir más sobre su familia judía, si su rol en la vida
es precisamente éste: registrar su propia historia, explicar quién es eran estos Goldberg,
inmigrantes de la primera generación en Brooklyn, en Long Island y Miami, antes de que
todo esto pase y lo borre el tiempo.
Por eso, tal vez no todas las obsesiones sean algo malo. Estar obsesionado por la paz es
algo bueno.
¡Pero entonces hay que practicarla, no sólo pensar sobre ella y ya está! Tener la obsesión
de escribir es algo bueno. Pero entonces, escribamos. No dejemos que esta obsesión se
tuerza y se convierta en alcoholismo. Estar obsesionado por el chocolate no es bueno. Lo
sé por experiencia propia. Es dañino para la salud y no ayuda al mundo como puedan
hacerlo la paz y la escritura.