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que en la obra pertenece a lo que siempre está antes que la obra. Por él, la obra se realiza,
es la firmeza del comienzo, pero él mismo pertenece a un tiempo donde reina la indecisión
del recomienzo. La obsesión que lo liga a un tema privilegiado, que lo obliga a volver a
decir lo que ya dijo -a veces con la potencia de un talento enriquecido, pero otras con la
prolijidad de una repetición extraordinariamente empobrecedora, cada vez con menos
fuerza, cada vez con más monotonía-, ilustra esta aparente necesidad de volver al mismo
punto, de pasar por los mismos caminos, de perseverar recomenzando lo que para él no
comienza nunca, de pertenecer a la sombra de los acontecimientos y no a su realidad, a la
imagen y no al objeto, a lo que hace que las palabras mismas puedan transformarse en
imágenes, apariencias, y no en signos, valores, poder de verdad.
¿Qué queremos decir cuando en una obra admiramos el tono, cuando somos sensibles
al tono como a lo más auténtico que tiene? No hablamos del estilo, ni del interés y la
calidad del lenguaje, sino precisamente ese silencio, esa fuerza viril por la cual, quien
escribe, al haberse privado de si, al haber renunciado a si, mantiene, sin embargo, en esa
desaparición, la autoridad de un poder, la decisión de callarse, para que en ese silencio
tome forma, coherencia y sentido lo que habla sin comienzo ni fin. El escritor llamado
clásico -al menos en Francia- sacrifica la palabra que le es propia para dar voz a lo
universal.
Algunos, no se sabe por qué suerte o desgracia, sufren su presión bajo una forma casi
pura: se han aproximado por azar a ese instante y, vayan donde vayan, hagan lo que hagan,
los retiene. Exigencia imperiosa y vacía que se ejerce en todo tiempo y que los atrae fuera
del tiempo. No desean escribir, la gloria no les atrae. la inmortalidad de las obras les
desagrada, las obligaciones del deber les son extrañas. Preferirían vivir en la pasión feliz
de los seres, pero sus preferencias no se tienen en cuenta y son apartados, arrojados a la
soledad esencial de la que sólo se liberan escribiendo.
Escribir nos cambia. No escribimos según lo que somos; somos según aquello que
escribimos. ¿Pero, de dónde proviene lo que está escrito? ¿Aun de nosotros, de una
posibilidad de nosotros mismos que se descubriría y afírmaria por el sólo trabajo literario?
Todo trabajo nos transforma, toda acción realizada por nosotros es acción sobre nosotros:
¿Acaso el acto que consiste en hacer un libro nos modificaria más profundamente?
¿Entonces, sería el acto mismo lo que nos modifica, lo que hay de trabajo, de paciencia,
de atención en ese acto? ¿No se trata más bien de una exigencia más original, un cambio
previo que tal vez se realiza por la obra y al que ella nos conduce, pero que, por una
contradicción esencial, no sólo es anterior a su realización, sino que se origina en un punto
donde nada puede realizarse?
Kafka escribe dos veces en su Diario: “No me separo de los hombres para vivir en
paz, sino para poder morir en paz." Esa separación, esa exigencia de soledad, le es
impuesta por su trabajo. “Si no me salvo en un trabajo, estoy perdido. ¿Pero acaso Lo sé
tan claramente? No me oculto de los seres porque quiero vivir tranquilamente, sino
porque quiero morir tranquilamente." Ese trabajo es escribir. Se aparta del mundo para
escribir, y escribe para morir en paz. Ahora, la muerte, la muerte contenta, es el salario
del arte, es el objetivo y la justificación de la escritura. Escribir para morir tranquilamente.
Si, pero ¿cómo escribir? ¿Qué es lo que permite escribir? Conocemos la respuesta: sólo
puede escribir quien es capaz de morir contento. La contradicción vuelve a instalamos en
la profundidad de la experiencia. El escritor es entonces el que escribe para poder morir
y que obtiene su poder de escribir de una relación anticipada con la muerte. La
contradicción subsiste, pero se aclara diferentemente.
Movimiento contra el que hay que defenderse si, pese a todo, se quiere hacer obra,
como si sólo se pudiese escapar de la esterilidad escapando de la omnipotencia de la
inspiración, como si sólo se pudiese escribir -ya que es necesario- resistiendo a la
necesidad pura de escribir, evitando la cercanía de lo que se escribe, esa palabra sin fin ni
comienzo que sólo podemos expresar imponiéndole silencio. Este es el tormento mágico
vinculado al llamado de la inspiración, que necesariamente se traiciona, y no porque los
libros sean sólo el eco degradado de una palabra sublime, sino porque sólo se los escribe
haciendo callar lo que los inspira, traicionando el movimiento que pretenden recobrar,
interrumpiendo el “murmullo”.