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Prólogo informal
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Prólogo informal
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Las primeras escrituras de las que tengo recuerdo son aquellos diarios de infancia en los que
escribía cosas como «me gusta la naturaleza». Eran cuadernos con dibujos en la portada y hojas
de colores; tenían un candado y dos llavecitas para cerrarlos. Recuerdo levemente el placer de
Hace un par meses mi amiga Ana me mandó un mensaje con dos fotos adjuntas de su diario de
la infancia. Con ella descubrí (porque no considero lo que pasó como el acto de recordar), que
en realidad escribíamos esos diarios juntas. Que nos sentábamos frente a nuestro primer universo
cómo se sentía escribir sola y escribir acompañada. Supe lo que era tener un secreto y también
compartirlo.
Durante la adolescencia no escribí o no recuerdo haber escrito. Sufrí mucho, estaba demasiado
adentro de algo para escribir. Además, la escritura era «lo grande», «lo inasible», algo que había
que ganarse.
Fue durante la primera juventud que empezaron a surgir notas fugaces, ideas sintetizadas, gestos
de una escritura que quería nacer y no nacía. La escritura, en aquel momento, era un deseo, una
que les dejaba a mis amigas de la universidad. Ni siquiera hubo una apertura real o una
El gran impacto se dio con ‘Memorias del subsuelo’, de Dostoyevski. «Soy un hombre
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desencadenante de algo que existía como un agua subterránea. Ese líquido subyacente estaba,
siempre estuvo y no sé cómo lo sé, pero solo después de leer ese libro me desbordó.
Quizá fue la repetición de la palabra «indecible» (¿qué era todo aquello que no podía decirse?) o
las ideas que se despertaron en mí sobre el páramo, sobre la estepa simbólica. Quizá Siberia me
pareció un buen lugar para la soledad absoluta, para la posible locura, para la no-palabra. Quizá
Por Dostoyevski empecé a pensar en Rusia. En San Petesburgo. En el viaje como alimento de
la escritura. Leer me servía para atravesar paisajes. Atravesar paisajes me servía para viajar
mentalmente y para pensar en escribir, pero no para escribir. La escritura era un anhelo. Un
El primer diario que escribí con la firme intención de que fuera un diario, fue un cuaderno de
viaje que compré en la India. Tenía las tapas de cuero marrón y un cordoncito que se anudaba
alrededor. Cuando vuelvo a esos textos me parece todo más inocente y más genuino. Había un
intento de transformar el registro, un artificio torpe, pero aun así el bruto, la anotación pura,
resistía:
Me siento sola aquí, en este sitio en el que no hay nadie que sienta una mínima preocupación por mí.
Después de muchas horas de tren, todavía dormidos y cansados, llegamos a Jaisalmer, la ciudad dorada.
Cuando regresé de aquel viaje me compré cuadernos, otros me los regalaron. Me mudé a
Barcelona y en mi cuaderno de tapas negras, precioso, dibujaba las fachadas neoclásicas de los
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edificios del centro. Le hacía pequeños homenajes a la ciudad. Pero seguía en mí la idea de que
un año después. Hasta ese momento, nunca había sido un ejercicio de continuación.
En aquella época leí el diario de Pavese y tomé notas absolutamente fascinada. Había algo de la
mirada sobre la propia vida que me abismaba de mí misma. Pero también del pensamiento sobre
el pensamiento, del proceso de la escritura como diálogo con el proceso vital, del ser consciente
de la propia decadencia.
«Se escribe un diario para dar testimonio de una época (coartada histórica), para confesar lo
inconfesable (coartada religiosa), para «extirpar la ansiedad» (Kafka), recobrar la salud, conjurar
observación (coartada profesional). Musil lleva un diario para historiarse a sí mismo, para
examinar el cuerpo bajo el microscopio de su propia prosa; Mansfield escribe con el propósito
de aliviarse y, por fin, emerger; Junger, para contrabandear el horror bajo la forma de
conciencia; Barthes, para consumar un ejercicio meramente experimental...¿Y si todo ese variado
repertorio de funciones se redujera a una sola formula, arcaica pero eficaz: conocerse a sí mismo?
¿Por qué en el impulso que mueve a un escritor a escribir su diario tendría que haber algo más
que no fuera la decepcionante humanidad de un deseo que se cansa pero que no se muere: el
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No estoy segura de que mi deseo esté vinculado a la sinceridad. Quiero decir, ¿soy sincera en
mis diarios? ¿Cuento lo que soy, lo que realmente soy, o lo que quisiera ser? ¿Existe tal cosa
En palabras de François Mauriac: «Un diario es el lugar de las pequeñas verdades, que suelen ser
las mayores mentiras». Entendiendo entonces mis necesarias mentiras (sobre todo las que me
Recién ahora esto me parece cierto: empecé a registrar por miedo a olvidarme de mí misma y del
mundo. Hoy entiendo el diario como una forma antigua vinculada a la protección del instante.
El diario fue la forma que tomaron mis primeras escrituras y fue también la forma en que resucité
de la no-palabra. ¿Por qué? Supongo que el motivo no es único. Por un lado, la necesidad de
resignificar.
En el prólogo de su ‘Diario de una vida’, María Bashkirtseff se pregunta: «¿Para qué simular, si
es evidente que tengo el anhelo, la esperanza de permanecer en la tierra de cualquier forma que
sea?».
Y sigue: «Si no muero en plena juventud, quedaré como una gran artista, y si muero joven
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Me pregunto si tengo la misma esperanza que Bashkirteff de permanecer. Pero mi anhelo no es
permanecer cuando ya no esté, sino permanecer mientras todavía estoy. Tampoco creo que mis
diarios sean interesantes. Pero escribirlos (y a veces hacerlos públicos) me ayuda en ese no-irme-
del-todo. Me habilita incluso a revivirme. Al mismo tiempo, me transforma un poco en otra (no
sé si de la forma «rambaudiana», pero sí a inscribirme desde otro lugar) y buscarme allá afuera,
En una nota para la revista Rialta, Felipe Ríos Baeza dice sobre los diarios de Piglia: «Pero, ante
todo, recuerdo vivamente estar preguntándome: ¿es Piglia, realmente Piglia, quien aparece aquí?
Y si lo es, ¿por qué se escudó en el antifaz de este Emilio Renzi, su segundo nombre y su segundo
apellido? Quizás, pensé, cuando se escribe incluso algo tan personal como un diario es
imprescindible construirse un personaje secundario para –¿cómo decirlo?– decirlo todo. O para
pensar distinto, pensar mejor y más hondamente aquel sujeto con el que andamos cargando día
a día (y que, en su caso, se llamaba Ricardo, en primer lugar, y no Emilio; aunque Emilio
Cuando me fui de España y llegué a Buenos Aires, es decir, cuando logré huir, la distancia
produjo una ruptura. Acababa de cumplir veinticinco años y por primera vez en mi vida sentía
De forma casi orgánica empecé a leer cartas. De Joyce a Nora, de Kafka a su padre, de Anaïs
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de un tú que estuviera presente en lo textual. Buscaba a alguien más que no fuera esa otra que
Hubo una carta que se filtró en mis diarios porque trajo una idea. Una a la que todavía vuelvo.
Le escribe Dalí a Lorca: «…iré a buscarte para hacerte una cura de mar». A partir de ese
momento, todo lo que necesitaba podía se podía resolver con una cura de mar. Todo mi deseo
estaba concentrado en hacerme a mí misma una cura de mar. En que llegase alguien y me dijese
de la escritura, pero también el vínculo de quien escribe con su entorno. Con el afuera. De hecho,
‘Diario del afuera’, de Ernaux, fue lo que siempre intenté escribir y nunca pude. En ese diario
confluyen el registro puro (aquello que encontré de una forma naif en el diario de la India) y la
exterioridad. Siempre quise escribir lo que no estaba escribiendo. También quise tener la
¿Se trata de pequeñas repeticiones, pequeños fracasos íntimos? Intento escribir sobre la ciudad,
pero solo consigo escribir desde la ciudad. Siempre hay un diálogo de una geografía presente
(Buenos Aires) y una geografía pasada (el Mediterráneo). Ahí detecto un intento de
propio y con el relato propio perder la infancia, los recuerdos. Perder las costumbres, perder el
menorquín (la lengua materna), perder las palabras que me unen a mis amistades. De nuevo: el
También en Buenos Aires supe que podía leer poemas. Que podía acceder a la poesía con el
gesto simple de desearla, agarrar un libro, abrirlo, intentar entender/interpretar y fracasar, pero
insistir. Me sentí afuera de la poesía por días, por semanas, por meses, hasta que un día ocurrió.
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A finales del año 2014, estaba leyendo a Pizarnik en el sillón y cerré el libro como quien da un
portazo. Entonces entendí que leer poemas también podía hacerme sentir incómoda. A partir
y a la soledad
perdidos en el desierto.
Cada vez que leo un poema entiendo que todo lo que escribo son poemas frustrados. Que
escribo diarios para que de ahí surjan poemas algún día. Para no olvidarme del destello. Del
instante que quiero asir, de la dirección en la que la escritura se despierta y va, y camina, torpe,
Nunca me importó «la otra escritura». Quiero decir, generalmente (lo dijo Blanchot, por
ejemplo), el diario se entiende como lo que escriben las escritoras y escritores cuando no escriben
privado» que póstumamente se hace público. Para mí siempre fue la única escritura, la escritura
magmática, la escritura que escribo aun cuando no escribo, como dice Tamara Kamenszain en
Los diarios de escritura son, para mí, una forma de escucha. Desde esa atención, ese ejercicio de
auscultar las cosas, hago un registro y ese registro funciona como anclaje, pero también como
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materia prima para quizá algún día sacar de ahí un poema; como quien abre un álbum lleno de
De vez en cuando releo mis cuadernos buscando pistas de dónde estuve, a quién amé, qué ruido
me molestó en avenida Dorrego. Están llenos de un dolor que me avergüenza. A veces encuentro
rastros de pérdidas, confusiones, formas axiomáticas y soberbias de leer la realidad. Pero otras
veces hay pequeñas piezas, miniaturas de la memoria, destellos de asombro que pulsaron una
Dice Ríos Baeza: «…el diario puede permitirse la escritura desatada, la incongruencia, la no-
Cuando escribo un diario me fragmento en la escritura. Nada persigue una lógica más que la de
estar viviendo/estar escribiendo. La de un presente que deja de ser presente en cuanto es escrito
¿Qué hay dentro de mí, qué hay afuera, cuáles son los límites entre quien vive y quien escribe?
Cuando escribo lo que pienso, el lenguaje convierte la idea en otra cosa. Cuando escribo lo que
siento, el lenguaje convierte la emoción en otra cosa. Cuando escribo lo que vivo, el lenguaje
único momento en que la escritura me hace feliz. Así que últimamente estuve concentrando el
atravesando un campo de hinojo, persiguiendo a los perros del cementerio, mirándole el lomo
al caballo. Me encantaría estar afuera de esta habitación. Que la escritura no reflexionase. Solo
registrar. Hacer un registro minucioso sobre el cuerpo de un pájaro, sobre el movimiento de los
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cangrejos. A lo mejor todo esto es mucho más simple y sufro en la ciudad porque me gusta la
naturaleza.
confundidas
de amor desesperado.
El animal temblaba.
temblaba?
casi lloraba?
un niño solo
con su perro.
(Juan L. Ortiz)
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Segunda parte: Diario hacia la costa
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Notas de abril
Voy con mamá en el auto y suena Lluís Llach. Las dos cantamos al unísono: «Si tu l’estires bé
per aquí…i jo l’estiro bé per allà…». Algo en mí se despierta: la certeza de lo perdido, lo-sólo-
Regreso a Buenos Aires después de dos meses en casa de vacaciones. Esta vez me cuesta un
poco más irme que otras veces. Me doy cuenta de cada vez que me voy, estoy más lejos. La
lejanía no es solo espacial, sino temporal. Aquí (no tanto en España, sino en el Mediterráneo) ya
lo que escribo en este librito está lleno de elementos corpóreos y naturales, de animales marinos,
Quisiera que este sea un libro amniótico. Escribir poemas en los que pueda descansar, vivir un
A veces me quedo muda, pequeña. Escribo una carta por si acaso hay alguien del otro lado.
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Viajé en barco al otro lado. Viajo como movimiento puro, como traslación de mi cuerpo. Viajo
en silencio y miro a alguien que viaja en silencio. Viajo sola y nadie me ve, entonces el placer de
Compré un ejemplar del I Ching en la Feria de Tristán Narvaja de Montevideo. Nunca supe el
ritual, pero lo abro como si fuera un oráculo. Elijo un número y abro esa página: 67. La Pisada.
El dictamen:
Este es un cuento que me cuento a mí misma. Una canción que me canto para escapar del ruido.
cama y con la mano sobre el abdomen me digo en menorquín: no tenguis por, ets forta.
Mi miedo más terrible es la intemperie. He descubierto que vengo escribiendo «sobre» este
asunto hace algún tiempo. O dando vueltas alrededor del núcleo de la intemperie.
Leo un texto que escribí paralelamente a la escritura de estos poemas, Carta a Kafka:
intemperie. Porque en la infancia, la intemperie se siente como el más temible de los peligros.»
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Encuentro resonancias con Si digo mar y veo que mis obsesiones no son más que una repetición
Mamá, algunas veces cuando se enojaba conmigo se iba, avanzaba por las calles y yo estaba
detrás de ella, siendo niña, y corría y ella no frenaba, nunca frenaba, su orgullo la empujaba lejos
de mi niñez. Aquello era intemperie: verla despegarse, ser una persona, ser una mujer, un
Nunca supe por qué me quedé en Buenos Aires. Tengo razones suficientes, pero hay un no-
motivo que me perturba. Ante la impotencia de no encontrar un hogar físico, trato de fundar un
Mi hermana me cuenta y yo tomo notas: la manzanilla, las siestas del abuelo. A veces son
imágenes. Es como si viera aquel vídeo de nuestra infancia en el que aparecíamos alimentando a
los patos. Mamá tenía una melena larga y rubia; había una furgoneta aparcada en la playa.
Viajé a un pueblito de la Pampa. Fueron un par de días, pero logré descansar, frenar un poco la
ansiedad, dejar de imaginar el campo para tocarlo, para ser tocada. Todo ocurrió despacio.
El primer día, caminando por la vereda, vi un caballo marrón pastando ahí nomás, en la puerta
de una casa. Me quedé paralizada, como si fuera la primera vez en mi vida que veía un caballo.
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Entonces, con la boca abierta, levanté la mano y señalé al animal para que J. también lo mirase.
Señalar al caballo, decirle a J: «Mira, un caballo alimentándose tan cerca», me pareció un hecho
profundo y hermoso del lenguaje. Mi asombro despertó a la palabra. Dije al caballo y el caballo
¿Esto es un libro? Podría serlo, pero tengo que aprender a explicar por qué.
He visto a Julia en una cafetería. A partir de nuestro encuentro le pongo atención a algunos
elementos del libro. Por ejemplo, la ausencia de mayúsculas. Decido interpretarlo como la
búsqueda de la ternura. Se eliminan los rasgos duros del lenguaje porque para mí el español suena
fuerte y no puede decir las cosas más suaves. Por eso a un animal, a una niña, les hablo siempre
en menorquín.
Otro ejemplo: no hay coherencia en el uso de algunos regionalismos. A veces escribo «allí», a
veces escribo «allá». Supongo que este mecanismo es un espejo de mi lenguaje oral. A veces digo
«allí», porque es allí donde ocurrió la infancia. A veces digo «allá», porque es aquí, en Argentina,
donde aprendí a decir «allá» para referirme a lo muy lejano, a lo que está del otro lado, a lo que
dejé atrás.
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*
No encuentro una herencia poética clara ni esa puerta que tengo que abrir ni ese mapa, ese
corpus de lecturas. Es una cacofonía, un desorden. Lo que se me ocurre es hablar de obsesiones
comunes como Circe Maia con el mar o Sylvia Molloy con la lengua o Coral Bracho con la
memoria.
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Notas de mayo
Una noche estaba en Longchamps, en el conurbano sur, en la casa donde se crio mi padre, y me
di cuenta de que me faltaba el aire. Llevaba pocos meses viviendo allí. Hacía unos días que
intentaba entrar en la poesía de Pizarnik sin salir de la habitación. La luz era anaranjada o las
paredes de la casa eran naranjas. No me había sacado el pijama en varios días y comía poco.
Fumaba muchos cigarrillos y tomaba litros de mate. El caso es que me estaba ahogando –
literalmente– y salí al jardín para respirar. Me senté en la reposera y cerré los ojos. Hubo una sola
imagen, tan vívida como si estuviera ahí mismo: mi hermana y yo sumergíamos unos
La lengua materna se fue diluyendo con el tiempo. Hablo menorquín con mi madre, mi abuela
y un par de personas más. No puedo escribir en menorquín; a veces me resulta incluso ajena y
sin embargo es tan mía esa lengua, tan nuestra, tan del principio.
peleábamos, que cambiábamos naturalmente al castellano para insultarnos. Porque era más duro,
más feroz, porque tenía la j y la z, porque iba al hueso, porque dolía. Después, una vez
reconciliadas, volvíamos al menorquín como ejercicio paliativo. Con los años lo abandonamos
definitivamente, no sé si porque nos peleábamos muy seguido o porque todas nuestras relaciones
extra domésticas las construimos en castellano y fuimos cediendo territorio, dejando que una
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La otra lengua, la del padre, la del colegio, la lengua institucional y pública, fue la lengua en la
que pensé, soñé y escribí toda mi vida. Pero empezó a transformarse desde que migré a
me importa si lo ponen en duda, para mí el español de la infancia ya no existe y desde que eso
Leí ‘Escribo entre dos mujeres’, de María Inés La Greca. La filósofa argentina propone un
se sutura y se hiere, se vuelve a suturar y sangra otra vez la herida. Porque volver imaginariamente
a través de la sutura interlocutada de los cuerpos a un útero imposible solo se puede por un
momento… y en la férrea disección que el tiempo nos impone sabemos que no podemos olvidar
lo que hemos aprendido: que se vive ex-útero, ex-origen, en la ex-sistencia, añorando la carne
común que somos, que solo por momentos se restablece en la sutura de una garganta a un oído,
de unos dedos a unos ojos. Abismo, cuerpo, sutura y tiempo, en la experiencia de la interlocución
profunda.»
Esta idea me hizo pensar en la escritura epistolar. En las cartas que envié todos estos años en
forma de email. En las cartas que recibí en forma de email. En las cartas que mi abuela le escribió
a mi padre durante años y en las que ambos hablaban del regreso de mi papá a Buenos Aires,
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Mi papá se fue de Argentina en 1979. Tengo más acento porteño que él. Él no tiene acento y yo
tengo un poco a veces y otras veces bastante. Leo las cartas que le escribió a mi abuela en los
Esta tarde estuve merendando en Longchamps con mi tía Carla. Sacó una carpeta de cartón y
me la entregó. «Mirá, son todos papeles de tu abuelo, fíjate si los querés a vos que te gustan esas
cosas».
No conocí a mi abuelo. Nadie lo entendió nunca, pero todo el mundo lo adoraba. Encontré una
carta que una mujer le escribió en 1955. En realidad no tiene fecha, pero creo que es de 1955.
La carta es un despliegue literario, un juego precioso con el lenguaje. ¿Dónde está la obra de esa
mujer?
A veces pienso que mi estadía en Argentina no tiene ningún sentido. Es decir, que vine buscando
algo que nunca voy a encontrar. Esa inutilidad, esa pregunta sin respuesta, podría estar hecha de
nombrar, sino dejarme escribir. Creo en la poesía como pregunta, pero también como forma de
descansar del acecho. Dejarse acechar por las cosas, dejar que la palabra tenga hambre de mí.
Bajar los brazos. Que el poema sea una forma de rendición, una forma de humildad.
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Abro la computadora y escribo un mail. Es para Marina, mi pajarito azul. Me gusta escribirle
mails que son cartas e imaginarla en su habitación del valle con una luz particular; quizá la luz de
En el cuaderno negro anoté algunas cosas pensando en ti. Te hablaba del incendio en
Tepotzotlán y de los animales huyendo hacia el pueblo. Te hablaba del agua furiosa que llegó
hasta el camping y lo inundó todo. O del miedo que tuve de morir cada día. A veces se lo contaba
a J. y otras no, entonces me levantaba y caminaba por la orilla cantándome canciones en catalán.
Pasamos cinco días en Mermejita. Hicimos lumbre, cocinamos tortillas, cortamos la fruta y la
dejamos sobre el plato azul. Por la tarde poníamos las sillas de madera mirando hacia la costa y
leíamos en silencio. Amar a alguien es como estar sola mientras otro te da la mano.
Un día caminando por Oaxaca te imaginé con un vestido blanco con bordado de flores y estabas
hermosa. Sonreías, tomabas cerveza con alguien y caminabas descalza. Sentía celos porque no
México: la ciudad me duele. México: a veces sólo quiero dormir. México: fruta fresca. México: el
océano no es el mar. México: sexo entre las rocas, agua hirviendo, cangrejos, aire seco de las
sierras, treinta grados, Zaachila, mezcal, trigo en remojo, su boca sobre mí, cuentos orientales,
Las Malas en una cafetería y un polvo contaminado en los ojos. México: en el avión no tuve
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Notas de junio
Extraño el mar furiosamente. Tanto que podría volverme loca si no veo pronto la línea azul al
fondo de algo. A veces estoy en casa, escucho el aviso de la llegada del tren y creo que es la
bocina de un barco.
Un día bajando a toda velocidad por una avenida cerca de Puerto Madero cerré los ojos como si
una fuerza salina me guiara. El olor de la sal, el olor de los barcos, el olor como forma de regresar.
La poesía como forma de elegir dónde mirar, con qué memoria quedarse.
Leí en clase el poema «Nuestra historia en cuatro partes». Murat me dijo que bien podría llamarse
«Nuestra lengua en cuatro partes». Creo que tiene razón. La lengua me importa, me obsesiona,
absorbida por el franquismo. Pero no tengo intenciones políticas con el libro. Ni siquiera sé si
tengo intenciones. Es todo una cuestión orgánica e inherente a la búsqueda medular que no es
otra que la búsqueda de lo perdido y es desde ahí que reconozco un ejercicio de emancipación.
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Estoy leyendo a Alicia Genovese. Me gusta hacerlo como un ritual. Prendo la hornalla, caliento
un poco de agua y me preparo un té con limón, jengibre y miel. Me coloco en la esquina izquierda
«En cualquier caso, el hacer poético, la escritura misma, va enhebrando como cristales más o
menos reconocibles, dentro de una composición, actos perceptivos que remiten a una
subjetividad.»
Leí de un tirón el poemario de Mariana Finochietto, ‘La hija del pescador’. No me gusta leer
poemarios a esta velocidad, pero no pude evitarlo. Mientras lo sostenía con una mano, con la
otra cocinaba. Se me terminó quemando el guiso. Yo tampoco podría ser esa «mujer que espera
en casa».
Finochietto acude a su niñez, rescata una herencia, una memoria familiar, y formula una
La nostalgia deforma todavía más la memoria. No recuerdo apenas mi infancia, pero las cosas
En la naturaleza se despierta mi niñez, lo lúdico, ese «brillo que probarse» de Fernanda García
niña para poder ser adulta. Me desconozco para escribir, como diría Nati Romero. Duelo y me
curo para escribir. Curarse para escribir. Curarse escribiendo. Curarse porque la escritura nace.
muchachito.
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Escribo sola y escribo acompañada de eso que ya no somos. Lo que no sé si fuimos alguna vez,
Vuelvo a esa sensación extraña que tuve cuando salimos del Gaumont después de ver El silencio
es un cuerpo que cae. Al día siguiente le escribí una carta a J. La nostalgia es una consecuencia. El
tiempo, vivir en un «tiempo que no se preocupa de ser tiempo», como dijo Menchu Guitiérrez.
Me obsesiona hasta el hartazgo mi relación con lo-que-ya-no-puede-ser. La poesía podría ser una
La carta decía:
Av. Rivadavia. Tú te paras frente a la boca del subte, que está cerrado. No sé cómo llegar hasta
mi casa. ¿Te das cuenta? Mañana te irás o pasado mañana te irás y me quedo aquí en esta ciudad
en la que aparentemente estoy viviendo. Vivo en Buenos Aires, ¿es cierto? Un día elegí este lugar
y ahora no sé por qué, pero la cúpula del Congreso es una figura extraña que rompe el cielo.
Recién vimos El silencio es un cuerpo que cae en el Gaumont. Las dictaduras militares arrasan con el
capital humano de los pueblos, te digo, y tomas un poco de tu cerveza. Quisiera estar en otro
lugar, como siempre, pero dónde voy a estar si no es aquí.
Papá podría haber desaparecido en aquel cumpleaños. Quiero decir: los militares podrían haber
hecho desaparecer a mi padre en aquella noche de 1977. Me gustaría que él recuerde que no
desapareció; que desaparecieron tantas otras, tantxs otrxs que se parecían a él. Caminamos por
Callao y tú insistes en sacar plata y tengo ganas de reír a carcajadas para sacarme este misterio,
para que salga de mí la imagen del backstage. El dolor siempre silencioso. El dolor siempre antiguo.
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Casi siempre confundo la tristeza con alguna otra cosa. Abro YouTube y pongo La estaca, de
Lluis Llach. Canto en voz alta. Estoy sola en esta casa de Villa Santa Rita. La perra duerme en la
cama y escucho sus ronquidos leves cuando termina la canción. La luz del sol choca contra la
ventana.
Escribo un poema para ir hacia la infancia. Para viajar hasta la niña que fui y besarle la frente.
Cuando me desperté ningún interruptor respondía y estaba sola en casa. Se fue la luz. Fue un
apagón en todo el país. No podía leer, no podía trabajar en la computadora, no podía abrir el
techo del patio para que entrase un poco de sol porque seguía lloviendo.
F. me mandó un mensaje diciéndome que si venía para casa o qué. Vino con un abrigo verde y
un paraguas multicolor. Siempre me sentí triste a su lado con estas pocas ganas de llamar la
atención y la ropa negra, gris, blanca. Él todo lo contrario: amarillo, naranja, fucsia.
Nos sentamos en la mesa del living y lloramos un buen rato. Me regaló un cuaderno artesanal y
me contó el tipo de punto con el que estaba cosido. Siempre me enterneció su nerviosismo de
niño.
Cuando se fue me dijo que a veces sueña que está bailando y que me ve parada sobre la Av.
para siempre como cuando me corté el dedo en el monte y un poco de ese dedo se quedó ahí,
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Abrí el cuaderno que me había regalado unos minutos atrás. Físicamente me costaba escribir
porque estaba muy triste, pero aun así escribí varias páginas. Fue la primera vez que logré algo
así.
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Notas de julio
Escucho ‘La flor groga’, de Manel. Este disco me devuelve una imagen: E. y yo en el auto siete
años atrás, cuando viajábamos a su casa de la playa por los acantilados y él era tan joven. A veces
miraba la costa recortarse a través de la ventana y no podía creer cuánto nos amábamos.
Dice la canción: «Ja em entès que ets un ànima errant que abandona les cases quan tothom
dorm».
Katherine Mansfield en su Diario: «Siento que hoy no voy a poder soportar este silencio. Me
En México escribí dos postales, una para Marina y otra para Lucía. A las dos les contaba del
océano, pero curiosamente ahora que las leo porque están aquí, conmigo, sobre la mesa, veo que
las escrituras son muy distintas. La que va dirigida a Lucía es puramente descriptiva: «Comemos
frutas y huevos, las olas son enormes». En cambio, la que le escribí a Marina me parece más
poética: «¿Vimos alguna vez una luna naranja y enorme detrás de las rocas?». Todavía no envié
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Soy obsesiva con la música que escucho igual que con los libros que leo. Entro tanto en una
canción o una lectura, la repito tanto, hablo tanto sobre una u otra, que me olvido de que escuché
otras canciones o de que leí otros libros. Pierdo completamente mis referencias culturales. No
recuerdo nada más que un universo en un momento concreto y ese universo le da sentido a todo
lo demás.
Mi miedo a perder la memoria me empuja hasta autoras como Coral Bracho o Sylvia Molloy, a
quien también me empuja mi realidad de «vivir entre lenguas». Bracho escribió su último
poemario, ‘Debe ser un malentendido’, nadando en las aguas del Alzheimer. Algunos poemas
¿La poeta lucha con el lenguaje contra el Alzheimer? ¿O lucha con el Alzheimer contra el
lenguaje?
Escribe Molloy en ‘Vivir entre lenguas’, hablando de una amiga suya que tiene Alzheimer y es
bilingüe: «Pero si no reconoce a la gente, ¿cómo reconocería su propia lengua, alienada, acaso
amenazadora?».
Leo una novela de Joan Didion y me parece un diario íntimo escrito en tercera persona. ¿Qué es
escribir ficción? Estoy tan lejos de comprenderlo. Creo que los personajes solitarios son menos
verosímiles y mucho más interesantes. No conozco a nadie como Maria y en cambio, estoy
fascinada.
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*
En ‘La vida invisible’, Sylvia Iparraguirre escribió: «Soy consciente de las trampas del lenguaje,
de las elecciones narrativas que se hacen a medida que se escribe un texto: uno se reconstruye
Han pasado cinco años de alquiler, deuda, migraciones, mudanzas, transporte una hora dos horas
tres horas, vuelta a casa, inflación, dólar y etcétera. Me quiero ir con insistencia, me quiero ir ya,
hoy, mañana. Y al mismo tiempo: despedida dulce. Mi diario de estos días se llama «chau».
F. y yo prendimos velas y la luz se reflejaba en su lágrima, una enorme que le caía por la mejilla
y entonces yo también lloré. Cuando estoy con él es como si todas mis células fueran de un
material permeable. Este fue un amor de animales adentro de una madriguera en mitad del
bosque, en invierno, con tormenta. Así era que nos protegíamos tanto, pero a veces nos
equivocábamos y del hambre, del miedo, nos mordíamos el uno al otro y nos hacíamos heridas.
Mi abuela y yo viajamos a San Rafael de Mendoza. La cara le cambió desde que nos encontramos
en Aeroparque. Hacía años que no iba y estaba emocionada, como volviéndose niña.
Pude salir de mí, me entregué: a sus deseos, a sus necesidades, a su mirada. La escuché en silencio,
la observé tener frío o sonreír con el sabor de los zapallitos. No fui el centro del mundo, no
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alimenté mi drama de niña ni creí que entendía lo que no entiendo. A veces necesité un momento
No sé estar pendiente de alguien: «Nena, agarrá la cartera, sacá una foto, pásame los lentes,
ayúdame con el bastón, envíale un mensaje a tu papá». Pero lo intento: «¿Quieres que te lo corte,
estás con frío, te pusiste las gotas?». Me cuesta porque se me olvida que mi abuela tiene noventa
Ahí estaba, perdida entre las cosas de mi abuelo, junto a otras cartas y también junto a tarjetas
de visita, agendas telefónicas, papeles administrativos. La miro una y otra vez, paso los dedos
Le tengo un miedo espantoso a la muerte (…) lloro para remediar nada, te hago un daño atroz
y/o me lo hago a mí. ¿Qué somos, qué soy? Somos un bloque fuerte sólido con defectos de una
de las partes de ese todo, o soy una cosa aislada con fallas que joden a otra cosa aislada que quiere
ser feliz.
(…) vida es todo lo que no funciona bien, todo es perfecto en lo infinito menos la vida y sus
consecuencias (…) Miento para que me crean mejor de lo que soy. Cuando no se tienen cosas
malas que ocultar no se miente.
Se pone uno frente al presente continuo estar siendo lo que fuiste y lo que serás. Siento mi mente
densa, presiento la inutilidad de la expresión, me siento importante escribiendo cosas que creo
que si las leo no las entendería, como no entiendo cosas de ese mundo mío, como no entiendo
lo que escribió el traductor del pobre Erick From * que quizá lo que pensaba era tan simple como
la vida mía y qué me importa Erick From si yo no sé lo que me quiere decir, pero está allí en mi
portafolio está esperándome con una sonrisa hasta el día del examen y sin embargo hay seres
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normales como yo que se pueden volver locos de miedo o de cobardía o de soledad o de angustia
por tener conciencia de ser cobardes miedosos o de quedarse solos.
(…) escribo incoherencias porque está de moda y quiero probar si soy moderna? Qué risa! Mis
manos tiemblan (…) me resisto a poner puntos porque mi vida continúa después de cada oración.
(…) la gente grande no escribe estas cosas, escribe siempre cosas muy serias: boletas de compra
venta, correctas cartas de amor, pedidos, explicaciones, aclaraciones, disculpas,
etc.etc.etc.etc.etc.etc.etc. (…) escribo una carta de entre casa para nosotros, es notable! Tú: indica
una persona; Yo: indica otra persona; nosotros: indica dos o más personas y no hay nada que
nombrando un ser signifique una fusión de dos, o es que valdrá la pena inventarla, porque
mientras yo pienso que estoy loca frente a ti que no estás, tú estás en una política reunión sin
sentir que yo estoy aquí y contigo. Qué ridículo que es todo esto! (…) esto son disculpas por
haber perdido el tiempo de las camisas y los calzoncillos y las medias y la camiseta, pero no serás
cruel y me comprenderás, y no pensarás en hilvanar esto ni recurrirás a un amigo psiquiatra,
porque esto lo ha escrito eso que aún no se ha inventado, que soy un tú y que eres un yo, eso se
ha escrito a sí mismo. ALE ESTOY AQUÍ EN EL UMBRAL DE LO QUE PUEDE SER
LOCURA? C O N T E S T A M E !!!!
(…) estoy muy cansada, y si tú llegaras ahora, en este instante? Me enroscaría como una serpiente
para esconder esta porquería y te haría una sonrisa de mentira.
* Erich Fromm
Descubrí la fuerza del lenguaje gracias a mi hermana Mar. Se ponía delante de nosotras, sus
hermanas pequeñas, y fingía que escribía en una pizarra. Una pizarra invisible en la que dibujaba
con la mano frenética. Aquel aire se llenaba de palabras en griego: Eirene, Irene, significa paz.
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Mientras escribo Si digo mar, pienso: la carta de una mujer inteligente, lúcida, escritora a quien mi
abuelo dejó de prestarle atención. ¿Escribió otras cartas, poemas, escribió un diario desquiciado?
Este es un ejercicio genealógico que empezó hace cinco años y los documentos todavía llegan
hasta mí. Sigo encontrando cartas y fotos, me siguen contando «tú abuelo tal cosa».
Viene una imagen: tú llevabas un ejemplar de ‘El viejo y el mar’ en la mochila. Llegamos hasta la
playa diminuta. No habíamos desayunado, pero nos tomamos dos vasos de tequila. En la arena
construimos una estructura con palos y tú no quisiste acercarte demasiado porque yo era joven.
En el campo me doy cuenta de que estoy viva. No en un sentido filosófico, sino orgánico: siento
el agua fría en las manos, corto la cebolla y me hace llorar, veo el sol cayendo sobre los campos
y recuerdo que hay un sol que se cae sobre los campos. La palabra se duerme adentro, un rato,
y descanso de mí misma.
Leo ‘Con el más pequeño e imperceptible de los cuerpos’ de Barbara Cassin: «Cuando llegó el
verano, partió entonces para el sur y se puso a buscar el refugio del poema».
¿Todo el tiempo escribo? Quiero decir: cuando miro a Sofi dándole un poco de pasto a un
caballo en la boca. Cuando las vacas nos miran en silencio y es casi la tarde.
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En ‘La intimidad inofensiva’ de Tamara Kamenszain, la autora menciona lo que León Ostrov le
dijo a Pizarnik: «Usted es de esos seres que trabajan siempre porque la intimidad no descansa».
Y añade: «Lo que él parece decirle a su ex paciente es que la materia con la que trabajan los
Últimamente hablo mucho de esto con Sofi. De la escritura que ocurre cuando no escribimos.
Escribir sobre la ruptura entre la infancia y la adolescencia. La primera vez en la vida que se
Pasé mucho frío por la noche. Soñé con una bolsa de agua caliente y alguien que la vaciaba.
Por la mañana miro el lago y el pasto seco. Los pájaros están cerca. Vamos con Sofi y las niñas
a sacarle fotos a la ropa tendida y a los animales. María tiene cinco años, hoy lleva un abrigo rosa
y las mejillas se le encienden con el frío. Es fiel al propósito: ir hasta donde pastan los caballos,
Hace algunas semanas que pienso en escribirte pausado. Avivar el fuego de la distancia, quizá. El
abismo silencioso entre tú y yo, entre nuestros cuerpos, el rincón íntimo.
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En la ciudad todo pasó tan rápido que no hay relato, solo algunas imágenes que rescato para
contarte: la perra sobre mí, dándome calor mientras leía en el sillón del living, con apenas la luz
de la lámpara a la izquierda; estar arriba de la bicicleta por la calle Lavallol con el sol de la tarde;
la fachada de Galerías Pacífico mientras esperaba el colectivo; entrar en la librería cuando ya no
había nadie y ver tantos libros, querer leerlos todos y sentir la ansiedad en la panza; el sonido del
tren del oeste llegando a la estación; las campanadas de Villa Santa Rita un día de soledad en el
patio mientras tomaba mate y miraba a las plantas resentirse ante la oscuridad de los días.
La Guanaca. El lomo de los caballos del mismo color que el resto del paisaje. Todo tan seco: el
maíz, nuestros labios. Las niñas abrían la bolsa y nosotras metíamos las mandarinas, después
paseamos con los perros hasta los médanos y ocurrió aquello de la foto, María y sus piernitas.
No eran especialmente cortas, pero me gusta decirles así: piernas cortitas, piernitas, porque tiene
más mérito el camino que hicimos hasta el lugar donde los caballos tomaban agua. Sofi reavivó
el fuego tantas veces que todo quedó recogido, caliente, y pudimos sentarnos a leer una obra de
teatro de Agustina Muñoz.
Mi abuela pregunta por los árboles, pregunta por la vecina, si ya murió o qué, pregunta y luego
dice que este no es su San Rafael. Come y recupera los sabores perdidos: el zapallo en almíbar,
las raspaditas, el dulce casero de damasco, los zapallitos rellenos. Toma vino y siempre pide un
vasito más.
A veces estoy mirando el camino mientras paseo a Tomi y te veo: sonríes o cocinas. Siempre una
de las dos cosas. Quiero ser una niña y que tú me saques fotos y me devuelvas una imagen
recuperada de lo que recuerdo de mí.
recuerdos como imágenes o sensaciones que forman un relato dislocado. A estos efectos les
llamo «reminiscencias». Entonces ahora, mientras miro los álamos, estoy paseando por el
mercado de Sucre con un kilo de fruta en las manos y justo después filmo a un hombre que corre
por un parque de Villa María vestido de rojo y cruzo una calle de mi barrio en Valencia; un auto
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frena en seco y casi atropella a la perra obediente, mi corazón se para, pero la perra está a salvo.
En este mismo momento el agua de lluvia de la selva me moja y discuto con mamá en la puerta
de una tienda y tomo cerveza en una terraza de Delhi, Javi sonríe y le veo los ojos a Olivia
Estoy en Quito. Este año me moví de un lado al otro sin saber cómo lo hice, pero agradezco
«Escribo porque la vida no apacigua mis apetitos ni el hambre. Escribo para grabar lo que otros
borran cuando hablo, para escribir nuevamente los cuentos malescritos acerca de mí, de ti. Para
ser más íntima conmigo misma y contigo. Para descubrirme, preservarme, construirme, para
lograr la autonomía. Para dispersar los mitos que soy una poeta loca o una pobre alma sufriente.
Para convencerme a mí misma que soy valiosa y que lo que yo tengo que decir no es un saco de
mierda. Para demostrar que sí puedo y sí escribiré, no importa sus admoniciones de lo contrario.
Y escribiré todo lo inmencionable, no importan ni el grito del censor ni del público. Finalmente,
Hace un par de días que no escribo y me doy cuenta de que este mal humor, esta tensión adentro
plaza y anoto algo, como una pre-escritura, un lugar desde el que lanzarse, una forma de habitar
la falta. De ahí devendrá algo, supongo, o no, pero la calma me alcanza poco a poco, se liberan
los músculos, y es como poner en orden la habitación después de varios días de dejadez.
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Sería mucho decir que la poesía me salvó, pero sí reconozco una potencia cada vez que escribo
un poema. Podría ocurrir más seguido. Sacar la cabeza del agua más seguido.
Dos recuerdos.
Uno: Ana y yo haciendo galletas en casa de Paula, en aquella cocina estrecha que se impregnaba
del olor de la harina horneada. También alquilábamos películas en el videoclub, nos sentábamos
Dos: F. corriendo desde la estación hasta el museo y yo persiguiéndole. Era de noche y tuve un
miedo terrible de verle desaparecer. Los latidos se me escapaban por la garganta y pensaba qué
Siempre me obsesionaron los faros. La luz vista desde el mar: la tierra que salva, la llegada. Y
desde la costa, ¿qué vemos cuando miramos hacia el mar? ¿Pura inmensidad a secas?
Cuando puedo visito el Far de Favàritx, en la costa Noreste de Menorca. Es como mi Finisterre,
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En el libro ‘Cuaderno de faros’, de Jazmina Barrera, la autora establece una relación entre sus
lecturas sobre los faros (sobre todo en novelas clásicas) y sus vivencias con estas construcciones
magnéticas. Al final del libro hay una parte que se llama «Cuaderno de viaje». Escribe Barrera:
«8 de julio
Si esto fuera un diario de verdad, aquí contaría cómo ese pájaro me recordó a otro pájaro que vi
un día que me despedí de alguien. Si fuera un diario, contaría lo que pasó el día que vi ese otro
pájaro. Pero como no es un diario, sino un cuaderno, como lo que quiero en este viaje es
olvidarme de ese día, de ese otro viaje y esa despedida, no voy a seguir escribiendo.»
Carta a Yaiza:
Querida
Muchas gracias por tu carta. Leerte en la resaca del verano ha sido hermoso. Algún día, quizá,
puedas enseñarme los secretos de tu isla, los lugarcitos que siguen a salvo.
Acabo de terminar la tesis del máster y justamente es un diálogo con el imaginario menorquín
que tanto calor me da cuando ando perdida en Buenos Aires. Cuando siento el agotamiento de
no ver el mar por semanas, por meses. Escribir este libro ha recolocado una pieza que andaba
suelta dentro de mí. Ha sido como volver a la infancia: darle de comer a los patos en Binisafúller;
ver a mamá con su melena rubia, siempre joven y semidesnuda; estar a la sombra de la higuera;
acercarme a la roca y ver el fondo de las cosas.
Ana y yo íbamos a Menorca cada verano. Tomábamos un avión siendo niñas y llegábamos al
aeropuerto: mis abuelos siempre puntuales. En el coche de camino a Calescoves, pasábamos por
San Clemente y ya de ver la iglesia blanca al fondo del camino de piedra seca, se me aceleraba el
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corazón. Un pulso de niña que regresaba. Pasábamos los veranos en la piscina y afuera con las
vecinas, arrancando un poco de hinojo y oliéndonos las manos.
Cuando crecimos seguimos yendo. A veces juntas o cada una cuando podía. Trabajé en el
restaurante un par de años y me gustaba la sensación de prepararlo todo mientras se hacía de
noche. Los barcos descansaban. También me cansaba mucho y mi rato de felicidad era ir con
Laura hasta Sa Mesquida a darnos un baño y a comer helado de avellana.
Gracias por invitarme a este ejercicio de reconocimiento. A susurrarnos de una isla a otra isla.
Me encantaría que sigamos con la correspondencia y llamarle así: correspondencia.
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