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Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF

Por Carla Santángelo Lázaro


Índice

Prólogo informal

Primera parte: Escribir un diario ………………………………………3

Segunda parte: Diario hacia la costa …………………………………..13

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Prólogo informal

Primera parte: Escribir un diario

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Las primeras escrituras de las que tengo recuerdo son aquellos diarios de infancia en los que

escribía cosas como «me gusta la naturaleza». Eran cuadernos con dibujos en la portada y hojas

de colores; tenían un candado y dos llavecitas para cerrarlos. Recuerdo levemente el placer de

tener intimidad, de encerrar allí mis primeras confesiones.

Hace un par meses mi amiga Ana me mandó un mensaje con dos fotos adjuntas de su diario de

la infancia. Con ella descubrí (porque no considero lo que pasó como el acto de recordar), que

en realidad escribíamos esos diarios juntas. Que nos sentábamos frente a nuestro primer universo

privado y lo hacíamos público, se lo compartíamos a la otra. Entonces en aquella época supe

cómo se sentía escribir sola y escribir acompañada. Supe lo que era tener un secreto y también

compartirlo.

Durante la adolescencia no escribí o no recuerdo haber escrito. Sufrí mucho, estaba demasiado

adentro de algo para escribir. Además, la escritura era «lo grande», «lo inasible», algo que había

que ganarse.

Fue durante la primera juventud que empezaron a surgir notas fugaces, ideas sintetizadas, gestos

de una escritura que quería nacer y no nacía. La escritura, en aquel momento, era un deseo, una

consecuencia de la lectura. Solo escribía anotaciones, fracasos de ensayo y cartas de despedida

que les dejaba a mis amigas de la universidad. Ni siquiera hubo una apertura real o una

aceptación de la escritura como posibilidad.

El gran impacto se dio con ‘Memorias del subsuelo’, de Dostoyevski. «Soy un hombre

enfermo… Soy un hombre rabioso». Aquel monólogo interior funcionó en mí como

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desencadenante de algo que existía como un agua subterránea. Ese líquido subyacente estaba,

siempre estuvo y no sé cómo lo sé, pero solo después de leer ese libro me desbordó.

Quizá fue la repetición de la palabra «indecible» (¿qué era todo aquello que no podía decirse?) o

las ideas que se despertaron en mí sobre el páramo, sobre la estepa simbólica. Quizá Siberia me

pareció un buen lugar para la soledad absoluta, para la posible locura, para la no-palabra. Quizá

de ese casi abismo surgió mi pánico a enmudecer y entonces quise escribir.

Por Dostoyevski empecé a pensar en Rusia. En San Petesburgo. En el viaje como alimento de

la escritura. Leer me servía para atravesar paisajes. Atravesar paisajes me servía para viajar

mentalmente y para pensar en escribir, pero no para escribir. La escritura era un anhelo. Un

erotismo íntimamente ligado a la idea de escapar de mi casa.

El primer diario que escribí con la firme intención de que fuera un diario, fue un cuaderno de

viaje que compré en la India. Tenía las tapas de cuero marrón y un cordoncito que se anudaba

alrededor. Cuando vuelvo a esos textos me parece todo más inocente y más genuino. Había un

intento de transformar el registro, un artificio torpe, pero aun así el bruto, la anotación pura,

resistía:

Doha, año 2012

Me siento sola aquí, en este sitio en el que no hay nadie que sienta una mínima preocupación por mí.

Después de muchas horas de tren, todavía dormidos y cansados, llegamos a Jaisalmer, la ciudad dorada.

Cuando regresé de aquel viaje me compré cuadernos, otros me los regalaron. Me mudé a

Barcelona y en mi cuaderno de tapas negras, precioso, dibujaba las fachadas neoclásicas de los

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edificios del centro. Le hacía pequeños homenajes a la ciudad. Pero seguía en mí la idea de que

escribir no me pertenecía. La llegada de la escritura o a la escritura (como diría Cixous) se produjo

un año después. Hasta ese momento, nunca había sido un ejercicio de continuación.

En aquella época leí el diario de Pavese y tomé notas absolutamente fascinada. Había algo de la

mirada sobre la propia vida que me abismaba de mí misma. Pero también del pensamiento sobre

el pensamiento, del proceso de la escritura como diálogo con el proceso vital, del ser consciente

de la propia decadencia.

Dice Alan Pauls en ‘Cómo se escribe el diario íntimo’:

«Se escribe un diario para dar testimonio de una época (coartada histórica), para confesar lo

inconfesable (coartada religiosa), para «extirpar la ansiedad» (Kafka), recobrar la salud, conjurar

fantasmas (coartada terapéutica), para mantener entrenados el pulso, la imaginación, el poder de

observación (coartada profesional). Musil lleva un diario para historiarse a sí mismo, para

examinar el cuerpo bajo el microscopio de su propia prosa; Mansfield escribe con el propósito

de aliviarse y, por fin, emerger; Junger, para contrabandear el horror bajo la forma de

«criptogramas» y «arabescos cifrados»; Pavese, para llevar a cabo un minucioso examen de

conciencia; Barthes, para consumar un ejercicio meramente experimental...¿Y si todo ese variado

repertorio de funciones se redujera a una sola formula, arcaica pero eficaz: conocerse a sí mismo?

¿Por qué en el impulso que mueve a un escritor a escribir su diario tendría que haber algo más

que no fuera la decepcionante humanidad de un deseo que se cansa pero que no se muere: el

deseo de ser sincero?».

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No estoy segura de que mi deseo esté vinculado a la sinceridad. Quiero decir, ¿soy sincera en

mis diarios? ¿Cuento lo que soy, lo que realmente soy, o lo que quisiera ser? ¿Existe tal cosa

como «lo que realmente soy»?

En palabras de François Mauriac: «Un diario es el lugar de las pequeñas verdades, que suelen ser

las mayores mentiras». Entendiendo entonces mis necesarias mentiras (sobre todo las que me

cuento a mí misma), sí reconozco un miedo terrible, fundamental, primario: desdibujarme.

Irme, perderme de mí, olvidarme.

Recién ahora esto me parece cierto: empecé a registrar por miedo a olvidarme de mí misma y del

mundo. Hoy entiendo el diario como una forma antigua vinculada a la protección del instante.

El instante como molécula de la memoria.

El diario fue la forma que tomaron mis primeras escrituras y fue también la forma en que resucité

de la no-palabra. ¿Por qué? Supongo que el motivo no es único. Por un lado, la necesidad de

interlocutarme, asomarme al espejo y por otro, la reconstrucción selectiva y más o menos

minuciosa de un tránsito vital que es esencialmente absurdo y que trato de significar y

resignificar.

En el prólogo de su ‘Diario de una vida’, María Bashkirtseff se pregunta: «¿Para qué simular, si

es evidente que tengo el anhelo, la esperanza de permanecer en la tierra de cualquier forma que

sea?».

Y sigue: «Si no muero en plena juventud, quedaré como una gran artista, y si muero joven

autorizaré la publicación de mi diario, que tiene que ser interesante.»

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Me pregunto si tengo la misma esperanza que Bashkirteff de permanecer. Pero mi anhelo no es

permanecer cuando ya no esté, sino permanecer mientras todavía estoy. Tampoco creo que mis

diarios sean interesantes. Pero escribirlos (y a veces hacerlos públicos) me ayuda en ese no-irme-

del-todo. Me habilita incluso a revivirme. Al mismo tiempo, me transforma un poco en otra (no

sé si de la forma «rambaudiana», pero sí a inscribirme desde otro lugar) y buscarme allá afuera,

en esa otra que hay del otro lado.

En una nota para la revista Rialta, Felipe Ríos Baeza dice sobre los diarios de Piglia: «Pero, ante

todo, recuerdo vivamente estar preguntándome: ¿es Piglia, realmente Piglia, quien aparece aquí?

Y si lo es, ¿por qué se escudó en el antifaz de este Emilio Renzi, su segundo nombre y su segundo

apellido? Quizás, pensé, cuando se escribe incluso algo tan personal como un diario es

imprescindible construirse un personaje secundario para –¿cómo decirlo?– decirlo todo. O para

pensar distinto, pensar mejor y más hondamente aquel sujeto con el que andamos cargando día

a día (y que, en su caso, se llamaba Ricardo, en primer lugar, y no Emilio; aunque Emilio

terminara por superponerse para patrimonio literario)».

Cuando me fui de España y llegué a Buenos Aires, es decir, cuando logré huir, la distancia

produjo una ruptura. Acababa de cumplir veinticinco años y por primera vez en mi vida sentía

que me merecía escribir. No sé si merecer es la palabra, pero no encuentro otra.

De forma casi orgánica empecé a leer cartas. De Joyce a Nora, de Kafka a su padre, de Anaïs

Nin a Henry Miller, de Cortázar a Pizarnik, de Pizarnik a Ocampo. Lo epistolar me convocaba.

Empezó a aparecer la necesidad de una interlocución explícita en la escritura. La construcción

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de un tú que estuviera presente en lo textual. Buscaba a alguien más que no fuera esa otra que

escribía diarios. ¿O solo quería ir hacia el lenguaje de alguna forma posible?

Hubo una carta que se filtró en mis diarios porque trajo una idea. Una a la que todavía vuelvo.

Le escribe Dalí a Lorca: «…iré a buscarte para hacerte una cura de mar». A partir de ese

momento, todo lo que necesitaba podía se podía resolver con una cura de mar. Todo mi deseo

estaba concentrado en hacerme a mí misma una cura de mar. En que llegase alguien y me dijese

que quería hacerme una cura de mar.

Mi relación con la escritura es inevitablemente geográfica. Siempre me interesó lo cartográfico

de la escritura, pero también el vínculo de quien escribe con su entorno. Con el afuera. De hecho,

‘Diario del afuera’, de Ernaux, fue lo que siempre intenté escribir y nunca pude. En ese diario

confluyen el registro puro (aquello que encontré de una forma naif en el diario de la India) y la

exterioridad. Siempre quise escribir lo que no estaba escribiendo. También quise tener la

elocuencia de Mansfield o la honestidad de Laura Freixas.

¿Se trata de pequeñas repeticiones, pequeños fracasos íntimos? Intento escribir sobre la ciudad,

pero solo consigo escribir desde la ciudad. Siempre hay un diálogo de una geografía presente

(Buenos Aires) y una geografía pasada (el Mediterráneo). Ahí detecto un intento de

reconstrucción de la memoria propia. Ese es el centro de mi obsesión: el miedo a perder el relato

propio y con el relato propio perder la infancia, los recuerdos. Perder las costumbres, perder el

menorquín (la lengua materna), perder las palabras que me unen a mis amistades. De nuevo: el

miedo a enmudecer. Por eso la escritura como restitución.

También en Buenos Aires supe que podía leer poemas. Que podía acceder a la poesía con el

gesto simple de desearla, agarrar un libro, abrirlo, intentar entender/interpretar y fracasar, pero

insistir. Me sentí afuera de la poesía por días, por semanas, por meses, hasta que un día ocurrió.
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A finales del año 2014, estaba leyendo a Pizarnik en el sillón y cerré el libro como quien da un

portazo. Entonces entendí que leer poemas también podía hacerme sentir incómoda. A partir

de aquel día la escritura nunca volvió a ser lo mismo.

Pero tú alimentas al miedo

y a la soledad

como a dos animales pequeños

perdidos en el desierto.

Cada vez que leo un poema entiendo que todo lo que escribo son poemas frustrados. Que

escribo diarios para que de ahí surjan poemas algún día. Para no olvidarme del destello. Del

instante que quiero asir, de la dirección en la que la escritura se despierta y va, y camina, torpe,

hacia ningún lado.

Nunca me importó «la otra escritura». Quiero decir, generalmente (lo dijo Blanchot, por

ejemplo), el diario se entiende como lo que escriben las escritoras y escritores cuando no escriben

lo «verdaderamente importante». Cuando descansan de escribir su obra. Es «lo anexo», «lo

privado» que póstumamente se hace público. Para mí siempre fue la única escritura, la escritura

magmática, la escritura que escribo aun cuando no escribo, como dice Tamara Kamenszain en

‘La intimidad inofensiva’.

Los diarios de escritura son, para mí, una forma de escucha. Desde esa atención, ese ejercicio de

auscultar las cosas, hago un registro y ese registro funciona como anclaje, pero también como

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materia prima para quizá algún día sacar de ahí un poema; como quien abre un álbum lleno de

fotos viejas y de repente se mira, se extraña, se desconoce y se señala.

De vez en cuando releo mis cuadernos buscando pistas de dónde estuve, a quién amé, qué ruido

me molestó en avenida Dorrego. Están llenos de un dolor que me avergüenza. A veces encuentro

rastros de pérdidas, confusiones, formas axiomáticas y soberbias de leer la realidad. Pero otras

veces hay pequeñas piezas, miniaturas de la memoria, destellos de asombro que pulsaron una

necesidad física de escribir.

Dice Ríos Baeza: «…el diario puede permitirse la escritura desatada, la incongruencia, la no-

linealidad, la libertad de proyectar una incorrección en la narrativa.»

Cuando escribo un diario me fragmento en la escritura. Nada persigue una lógica más que la de

estar viviendo/estar escribiendo. La de un presente que deja de ser presente en cuanto es escrito

y al mismo tiempo permanece eternamente en tiempo presente.

¿Qué hay dentro de mí, qué hay afuera, cuáles son los límites entre quien vive y quien escribe?

Cuando escribo lo que pienso, el lenguaje convierte la idea en otra cosa. Cuando escribo lo que

siento, el lenguaje convierte la emoción en otra cosa. Cuando escribo lo que vivo, el lenguaje

convierte la experiencia en otra cosa.

Prefiero persistir en el afuera (ensimismarme me aleja, me lleva hacia la oscuridad), porque es el

único momento en que la escritura me hace feliz. Así que últimamente estuve concentrando el

deseo en la naturaleza. Reescribiendo mis diarios de viaje. Releyendo a Thoreau. Estuve

atravesando un campo de hinojo, persiguiendo a los perros del cementerio, mirándole el lomo

al caballo. Me encantaría estar afuera de esta habitación. Que la escritura no reflexionase. Solo

registrar. Hacer un registro minucioso sobre el cuerpo de un pájaro, sobre el movimiento de los

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cangrejos. A lo mejor todo esto es mucho más simple y sufro en la ciudad porque me gusta la

naturaleza.

A la orilla del río

dos soledades puras

confundidas

sobre una isla efímera

de amor desesperado.

El animal temblaba.

¿De qué alegría

temblaba?

El niño casi lloraba.

¿De qué alegría

casi lloraba?

A la orilla del río

un niño solo

con su perro.

(Juan L. Ortiz)

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Segunda parte: Diario hacia la costa

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Notas de abril

He leído ‘El viaje inútil’, de Camila Sosa Villada

Voy con mamá en el auto y suena Lluís Llach. Las dos cantamos al unísono: «Si tu l’estires bé

per aquí…i jo l’estiro bé per allà…». Algo en mí se despierta: la certeza de lo perdido, lo-sólo-

recuperable a partir de la música, a partir de la lengua materna. Vamos de camino al aeropuerto.

Regreso a Buenos Aires después de dos meses en casa de vacaciones. Esta vez me cuesta un

poco más irme que otras veces. Me doy cuenta de cada vez que me voy, estoy más lejos. La

lejanía no es solo espacial, sino temporal. Aquí (no tanto en España, sino en el Mediterráneo) ya

no tengo un presente, solo un pasado. Y eso me aterra.

La desmemoria me ha llevado a buscar con la poesía un anclaje en la materia de los recuerdos:

lo que escribo en este librito está lleno de elementos corpóreos y naturales, de animales marinos,

de arena, de viento, de agua del mar.

Quisiera que este sea un libro amniótico. Escribir poemas en los que pueda descansar, vivir un

rato, dormir a la sombra de una higuera. Escribir la higuera, exactamente la higuera de mi

infancia. Pero se escapa, se hace vapor y asciende.

A veces me quedo muda, pequeña. Escribo una carta por si acaso hay alguien del otro lado.

Insisto para ordenar. Escribo para ubicarme en un lugar dentro de la falta.

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Viajé en barco al otro lado. Viajo como movimiento puro, como traslación de mi cuerpo. Viajo

en silencio y miro a alguien que viaja en silencio. Viajo sola y nadie me ve, entonces el placer de

la soledad se potencia. Soy invisible, soy silenciosamente libre.

Compré un ejemplar del I Ching en la Feria de Tristán Narvaja de Montevideo. Nunca supe el

ritual, pero lo abro como si fuera un oráculo. Elijo un número y abro esa página: 67. La Pisada.

El dictamen:

Pisar la cola del tigre.

Éste no muerde al hombre. Éxito.

Este es un cuento que me cuento a mí misma. Una canción que me canto para escapar del ruido.

A veces cuando estoy debajo de la ciudad, enterrada, y me duele el estómago, me tumbo en la

cama y con la mano sobre el abdomen me digo en menorquín: no tenguis por, ets forta.

Mi miedo más terrible es la intemperie. He descubierto que vengo escribiendo «sobre» este

asunto hace algún tiempo. O dando vueltas alrededor del núcleo de la intemperie.

La intemperie como la Gran Obsesión.

Leo un texto que escribí paralelamente a la escritura de estos poemas, Carta a Kafka:

«Puede que el desierto significase en aquel momento la traducción paisajística de la primera

intemperie. Porque en la infancia, la intemperie se siente como el más temible de los peligros.»

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Encuentro resonancias con Si digo mar y veo que mis obsesiones no son más que una repetición

del mismo eco.

Mamá, algunas veces cuando se enojaba conmigo se iba, avanzaba por las calles y yo estaba

detrás de ella, siendo niña, y corría y ella no frenaba, nunca frenaba, su orgullo la empujaba lejos

de mi niñez. Aquello era intemperie: verla despegarse, ser una persona, ser una mujer, un

individuo caminando por delante de mí, al margen de mí.

Nunca supe por qué me quedé en Buenos Aires. Tengo razones suficientes, pero hay un no-

motivo que me perturba. Ante la impotencia de no encontrar un hogar físico, trato de fundar un

hogar en mi memoria. Mi hermana me da la mano. Es ella quien, desde lejos, me cuenta

anécdotas, me invita a nuestra biografía. Me pregunta: «¿Te acuerdas?» Me acuerdo a veces o

creo que me acuerdo. Eso pulsa el poema.

Mi hermana me cuenta y yo tomo notas: la manzanilla, las siestas del abuelo. A veces son

imágenes. Es como si viera aquel vídeo de nuestra infancia en el que aparecíamos alimentando a

los patos. Mamá tenía una melena larga y rubia; había una furgoneta aparcada en la playa.

«Poetas son los otros», dijo una vez Osvaldo Bossi.

Viajé a un pueblito de la Pampa. Fueron un par de días, pero logré descansar, frenar un poco la

ansiedad, dejar de imaginar el campo para tocarlo, para ser tocada. Todo ocurrió despacio.

El primer día, caminando por la vereda, vi un caballo marrón pastando ahí nomás, en la puerta

de una casa. Me quedé paralizada, como si fuera la primera vez en mi vida que veía un caballo.

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Entonces, con la boca abierta, levanté la mano y señalé al animal para que J. también lo mirase.

J. me sacaba fotos desde el otro lado de la calle.

Señalar al caballo, decirle a J: «Mira, un caballo alimentándose tan cerca», me pareció un hecho

profundo y hermoso del lenguaje. Mi asombro despertó a la palabra. Dije al caballo y el caballo

estaba ahí, delante de mí, como el caballo más genuino de todos.

Decir al caballo no porque está, sino para que esté.

¿Esto es un libro? Podría serlo, pero tengo que aprender a explicar por qué.

He visto a Julia en una cafetería. A partir de nuestro encuentro le pongo atención a algunos

elementos del libro. Por ejemplo, la ausencia de mayúsculas. Decido interpretarlo como la

búsqueda de la ternura. Se eliminan los rasgos duros del lenguaje porque para mí el español suena

fuerte y no puede decir las cosas más suaves. Por eso a un animal, a una niña, les hablo siempre

en menorquín.

Otro ejemplo: no hay coherencia en el uso de algunos regionalismos. A veces escribo «allí», a

veces escribo «allá». Supongo que este mecanismo es un espejo de mi lenguaje oral. A veces digo

«allí», porque es allí donde ocurrió la infancia. A veces digo «allá», porque es aquí, en Argentina,

donde aprendí a decir «allá» para referirme a lo muy lejano, a lo que está del otro lado, a lo que

dejé atrás.

¿Este libro es un homenaje de cuando fuimos salvajes?

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*

No encuentro una herencia poética clara ni esa puerta que tengo que abrir ni ese mapa, ese
corpus de lecturas. Es una cacofonía, un desorden. Lo que se me ocurre es hablar de obsesiones
comunes como Circe Maia con el mar o Sylvia Molloy con la lengua o Coral Bracho con la
memoria.

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Notas de mayo

Escucho obsesivamente la versión de Silvia Pérez Cruz de «Gallo Rojo»

Una noche estaba en Longchamps, en el conurbano sur, en la casa donde se crio mi padre, y me

di cuenta de que me faltaba el aire. Llevaba pocos meses viviendo allí. Hacía unos días que

intentaba entrar en la poesía de Pizarnik sin salir de la habitación. La luz era anaranjada o las

paredes de la casa eran naranjas. No me había sacado el pijama en varios días y comía poco.

Fumaba muchos cigarrillos y tomaba litros de mate. El caso es que me estaba ahogando –

literalmente– y salí al jardín para respirar. Me senté en la reposera y cerré los ojos. Hubo una sola

imagen, tan vívida como si estuviera ahí mismo: mi hermana y yo sumergíamos unos

melocotones (o duraznos) en el mar y nos los llevábamos a la boca.

La lengua materna se fue diluyendo con el tiempo. Hablo menorquín con mi madre, mi abuela

y un par de personas más. No puedo escribir en menorquín; a veces me resulta incluso ajena y

sin embargo es tan mía esa lengua, tan nuestra, tan del principio.

Con mi hermana hablamos menorquín hasta la preadolescencia. Excepto cuando nos

peleábamos, que cambiábamos naturalmente al castellano para insultarnos. Porque era más duro,

más feroz, porque tenía la j y la z, porque iba al hueso, porque dolía. Después, una vez

reconciliadas, volvíamos al menorquín como ejercicio paliativo. Con los años lo abandonamos

definitivamente, no sé si porque nos peleábamos muy seguido o porque todas nuestras relaciones

extra domésticas las construimos en castellano y fuimos cediendo territorio, dejando que una

lengua contaminara a la otra.

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La otra lengua, la del padre, la del colegio, la lengua institucional y pública, fue la lengua en la

que pensé, soñé y escribí toda mi vida. Pero empezó a transformarse desde que migré a

Argentina. A veces me escucho y me desconozco cuando alguien me pregunta qué le pasó a mi

acento, a mi forma de hablar. En ese desconocimiento me siento reconfortada, a salvo. Ya no

me importa si lo ponen en duda, para mí el español de la infancia ya no existe y desde que eso

ocurrió sentí una necesidad profundísima de hablar menorquín.

Leí ‘Escribo entre dos mujeres’, de María Inés La Greca. La filósofa argentina propone un

concepto precioso, la interlocución profunda.

«La interlocución es finita, interrumpida, imposible de sostener en permanencia continua. La piel

se sutura y se hiere, se vuelve a suturar y sangra otra vez la herida. Porque volver imaginariamente

a través de la sutura interlocutada de los cuerpos a un útero imposible solo se puede por un

momento… y en la férrea disección que el tiempo nos impone sabemos que no podemos olvidar

lo que hemos aprendido: que se vive ex-útero, ex-origen, en la ex-sistencia, añorando la carne

común que somos, que solo por momentos se restablece en la sutura de una garganta a un oído,

de unos dedos a unos ojos. Abismo, cuerpo, sutura y tiempo, en la experiencia de la interlocución

profunda.»

Esta idea me hizo pensar en la escritura epistolar. En las cartas que envié todos estos años en

forma de email. En las cartas que recibí en forma de email. En las cartas que mi abuela le escribió

a mi padre durante años y en las que ambos hablaban del regreso de mi papá a Buenos Aires,

algo que nunca ocurrió.

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Mi papá se fue de Argentina en 1979. Tengo más acento porteño que él. Él no tiene acento y yo

tengo un poco a veces y otras veces bastante. Leo las cartas que le escribió a mi abuela en los

años ochenta y me parece otra persona.

Esta tarde estuve merendando en Longchamps con mi tía Carla. Sacó una carpeta de cartón y

me la entregó. «Mirá, son todos papeles de tu abuelo, fíjate si los querés a vos que te gustan esas

cosas».

No conocí a mi abuelo. Nadie lo entendió nunca, pero todo el mundo lo adoraba. Encontré una

carta que una mujer le escribió en 1955. En realidad no tiene fecha, pero creo que es de 1955.

La carta es un despliegue literario, un juego precioso con el lenguaje. ¿Dónde está la obra de esa

mujer?

A veces pienso que mi estadía en Argentina no tiene ningún sentido. Es decir, que vine buscando

algo que nunca voy a encontrar. Esa inutilidad, esa pregunta sin respuesta, podría estar hecha de

la misma naturaleza que la escritura.

Quiero estar al servicio de la escritura y no al revés (no en un sentido utilitario). No intentar

nombrar, sino dejarme escribir. Creo en la poesía como pregunta, pero también como forma de

descansar del acecho. Dejarse acechar por las cosas, dejar que la palabra tenga hambre de mí.

Bajar los brazos. Que el poema sea una forma de rendición, una forma de humildad.

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Abro la computadora y escribo un mail. Es para Marina, mi pajarito azul. Me gusta escribirle

mails que son cartas e imaginarla en su habitación del valle con una luz particular; quizá la luz de

la tarde sobre los árboles autóctonos.

En el cuaderno negro anoté algunas cosas pensando en ti. Te hablaba del incendio en

Tepotzotlán y de los animales huyendo hacia el pueblo. Te hablaba del agua furiosa que llegó

hasta el camping y lo inundó todo. O del miedo que tuve de morir cada día. A veces se lo contaba

a J. y otras no, entonces me levantaba y caminaba por la orilla cantándome canciones en catalán.

Pasamos cinco días en Mermejita. Hicimos lumbre, cocinamos tortillas, cortamos la fruta y la

dejamos sobre el plato azul. Por la tarde poníamos las sillas de madera mirando hacia la costa y

leíamos en silencio. Amar a alguien es como estar sola mientras otro te da la mano.

Un día caminando por Oaxaca te imaginé con un vestido blanco con bordado de flores y estabas

hermosa. Sonreías, tomabas cerveza con alguien y caminabas descalza. Sentía celos porque no

me mirabas y también sentía paz. Te parecías a la que cosía libros.

México: la ciudad me duele. México: a veces sólo quiero dormir. México: fruta fresca. México: el

océano no es el mar. México: sexo entre las rocas, agua hirviendo, cangrejos, aire seco de las

sierras, treinta grados, Zaachila, mezcal, trigo en remojo, su boca sobre mí, cuentos orientales,

Las Malas en una cafetería y un polvo contaminado en los ojos. México: en el avión no tuve

miedo por primera vez. Se podría haber caído y no me importó.

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Notas de junio

Por las mañanas escucho «Volver» de Estrella Morente

Extraño el mar furiosamente. Tanto que podría volverme loca si no veo pronto la línea azul al

fondo de algo. A veces estoy en casa, escucho el aviso de la llegada del tren y creo que es la

bocina de un barco.

Un día bajando a toda velocidad por una avenida cerca de Puerto Madero cerré los ojos como si

una fuerza salina me guiara. El olor de la sal, el olor de los barcos, el olor como forma de regresar.

No tuve miedo de morir atropellada por un auto.

La poesía como forma de elegir dónde mirar, con qué memoria quedarse.

Leí en clase el poema «Nuestra historia en cuatro partes». Murat me dijo que bien podría llamarse

«Nuestra lengua en cuatro partes». Creo que tiene razón. La lengua me importa, me obsesiona,

me identifica. En la lengua me pierdo. Me reconozco en la memoria de una lengua minoritaria

absorbida por el franquismo. Pero no tengo intenciones políticas con el libro. Ni siquiera sé si

tengo intenciones. Es todo una cuestión orgánica e inherente a la búsqueda medular que no es

otra que la búsqueda de lo perdido y es desde ahí que reconozco un ejercicio de emancipación.

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Estoy leyendo a Alicia Genovese. Me gusta hacerlo como un ritual. Prendo la hornalla, caliento

un poco de agua y me preparo un té con limón, jengibre y miel. Me coloco en la esquina izquierda

del sillón, justo al lado de la lámpara, y abro el libro.

«En cualquier caso, el hacer poético, la escritura misma, va enhebrando como cristales más o

menos reconocibles, dentro de una composición, actos perceptivos que remiten a una

subjetividad.»

Leí de un tirón el poemario de Mariana Finochietto, ‘La hija del pescador’. No me gusta leer

poemarios a esta velocidad, pero no pude evitarlo. Mientras lo sostenía con una mano, con la

otra cocinaba. Se me terminó quemando el guiso. Yo tampoco podría ser esa «mujer que espera

en casa».

Finochietto acude a su niñez, rescata una herencia, una memoria familiar, y formula una

identidad poética: ella es «la hija del pescador».

La nostalgia deforma todavía más la memoria. No recuerdo apenas mi infancia, pero las cosas

que recuerdo están rodeadas de una bruma dulce y amarga.

En la naturaleza se despierta mi niñez, lo lúdico, ese «brillo que probarse» de Fernanda García

Lao. Y es un «probarse» porque con la escritura entro en un juego de transformación. Me vuelvo

niña para poder ser adulta. Me desconozco para escribir, como diría Nati Romero. Duelo y me

curo para escribir. Curarse para escribir. Curarse escribiendo. Curarse porque la escritura nace.

Sumergirse en el agua salada de la escritura. Despertar a los fantasmas: el abuelo, la hermana-

muchachito.

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Escribo sola y escribo acompañada de eso que ya no somos. Lo que no sé si fuimos alguna vez,

pero que podemos seguir siendo en la memoria.

Vuelvo a esa sensación extraña que tuve cuando salimos del Gaumont después de ver El silencio

es un cuerpo que cae. Al día siguiente le escribí una carta a J. La nostalgia es una consecuencia. El

resultado de una pérdida irrecuperable. Es imposible volver atrás en el tiempo, quedarnos en el

tiempo, vivir en un «tiempo que no se preocupa de ser tiempo», como dijo Menchu Guitiérrez.

Me obsesiona hasta el hartazgo mi relación con lo-que-ya-no-puede-ser. La poesía podría ser una

casa para el recuerdo.

La carta decía:

Av. Rivadavia. Tú te paras frente a la boca del subte, que está cerrado. No sé cómo llegar hasta
mi casa. ¿Te das cuenta? Mañana te irás o pasado mañana te irás y me quedo aquí en esta ciudad
en la que aparentemente estoy viviendo. Vivo en Buenos Aires, ¿es cierto? Un día elegí este lugar
y ahora no sé por qué, pero la cúpula del Congreso es una figura extraña que rompe el cielo.

Recién vimos El silencio es un cuerpo que cae en el Gaumont. Las dictaduras militares arrasan con el
capital humano de los pueblos, te digo, y tomas un poco de tu cerveza. Quisiera estar en otro
lugar, como siempre, pero dónde voy a estar si no es aquí.

Papá podría haber desaparecido en aquel cumpleaños. Quiero decir: los militares podrían haber
hecho desaparecer a mi padre en aquella noche de 1977. Me gustaría que él recuerde que no
desapareció; que desaparecieron tantas otras, tantxs otrxs que se parecían a él. Caminamos por
Callao y tú insistes en sacar plata y tengo ganas de reír a carcajadas para sacarme este misterio,
para que salga de mí la imagen del backstage. El dolor siempre silencioso. El dolor siempre antiguo.

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Casi siempre confundo la tristeza con alguna otra cosa. Abro YouTube y pongo La estaca, de

Lluis Llach. Canto en voz alta. Estoy sola en esta casa de Villa Santa Rita. La perra duerme en la

cama y escucho sus ronquidos leves cuando termina la canción. La luz del sol choca contra la

ventana.

Escribo un poema para ir hacia la infancia. Para viajar hasta la niña que fui y besarle la frente.

Cuando me desperté ningún interruptor respondía y estaba sola en casa. Se fue la luz. Fue un

apagón en todo el país. No podía leer, no podía trabajar en la computadora, no podía abrir el

techo del patio para que entrase un poco de sol porque seguía lloviendo.

Llueve tanto en Buenos Aires que me pondría a gritar.

F. me mandó un mensaje diciéndome que si venía para casa o qué. Vino con un abrigo verde y

un paraguas multicolor. Siempre me sentí triste a su lado con estas pocas ganas de llamar la

atención y la ropa negra, gris, blanca. Él todo lo contrario: amarillo, naranja, fucsia.

Nos sentamos en la mesa del living y lloramos un buen rato. Me regaló un cuaderno artesanal y

me contó el tipo de punto con el que estaba cosido. Siempre me enterneció su nerviosismo de

niño.

Cuando se fue me dijo que a veces sueña que está bailando y que me ve parada sobre la Av.

Medrano. En el momento en que terminó de decir esas palabras, un pedazo de mí se desprendió

para siempre como cuando me corté el dedo en el monte y un poco de ese dedo se quedó ahí,

entre los pinos.

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Abrí el cuaderno que me había regalado unos minutos atrás. Físicamente me costaba escribir

porque estaba muy triste, pero aun así escribí varias páginas. Fue la primera vez que logré algo

así.

“¿Será que siempre se escribe a oscuras?”, dice La Greca en su libro.

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Notas de julio

Joan Didion construye un personaje maravilloso en ‘Según venga el juego’

Escucho ‘La flor groga’, de Manel. Este disco me devuelve una imagen: E. y yo en el auto siete

años atrás, cuando viajábamos a su casa de la playa por los acantilados y él era tan joven. A veces

miraba la costa recortarse a través de la ventana y no podía creer cuánto nos amábamos.

Dice la canción: «Ja em entès que ets un ànima errant que abandona les cases quan tothom

dorm».

Katherine Mansfield en su Diario: «Siento que hoy no voy a poder soportar este silencio. Me

persiguen como fantasmas mis pensamientos.»

En México escribí dos postales, una para Marina y otra para Lucía. A las dos les contaba del

océano, pero curiosamente ahora que las leo porque están aquí, conmigo, sobre la mesa, veo que

las escrituras son muy distintas. La que va dirigida a Lucía es puramente descriptiva: «Comemos

frutas y huevos, las olas son enormes». En cambio, la que le escribí a Marina me parece más

poética: «¿Vimos alguna vez una luna naranja y enorme detrás de las rocas?». Todavía no envié

ninguna de las dos.

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Soy obsesiva con la música que escucho igual que con los libros que leo. Entro tanto en una

canción o una lectura, la repito tanto, hablo tanto sobre una u otra, que me olvido de que escuché

otras canciones o de que leí otros libros. Pierdo completamente mis referencias culturales. No

recuerdo nada más que un universo en un momento concreto y ese universo le da sentido a todo

lo demás.

Mi miedo a perder la memoria me empuja hasta autoras como Coral Bracho o Sylvia Molloy, a

quien también me empuja mi realidad de «vivir entre lenguas». Bracho escribió su último

poemario, ‘Debe ser un malentendido’, nadando en las aguas del Alzheimer. Algunos poemas

son maravillas, piedritas doradas llenas de humanidad y desamparo.

¿La poeta lucha con el lenguaje contra el Alzheimer? ¿O lucha con el Alzheimer contra el

lenguaje?

Escribe Molloy en ‘Vivir entre lenguas’, hablando de una amiga suya que tiene Alzheimer y es

bilingüe: «Pero si no reconoce a la gente, ¿cómo reconocería su propia lengua, alienada, acaso

amenazadora?».

Me pregunto si me olvidaría totalmente del menorquín si perdiese la memoria. Si podría sonreír

ante un: «t’en recordes?».

Leo una novela de Joan Didion y me parece un diario íntimo escrito en tercera persona. ¿Qué es

escribir ficción? Estoy tan lejos de comprenderlo. Creo que los personajes solitarios son menos

verosímiles y mucho más interesantes. No conozco a nadie como Maria y en cambio, estoy

fascinada.

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*

En ‘La vida invisible’, Sylvia Iparraguirre escribió: «Soy consciente de las trampas del lenguaje,

de las elecciones narrativas que se hacen a medida que se escribe un texto: uno se reconstruye

hacia atrás, selecciona, recorta y, de algún modo, se reinventa».

Han pasado cinco años de alquiler, deuda, migraciones, mudanzas, transporte una hora dos horas

tres horas, vuelta a casa, inflación, dólar y etcétera. Me quiero ir con insistencia, me quiero ir ya,

hoy, mañana. Y al mismo tiempo: despedida dulce. Mi diario de estos días se llama «chau».

F. y yo prendimos velas y la luz se reflejaba en su lágrima, una enorme que le caía por la mejilla

y entonces yo también lloré. Cuando estoy con él es como si todas mis células fueran de un

material permeable. Este fue un amor de animales adentro de una madriguera en mitad del

bosque, en invierno, con tormenta. Así era que nos protegíamos tanto, pero a veces nos

equivocábamos y del hambre, del miedo, nos mordíamos el uno al otro y nos hacíamos heridas.

Mi abuela y yo viajamos a San Rafael de Mendoza. La cara le cambió desde que nos encontramos

en Aeroparque. Hacía años que no iba y estaba emocionada, como volviéndose niña.

Pude salir de mí, me entregué: a sus deseos, a sus necesidades, a su mirada. La escuché en silencio,

la observé tener frío o sonreír con el sabor de los zapallitos. No fui el centro del mundo, no

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alimenté mi drama de niña ni creí que entendía lo que no entiendo. A veces necesité un momento

para mí, un resguardo, un ratito de lectura, y lo tuve.

No sé estar pendiente de alguien: «Nena, agarrá la cartera, sacá una foto, pásame los lentes,

ayúdame con el bastón, envíale un mensaje a tu papá». Pero lo intento: «¿Quieres que te lo corte,

estás con frío, te pusiste las gotas?». Me cuesta porque se me olvida que mi abuela tiene noventa

años, porque estamos en el avión y nos morimos de la risa hablando de sexo.

Mi abuela se ríe y se aleja de la muerte.

¿Cómo puedo averiguar quién la escribió?

Es como si esta carta lo sintetizara todo. ¿Qué, particularmente?

Ahí estaba, perdida entre las cosas de mi abuelo, junto a otras cartas y también junto a tarjetas

de visita, agendas telefónicas, papeles administrativos. La miro una y otra vez, paso los dedos

sobre el papel percudido, pregunto quién eres, quién.

Le tengo un miedo espantoso a la muerte (…) lloro para remediar nada, te hago un daño atroz
y/o me lo hago a mí. ¿Qué somos, qué soy? Somos un bloque fuerte sólido con defectos de una
de las partes de ese todo, o soy una cosa aislada con fallas que joden a otra cosa aislada que quiere
ser feliz.
(…) vida es todo lo que no funciona bien, todo es perfecto en lo infinito menos la vida y sus
consecuencias (…) Miento para que me crean mejor de lo que soy. Cuando no se tienen cosas
malas que ocultar no se miente.
Se pone uno frente al presente continuo estar siendo lo que fuiste y lo que serás. Siento mi mente
densa, presiento la inutilidad de la expresión, me siento importante escribiendo cosas que creo
que si las leo no las entendería, como no entiendo cosas de ese mundo mío, como no entiendo
lo que escribió el traductor del pobre Erick From * que quizá lo que pensaba era tan simple como
la vida mía y qué me importa Erick From si yo no sé lo que me quiere decir, pero está allí en mi
portafolio está esperándome con una sonrisa hasta el día del examen y sin embargo hay seres
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normales como yo que se pueden volver locos de miedo o de cobardía o de soledad o de angustia
por tener conciencia de ser cobardes miedosos o de quedarse solos.
(…) escribo incoherencias porque está de moda y quiero probar si soy moderna? Qué risa! Mis
manos tiemblan (…) me resisto a poner puntos porque mi vida continúa después de cada oración.
(…) la gente grande no escribe estas cosas, escribe siempre cosas muy serias: boletas de compra
venta, correctas cartas de amor, pedidos, explicaciones, aclaraciones, disculpas,
etc.etc.etc.etc.etc.etc.etc. (…) escribo una carta de entre casa para nosotros, es notable! Tú: indica
una persona; Yo: indica otra persona; nosotros: indica dos o más personas y no hay nada que
nombrando un ser signifique una fusión de dos, o es que valdrá la pena inventarla, porque
mientras yo pienso que estoy loca frente a ti que no estás, tú estás en una política reunión sin
sentir que yo estoy aquí y contigo. Qué ridículo que es todo esto! (…) esto son disculpas por
haber perdido el tiempo de las camisas y los calzoncillos y las medias y la camiseta, pero no serás
cruel y me comprenderás, y no pensarás en hilvanar esto ni recurrirás a un amigo psiquiatra,
porque esto lo ha escrito eso que aún no se ha inventado, que soy un tú y que eres un yo, eso se
ha escrito a sí mismo. ALE ESTOY AQUÍ EN EL UMBRAL DE LO QUE PUEDE SER
LOCURA? C O N T E S T A M E !!!!
(…) estoy muy cansada, y si tú llegaras ahora, en este instante? Me enroscaría como una serpiente
para esconder esta porquería y te haría una sonrisa de mentira.

* Erich Fromm

Ale, mi abuelo. Alejandro, el que abandonaba a todo el mundo.

Descubrí la fuerza del lenguaje gracias a mi hermana Mar. Se ponía delante de nosotras, sus

hermanas pequeñas, y fingía que escribía en una pizarra. Una pizarra invisible en la que dibujaba

con la mano frenética. Aquel aire se llenaba de palabras en griego: Eirene, Irene, significa paz.

Aletheia, Alicia, significa verdad.

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Mientras escribo Si digo mar, pienso: la carta de una mujer inteligente, lúcida, escritora a quien mi

abuelo dejó de prestarle atención. ¿Escribió otras cartas, poemas, escribió un diario desquiciado?

Este es un ejercicio genealógico que empezó hace cinco años y los documentos todavía llegan

hasta mí. Sigo encontrando cartas y fotos, me siguen contando «tú abuelo tal cosa».

Viene una imagen: tú llevabas un ejemplar de ‘El viejo y el mar’ en la mochila. Llegamos hasta la

playa diminuta. No habíamos desayunado, pero nos tomamos dos vasos de tequila. En la arena

construimos una estructura con palos y tú no quisiste acercarte demasiado porque yo era joven.

Durante años volver a la isla significó volver a buscarte.

Casa La Guanaca. La Pampa

En el campo me doy cuenta de que estoy viva. No en un sentido filosófico, sino orgánico: siento

el agua fría en las manos, corto la cebolla y me hace llorar, veo el sol cayendo sobre los campos

y recuerdo que hay un sol que se cae sobre los campos. La palabra se duerme adentro, un rato,

y descanso de mí misma.

Leo ‘Con el más pequeño e imperceptible de los cuerpos’ de Barbara Cassin: «Cuando llegó el

verano, partió entonces para el sur y se puso a buscar el refugio del poema».

¿Todo el tiempo escribo? Quiero decir: cuando miro a Sofi dándole un poco de pasto a un

caballo en la boca. Cuando las vacas nos miran en silencio y es casi la tarde.

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En ‘La intimidad inofensiva’ de Tamara Kamenszain, la autora menciona lo que León Ostrov le

dijo a Pizarnik: «Usted es de esos seres que trabajan siempre porque la intimidad no descansa».

Y añade: «Lo que él parece decirle a su ex paciente es que la materia con la que trabajan los

poetas está disponible todo el tiempo».

Últimamente hablo mucho de esto con Sofi. De la escritura que ocurre cuando no escribimos.

Nota en el cuaderno del 18 de julio:

Escribir sobre la ruptura entre la infancia y la adolescencia. La primera vez en la vida que se

siente la inercia de la edad. El vértigo del tiempo, lo irrecuperable, la sobreadaptación monstruosa

a una forma nueva, a un cuerpo mutante, a un vacío de miedo y alegría.

Pasé mucho frío por la noche. Soñé con una bolsa de agua caliente y alguien que la vaciaba.

Por la mañana miro el lago y el pasto seco. Los pájaros están cerca. Vamos con Sofi y las niñas

a sacarle fotos a la ropa tendida y a los animales. María tiene cinco años, hoy lleva un abrigo rosa

y las mejillas se le encienden con el frío. Es fiel al propósito: ir hasta donde pastan los caballos,

tomar la foto y volver.

Le escribo una carta a J. desde San Rafael de Mendoza:

Hace algunas semanas que pienso en escribirte pausado. Avivar el fuego de la distancia, quizá. El
abismo silencioso entre tú y yo, entre nuestros cuerpos, el rincón íntimo.

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En la ciudad todo pasó tan rápido que no hay relato, solo algunas imágenes que rescato para
contarte: la perra sobre mí, dándome calor mientras leía en el sillón del living, con apenas la luz
de la lámpara a la izquierda; estar arriba de la bicicleta por la calle Lavallol con el sol de la tarde;
la fachada de Galerías Pacífico mientras esperaba el colectivo; entrar en la librería cuando ya no
había nadie y ver tantos libros, querer leerlos todos y sentir la ansiedad en la panza; el sonido del
tren del oeste llegando a la estación; las campanadas de Villa Santa Rita un día de soledad en el
patio mientras tomaba mate y miraba a las plantas resentirse ante la oscuridad de los días.

La Guanaca. El lomo de los caballos del mismo color que el resto del paisaje. Todo tan seco: el
maíz, nuestros labios. Las niñas abrían la bolsa y nosotras metíamos las mandarinas, después
paseamos con los perros hasta los médanos y ocurrió aquello de la foto, María y sus piernitas.
No eran especialmente cortas, pero me gusta decirles así: piernas cortitas, piernitas, porque tiene
más mérito el camino que hicimos hasta el lugar donde los caballos tomaban agua. Sofi reavivó
el fuego tantas veces que todo quedó recogido, caliente, y pudimos sentarnos a leer una obra de
teatro de Agustina Muñoz.

Mi abuela pregunta por los árboles, pregunta por la vecina, si ya murió o qué, pregunta y luego
dice que este no es su San Rafael. Come y recupera los sabores perdidos: el zapallo en almíbar,
las raspaditas, el dulce casero de damasco, los zapallitos rellenos. Toma vino y siempre pide un
vasito más.

A veces estoy mirando el camino mientras paseo a Tomi y te veo: sonríes o cocinas. Siempre una
de las dos cosas. Quiero ser una niña y que tú me saques fotos y me devuelvas una imagen
recuperada de lo que recuerdo de mí.

En estado de contemplación mi memoria empieza a despertarse. Siempre desordenada. Vienen

recuerdos como imágenes o sensaciones que forman un relato dislocado. A estos efectos les

llamo «reminiscencias». Entonces ahora, mientras miro los álamos, estoy paseando por el

mercado de Sucre con un kilo de fruta en las manos y justo después filmo a un hombre que corre

por un parque de Villa María vestido de rojo y cruzo una calle de mi barrio en Valencia; un auto

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frena en seco y casi atropella a la perra obediente, mi corazón se para, pero la perra está a salvo.

En este mismo momento el agua de lluvia de la selva me moja y discuto con mamá en la puerta

de una tienda y tomo cerveza en una terraza de Delhi, Javi sonríe y le veo los ojos a Olivia

mientras me toca el pelo, tiene dos años y se parece a mi padre.

Estoy en Quito. Este año me moví de un lado al otro sin saber cómo lo hice, pero agradezco

cada posibilidad. Me tumbo en el sillón y leo a Gloria Andalzúa:

«Escribo porque la vida no apacigua mis apetitos ni el hambre. Escribo para grabar lo que otros

borran cuando hablo, para escribir nuevamente los cuentos malescritos acerca de mí, de ti. Para

ser más íntima conmigo misma y contigo. Para descubrirme, preservarme, construirme, para

lograr la autonomía. Para dispersar los mitos que soy una poeta loca o una pobre alma sufriente.

Para convencerme a mí misma que soy valiosa y que lo que yo tengo que decir no es un saco de

mierda. Para demostrar que sí puedo y sí escribiré, no importa sus admoniciones de lo contrario.

Y escribiré todo lo inmencionable, no importan ni el grito del censor ni del público. Finalmente,

escribo porque temo escribir, pero tengo más miedo de no escribir.»

Hace un par de días que no escribo y me doy cuenta de que este mal humor, esta tensión adentro

aparentemente vacía de sentido puede explicarse. Entonces abro el cuaderno en el banco de la

plaza y anoto algo, como una pre-escritura, un lugar desde el que lanzarse, una forma de habitar

la falta. De ahí devendrá algo, supongo, o no, pero la calma me alcanza poco a poco, se liberan

los músculos, y es como poner en orden la habitación después de varios días de dejadez.

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Sería mucho decir que la poesía me salvó, pero sí reconozco una potencia cada vez que escribo

un poema. Podría ocurrir más seguido. Sacar la cabeza del agua más seguido.

El poema: construcción de un refugio diminuto atemporal. Pequeña hoguera. Casita con

ventanas sin cortinas.

Dos recuerdos.

Uno: Ana y yo haciendo galletas en casa de Paula, en aquella cocina estrecha que se impregnaba

del olor de la harina horneada. También alquilábamos películas en el videoclub, nos sentábamos

las tres en el sillón y estábamos a salvo.

Dos: F. corriendo desde la estación hasta el museo y yo persiguiéndole. Era de noche y tuve un

miedo terrible de verle desaparecer. Los latidos se me escapaban por la garganta y pensaba qué

crueldad, qué infelicidad la de correr detrás de alguien que quiere irse.

Siempre me obsesionaron los faros. La luz vista desde el mar: la tierra que salva, la llegada. Y

desde la costa, ¿qué vemos cuando miramos hacia el mar? ¿Pura inmensidad a secas?

Cuando puedo visito el Far de Favàritx, en la costa Noreste de Menorca. Es como mi Finisterre,

mi pequeño fin del mundo.

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En el libro ‘Cuaderno de faros’, de Jazmina Barrera, la autora establece una relación entre sus

lecturas sobre los faros (sobre todo en novelas clásicas) y sus vivencias con estas construcciones

magnéticas. Al final del libro hay una parte que se llama «Cuaderno de viaje». Escribe Barrera:

«8 de julio

Si esto fuera un diario de verdad, aquí contaría cómo ese pájaro me recordó a otro pájaro que vi

un día que me despedí de alguien. Si fuera un diario, contaría lo que pasó el día que vi ese otro

pájaro. Pero como no es un diario, sino un cuaderno, como lo que quiero en este viaje es

olvidarme de ese día, de ese otro viaje y esa despedida, no voy a seguir escribiendo.»

Carta a Yaiza:

Querida

Muchas gracias por tu carta. Leerte en la resaca del verano ha sido hermoso. Algún día, quizá,
puedas enseñarme los secretos de tu isla, los lugarcitos que siguen a salvo.

Acabo de terminar la tesis del máster y justamente es un diálogo con el imaginario menorquín
que tanto calor me da cuando ando perdida en Buenos Aires. Cuando siento el agotamiento de
no ver el mar por semanas, por meses. Escribir este libro ha recolocado una pieza que andaba
suelta dentro de mí. Ha sido como volver a la infancia: darle de comer a los patos en Binisafúller;
ver a mamá con su melena rubia, siempre joven y semidesnuda; estar a la sombra de la higuera;
acercarme a la roca y ver el fondo de las cosas.

Ana y yo íbamos a Menorca cada verano. Tomábamos un avión siendo niñas y llegábamos al
aeropuerto: mis abuelos siempre puntuales. En el coche de camino a Calescoves, pasábamos por
San Clemente y ya de ver la iglesia blanca al fondo del camino de piedra seca, se me aceleraba el

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corazón. Un pulso de niña que regresaba. Pasábamos los veranos en la piscina y afuera con las
vecinas, arrancando un poco de hinojo y oliéndonos las manos.

Cuando crecimos seguimos yendo. A veces juntas o cada una cuando podía. Trabajé en el
restaurante un par de años y me gustaba la sensación de prepararlo todo mientras se hacía de
noche. Los barcos descansaban. También me cansaba mucho y mi rato de felicidad era ir con
Laura hasta Sa Mesquida a darnos un baño y a comer helado de avellana.

Gracias por invitarme a este ejercicio de reconocimiento. A susurrarnos de una isla a otra isla.
Me encantaría que sigamos con la correspondencia y llamarle así: correspondencia.

Te abrazo desde Quito. Se ven las montañas y el volcán Cayambe.


Este año todo ha ido muy rápido.

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