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Una defensa del construccionismo social 1

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Capítulo 2
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Una defensa del construccionismo social*


Vivien Burr

Muchos estudiantes encuentran que al principio es difícil aceptar los argumentos del
construcionismo social, ya que parecen ir en contra de nuestra comprensión cotidiana de
la experiencia, así como de las explicaciones psicológicas tradicionales. Este capítulo
propone que las ideas del construccionismo social tienen algo que ofrecer. Mis objetivos
son cuestionar las ideas de sentido común sobre la persona, abrir el camino para una
visión alternativa y llamar la atención sobre una serie de características centrales del
enfoque que el construccionismo social tiene sobre la persona. Aunque este libro
criticará a menudo algunos aspectos del construccionismo social, en este momento, es
importante observar la utilidad del enfoque.
En cierta medida, usaré aquí los términos “psicología tradicional” y “sentido común” de
manera intercambiable. Esto no se debe a que yo crea que la psicología es simplemente
sentido común presentado en jerga complicada. Sin embargo, la psicología a menudo ha
basado sus teorías en los presupuestos de la sociedad y la cultura en la que ha surgido, y
estos, traducidos en la psicología popular, a su vez, han permeado nuestro pensamiento
cotidiano. Precisamente, son estas suposiciones las que quiero exponer en este capítulo.
Por tanto, presentaré una defensa del construccionismo social discutiendo las maneras
en que la psicología tradicional y estos presupuestos pueden mostrarse inadecuados y
señalando cómo el construccionismo social puede a veces ofrecer un mejor “ajuste” en
relación con nuestra experiencia y nuestras observaciones del mundo.
Esto significa que el construccionismo social no ofrece solo un nuevo análisis de
asuntos tales como la “personalidad” o las “actitudes”, análisis que puede ser insertado
en nuestro marco de comprensión existente. Es el marco en sí mismo el que tiene que
cambiar y, con este, nuestra comprensión de todos los aspectos de la vida social y
psicológica. El construccionismo social con frecuencia es contraintuitivo; este enfoque
problematiza precisamente aquello que damos por sentado, pero, al mismo tiempo, nos
permite enfatizar y abordar algunas áreas en que los presupuestos del sentido común y
la psicología tradicional no nos brindan explicaciones satisfactorias. Qué significa ser
una persona —y ser una persona en particular— implica un amplio rango de factores
tales como nuestra personalidad y emociones, nuestro género y sexualidad, nuestra
condición de salud, enfermedad o discapacidad. Por lo tanto, al argumentar a favor del
construccionismo social he decidido dividir este capítulo en tres secciones, cada una de
las cuales funciona como una suerte de estudio de caso. Cada uno de ellos ilustra y
*
Traducción del inglés realizada, con fines académicos, por el equipo de profesores y asistentes de
docencia del curso de Lenguaje y Sociedad (LIN 146) de Estudios Generales Letras de la PUCP (marzo
del 2018). El original forma parte del libro Social constructionism, de Vivien Burr. Segunda edición.
Londres / Nueva York: Routledge, 2003.
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apoya el construccionismo social, exponiendo sus diferencias con relación a la
psicología tradicional en términos de los rasgos presentados en el capítulo 1.

Personalidad
La visión de la personalidad desde el sentido común

Pensamos en nuestra personalidad como algo más o menos unificado y estable. Aunque
poseemos una diversidad de características, sentimos que estas se unen de una manera
coherente para formar un conjunto, y que nuestra personalidad es relativamente estable.
Aunque podemos cambiar con el tiempo, por ejemplo, de la niñez a la adultez, o como
resultado de un evento clave en la vida, pensamos en nuestra personalidad como algo
básicamente invariable. Aunque no en su totalidad, la mayor parte de la psicología
hegemónica contemporánea y la comprensión que esta ha promovido en el sentido
común asume la idea de que la gente tiene características de personalidad y que son
estas las que nos hacen sentir y comportarnos de manera diferente de los demás. Por
ejemplo, tendemos a pensar en nuestras emociones como eventos privados que están
conectados con el tipo de personas que somos. Se espera que una persona con una
personalidad “depresiva” sienta casi siempre “tristeza”. Imaginamos que una persona
“comprometida con los demás” tiene sentimientos de amor. Pensamos en el enojo como
algo que sentimos dentro de nosotros y que se manifiesta en las cosas que decimos y
hacemos. Se piensa que estos sentimientos o emociones son parte de la experiencia
interna y privada del individuo, y que están íntimamente conectados con el tipo de
persona que uno es. Se ha hecho referencia a este tipo de pensamiento como
“esencialismo”.
El esencialismo constituye una forma de comprender el mundo que asume que las
cosas, incluidos los seres humanos, tienen una esencia o naturaleza particular, algo que
supuestamente les pertenece y que explica cómo se comportan dichas personas o lo que
podemos hacer con las cosas. Las mesas y los escritorios son duros (una propiedad) y,
por lo tanto, no se curvan cuando se les coloca encima una pila de libros. Del mismo
modo, pensamos en la naturaleza de una persona tímida de forma tal que la creemos
inapropiada para una reunión social ruidosa.
Esta visión esencialista de la personalidad nos invita a pensarnos como poseedores de
una naturaleza particular, como individuos y como especie, una “naturaleza humana”
que determina lo que la gente puede y no puede hacer. Por ejemplo, si creemos que la
naturaleza de la especie humana es esencialmente agresiva y egoísta, lo mejor que
podemos hacer es asegurar que la sociedad disponga de formas de restringir a las
personas y de refrenarlas físicamente en su comportamiento natural. En la actualidad,
muchas personas se conforman con un modelo de la personalidad que sugiere que estos
“hechos” biológicos “dados” son hasta cierto punto modificables por las influencias del
entorno, tales como el tipo de experiencias que uno ha tenido durante la niñez. Pero el
hecho de que encontremos muy difícil cambiar la personalidad cuando lo intentamos
(piénsese en una persona tímida intentando volverse más segura o en una persona
angustiada tratando de ser menos ansiosa) parece dar crédito a la idea de que aun
cuando la personalidad no esté enteramente determinada por la biología, de una u otra
forma, una vez que se moldea, estará fijada para el futuro.
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El argumento del construccionismo social

Antes que nada, ¿cómo podemos estar seguros de que tenemos una personalidad? Si se
preguntara por evidencia de que, digamos, alguien tiene ojos marrones o vive en un
departamento del segundo piso, el asunto se resolvería rápidamente. Bastaría con mirar
a los ojos de la persona en cuestión o en ir a su departamento. ¿Pero acaso puede uno
mostrar su personalidad? ¿Dónde está? Aunque un cirujano abriese un cuerpo para darle
un vistazo, no la encontraría. No hay evidencia objetiva a la que se pueda recurrir para
demostrar la existencia de la personalidad. Lo que esto muestra es que sea lo que sea
aquello que llamamos “personalidad”, su existencia es producto de una inferencia. Ello
significa que la idea de que las personas tienen algo llamado personalidad, responsable
de sus comportamientos, ha surgido a fin de dar cuenta de todo lo que nos vemos hacer
a nosotros mismos y a los demás.
Lo anterior equivale a un tipo de razonamiento circular. Por ejemplo, si vemos que
alguien ataca físicamente a otra persona, a menos que tengamos una buena razón para
pensar lo contrario (quizás actuó en defensa propia o fue un accidente), tendemos a
inferir que el atacante es una persona agresiva. Esta es una descripción de su
personalidad. Sin embargo, si alguien nos preguntara por qué creemos que el atacante lo
hizo, lo más probable es que digamos algo así como “Si eres una persona agresiva, ese
es el tipo de cosas que tiendes a hacer”. Este es un razonamiento circular. Hemos
observado la conducta (el ataque) y hemos inferido de ella que el atacante tiene una
personalidad agresiva. Sin embargo, cuando se nos pide decir qué llevó a la persona a
comportarse de esa manera, damos cuenta de esta conducta en términos de la
“agresividad” que esa misma conducta permitió inferir. Llamamos a alguien agresivo
debido a su conducta y luego decimos que fue su agresividad la que lo hizo comportarse
de esa manera, pero no hay forma de establecer la existencia real de esta “personalidad
agresiva” fuera del círculo personalidad-conducta que hemos creado.
Un presupuesto fundamental de la visión de sentido común sobre la personalidad es que
esta se mantiene estable a través del tiempo y las circunstancias. Sin embargo, esto no
se sostiene si observamos con atención nuestra propia experiencia cotidiana. ¿Hablamos
con nuestros amigos más cercanos de la misma forma en que lo hacemos con el gerente
del banco? ¿Nos sentimos confiados y seguros con gente que conocemos y que nos
resulta agradable? Pero ¿qué ocurre cuando estamos en una entrevista de trabajo? Estos
ejemplos pueden parecer triviales, pero el mensaje general que transmiten es
importante. Nos comportamos, pensamos y sentimos de maneras diferentes
dependiendo de con quién estamos, qué estamos haciendo y por qué. De hecho, existen
numerosas teorías provenientes de la psicología y la psicología social que, aunque no
llegan a asumir el construccionismo social en el sentido en que lo hace este texto,
ofrecen explicaciones de la persona tributarias de la situación social antes que del
interior de la persona. Por ejemplo, los teóricos del aprendizaje social hablan de la
“especificidad situacional” del comportamiento. Ellos sugieren que nuestra conducta no
depende de nuestras características personales sino de la naturaleza de las situaciones en
que nos encontramos. El comportamiento es, entonces, “específico” a una situación
particular y, como dirían los teóricos del aprendizaje social, se adquiere mediante un
conjunto particular de reforzamientos presentes en esas situaciones. De acuerdo con este
enfoque, podríamos esperar que una persona sea distinta en situaciones diferentes,
mientras que, para el enfoque tradicional de la personalidad, estas diferencias son
problemáticas. Si damos por sentada la idea de que nuestra personalidad es estable,
tenderemos a no cuestionar la noción de que cada persona tiene una personalidad
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unificada y coherente, un yo que está hecho sobre la base de elementos consistentes.
Los mismos psicólogos han encontrado necesario elaborar estructuras y procesos
hipotéticos precisamente porque la experiencia de nosotros mismos y de los demás es
cualquier cosa menos coherente. Hablamos de estar “conflictuados”, solemos decir que
nuestros pensamientos nos dirigen en cierta dirección y nuestros sentimientos en otra,
afirmamos que nuestro corazón gobierna nuestro cerebro o que nos hemos salido de
nuestro propio guion.
En segundo lugar, podemos cuestionar la idea de que nuestra personalidad está dentro
de nosotros mismos. Pensemos en las palabras sobre tipos de personalidad que usamos
para describir a las personas. Por ejemplo, amigable, comprometido con los demás,
tímido, cohibido, encantador, malgeniado, desconsiderado. La mayor parte de las
palabras referidas a la personalidad perderían totalmente su significado si la persona
descrita estuviera viviendo sola o en una isla desierta. Sin la presencia de los otros —
esto es, al margen del entorno social—, ¿se podría decir de una persona que es
amigable, tímida o comprometida con los demás? El punto es que usamos estas palabras
como si se refirieran a entidades que existen dentro de las personas descritas, pero una
vez que aislamos a la persona de sus relaciones con los otros, ellas se vacían de
significado, pues se refieren a nuestro comportamiento en relación con esos otros. El
carácter amistoso, la timidez o el compromiso no existen dentro de las personas sino en
las relaciones establecidas entre ellas. Por supuesto, se podría contraargumentar
diciendo que incluso en una isla desierta las personas todavía podemos mantener
nuestra predisposición a ser amigables, tímidas, etcétera. No podemos probar ni refutar
la existencia de rasgos de personalidad y, de la misma manera, no podemos demostrar la
veracidad de un enfoque social-construccionista simplemente por apelación a la
evidencia. A la larga, nuestra tarea consiste en decidir qué visión nos ofrece la mejor
manera de entendernos a nosotros mismos y a los demás, para de este modo guiar
nuestra investigación y nuestras acciones.
En tercer lugar, si las personalidades realmente son rasgos esenciales de todos los seres
humanos, entonces sería esperable que encontremos la personalidad, tal como la
conocemos, en todas las personas, al margen del lugar de la Tierra en que habiten. Sin
embargo, es claro que no todas las personas comparten nuestra visión occidental. En
algunas culturas, las personas explican sus acciones mediante la referencia a espíritus y
demonios invisibles, y encontrarían muy extraña nuestra idea de que el comportamiento
se origina en la personalidad. Muchas personas hoy en día, tal como en el pasado,
entienden sus acciones como resultado de la orientación divina y, en algunas
circunstancias, los individuos que afirman estar dirigidos por espíritus invisibles son
catalogados como “locos”. En la misma línea, el carácter único y la naturaleza privada
de las emociones no constituye un supuesto aceptado por todas las culturas, tal como
señala Lutz (1982, 1990). Para los miembros del pueblo ifaluk (de origen samoano y
Pintupi), las palabras referidas a emociones son atributos que no se aplican a estados
internos de la persona sino a sus relaciones con los eventos y con los demás. Los ifaluk
hablan de song, palabra que se traduce mediante algo parecido a ‘enojo justificado’. El
enojo justificado no es un sentimiento privado, sino una explicación moral y pública de
alguna transgresión de prácticas y valores sociales aceptados.
Por supuesto, podríamos afirmar que estas diferencias culturales se deben a las
diferencias en la educación y en la comprensión. Podríamos sugerir que las culturas no
occidentales y las de períodos históricos anteriores no tienen el beneficio de nuestro
conocimiento. Lo que estaríamos haciendo, entonces, sería afirmar la veracidad de
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nuestra propia visión en oposición a la falsedad de la suya. Estaríamos afirmando algo
como lo siguiente: “Sabemos que, de hecho, las personas tienen personalidades, y que la
forma en que se comporta una persona está fuertemente influenciada por su
personalidad. Los miembros de otras culturas aún no se han dado cuenta de esto y, por
lo tanto, tienen una visión falsa de la realidad”. Esta es una forma fuerte de exponer esta
postura, pero nos sirve para señalar que a menos que tengamos plena confianza en la
“verdad” de nuestra propia visión, tendríamos que aceptar que la personalidad puede ser
una teoría peculiar a ciertas sociedades en cierto punto en el tiempo.

Algunos escritores, como el psicoanalista Fromm (aunque no es un construccionista


social), han sugerido que la “naturaleza humana” es un producto de la estructura social
y económica particular en la que hemos nacido (por ejemplo, véase Fromm, 1942,
1955). Por ejemplo, en una sociedad capitalista, la competencia es fundamental; la
sociedad se estructura en torno a individuos y organizaciones que compiten entre sí por
puestos de trabajo, mercados, etcétera. La suposición es que la persona con más
habilidades, inteligencia, capacidad, encanto, etcétera, tendrá éxito allí donde otros
fracasarán. De modo que allí donde la competencia es una característica fundamental de
la vida social y económica, lo que se obtendrá es “gente competitiva” y un modelo de la
persona enmarcado en términos de diferencias individuales. En otras palabras,
pensamos en nosotros mismos como personas que difieren entre sí respecto de una serie
de dimensiones de personalidad porque vivimos en una sociedad fundada en la
competencia. La competitividad y la codicia se pueden entender como productos de la
cultura y la estructura económica en la que vivimos, antes que como parte de una
naturaleza humana esencial.

Además de las diferencias culturales sobre cómo piensan las personas sus experiencias y
las describen, nuestro lenguaje cambia constantemente y los significados de las palabras
cambian con el tiempo. Sin embargo, es interesante la forma en que algunos
significados han cambiado, y a menudo muy recientemente. El verbo amar es un buen
ejemplo. Para los niños que aprenden las complejidades de la gramática, los verbos se
describen como “palabras de acción”: son palabras que dicen cosas sobre lo que las
personas hacen, como “trabajar” o “llorar”. Pero la forma en que hoy empleamos el
verbo amar tiene diferentes connotaciones. Cuando decimos que amamos alguien, a
menudo nos estamos refiriendo a nuestros sentimientos, no a nuestras acciones. Sin
embargo, esto no siempre ha sido así. Cuando era niña, mi abuela solía decir: “Ven aquí
y dame un amor” o “Déjame amarte un minuto”. 1 En este caso, “amar” a alguien
significa abrazarlo físicamente o, quizás, confortarlo. Es posible que este significado
aún se use ocasionalmente. Sin embargo, en la gran mayoría de casos, cuando hablamos
acerca de amar a alguien, estamos hablando de eventos privados, de nuestros
sentimientos, de cosas que asumimos que existen dentro de nosotros y que influyen en
la manera en que tratamos a las personas. Por tanto, el amor se ha convertido en algo
que es visto como la motivación de nuestro comportamiento antes que como una
palabra que lo describe. El argumento del construccionismo social es el siguiente: los
sentimientos de amor no originan un lenguaje que los describe, sino que es el uso
lingüístico el que nos impulsa a identificar y experimentar nuestros sentimientos como
amorosos. Irónicamente, cuando el amor se relega a ese dominio interno, se puede
volver tan poco relacionado con la conducta que puede usarse para explicar el

1
En inglés: Come here and give me a love y Let me love you for a minute (nota de los traductores).
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comportamiento más terrible (“La golpeo cuando me molesto, pero en realidad la
amo...”).

Esta tendencia a usar palabras para que describan eventos internos, como los
sentimientos, en lugar de las acciones puede llamarse “psicologización”. En otras
palabras, tendemos cada vez más a describir la vida humana en términos de cualidades
psicológicas como los sentimientos y las características de personalidad antes que en
términos de lo que les hacemos nosotros a las personas y lo que hacemos con ellas. Ser
una persona comprometida es otro buen ejemplo. Comprometerse (con alguien), en el
habla actual, no solo significa encargarse de una persona y atender sus necesidades, sino
también tener sentimientos de afecto hacia ella. Ser una persona comprometida (con los
demás) se entiende hoy en día como la descripción del tipo de persona que uno es y no
de las actividades en las que uno se involucra.2 Este movimiento hacia la comprensión
de nosotros mismos en términos de esencias internas dialoga de manera consistente con
la idea anteriormente presentada de que la forma en que la gente piensa sobre sí misma
y representa su experiencia para sí y para los otros no depende de una naturaleza
humana esencial preexistente, sino de los arreglos económicos y sociales particulares
que prevalecen en su cultura en ese momento.

Resumen
El punto de vista del construccionismo social acerca de la personalidad es que, en
efecto, la personalidad es un concepto que usamos en nuestra vida diaria para tratar de
darle sentido a las cosas que hacemos y que hacen los demás. La personalidad puede ser
vista como una teoría elaborada para explicar el comportamiento humano y para tratar
de anticipar nuestra participación en las interacciones sociales, teoría ampliamente
sostenida en nuestra sociedad. Podríamos decir que en nuestra vida diaria actuamos
como si la personalidad existiese y, a decir verdad, la mayor parte del tiempo nos las
arreglamos razonablemente bien así. Pero hay una gran distancia entre esto y afirmar
que la personalidad realmente existe en el sentido de un conjunto de rasgos que habitan
nuestras estructuras mentales o que se inscriben en nuestro material genético. La postura
del construccionismo social, además de cuestionar el concepto de personalidad en sí
mismo, es que cualesquiera sean las cualidades personales que podamos desarrollar,
estas siempre son producto de las circunstancias culturales, históricas y relacionales en
que nos ubicamos.
Los puntos que he tratado hasta aquí son importantes y regresaremos a ellos en distintas
ocasiones en los siguientes capítulos, especialmente al discutir qué significa ser una
persona y tener un sentido de sí mismo (self). No hay que ser un construccionista social
para abandonar la teoría tradicional sobre la personalidad; los conductistas y los teóricos
del aprendizaje social ya lo hicieron hace mucho tiempo. Pero es un punto de partida
útil para explorar algunas características claves del construccionismo social.

2
En el original inglés, el argumento se desarrolla con el verbo to care (for someone) y el adjetivo caring
(a caring person) (nota de los traductores).
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Salud y enfermedad

Salud y enfermedad desde el sentido común

La salud y la enfermedad se han convertido en temas de interés general para las


personas en tiempos recientes. En las sociedades occidentales, nos hemos vuelto
más atentos a los cambios en los patrones que siguen las enfermedades, como, por
ejemplo, la creciente incidencia de problemas cardíacos o la propagación del VIH y
el sida. Más aun, a pesar de que vemos a la enfermedad como algo que nos puede
acaecer si la suerte no está de nuestro lado, cada vez más asumimos la idea de que
nuestras propias decisiones acerca de nuestro estilo de vida, como hacer dieta,
hacer ejercicios y nuestras prácticas en el trabajo pueden influir en la probabilidad
de desarrollar enfermedades peligrosas. Aunque en ocasiones podamos quejarnos
de algún tratamiento poco efectivo que hemos recibido por parte de nuestro
médico, o podamos sentirnos frustrados por que alguna prueba de laboratorio no
revela la causa de nuestros síntomas, con frecuencia explicamos estas cosas
asumiendo que el conocimiento médico es aún incompleto. También podemos
afirmar que sencillamente no conocemos lo suficiente sobre el intrincado
funcionamiento de nuestros órganos internos y sobre las causas del mal
funcionamiento que produce la enfermedad que subyace a nuestros síntomas.
Dejando de lado estas imperfecciones, el conocimiento de la salud y la enfermedad
que fundamenta la medicina moderna es ampliamente aceptado, y se suele hacer
referencia a él como el enfoque biomédico. Este consiste en la visión de que el origen
y el tratamiento de la enfermedad se deben entender mediante la aplicación de
conceptos provenientes de la fisiología, la anatomía y la bioquímica (Radley, 1994). El
enfoque biomédico adopta los métodos de las ciencias naturales, y la manifestación de
la enfermedad y los tratamientos subsecuentes se conceptualizan en términos de
relaciones causales. Así, por ejemplo, las bacterias pueden invadir los tejidos de la
garganta causando una condición patológica que llamamos amigdalitis. El tratamiento
consiste en eliminar la causa mediante el uso de antibióticos, que matarán las bacterias.
Sin embargo, también aceptamos que los factores psicológicos y sociales pueden
influenciar nuestra susceptibilidad a ciertas enfermedades. Por ejemplo, Friedman y
Rosenman (1974) proponen que una persona puede ser susceptible a una enfermedad
del corazón dependiendo si su personalidad es del “tipo A” o el “tipo B”. Las personas
del tipo A se caracterizan por ser ambiciosas y competitivas, y se molestan fácilmente
por las frustraciones cotidianas. Se piensa que los procesos fisiológicos y bioquímicos
que acompañan estos accesos frecuentes de enfado se deben a una cadena compleja de
eventos que derivan en el depósito de ácidos grasos en los vasos sanguíneos,
incrementando así el riesgo de ataque cardíaco (Williams, 1989). El rol de la psicología
y la sociología en la comprensión de la salud y la enfermedad con frecuencia se ve, por
tanto, como la identificación de aquellas características de nuestro funcionamiento
social y psicológico que pueden afectar negativamente el funcionamiento adecuado del
cuerpo.
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El argumento del construccionismo social
Cualesquiera sean las causas de las enfermedades que nos afectan, parece haber poca
ambigüedad sobre nuestra condición corporal, ya sea que el cuerpo esté libre de
enfermedad, funcionando normalmente y sano, ya sea que tengamos alguna enfermedad
o alguna disfunción. Pero algunos ejemplos servirán para mostrar que las cosas no son
tan claras como parecen. Las caries dentales (el deterioro dental) pueden considerarse
como una patología de la dentadura, pero ¿cuántos de los que necesitamos visitar
regularmente al dentista nos consideraríamos enfermos? Una persona puede tener una
condición médica por muchos meses o años y no tener síntomas. ¿Podemos decir que
estuvo enferma durante ese lapso y no lo supo? ¿Está enferma una mujer que no puede
concebir? ¿O lo está una persona cuya vista se deteriora por la edad? ¿Lo está una
persona que nace con malformaciones en los brazos o las piernas? ¿Qué hay con aquella
persona que experimenta síntomas corporales para los cuales no se ha encontrado una
patología orgánica subyacente?
El objetivo de estos ejemplos es mostrar, aceptando que la presencia de una
“enfermedad” puede establecerse de manera no ambigua, que esto de ninguna manera
nos conduce a un juicio sencillo sobre si una persona está enferma o no. Esto se debe a
que la enfermedad no es una cuestión fisiológica sino social. Cuando decimos que una
persona está enferma, estamos emitiendo un juicio que solo en parte se relaciona con su
condición física. Gran parte de nuestro juicio radica en prescripciones, normas y valores
culturales que rodean nuestra habilidad para llevar a cabo nuestras actividades
habituales. Radley (1994) ofrece el ejemplo de dolencias muy comunes como los
resfríos y la gripe. Una persona puede presentar una variedad de síntomas como dolor
de cabeza, dolor de garganta, dolor de brazos y piernas y temperatura elevada, pero
¿está sufriendo un resfriado fuerte o es una gripe? El diagnóstico es, más que una
cuestión física, una cuestión moral. En nuestra cultura, nos consideramos en cierta
medida responsables de contraer un resfriado; es posible que hayamos salido sin
abrigarnos y nos hayamos enfriado o mojado con la lluvia. En comparación, pensamos
en la gripe como algo de lo que simplemente nos contagiamos por mala suerte. Esta
dimensión moral tiene implicaciones para la medida en que podamos considerarnos
dignos de empatía y eximirnos de nuestras responsabilidades habituales. En un estudio
de mujeres de clase trabajadora en Escocia, Blaxter y Paterson (1982) (citado en
Hardey, 1998), se descubrió que ellas se describían a sí mismas como “sanas” si podían
ir a trabajar y realizar sus actividades cotidianas habituales. Ellas veían las dolencias
comunes y los “problemas femeninos” como parte de la vida normal, y reservaban el
término enfermedad para las dolencias graves. Una persona no estaba enferma si
continuaba con su vida y no se detenía por sus síntomas: “La enfermedad no estaba
tanto en experimentar los síntomas, sino en la reacción a ellos” (Hardey, 1998: 33).
Por lo tanto, el estado del cuerpo como enfermo o saludable depende de criterios
sociales antes que biológicos. La enfermedad no puede verse como una entidad fija,
sino como algo que necesariamente varía de acuerdo con las normas y valores del grupo
social particular que se estudia. También se puede demostrar que el estado físico del
cuerpo en tanto funciona bien o mal depende del contexto. Por ejemplo, una persona
puede haber perdido el uso de sus piernas por una lesión en la columna y usar una silla
de ruedas. Por lo general, puede tener dificultades para ingresar a algunos edificios,
subir escaleras y usar algunas instalaciones públicas. Puede suceder que en su propio
hogar necesite ayuda para ir al baño y para usar la cocina. Ellos están “discapacitados”.
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Al principio, parece obvio que su disfunción física y su discapacidad son lo mismo. Sin
embargo, si dotamos a los edificios de rampas, escaleras eléctricas y hacemos ajustes
apropiados a los baños y a la cocina, la discapacidad se reduce. Podríamos argumentar
incluso que si se rediseñara el entorno entero del edificio para atender de manera
específica las habilidades de los usuarios que precisan de sillas de ruedas, no tendría
sentido referirse a ellos como “discapacitados”. De hecho, ¿nos referiríamos a su
condición física como disfunción? ¿Tal vez el resto de nosotros podríamos ser vistos
como discapacitados por la falta de silla de ruedas? ¿O discapacitados por el estorbo que
supondrían nuestras innecesarias extremidades? “Discapacidad” es, por tanto, una
función del entorno en el que las personas están obligadas a vivir, no una cualidad que
les pertenece. Makin (1995) llama a esto “el modelo social de la discapacidad”, en
contraste con el modelo médico, que implícitamente coloca la fuente del problema en la
persona discapacitada.
Más aún, este entorno está inevitablemente moldeado de acuerdo con los valores y
prácticas de algunas personas y no de otras. Si miramos a nuestro entorno y nos
preguntamos para quién podría ser problemático en alguna medida este entorno,
inmediatamente nos daremos cuenta de que usualmente se trata de aquellos grupos de
personas que han tenido menos poder en la sociedad. Ejemplos aparentemente triviales
muestran esto. No poder leer las letras pequeñas de los empaques de comida o no poder
destapar un frasco envasado al vacío no es un problema solo para personas con
discapacidades específicas sino para muchas personas de edad avanzada. Los guantes de
trabajo pesado (por ejemplo, para el manejo de materiales del tipo “Hágalo usted
mismo”) no vienen en tallas pequeñas, lo que plantea una dificultad para muchas
mujeres u hombres de poca estatura. Podríamos pensar en toda clase de explicaciones
para el statu quo, pero al final todo se reduce a los valores de los grupos dominantes. Si
el mundo estuviera dirigido por niños, ¿en qué clase de entorno físico viviríamos y qué
dificultades se plantearían para los adultos? Entonces, salud, enfermedad y discapacidad
no son solo socialmente creadas sino que son sostenidas por prácticas sociales que
usualmente sirven a los intereses de los grupos dominantes en la sociedad.
La especificidad histórica y cultural del enfoque biomédico también es claro. Como en
el ejemplo de la personalidad, parece que el modelo biomédico no es universal y
constituye un avance bastante reciente en la historia de los intentos de las sociedades
occidentales por entender la enfermedad. Los antropólogos nos informan de sistemas de
creencias médicas en otras culturas que son radicalmente diferentes de la biomedicina.
El estudio de Young (1976) sobre el pueblo Amhara (Etiopía), por ejemplo, contrasta la
comprensión biomédica de la enfermedad, enfocada en el funcionamiento interno del
cuerpo, con una visión que localiza la enfermedad en el contexto social. Los amharas
creen que la enfermedad puede ser causada por un número diverso de eventos externos;
por ejemplo, ingerir alimentos envenenados o ser víctima del ataque del espíritu de un
enemigo. La cura para las enfermedades, que usualmente consisten en remedios
herbarios, no son vistos en términos de sus efectos en los órganos y sistemas internos,
sino que operan para restaurar el balance entre el individuo y el orden moral de la
sociedad (Radley, 1994). En nuestra propia sociedad, somos testigos del avance
creciente de “medicinas alternativas”, a menudo basadas en un sistema de creencias
bastante distinto de la biomedicina, como la homeopatía, la acupuntura y la
reflexología. Esto debiera ponernos en guardia ante la idea de que nuestra visión
biomédica predominante es la correcta y que las demás son falsas. Si estas terapias
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resultaran efectivas, tendríamos que adjudicar su efectividad a una suerte de efecto
placebo o, en todo caso, a explicar dicha efectividad en términos de la biomedicina.
De modo que todo sistema de creencias médicas opera al interior de una cultura con
normas, valores y expectativas que le dan sentido a la enfermedad para los miembros de
aquella cultura. Dicho sistema también establece un conjunto de criterios que
determinan qué puede contar como enfermedad. La variación en las maneras de
entender la enfermedad que existen a través de las culturas y el rango de las medicinas
alternativas dentro de nuestra propia sociedad también puede enfocarse históricamente.
Radley (1994) describe cómo hasta fines del siglo XVIII, los doctores veían la vida
emocional y espiritual del paciente como un factor directamente relevante para su
estado de salud, y no concebían las enfermedades como independientes de las personas
mismas. Con el desarrollo de los estudios de anatomía, se hizo posible pensar las
enfermedades como fenómenos que atacaban el cuerpo como un sistema de órganos
interrelacionados, con el resultado de que la experiencia de la persona en conjunto se
hizo irrelevante para el diagnóstico. Pero el auge de la biomedicina no es algo que
pueda verse simplemente como la historia del progreso en el conocimiento médico.
Puede argumentarse que el enfoque biomédico implica un modo de entender el cuerpo
íntimamente ligado a desarrollos sociales más amplios. El estudio del funcionamiento
interno del cuerpo en los laboratorios de anatomía tuvo lugar en el contexto de un
movimiento más general hacia la comprensión del mundo mediante su ordenamiento y
clasificación. Foucault (1973, 1976, 1979) ha argumentado de manera persuasiva que
dicho ordenamiento y clasificación, en lo que respecta a los seres humanos, ha
desempeñado y sigue desempeñando un papel central en el control de la población. Al
clasificar a la gente como normal o anormal, loca o cuerda, saludable o enferma, se hizo
posible el control social mediante la regulación de los comportamientos laborales,
domésticos y políticos. Algunos ejemplos: un paciente oficialmente diagnosticado como
una persona con trastornos mentales no podrá votar e, incluso, podrá ser confinado a la
fuerza; aquellos trabajadores que no cuenten con permiso médico no tendrán otra opción
que ir a trabajar; a aquellas personas con una sexualidad juzgada como insegura se les
podría negar el acceso a la vida familiar.
Más aún, las entidades patológicas en sí mismas pueden ser vistas como problemáticas.
El ejemplo anterior sobre la distinción entre el resfrío y la gripe es una muestra de ello.
Bury (1986) cita el trabajo de Figlio (1982), quien estudió la relación entre la condición
llamada nistagmo de los mineros3 con la clase social y el capitalismo. La existencia del
nistagmo de los mineros como una entidad patológica no fue simplemente un asunto
médico. Fue el centro de conflictos en torno al fingimiento de la enfermedad y la
compensación para los trabajadores. Como Burr y Butt (2000) han notado, en tiempos
recientes hemos visto el incremento de una variedad de condiciones antes desconocidas,
como el síndrome premenstrual y la encefalomielitis miálgica. 4 El estatus médico de
estos males es igualmente problemático y está permeado por cuestiones culturales y
morales. Antes de 1973, la homosexualidad era considerada una enfermedad y estaba
clasificada en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-III).
Respondiendo a cambios en las actitudes sociales y a campañas desarrolladas por
activistas gays, la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (American Psychiatric
Association, APA) dejó de considerar a la homosexualidad como un trastorno mental.

3
Se trata de una enfermedad ocupacional que consiste en movimientos involuntarios de los ojos (nota de
los traductores).
4
Antes conocida como síndrome de fatiga crónica (nota de los traductores).
Una defensa del construccionismo social 11
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Las enfermedades no son simplemente entidades patológicas objetivamente definidas
sino entidades sociales.

Resumen
Definir la enfermedad y la salud no consiste solo en identificar la presencia de una
patología. Constituye una cuestión social profunda, que involucra la interpretación de
nuestra experiencia dentro de un particular contexto cultural de supuestos, normas y
valoraciones, así como de la estructura económica de nuestra sociedad. Es, asimismo,
un asunto que involucra relaciones de poder. Las “deficiencias” del cuerpo solo se
manifiestan como tales cuando las personas están restringidas a vivir en ambientes
diseñados según las necesidades y actividades de los otros. La conceptualización
biomédica de la salud y la enfermedad solamente es una perspectiva entre muchas otras,
y su hegemonía en las sociedades occidentales no puede entenderse simplemente como
el resultado del progreso del conocimiento científico. El auge de la biomedicina puede
entenderse, por lo menos en parte, como efecto de los cambios en el ejercicio del
control social en los últimos dos siglos.

Sexualidad

La visión de la sexualidad desde el sentido común


Tal como nuestra personalidad y nuestro estado de salud, la sexualidad es un aspecto de
la vida que, a primera vista, parece ser cualquier cosa menos un constructo social. A
menudo podemos rastrear los orígenes de otras cosas que nos gustan; por ejemplo, suele
decirse que a los británicos les encanta el té y, a pesar del aumento en el consumo de
café en Inglaterra, para muchos ingleses, incluida yo misma, hay momentos en los que
solo parece funcionar una taza de té. Sin embargo, nadie nace con un gusto por esta
bebida en particular. El gusto se desarrolla a través de un largo proceso de asociación
entre una buena taza de té y la bienvenida a la casa de alguien o como una fuente de
confort cuando estamos enfermos o como una tibia y relajante forma de comenzar el
día. A menudo no podemos rastrear los orígenes de nuestra orientación, gustos y
prácticas sexuales de la misma manera. Parecieran ser cosas “dadas”, más allá del
aprendizaje. La sexualidad en tanto característica de la vida humana nos parece un poco
distinta de otras necesidades básicas como la necesidad de comida, agua y refugio.
Hablamos de “impulso sexual” y este tipo de lenguaje pinta una imagen muy gráfica de
los seres humanos como atrapados en las garras de una fuerza irrefrenable.

La sensación subjetiva de que la sexualidad es una parte “dada” de la naturaleza humana


es refrendada por teorías biológicas y evolutivas muy populares. Ahora es casi sentido
común pensar en el deseo y el comportamiento sexual como algo que se deriva
directamente del imperativo de reproducirse, de continuar la especie humana; es de ahí
que surge el “impulso sexual”. Las sexualidades de hombres y mujeres se entienden
como necesariamente diferentes debido a los distintos roles que deben jugar en el
proceso reproductivo. La teoría evolucionista parece explicar el comportamiento
promiscuo de los hombres mediante la lógica de la transmisión genética. De igual
manera, esta lógica se corresponde con nuestra percepción de las mujeres como más
selectivas en sus elecciones de pareja, ya que ellas deben invertir tiempo y energía física
Una defensa del construccionismo social 12
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en la producción de un niño, por lo cual deben asegurar que su prole venga de un “buen
stock”. Este enfoque proporciona un fundamento para entender el deseo de los hombres
por mujeres jóvenes (es más probable que estas sean más fértiles) y la preferencia de las
mujeres por “buenos proveedores”.

Estas teorías apuntalan nuestras ideas sobre lo que es natural en el deseo masculino y
femenino. Sin embargo, tal como en muchas otras áreas de la vida, lo que parece natural
también se ve como “normal”. En las ciencias sociales, decir que algo es normal
simplemente significa que es típico de las características o comportamientos más
usuales de un grupo de personas en particular. Pero el uso cotidiano de este término, así
como el del término natural, ha desarrollado connotaciones morales. Sentimos que
deberíamos comportarnos de maneras naturales y normales y, en el caso de la
sexualidad, esto quiere decir sexo heterosexual con penetración.

El argumento del construccionismo social


Si el sexo solo consistiera en procrear, sería poco probable observar mucha variación en
las prácticas sexuales humanas. Los defensores de las explicaciones biológicas y
evolutivas de la sexualidad hablan de los seres humanos como una especie similar a los
demás animales en los aspectos más importantes, pero ignoran la inmensa variedad de
las prácticas sexuales humanas. Cuando los perros, los gatos y otros animales tienen
sexo, lo hacen de una manera específica según su especie, y en realidad esta no varía
mucho, sino que es altamente normativa. En contraste, los humanos hemos sido, y
seguimos siendo, extremadamente creativos e imaginativos respecto a nuestras prácticas
sexuales. Actualmente hay ciertas formas de sexualidad que se están extendiendo y
subdividiendo en las sociedades occidentales contemporáneas: el “menú” sexual de hoy
en día está muy lejos de reducirse a la elección binaria entre ser hetero- u homosexual.
Ni siquiera podemos afirmar que un individuo, para no hablar de la especie humana, se
caracterice por una sola forma particular de práctica sexual. A la mayoría de las
personas les gusta variar en cierto grado. Y en lo que respecta a lo que las personas
consideran erótico, aquello que alimenta su deseo sexual, muchas veces es difícil
encontrar una explicación desde las perspectivas biológicas y evolutivas. ¿Cómo se
explicaría la fetichización de los encajes, el cuero, los zapatos o las panties? Más aún,
los deseos y fantasías sexuales de otras personas muchas veces nos parecen
desconcertantes o incluso de mal gusto. Cuando se trata del sexo, lo que a uno cura al
otro mata. Es el significado del cuero o de las panties para una persona lo que los hace
eróticos; es imposible negar el rol del significado en la sexualidad. Y la producción de
significado es algo característico de los seres humanos. Nuestra habilidad de otorgar
significado a nuestras acciones es lo que nos distingue de los otros animales.
Estos significados se crean y se comparten socialmente. Si nos adherimos a la
perspectiva de que la necesidad de sexo, tal como la necesidad de alimento, es algo
“instalado” en la naturaleza humana (un imperativo biológico imposible de ignorar),
entonces tendríamos que negar, o al menos interpretar como patológicas, las elecciones
que muchas personas hacen respecto a su sexualidad. Una persona que decidiera
practicar la castidad o el celibato, ya sea por motivos religiosos o de salud, se volvería
un rompecabezas. Nos quedamos con un enigma que solo podría resolverse imaginando,
sin evidencia alguna, que esas personas deben de estar canalizando su impulso sexual de
Una defensa del construccionismo social 13
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alguna otra manera, o reprimiéndolo, con potenciales consecuencias explosivas. Este
problema no se presenta si vemos la sexualidad como algo impulsado por el significado
antes que por el impulso biológico, y si entendemos que el significado en sí mismo es
profundamente social. La persona que vive en celibato como parte de su compromiso
religioso lo está haciendo, en parte, debido al significado del sexo en su comunidad y su
cultura. El caso de la mujer casada y con hijos que luego elige volverse lesbiana porque
ve la heterosexualidad como políticamente opresiva solo puede entenderse cuando
reconocemos el significado que la heterosexualidad tiene para ella. Y lo entenderemos
más si ubicamos ese significado dentro de una visión feminista del mundo
predominante en los círculos sociales en los que ella se mueve.
Tal como la personalidad y la enfermedad, la sexualidad humana no es un fenómeno
estable. A menudo se señala que, hace algunos cientos de años, una mujer de amplias
proporciones y piel pálida era el epítome de la feminidad deseable. El cambio, la
preferencia actual por un cuerpo esbelto y bronceado es difícil de entender desde la
perspectiva de la sexualidad como algo programado y fijo, pero cobra mucho sentido
una vez que ubicamos la sexualidad dentro de un sistema de significados socialmente
compartidos, íntimamente ligado a la estructura social y a la economía. En tiempos en
que el acceso a los recursos materiales para mantener la vida estaba más dividido por
clases que hoy en día, un cuerpo bien desarrollado, cuya piel declaraba que su dueño
nunca había necesitado trabajar duro en el campo, hablaba de riqueza y confort. Hoy en
día, es más probable que un cuerpo bronceado indique suficientes ingresos disponibles
para pasar las vacaciones bajo el sol. Sin embargo, esto también puede estar cambiando
a medida que dichas actividades se vuelven más accesibles a personas de todas las
clases, junto con la creciente circulación de significados que vinculan la exposición al
sol con la enfermedad. Además de esta inestabilidad histórica, como se mencionó
anteriormente, estamos presenciando una explosión en las formas de sexualidad
practicadas por las personas en las sociedades occidentales contemporáneas.
Como han señalado Stainton-Rogers y Stainton-Rogers (2001), las teorías biológicas y
evolutivas son altamente especulativas y podrían contar una historia plausible para
explicar un estado de cosas opuesto a las diferencias de género que comúnmente vemos.
Si los hombres prefieren mujeres maduras que ya tienen hijos, se podría argumentar que
esto se debe a que están eligiendo madres más experimentadas para su propia prole. El
atractivo de tales teorías es que, en la medida en que pretenden decirnos qué es natural y
normal, pueden usarse para reforzar nuestros argumentos morales sobre qué tipo de
sexualidad es permisible. Teorías como estas usualmente son esgrimidas cuando las
personas intentan defender desigualdades sexuales o de género sugiriendo que son
inevitables, o para desvalorizar prácticas sexuales no normativas. Sin embargo, en otras
ocasiones, se pasa por alto dichas teorías de manera estratégica por los mismos motivos.
Por ejemplo, al mismo tiempo que la heterosexualidad se ve como natural y
programada, se cataloga a un maestro homosexual como una presencia potencialmente
nociva para los niños a su cargo, quienes podrían “aprender” a ser homosexuales por su
influencia.
La sexualidad es, entonces, principalmente, una cuestión moral para los seres humanos,
no un asunto biológico. Es difícil imaginar que las personas se exalten de la misma
forma por las diferencias que mostramos los seres humanos respecto de los gustos sobre
la comida o la bebida. ¿Por qué? Porque el significado que la sexualidad tiene para
nosotros está íntimamente ligado a la estructura social y económica de la sociedad en la
que vivimos. La masturbación era vista como una enfermedad en tiempos en que la
Una defensa del construccionismo social 14
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fertilidad y la reproducción eran elementos cruciales para satisfacer las necesidades del
capitalismo de contar con una creciente dotación de mano de obra. Nuestras prácticas
sexuales están directamente ligadas a cuestiones fundamentales como quién cuida de los
niños, cuántos y quiénes los cuidan; cómo se constituyen las familias y qué clase de
comodidades y aditamentos domésticos necesitan; quién está disponible para el trabajo
y quién se encarga de los trabajadores. Como la diversidad y el cambio en la sexualidad
pueden sonar a una sentencia de muerte para las formas sociales en las que actualmente
vivimos, aquellos que tienen interés en mantener el statu quo pueden encontrar que
dicha diversidad y cambio son profundamente amenazantes.

Resumen
Tal como vimos para el caso de la personalidad y la enfermedad, hay una considerable
diversidad, a través del tiempo y de las personas, respecto al deseo y la práctica sexual.
Frente a esto, debemos desconfiar de las posturas esencialistas sobre la sexualidad. El
rol del significado es fundamental en nuestra vida sexual y el significado es construido
por los seres humanos en conjunto; dicho de otra forma, es una construcción social. El
significado, a diferencia del material biológico, es fluido, volátil y siempre abierto al
cambio, por medio de la interacción social. Más aún, la sexualidad es un área de nuestra
vida en la que los significados que hemos creado se cargan de valores y conllevan
prescripciones para la acción. Se trata de significados morales; nos dicen cómo
sentirnos y cómo comportarnos. Finalmente, estos significados morales no son casuales:
cobran sentido dentro de la estructura social y económica de la sociedad en la que
vivimos. Como esta sociedad está fracturada por numerosas desigualdades de poder, los
significados ampliamente respaldados desempeñan un rol en el mantenimiento de
dichas relaciones.

Conclusión
He usado estos tres ejemplos de personalidad, salud y enfermedad, y sexualidad para
ilustrar algunas de las principales características del construccionismo social. En
resumen, los principios teóricos del construccionismo social pueden parecer
contraintuitivos. A simple vista, contradicen lo que parece sentido común en la
comprensión de nosotros mismos. Tomando en cuenta experiencias cotidianas que
resultan problemáticas para esas explicaciones, he tratado de demostrar por qué
deberíamos al menos tomar en serio las ideas del construccionismo social para evaluar
si nos ofrecen una visión más fructífera o amplia de la vida humana. La principal
conclusión a la que esperaría arribar en este capítulo es que si reflexionamos
detenidamente en muchas de las cosas que damos por sentadas y que entendemos como
fijas e inmutables, ya sea en nosotros mismos o en los fenómenos que experimentamos,
nos daremos cuenta de que son derivadas de y son sostenidas por lo social. Son creadas
y perpetuadas por seres humanos que comparten significados en tanto miembros de la
misma sociedad y cultura. Esto es, en pocas palabras, aquello de lo que trata el
construccionismo social. En el próximo capítulo, profundizaré en la idea (presentada en
el capítulo 1) de que el lenguaje, tanto en su forma como en su uso, constituye una
herramienta fundamental en la creación, el mantenimiento y la transformación del
significado, y que es el lenguaje el que nos proporciona el marco para los tipos de
pensamiento que son posibles para nosotros.

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